Babel de Jazz en Chile

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BABEL JAZZ EN CHILE: VOCERÍO DE LENGUAS EN LA CIUDAD Se ha dicho que la ciudad puede ser metáfora del inconsciente (Freud, Canovas), del cuerpo (Vitruvio), del sueño (Calvino), del cosmos (Mircea Eliade), del mundo espiritual (San Agustín), del mito (Joaquín Edwards Bello), etc. De la ciudad, de la música así como de las lenguas podemos decir lo mismo: “antes que nosotros las hagamos a ellas, ellas nos hacen a nosotros”. En efecto, música y ciudad comparten el ser prácticas de significación, experiencias de sentido e identidad, y el ser también procesos y flujos de producción-circulación-consumo, mediados por aspectos físicos y simbólicos. Nos interesa abordar en esta investigación tanto los emplazamientos y desplazamientos de las prácticas del jazz en la ciudad de Santiago, como los imaginarios urbanos observados en la sonoridad del jazz en Chile. Para estos efectos asumiremos que música y ciudad son prácticas y experiencias culturales en permanente mutación y retroalimentación, ya circulan a través de diversos espacios y ámbitos. El sociólogo inglés Paul du Gay (1977) plantea el concepto de “circuito cultural” para evidenciar las instancias de los flujos significantes y semánticos, subjetivos y materiales de la cultura, en tanto objetos como una mesa, un celular o un iphone existen como experiencia cultural en la medida en que compartimos un sistema de representaciones y significados, ambos regulados y circulando por una red de producción y consumo. El síncopa de los circuitos Según el sociólogo mexicano Tomás Ejea de Mendoza (2012) el jazz habría transitado por tres etapas o circuitos. Primero, el circuito comunitario, cuando el jazz era la manifestación cultural de un grupo social específicamente localizado, los esclavos del sur de los Estados Unidos. En un segundo momento, como circuito comercial, al convertirse el jazz en un producto ampliado de consumo masivo gracias a la industria discográfica y radiofónica. Y en tercera instancia, como circuito artístico, cuando el jazz se elitiza, adquiere finalidad estética y se vuelve un tipo de música selecta. Se trata de una secuencia de circuitos complementarios, traslapados unos sobre otros y proyectados a través de su internacionalización. Lo curioso es que hoy en Chile, el primero de estos circuitos parece estar abriendo napas sociales subterráneas desconocidas hasta ahora, con un cierto desfase o anacronismo respecto a la trayectoria modelada por Ejea de Mendoza para el caso norteamericano, ya que recién ahora se estaría consolidándose aquí una –aunque incipiente, muy intensa- forma de jazz con sentido comunitario. Esto, porque el jazz llegó a Chile cuando esta música en EEUU ya había emigrado desde lo comunitario hacia lo comercial y se expandía por todo el mundo. A partir de ahí, el curso chileno prosiguió la misma ruta que el jazz euro-norteamericano (desde el swing masivo hasta su elitización asociada al circuito artístico), hasta que a partir de la década de 1990 y en pleno multiculturalismo, comenzó a florecer en el imaginario de

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BABEL JAZZ EN CHILE: VOCERÍO DE LENGUAS EN LA CIUDAD

Se ha dicho que la ciudad puede ser metáfora del inconsciente (Freud, Canovas),

del cuerpo (Vitruvio), del sueño (Calvino), del cosmos (Mircea Eliade), del mundo

espiritual (San Agustín), del mito (Joaquín Edwards Bello), etc. De la ciudad, de la música

así como de las lenguas podemos decir lo mismo: “antes que nosotros las hagamos a ellas,

ellas nos hacen a nosotros”. En efecto, música y ciudad comparten el ser prácticas de

significación, experiencias de sentido e identidad, y el ser también procesos y flujos de

producción-circulación-consumo, mediados por aspectos físicos y simbólicos.

Nos interesa abordar en esta investigación tanto los emplazamientos y

desplazamientos de las prácticas del jazz en la ciudad de Santiago, como los imaginarios

urbanos observados en la sonoridad del jazz en Chile.

Para estos efectos asumiremos que música y ciudad son prácticas y experiencias

culturales en permanente mutación y retroalimentación, ya circulan a través de diversos

espacios y ámbitos. El sociólogo inglés Paul du Gay (1977) plantea el concepto de “circuito

cultural” para evidenciar las instancias de los flujos significantes y semánticos, subjetivos

y materiales de la cultura, en tanto objetos como una mesa, un celular o un iphone existen

como experiencia cultural en la medida en que compartimos un sistema de

representaciones y significados, ambos regulados y circulando por una red de producción

y consumo.

El síncopa de los circuitos

Según el sociólogo mexicano Tomás Ejea de Mendoza (2012) el jazz habría

transitado por tres etapas o circuitos. Primero, el circuito comunitario, cuando el jazz era la

manifestación cultural de un grupo social específicamente localizado, los esclavos del sur

de los Estados Unidos. En un segundo momento, como circuito comercial, al convertirse el

jazz en un producto ampliado de consumo masivo gracias a la industria discográfica y

radiofónica. Y en tercera instancia, como circuito artístico, cuando el jazz se elitiza,

adquiere finalidad estética y se vuelve un tipo de música selecta.

Se trata de una secuencia de circuitos complementarios, traslapados unos sobre

otros y proyectados a través de su internacionalización. Lo curioso es que hoy en Chile, el

primero de estos circuitos parece estar abriendo napas sociales subterráneas desconocidas

hasta ahora, con un cierto desfase o anacronismo respecto a la trayectoria modelada por

Ejea de Mendoza para el caso norteamericano, ya que recién ahora se estaría

consolidándose aquí una –aunque incipiente, muy intensa- forma de jazz con sentido

comunitario. Esto, porque el jazz llegó a Chile cuando esta música en EEUU ya había

emigrado desde lo comunitario hacia lo comercial y se expandía por todo el mundo. A

partir de ahí, el curso chileno prosiguió la misma ruta que el jazz euro-norteamericano

(desde el swing masivo hasta su elitización asociada al circuito artístico), hasta que a partir

de la década de 1990 y en pleno multiculturalismo, comenzó a florecer en el imaginario de

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nuestro país una antigua semilla reflotada y abonada por la aparición del jazz huachaca -

recuperado a partir del estreno de La Negra Ester en 1988- y luego la aparición del

proyecto Conchalí Big Band (CBB) en 1994. A partir de ahí un reducido pero potente

circuito comunitario de jazz comenzó a crecer y ramificarse desde el surtidor norte de la

ciudad, al cual se adscribieron luego numerosos músicos, público y colaboradores

activistas que se identifican con la causa de una “comunidad sonora” con sentido social.

Para el caso chileno, los primeros espacios del jazz pasarán desde los espacios

comerciales (confiterías, Salones de té, Boites, Quintas de recreo, Hoteles, etc.) a los

espacios del arte (Universidades, Salas de concierto, Museos, etc.). Así, el Club de jazz de

Santiago se funda en 1943 sin fines de lucro y sin consumo de licor o comida ninguna. De

hecho, en un principio ni siquiera se cobraba entrada. Vendrá después una síntesis

dialéctica del circuito comercial con el artístico en una fusión sucedánea y no sin tensiones

donde la noción de Club de jazz y Restaurante se articularán siguiendo el modelo

preferentemente euro-norteamericano. Actualmente, el término club se ha comenzado a

reemplazar por “lugar de jazz”.

Hay que decir que la ubicación de los principales “lugares” para escuchar Jazz en

el sector norte de la ciudad, (Barrio Bellavista) en dis-continuidad con el carácter marginal

o suburbial que tuvo el sector durante la colonia, así como su continuidad con el sentido

alterno de espacio para el ocio, restaurantes y música apartada de la rutina urbana, han

sido elementos probablemente derivados de su orgánica colonial y de su situación

proxémico-fluvial.

Acaso el cambio haya comenzado a partir del 2000, cuando los principales

“lugares” para escuchar Jazz se fueron instalando en el Barrio Bellavista, ubicado en las

coordenadas del sector norte, conocido durante la colonia como Las barriadas de la

“Chimba”, palabra quechua que significa: “al otro lado del río”. El Atelier, Eidophon,

Café del Cerro, Librocafé, Thelonious, El Perseguidor, Miles, Herbie, Mesón Nerudiano,

Le Fournil Bistrot jazz, etc., se fueron localizando allí sin que nadie recordara ya la

connotación de “marginal” o “suburbial” que esta zona tuvo y que hoy, convertida en un

sector de restaurantes, teatros y clubes de baile, pareciera conectarse con aquello que

Hernán Neira (2002) ha denominado “antropofagia” urbana (latino)americana, según la

cual –en palabras de Lévi-Strauss- no hay “vestigios” de lo anterior pues todo está hecho

para ser renovado permanentemente, sin que nadie sospeche lo que hubo en un lugar con

anterioridad a su nuevo emplazamiento, un palimpsesto vertiginosamente amnésico y

desarraigado donde todo parece reciente, obsolescente y sin densidad histórica.

La Chimba, definida por dinámicas de contención y desborde (crecidas y

encausamientos), constituyó lo que se conoce como una “heterotopía” de desviación, es

decir, un “emplazamiento donde se destinan los individuos y prácticas sociales desviadas

de la normalidad central” (Foucault, 1984): hospitales, psiquiátrico, prostíbulos, etnias,

basurales, mercadillos, etc.; sitios que alojan en su interior un tiempo propio para el

descanso y la utopía (“heterotopía crónica”), en un espacio donde su ubicaron

antiguamente diversas colonias y lenguas, chinganas y lupanares: en esto similar al

Storyville de New Orleans, ambos definidos por su situación fluvial, compartiendo efectos

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derivados del río: curso descendente y riberidad (todo río tiene dos orillas y opera, por lo

mismo, como bisagra, línea o frontera).

Superando este “imbunchamiento” histórico (del río Mapocho, del jazz), en lo que

antes fueron las chacras de la Chimba (hoy Quilicura, Huechuraba, La Pincoya, etc.) surgió

uno de los más disruptivos brotes de jazz de que se tenga memoria en nuestro suelos:

hace 20 años allí, la Conchalí Big Band con Gerhard Mornhinweg, fundacional, activó

desde mediados de 1990 un “circuito comunitario” de jazz que hoy prosigue en abierto

desborde por diversas partes de la periferia urbana santiaguina. Ahí están Los Retrasaxos

con Jonathan Gatica, La Pincoyazz de Nubia Burgos y Gustavo Cisterna, las increíbles

composiciones musicales de Mauricio Barraza, Andrés Pérez, Cristián Gallardo, y un

sinnúmero de hoplitas y oficiantes que revisitan sus barrios y asumen la música como un

agente de cambio social, “pobladores” músicos con sentido glocal y multicultural que

inauguran lo que probablemente sea una nueva antigua “comunidad hermenéutica” en el

jazz de Chile. No se trata, sin embargo, de un gheto restringido a su área perimetral: los

nuevos jazzistas todos, hasta los más autistas, están asumiendo el jazz sin necesidad de

traducirlo, ya que hace rato hablan su lengua, y están cruzando –a veces transgrediendo-

continuamente las fronteras del circuito hegemónico, asociado tradicionalmente al jazz con

finalidad artística. Ellos no buscan suplantar, reemplazar ni menos implantar, sino abrir

nuevos espacios de convivencia musical en una nueva “comunidad sonora”, entendiendo

que no hay en absoluto incompatibilidad entre lo social, lo estético y lo comercial, o al

menos no debiera necesariamente haberlo y que muchos de los músicos profesionales del

circuito comercial y artístico cruzan las veredas hacia lo social y comunitario

permanentemente. No obstante, como quien aparece es escena y no desea ni el mutis ni el

aparte, subiéndose al escenario desde las butacas, el circuito comunitario como un voceRío

de lengua-s, irrumpe y vocea proféticamente a la ciudad entera: ¡Babel jazz aquí!

Partituras del habitar

El emplazamiento y desplazamiento de clubes y lugares de jazz en Santiago ha

tenido un desarrollo susceptible de visualizar en torno a dos ejes perpendiculares: uno con

sentido oriente poniente, con un claro vector oriente (O), donde reside la población de

mayores ingresos, denominado tradicionalmente “el sector o barrio alto de la ciudad”, y

otro eje, Norte-Sur, con un vector tradicionalmente orientado hacia el norte (N), con un

polo en lo que se denominó en la colonia el sector de La Chimba y que origina una sintaxis

cuyo sentido puede ser aprehendida en relación al valor asignado a cada zona de la

ciudad.

En el eje Oriente-Poniente (vector O), se ubica la instalación del primer Club de jazz

de Santiago, fundado en 1943. Los sucesivos emplazamientos y traslados del Club lo

desplazarán desde la zona centro de la ciudad hacia las comunas de Providencia, Nuñoa y

La Reina, sucesivamente.

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Los 6 emplazamientos sucesivos en este eje “Oriente-Poniente” (vector O), fueron: Calle

Santo Domingo 1081 (Santiago centro); Calle Merced (frente al cine Sao Paulo, en Santiago

centro); Calle Mac-Iver 273 (Santiago centro); Calle Lota (Comuna de Providencia); Calle

California 1983 (comuna de Nuñoa); Av. José Pedro Alessandri 85 (comuna de Nuñoa);

Av. Ossa 123 (comuna La Reina).

Por lo tanto, se observa que el CJS mantuvo una ubicación en zona centro de

Santiago (entre 1943 y 1973), por casi 30 años exactos. Posteriormente, un corto periodo de

5 años a la comuna de Providencia (entre 1973-1977) y posteriormente el traslado hacia

Comuna de Ñuñoa (entre 1977 y 2010), por espacio de 30 años, nuevamente, para

localizarse recientemente, luego de cuatro años de trashumancia, en la comuna de La

Reina a partir del 2014.

En general, salvo el último periodo errante, el Club tuvo siempre domicilios

estables y de fácil acceso. Excepto un periodo de ocho meses, “cuando el club se trasladó

de calle Mac-Iver a Lota [en que] estuvo ocho meses sin local, con gente tocando en

garages del centro de Santiago" , nunca antes la institución había estado tanto tiempo sin

sede (4 años, desde 2010 al 2014).

Por su parte, en el eje “Norte-Sur” (vector N), se han ubicado a partir de la década

de 1980 y sobre todo a parir del año 2000 la mayor parte de los espacios de jazz de la

ciudad. Los lugares incluyen emplazamientos de larga data (Thelonious, Mesón

Nerudiano) hasta efímeros locales (como Herbie o Miles, no obstante se les recuerda por

su intensa actividad jazzística). A la fecha: 10 lugares en total.

Si tomamos como ejes viales de la trama urbana santiaguina, la Avenida Libertador

Bernardo O´higgins (Alameda) y la Avenida Benjamín Vicuña Mackenna, la ciudad se

divide en cuatro cuadrantes cuyo centro es la plaza Baquedano, popularmente conocida

como Plaza Italia, que en el imaginario colectivo del ciudadano separa los sectores altos o

ricos y bajos o pobres .

Hay que decir que los cuadrantes ubicados “de plaza Italia para arriba” han sido

los que han concentrado la mayor parte de la actividad artístico-musical y gastronómica

de la ciudad (C-B, en el mapa que hemos hecho). Asociados a estas prácticas han

proliferado los espacios para eventos de jazz Ihnen 2012).

Por otro lado, tras “la caída” del Club de Jazz de Santiago, el club “Thelonious”

adquirió gran protagonismo concentrando a los más jóvenes jazzistas profesionales. Su

ubicación en el cuadrante C, convierte al Café Jazz Benevento y a “Jazz Corner”, ambos

ubicados en el denominado Barrio Italia, en efecto especular de un fenómeno de

gentrificación que también se dio en el Barrio Bellavista, proyectando ambos lugares con

respecto a “Thelonious” una diagonal entre los cuadrantes C y B.

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Hay que citar como parte de este despertar comunitario en el eje “Norte-Sur”, la

aparición de numerosos festivales en el llamado “corredor cultural” que hacia mediados

del 2000 potenció los Festivales de El Bosque, San Bernardo, Pirque, San Joaquín y San

Miguel, en la zona sur de Santiago.

Comunidad sonora

Toda ciudad es un enjambre de ritmos y reencuentros, una polvareda que sepulta

las pisadas anteriores. Hoy se han encontrado los vestigios de una ciudad inca sobre la

cual se habría montado el tramado de damero hispánico de Santiago, un texto que sepultó

la memoria anterior e instauró una rítmica de relegación y postergación hacia la zona

norte conocida como La Chimba (al Valle del Mapocho se llagaba por el camino del inca,

ruta del Tawantinsuyu). Sobre ese estrato ya comprimido, otro manto superpuso

desmemoria y novedad: la ciudad replicó la bohemia europea gentrificada por un cúmulo

de pintores y artistas a partir de la década de 1950 en el sector de Bellavista.

La ciudad calló, tapó y desplazó. Por contracción expulsó hacia el norte lo más

visceral de sí misma desde el casco centro cívico, “un pequeño gran vertedero de la

modernidad periférica” (Hospitales, Manicomio, Crematorio, Cementerios, Abastos) vino

a ubicarse en el lado norte del Mapocho. Ciudad(es) dentro de la ciudad. La ciudadela

norte de Conchalí expulsó fuera de sus límites (Avda. Américo Vespucio) a La Pincoya,

una histórica toma de terrenos en 1969. Es un metabolismo por el cual Santiago es una

ciudad que se desborda. Del anillo de cintura, de la circunvalación Américo Vespucio, del

jazz ahora.

Desde esa lógica podemos entender cómo el circuito comunitario continúa

proliferando, diseminándose hacia otras zonas donde la música ofrece la posibilidad de

crear lazos de afecto y fraternidad creativa. “La periferia se torna esta vez en el centro, la

música y el sonido en comunidad”, asegura el saxofonista Jonathan Gatica, gestor del 1er

Festival de “Jazz a la pobla 2014”, en Quilicura. “La música puede cambiar el rumbo de

quien la toma”, prosigue Gatica: “Esta comunidad sonora se ha desplegado y han

florecido en ella las semillas sembradas, especialmente por el bello trabajo realizado por la

Conchalí Big Band”, banda que cambió la fisonomía del jazz en la ciudad a partir de su

aparición en 1994.

Sonoridad situada

En cuanto a la representación, vale la pena consignar que la temática urbana estuvo

presenta en el jazz hecho en Chile desde temprano. Ahí está el shimmy “Tardes en el

Forestal” de 1928. Sin embargo, no será hasta entrada la década del 2000 cuando la

ciudadanía del jazz comience a ser más explícita y consciente de sus tensiones y

distribución espacial, ya sea en el nombre de temas o incluso de discos.

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De acá somos (2002), Fiasco contemporáneo (2003), Santiago Sories (2004), La

Pincoyazz (2004), El Bueno, el Malo y el Feller (2005), Cristóbal Gómez (2006), La Pichanga

(2006), X + Jazz (2006). Santiago (2007), Bellavista (2008), City Tour (2009), Santiago Vivo

(2010), Calle Ciega (2012). Daz Cuarteto (2013), Ocho chino (2013), Noneto (2013), etc.

En muchos de estos discos, se repite una sonoridad que apela a cierto ritmo de

experiencia o actividad urbana, cierta “velocidad social” (ejemplo el tema “Santiago 7:40”

de Andrés Pérez en su disco Santiago Vivo, discos pendiente, 2012). Por otro lado, otros

temas se concentran en la memoria musical de la ciudad, con un sentido histórico

(ejemplo: el tema “Bandera 1940” de claro sentido nostálgico. Por último, la introspección

y el imaginario de un estado psíquico o emocional adquieren gran relevancia en temas

como “Mapocho Actual” del disco de Pérez. Se trata de una mente social que aparece

también en temas como “Curaito toco mejor” de la agrupación Tres X Luka.

Finalmente, tres observaciones a modo de conclusión:

1.- La ubicación de los espacios urbanos de jazz en la ciudad no ha sido fortuita y

puede observarse algunas regularidades en la ubicación y desplazamiento de los sitios

elegidos o dados para el jazz.

2.- A lo largo de los años, los lazos de identidad han pasado por un reconocimiento

y representación de los emplazamientos y desplazamientos de lugares y prácticas

asociadas al jazz.

3.- Nuevas comunidades y representaciones re-significan la ciudad y las prácticas

del jazz en Chile. Su sentido, tensiones y conflictos, así como sus modos de circulación a

través de los circuitos culturales en que se insertan está aún por examinar.

REFERENCIAS

BLASCO GALLARDO, Jorge y ENGUITA MAYO, Nuria (2007). “Imaginarios urbanos en

América Latina: archivos”, en: Territorios metropolitanos. Apuntes y reseñas. Año 1 /

núm. 01 / Diciembre.

EJEA MENDOZA, Tomás (2012) “Circuitos culturales y política gubernamental” en

Sociológica, año 27, número 75, pp. 197-215, enero-abril.

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FOUCAULT, M. (1984): “Des espaces autres”. Architecture, Mouvement, Continuité, 5, pp.

46-49.

IHNEN, Bernardita (2012) Trabajo y Jazz. Un acercamiento estadístico y cualitativo a las

formas de trabajo y de representarse desde el trabajo en los músicos de jazz del circuito

santiaguino. Tesis Sociología. Universidad de Chile.

NEVE, Eduardo (2012) “La ciudad que hace música y la música que hace ciudad: hacia la

promesa de la ciudad-arte”. URBS. Revista de Estudios Urbanos y Ciencias Sociales, Vol.

2, N°2, pp. 93-102.

NEIRA, Hernán (2004). La ciudad y las palabras. Santiago: Universitaria,

PINOS, Jaime (2013) 80 días. Editorial Alquimia y La Sega Editores, Santiago de Chile.

TARASTI, Eero. (2001). Existential Semiotics: Indiana University Press, United States.

Como observó Ángel Rama (1984), en la experiencia urbana se despliegan dos

niveles superpuestos: uno material y otro simbólico. Uno, como contacto físico y deambular, forma de comunicación y extravío en lo habitable (la ciudad real, oral); el otro, como lectura y mapa que da sentido a la trama del plano (la ciudad letrada). Dos órdenes de signos paralelos: el del espacio urbano y el de la lengua, siendo el mapa y la escritura el puente entre ambos órdenes.

La dicotomía de fondo resulta ser para Rama la oposición entre la ciudad real, ajena a la

letra y al poder (e ignorada por éste), y la ciudad letrada, sede del poder (en torno al cual

giran sus diferentes funcionarios intelectuales, directa o indirectamente ligados al ejercicio

y a la legitimación del poder).1

1 Mons, Alain. La Metáfora Social. Imagen, territorio, comunicación. Edit. Nueva Visión, Bs. As., 1992.

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Ana María Ochoa (2002) ha señalado que “El lugar de lo sonoro, en último término es nuestro propio cuerpo”. Análogamente, suscribamos también que es posible entender la ciudad como un espacio acústico, vale decir, un texto sónico y aural en la medida que “se concibe lo acústico como un campo vital de constitución del sentido del ser y de la sociabilidad”2, como plaza y cuerpo del sonido comunitario para habitar(nos) y comunicar(nos ) en una situación de enunciación determinada. Porque así como cada música tiene “su lugar” en la ciudad (Giordano, 2011), cada ciudad tiene su lugar en la música, pues “cada lugar tiene su(s) música(s) para el habitar y el comunicar”. Ambos traspasándose mutuamente desde sus respectivas riberas significantes y significadas, retroalimentándose permanentemente. La psiquis de la ciudad tiene peso y medida, mientras la materialidad urbana se volatiliza en el éter hertziano. Por eso Ochoa define el cuerpo como “situación cultural” y, por otra parte, el físico y crítico de jazz, Joachim-Ernst Berendt escribe: “Antes que nosotros hagamos la música, la música nos hace a nosotros”.

El concepto de “gentrificación” se ha traducido al castellano como “recualificación social”, “aburguesamiento”, “aristocratización” o “elitización residencial” y fue planteado inicialmente por la socióloga inglesa Ruth Glass en los sesentas; consignaba entre sus rasgos y como consecuencia del proceso de revitalización e incremento del valor de las propiedades, el desplazamiento y/o exclusión de la población original, en el caso de la ciudad examinada por Glass, Londres, de la clase media.

La ciudad sería hoy una Babel audífona de lugares y no-lugares, puzle o rizoma. De ahí,

entonces, que el paso de una lógica de Club (con necesidad de sede o asiento estable) a una

lógica de Lugar (espacialidad relacional que se ocupa) habría atravesado todo el circuito

consagrándose de manera definitiva cuando el “Club de Jazz” de Santiago, tras el

Terremoto del 27F (el 27 de febrero de 2010), anduvo trashumante en busca de anclaje por

diversos “lugares”, subsistiendo sin tablas ni techo, pese a no tener terreno fijo, al tiempo

que Thelonious, “Lugar de jazz”, asumió lejos el protagonismo del circuito, con atmósfera

hogaril y resonancias neoyorkinas, genius loci de Erwin Díaz, su dueño. Un poco más allá,

cruzando la cordillera (cada vez más transparente), en el barrio bonaerense de Palermo, el

Thelonious de Lucas y Ezequiel Cutaia, sus dueños, ha sido también “una cueva de

Buenos Aires con aire neoyorquino”. Postcolonial o glocalmente, el referente es el mismo:

New York.

Si bien se habla de “club”, la palabra ya no alude a socios amateurs con carné, cuotas y

ventajas de acceso (ya no es problema), sino a un imaginario translocal (de fluidos y

fijaciones, relacional y holístico) de músicos profesionales, público misceláneo, operadores

gastronómicos, autogestión y mercado globalizado. No obstante, la utopía del jazz

subsiste, claro que de otro modo. Nadie se baña dos veces en el mismo jazz.

2 Ochoa, Ana María. Músicas locales en tiempos de globalización. Editorial Norma. Buenos Aires, 2003. Pág.

74.

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En un Santiago cada vez más definido por flujos y fronteras móviles, el jazz se articula

desde una subjetividad translocal en relación a “nodos” o polos que evitan o eluden, salvo

por nostalgia emblemática, usar la palabra “club”, y prefieren auto-designarse como

“lugares de jazz”. Las dinámicas de encuentro, mixturando identidad con protocolos de

red (IP), convergen en performances efímeras que retrotraen a una “jam sesión” prefijada

que pone entre paréntesis o más bien simula atravesar “El extenso muro invisible que

oculta a unos de otros”, instándonos a ir más allá de aquello que nos mantiene

“demarcados por el límite del temor o la sospecha […] evitando traspasar la frontera

interna” que fragmenta la ciudad.

1.- La frontera interior

En la metáfora urbana del norte de Santiago, esa frontera, muro o cortina ha sido siempre

el río Mapocho, cuchillo líquido –imbunchado en Plaza Italia- que, a tajo abierto,

fragmenta y corta en dos mitades el cuerpo de la ciudad y que ha cortado históricamente,

bajo ese mismo predicamento, el Festival de jazz de Providencia, atravesado por esta

odiosa zanja social que divide el Festival (ex “Música junto al río”, luego, “Jazz junto al

río”, hoy “Providencia Jazz”) en dos mitades, separando a quienes ingresan al amplio

sector Golden del Festival de aquellos que, al otro lado del río, encaramados en la estrecha

ribera sur deben conformarse con mirar desde la distancia, al otro lado del Jordán, las

pantallas y el escenario de una tierra prometida, lejana e intocable. Gracias a un boleto

barato están dentro, pero a su vez han quedado fuera, viviendo la música desde el exilio

(o insilio) neoliberal de un evento privatizado, evidenciando que, como ha señalado Ana

María Ochoa, las exclusiones simbólicas van de la mano con las exclusiones económicas y

en este caso, de las exclusiones urbanas. Recuperando lo que Ticio Escobar ha denominado

“El débil resplandor o parpadeo del aura”, en este caso resucitado mediante las pantallas

gigantes apostadas a los costados del escenario, el protocolo de saludar desde el escenario

una y otra vez a los marginados del “otro lado del río” (“the other side”, el insilio social),

se ha vuelto un ritual de conexión verbal y emotiva que tiene algo de contacto y contagio,

de inmediatez y distancia, parafraseando a Walter Benjamin una “manifestación

irrepetible de una lejanía” siempre distante “por cercana que pueda estar”. Ciertamente,

un problema que excede y antecede al circuito de jazz. El voceRío sabe que una

comunidad se forma tanto a partir de lo que nos une como de lo que nos separa. Hoy

sabemos que no es desde afuera ni desde adentro, sino desde los flujos que se tocan las

orillas.