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BLIZZARD ENTERTAINMENT

La Fuerza del Acero

por Raphael Ahad

Koak caía. Se despeñaba eternamente atravesando leguas y leguas de cúmulos de nubes y

lluvia, la tierra ahí abajo, por siempre justo fuera de su vista. A su alrededor volaban

dragones de escamas rojas como la sangre y ojos de oro fundido, fantasmas carmesí en una

tormenta eterna. Koak sentía su odio candente golpear contra su cuerpo de orco.

Levantó un puño hacia los dragones y gritó con toda la autoridad del clan Faucedraco.

—¡Obedézcanme! —ordenó, pero su voz estaba teñida de miedo y de duda.

—¡NO! —rugieron los dragones al unísono. Su miríada de sombras se fundió en una, más

grande que el mismísimo cielo. El destello de un relámpago permitió que Koak vislumbrara

Grim Batol a la distancia, una ruina humeante que, alguna vez, había sabido llamar hogar.

—¡Koak! —gritó alguien.

El aliento de los dragones generó un gran incendio, y los cielos ardieron. Koak aulló de

dolor mientras las nubes de tormenta se abrasaban, y todo su mundo moría consumido por

el fuego. Su descenso se aceleró. De pronto, y sin previo aviso, el suelo inclemente corría a

su encuentro...

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—¡KOAK!

Se despertó de pronto en el momento del impacto, con el eco de una explosión

retumbándole en los oídos. Debajo de él había una plataforma de madera lijada y pulida;

arriba, el globo bulboso de un zepelín goblin. La nave era un infierno en llamas, y su

tripulación luchaba frenéticamente por mantenerla en vuelo.

—¡Abandonen la nave! —gritó el capitán.

Koak se puso de pie tambaleándose, la sangre le brotaba de una herida abierta que tenía en

la frente y le corría por el entrecejo.

—La Alianza... —dijo atontado. Cuando miró por sobre el casco, vio una nave de guerra en

retirada que desaparecía en las nubes que cubrían el cielo sobre el Bosque de Jade.

Con un chirrido metálico, el enorme zepelín cayó a su lado dando tumbos. Koak luchó por

aferrarse a algo —a cualquier cosa— porque las aguas del Mar Velo de Niebla ya se veían a

estribor. Después otra explosión lo derrumbó y lo envió volando por los aires, mientras los

gritos de ayuda del capitán se perdían en la brisa marítima.

*****

Cuando Koak llegó a la orilla, caía una lluvia suave, y los vientos costeros le susurraban al

oído. La pierna le palpitaba con un dolor incesante; se había llevado lo peor del golpe

cuando la corriente lo había estrellado contra las rocas. Tendido en la arena, roto y

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ensangrentado, Koak se preguntaba si eso era lo que Grito Infernal tenía en mente cuando

les había ordenado pintar el continente de rojo.

Estaba en una isla pequeña, que tenía una sola aguja de piedra que nacía en el centro y se

elevaba hasta las nubes más altas. A todo su alrededor había fragmentos de zepelín en

llamas que formaban un camino entre la orilla y la aguja; restos de la nave que habían caído

durante su descenso final. Lo que quedaba de ella flotaba sobre la superficie del océano,

junto con los cuerpos carbonizados de sus excompañeros de tripulación.

«Por la Horda», pensó con amargura. En algún momento, esas palabras habían significado

algo para Koak. El dolor que sentía en la pierna recrudeció cuando intentó pararse.

Con una muleta improvisada como apoyo, Koak se encaminó al centro de la isla siguiendo

el rastro de los restos desparramados de la nave en busca de sobrevivientes. El humo acre

proveniente de los tanques de combustible destrozados le hacía arder lo ojos y le quemaba

los pulmones. Estuvo a punto de ahogarse cuando pasó cerca de una sección del casco

destruido del zepelín.

Delante de él, se alzaba amenazante una dragona nimba monstruosa. Las escamas

escarlata, bañadas en sangre húmeda, brillaban con la luz.

Koak jadeó y dio unos pasos inseguros hacia atrás. La pierna lastimada no le respondía. La

dragona estaba acurrucada en un nido de rocas lisas en la base de la aguja; su cuerpo, un

entramado de quemaduras y moretones. Levantó la cabeza enorme y miró a Koak directo a

los ojos.

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—Tranquila… —susurró Koak en el tono más apaciguador del que fue capaz.

La dragona era nueve metros de puro músculo y tenía garras tan largas que podían rodear

el torso de Koak con facilidad y pulverizarle las costillas mientras las mandíbulas enormes

lo cortaban a la mitad. Pero la criatura no hizo ningún movimiento para atacarlo, y Koak se

dio cuenta de que estaba muriendo. Miró con detenimiento el metal retorcido y la madera

quemada que rodeaban el nido.

«Esto es nuestra culpa», pensó. De repente, tuvo ganas de vomitar.

Lentamente, como si quisiera mostrarle algo, la dragona desenroscó el cuerpo. En el medio

del nido había un solo huevo del tamaño del pecho de Koak, inmaculado e intacto, su

cáscara brillante como granate pulido. La dragona lo acariciaba con suavidad, con una

ternura que se contradecía con su apariencia feroz. Podría haberse escapado y burlar su

destino, pero se había quedado a proteger su huevo. Por alguna razón, esa actitud enfureció

a Koak.

—Tu sacrificio fue en vano —gruñó en voz baja—. Tu cría morirá de todas formas,

abandonada y sola.

Otra puntada de dolor le subió por la pierna sin piedad, y Koak hizo una mueca. La sangre

le manaba como un río y manchaba el suelo sobre el que estaba de pie. «Y, probablemente,

yo moriré con ella».

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La dragona levantó la cola, la enroscó en la muñeca del orco y lo tironeó suavemente en

dirección al nido. Se arrastró hasta él y lo empujó suavemente con el hocico. De repente,

Koak estaba frente al huevo.

«¿Quiere que yo lo cuide? ¿Yo?»

—No —protestó Koak, pero no pudo apartar la mirada.

Estiró la mano para tocar el huevo. El espacio entre los dos parecía espeso y pesado, como

la calma antes de una tormenta. Cuando lo tocó, una corriente punzante le serpenteó por el

brazo. Koak sentía cómo el huevo le temblaba bajo la palma de la mano, primero de un

modo casi imperceptible, pero enseguida con tanta fuerza que Koak retrocedió con temor.

Inmediatamente, la punta del huevo explotó, y Koak quedó cubierto de fragmentos de

cáscara rota. Un halo brillante de humo rojo brotó de la fisura y se esparció por el suelo

como un banco de niebla. Del interior del huevo salió un dragón nimbo recién nacido

resplandeciente, con escamas rubí y ojos de zafiro; ojos tan profundos y fluidos que tratar

de sondearlos era como intentar marcar el fondo del mar.

El recién nacido se encontró con los ojos de Koak y le sostuvo la mirada. Koak le extendió la

mano, la cría se arrastró hacía adelante y encerró la carne de su palma entre sus

mandíbulas diminutas. El orco no pestañó y soportó el dolor hasta que el pequeño dragón

se tranquilizó y se enroscó en su brazo.

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Koak vio que su madre los miraba, el dolor se le transparentaba en la cara. Fijó una última

mirada en Koak, y él se quedó paralizado ante su mirada penetrante. La dragona cerró los

ojos, y su cuerpo tembló con una última y trabajosa respiración; después se quedó quieta.

El recién nacido la vio y, por su llanto angustioso, Koak supo que entendía lo que había

sucedido. Se quedó mirando en un silencio estoico mientras el dragón se arrastraba hasta

su madre muerta, la acariciaba suavemente con la nariz y se acurrucaba a su sombra.

Durante los días siguientes, Koak luchó por salvar su vida y la del recién nacido mientras

esperaba al equipo de salvamento que el general Nazgrim seguramente no enviaría. ¿Y por

qué lo haría? A Grito Infernal no le interesaba la vida de un orco aislado, no más que la vida

de un solo dragón le habría interesado al clan Faucedraco. Koak estaba solo.

La lluvia les proporcionaba solo una cantidad limitada de agua dulce, y sin importar

cuántos pezqueñines de azúcar él atrapara, parecía que el apetito voraz del dragón era

insaciable. La pierna le molestaba cada vez más, al igual que la cuestión de qué hacer con la

cría.

Al quinto día, pararon las lluvias. Las esperanzas de salvación de Koak se habían reducido a

polvo, y el dragón estaba inmóvil, temblando de frío, cuando vieron dos figuras en el cielo

azul. Un par de dragones nimbos adultos, cada uno con un jinete pandaren montado,

cruzaba sin esfuerzo los tramos de océano que separaban una aguja de otra. Volaban con

gran destreza en torno a la cima de las montañas y regresaban a los acantilados del Bosque

de Jade a una velocidad impresionante. A Koak le retumbaba en la cabeza una historia que

le había oído contar a uno de los nativos hacía algunas semanas.

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«La Orden del Dragón Nimbo».

*****

Los acantilados ventosos del Bosque de Jade, altos y escarpados, se elevaban sobre el mar

Velo de Niebla. Koak y el pequeño dragón habían cruzado el océano en una balsa que él

había improvisado con los restos del casco del zepelín y ahora se abrían paso

trabajosamente por un camino estrecho y empinado que llevaba al bosque propiamente

dicho. La pierna de Koak era una molestia constante: lo acosaba con dolores monótonos y

punzadas insoportables. No ayudaba que el dragón se rebelara a cada paso en su intento de

liberarse de la soga deshilachada con que Koak lo había amarrado.

—Cálmate —resopló Koak, con un agotamiento que se le filtraba inevitablemente en la

voz—. Pronto llegaremos y serás problema de la orden.

Las fuerzas de avanzada de la Horda habían llegado hacía muy poco a las costas de

Pandaria, pero Koak ya había oído muchísimo sobre la Orden del Dragón Nimbo. Se decía

que esos guerreros poderosos que montaban a espaldas de bestias feroces tenían la

capacidad de precipitarse a la batalla con la velocidad del mismísimo viento y que

golpeaban con la fuerza de la tormenta y el cielo. Hacía tiempo que Koak abrigaba el deseo

secreto de conocerlos, de ver su poder y compararlo con el de los Faucedraco.

Aunque Koak no sabía demasiado sobre los Faucedraco. Era solo un niño cuando el Vuelo

Rojo redujo Grim Batol a cenizas, y había sido uno de los pocos demasiado débiles para

eludir la captura de la Alianza cuando el resto del clan escapó a las Tierras Altas

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Crepusculares. Todo lo que sabía de su clan lo había aprendido de las historias que

contaban los veteranos de la Segunda Guerra y de los sueños que plagaban sus noches en

vela. Nunca había doblegado a un dragón, y la cría testaruda con la que estaba intentando

subir la colina estaba demostrando ser bastante problemática.

«La Orden del Dragón Nimbo debe ser realmente imponente», reflexionaba Koak. «¡Hay que

domar a unas bestias tan obstinadas!».

Cuando llegaron a la cima, Koak creyó por un momento que se había equivocado de

acantilado. Se esperaba una fortaleza de hierro y acero, una ciudadela majestuosa rodeada

de dragones vigilantes con armadura y listos para la guerra. Pero en lugar de eso, vio una

cabaña humilde y una glorieta fresca, ambas labradas con gran sencillez en madera y

piedra, y rodeadas de revolcaderos de barro y fardos de heno.

—Este no puede ser el lugar —balbuceó para sí mismo. Pero cuando fue con la cría más allá

de la cabaña, una visión de dragones nimbos de todo tamaño y color le dio la bienvenida.

Algunos descansaban en corrales abiertos donde los cepillaban y alimentaban. Otros

flotaban plácidamente junto a sus compañeros que aprovechaban la tarde para pasear por

los campos. Unas pocas crías se arrellanaban plácidamente sobre la falda de los pandaren

que meditaban en paz a orillas de un arroyo tranquilo.

Koak estaba completamente confundido. ¿Dónde estaban los guerreros legendarios?

—Ah, ¡tenemos un visitante! —dijo una voz cálida detrás de él.

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Koak se volteó y vio una pandaren mayor que salía de la glorieta; su piel y su pelaje

comenzaban a ponerse grises con la edad, pero sus ojos irradiaban todo el brillo de la

juventud. Junto a ella había varios pandaren más, todos ellos acompañados por un dragón

nimbo de diferente color. Ella se adelantó e hizo una reverencia.

—Bienvenido a nuestro hogar, viajero —dijo con una sonrisa—. Yo soy la ancestro Anli, y

nosotros somos la Orden del Dragón Nimbo.

—¿Estás bien? —preguntó uno de los pandaren que estaban con ella—. No tienes muy

buen aspecto.

—¡Oh! ¿Y quién es este pequeñín? —gorjeó otro con voz alegre.

La cría se escondió detrás de la pierna de Koak para protegerse de las miradas de los

curiosos. Koak se corrió a un lado para dejar al dragón al descubierto, y se sacudió la niebla

de desconcierto de la mente mientras los pandaren revoloteaban alrededor del pequeño

con exclamaciones de admiración.

—Es suyo —respondió el orco, mientras le alcanzaba el extremo de la soga a Anli—. Y no,

no estoy bien. Estoy herido y necesito transporte a la avanzada de la Horda más cercana. Si

pueden ayudarme, estaré en deuda con ustedes.

Anli lo miró con detenimiento antes de sacudir la cabeza.

—Me temo que no será posible.

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—No quieren involucrarse en nuestra guerra. —Koak intentó con todas sus fuerzas no

sonar desdeñoso y mantener la imagen de la madre herida del dragón alejada de su

mente—. Si tan solo pudieran llevarme hasta Floralba...

—No —interrumpió Anli—. Lo que quise decir es que no puedes dejarnos este dragón e

irte.

—¿Qué quieres decir exactamente, pandaren? —Koak frunció el ceño.

—Parece estar muy apegado a ti —respondió la pandaren con calma—. Supongo que tú lo

ayudaste a romper el cascarón, así que tú debes ser el que lo críe.

Anli dio un paso en dirección a él, le tomó la mano que sostenía la soga y se la presionó

contra el pecho. Los miembros de la orden lo miraban mientras acariciaban las escamas de

sus dragones como si fueran mascotas. Koak los miró sin disimular su desilusión. Se

suponía que eran grandes guerreros, pero lo único que él veía era una guardería. Y no tenía

ánimos de participar.

—No lo creo —dijo con desdén.

Koak dejó caer la soga y dio media vuelta para irse, pero solo logró dar unos pasos antes de

que un dolor repentino le recorriera toda la pierna. Aferrándose a la muleta, Koak cayó

sobre una de sus rodillas y maldijo sus heridas. Sintió que alguien lo tironeaba de la

muñeca.

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—Si ustedes no van a llevarme a Floralba... —Koak se interrumpió cuando dio vuelta la

cabeza y, en lugar de un pandaren, vio a la cría. Le había enroscado la cola diminuta en la

muñeca y lo empujaba en dirección a los demás con una mirada implorante en los ojos.

Él tampoco quería que se fuera.

Koak se quedó mirando a un par de jinetes que atravesaban las nubes sobre su cabeza a

toda velocidad, giraban una y otra vez formando espirales y ejecutaban maniobras letales

con una tranquilidad despreocupada mientras corrían carreras. La Orden del Dragón

Nimbo no estaba compuesta por los guerreros que Koak había esperado, pero había algo

que no podía negarse: sus miembros sabían volar.

De pronto, algo cambió en el interior de Koak. Cuando volvió a mirar a la cría, ya no vio una

carga, sino una oportunidad: la posibilidad de convertirse, por fin, en un verdadero orco

Faucedraco, de entrenar su propia montura de guerra, de ir con ella a la batalla y

conquistar los cielos. Que los otros prepararan a sus dragones para una vida de paz y

juegos. Él prepararía al suyo para la guerra.

—Muy bien —dijo, tanto a su pequeño dragón como a Anli. Tomó a la cría con las manos y

la levantó por sobre su cabeza, el sol se reflejaba en sus escamas carmesí, tan rojas como

las de los dragones que su clan solía comandar.

«Seré un orgullo para los Faucedraco», se prometió Koak.

«Haré que mi dragón me obedezca».

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*****

La primera semana de entrenamiento no fue como Koak había esperado. El dragón era

obstinado y testarudo, más que ninguna otra cría de la orden. Parecía decidido a masticar y

devorar todo, menos precisamente lo que Koak intentaba darle, y cada vez que Koak

trataba de llamarlo a su lado, decidía irse a perseguir otras crías e intentaba morderlas. El

dragón era rápido y ágil, y la pierna herida del orco seguía limitándolo, por lo que muchas

veces no le quedaba más opción que gritarle hasta ponerse colorado y soportar que los

estudiantes de la orden lo miraran con una mezcla de preocupación y risa. Aun así, su

pierna estaba sanando gracias a los cuidados de los pandaren. Koak se imaginaba que

cualquier orden que se propusiera dominar unas bestias tan salvajes debía tener bastante

experiencia en sanar huesos rotos.

Al octavo día con la orden, apenas el sol comenzó a asomarse entre los picos de la agujas y a

alejarse del mar, Koak encontró el corral de su dragón claramente vacío. Anli estaba de pie

junto a la cerca con una sonrisa cálida.

—Parece que mi dragón decidió empezar temprano con sus travesuras —se quejó Koak.

—No, para nada —explicó Anli—. Jenova se ocupará del cuidado de tu dragón por hoy. Ven,

demos un paseo.

La caminata fue tranquila y sin un rumbo definido. Anli lo llevó por el esplendor sereno del

Arboretum, moteado de sol y bañado por una brisa suave, hasta que finalmente llegaron al

Puente Lanzaviento. El puente unía varias de las agujas naturales que emergían como

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lanzas del océano, visible allí debajo, a lo lejos. Cada uno de sus arcos era una maravilla

arquitectónica, un monolito de albañilería que parecía desafiar la gravedad y mantenerse

firme a pesar de la fuerza de los vientos costeros. El puente mismo tenía algo de dragón

nimbo: una criatura enorme tallada en madera y piedra que serpenteaba sobre el Mar Velo

de Niebla para vigilar por siempre el Bosque de Jade.

Anli esperó hasta que hubieron atravesado la mayor parte del puente antes de voltearse

para hablarle.

—¿Ya has bautizado a tu dragón, Koak? —preguntó.

—No —respondió Koak—. Ni lo haré. Él tiene que ganarse su propio nombre: así es la

costumbre de los Faucedraco.

—Nosotros no somos los Faucedraco —respondió Anli—. Sus costumbres son diferentes de

las nuestras.

Koak se encrespó.

—Entrenaré a mi dragón al estilo de los Faucedraco o no lo entrenaré. No hay otra opción.

—Parece que esto es muy importante para ti —señaló la pandaren.

Koak se frenó por un momento; quería buscar las palabras justas antes de seguir

caminando.

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—Cuando la Alianza me tomó prisionero, quedé separado de mi clan. Tuve la oportunidad

de reencontrarme con ellos después del Cataclismo, pero no la aproveché.

—¿Y por qué no? —preguntó Anli.

—No espero que entiendas —respondió Koak—, pero que me encadenaran fue un

deshonor, para mí y para el clan. ¿Como iba a regresar sin haber probado antes que lo

merezco?

Koak le dio la espalda a Anli y fijó la mirada en el norte, más allá del horizonte, en dirección

a los Reinos del Este.

—Soy Faucedraco en el nombre, pero no en los hechos. Si logro dominar a mi dragón a

nuestra manera, puedo revertir eso y puedo volver a estar con los míos.

—Ya veo —murmuró Anli. Habían llegado al final del puente, al santuario ornamentado

que se ubicaba en la más alta y apartada de las agujas. A sus espaldas, tenían una vista

panorámica imponente de la costa pandaren y del camino sinuoso que el puente trazaba

sobre el agua y el cielo abierto. Las pagodas doradas del Templo del Dragón de Jade

quedaban apenas visibles en la distancia neblinosa.

Koak hizo todo lo que pudo para alejar la mirada del borde de la espira y de la caída larga y

fatal al mar; pero no fue suficiente, aunque sí se las ingenió para disimular el miedo que lo

embargaba.

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—La Orden del Dragón Nimbo —comenzó a relatar Anli mientras miraba el océano— nació

hace cientos de años. La fundó Jiang, una jovencita de Floralba. Un día se encontró con una

cría herida, la bautizó Lo y la cuidó hasta que estuvo curada. En ese entonces, los habitantes

de Pandaria les tenían miedo a los dragones nimbos. Les parecían criaturas violentas y

agresivas, y el mero hecho de acercarse a una era coquetear con la muerte. Todos creían

que lo que Jiang había hecho terminaría en una catástrofe.

—Domar a un monstruo no es tarea para una niñita —gruñó Koak.

—Ah, pero se equivocaban —siguió Anli —. Cuando los zandalari atacaron el imperio

pandaren y nuestros ejércitos peleaban una batalla casi perdida en un puente muy

parecido a este, Jiang montó a espaldas de Lo y cambió el curso de toda la guerra. Juntos,

Jiang y Lo borraron a los jinetes de murciélagos del cielo y echaron a los trols del puente.

Jiang fundó la orden al poco tiempo y, desde entonces, los dragones nimbos son un símbolo

de esperanza para cualquier pandaren.

—¿Así que ahora todos siguen su ejemplo? —se burló Koak—. Esos dragones nacen con el

instinto de cazar y matar. No se puede cambiar la naturaleza de una bestia con compasión,

no más de lo que se puede cambiar la naturaleza de la guerra.

—No es cuestión de imponer un cambio, Koak; es una cuestión de elección. —Anli se volvió

para mirarlo—. Los dragones nimbos son salvajes e impetuosos por naturaleza y, si se los

maltrata, es posible que sigan siendo así al llegar a la adultez. Pero la naturaleza no

determina a un dragón nimbo, no más que a ti o a mí. Jiang no obligó a Lo a luchar. Lo eligió

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luchar porque Jiang eligió confiar en él y tratarlo con compasión. Por eso seguimos su

ejemplo. Todos elegimos quiénes queremos ser.

Koak se quedó en silencio por un largo rato. ¿Podía ser que Anli tuviera razón? ¿Acaso un

jinete en peligro de muerte podía soltar las riendas y confiar en que su montura tomara las

decisiones? Parecía una locura.

—Un sentimiento interesante... —dijo finalmente—. Pero todavía creo que las cadenas son

más efectivas que las elecciones.

—¿Ah, sí? —caviló Anli casi para sí misma.

Dio un paso hacia atrás y saltó desde el borde de la aguja.

—¡NO! —rugió Koak. Salió corriendo, el dolor en su pierna momentáneamente olvidado.

Pero llegó demasiado tarde. Anli había desaparecido y todo lo que quedaba de ella era el

sonido de su risa bailando en el viento. Koak estaba confundido: Anli no se estaba riendo en

el momento de la caída.

Pero ahora sí se reía. Desde abajo del arco más cercano del puente, emergió sobre el lomo

de su dragón nimbo color ónix. Flotaba justo frente a Koak, contoneándose y ondulando el

cuerpo como humo líquido.

—¿Estás loca? —exclamó Koak— ¿Y si tu dragón te hubiera dejado caer, qué?

—¿Sabes cuál es la diferencia entre el hierro y el acero? —le preguntó Anli, serena.

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Koak vaciló. «Sí, está loca», pensó.

—El acero es más fuerte —respondió Koak—. Todo buen guerrero lo sabe.

Las comisuras de la boca de Anli se elevaron para formar una sonrisa enigmática.

—Así es.

La pandaren tocó un costado del cuello de su dragón, y el animal giró en dirección contraria

a Koak, rumbo a la orilla lejana.

—¡Confío en que podrás encontrar el camino, Koak! —gritó Anli sobre su hombro, mientras

se lanzaba a toda velocidad hacia el Bosque de Jade, tan rápido como había reaparecido—.

¡Que el Dragón de Jade te guíe!

Koak los miró irse, de pie al final del puente con todo el peso de su cuerpo apoyado en la

muleta, el viento en el pelo y la cabeza llena de dudas.

*****

—¡Esto no es lo que acordamos! —gritó Koak—. ¡Ustedes me engañaron deliberadamente!

—¿De qué estás hablando? —preguntó As—. Anli dijo que habías accedido a aprender

nuestras técnicas.

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As Zarpa Larga no era como los demás discípulos de la orden. Mientras que todos

mostraban humildad en su atuendo y espíritu deportivo, As elegía vestirse con camisas

finas de seda y adornarse con joyas llamativas. Tenía los bigotes siempre bien peinados y el

pelo arreglado en una cola perfecta, y nunca se perdía la oportunidad de alardear sobre su

destreza en el cielo, especialmente con las damas. Para Koak, esa actitud alborotadora era

más que un tanto molesta, sobre todo porque la orden parecía pensar que ellos dos eran

muy parecidos. Aun así, él era el tutor personal que Anli le había elegido, y después de

semanas de jugar a la niñera con la cría, Koak estaba ansioso por empezar el verdadero

entrenamiento.

Pero esto no era lo que tenía en mente.

—Yo acepté entrenar —replicó Koak. Metió la mano en una de las bolsas que As había

llevado y sacó una de las doce bolas de cuero que contenía—. ¡Pero esto es un juego de

niños!

—Justamente por eso va a ser perfecto para ustedes dos —respondió As con una sonrisita

insufrible—. Todos los jinetes de la orden juegan con sus dragones: les enseña a ambos a

leer los movimientos del otro e infunde en el dragón y el jinete una relación de reciprocidad

que es fundamental. ¡Es una lección importante!

—¡Es una estupidez! —se burló Koak—. En el fragor de la batalla, un solo momento de

deliberación puede llevar a la muerte. Es necesario que haya un amo y un sirviente. No hay

lugar para la reciprocidad.

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—¡Vamos, Koak! —suspiró As—. Inténtalo una vez. Por favor.

Koak frunció el ceño, miró la bola y después a su dragón. No tenía nada que perder ahora

que As lo había arrastrado hasta allí: un campo abierto que quedaba a una hora de

caminata del resto de la orden. Silbó para llamar la atención del pequeño y después lanzó la

bola en su dirección. El dragón la vio y se la pasó a Koak de un cabezazo.

—¿Ves? —intervino As cuando Koak atrapó la devolución—, no fue tan terrible, ¿no? —

Enfiló hacia los terrenos de la orden—. Ahora háganlo veinticinco veces más, pero seguidas

eh, y después los veo en casa.

—¿Veinticinco? —chistó Koak. Pero As ya se estaba yendo, y Koak se quedó con una bolsa

de bolas de cuero y una cría que, él sabía, podía hacer su vida muy complicada.

—Terminemos con esto —protestó Koak. Volvió a arrojarle la bola al dragón. El pequeño

giró describiendo un círculo cerrado y golpeó la bola con el costado de la cola. La

devolución se fue ancha, demasiado ancha para que Koak pudiera alcanzarla, y la pierna

herida cedió ante su peso cuando lo intentó. Mientras se ponía de pie con ayuda de la

muleta, el orco miró al dragón, que estaba en la otra punta del campo, y habría podido jurar

que le sonreía con sorna.

«Ese desgraciado…», pensó Koak. «¡Lo hizo a propósito!».

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—No sabes cómo te has equivocado —dijo Koak amenazadoramente. Sacó otra bola de la

bolsa mientras el dragón vigilaba sus movimientos. Koak escondió la bola detrás de la

cadera.

—Ahora tú y yo vamos a jugar un juego —dijo con un rugido.

Koak tensó el brazo y después le lanzó al pequeño una bola rápida y fuerte. El dragón

desorbitó los ojos y saltó a un costado justo cuando la bola se estrelló contra el suelo con un

golpe explosivo que desprendió una nube de tierra. El dragón le chilló, y Koak lanzó una

carcajada.

—¡Ya me parecía! —gritó Koak—. Tal vez la próxima vez pienses mejor antes de...

La cría enroscó la cola en la bola y la envió directo al pecho de Koak con la velocidad de una

bala. El golpe seco tiró al orco al piso y le llenó la retina de millones de colores vibrantes y

luminosos, que aparecían a medida que el aire abandonaba sus pulmones.

«Cómo puede ser», pensó Koak mientras trataba de recuperar el aliento, «que algo tan

chiquito sea tan fuerte».

Cuando volvió a ponerse de pie, con la bola en la mano y la vista casi libre de estrellas, Koak

echó una mirada fulminante hacia el otro lado del campo. El dragón respondió de la misma

manera, y Koak supo que había entendido. La batalla estaba por comenzar.

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Koak lanzó la bola con toda la fuerza de la que fue capaz. El pequeño giró rápidamente y,

haciendo gala de su propia fuerza, golpeó la bola hacia él a toda velocidad. Koak la atrapó

justo antes de que impactara contra el suelo; el restallido del cuero contra la palma de su

mano retumbó en el pasto. Después la envió zumbando a la cría, y el ciclo volvió a empezar.

Con el tiempo, tanto Koak como la cría se cansaron, y la ferocidad se convirtió en fatiga. Los

intentos furiosos de venganza degeneraron en globos desganados y lanzamientos débiles, y

cuando el sol se había puesto y ya las lunas habían tomado su lugar, los dos se estaban

haciendo pases. Con todo, el dragón parecía entretenido, y cuando Koak finalmente decidió

quedarse con la bola en lugar de volver a arrojarla, su desilusión pareció genuina.

—Basta por hoy —dijo Koak y fue a buscar la bola que había empezado la pelea, la que el

pequeño había arrojado demasiado ancha y él no había podido atrapar—. Tenemos que

comer algo.

Cuando se agachó para recuperarla, oyó un ruido a sus espaldas. Miró por sobre el hombro

y vio que la cría arrastraba la bolsa por el suelo en dirección a él, la arpillera entre los

dientes, casi rendido de cansancio. Cuando llegó, corrió el borde de la bolsa para

mantenerla abierta.

La actitud tomó a Koak por sorpresa.

—Gracias —dijo en voz baja.

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Koak metió la bola en la bolsa y la cerró. El dragón le enroscó el cuerpo en el brazo y cerró

los ojos. Enseguida estaba dormido; de las fosas de la nariz le salían hilillos de vapor. Koak

lo miró unos segundos en silencio antes de echarse la bolsa al hombro y emprender el

regreso a la orden.

*****

Los días se transformaron en semanas, y las semanas en meses. En Pandaria, las estaciones

no eran muy marcadas, así que Koak perdió la noción de cuánto hacía que estaba con la

orden. Su dragón había crecido rápidamente y ahora era, por lo menos, diez veces más

grande que cuando había nacido. En la cabeza le había crecido una corona de cuernos

ebúrneos, largos y filosos; su cara, antes redonda y lisa, ahora era angulosa y huesuda, y

justo sobre los dientes letales le caía un bigote largo. Las uñas ínfimas se habían convertido

en garras filosas como navajas, capaces de convertir una armadura en tiritas de metal. Una

aleta ancha y espinosa le decoraba el largo cuello, que estaba cubierto de una melena

tupida, y el color rubí de sus escamas se había profundizado hasta convertirse en escarlata

oscuro.

Koak lo había visto madurar día a día y, por un tiempo, se había acostumbrado a la paz

idílica de la vida en el Arboretum. Pero sus heridas habían sanado hacía tiempo y cada vez

estaba más inquieto. La guerra seguía su curso furioso sin él, y las noticias de la batalla se

habían abierto camino por Pandaria hasta llegar a sus oídos. La Horda había fortalecido su

posición en las orillas de la Espesura Krasarang, y los agentes de Grito Infernal estaban

rastrillando el continente en busca de reliquias enterradas de poder antiguo; tanta era su

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codicia que hasta habían abierto un agujero en el Valle de la Flor Eterna. Vol'jin y los Lanza

Negra se habían revelado abiertamente contra el jefe de guerra, y la Horda se fragmentaba

cada vez más a medida que sus guerreros elegían uno u otro bando.

Koak sabía qué lado elegirían los Faucedraco. La señora de la guerra Zaela había expresado

abiertamente su admiración por el estilo de liderazgo de Garrosh; los Faucedraco

detestaban la insubordinación tanto como él. Volarían para Grito Infernal, y esa era la

oportunidad ideal para que Koak les probara su fuerza. Ya no podía esperar más: había

llegado el momento de partir a la batalla con su montura. Incluso si eso implicaba tener que

luchar contra los mismos orcos que lo habían cuidado en los campos de internamiento y le

habían contado historias de su clan cuando él estaba solo en el mundo. «Los Faucedraco no

perdonan la desobediencia», se dijo Koak. «Y yo tampoco debería».

—No creo que sea una buena idea —le advirtió As—. Si quieres mi opinión, ni tú ni tu

dragón están listos.

—Un verdadero orco Faucedraco ya tendría que estar corriendo carreras con los demás

jinetes a esta altura —respondió Koak. Tenía una silla de montar en la mano y se dirigía

hacia la colina que marcaba el fin de la pista de carreras de la orden.

—Ja, ja —rió As—. No sabía que a los Faucedraco les gustaba correr. Te propongo un trato:

si tú logras montar a tu dragón, yo te debo una carrera.

—Trato hecho —aceptó Koak. Tenía que admitir que, a pesar de sus fanfarronadas y

bravuconerías, As podía ser buena compañía.

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Con algo de esfuerzo, Koak llegó a la cima de la colina. La pierna todavía le dolía cuando la

usaba para apoyar todo el peso del cuerpo, y la ladera no era precisamente fácil de escalar.

Con amargura, se preguntó cómo hacía Ka Guiso Salado para llevar sus carros hasta la cima

todos los días.

Koak vio a su dragón arrellanado lo más tranquilo a la sombra de un árbol. Apretujados en

los puestos de la línea de llegada y de pie en la periferia de la colina estaban todos los

jinetes y estudiantes de la orden.

Koak le echó una mirada a As, que se encogió de hombros fingiendo inocencia.

—Quizá les dije a algunos de los otros que ibas a intentar montar tu dragón —confesó

tímidamente.

—No importa —balbuceó Koak. Había muchísimos pandaren... mirándolo, juzgándolo—.

Esto será corto y poco interesante.

Sin prestar atención a los observadores, Koak se acercó al dragón. Cuando lo vio, el animal

levantó la cabeza y entrecerró los ojos con desconfianza apenas vio la silla de montar. El

dragón había crecido y se había transformado en todo sentido, menos en el color cerúleo de

los ojos, que seguía siendo el mismo.

Koak logró arrojar la silla sobre el lomo del dragón, pero se resbaló por el costado.

—Quédate quieto —dijo Koak. Volvió a intentarlo; el dragón atrapó la silla con la cola y la

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arrojó lejos. La bestia le chasqueó la lengua, y Koak comenzó a enfadarse. Le parecía oír a

los pandaren que estaban allí susurrando y riéndose a expensas de su orgullo.

—¡Basta de juegos! —gruñó Koak—. ¡Para esto estuvimos entrenando!

Levantó la silla del suelo, la arrojó sobre el lomo del dragón una vez más y se estiró para

tratar de dominar a la bestia. El animal gimoteó con fuerza y se movió, entonces Koak

perdió el equilibrio. El orco redobló el esfuerzo: con el brazo rodeó el cuerpo del dragón en

un intento por amarrar las correas de la silla de montar.

Pero el animal no quería saber nada. Se abalanzó contra él, vigoroso y agitado, y golpeó la

cola contra el árbol hasta casi arrancarlo de raíz. Koak luchó para dominarlo, pero el

dragón era ágil y fuerte.

—¡Quédate quieto! —ordenó, golpeando el lomo duro del dragón con la mano—. ¡Dije que

te quedaras quieto!

De la multitud se elevó un grito ahogado cuando la situación se puso más tensa.

—Quizá tendrías que tomártelo con más calma, Koak —oyó a As gritar por sobre el griterío.

Pero Koak y el dragón siguieron luchando, estampándose mutuamente contra el árbol y

estrellándose contra los puestos. Los observadores evacuaron la zona rápidamente y se

retiraron al borde más apartado de la colina. Por más que lo intentara, Koak no podía llegar

al lomo del dragón y, de un último sacudón, quedó estampado contra uno de los postes que

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sostenían la bandera a cuadros de la línea de llegada. El palo se astilló y se quebró con el

impacto y después se derrumbó con las cuerdas y la bandera ondulando detrás, pero la

cabeza de Koak estaba en su pierna, que había terminado de sanar no hacía mucho y le

había quedado debajo del cuerpo en la caída.

El dolor lo atravesó como una lanza, y Koak sintió que la sangre le subía a la cabeza, le

enrojecía las mejillas y le cubría los ojos con una niebla roja. ¡Cómo se atrevía a desafiarlo la

criatura! Después de todo lo que había hecho, después de todo el entrenamiento y de todo

lo que había cedido. Tomó una de las cuerdas que habían caído al suelo y la empuñó, la

balanceó sobre la cabeza con un chasquido y la hizo restallar como un látigo a centímetros

de la cara del dragón.

—¡OBEDÉCEME! —vociferó.

Sus palabras retumbaron en el silencio asombrado. El dragón, de pronto inmóvil del susto,

se encogió de miedo. «¡Bien!», pensó Koak. «¡Aprende a temerme! ¡Aprende cuál es tu

lugar! ¡APRENDE A OBEDECER!». Koak volvió a agitar la cuerda en el aire, y el dragón se

alejó aterrorizado cuando él se le acercó. Koak estaba lívido, el corazón le latía fuerte y

pesado en los oídos.

Arrojó la silla sobre el lomo del animal y se dispuso a ajustar las correas. El dragón lanzó un

aullido de protesta y se resistió.

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—¡Obedecerás! —gruñó Koak. Volvió a restallar el látigo, pero esta vez sobre las escamas

del dragón. La criatura chilló de dolor. Su angustia, desnuda y terrible, retumbó en el

Arboretum.

«Me va a odiar».

Koak apartó el pensamiento. Obviamente que el dragón lo iba a odiar. Era lógico, y a Koak

no le importaba. Lo iba a odiar como los dragones habían odiado a los Faucedraco, y como

él había llegado a odiar a Grito Infernal. Lo iba a odiar como cualquier esclavo odia a su

amo. Koak tomó los cuernos del dragón y le tironeó la cabeza, preparado para enfrentarse a

su odio cara a cara y a bloquearlo con un corazón de hielo.

Pero cuando lo miró a los ojos, Koak no vio odio. Vio traición, confusión y una pena tan

profunda que Koak se podría haber ahogado en ella. No vio al monstruo terrible que era

necesario domar, sino a la cría huérfana y asustada que había llorado hasta quedarse ronca

el día que su madre había sacrificado su vida para salvarlo. Le pareció ver lágrimas en los

ojos del dragón: le tomó un momento darse cuenta de que, en realidad, eran suyas. La

cuerda se le resbaló entre los dedos y la rabia se le murió en la garganta.

Por los ancestros, ¿qué había hecho?

—Yo no... —tartamudeó—. Eso no era...

El dragón lo frenó con un rugido terrible que sacudió a Koak hasta la médula. Tomó aire

con una expansión del pecho y la garganta, y después lo dejó salir con toda la furia de una

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tormenta. Koak logró correrse justo a tiempo cuando el rayo le pasó por encima de la

cabeza, tan cerca que le chamuscó el pelo. El dragón se elevó dibujando un espiral y lo miró

desde el aire.

Koak no sabía qué hacer ni qué pensar. Miraba en silencio mientras la silla de montar se

resbalaba del lomo del animal y se desplomaba en el piso, rota en mil pedazos.

El dragón se dio media vuelta y desapareció en el océano. Koak se puso de pie

temblorosamente. La multitud había visto todo. La vergüenza que lo embargaba era

repentina y total, y trató de ocultarla lo mejor que pudo con ira.

—¿Qué esperaban? —les preguntó—. ¡¿Qué esperaban!? Soy un orco Faucedraco. ¡Nosotros

lo hacemos así! ¡Esto es lo que soy!

Cuando miró a la multitud, vio una ráfaga de pelo gris y ojos jóvenes. Anli estaba

tranquilamente de pie entre los espectadores, esos ojos brillantes ahora llenos de tristeza.

Todos elegimos quiénes queremos ser.

Los pandaren se fueron sin decir una palabra. Bajaron la colina en silencio; el fracaso de

Koak envolvía la línea de llegada como una mortaja. As se quedó un momento, pero Anli le

apoyó una zarpa en el hombro y sacudió la cabeza. Entonces ellos también desaparecieron,

y Koak se quedó solo.

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Giró para mirar el mar, en la misma dirección hacia donde había huido el dragón. Sabía a

dónde iba porque, por su propia experiencia tortuosa, sabía que hay un solo lugar donde

las criaturas van cuando todo su mundo se cae a pedazos y tienen el corazón destrozado.

Su dragón estaba volviendo a su casa.

*****

Un temporal repentino había oscurecido los cielos del Bosque de Jade, y ráfagas de lluvia

comenzaron a azotar los mares. El dragón se había ido hacía horas y, entretanto, había

caído la noche, y Koak luchaba por recobrar el control de su cuerpo tembloroso, empapado

por la lluvia, que ya le había traspasado la ropa. Había encontrado la balsa en el mismo

lugar donde la había escondido hacía meses, intacta, por algún milagro inadvertida por los

ladrones laboriosos y los elementos. Koak nunca había rendido demasiado tributo a esos

elementos, y cuando la balsa llegó a la costa de la isla, se preguntó si habían estado

esperando el momento ideal para castigarlo por su insolencia.

Acorralado por las fuerzas del viento y el agua, Koak tomó su vieja muleta y avanzó

penosamente por la playa lodosa hacia un suelo más firme, volviendo sobre sus propios

pasos hacia el punto donde, esa noche fatídica, había encontrado el huevo. Al poco tiempo,

llegó al lugar donde sabía que iba a encontrar al dragón.

El nido de piedra estaba destrozado y en ruinas, tal como estaba la noche que Koak lo había

encontrado, pero no había señales de la madre del dragón. El dragón de Koak estaba

sentado en el medio del nido con la melena aplanada por el peso del agua. Cuando vio que

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Koak se acercaba, le siseó y retrocedió al fondo del nido. La actitud del animal rompió el

corazón del orco y volvió a llenarlo de vergüenza.

—¡No he venido a lastimarte! —gritó Koak sobre el rugido de la lluvia, y no mentía.

Mantuvo los brazos separados del cuerpo mientras se metía en el nido.

El dragón gimió y alzó vuelo. Pasó a toda velocidad por su lado y aterrizó en un

afloramiento bien alto para poder vigilarlo. Su desconfianza era evidente. Koak alzó los

brazos exasperado, y de su cuerpo se desprendieron miles de gotas que cayeron en el suelo,

a su alrededor.

—¿Ni siquiera ahora? —resopló—. ¿Ni siquiera ahora que vengo aquí, con mi orgullo

pisoteado, a rogarte que me perdones? ¿Ni siquiera ahora puedes dejar de resistirte? —Se

desmoronó en el lado opuesto del nido y su muleta cayó al suelo, haciendo ruido contra las

rocas—. ¿Por qué siempre tienes que ser tan testarudo? Desafías todas las órdenes solo

porque puedes. Incluso ahora, ¡que he desafiado esta maldita tormenta para venir a

buscarte! ¡Un verdadero Faucedraco nunca habría tolerado algo así! Un verdadero

Faucedraco...

La voz del orco se fue apagando, su fervor extinto por el aguacero y la fuerza de la duda.

—Un verdadero Faucedraco —graznó—. Cómo si yo supiera... Yo no soy un ‘orco

Faucedraco’. Nunca lo seré.

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Lo dijo casi en un susurro, pero la frase quedó suspendida en el aire, entre los dos, en

medio de la lluvia que no paraba de caer. De pronto, Koak se sintió muy cansado. Tenía la

piel de las manos arrugada de tanta agua y el pelo aplastado contra la cabeza. Suspiró con

fuerza, liberando toda una vida de angustia en el aire frío de la noche, y cerró los ojos

mientras la lluvia le caía por la frente y la barba.

—Crecí en un campo de internamiento —dijo Koak en el silencio—, pero nací en Grim

Batol. Mi padre siempre me decía que, algún día, iba a montar a espaldas de un gran

dragón... que el clan Faucedraco iba a dominar los cielos y que, pronto, el resto del mundo

lo imitaría.

Tragó para liberar el nudo que se le había formado en la garganta.

—Eso fue antes de que esos mismos dragones se revelaran y quemaran vivo al clan.

Perdimos el control y fuimos demasiado débiles para recuperarlo.

»Después me encontraron los humanos y me encadenaron porque yo no tenía la fuerza

necesaria para escapar con el resto de mi clan. Fui esclavo hasta que Thrall derribó los

muros del campo, tal como el Vuelo Rojo les había hecho a los Faucedraco. El mundo

funciona así, ¿entiendes? La fuerza es sinónimo de libertad; la debilidad, de servidumbre.

»Ahora los Faucedraco le pertenecen a Grito Infernal —dijo, y admitirlo le desgarró el

corazón—. Dependen de él para conseguir recursos vitales y apoyo militar. Desafiarlo es

firmar nuestra propia sentencia de muerte. Puede que no veamos las cadenas, pero eso no

significa que no estén allí. Hasta que ellos no caigan, estaremos a merced de Grito Infernal.

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Y después de todos estos años, yo todavía busco una sola cosa: la fuerza para recobrar el

control.

Koak inspiró profundo y exhaló hasta que el ardor de los pulmones lo obligó a tomar aire

de nuevo. Miró al cielo, a las nubes de tormenta y a la lluvia que no paraba de caer. Ahora

estaba llorando, las lágrimas le caían tan libremente como la noche que habían destruido a

su clan, y parte de él quería creer que los espíritus de los suyos lo acompañaban en el

llanto.

Oyó un rasqueteo sobre la cabeza y vio que el dragón estaba descendiendo por la ladera de

la aguja hasta donde estaba él. Se acomodó a su lado y se enroscó para protegerse del

viento y la lluvia. Koak estiró la mano con cuidado y la apoyó sobre la cabeza del dragón

para acariciarle la melena. Por un instante, el animal se tensó y después se relajó.

Se quedaron ahí juntos, en silencio, esperando a que pasara la tormenta como lo habían

hecho durante los primeros cinco días de vida del dragón. Cuando la tormenta amainó y

Koak pudo ver el reflejo de las lunas sobre la superficie del mar, el dragón dormitaba

sereno y se le escapaban hilitos de humo de las fosas de la nariz.

Koak abrazó a la criatura, cerró los ojos y se sumió en un sueño profundo y sereno.

*****

A Koak siempre le había gustado la mañana después de una noche de tormentas.

Encontraba consuelo en el aire fresco y el follaje reverdecido que seguían a los aguaceros,

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en el modo en que la tierra se renovaba y renacía. Cuando se levantó, el cielo estaba gris y

todo olía a lluvia; la niebla del amanecer era tan espesa que parecía que todo el mundo

estaba justo en medio de una nube. Koak se sorprendió, pero no se inquietó, cuando la

ancestro Anli surgió entre la neblina como un fantasma en un sueño.

—No fue muy difícil encontrarlos —explicó la pandaren.

Comenzó a caminar por un camino sinuoso que trepaba por la ladera de la aguja y les hizo

señas para que la siguieran. Tanto Koak como el dragón le obedecieron, aunque el orco

sospechaba que el dragón iba solo por Anli.

—La mayoría de los dragones arman su casa en Isla de Barlovento —siguió Anli—, pero

algunos, los pocos obstinados que valoran su independencia y disfrutan la soledad, se

establecen en las agujas desiertas que rodean la isla.

—Y tú sospechabas que mi dragón saldría a su madre —dijo Koak.

—O quizás a su jinete —sonrió Anli.

De inmediato, Koak se sintió mortificado.

—Yo no soy su jinete. Creo que eso quedó perfectamente claro.

—¿Y entonces para qué viniste a buscarlo hasta aquí? —preguntó ella.

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Koak miró el cielo. Pensaba en la nave de la Alianza que lo había derribado y en el pelotón

de búsqueda que nunca había llegado.

—Grito Infernal me abandonó en esta isla —respondió—. Yo no le voy a hacer lo mismo a

mi dragón.

—Parece que ese Grito Infernal no te cae muy bien... —observó Anli.

Koak pensó detenidamente antes de responder.

—La Horda es su ejército —dijo finalmente—, pero nosotros no somos su gente.

Era traición decirlo, pero la única que estaba ahí para oírlo era Anli.

—Garrosh exige lealtad, pero para él eso solo significa morir bajo su mando. No entiende lo

que es la lealtad. Thrall inspiraba lealtad. Lo que Garrosh quiere es obediencia.

Anli asintió con la cabeza.

—Una no siempre es sinónimo de la otra.

Koak miró fugazmente a su dragón.

—No —concedió Koak—. Supongo que no.

Siguieron en silencio y, finalmente, llegaron a la cima de la aguja. Los picos montañosos y la

costa verde que hacía mucho Koak había admirado desde lo más alto del Puente

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Lanzaviento estaban ocultos tras la niebla oceánica. Había comenzado a caer una llovizna

tenue; sus gotas tan frías como niebla sobre los hombros y el pecho de Koak.

—La primera vez que viniste a nuestras tierras —dijo Anli—, fue porque habías oído que

éramos grandes guerreros. Y cuando viste que tratábamos a nuestros dragones con afecto,

creíste que las leyendas eran falsas.

»Aun así, cuando te pregunté la diferencia entre el hierro y el acero —siguió—, tú me dijiste

que el acero era más fuerte.

—Sí, me acuerdo —respondió Koak, un poco confundido—. ¿Qué me quieres decir con eso?

Anli caminó hasta el borde de la aguja, escrutando la niebla impenetrable.

—Tú te resistes al cariño, Koak, pero el acero más fuerte se forja con amor. El herrero lo

pliega con el más extremo cuidado, cientos y cientos de veces. Eso es la Orden del Dragón

Nimbo. Somos herreros, y los dragones son nuestro acero.

Anli le hizo un gesto para que se acercara. Cuando llegó a su lado, le apoyó una zarpa en el

pecho y lo miró a los ojos.

—Pero con el hierro —le dijo—, el herrero calienta y martilla el metal para darle la forma

que él desea. Cuando se enfría, el hierro se oscurece y se vuelve quebradizo y, si bien por un

tiempo puede parecer fuerte, se rompe cuando uno más lo necesita. ¿Comprendes la

diferencia, Koak?

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A Koak le dolía oírlo, pero sabía que era la verdad. Así exactamente eran los Faucedraco, y

esa era la relación amarga que había entre orcos y dragones.

—Sí, entiendo —dijo mientras miraba de reojo al dragón, que estaba arrellanado detrás de

ellos—. ¿Pero qué pasa cuando el herrero se equivoca?

—Tiene que enmendar su error —respondió ella— antes de que el metal se enfríe.

Anli dio un paso y cayó al vacío. Koak no hizo ningún movimiento para atraparla y no se

sorprendió cuando ella volvió a aparecer sobre el lomo de su dragón.

—Una vez me dijiste que las cadenas son más efectivas que las elecciones. Bueno, ya

intentaste encadenar a tu dragón. Quizás es hora de que intentes darle la posibilidad de

elegir.

Koak se quedó mirando mientras Anli se alejaba volando. Se preguntaba si él alguna vez

podría hacer lo mismo. La pandaren desapareció en la niebla, y Koak quedó solo con su

dragón. La niebla se cerraba a su alrededor y generaba la sensación de que el resto del

mundo no existía, pero él sabía que a unos pasos de donde estaba parado el suelo

desaparecía y solo quedaba una caída peligrosa como las que lo acosaban en sueños. Sintió

que había estado cayendo toda su vida. Y ya estaba harto. ¿Anli quería que él dejara a su

dragón elegir? Bueno, lo iba a dejar elegir de verdad.

—Dragón —llamó Koak.

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Se dio cuenta de que todavía no le había puesto nombre. El dragón levantó la mirada y lo

miró a los ojos. Entendió lo que pensaba hacer y comenzó a abrir la boca para protestar.

Koak no le dio la oportunidad.

Koak saltó desde el borde de la aguja hacia el olvido.

En un instante, estaba cayendo en picada a través de nubes y niebla en dirección a la playa

invisible, su pesadilla convertida en una realidad aterradora. «Mi dragón no me rescatará»,

pensó de pronto Koak. «Esta será mi muerte».

Oyó un chillido familiar más arriba y, cuando miró, vio una sombra larga que bajaba

girando en dirección a él. Su dragón surgió de entre la niebla y voló a su lado. Había elegido.

Koak nunca había estado más feliz de estar tan equivocado. Pero cuando el dragón se

acercó, se dio cuenta, aterrorizado, de que no tenía silla de montar ni riendas, nada de lo

que él pudiera aferrarse a su piel escamosa. El pánico clavó sus garras en la profundidad

del corazón de Koak. El orco trató de alcanzar al dragón con desesperación para sujetarse.

El dragón rugió y estiró el cuello. Le buscó los ojos y le sostuvo la mirada. Cuando Koak lo

miró a los ojos, esperaba ver miedo o duda o desesperación. Pero no.

Lo que vio fue fuerza.

Koak relajó los brazos y cedió el control. El dragón se zambulló hasta quedar debajo de él y

lo atrapó en una de las curvas de su espalda. Koak leyó sus movimientos instintivamente y

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se abrazó al cuerpo del animal en el momento del impacto, tal como el dragón se había

abrazado a su brazo tantas veces cuando era pequeño.

Con un rugido que hizo temblar los cielos y retumbó en el mar, el dragón salió disparado

hacia arriba con todas sus fuerzas. Koak sintió las gotas de agua en la cara durante el vuelo

al ras de las olas, pero después se elevaron hacia el cielo y la niebla se corrió como un velo

de terciopelo. El océano y la costa y después las agujas y el puente y después todo el Bosque

de Jade parecía diminuto tras ellos. Koak reía, mitad eufórico, mitad sorprendido.

Su dragón no lo había dejado caer.

—Gracias —dijo Koak y le sonrió. El dragón se dio vuelta para mirarlo y él podría haber

jurado que le dedicó una sonrisa de superioridad.

Atravesaron el manto de nubes y volaron bajo la luz brillante del sol. El dragón hizo un

bucle y, aun sin silla ni riendas, Koak no se cayó. Se mantuvo bien aferrado mientras

cruzaban los cielos, libres, fuertes y rápidos como el rayo. Las escamas del dragón

reflejaron un rayo de sol y brillaron como metal pulido.

—Acero —dijo Koak sin pensar. El dragón estiró el cuello para volver a mirarlo—. Tu

nombre es Acero.

El dragón rugió de felicidad. Se hundieron en las nubes a una velocidad vertiginosa,

mientras Koak daba gritos de felicidad que se perdían en el viento. Koak estaba volando:

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no, ellos estaban volando, juntos, fundidos en uno. Era completamente distinto de lo que

Koak se había imaginado y, al mismo tiempo, era todo lo que esperaba.

Acero lo llevó cerca de la costa y, mientras pasaban sobre el Arboretum, Koak vio a la

Orden del Dragón Nimbo reunida cerca de sus corrales abiertos. Todos los saludaban

sonrientes. As tenía una zarpa elevada en el aire, como si el triunfo de Koak también fuera

suyo, y Anli estaba radiante de orgullo como toda buena maestra.

—¡Me debes una carrera, Koak! —le gritó As.

Koak se rió.

—¡Y la tendrás! —gritó—. ¡Pero primero tengo que hacer algo!

Acero siguió vuelo hacia arriba, sobre las copas de los árboles del Arboretum y los techos

de Floralba, en dirección al Valle de la Flor Eterna y el Santuario de las Dos Lunas. Koak

también había tomado una decisión. Su pueblo lo necesitaba: no el clan Faucedraco, sino la

Horda.

La Orden del Dragón Nimbo le había enseñado a Koak una lección valiosa. La verdadera

lealtad no se impone; se merece. Él había criado y alimentado a su dragón, lo había cuidado

y había confiado en él y, a cambio, el dragón le había salvado la vida. La Horda había hecho

lo mismo por él: lo había adoptado y le había dado una familia cuando era un pobre

huérfano solo en el mundo, y ahora Koak lucharía con ellos contra Grito Infernal y los

Faucedraco.

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Con esa decisión, Koak quedaría para siempre marginado de su clan. Pero los fundadores

de la Horda habían sido marginados y rebeldes, refugiados sin hogar que no tenían a nadie,

solo unos a otros. Juntos, todos ellos se habían construido un hogar: Orgrimmar.

Juntos lo recuperarían.

—¡Por la Horda! —exclamó Koak. Ahora recordaba lo que significaban esas palabras.

Pelear por la Horda era pelear por sus hermanos y hermanas, plegar la fuerza de uno en la

fuerza de muchos para crear un lazo imposible de quebrar.

Esa era la verdadera fuerza de la Horda: la fuerza del acero.