Azorín - Los pueblos

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    nnotation

    Los pueblos, libro escrito en 1905 por Azorn, ha sido considerado obra clave en la trayeeraria del artista alicantino. Se trata de una rica y sugerente recopilacin de textos de diuraleza, tales como artculos, cuadros, cuentos, descripciones de viajes, poemas en plexiones y observaciones sobre la vida espaola, eje esencial de Azorn. Esta obra nvertido en un referente donde el autor despliega los temas y el estilo que le han convertido sico. Leerla es sumergirse en las preocupaciones ms candentes de Azorn en los comienzo

    lo XX, visitar diversas regiones del pas, paladear el dominio de la lengua.La razn de ser de este volumen radica en su pretensin de ayudar a los devotos azoriniaorar el hecho de que la mayor parte de los libros de Azorn fueran selecciones de artcul

    ensa claramente diferentes de otros libros con intencin novelesca ms o menos vaga, comluntad, Antonio Azorn, Doa Ins, Pueblo, Mara Fontn..., por ms que algunos captulunas de estas obras se publicaran o pudieran ser publicados como artculos de peridico. (roduccin de Jos Mara Valverde)

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    Azorn

    LOS PUEBLOS

    ENSAYOS SOBRE LA VIDA PROVINCIANA

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    FB2 Enhancer

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    Yo dedico este libro a Lolita, a doa Isabel, a don Pedro, a Rosarito, a Conchita, a don Jo

    oa Mara, a don Juan, a doa Asuncin, a Carntencita, a don Luis, a doa Teresa, a Enriqun Fernando, a Clarita, a doa Magdalena, a don Francisco, a Pepita.

    Todos ellos viven en la pequea y clara ciudad en que hay palmeras, almendros, granadreles', a flourishing town built on a slope dice la vieja Gua Murray: un pueblo florec

    nstruido en una ladera...ZORN

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    A FIESTAaqu como el poeta vuelve viejo a su patria.

    Don Joaqun se detiene un momento en el umbral; le acompaa un criado.Cmo est usted, don Joaqun? le dice doa Juana.Qu tal le va a usted, don Joaqun? le dice don Antonio. Sabamos que haba ll

    ed esta maana; pero cmo habamos de sospechar que viniese usted por aqu esta tarde!Y ustedes?... Y ustedes?... Cmo se encuentran? Caramba! La verdad es que hace t

    e no nos veamos. Y ahora tampoco nos vemos... Digo, yo soy el que no puedo ver a ustedes.Doa Juana ha acercado un silln.

    Sintese usted aqu, don Joaqun.Don Antonio coge de la mano a don Joaqun y lo lleva hasta el silln. Don Joaqun se sien

    dado, lentamente. La puerta est abierta de par en par; aparece el ancho zagun limbaldosado con losetas blancas y negras; por la calle discurre un hormiguero rumoroso de gent

    Est usted parando en su casa, don Joaqun? pregunta doa Juana.Estoy en casa de mi hermana dice don Joaqun. Mi casa estar hecha un corral; tod

    uebles estarn llenos de cucarachas, de araas y de polvo. Hace veinte aos que no se ha abiesde que yo me fui. Virginia me escribe en las cartas, que la limpia dos o tres veces al ao; pelo creo... Adems, no quiero entrar en ella; yo no puedo ver nada, y me dara tristeza el tocar,onocerlos, aquellos muebles que vieron mi juventud.

    De modo dice don Antonio que usted se ha acordado este ao del pueblo y ha qunir a ver la fiesta.

    S contesta don Joaqun s; he querido venir este ao. Me he dicho: Puesto que yapueda tener otra ocasin, aprovecharemos sta, que tal vez ser la ltima. Y he venido a ve

    cir, a sentir el pueblo, a saludar a los buenos amigos, como ustedes...

    Se oye un lejano campaneo, estrepitoso, jovial; estallan cohetes en el aire; el cielo niendo de un azul plido.Doa Juana se levanta de pronto.

    Pero usted, don Joaqun, no conocer a Lola, ni a Clara, ni a Conchita, la que apadrinMadrid?

    Doa Juana se acerca al hueco de la escalera, y grita:Clara, Lola, Concha!... Bajad, que est aqu don Joaqun!Estarn en el balcn dice don Antonio.Y se asoma a la calle y exclama, mirando hacia arriba:

    Bajad, que est aqu don Joaqun.Se oye en el techo ruido precipitado de tacones finos y menuditos; luego, en la escalermor de faldas, de voces, de risas alocadas. Y, de repente, como una aparicin mgica, las trlan en la entrada, serias, derechas, mirando a don Joaqun con sus grandes ojos azules, g

    gros.Vosotras no conocis a don Joaqun? les dice don Antonio.Las tres callan.

    Clara, t no te acuerdas que cuando eras pequeita l te llevaba al jardn?No, no dice don Joaqun, sonriendo; ella no se acordar. Hace ya tantos aos!

    T, Lola, s que no te acuerdas le dice don Antonio a Lola ; t tenas dos aos cuan

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    march.Yo s que me acuerdo de ella dice don Joaqun; Lola tena los ojos azules. Es v

    e los tiene azules?Lola se pone un poco roja.

    S, don Joaqun; los tiene azules afirma doa Juana.Y Conchita? pregunt don Joaqun. Est aqu?Aqu est delante de usted contesta don Antonio.Conchita dice don Joaqun, yo soy el que te tuvo en la pila del bautismo hace q

    os.S, don Joaqun dice Conchita; ya s que es usted mi padrino.Ella me pregunta muchas veces por usted dice doa Juana.Yo no puedo verte, Conchita dice don Joaqun. Cmo eres? Cmo es Conchita?Es alta y delgada contesta doa Juana.Cmo tiene el pelo?El pelo es rubio y largo.Las mejillas de Concha se encienden con vivos carmines.

    Y los ojos? De qu color son los ojos?

    Los ojos son entre grises y verdes; unas veces parecen grises y otras verdes.Y la boca?La boca es pequea y con los labios rojos.Conchita exclama don Joaqun, eres una linda muchacha, y yo estoy contento por ha

    ido en mis brazos cuando contabas ocho das... Y vosotras tambin lo sois, Lola y Clara; pepuedo veros a ninguna...

    Una criada entra llevando en las manos una ancha bandeja llena de flores.Ya estn aqui las flores dice Lola.Han trado flores? pregunta don Joaqun.

    Son las flores que hemos de tirar cuando pase la Virgen contesta Clara.Qu flores son? torna a preguntar don Joaqun.Son rosas, claveles y jazmines contesta Lola.Toque usted, don Joaqun, toque usted dice Conchita, ponindole la bandeja delante.Conchita dice don Joaqun extendiendo sus manos blancas, sutiles, y pasndola

    dado sobre las rosas, los claveles y los jazmines. Conchita, has hecho cuanto puede apera su consuelo un viejo poeta que ha amado las flores y que ya no puede verlas...

    Prosigue a lo lejos el volteo loco y jovial de las campanas; estallan cohetes; se oye una mcielo difano se ha tornado obscuro, y parpadean las primeras estrellas. Don Antonio se levan

    onto y grita:Rafael! Rafael!Rafael se acerca y entra en el zagun. Es un labriego; es el mayoral que don Antonio tiene

    mbra.Rafael le pregunta don Antonio, os vais esta noche, despus de la procesin

    mbra, o maana por la maana?Esta noche queremos ver los fuegos contesta Rafael; nos remos maana.Oye observa don Antonio. Esta semana tendris que labrar todas las piezas

    rrada... meted bien las rejas en los cornijales. Y tendris tambin que acabar de recoger tomendra que queda.

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    Este Rafael pregunta don Joaqun, ser el hijo del to Rafael, el mayoral que uan antes?

    S, es el hijo contesta don Antonio.Rafael le dice don Joaqun, t no te acordars de m? No te acuerdas de don Jo

    rdad?No, seor, no contesta Rafael con aire confuso, rascndose la cabeza.Eras t un mozuelo cuando yo iba a la Umbra... Dime, hay an delante de la casa aq

    mos grandes? Estn hermosos? Estn verdes?

    S, an estn contesta don Antonio.Y hay en ellos muchas cigarras? Unas cigarras que cantan mucho? No es cierto?Ya lo creo que cantan! exclama Rafael. Todo el da se lo pasan cantando. Los c

    tiran piedras para que callen; pero yo les digo que las dejen, que ya vendr el inviernoorirn.

    Es verdad replica don Joaqun. Ya vendr el invierno y se morirn...Y para s piensa: Nosotros, los poetas, somos como las cigarras: si las calamida

    sgracias de la vida nos dejan, cantamos, cantamos sin parar; luego viene el invierno, es decez, y morimos olvidados, desvalidos.

    Resuenan los estallidos de los cohetes; la procesin se acerca. Pasan bailando unos enanlzaina hace: ti, tir, ti; el tambor hace: tan, taran, tan...

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    ARRIOs amigos y admiradores del hombre ilustre quedarn consternados cuando pasen la vista poreas. Sarrio est enfermo; Sarrio desaparece... Yo he llegado a media maana a este pueblegado y claro; el sol iluminaba la ancha plaza; unas sombras azules, frescas, calan en un ngualeros de las casas y baaban las puertas; la iglesia, con sus dos achatadas torres de p

    res viejas, torres doradas, se levantaba en el fondo, destacando sobre el cielo limpio, luminoel medio, la fuente deja caer sus cuatro caos, con un son rumoroso, en la taza labrada. Yo menido un instante, gozando de las sombras azules, de las ventanas cerradas, del silencio profruido manso del agua, de las torres, del revolar de una golondrina, de las campanadas rtm

    gas del vetusto reloj. Y luego he llamado en la casa del grande hombre: tan, tan. La paba entreabierta; no era indiscrecin el entrar. El zagun se hallaba desierto; sobre una meto una palmatoria con la vela a medio consumir, un vaso vaco tal vez de algn medicamen

    un rimero de peridicos de la provincia con las fajas intactas. Un profundo silencio reina en tosa; los muebles estn llenos de polvo; una o dos sillas tienen el asiento desfondado. Y flota e y se ve en todos los detalles algo como un profundo abandono, como una honda laxitud, c

    a irremediable desesperanza. Es extraopienso yo, y me siento un momento junto a la mepoco triste, ya embargado por esa melancola indefinible que nos hace presentir las grastrofes. Es extraotorno a pensar. Y me levanto; en el fondo aparece la ancha puerterto, y columbro por ella el verde claro de los naranjos y el verde obscuro de los granados.die aparece, ni se percibe el ms ligero ruido en la casa. Yo entonces hago sonar unas fumadas y pregunto, gritando, a uso de pueblo:

    Quin est aqu?Y nadie sale. Yo ya conozco estas casas extraas, que parecen abandonadas, en que vive un

    os misntropos de pueblo; estas casas con los muebles rotos, viejos, con las salas cerra

    lvorientas, con la cocina apagada siempre, con el pequeo huerto lleno de plantas silvestres;as en que no hay nadie jams, y en que de tarde en tarde se oye el chirrido de una puerta y seueta negra, sigilosa, de su nico morador, que pasa. Yo conozco estas casas, pero la casrrio no era de estas casas. Un presentimiento doloroso comienza a entrar en mi espritu. Yoas recias y sonoras palmadas. Y entonces, al cabo de un breve rato, veo salir un criado perta del huerto. No habis reparado en el aire especial que tienen los criados de estas raas? Son como hombres que esperan y que temen algo al mismo tiempo; llevan en su canos de una preocupacin, de una displicencia, de un recelo misterioso; diriase que husmea

    dos los escondrijos tesoros ocultos, que piensan en mandas, en legados, y que se si

    cretamente exasperados por algo que no llega.Yo le pregunto a este criado:Y don Lorenzo?l me contesta:

    Est durmiendo.Son las once de la maana; estas sencillas palabras producen en m una estupefaccin profu

    Pero est enfermo? torno yo a preguntar.l no contesta directamente a mi pregunta.

    Se levanta a las tres de la madrugada me dice y despus se vuelve a acostar.

    Yo estoy asombrado. Sarrio se levanta a las tres y despus se vuelve a acostar? Es

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    udito, absurdo. Y entonces, cuando mi admiracin ha pasado un tanto, me acuerdo de ladas hijas de mi ilustre amigo: de Carmen, de Lola y de Pepita. Carmen era menuda y tena estao y los ojos azules.

    Y la seorita Carmen? pregunto.Se cas me contesta el criado.Yo siento una tenue desilusin. Y pregunto por Lola. Lola era alta y tena el cabello rubio

    ntes menuditos y blancos.Y la seorita Lola?

    Se cas tambin.Yo vuelvo a experimentar otra decepcin vaga. Y deseo saber qu se ha hecho de Pepita. Pla ms linda de las tres. Pepita era mi amiga predilecta. Pepita tocaba en el piano, con gesto

    melanclico, La Priere des Bardes. Pepita tena hermosas dos cosas que prestan a la mucanto irresistible, avasallador: Pepita tena hermosas las manos y la voz. De la voz ha dicsofo griego Zenn que es la flor de la belleza; de las manos no recuerdo ahora sentnguna de ningn filsofo; pero no es necesario acudir a filosofas antiguas o modernas para sebyugado por unos dedos largos, finos, blancos, sedosos, puntiagudos, guarnecidos de simas combadas y rosadas.

    Y la seorita Pepita? vuelvo yo a preguntar, un poco indeciso, temeroso.Se muri contesta el criado.Y yo oigo estas palabras lleno de una intensa e indescriptible emocin. Ya, todo el mister

    e ambiente que flota en la casa abandonada, aparece claro ante m. Cmo los seres que hado tanto pueden desaparecer de este modo tan rpido y brutal? No habr nada onmovible, en el mundo, de nuestros amores y de nuestras predilecciones? Yo onscientemente, anonadado por la tristeza, la buja a medio consumir, el vaso vaco, el rimeperidicos intactos. Y de pronto oigo unos pasos sordos en el piso de arriba y percibo un

    nca, una voz apagada, una voz doliente que llama al crado. Es la voz de Sarrio. Transcurren

    nutos; el grande hombre aparece en el rellano de la escalera. Es l? No es l? Sarrio caminpes arrastrando. Antes iba pulcramente afeitado: ahora lleva una larga barba intensa, descui

    ntes llevaba una estupenda cadena de plata con una gruesa muletilla; ahora ya no la usa. Avaba siempre, indefectiblemente, una refulgente camisa planchada, que haca sobre el pechmbeo gallardo; ahora trae una camisa blanda. Yo he dicho ya en otra ocasin que un hombrlleva camisa ntida y acerada no puede tener talento ni energa: cuando esta proposici

    blic, algunas estimadas amigas mas se escandalizaron. Una mujer no puede persuadirse de qmbre desprovisto de esta indispensable prenda deje de tener energa y talento. Algunabargo, llegan a convencerse; pero es ya un poco tarde...

    Sarrio, siempre tan atildado, no usa camisa. Queris un detalle que revele mejor tomentable decadencia? Yo he sentido ante l una honda tristeza que ha venido a juntarse a la tri

    sentida. Sarrio va bajando, lentamente, apoyado en la barandilla, los peldaos de la escalermiro absorto. Hay en los pueblos hombres y mujeres, vulgares, anodinos, insignificantes, qn encantado con su afabilidad, con sus palabras sencillas, y cuya desaparicin os causa tanto mo la de un hroe o la de un gran artista. Dnde estn don Pedro, don Antonio, don Luisfael, don Alberto, don Leandro, a quienes conocimos en nuestra niez o en nuestra adolescel vez todos han muerto mientras vosotros estabais ausentes, olvidados de sus figuras amablez alguno de ellos como este Sarrio sobrevive a la ruina de su casa, a la muerte de sus ama desaparicin de todo lo que constitua el ambiente de su poca. Y entonces veis estas existe

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    gicas, dolorosas, solitarias, que en los caserones de los pueblos van oscilando durante doss aos, entre la vida y la muerte. Ya la ponderacin y el equilibrio se han perdido; acasolencia ha comenzado por una ligera indisposicin; luego, las catstrofes morales, los disgustoamidades, han venido a abrumar el espritu. Y poco a poco, como acontece en las pesad

    ntimos que vamos deslizndonos por un precipicio del que queremos salir y del que, con toddemos librarnos. As, un da es la indumentaria lo que descuidamos; otro, es la limpieza sa; otro, es el orden de las comidas; otro, nuestras diversiones favoritas la caza, la msie vamos olvidando... Y la neurastenia va creciendo, creciendo, formidable, en el desorden

    sa, en el abandono de nuestra persona, y nosotros, ya perdidos, nos dejamos llevar, anonadadocorriente fatal que nos conduce a la anulacin definitiva. Acaso los amigos, los parientes, intsupremo esfuerzo: se hace un viaje para consultar a un mdico famoso; se ponen en prcticauales medios curativos... Pero todo es intil; los aos han ido pasando; las energas de la juvhan perdido; el ambiente que nos ha de tragar est ya formado, y son vanos y estriles cu

    fuerzos hacemos por apartarnos de l.Comprendis ahora la tragedia de Sarrio? Cuando ha acabado de bajar la escalera, ha p

    nto a m sin conocerme. Yo me he puesto ante l.Sarrio!, Sarrio! le he gritado.

    Entonces l ha permanecido un momento absorto, mirndome con sus ojos apagados, blaspus ha abierto la boca como para decir algo que no acertaba a decir, y al fin ha exclamadz opaca, fra:

    Ah, s! Azorn...Y de nuevo ha cado, terrible, un silencio denso en el zagun. No podamos decirnos nada.

    mos a decirnos? No haba necesidad de que hablramos nada. Hay instantes en la vida cuhallis, por ejemplo, al cabo de muchos aos, ante una persona que habis queridotantes en la vida en que creis que vais a decir muchas cosas, que vais a expresar multitu

    ntimientos tumultuosos, y en que, sin embargo, os encontris con que no se os ocurre ni aun la

    lgar de las palabras...Yo he guardado silencio, triste y anonadado, ante el gran hombre. Y cuando he salido de la

    vuelto a ver en la plaza sosegada las sombras gratas y azules, las torres achatadas, los balcrados; y he vuelto a oir el susurro del agua, los gritos de las golondrinas que cruzan raudas plo, las campanadas del viejo reloj que marca sus horas, rtmico, eterno, indiferente a los dolos hombres...

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    A NOVIA DE CERVANTESI

    Suena precipitadamente un timbre lejos, con un tintineo vibrante, persistente; luego otro, ms ponde con un repiqueteo sonoro, clamoroso. Los grandes y redondos focos elctricos parptarde en tarde; un momento parece que van a apagarse; despus recobran de pronto su luminoncuzca. Retumban, bajo la ancha cubierta de cristales, los resoplidos formidables dquinas; se oyen sones apagados de bocinas lejanas; las carretillas pasan con estruendrridos y golpes; la voz de un vendedor de peridicos canta una dolorida melopea; vuelven a silbidos largos o breves de las locomotoras; en la lejana, sobre el cielo negro, re

    mviles los puntos rojos de los faros. Y de cuando en cuando, los grandes focos blancos, redonan a parpadear en silencio, con su luz fra...

    Va a partir el tren; en mi coche sube una seora enlutada; suben tambin con ella dos chs chicos, cuatro chicos, seis chicos. Todos son menuditos, rubios o morenos, con sus mertas y sedosas, con sus mejillas encendidas. Va a partir el tren. A mi derecha, sentado, muy guy modoso, est un pequeo seor de cuatro aos; a mi izquierda, una pequea dama de tres;

    s rodillas tengo a otro diminuto caballero de dos. Va a partir el tren; el vagn rebosa de gdos charlamos; todos remos. De pronto rasga los aires un estridente silbato; la locomopla; el convoy se pone en movimiento... Atrs quedan los millares de salpicaduras ureaminan la gran ciudad; una bocanada de aire tibio entra por las ventanillas abiertas. El campogro, silencioso; brillan en el infinito las estrellas con titileos misteriosos.

    Yo soy un pequeo burgus, grueso, jovial, paternal; el chico que llevo sobre mis rodillas mmadas en la cara con sus menudas manos carnositas. Los que van a mi derecha y a mi izqu

    preguntan cosas a gritos. Yo les cuento a todos historias extraordinarias y ro; me sisfecho y alegre. El aire es puro y templado; las estrellas fulguran.

    Yo soy un pequeo burgus que vive en un pueblo de la costa, que tiene una gran casa con sniveladas y una solana ancha; que cultiva un huerto umbro con parrales y pilares blancossee unos pocos libros llenos de polvo, que viaja rodeado de dos, de cuatro, de seis chnuditos, rubios o morenos, reidores, curiosos, con melenitas sedosas, con manos diminuta

    do lo piden y todo lo destrozan. La vida es fcil y dulce. Yo chillo tambin como estos chdos gritamos. Y de pronto, entre la baranda, surge una voz que entona una vieja cancin infandos, en coro disonante y estrepitoso, cantamos:

    La viudita, la viudita, la viudita se quiere casar con el conde, conde de Cabra, conde de Cle dar.

    El estrpito del convoy acompaa nuestra tonada. El coche, sobre la lnea desnivelada, carcadamente a un lado y a otro; viajamos en un barco. Nuestras voces se enardecen por momestaciones cruzan rpidas. Yo paso y repaso la mano por la melena suave del minsculo s

    sado en mis rodillas. Una vaga ternura satura mi espritu ante este hombre diminuto que puedhroe de la patria; por el bolsillo de mi gabn asoma formidable una botella. La vida es fcrellas fulguran en la inmensidad negra...

    Y cuando ms estruendoso es el bullicio, el tren para; una voz grita furiosa: Yelenuto!, y un profundo y doloroso estupor se apodera de m. He de bajar. Ya no s ni adonde vque quiero. Por qu he bajado? Por qu no he seguido? Cules son mis propsitos? Qu

    cer yo en esta estacin solitaria? El tren se ha puesto otra vez en marcha, y se aleja con un

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    gor por la campia tenebrosa; un momento me quedo inmvil, absorto, y contemplo en la lemo va perdindose, perdindose, el ojo rojo, encendido, del furgn de cola. Y entonces, algo a vocecilla irnica, insidiosa, dice dentro de m: Pequeo burgus, t has dicho que la viil? Pues ahora vas a verlo. El andn est solitario; un mozo acaba de apagar los faroles, c

    sto hosco y despiadado.Y en este momento yo resuelvo interiormente proseguir mi peregrinacin a Esquivias. Pe

    he resuelto muy pronto: un hombre sencillo me comunica que Esquivias dista de aqu una ero habr carruaje para ir?, pregunto. No, no hay carruaje a estas horas. Pero, entonces

    preguntar, podr quedarme en Yeles? No, no puedo quedarme en Yeles. Cmo se murrido a m este absurdo enorme de pernoctar en Yeles? Son las nueve; todos los vecinos rmiendo; no sera posible tampoco, aunque estuvieran despiertos, encontrar posada entre es estrellas refulgen; a lo lejos, en los confines del horizonte, aparece una claridad plida y dluna va a surgir. Yo hago que me sealen el camino de Esquivla novia deias. Y lentamente

    ijo por l. Ya no soy el pequeo burgus que tiene un huerto con parrales y viaja con dosatro, con seis chicos rubios o morenos: ahora soy el pequeo filsofo que acepta resignadsignios ocultos e inexorables de las cosas. El camino es estrecho y de hondos relejes: serpenvs de campos llanos, rasgados por largos surcos paralelos. A trechos aparecen los manch

    scos de los olivos. Todo est en silencio. La luna llena asoma, tras un terreno, su faz ancarillenta. Yo ando y ando. Un cuclillo canta lejano c-c; otro cuclillo canta ms c-c. Estas aves irnicas y terribles, se mofan acaso de mi pequea filosofa? Yo ando. A los sembrados suceden las vias; a las vias suceden los olivares. Los cuclillos tocautas melanclicas; la luna va descendiendo en el cielo sereno. Yo ando y ando a trav

    edos, sembrados y olivares.Y de pronto, en el silencio de la noche, oigo aullar perros. Ante m tengo una grader

    dra, en la que se asienta una columna: es un antiguo rollo. Ms lejos aparece la masa enormedificio anchuroso. Estoy en Esquivias. Las calles estn desiertas; las tapias de los corra

    jan formando callejuelas angostas; los anchos colgadizos ensombrecen las puertas. Llencin lejana de una ronda de mozos. Dnde est la posada? Cmo encontrarla? Unos senriegos trasnochadores son las diez hacen la buena obra de guiar a un filsofo. Yo llamoerta: tan, tan. Y heme aqu, tras breves explicaciones, en un blanco zagun sentado erecho banco de pino, charlando sencillamente con la sencillez con que lo hara Cervantes mpo con este mesonero. Sobre un mostrador lucen cacharros y botellas; en un alto arecen alineadas jarrinas en cuyas panzas vidriadas pone: Encarnacin, Consuelo, Parmen, Emilia, Rosala... La posada es, a la vez, taberna; y de qu se ha de habquivias, con un tabernero, sino de vinos? Yo ya no soy un pequeo burgus con dos, con cu

    n seis chicos rubios o morenos; ni soy un pequeo filsofo que sabe mostrar resignacin ando fatal: ahora soy un pequeo comisionista en vinos. De qu queris que se hable en Esquivn un tabernero, sino de vinos? Don Hilario los tiene buenos; pero acaso no quiera venderl

    dice el posadero. Don Andrs el Mayorazgo los tiene mejores; pero tal vez los quiera cindudable es que no debo ir yo en persona a hacer los tratos: Don Andrs el Mayorazgo, qpoco logrero, vera, desde luego claro est mi afn de compra y subira los preciojor es que l, el posadero, entre en arreglos como quien no hace la cosa... Once campan

    enan cercanas con graves vibraciones. Yo cojo un veln y el mesonero me guia a mi cuarto: espiso principal; se llega a l despus de pasar por una ancha galera llena de montones de rjo el veln sobre la mesa: la estancia es de paredes blancas, enjalbegadas; la puerta es anch

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    arterones cuadrados y cuadrilongos; una mesita de pino est junto a la cama. Abro la ventanna ilumina suavemente los tejados prximos y la campia lejana; aullan los perros, cerca, ideros, furiosos; una lechuza, a intervalos, resopla...

    II...Unas campanas me despiertan; son tres campanas: dos hacen un tan, tan sonoro y ruido

    tercera, como sobrecogida, temerosa, canta, por bajo de este acompaamiento, una meloda lave, melanclica. Cervantes oira entre sueos, todas las madrugadas, como yo ahora, mpanas melodiosas. An es de noche; todava la luz del alba no clarea en las rendijas de la p

    de la ventana. Y me torno a dormir. Y luego, las mismas campanas, el mismo acompaammoroso y la misma melopea suave me tornan a despertar. Ya la luz del nuevo da pinta rayntos vivos en las maderas de las puertas. Unas palomas ronronean en el piso de arriba y andalpes me-nuditos sobre el techo; los gorriones pan furiosos; silba un mirlo a lo lejos... El c verde; en la lejana, cuando he abierto la ventana, veo una casa blanca, ntida, perdida nura; cerca, a la izquierda, un vetusto casern, uno de esos tpicos caserones manchegos, cermpre, muestra sus tres balcones viejos, con las maderas despintadas, misteriosas, inquietador

    He salido de la estancia a la galera; he bajado luego la angosta escalerilla, y me he detenipatio un momento; la posada es una antigua casa de ladrillo, ruinosa; se levanta en la call

    sario, esquina a la del Ave Mara, dos calles netamente espaolas. Tal vez en esta manbitaba un hidalgo terrible; los balcones estn tambin cerrados, y las maderas estn tambeadas y ennegrecidas. Un elevado palomar sobresale en la parte del edificio que forma esqde ah el nombre que esta posada lleva:La Torrecilla. Tal vez en esta mansin habitabdalgo terrible. Esquivias es un pueblo de tradicin seoril y guerrera. Consultad las Relacpogrficas, todava inditas, ordenadas por Felipe II. Esquivias dice el Cabildo contestanonarca en 1576, ocho aos antes del casamiento de Cervantes, Esquivias cuenta concinos, y entre stos, 37 son hijosdalgo de rancia cepa. Y estos hijosdalgo se llaman Bivlazares, como el padre de la novia de Cervantes; Avalos, Mejas, Ordez, Barrosos, Pal

    mo la madre de la novia de Cervantes; Carriazos, como uno de los hroes de La ilustre Freggandoas, Guevaras, Voz medianos, Quijadas, como el buen don Alonso. En letras aadeConcejo no tienen noticia de que haya habido en Esquivias personas sealadas; pero en ahabido muchos capitanes y alfreces y gente de valor. De aqu eran, vosotros conoceri

    mbres, el capitn Pedro Arnalte, que muri en Alcal de Benaraz, y le mataron los moropitn Barrientos, el capitn Hernn Meja, el capitn Juan de Salazar, el alfrez Diego de Soalfrez Alonso Meja, el alfrez Pero de Mendoza, que, como sabis, fu el primero que pundera cuando se gan la Goleta, y el emperador Carlos V le dio doscientos y cincuenta dur ello. Y asimismo concluyen en su relacin los vecinos ha habido mucha gente de arm

    os pasados en servicio de los reyes, y al presente los hay en Flandes y con el Sr. D. Juan.Esquivias es un viejo plantel de aventureros y soldados; su suelo es pobre y seco; de sus 2

    ctreas de tierra laborable no cuenta ni una sola de regado; la gente vegeta msera en serones destartalados, o huye, en busca de la vida libre, pictrica y errante, lejos de estas ce yo recorro ahora, lejos de estas campias montonas y sedientas por las que yo tiendo la vda est esplndido; el cielo es de un azul intenso; una vaga somnolencia, una pesadez seda

    rumadora se exhala de las cosas. Entro en una ancha plaza; el Ayuntamiento, con su prtico baumnas dricas, se destaca a una banda, cerrado, silencioso.

    Todo calla; todo reposa. Pasa de tarde en tarde, cruzando el ancho mbito, con esa indolvativa de los perros de pueblo, un alto mastn que se detiene un momento, sin saber por q

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    go se pierde a lo lejos por una empinada calleja; una bandada de gorriones se abate rpida suelo, picotea, salta, brinca, se levanta veloz y se aleja piando, moviendo voluptuosamente labre el azul lmpido. A lo lejos, como una nota metlica, incisiva, que rasga de pronto la diafa

    ambiente, vibra el cacareo sostenido de un gallo.Recorro las callejas y las plazas, voy de un lado para otro, aletargado por el hlito caluro

    primavera naciente. Las puertas estn abiertas y dejan ver los patizuelos empedrados de gn una parra retorcida, con un evnimos pomposo. De la calle de la Fe paso a la de San Sebala de San Sebastin a la de la Palma, de la de la Palma a la de Caballeros; hay algo e

    mbres de estas calles de los pueblos castizos que os atrae y os interesa sin que sepis por quomento me detengo en la callejuela de la Daga. Hay nada ms ensoador y sugestivo en unasa que estos anchos corredores desmantelados, sin muebles, silenciosos, con una puerta pequay nada ms sugestivo en una vieja ciudad que una de estas callejas cortas como la de laen que no habita nadie, formada de tapias de corrales, acaso con el ancho portaln sierado de un patio, y que tiene por fondo el campo, tal vez una loma cubierta de sembrado?

    Mi contemplacin dura un instante: otra vez camino por las callejuelas angostas. La suecasas que hay en este lugar dicen los vecinos en 1576 son con sus patios y con alto algon de tierra tapiada y de yeso. Las grandes rejas sobresalen adustas; los colgadizos enorm

    viejas portadas de los patios avanzan rendidos y desnivelados por los aos. Yo voy leyendminutos tejuelos en que con letras chiquitas y azules se indica el nombre de las calles. Y unos, de pronto, me sobresalta. Fijaos bien; acabo de leer: Calle de doa Catalina... Y luegvuelta a la esquina y leo en otro azulejo: Plazuela de Cervantes. Esto es verdaderamupendo y terrible; indudablemente, estoy ante la casa del novelista. Y entonces me paro anrtal y trato de examinar esta casa extraordinaria, portentosa. Pero una anciana una de cianas de pueblo, vestidas de negro, silenciosas surge de lo hondo y se dirige hacia mi. Apienso yo, un forastero, un desconocido, estoy cometiendo una indiscrecin enorme al meuna casa extraa; yo me quito el sombrero y digo, inclinndome: Perdn; yo estaba examin

    a casa. Y entonces, la seora vestida de negro me invita a entrar. Y en este punto por unos fenmenos psicolgicos que vosotros conocis muy bien, si antes me pareci abrarme en una casa ajena, ahora me parece lgico, naturalsimo, el que esta dama me haya invrasponer los umbrales. Todo, desde la nebulosa, estaba dispuesto para que una dama silen

    vitara a entrar en su casa a un filsofo no menos silencioso. Y entro tranquilamente. Y luego cuarecen dos mozos que me parecen cultos y discretos, los saludo y departo con ellos con la m

    mplicidad y la misma lgica. La casa est avanguardada de un patio con elevadas tapias; haya parra y un pozo; el piso est empedrado de menudos cantos. En el fondo se levanta la casa;s anchas puertas que dan paso a un vestbulo, que corre de parte a parte de la fachada. El sol

    flgidas oleadas; un canario canta. Y yo examino dos grandes y negruzcos lienzos, con esblicas, que penden de las paredes. Y luego, por una ancha escalera que a mano derecha se n barandilla de madera labrada, subimos al piso principal. Y htenos en un saln de la misma nchura del vestbulo de abajo; los dos espaciosos balcones estn de par en par; en el suelo, euadros de viva luz que forma el sol, estn colocadas simtricamente unas macetas. Adivinonos femeninas suaves y diligentes. Todo est limpio; todo est colocado con esa simetra ing

    ndorosa pero tirnica, es preciso decirlo de las casas de los pueblos. Pasamos por puqueas y grandes puertas de cuarterones; es un laberinto de salas, cuartos, pasillos, alcobas, qceden, irregulares y pintorescas. Este es un saln cuadrilongo que tiene una sillera roja, y eseor de 1830 os mira, encuadrado en su marco, encima del sof. Esta es una salita angosta c

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    rto pasillo que va a dar a una reja, a la cual Cervantes se asomaba y vea desde ella la camsmesurada y solitaria, silenciosa, montona, sombra. Esta es una alcoba con una puertecilla ba mampara de cristales; aqu dorman Cervantes y su esposa. Yo contemplo estas pabozadas de cal, blancas, que vieron transcurrir las horas felices del ironista...

    Y luego otra vez me veo abajo, en el zagun, sentado al sol, entre el follaje de las macetnario canta; el cielo est azul. Ya lo he dicho: todo desde la nebulosa estaba dispuesto para qsofo pudiera gozar de este minuto de satisfaccin ntima en el vestbulo de la casa en que vivvia de un gran hombre. Pero he aqu que un acontecimiento terrible tal vez tambin disp

    sde hace millones y millones de aos va a sobrevenir en mi vida. La cortesa de los moraesta casa es exquisita: unas palabras han sido pronunciadas en una estancia prxima, y yonto, veo aparecer, en direccin hacia m, una linda y gentil muchacha; yo me levanto, unocionado: es la hija de la casa. Y yo creo ver por un momento en esta joven esbelta y discre

    uin puede refrenar su fantasa? a la propia hija de D. Hernando Salazar, a la mismsima Miguel de Cervantes. Comprendis mi emocin? Pero hay algo apremiante y tremendo que

    gar a que mi imaginacin trafague. La joven gentilsima que ha aparecido ante m, trae en una a bandejita con pastas, y en la otra, otra bandejita con una copa llena de dorado vino esquivieu entra el pequeo y tremendo conflicto; lances de stos ocurren todos los das en las cas

    eblo; mi experiencia de la vida provinciana ya lo sabis me ha hecho salvar fcilmecollo. Si yo cojo deca una de estas pastas grandes que se hacen en provincias, mientras ycomo, para sorber despus el vino, ha de esperar esta joven lindsima, es decir, la novrvantes, ante m, es decir, un desconocido insignificante. No era todo sto un poco violento?columbrado yo acaso su rubor cuando ha aparecido por la puerta? He cogido lo menos que p

    ger de una de estas anchas pastas domsticas y he trasegado precipitadamente el vino. Larmaneca inmvil, encendida en vivos carmines y con los ojos bajos. Y yo pensaba luego, dubreves minutos de charla con esta familia discreta y cortesana, en Catalina Salazar Palacios

    oradora de la casa en 1584, ao del casamiento de Cervantes y en Rosita Santos Aguado

    oradora en 1904, una de las figuras ms simpticas del prximo centenario. Mi imaginntificaba a una y otra. Y cuando ha llegado el momento de despedirme, he contemplado por

    z, en la puerta, bajo el cielo azul, entre las flores, a la linda muchacha la novia de CervanteY he querido ir por la tarde a la fuente de Ombdales, cerca del pueblo, donde tena sus vi

    ada del novelista. Predicho estaba que yo haba de pasear en compaa del seor cura cesor del presbtero Prez, que cas a Cervantes y de D. Andrs el Mayorazgo. Ya no ex

    viedos que la familia Salazar posea en estos parajes; los majuelos del Herrador, de AlbEspino han sido descepados; la fuente nace en una hondonada; una delgada hebra de agua surlargo cao de hierro, clavado en una losa, y va a rebalsarse en dos hondos charcazos. An

    eras, araadas por el arado, se alejan en suaves ondulaciones a un lado y a otro. La lejanarada por una pincelada azul de las montaas. Llegaba el crepsculo. Este es ha dicho el

    ra el paseo de los enamorados, en Esquivias. Por aqu ha aadido el Mayorazgfasis irnico he visto yo, cuando los trigos estn altos, muchas y grandes cosas.

    La noche va llegando: por Poniente, el cielo se ilumina con suavidades nacaradas. La llmensa, montona, gris, sombra, est silenciosa: aparecen tras una loma las techumbres negr

    poblado. Las estrellas fulguran como anoche y como en toda la eternidad de las noches. nso en las palabras que durante estos crepsculos, en estas llanuras melanclicas, dira el irou amada palabras simples, palabras vulgares, palabras ms grandes que todas las palabr libros.

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    OS TOROSAl pintor Zuloaga

    Cuando yo entro en la casa, un perro se pone a ladrar.Calla, Carln! dice doa Isabel.Buenas tardes, doa Isabel le digo yo a doa Isabel. Y don Toms? Ha salido ya?El perro se llega hasta m, con la cabeza baja, gruendo sordamente. Una voz grita des

    spacho:Es usted, Azorn? Pase usted.Yo entro en el despacho. Don Toms est subido en una silla, con las manos tendidas ha

    rte superior de un armario en que aparecen colocadas ocho o diez sombrereras. Don Tomsa y la baja; luego va bajando las otras.

    Estoy aqu buscando un sombrero -me dice.Pero estos son sombreros de copa le digo yo examinando las sombrereras.Si, stos son de copa; pero yo estaba buscando uno ancho que debe de estar por aqu.Y todos estos sombreros son de usted? le pregunto yo.

    Todos son mos; aqu tengo yo la historia de mi vida dice l.Ya s que ha sido usted un elegante torno a decirle yo.Entonces se poda vestir vuelve a decirme l; pero ahora no hay ningn sastre que

    a levita como aqullas.Don Toms saca de una sombrerera un sombrero de copa.

    Ve usted este sombrero? me dice. Este lo llev yo a la reunin que celebraromeristas en el teatro de la Comedia el ao...

    Don Toms permanece un momento pensando; despus pregunta:Azorn, usted no sabe en qu ao se celebr la reunin de los romeristas en el teatro

    media?Yo no s, don Toms le contesto yo; pero tengo idea de que debi de ser all por 18Est usted seguro? No fu antes de la otra reunin que tuvimos en la Exposicin Uni

    Barcelona?Don Toms, mientras pronuncia estas palabras, saca otro sombrero de otra sombrerera.

    Este es dice, ensendomelo el sombrero que yo me puse para asistir a esa reunircelona.

    Y teniendo sombreros en casa, por qu se compraba usted cada vez un sombrero?egunto yo.

    Le dir a usted-contesta l; yo iba a Madrid de tarde en tarde. Llegaba a Madrid, comsombrero, luego lo traa aqu, y cuando tena que volver al cabo de algunos aos, ya haba pamoda y era preciso comprar otro.

    Don Toms ha sacado otro sombrero de otra sombrerera.Aqu tiene usted ste dice, levantndolo a la luz; ste casi est bien an. Este lo co

    ra asistir a la ltima reunin que celebramos en el frontn de Jai-Alai el ao...Don Toms torna a quedarse pensativo.

    Recuerda usted, Azorn, cundo fu la reunin de Jai-Alai?No s, don Toms le contesto; me parece que fu en 1900 o en 1899.

    No, no dice don Toms; yo creo que fu antes. Yo estren entonces una levita que

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    tener por aqu.Y rpidamente don Toms abre un ropero y comienza a revolver americanas, pantal

    banes, chaquets.Doa Isabel aparece en la puerta.

    Pero, Toms! exclama doa Isabel. Mira que ya va siendo tarde...Don Toms se vuelve con una levita colocada en el hombro.

    Voy, voy! grita don Toms. Os habis arreglado ya? Lo malo ser que el temporaa tarde...

    Don Toms se pone precipitadamente un sombrero blanco. Todos salimos a la entrada. Y srumor de sedas, un taconeo ligero, rtmico, una tos fina: Juanita aparece, viva, nerviosa, ton una mantilla blanca y con unos claveles en la mano.

    Mam ha dicho Juanita dirigindose a doa Isabel; pero, de repente, se ha detenido, tiendo reparo en decir lo que iba a decir. Juanita tiene un rostro ovalado, suavemente morenonsparencias e irisaciones de bronce, de un bronce delicado, plido, que slo se ve de tardde, por azar maravilloso, en las mujeres morenas.

    Los ojos de Juanita son grandes, negros; una luz misteriosa, que parece que se encvamente de pronto y de pronto se apaga, los ilumina. Los labios son carnosuelos, rojos. Lo

    n pequeos, agudos, arqueados, con una curva suave sobre los altos y sutiles tacones; los punados de una media negra de seda dejan transparentar la piel blanca, sonrosada. Y como rasgoe completa nuestro retrato, en las sienes de Juanita aparecen unos aladares finos, sedosos, rize ponen sobre la tez ambarina un trazo de negrura. Un pintor de las cosas de Espaa juraranita no poda ser de otro modo.

    Mam dice Juanita por segunda vez, ensendole los claveles a doa Isabel. Pero un taba de retumbar, lejano, apagado.

    Est tronando? pregunta doa Isabel.Sospecho que esta tarde hay tambin lluvia dice don Toms.

    Mam dice por tercera vez Juanita, ya impaciente, nerviosa, mam, cmo me pongveles?

    La secretaria dice doa Isabel sonriendo, la secretaria ha dicho que se pueden llevcabeza y en el pecho.

    S, si! exclama Juanita riendo vivamente, en tanto que la lnea de su pecho se mueveras ondulaciones.

    Qu secretaria es esa? pregunto yo.Es la secretaria de La ltima Moda, a quien consultan las suscritoras, y ella contest

    e le preguntan.

    Ver usted dice Juanita. Y rpida, con un rumor de seda y de taconeos rtmsaparece y torna a aparecer con un peridico en la mano.

    Nosotros le hemos preguntado cmo se llevaban los claveles para ir a los toros dice bel.

    Y ella contina Juanita contesta lo siguiente: Los claveles se llevan en la cabezambin pueden prenderse en el pecho. Estos claveles, generalmente, son rojos; sin embargeden usar tambin blancos, haciendo con los dos colores una linda combinacin.

    Estamos enterados! dice don Toms, dando en el suelo con su bastn.La luz comienza a disminuir; retumba otro trueno pavoroso, tremendo.

    Ya tenemos encima el chaparrn observa don Toms.

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    Todos callamos consternados y nos asomamos a la puerta para mirar las nubes plomizabren el cielo. Un faetn, uno de estos faetones pesados, venerables, simpticos, de los pueaba de detenerse ante el portal.

    Ramn le dice don Toms al criado que lo conduce. Ramn, qu le parece a uos mojaremos esta tarde?

    Ramn sonre y contesta:Me parece que s, seor.Brilla un relmpago vivsimo; un trueno estalla con un ruido seco y formidable. Y comie

    er una lluvia densa, cerrada. All abajo, en la feria, la gente corre despavorida y ecipitadamente los paraguas.

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    L BUEN JUEZorn, quiere usted decir algo de las Sentencias del presidente Magnaud? Marquina.

    IDir con mucho gusto algo; pero no s svoy a escribir una pgina subversiva. Ello es q

    sa editorial Carbonell y Esteva, de Barcelona, cuya direccin literaria tiene el poeta Marquiblicado la traduccin espaola de los fallos y veredictos del juez Magnaud. Un ejemplar dlumen, desde la librera barcelonesa, ha pasado a la capital de una provincia manchega; aqado seis, ocho, diez das, puesto en el escaparate de una tienda, entre una escribanmmetro y una agenda con las tapas rojas. El polvo haba puesto ya una sutil capa sobbierta de este pequeo volumen; el sol ardiente de la estepa comenzaba ya a hacer palideceacteres de su ttulo. No haba nadie en la ciudad que comprase este diminuto libro? Tendrlver este diminuto libro a Barcelona, despus de haber visto desde el escaparate polvoriento,agenda y la escribana, el desfile lento, silencioso, de las devotas, de los clrigos, de las l

    ozas, de los viejos que tosen y hacen sonar sus bastones sobre la acera? No, no; un altraordinario destino le est reservado a este volumen. Ante el escaparate acaba de parar

    or grueso, bajo, con ojuelos chiquitos y una recia cadena de plata que luce en la negruraleco. Este seor mira los cachivaches expuestos en la vitrina y lee los ttulos de los libros;ulos l los ha ledo cien veces; pero el ttulo de este diminuto libro es la primera vez que enespritu.

    Caramba!-piensa el seor desconocido. Caramba!, las Sentencias del presagnaud, ese juez tan raro de que hablaba el otro da el peridico!

    Despus que ha pensado tal cosa el seor grueso, sonre con una sonrisa especial, nica, y spone los umbrales de la librera. Tenga en cuenta el lector que en la vida no hay nada qu

    vista una trascendencia incalculable, y que estos pasos que acaba de dar el seor grueso

    netrar en la tienda, son pasos histricos, pasos de una importancia extraordinaria, terrible. Pe seor va a comprar el libro, y porque este libro ha de ir a parar al despacho de don Alonrque don Alonso, leyendo las pginas de este libro, ha de sentir abrirse ante l un msconocido. Pero no anticipemos los acontecimientos. Cuando el seor grueso e irnico ha sla librera, an llevaba en su cabeza el mismo pensamiento que llevaba al entrar. Se lo regan Alonsopensaba l metindose en el bolsillo el libro. Despus, llegado a la fondesto el volumen en la maleta-admirad los destinos de los libros, entre un queso de bolauelo para las codornices. Y luego, a la tarde, l y la maleta se han marchado en la diligencia pueblo de la provincia.

    En todos los pueblos, bien sean de esta provincia manchega, o bien de otra cualquiera, pches (y tambin por las maanas y por las tardes) hay que ir al Casino. El seor gruemplido la misma noche de su llegada con este requisito; en el Casino le esperaban los seoreman la tertulia cotidiana; l los ha saludado a todos, todos han charlado de varias y amenas cal fin, el seor grueso ha sacado su libro y le ha dicho a don Alonso:

    Don Alonso, he comprado sto esta maana en Ciudad Real para regalrselo a usted.Don Alonso ha dicho:

    Hombre, muchas gracias!Y ha tomado en sus manos el diminuto volumen. Otra vez vuelvo a recordar al lecto

    nsidere con detencin el gesto de don Alonso al coger el libro, puesto que es de

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    scendencia para la historia contempornea de nuestra patria. El gesto de don Alonso ha sida vaga curiosidad; acaso en el fondo no senta curiosidad ninguna, y este tenue gesto era slferencia por el presente que se le haca. Despus, don Alonso ha ledo el ttulo: Novntencias del presidente Magnaud, y este ttulo tampoco le ha dicho nada a don Alonso. Por grueso que ha trado el libro ha dicho:

    Este Magnaud es un juez muy raro que ha hecho en Francia algunas cosas extraas...S, s-ha replicado don Alonso, que no conoca a Magnaud; s, s, he odo hablar muc

    e juez.

    Y despus que han hablado otro poco, se han separado. Don Alonso, cuando ha llegadosa, ha puesto el libro en la mesa de su despacho. Un vidente del alma de las cosas hubiera pservar que ante este libro y los dems que haba sobre la mesa, se ha establecido sbitamentrriente sorda y formidable de hostilidad. Los dems libros eran-tendr que decirlo-el CdigoCdigo penal, los Procedimientos judiciales, la ley Hipotecaria, comentarios a los Clmenes de revistas jurdicas, colecciones de sentencias del Tribunal Supremo. Pero sipata mutua ha nacido entre estos libros terribles, inexorables, y este diminuto libro, en camel estante de enfrente hay otros volmenes que le han enviado un saludo carioso, efusiv

    queo volumen. Son todos historias locas, fantsticas, poesas sentimentales, novelas, ensue

    bitristas, planes y proyectos de gentes que ansian renovar la paz del planeta. Y entre todos lmenes aparece uno que es el que ms contento y satisfaccin ha experimentado con la llegadevo compaero; se titula: El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, y dirase que dubreve momento que el diminuto volumen ha estado sobre la mesa, un coloquio entus

    rdialsimo, se ha entablado entre l y el libro de Cervantes, y que el espritu de Sancho Pestro juzgador insigne, daba sus parabienes al espritu de su ilustre sucedneo el juez Magnaud

    Pero no divaguemos. Don Alonso, que haba salido del despacho con un peridico en una una buja en la otra, ha tornado a entrar. Y ya en l, se ha parado ante la mesa y ha cogido de ean cuaderno de pliegos timbrados que es un pleito que ha de fallar al da siguiente-y el peq

    lumen. Luego ha subido unas escaleras, ha gritado al pasar por delante de una alcoba: Mana a las ocho!, y se ha metido en su cuarto. Y don Alonso ha comenzado a desnudarse. Nuigo es alto, cenceo, enjuto de carnes; su edad frisa en los cincuenta aos...

    Ya est acostado don Alonso; entonces coge un momento los anchos folios del pleito y leando; pero debe de ser un pleito fcil de decidir, porque el buen caballero deja al pun

    evo sobre la mesilla los papelotes. El diminuto volumen est aguardando; don Alonso alarno, lo atrapa y comienza su lectura. De las varias emociones que se han ido reflejando en el

    ellanado del caballero, mientras iba leyendo el libro, no hablar el cronista, por miedo dcesivas proporciones a este relato. Pero s ha de quedar consignado, para que lleg

    nocimiento de los siglos venideros, que ya quebraba el alba cuando don Alonso ha terminatura de este libro maravilloso, y que, luego de cerrado y colocado con tiento en la adjunta mebuen caballero caso extraordinario ha vuelto a coger el pleito repasado antes ligeramen descuido, y lo ha estado estudiando de nuevo, con suma detencin, hasta que una voz se hala puerta, que gritaba: Alonso; son las ocho!

    Y aqu, lector amigo, pondremos punto a la primera parte de esta nunca oda y pasmosa hisIIApenas los matinales y ambulantes vendedores de la ciudad manchega comenzaban a lan

    e con sus lenguas incansables sus pintorescos gritos, tales como Carbn!, El panadeando don Alonso, ya vestido y compuesto, baj al comedor en busca del cotidiano chocolate.

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    n Alonso no baja hoy como otros das. Doa Mara observa en l algo indefinible, extraoegunta:

    Alonso, has dormido mal?Lola, la cuada, le mira tambin, y dice:

    Parece que has dormido mal, Alonso.Y Carmencita observa, asimismo, el rostro cenceo del buen caballero, y afirma en redond

    Pap, t has dormido mal.Don Alonso, que va mojando pausadamente los dorados picatostes en la aromtica mixtu

    iene un momento, mira cariosamente a las tres mujeres y sonre. Esta sonrisa de don Alonravillosa; es una sonrisa henchida de una luz desconocida, magntica; es una de esas sontricas que slo le es dable contemplar a la humanidad cada dos o tres siglos. Y cuandoonso ha acabado de sonrer, se ha metido en la boca la suculenta torrija que durante un momenaso suspensa en el aire. Mas, ni doa Mara, ni Lola, ni Carmencita quedan satisfechas cnrisa de don Alonso; ellas no han visto la trascendencia incalculable de esta sonrisa; ellancillas, ingenuas, amorosas, y no pueden sospechar que este chocolate, que esta maana estnmando en familia, figurar en los fastos de la humanidad. Pero don Alonso baja la cabeza soara con un gesto de profunda meditacin. Doa Mara comienza a consternarse; Lola se pone t

    rmencita mueve su rubia y linda cabeza y no sabe qu pensar.Alonso dice doa Mara, a t te pasa algo.S franco con nosotras, Alonso aade Lola.Pap grita Carmencita, dnos lo que te sucede.Don Alonso levanta la cabeza y las envuelve a las tres en una de esas miradas largas, sed

    n las que, en los trances difciles de la vida, parece que acariciamos a las personas que queremNo os preocupis les dice, sonriendo de nuevo, no os preocupis: no me sucede nadY el buen caballero se levanta y coge el bastn. Doa Mara, Lola y Carmencita perma

    ntadas, calladas, como anonadadas, como desconcertadas por una fuerza misteriosa, por un ef

    e ellas no aciertan a explicar, en tanto que don Alonso, erguido, gallardo, sale del comearece luego en la calle.

    Don Juan est en su puerta con las manos cruzadas sobre el chaleco.Buenos das, don Juan le dice don Alonso.Buenos nos los d Dios grita don Juan.Don Antonio est ms all, en su portal, columbrando una nubecilla que asoma por el horizo

    Buenos das, don Antonio le dice tambin don Alonso.A la noche lo diremos contesta don Antonio, que es algo observador de los fenm

    urales y, por lo tanto, un poco escptico.

    Don Pedro aparece inmvil en su acera, observando una moza que pasa con su cesta.Buenos das, don Pedro dice por tercera vez don Alonso.No sera malo, no sera malo contesta don Pedro mirando a la mozuela y dando a ent

    n sto que con ella no pasara l mal el da.Y ya est don Alonso despus de haber saludado tambin a don Rafael, a don Luis,

    andro, a don Crisanto y a don Mateo, de los cuales no hablaremos por no fatigar al lector don Alonso sentado ante una mesa en que hay una escribana de plata y varios rimeros de fncos. Detrs de don Alonso, bajo un dosel, destaca un Cristo. Todo sto quiere decir

    br comprendido que don Alonso se halla ya en funciones, o sea que ha llegado el momene el buen caballero va a administrar esta cosa sutilsima, invisible, casi fantstica, que se l

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    sticia y que los hombres aseguran que no existe sobre la tierra. Mas por esta vez yo afirmo qusa delicada y formidable va a hacer su aparicin en esta sala. Don Alonso est decidido a ee es el motivo de aquella sonrisa estupenda que ni doa Mara, ni Lola, ni Carmencitmprendido. Aadir que don Alonso ha dictado ya sentencia en el pleito que examinaba anoodr pintar la estupefaccin, el asombro inaudito que se ha apoderado de todo el pequeo mdicial al conocer esta sentencia? Cmo har yo para que os figuris la cara que ha puestuctuoso, el abogado ms listo de la ciudad manchega, y el ruido peculiar que ha hecho al con

    labios don Joaqun, el procurador ms antiguo?

    Por la tarde, despus de comer, en el Casino, un breve silencio se ha hecho a la llegada donso. Ya conocis estos silencios que se producen cuando se acerca a un grupo un hombien a la sazn se ocupan todas las lenguas; estos silencios, o son un homenaje involuntario, a reprobacin discreta. Pero, de todos modos, el silencio es prontamente roto y la charla togir entusiasta u opaca, segn se trate de uno o del otro caso citado. De cul se trata ahorlidad, no hay motivo para abominar de don Alonso por la sentencia dictada esta maana

    uctuoso y don Joaqun, que han perdido el pleito, afirman que es un disparate maysculo; peCasino nadie llega hasta sentirse tan tremendamente indignado.

    Es una sentencia rara dice don Luis.

    No existe precedente ninguno que la justifique aade don Rodolfo, un viejo que estuo 54 Derecho civil en la Central con don Juan Manuel Montalbn y Herranz.

    Sin embargo se atreve a decir Paco, un abogado joven que es un poco orador y qdo dos o tres discursos de Santa Mara de Paredes, sin embargo, si atendemos a un incial, colectivo; un inters superior que se remonte sobre las personalidades, sobre el derdividual, para...

    Pero los seores graves no le dejan seguir.Hombre, Paco, hombre! grita don Leopoldo, un poco indignado. Usted saca de qui

    estin.

    Caramba, Paco! dice don Pedro. Est usted hoy verdaderamente terrible.Pero, por Dios, Paco! observa con voz meliflua don Juan. Usted pretende destru

    ndamentos del orden social...Sin embargo, Paco no pretende destruir nada; Paco es una excelente persona. Y despu

    cutir un rato, Paco, que va a casarse dentro de un mes con la hija de don Luis, conviene conque es una sentencia rara la dictada por don Alonso, y aun llega a afirmar con don Rodolfo qposible encontrarle precedentes.

    Necesitar decir despus de sto qu gnero de silencio se ha producido en la tertuliagada de don Alonso? Dir que era algo as como un silencio entre irnico y compasivo? T

    e aadir que luego, en el curso de la conversacin, han abundado las alusiones discretas, vela famosa sentencia? Pero don Alonso no ha perdido su bella y noble tranquilidad. El verdmbre honrado dice La Rochejoucauld en una de sus mximas es aquel que no se picda. El buen caballero ha dejado que hablasen todos; l sonrea afable y satisfecho; despudia tarde, ha dado su paseo por la huerta.

    Mas, entretanto que discurra por los escondidos senderos, apartado de la ciudad, la ciudllenando del asombro y de la extraeza que la sentencia de por la maana prod

    meramente entre los leguleyos. Y al anochecer, el buen caballero ha regresado a su hogar. Yadas haban trado a la casa los ruidos y hablillas de la calle. Durante la cena, doa Mara, Lrmencita han guardado silencio; pero al final, doa Mara no ha podido contenerse y ha dicho

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    Alonso, qu es eso que dicen por ah que has hecho?Lola ha insinuado:

    Las muchachas nos han contado...Y Carmencita, poniendo unos ojos tristes, ha suplicado:

    Pap, cuntanos lo que ha sucedido.Don Alonso ha contestado:

    No ha sucedido nada.Pero doa Mara ha insistido:

    Alonso, algo ser cuando murmura la gente.No nos ocultes nada, Alonso ha tornado a decir Lola.Pap ha exclamado Carmencita, pap, no nos tengas as.Y don Alonso ha sonredo y ha dicho:

    No ha sucedido nada. Esta maana, cuando me habis preguntado, yo me he hecho un poeresante, y vosotras os habis llenado de preocupaciones; y no haba ms sino que yo, en vsar la noche durmiendo, la haba pasado trabajando. Ahora os veo tambin alarmadas, y no sua cosa sino que yo he dictado hoy una sentencia apartndome de la ley, pero con arreglo nciencia, a lo que yo crea justo en este caso. Yo no s si vosotras entenderis sto: pe

    pritu de la Justicia es tan sutil, tan ondulante, que al cabo de cierto tiempo los moldes qumbres han fabricado para encerrarlo, es decir, las leyes, resultan estrechos, anticuados, y entoentras otros moldes no son fabricados por los legisladores, un buen juez debe fabricar para srticular, provisionalmente, unos moldes chiquitos y modestos en la fbrica de su conciencia...

    Doa Mara, Lola y Carmencita han tratado de sonrer; pero algo les quedaba all dentro.Ya s ha continuado don Alonso, ya s que a vosotras os preocupa lo que las gente

    iendo. No se me oculta que la ciudad est alborotada; pero sto no es extrao. Sobre la tierrs cosas grandes: la Justicia y la Belleza. La Belleza nos la ofrece espontneamente la Naturavemos tambin en el ser humano; mas la Justicia, si observamos todos los seres grand

    queos que pueblan la tierra, la veremos perpetuamente negada por la lucha formidable que criaturas, aves, peces y mamferos mantienen entre s. Por sto, la Justicia, la Justicia pura, legosmo, es una cosa tan rara, tan esplndida, tan divina, que cuando un tomo de ella desc

    bre el mundo, los hombres se llenan de asombro y se alborotan. Este es el motivo por lo qcuentro natural que si hoy ha bajado acaso sobre esta ciudad manchega una partcula dticia, anden sus habitantes escandalizados y trastornados.

    Y don Alonso ha sonredo, por ltima vez, con esa sonrisa extraordinaria, inmensa, que sdable contemplar a la humanidad cada dos o tres siglos...

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    NA ELEGASeor Azorn, sto es una elega?Amigo lector, sto es una elega.Se llamaba Juln. Cmo os imaginis vosotros a Juln? Creis que este nombre varoni

    algn nio rubio, vivaracho, revoltoso? No; os engais: Juln era Julia. Y Julia era una mucgada, esbelta, con unos grandes ojos melanclicos, azules... Yo la he recordado cuando, tras mpo de ausencia, he vuelto a poner los pies en esta montona ciudad, donde ha transcurridancia. Ya bien de maana, yo me he encaminado por las calles anchas, de casas bajas, coertas, a esta hora, entornadas, con los zaguanes silenciosos. El sol va baando lentamenncas fachadas; de cuando en cuando se oyen las campanas rtmicas y cristalinas de la iglesia,

    rreras, todas las herreras de la ciudad, las herreras negras, las herreras calladas duranche, comienzan a cantar. Os dir que stos son los instantes supremos en que despiertan todos cios seculares, venerables, de los pueblos. Y si vosotros los amis, si vosotros sents por a profunda simpata, podis ver a esta hora, fresca, clara y enrgica, cmo se abren los talleraperadores, de los talabarteros, de los peltreros; y de qu manera comienzan a marchar los p

    vetustos telares que an perduran, como sobrecogidos, como atemorizados, como ocultos erego zagun, all en una calleja empinada y silenciosa; y con qu joviales, fuertes y rtmtineos entonan sus canciones las herreras. Yo tengo predileccin por estos hombres que foruercen el hierro: que mis amigos los carpinteros me dispensen esta confidencia, hasta creta; en estas palabras no hay para ellos ni el ms ligero agravio; otro da dedicar unas lrdiales a estos otros hombres, tambin excelentes y afables, que labran la madera. Ahora vntarme en una herrera. La llama de la fragua surge briosa en el hogar; el fuelle va resopnoramente; en medio del taller, el viejo yunque, patriarcal, venerable, alma de la herrera, erojo hierro que ha de ser martilleado. Y el hierro es sacado de entre las brasas. Y los mart

    ios, caen y tornan a caer sobre l, y van cantando alegres su cancin milenaria, en tanto queso yunque parece que se ensancha de satisfaccin tal vez de vanidad, pensando que sinpodia hacer nada en la herrera.

    Y de rato en rato, el martilleo cesa; entonces el maestro y yo hablamos de las cosas del pudecir, del mucho o poco trabajo que hay, de las casas que se estn construyendo, de lo delezne son no os quepa duda de sto los trabajos de hierro que vienen de las fbricas. Yo pe todas estas cerraduras, estos pasadores, estas fallebas, fabricadas en grande, mecnicamen

    enormes talleres cosmopolitas, entre la multitud rpida y atronadora de los obreros, no tma, no tienen este algo misterioso e indefinible de las piezas forjadas en las viejas edades

    dava en los pueblos se forjan, y en que parece que el espritu humano ha creado una polarizdestructible, perdurable...Los martillos van cantando, cantando con sus sones claros y fuertes; el fuelle sopla y re

    nco. Y ahora el maestro y yo ya no hablamos de las cosechas, ni de las fbricas, ni de las cblamos de los amigos que han desaparecido para siempre. Si vais a vuestro pueblo despuber estado lejos de l, pocos o muchos aos, estos recuerdos sern inevitables. Ya otrountaba yo en otra parte algo de sto. Qu se ha hecho de don Ramn, de don Luis, de don Juan Rafael, de don Antonio? Cmo acab don Pedro? Es verdad que don Jenaro hizo unaeva, una casa soberbia, en que l haba puesto todas sus ilusiones, y muri a los ocho d

    udarse a ella? Le dej don Rafael la labor de los Tomillares a su sobrina Juanita, la hija d

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    rtolom el mdico?Y cuando yo pronuncio el nombre de Juanita, el maestro se queda un momento en suspenso

    martillo en una mano y las tenazas en la otra, y me dice:Hombre! No sabe usted que se muri Juln? Se acuerda usted? Julia, la chica d

    berto...Yo s me acuerdo; yo siento al oir al maestro una tristeza honda. No os encanta este con

    re un nombre varonil y una muchacha fina, blanca, suave, con los ojos azules, soadnsativos, tristes? Vosotros acaso no sabris que en los pueblos es quiz donde las muchacha

    n romnticas, es decir, donde hay nias tristes que tocan en el piano cosas tristes, que pasan eras inmviles, que leen novelas, que saben versos de memoria, y, sobre todo, que tienen sonfables, sonrisas de una ingenuidad adorable, divina. No habis visto a estas muchachas eias de los pueblos, o en los bailes o paseando por el andn de la estacin un da que hsado en el tren y os habis asomado soolientos, cansados de leer un rimero de peridicoen todos lo mismo?

    Los martillos prosiguen con su cancin alegre y fuerte; el fuelle hace fa-fa-fa-fa... Yo yedo estar sosegado en esta herrera; una irreprimible tristeza invade mi espritu. Cuando salgoltasar est en su puerta.

    Yo le digo:Buenos das, don Baltasar.El me dice:

    Caramba, Azorn! Tanto bueno por aqu?Don Baltasar es el fotgrafo. Afirmaris vosotros que en los pueblos hay un hombre

    eresante que el fotgrafo? Que no pase jams por vuestra imaginacin tal disparate. Ya esmbin cordialmente a los fotgrafos; otro da les dedicar tambin unas lneas cariosas. Ay a entrar un momento en casa de mi amigo don Baltasar. Yo quiero charlar con este honcillo y ver de paso las fotografas que l tiene colocadas en anchos cuadros. Os confesar

    mpre que yo llego a una ciudad desconocida, mi primer cuidado es contemplar los escaparatfotgrafos. Yo veo en ellos los retratos de los buenos seores que viven en el pueblo y a quconozco y sto acaso me los hace simpticos y las caras, tan diversas, tan enigmtic

    as muchachas de que antes hablaba. Qu dicen estos rostros? Qu ideas, qu ambicionesperanzas, qu desconsuelos hay detrs de todas estas frentes femeninas, juveniles? Se pvinar todo sto por los ojos, por los pliegues y contracturas de la boca, por la forma y la aclas manos?

    Yo me acerco al escaparate de mi amigo don Baltasar. Yo voy viendo estos seores, mas, estas muchachas. Y de pronto mis miradas caen sobre una fotografa que me causa v

    nda emocin. Lo habis sospechado ya? Es Juln. Yo la miro absorto, olvidado de ocionado.

    Don Baltasar me dice:Qu mira usted, Azorn?Yo le digo:

    Miro a Juln, la hija de don Alberto.Don Baltasar exclama:

    Ah, s! Cuando yo la retrat estaba ya muy enferma...Juln aparece sentada en un banquillo rstico; su cara es ms ovalada y ms fina que cuan

    vi por ltima vez; su cuerpo es ms delgado; sus ojos parecen ms pensativos y ms grandes

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    azos caen a lo largo de la falda con un ademn supremo de cansancio y de melancola. anico a medio abrir yace entre los dedos largos y transparentes...

    En el zagun de la casa reina un profundo silencio; un moscardn revuela en idas y veongruentes, con un zumbido sonoro.

    Yo me despido de mi amigo don Baltasar. Los martillos cantan sobre los yunques con sus gres; unas campanadas lejanas llaman a las ltimas misas de la maana. Yo camino despaci

    go: Las cosas bellas deban ser eternas...

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    N TRASNOCHADORAdis, don Juan.Yo cre que ya no vendra usted esta noche.He cenado un poco tarde.Quiere usted que demos un paseo?Como usted quiera.Don Juan se detiene un instante en el portal del Casino, apoyado en su bastn, con la c

    a. Parece meditar profundamente. Despus levanta su mirada y dice:Ha estado usted esta tarde en la Fontana?S le contesto yo.Le he visto a usted pasar desde lejos; no tena seguridad de que fuese usted, porque lle

    ed sombrilla, y no la lleva ninguna tarde...La luz de la luna, suave, plateada, baa las fachadas de las casas; de los aleros, de los balc

    en unas sombras largas, puntiagudas, sobre los blancos muros. Las lechuzas, en la torre esia, lanzan a intervalos misteriosos resoplidos. Don Juan y yo caminamos despacio. Ya h

    rchado a lo largo de una calle, despus hemos torcido a la derecha y hemos atravesado una pgo hemos pasado por dos, por tres, por cuatro calles ms; al fin nos hemos encontrado otra vpuerta del Casino. Esto es fatal. Don Juan se detiene otra vez en la puerta, con la cabezaoyado en su bastn. Luego sale de sus meditaciones, levanta la vista y dice:

    Usted se aburrir aqu soberanamente?No, don Juan le contesto; yo estoy aqu muy bien.En el Casino, la concurrencia de prima noche se ha ido disgregando; en un ngulo, m

    mido en la penumbra, cuatro jugadores mueven ruidosamente las fichas del domin sobrmol. Las lamparillas elctricas lucen mortecinas. Hay algo en la atmsfera que es cans

    io, monotona indefinible...Subimos, Azorn? pregunta don Juan.Subamos, don Juan contesto yo.Subimos lentamente por las escaleras que llevan al piso principal. De nuevo don Juan se pa

    omento en la puerta del saln. Yo comienzo a sospechar que hay una secreta afinidad entrertas y don Juan. Pero otra vez sale don Juan de sus profundas cavilaciones.

    Deme usted dos pesetas, Azorn.Yo le doy dos pesetas a don Juan. Y entramos. Los reflejos verdes de una lmpara caen sob

    upo de crneos que se inclinan absortos; una voz grita: Juego!

    Hemos jugado al caballo me dice don Juan. Yo tengo fe en ese caballo.Transcurre un minuto de ansiedad. Luego, sbitamente, se hace un enorme respiro; las motinean.

    Hemos ganado. Azorn. Le gusta a usted el siete de copas, o el dos de espadas?Como usted quiera; a m me da lo mismo.Entonces pondremos al dos de espadas. Yo tengo simpatas por ese dos de espadas, po

    e ese siete de copas...Don Juan apunta al dos de espadas. El banquero comienza a echar lenta, suavemente las c

    dos los ojos miran ansiosos, vidos; la lmpara deja caer sus reflejos verdes.

    Juego! grita de pronto don Juan. Antoico, esa postura del dos de espadas pasa al

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    copas...Sale el siete de copas.

    Ve usted, Azorn? me dice don Juan. He tenido una inspiracin. Ese siete de copguro.

    Don Juan sigue apuntando a estas o a las otras cartas; yo observo las miradas, los gestos, nir febril de las manos sobre el tapete. Cunto tiempo transcurre as? Una hora, dos horasras?

    Azorn oigo que me dice don Juan, tenemos ya seis duros.

    Hay que jugarlos todos le digo yo.l se queda un poco asombrado.Cree usted?...Como usted quiera; pero yo creo que debemos intentar el ltimo golpe y marcharnos.Muy bien dice resuelto don Juan; pues lo intentaremos... En qu tiene usted ms fe:

    a de bastos, o en el cuatro de oros?A m lo mismo me da le digo yo.Yo creo que esa sota de bastos es de confianza; sin embargo, ese cuatro de oros...Don Luis juega a la sota. El banquero comienza a echar lentamente las cartas.

    Juego! esclama de pronto don Juan. Antoico, esos seis duros de la sota pasan al coros...

    Sale la sota.Caramba! grita estupefacto, desolado, don Juan.Don Juan le digo yo riendo, no hay que hacer caso...Hombre, Azorn, le dir a usted: yo tena fe en la sota; es ms, tena casi la seguridad d

    a salir; pero ese cuatro de oros..., ese cuatro...Y comienza una larga disertacin sobre las probabilidades de la sota y las del cuatro de oro

    Vamos a dar un paseo? me dice al fin.

    Vamos donde usted quiera le digo yo.La luz de la luna baa suave, plateada, las anchas calles; de los aleros, de los balcones,

    as sombras largas, puntiagudas; reina un profundo silencio en la ciudad dormida; las lechoplan formidables, y una voz lejana canta con una melopea plaidera: Sereno, la una!

    Don Juan y yo caminamos despacio.Don Juan le digo, usted se acuesta tarde todas las noches?Yo, Azorn me dice l, no puedo acostarme nunca sin ver la luz del da.Yo me quedo mirando a don Juan. Puede darse un ser ms extrao y ms interesante q

    snochador de pueblo? Qu hacen estos trasnochadores fantsticos durante toda la n

    erminable de las ciudades muertas? En qu emplean las horas montonas, eternas, ddrugadas invernales?

    Y qu hace usted, don Juan, toda la noche? le pregunto. Aqu, en el pueblo, ser dcontrar algo en que entretenerse...

    Le dir a usted contesta don Juan; a primera hora de la noche, hasta las doce o loy en el Casino; luego nos vamos tres o cuatro amigos a alguna casa y hacemos una cenaal, yo me marcho a casa y me entretengo en algo. El mes pasado hice un globo de periando trataron de empapelar la Biblioteca del Casino, yo me ofrec a hacer el trabajo,papelaba de noche, as que se marchaban todos los socios...

    Pasamos por dos, por tres, por cuatro calles; cruzamos una plaza. Una ventana ap

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    minada en una casa.Qu estar haciendo Alfredo? pregunta don Juan. Y luego grita: Alfredo! AlfredoUn joven surge en el balcn.

    Buenas noches, don Juan, y la compaa dice.Pero tan temprano en casa? le pregunta don Juan.Me he de marchar maana a las ocho a los Calderones, a ver cmo marcha la uva

    fredo; quiero principiar a pisar el jueves...Nos despedimos.

    Quiere usted que vayamos a casa a tomar algo? dice don Juan.Como usted guste, don Juan le digo yo. En la puerta, don Juan se detiene otra vmento, meditando profundamente. Despus, me dice:

    Caramba, Azorn! Si yo no hubiera tenido la mala idea de mudar la postura...Cuando entramos en la casa, don Juan va encendiendo las lamparillas elctricas, y pasam

    medor. De una alacena saca don Juan vasos, una botella, un salchichn, un queso...Aqu hay unas chuletas, Azorn me dice ensendome un plato; quiere usted qu

    emos?La cocina est cerca. Hacemos fuego y asamos las chuletas; pero no encontramos la sal

    an sale y abre una puerta all en lo hondo de la entrada.Lola! Lola! grita. Dnde habis puesto la sal?Luego vuelve, registra un cajn del aparador y saca el salero.Cuntas horas pasan mientras comemos y charlamos? Una, dos, tres, cuatro? Un reloj, u

    os relojes terrible de las casas de los pueblos, suena cuatro metlicas campanadas; cantalos a lo lejos. En los vidrios de la ventana aparece una claridad vaga, opaca...

    Don Juan, me marcho digo yo.Pues vaya usted con Dios, Azorn, y hasta la tarde.

    La puerta hace un ruido sordo al ser cerrada. Yo miro al Oriente, que aparece encuadradodos ringlas de las casas, y lo veo teirse de carmn, de ncar y de oro.

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    NA CIUDAD quisiera expresar con palabras sencillas todo el encanto que las cosas un palacio vetustolejuela, un jardn tienen a ciertas horas. Esta vieja ciudad cantbrica ofrece tambin, comdades del interior, como las ciudades levantinas, momentos especiales, momentos profu

    omentos fugaces en que muestra, espontneo y poderoso, su espritu... Son las ocho de la maas artista, si sois negociante, si queris hacer una labor intensa, levantaos con el sol. A esta hoturaleza es otra distinta a la del resto del da; la luz refleja en las paredes con clarisconocidas; los rboles poseen tonalidades de color y de lineas que no vemos en otras horrizonte se descubre con resplandores inusitados, y el aire que respiramos es ms fino, ms s difano, ms vivificador, ms tnico. Esta es la hora de recorrer las callejas y las plazas ddades para nosotros ignoradas. Estamos en Santander. Hacia dnde dirigiremos nuestros pjad los planos; dejad las guas; no preguntis a nadie. Tal vez el vagar a la ventura por el labelas calles es el mayor placer del viajero. Y ocurre que si visitis Toledo, o Sevilla, o Burgn, insensiblemente, sin daros cuenta, llegar un momento en que os hallaris frente a la Cate una puerta gtica en que habr mendigos sentados que gimotean, viejas dobladas y tul

    mbres con redondos sombreros y capas parduscas, tal como Gustavo Dor los ha trasladadoujos. En Santander tambin os encontris, tras breve caminata, en los umbrales de la vrtalada.

    Y entris en la Catedral. La Catedral de Santander es sencilla y pequea; mas en su mqueez y austeridad, tiene un poderoso atractivo, que no poseen aquellas otras suntuosas y ans tres naves estn en estos instantes desiertas; un reloj, sobre el coro, lanza nueve ampanadas. Y lentamente van asomando los cannigos... No os interesan los cannigos? Yeguro que son interesantes: hay entre ellos una variedad grande. Quin es ste de la cabezaada, y de los ojos grandes, luminosos, que anda raudo, callado, con las manos sobre el p

    n qu viejo casern vive? Qu hace? Cules son sus ideas? Qu libros tiene en su estanta de las grandes catstrofes morales de la vida, cul sera su primera actitud, su primer mpemer gesto? Tal vez vosotros, vindole andar majestuoso, sigiloso, os figuris tener delante uuellos grandes psiclogos espaoles dominicos, agustinos, simples clrigos que, comoego Murillo o Fray Antonio Arbiol, escribieron tan sutiles tratados de cosas de la conciencin hoy, entre los grandes analticos contemporneos, no encuentran superiores... Mas yasteriosa figura se ha perdido en el coro; otra solicita vuestra atencin. Y es un hombre rrpulento, que marcha con un tantico de movimiento a un lado y a otro, y que, como el Arcipreta, tiene encendido el color, el pescuezo recio y las cejas pobladas. Quin es este cannigo?

    nis a preguntar. En qu estancias har resonar sus joviales carcajadas? Amar, con frano amor, como Juan Ruiz, las troteras y danzaderas? Le placer, como a Juan Ruiz, correr pias de los viejos pueblos en compaa de ruidosos estudiantones nocherniegos? Y si leeaso, alguna vez, en los ratos de aburrimiento, qu es lo que leer? Y esta figura, como la antpierde por la puertecilla del coro. Otra aparece. Es un mozo joven, acaso un poco desgarro vivo, pronto, ligero, nervioso. De qu pueblo ha salido este mozo? Qu paisajes han viss en la infancia? Qu mujeres enlutadas, sollozantes, le han besuqueado y le han apretuja

    s brazos siendo nio y le han llevado luego a los largos claustros sombros, montonosminario? Y van saliendo, saliendo todos los cannigos y refluyendo hacia el coro. De pronto

    ga y sonora melopea resuena bajo las bvedas; los altos ventanales dejan caer su

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    plandores azules, amarillos, rojos... Y vosotros, absortos, sumidos en la penumbra, dejis vremente el espritu. Y pensis que esta Catedral de Santander, junto al muelle, frente placable legin de los barcos que van y vienen despreocupados por el planeta, es, en medes trfagos mundanos, como un oasis de la fe, del recogimiento, de la meditacin y del doloa es la nota que a esta hora y en este lugar encontraris aqu vosotros...

    Cuando volvis a trasponer la puerta, bajis las escaleras abovedadas y os encontris en le. Ha llegado otro momento supremo. Paraos un momento; volved la vista. Esta calle se llamente; es corta, pero hay a esta hora en ella una sugestin profunda. Apenas si transcurre algui

    ando en cuando; las ventanas estn abiertas de par en par, como para recibir la frescura mamuros son negruzcos; os los trinos de un canario; en los miradores de cristales veicedoras en reposo, y en el fondo de la va, cerrando la vista, como una decoracin de t

    staca airoso sobre la escalinata el torren de la Catedral, ancho, fornido, negro, con la redonca esfera del reloj en lo alto. Una grata sensacin de ntima y profunda armona la armoncosas os hace permanecer inmviles un momento. Pero todava una nota final, suprema,

    abar de completar vuestra visin. A la derecha, frente a vosotros, hay una farmacia. No armacia el rtulo ureo de su dintel; esto quiz desentonara un poco. Las letras stizamente: Botica. Y dentro veis que todo est limpio, simtrico, que el piso es de azu

    minutos, y que los botes son blancos, con sencillos dibujos pintorescos. Y observis que nodie en la botica. Y a vuestro espritu vienen, evocadas por el recuerdo, sensaciones de uras de seores ya muertos, que habis visto en otras boticas; cosas, que habis odo leeer alz alta, en peridicos; discusiones sobre temas que entonces no comprendais, horas plcdantes, pasadas en la trastienda sombra, hmeda, mientras en el morterico de mrmol va majmancebo y remezclando misturas que esparcen por el aire aromas extraos...

    Dnde ir despus de haber gozado de esta sensacin ntima? El da va avanzando. Yiero fatigar vuestra atencin con un examen minucioso del horario diurno; por fuerza hemndensar y sintetizar las cosas. Saltemos al crepsculo vespertino. Habis paseado a esta ho

    ntander, por la calle Blanca? La calle Blanca y la de San Francisco son una misma camaremos a toda ella la calle Blanca. Y bien: vosotros conocis la calle Blanca; vosotroanada donde se llama el Zacatn, y en Murcia donde lleva por nombre las Platerasas tantas ciudades, habis visto una calle como esta calle. En nuestras viejas urbes espaoly nada ms tpico, ms original, ms consubstancial con la raza y con el medio. La calle Blana calle estrecha, torcida, embaldosada, formada por dos lneas de casas altas y viejas llenndas y bazares en sus pisos bajos. No envidiis las anchas, simtricas y mundanas vas dandes capitales universales; no oigis a los modernos y terribles arquitectos que miran conibundos las pintorescas sinuosidades, desniveles y altibajos de las calles vetustas. Si sois a

    nid aqu; paseaos por la calle Blanca, o por Zacatn, o por las Plateras, a la hora del crepando la estrecha cinta que se ve en lo alto va palideciendo y cuando comienzan a encenderes de las tiendas. A esta hora toda la intimidad, toda la sonoridad de estas calles parece qensifica y que redobla. No es una calle; es el corredor de una casa. Los edificios todos, de se han fundido momentneamente en un mismo pensamiento; las tiendas, ya encendidas an escapar hacia la angosta va su espritu, contenido durante el da, y algo jovial, algo expano que os hace andar como en una atmsfera de bienestar y de novedad, se difunde en el aire.

    Pasead, pasead cuanto queris por la calle Blanca. Y cuando ya este instante en qumercios muestran su alma vaya pasando, volved a casa. Si vivs en el Sardinero, otro espectos va a ofrecer, a las nueve, a las diez, cuando la noche vaya avanzando. Esta es la hor

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    dramos llamar de las ventanas iluminadas, y que podra dar tema para un hermoso libroeta que fuese a la vez analizador y fantasista. Es la hora en que las ventanas cobran la plenitvida, en que de la inercia, del apagamiento, de la opacidad en que han estado durante el da, pa accin y a la elocuencia. En el Sardinero, en el grupo formado por los chalets y los ho

    das las ventanas irradian en estos instantes sus claridades, destacndose en vivos cuadros demando en el cielo fosco, con los mltiples y joviales resplandores, un nimbo de tenue clare se va gradualmente perdiendo en las alturas. En el horizonte tenebroso, el faro del Cabo Menciende con un vivo reflejo, decrece, torna a encenderse; y el otro faro diminuto

    agdalena, inmvil, uniforme, aparece como un microscpico diamante en la negrura... Mas bplaya; no podris gozar de todo el misterio de este espectculo si no contemplis las vensde la rosca lejana.

    La playa est desierta; durante las primeras horas de la noche el mar se ha ido retitamente. A lo lejos, en la noche negra, aparece ac y all, casi apagada, la nota blanca

    puma que el oleaje levanta. Se oye el rumor sonoro, incesante, ronco, pavoroso, de las ondagan. Alejaos ms, caminad hacia adentro; corred... Ya la claridad plida, verde, de las luces surge radiante por las ventanas henchidas de vitalidad, all a lo lejos; delante de vosotrogrura se abre inmensa; a intervalos, en el confn remoto, fulgura tenuemente un relmpag

    rpito formidable de las olas eternas atruena el aire. Y de pronto os un grito largo, lsgarrador, que os sobrecoge. Y en la ancha zona de arena encharcada veis inmvil el vivo reminoso de las distantes ventanas verdes...

    Y vosotros recogis absortos toda esta sntesis profunda de ruidos, de claridades y de somfaro del Cabo Mayor prosigue con su parpadeo lento. Qu dice con su luz en este momento? A qu espritus perdidos en la inmensidad habla? Qu ojos le miran desde la noche infi ansiedades y conturbaciones aplaca? Acaso en las tinieblas inmensurables que se abren de

    vosotros divisis una microscpica lucecilla. Vuestro corazn se oprime. La lucperceptible aparece, desaparece, va corrindose poco a poco hacia la derecha. En el fondo

    claridad leve de un relmpago; el ronco zumbido de las olas prosigue...Las horas han ido pasando; ha disminuido el nimbo resplandeciente de las ventanas; un

    a van desapareciendo, apagndose. Hay durante todas estas horas de prima noche algo comha, como una porfa, entre las ventanas, el faro y el oleaje. Pero las ventanas son ms dbileonstantes; son delicadas; son volubles. Y as van cediendo, como con cierta irona, elegacida, ante la constancia inquebrantable del faro y ante la tozudez indmita de las olas. Y ya cuadros luminosos han desaparecido. Un profundo silencio, una densa obscuridad reina en en la costa. Y entonces, ya solos, frente a frente, en el misterio de la noche, comienza el colosmbolo eterno entre el faro que es la fuerza del hombre y el oleaje inquieto y perdu

    que es la fuerza de la Naturaleza.

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    EL GRANDE HOMBREEN EL PUEBLO

    undo lo conoc? Dnde lo vi por vez primera? Lo he contado otra vez. Fue por estos ms estivales, en un pueblecillo levantino. Un carcter ha dicho Emerson tiene necesid

    pacio; no conviene juzgarlo cuando est rodeado de muchas personas, ni entre el apremio dgocios, ni por pasajeras vislumbres entrevistas en raras ocasiones. El grande hombre vivi

    rante seis u ocho meses. A las seis, todos los das, ya estaba en pie. El pueblo comienspertar a esta hora. An las fuentes tienen el mismo rumor sonoro de la noche; las golonduzan raudas sobre el cielo de intenso azul, piando voluptuosamente; acaso, por una retoleja moruna se columbran los manchones negros de dos o tres devotas con sus sillitas enos. Y una campana va tocando lenta, en el sosiego matinal, con golpes cristalinos, espaciado

    Todas las cosas tienen durante el da un breve instante en que irradian su verdadero espr intil visitarlas y contemplarlas a otra distinta hora; as los jardines, los museos, los vacios, las iglesias, las tiendas, las calles, las fbricas, los obradores. En estos momentos prec

    dos los detalles, todos los elementos de la belleza la luz, el color, el aire, los ruidos, las l

    forman una sntesis suprema, algo como una armona inefable, desconocida, que adquieximum en un punto y que poco a poco va disipndose, fundindose en el ambiente vulgar deltiempo, que hace que desaparezca el color propio del muro vetusto, y la penumbra de la est

    andonada, y la claridad crepuscular que ba una sauceda junto a un estanque, y los sones extun piano que parten, a media noche, de una ventana iluminada... La hora viva, exultant

    eblecillo en que el insigne hombre habitaba, era esta de los primeros albores matutinoficacin se asienta en las laderas de un montecillo que remata en un pen ingente, a

    rojecido por los siglos, coronado por un castillejo morisco; un riachuelo contornea la moncha zona de umbros huertos destaca en sus orillas. Y las casas, agazapadas entre el peascoboleda, vueltas de espaldas a los huertos, abren sobre la verdura sus largas solanas con trandillas de madera, o muestran, a travs del boscaje, los negros cuadros de sus vensteriosas.

    Y a una de estas solanas daba el despacho del hombre ilustre. l se asomaba un momento maanas, a las seis, y contemplaba el panorama verde, suave, de las cuencas del ro. Acaso

    ra, frente a l, al otro lado de los huertos, bordeando el hondo cauce, all en lo alto, un abido rasgaba de pronto los aires, y una negra masa pasaba vertiginosa, con un sordo estrrdindose a lo lejos, mientras difuminaba con un trazo fuliginoso el ail radiante. Y luego,

    lva a quedar en silencio: una golondrina trina, rauda; croan las ranas en el estanque; la camue tocando, tocando cristalina. Y entonces, el grande hombre, desde su ventana, slo anturaleza, acaso senta esa repentina e inexplicable opresin de angustia que sentimos nosdadanos, cuando en plena campia contemplamos un tren que pasa.

    Y el hombre ilustre tornaba a entrar en su despacho y se sentaba ante la mesa, cargada de liuebas, cuartillas, cartas y telegramas. La estancia era pequea: era una salita de estas antinas, construidas de maciza piedra, que parecen cajas sonoras. Las paredes son blaucadas, brillantes; el pavimento, de diminutos mosaicos, frotado y refrotado por la aljofifa, ridades e irisaciones de espejo; el pasamanos de la escalera, de caoba pulimentada, refulge

    luz que cae de la alta claraboya y forma en torno a los peldaos un culebreo luminoso. A mana, cuando ya la limpieza se ha terminado, las puertas y las ventanas se entornan; una

  • 8/12/2019 Azorn - Los pueblos

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    numbra se extiende por toda la casa, y en el silencio y la semiobscuridad, mientras fuera sciende cegador y ardoroso, las estancias salas, alcobas, corredores se ponen a tono,to, un golpazo, una carcajada resuenan con estruendo, y los arpegios de un pjaro repercutetices desconocidos, y las melodas inesperadas de un piano cantan poderosas, vibrantes,ebatan con desvarios romnticos. Comprendis cmo, llevados por el secreto destino de nu

    da, un egregio pantesta no poda pasar los ltimos das sosegados de su vivir, sino en esta antina Grecia moderna, donde las cosas hallan sus sntesis?

    Pero el grande hombre est ya sentado ante su mesa. En las paredes del despacho cu

    ografas de Gisbert y Pradilla, un cuadro en que aparece bordado en caamazo un perrias, un enorme calendario que hace lucir sus negros guarismos en la blancura. En un rincn, a mesa, aparecen amontonados, revueltos, desencuadernados, los libros que han sido tradostrabajo; libros todos sobre la Revolucin francesa, o sobre la poca prerrevolucionariargenes de la Francia contempornea, de Taine; los estudios de los Goncour