Basta un año de meditación · Título original: Biografía del silencio Pablo d’Ors, 2012...

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Basta un año de meditaciónperseverante, o incluso medio, parapercatarse de que se puede vivir deotra forma. La meditación nosconcentra, nos devuelve a casa, nosenseña a convivir con nuestro ser,nos agrieta la estructura de nuestrapersonalidad hasta que, de tantomeditar, la grieta se ensancha y lavieja personalidad se rompe y,como una flor, comienza a naceruna nueva. Meditar es asistir a estefascinante y tremendo proceso demuerte y renacimiento. Gracias a lameditación el autor ha idodescubriendo que no hay yo y

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mundo, sino que mundo y yo sonuna misma y única cosa.

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Pablo d’Ors

Biografía delsilencio

Breve ensayo sobremeditación

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A la memoria de María LuisaFührer, mi madre.

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El deseo de luz produce luz.Hay verdadero deseo cuando

hay esfuerzo de atención.Es realmente la luz lo que se

deseacuando cualquier otro móvil

está ausente.Aunque los esfuerzos de

atenciónfuesen durante años

aparentemente estériles,un día, una luz exactamente

proporcional a esos esfuerzosinundará el alma.

Cada esfuerzo añade un pocomás de oro

a un tesoro que nada en el

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mundo puede sustraer.

Simone Weil

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Comencé a sentarme a meditar ensilencio y quietud por mi cuenta yriesgo, sin nadie que me diera algunasnociones básicas o que me acompañaraen el proceso. La simplicidad delmétodo —sentarse, respirar, acallar lospensamientos…— y, sobre todo, lasimplicidad de su pretensión —reconciliar al hombre con lo que es—me sedujeron desde el principio. Comosoy de temperamento tenaz, me hemantenido fiel durante varios años a estadisciplina de, sencillamente, sentarse yrecogerse; y enseguida comprendí que setrataba de aceptar con buen talante lo

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que viniera, fuera lo que fuese.Durante los primeros meses

meditaba mal, muy mal; tener la espaldarecta y las rodillas dobladas no meresultaba nada fácil y, por si esto fuerapoco, respiraba con cierta agitación. Medaba perfecta cuenta de que eso desentarse sin hacer nada más era algo tanajeno a mi formación y experienciacomo, por contradictorio que parezca,connatural a lo que en el fondo yo era.Sin embargo, había algo muy poderosoque tiraba de mí: la intuición de que elcamino de la meditación silenciosa meconduciría al encuentro conmigo mismotanto o más que la literatura, a la quesiempre he sido muy aficionado.

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Para bien o para mal, desde mi mástemprana adolescencia he sido alguienmuy interesado en profundizar en mipropia identidad. Por eso he sido unávido lector. Por eso cursé Filosofía yTeología en mi juventud. El peligro deuna inclinación de este género es, porsupuesto, el egocentrismo; pero graciasal sentarse, respirar y nada más,comencé a percatarme de que estatendencia podía erradicarse no ya por lavía de la lucha y la renuncia, como seme había enseñado en la tradicióncristiana, a la que pertenezco, sino porla del ridículo y la extenuación. Porquetodo egocentrismo, también el mío,llevado a su extremo más radical,

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muestra su ridiculez e inviabilidad. Depronto, gracias a la meditación, inclusoel narcisismo mostraba un lado positivo:gracias a él, podía perseverar yo en lapráctica del silencio y de la quietud. Yes que hasta para el progreso espirituales preciso tener una buena imagen de símismo.

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Durante el primer año, estuve muyinquieto cuando me sentaba a meditar:me dolían las dorsales, el pecho, laspiernas… A decir verdad, me dolía casitodo. Pronto me di cuenta, sin embargo,

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de que prácticamente no había uninstante en que no me doliera algunaparte del cuerpo; era solo que cuandome sentaba a meditar me hacíaconsciente de ese dolor. Tomé entoncesel hábito de formularme algunaspreguntas tales como: ¿qué me duele?,¿cómo me duele? Y, mientras mepreguntaba esto e intentabaresponderme, lo cierto era que el dolordesaparecía o, sencillamente, cambiabade lugar. No tardé en extraer de esto unaconclusión: la pura observación estransformadora; como diría Simone Weil—a quien empecé a leer en aquellaépoca—, no hay arma más eficaz que laatención.

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La inquietud mental, que fue lo quepercibí justo después de las molestiasfísicas, no fue para mí una batalla menoro un obstáculo más soportable. Alcontrario: un aburrimiento infinito meacechaba en muchas de mis sentadas,como empecé entonces a llamarlas. Meatormentaba quedar atrapado en algunaidea obsesiva, que no acertaba aerradicar; o en algún recuerdodesagradable, que persistía enpresentarse precisamente durante lameditación. Yo respirabaarmónicamente, pero mi mente erabombardeada con algún deseoincumplido, con la culpa ante alguno demis múltiples fallos o con mis

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recurrentes miedos, que solíanpresentarse cada vez con nuevosdisfraces. De todo esto huía yo conbastante torpeza: acortando los períodosde meditación, por ejemplo, orascándome compulsivamente el cuelloo la nariz —donde con frecuencia seconcentraba un irritante picor—;también imaginando escenas que podríanhaber sucedido —pues soy muyfantasioso—, componiendo frases paratextos futuros —dado que soy escritor—, elaborando listas de tareaspendientes; recordando episodios de lajornada; ensoñando el día de mañana…¿Debo continuar? Comprobé quequedarse en silencio con uno mismo es

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mucho más difícil de lo que, antes deintentarlo, había sospechado. No tardéen extraer de aquí una nueva conclusión:para mí resultaba casi insoportable estarconmigo mismo, motivo por el queescapaba permanentemente de mí. Estedictamen me llevó a la certeza de que,por amplios y rigurosos que hubieransido los análisis que yo había hecho demi conciencia durante mi década deformación universitaria, esa concienciamía seguía siendo, después de todo, unterritorio poco frecuentado.

La sensación era la de quienrevuelve en el lodo. Tenía que pasaralgún tiempo hasta que el barro se fueraposando y el agua empezase a estar más

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clara. Pero soy voluntarioso, como ya hedicho y, con el paso de los meses, supeque cuando el agua se aclara, empieza apoblarse de plantas y peces. Supetambién, con más tiempo ydeterminación aún, que esa flora y faunainteriores se enriquecen cuanto más seobservan. Y ahora, cuando escribo estetestimonio, estoy maravillado de cómopodía haber tanto fango donde ahoradescubro una vida tan variada yexuberante.

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Hasta que decidí practicar la meditación

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con todo el rigor del que fuera capazhabía tenido tantas experiencias a lolargo de mi vida que había llegado a unpunto en que, sin temor a exagerar,puedo decir que no sabía bien ni quiénera: había viajado a muchos países;había leído miles de libros; tenía unaagenda con muchísimos contactos y mehabía enamorado de más mujeres de lasque podía recordar. Como muchos demis contemporáneos, estaba convencidode que cuantas más experiencias tuvieray cuanto más intensas y fulgurantesfueran, más pronto y mejor llegaría a seruna persona en plenitud. Hoy sé que noes así: la cantidad de experiencias y suintensidad solo sirve para aturdimos.

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Vivir demasiadas experiencias suele serperjudicial. No creo que el hombre estéhecho para la cantidad, sino para lacalidad. Las experiencias, si vive unopara coleccionarlas, nos zarandean, nosofrecen horizontes utópicos, nosemborrachan y confunden. Ahora diríaincluso que cualquier experiencia, aun lade apariencia más inocente, suele serdemasiado vertiginosa para el almahumana, que solo se alimenta si el ritmode lo que se la brinda es pausado.

Gracias a esa iniciación a larealidad que he descubierto con lameditación, supe que los peces decolores que hay en el fondo de eseocéano que es la conciencia, esa flora y

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fauna interiores a las que me he referidoun poco más arriba, solo puedendistinguirse cuando el mar está encalma, y no durante el oleaje y latempestad de las experiencias. Y supetambién que, cuando ese mar está en unacalma aún mayor, ya no se distinguen nilos peces, sino solo el agua, el agua sinmás. Pero a los seres humanos no suelebastarnos con los peces, y mucho menossimplemente con el agua; preferimos lasolas: nos dan la impresión de vida,cuando lo cierto es que no son vida, sinosolo vivacidad.

Hoy sé que conviene dejar de tenerexperiencias, sean del género que sean,y limitarse a vivir: dejar que la vida se

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exprese tal cual es, y no llenarla con losartificios de nuestros viajes o lecturas,relaciones o pasiones, espectáculos,entretenimientos, búsquedas… Todasnuestras experiencias suelen competircon la vida y logran, casi siempre,desplazarla e incluso anularla. Laverdadera vida está detrás de lo quenosotros llamamos vida. No viajar, noleer, no hablar…: todo eso es casisiempre mejor que su contrario para eldescubrimiento de la luz y de la paz.

Claro que para vislumbrar algo detodo esto que tan rápidamente se escribey tan lentamente se llega a aprender tuveque familiarizarme con mis sensacionescorporales y, lo que es todavía más

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arduo, clasificar mis pensamientos ysentimientos, mis emociones. Porque esfácil decir que uno tiene distracciones,pero muy difícil, en cambio, saber quéclase de distracciones son las quepadece. Tardé más de un año en empezara poner nombre a lo que aparecía ydesaparecía de mi mente cuando mesentaba a meditar. Hasta ese momentohabía sido un espectador, sí, pero pocoatento. Al término de una sentada pocopodía decir de lo que realmente mehabía sucedido en ella.

Estar atento a las propiasdistracciones es mucho más complicadode lo que uno se imagina. En primerlugar porque las distracciones, por su

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propia naturaleza, esquiva y nebulosa,no son fácilmente aprehensibles; perotambién porque al intentar retenerlaspara memorizarlas y poder dar luegocuenta de ellas, acaba uno distrayéndosecon esa nueva ocupación. Pese a todo,pude reconocer y nombrar buena partede mis distracciones y, gracias a estatipología, necesariamente aproximativa,pude saber, con bastante precisión, a quénivel había llegado en mi práctica demeditación después de un año y mediode asidua perseverancia.

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Por acendrado que fuera mi interés porel silencio y la quietud, no se meocultaba que en cualquier momento, anteel menor contratiempo o adversidad, yopodía claudicar en lo que habíadecidido que fuera mi práctica espiritualmás decisiva. Ni decir tiene que todaslas razones que encontraba paraabandonar eran buenas y suficientes: eldolor de rodillas, por ejemplo (untraumatólogo me desaconsejó vivamentela postura en que meditaba), la pérdidade tiempo (los trabajos se meacumulaban), la imposibilidad dedomeñar un cuerpo maleado durantecuarenta años por las malas posturas(comencé a visitar a un quiropráctico),

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la escasez de los resultados… Porque, yesta pregunta me la hacía yo muchasveces, ¿qué había conseguido realmentetras cientos de horas dedicadas a,sencillamente, sentarme y respirar?Todavía no sabía que la resistencia a lapráctica es la misma que la resistencia ala vida.

A juzgar por lo poco que sacaba enlimpio de mi práctica de meditación ypor el mucho sacrificio que mecomportaba, todo apuntaba a que, de unmodo u otro, tarde o temprano, ladejaría de lado para dedicarme aactividades que entonces juzgaba másprovechosas. Contra todo pronóstico,perseveré, inexplicablemente perseveré;

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y es que si la fuerza de un ideal puedeser grande, la de la realidad, cuando seestá frente a ella, cuando se palpa, esmisteriosamente mucho mayor.

Para fortalecer mi convicción yapuntalar mi voluntad, me centré en loque estimé que era más determinante: elsilencio. Me refiero tanto a lo que hayen el silencio como al silencio mismo,que es una auténtica revelación. Deboadvertir desde ahora, sin embargo, queel silencio, al menos tal y como yo lo hevivido, no tiene nada de particular. Elsilencio es solo el marco o el contextoque posibilita todo lo demás. ¿Y qué estodo lo demás? Lo sorprendente es queno es nada, nada en absoluto: la vida

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misma que transcurre, nada en especial.Claro que digo «nada», pero muy bienpodría también decir «todo».

Para alguien como yo, occidentalhasta la médula, fue un gran logrocomprender, y empezar a vivir, que yopodía estar sin pensar, sin proyectar, sinimaginar, estar sin aprovechar, sinrendir: un estar en el mundo, unconfundirme con él, un ser del mundo yel mundo mismo sin las cartesianasdivisiones o distinciones a las que tanacostumbrado estaba por mi formación.

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Todo esto, que ha venido muy poco apoco, ha sido acompañado por algunossignos tales como el progresivo amor ala naturaleza, la afición a la montaña, lacada vez más imperiosa necesidad deretirarme algunos días en soledad, lasignificativa disminución de la lectura—una afición que se había convertido envicio—, el mayor cuidado de laalimentación, algunas nuevas amistades.Pero como soy un avezado exploradorde mi conciencia, al percibir todos estoscambios, no resistí la tentación de tomarnota de ellos para así asistir, con unaconciencia aún mayor, a latransformación de mi biografía, algo delo que deseo dar cuenta, aunque

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sucintamente, en este breve ensayo decarácter testimonial.

Tengo el convencimiento de que estecamino espiritual, que intento explicaren estas páginas, lo he configurado yo.No quiero decir que no me hayanorientado lecturas luminosas ni que nohaya recibido consignas pertinentes porparte de algunos maestros demeditación; tampoco que no hayaadmirado el tesón de otros buscadoresen el silencio, a cuyo lado he recorridoalgún trecho. Pero, en todo caso, miimpresión es que he sido yo y solo yoquien ha caminado, guiado por mimaestro interior, hasta donde ahora meencuentro.

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El mejor síntoma de que hacía missentadas cada vez mejor fue para mí quesiempre quería hacer más sentadas.Porque cuanto más te sientas a meditar,más te quieres sentar. A veces hellegado incluso a pensar que, para elhombre, lo más natural es precisamentehacer meditación. Cierto que alprincipio todo me parecía másimportante que meditar; pero ha llegadoel momento en que sentarme y no hacerotra cosa que estar en contacto conmigomismo, presente a mi presente, meparece lo más importante de todo.Porque normalmente vivimos dispersos,es decir, fuera de nosotros. Lameditación nos concentra, nos devuelve

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a casa, nos enseña a convivir connuestro ser. Sin esa convivencia con unomismo, sin ese estar centrado en lo querealmente somos, veo muy difícil, por nodecir imposible, una vida que puedacalificarse de humana y digna.

Aquí no puedo ocultar, sin embargo,que en mi vida hay todavía demasiadasbúsquedas, lo que significa que aún haytambién demasiada poca aceptación.Porque mucho me temo que cuandobuscamos es que solemos rechazar loque tenemos. Ahora bien, toda búsquedaauténtica acaba por remitirnos adondeestábamos. El dedo que señala terminapor darse la vuelta y apuntarnos.

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Me ha costado cuatro décadascomprender que el hombre empieza avivir en la medida en que deja de soñarconsigo mismo. Que empezamos a darfrutos cuando dejamos de construircastillos en el aire. Que no hay nada queno tenga su cepa en la realidad. Cuantomás se familiariza uno con la realidad,sea esta cual sea, mejor. Al igual que elniño que está aprendiendo a montar enbicicleta logra montar de hecho cuandose sumerge a fondo en esta actividad y,por contrapartida, se cae al suelocuando se para a considerar lo bien omal que lo está haciendo, así nosotros,

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todos, en cualquier actividad quellevemos a cabo. En cuanto comenzamosa juzgar los resultados, la magia de lavida se disipa y nos desplomamos; yello con independencia de lo alto o bajoque haya sido nuestro vuelo. Esto es, enesencia, lo que enseña la meditación: asumergirse en lo que estás haciendo.«Cuando como, como; cuando duermo,duermo»: dicen que fue así como un granmaestro definió el zen. Con este espíritu,no es solo que se gaste menos energía enel desarrollo de una determinadaactividad, sino que hasta sale unotonificado de ella. El ser humano tieneel potencial de auto-cargarse en laacción. Ilustraré lo que pretendo decir.

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Como novelista que soy, desde muyjoven he sabido qué páginas de mislibros estaban inspiradas y cuáles no. Enel fondo, es muy fácil descubrirlo: lasinspiradas son aquellas que he escritoolvidado de mí, sumergido en laescritura, abandonado a su suerte; lasmenos inspiradas, en cambio, las que hetrabajado más, las que he planificado yredactado de forma más racional ymenos intuitiva. Por eso creo que paraescribir, como para vivir o para amar,no hay que apretar, sino soltar, noretener, sino desprenderse. La clave decasi todo está en la magnanimidad deldesprendimiento. El amor, el arte y lameditación, al menos esas tres cosas,

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funcionan así.Cuando digo que conviene estar

sueltos o desprendidos me refiero a laimportancia de confiar. Cuanta másconfianza tenga un ser humano en otro,mejor podrá amarle; cuanto más seentregue el creador a su obra, esta másle corresponderá. El amor —como elarte o la meditación— es pura yllanamente confianza. Y práctica, claro,porque también la confianza se ejercita.

La meditación es una disciplina paraacrecentar la confianza. Uno se sienta y¿qué hace? Confía. La meditación es unapráctica de la espera. Pero ¿qué seespera realmente? Nada y todo. Si seesperara algo concreto, esa espera no

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tendría valor, pues estaría alentada porel deseo de algo de lo que se carece.Por ser no utilitaria o gratuita, esaespera o confianza se convierte en algoneta y genuinamente espiritual.

Todos tenemos la experiencia de loaburridas e incómodas que suelen serlas esperas. Como arte de la espera quees, la meditación suele ser bastanteaburrida. ¡Pues qué fe tan grande hayque tener entonces para sentarse ensilencio y quietud! Exacto: todo escuestión de fe. Si tienes fe en sentarte ameditar, tanta más fe tendrás cuanto máste sientes con este fin. De modo quepodría decir que yo medito para tener feen la meditación. Al estar aparentemente

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inactivo, cuando estoy sentadocomprendo mejor que el mundo nodepende de mí, y que las cosas soncomo son con independencia de miintervención. Ver esto es muy sano:coloca al ser humano en una posiciónmás humilde, le descentra, le ofrece unespejo a su medida.

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Para convertirme en alguien que medita,aparte de sentarme a diario uno, dos otres periodos de unos veinte oveinticinco minutos, no tuve que hacernada en especial. Todo consistía en ser

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lo que había sido hasta entonces, peroconscientemente, atentamente. Todo miesfuerzo debía limitarse a controlar lasidas y venidas de la mente, poner laimaginación a mi servicio y dejar deestar yo —como un esclavo— al suyo.Porque si somos señores de nuestraspotencias, ¿por qué hemos decomportarnos entonces como siervos?

La atención me fue conduciendo alasombro. En realidad, tanto máscrecemos como personas cuanto más nosdejemos asombrar por lo que sucede, esdecir, cuanto más niños somos. Lameditación —y eso me gusta— ayuda arecuperar la niñez perdida. Si todo loque vivo y veo no me sorprende es

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porque, mientras emerge, o antes inclusode que lo haga, lo he sometido a unprejuicio o esquema mental,imposibilitando de este modo quedespliegue ante mí todo su potencial.

Es muy raro, ciertamente, que puedahaber capacidad de asombro en unaactividad que repetimos a diario o,incluso, varias veces al día. Por eso espreciso entrenarse. Todo se juega en lapercepción, eso es lo que se descubrecuando el entrenamiento es continuado ycertero. Se entiende, en fin, que solopodemos ser dichosos cuandopercibimos lo real. Pondré un ejemplo.

Al terminar mi último retirointensivo de meditación, un día

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completo que dedico íntegramente a estaactividad una vez al mes, me fui acaminar por la montaña y, durante unosinstantes —acaso una hora—,experimenté una dicha insólita yprofunda. Todo me parecía muy bello,radiante, y tuve la sensación, difícil deexplicar, de que no era yo quien estabaen aquella montaña, sino que ella, lamontaña, era yo. Atardecía y el cieloestaba nublado, pero a mí se me antojóque así, nublado, era perfectamentehermoso. Por las muchas sentadas quehabía hecho durante aquel día, la rodilladerecha me dolía un poco; pero esedolor, extrañamente, no me molestaba.Casi diría que me hacía cierta gracia y

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que lo aceptaba sin resistirme a él.Laska, mi perro, saltaba entre las peñasy correteaba de un lado para otro. Alverlo, pensé en que mi perro viveintensamente cada segundo; trasobservarlo mucho, pues es uncompañero fiel, he concluido que, almenos en eso, quiero parecerme a él.Me hice con un animal para avivar elanimal que hay en mí, ahora lo entiendo.

Mi sensación de efervescente dichadurante aquella caminata por la montañadesapareció inadvertidamente, perogracias a ella creo tener ahora una ideamás ajustada de la felicidad a la queaspiro. En este instante, por ejemplo,estoy escribiendo junto a la chimenea de

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mi casa. Laska está a mis pies y oigocómo afuera cae la lluvia: no imaginomayor plenitud. Madera para quemar,libros que leer, vino que catar y amigoscon quienes compartir todo esto. Nohace falta mucho más para la verdaderafelicidad.

Algunos días después de aquel retirovolví a esa montaña, pero para mí ya nofue lo mismo. En verdad, era yo quienno era el mismo. No podemos rastrear lafelicidad pasada, algo así es absurdo. Yde todo esto, ¿qué he concluido? Puesque la felicidad es, esencialmente,percepción. Y que si nos limitáramos apercibir, llegaríamos por fin a lo quesomos.

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Cuanto más se medita, mayor es lacapacidad de percepción y más fina lasensibilidad, eso puedo asegurarlo. Sedeja de vivir embotado, que es comosuelen transcurrir nuestros días. Lamirada se limpia y se comienza a ver elverdadero color de las cosas. El oído seafina hasta límites insospechados, yempiezas a escuchar —y en esto no hayni un gramo de poesía— el verdaderosonido del mundo. Todo, hasta lo másprosaico, parece más brillante ysencillo. Se camina con mayor ligereza.Se sonríe con más frecuencia. Laatmósfera parece llena de un no se qué,

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imprescindible y palpitante. ¿Suenabien? ¡Excelente! Pero confieso que yosolo lo he experimentado durantealgunos segundos y solo en contadasocasiones.

Normalmente estoy a la deriva: entreel que era antes de iniciarme en lameditación y el que empiezo a ser ahora.«A la deriva» es la expresión másexacta: a veces aquí, meditando, a vecesquién sabe dónde, allá donde me hayanllevado mis incontables distracciones.Soy algo así como un barco, y más unafrágil barquichuela que un sólidotrasatlántico. El oleaje juega conmigo asu capricho, pero de tanto como estoymirando cómo vienen y se van esas olas,

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la verdad es que estoy empezando atransformarme en el oleaje mismo y a nosaber qué ha sido de mi pobrebarquichuela. Hasta que, efectivamente,la encuentro: «Sí, ahí está», me digoentonces. «A la deriva». Cada vez quemonto en esa barquichuela, dejo de seryo; cada vez que me arrojo al mar, meencuentro.

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Uno de los primeros frutos de mipráctica de meditación fue la intuiciónde cómo nada en este mundo permaneceestable. Que todo va cambiando es algo

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que ya sabía antes —es obvio—, pero almeditar, comencé a experimentarlo.También nosotros cambiamos, y ello pormucho que nos empeñemos en vernoscomo algo permanente o duradero. Estaesencial mutabilidad del ser humano yde las cosas es —así lo veo ahora— unabuena noticia.

Lo curioso es que estedescubrimiento me vino por medio de laquietud. Todo sucedió como expondré acontinuación: al meditar constaté cómocuando me detenía en alguno de mispensamientos, este se desvanecía (algoque, ciertamente, no sucedía cuandomiraba a una persona, cuya consistenciaes independiente de mi atención). A mi

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modo de entender, esto demuestra quelos pensamientos son escasamentefiables mientras que las personas, por elcontrario, aunque solo sea porque tienenun cuerpo, lo son en un grado bastantemayor. Decidí entonces que, en adelante,no pondría mi confianza en algo que sedesvanecía con tanta facilidad. Decidídejarme guiar por lo que permanece,puesto que solo eso es digno de miconfianza. ¿En qué confío yo? Esta es,según presiento, la gran pregunta.

Aceptar esta constante mutabilidaddel mundo y de uno mismo no es tareafácil, principalmente, porque haceinviable cualquier definición que seacerrada. Los seres humanos solemos

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definirnos por contraste o por oposición,lo que es tanto como decir porseparación y división. Pues es así,dividiendo, separando y oponiendocomo precisamente nos alejamos denosotros mismos. Definir a una personay no aceptar su radical mutabilidad escomo meter a un animal en una jaula. Unleón enjaulado no es un león, sino unleón enjaulado; y eso es muy distinto.

Desde mi presente —e intentoconcretar—, no puedo condenar a quienfui en el pasado por la sencilla razón deque aquel a quien ahora juzgo yrepruebo es otra persona. Actuamossiempre conforme a la sabiduría quetenemos en cada momento, y si actuamos

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mal es porque, al menos en ese punto,había ignorancia. Es absurdo condenarla ignorancia pasada desde la sabiduríapresente.

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Cuanto más veamos nuestra radicalmutabilidad y nuestra interdependenciacon el mundo y los demás, y ello hasta elpunto de poder decir «yo soy tú», o bien«yo soy el universo», tanto más nosacercamos a nuestra identidad másradical. Para conocerse, por tanto, nohay que dividir o separar, sino unir.Gracias a la meditación he ido

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descubriendo que no hay yo y mundo,sino que mundo y yo son una misma yúnica cosa. La consecuencia natural desemejante hallazgo —y no creo que hagafalta ser un lince para adivinarlo— es lacompasión hacia todo ser viviente: noquieres hacer daño a nada ni a nadieporque te das cuenta de que en primerainstancia te dañarías a ti mismo si lohicieras. El árbol no puede ser cortadoimpunemente, sin pedirle permiso. Latierra no puede ser sacada de un lugarpara utilizarla en otro sin pagar algunosprecios. Todo lo que haces a los demásseres y a la naturaleza te lo haces a ti.Mediante la meditación, se me ha idorevelando el misterio de la unidad.

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Por supuesto que a bucear en elocéano de la unidad no se llega sinchapotear durante largo tiempo en lascharcas de la división. El agua que nocorre se estanca, se pudre y huele mal;eso lo sabemos todos. Pero también sepudre y huele mal toda vida que nofluye. Nuestra vida solo es digna de estenombre si fluye, si está en movimiento.Sea por cobardía o por pereza, sinembargo, o incluso por inercia —aunquecasi siempre es el miedo lo quemayormente nos paraliza—, todostendemos a quedarnos quietos y, todavíamás, a encastillarnos. Encastillarse noes solo quedarse quieto; es dificultarcualquier movimiento futuro. Buscamos

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trabajos que nos aseguren, matrimoniosque nos aseguren, ideas firmes y claras,partidos conservadores, ritos que nosdevuelvan una impresión decontinuidad… Buscamos viviendasprotegidas, sistemas sanitarios biencubiertos, inversiones de mínimo riesgo,ir sobre seguro… Y es así como el ríode nuestra vida va encontrandoobstáculos en su curso, hasta que un día,sin previo aviso, deja de fluir. Vivimos,sí, pero muy a menudo estamos muertos.Nos hemos sobrevivido a nosotrosmismos: hay bio-logía, pero no bio-grafía.

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Gracias a mis sentadas de meditación hedescubierto que todo sin excepciónpuede ser una aventura. Escribir unanovela, cultivar una amistad, hacer unviaje… es una aventura. Pero es quetambién dar un paseo puede ser unaaventura, y leer un cuento o prepararte lacena. En realidad, cualquier jornada,aun la más gris, es para quien sepavivirla una aventura inconmensurable.Hacer la cama, lavar los platos, ir a lacompra, sacar al perro…: todo esto —ytantos otros quehaceres comunes— sonaventuras cotidianas, pero no por ellomenos excitantes y hasta peligrosas. La

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meditación que practico apunta alcarácter aventurero —que es tanto comodecir insólito o milagroso— de loordinario.

Lo que realmente mata al hombre esla rutina; lo que le salva es lacreatividad, es decir, la capacidad paravislumbrar y rescatar la novedad. Si semira bien —y eso es en lo que educa lameditación— todo es siempre nuevo ydiferente. Absolutamente nada es ahoracomo hace un instante. Participar de esecambio continuo que llamamos «vida»,ser uno con él, esa es la única promesasensata de felicidad.

Por esta razón, para meditar noimporta sentirse bien o mal, contento o

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triste, esperanzado o desilusionado.Cualquier estado de ánimo que se tengaes el mejor estado de ánimo posible enese momento para hacer meditación, yello precisamente porque es el que setiene. Gracias a la meditación seaprende a no querer ir a ningún lugardistinto a aquel en que se está; se quiereestar en el que se está, pero plenamente.Para explorarlo. Para ver lo que da desí.

Para percatarse de que cualquierestado de ánimo, aun aquellos que nosparecen más auténticos eincuestionables, es fugaz basta verificarcómo nace y muere todo en nuestrointerior con una pasmosa facilidad.

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Hacer meditación consiste precisamenteen asistir cual espectador al nacimientoy muerte de todo esto, en el escenario denuestra conciencia. ¿Adónde va lo quemuere?, me he preguntado una y milveces. ¿De dónde viene lo que nace enla mente? ¿Qué hay entre la muerte dealgo y el nacimiento de otra cosa? Estees el espacio en el que siento que debomorar; este es el espacio del que brotala sabiduría perenne.

Por las veces en que he atisbadoalgo de este espacio y en el que hehabitado en él, aunque solo sea durantealgunos segundos, puedo asegurar que laverdadera dicha es algo muy simple yque está al alcance de todos, de

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cualquiera. Solo hay que pararse, callar,escuchar y mirar; aunque pararse, callar,escuchar y mirar —y eso es meditar—se nos haga hoy tan difícil y hayamostenido que inventar un método para algotan elemental. Meditar no es difícil; lodifícil es querer meditar.

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Ser consciente consiste en contemplarlos pensamientos. La conciencia es launidad consigo mismo. Cuando soyconsciente, vuelvo a mi casa; cuandopierdo la conciencia, me alejo, quiénsabe adónde. Todos los pensamientos e

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ideas nos alejan de nosotros mismos. Túeres lo que queda cuando desaparecentus pensamientos. Claro que no creo quesea posible vivir sin pensamientos dealguna clase. Porque los pensamientos—y esto no conviene olvidarlo— nuncalogran calmarse del todo por muchameditación que se haga. Siempresobrevienen, pero se sosiega nuestroapego a los mismos y, con él, sufrecuencia e intensidad.

Diría más aún: ni siquiera debetomarse conciencia de lo que se piensa ohace, sino simplemente pensarlo ohacerlo. Tomar conciencia ya suponeuna brecha en lo que hacemos opensamos. El secreto es vivir

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plenamente en lo que se tenga entremanos. Así que, por extraño queparezca, ejercitar la conciencia es elmodo para vivir plácidamente sin ella:totalmente ahora, totalmente aquí.

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Pese a lo que acabo de escribir,reconozco que buena parte de missentadas las paso soñando despierto;también reconozco que eso de soñar meresulta, en general, bastante agradable.Pero no me engaño: eso no esmeditación. Parece meditación, pero nolo es. Porque no se trata de soñar

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despierto, sino de estar despierto. Soñares escaparse, y para vivir no es precisoestar siempre escapándose. La dificultadradica en que nuestros sueños nos gustanmucho, en que nos emborrachamos conellos. Vivimos ebrios de ideas e ideales,confundiendo vida y fantasía. Bajo suapariencia prosaica, la vida, cualquiervida, es mucho más hermosa e intensaque la mejor de las fantasías. Micompañera real, por ejemplo, es muchomás hermosa que la idea maravillosaque yo pueda hacerme de ella. Minovela real es infinitamente mejor quecualquier novela imaginada, entre otrascosas porque esa novela imaginada nisiquiera existe. Cuesta mucho aceptarlo,

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pero nada hay tan pernicioso como unideal y nada tan liberador como unarealidad, sea la que sea.

Lo bueno de la meditación es que, envirtud de mi ejercicio continuado,empecé a desechar de mi vida todo loquimérico y a quedarme exclusivamentecon lo concreto. Como arte que es, lameditación ama la concreción y refuta laabstracción. Quien abandona la quimerade los sueños, entra en la patria de larealidad. Y la realidad está llena deolores y texturas, de colores y saboresque son de verdad. Claro que la realidadpuede ser torpe o excesiva, pero nuncadefrauda. Los sueños, en cambio, sí quenos defraudan. Más aún: la naturaleza

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del sueño, su esencia, es precisamente ladecepción. El sueño siempre se escapa:es evanescente, inasible. La realidad,por el contrario, no huye; somosnosotros quienes huimos de ella. Hacermeditación es tirarse de cabeza a larealidad y darse un baño de ser.

El amor romántico, por ejemplificarlo que afirmo, suele ser muy falso: nadievive más engañado que un enamorado, ypocos sufren tanto como él. El amorauténtico tiene poco que ver con elenamoramiento, que hoy es el sueño porexcelencia, el único mito que resta enOccidente. En el amor auténtico no seespera nada del otro; en el romántico, sí.Todavía más: el amor romántico es,

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esencialmente, la esperanza de quenuestra pareja nos dé la felicidad.Sobrecargamos al otro con nuestrasexpectativas cuando nos enamoramos. Ytales son las expectativas que cargamossobre el ser amado que, al final, de él, ode ella, no queda ya prácticamente nada.El otro es entonces, simplemente, unaexcusa, una pantalla de nuestrasexpectativas. Por eso suele pasarse tanrápidamente del enamoramiento al odioo a la indiferencia, porque nadie puedecolmar expectativas tan monstruosas.

La exaltación del amor romántico ennuestra sociedad ha causado y siguecausando insondables pozos dedesdicha. La actual mitificación de la

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pareja es una perniciosa estupidez. Porsupuesto que creo en la posibilidad delamor de pareja, pero estoy convencidode que requiere de una extraordinaria einfrecuente madurez. Ningún prójimopuede dar nunca esa seguridad radicalque buscamos; no puede ni debe darla.El ser amado no está ahí para que uno nose pierda, sino para perderse juntos;para vivir en compañía la liberadoraaventura de la perdición.

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Como casi todo el mundo, también yoando siempre persiguiendo lo que me

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agrada y rechazando lo que me repele.Estoy un poco harto de vivir así: atraídoo repelido, corriendo en pos de algo o,por el contrario, alejándome de ellotodo lo posible. Una existencia quediscurre tomando y repudiando terminapor resultar agotadora, y me pregunto sino sería posible vivir sin imponer a lavida nuestras preferencias o aversiones.Es a esto precisamente a lo que llama lameditación: a no imponer a la realidadmis propias filias o fobias, a permitirque esa realidad se exprese y que puedayo contemplarla sin las gafas de misaversiones o afinidades. Se trata detener el receptáculo que soy cuanto máslimpio mejor, de modo que el agua que

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se vierta en él pueda distinguirse en todasu pureza. Sería estupendo ver algo sinpretensiones, gratuitamente, sin elprisma del para mí. Es posible, haygente que lo ha hecho. ¿Por qué yo no?

Más que uno con el mundo, lo quequeremos es que el mundo se pliegue anuestras apetencias. Nos pasamos lavida manipulando cosas y personas paraque nos complazcan. Esa constanteviolencia, esa búsqueda insaciable queno se detiene ni tan siquiera ante el malajeno, esa avidez compulsiva yestructural es lo que nos destruye. Nomanipular, limitarse a ser lo que se ve,se oye o se toca: ahí radica la dicha dela meditación, o la dicha sin más, para

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qué calificarla.Me gusta o no me gusta: es así como

solemos dividir el mundo, exactamentecomo lo haría un niño. Esta clasificaciónno solo resulta egocéntrica, sinoradicalmente empobrecedora y, enúltimo término, injusta. Por difundidoque esté vivir persiguiendo lo que nosagrada y rehuyendo lo que nosdesagrada, semejante estilo de vida hacede la vida algo agotador. Lo que nosdisgusta tiene su derecho a existir; loque nos disgusta puede inclusoconvenirnos y, en este sentido, no pareceinteligente escapar de ello. Bajo unaapariencia desagradable, lo que nosdisgusta tiene una entraña necesaria. Por

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medio de la meditación se pretendeentrar en esa médula y, al menos,mojarse los labios con su néctar.

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Todo puede servir para construirse opara destruirse y, en este sentido,cualquier cosa es digna de meditación.En virtud de mi fe en la potenciasanadora del silencio, al principio creíaque casi todo lo que no funcionaba en mípodría arreglarlo, antes o después, conlas sentadas. Poco a poco fuipercibiendo que las sentadas apuntabana lo que no son sentadas y que, por ello,

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cualquier cosa que escuchase, observaseo hiciese servía para cualificar mimeditación y, en definitiva, pararobustecer mi carácter. Caminar estandoatentos, por ejemplo, o lavarse losdientes estando atentos: percibir el fluirdel agua, su refrescante contacto en lasmanos, el modo en que cierro el grifo, eltejido de la toalla… Cada sensación,por mínima que parezca, es digna de serexplorada. La iluminación (es decir, esaluz que ocasionalmente se enciende ennuestro interior, ayudándonos acomprender la vida) se esconde en loshechos más diminutos y puede adveniren cualquier momento y por cualquiercircunstancia. Vivir bien supone estar

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siempre en contacto con uno mismo,algo que solo fatiga cuando se piensaintelectualmente y algo que, porcontrapartida, descansa y hasta renuevacuando en efecto se lleva a cabo.

Un escritor —y pongo ejemplos queme son afines— no es solo escritorcuando crea su obra, sino siempre. Unbuscador, un explorador de los abismosdel interior, no lo es solo cuando sesienta a meditar, sino siempre. Lacalidad de la meditación se verifica enla vida misma, ese es el banco deprueba. Por eso, ninguna meditacióndebería juzgarse por como nos hemossentido en ella, sino por los frutos queda. Más aún: meditación y vida deben

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tender a ser lo mismo. Medito para quemi vida sea meditación; vivo para quemi meditación sea vida. No aspiro acontemplar, sino a ser contemplativo,que es tanto como ser sin anhelar.

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La meditación posibilita esosvislumbres de lo real, fugaces peroindubitables, que ocasionalmente se nosregalan: momentos en que captamosquiénes somos en realidad y para quéestamos en este mundo. Esto locaptamos en contadas ocasiones en unaintuición inaprensible, no verbal. De

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pronto se nos hace evidente que somosasí y, aunque no podamos argumentarlo,buscamos que esta intuición se repitapara volver a ese ser primordial queverdaderamente somos y que, por lascircunstancias, por los ruidos, haquedado empañado o incluso olvidado.¿Qué ha pasado para que nos hayamosperdido tanto?, me pregunto. ¿Qué hasucedido para que ya no nosreconozcamos en lo más genuinamentehumano? ¿Cómo es que desconozco loque debería serme familiar? Preguntas ypreguntas sobre el paraíso perdido. Puesbien, la respuesta a estas preguntas estáen el lugar en el que nacen. Mientras elhombre tenga preguntas que hacerse,

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tiene todavía salvación.Para alcanzar estos vislumbres de lo

real, no merece la pena esforzarse; másque ayudar a encontrar lo que se busca,el esfuerzo tiende a dificultarlo. Noconviene resistirse, sino entregarse. Noempeñarse, sino vivir en el abandono.Tanto el arte como la meditación nacensiempre de la entrega; nunca delesfuerzo. Y lo mismo sucede con elamor. El esfuerzo pone enfuncionamiento la voluntad y la razón; laentrega, en cambio, la libertad y laintuición. Claro que bien podríamospreguntarnos cómo puede uno entregarsesin esfuerzo. Los chinos tienen unconcepto para eso: wu wei, hacer no

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haciendo. Wu wei consiste en ponerseen disposición para que algo puedahacerse por mediación tuya, pero nohacerlo tú directamente, forzando suarranque, desarrollo o culminación. Loúnico necesario para esa entrega es estarahí, para captar de este modo lo queaparezca, sea lo que sea. La meditaciónes algo así como una rigurosacapacitación para la entrega.

De manera que no hay que inventarnada, sino recibir lo que la vida hainventado para nosotros; y luego, eso sí,dárselo a los otros. Los grandesmaestros son, y no hay aquí excepciones,grandes receptores.

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Me gusta mucho hacer una pequeñainclinación ante el cojín o banquitosobre el que voy a sentarme a meditar,así como ante el pequeño altar quepreside mi oratorio o sala demeditación. Este gesto me gusta porquecon él expreso mi respeto hacia elespacio en el que, por encima decualquier otro, trabajo en mi aventurainterior. El respeto es para mí el primersigno del amor. Mediante los frecuentesgassho o pequeñas reverencias, típicasde la práctica budista, el zen educa en elrespeto a la realidad. Y la realidad nosería respetada si, en último término, no

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se considerara misteriosa. Lameditación ayuda a comprender quetodo es un misterio y que, por ello, todoes susceptible de originar una actitudgenuinamente religiosa. Para el hombreque medita —hoy lo veo así—, no haydistinción entre sagrado y profano.

Todas las postracionescaracterísticas del budismo zen puedenseguramente conducir a la repeticiónmecánica, esto es, a vaciar el gesto desu contenido, reduciéndolo a pura forma.Esta degeneración es lo que conocemospor rutina. Pero todas esas postracionespueden conducir también a la granpregunta de quien se postra: ¿ante qué oante quién me postro yo de hecho en mi

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vida? O, dicho de otro modo: ¿qué oquién es verdaderamente mi Dios, ycuáles son mis ídolos?

Durante la meditación puedoinclinarme reverentemente ante elbanquito o el cojín, pero en mi vidaordinaria no es raro que lo haga ante miprestigio profesional, que cuido como lamás delicada de las plantas; o ante lacuenta bancaria, cuyos movimientoscontrolo con reveladora frecuencia; oante el bienestar característico de unavida acomodada, por el que no reparoen gastos. Entusiasmado con mispostraciones rituales e ignorante decómo las postraciones existenciales sonlas que de verdad cuentan, en la

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meditación he descubierto lo limitada yburda que resulta esta forma deconducirse. Yo he chapoteado mucho enese fango —lo admito—, y ¿qué debíahacer? No juzgarme, eso resulta claro; ymucho menos censurarme. No es enabsoluto necesario juzgar, bastaobservar; la simple observación es yaeficaz para el cambio. En verdad, lacapacidad de observación, lo queSimone Weil llama atención, es la madrede todas las virtudes.

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Ganaríamos mucho si en lugar de

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enjuiciar las cosas, las afrontáramos.Nuestras cábalas mentales no solo noshacen perder un tiempo muy precioso,sino que por su causa perdemos tambiénla ocasión para transformarnos. Porquehay cosas que si no se hacen en undeterminado instante ya no puedenhacerse, o no al menos como deberíanser hechas.

Personalmente estoy convencido deque más de un ochenta por ciento denuestra actividad mental —y esprobable que me haya quedado corto enesta proporción— es totalmenteirrelevante y prescindible, más aún,contraproducente. Es mucho mássaludable pensar menos y fiarse más de

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la intuición, del primer impulso. Cuandoreflexionamos solemos complicar lascosas, que suelen presentarse nítidas yclaras en un primer momento. Casininguna reflexión mueve a la acción; lamayoría conduce a la parálisis. Es más:reflexionamos para paralizarnos, paraencontrar un motivo que justifiquenuestra inacción. Pensamos mucho lavida, pero la vivimos poco. Ese es mitriste balance.

Nada de esto significa que pensarsea malo; es bueno solo en su justamedida. Pensar es como dormir, ocomer: no debe hacerse en exceso sopena de embrutecernos. Al igual que nossentamos a la mesa para comer, y no

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comemos de cualquier manera y a todashoras, quizá también para pensardeberíamos sentarnos y no hacerlocuando al pensamiento le convenga o sele ocurra. El pensamiento, comocualquiera actividad humana, debe irprecedido de un acto de la voluntad. Esoes lo que lo hace humano. Tanto más sepiensa, tanto más se debe meditar: esaes la regla. ¿Que por qué? Pues porquecuanto más llenamos la cabeza depalabras, mayor es la necesidad quetenemos de vaciarla para volver adejarla limpia.

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Todo esto es muy difícil de compartir y,posiblemente, de entender, porque enOccidente vivimos en un mundodemasiado intelectualizado. Para hacerfrente a este intelectualismogeneralizado y exacerbado es precisodespertar al maestro interior que cadauno de nosotros llevamos dentro y, enfin, dejarle hablar. Digo esto porque enel fondo todos somos mucho más sabiosde lo que creemos y porque en ese fondotodos sabemos bien qué es lo que seespera de nosotros y qué debemos hacer.El maestro interior no dice nada que nosepamos; nos recuerda lo que yasabemos, nos pone ante la evidenciapara que sonriamos. A decir verdad,

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sobran todos los maestros del mundo:cada cual es ya un cosmos entero deconocimiento y sabiduría.

Esa sonrisa a la que acabo deapuntar, indulgente y benévola, esinfinitamente más eficaz, de cara a lapropia transformación, que cualquiercensura o reprimenda. El niño a quienuna y otra vez se descubre en sutravesura, terminará por dejar decometerla. Los malos hábitos sederrocan en la meditación por puraobservación y mediante una amablesonrisa. Mirar y sonreír, esa es la clavepara la transformación.

Sonreír al sufrimiento puede parecerexcesivo. Pero lo cierto es que también

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la tristeza y la desgracia están ahí paranuestro crecimiento. El mal debeaceptarse, lo que significa ser capacesde ver su lado bueno y, en definitiva,agradecerlo. Sabemos que hemosaceptado un sufrimiento cuando hemosextraído algún bien de él y, enconsecuencia, hemos dado las graciaspor haberlo padecido. No estoydiciendo que sonreír ante la adversidadsea lo más espontáneo; pero es sin dudalo más inteligente y sensato. Y diré porqué. Reaccionar ante el dolor conanimadversión es la manera deconvertirlo en sufrimiento. Sonreír anteél, en cambio, es la forma de neutralizarsu veneno. Nadie va a discutir que el

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dolor resulta desagradable, pero aceptarlo desagradable y entregarse a ello sinresistencia es el modo para que resultemenos desagradable. Lo que nos hacesufrir son nuestras resistencias a larealidad.

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A cada instante tengo un dilema queresolver: o estoy aquí, donde de hechoestoy, o me voy a otra parte. Siempreestoy deseando quedarme conmigo opartir y alejarme de mí. Desde que hagomeditación, elijo más veces permaneceren casa, no huir. Perder la conciencia y

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viajar quién sabe adónde tendrían queresultarme mucho más fatigoso quemantenerme alerta; pero para mí no esasí todavía: la atención me parece untrabajo, y la distracción, en cambio, undescanso. Todas estas resistencias pormi parte son absurdas y tienen una causamuy clara: la necia creencia de que,perdiendo mis fantasmas, terminaré porperderme yo. Pero mis fantasmas no soyyo; ellos son precisamente lo menos yomismo que hay en mí.

Este descubrimiento me ha llevadoaños de práctica de meditación. Perohoy sé, y lo digo con tanto orgullo comohumildad, que conectar con el propiodolor y con el dolor del mundo es la

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única forma, demostrable, para derrocaral principal de los ídolos, que no es otroque el bienestar. Para lograr talconexión con el dolor es preciso hacerexactamente lo contrario a lo que noshan enseñado: no correr, sino parar; noesforzarse, sino abandonarse; noproponerse metas, sino simplementeestar ahí.

Tras todo lo dicho, bien cabeafirmar que el dolor es nuestro principalmaestro. La lección de la realidad —quees la única digna de ser escuchada— nola aprendemos sin dolor. La meditaciónno tiene para mí nada que ver con unhipotético estado de placidez, como haytantos que la entienden. Más bien se

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trata de un dejarse trabajar por el dolor,de un lidiar pacíficamente con él. Lameditación es, por ello, el arte de larendición. En el combate que suponetoda sentada, vence quien se rinde a larealidad. Si en el mundo se nos enseña acerrarnos al dolor, en la meditación seenseña a abrirnos a él. La meditación esuna escuela de apertura a la realidad.

Por lo que acabo de escribir, no esde extrañar que la meditación silenciosay en quietud haya sido acusada desofisticado masoquismo; y es que sellega a un punto en que uno deseasentarse a diario con la propia porciónde dolor: frecuentarlo, conocerlo,domesticarlo… Sin dejar de ser tal, el

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dolor va cambiando de signo conformese lo frecuenta. Y es así como seaprende a estar con uno mismo.

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Resulta curioso constatar cómo aquelloque debería ser lo más elemental es paramuchos de nosotros, de hecho, tancostoso. Lo que urge aprender es que nosomos dioses, que no podemos —nidebemos— someter la vida a nuestroscaprichos; que no es el mundo quiendebe ajustarse a nuestros deseos, sinonuestros deseos a las posibilidades queofrece el mundo. Por todo ello, la

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meditación es una escuela de iniciacióna la vida adulta: un despertar a lo quesomos.

A los seres humanos nos caracterizaun desmedido afán por poseer cosas,ideas, personas… ¡Somos insaciables!Cuanto menos somos, más queremostener. La meditación enseña, en cambio,que cuando no se tiene nada, se dan másoportunidades al ser. Es en la nadadonde el ser brilla en todo su esplendor.Por eso, conviene dejar de una vez portodas de desear cosas y de acumularlas;conviene comenzar a abrir los regalosque la vida nos hace para, acto seguido,simplemente disfrutarlos. La meditaciónapacigua la máquina del deseo y

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estimula a gozar de lo que se tiene.Porque todo, cualquier cosa, está ahípara nuestro crecimiento y regocijo.Tanto más deseemos y acumulemos,tanto más nos alejamos de la fuente de ladicha. ¡Párate! ¡Mira!, eso es lo queescucho en la meditación. Y si secundoestos imperativos y, efectivamente, meparo y miro, ¡ah!, entonces surge elmilagro.

Casi nunca nos damos cuenta de queel problema que nos preocupa no sueleser nuestro problema real. Tras elproblema aparente está siempre elproblema auténtico, palpitante, intacto.Las soluciones que damos a losproblemas aparentes son siempre

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completamente inútiles, puesto que sontambién aparentes. Es así como vamosde falsos problemas en falsosproblemas, y de falsas soluciones enfalsas soluciones. Destruimos la puntadel iceberg y creemos que nos hemosliberado del iceberg entero. ¿Quieresconocer tu iceberg?, esa es la preguntamás interesante. No es difícil: bastadejar de revolverse entre las olas yponerse a bucear. Basta tomar aire ymeter la cabeza bajo el agua. Una vezahí, basta abrir los ojos y mirar.

Por grande que sea nuestro iceberg,cualquier iceberg, es solo agua. Bastauna fuente de calor lo suficientementepotente para que se vaya deshaciendo.

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El hielo siempre se deshace al calor.Tardará mucho tiempo si el iceberg esvoluminoso, pero se deshará simantenemos activa y cercana esa fuentede calor. Lo único que hace falta escierta curiosidad por conocer el propioiceberg. Cuanto más se observa uno a símismo, más se desmorona lo quecreemos ser y menos sabemos quiénessomos. Hay que mantenerse en esaignorancia, soportarla, hacerse amigo deella, aceptar que estamos perdidos y quehemos estado vagando sin rumbo.Posiblemente hemos perdido el tiempo,la vida incluso, pero esas pérdidas noshan conducido hasta donde ahoraestamos, a punto de sentarnos a meditar.

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Hacer meditación es colocarsejustamente en ese preciso instante: hassido un vagabundo, pero puedesconvertirte en un peregrino. ¿Quieres?

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Despertar es descubrir que estamos enuna cárcel. Pero despertar es tambiéndescubrir que esa cárcel no tienebarrotes y que, en rigor, no espropiamente una cárcel. ¿Por qué hevivido encerrado en una cárcel que noes tal?, comenzamos entonces apreguntarnos. Y vamos a la puerta. Ysalimos. Hacer meditación es ese

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momento en el que salimos. Es descubrirque la puerta nunca ha estado cerrada,que eres tú quien la ha cerrado condoble vuelta de llave. Esa puerta no estal, te la has inventado. «La puerta sinpuerta» es una expresión típicamente zenque me hace pensar en que buena partede lo que vivimos es puramente ilusorio:el amor sin amor, la amistad sin amistad,el arte sin arte, la religión sin religión…

De modo que deja ya de mirar esapuerta que has creado, levántate yábrela. Mejor aún: levántate y datecuenta de que ahí nunca ha habido puertaalguna. En buena medida podemos hacerlo que queremos y, si no lo hacemos, esprecisamente porque no entendemos o

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no queremos entender algo tanelemental.

Conviene estudiar muy despacio elmaterial del que están hechos losbarrotes con los que construimosnuestras cárceles. Y hay que estudiartambién el proceso por el que seconstruyen esos barrotes. Es así, pormedio de este estudio, como seposibilita ese chispazo o intuicióngracias a la que uno se libera. Para viviren la realidad, debemos demoler lossueños que nos han encarcelado.Nuestros sueños no son por lo generalverdaderamente nuestros: los tomamosprestados, los fabricamos con unmaterial poco fiable. Investiguemos o no

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en nuestras vidas, casi todos los sueñosterminarán por desmoronarseprecisamente porque no son nuestros.

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En realidad, no hay ningún problema enabsoluto. No tenemos —ni mucho menossomos— un problema. Los problemasnos gustan porque nos dan la impresiónde que gracias a ellos podremos ser. Elverdadero problema son nuestros falsosproblemas. Podemos ser dichosos; en elfondo, no podemos por menos de serlo.Hemos creído que nuestros problemaséramos nosotros, por eso nos cuesta

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tanto abandonarlos. Tememos perdernos,pero es que debemos perdernos. Cuandono nos agarramos a nada, volamos.

Todo problema no es a fin de cuentasmás que una idea que yo tengo sobredeterminadas situaciones. La situación—sea cual sea— no es el problema,sino que el problema es mi idea sobre lamisma. En cuanto abandono la idea, elproblema desaparece. Basta no tenerideas sobre las cosas o situaciones paravivir completamente dichoso. Lafórmula es tomar las cosas como son, nocomo nos gustaría que fueran. No hayque nadar en contra de la corriente de lavida, sino a su favor. Ni siquiera hayque nadar. Basta abrirse de brazos y

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dejarse llevar. Cualquier orilla a la queesa corriente te lleve es buena para ti:eso es la fe. Tú eres tu principalobstáculo. Deja ya de obstaculizarte.Quítate de en medio todo lo que puedasy, sencillamente, empezarás a descubrirel mundo.

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Si por un momento considerásemos quetodas las dificultades que nos tocaatravesar en esta etapa de nuestra vidason oportunidades que el destino —eseamigo— nos ofrece para crecer, ¿no severía entonces todo de otra forma? Ese

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colega que ha hablado mal de ti, porejemplo; o ese trabajo pendiente quedebía estar listo desde hace ya meses; oesa cita con el médico que pospones unay otra vez… No sería raro que teidentificaras con alguno de estosejemplos: los seres humanos nosparecemos, todos sufrimos por lomismo. Pues todo esto, que en primerainstancia se revela como problema, a laluz de la meditación comienza a versecomo una oportunidad. A ese colegamaldiciente ha llegado la hora deponerle en su sitio; esa tarea pendienteha resultado mucho más llevadera de loque imaginabas; el médico te hadescubierto otra enfermedad que ahora

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puedes prevenir… En pocas palabras,los grandes escollos de la vida son loque mayormente nos hacen crecer.¡Deberíamos estar agradecidos por tenertantos conflictos!

Podemos tomar lo que la vida nosofrece como obstáculos, pero es másrazonable, más saludable, tomarlo comooportunidades para avanzar. En cuantodamos la bienvenida al sufrimiento, estese desvanece, pierde su veneno y seconvierte en algo mucho más puro, másinocuo y, al tiempo, más intenso. Essiempre más inteligente afrontardirectamente un problema o un peligroque esconderse o huir de él. Si ennuestra vida hay algo que asoma la

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cabeza, sea lo que sea, lo mejor esponerle cara lo antes posible, para sabercon quién o qué tenemos que vérnoslas.

Siempre pensamos que el problemaestá fuera: la culpa la tiene mi jefe, mipareja, la situación económica delpaís… Atribuimos nuestra falta de fe ala mediocridad de los representantesreligiosos; el mal funcionamiento denuestro barrio o ciudad al egoísmo ycharlatanería de los políticos; el fracasode nuestro matrimonio a una tercerapersona que se interpuso en nuestrocamino… Es increíble la habilidad quetenemos para culpar a nuestro trabajo denuestra falta de creatividad, a nuestrospadres de un mal rasgo de carácter, a

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nuestros hijos de nuestra renuncia a todaaspiración personal. A ese dedo queapunta a los demás, la meditación le dala vuelta hasta que nos apunta anosotros. Ese dedo acusador resultaincómodo, reconozcámoslo. Pero locierto es que todo, absolutamente todo,depende en una medida enorme denosotros. Por eso la meditación de laque aquí estoy escribiendo, en la medidaen que se profundiza, exige cada vez unamayor madurez, es decir, capacidad deasumir las propias responsabilidades.Iniciarse en la meditación supone haberllegado a un punto en el que ya no teconsientes apuntar a las circunstancias oculpar a los demás. Cuando estés en ese

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punto es cuando debes sentarte ameditar.

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Es maravilloso constatar cómoconseguimos grandes cambios en laquietud más absoluta. Porque no es soloque el silencio sea curativo, también loes la quietud. Ante todo hay que decirque el silencio en quietud es muydiferente al silencio en movimiento. Estádemostrado científicamente que los ojosque no se mueven propician en el sujetouna concentración mayor que si se tienenen movimiento. Al moverse es muy fácil,

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casi inevitable, estar fuera de nosotros.La quietud, por contrapartida, invita a lainteriorización. Es necesario pasar porla quietud para adiestrarse en el dominiode sí, sin el que no puede hablarse deverdadera libertad.

Esta tarea nos resulta tan ardua acausa de la exaltada y desproporcionadaimagen que solemos tener de nosotrosmismos. La inmadurez o el infantilismode algunos adultos no son más quepérdida del sentido de la proporción. Enla meditación colocamos cada cosa ensu sitio y descubrimos cuál es nuestrolugar: un lugar que, seguramente, sedesdeñó y tachó de despreciable antesde la práctica del silencio en quietud;

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pero un lugar también que, una vezvisitado, ya no se quiere abandonar.

Esa vulnerabilidad que noscaracteriza a los humanos, y que yo tantome esforcé por esconder al mundo antesde empezar a meditar, comencé amostrarla discretamente desde quedescubrí el poder de la meditación. Estapudorosa exposición de mis flaquezas seha revelado como un modo muy eficazpara hacer frente al culto a la propiaimagen en que había vivido hastaentonces. Hablar de la propiavulnerabilidad, mostrarla, es la únicaforma que consiente que los demás nosconozcan verdaderamente y, enconsecuencia, que puedan querernos.

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De un modo u otro, al meditar setrabaja con el material de la propiavulnerabilidad. Y uno siempre tiene laimpresión de estar comenzando desdecero: la propia casa no parececonstruirse nunca; cree uno estarpermanentemente reforzando loscimientos. En la meditación no hay, almenos en apariencia, un desplazamientosignificativo de un lugar a otro; hay másbien una suerte de instalación en un no-lugar. Ese no-lugar es el ahora, elinstante es la instancia.

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El poderoso atractivo que ejerce en loshumanos la sexualidad se cifra,precisamente, en el poder del ahora. Losamantes más consumados están uno en elotro en ese presente eterno en que suscuerpos y almas se entregan. Laexperiencia erótica puede ser tan intensaque no permite fugas al pasado ni alfuturo: ese es su encanto, su atractivo.Como también ese es el encanto de laauténtica meditación y de cualquieractividad que se realice de formatotalmente entregada.

Cuando nos entregamoscompletamente a lo que hacemos, nadanos resulta gravoso y todo nos pareceligero. El gravamen se deja sentir

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cuando la entrega cede. Cualquieractividad realizada concentradamente esfuente de una dicha indescriptible. Lacreación artística, por ejemplo, es buenasi produce alegría. En este sentido, no esen absoluto cierto que haya queesforzarse o disciplinarse para escribirun libro. El libro se escribe solo, elcuadro se pinta solo, y el escritor o elpintor están ahí, ante su lienzo ocuaderno en blanco, mientras estosucede. La virtud del escritor radicaúnicamente en estar ahí cuando el librose escribe, eso es todo.

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Tras mucho pensarlo, he concluido quelo que más me gusta de meditar es queresulta un espacio —un tiempo— nodramático. A quien no medita le gusta,por lo general, vivir con emociones; aquien medita, en cambio, sin ellas. Almeditar se descubre que a la vida no hayque añadirle nada para que sea vida y,todavía más, que todo lo que leañadimos la desvitaliza.

Lamentablemente, todos solemosestar demasiado enamorados del drama.En cuanto nos percibimos como seres nodramáticos, ¡nos aburrimos de nosotrosmismos! Nos inventamos los problemasy las dificultades para sazonar nuestrabiografía, que sin esas trabas nos parece

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plana y gris. Descubrir que uno no puederealizar determinada tarea, por ejemplo,no tiene por qué ser un problema; puedeser una liberación. La convalecencia quecomporta una enfermedad bien puede servivida como una merecida temporada devacación. La ruptura de un matrimoniopuede ser el primer paso para unmatrimonio mejor. Dicho mássencillamente: la amargura o dulzura dela que hagamos gala no depende de larealidad —el matrimonio, la tarea o laenfermedad—, sino de nosotros, solo denosotros. Gracias a la meditación hedescubierto que ninguna carga es mía sino me la echo a los hombros.

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Hay gente que no consigue realizar nadade lo que acabo de exponer ni auncuando se lo propone. Otros, en cambio,lo llevan a cabo con extrema facilidad.En la meditación no hay facilidad odificultad objetivas; todo depende de lasresistencias de cada cual. Meditar es,fundamentalmente, sentarse en silencio,y sentarse en silencio es,fundamentalmente, observar losmovimientos de la propia mente.Observar la mente es el camino. ¿Porqué? Porque mientras se observa, lamente no piensa. Así que fortalecer alobservador es el modo para acabar con

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la tiranía de la mente, que es la quemarca la distancia entre el mundo y yo.

Además de observar la mente, hayotro camino: hacerse uno con larespiración en primer lugar y, después,hacerse uno con lo que se llama koan.Un koan es una suerte de acertijo con elque los monjes budistas trabajan durantesu meditación, pero no de cara aresolverlo, sino a disolverse en él. A míme gusta decir que un koan es algo asícomo una luz en el camino, un mojóngracias al cual sabes dónde estás yadónde te diriges. El caso es que ya seapor el camino del vaciamiento al queconduce la pura observación, ya sea porel del estrechamiento al que lleva el

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trabajo con el koan, se va llegando a launión con el propio ser o, lo que esigual, a los esponsales con uno mismo.

Sentándome y observándome heposibilitado esos chispazos ointuiciones que me han descubiertoquién soy mucho más que reflexionandosobre mi personalidad por la trillada víadel análisis. Cuando me siento y meobservo, no pasa por lo general muchotiempo hasta que me descubro en otrolugar: me he escapado de mí y deboregresar. Al cabo, me vuelvo a descubrirfuera, generalmente fantaseando —soyun tipo muy fantasioso—; o elucubrando—soy también bastante especulativo—;o preocupado por algo que me acecha en

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el futuro —como a casi todos los sereshumanos, me angustian algunas cosas—.Yo medito exactamente como vivo: conmiedos, con imágenes, con conceptos.Habrá quien medite y vea sobre todo supasado: serán los nostálgicos; o quienmedite y más que nada vea a su pareja:serán los enamorados; o quien seavíctima de un montón de estímulos sinorden ni concierto: los dispersos. Nadiese sienta a meditar con lo que no es.

Pero no basta sentarse en silencio,hay que observar lo que sucede dentro:esas son las reglas del juego. Cuantomás observas, más aceptas: es una leymatemática, aunque familiarizarte conella podrá costar más o menos. Al

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sentarse en silencio se obtiene un espejode la propia vida y, al tiempo, un modopara mejorarla. La observación, lacontemplación, es efectiva. Mirar algono lo cambia, pero nos cambia anosotros. El cambio es, por tanto, elmejor baremo de la vitalidad de unavida. Pero el cambio, y esto es locapital, puede vivirse de forma nodramática.

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Es habitual que prolonguemos yagrandemos nuestros sentimientos parasentir que estamos vivos, que nos pasan

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cosas y que nuestra vida es digna decontarse. Por supuesto que la vida essiempre una interpelación y que todossomos tocados por ella; pero ¿cuántasde nuestras reacciones son auténticasreacciones a la interpelación de la viday cuántas, en cambio, son simplesdecisiones mentales que han tomado lainterpelación como excusa, pero que lahan dejado, definitivamente, muy atrás?En mi opinión, nos inventamos nuestrosestados de ánimo en una gran medida.Somos responsables de nuestro estarbien o mal. Esas prolongacionesartificiales de las emociones puedencontrolarse y hasta abortarse gracias a lameditación, cuyo propósito real, tal y

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como yo lo entiendo, es enseñar a vivirla vida real, no la ficticia.

¿Las emociones? No son más que lacombinación de determinadassensaciones corporales condeterminados pensamientos. ¿El estadoanímico? Una emoción más o menosprolongada. Las emociones y estadosanímicos tienen su propiofuncionamiento, pero, si nos loproponemos, nosotros somosinfinitamente más poderosos que ellos.Podemos no secundar una emoción;podemos hacer frente a un estado deánimo. Podemos crear el estado deánimo que deseemos. Podemos escogerqué papel representar en la función o,

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incluso, no representar ninguno y asistira ella cual espectadores. La funciónpuede continuar y nosotros marcharnos,o terminar y nosotros quedarnos. Elpotencial de nuestra soberanía essobrecogedor.

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Desde esta perspectiva podría definir lameditación como el método espiritual (ycuando digo «espiritual» me refiero abúsqueda interior) para desenmascararlas falsas ilusiones. Buena parte denuestra energía la derrochamos enexpectativas ilusorias: fantasmas que se

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desvanecen en cuanto los tocamos. Loilusorio es siempre producto de lamente, a la que gusta distraer al hombrecon engaños, llevarle a un campo debatalla donde no hay guerreros, solohumo, y aturdirlo hasta dejarle sincapacidad de reacción.

Quienes nos dedicamos a laliteratura tenemos muy claro que lo quebrota de la mente está muerto y que vive,en cambio, lo que brota de un fondomisterioso al que, a falta de un nombremejor, llamaré yo auténtico. Este fondomisterioso —el yo auténtico, no elpequeño yo— es el espacio que seintenta frecuentar durante la meditación.Ese fondo misterioso es como un

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escenario vacío. Justo porque estávacío, las cosas que entran en él puedendistinguirse. Meditar es apartar de eseescenario las marionetas que sedescubren ilusorias para poderdistinguir lo que ahí llegue a irrumpir.Entre tantas marionetas ilusorias,habitualmente no distinguimos qué esreal. Por eso, la tarea de quien se sientaa meditar es, fundamentalmente, delimpieza interior. Nos asusta elescenario vacío; nos da la impresión deque nos aburriremos en esa desolación.Pero ese vacío es nuestra identidad másradical, pues no es otra cosa que puracapacidad de acogida.

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He llegado a estas conviccionesmediante la única pregunta necesaria:¿quién soy yo? Al intentar responder, mepercaté de que cualquier atributo quepusiera a ese «yo soy», cualquiera,pasaba a ser, bien mirado,escandalosamente falso. Porque yopodía decir, por ejemplo, «soy Pablod’Ors»; pero lo cierto es que tambiénsería quien soy si sustituyera mi nombrepor otro. De igual modo, podía decir«soy escritor»; pero, entonces,¿significaría eso que yo no sería quiende hecho soy si no escribiera? O, «soycristiano», en cuyo caso, ¿dejaría de ser

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yo mismo si renegase de mi fe?Cualquier atributo que se ponga al yo,aun el más sublime, resulta radicalmenteinsuficiente. La mejor definición de mí ala que hasta ahora he llegado es «yosoy». Simplemente. Hacer meditación esrecrearse y holgar en este «yo soy».

Esta holganza o recreación, siprocede por los cauces oportunos,produce el mejor de los propósitosposibles: aliviar el sufrimiento delmundo. Uno se sienta a meditar con susmiserias para, gracias a un proceso deexpiación interna, llegar a ese «yo soy».Y uno se sienta con el «yo soy» paraalimentar la compasión. Pero no essencillo llegar a este punto, puesto que

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nunca terminamos de purgar.Todo el mundo parece sediento de

alguna cosa, y casi todos van corriendode aquí para allá buscando encontrarla ysaciarse con ella. En la meditación sereconoce que yo soy sed, no solamenteque tengo sed; y se procura acabar conesas locas carreras o, al menos,ralentizar el paso. El agua está en la sed.Es preciso entrar en el propio pozo. Estaprofundización nada tiene que ver con latécnica psicoanalítica del recuerdo, nicon la llamada composición de lugar, unmétodo tan querido por la tradiciónignaciana. ¿Qué entonces?

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Entrar en el propio pozo supone vivir unlargo proceso de decepción, y elloporque todo sin excepción, una vezconseguido, nos decepciona de un modou otro. Nos decepciona la obra de arteque creamos, por intenso que hayapodido ser el proceso de creación ohermoso el resultado final. Nosdecepciona la mujer o el hombre conquien nos casamos, porque al final noresultó ser como creímos. Nosdecepciona la casa que hemosconstruido, las vacaciones queproyectamos, el hijo que tuvimos y queno se ajusta a lo que esperábamos de él.

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Nos decepciona, en fin, la comunidad enla que vivimos, el Dios en quiencreemos, que no atiende a nuestrosreclamos, y hasta nosotros mismos, quetan prometedores éramos en nuestrajuventud y que, bien mirado, tan pocohemos logrado llevar a término. Todoesto, y tantas otras cosas más, nosdecepciona porque no se ajusta a la ideaque nos habíamos hecho. El problemaradica, por tanto, en esa idea que noshabíamos hecho. Lo que decepciona, enconsecuencia, son las ideas. Eldescubrimiento de la desilusión esnuestro principal maestro. Todo lo queme desilusiona es mi amigo.

Cuando dejas de esperar que tu

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pareja se ajuste al patrón o idea que tehas hecho de ella, dejas de sufrir por sucausa. Cuando dejas de esperar que laobra que estás realizando se ajuste alpatrón o idea que te has hecho de ella,dejas de sufrir por este motivo. La vidase nos va en el esfuerzo por ajustarla anuestras ideas y apetencias. Y estosucede incluso después de unaprolongada práctica de meditación.

No hay que dar falsas esperanzas anadie; es un flaco favor. Hay que entraren la raíz de la desilusión, que no es otraque la perniciosa fabricación de unailusión. La mejor ayuda que podemosprestarle a alguien es acompañarle en elproceso de desilusión que todo el mundo

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sufre de una manera u otra y casiconstantemente. Ayudar a alguien eshacerle ver que sus esfuerzos estánseguramente desencaminados. Decirle:«Sufres porque te das de bruces contraun muro. Pero te das contra un muroporque no es por ahí por donde debespasar». No deberíamos chocar contra lamayoría de los muros contra los que dehecho chocamos. Esos muros nodeberían estar ahí, no deberíamoshaberlos construido.

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Siempre estamos buscando soluciones.

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Nunca aprendemos que no hay solución.Nuestras soluciones son solo parches, yasí vamos por la vida: de parche enparche. Pero si no hay solución, enbuena lógica es que tampoco hayproblema. O que el problema y lasolución son la misma y única cosa. Poreso, lo mejor que se puede hacer cuandose tiene un problema es vivirlo.

Nos batimos en duelos que no sonlos nuestros. Naufragamos en mares porlos que nunca deberíamos habernavegado. Vivimos vidas que no son lasnuestras, y por eso morimosdesconcertados. Lo triste no es morir,sino hacerlo sin haber vivido. Quienverdaderamente ha vivido, siempre está

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dispuesto a morir; sabe que ha cumplidosu misión.

Todas nuestras ideas deben morir,para que por fin reine la vida. Y todasquiere decir todas, también la idea quepodamos habernos hecho de lameditación. Yo, por ejemplo, empecé ameditar para mejorar mi vida; ahoramedito sencillamente para vivirla. Si lopienso bien, nunca vivo tanto comocuando me siento a meditar. Porque noes que viva más cuando medito, pero símás conscientemente, y la conciencia —como ya he dicho— no es otra cosa queel contacto con uno mismo.

Así que meditar es para mí estarconmigo, mientras que cuando no medito

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no sé en verdad dónde estoy. No se tratafundamentalmente de ser más feliz omejor —lo que viene por añadidura—,sino de ser quien eres. Estás bien con loque eres, eso es lo que se debecomprender. Ver que estás bien comoestás, eso es despertar.

La dicha no es ausencia de desdicha,sino conciencia de la misma. En cuantoarrojamos luz sobre nuestra desdicha,esta pierde buena parte de su mordiente.La desdicha es poderosa y hace estragossi somos inconscientes de su causa y desus ramificaciones. El dolor deja de sertan doloroso cuando te acostumbras a él.No sé bien cómo he llegado a semejantehallazgo. Como tampoco sé cómo es que

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he logrado ser tan perseverante en mipráctica diaria de meditación, a la quesoy tan fiel desde hace algo más de unquinquenio como lo soy a la práctica dela escritura desde hace,aproximadamente, un par de décadas.

Al principio me preocupaba muchocuando, por algún motivo, dejaba demeditar algunos días. Con el tiempo medi cuenta de que siempre volvía alsilencio, que había algo en él que mellamaba. En la meditación hay algo que,una vez que se ha apoderado de ti, esdifícil de erradicar. También es difícilsaber con precisión de qué se trata. Escomo si hubiéramos nacido para estarsentados en silencio; o como si

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hubiéramos nacido para acompañar lapropia respiración, o para repetirincesante y lentamente una jaculatoria,en la esperanza de llegar algún día adisolvernos en ella.

El silencio es una llamada, pero nouna llamada personal —como decimoslos cristianos que hemos sentido habersido elegidos para una singular vocación—, sino una llamada puramenteimpersonal: el imperativo a entrar no sesabe dónde, la invitación a despojarsede todo lo que no sea sustancial, en lacreencia de que desnudos nosencontraremos mejor a nosotros mismos.Algo o alguien dice dentro del hombre:enmudece, escucha. Uno nunca puede

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estar seguro de haber oído realmente esavoz, pero si de hecho enmudece yescucha con regularidad es queprobablemente la ha oído. De no ser así,no encontraríamos las fuerzas paraenmudecer y escuchar.

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La promesa de la meditación es la másmisteriosa de cuantas conozco, pues noes una promesa a nada en particular: ni ala gloria, ni al poder, ni al placer…Quizá sea una promesa a la unidad, o auna especie de costosa serenidad, o a lalucidez, o… ¡palabras!

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El silencio crea cierta adicción.Tiene una primera fase, primerísima, deencantamiento. «¡Qué paz! ¡Qué bien seestá!», nos decimos. O: «¡Por finsilencio!». Pero bastan pocos minutos, oen el mejor de los casos horas, para queesa agradable sensación se disipe y elsilencio muestre su cara más árida: eldesierto.

Aquello que uno tiene querecapitular o decirse puede ventilarse enla mayoría de los casos en un tiemporelativamente breve. Pero lo que menosimporta de la experiencia del desierto eslo que nosotros creemos tener quedecirnos; importa, por contrapartida, loque el silencio quiere decirnos a nuestro

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pesar. Así como el espectador a quiendisgusta un espectáculo puedeabandonar su butaca y, sencillamente,marcharse, el verdadero hombre demeditación permanece en su puesto auncuando la película que se proyecta en suinterior no le agrade en absoluto. Sobretodo entonces debe permanecer.

Somos tan misteriosos que llega elmomento en que hasta eso que nosdisgusta llega a entretenernos ydivertirnos. Sin quitar su carácterdoloroso y frustrante, esa molestapelícula interior también puedeconsiderarse divertida bajo cierto puntode vista. Resulta divertido comprobarcómo luchamos por convertirnos en

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nosotros mismos. ¿Divertido? Pues sí.Verse de verdad a uno mismo esrealmente fascinante y divertido. Al fin yal cabo por eso vamos al cine o leemosnovelas: para que nos cuenten cómosomos, para identificarnos con elprotagonista.

O eres consciente de tus enfados, detus nervios, de tus preocupaciones…, olos nervios, la preocupación o el enfadote dominarán. Es así de sencillo: si nopiensas en ellos, ellos pensarán por ti yte llevarán donde no quieres. Pregúntatepor qué estás enfadado, de dónde habrotado tu preocupación, cómo es quehas empezado a estar nervioso…Comprobarás que esa indagación resulta

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curiosísima y hasta divertida. Ser lo queuno es ha pasado a convertirse en elmáximo desafío.

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La práctica de la meditación a la que meestoy refiriendo puede seguramenteresumirse en saber estar aquí y ahora.No otro lugar, no otro tiempo. Estosignifica que se trata de una práctica dere-unificación, de re-unión. Queremosestar con nosotros: nuestra inconscienciahabitual lo rehuye, pero nuestraconciencia más honda lo sabe.

Cuesta mucho bajar a esas

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profundidades donde late esta sabiduría;la mayoría de las personas que conozcono frecuenta esta zona de su ser jamás.Hasta ignoran que exista algo así.También hay quien se mofa de quieneshablamos en estos términos. Estosúltimos son, por lo general, ratas debiblioteca; solo han leído, no hanvivido, piensan que el mundo cabe enuna categoría mental.

La meditación en silencio y quietudes el camino más directo y radical haciael propio interior (no recurre a laimaginación o a la música, por poner unpar de ejemplos, como sucede en otrasvías), y eso requiere un temple desoldado y una firme determinación. No

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es excepcional que quien se decida poruna meditación tan dura y seca comoaquella de la que estoy hablando hayapasado por otras muchas disciplinasespirituales de búsqueda interior; ytampoco es excepcional, según hepodido constatar, que muchos salganespantados tras las primeras sentadas.¿Por qué? Porque se trata de algo muyfísico y muy sobrio.

Es cierto que son muchos losintelectuales que, sin haberse sentado ameditar ni una sola vez, se han sentidoatraídos por el silencio; pero talfascinación, si no va acompañada por lapráctica, sirve de muy poco. En lameditación silenciosa y en quietud no

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hay adornos ni florituras: basta unahabitación que no esté demasiadocaldeada ni demasiado fría; basta unbanquito o un cojín para sentarse y unaesterilla; acaso incienso muy suave, oincluso un pequeño altar con una velaencendida… Todo está al servicio delrecogimiento, todo invita a lainteriorización.

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Para sentarse a meditar hace falta unaextraordinaria humildad, es decir, unestar dispuesto a dejar los ideales y lasideas y a tocar la realidad. Meditar

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ayuda a no tomarse a sí mismo tan enserio (una escuela de sana auto-relativización) y exige mucha paciencia,constancia y determinación. Tanta máspaciencia, constancia y determinación seadquirirán cuanto más nos sentemos ameditar. De ahí la importancia deencontrar un grupo con el que,regularmente, sentarse a meditar.

Aunque uno esté a solas y ensilencio ante el misterio, es bueno saberque a tu lado hay otros —tambiénsilenciosos y solitarios— ante el mismomisterio. Quienes meditamos solemosser pájaros solitarios. Habrá otrospájaros en la bandada, pero cada cualseguirá su propio ritmo. De hecho, entre

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los Buscadores de la Montaña, que es elnombre del grupo con el que me sientoocasionalmente a meditar, nos cuidamosmucho de evitar la comparación entreunos y otros, que es siempre lo quedestruye cualquier agrupación humana.A mi modo de ver, estos buscadores conquienes me reúno son más unacongregación de solitarios que unacomunidad. Pero una congregación queestimula la propia práctica, y no solopor la energía que los meditadoresgeneran, sino porque, estimulado por elejemplo ajeno, se tiende a ser másexigente con uno mismo. Tener un grupode compañeros con quienes reunirse ameditar es un gran tesoro, y tener un

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maestro o acompañante ante quienexponer las propias dudas y temores esmuy recomendable para avanzar en estavía.

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Puedes ostentar importantes cargos oninguno, ser letrado o analfabeto, habertenido miles de experiencias o muypocas, venir de largos viajes o de unpueblo pequeño y desconocido: nada deeso es una condición y mucho menos unimpedimento para poder meditar. Noimporta cuál haya sido tu pasado. Nocuenta el equipaje que lleves contigo,

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sino tú, solo tú, todo lo demás esindiferente o, incluso, puede llegar aestorbar.

El respeto que siento hacia quienconsidero mi maestro es máximo, y nosolo por las luminosas palabras quesiempre me ha brindado, sino por suincreíble sentido del humor. ElmarSalmann, así se llama, se ríe de todo,pero fundamentalmente de sí mismo.Acostumbrados como estamos aencararnos con gente infinitamentepreocupada por su imagen y reputación,resulta poco menos que inauditoencontrarnos ante alguien a quien resultaindiferente lo que pienses o dejes depensar de él. Esto maravilla por su

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rareza, pero sobre todo por la soberaníaque comporta. Atrae porque es a lo quetodos estamos llamados: al olvido de sí.

Entre todas las cosas que seinterponen entre nosotros y la realidad,entre todas esas cosas que nos impidenvivir porque actúan como filtrosdeformadores, la más dura de erradicares lo que en el budismo zen se conocecomo ego. Tanto Salmann, que ademásde monje benedictino es un auténticosabio, como los tres maestros zen conquienes, en mayor o menor medida, heestado relacionado (Carmen Monske,Anton Tenkei y Pedro Vidal) hanpresentado a su ego una batalla sincuartel. Constatarlo, comprobar cómo lo

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han domeñado sin por ello perder sucarácter, es aleccionador. Todos ellos semueven con resolución y dicensencillamente lo que tienen en elcorazón y en la cabeza, sin que parezcaque les preocupe la repercusión oimpresión que puedan provocar. En suspalabras no hay más que las palabrasque han proferido. No hay una intenciónulterior. No hay que profundizar en loque dicen, no hay que desentrañarlo ointerpretarlo. Simplemente hay quetomarlo tal cual, si se desea; o dejarlode lado si no son las palabras oportunaspara ti en ese momento.

En todo esto que escribo a propósitode estos maestros, pero en particular de

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quien considero el mío, no hay ningunamitificación. Siendo como es, sinestrategia de ninguna clase, Salmannpone a las claras que yo no soy aúnquien verdaderamente soy, sino todavíaalguien demasiado artificioso einnecesariamente complejo. Sinembargo, nunca he salido avergonzadode mí tras haber mantenido con él unaconversación. Diría más bien que salgorejuvenecido. Diría que el simple hechode colocarse ante una persona auténticarejuvenece.

Nuestros coloquios o entrevistasnunca han transcurrido en términoséticos o morales —como es bastantehabitual en el catolicismo—, sino

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puramente fenoménicos, por así decir:constatamos hechos y, como máximo, élme brinda una posible hermenéutica delos mismos: algo así como pistas paratrabajar o un horizonte al que tender.Salmann siempre me ha brindado amigospara el camino (autores y libros en cuyaestela situarse para enganchar con susintuiciones y beber de su manantial); unmapa, sencillo pero coherente con el queorientarme en ese territorio tanresbaladizo e inexplorado que es elalma; y, en fin, algo así como la aperturade un enorme panorama gracias al cualpuede uno volver a respirar y aemocionarse ante la plenitud de lo quetiene delante. Cuando estoy caído, el

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maestro no me levanta, pero me muestracon elegancia que es mucho mejor estarde pie. Y me enseña a reírme de misresistencias. En sus enseñanzas hay unaperfecta combinación entre exigencia eindulgencia, entre humor y gravedad.

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Cuando uno se busca a sí mismoadecuadamente, lo que acabaencontrando es el mundo. En verdad, yono cambio jamás, o cambio muy poco,pero cambia el modo en que me enfrentoconmigo mismo, y eso es capital. Comoen el arte, como en la vida, el punto de

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vista no es en la meditación un meromatiz, sino la clave de bóveda o lapiedra angular.

Para observarse bien a sí mismo, lamirada debe ser oblicua o lateral, nuncadirecta. Tendemos a escaparnos denosotros mismos cuando nos miramosdirectamente. En oblicuo, en cambio,como queriendo engañar al yo al quemiramos, ese yo sustancial permanecemás tiempo y podemos reparar en él,siendo por fin conscientes de lo queobservamos. Es así como hecomprendido que lo que realmentebuscamos es al buscador, y que en unameditación bien realizada todo sedesvanece o esfuma menos precisamente

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aquel que observa. Eso, el observador,el testigo, es lo permanente.

Cuando se marchan los pensamientosy sentimientos, las imágenes e ideas,¿qué es lo que queda? Queda lo quebuscas, y es a eso a lo que convienemirar oblicuamente. Esa mirada oblicuadebe ser atenta, pero no fija. No consisteen mirar penetrantemente, intentandocalar hondo o desentrañar quién sabequé cosas, sino mirar amorosamente, sinpretensión, como quien espera unarevelación sin ninguna prisa. En el zense dice que un monje sin iluminación novale nada; pero también que el caminoes la meta. De forma que lo importantees esa espera que, como la gota de agua

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que cae sobre una roca, vaperforándonos muy poco a poco.

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Casi todos los frutos de la meditación seperciben fuera de la meditación.Algunos de estos frutos son, porejemplo, una mayor aceptación de lavida tal cual es, una asunción más cabalde los propios límites y de los achaqueso dolores que se arrastren, una mayorbenevolencia hacia los semejantes, unamás cuidada atención a las necesidadesajenas, un superior aprecio a losanimales y a la naturaleza, una visión

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del mundo más global y menos analítica,una creciente apertura a lo diverso,humildad, confianza en uno mismo,serenidad… La lista podría alargarse.

En la práctica constante de lameditación se comprueba que si hasroturado tu conciencia a conciencia y tehas abonado bien, todo creceráespléndidamente. Vivir es prepararsepara la vida. Todo esfuerzo que seinvierte en uno mismo da fruto tarde otemprano. Claro que los frutos suelentardar en cosecharse, pero se cosechan,vaya que se cosechan: que se lo digan alos artistas que, tras largos años deformación, dan a luz, graciosamente,como si nada, una obra maestra. No ha

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sido graciosamente, no ha sido como sinada. El tronco tenía raíz, la fruta estabamadura.

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La mirada al vacío que se practicadurante la meditación silenciosa y enquietud tiende gradualmente a llevarsefuera del tiempo que se consagra a ella,de forma que se aprende a estar en elmundo en actitud receptiva, no posesiva,respetuosa, no violenta… También esuna buena práctica observar todos estoscambios en el propio carácter otemperamento. Estas transformaciones

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temperamentales o de conducta puedenresumirse en una: la disolución delpequeño yo. Llamo ego o pequeño yo aesas identificaciones falsas a las quesolemos sucumbir. Esos espejismos quenos hacen correr en pos de la nada vanreduciéndose paulatinamente cuanto másse medita. Es obvio que ese pequeño yose revuelve y se resiste; es obvio quenuestro falso yo tiende trampas alverdadero para que las cosas se quedencomo están; y es obvio, por último, quecon frecuencia hay pasos hacia atrás.Porque el ego siempre reaparece,aunque transformado, pues nadie puedevivir sin él.

Una de las principales amenazas a

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todo este proceso de purificacióninterior radica en la creencia —sostenida en realidad por quienes no hanmeditado o lo han hecho muy poco—que toda esta preocupación por el yo nosirve para ayudar a los demás. A esterespecto diré algo que he afirmado confrecuencia y que suele sorprender: laideología del altruismo se ha colado ennuestras mentes occidentales, sea por lavía del cristianismo, sea por la delhumanismo ateo. En el budismo zen, porel contrario, parece estar muy claro queel mejor modo para ayudar a los demáses siendo uno mismo, y que es difícil —por no decir imposible— saber qué esmejor para el otro, pues para ello habría

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que ser él, o ella, y estar en suscircunstancias. Dicho con mayorrotundidad: toda ayuda a cualquier tú espuramente voluntarista o superficialhasta que no se descubre que yo soy tú,que tú eres yo y que todos somos uno.Lo más acertado parece ser, enconsecuencia, dejar que el otro sea loque es. Creer que uno puede ayudar escasi siempre una presunción. En el zense enseña a dejar a los demás en paz,porque poco de lo que les sucede esrealmente asunto tuyo. Casi todosnuestros problemas comienzan pormeternos donde no nos llaman.

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Es evidente que para un occidental todoesto puede sonar muy cómodo y hastairreal. Pero nada más lejos de larealidad: permanecer donde a uno lecorresponde no es tarea fácil; ir solo adonde realmente se nos llama es máscomplicado de lo que parece a primeravista. Si somos sinceros, reconoceremosque pocas personas son las que nos hanayudado de verdad, si bien son muchaslas que lo han intentado (o dicen haberlointentado). En el zen no se intenta nada:se hace o no se hace, pero no se intenta.Y hay en el zen —como en el taoísmo engeneral— una singular preferencia por

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el no-hacer, convencido como está deque buena parte de las cosas en estemundo funcionaría mejor sin laintervención humana, que tiende aviolentar su ritmo natural o a crearefectos secundarios de incalculablesproporciones.

Lo gracioso —por no decir patético— es que el hombre está montado en lavida y pretende salir ileso de ella. Talpretensión de chapotear en el barro sinembarrarse es, ciertamente, ilusoria. Yes que cuanto más intentamos evitar losembates de la vida, tanto más se empeñaesta en que nos percatemos de lo que eso puede llegar a ser.

Puesto que estamos en la vida,

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¡vivámosla! Eso parece lo más sensato.Si hemos de aprender a nadar, es mejorque nos lancemos al agua y que nopasemos demasiado tiempopensándonoslo en la orilla. Este esexactamente nuestro problema en lavida: los titubeos, los miedos, las dudassistemáticas, el temor a vivir. Siemprees más inteligente lanzarse a la aventura.La meditación desenmascara nuestrosmecanismos de protección, los proyectaen tamaño gigante en la pantalla denuestra conciencia, nos muestra todo loque hemos perdido por culpa de esassalvaguardas fomentadas por lasconvenciones sociales y presiones detodo género.

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Como cualquier otro método serio deanálisis interior, la meditaciónsilenciosa y en quietud subraya lafalacia de atribuir al otro lo que solo anosotros corresponde. En realidad, bastaquerer algo con la suficiente intensidadpara conseguirlo. Suena a utopía, peronada hay tan indestructible como unhombre convencido. Ningún obstáculoes infranqueable cuando hay verdaderafe. La meditación fortalece esa fe y, conmirada ardiente, derrite los obstáculosque encuentra en el camino como sifueran bloques de hielo incapaces deresistirse al fuego de una pasión.

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Uno debe sentarse a meditardispuesto a entregarlo todo, como unsoldado que acude a la guerracompletamente solo. Porque a la hora dela verdad, es así como estamos: solos.Al final de un camino siempre estamossolos y, a veces, también a la mitad deese camino lo estamos. Raramente, encambio, al principio. Ni la pareja ni lafamilia ni los amigos… Ni siquiera Diosparece acudir en nuestra ayuda en losmomentos decisivos. Todos están muyocupados en sus cosas, y nosotrosdebemos estarlo en las nuestras. No setrata de egoísmo o de indiferencia, sinode simple responsabilidad: hay queresponder de lo propio. En el tribunal de

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nuestra conciencia, tenemos que darcuenta de lo que hemos recibido. De loque vamos a dejar en el mundo antes demorir y abandonarlo.

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Yo, naturalmente, no sé bien qué es lavida, pero me he determinado a vivirla.De esa vida que se me ha dado, noquiero perderme nada: no solo meopongo a que se me prive de las grandesexperiencias, sino también y sobre todode las más pequeñas. Quiero aprendercuanto pueda, quiero probar el sabor delo que se me ofrezca. No estoy dispuesto

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a cortarme las alas ni a que nadie me lascorte. Tengo más de cuarenta años y sigopensando en volar por cuantos cielos seme presenten, surcar cuantos marestenga ocasión de conocer y procrear entodos los nidos que quieran acogerme.Deseo tener hijos, plantar árboles,escribir libros. Deseo escalar lasmontañas y bucear en los océanos. Olerlas flores, amar a las mujeres, jugar conlos niños, acariciar a los animales.Estoy dispuesto a que la lluvia me mojey a que la brisa me acaricie, a tener fríoen invierno y calor en verano. Heaprendido que es bueno dar la mano alos ancianos, mirar a los ojos de losmoribundos, escuchar música y leer

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historias. Apuesto por conversar conmis semejantes, por recitar oraciones,por celebrar rituales. Me levantaré porla mañana y me acostaré por la noche,me pondré bajo los rayos del sol,admiraré las estrellas, miraré la luna yme dejaré mirar por ella. Quieroconstruir casas y partir hacia tierrasextranjeras, hablar lenguas, atravesardesiertos, recorrer senderos, oler lasflores y morder la fruta. Hacer amigos.Enterrar a los muertos. Acunar a losrecién nacidos. Quisiera conocer acuantos maestros puedan enseñarme yser maestro yo mismo. Trabajar enescuelas y hospitales, en universidades,en talleres… Y perderme en los

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bosques, y correr por las playas, y mirarel horizonte desde los acantilados. En lameditación escucho que no deboprivarme de nada, puesto que todo esbueno. La vida es un viaje espléndido, ypara vivirla solo hay una cosa que debeevitarse: el miedo.

De todos los dilemas que conozco,el mejor de ellos es la vida misma.¿Quién puede resolverlo? La vida estodo menos segura, pese a nuestrosabsurdos intentos para que lo sea. O sevive o se muere, pero quien decida loprimero debe aceptar el riesgo. Estamosa la mesa, ante el tablero, todo se haconjurado para que cojamos el cubilete,lo agitemos y echemos los dados. Me

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entristece pensar que hay muchos quetienen ese cubilete entre sus manos y quehasta llegan a agitarlo, pero sin permitirque esos dados, juguetones y ruidosos,salgan disparados y rueden sobre eltablero. Y me entristece que hayamuchos que pasen la vida con la miradapuesta en ese tablero pero sin decidirsea jugar jamás, muchos que dudan sobresi deberían o no sentarse a la mesa delbanquete, dispuesta para ellos; muchosque van al río y no se bañan, o a lamontaña y no la suben, o a la vida y nola viven, o a los hombres y no les aman.Tengo la impresión de que la meditaciónse ha inventado solo para erradicar elmiedo. O al menos para encararlo y

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aceptarlo, para ponerle los cotosprecisos de forma que no pueda derivaren pánico.

Se puede vivir sin pelear contra lavida. ¿Por qué ir en contra de la vida sise puede ir a su favor? ¿Por qué plantearla vida como un acto de combate enlugar de como un acto de amor? Basta unaño de meditación perseverante, oincluso medio, para percatarse de que sepuede vivir de otra forma. Lameditación agrieta la estructura denuestra personalidad hasta que, de tantomeditar, la grieta se ensancha y la viejapersonalidad se rompe y, como una flor,comienza a nacer una nueva. Meditar esasistir a este fascinante y tremendo

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proceso de muerte y renacimiento.

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Por supuesto que es posible vivir sinnacer dos veces, pero no compensa. Esmejor renacer, y no ya dos veces, sinomuchas: todas las que seamos capaces.¿Cuántas vidas caben en una? Esto esimportante porque la magia de losinicios no la tienen los desarrollos. Hayalgo único en toda génesis: una fuerza,un impulso… Lo más decisivo decualquier actividad —también de unasentada de meditación— es el comienzo:la disposición inicial, la energía que se

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imprime, el aliento o entusiasmoprimeros… Siempre que sufrimos algúnembate serio en la vida, estamosllamados a renacer de nuestras cenizas,a reinventarnos.

Imagínate por un momento lo quemás deseas e imagínate también que nolo consigues. Pues bien, puedes ser felizsin conseguirlo: eso es lo que da lameditación. La frustración puedeelaborarse creativamente, sinresignación. Todos podemos desearcosas, pero a sabiendas de que nuestrarealización humana no depende de laconsecución de las mismas. En realidad,voy comprendiendo que siempre sucedelo que tiene que suceder. Lo que sucede

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es siempre lo mejor de lo que podríahaber sucedido. El devenir es muchomás sabio que nuestras ideas o planes.Pensar lo contrario es un error deperspectiva y la causa última de nuestrosufrimiento y de nuestra infelicidad.Solo sufrimos porque pensamos que lascosas deberían ser de otra manera. Encuanto abandonamos esta pretensión,dejamos de sufrir. En cuanto dejamos deimponer nuestros esquemas a larealidad, la realidad deja de presentarseadversa o propensa y comienza amanifestarse tal cual es, sin ese patrónvalorativo que nos impide acceder a ellamisma. El camino de la meditación espor ello el del desapego, el de la ruptura

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de los esquemas mentales o prejuicios:es un irse desnudando hasta que setermina por comprobar que se estámucho mejor desnudo.

Estamos tan lamentablementeapegados a nuestros puntos de vista quesi pudiéramos vernos con ciertaobjetividad sentiríamos vergüenza yhasta compasión por nosotros mismos.El mundo tiene graves problemas porresolver y el ser humano está, por logeneral, embebido en problemasminúsculos que ponen de manifiesto sucortedad de miras y su incorregiblemezquindad. El principal fruto de lameditación es que nos hace magnánimos,es decir, nos ensancha el alma: pronto

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empiezan a caber en ella más colores,más personas, más formas y figuras…En realidad, tanto más noble es un serhumano cuanto mayor sea su capacidadde hospedaje o acogida. Cuanto másvacíos estemos de nosotros mismos, máscabrá dentro de nosotros. El vacío de sí,el olvido de sí, está en proporcióndirecta con el amor a los demás. Cristoy Buda son, en este sentido, los modelosmás insignes que conozco.

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El apego es completamenteindependiente de aquello a lo que se

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está apegado. Podemos sentir apegohacia nuestra madre, pero también haciaun simple cuaderno (¡y este segundoapego puede ser incluso más visceralque el primero!). El apego tiene que vercon el aparato ideológico que rodea a loque tenemos y, sobre todo, a nuestramanera de tener o no tener. Lameditación es una manera para purgar elapego; de ahí que no sea agradable enprimera instancia. Solo atravesada esavía purgativa es también la meditaciónuna vía iluminativa; pero el caminomerece la pena recorrerlo aun cuando nose llegue a una gran iluminación. Lasimple purgación —y no es simple—compensa.

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En el fondo da igual si se avanzamucho o poco, lo importante es avanzarsiempre, perseverar, dar un paso cadadía. La satisfacción no se obtiene en lameta, sino en el camino mismo. Elhombre es un peregrino, un homo viator.

En la meditación he aprendido —estoy aprendiendo— que nada es másfuerte que yo si no me apego a ello. Porsupuesto que las cosas me tocan, losvirus me infectan, las corrientes mearrastran o las tentaciones me tientan;por supuesto que tengo hambre si nocomo, sed si no bebo, sueño si noduermo; por supuesto que soy sensible ala caricia de una mujer, a la manoextendida de un mendigo, al lamento de

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un enfermo o al grito de un bebé. Perouna vez tocado o infectado, tentado oarrastrado, una vez enamorado oafligido soy yo quien decide —comoseñor— cómo vivir esa caricia o esabofetada, ese grito o ese gemido, cómoreaccionar a esa corriente o responder aese reclamo. Mientras pueda decir «yo»,soy el señor; soy también criatura, desdeluego, pero tengo una conciencia que,sin dejar mi condición de criatura, meeleva a un rango superior.

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Ningún hombre se perderá

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irremediablemente si frecuenta suconciencia y viaja por su territoriointerior. Dentro de nosotros hay unreducto en el que podemos sentirnosseguros: una ermita, un escondite en elque cobijarnos porque ha sidopreparado con este fin. Cuanto más seentra ahí, más se descubre lo espaciosoque es y lo bien equipado que está. Ahí,en verdad, no falta de nada. Es un sitioen el que muy bien se puede morar.

Al principio, por su oscuridad, paraguiarse por ese refugio se precisa de unalinterna; pero luego nuestros ojos se vanacostumbrando a las tinieblas y, al cabo,ni siquiera se comprende cómo, paraestar ahí, pudimos un día necesitar de la

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luz artificial. ¡Está todo tan claro! ¡Todoresulta tan luminoso!

En el país de la propia concienciahay muchas moradas. Es como uncastillo con muros, torreones y puenteslevadizos. Es como una isla o, mejor,como un archipiélago. Ahí eres dueño yseñor como no imaginabas que podíasllegar a serlo de ningún reino. Das unaorden y te obedecen; tus deseos secumplen antes de que los hayasformulado. Es un lugar lleno y vacío a lavez. En él estás solo, pero no te sientessolo. Ese territorio es un mundo, tumundo, el espejo de otro mundo, elmundo mismo pero concentrado,dilatado, expandido: tu hogar.

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Esa casa tan grande y hermosa es loque somos. Yo soy eso, tú eres eso; losepamos o no, somos los señores detodo un reino. La extensión de nuestrosdominios es formidable y triste lainconsciencia con que lo regentamos.

La meditación fortalece la necesariadesconfianza en el mundo externo y laimprescindible confianza en nuestroverdadero mundo, que solemosdesconocer. Si meditamos, nuestrasfacciones se suavizan y nuestraexpresión se transfigura. Seguimos aquí,en esta tierra, pero es como si ya niperteneciéramos a ella. Habitamos enotro país, poco frecuentado, yatravesamos los campos de batalla sin

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ser heridos. No es que las flechas no senos claven o las balas no se hundan ennuestras carnes; pero ni nos derrumbanesas balas ni esas flechas hacen quebrote la sangre. Salimos de esos camposde batalla acribillados, pero vivos:caminando y sonriendo porque no hemossucumbido y nos hemos demostradonuestra eternidad. Meditamos para sermás fuertes que la muerte.

Nadie sabe muy bien cómo es laconciencia de los seres humanos, porquenadie ha recorrido todos sus dominios.Algunos han llegado muy lejos en susexploraciones; muchos se han quedado alas puertas; la mayoría desconoce queexista un territorio así. Como un

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microcosmos, todo lo de fuera estátambién ahí: el universo, las galaxias,los árboles, los manantiales… Todo sinexcepción tiene ahí su puesto: los ríos ylas montañas, los senderos y losprecipicios, los juegos de la infancia,las máquinas. En ese espacio puedesperderte sin angustia. Das un paso yestás lejos, mil y sigues cerca. Es eljardín del estupor y de la maravilla.

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Dentro de nosotros hay un testigo. Ledemos o no juego, ese testigo estásiempre ahí. Meditar es darle entrada,

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reanimarle. Si le miramos, nos mira.Convivir con el testigo interior es muchomás inteligente que ignorarle. Es en estesentido en el que cabe decir quebuscamos al buscador. Hay un yo(auténtico) que mira al otro yo (el falso).Vivir adecuadamente, meditar, suponepermanecer en esa mirada sinpretensiones. Quien medita tarde otemprano se encuentra con ese testigo: alprincipio se difumina y aparece borroso,pero poco a poco sus contornos vansiendo más nítidos, sin que nunca llegueel momento en que lo hayamos atrapadoy podamos domesticarlo. A ese testigohay que convocarlo en la meditación,pero sobre todo hay que esperarlo.

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Aparecerá entre las brumas a veces,luego volverá a esconderse.

Más tarde, bastante más tarde,durante la meditación irá apareciendo loque podríamos llamar el testigo deltestigo. Es ahí, en ese testigo del testigo,donde hay que permanecer el máximotiempo posible. Alguien —que soy yo—me mira (al yo aparente), y alguien —quizá Dios— mira al yo que mira. A esetestigo del testigo solo se accede en lameditación muy profunda y no haypalabras para describirlo. En cuantoponemos palabras, él, ella o ello deja deestar ahí.

Pese a lo desconocido que es, delterritorio interior sí puede decirse que

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es magnético: por poco que sea lo quesepamos de él, lo cierto es que nosllama y nos atrae irremisiblemente. A mimodo de ver y sentir, es la llamada de lapatria, la llamada de la identidad. «Soytu tierra», nos dice ese territoriointerior. «Ven». Emprendemos entoncesel camino hacia esa meta: un caminotortuoso, lleno de piedras y maleza.Desbrozamos el terreno, cada vez mástransitable, hasta que de pronto, cuandonos la prometíamos felices, la metadesaparece, el camino se desdibuja yvolvemos a estar, desolados, en tierraextranjera.

La tierra prometida eres tú, eso es loque se aprende en la meditación. No

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puedes desesperar, puesto que el tesoroestá en ti y lo llevas siempre contigo; encualquier momento puedes refugiarte enél si lo deseas. Tienes una fortaleza en tucorazón, y es inexpugnable.

Desde esta perspectiva, vivir estransformarse en lo que uno es. Cuantomás entras en el territorio interior, másdesnudo estás. Primero te quitas lascosas, luego dejas atrás a las personas;primero te desprendes de la ropa, luegode la piel; poco a poco te vasarrancando los huesos, de forma que tuesqueleto —valga la metáfora— es cadavez más esencial. Cuando te lo hasquitado todo, dejas al fin tu calaveraatrás. Cuando ya no tienes ni eres nada,

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estás por fin en libertad. Eres elterritorio interior mismo: no solo estásen tu patria, eres tu patria.

Este recorrido puede hacerse envida: los grandes místicos lo han hecho,lo están haciendo. Se han vaciado tantode sí mismos que son casi transparentes.«Debes vaciarte de todo lo que no erestú», esa es la invitación que se escuchapermanentemente cuando se medita.Solo en lo que está vacío y es puropuede entrar Dios. Por eso entróJesucristo en el seno de la Virgen María.Estamos llamados, o así es al menoscomo yo lo veo, a esta fecundavirginidad espiritual.

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La pregunta por la virginidad espiritual,por la pureza del corazón o por lainocencia primordial, es la queverdaderamente cuenta; todas las demásson preguntas falsas, falsos problemas.

Vivimos vidas que no son lasnuestras; respondemos a interrogantesque nadie nos ha formulado; nosquejamos de enfermedades que nopadecemos; aspiramos a ideales ajenosy soñamos los sueños de otros. No hayexageración, es así: casi todos nuestrosproyectos de felicidad son quiméricos.Las ideas que decimos acariciar no sonnuestras; nuestras aspiraciones son las

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de nuestros padres, y hasta nosenamoramos de personas que en verdadno nos gustan. ¿Qué nos ha pasado parasucumbir a semejante impostura?Persigo algo que en el fondo no deseo.Lucho por algo que me es indiferente.Tengo una casa intercambiable con la demi vecino. Hago un viaje y no veo nada.Me voy de vacaciones y no descanso.Leo un libro y no me entero. Escuchouna frase y soy incapaz de repetirla.¿Cómo es posible que no me conmuevaante un necesitado, que no respondacuando me preguntan, que siempre mirehacia otra parte y que no esté donde dehecho estoy?

Ante esta absurda situación, yo voy a

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pararme, voy a pensar, a respirar y anacer, si es posible, por segunda vez. Noestoy dispuesto a no bailar si suena laflauta, o a no comer si me ofrecen unmanjar, o a almacenar para mañanacuando hay quien no tiene para hoy.Tampoco estoy dispuesto a creerme elombligo del mundo, ni a suponer que lomío es lo mejor, ni a martirizarme conproblemas diminutos o doloresimaginarios. Resulta lamentable haberllegado a este punto de inconsciencia, deidiotez, a este punto de insensibilidad, aeste extremo de avaricia, de soberbia,de pereza… El mundo no es un pastelque yo me tenga que comer. El otro no esun objeto que yo puedo utilizar. La

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Tierra no es un planeta preparado paraque yo lo explote. Yo no soy unmonstruo depredador. Por eso hedecidido ponerme en pie y abrir losojos. He decidido comer y beber conmoderación, dormir lo necesario,escribir únicamente lo que contribuya ahacer mejores a quienes me lean,abstenerme de la codicia y nocompararme jamás con mis semejantes.También he decidido regar mis plantas ycuidar de un animal. Visitaré a losenfermos, conversaré con los solitariosy no dejaré que pase mucho tiempo sinjugar con algún niño. De igual modo hedecidido recitar mis oraciones todos losdías, postrarme varias veces ante lo que

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considero sagrado, celebrar laeucaristía: escuchar la Palabra, partir elpan y repartir el vino, dar la paz. Cantaral unísono. Y pasear, que para mí esfundamental. Y encender la chimenea, loque también es fundamental. Y hacer lacompra sin prisa; saludar a los vecinos,aunque no me guste su cara; llevar undiario; llamar regularmente por teléfonoa mis amigos y hermanos. Y hacerexcursiones, y bañarme en el mar almenos una vez al año, y leer solo buenoslibros, o releer los que me han gustado.

La meditación —¿o debería decirsimplemente la madurez?— me haenseñado a apreciar lo ordinario, loelemental. Viviré por ello desde la ética

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de la atención y del cuidado. Y llegaréasí a una feliz ancianidad, desde dondecontemplaré, humilde y orgulloso a untiempo, el pequeño y gran huerto que hecultivado. La vida como culto, cultura ycultivo.

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Estas son mis decisiones, pero mientrasprocuro llevarlas a la vida me estácostando mucho aceptar que no voy aconseguir ni una de ellas simplementecon que me siente a meditar. Quemeditando no voy a conseguir nada enabsoluto. Porque meditar es

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infinitamente más estéril (aunquetambién infinitamente más fecundo) quetodo lo que uno pueda imaginar. Lo quehe escrito en estas páginas es un pálidoreflejo de mi experiencia; mis palabrasse quedan mucho más acá o mucho másallá… Hablar o escribir sobre lameditación silenciosa es, en verdad, unacontradicción, una paradoja. Por esomismo, a nadie servirá de mucho nadade todo esto. Más aún: lo másaconsejable sería dejar ya de leer yponerse a meditar. Porque cualquiermeditación, aun la más corta, aun la másdispersa, es buena para nuestra alma.Sentarse a meditar en silencio es casisiempre lo mejor que se puede hacer.

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En mi caso, empecé a hacermeditación porque me daba cuenta deque vivía con un deseo tan imperiosoque me quitaba la paz: el de triunfarcomo escritor. Ya entonces, hace notantos años, me daba perfecta cuenta deque ese deseo podía cumplirse o no;pero tampoco se me ocultaba que —porgrande que fuera mi triunfo— yosiempre lo consideraría insuficiente yque, en consecuencia, mi felicidad nodebía cifrarse en una expectativa tanpoco fiable. Acosado por la sed dereconocimiento y, todavía más, deposteridad, mi maestro interior meadvertía de que aquella era una carrerasin meta. A medida que fui haciendo

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meditación, la motivación inicial se fuedifuminando y aparecieron otras nuevas:ser mejor, vivir más intensamente,disfrutar más de la naturaleza, sentirmeuno con los demás… Sería falso negarque mi afán de gloria literaria hayadesaparecido por completo, e ingenuopensar que esa búsqueda —tantas vecesun motor— pueda apagarse del todo;pero ya no me desvivo tanto por estacausa ni hago depender mi bienestar desu consecución. Tengo el presentimiento—casi la convicción— de que en lasletras, como en todo lo demás, triunfaréen la medida correspondiente a misméritos. No se me pregunte por qué.

Todo esto significa que he perdido el

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utilitarismo con que comencé a meditar.Cada vez me centro más en la prácticamisma, y menos en los supuestosaledaños con que suele adornarse paraque no parezca tan seca. Porque lasobriedad tiene su encanto —eso nadieva a negarlo—, pero cuesta muchoencontrarlo. Aburre caminar por unaestepa, es mucho más entretenidohacerlo por un bosque o entre montañas.

Mi meta no es hoy ser importante, nisiquiera ser alguien. Una aspiración deeste género carece de sentido: ya soyalguien, ya soy importante… Cuandohaga meditación porque sí, sin más,empezaré a hacer la verdaderameditación. Mientras tanto estaré

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acercándome y alejándome, flirteandocon las cosas, bañándome y guardandola ropa. Para superar todo esto solo mehace falta un poco más de silencio, unpoco más de meditación. Si he escritoestas páginas es precisamente paraaumentar mi fe en el silencio, por lo quelo más sensato es que deje ya laspalabras y me lance, confiado, a eseocéano oscuro y luminoso que es elsilencio.

Diciembre de 2010

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Guía

1. Espíritu de principiante2. Revolver el lodo3. Las olas de las distracciones4. Resistencias y perseverancia5. Demasiadas búsquedas6. El arte de la espera7. El asombro de estar presente8. La felicidad es percepción9. Todo cambia10. Yo soy el universo11. Rutina y creatividad12. La conciencia es la unidad

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consigo mismo13. Matar los sueños14. Me gusta o no me gusta15. Calidad de las sentadas16. Vislumbres de lo Real17. Postraciones rituales y

existenciales18. Pensar menos19. La sonrisa del maestro interior20. La propia porción de dolor21. El iceberg es solo agua22. La puerta sin puerta23. Falsos problemas24. Oportunidades del destino25. El silencio en quietud26. El poder del ahora27. Enamorados del drama

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28. Observar la mente es el camino29. Responsables de nuestro estar

bien o mal30. El escenario vacío31. La única gran pregunta32. Un largo proceso de decepción33. Muerte de las ideas34. Una llamada misteriosa35. Ratas de biblioteca36. Congregación de solitarios37. El maestro de meditación38. La mirada lateral39. Frutos de la meditación40. El pequeño yo41. Preferencia por el no-hacer42. Todo depende de nosotros43. El dilema de la vida

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44. Nacer dos veces45. La vía purgativa46. El país de la conciencia47. El testigo del testigo48. Ética de la atención y del

cuidado49. La motivación inicial y las

posteriores.

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PABLO D’ORS (Madrid, 1963) essacerdote católico, escritor y, porexpresa designación del Papa Francisco,consejero cultural del Vaticano. Trasconocer a Franz Jalics, funda en 2014 laasociación Amigos del Desierto, cuyopropósito es profundizar y promover lapráctica de la meditación. Ha publicado,

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entre otros libros, la llamada Trilogíadel silencio, conformada por El amigodel desierto (2009), El olvido de sí(2013) y Biografía del silencio (2012),que ha constituido un auténtico fenómenoeditorial.