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DOMINGO DE RAMOS (CICLO A) Con el domingo de Ramos comienza la “semana mayor” de todo el año: la Semana Santa. Para mucha gente son unos simples días de vacaciones. Para los cristianos es el momento de celebrar los misterios centrales de nuestra fe: Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo. Para estos misterios de nuestra salvación, nos hemos ido preparando durante el tiempo de Cuaresma. Jesús, hoy, entra solemnemente en Jerusalén, que es el centro religioso y político de Israel. Para entrar a Jerusalén, Jesús escogió el momento más importante, que era la celebración de la Pascua judía. Jesús entró a Jerusalén como Mesías Rey montado en un burrito. A medida que Jesús recorría en su modesto burrito las estrechas calles de la ciudad, la gente lo fue reconociendo y comenzó a extender sus mantos por el camino; algunos cortaban ramas de árboles y alfombraban la calle. Y la gente que iba delante y detrás gritaba: ¡Viva el Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! El día que Jesús entró en Jerusalén, las multitudes, al reconocerlo, lo acogieron como si fuera una estrella pop: las multitudes se agolparon, gritaron, se atropellaron; seguramente hubo algunas personas desmayadas... Sin embargo, el Viernes Santo constatamos, con dolor, que muchos de los que lo habían proclamado como el MesíasRey gritaron: “¡crucifícalo, crucifícalo!” Los seres humanos somos volubles, pasamos bruscamente del amor al odio. Esta inestabilidad se hace mucho más fuerte cuando los individuos entramos a formar parte de una multitud; allí nos masificamos, renunciamos a nuestra autonomía, nos dejamos manipular. Jesús fue una víctima más del humor cambiante de las multitudes. En la proclamación de la Pasión de San Mateo hemos escuchado, paso a paso, la entrega de Jesús, el beso de la traición, la negación de Pedro, las burlas y las aclamaciones irónicas de los soldados: “¡Viva el rey de los Judíos!”, los gritos de “¡Crucifícalo!”, hasta la última exclamación en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, para que Jesús dando un fuerte grito, expire. Es la dolorosa realidad que cada día se hace presente en nuestras vidas. Por una parte se exalta al hombre, se le alaba y por otra se le desprecia, se le tortura y se le aniquila. Escuchamos la proclamación de los derechos humanos, la exaltación al respeto y a la igualdad de la mujer, se defiende apasionadamente a los niños y a los pobres, y los noticieros dan cuenta de abusos, de drogas, de violaciones, de secuestros y de la trata de personas. Es la pasión de Jesús vivida cada día en la persona de cada hombre y cada mujer. Aquello que sucedió en aquel día, lo que pasó en esa semana, no es historia del pasado, se trata de una especie de profecía anticipada de todo lo que ocurre siempre en el mundo y en nuestra historia. Hoy seguimos encontrando personas que son víctimas de la injusticia, de la soledad, de la traición, de la indiferencia, de la ausencia de amor. Y siempre los actores serán los mismos, quizás con alguna pequeña diferencia, el Herodes que condena, Pilato lavándose las manos, el Pedro que niega al amigo por temor al compromiso, la huida, el beso de la traición… la muchedumbre que igual en un momento alaba y exalta y en otro, se burla, condena e insulta. Domingo de Ramos, Semana Santa… es la historia de Cristo encarnada en la humanidad, con la posibilidad de que nosotros cambiemos las situaciones y nos unamos a Jesús, Hijo de David, en su misión de paz y de amor. La semana santa debe vivirse en este clima del gran amor de Jesús, pero al mismo tiempo debe vivirse como un fuerte reclamo ante las agresiones a la dignidad del hombre. No podemos vivir una semana santa sin compromisos, sin atención al hermano. Quiero exhortarlos para que estos días santos sean en verdad santos, dedicados a la vida de familia y al fomento de la espiritualidad que tanta falta nos hace. Participemos activamente en las ceremonias litúrgicas de esta Semana. Cada cosa tiene su tiempo en la vida. Y la Semana Santa es tiempo de encuentro con nosotros mismos, con nuestra familia y con ese Dios que tanto nos ama. La fiesta tiene otro momento.

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DOMINGO DE RAMOS (CICLO A) Con el domingo de Ramos comienza la “semana mayor” de todo el año: la Semana Santa. Para mucha gente son unos simples días de vacaciones. Para los cristianos es el momento de celebrar los misterios centrales de nuestra fe: Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo. Para estos misterios de nuestra salvación, nos hemos ido preparando durante el tiempo de Cuaresma. Jesús, hoy, entra solemnemente en Jerusalén, que es el centro religioso y político de Israel. Para entrar a Jerusalén, Jesús escogió el momento más importante, que era la celebración de la Pascua judía. Jesús entró a Jerusalén como Mesías –Rey montado en un burrito. A medida que Jesús recorría en su modesto burrito las estrechas calles de la ciudad, la gente lo fue reconociendo y comenzó a extender sus mantos por el camino; algunos cortaban ramas de árboles y alfombraban la calle. Y la gente que iba delante y detrás gritaba: ¡Viva el Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! El día que Jesús entró en Jerusalén, las multitudes, al reconocerlo, lo acogieron como si fuera una estrella pop: las multitudes se agolparon, gritaron, se atropellaron; seguramente hubo algunas personas desmayadas... Sin embargo, el Viernes Santo constatamos, con dolor, que muchos de los que lo habían proclamado como el Mesías–Rey gritaron: “¡crucifícalo, crucifícalo!” Los seres humanos somos volubles, pasamos bruscamente del amor al odio. Esta inestabilidad se hace mucho más fuerte cuando los individuos entramos a formar parte de una multitud; allí nos masificamos, renunciamos a nuestra autonomía, nos dejamos manipular. Jesús fue una víctima más del humor cambiante de las multitudes. En la proclamación de la Pasión de San Mateo hemos escuchado, paso a paso, la entrega de Jesús, el beso de la traición, la negación de Pedro, las burlas y las aclamaciones irónicas de los soldados: “¡Viva el rey de los Judíos!”, los gritos de “¡Crucifícalo!”, hasta la última exclamación en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, para que Jesús dando un fuerte grito, expire. Es la dolorosa realidad que cada día se hace presente en nuestras vidas. Por una parte se exalta al hombre, se le alaba y por otra se le desprecia, se le tortura y se le aniquila. Escuchamos la proclamación de los derechos humanos, la exaltación al respeto y a la igualdad de la mujer, se defiende apasionadamente a los niños y a los pobres, y los noticieros dan cuenta de abusos, de drogas, de violaciones, de secuestros y de la trata de personas.

Es la pasión de Jesús vivida cada día en la persona de cada hombre y cada mujer. Aquello que sucedió en aquel día, lo que pasó en esa semana, no es historia del pasado, se trata de una especie de profecía anticipada de todo lo que ocurre siempre en el mundo y en nuestra historia. Hoy seguimos encontrando personas que son víctimas de la injusticia, de la soledad, de la traición, de la indiferencia, de la ausencia de amor. Y siempre los actores serán los mismos, quizás con alguna pequeña diferencia, el Herodes que condena, Pilato lavándose las manos, el Pedro que niega al amigo por temor al compromiso, la huida, el beso de la traición… la muchedumbre que igual en un momento alaba y exalta y en otro, se burla, condena e insulta. Domingo de Ramos, Semana Santa… es la historia de Cristo encarnada en la humanidad, con la posibilidad de que nosotros cambiemos las situaciones y nos unamos a Jesús, Hijo de David, en su misión de paz y de amor. La semana santa debe vivirse en este clima del gran amor de Jesús, pero al mismo tiempo debe vivirse como un fuerte reclamo ante las agresiones a la dignidad del hombre. No podemos vivir una semana santa sin compromisos, sin atención al hermano. Quiero exhortarlos para que estos días santos sean en verdad santos, dedicados a la vida de familia y al fomento de la espiritualidad que tanta falta nos hace. Participemos activamente en las ceremonias litúrgicas de esta Semana. Cada cosa tiene su tiempo en la vida. Y la Semana Santa es tiempo de encuentro con nosotros mismos, con nuestra familia y con ese Dios que tanto nos ama. La fiesta tiene otro momento.