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CALLE MOLINA ¿Tú eres de la calle Molina? ¡Sí! ¡Yo soy de la calle Molina! ¡Allí nací! Esta es una pregunta y una respuesta que todos, referente a una calle u otra, a un lugar u otro, la hemos vivido muchas veces sin darnos cuenta de la importancia que tiene el sentimiento de pertenencia. Al responder a la pregunta, lo hacemos desde el sentimiento de pertenencia a ese lugar y lo que ha representado a lo largo de tu vida. Dentro de ese micro mundo en el que se ha nacido, y todo lo que le rodea, hay en ti recuerdos dignos de retener en la memoria colectiva, por eso es interesante dejar constancia de ellos. No porque ellos nos recuerden momentos extraordinarios, si no porque a lo largo de nuestra vida, y las distintas etapas en que ésta discurre: la niñez, la adolescencia, la “mili”, el casamiento, el nacimiento de los hijos,… están impresos en el ADN de nuestra personalidad. Cosas todas estas dentro de la normalidad, pero el día a día, y la adaptación a los cambios, van dejando el poso en la recámara de la memoria, y que cuando el paso de los años te permite un momento de reposo, regurgitamos y vuelven a nosotros los recuerdos de aquellas vivencias ahora añoradas. Recuerdos entre vecinos, amigos, y el lugar, y la gente, donde dimos nuestros primeros pasos. Yo durante veintisiete años conviví con los vecinos de la Calle Molina, donde nací. Fui uno de los que no tuvo que emigrar a tierras desconocidas. No ocurrió lo mismo con mis hermanos, Francisco y Emilio, que por distintos motivos sí que tuvieron que romper las cadenas que les unían a su familia, sus amigos, su barrio, y la Calle Molina, y tomar el camino de la inmigración. El barrio, que ahora suelo visitar algunos atardeceres, estaba compuesto por las siguientes calles: Niño Jesús, Moncada, Divina Pastora, Don. Pedro Sucías, San Juan,

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CALLE MOLINA

¿Tú eres de la calle Molina? ¡Sí! ¡Yo soy de la calle Molina! ¡Allí nací! Esta es una pregunta y una respuesta que todos, referente a una calle u otra, a un

lugar u otro, la hemos vivido muchas veces sin darnos cuenta de la importancia que tiene el sentimiento de pertenencia. Al responder a la pregunta, lo hacemos desde el sentimiento de pertenencia a ese lugar y lo que ha representado a lo largo de tu vida.

Dentro de ese micro mundo en el que se ha nacido, y todo lo que le rodea, hay en ti recuerdos dignos de retener en la memoria colectiva, por eso es interesante dejar constancia de ellos. No porque ellos nos recuerden momentos extraordinarios, si no porque a lo largo de nuestra vida, y las distintas etapas en que ésta discurre: la niñez, la adolescencia, la “mili”, el casamiento, el nacimiento de los hijos,… están impresos en el ADN de nuestra personalidad.

Cosas todas estas dentro de la normalidad, pero el día a día, y la adaptación a los cambios, van dejando el poso en la recámara de la memoria, y que cuando el paso de los años te permite un momento de reposo, regurgitamos y vuelven a nosotros los recuerdos de aquellas vivencias ahora añoradas. Recuerdos entre vecinos, amigos, y el lugar, y la gente, donde dimos nuestros primeros pasos.

Yo durante veintisiete años conviví con los vecinos de la Calle Molina, donde nací. Fui uno de los que no tuvo que emigrar a tierras desconocidas. No ocurrió lo mismo con mis hermanos, Francisco y Emilio, que por distintos motivos sí que tuvieron que romper las cadenas que les unían a su familia, sus amigos, su barrio, y la Calle Molina, y tomar el camino de la inmigración.

El barrio, que ahora suelo visitar algunos atardeceres, estaba compuesto por las siguientes calles: Niño Jesús, Moncada, Divina Pastora, Don. Pedro Sucías, San Juan,

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Garnelo Alda, San Rafael, Los Ángeles, la Fuente Nueva, y la propia calle Molina. Hoy, tanto la fuente como el abrevadero adosado junto a la entrada principal del chalet Casa Azul, han desaparecido, aunque durante está crónica aparece viva en mi mente. Sin ella, sin la Fuente Nueva, no son racionales mis recuerdos.

Lo que queda de la Fuente Nueva

Durante estos paseos vespertinos, al pasar por delante de las distintas casas de “mi calle”, vienen a mi mente la imagen de la gente, que en mi tiempo, vivían en ellas, y con las que conviví durante los primeros veintisiete años de mi vida. Durante aquellos años, y ahora también, he visto desaparecer algunos de aquellos vecinos a quien tenía un gran afecto, tristeza, pero como compensación también eran reemplazados por nuevos vecinos y nuevos nacimientos que mantenían la demografía de la calle.

Recuerdo que para los niños, escuchar la charla de los mayores, era como abrir las páginas de una Enciclopedia llena de las pequeñas historias que vivieron en sus modestas vidas. Los niños, éramos todos oídos escuchando la voz de la experiencia. ¿Ahora ocurre igual?

En homenaje a aquellos vecinos, y en compensación a la paciencia que tuvieron con todos nosotros, hoy quiero rememorarlos para recomponer un puzzle que la dispersión, los años, y la rehabilitación, lo han hecho desconocido, pero que entonces, para mí, es una fotografía fija de un tiempo muy querido. Trataré pues de retratar uno a uno los hogares que perviven en mi recuerdo.

Iniciamos el recorrido por la calle Molina, dando vida a las personas que yo recuerdo de aquellos años de vecino de la calle. Para completar datos de alguna de las familias que tuvieron que emigrar, y cuyo paradero no es fácil de conocer, he recurrido a las modernas técnicas como es Internet. Estoy seguro que si sus descendientes, conectan en Internet, cuando algún día, esto, se ponga en él, y se vean reflejados en este artículo, se sentirán muy orgullosos de sus parientes y de sus orígenes.

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NÚMEROS IMPARES Nº 1.- En este número estaba la vivienda propiedad de los hermanos Sarrión.

Esta vivienda ocupaba un piso alto, y en los bajos estaba la Droguería de los hermanos Leopoldo y Francisco Martínez, si bien la Droguería tenía su entrada por la calle Doctor Albiñana nº 20, pero ocupaba un tramo de la calle Molina.

Los hermanos, entonces según recuerdo,

vivían en Valencia donde José, el barón de la familia, tenía una fábrica de gaseosas, sifones, y otros derivados de la soda como los litinados. Sus visitas a Enguera eran muy frecuentes, de hecho se consideraban vecinos presentes. En la actualidad, tanto él como sus hermanas ya han fallecido, y la vivienda con el número uno de la calle Molina, se encuentra deshabitada y en venta. Si bien, las dos hermanas vivieron en ese domicilio desde la jubilación de Jesús, marido de una de las hermanas ya que la otra era soltera, hasta su fallecimiento.

Entre el nº 1 y el nº 3, existe un portón, sin número, que pertenece a la casa nº 22

de la calle del Doctor Albiñana. Nº 3.- En tiempos vivió una familia de la que casi no recuerdo nada. Debió de

ser corta la estancia de dicha familia en esa casa, ya que ni los más antiguos vecinos recuerdan mucho de ella, ni siquiera si tenían más familia en Enguera. Lo que sí recuerdo es que las llamaban las “Morenas”. Eran la madre y sus dos hijas, una de nombre Teresa, y la otra Consuelo.

Según he ido recabando datos, sé que Teresa casó con un joven de la familia de

los “Portillos”. Este matrimonio emigró, como tantos enguerinos a Francia, llevándose consigo a la madre de ella. Una mujer delgada de baja estatura, siempre de negro y el peinado con “pirri”, o moño, a la altura de la nuca. Tuvieron cuatro hijos, de los cuales no sabemos más.

La otra hermana, Consuelo, formó familia con un chico de Anna llamado José

María. No sabemos dónde se instaló su domicilio. Este chico era hermano del también annero Jerónimo, ya fallecido, y que estaba casado con Isabel Aparicio, hija de Miguel Aparicio “El Carcelero”.

Nº 5.- El vecino de esta casa era un señor conocido por “Montero”, de oficio

Guarnicionero, en compañía de su hija. Una hermosa joven, morena de pelo y piel, tanto, que la gente pensaba que era de origen gitano. Pero lo cierto es que no era así pues tenían familia cercana en Enguera.

Este hombre también se entendía por “Miñón”. Sus familiares más cercanos,

según he podido saber, con la categoría de primas, eran Concha, esposa de Ricardo

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Perales “El Rullo”, dueños de un cine de verano sito en la calle San Antón, y la señora Carmen, casada ésta con Vicente Conejero que regentaba el “Café Industrial”.

Recuerdo que a la entrada de su pequeña vivienda, donde el suelo era todavía de

tierra aprisionada, tenía su banco de trabajo. Una pequeña y ennegrecida mesa repleta de los útiles propios de su oficio: Agujas, hilo, grasa, trozos de cuero curtido, clavos,…

Este extraño personaje murió en el Hospital Asilo de San Rafael donde fue acogido por las Hermanas Mercedarias. De su hija nada he podido saber.

Nº 7.- Esta casa la ocupaban, de ello hace ya muchos años, un matrimonio

anciano compuesto por Consuelo y Daniel. De ellos poco puedo decir ya que mi recuerdo es el de dos personas muy ancianas. El siempre sentado, en una silla de boga, entre el portal y la puerta, boina y bastón, y de la mujer recuerdo menos aún.

Este matrimonio tenía dos hijas, Consuelo y Manuela. Estas dos mujeres, de las

que sí recuerdo más cosas, eran familia de los hermanos conocidos como “los llanderos”, que tenían un taller de fontanería y canales de cinc en la Plaza del Convento. Una hermana de “los llanderos”, Pepita, casó con Ricardo García y tenían una tienda de salazones y ultramarinos en la Plaza de la Fuente, esquina a Santa Bárbara.

Consuelo estaba casada con Federico, Escribano del Registro de la Propiedad de

Enguera. Vivieron en esa casa hasta que Federico fue destinado a la Oficina del Registro de Castellón. De este matrimonio nacieron dos hijos, un varón llamado Federico, y una chica de nombre Teresa, Tere como le gustaba a ella que le llamaran.

Tere visitaba con frecuencia Enguera, ya que su pertinaz soltería y su ausencia

de obligaciones, así se lo permitía. Su hermano Federico no se lo podía permitir ya que, casado y su profesión de periodista, le tenían siempre ocupado. Federico era muy conocido en el mundo futbolístico de la ciudad, pues durante varios años fue redactor de la crónica del primer equipo de Castellón. Murió muy joven de un infarto en el mismo campo cumpliendo con su trabajo. Esa última crónica se la llevó a la tumba.

A este domicilio volvieron a vivir la señora Consuelo, ya viuda, y su hija Tere

hasta la muerte de ambas.

Elvira Vera, la tía Doloretes, Encarnación Vera, la abuela Doloretes, la tía Matilde y la Manolita

(De izquierda a derecha)

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Nº 9.- En esta casa recuerdo que vivió, hace bastantes años, si no recuerdo mal, Pepe “Perejil” y su esposa, de la familia de los del “tejar”. Ahí debió nacer alguno de sus hijos. Un día también cogieron los bultos y marcharon a la inmigración.

Pasó a ocupar esta vivienda la señora Manuela, Manolita para la vecindad.

Manuela era la hermana de la señora Consuelo, ocupante de la casa vecina. Manolita era una mujer jovial y de un humor excelente, a pesar de una vida llena de pesares como podemos comprobar.

Manolita quedó viuda de Tonet el Cojo, esto era debido a su minusvalía en una

de sus piernas. Republicano de convicción, y zapatero de profesión. (Fue maestro de Modesto Sarrión, más tarde también vecino de esta calle.) Tonet, debido a sus fuertes creencias republicanas, fue fusilado en una tapia del Cementerio Civil de Enguera, víctima del odio. No quiso aceptar ni un humilde féretro de quienes habían ordenado su ejecución. Según pude oír más tarde, el ser enterrado sin caja fue su voluntad en el momento de su detención. Y así debió de ser, pues en el silencioso comentario del pueblo esa era la verdad.

Luego Manolita volvió a casarse con un señor del cercano pueblo de La

Grancha. Al parecer a Manolita no le gustaba mucho vivir en un pueblo tan pequeño, por lo que pasaba muchas temporadas en Enguera. También enviudó de este segundo marido y entonces hizo definitiva su estancia en Enguera.

José Marín Sancho, padre del autor del trabajo

No tuvo hijos en ninguno de sus dos matrimonios, pero a pesar de ello, su casa

nunca estuvo sola, sobre todo al llegar la Pascua y las fiestas de San Miguel, pues en esas fechas siempre estaba acompañada de varias jóvenes llegadas desde La Grancha, y de su sobrina Tere llegada de Castellón. Prueba de su buen carácter, es que era frecuente que los domingos por la tarde varios vecinos se reunían en su casa para pasar un buen rato, con sus canciones y ocurrencias.

Manolita fue buena mujer y buena vecina. A continuación había una casa, sin número, incrustada en la del número 11, que

fue hogar de los recién casados: Vicente Bañó y Teresa Sánchis. Vicente era Guarda del Campo. Teresa era de la familia de los “Cansalás”. Sus hermanos Juan y Pepe tuvieron

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una barbería en la calle Doctor Albiñana. De este matrimonio nacieron dos hijos: Vicente y Enrique. Esta familia se mudó a la calle Santa Teresa. Los dos chicos casaron con chicas de Enguera. Antes, habían marchado a la inmigración.

Hoy esta casa ha desaparecido absorbida por la del número 11. Nº 11.- Esta casa era el hogar de mi familia materna. Con el tiempo llegué a

considerarla mi propio hogar, ya que de ella guardo más recuerdos que de la casa donde nací, pues, en la casa número 11 dormí durante muchos años, hasta la muerte de mi abuela Encarnación única habitante de la casa, desde que mi tío Rafael marchó a Tarrasa.

También allí ejercí mi oficio de tejedor durante muchos años, pero a ello ya

dediqué un artículo específico. Mi abuelo, a quien yo no conocí por haber muerto antes de nacer yo, fue

Francisco Tortosa Cerdá, conocido como “Quico Chineso”. Francisco era viudo cuando casó con Encarnación, aportando al matrimonio sus dos hijas: Eduarda y Carmen, mi madre. Mi abuela era Encarnación Vera Gonzálvez, familiar de los Veras de la carpintería de Jaime Vera de la calle San Cristóbal. De esta unión nacieron tres varones, Francisco, Esteban y Rafael, así como una niña de nombre Encarnación, como su madre.

De esta casa fueron saliendo los hijos cada cual a su destino. Francisco se dedicó

a la industria textil, Esteban trabajó en la carpintería de Vera hasta que se hizo tendero y panadero, Rafael marchó a Tarrasa donde siguió el oficio de tejedor, la tía Eduarda casó con Miguel Aparicio, de la familia de los Medieros, primero vivieron en Játiva, y luego también marcharon a Tarrasa. Carmen, mi madre, se casó con José Marín Sancho, mi padre, de los “Cuís”, y de los “Callaus”, formaron hogar en el número 30 de la misma calle Molina.

Esteban Tortosa con sus compañeros de la Carpintería Vera

De la familia de mi abuelo “Quico”, poco sé, aparte de que venía de Onteniente

donde al parecer tenemos algunos parientes. Mi abuela tenía dos hermanas, también viviendo en Enguera, la tía Emilia, que vivía en la calle Moreras con su hija Leocadia, y la tía Elvira, que vivió con su marido Cándido García en la calle de los Ángeles, y luego, ya viuda, en la calle Doctor Albiñana con su nieta Pepita.

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La tía Elvira tuvo dos hijos: Cándido y María. Cándido, “Candidín”, se dedicó a su oficio de conductor en los autobuses de Granero. María casó con un Capitán de la Guardia Civil, del que tuvo una hija Pepita. Quedó viuda y volvió a casarse con Don Alfredo Gil, Comandante del Ejército, Jefe de la Caja de Reclutamiento de Játiva hasta su traslado a Barcelona. Del matrimonio nació Alfredito.

Si hablo de este hecho en particular, es que con el Comandante tuve un trato

especial y del que tengo un gran recuerdo. María se trasladó a vivir a Enguera con su hijo Alfredito, y el Comandante, que quedó en Barcelona, con varias hijas que tenía de otro matrimonio, solía venir a Enguera siempre que podía, se hospedaba en casa de mi abuela; a veces le acompañaban sus hijas.

El Comandante era un hombre de genio fuerte, a pesar de su baja estatura

impresionaba con su uniforme y su estrella. Al principio a mí me daba algo de miedo, aunque cuando lo tratabas resultaba ser un hombre amable y educado. Con el compartí más de una rato charlando. De ahí viene mi simpatía por él.

A continuación, había un solar grande, cerrado por una pared alta y con una

puerta de madera de doble hoja. Este solar era propiedad de Francisco Camarasa, Paco el Serrano como se le conocía. Paco el Serrano tenía su domicilio en la calle de los Ángeles, por lo que no eran vecinos de la calle Molina, aunque su propiedad tenía puerta a ella. La casa se comunicaba con el solar a través de una puerta pequeña situada en el rincón más apartado del solar. Desde la casa de mi abuela era visible todo el solar.

Este solar tuvo su protagonismo en la calle Molina, ya que durante algunos años,

cuando llegaban las fiestas de San Miguel, en él se instalaban los toriles para las vacas que animaban las fiestas. Por las noches, cuando la gente dormía, se hacía el cambio de ganado: salían los animales que habían sido corridos el día anterior, y se traían los del día siguiente. La ganadería descansaba en el barranco de Lucena. Algunos niños, desde sus ventanas, eran testigos de este trasiego de vacas y, a veces, también algún toro. A ellos debieron de impresionarles los enormes mansos que guiaban la manada.

Para que el solar fuese lugar de toriles, el dueño del mismo, puso como

condición que la suelta de toros tenía que pasar por la calle de los Ángeles, por delante de la puerta de su casa. Así se hizo durante varios años, hasta que alguien denunció que el hacer a la calle de los Ángeles como parte del recorrido del encierro, suponía una anormalidad, ya que por su situación impedía que las vacas hicieran el recorrido completo. Al ser un tramo sin salida, y al estar tan cerca de los toriles, los animales se quedaban en aquel tramo de calle venteando el corral. Se rompió el trato y los toriles cambiaron de ubicación. El lugar elegido fue la calle Desamparados en el huerto de “Meriquín”.

A propósito de esta nueva ubicación de los toriles, ocurrió un hecho cuya

anécdota creo que es conveniente mencionar aquí, aunque no tenga relación con la calle Molina y sus vecinos.

Estaba el pueblo en plenas fiestas patronales. Hacía una noche muy agradable en

aquellos últimos días de Septiembre. El tablado para espectáculos estaba colocado delante del Banco Español de Crédito, hoy Banesto. Esa noche, el Orfeón Local, bajo la dirección de Jaime Barberán, tenía concierto. Sobre el tablado, un grupo de gente

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tratando de concertar sus voces en las distintas interpretaciones y, en la plaza de la fuente, el numeroso público ponía a prueba su paciencia.

Hasta allí llegaba la protesta de las vacas en forma de mugidos. Un grupo de

muchachotes, ajenos a cualquier clase de celebración que no sea su propia diversión, esquilón en mano, quisieron unir su sonido al de las voces del Orfeón. Sobre el tablado, las voluntariosas voces lanzaban al cielo de la hermosa noche septembrina las notas del conocido: “Fum, Fum, Fum”, cuando hasta los pacientes espectadores llega el impaciente sonido del esquilón acompañado por el trote y las voces jóvenes gritando: ¡“La vaca”! ¡“La vaca”! ¡“Que viene la vaca”!

Un primer momento de desconcierto, mientras el esquilón se oía más cercano,

cuando de pronto los nervios y el miedo estallan, y la gente comienza una huída a la desesperada. Sillas y espectadores por el suelo, y hasta los cantores, sin pensar que ellos encima del escenario estaban a salvo del ataque de las vacas, se lanzaron a la plaza en busca de la huída. Allí se acabó el concierto en la más odiada de las interpretaciones: el “Fum, Fum, Fum”.

Cuando se descubrió el engaño de la broma, las risas de aquellos que huyeron muertos de miedo dieron a entender que todo estaba bien en días de fiesta.

Nº 17.- Esta casa, hoy dividida en dos, fue vivienda de la familia Sempere

Martínez, compuesta por el matrimonio José Sempere y Matilde Martínez, y sus hijos Pepe, Miguel, Luís y Matilde. El matrimonio fue emigrante a la Argentina, con su hijo Pepe, junto a otros enguerinos. Allí nacieron dos hijos más, Miguel y Luís. Regresaron a Enguera donde se pusieron a vivir en una casa de Santa Cruz, en la cual nació su hija pequeña Matilde. Después de un corto espacio de tiempo se trasladaron de forma definitiva a la calle Molina.

Pepe, el hijo mayor, era Maestro de Escuela especializado en Dibujo, y ejerció su profesión en Barcelona. Pepe y su esposa no tuvieron hijos y cada verano pasaban sus vacaciones en Enguera, junto a su familia. Durante sus estancias en Enguera, entre otras cosas, se dedicó a estudiar la Arquitectura del derruido Castillo, dejando un montón de bocetos y dibujos de cómo era, según él, el Castillo en su estructura original.

Imaginario Castillo de Enguera grafiado por Pepe Sempere

Miguel, segundo hijo de la casa, murió en combate en el frente durante la Guerra Civil. De este desgraciado muchacho poco más sabemos.

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Luís casó con la enguerina Teresín Barber, vecina de la calle San Antonio de Padua, quedando a vivir en la casa junto a su madre, ya viuda. Tuvieron tres hijos: Luís y Juanjo, y la niña Pepi. Luís guarda un recuerdo permanente de su Argentina natal, y no se guarda de demostrarlo. El día de San Luís, antes de que amaneciera el día, Luís sacaba a la calle la gramola de campana y nos despertaba con un recital de tangos desde unos discos antiguos que él guardaba como un tesoro.

Matilde, la pequeña de la casa, estaba casada con Pepe Gómez. Tuvieron dos

hijos varones: Pepe y Miguel. Vecinos también de la calle Molina, ocupando la parte nueva resultante de la división de la antigua casa. En la otra mitad de la casa quedó la abuela Matilde con la familia de su hilo Luís. La Tía Matilde era una gran lectora, así como artesana del Bolillero.

Esta familia, como la mayoría, tenía su apodo: “Travesaleros”. Venía derivado

de trabajar, seguramente el abuelo, en una máquina, denominada “trasversales”, que por medio de unas cuchillas, que giraban a gran velocidad, recortaban el pelo de los tejidos destinados a ropa para el Ejército, después de pasar por las perchas.

Nº 21.- Para mí, fue un lujo tener como vecino en

esta casa a Miguel Gómez, el “Tío Pau”. No es que tuviera como vecino de la calle más importancia que los demás, ni que yo le tuviera más afecto, pero es que con este vecino pasé yo muchos buenos ratos, contando él sus peripecias de pastor de cabras, mientras yo le escuchaba embobau.

En esta casa vivía el “Tío Pau” con su mujer, su única hija Amparín y su suegra, la tía Amparo. Cuando el “Tío Pau” quedó viudo, la niña Amparín quedó al cuidado de su abuela y de una hermana de su madre, su tía Dolores, y él marchó a vivir con sus hermanas en la calle San Antonio de Padua. Al morir la abuela y la tía Dolores, fuera de Enguera, volvió a la casa de la calle Molina junto a su hija.

Durante su estancia en la casa de la calle San Antonio de Padua, después de cerrar su ganado en el corral y el ordeño, llegaba a la casa de la calle Molina con una lechera llena de leche fresca.

Cuando volvió a vivir a la casa de su hija, encerraba en la cuadra de la misma

casa sus cabras. En el buen tiempo solía sentarse en el portal a esperar la hora de retirarse a dormir, y era en esos momentos cuando yo, y algún muñaco más, me sentaba en la cuneta a escuchar sus relatos. En invierno, la improvisada escuela, se trasladaba al amor del fuego del hogar. Cuando se retiró, y dejo el ganado, era frecuente verle en el bar Chimo junto a otros jubilados.

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Amparín casó con Antonio Guzmán. Del matrimonio nacieron tres niñas:

Amparín, Leonor y María Dolores, y un chico de nombre Antonio. En esta casa tenían como huésped a Modesto Perales, a quien conocimos como

Practicante en la Clínica de Don Pedro Muñoz Pérez, Médico Titular y Forense de Distrito.

Parece ser que Modesto fue huérfano prematuro, y que su madre le crió sin

padre. No conocemos el motivo de pasar un tiempo en un hospital de Valencia, ni qué actividad desarrollaba allí, pero lo cierto es que allí aprendió las practicas de enfermero. Sus padres eran de origen enguerino, por lo que llegó a Enguera como mancebo de farmacia. No sabemos si lo hizo solo o en compañía de su madre. En ese puesto estuvo hasta que Don Pedro le contrató como Practicante en su consulta.

Tuvo en algún momento una vivienda propia en el pueblo. Por motivos

desconocidos, y que en cualquier caso no vendrían al caso, tuvo que cambiar de domicilio de forma interina hasta que una tía suya le acogió en esta casa de la calle Molina. Allí dormía, y atendían su ropa, y las comidas las hacía en el “Hotel Rialtito”, regentado por las hermanas Muñoz, conocidas como “Camilas”. Sus últimos días los pasó en esta casa junto a su amigo Miguel “Pau”. Muchas nalgas de enguerinas y de enguerinos fueron pinchadas por la mano de Modesto.

En esta casa pasé yo de niño muchas horas, haciéndole compañía a Amparín

mientras enrollaba hilos para hacer los flecos a mantas de la fábrica de Piqueras y Marín, y tomando la exquisita agua del pozo que había en el patio.

Nº 23.- Esta es la última casa de este tramo de calle rotulada con los números

impares. Pone pues fin al recorrido por cunetas y portales, así como a los menguados recuerdos que tengo ahora de sus habitantes. Y qué personaje mejor para finalizar que uno de sus más destacados vecinos como fue Miguel Aparicio “Velija”.

El Tío Miguel “Velija”, fue hombre de gran carácter que se puso a prueba

cuando tuvo que reponerse a la muerte de sus tres esposas. Dedicado al estraperlo y al comercio de la lana, recorriendo por veredas y resecos caminos de la provincia de Albacete. Por ese motivo pudo ser el hecho de que sus tres esposas fuesen de origen Manchego.

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Los matrimonios amigos y vecinos

De su unión con Angelita, su primera esposa, nacieron la niña Angelineta, y los niños Miguel y Jaime. Con Ramona, su segunda esposa, no tuvo hijos. Victima de una extraña enfermedad, la mujer murió al año de haberse casado. Pero Ramona aportó al matrimonio, de común acuerdo con Miguel, a un sobrino, huérfano, de nombre Juan Tobarra, que quedó en la casa como un hijo más. Con Delfina, toda bondad, su tercera y última esposa, tuvo dos hijos: Pedro y Pepita.

El tío Miguel “Velija” fue un gran emprendedor, con una gran visión para los

negocios, enfrentándose con valentía a los reveses que la vida le ponía al paso. Con seis hijos, Delfina y él, supieron sacar a flote a la familia trabajando en los telares que tenían en su casa. Allí entraba el hilo y salía convertido en mantas y paño.

Hombre de buen corazón, en su mesa tenía sitio cualquiera que entrase en su

casa. Fue cofundador de la Peña del Tercio, que se reunía todas las semanas en una cena que se celebraba en su casa. Canciones, ocurrencias y risas, era el principal ingrediente del menú.

Tampoco descuidó el terreno de huerta que tenía en el “Charral”. Cada tarde,

enganchaba la mula al carro y salía rumbo a la carretera de Benali.

Arco gótico de la Almazara

Para finalizar la calle, en este tramo de los impares, estaba la Almazara de Jordá.

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NUMEROS PARES Ya hemos visto como en las casas impares de la calle, encontramos vecinos de

muy variada tipología, tanto por sus profesiones, como por su procedencia y posterior destino. En esta otra cara de la calle, las pares, también nos van a mostrar otra fauna vecinal digna de recordar.

El primer trozo de calle, al igual que reseñábamos en las casas impares,

pertenece a una casa de la calle Doctor Albiñana, donde vivían, Pepe Parejas, y su esposa Esperanza Simón, de la carnicería de las cuatro esquinas.

Nº 2.- Aquí vivió durante un tiempo el matrimonio formado por el Señor

Manuel, el apellido no lo recuerdo, y la Señora Inés Aparicio de la familia de los “Velija”. No tuvieron hijos, pero sí un pequeño negocio de “zamorra”. Tramuzos, cacahuetes, aceitunas, tomates, pimientos, taparones, etc., que ellos manipulaban con sus propias manos. Ellos y su negocio se trasladaron al número 6 de la misma calle. La nueva casa era más pequeña, y a ellos, sin hijos, les iba mejor.

Desocupada la casa, pronto encontró nuevos habitantes. Estos nuevos vecinos

fueron Ernesto Esteve, y Pepita Martines. El era de la familia de los “Máximos”, y ella, de la de los “Castellanos”. A esta familia le venía el sobrenombre por su origen castellano. Según se decía la casa era propiedad de un hermano de Pepita de nombre Juanito. El matrimonio no tuvo descendencia.

Nº 4.- Una amplia vivienda para una familia numerosa. La casa era propiedad

del abuelo de los conocidos enguerinos: Manolita, Primitivo, Pepe, Maruja y Rosendo Esteve. Todos ellos se casaron menos Rosendo que marchó al Seminario; hoy es Sacerdote en la Colegiata de Játiva.

Fallecidos los abuelos, la casa quedó vacía. Allí vivió durante unos años la

familia Moltó-Tudela. Más tarde esta familia se trasladó al número 8 de la misma calle.

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Esta casa, luego que quedó vacía, la compró Pepe Esteve, casado con Amparo Pérez de la familia de las “Salvaoretas”, vecina de San Antonio de Padua. Tuvieron dos hijas. La mayor casó con un chico de Canals, y la otra con uno de Anna. El matrimonio siguió viviendo en la casa.

Durante algunos años, esta familia acogía en su casa a un fotógrafo que acudía a

Enguera para las fiestas, de nombre “Cairo”. Este era uno de los muchos fotógrafos ambulantes que paseaban los pueblos en los días de Fiestas Mayores.

Nº 6.- Esta casa la habitaba el matrimonio de enguerinos formado por Silvino

Vila, de la extensa familia de los Vilas, y Dolores Soler Sellés, “Dolorcitas” como se le conocía. Era hermana de Pedro Soler que tenía un taller de motos en la calle de los Ángeles.

Silvino y Dolorcitas, tuvieron tres hijos, un niño y dos niñas. Recuerdo muy bien

a Enrique y a Lolita, de la otra niña no guardo ni el vago recuerdo de su nombre, ya que tuvieron que emigrar hacia Cataluña, como muchos enguerinos, y esta niña sería muy pequeña. Enrique sí era buen amigo.

Luego que esta familia dejó libre la casa, es cuando el matrimonio de Manuel e

Inés, la “tramusera”, se trasladó, desde el número 2 de la calle, hasta este nuevo domicilio, donde vivieron hasta el fin de sus días.

Nº 8.- A este domicilio es a donde se trasladó el matrimonio Moltó-Tudela desde

el número 4. Enrique Moltó y Teresa Tudela tuvieron tres hijos, dos chicas y en chico. Enrique era de mi edad y amigo, y coincidimos en los telares que mi tío Paco tenía en casa de mi abuela Encarnación, en el número 11 de esta calle.

En el corral de la casa, tenían vacas lecheras. Y era de la producción de leche, de

lo que vivía esta familia, tanto de la venta directa, como de los cántaros que recogía un empleado con un carro que recorría todas las vaquerías del pueblo con destino a las fábricas de leche.

Fachada actual de la casa nº 8

A esta casa venía a vivir, en meses alternos, un hermano de Enrique llamado

Antonio, que tenía sus facultades mentales disminuidas. A este hombre le recuerdo con su silla de boga, y su botijo de agua, unas veces sentado a la puerta de su casa, y otras paseando un tramo de calle. Antonio era apreciado, y respetado, por los vecinos, cosa

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que él parecía agradecer regalando su sonrisa. ¡Antonio! Cuando se encienda la luz de la calle, ¡A casa! Y él así lo hacía.

Tal vez porque el negocio de la leche no lo era tal, o pensando en el futuro de

sus hijos, o encandilados por el dorado de la emigración, la familia se trasladó a Tarrasa siguiendo los pasos de muchos enguerinos, y allí debe de continuar los supervivientes de la familia.

De nuevo quedó libre la casa, y a ella llegaron como nuevos vecinos el

matrimonio formado por José Calatayud y Dolores Juan. Tuvieron tres hijos, Lolita la mayor, Pepe y, como hijo tardío, Jaime.

José Calatayud era de la familia de los Máximos, y ella, Dolores Juan, era hija

de Jaime Juan, “Quisal”, y de Dolores Sánchis, la “Garrofera”. Jaime y Dolores, vivían en la Noria de Esparza, donde recuerdo que había una Almazara en desuso, cuidando las tierras. Allí criaron a sus hijos. Cuando visitaban la casa de su hija Dolores, recuerdo los golpes de maza que el tío Jaime daba sobre el portal picando el esparto, que había estado adobando a remojo desde varios días antes.

De entonces recuerdo que en esa casa tenían una hermosa yegua de pelaje color

canela, de la cual decían que tenía sangre árabe. Era dócil y veloz. También del agua del pozo que había en el patio, dulce y fresca. De ella bebía la familia, y más de un vecino.

Nº 10.- Esta era una pequeña casa, hoy absorbida por el número 8. A la vivienda

se accedía subiendo cuatro escalones, debajo había una bodega con la pequeña puerta a la calle. Aquí vivía la familia de Modesto Arnau, “Gambera”. No recuerdo el nombre de la esposa, pero sí el de sus dos hijos: Modesto y Miguel. Este padre de familia, de profesión albañil, pudo ganarse la vida en el circo como contorsionista. Su habilidad para ese menester se lo pudo permitir. Al día que le apetecía, y su trabajo se lo permitía, nos hacía una demostración en plena calle, y todos aplaudíamos con entusiasmo. Buen catador de vino junto a su vecino y amigo Francisco Aparicio.

Esta familia abandonó la casa de la calle Molina para trasladarse a la Calle

Santísimo. Tras la marcha de la familia “Gambera”, ocupó la casa Concha Aparicio, hija de

los vecinos de la casa número 14, y su marido, un chico forastero de nombre Antonio. Después de un tiempo, el matrimonio también marchó rumbo a la calle Santísimo. Siendo estos los últimos habitantes de la modesta casita.

Nº 14.- José Beneyto, “el tío Benito”, y Concha

Aparicio, de la familia de los “Velija”, vecinos de esta casa que todavía conservaba el suelo empedrado, formaban una pareja dispar. Él, “el tío Benito”, era un hombre siempre dispuesto a la broma, y ella, Concha “la Velija”, retraída y adusta de carácter y trato, enigmática y rara según alguna vecina, era más acorde con los tiempos difíciles que corrían. Era una familia numerosa con cinco hijos y un hombre anciano, el padre de Concha, conviviendo en la misma casa, y no era para que el ama de

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casa estuviera todo el día cantando. Pero “el tío Benito”, a pesar de las dificultades familiares, era así, y así había que tomarlo. Este carácter alegre del cabeza de familia, lo celebraban sus cinco hijos: Eduarda, Concha, José, María y Teresín.

“El tío Benito”, como le conocía todo el mundo, creo recordar que formaba parte

de la Comisión de Fiestas del Sindicato Textil, encargada de organizar los actos en honor de su patrona Santa Ana. La fiesta nunca le venía mal. Gustaba de tener el barral de vino sobre la mesa, sin ser adicto a su uso fuera de las comidas, como ocurría en muchas casas.

Amigo de siempre de Miguel Aparicio, “el Mediero”, casado con Eduarda hermana de mi madre y que vivían en Tarrasa. Durante las vacaciones, mis tíos, se hospedaban en casa de mi abuela Encarnación, cuyas casas estaban enfrentadas, una con el número 11, y la otra con el 14. Durante los días que duraban las vacaciones, los dos amigos, a la hora del almuerzo, se sentaban en medio de la calle delante de una mesa baja, donde se hermanaban una buena ensalada de la tierra, un pan de “Payés”, traído desde tierras Catalanas, un plato de choricicos picantes, y el barral de vino con el pito recortado para que abocase mayor cantidad de líquido en la gola de los comensales. La sobremesa la ponían sendos puros “caliqueño”, hasta que el calor del sol les retiraba a dentro de casa. Ambos eran grandes amigos de Enguera y sus costumbres.

Sí guardo un buen recuerdo de mis tíos de Tarrasa. Aquí quiero retraer un

ocurrido en su tierra. Con motivo del casamiento de mi tío Rafael, que se celebraba en Tarrasa, acudí a la boda en compañía de mi tío Esteban. Con tal motivo, y conociendo su afición, le llevé a mi tío Miguel, en cuya casa nos alojamos, unos paquetes de caliqueños. Después de los saludos, y de agradecer el presente que cogió entre sus manos como lo haría con un recién nacido, me llevó al salón, y me dijo señalando a un barral de vino que allí tenía sobre la mesa: ¡Sobrino! ¡Que no se te ocurra beber agua de Tarrasa! Cuando tengas sed, ¡al barral! No le seguí el consejo al pie de la letra, pero sí que más de una vez empiné el barral.

Nº 16.- Al llagar a la altura de esta casa siempre me sorprende una

contradicción. Aquí la calle, que viene desde su nacimiento llaneando, comienza un declive que va en aumento conforme avanza hasta llegar, en una prolongación, hasta la Fuente Nueva, mientras, en su correlación, los números de las casas iban hacia arriba. El arquitecto, al delinear la calle, no cayó en la cuenta de este detalle. Tal vez el hombre no tuvo otra elección. (Esta reflexión es una tontería.)

En esta casa vivía un matrimonio muy conocido en el pueblo. Él, Modesto Sarrión, y ella Elodia Pérez. Tuvieron una única niña de nombre Elodín. Elodín casó con un chico enguerino de la familia Ventayol y viven desde entonces fuera de Enguera. También vivía en la casa la madre de Elodia.

Modesto Sarrión y Elodia Pérez con sus sobrinos

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Modesto era de profesión zapatero remendón. Oficio este muy necesario entonces para que la gente pudiera ir bien calzada. En el desván de la casa, ahora se llama ático, tenía su taller. Allí se entremezclaba, el constante martilleo sobre suelas y tacones, el frotar de trapo y cepillo, con el cante, en el cual Modesto también era maestro. (No solo de clavar suelas vive el hombre.)

Modesto fue aprendiz de “Tonet el Cojo”, maestro zapatero de quien salió

alumno aventajado. En principio los dos compartían algo que parecía imprescindible para ejercer esa profesión: un ligero defecto al andar. Con el tiempo, y muerto el maestro, Modesto se decidió a establecerse por su cuenta en el desván de su casa.

Allí, en el taller de zapatero, pasaba yo muchos ratos, no para aprender el oficio,

si no para escuchar el jilguero que Modesto tenía en su garganta. Era admirador del Príncipe Gitano, cuyas canciones solía interpretar con gran maestría. Maestro de cantaores, y asiduo participante de los festivales de variedades que se celebraban en el Teatro del Circulo Obrero Católico, situado en la calle Gómez Ferrer donde ahora está el local de Jubilados y Pensionistas.

Una vez retirado como zapatero, ejerció como escribiente en el Juzgado de Paz.

También como buen jugador de dominó. Elodia era sastresa, con unas manos especiales para el corte y confección de ropa

para hombre. Tenía el taller de costura en la planta baja de la casa. Para subir al taller de Modesto, había que pasar, necesariamente, por entre máquinas de coser, rollos de telas, y modistillas, lo cual era una alegría para la vista.

Recuerdo bien a dos de las costureras que tuvo en distintas épocas. Las dos

tenían de nombre Lola. Una era Lola Pérez, hija de Primitivo Pérez de la calle Santísimo. La otra, también Lola, vino con su familia de la sierra, como muchas lo hicieron en aquella época. Lola, la de Primitivo, se casó con Miguel “Chorquetes”, su padre era chofer del camión de Industrias Aparicio, que estaban en los bajos del Hotel Rialtito, ambos hoy desaparecidos. La otra Lola, lo hizo con Juan Gómez Doménech, de los del “Rinconet”.

Nº 18.- Casa de familia numerosa. Ocho hijos tuvieron el matrimonio compuesto

por Francisco Aparicio y Dolores Pérez, hermana de la vecina Elodia. Era difícil entrar en la casa y no tropezarse con alguno de los hijos, pues el trasiego en la casa era constante. Así que podía uno pasar desapercibido entre tanto habitante en una casa de dimensiones modestas. A falta de habitaciones, la cambra se convertía en un espacio multiusos: trastero, almacén y espacio para dormir.

La camada era numerosa, ocho hijos por este orden: Dolores, Leonor, Paco,

Pedro, Manolo, Vicente, Julián y Carmen. Era una de las muchas familias pobres que llenaban la casa de hijos, por lo que, entonces, no llamaba la atención este hecho. Eran pues muy frecuentes las familias numerosas.

Hoy pienso, y me maravillo, como, un peón de albañil, con escasos ingresos,

pudo sacar adelante a una familia de ocho hijos. Paco era un maestro en pastar el yeso. Este material era muy usado para la construcción por lo que a Paco no le faltaba la

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faena. Él, con su alargada pastera de madera, y ella con el extenuante trabajo de ama de casa, fueron sacando la familia adelante.

Paco, después de las largas jornadas de trabajo, buscaba un poco de distracción

acudiendo a la tertulia con algunos compañeros del gremio, a la bodega-tienda de Teresita García en la calle del Rosario número 4. Allí, entre charla, bromas, y quejas por lo injusto de la vida, los vasos de vino iban del mostrador a la gola de los cansados albañiles. A veces, con frecuencia, el número de vasos ingeridos eran demasiados y terminaban afectando a la estabilidad de los contertulios. Aunque Paco jamás dio escándalo alguno por ese hecho, acudía a su casa de manera discreta, Dolores, resignada, le reñía con poca convicción, y él, escaleras arriba, buscaba en la cama el sueño liberador de tanto infortunio.

Tal vez lo último que Paco viera, antes de caer rendido en el sueño, fuera los

restos de yeso entre sus callosas manos, preguntándose cómo podía llenarlas de comida para sus hambrientos ocho hijos.

Poco a poco, los hijos, fueron abandonando el domicilio familiar, unos, rumbo a

sus nuevos domicilios, y otros, en busca de mejor fortuna en la emigración. Nº 20.- Entramos en otra casa de muchos habitantes. Sus moradores, el

matrimonio formado por Vicente Martínez Gayá y su esposa Isabel Aliaga Alcocer, tuvieron siete hijos, un varón y seis niñas: Vicente, Isabel, Vicenta, Leonor, María, Teresa y Pepita. También compartía esta vivienda el padre de Isabel, Vicente Aliaga.

Este hombre, Vicente Aliaga, entonces anciano ya, según informes de la propia

familia, fue en su día uno de los mayores propietarios de la campiña Enguerina. Pasó gran parte de su vida en el monte usurpándole gran cantidad de terreno salvaje para convertirlo en campo de olivos que superaban las cien hanegadas.

Isabel Aliaga

Vecino de Vicente, en la partida llamada Buenos Aires, era el tío Macareno, abuelo de Ramón Boyer, hasta hace poco Secretario del Juzgado de Paz de Enguera. De los terrenos de estos dos vecinos salían la mayor cantidad de olivas que se molían en las Almazaras.

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En aquellos tiempos, el que poseía tanta cantidad de oliveras, tenía el pan asegurado durante todo el año, para él y su familia. También, como muchos otros, cosechaba la uva que le proporcionaba el vino para el consumo familiar. Este hombre, ya retirado, acostumbraba a sentarse en el umbral de la casa con su buen amigo Miguel “Velija”, padre, con la bota de vino que pasaba de mano en mano. Solía invitar a libar a cualquier varón que pasase frente a su casa. Unos aceptaban gustosos, y otros, más discretos, se disculpaban.

Esta familia desapareció poco a poco, y cuando la casa quedó vacía vino a vivir

Vicente “Santero” y su mujer, que venían de vivir, como caseros, en el chalet de Andorra, propiedad de la madre de “Pepitín”. Este matrimonio, en contraste, no tuvo hijos.

Nº 24.- Esta vivienda, entonces constaba de dos

casas. Una, con el número 24, estaba destinada a vivienda de la familia, y la otra, que debía tener el 26, estaba destinada a almacén, cuadra habitada en su tiempo por una burra muy burra, y garaje para una motocicleta GUZZI y alguna bicicleta.

La vivienda era propiedad de la señora Vicenta. Esta mujer, ya viuda entonces, vivía con su hija Carmen casada con Miguel Vila y sus tres hijos: Carmen, Angelita y Miguel. Miguel, en vida, fue mi mejor amigo. La señora Vicenta había tenido otros dos hijos, Miguel emigró a Argentina, y Enrique que vivía en la calle Verde.

Nº 30.- En esta casa nací yo, y viví con mis padres y mis dos hermanos Paco y

Emilio. Mis padres fueron: José Marín Sancho, de la familia de los “Cuis”, por parte de padre, y de los “Callaus”, por parte de madre, y Carmen Tortosa Abad, hija de Francisco Tortosa Cerdá, Quico “Chineso”.

Una familia media de cinco miembros, aunque durante un tiempo fuimos seis,

pues mi abuela paterna Isabel, vivió hasta su muerte con nosotros. No crean que por ser menos que en algunas casas de nuestros vecinos de calle, lo pasábamos mejor. Mi familia era típicamente proletaria, pues ni la casa donde vivíamos era nuestra. La casa era propiedad de un hermano de mi padre, Ricardo. Mi tío dejó a mi padre vivir en la casa de manera gratuita, a cambio de que cuidara a su madre en aquella casa, y pagase los gastos de mantenimiento de la vivienda.

Mi hermano Paco fue el primero en abandonar la casa rumbo a la Capital para

cursar estudios. Mis padres no podían pagar los estudios de mi hermano, y menos lejos de casa, pero ante la insistencia de sus profesores, solicitaron la ayuda de Don Eduardo López Palop, ilustre enguerino y mecenas de otros estudiantes, y gracias a esa ayuda pudo cursar una carrera con éxito. Peor lo tuvo mi hermano Emilio, no porque le faltase inteligencia para los estudios, si no porque no se podía, y tuvo que seguir la senda, ya marcada por muchos enguerinos, rumbo a Tarrasa. Desde entonces, ambos, viven fuera de Enguera. Yo quedé con mis padres en la casa hasta que también me fui al contraer matrimonio. Si bien durante muchos años dormía en casa de mi abuela Encarnación

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hasta la muerte de esta. Mis padres, años después, se trasladaros a vivir a la calle Santísimo.

Antes he mencionado que en casa de los

vecinos, en un tiempo, tuvieron una burra muy burra, y así era. Esto lo confirma una anécdota ocurrida gracias a la pared que compartían ambas casas. Ocurrió en verano. Estábamos cenando, o al menos era el lugar y el momento para ello. La mesa estaba colocada en el medio-casa. Era una noche calurosa y aquel lugar era el más fresco de la casa, pues recibía la brisa de la corriente de aire que se establecía entre las puertas abiertas de la calle y del corral. La cena, como ocurría entonces, no era ni copiosa ni abundante, pero el lugar era agradable.

Estábamos en la intimidad silenciosa que se

establece a la hora de las comidas cuando esta es escasa, (Oveja que bala, bocado que pierde) cuando se empezaron a escuchar, como ocurría cada noche, los golpes que la burra vecina daba en la pared medianera. No le dimos mayor importancia, solo que de pronto, los golpes sonaron más fuertes y de sonido distinto, seguido todo ello de un estrépito y un rebuzno cercano. Miramos todos hacia la pared, y vimos, con gran sorpresa, que la burra asomaba la cabeza por el trozo de pared que había abatido con sus golpes, y quería unirse a nuestra tertulia.

El hecho no debió de extrañar demasiado ya que aquellas viejas paredes estaban

hechas de piedra, tierra, y una escasa porción de yeso, y por lo tanto fácil de derribar por los golpes de una burra muy burra. La cosa no pasó de ahí, y fue referida la anécdota con bastante regocijo de todos nosotros.

Nº 32.- Lo que había en lo que sería la casa 32, era un solar. Este solar lo

compró José López Sancho, de la ferretería y bodega de vino de la calle de los Ángeles, conocida como de los “Chatos”. José edificó en el solar una casa donde se puso a vivir con su esposa Consuelo Aparicio, hija de Juan Aparicio “Micó” de la calle San Juan.

De esta unión surgió en la calle una nueva familia numerosa. Consuelo, Pepe,

Natalia, Amparo y Carlos. Ramón, el pequeño de la casa, nació, si no creo mal, en la calle San Juan, en la casa que era propiedad de los hijos de Emilio Marín, a esa casa se mudó esta familia a vivir cuando quedó vacía. Más tarde se trasladaron definitivamente a la casa familiar de José, en la parte de la bodega que tenía puerta por la calle Desamparados número 38.

La casa de la calle Molina fue ocupada por la señora Inés Abad y su hija Inés

Juan, que procedía de la casa donde estaba el Sindicato Agrícola en la calle Doctor Albiñana.

Nº 34.- Esta es la última casa de la calle en sus números pares. Hace esquina con

la calle San Juan donde recae un lateral de la casa. En ella vivieron un hermano de mi padre, el tío Manuel, conocido como “Manolico el Cojo”, y su esposa Isabel Royo. El matrimonio no tuvo hijos. La pareja vivía del esfuerzo común en un telar de mano, de

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medio ancho, que tenían en la casa. El hacía de oficial, y ella de eficiente ayudanta. El telar lo movían para tejer paños para la empresa de los Hermanos Martínez, que tenía su sede en la calle Santa Bárbara número 29. (Hoy está allí La Jijonenca.)

Si en el número 30 fue el lugar de mi nacimiento, en esta casa, recibí mi

bautismo como tejedor, y campanero, de la mano de mi tío Manuel que era también campanero, y que cuando había escasez de hilo trabajaba su campiña. De este maestro siempre guardaré un agradecido recuerdo.

Como hemos podido observar, en la calle Molina, durante los años en que yo

viví en ella, hubo trasiego de vecinos, y una gran actividad industrial, comercial, y de artesanía, que quiero aquí enumerar para dejar constancia del hecho:

En el número 3, el guarnicionero llamado “Montero”. En el 11, un telar mecánico modelo alemán. En el 19, los trasversales de la familia Sempere. En el 21, el pequeño ganado caprino del Tío Pau. En el 23, un pequeño telar de taco, una enorme caldera para escaldar pieles y

arrancarle las belijas de lana, un urdidor, y otro telar, este mecánico. En el número 25, existía la almazara de Jordá, que le daba a esta calle un gran

trasiego de carros con olivas y aceite. En el 2, tenemos el negocio de cacaus y tramuzos de la señora Inés “La

Tramusera”, luego en el 6. En el 4, estaba la vaquería de Enrique Moltó, luego también en el 8. En el 16, tenemos al zapatero Modesto, y el taller de la modista Elodia. En el 34, para finalizar esta relación, el viejo telar de mano de mi tío “Manolico

el Cojo”. Hoy el tiempo, con el paso de días y años, ha ido dejando huellas en mí, y

también en las costumbres vecindarias. Hoy no vemos a niños sentados alrededor de un anciano escuchando sus historias a la puerta de su casa. Tampoco, aunque en un rincón del alma lo añoremos, vamos a quejarnos por ello, ni recordar el dicho falso de que cualquier tiempo pasado fue peor. La vida camina hacia delante en busca de un mundo mejor, para ello debemos empujar todos en esa dirección.

Es hora de terminar esta pequeña reseña, no es caso de llenar y llenar hojas con borumbaja fácil de arder en la hoguera del olvido. Sí quiero desde aquí, animar o otros enguerinos a que vuelquen en unos folios recuerdos de su vivencia entre vecinos, de calle o de otro lugar, para rellenar la pequeña historia de nuestro pueblo.

Desde mis recuerdos, tal vez confusos, quiero que sirva esta relación, como homenaje a todos los vecinos con quienes tuve la suerte de convivir en la calle Molina.

José Marín Tortosa. En la Villa de Enguera, Octubre de 2011.