Bangladesh: Asesinos prêt-à-porter

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18 | Edición 169 | julio 2013 Asesinos prêt-à-porter El desmoronamiento del taller Rana Plaza, en Dacca, que dejó un saldo de más de mil obreros muertos, muestra la cruel contracara de la industria textil. Segundo exportador mundial de ropa, y uno de los países más pobres del mundo, en Bangladesh reinan la indiferencia de las élites locales y la hipocresía de las multinacionales. Bangladesh: la máquina de coser del mundo por Olivier Cyran*, enviado especial mercadería –como se acostumbra en la ac- tualidad–, las víctimas se vieron atrapadas por las llamas y murieron quemadas vivas o saltando por la ventana. Su jefe, Delwar Hossain, nunca fue importunado por la Justicia; sigue en actividad. ¿Su pertenen- cia a la BGMEA habrá tenido algún papel en la protección de su impunidad? Para examinar la cuestión, se pidió una cita con el presidente de la BGMEA, Ati- qul Islam. El hombre fuerte de la economía bangladesí –la industria textil representa entre cuatro y cinco millones de emplea- dos y el 80% de las exportaciones, lo cual convierte al país en el segundo mayor ex- portador de ropa, después de China– sólo ha estado en el cargo durante un mes. El ascenso de este joven empresario poco co- nocido en el ambiente sorprendió a más de uno. “Es un jugador chico, sin experiencia ni relieve –asegura un profesional del sec- tor–. Fue lanzado a la presidencia gracias a su maleabilidad, que les permite a los peces gordos manejar los hilos sin ser visibles.” En diciembre de 2012, una inspección realizada por la BGMEA –iniciativa in- usual, no hay duda– identificó cuatro fá- bricas consideradas peligrosas, pues es- taban construidas violando los códigos de edificación. Entre ellas, Rose Dresses Limited, una fábrica con sede en Ashulia y propiedad de… Atiqul Islam. Tres me- ses después, él mismo era elegido jefe de la BGMEA. Dado que la gran mayoría de los cinco mil talleres de ropa en el país in- fringen abiertamente la ley, la sospecha es que la inspección tenía el único propósi- to de “arrinconar” al futuro presidente y depositar sobre sus hombros la amistosa presión de sus protectores. Mientras esperamos al jefe de los jefes, repasamos la historia económica del país. Anu Mohammed, profesor de Economía en la Universidad de Jahangirnagar, la re- sume con estas palabras: “Bangladesh no siempre vivió bajo la tutela de la confec- ción de ropa. Hasta mediados de la déca- da de 1980, el cultivo de yute era la primera riqueza del país. Luego llegaron el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial. Bajo su égida, los planes de pri- vatización y los recortes en el gasto públi- co hicieron que se disparara el desempleo y comenzaran una fuerte dependencia de las importaciones y una caída de las industrias locales. Los burócratas de los principa- les partidos políticos, los funcionarios del ejército, los altos puestos de la policía y los hijos de las buenas familias se disputaron el botín”. Los incentivos para invertir en la industria textil se volvieron irresistibles: mano de obra barata, debilitamiento de los sindicatos debido a la privatización de las empresas estatales, eliminación de los de- rechos de aduana sobre las importaciones de maquinaria destinada a la industria de exportación. La corrupción hizo el resto. Europa y Estados Unidos, seducidos, recompensaron esta política abriéndole sus puertas a la ropa made in Bangladesh. En un discurso pronunciado en Dacca el 21 de noviembre de 2001, Pascal Lamy, por entonces director general de la Orga- nización Mundial del Comercio (OMC), lanzó su frase célebre: “La Unión Euro- pea está dispuesta a apoyar los esfuerzos de Bangladesh para lograr [...] una mejor integración en el sistema comercial mun- dial, abriendo nuevas oportunidades pa- ra los negocios y favoreciendo una mayor penetración en el mercado”. Entre 2000 y 2012, la facturación de la industria tex- til de Bangladesh se cuadruplicó, y más: pasó de 4.800 a 20.000 millones de dóla- res. Goldman Sachs está exultante: en ju- nio de 2012, el banco neoyorquino ubicó al país, uno de los más pobres del mun- do, a la cabeza de sus “Next eleven”, los “próximos once” que pueden unirse a las E l resplandor de la torre espe- jada que se levanta solitaria a orillas del lago Hatirjheel se ve a cientos de metros a la redon- da; parece un injerto de la City de Londres trasplantado en el corazón de un gigantesco asentamiento precario. Es la sede de la Asociación de Fabricantes y Ex- portadores Textiles de Bangladesh (Ban- gladesh Garment Manufacturers and Ex- porters Association, BGMEA), la cámara de los empresarios del prêt-à-porter. La torre de la BGMEA, a diferencia del edificio Rana Plaza –que no respetaba ninguna ley en materia de construcción y cuyo colapso, el 24 de abril pasado, ma- tó al menos a 1.127 personas, la mayoría de ellas obreros textiles–, no parece estar en peligro de derrumbe. Sin embargo, que ello sucediera no sería más que un acto de justicia: en el veredicto del 19 de marzo, la Corte Suprema de Bangladesh ordenó la destrucción del rascacielos patronal en un plazo de tres meses, dado que fue cons- truido ilegalmente en tierras públicas, de las cuales la cámara empresaria se apro- pió sin derecho ni título alguno gracias a la complicidad del Ministerio de Comercio. La BGMEA apeló la sentencia. Cualquiera Fábrica textil del grupo Tung Hai luego del incendio del 9 de mayo de 2013, Dacca, Bangladesh (Andrew Biraj/Reuters) sea el resultado del procedimiento, nadie imagina que “el tumor canceroso de Ha- tirjheel”, como la llaman los jueces, pueda algún día convertirse en polvo. En la entrada, el visitante recibe el sa- ludo militar de los agentes de seguridad. En Dacca, donde el turista es muy poco frecuente, el hombre blanco a menudo es confundido con el comprador de ropa de confección –comerciante de Mango, Be- netton o Hennes & Mauritz (H&M)–, a quien guardias y porteros le deben respe- to. El interesado se adaptará de buena ga- na a ese estatus señorial. Su consideración para con el hombre de la calle se refleja en el folleto Dhaka Calling, disponible para los clientes de los grandes hoteles, que contiene esta sabia recomendación: “No se ría de la gente cuya miseria los ha enfer- mado; no se burle de ellos”. “Made in Bangladesh” Es 9 de abril y el Rana Plaza, a unos vein- te kilómetros de la torre de la BGMEA, to- davía sigue en pie. La peor masacre de la historia industrial de Bangladesh tendrá lugar recién dentro de dos semanas, pero el tema de la seguridad y las condiciones laborales en la industria textil ya está sien- do planteado con insistencia. El 7 de enero pasado, un incendio provocó la muerte de ocho trabajadores en Smart Garment Ex- port, una pequeña fábrica de trescientos empleados ubicada en el centro de Dacca. “Eran todos menores de 16 años”, dice Sa- ydia Gulrukh, una antropóloga que fundó un grupo de solidaridad con las víctimas de la industria textil. Un mes y medio antes, el 24 de noviembre de 2012, otro incendio ha- bía asolado la fábrica de Tazreen Fashions en Ashulia, un suburbio al norte de la capi- tal bangladesí, con un saldo de 112 muertos y mil heridos, según cifras oficiales. En los nueve pisos de Tazreen se apiña- ban tres mil trabajadores, la mayoría mu- jeres jóvenes venidas de las zonas rurales más pobres en busca de sustento para sus familias. A razón de 3.000 takas al mes (el equivalente a 30 euros), durante diez horas por día y seis días por semana, confecciona- ban ropa de prestigiosas marcas, entre ellas Disney, Walmart y el grupo francés Teddy Smith. Los materiales altamente inflama- bles habían sido almacenados en la plan- ta baja, al lado de la escalera, desafiando las normas de seguridad más elementales. Como las salidas de emergencia estaban cerradas con llave para prevenir el robo de

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Artículo publicado en la edición de junio de El Diplo

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18 | Edición 169 | julio 2013

Asesinos prêt-à-porter

El desmoronamiento del taller Rana Plaza, en Dacca, que dejó un saldo de más de mil obreros muertos, muestra la cruel contracara de la industria textil. Segundo exportador mundial de ropa, y uno de los países más pobres del mundo, en Bangladesh reinan la indiferencia de las élites locales y la hipocresía de las multinacionales.

Bangladesh: la máquina de coser del mundo

por Olivier Cyran*, enviado especial

mercadería –como se acostumbra en la ac-tualidad–, las víctimas se vieron atrapadas por las llamas y murieron quemadas vivas o saltando por la ventana. Su jefe, Delwar Hossain, nunca fue importunado por la Justicia; sigue en actividad. ¿Su pertenen-cia a la BGMEA habrá tenido algún papel en la protección de su impunidad?

Para examinar la cuestión, se pidió una cita con el presidente de la BGMEA, Ati-qul Islam. El hombre fuerte de la economía bangladesí –la industria textil representa entre cuatro y cinco millones de emplea-dos y el 80% de las exportaciones, lo cual convierte al país en el segundo mayor ex-portador de ropa, después de China– sólo ha estado en el cargo durante un mes. El ascenso de este joven empresario poco co-nocido en el ambiente sorprendió a más de uno. “Es un jugador chico, sin experiencia ni relieve –asegura un profesional del sec-tor–. Fue lanzado a la presidencia gracias a su maleabilidad, que les permite a los peces gordos manejar los hilos sin ser visibles.”

En diciembre de 2012, una inspección realizada por la BGMEA –iniciativa in-usual, no hay duda– identificó cuatro fá-bricas consideradas peligrosas, pues es-taban construidas violando los códigos de edificación. Entre ellas, Rose Dresses Limited, una fábrica con sede en Ashulia y propiedad de… Atiqul Islam. Tres me-ses después, él mismo era elegido jefe de la BGMEA. Dado que la gran mayoría de los cinco mil talleres de ropa en el país in-fringen abiertamente la ley, la sospecha es que la inspección tenía el único propósi-to de “arrinconar” al futuro presidente y depositar sobre sus hombros la amistosa presión de sus protectores.

Mientras esperamos al jefe de los jefes, repasamos la historia económica del país. Anu Mohammed, profesor de Economía en la Universidad de Jahangirnagar, la re-sume con estas palabras: “Bangladesh no siempre vivió bajo la tutela de la confec-ción de ropa. Hasta mediados de la déca-da de 1980, el cultivo de yute era la primera riqueza del país. Luego llegaron el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial. Bajo su égida, los planes de pri-vatización y los recortes en el gasto públi-co hicieron que se disparara el desempleo y comenzaran una fuerte dependencia de las importaciones y una caída de las industrias locales. Los burócratas de los principa-les partidos políticos, los funcionarios del ejército, los altos puestos de la policía y los hijos de las buenas familias se disputaron el botín”. Los incentivos para invertir en la industria textil se volvieron irresistibles: mano de obra barata, debilitamiento de los sindicatos debido a la privatización de las empresas estatales, eliminación de los de-rechos de aduana sobre las importaciones de maquinaria destinada a la industria de exportación. La corrupción hizo el resto.

Europa y Estados Unidos, seducidos, recompensaron esta política abriéndole sus puertas a la ropa made in Bangladesh. En un discurso pronunciado en Dacca el 21 de noviembre de 2001, Pascal Lamy, por entonces director general de la Orga-nización Mundial del Comercio (OMC), lanzó su frase célebre: “La Unión Euro-pea está dispuesta a apoyar los esfuerzos de Bangladesh para lograr [...] una mejor integración en el sistema comercial mun-dial, abriendo nuevas oportunidades pa-ra los negocios y favoreciendo una mayor penetración en el mercado”. Entre 2000 y 2012, la facturación de la industria tex-til de Bangladesh se cuadruplicó, y más: pasó de 4.800 a 20.000 millones de dóla-res. Goldman Sachs está exultante: en ju-nio de 2012, el banco neoyorquino ubicó al país, uno de los más pobres del mun-do, a la cabeza de sus “Next eleven”, los “próximos once” que pueden unirse a las

El resplandor de la torre espe-jada que se levanta solitaria a orillas del lago Hatirjheel se ve a cientos de metros a la redon-da; parece un injerto de la City

de Londres trasplantado en el corazón de un gigantesco asentamiento precario. Es la sede de la Asociación de Fabricantes y Ex-portadores Textiles de Bangladesh (Ban-gladesh Garment Manufacturers and Ex-porters Association, BGMEA), la cámara de los empresarios del prêt-à-porter.

La torre de la BGMEA, a diferencia del edificio Rana Plaza –que no respetaba ninguna ley en materia de construcción y cuyo colapso, el 24 de abril pasado, ma-tó al menos a 1.127 personas, la mayoría de ellas obreros textiles–, no parece estar en peligro de derrumbe. Sin embargo, que ello sucediera no sería más que un acto de justicia: en el veredicto del 19 de marzo, la Corte Suprema de Bangladesh ordenó la destrucción del rascacielos patronal en un plazo de tres meses, dado que fue cons-truido ilegalmente en tierras públicas, de las cuales la cámara empresaria se apro-pió sin derecho ni título alguno gracias a la complicidad del Ministerio de Comercio. La BGMEA apeló la sentencia. Cualquiera

Fábrica textil del grupo Tung Hai luego del incendio del 9 de mayo de 2013, Dacca, Bangladesh (Andrew Biraj/Reuters)

sea el resultado del procedimiento, nadie imagina que “el tumor canceroso de Ha-tirjheel”, como la llaman los jueces, pueda algún día convertirse en polvo.

En la entrada, el visitante recibe el sa-ludo militar de los agentes de seguridad. En Dacca, donde el turista es muy poco frecuente, el hombre blanco a menudo es confundido con el comprador de ropa de confección –comerciante de Mango, Be-netton o Hennes & Mauritz (H&M)–, a quien guardias y porteros le deben respe-to. El interesado se adaptará de buena ga-na a ese estatus señorial. Su consideración para con el hombre de la calle se refleja en el folleto Dhaka Calling, disponible para los clientes de los grandes hoteles, que contiene esta sabia recomendación: “No se ría de la gente cuya miseria los ha enfer-mado; no se burle de ellos”.

“Made in Bangladesh” Es 9 de abril y el Rana Plaza, a unos vein-te kilómetros de la torre de la BGMEA, to-davía sigue en pie. La peor masacre de la historia industrial de Bangladesh tendrá lugar recién dentro de dos semanas, pero el tema de la seguridad y las condiciones laborales en la industria textil ya está sien-

do planteado con insistencia. El 7 de enero pasado, un incendio provocó la muerte de ocho trabajadores en Smart Garment Ex-port, una pequeña fábrica de trescientos empleados ubicada en el centro de Dacca. “Eran todos menores de 16 años”, dice Sa-ydia Gulrukh, una antropóloga que fundó un grupo de solidaridad con las víctimas de la industria textil. Un mes y medio antes, el 24 de noviembre de 2012, otro incendio ha-bía asolado la fábrica de Tazreen Fashions en Ashulia, un suburbio al norte de la capi-tal bangladesí, con un saldo de 112 muertos y mil heridos, según cifras oficiales.

En los nueve pisos de Tazreen se apiña-ban tres mil trabajadores, la mayoría mu-jeres jóvenes venidas de las zonas rurales más pobres en busca de sustento para sus familias. A razón de 3.000 takas al mes (el equivalente a 30 euros), durante diez horas por día y seis días por semana, confecciona-ban ropa de prestigiosas marcas, entre ellas Disney, Walmart y el grupo francés Teddy Smith. Los materiales altamente inflama-bles habían sido almacenados en la plan-ta baja, al lado de la escalera, desafiando las normas de seguridad más elementales. Como las salidas de emergencia estaban cerradas con llave para prevenir el robo de

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potencias emergentes del BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica).

La gallina de los huevos de oro da lu-gar a una nueva élite occidentalizada, que circula en 4x4, cena en Pizza Hut (el col-mo del esnobismo en Dacca), juega al golf y manda a sus hijos a estudiar en Estados Unidos. “La confección de ropa es la pro-mesa de dinero fácil, una forma rentable de invertir en cualquier sector o aspirar a un escaño en el Parlamento –dice Anu Mohammed–. Oficialmente, de 300 dipu-tados, 29 son dueños de una fábrica tex-til. Y en realidad, si tenemos en cuenta los que se esconden detrás de un testaferro, son mucho más numerosos. En Bangla-desh, es difícil encontrar hombres pode-rosos que no estén ligados al mundo textil. Y la BGMEA es quien dirige el país”.

Trabajadores sin protecciónVolvamos a la sede de la organización pa-tronal. Mientras Islam se hace esperar, al-guien de su círculo viene a hacernos com-pañía en el área contigua a la oficina pre-sidencial. Hassan Shahriar Chowdhury acaba de volver de Estados Unidos, donde dice haber trabajado junto con un grupo de congresistas en un “asunto de contra-terrorismo”. Oficial de la Fuerza Aérea, este “fan de Angela Merkel” no tiene una fábrica textil (o al menos eso dice). ¿Qué hace entonces en la BGMEA? Esquiva la pregunta, pero se muestra feliz de po-der conversar con un periodista francés. “Me encanta Francia. ¿Sabe? El Estado de Bangladesh planea comprar dos subma-rinos. Por lo general le compramos nues-tras armas a China. Yo conozco muy bien a la primera ministra, Sheikh Hasina. Así que le sugerí que sería mejor comprar submarinos franceses. Es más caro, pero hay menos corrupción, ¿no cree?”. Ante el escepticismo de su interlocutor, Chowd-hury prefiere cambiar de tema y abre sin reticencias su libreta de direcciones. “Us-ted que es periodista, ¿estaría interesado en conocer a mi prima, que es ministra de Asuntos de la Mujer? También puedo pre-sentarle a los directores de los principales diarios de Bangladesh: son todos amigos.”

La aparición de Islam interrumpe este prometedor intercambio. Vigilado de cer-ca por cinco asesores, el jefe de jefes anun-cia que ha cambiado de opinión: la entre-vista está cancelada. “Necesita una acre-ditación del Ministerio del Interior –dice, sombríamente–, sin la cual me resulta im-posible hablar con usted, especialmente de temas tan sensibles”. Al volver al as-censor, tomamos nota de la advertencia pegada en el cristal detrás del cual traba-jan administrativos y secretarias: “Hable menos, trabaje más”.

Para medir el poder de la BGMEA, po-siblemente los sobrevivientes de Tazreen ofrezcan mejores elementos de análisis. Así pues, nos dirigimos a Ashulia guia-dos por Sherin, líder obrero de la Federa-ción Nacional de Trabajadores Textiles (NGWF), un sindicato cercano al Parti-do Comunista. Poco a poco, el inverosímil caos urbano de Dacca se convierte en un paisaje lunar, erizado de chimeneas que vomitan humo negro y en las que adoles-

nico. A fuerza de insistir, finalmente in-terceptamos a una de sus colaboradoras y le arrebatamos esta declaración: “Somos una empresa pequeña, no tenemos los me-dios para ir a Ginebra…”.

El grupo Carrefour, por su parte, fin-ge aterrizar de las nubes cuando se lo in-terpela. El supermercado número uno de Francia, que tiene sus propias oficinas en Dacca (bajo el nombre de Carrefour Glo-bal Sourcing Bangladesh), admite haber sido cliente de Tuba Grupo, la empresa de Hossain, pero niega vehementemente haber hecho pedido alguno a Tazreen. Es cierto que el proveedor bangladesí tenía al menos diez plantas, y que las remeras que se venden en Carrefour pueden no necesa-riamente provenir de la más mortífera de ellas. Pero, en palabras de un experto textil de Bangladesh, este argumento no vale lo que un botón: “Cuando un cliente realiza un pedido, no es a tal o cual planta en parti-cular, sino a un proveedor. El proveedor es quien firma el contrato, los estatutos socia-les, éticos, ambientales y toda la perorata. Cuando el pedido es importante –y sin du-da lo es en el caso de un cliente como Ca-rrefour– el proveedor desglosa la produc-ción en todos los sitios que tiene. En este caso, Tazreen servía de fábrica de desvío cuando las otras unidades de Tuba Group se congestionaban. Carrefour no podía ig-norar esto. Por otra parte, ¿por qué habrían de eliminar de la lista esta planta en parti-cular, si nada la distinguía de las demás?”.

Pero el gigante francés no da el brazo a torcer. “Tenemos nuestros estándares e informes de auditoría, en virtud de los cuales prohibimos formalmente a Tazreen como lugar de producción. ¡Estamos muy atentos!”, protesta Bertrand Swiderski, director de desarrollo sostenible. Nos en-cantaría consultar esos famosos informes, pero son, ¡ay!, “confidenciales”.

Swiderski acepta con mucho gusto, en cambio, enviarnos la “carta social” que su grupo orgullosamente hace firmar a sus proveedores exóticos. El documento bri-lla como un papel de regalo en la tumba de las costureras bangladesíes. En el capítu-lo correspondiente al “respeto a la liber-tad de asociación”, la carta de Carrefour estipula por ejemplo que “los trabajadores tienen derecho a afiliarse al sindicato de su elección o a crear uno, y a participar en las negociaciones colectivas, sin la previa aprobación de la dirección de la empresa”. Es posible imaginarse a Hossain firmando de buen grado esta piadosa exhortación. En las fábricas de su grupo, como en todo Bangladesh, cualquier forma de vida sin-dical está estrictamente prohibida.

Impotencia sindicalPuede tomarse como prueba el relato de Faizul (1). Este ex trabajador de Tazreen nos recibe en una habitación vacía con te-cho de chapa que da a una callecita de tie-rra en Nishchintapur. Se trata de la sede local de la National Garments Workers Fe-deration (NGWF), el sindicato en el cual él oficia de secretario para el sector Ashulia. Secretario clandestino, claro. Del cuento de hadas creado por los cerebros del área de Desarrollo Sostenible de Carrefour,

centes harapientos hornean lingotes de ba-rro. Los ladrillos salidos de los hornos ser-virán para construir esas viviendas de clase media que se ven en el horizonte, pero tam-bién las fábricas que siguen creciendo más al norte. Al dejar la ruta, nos metemos en un caminito de tierra. Al final del camino, la carcasa calcinada de un cubo de hormi-gón vestido con andamios de bambú: bien-venido a Tazreen Fashions, hasta hace po-co proveedor oficial de remeras de Disney.

Nasreen es una chica de 25 años, pero parece de 40. A diferencia de otros sobre-

vivientes, que se apresuraron por volver a su pueblo, ella no se fue de Nishchintapur, el barrio-dormitorio común de calleci-tas tranquilas, casi dulces, que se extien-de al pie de la fábrica. El 24 de noviembre a las 18.50 hs., Nasreen estaba inclinada sobre su máquina de coser en el segundo piso cuando escuchó la sirena de alarma. “El capataz nos dijo que era un ejercicio, que nos quedáramos en nuestros pues-tos –cuenta con voz monocorde–. Luego sonó la alarma de nuevo. Entonces en-tramos en pánico. Empezamos a sentir el olor a quemado. El capataz seguía dicien-do que no nos moviéramos, pero igual co-rrimos. Había dos puertas de salida; una estaba abierta, la otra cerrada. La escale-ra a la que se accedía por la puerta abierta ya estaba en llamas. Si hubiéramos podi-do bajar por la otra, que no estaba incen-diada, ahora estaríamos todas vivas”. Al-gunas ventanas también estaban cerradas con candados. Nasreen se las arregló para abrir una con un puñado de compañeros y saltar al vacío. Salió con una pierna ro-ta, pesadillas que la atormentarán de por vida y un miedo feroz de tener que, algún día, volver a poner un pie en una fábrica.

Sin embargo, no tiene elección. Hasta el momento, la única ayuda que recibió fueron “25 kilos de arroz, 25 kilos de cebo-lla y un litro de aceite”. El magro salario de su esposo no alcanza para alimentar a la familia, por lo que tendrá que superar su insomnio y sentarse otra vez frente a una máquina de coser. En Bangladesh, cuan-do una fábrica se incendia o se derrumba, es la BGMEA quien compensa a las vícti-mas. Las tarifas son pintorescas: 100.000 taka (1.000 euros) por herido en concepto de asistencia médica, 600.000 taka (6.000 euros) por cada cadáver en concepto de indemnización para la familia. El emplea-

dor no se involucra, la Justicia tampoco. Y sólo los más afortunados recibirán las migajas distribuidas por la BGMEA. Pues es también esta última la que confeccio-na las listas de víctimas. Como la mayoría de las contrataciones se hacen de manera informal, vía oral, muchos sobrevivientes no tienen ningún documento que pruebe su buena fe. Después de todo, cualquiera puede romperse una pierna o caerse en el fuego de la chimenea.

En el caso de Tazreen, la cuestión es aun más difícil debido a la imposibili-dad de identificar los cuerpos, demasia-do dañados o reducidos a cenizas. Según Gulrukh, que sigue de cerca a las familias abandonadas, al menos 27 obreras desapa-recidas en el incendio fueron excluidas de la lista de víctimas. Otros mencionan una cifra entre cinco y diez veces mayor. “El balance oficial no tiene nada que ver con lo que pasó. Todas tenemos colegas que no salieron vivas de la fábrica y que la BG-MEA se niega a reconocer, con el pretexto de que no dejaron rastro –protesta Shil-pee, otra sobreviviente–. Pero, ¿qué evi-dencia puedes dejar cuando te mueres y tu familia en el pueblo ni siquiera se enteró?”

Con las manos limpiasCon los restos de Tazreen todavía hu-meantes, el primer ministro atribuyó el incendio a un “acto de sabotaje”, que to-dos los bangladesíes tradujeron, al instan-te, como una acusación contra los islamis-tas. ¿Es acaso esta sorprendente denuncia, que desde entonces no se vio apoyada por ninguna prueba, un modo de proteger al propietario de la fábrica y la BGMEA? Anu Mohammad no lo duda ni por un segundo. La mejor prueba de ello, dice, es que “a fin de cuentas no pasó nada: no hubo investi-gación para determinar las causas del in-cendio, ni orden de arresto contra el jefe y sus capataces, ni medida alguna para pro-teger a los trabajadores contra los riesgos de incendio. Más allá de las propias vícti-mas, nadie piensa en pedirle al empleador, Dolwar Hossain, que rinda ningún tipo de cuentas. Desde hace meses, su nom-bre desapareció de los diarios. Es como si nunca hubiera existido”.

Sus clientes extranjeros también lo bo-rraron de su memoria. El 15 de abril, por iniciativa del sindicato internacional de IndustriAll y una red de organizaciones no gubernamentales, las marcas a quienes Tazreen proveía fueron invitadas a Gine-bra para una reunión que apuntaba a esta-blecer un fondo de indemnización. Disney rechazó la invitación: los amigos del Pato Donald dijeron haber juntado sus peta-tes después de la combustión de su mano de obra y haber reemplazado Bangladesh por Camboya o Vietnam, con lo que se la-varon las manos. El mismo rechazo cate-górico llegó de Walmart, que inicialmen-te negó cualquier conexión con Tazreen y luego se desmintió en la oficina auditora que había certificado esta planta modelo. En cuanto al CEO de Teddy Smith, Philip-pe Bouloux, ocupado en vender el “look rock’n’roll” a 163 euros en su boutique pa-risina del barrio de L’Opéra, es imposible contactarlo por teléfono o correo electró-

La industria textil representa el 80% de las exportaciones, lo cual convierte al país en el segundo mayor exportador de ropa del mundo.

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