Avignon ARTE # 19 AGOSTO 2015

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U na instalación con centenares de objetos de gran peso se derrumbó en el Museo de Arte Moderno de Buenos Ai- res (Mamba) durante el horario de visitas de la exposición El mago desnudo, de la artista brasileña Laura Lima. Una mujer con un bebé acababa de recorrer el tramo de la muestra que se desplomó con estrépito, que incluía una enorme biblioteca de seis metros de largo. El episodio ocurrió hace tres semanas en el sótano del Mamba, sobre la calle San Juan 350, de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, pero hasta ahora no había trascendi- do porque sus autoridades dispusieron de inmediato una estricta operación sigilo, que incluyó pagos especiales de dinero a la mu- jer del bebé, a empleados y artistas que intervinieron en la perfor- mance y amenazas de represalias a quienes violaran el obligado pacto de silencio. Hasta ahí, el extracto de la noticia publicada el domingo 12 de julio en Página 12 y firmada por H. Verbistky. Sin entrar en lo político de la nota, de por sí bastante esca- brosa y tan bien profundizada por el periodista. Sí en el hecho artístico que es lo que más nos acerca acá. El arte, como metáfora de un tiempo de derrumbes y finales posibles de un arte que a gritos, ya no se sostiene. Una obra arma- da por otros, empleados al efecto y quizá ni siquiera con la direc- ción de la “artista” supervisando la calidad, orden, estética de la misma. Una obra realizada en otros países de Europa y América. Una obra que no se traslada porque no es una obra en sí misma sino que es solo una idea, un proyecto en la cabeza de alguien y que es montada por obreros y actores de turno. Una obra que, al derrumbarse, la artista pidió que la siguieran exhibiendo asi, porque obviamente, había tomado vida propia y debía continuar, pero también de esta manera reconociendo la fragilidad y falta de “vida” anterior, de algo inerte y conceptual. Una historia contada con objetos viejos y maderas quizá para aquellos que al leer una buena historia en un libro, no sepan o no puedan imaginar un mundo de formas, sonidos y luces alocadas o misteriosas. Una escenografía montada pero sin obra de teatro, porque la obra pretende ser la misma escenografía quitándole el protagonismo a los actores. Ya no hacen falta. Y seguramente hasta en un teatro, la escenografía deberá estar mucho más cuida- da y si además fuera realizada por un artista plástico, funcionaría en un sentido amplio de estética y performance en unidad con los actores que le darán vida y existencia verdadera. Pero como siempre, una andanada de críticas eruditas, ala- bando y reseñando con superfluas palabras que nada dicen ade- más de lo que dicen, tratando de hacer hablar a lo que esta mudo en su indiferencia. Llenan el paisaje completo de una naturaleza de plástico que está vacía de emociones humanas. En este caso en particular, además se descubrió la falta de calidez humana en la artista misma, quien al enterarse que una mujer con su bebe por unos segundos de suerte no resultaron vic- timas de su obra, demostró ningún interés por solidaridad o pre- ocupación como tampoco por los actores de la obra misma que también podían haber sido lesionados. ¡Qué importa! ¿Daños colaterales en el arte moderno? ¡Puede ser! Estaría muy ocupada pensando un nuevo proyecto. Todo un museo de Arte Moderno dedicado a lo mismo, o más de lo mismo. Entretener como objetivo máximo. Sorprender o crear una falsa sensación de magia. El mago desnudo se llama la obra. Y quedo verdaderamente desnudo, como el cuento del rey. Comenzaron a aceptar que no tenía ropas. El silencio se hizo ruidos, comenzó a brotar el quejido de la hipocresía. Que ya nada sostiene. Que todo era una gran mentira. Buenos Aires, 1968. En 1997 asiste a los talleres de Dibujo y Pintura de la Asociación Estímulo de Bellas Artes. A partir de 1999, concurre al taller del maestro Juan López Taetzel, expuso en Galería Arroyo junto al Grupo Cauce entre otras importantes exposiciones. Actualmente sigue trabajando en su propio taller. El rey desnudo ARTE Avignon un puente hacia otra forma de ver # 19 AGOSTO 2015 Publicación mensual de distribución gratuita producida por: Taller de Artes Plásticas EL PORTÓN VERDE por Walter Pugliese Serie Los Viejos. Dibujo óleo pastel, 2015. Serie Los viejos. Pintura óleo pastel, 2014. Serie Calesita. Pintura óleo pastel, 2015. El derrumbe del silencio Marisa Farber “EL ARTISTA TIENE QUE EDUCARSE Y AHONDAR EN SU PROPIA ALMA, CUIDÁNDOLA Y DESARROLLÁNDOLA PARA QUE SU TALENTO EXTERNO TENGA ALGO QUE VESTIR Y NO SEA, COMO EL GUANTE PERDIDO DE UNA MANO DESCONOCIDA, UN SIMULACRO DE MANO, SIN SENTIDO Y VACÍA.” VASSILY KANDINSKY

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Una instalación con centenares de objetos de gran peso se derrumbó en el Museo de Arte Moderno de Buenos Ai-res (Mamba) durante el horario de visitas de la exposición

El mago desnudo, de la artista brasileña Laura Lima. Una mujer con un bebé acababa de recorrer el tramo de la muestra que se desplomó con estrépito, que incluía una enorme biblioteca de seis metros de largo. El episodio ocurrió hace tres semanas en el sótano del Mamba, sobre la calle San Juan 350, de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, pero hasta ahora no había trascendi-do porque sus autoridades dispusieron de inmediato una estricta operación sigilo, que incluyó pagos especiales de dinero a la mu-jer del bebé, a empleados y artistas que intervinieron en la perfor-mance y amenazas de represalias a quienes violaran el obligado pacto de silencio.

Hasta ahí, el extracto de la noticia publicada el domingo 12 de julio en Página 12 y firmada por H. Verbistky.

Sin entrar en lo político de la nota, de por sí bastante esca-brosa y tan bien profundizada por el periodista. Sí en el hecho artístico que es lo que más nos acerca acá.

El arte, como metáfora de un tiempo de derrumbes y finales posibles de un arte que a gritos, ya no se sostiene. Una obra arma-da por otros, empleados al efecto y quizá ni siquiera con la direc-ción de la “artista” supervisando la calidad, orden, estética de la misma. Una obra realizada en otros países de Europa y América. Una obra que no se traslada porque no es una obra en sí misma sino que es solo una idea, un proyecto en la cabeza de alguien y que es montada por obreros y actores de turno. Una obra que, al derrumbarse, la artista pidió que la siguieran exhibiendo asi, porque obviamente, había tomado vida propia y debía continuar, pero también de esta manera reconociendo la fragilidad y falta de “vida” anterior, de algo inerte y conceptual.

Una historia contada con objetos viejos y maderas quizá para aquellos que al leer una buena historia en un libro, no sepan o no puedan imaginar un mundo de formas, sonidos y luces alocadas o misteriosas. Una escenografía montada pero sin obra de teatro, porque la obra pretende ser la misma escenografía quitándole el protagonismo a los actores. Ya no hacen falta. Y seguramente hasta en un teatro, la escenografía deberá estar mucho más cuida-da y si además fuera realizada por un artista plástico, funcionaría en un sentido amplio de estética y performance en unidad con los actores que le darán vida y existencia verdadera.

Pero como siempre, una andanada de críticas eruditas, ala-bando y reseñando con superfluas palabras que nada dicen ade-más de lo que dicen, tratando de hacer hablar a lo que esta mudo en su indiferencia. Llenan el paisaje completo de una naturaleza de plástico que está vacía de emociones humanas.

En este caso en particular, además se descubrió la falta de calidez humana en la artista misma, quien al enterarse que una mujer con su bebe por unos segundos de suerte no resultaron vic-timas de su obra, demostró ningún interés por solidaridad o pre-ocupación como tampoco por los actores de la obra misma que también podían haber sido lesionados. ¡Qué importa! ¿Daños

colaterales en el arte moderno? ¡Puede ser! Estaría muy ocupada pensando un nuevo proyecto.

Todo un museo de Arte Moderno dedicado a lo mismo, o más de lo mismo. Entretener como objetivo máximo. Sorprender o crear una falsa sensación de magia. El mago desnudo se llama la obra. Y quedo verdaderamente desnudo, como el cuento del rey. Comenzaron a aceptar que no tenía ropas. El silencio se hizo ruidos, comenzó a brotar el quejido de la hipocresía. Que ya nada sostiene. Que todo era una gran mentira.

Buenos Aires, 1968. En 1997 asiste a los talleres de Dibujo y Pintura de la Asociación Estímulo de Bellas Artes. A partir de 1999, concurre al taller del maestro Juan López Taetzel, expuso en Galería Arroyo junto al Grupo Cauce entre otras importantes exposiciones. Actualmente sigue trabajando en su propio taller.

El rey desnudo

ARTE

Avignonun puente hacia otra forma de ver

#19AGOSTO 2015

Publicación mensual de distribución gratuita

producida por: Taller de Artes Plásticas

EL PORTÓN VERDE

por Walter Pugliese

Serie Los Viejos. Dibujo óleo pastel, 2015.Serie Los viejos. Pintura óleo pastel, 2014.

Serie Calesita. Pintura óleo pastel, 2015.

El derrumbe del silencio

Marisa Farber

“EL ARTISTA TIENE QUE EDUCARSE Y AHONDAR EN SU PROPIA ALMA, CUIDÁNDOLA Y DESARROLLÁNDOLA PARA QUE SU TALENTO EXTERNO TENGA ALGO QUE VESTIR Y NO SEA, COMO EL GUANTE PERDIDO DE UNA MANO DESCONOCIDA, UN SIMULACRO DE MANO, SIN SENTIDO Y VACÍA.”

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Hace poco se cumplieron, inadvertida-mente, ciento diez años de su muerte, ocurrida en Atuona, Islas Marque-

sas, en 1903. Era el final de una prolongada travesía, de un destino que acaso nadie podía prever cuando nació en París, como Eugène Henri Paul Gauguin, un 7 de junio del fatídi-co 1848. Porque algunas décadas después, el que eligió llamarse, simplemente, nada me-nos que Paul Gauguin, descubrió que quería volver a la inocencia del salvaje, limpiarse de las llagas de la civilización, quería recuperar sus facultades, sus sentidos adormilados lejos de la naturaleza, quería evadirse del cinismo y de la mojigatería, quería ver, volver a ver, hacernos ver.

“¿Qué puedo decir a todos estos cocote-ros?”, afirma claramente en su veraz Diario íntimo. Y más adelante: “Debemos tenerlo todo. No puedo conquistarlo todo, pero quiero hacerlo. Permitidme recobrar aliento y gritar una vez más, ¡Gástate, gástate nue-vamente! ¡Corre hasta quedar sin aliento y morir locamente! Prudencia…, ¡cómo me aburres con tus interminables bostezos!”.

Él, francés de París, honesto corredor de bolsa, estimado por sus superiores, casado con una austera luterana, padre de varios hi-jos, iba a dejarlo todo. Todo, por completo. (“Quiero ir con los salvajes”, dijo a su amigo, el pintor Georges Daniel de Monfreid, con

cuyo respaldo siempre contó). ¿Qué influen-cia no habrán tenido en ello su admirada abuela anarquista, Flora Tristán, o su infan-cia asombrada en la para él exótica Lima, “ese delicioso país donde nunca llueve”, o la muerte de su padre, Clovis Gauguin, que su-frió un colapso cuando desembarcó en Puer-to Hambre, sobre el Estrecho de Magallanes, según denunció su hijo Paul, a consecuencia de la afrenta de un capitán?

Imagino, a la vez, lo difícil que habrá sido ser hijo de Paul Gauguin. Quizá por eso, uno de ellos, Émile, llegó a afirmar, refiriéndose al aire de leyenda con que se rodeó a su padre: “Es un lindo cuento. Es una pena contrade-cirlo. Pero, ¡ay!, no es verdad”.

Lo cierto es que Paul Gauguin, que por algo se diría descendiente, por línea materna, “de un Borgia de Aragón, virrey del Perú”, dejó Francia un día hacia Tahití para conver-tirse en un mito: el pintor de las islas y de las gentes maoríes, el visionario del color en vivo, ese rebelde irreparable que percibió en forma tan clara el genial dramaturgo sueco August Strindberg, al contestar negativamente la carta donde el pintor le pedía un prólogo: “¿Qué es él, pues? Es Gauguin, el salvaje, que odia a una civilización sollozante, una especie de titán que, celoso del creador, hace en sus horas de ocio su propia pequeña creación; la criatura que despedaza sus juguetes para ha-cer otros con ellos, que abjura y desafía, pre-firiendo ver los cielos rojos antes que verlos azules con la multitud.”

Pero “las islas pierden al hombre”, como bien lo cantó el gran poeta brasileño Carlos Drummond de Andrade. Ni Tahití (donde vive tras su primer y segundo viajes), ni las Marquesas (adonde se establece definitiva-mente, por tercera vez, en su “Casa de pla-cer”) eran ya el Paraíso Perdido. Ahí habían llegado también los gendarmes, los funciona-rios, la prepotencia, la desidia, la injusticia, el prejuicio, la torpeza, la ignorancia, para cebarse en los restos de la maravillosa raza vencida, (“Una excelsa moralidad, como se ve”, protesta Gauguin, en un largo escrito, ante inspectores de paso). Además, no es fácil dejar atrás años y años, siglos y siglos, de fa-milia y de historia, de costumbres y manías, que pesan sobre los hombros y en el corazón. Todo eso trae angustia, dolor, desazón. Pero horas de segura, precisa exaltación, y de fe-cunda labor creadora, llegarían, también.

“Como veis, mi vida ha estado llena de al-tibajos y agitaciones. En mí hay muchas mez-clas extrañas. Un rudo marino: ¡así sea! Pero también hay raza allí, o más bien dos razas”. Quizá por eso, su arte es también el canto fi-nal por una raza pura, noble, fuerte, genero-sa e infeliz, que fue sentenciada a perecer: la maorí. Pero, ¿por qué no también un símbolo de nuestra propia civilización? ¿Y aún de las que la precedieron y de las que vendrán?

Como lo prueban sus cuadros, su diario, sus libros (especialmente el bellísimo, inefable Noa Noa, donde se refleja el deslumbramien-to experimentado al descubrir Tahití), todos

esos mensajes dirigidos al mundo que había rechazado, abandonándolo, Paul Gauguin quizá no haya logrado desgajarse nunca del todo. (Por otra parte, y como suele ocurrir, ¿no estarían muchos de los males que malde-cía dentro de sí mismo, como esos “sutiles y finísimos venenos” de que nos habla nuestro Juan L. Ortiz?). De alguna manera, Gauguin seguía recordando a sus semejantes “civiliza-dos”, de alguna manera pintaba y escribía para ellos, quejándose y hasta despreciándo-los, sí, pero también pensando en volver.

Monfreid, el amigo fiel, disuadió al pare-cer a Gauguin de regresar de las Marquesas en sus últimos días, cuando la enfermedad y el atropello (acababan de condenarlo por defender a un maorí contra un gendarme inicuo) culminaban su tarea. “Ya no pintaré más…”, llegó a afirmar entonces, “La pin-tura ya no puede hacerme vivir”, “¡Padre mío!”, exclamó, “aleja de mí este cáliz”.

Y Víctor Segalen, que pudo asistir al mise-rable remate de los pocos bienes y las muchas obras de arte dejadas por Gauguin después de su muerte, al descubrir el insólito tema del últi-mo cuadro, sin firmar aún, casi inconcluso, que pudo adquirir en la irrisoria suma de siete fran-cos, expresaba su asombro con estas palabras: “¿Era esto lo que el pintor moribundo recreaba con nostalgia? Bajo los soles de todos los días, el animador de los dioses cálidos veía un pueblito bretón bajo la nieve…”

Porque algo había ido cambiando en él, definitivamente. Y algo había hecho cambiar también, él, en sus semejantes. Sus cuadros contenían la gracia subyugante y candorosa que deseara, sus colores hablaban hondo, en alta voz. Y hasta sus escritos, sus palabras de pintor, iban derecho al corazón. Allí, en toda esa belleza, estaba infusa la magia, la pasión, el encanto, la vida palpitante que había que-rido aferrar y poseer.

Paul Gauguin iba a llegar por fin a ser él mismo, indeleble en su pintura indeleble, a costa de sí mismo, saliendo de la leyenda y haciéndose arte activo, imperecedero y para todos. Porque, como él fue capaz de expre-sar con lúcida certeza: “…Hay muchas cosas que decir, y deben ser dichas”.

* Rodolfo Alonso es un reconocido poeta, traductor y ensayista argentino.

Autorretrato en tinta dibujado en la carta de Gauguin a Schuffenecker. 1888.

Te Atua (The Gods). Xilografía sobre papel. 1893-94.

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Vincent Van GoGhCartas a Théo

Por el momento, mi paleta se deshiela y la torpeza del comienzo ha

desaparecido.

Todavía me rompo a menudo la cabeza cuando empiezo, pero asi y

todo, los colores se siguen casi solos, y tomando un color como punto

de partida, me viene claramente al espíritu el que debe convenir y

como se puede llegar a darle vida.

En el paisaje, Jules Dupré es tanto como Delacroix, porque qué

enorme variedad de emoción expresa en sus sinfonías de color.

Aquí una marina con los más tiernos verde-azules y azules quebra-

dos, y toda clase de tonos nacarados, allá un paisaje de otoño con un

follaje que va del rojo profundo borra-de-vino hasta el verde violento,

del anaranjado pronunciado hasta el oscuro tabaco; y, además, con

otros colores en el cielo, grises, lilas, azules, blancos, que forman to-

davía contraste con las hojas amarillas. Más lejos aún, una puesta de

sol en negro, en violeta, en rojo vivo. Todavía más fantástico, como un

rincón del jardín que he visto pintado por él y que no he olvidado nun-

ca: negro en la sombra, blanco en el sol, un verde pronunciado, un rojo

vivo, y después todavía un azul oscuro, un pardo-verde bituminoso y

un amarillo claro. Colores que realmente pueden conversar entre ellos.

Nuenen, noviembre de 1885.

Gauguin, el deslumbrado

por Rodolfo Alonso*