Barcelona – Roma, mayo 2012 Montse de Paz · 2012-06-03 · faldas de abuela milenaria,...

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1 | Crónica romana Peregrinación de las parroquias de San Félix Africano y San Pancracio con motivo del 25 aniversario de ordenación de Mn. Joaquín Iglesias Barcelona – Roma, mayo 2012 Montse de Paz

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Crónica romana Peregrinación de las parroquias de San Félix

Africano y San Pancracio con motivo del

25 aniversario de ordenación de

Mn. Joaquín Iglesias

Barcelona – Roma, mayo 2012

Montse de Paz

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8 de mayo

Son las cuatro de la madrugada. Barcelona duerme. La luz amarilla de las farolas alumbra el chaflán de la parroquia de San Félix, su reja y su espadaña, donde luce una recién colocada campana. Poco a poco llegan dos, tres, cuatro personas, cargadas con maletas. El grupo se hace más numeroso, las voces resuenan en la calle desierta. Se respira la inquieta expectación de los viajeros.

Salimos a las cuatro y media en el autocar, rumbo al aeropuerto, aún de noche. Amanecía sobre Barcelona cuando el avión levantó el vuelo. Un amanecer malva y dorado entre velos de nubes. Poco después, sobrevolando el mar, el día se hizo intensamente claro.

«La temperatura en Roma es de once grados, y hay niebla», nos informó el capitán desde los altavoces del avión, antes de aterrizar. Tras divisar la verde campiña italiana y los montes, recortándose sobre valles sumergidos en espesa bruma blanca, algunos quizás esperábamos llegar a la ciudad envueltos en un frío húmedo. Pero no fue así.

En el aeropuerto Leonardo da Vinci nos esperaba Luca, puntualmente enviado para recibirnos con el cartel de la parroquia. Él nos condujo a las cintas donde recogimos el equipaje. Poco después, en la salida, listos para tomar el autocar, nos encontramos con Sigfried, el organizador del viaje y nuestro guía y apoyo en todo momento.

El sol lucía en un cielo despejado. Sentimos que Roma nos acogía con calor en sus faldas de abuela milenaria, desplegadas en la llanura sobre las siete colinas donde brotan las ruinas y el mármol entre los pinos. Dejando atrás el litoral, no tardamos en sumergirnos en el bullicio caótico y siempre vivo de la vieja, viejísima Ciudad Eterna.

Una casa y una guía

Nuestro alojamiento, en la casa de Santa Lucía Filippini, fue una grata sorpresa. Tras el portón del palazzo, ubicado en pleno centro de Roma, se abre un oasis de calma. Las hermanas de la congregación nos recibieron con afabilidad y un rico desayuno que repuso nuestras fuerzas tras el madrugón y las horas de viaje.

Como en tantas casas religiosas, en la de Santa Lucía se respira orden y pulcritud. La luz baña los largos pasillos, de pavimentos relucientes y paredes blancas e impolutas. Todo es sencillo, limpio, pero no austero en exceso. El ocre, tan propio de las fachadas romanas, presta calidez al claustro porticado. Las imágenes de María, iluminadas en las esquinas de los pasillos, recuerdan una presencia silenciosa que no se oye, pero que está viva entre los muros.

Sigfried nos dejó un tiempo libre para instalarnos en las habitaciones y descansar. A mediodía nos reunimos de nuevo para comer juntos en el restaurante Cairoli, un lugar pequeño y acogedor sin perder esa elegancia antigua de la piedra picada y el estuco, con suave iluminación y decoración cuidada. Allí almorzamos —nuestro primer plato de pasta italiana— e inmediatamente salimos hacia la parada de autobuses para dirigirnos a los Museos Vaticanos.

Esa primera tarde conocimos a Cristina, una guía extraordinaria que nos cautivó por su simpatía y por la pasión con que realiza su trabajo. De su mano cruzamos la enorme muralla vaticana y, sin perdernos en medio de la barahúnda de turistas, nos adentramos en el recinto de los Museos.

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Desde la oscuridad, pintando la luz

Cristina hizo algo más que explicarnos lo que íbamos a ver y admirar. De su boca escuchamos la epopeya de Miguel Ángel, un artista que no se contentó con cumplir el encargo que le hiciera el pontífice Sixto V. «El Papa le pidió que decorara el techo de la capilla con unas pinturas de los apóstoles», nos explicó Cristina, «y Miguel Ángel, a quien esto le parecía poco, le pintó toda la Creación». Y mucho más. Nuestra guía nos hizo ver al artista trabajando durante cuatro largos años, subido a un andamio y a la luz de las velas, puesto que las ventanas no alcanzaban a iluminar el techo. Allí, pasando frío y humedad, en la tiniebla, Miguel Ángel alumbró el techo más célebre que conoce el mundo. Un techo que desborda luz, que se abre hacia lo alto y que vibra con el movimiento de los cuerpos y la fuerza creadora. Si los paneles laterales, escenas bíblicas pintadas por Botticcelli, Il Perugino y otros, rezuman armonía y clasicismo, el techo desborda de una vida sin medida, de una fuerza casi en exceso, lejos del equilibrio y la solemnidad clásica, mucho más cerca del dramatismo barroco. Una vida que late en cada palmo de los frescos.

Allí, en el techo de la capilla Sixtina, Miguel Ángel quemó cuatro años de su vida. Y quemó su vista, dicen que se quedó casi ciego, y su espalda se anquilosó. Ni el dolor ni el cansancio mermaron la energía de su obra. Diríase que una pasión superior a sí mismo lo poseía y necesitaba esparcirse desde sus dedos, a través del pincel, sobre el yeso ávido de ser animado.

Muchos años después otro Papa, Julio II, encargó al artista la pintura del Juicio Final. Miguel Ángel era ya viejo, pero su fuerza interior no había decrecido. La pared del fondo de la capilla tuvo que remodelarse —había dos ventanales que fueron tapiados— y los trabajos duraron otros seis largos años. Cristina nos explicó que la finalidad de

pintar el Juicio era pedagógica y disuasoria. Roma acababa de sufrir un atroz saqueo a manos de las tropas de Carlos V de España y la reforma protestante estaba en pleno auge. La Iglesia debía mostrar, al parecer de los papas, qué clase de condena aguardaba a quienes se atrevían a desafiar su autoridad.

Quien hoy entra en la capilla y contempla ante sí el inmenso fresco no puede evitar estremecerse. La escena, que pretendía ser pavorosa, arrebata al espectador. A un lado ascienden, como llamas de carne humana, las almas santas y benditas. Al otro, envueltos en horror y tinieblas, caen los condenados. Y en medio, surgiendo del remolino de luz tormentosa, de ángeles y de santos, vemos a un Cristo muy alejado de las cándidas imágenes de estampas y escayola. Vemos una humanidad gloriosa, poderosa en su corporeidad, sobrecogedora en su fuerza divina. Un Cristo que asusta y admira. Y junto a él, María, la mujer. De lado, recogida, envuelta en un manto azul que brilla con nitidez en medio del fresco, su rostro desprende la misma docilidad de la

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Madonna de la Pietà. La madre, junto al hijo todopoderoso, parece suplicar. Ella pone la gota de dulzura en medio de un juicio implacable. «Como pidiendo a su Hijo», nos dijo Cristina, «que tenga misericordia y los salve a todos».

El manto azul de la Virgen está pintado con pigmento de lapislázuli, mineral carísimo que tuvieron que traer de Oriente, y de ahí su nombre, azul ultramar.

Nos contó también Cristina la anécdota que persigue a esta obra. Miguel Ángel pintó a todas las figuras, salvo la Virgen, desnudas. Cuando lo vio Biaggio de Cesena, el secretario del Papa, protestó. Miguel Ángel replicó que, puesto que eran almas ya salvadas o condenadas, no había pecado alguno en ello. Y, en un toque de humor oscuro, retrató al mismo secretario papal como rey de los infiernos, con una gruesa serpientes enroscada alrededor del torso y mordiendo sus partes pudendas. Tiempo le faltó al Biaggio para volver a protestar ante el Papa. La respuesta del pontífice fue diplomática: «El Papa no tiene autoridad sobre los infiernos. Si te hubiera pintado en el purgatorio, quizás habría podido interceder por ti, para que te pusiera un poco más alto».

Años más tarde, el sucesor de Julio II ordenó a un alumno de Miguel Ángel que pintara taparrabos a todas las figuras expuestas. De ahí que casi nadie recuerde el nombre de este pintor pero sí su sobrenombre, Il Braghettone. Cuando se restauraron los frescos fue imposible quitar estos añadidos sin estropear la pintura inicial, de manera que allí se quedaron los calzones.

Otro detalle del Juicio Final nos deja atisbar el interior del artista, que estaba volcando en su obra hasta el último aliento. San Bartolomé, que murió desollado, es pintado con su pellejo colgante. El rostro de la piel es un autorretrato de Miguel Ángel. ¡Cuán lejos esta imagen descarnada de los autorretratos de otros pintores! Cuán lejos de la vanidad pintarse así, como un despojo humano. Ese rostro dantesco revela como ningún otro el dolor íntimo de un hombre agotado que, más allá de sus fuerzas, con el alma en carne viva, sigue creando.

En la Capilla Sixtina, pese al incesante ir y venir de turistas y a las aglomeraciones ruidosas, mal acalladas por los avisos del vigilante, el viajero aún puede encontrar un hueco en un banco para sentarse, descansar de las largas caminatas por los pasillos del museo y contemplar. Y allí el tiempo vuela sin que uno se percate. Tan solo alzando la mirada hacia cualquier escena el espíritu se despierta y la imaginación confiere vida y sentido a las imágenes. Resuenan en la mente la voz de los profetas y los augurios de las sibilas que también, según la tradición, vaticinaron el nacimiento del Salvador. Se respira la brisa del paraíso bajo el manzano de la tentación, agitando los cabellos de Eva y acariciando la piel del primer hombre, y el viento airado que acompaña a la pareja cuando huye, empequeñecida por el horror y el miedo, de ese jardín que fue creado para ellos. En medio del techo dos manos, la humana y la divina, se unen sin llegar a tocarse, con gesto delicado, casi exánime. El gesto del que da la vida, sin violencia, como destilándola de sus dedos, y la mano del que la recibe sin exigir nada, sabiendo que es hijo del puro querer, del Dios que no puede dejar de crear, porque derramar vida es su naturaleza.

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El alma de las piedras

Los Museos Vaticanos son un inmenso laberinto donde siempre quedan galerías, rincones y tesoros que descubrir. Sabiendo que teníamos el tiempo limitado y percibiendo nuestro cansancio tras el viaje, Cristina nos llevó solamente al Museo Pío Clementino y después, tras una rápida marcha por las galerías de los tapices y de los mapas, hasta la Capilla Sixtina y la basílica de San Pedro.

No puedo dejar de mencionar el patio del Museo Pío Clementino y las esculturas que se albergan bajo sus bóvedas. Es uno de esos lugares donde la piedra habla y la estética tiene nombre: Apoxiomeno, Apolo, Laoconte. Desde la armonía serena de los dioses nos topamos con el suplicio atormentado del sacerdote troyano y sus hijos, pugnando por liberarse de las serpientes. El mármol atrapa su movimiento, su desespero y su dolor. Pero también inmortaliza la belleza torturada del hombre que se debate ante la muerte.

Pasamos aprisa ante hileras interminables de bustos, manos y pies de mármol. Cristina nos explicó que cuando un anticuario quería vender una pieza valiosa a los papas exigía que, con ella, se quedara también con otros restos encontrados en la excavación. Así es como carretadas de despojos, dedos colosales, pies rotos, narices, todo iba a parar a las galerías vaticanas. En el s. XIX el cardenal Paca promulgó una ley que sentaría precedente: cualquier resto arqueológico encontrado en el subsuelo debía ser entregado al estado, bajo pena de multa. Esta ley, copiada en otros estados, aunque no siempre secundada, ha permitido que mucho patrimonio sea rescatado y hoy pueda ser admirado por el público en los museos de todo el mundo.

Bajo el polvo y los siglos, cónsules, emperadores, amantes y severas matronas romanas observan imperturbables la riada de turistas que desfilan, atolondrados, ante sus dignas cabezas. La vista se pierde… aunque, aquí y allá, se detiene, cautivada, ante un pequeño gnomo que brota de un cáliz de mármol, una amazona echando mano a la aljaba, un Hércules descabezado o un adolescente báquico que ofrece sonriente un racimo de uvas.

San Pedro, la luz

La basílica de San Pedro, la más grande de la cristiandad, que supera en unos cuantos metros a las catedrales de Sevilla, Toledo, Reims… recibe al visitante bajo su arquitectura colosal de proporciones perfectas. Cientos de páginas de teología y episodios bíblicos son plasmados en mosaicos y esculturas. Pero algo llama la atención, por encima de toda esta efervescencia de arte humano. Es la luz.

Entramos por la tarde y el sol entraba por el vitral del Espíritu Santo. El bronce del baldaquino oscurecía ante ese medallón de fuego que penetraba el templo entero. Y, desde arriba, desde los ventanales bajo la cúpula, tres haces de luz cruzaban la nave central. El polvo plateado bailaba sobre los mármoles y el oro.

Y pensé que este es el sentido de un templo. Tras las ingentes obras, más de un siglo de trabajos, sudores, sucesión de arquitectos y peleas de artistas, cinco papados vieron cómo crecía esta formidable obra humana, cuyo fin no es otro que albergar la Luz. Pero, ¿puede contener algún templo humano la Luz que escapa a todo nombre, a toda definición, a toda mesura? Al menos, puede intentar atraerla y dejarse penetrar por ella. Ese rayo de luz, ese sol de la tarde, matizado tras el dorado de los vitrales y el plomo que dibuja la paloma del Espíritu, es el alma de esta iglesia. De toda iglesia. De la Iglesia grande, con mayúsculas, la Iglesia que no está hecha de piedras, sino de carne y

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sangre vivas. Con el sol vespertino atravesando el templo, el peregrino puede recordar que está ante la presencia de otra luz que ninguna obra humana podrá imitar.

Y bajo esa montaña de arte, una tumba, escondida en los cimientos húmedos y milenarios, también nos recuerda que la Iglesia comenzó a ras de tierra, humilde, pequeña. La escultura de San Pedro, con los pies gastados por los besos y las manos del peregrinar de siglos, siendo bella y majestuosa, se pierde en la grandeza del templo. ¿Qué pensará Simón Pedro, el pescador galileo convertido en pescador de hombres, viendo su nombre vinculado a tanta gloria mundana? Quizás sonreirá, aún envuelto en una vieja túnica y calzando sus sandalias, desde las praderas del Señor que lo llamó.

Dos lugares atraen la devoción de los visitantes: la capilla donde yacen los restos de Juan Pablo II, donde entramos a rezar, y la tumba de Juan XXIII, el Papa bueno, el gordito, el afable, que tuvo, sin embargo, la audacia y la energía para iniciar la renovación de la Iglesia con el Concilio Vaticano II. El cadáver de Juan XXIII, cuando tuvo que trasladarse por obras, se descubrió que se había momificado de forma natural. Ahora está conservado, cubierto de cera y vestido, en una urna de cristal, a la vista de los devotos. Aunque enflaquecido, aún puede reconocerse bien su perfil aguileño de campesino.

La Piedad

Un tercer lugar ante el que rivalizan por encontrar un puesto los turistas es la capilla de la Piedad. La pantalla de cristal protector impide acercarse y admirar con calma una de las primeras obras de Miguel Ángel, quizás la más famosa. Aún y así, es posible percibir su belleza serena y deslizar la vista por las curvas armoniosas del rostro y el ropaje de María, una Virgen eternamente joven que sostiene a su Hijo, yerto sobre su regazo. Cristina, la guía, nos explicó que la Virgen no toca a Jesús. Es tan sagrado, que, aún queriendo abrazarlo, como madre, no osa tocarlo. Una mano lo sostiene, bajo el manto. La otra mano se abre, en un gesto de resignación o tal vez de ofrecimiento.

La Piedad. Para mí, es la imagen de la maternidad más sublime. La Virgen es pirámide, sede y lecho que sostiene a la

humanidad caída. La acoge, pero no la retiene. La ama pero no la posee. La contempla con infinito amor, y con paz. Ni el resentimiento ni el dolor contraen su rostro. No tiene edad, ¿puede acaso envejecer el espíritu que ama sin mesura? Y es bella porque bella es la humanidad, como hermoso es el cuerpo, aún muerto, del hijo que reposa en su falda. Desde fuera de la capilla no puede apreciarse bien su cara. Pero si el turista adquiere una lámina, o un libro con las fotografías que Robert Hupka sacó de esta escultura, desde todos los ángulos, podrá contemplar la expresión del rostro de Cristo, yacente en brazos de su madre. No es un rostro dolorido, ni angustiado, ni tampoco muerto. En él leemos la paz del que ha vencido a la muerte y nada tiene que temer, porque es la vida misma. El Jesús de la Pietà sonríe.

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9 de mayo

Miércoles, día de la audiencia del Papa. Amaneció radiante en Roma donde, por cierto, el sol sale casi una hora antes que en Barcelona. A las siete de la mañana ya luce alto y a las ocho, cuando llegamos a la plaza de San Pedro del Vaticano, sentimos su calor.

Audiencia con el Papa

Cada miércoles la gran plaza porticada, abierta entre las dos columnatas de Bernini, acoge a miles de peregrinos de todo el mundo que vienen a escuchar al Papa. La organización y el control policial son rigurosos. Nos explicó Sigfried que, además del control de documentación y metales, ocultas en la columnata hay cientos de cámaras de televisión que barren por sectores toda la superficie de la plaza. Nada se escapa a la supervisión. Alguna interferencia que oímos al hablar por teléfono nos hizo sospechar que incluso las líneas telefónicas están intervenidas. Es el precio a pagar por la seguridad.

La audiencia comenzó pasadas las diez y media. Durante la espera, vimos cómo las hileras de sillas se iban llenando. Ante nosotros teníamos un numeroso grupo de brasileños. Atrás, americanos y algunos chinos. En la plaza de San Pedro, como en un nuevo Pentecostés, se pueden escuchar todos los idiomas. Pero los gestos, la expectación y el entusiasmo son idénticos.

El Santo Padre salió a bordo del papamóvil, descubierto, y antes de verlo supimos que ya estaba en la plaza por los gritos y los aplausos. Fotografiarlo, aún de lejos, no es fácil. Hay que abrirse paso entre apretones y algunas protestas, o subirse a una silla, y activar el zoom al máximo… Hay algo de paradójico y contracultural en una multitud eufórica aclamando, no a un joven atractivo o a una estrella del deporte o el espectáculo, sino a un octogenario con aspecto de abuelo apacible. Benedicto XV pasó no lejos de nuestro grupo, con sonrisa paciente, bendiciendo a todos. Se le veía cansado pero voluntarioso. A menudo me pregunto qué sacrificio debe suponer, para un viejo amante del retiro y de los libros salir y exponerse a las multitudes cada miércoles. Intenté comprender el peso emocional de ser el blanco de tantos miles de miradas, de saber que tantos oídos están pendientes de tus palabras. Me di cuenta de que es una cruz. Aunque camine rodeado de cireneos, no deja de ser muy pesada.

Se le veía anciano, al Papa, sí, pero cuando leyó su meditación, había energía en su voz gastada. Primero se leyó la lectura del día en varios idiomas: italiano, inglés, francés, alemán, español, portugués y polaco. Después, el Papa la comentó en italiano, más extensamente. A continuación, saludó a los peregrinos de cada uno de estos idiomas y leyó un resumen de su plática, traducido. Finalmente, aún dirigió saludos más breves a los peregrinos de otras lenguas eslavas.

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Oración y liberación

La meditación del Papa forma parte de un ciclo dedicado a la oración. Esta vez, la lectura era de los Hechos de los apóstoles y narraba la liberación milagrosa de Pedro que, encarcelado, recibió la visita de un ángel que rompió sus cadenas y lo hizo salir de la prisión. Mientras tanto, la comunidad cristiana oraba incesantemente por él.

Benedicto XVI destacó esa oración constante de la comunidad, que reza unida por una misma causa, y se preguntó si en las comunidades cristianas sabemos orar de verdad, no pensando solo en nuestros intereses personales, sino en el bien común. También estableció un paralelismo entre la liberación de Pedro y la liberación del pueblo hebreo de la esclavitud en Egipto. Ambas tienen algo de prodigioso: es Dios quien libera porque ha escuchado el clamor de su pueblo, su oración le ha conmovido y actúa.

El ángel que se aparece a Pedro no solo rompe sus cadenas: le pide que se ciña el cinturón, se calce las sandalias y salga. Estas palabras recuerdan las indicaciones de Yahvé a Moisés, antes de la Pascua: los israelitas debían cenar de pie, aprisa, ceñidos y calzados, a punto para emprender la marcha.

También señaló el Papa un aspecto que puede resultar chocante: Pedro, en la cárcel, duerme. Está tranquilo, abandonado en la Providencia. Por eso puede conciliar el sueño, porque confía y sabe que está en manos de Dios. Esta actitud de Pedro también nos interpela a nosotros. ¿Sabemos confiar, como él, en el Señor? ¿Creemos de verdad que nunca nos abandonará? ¿Tenemos bien presente que para Él hasta el último cabello de nuestra cabeza está contado?

Benedicto XVI concluyó con una afirmación: cumplir la voluntad de Dios nos libera. Obedecerle es la libertad. Pues Él no desea otra cosa que nuestra plenitud.

Mientras el Papa iba leyendo su meditación en los diferentes idiomas, y cada vez que se iban leyendo los nombres de los grupos de peregrinos presentes en la plaza, no pude dejar de admirarme. Por un lado, de la paciencia del Papa y la consideración hacia todos los viajeros, venidos de todos los rincones del mundo. Por otro, maravillaba ver la universalidad de la Iglesia, presente en grupos de tantos lugares diversos. Y era hermoso escuchar los vítores de los peregrinos, cuando su grupo era nombrado, y ver sus brazos alzados, saludando, las manos agitando pañuelos y gorras. Un grupo, Médicos por África, cuando fue mencionado soltó al aire decenas de globos amarillos. Se elevaron a una, impulsados por la brisa, y durante unos minutos flotaron sobre la plaza, salpicando el cielo como una bandada de pétalos amarillos.

Al terminar todas las lecturas y saludos, se cantó el Padrenuestro en latín —lo teníamos impreso en la invitación de entrada— y el Papa impartió su bendición apostólica, extensiva a los familiares de los presentes, especialmente a los ancianos, los enfermos y los niños. Creo que en esos momentos todos tuvimos un pensamiento especial para los seres queridos y, de alguna manera, les hicimos llegar, con el corazón, esa bendición que recibíamos.

Pasado el mediodía abandonamos la plaza en medio de la turba de peregrinos. Fueron cuatro horas bajo el sol, mucho tiempo esperando y contemplando ante nosotros la fachada de San Pedro, las mayestáticas figuras de mármol de Jesús y los apóstoles, y de tantos santos que forman una corona sobre la columnata. Aún en medio del silencio y la expectación, allá donde se dirija la mirada la plaza y la basílica ofrecen un mensaje, una voz expresada en piedra, un rostro, la historia de un alma, un nombre. San Pedro es una inmensa catequesis en piedra y mármol.

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La reina de los pobres

De regreso, el Padre Joaquín contactó con unos amigos que le invitaron, a él y a sus acompañantes, a comer en el Trastevere. Y hacia allá fuimos, caminando y buscando la sombra de los inmensos plataneros que crecen en los lungoteveres, las avenidas que bordean el río. Comimos en la terraza de una trattoria y luego dimos un paseo por el barrio quizás con mayor encanto de Roma.

Entramos en la iglesia de Santa María del Trastevere, una de las basílicas más antiguas de Roma. Tras cruzar el atrio porticado, nos adentramos en un templo cubierto de mosaicos, con ese horror vacui tan propio de las iglesias romanas, donde apenas se puede encontrar un hueco desnudo. Era ya primera hora de la tarde y, como el día anterior, en el Vaticano, un rayo luminoso penetraba por un ventanal y atravesaba la nave central, posándose en el pavimento de mármol.

En el ábside central, tachonado de oro, un Cristo regio coronaba a la Virgen María, sentada a su lado en un trono. El mosaico mostraba a la Virgen como una reina bizantina, con su tiara, sus largos pendientes y su rica túnica. Una Virgen soberana. ¡Tan diferente de la muchacha de Nazaret que concibió en su seno al mismo Dios! Aunque a los ojos de éste, a buen seguro que María era la más hermosa de las reinas… Pensé, ¿dónde está la pobreza de María de Nazaret?

Pedro se acercó y nos dio una hoja plegada. Me pidió que la leyera, pensando que quizás era la hoja dominical de la parroquia. Era una carta del rector, y la leí traduciéndola. Entonces supimos que en Santa María del Trastevere, cada domingo, se da de comer a ciento treinta personas necesitadas, entre ellas muchos transeúntes. El rector explicaba que en la última comida había habido un altercado: un hombre demente había irrumpido en la sala y había herido a dos comensales, un rumano y un italiano. Los dos habían tenido que ser hospitalizados pero, gracias a la atención de los feligreses, que cuidaron de ellos y los fueron a visitar, ya estaban recuperados. Uno de ellos se sentía tan conmovido, porque había descubierto que había alguien que se preocupaba por él, que estaba decidido a salir de la calle y buscar trabajo como fuera. El rector continuaba dando las gracias a los fieles y les animaba a seguir ayudando a los pobres, en un barrio donde la crisis ha golpeado fuerte y donde se cuentan más de 3000 personas ancianas que viven solas y en condiciones muy precarias. Definía al cristiano auténtico como “el corazón que ve” y que, viendo lo que ocurre a su alrededor, no se queda de brazos cruzados y actúa.

Pensé, entonces, que esa era la mayor grandeza de esta iglesia de Santa María del Trastevere. Más que por sus mosaicos, sus columnas y sus mármoles, la iglesia es grande porque está junto a los que sufren. Su Virgen es la reina de los pobres. En esos feligreses entregados, de corazón sensible y manos dispuestas, está ella.

Una cripta, la fortuna y el teatro

Regresamos caminando por la Lungaretta, cruzando callejuelas sinuosas entre casas pintadas de ocre desconchado, con sus cabelleras de hiedra y sus macetas de geranios floridos jugando a tapar las farolas. Pequeñas tiendas de artesanos, anticuarios, libreros de segunda, tercera y cuarta mano, hornos de pan y trattorias asoman a la calzada de adoquines invitando al viajero a detenerse y comprar, o simplemente a mirar, oler el aroma de la masa recién cocida o el de una candela aromática ardiendo en un alféizar.

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Cruzamos el Tíber por los puentes romanos Cestio y Fabricius, que se enlazan en la Isola Tiberina. Al llegar al otro lado del río, nos dirigimos a una de las iglesias más antiguas de Roma, Santa María in Cosmedin, que conserva su estructura basilical antigua y su campanile de ladrillo, tan parecido a las torres de nuestras iglesias románicas del Pirineo. Apenas entrar sorprende su austeridad y su arquitectura nítida, en tres naves separadas por columnas y arcos de medio punto. Estaba muy fresco adentro, y flotaba en el aire una música de fondo: cánticos de liturgia oriental. La armonía peculiar de esta música prestaba al lugar una atmósfera de recogimiento difícil de encontrar en otras iglesias. Luego supimos que en esta se mantiene el rito católico griego desde su fundación, en el siglo VI, como iglesia de los griegos emigrantes de Bizancio.

Un vigilante obsequioso se ofreció a abrirnos la cancela que da acceso a la cripta. Previa donación de un euro por persona, un reducido grupo de visitantes descendimos por las escaleras excavadas en la roca y entramos en la capilla subterránea. Aún más fresca que el templo, pequeña y desnuda, con las paredes horadadas de nichos, en su ábside central alberga un icono de María con el Niño iluminado por una luz suave. Allí se podía rezar, al abrigo del silencio húmedo de la piedra, lejos del vocerío y el fragor de las calles romanas. Allí había paz.

Quisimos ir a ver la famosa Bocca Della Verità, pero había tal cola de turistas ―en su mayoría japoneses― que desistimos de colocar la mano y ver si nos mordía por mentirosos o, por el contrario, permanecía inerte por nuestra sinceridad. La atisbamos entre rejas: es un enorme medallón de mármol, tal vez el rostro del dios de los vientos, Eolo, sacado de algún templo antiguo y colocado en el porche de la iglesia. Impasible y ciego, soporta el manoseo de los miles de turistas que hacen cola para fotografiarse ante él.

Continuamos nuestro andar y pasamos ante los dos templos de Vesta y la Fortuna Viril, antes de tomar la Vía del Teatro Marcelo, que también pudimos contemplar, ennegrecido por el humo del tráfico y parcialmente oculto entre las casas y los edificios que han llenado su cávea. En Roma, la simbiosis entre ruina y casa, entre lo antiguo y lo moderno, se da con toda naturalidad.

Los peregrinos

Por la tarde, antes de la misa, el P. Joaquín nos convocó a todos en la sala de estar de la casa de Santa Lucía. Buena parte del grupo éramos feligreses de la parroquia de San Félix, pero también los había de San Pancracio, y algunos matrimonios venidos de otros lugares. Durante el encuentro, el P. Joaquín nos habló de la gran unidad que forma la Iglesia, donde todos somos una gran familia, y nos invitó a presentarnos, a decir nuestros nombres y explicar brevemente qué hacíamos en nuestras parroquias respectivas. ¿Cómo vamos a ser amigos si ni siquiera sabemos nuestros nombres?, se preguntó. Así, sentados en círculo, fuimos hablando por turnos y nos escuchamos. Nos conocimos mejor y, aunque no había hielo que romper, pues llevábamos ya dos días de viaje, en ese momento se establecieron vínculos más cálidos, más cercanos, entre todos. Nos sentimos más grupo, más comunidad. Y nos dimos cuenta de que prácticamente todos estamos comprometidos en nuestras respectivas parroquias, ya sea en catequesis, en liturgia, en el coro, en la pastoral de los enfermos o en Cáritas. Fue un momento en que sentimos de verdad que la Iglesia es una familia grande con vínculos que unen tanto o más que los de la sangre.

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Santa Lucía Filippini: ¡Amad a Dios!

A las siete y media de la tarde, cada día nos reunimos en la capilla de la Casa de Santa Lucía Filippini para la misa. Hoy el P. Joaquín invitó a la superiora, Sor Natalizia, a explicarnos brevemente la historia de su fundadora y de la institución. Sor Natalizia accedió y, con sencillez y un italiano clarísimo, nos contó cómo nació esta orden de religiosas, las Maestras Pías, cuyo carisma es la enseñanza cristiana de niñas y mujeres, especialmente si son pobres. Lucía Filippini era una joven huérfana, nacida en la Toscana, que fue acogida y educada por las religiosas Maestras Pías. Un obispo les pidió que se ocuparan de una escuela para la formación de maestros en Montefiascone y ellas en seguida pensaron en Lucía, una brava ragazza, en palabras de Sor Natalizia. Lucía emprendió la tarea que le encomendaron con fe y entusiasmo. Su lema era "Iluminar las inteligencias, levantar los corazones". De alumna pasó a ser maestra y fundadora, y mostró una capacidad extraordinaria. Así fue como abrieron varias escuelas para niñas y muchachas pobres, con el fin de instruirlas y prepararlas para su vida adulta. La obra tuvo tanto éxito y buena acogida que desde Roma el papa Clemente XI pidió a Lucía y a sus hermanas que abrieran un colegio en la capital. La casa donde nos hemos alojado fue anteriormente uno de sus colegios, donde llegaron a estudiar más de trescientas niñas y adolescentes. Posteriormente, la escuela se trasladó a otro barrio de Roma, a un edificio mayor, aunque este aún conserva un ala como residencia universitaria para chicas. El resto se ha convertido en albergue de viajeros, con todo el confort de un hotel moderno y el aire pulcro y acogedor de un convento.

Lucía Filippini fue canonizada el 22 de junio de 1930 y el mismo día de su santificación obró un milagro en una de las religiosas de su orden. Enferma en cama, con un cáncer incurable, la monja se levantó de pronto, sintiéndose fuerte y animosa. Cuando sus hermanas regresaron de la ceremonia, la encontraron en pie y sana. Los médicos certificaron su total curación.

Nos explicó Sor Natalizia que uno de los grandes amores de Santa Lucía era la eucaristía. En la capilla de la casa, sobre el ábside principal, una bella escena de la Última Cena refleja esta pasión. Encima, en la bóveda, puede contemplarse la coronación de la Virgen rodeada de ángeles. En las naves laterales, una imagen de San José con Jesús Niño y en la otra una pintura de Santa Lucía rodeada de niñas. Nos dijo también Sor Natalizia que Lucía Filippini está representada en una de las estatuas que adornan la columnata del Vaticano, con dos chiquillas junto a su falda.

Las religiosas regalaron al P. Joaquín una bonita estampa donde pueden leerse unas frases de la santa: “Si pudiera, recorrería todo el mundo, de punta a punta, gritando, clamando a todas las gentes: ¡Amad a Dios! ¡Amad a Dios!”

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10 de mayo

El jueves amaneció otro día radiante. Fue el día del recorrido por toda Roma, durante el cual nos detuvimos a visitar algunos de los lugares más célebres de la ciudad.

Por la mañana, temprano, Cristina nos esperaba a pie de autobús para emprender el tour de la Roma romana y las basílicas. Cruzamos la Piazza Venezia ante el monumento de Víctor Manuel II, la tarta de boda, o máquina de escribir, cuyo fasto colosal no agrada al fino gusto romano. Bajo los muros y las columnatas de mármol, frente a la estatua ecuestre del rey unificador, arden las 24 horas del día, durante todo el año sin interrupción, dos hogueras en memoria de los soldados caídos. Y dos militares hacen guardia, estableciéndose turnos entre los miembros de los ejércitos de tierra, mar y aire.

Dejamos a un lado el vetusto palacio donde Mussolini, asomado al balconcillo central, «se dirigió una mañana al pueblo romano y declaró la guerra a Inglaterra y Francia. Aquel día había desayunado bien», comentó Cristina, ante nuestras risas.

La gloria de las ruinas

De la plaza Venezia tomamos la avenida de los Foros Imperiales, que la guía nos fue explicando rápidamente. Ante nuestros ojos desfilaron las ruinas, cuatro columnas descarnadas aquí y allá, cimientos mordidos por la hierba y los siglos, muros de ladrillo semiderruidos, ¡tanta gloria perdida!, de lo que fueron pórticos, tiendas, plazas pavimentadas en mármol y templos que rivalizaban entre sí. Pasamos ante la estatua de Julio César, erigida ante sus foros. ¡Ah, si el orgulloso César levantara la cabeza de su tumba! ¿Qué se hizo de sus templos y sus estatuas? Me vienen a la memoria aquellas palabras del Eclesiastés, «Vanidad de vanidades, todo es vanidad. […] Llevé a cabo grandes obras: construí palacios, planté viñas. Cavé huertos y jardines y planté toda clase de árboles frutales. Me hice estanques de agua […]. Acumulé plata y oro, y un tesoro de reyes […]. Entonces contemplé todas las obras que habían hecho mis manos y el trabajo dedicado a ellas, y he aquí que todo es vanidad y un afán vacío, porque nada aprovecha bajo el sol».

En medio de la ruina permanece en pie un edificio cuadrangular, austero y de tocho renegrido. Es la antigua curia o senado romano, escenario donde resonó la voz de oradores como Catón y Cicerón, y donde se fraguaron guerras, paces y conjuras. A su lado, la iglesia de los Santos Lucas y Martina, con su cúpula y su planta de cruz latina, se eleva casi con descaro, indiferente a la devastación que la rodea, como un signo de la Iglesia que sobrevive a los imperios y a las vicisitudes de la historia.

Al final de la vía de los foros contemplamos el Coliseo. Su verdadero nombre es anfiteatro Flavio, y fue erigido en tiempos de los emperadores de esta dinastía, que sucedieron a la estirpe Julia-Claudia, Vespasiano y Tito. El anfiteatro podía albergar hasta cincuenta mil espectadores cómodamente instalados en sus gradas, a las que accedían con rapidez por las entradas numeradas. En días de mucho sol, dos equipos de marineros maniobraban dos inmensas lonas que se tensaban con maromas y daban sombra a buena parte de la cávea. Allí tenían lugar los espectáculos de luchas: combates de gladiadores, peleas con fieras salvajes y batallas navales ―la arena podía inundarse mediante un sistema de canales―. Cristina nos explicó que la inauguración del anfiteatro duró cien días, durante los cuales se sacrificaron más de cinco mil animales salvajes y murieron más de mil gladiadores. Siglos más tarde, cuando el Imperio cayó,

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el Coliseo dejó de utilizarse pero se convirtió en la mayor cantera de Roma. Con material suficiente para levantar una ciudad, el paso de los siglos vio cómo sus paredes se iban despojando de mármol y cómo desaparecían hileras enteras de arquerías. Si hoy comparamos la vista actual del Coliseo con una reconstrucción de lo que fue, veremos que ha sido expoliado de casi la mitad de su piedra original.

Desde el Coliseo tomamos otra vía, pasando junto al valle artificial, cubierto de hierba, que fue antaño el Circo Máximo. Allí, nos explicó Cristina, tenían lugar las carreras de caballos en bigas, trigas y cuadrigas, un espectáculo predilecto de los romanos. El Circo en su momento de esplendor tenía una capacidad para casi trescientos mil espectadores, dimensiones que nos impresionaron. Uno no puede dejar de preguntarse: si los antiguos romanos, con los recursos de que disponían: piedra, tierra, madera y la fuerza humana y animal, fueron capaces de tales obras, ¿qué no harían con las actuales tecnologías? Y aún quizás superan a nuestros arquitectos contemporáneos, pues muchos de sus edificios siguen en pie hasta hoy. ¿Cuántos rascacielos modernos podrán llegar a tanto?

El Circo Máximo se abría entre dos colinas, el Palatino y el Aventino, donde tuvo lugar el drama legendario que dio origen a la ciudad de Roma. Cristina nos contó la historia de Rómulo y Remo, los hermanos descendientes del troyano Eneas, nacidos de la vestal Rhea Silvia y condenados a morir por su padre, pues una vestal no podía ser mancillada. Abandonados en el bosque, criados por una loba y por dos campesinos, cuando fueron adultos decidieron fundar un pueblo cada uno. Rómulo trazó con un arado los límites de su aldea, pero Remo los traspasó. Esto provocó una pelea en la que Rómulo mató a su hermano. Después, fundó Roma. Con estas leyendas de héroes semidivinos y crímenes de familia, el pueblo que había de dominar todo el Mediterráneo disfrazó su verdadero origen: un pueblo de pastores zafios y peleones cuya genialidad, quizás, fue la de saber copiar y aprender de otros más sabios para construir, con el botín, su propia obra.

Llegamos a las murallas aurelianas, erigidas por el emperador Marco Aurelio para detener los ataques de las tribus bárbaras, y salimos al exterior de la ciudad antigua por la Puerta llamada de San Pablo. A un lado podemos ver la pirámide de Roma, pequeña, una copia minúscula de las egipcias, erigida como tumba de un acaudalado magistrado, Cayo Cestio, que se ocupaba, según nos dijo nuestra guía, de organizar el catering de los festejos religiosos. En aquellos tiempos, tras la conquista de Egipto a manos de Julio César y Octavio, todo lo egipcio estaba de moda y este señor quiso inmortalizar su sepulcro imitando a los gloriosos faraones.

Muy cerca de esta pirámide se encuentra el cementerio de los poetas, un jardín de aire romántico. Caminando entre el herbazal, el visitante puede detenerse ante las lápidas,

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muy sencillas, de poetas románticos como Keats o Percy B. Shelley, enamorados de Roma, que desearon que sus restos mortales descansaran aquí.

San Pablo Extramuros

Avanzando por lo que antiguamente era la Vía Ostiense, la que se dirige al mar, llegamos a San Pablo Extramuros. Hoy está en medio de una barriada, pero antiguamente estaba en el campo, ante una necrópolis donde fueron sepultados los restos de San Pablo.

Esta basílica acoge al peregrino con su inmenso patio porticado. Entre las columnatas se abre un jardín, presidido por la estatua de san Pablo, espada y libro en ristre. Para muchos es la basílica más bella de Roma. Todo es luz en ella, y espacio limpio. Cristina comentó que nos veía a todos más apaciguados, y tal vez fuera por la nitidez del aire, la paz que se respira en el patio o bajo el pórtico de la entrada, en el blanco luminoso del mármol. Cristina nos mostró la puerta santa, que se abre solo en los años de Jubileo, de bronce y grabada con escenas del evangelio y los hechos de los apóstoles. La puerta central, entorno a la figura dorada de una cruz, también contiene escenas evangélicas bellamente labradas. Por fin entramos en el templo.

La primera impresión de este templo es la amplitud. La nave central, inmensa, arrastra la mirada hacia el arco que da acceso al crucero. Al modo de los arcos de triunfo romanos, sobre él, en mosaico de pan de oro, vemos un medallón con el Cristo glorioso, rodeado de las legiones de ángeles. Otro Cristo coronado, rodeado de los apóstoles Pedro y Pablo, preside el ábside central. En el cruce de los dos brazos del templo se erige el baldaquino; bajo él, la sede pontifical. Y debajo, la tumba de San Pablo. Cristina nos explicó que, después de muchos estudios, los expertos han llegado a la conclusión de que el sepulcro hallado y venerado bajo la iglesia primitiva es, con toda probabilidad, la verdadera tumba de San Pablo. Y así lo ha reconocido el Papa. De manera que nos acercamos al sepulcro con emoción contenida. Los peregrinos allí callan y, en silencio, se arrodillan y rezan.

La tumba se puede ver parcialmente tras una mampara de cristal: una lápida de piedra picada, sin más adorno ni señal. Una vela arde perpetuamente a su lado. Allí reposan los huesos del apóstol de los gentiles. El apasionado, el predicador a tiempo y a destiempo, el atleta incansable que buscaba y corría hacia Dios. Sí, allí yacen sus restos… Pero Saulo-Pablo no está allí, ni siquiera encerrado en los muros de ese templo, ni en los bellísimos mosaicos que reproducen su vida. El alma de un apóstol ardiente está en todas partes. Y está con nosotros, que hoy somos cristianos gracias a que él, un día,

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salió de su tierra y se echó a los caminos, predicando al Jesús que había perseguido y que le salió al encuentro.

Cristina nos contó brevemente la azarosa historia de este templo, que fue destruido y reconstruido varias veces. En el s. XIX un incendió devastó buena parte de la basílica, causando enormes destrozos. Hubo muchas donaciones para reconstruirlo, incluyendo generosos aportes de las comunidades judía y musulmana. Los judíos pagaron varias columnas de pórfido del templo; los musulmanes regalaron la malaquita del altar del brazo derecho del crucero y el alabastro para los ventanales.

Como dato anecdótico e interesante, sobre las columnatas de las naves, y recorriendo toda la basílica, hay unos frisos donde están representados todos los papas de la historia, desde San Pedro hasta Benedicto XVI. El medallón de este último está iluminado, pues vive. Según una tradición ―o una superstición― el día que ya no queden más medallones vacíos para ocupar con un retrato del pontífice, será el fin del papado… o de la Iglesia. ¿Será eso cierto? Quedan unos seis medallones vacíos. Lo comentamos algunos, con algo de incredulidad. Han corrido tantas profecías agoreras… La Iglesia, como sea, aun abriéndose camino de las formas más insospechadas, evolucionando, seguirá viva. El P. Joaquín nos recordó con humor que nunca morirá porque su cabeza es Cristo, el Dios viviente y resucitado, que ya no puede morir.

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San Juan de Letrán

De San Pablo Extramuros salimos en autocar para regresar al núcleo de Roma y visitar otra de las cuatro grandes basílicas, San Juan de Letrán. Esta es la catedral de Roma, «cabeza y madre de todas las iglesias», y fue durante siglos la sede de los Papas desde los tiempos de Constantino hasta el exilio del papado a Aviñón, en el siglo XIV.

En Letrán fue donde San Francisco se entrevistó con el Papa Inocencio III para solicitar su permiso y fundar la orden de hermanos pobres. El Papa, ocupado en mil asuntos, tardó en recibirlo. Hasta que una noche, soñó que la Iglesia se derrumbaba y que un hombre, vestido de saco, la sostenía sobre sus hombros y la salvaba. Al día siguiente, recordando el sueño, decidió recibir al pobrecillo de Asís. Quedó enamorado ante sus palabras y aprobó la constitución de su orden.

San Juan de Letrán forma parte de un complejo monumental y la basílica posee las proporciones grandiosas y a la vez armónicas de San Pedro del Vaticano, pero es más abarcable, menos desmesurada. En ella, como en toda gran basílica, se erige el baldaquino sobre el altar mayor, la sede papal y una cripta con reliquias de San Pedro y San Pablo.

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La primitiva basílica fue construida por orden de Constantino, en el siglo IV, pero sufrió toda clase de avatares: destrucción a manos de los bárbaros, incendios, un terremoto. El edificio actual se inició en el Barroco y se terminó a finales del siglo XIX. Su arquitecto fue Borromini, el rival de Bernini, el arquitecto de la plaza del Vaticano. Borromini se distingue por su audacia arquitectónica y su gusto por las curvas y contracurvas, que rompen la austeridad de las rectas clásicas.

Esta es la basílica de los apóstoles. En los pilares que flanquean la nave central se abren hornacinas que albergan las estatuas de los once apóstoles y san Juan Bautista. Esculpidas por discípulos de Bernini, cada una de ellas revela un carácter, una historia y un martirio: San Simón sostiene la sierra de su tortura, como báculo; San Mateo, el cuchillo de desollar; San Andrés su cruz aspada; Santiago la espada… San Juan, el único que murió de viejo, aparece con su rostro juvenil, imberbe, sosteniendo el libro del evangelio.

En los mosaicos del ábside central llama la atención que el centro no está ocupado por una figura humana, sino por una cruz gemada de la que brotan los ríos del paraíso. Sobre ella, en un arco azul donde aletean los ángeles, se divisa el busto de Cristo. Nuestra guía nos explicó que en los primeros siglos de la Cristiandad no se representaba jamás a Jesús crucificado, pues esta muerte era vergonzosa y repugnaba a la mentalidad romana. De hecho, los crucifijos no aparecen en la iconografía cristiana hasta el románico. La cruz cubierta de joyas expresaba que en ese madero había sido clavada la misma divinidad. A los lados de la cruz se yerguen las figuras de María, San Juan Evangelista y San Juan Bautista, a un lado, y San Pedro y San Pablo, a otro. Mucho más pequeñitos, vemos representados a San Francisco de Asís y a San Francisco de Padua. Y aún más diminuto, como un liliputiense togado en rojo, está el papa Nicolás V.

Como en San Pedro, también aquí están enterrados numerosos pontífices y cardenales, algunos en tumbas monumentales. Entre ellos, León XIII, autor de la encíclica Rerum Novarum, la que marcó el camino para la moderna doctrina social de la Iglesia.

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Por falta de tiempo y cansancio dejamos de ver la otra gran basílica romana, Santa María la Mayor, que algunos del grupo fueron a visitar en su tiempo libre. Regresamos al albergue y disfrutamos de unas horas libres para comer y descansar. Porque, por la tarde, nos esperaba el tour por la Roma barroca.

Una plaza con sabor a Roma

Nuestra incansable guía, también paciente, hay que decirlo, con nuestro ritmo un tanto irregular y nuestras escapadas furtivas a tiendecillas de recuerdos o artesanía, nos llevó por la tarde a recorrer los lugares más conocidos y visitados del centro de Roma. Comenzamos yendo a la plaza Navona, antiguo circo romano que conserva su encanto pese a la invasión de turistas y de pintores ambulantes que plantan sus caballetes y exhiben allí sus dibujos y acuarelas. Cristina nos explicó que a esta plaza acudían los peregrinos españoles, pues allí se encuentra la iglesia de Santiago, que era en el pasado como una embajada o consulado de España en Roma. Allí recibían atención y, si lo necesitaban, se les daba comida y se les buscaba alojamiento. Hoy, la plaza está flanqueada por casas de ocre tostado con balcones donde florecen los geranios y es uno de los lugares más caros de Roma. En los bajos de las casas se alinean las trattorias y las heladerías. Mientras nos explicaba la historia del lugar y el arte de Borromini en la fachada de Santa Inés, Cristina nos dio un tiempo libre para ir a tomar un tartuffo, dulce irresistible de chocolate que aquí se hace como en ningún lugar.

Durante ese breve espacio, visité la iglesia de Santa Inés, pequeña gloria barroca ―si es que alguna iglesia puede llamarse pequeña, en Roma―. Inundada de luz que se derrama desde la cúpula, su planta de cruz griega invita al peregrino a recorrer sus capillas, una tras otra. Cada una de ellas es un drama escenificado en mármol, con escenas de la vida de esta santa y de otros. Los frescos de la cúpula abruman por su belleza y su colorido. Alrededor del Padre y de Cristo, abrazado a la cruz, con María al lado, gira una apoteosis de humanidad, debatiéndose entre el cielo y la tierra. Tengo pocos minutos… pero podría pasar horas dentro de este templo. Sobrecoge.

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De la plaza Navona Cristina también nos explicó el origen de su nombre. Como era el lugar donde corrían los atletas, llamados agonistas, fue denominada la plaza in agone. Y como la gente del pueblo no distinguía demasiado bien una consonante de otra, de “in-agone” pasaron a decir “navone”, “navona”. Resulta curioso ver cómo el origen de algunos nombres parte de algo tan simple como una mala pronunciación o una deformación popular de los nombres antiguos. ¡Por qué caminos inesperados evoluciona la lengua!

Degustar un tartufo de chocolate helado en medio de las aglomeraciones, con el rumor de las fuentes de fondo, agua bulliciosa saltando entre dioses-río, tritones y sirenas, a la sombra de una cúpula barroca, esa es una de las irrepetibles experiencias que solo se puede saborear en Roma. Roma sabe a esto: a agua de fuente, a helado, a sudor de humanidad y a piedra esculpida que desafía el tiempo. Agua, dulce, piedra, siglos.

La Virgen de los peregrinos

De la Piazza Navona, Cristina nos condujo a la iglesia de San Agustín. ¿Qué hay que ver aquí? Mucho, como en cada iglesia romana, grande o chica. Bóveda pintada a un lado, esculturas dramáticas a otro, en esta iglesia se conservan los restos de Santa Mónica, la madre de San Agustín. Y una bella madona en mármol, al más puro estilo de matrona romana, la Virgen del Parto, venerada por muchos y rodeada de exvotos: lacitos, corazoncitos de seda, bolsitas de tul, cintas con nombres…, recuerdos de nacimientos y bautizos felices. Pero donde más tiempo se detuvo Cristina fue ante un cuadro que pasa casi desapercibido, en una capilla lateral junto a la puerta. Es un Caravaggio, la Virgen de los Peregrinos. Una virgen que escandalizó a muchos, en su tiempo, porque Caravaggio no pintó a una madona angelical de mármol, sino a una muchacha de pueblo con un niño desnudo en brazos. La luz reverbera en la piel de su rostro, vuelto de perfil, en su cuello desnudo y en el vientrecito del pequeño. La joven con el niño apoyado en la cadera, como cualquier madre, se inclina hacia dos peregrinos, un hombre y una mujer, entrados en años, que se arrodillan ante ella con veneración. El sol ha curtido sus caras y cuellos, el polvo y la mugre del camino tiñen sus pies descalzos. La casa que los recibe no es un palacio, sino una vivienda humilde de paredes desconchadas. ¡Tanto realismo! Tanta humanidad, en la Madre de Dios, resultaba ofensiva para algunos. Hoy, en cambio, conmueve porque toda la escena rezuma frescor y vida.

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Dos fontanas

De San Agustín, callejeando por el centro castizo de Roma, Cristina nos llevó hasta la Piazza de Spagna, la plaza de las escaleras, de las flores, de la iglesia y el obelisco. Apiñados a su alrededor para no perdernos en la muchedumbre de turistas, nos detuvimos ante la Fontana della Barcaccia. Hasta aquí, nos explicó, llegaba el nivel del río cuando había inundaciones, algo bastante frecuente que obligaba a las gentes a huir buscando las colinas y a emprender rescates azarosos en barca. La barca-fuente de mármol queda en recuerdo de unos tiempos que no volverán, pues el Tíber ahora fluye bien canalizado entre grandes muros de piedra, obra de los franceses en época napoleónica.

La iglesia que corona la plaza, la Trinità dei Monti, es la iglesia de los españoles en Roma, y en ella se venera una imagen copia de Nuestra Señora de Montserrat. El entorno, que antes era zona pobre y bohemia, refugio de artistas románticos, hoy es un barrio codiciado por celebridades, modistos y millonarios que pagan sumas astronómicas por un piso en los alrededores. En Il Caffé Greco, situado en la Vía Condotti, se solían reunir los artistas. El café conserva su aire añejo y decadente en medio de la vía cosmopolita, sede de casi todas las marcas de alta costura y joyería que han llevado lejos el nombre de Italia. Quizás algún rincón, salas adentro, retiene el eco de tertulias y versos recitados entre humo de tabaco y café caliente. En la plaza, otro café con gran letrero, Byron, recuerda el paso del escritor por la ciudad que lo hechizó.

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Y de la Fontana della Barcaccia… ¡a la Fontana di Trevi! La fuente más famosa del mundo, y quizás una de las más hermosas, está casi incrustada en una plazuela minúscula, perdida en el laberinto de callejuelas. Brota con fuerza, como si de un manantial de montaña se tratara. La roca esculpida cobra forma humana en la poderosa estatua de Poseidón y se encrespa convertida en dos caballos, que simbolizan el mar en calma y en tormenta. Rodeada de un escenario que imita las peñas del monte, el agua cae y rebota en el mármol hasta el estanque de azul turquesa. El agua es limpia, clarísima, y el fondo, cómo no, está sembrado de monedas.

Alrededor, un enjambre humano rodea la fuente por todos lados. Y nadie se baña en ella, a buen seguro, porque un vehículo policial y dos carabinieri velan, día y noche, apostados en la baranda que rodea la fuente. Cristina nos explicó que, de madrugada, las monedas son recogidas con una aspiradora, se cuentan meticulosamente y se entregan a Cáritas. Más de cincuenta quilos cada día. Algunos nos sonreímos, pensando en los sufridos voluntarios que se ofrecen para contarlas… Luego, arrojamos nuestra moneda a la fuente, de espaldas y sobre el hombro izquierdo, como reza la costumbre. ¡Para volver a Roma otra vez! Será verdad o no, pero creo que todos, después de conocer el destino de las monedas, las echamos al agua con más gusto.

Pasamos un tiempo descansando donde pudimos, buscando algún hueco entre los turistas, junto al frescor de la fontana. Algunos compramos camisetas y souvenirs en una tienda regentada por paquistaníes.

El agua de las fuentes en Roma siempre sale fría, aunque apriete el calor. Pese a la multitud, el rumor de la cascada apaciguaba el ánimo del viajero. En ese momento de lasitud, de descanso, la vista saturada de cúpulas, frescos y estatuas reposa en el azul del agua o se pierde en la mano de mármol de una diosa oferente. Si se cierran los ojos, por encima del rumor humano, el cantar de la fuente aún puede brindar la ilusión de estar junto a un arroyo en los montes.

La cúpula más grande

Nuestro último hito de esa tarde de paseo romano fue el Panteón de Agripa, hoy iglesia de Santa María de la Rotonda, en otra plaza típica y tomada al asalto por los turistas y los vendedores ambulantes. Por cierto, durante estos días hemos visto allí dos manifestaciones. Una, de los inmigrantes kurdos, protestando con motivo de la visita del presidente de Turquía a Italia, y reclamando que se reconozcan los derechos de su pueblo. La otra justamente era hoy; la organizaba el CGIL, un potente sindicato, en contra de los recortes del gobierno. ¡Qué familiar nos resultó el anagrama de la tijera

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tachada con una banda roja! Los asistentes al mitin, que se montó con tarima, escenario y megafonía profesional, se confundían con la riada de turistas. Pese a su vehemencia, el discurso contestatario de los oradores tampoco llegaba muy lejos. Nosotros escuchamos unos minutos y luego entramos al Panteón.

Este templo circular es una de las maravillas de la arquitectura romana. Su cúpula inmensa, la de mayor diámetro que se conoce, está hecha de argamasa de piedra volcánica, ahuecada por casetones que aligeran su grosor y su peso a medida que asciende. Ha sido imitada y estudiada por innumerables arquitectos. Bernini y Miguel Ángel, entre otros, se inspiraron en ella para proyectar la del Vaticano. La apertura circular en medio está descubierta. ¿Y cuándo llueve? Cristina nos explicó que las corrientes de aire que circulan por el templo son ascendentes y buscan salida por la cúpula. De manera que frenan la lluvia. Aún en los días de mayores chubascos, lo máximo que llega al suelo es una fina llovizna que apenas humedece el pavimento. «Jamás se ha inundado», afirmó nuestra guía. Otro ejemplo de la sabia ingeniería romana. Amén del frescor agradable que se respira en su interior, pese al calor humano de los cientos de visitantes que deambulan entre sus paredes.

Panteón significa de todos los dioses. El templo, erigido por el militar Marco Agrippa, amigo de Octavio Augusto, estaba dedicado a las principales divinidades romanas y en especial al emperador. Más tarde, en la era cristiana, fue dedicado a todos los mártires. Los santos nuevos reemplazaron a los antiguos dioses, ocupando sus hornacinas. La imagen que preside el altar mayor es la Virgen de la Victoria.

Regresamos a nuestro albergue, con los pies doloridos de tanto pisar adoquines, a paso lento ―paso de grupo―, y con la mente ahíta de arte e historias de papas, emperadores, pintores y poetas. Necesitaremos tiempo para digerirlo. Pienso que, al regreso, pasaremos días ordenando recuerdos, revelando fotos, comentando anécdotas y recordando lugares. Necesitaremos tiempo para que algo de todo esto deje poso en la mente. Si acaso, cuando olvidemos los nombres y los detalles, quizás quedará en nosotros un eco del rumor del agua, una madona con el niño en brazos y el esplendor perenne de la piedra, que hace eterna la huella efímera de los mortales.

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11 de mayo

¡Nuestro penúltimo día en Roma! Por la mañana teníamos organizado otro tour a pie. ¿Acaso quedaban cosas por ver? Pues sí, Roma jamás se agota. Nuestra guía fue Roberta, discípula de Cristina, según nos dijo Sigfried. Y no se quedaba atrás en simpatía y en gracia explicando. Roberta es italiana de Le Marche, región que antiguamente dependía del papado y comentó, riendo, que quizás por eso era tan rica. Ahora vive en Roma, así que conoce la ciudad como la palma de la mano.

Con Roberta recorrimos otros rincones de la Roma barroca en nuestro periplo por tres iglesias que no se olvidan fácilmente.

La Iglesia de la Contrarreforma

La primera, a pocos pasos de nuestro albergue, es la famosa iglesia de Il Gesú, sede de la compañía de Jesús en Roma y la que marcó estilo tras el inicio de la Contrarreforma. Después de Trento, la Iglesia dio ciertas pautas para la construcción de los templos: fachada austera y en dos cuerpos, el superior menor, flanqueado por dos volutas, de manera que el perfil es piramidal, ascendente. Y el interior debía ser de una sola nave ―espacio unificado― que atrajera de inmediato las miradas hacia el fondo, donde se sitúan el altar y el retablo, bajo la cúpula. Toda la atención debía fijarse en ese núcleo, donde se condensa un mensaje, pintado y esculpido con todo el dramatismo barroco. Se busca impresionar, asustar y despertar la adoración y la devoción. Y los artistas del momento ―Bernini y discípulos― no fueron mezquinos en creatividad.

Il Gesú resume la Contrarreforma en imagen y forma. El techo de la nave es de un esplendor que da vértigo: representa el cielo abierto, poblado de santos, profetas y ángeles que rodean a Jesús triunfante. La pintura se mezcla con los relieves que la bordean, cobrando tal volumen y profundidad que sumerge al espectador en esa vorágine de luz y movimiento ascendente hacia el infinito. Los artistas barrocos eran, sin duda, creadores de asombrosos efectos especiales.

Para alivio de los sufridos cuellos del turista hay un espejo inclinado, instalado en un lugar céntrico de la nave, donde se puede contemplar el techo sin tener que levantar la cabeza. Pero siglos atrás no era esta la intención de los constructores de la iglesia. La

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vista de los peregrinos debía elevarse hasta el cielo, su destino, y hacia el centro, hacia la presencia viva de Dios en el templo.

En las capillas laterales los artistas derrocharon su genio. No hay detalles al azar. Los grupos escultóricos que rodean los cuadros y las imágenes son fabulosos. Rodeando la tumba de San Ignacio llaman la atención dos por su fuerza trágica, que recuerda la del Laoconte. En uno de ellos una mujer, cruz y libro en mano, se alza majestuosa sobre un rey de rodillas, suplicante, y una mujer semidesnuda, arrojada en tierra y de rostro desesperado. Pregunté a la guía qué significaba y me respondió que era una alegoría: la fe triunfando sobre la idolatría. El otro grupo escultórico representa otra mujer erguida, enarbolando una cruz, y dos hombres cayendo, los cuerpos retorcidos por el pavor. La religión verdadera derrotando a los herejes. Medité unos minutos, mientras admiraba la perfección y la expresividad de aquellas estatuas. Ningún discurso, ningún tratado teológico, ninguna amenaza verbal podría igualar el impacto disuasorio de esas imágenes. Esta es la religión terrible, pensé, la religión belicosa que se arma para defenderse. Todo un episodio de la historia de la Iglesia, plagado de claroscuros ―santos e inquisidores, renovación mística y guerras sangrientas―, está capturado en esas imágenes.

En una pequeña capilla lateral, a la derecha del altar mayor, vimos una imagen de la Virgen chiquita, un icono medieval al que San Ignacio tenía gran devoción. Está alumbrado por velas y bajo él puede leerse en una placa: Madonna della Strada, seguido de una oración en la que se invoca a esta Virgen, protectora de caminantes y peatones, para que los libre, entre otros males, “de los peligros de la calle”. Y no pude dejar de comentarlo con humor porque, verdaderamente, en Roma intentar cruzar una calle sin semáforo, esperando que la riada de coches a toda velocidad se pare, es un riesgo continuo.

Tras admirar Il Gesú, nos esperaba otra iglesia, también de los jesuitas, la iglesia de San Ignacio, a pocas calles de allí. Al estilo de la otra, con magníficas esculturas y pinturas, este templo fue decorado por un jesuita pintor, Andrea Pozzo, un maestro de la perspectiva que, sin contar con el recurso de los relieves que ornamentan Il Gesú, creó un techo magnificente. La arquitectura del templo se prolonga a través de los frescos y se abre en un cielo donde la luz irradia desde la nube de Dios. En el centro, vemos la apoteosis de san Ignacio, una cruz resplandeciente y legiones de santos y ángeles que lo elevan hasta el Altísimo. El techo pierde opacidad y se convierte en cielo glorioso.

La otra cosa increíble que hizo este pintor, nos contó Roberta, fue levantar una cúpula falsa sobre una superficie totalmente plana. Los jesuitas se quedaron sin fondos y no

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pudieron erigir una cúpula en la iglesia. Pozzo, entonces, pintó sobre la circunferencia que tapaba el hueco una cúpula que se eleva, desde la perspectiva del peregrino que entra. Tampoco tenían dinero para comprar pigmentos de colores, mucho más caros, así que este trampantojo es en blanco y negro y, hoy día, está bastante ennegrecido. Pero no deja de admirar el ingenio del pintor y su afán por crear una sensación de altura y grandiosidad.

Salimos de esta iglesia a la plazoleta que la rodea. Una plaza curiosa, donde las casas, señoriales y pintadas de estuco salmón, forman una curva cóncava y las calles se abren entre los edificios en sentido oblicuo. El nombre de una de estas calles nos hizo reír: Via del Burro. Y por esa justamente seguimos nuestro deambular por el intrincado centro de Roma.

Volvimos a bordear los restos del templo de Adriano, sus columnas de travertino ennegrecido incrustadas en edificios posteriores, asomando entre muros color chocolate y ventanas modernas. Rodeamos la plaza Navona, pasamos ante el palazzo Madama y, por fin, llegamos a la tercera iglesia de nuestro tour: San Luigi dei Francesi, la iglesia de los franceses en Roma. Allí, amén de admirar otra espléndida arquitectura cubierta de mármoles y relieves dorados, teníamos una cita con un pintor que ya habíamos conocido por su Virgen de los Peregrinos: Caravaggio.

Una teología de la luz

Antes de poder admirar los tres cuadros que dieron fama a Caravaggio, situados en una capilla lateral de esta iglesia, Roberta nos explicó la obra del pintor. El cardenal Julio de Médici, quien mandó construir la iglesia, había encargado sus pinturas a Domenicchino, un pintor discípulo de Carracci. Esta escuela cultivaba una pintura académica y suntuosa, inspirada en el arte clásico con la movilidad, el ornamento y el colorido propios del barroco. Pero hubo un francés, Mathieu Contrail ―o Contarelli― que adquirió una capilla para él y su familia, y quiso encargar las pinturas a otro artista. Este, muy ocupado, le pasó el encargo a su discípulo, Caravaggio.

Caravaggio, a diferencia de otros pintores barrocos, buscaba la belleza y la perfección, pero no en un ideal, sino en la pura realidad. Utilizaba modelos humanos a quienes hacía posar, como en un estudio fotográfico, y componía sus escenas. Caravaggio es un maestro de la luz. Seguir la trayectoria del rayo luminoso es comprender la clave de sus cuadros.

Así ocurre con el famoso cuadro de la vocación de San Mateo. El haz luminoso parte de una ventana invisible, alumbra el rostro de Jesús, un hombre joven y apuesto, se desliza por su mano, que señala al frente, y se posa en la cabeza del recaudador de impuestos,

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Mateo. Este se señala a sí mismo, imitando el gesto de Jesús, como preguntándose con incredulidad si es a él a quien llama. Pero la luz no se detiene en estas dos figuras. Alumbra también la espalda de otro hombre barbudo que acompaña a Jesús ―San Pedro, quizás― y los rostros de los jóvenes y el anciano avariento que rodean al recaudador, sentados alrededor de su mesa, contando monedas. La escena casi parece una instantánea tomada por sorpresa de un grupo de jugadores en una taberna, ávidos de ganancia. Por este aire tan profano, tan natural de sus pinturas, Caravaggio fue admirado por unos y denostado por otros.

Pero quizás esa maestría de la luz y del realismo está mucho más cercana al evangelio que los cielos magnificentes y las apoteosis de los santos idealizados. Caravaggio nos pinta a un Jesús y a unos apóstoles de carne y hueso, reales. Nos habla de un Dios metido hasta el fondo en las miserias y las esperanzas de la vida cotidiana. Nos habla de un Jesús de los pobres, que se mezcla con los pecadores y come con prostitutas y publicanos. Un Dios real, humanísimo y cercano. En la genialidad realista y provocadora de Caravaggio encontramos una teología de la luz, esa luz que se abre camino en los rincones más lóbregos de la humanidad.

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Permaneced en el amor

Aquella tarde, en la capilla de la Casa de Santa Lucía, celebramos la última misa en Roma. El evangelio de Juan recogía fragmentos del discurso del adiós de Jesús, en la última cena. El P. Joaquín comentó aquella frase: «permaneced en mi amor» y la enlazó con dos realidades que se vivían en nuestro grupo. Este año, dos matrimonios celebran sus bodas de oro. Por un lado, Isidro y Dolores; por otro, Carmen y Vicente. Nuestro párroco habló de la valentía de quienes se atreven a decirse sí para siempre y saben permanecer en el amor, un amor vivo y alimentado día a día. Al finalizar la misa, entregamos a las dos parejas un pequeño obsequio como recuerdo del viaje y para felicitarlos por sus cincuenta años de matrimonio.

Después de la misa, y tras despedirnos de las hermanas de la casa, subimos a un autobús expresamente alquilado para nosotros, pues Sigfried nos tenía preparada una cena muy especial.

Pasamos otra vez ante el monumento a Vittorio Emmanuele, su blanco impúdico teñido ya de rosa crepuscular; recorrimos la Vía de los Foros Imperiales hasta casi llegar al Coliseo y nos apeamos del bus en una callecita típica de casas antiguas, adoquines y enredaderas floridas. Caminando por esa calle llegamos al restaurante, que está bajo tierra y al que se accede por unas escaleras. En una placa de mármol leemos su nombre, Therme del Collosseo. Entramos en la nave de piedra y ladrillo antiguo, iluminada con suave claridad con lámparas de hierro forjado, decorada con un gusto exquisito, y descubrimos otro lugar lleno de encanto. Nuestras mesas ya estaban reservadas, el resto del local se veía lleno de comensales, casi todos extranjeros.

Apenas ocupar nuestros asientos, suena una música fuerte y alegre de orquesta. ¿De dónde viene? Oímos el refilar de un tenor y… de pronto, cuatro personajes, vestidos de época, salen a cantar entre las mesas. ¡Nos encontramos sumergidos en medio de una escena de ópera!

Entre aplausos, animados por los cánticos, empezamos nuestra cena. Una cena deliciosa de tres platos servidos por solícitos camareros que desfilan al son de la música. Cada vez que hay un cambio de servicio, suena la música, se alza un imaginario telón y los artistas irrumpen entre los comensales para ofrecernos otra pieza. Así, disfrutamos de una cena en la que nos preguntamos cuál sería la próxima sorpresa. Opereta, canciones populares, clásicas y modernas, nada se resiste a las voces de oro de nuestros cantantes. Algunas melodías, que todos conocemos, nos llegan a emocionar. Otras nos evocan tantos recuerdos… Otras nos dan alas en los pies, ¡más de uno se levanta de la silla y se pone a bailar!

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En los postres, las luces se atenúan, comienza otra melodía… ¿Qué vendrá a continuación? Sale Sigfried con una gran tarta donde podemos ver la fotografía del P. Joaquín y rompemos a aplaudir. Así celebramos de una manera festiva e inesperada los 25 años de su ordenación sacerdotal, que fueron el motivo por el que se organizó este viaje a Roma.

«Veinticinco años de un sacerdote de Dios», se lee en la inscripción de chocolate, sobre la nata del pastel. Los que lo conocemos pensamos que es una buena frase para resumir su trayectoria.

Las sorpresas no terminan aquí. Los cantantes entonan un aria romántica, las luces vuelven a oscurecerse y esta vez los homenajeados son los matrimonios que cumplen cincuenta años de casados. Llega otra gran tarta, con una fotografía en blanco y negro de dos jóvenes enamorados en el día de su boda. Carmen y Vicente se emocionan, les cuesta contener las lágrimas. ¿Qué mejor manera de celebrar toda una vida de amor que rodeados de amigos, de compañeros de la comunidad, de belleza y de música? ¡Y en Roma!

Nuestra cena termina con pasteles, músicas rumbosas y danza entre las mesas. Regresamos al hotel, algunos en autocar, otros caminando en la tibia noche romana. La primavera está avanzada y se agradece el regreso por la avenida de los foros, casi desierta, junto a las ruinas suavemente iluminadas, silenciosas.

Creo que todos nos llevaremos un hermoso recuerdo de nuestra última noche en Roma. Y desearemos volver a pisar esta ciudad eterna.

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Escapadas en los ratos libres

En las tardes o mañanas que nos quedaron libres, por grupos, todos nos lanzamos a explorar Roma, a recorrer sus calles y a descubrir nuevas iglesias, rincones o lugares que nos han cautivado.

Algunos fuimos a San Pietro in Vincoli, la iglesia encaramada en lo alto de una colina, cerca del Coliseo, donde dicen que fue encarcelado San Pedro. La iglesia, con su pórtico y su planta basilical, conserva unas cadenas que, según la tradición, son las que rompió el ángel que liberó a San Pedro. Aunque la reliquia sea más legendaria que real, esas cadenas iluminadas están ahí para hablarnos de la libertad.

A la derecha del baldaquino, en una capilla lateral, admiramos otro icono de la libertad: el Moisés de Miguel Ángel. La estatua debía formar parte de un conjunto monumental de cuarenta y siete estatuas que adornarían la tumba del Papa Julio II, y debía ubicarse en la basílica de San Pedro del Vaticano. El proyecto no se culminó y quedó reducido al marco monumental que ahora podemos contemplar en San Pietro in Vincoli. El Moisés eclipsa el resto. La estatua, aún sedente, tiene tal fuerza en su movimiento contenido, que parece querer escapar del mármol.

Las cadenas de San Pedro y el Moisés nos recuerdan la plática del Papa el miércoles, sobre la liberación que Dios ofrece a su pueblo y a la comunidad que reza. Si en otras iglesias de Roma podemos meditar ante la imagen de una Iglesia poderosa y triunfante, quizás excesivamente belicosa, en esta vemos la de una Iglesia perseguida y oprimida, que sale liberada de sus cadenas no por sus méritos, sino por la intervención misteriosa y gratuita de Dios.

La última mañana, algunos nos escapamos a buscar otra iglesia de la Roma barroca: Santa María de la Victoria. Con la fachada totalmente cubierta de andamios, por restauración, nos adentramos en su interior bajo una media penumbra, donde brillan, como en casi todas las iglesias romanas, los mármoles y los dorados de la rica ornamentación barroca.

Santa María de la Victoria es sede de una comunidad de carmelitas descalzos. Y su joya, situada en una capilla a la izquierda del altar mayor, es el Éxtasis de Santa Teresa, obra maestra de Bernini. Si el mármol, bajo el cincel de Miguel Ángel, cobra vida y late con energía, en manos de Bernini pierde su solidez pétrea para fluir, hecho lienzo, carne trémula, aire y llama. El éxtasis fascina: seduce la sonrisa del ángel de belleza andrógina, armado con su saeta, sobrecoge el desmayo del cuerpo de la santa, su rostro contraído entre el gozo y el dolor y su hábito, desprendiéndose en una cascada de

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pliegues. Recuerdo que cuando estudiábamos el arte barroco el profesor nos dijo que esta era la edad de oro del teatro. Todo es drama: la pintura, la escultura, la arquitectura. Todo converge para recrear escenas culminantes capturadas e inmortalizadas en óleo, piedra y mármol.

Bernini se inspiró en los escritos de Santa Teresa a la hora de esculpir esta obra. Al pie de la capilla puede leerse el párrafo donde la santa describe la sensación de dolor agudo y al mismo tiempo de intenso placer:

Veíale en las manos un dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecía tener un poco de fuego. Este me parecía meter por el corazón algunas veces, y que me llegaba a las entrañas. Al sacarle, me parecía las llevaba consigo, y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios. El dolor era tan fuerte que me hacía lanzar gemidos, mas esta pena excesiva estaba tan sobrepasada por la dulzura que no deseaba que terminara. El alma no se contenta ahora con nada menos que con Dios. El dolor no es corporal sino espiritual, aunque el cuerpo tiene su parte en él. Es un intercambio amoroso tan dulce el que ahora tiene lugar entre el alma y Dios, que le pido a Dios en su bondad que haga experimentarlo a cualquiera que pueda pensar que miento.

Enfrente de la capilla de santa Teresa otra capilla, menos conocida, pero no menos bella, nos muestra otra escena reveladora. De nuevo vemos a un ángel, que esta vez se aparece a un hombre durmiente: es el sueño de José, cuando recibe el mensaje sobre la maternidad de su esposa, María. A ambos lados, dos escenas esculpidas nos muestran la Sagrada Familia en Belén y la huida a Egipto.

En Santa María de la Victoria nos aguarda otra sorpresa. Los carmelitas han abierto una pequeña botica, junto a la sacristía, donde venden productos naturales elaborados por ellos. Al estilo de las antiguas farmacias, con sus vitrinas de madera antigua, exponen sus remedios: desde pastillas purgantes hasta elixires bucales, licores de hierbas, cremas, mieles y confituras. Un amable monje, el herbolario, atiende a los visitantes y responde a nuestras consultas sobre algunos remedios y sus usos. Al final, le compramos algunos. Dos señoras españolas también llegan hasta allí y hablamos un poco. Ellas quedan encantadas con las explicaciones del carmelita. Hemos hecho todo un descubrimiento. Una de las delicias que adquirimos lleva el nombre de Mirti-miele, una mezcla irresistible de miel y jarabe de arándanos. Ya sabemos a dónde volver cuando queramos comprar un regalo original ―y sano― en nuestro próximo regreso a Roma. Porque, como podéis imaginar, después de haber tirado nuestra moneda en la Fontana di Trevi, ¡esperamos volver!