BUSCANDO LAS RAÍCES DE MI ABUELO³nica-Estilo-de...relación muy especial. Es única. Más que un...

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8 9 viernes_reportaje viernes_reportaje Cuando tenía 10 años, Matías Pintor (31) le prometió a su abuelo, Silverio Pintor (93), que algún día lo llevaría de vuelta a Magaz de Abajo, el pequeño pueblo español en el que nació y al que nunca había regresado. Hace unas semanas, el nieto cumplió su palabra y juntos emprendieron un viaje para descubrir las raíces del anciano y también las suyas. Este es el testimonio, a pocos días de celebrarse el Día del Abuelo, de dos hombres en busca de su origen. Por Cristóbal Bley Retrato: Sabino Aguad / Fotos de archivo: Matías Pintor Ilustración de portada: Edith Isabel BUSCANDO LAS RAÍCES DE MI ABUELO “E n 1925, escapando de la pobreza, de las guerras y de la gripe española, llegó mi abuelo a este país. Tenía apenas un año y medio de vida. Viajó en el barco Cap Polonio junto a su padre, mi bisabuelo Francisco Pintor Rodríguez, un soldado que peleó en la guerra de Marruecos, y su madre, Elisa Salvadores. El cuñado de mi bisabuelo, Pedro Salvadores, un viejo que migró al sur de Chile y obtuvo mucha plata en el negocio maderero, los convenció de que se vinieran. Ellos salieron de Magaz de Abajo, un pequeño poblado al norte de España, que en ese entonces, como casi todo ese país, estaba sumido en la miseria y la enfermedad. Justo antes de irse, mi bisabuela Elisa pescó un puñado de tierra y lo metió en una bolsita de cuero. Lo hizo porque presentía que nunca iba a volver. Se instalaron en Lanco, al norte de Valdivia. Mi bisabuelo Francisco tenía chanchos, vacas y vivía del campo. Su padre lo levantaba todos los días a las cinco y media de la mañana a trabajar, y recién a las siete se sentaban a comer algo. Su lema era que el desayuno había que ganárselo. Mi abuelo tuvo varias peleas con él, hasta que a los dieciséis años se rebeló y, sin conocer a nadie ni haber estudiado nada, se vino a Santiago. Hizo de todo: fue minero en Sewell, micrero, condujo liebres, luego fue taxista y colectivero. Su primera mujer murió después de dar a luz a su segundo hijo, Alfredo, pero años después conoció a mi abuela, Elcira Vargas, se casó de nuevo y tuvo dos hijos más: Álex y Luis Arturo, mi papá. Tiempo después murió su madre, y cuando mi abuelo viajó al sur para su funeral, le dijeron: ‘tu mamá te dejó esta carta y esta bolsita’. La carta decía que en esa bolsa había tierra de su tierra y que como hijo mayor ella quería que él la echara sobre su ataúd. Eso lo marcó para siempre. De todos los nietos, que son quince, creo que soy el que más se sienta con él a escuchar sus historias, que me las ha contado miles de veces. Siempre que íbamos al sur lo seguía a todos lados, y a los cinco años me acuerdo de haberlo acompañado mientras degollaba un cordero en el campo. Vi el proceso entero, después agarré una cuchara y me puse a comer el ñachi, una preparación que se hace con la sangre fresca del animal recién muerto. Al rato llegué donde mi mamá todo ensangrentado, ella se volvió loca y el viejo se moría de la risa. Me decía para callado: ‘eres mi nieto más diablo, pero no le digas a nadie’”. *** “A los 16 años me vine a Santiago, una ciudad en la que nunca había estado, no conocía a nadie y no sabía qué iba a ser de mi vida. Me aporreé mucho, sufrí muchos golpes, pero al final aprendí. ¿Qué aprendí? ¡Aprendí a vivir! A defenderme solo. Nadie me enseñó nada. Nadie me regaló nada. Me casé, tengo hijos, tengo nietos, lo pude hacer con mi esfuerzo y con la poca inteligencia que tengo aquí arriba. En las familias han cambiado mucho los valores. Hoy los nietos no tienen tiempo de escuchar a los abuelos. Yo lo veo aquí mismo con varios nietos o nietas. Les hablo y se dan vuelta a hacer otra cosa, me dejan hablando solo. Creo que a muchos abuelos les pasa lo mismo que a mí: se quedan hablando solos, como un títere o un tonto. La juventud tiene otros valores, otros pensamientos. No están preocupados de los abuelos, creen que somos parte de la historia. Ellos viven el momento, el ahora. No están viviendo el pasado, como me pasa a mí, todas las noches. Pero con Matías tenemos una relación muy especial. Es única. Más que un nieto es un compañero”. *** “Durante uno de esos veranos, cuando yo tenía 10 años, mi abuelo me empezó a mostrar fotos de Magaz de Abajo, el pueblo en España en el que había nacido. Yo le dije: tata, algún día vamos a ir a conocer tu tierra. Él se reía, porque jamás había salido de Chile y menos volado en avión. Nunca pensó que yo hablaba en serio. Ni su padre ni su madre pudieron volver a su pueblo natal, y él ya está viejo: tiene más de 90 años, está casi sordo, no puede ver muy bien y hace un tiempo le pusieron un marcapasos. Quizá por eso, se empezó a hablar en la familia de llevarlo un día a España. Mi papá y sus hermanos lo discutían y hacían planes, pero de a poco la idea se fue diluyendo y quedó en el puro blablá. Hasta que el año pasado, conversando después de un almuerzo, me bajó el enojo y dije basta. Este es un sueño que hay que cumplirle al viejo, es ahora o nunca, así que agarré el computador y le pedí su carnet. Para qué, me preguntó. Pásamelo, le dije, pagué los pasajes y le conté: acabo de comprar dos tickets de avión para ir a España. No me creyó. Y siguió sin creerme poco antes de que nos fuéramos; pensaba que no iba a pasar, que era una broma. Pero cuando le dije que estaba todo listo y se lo creyó, hizo la maleta al tiro, ansioso como un niño. Faltaban, eso sí, como cuatro semanas para el viaje. Finalmente, partimos el 21 de agosto. Lo que yo sabía de Magaz de Abajo, nuestro destino final, es que quedaba en la provincia de León, 400 kilómetros al norte de Madrid, y que sigue siendo muy chico: viven algo más de 500 personas y tiene apenas unas pocas calles. Lo único que yo tenía de referencia era la foto de una casa, donde debía preguntar por un tal Horacio. Pero ningún teléfono ni 8 Matías y su abuelo Silverio Pintor, sujetan una pintura de la casa en la que él nació hace 93 años en España.

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Cuando tenía 10 años, Matías Pintor (31) le prometió a su abuelo, Silverio Pintor (93), que algún día lo llevaría de vuelta a Magaz de Abajo, el pequeño pueblo español en el que nació y al que

nunca había regresado. Hace unas semanas, el nieto cumplió su palabra y juntos emprendieron un viaje para descubrir las raíces del anciano y también las suyas. Este es el testimonio, a pocos

días de celebrarse el Día del Abuelo, de dos hombres en busca de su origen.

Por Cristóbal BleyRetrato: Sabino Aguad / Fotos de archivo: Matías Pintor

Ilustración de portada: Edith Isabel

BUSCANDO LAS RAÍCES DE MI ABUELO

“E n 1925, escapando de la pobreza, de las guerras y de la gripe española, llegó mi abuelo a este país. Tenía apenas un año y medio de vida. Viajó en el barco Cap Polonio junto a su padre, mi bisabuelo Francisco Pintor

Rodríguez, un soldado que peleó en la guerra de Marruecos, y su madre, Elisa Salvadores. El cuñado de mi bisabuelo, Pedro Salvadores, un viejo que migró al sur de Chile y obtuvo mucha plata en el negocio maderero, los convenció de que se vinieran.

Ellos salieron de Magaz de Abajo, un pequeño poblado al norte de España, que en ese entonces, como casi todo ese país, estaba sumido en la miseria y la enfermedad. Justo antes de irse, mi bisabuela Elisa pescó un puñado de tierra y lo metió en una bolsita de cuero. Lo hizo porque presentía que nunca iba a volver.

Se instalaron en Lanco, al norte de Valdivia. Mi bisabuelo Francisco tenía chanchos, vacas y vivía del campo. Su padre lo levantaba todos los días a las cinco y media de la mañana a trabajar, y recién a las siete se sentaban a comer algo. Su lema era que el desayuno había que ganárselo. Mi abuelo tuvo varias peleas con él, hasta que a los dieciséis años se rebeló y, sin conocer a nadie ni haber estudiado nada, se vino a Santiago.

Hizo de todo: fue minero en Sewell, micrero, condujo liebres, luego fue taxista y colectivero. Su primera mujer murió después de dar a luz a su segundo hijo, Alfredo, pero años después conoció a mi abuela, Elcira Vargas, se casó de nuevo y tuvo dos hijos más: Álex y Luis Arturo, mi papá.

Tiempo después murió su madre, y cuando mi abuelo viajó al sur para su funeral, le dijeron: ‘tu mamá te dejó esta carta y esta bolsita’. La carta decía que en esa bolsa había tierra de su tierra y que como hijo mayor ella quería que él la echara sobre su ataúd. Eso lo marcó para siempre.

De todos los nietos, que son quince, creo que soy el que más se sienta con él a escuchar sus historias, que me las ha contado miles de veces. Siempre que íbamos al sur lo seguía a todos lados, y a los cinco años me acuerdo de haberlo acompañado mientras degollaba un cordero en el campo. Vi el proceso entero, después agarré una cuchara y me puse a comer el ñachi, una preparación que se hace con la sangre fresca del animal recién muerto. Al rato llegué donde mi mamá todo ensangrentado, ella se volvió loca y el viejo se moría de la risa. Me decía para callado: ‘eres mi nieto más diablo, pero no le digas a nadie’”.

***“A los 16 años me vine a Santiago, una ciudad en la que nunca había

estado, no conocía a nadie y no sabía qué iba a ser de mi vida. Me aporreé mucho, sufrí muchos golpes, pero al final aprendí. ¿Qué aprendí?

¡Aprendí a vivir! A defenderme solo. Nadie me enseñó nada. Nadie me regaló nada. Me casé, tengo hijos, tengo nietos, lo pude hacer con mi esfuerzo y con la poca inteligencia que tengo aquí arriba.

En las familias han cambiado mucho los valores. Hoy los nietos no tienen tiempo de escuchar a los abuelos. Yo lo veo aquí mismo con varios nietos o nietas. Les hablo y se dan vuelta a hacer otra cosa, me dejan hablando solo. Creo que a muchos abuelos les pasa lo mismo que a mí: se quedan hablando solos, como un títere o un tonto. La juventud tiene otros valores, otros pensamientos. No están preocupados de los abuelos, creen que somos parte de la historia. Ellos viven el momento, el ahora. No están viviendo el pasado, como me pasa a mí, todas las noches. Pero con Matías tenemos una relación muy especial. Es única. Más que un nieto es un compañero”.

***“Durante uno de esos veranos, cuando yo tenía 10 años, mi

abuelo me empezó a mostrar fotos de Magaz de Abajo, el pueblo en España en el que había nacido. Yo le dije: tata, algún día vamos a ir a conocer tu tierra. Él se reía, porque jamás había salido de Chile y menos volado en avión. Nunca pensó que yo hablaba en serio.

Ni su padre ni su madre pudieron volver a su pueblo natal, y él ya está viejo: tiene más de 90 años, está casi sordo, no puede ver muy bien y hace un tiempo le pusieron un marcapasos. Quizá por eso, se empezó a hablar en la familia de llevarlo un día a España. Mi papá y sus hermanos lo discutían y hacían planes, pero de a poco la idea se fue diluyendo y quedó en el puro blablá.

Hasta que el año pasado, conversando después de un almuerzo, me bajó el enojo y dije basta. Este es un sueño que hay que cumplirle al viejo, es ahora o nunca, así que agarré el computador y le pedí su carnet. Para qué, me preguntó. Pásamelo, le dije, pagué los pasajes y le conté: acabo de comprar dos tickets de avión para ir a España. No me creyó. Y siguió sin creerme poco antes de que nos fuéramos; pensaba que no iba a pasar, que era una broma. Pero cuando le dije que estaba todo listo y se lo creyó, hizo la maleta al tiro, ansioso como un niño. Faltaban, eso sí, como cuatro semanas para el viaje.

Finalmente, partimos el 21 de agosto. Lo que yo sabía de Magaz de Abajo, nuestro destino final, es que quedaba en la provincia de León, 400 kilómetros al norte de Madrid, y que sigue siendo muy chico: viven algo más de 500 personas y tiene apenas unas pocas calles. Lo único que yo tenía de referencia era la foto de una casa, donde debía preguntar por un tal Horacio. Pero ningún teléfono ni

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Matías y su abuelo Silverio Pintor, sujetan una pintura de la casa en la

que él nació hace 93 años en España.

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contacto de nada. Y nadie del pueblo sabía que nosotros íbamos a verlos. Podía ser que no hubiera nadie o que estuvieran todos los parientes muertos.

Mi abuelo nunca se había subido a un avión en su vida. Estaba un poco nervioso, pero mantuvo la calma, aunque cuando estábamos despegando me gritaba: oye que se mueve esto. Si poh, le decía yo, ¡si estamos en el cielo! Después se puso a reclamar porque todos iban viendo tele y nadie lo dejaba dormir. Yo le dije: ‘tata, en los aviones la gente puede hacer lo que quiera, dormir si quiere o ver películas’. ‘¡Es que no puede ser, cómo nadie respeta a los demás!’, gritaba. En eso es muy español, le encanta reclamar por todo.

Llegamos a Madrid y hacía un calor tremendo. Yo andaba con dos maletas gigantes, además de mi mochila y mi tata con bastón. Nos instalamos, yo lo ayudaba a ducharse, dormía con él, le daba comida, le hacía todo. Cuando lo dejaba solo cinco minutos se asustaba mucho, así que no me podía alejar de él. ¡Era como andar con una guagua!

En su rutina normal a las siete está acostado, listo para dormir, pero estando allá me apañó en todas: se acostaba a las diez, incluso a las doce. Salíamos a comer, fuimos al Museo del Jamón, nos tomamos dos jarros de sangría, comimos y chupamos a la par. Estuvimos tres días en Madrid, fuimos al Museo del Prado y lo llevé al Santiago Bernabéu. El único tema es que por la edad le dan ganas de hacer pipí cada una hora. Muchas veces tuvimos que correr para que alcanzara a llegar al baño.

En la mañana del cuarto día arrendé un auto y nos fuimos a Magaz de Abajo. Después de varias horas de viaje y mil vueltas encontré la placita que salía en las fotos que había visto tantas veces antes. Una plaza enana, un triángulo del porte de un living, que al frente tenía un bar, el único del pueblo, y al

otro lado una casa. Ahí se suponía que vivía Horacio, el único primo vivo de mi abuelo. Dejé al viejo en el auto, fui híper emocionado, toqué la puerta y se asomó una viejita.

—Hola, ¿cómo está? —le dije.—¿Y tú quién eres?—Soy Matías Pintor, vengo de Chile.Ella me quedó mirando sin mucha sorpresa, pensando un

rato en lo que me iba a decir. —Horacio, mi marido, tiene apellido Pintor, pero está

durmiendo la siesta. ¿Eso no más me iba a decir? Me decepcioné mucho. Sentí

que no me pescó, que no se sorprendió nada, como si todos los días llegara un pariente lejano de Chile a tocarle la puerta a su pueblo enano de ochenta casas. Mi prima me había dado el número de Juan Manuel Balboa, una especie de sobrino lejano de mi abuelo, y me dijo que lo llamara si tenía algún problema. Como la señora no me dio ninguna importancia, marqué su número frente a ella y lo llamé.

—Hola, ¿Juan Manuel? Hablas con Matías Pintor.—¿Cómo que Matías Pintor? —me contestó casi gritando,

con un tono muy ofendido—. ¡Mi tío Matías está muerto hace treinta años!

—No, yo soy Matías, pero vengo de Chile.—¡De Chile! ¿De la familia de Chile?Y ahí se volvió loco de alegría, me preguntó dónde estaba y

que le diera con la señora, que resultó ser su tía abuela. Le pasé el teléfono y Juan Manuel le contó quiénes éramos y de dónde veníamos. La señora cortó y su cara cambió completamente, se puso a gritarle a Horacio, su marido, que habíamos llegado los Pintor de Chile, que se levantara rápido y que nos viniera a recibir.

Así partió todo y no paró más por cuatro días.

Nos invitaron a almorzar, a cenar, nos llevaron a todas partes, nos alojaron en el mejor hotel del lugar, no nos dejaron de ofrecer y regalar cosas. Mi abuelo escuchaba poco pero lloraba todo el tiempo. Fue una cosa maravillosa. Llegaron primos de Madrid, familiares de otros pueblos a vernos, era como si hubiésemos bajado del cielo. No lo podían creer. Estuvimos esos cuatro días curados, desde la mañana a la noche. Porque si hay gente buena para tomar, esos son los Pintor. Están todo el día sentados tomando vino y orujo. No hay almuerzo sin café y no hay café sin orujo, que es un aguardiente hecha con el hollejo de la uva, fuertísima, mucho más que el pisco. Debe tener 60 grados de alcohol.

Les conté que mi abuelo rallaba la papa con los garbanzos con repollo y chorizo que le hacía su madre, y que nunca más los pudo comer. Y al otro día se los hicieron y a mi abuelo le caía una lágrima mientras se los comía.

Después fuimos al cementerio de Magaz de Abajo, el más chico que vi en mi vida, tenía sólo dos pasillos, pero el setenta por ciento de las lápidas del cementerio tenían apellido Pintor. Estaban los tíos de mi tata, sus abuelos, y los tíos y abuelos de sus tíos y abuelos. ¡Todos ahí! E imagínate para mí, que los únicos Pintor que conozco son los de mi familia, ver a toda esa gente que alguna vez llevó mi apellido. Fue alucinante.

Juan Manuel tiene otra abuela, Alida Pintor Balboa, de 105 años. Él se acordaba que ella le había dicho, en algún minuto de su vida, que había cuidado a un Silverio Pintor. Y el primer día la fuimos a ver al asilo en el que vivía. Al principio ella no cachaba pero después hizo clic y empezó a recordar todo. Está lúcida e impecable, se acuerda incluso de lo que le daba de comer a mi tata: leche con mantecada. Y mientras iba contando la historia, todo el asilo se puso a escuchar y nos empezaron a rodear, y al final todos estaban atentos al relato de este niño que con un

año y medio salió de Magaz de Abajo con destino a Chile y que, casi un siglo después, vuelve y se reencuentra con la que fue su niñera. Parecía una película.

Ahí ella le dijo a mi abuelo cuál era el lugar en el que había nacido, una casa que todavía existe. Al otro día fuimos a verla, tocamos la puerta y nos dejaron entrar. Era una casa pequeña y estaba en el patio de otra, como salida de El Hobbit. Y justo encima de una mesa tenían una pequeña pintura, hecha en una cartulina, que representaba la fachada de la casa. Nosotros la vimos, y sin ponerle ninguna cara ella nos dijo: ‘¿la quieren? Es suya, llévensela’. Ahora está enmarcada en el living, y mi abuelo la mira todos los días.

El viejo era un cúmulo de emociones, llegaba todas las noches al hotel a llorar como cabro chico. Nunca esperamos que fuéramos a encontrar tanta familia, que nos fueran a tratar así. Nos agarraban a besos todo el rato. Nosotros no preparamos nada, pudimos haber llegado y estado chupándonos el dedo tres días en ese pueblo enano, pero los encontramos.

La despedida de la abuela Alida, la que había sido su niñera, fue la más emotiva de todas. Ellos se vieron en dos momentos: cuando él era una guagua y ahora que es un anciano de 93 años. De seguro no se volverán a encontrar. Yo nunca lloré en frente suyo, pero ahí me fui a un rincón y me cayeron algunas lágrimas. Se despidieron y nos fuimos de vuelta a Madrid, porque al otro día volábamos a París. Todos nos abrazaron, nos besaron y lloraron cuando nos fuimos”.

***“Este viaje ha sido lo más importante de mi vida. Jamás

imaginé, a la edad que tengo, que Matías me llevara a un viaje hasta allá, tan lejos, a Magaz de Abajo, a mis raíces, donde yo

1. Este viaje fue la primera vez que SIlverio Pintor (93) se subía a un avión. 2. La casa, en el pueblo de Magaz de Abajo, en la que Silverio nació en 1923. 3. Una visita al estadio Santiago Bernabéu, del Real Madrid. 4. Matías y Silverio Pintor junto a unos parientes que conocieron en el viaje.

1. La entrada al pueblo de Magaz de Abajo, lugar en el que nació Silverio Pintor hace 93 años. 2. Silverio junto a Alida Pintor, de 105 años, quien fue su niñera cuando él era guagua. 3. Matías y Silverio Pintor, comiendo en Madrid. 4 y 5. Visitando el cementerio de Magaz de Abajo, en el que están sepultados muchos familiares de Silverio. 6. “Este viaje ha sido lo más importante de mi vida”, dice Silverio Pintor sobre el regreso a sus raíces.

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“En las familias han cambiado mucho los valores. Hoy los nietos no tienen tiempo de escuchar a los abuelos. Les hablo y se dan vuelta a hacer otra cosa, me dejan hablando solo, y creo que a muchos abuelos les pasa lo mismo. Pero con Matías tenemos una relación muy especial. Es única. Más que un nieto es un compañero”, dice Silverio Pintor.

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nací. Todo fue extraordinario, lleno de sorpresas, como cuando nos llevaron al cementerio lleno de apellido Pintor. Para mí fue una sorpresa enorme ver que las raíces Pintor eran tan grandes en ese lugar. Pero lo más importante de todo es que este compañero, mi nieto, creó el viaje. Él me llevaba de la mano, era mis ojos y mis orejas, porque veo poco y ya estoy sordo. Me guiaba por todos los caminos desconocidos que encontramos. Estoy muy agradecido de mi nieto. Todo salió perfecto, todo lo hizo bien. Es muy significativo para mí haber encontrado mis raíces.

¿Por qué tenemos esta relación tú y yo, Matías? Es que tú eras un niño muy listo cuando ya tenías siete años. Si no fueras listo, no te habría acompañado a España. Con un niño tonto no ando ni tres metros. Me llevaste de la mano cientos de kilómetros, y ahora te lo digo en tu cara: he apreciado mucho lo que hiciste por mí. Fue el viaje de mi vida, jamás lo soñé. Esto era un imposible, no estaba a mi alcance, ni espiritual ni monetariamente. Pero tú lo has hecho realidad.”

***“Mi tata siempre dijo que se sentía chileno antes de viajar,

según él le daba un poco lo mismo el tema de su origen español. Pero estando allá se dio cuenta, por cómo es la gente y cómo son sus familiares, de que es absolutamente de allá. Me dijo: ‘¡yo soy español, esta es mi sangre, esta es mi tierra!’.

En un momento, estando en ese pueblo tan chico, que no se parece en nada a Santiago, yo también dije: soy de acá, pertenezco a este lugar. A esa gente jamás la había visto antes, algunos no sabía ni que existían, pero desde el primer minuto me sentí como en mi casa. Ahí supe la importancia que tiene saber de dónde saliste, del lugar en el que están tus raíces. Y sé que si todo sale mal en la vida, no me voy a quedar solo, porque tengo un pedacito

de tierra en el que hay gente que no me conoce pero me quiere y me va estar esperando.

Lo que me impactó fue ver que hay gente que es tan feliz con pocas cosas, pero llena de afecto y familia. Se me había olvidado que la felicidad está ahí y no reventándose el culo, trabajando día y noche, cada vez más exigido. Si por algo Chile es uno de los países con más deprimidos en el mundo, con altas tasas de suicidio.

Antes del viaje, yo era subgerente comercial de una empresa de servicio automotriz. También tengo unos negocios, unas tiendas de ropa y unas marcas que traigo a Chile de afuera. Siempre he vivido entre la pega y los negocios: me levantaba a las siete y me acostaba a las dos. Me creía el cabrón de la vida y en verdad era un pendejo que no cachaba nada, exitista y sin tolerancia a la frustración. Si hubiese seguido en la máquina, seguramente me convertiría en el típico papá con tres cabros chicos que los ve con suerte a las diez de la noche. Un tipo de hombre con el que me topo a cada rato y al que no quiero parecer. Este viaje fue una pausa para darme cuenta de lo que me tengo que replantear.

Yo pagué todos los pasajes, y el resto de la familia me ayudó para los otros gastos. Pero si me endeudaba hasta el 2050 me daba lo mismo, el viaje lo hacía igual. Cuando regresamos a Chile me di cuenta que lo que hubiese costado no importaba, porque lo que vivimos en Magaz de Abajo no tiene precio.

Estando allá, mi abuelo me dijo: ‘yo ahora me puedo morir tranquilo’. Y yo pensaba: si se me llega a morir acá en España, maravilloso. Se va a morir en su tierra, lo voy a enterrar acá, con sus antepasados. Era una posibilidad y hubiese sido lindo, dentro de todo. Estaba en un estado de paz, disfrutando de todo como un niño. Y yo, como lo hizo alguna vez la madre de mi tata, guardé un puñado de su tierra, para que el día en que él se muera lo pueda enterrar con ella.

“Estando allá, mi abuelo me dijo: yo ahora me puedo morir tranquilo. Y yo pensaba: si se me llega a morir acá en España, maravilloso. Estaba en un estado de paz, disfrutando de todo como un niño. Y yo, como lo hizo alguna vez la madre de mi tata, guardé un puñado de su tierra, para que el día en que él se muera lo pueda enterrar con ella”, dice Matías Pintor.

Matías y su abuelo Silverio, en la última casa en la que vivió en España antes de venirse a Chile, en 1925.