BRÖNTE, Charlotte-Jane Eyre-1847-fragmentos

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BRÖNTE, Charlotte. Jane Eyre, 1847 Continué hojeando mi libro. Era una obra de Bewick, History of British Brids, consagrada en gran parte a las costumbres de los pájaros y cuyas páginas de texto me interesaban poco, en general. No obstante, había unas cuantas de introducción que, a pesar de ser muy niña aún, me atraían lo suficiente para no considerarlas áridas del todo. Eran las que trataban de los lugares donde suelen anidar las aves marinas: «las solitarias rocas y promontorios donde no habitan más que estos seres», es decir, las costas de Noruega salpicadas de islas, desde su extremidad meridional hasta el Cabo Norte. Do el mar del Septentrión, revuelto, baña la orilla gris de la isla melancólica de la lejana Tule, y el Atlántico azota en ruda tempestad las Hébridas... Me sugestionaba mucho el imaginar las heladas riberas de Laponia, Siberia, Spitzberg, Nueva Zembla, Islandia, Groenlandia y «la inmensa desolación de la Zona Ártica, esa extensa y remota región desierta que es como el almacén de la nieve y el hielo, con sus interminables campos blancos, con sus montañas heladas en torno al polo, donde la temperatura alcanza su más extremado rigor. Yo me formaba una idea muy personal de aquellos países, una idea fantástica, como todas las nociones aprendidas a medias que flotan en el cerebro de los niños, pero intensamente impresionante. Las frases de la introducción se relacionaban con las estampas del libro y prestaban máximo relieve a los dibujos: una isla azotada por las olas y por la espuma del mar, una embarcación estallándose contra los arrecifes de una costa peñascosa, una luna fría y fantasmal iluminando, entre nubes sombrías, un naufragio... No acierto a definir el sentimiento que me inspiraba una lámina que representaba un cementerio solitario, con sus lápidas y sus inscripciones, su puerta, sus dos árboles, su cielo bajo y, en él, media luna que, elevándose a lo lejos, alumbraba la noche naciente. En otra estampa dos buques que aparecían sobre un mar en calma se me figuraban fantasmas marinos. Pasaba algunos dibujos por alto: por ejemplo, aquel en que una figura cornuda y siniestra, sentada sobre una roca, contemplaba una multitud rodeando una horca que se perfilaba en lontananza. Cada lámina de por sí me relataba una historia: una historia generalmente oscura para mi inteligencia y mis sentimientos no del todo desarrollados aún, pero siempre interesante, tan interesante como los cuentos que Bessie nos contaba algunas tardes de invierno, cuando estaba de buen humor. En esas ocasiones llevaba a nuestro cuarto la mesa de planchar y, mientras repasaba los lazos de encaje y los gorros de dormir de Mrs. Reed, nos relataba narraciones de amor y de aventuras tomadas de antiguas fábulas y romances y, en ocasiones (según más adelante descubrí), de las páginas de Pamela and Henry, Earl of Moreland. Con el libro en las rodillas me sentía feliz a mi modo. Sólo temía ser interrumpida, y la interrupción llegó, en efecto. La puerta del comedorcito acababa de abrirse. -¡Eh, tú, doña Estropajo! -gritó la voz de John Reed. […] Georgiana pasaba horas y horas diciendo tonterías a su canario y no me hacía caso alguno. Pero yo no perdía mi tiempo. Había traído mis útiles de trabajo y los utilizaba. Con mi caja de lápices y unas hojas de papel, me sentaba aparte de ellas, junto a la ventana, y me divertía en hacer los dibujos que se me ocurrían, las escenas que desfilaban por el quimérico calidoscopio de mi imaginación. Un trozo de mar entre las rocas, la luna elevándose sobre el mar y

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Jane Eyre-1847

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BRÖNTE, Charlotte. Jane Eyre, 1847

Continué hojeando mi libro. Era una obra de Bewick, History of British Brids, consagrada en gran parte a las costumbres de los pájaros y cuyas páginas de texto me interesaban poco, en general. No obstante, había unas cuantas de introducción que, a pesar de ser muy niña aún, me atraían lo suficiente para no considerarlas áridas del todo. Eran las que trataban de los lugares donde suelen anidar las aves marinas: «las solitarias rocas y promontorios donde no habitan más que estos seres», es decir, las costas de Noruega salpicadas de islas, desde su extremidad meridional hasta el Cabo Norte.Do el mar del Septentrión, revuelto,baña la orilla gris de la isla melancólicade la lejana Tule, y el Atlánticoazota en ruda tempestad las Hébridas...Me sugestionaba mucho el imaginar las heladas riberas de Laponia, Siberia, Spitzberg, Nueva Zembla, Islandia, Groenlandia y «la inmensa desolación de la Zona Ártica, esa extensa y remota región desierta que es como el almacén de la nieve y el hielo, con sus interminables campos blancos, con sus montañas heladas en torno al polo, donde la temperatura alcanza su más extremado rigor. Yo me formaba una idea muy personal de aquellos países, una idea fantástica, como todas las nociones aprendidas a medias que flotan en el cerebro de los niños, pero intensamente impresionante. Las frases de la introducción se relacionaban con las estampas del libro y prestaban máximo relieve a los dibujos: una isla azotada por las olas y por la espuma del mar, una embarcación estallándose contra los arrecifes de una costa peñascosa, una luna fría y fantasmal iluminando, entre nubes sombrías, un naufragio... No acierto a definir el sentimiento que me inspiraba una lámina que representaba un cementerio solitario, con sus lápidas y sus inscripciones, su puerta, sus dos árboles, su cielo bajo y, en él, media luna que, elevándose a lo lejos, alumbraba la noche naciente. En otra estampa dos buques que aparecían sobre un mar en calma se me figuraban fantasmas marinos. Pasaba algunos dibujos por alto: por ejemplo, aquel en que una figura cornuda y siniestra, sentada sobre una roca, contemplaba una multitud rodeando una horca que se perfilaba en lontananza. Cada lámina de por sí me relataba una historia: una historia generalmente oscura para mi inteligencia y mis sentimientos no del todo desarrollados aún, pero siempre interesante, tan interesante como los cuentos que Bessie nos contaba algunas tardes de invierno, cuando estaba de buen humor. En esas ocasiones llevaba a nuestro cuarto la mesa de planchar y, mientras repasaba los lazos de encaje y los gorros de dormir de Mrs. Reed, nos relataba narraciones de amor y de aventuras tomadas de antiguas fábulas y romances y, en ocasiones (según más adelante descubrí), de las páginas de Pamela and Henry, Earl of Moreland. Con el libro en las rodillas me sentía feliz a mi modo. Sólo temía ser interrumpida, y la interrupción llegó, en efecto. La puerta del comedorcito acababa de abrirse.-¡Eh, tú, doña Estropajo! -gritó la voz de John Reed.

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Georgiana pasaba horas y horas diciendo tonterías a su canario y no me hacía caso alguno. Pero yo no perdía mi tiempo. Había traído mis útiles de trabajo y los utilizaba. Con mi caja de lápices y unas hojas de papel, me sentaba aparte de ellas, junto a la ventana, y me divertía en hacer los dibujos que se me ocurrían, las escenas que desfilaban por el quimérico calidoscopio de mi imaginación. Un trozo de mar entre las rocas, la luna elevándose sobre el mar y un navío cruzando ante su disco, la cabeza de una náyade coronada de flores de loto surgiendo entre olas, un enano sentado en un nido... Una mañana comencé a dibujar un rostro, sin preocuparme de lo que pudiera resultar. Tomé un lápiz blando, de punta ancha, y comencé a trabajar. A poco, había trazado una frente amplia y saliente, y el contorno de una cara cuadrada. El principio me agradó y comencé a completar las facciones. Bajo aquella frente se imponían unas cejas horizontales reciamente marcadas, a las que habían de seguir, naturalmente, una nariz enérgica, de amplias ventanas, una boca flexible y una firme barbilla con un bien definido hoyo en el centro. El conjunto necesitaba, evidentemente, patillas negras y cabello negro, formando dos tufos en las sienes y ondeado por arriba. Los ojos habían quedado para lo último, por requerir un trabajo más esmerado. Los hice grandes, muy sombreados, con largas pestañas y pupila ancha y brillante. Mirándolo, pensé: «Está bien, pero no produce un efecto completo. Necesita más fuerza, más alma.» Un par de toques, que dieron a las sombras más oscuridad y a las luces más brillo, completaron felizmente el trabajo. Tenía el rostro de un amigo ante mis ojos. Por tanto, ¿qué importaba que aquellas dos jóvenes me volviesen la espalda? Me sentí absorta y contenta y sonreí contemplando el dibujo.-¿Es el retrato de algún conocido suyo? -preguntó Eliza que se había acercado a mí sin que yo me diera cuenta.Respondí que era un dibujo caprichoso y lo coloqué entre los demás que tenía. Yo sabía, desde luego, que era una representación muy exacta de Mr. Rochester, mas ¿qué le interesaba eso a nadie, sino a mí misma?Georgiana se acercó también para mirar. Los demás dibujos le gustaron mucho, pero aquél, según ella, era «un hombre muy feo». Las dos parecieron sorprendidas de mi habilidad. Entonces les ofrecí hacer sus retratos. Ambas se sentaron, ante mí, una después de otra, y obtuve de cada una un apunte de lápiz. Georgiana entonces sacó su álbum y le ofrecí contribuir a enriquecerlo con un dibujo a la aguada.