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114 El valle del Guadaiza se eleva, verde y sombrío, rozando los altos perfiles del Torrecilla, apenas te asomas por la vaguada norte que se abre sobre la pequeña llanura de San Pedro de Alcántara. Enmarcado entre barreras montañosas, Apretaderas, Cerros del Duque (1321 m) al este, Trincheruelas- Palmitera (1478 m) al oeste, Robledal y Abanto (1508 m) al norte, está ahí, a nuestro alcance, casi oculto, pleno de nieblas y arboledas. Cercano y lejano a la vez. Accesible y desconocido. Es como un milagro, una sorpresa para todo el que se atreva a penetrar en sus limpios esplendores. Nadie podría pensar que, a un tiro de piedra de la vorágine y el desenfreno, de la especulación salvaje (que ya trepa, ay, por sus primeras orillas) y del urbanismo desbocado, podamos hallar casi incólume un paraíso que nos mira desde su altura casta e inmarcesible, con las rocas misteriosas que se posaron en él emergiendo desde el fondo de la tierra, o con el manto de esas otras piedras más viejas que la vida, con sus árboles gigantes y misteriosos, ahítos de energía mineral, sus extrañas plantas y flores nunca halladas, sus aguas siempre vírgenes, ora quietas, ora brincando en sus despeñaderos orlados de espumas… El valle del Guadaiza, marco perfecto para una corriente siempre niña, que resulta tan corta que ni siquiera acierta a alcanzar la madurez pues el mar la sorprende casi de repente, y por eso vive con intensidad juvenil el paisaje que engendra, el de una tierra salvaje, casi indemne, que late con fuerza desde sus profundos abismos y sus horizontes de nubes, un latido salvaje de la montaña pura, porque esta tierra es, sin duda, el corazón de las Sierras Bermejas. El viajero habrá de equiparse con ropa adecuada (otoño y primavera son las estaciones más propicias para la visita) y buen calzado. Es aconsejable llevar nuestra propia comida y agua, pues no existe en todo el recorrido ni un solo lugar habitado. Imprescindible será, si queremos culminar con éxito esta ruta, utilizar un vehículo alto o con tracción a las cuatro ruedas, como mínimo. El punto de partida, desde el complejo turístico «La Quinta», capítulo I. por el corazón de las SIerraS BermeJaS Desde el valle del Guadaiza a la nava de San Luis y los quejigales José antonio castillo rodríguez Extracto de la Revista Jábega nº 101, año 2009. © Centro de Ediciones de la Diputación de Málaga (www.cedma.com)

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El valle del guadaiza se eleva, verde y sombrío, rozando los altos perfiles del Torrecilla, apenas te asomas por la vaguada norte que se abre sobre la pequeña llanura de San Pedro de Alcántara. Enmarcado entre barreras montañosas, Apretaderas, Cerros del Duque (1321 m) al este, Trincheruelas-Palmitera (1478 m) al oeste, Robledal y Abanto (1508 m) al norte, está ahí, a nuestro alcance, casi oculto, pleno de nieblas y arboledas. Cercano y lejano a la vez. Accesible y desconocido. Es como un milagro, una sorpresa para todo el que se atreva a penetrar en sus limpios esplendores.

Nadie podría pensar que, a un tiro de piedra de la vorágine y el desenfreno, de la especulación salvaje (que ya trepa, ay, por sus primeras orillas) y del urbanismo desbocado, podamos hallar casi incólume un paraíso que nos mira desde su altura casta e inmarcesible, con las rocas misteriosas que se posaron en él emergiendo desde el fondo de la tierra, o con el manto de esas otras piedras más viejas que la vida, con sus árboles gigantes y misteriosos, ahítos de energía mineral, sus

extrañas plantas y flores nunca halladas, sus aguas siempre vírgenes, ora quietas, ora brincando en sus despeñaderos orlados de espumas… El valle del guadaiza, marco perfecto para una corriente siempre niña, que resulta tan corta que ni siquiera acierta a alcanzar la madurez pues el mar la sorprende casi de repente, y por eso vive con intensidad juvenil el paisaje que engendra, el de una tierra salvaje, casi indemne, que late con fuerza desde sus profundos abismos y sus horizontes de nubes, un latido salvaje de la montaña pura, porque esta tierra es, sin duda, el corazón de las Sierras Bermejas.

El viajero habrá de equiparse con ropa adecuada (otoño y primavera son las estaciones más propicias para la visita) y buen calzado. Es aconsejable llevar nuestra propia comida y agua, pues no existe en todo el recorrido ni un solo lugar habitado. Imprescindible será, si queremos culminar con éxito esta ruta, utilizar un vehículo alto o con tracción a las cuatro ruedas, como mínimo. El punto de partida, desde el complejo turístico «La Quinta»,

capítulo I. por el corazón de las SIerraS BermeJaSDesde el valle del Guadaiza a la nava de San Luis y los quejigales

José antonio castillo rodríguez

Extracto de la Revista Jábega nº 101, año 2009. © Centro de Ediciones de la Diputación de Málaga (www.cedma.com)

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Acompañado de jaras (Cistus ladanifer), mirtos (Mirtos comunis), hérguenes (Calicotome villosa) y lentiscos (Pistacia lentiscus), esta gran formación mediterránea extiende sus dominios por todo el tramo medio del valle, cubriendo prácticamente la ladera izquierda, y alcanzando al menos la mitad de la derecha, donde la presencia de las peridotitas impone su tiranía edáfica para que sólo puedan crecer allí los pinos negrales1. Las laderas aparecen prácticamente nevadas de las flores purísimas de las jaras pringosas, cuyos tonos y aromas se extienden por doquier hasta colmar todos los espacios a que nuestra vista alcanza. ¡Esos olores al monte mediterráneo en primavera! ¿Dónde hallar un perfume más sugerente, un aire más denso en vida y hermosura, un cielo más nítido privilegiando de luz los pardos alcornoques y los quejigales reverdecidos?

A partir de los 500 metros de altitud hallamos bioindicadores de una mayor precipitación (1.000 mm): madroños (Arbutus unedo) y brezos (Erica arborea), así nos lo anuncian. El alcornocal es ahora más denso, y los quejigos (Quercus canariensis) se hacen más frecuentes, con árboles de mayor porte y desarrollo: estamos ya en el piso ombroclimático húmedo2. Desde estas alturas, y ayudado por los prismáticos, observo con bastante nitidez la orilla

hasta hace muy poco el límite del urbanizado mundo costasoleño. Cruzaremos el río por El Herrojo y, siempre hacia el norte, tomaremos la pista forestal que nos lleva por el interfluvio oriental, esto es, la Sierra de Las Apretaderas. Caminamos entre desoladas colinas, consecuencia de los incendios recurrentes que han logrado extenuar el suelo de esta parte del territorio, un paisaje casi lunar que nos oculta un esplendor no tan lejano, e inevitable corolario de nuevas explanaciones, heridas recientes e innobles en la noble tierra, para futuras urbanizaciones que, como modernas torres de Babel, parece que pretendan alcanzar el cielo. Afortunadamente, la gran bacanal puede haber tocado fondo, y unas cuantas gotas de cordura, tal vez obligadas por la crisis, parecen abrirse camino entre los designios de la urbanización infinita.

y afortunadamente, la desolación irreversible da paso, casi bruscamente, a la puerta del paraíso. Me hallo ahora entre apretadas formaciones de pinos negrales (Pinus pinaster) con coscojas (Quercus coccifera), y un sotobosque cubierto por un denso aulagar-jaral (Ulex baeticus, Calicotome villosa, Phlomis purpurea, Cistus ladanifer). Inmediatamente sale a mi encuentro un hermoso alcornocal (Quercus suber) que, sobre suelos silíceos, alcanza hasta el fondo de vaguada.

Jaras

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«Desque se supo por el Andaluzia, apellidaronse

muchos onbres sin conçierto e sin mandato del rey,

e fueron sobre los moros; e robaron muchos lugares

e alcarias. E con esto se alborotaron mucho los

moros…»4.

La aldea capituló el 26 de abril de 1501, tras la pacificación de los mudéjares del Calaluz. Sus moradores recibieron un peor trato, por el doble asesinato; se les condenó a destierro perpetuo, pérdida de bienes y se les impuso una indemnización de 1.000 ducados, cantidad a la que responderían unos pocos rehenes. Sabemos que éstos fueron luego vendidos en Málaga y Sevilla por dos comerciantes genoveses, y también de los esfuerzos, infructuosos, por rescatarlos por parte de sus familias. Posteriormente, El Daidín aparece como lugar de origen de seda y pasas y otros frutos hacia la Tierra de Marbella, pero tras la guerra morisca (1569) la alcaria debió ser abandonada, como otras muchas en las serranías béticas. Actualmente, la existencia de bancales, un pequeño castañar, alguna morera, frutales y los restos de precarias canalizaciones, nos hace sospechar que debió de constituir una explotación, tal vez la única sobreviviente, junto con otras menores situadas como ella sobre los

opuesta. El horizonte se cierra con el soberbio cordal de la Sierra Palmitera, una descomunal pantalla dispuesta en dirección N-S, cuajada de pinares y culminada por un encinar (Quercus rotundifolia) acompañado de un aulagar con Ulex Baeticus y matagallos (Phlomis purpurea). No en vano el nombre «Encinetas» (1.478 m) hace justicia al picacho que corona esta dorsal. y así es; encinas de pequeño y mediano porte, achaparradas las más por la acción de algún incendio, el ramoneo de los animales y la acción del viento, coronan estas alturas en una formación que los botánicos llaman «edafogénica», o «exoserial», esto es, no clasificada por su rareza, aunque es cierto que existe alguna formación similar en Los Reales.

A media ladera se observan los restos de un poblado, El Daidín, alquería de origen musulmán-beréber3. Durante la gran revuelta mudéjar de 1499-1501, este lugar fue un importante foco de rebeldía y, junto con el Calaluz, en el Valle del genal, opuso fuerte resistencia a las milicias reales. En el año de 1500, los misioneros sevillanos Alonso gascón y Antón de Medellín fueron asesinados por los lugareños, dando lugar desde ese momento a una guerra sin cuartel. El cronista Bernáldez nos explica las consecuencias:

encinas sobre Sierra palmitera. al fondo, el Guadaiza

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sujeto por raíces que son como los brazos de un gigantesco pulpo (la imagen es prestada), que lo aferran a una tierra igualmente mágica. ¡De qué substancia no estará formada para conceder vida y dar sustento a tan descomunales ejemplares! ¡Qué fuerza telúrica no contendrá para transmitir tanta energía! Porque allí, incólume al paso de la Historia (escuchó la acequia del Islam, contempló la dehesa del cristiano, soportó la furia de las guerras, temió los fuegos de la infamia y sufrió el dolor de la desidia o la ignorancia), allí digo, impertérrito al viento y a la lluvia, a la nieve y la canícula, a las nieblas y las lunas, pastoreando aquellas laderas y rodeado por diez enormes ejemplares de alcornoque e insólitos quejigos nunca vistos, árboles que parecen velarlo como si fuesen su guardia de honor, allí, el Castaño Santo, el Señor del Bosque.

Hay en este lugar como un aura extraña, un magnetismo inerte, una energía vital que se intuye y te atrapa. Es un rincón sobrecogedor que nos enmudece y anula, hurtado a la codicia de los hombres, una reserva propiciada por desconocidas fuerzas, por ocultas inercias, tal vez surgidas desde las profundidades de aquella tierra generosa, ubérrima, que trasvasa sus flujos y su hálito sagrado a cuantas especies crecen desde su

conos de deyección cuaternarios, en este valle5. Algo más al sur, un espacio similar, denominado «Las Máquinas», muestra igualmente los restos de alguna explotación, abandonada en nuestros días, si no es por los indicios de un pastoreo extensivo o semiestabulado.

Proseguimos nuestra ascensión. Ahora, la pista forestal cruza el interfluvio y gira al este, hasta alcanzar la ladera derecha del río del Hoyo del Bote, el afluente principal del Verde. Camino por un sustrato silíceo que favorece el desarrollo del alcornocal y su faciación con el guejigal (Teucrio baetici Querceto suberis-Quercetosum canariensis), con jarales de Cistus populifolius, brezales (Erica australis) y madroños, de nuevo bioindicadores de mayor humedad. Detengo entonces mi coche, junto a un arroyuelo que interrumpe la pista, y accedo a pie, por la derecha, a un espacio mágico, insólito, bellísimo. Bajo un magnífico rodal de alcornoques y quejigos de porte nobilísimo, con la profunda vaguada del Hoyo del Bote a mis pies, las inmensidades calcáreas de Las Nieves al norte, y la masiva silueta de la Sierra Real enfrente, aparece de golpe el Castaño Santo de Istán, ese árbol que parece salido de una ensoñación de Raymond Tolkien. Un tronco poderoso e inabarcable,

alcornocal-Quejigal en el Hoyo del Bote

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seno, para indicarnos la indesmayable actitud, el permanente tesón, el infinito celo de gaia, la gran madre que se sobrepone a todas las adversidades, que siempre sobrevive, que jamás abandona. Aquí y ahora, desde la emoción y el asombro, mi espíritu se ha reencontrado con el misterio de la vida, con esa determinación de la tierra hacia lo perdurable, gracias a su afán paciente y constante. y aquí, oyendo el dulce clamor del arroyo cercano, arropado por la brisa apacible y la neblina semitransparente que trepa hacia los altos cerros del Duque y La Refriega, y orando piadosamente bajo aquella quietud sobrecogedora, identifico desde mi propio silencio el ritmo pausado que late desde lo profundo, el pulso eterno que se genera desde el alma mineral de estas montañas.

De vuelta a la pista forestal, me detengo frente a una cascada que baja rauda y generosa desde el Cerro del Duque. Piso ahora las tierras serpentinícolas6 del Alto Hoyo del Bote. Aquí, las corrientes se adornan con una característica vegetación de ribera. En los tramos más escarpados o de gran pedregosidad florecen formaciones de juncales (Galio viridiflori-Schoenetum nigricantis), mientras que en las cascadas, donde existe una mayor oxigenación de las aguas, crecen ejemplares de la Molinea coerulea y brezales de Erica erigena

el castaño Santo

comunidades riparias sobre las peridotitas

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pura y adusta de las sierras desoladas, y la brillante y difusa que nace del padre Mediterráneo, ese fulgor azul que trepa por los valles hasta fundirse con el cielo.

Desde este paso se abren al viajero multitud de posibilidades, pues existen pistas y carriles que llevan a Tolox (N-NE), a Istán (E-SE), o al Hoyo del Bote (S). Tomo el camino del NW, hacia el Alto guadaiza y el Puerto del Robledal. La pista, endiablada en su trazado, pendiente y con precipicios espectaculares, serpentea por la ladera norte del Cerro del Duque (1.321 m), entre umbrosos pinares, y jarales y brezales densísimos que han venido a cubrir la tierra esquilmada por los incendios, hasta que se supera el interfluvio del guadaiza. Ahora cruzo por la cara sur del Abanto (1.508 m), dejando a mis pies un gigantesco circo de violentos arroyos que se precipitan a pico para conformar el río. Las temibles barrancas a mi izquierda, de varios cientos de metros de profundidad, no son óbice

y Erica terminalis, con sus flores ya dispuestas en esta lluviosa primavera. Por fin, donde las aguas se amansan y existe un mínimo fondo de vaguada, las saucedas marcan los límites de los suelos siempre húmedos7, formando una comunidad con el brezal (Erico erigena-Salicetum pedicellatae).

Me paro a descansar en este paraíso. A reponer fuerzas y saciar el apetito bajo el rumor continuo del agua en espumas y del aire que sacude las copas de los densos pinares. Es como en el mar, un ciclo que se repite incansable y perpetuo, el agua que nace, camina y que muere; el viento que sopla y genera la vida. Las ondas y el aire, la tierra y la luz. El bosque sagrado bajo la montaña protectora, que proyecta su manto sobre azules orillas de inabarcables horizontes.

Un poco más arriba alcanzo el Puerto de la Refriega, mítico nombre que podría sugerirnos una multitud de algazúas moriscas y emboscadas no tan pretéritas. y, sin embargo, como de repente y una vez que pasas al otro lado, ya en las vertientes del río Verde, aparece la inmensa mole que remata la gran paramera de la Sierra de Tolox, con el Alcazaba y el Torrecilla (1.919 m), que hacen caer sus faldas en picado mirando al sur, en un espectacular cantil de más de mil de metros, al que se aferran pequeños pinsapos (Abies pinsapo) y encinas que crecen milagrosamente entre las diaclasas y grietas, o en el escaso suelo que pudiera haber sobre tan escarpado murallón de calizas.

Aquel inmenso roquedal, aquel formidable macizo aparece casi desnudo en sus cumbres casi planas, pintadas aún de albos neveros, pero en sus alturas se intuyen los matorrales oromediterráneos8, y tras el cerro Alcazaba, asoman las siluetas enhiestas del pinsapar de La yedra.

Es La Refriega como un balcón abierto a dos mundos: al norte las formaciones calizas y dolomíticas de la Unidad de las Nieves, las altas planicies rondeñas, un entorno puramente serrano, frío, extremado y agreste. Al sur las profundas vallonadas abiertas en la piel rojiza de la sierra, y el mar al fondo como último decorado. Un doble efecto de luces, dos paisajes opuestos que se entrecruzan por los caprichos de las orogenias: la luz

cascada sobre las serpentinas

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montaña. Su indigencia aún invernal nos hace ver las ramas desnudas, como implorantes, casi pidiéndonos que alguien los cuide y conserve como lo que son, un tesoro exangüe por los excesos de los hombres que casi han logrado su extinción. Muy cerca de allí las minas de magnetita, mineral abundante en estas laderas, una de tantas explotaciones del pasado en estas serranías9, malogradas por la dificultades de extracción y, sobre todo, de accesibilidad. Desde las alturas del Robledal contemplo ahora todo el valle, los torrentes de la cabecera, un territorio salvaje, boscoso y aislado, y el transcurrir del río hacia el sur, un curso apenas visible que se desliza en rumores por un cauce hendido, casi oculto en su fondo, las insignificantes y breves aperturas de algunas laderas, a veces con interfluvios algo más planos, de nuevo el encajamiento del propio río en el tramo inferior y, al fondo, la llanura aluvial de San Pedro, con el telón del mar, brillando a estas horas con toda la fuerza hasta su confín.

Vuelvo después sobre mis pasos y atravieso el Puerto del Robledal. Inmediatamente, y como por si por algún extraño prodigio hubiese cambiado el mundo, desaparece el atormentado paisaje de las peridotitas y los gneises, y se alcanzan las calizas y dolomías10 de la Sierra de las Nieves. Bajo ahora entre pinares de repoblación (estos árboles han sustituido al robledal), y llego hasta la Fuenfría, una subsidencia que privilegia el arroyo del mismo nombre, bautizada por una fuente de la que mana un agua verdaderamente helada. Allí, los restos de las casetas-registro del antiguo abastecimiento de Ronda, con una singular estructura en cúpula que me sugiere un morabito.

Hay una casa derruida, hecha de piedra y greda con cal, de la que sólo permanecen en pie las paredes y algunos vanos con dinteles de ladrillo. Recuerdo inerte de lo que fue ilusión y trabajo, esfuerzo y tesón, vienen a mi mente los enseres, los ciclos y los sonidos que la habitaron: sus elementales muebles, el fuego acogedor, una parra que aminoraba las tardes del estío, la rutina del gallo en las auroras, el horno del pan de cada día, los evocadores sonidos de las noches, la ceremonia cruel de la matanza, las almácigas dispuestas para el huerto, las pacas de la paja o de la veza. Desfilan ante mí las neviscas

para contemplar un paisaje abierto de par en par bajo el camino. Los interfluvios son estrechos como sables, y bajan desde los altos cerros del Robledal, del Abanto y Las Trincheruelas, formando un caos de lomas con caídas muy abruptas y profundas, cuajadas de pinares que, tras los terribles incendios del pasado, crecen de nuevo como apretadas almácigas, acompañados de jarales y las grisáceas formaciones del Halimium atriplicifolium. Es la Umbría del guadaiza, un espacio casi incógnito, virgen e inhóspito, en cuyos nortes se pueden hallar ejemplares sueltos del pinsapar sobre serpentinas. Los de la cara sur del Abanto fenecieron en el gran incendio de 1990, pero en la del norte sobreviven felizmente algunos ejemplares.

Muy pronto se alcanza el Puerto del Robledal. Sobre el peñón de gneises granitoides, los restos de lo que fue un notable bosque de robles (Quercus pyrenaica), que dio nombre a este paso. Unos pocos ejemplares recortan sus siluetas, sujetos milagrosamente sobre el roquedal que corona la

arroyo de la Fuenfría

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formas como espectros, un vacío en su forma corpórea, plena en memorias su alma, testigos de un tiempo fenecido.

Quedan cerca, como mudos espectadores de aquel tiempo anónimo de gentes también anónimas, un par de nogales aún desnudos y varios ciruelos

y la lluvia interminable, el levante que anida entre los pinos, los cálidos soles, las heladas estrellas. También, las innumerables palabras prendidas en el aire: esperanzas, amores, dichas y tragedias, en suma, la vida que fue y que tal vez permanece escondida aún entre aquellas piedras venerables. Ahora, estos muros despojados alzan sus indigentes

casa de la Fuenfría

Fuenfría Baja

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de Parauta. Allí mismo se conforma el grande, origen del guadalevín, ese pequeño gran río que fue capaz de horadar las molasas12 de la meseta rondeña, y abrir el famoso tajo que disecciona la ciudad. Me desvío hacia la derecha. Entre el denso encinar se observan las copas de nuevos pinsapos, que se desarrollan por doquier sobresaliendo del espléndido bosque mediterráneo, ahora en plenitud climácica gracias a la protección que le depara el Parque Natural. En este encinar se pueden hallar ejemplares de alcornoques que crecen aprovechando la existencia de suelos neutros sobre las calizas y dolomías, pinos y quejigos (Quercus faginea) sueltos con majuelos (Crataegus monogyna) entre densos aulagares.

El bosque cubre toda la llanura hasta alcanzar el llamado cortijo de La Nava. La Nava de San Luis es un polje de fondo semiplano, abierto entre el cerro Alcojona al sur y La Torrecilla al NE. De tradición ganadera, estos llanos constituyen el verdadero epicentro de la Sierra de las Nieves, una depresión elevada a más de mil metros, sólo accesible desde el oeste, y colgada al sur sobre espectaculares barranqueras y rupturas por donde se deslizan las corrientes (Cambullón de Vélez, Horcajuelos-Hoyo del Bote) que habrán de originar el río Verde. El espacio es amplio, pleno de luz, sereno, en contraposición a la salvaje orografía que lo circunda. El bosque se aclara en su centro hasta convertirse en pastizal, pero los pinsapos hacen patente su dominio trepando por los aledaños y las laderas del monte Alcojona, con ejemplares jóvenes y robustos, de simetría perfecta y alta silueta, señales inequívocas de la salud de esta formación, que crece y se desarrolla sin cesar, dando lugar a un bosque muy cerrado, desde que está a cubierto de los excesos y agresiones de un pasado no tan lejano. La pista sube ahora hacia la ladera de Los Quejigales, al oeste del Torrecilla, pero por una desviación hacia el sur accedo hasta el famoso Pinsapo de las Escaleretas. Situado en una ladera del Alto Cambullón, se llega hasta él tras atravesar una repoblación de Pinus Nigra, junto a los que crecen por doquier pinsapos pequeños, en salpicados rodales, junto a otros ejemplares mayores que, ahora florecidos, muestran su silueta azulado verdosa con los pespuntes de sus flores granates. Tras un kilómetro de marcha, aparece la solemne

de gran porte, estallados en blancos y rosados enjambres de flores. y al lado, bancales, parterres sembrados, mínimos pegujales de tierra dura y fría, que diría el mayor de los Machado, enmarcados en paredes de piedra seca, amorosamente construidos en duras jornadas de sudores y honestos afanes de pan y soldada… De nuevo un oasis antrópico, que se continúa en dirección oeste hasta la Fuenfría Baja, siguiendo el curso del arroyo que transcurre por la depresión, ahora convertida en un poljé escalonado, una pequeña y hermosa llanura rodeada de un lapiaz11 con abruptas paredes por donde reptan algunas encinas. Lugar extraño éste, con remembranzas de odios y disputas, que vio también pasar los últimos días y las fechorías de bandidos y marginados, sitio lejano y aislado del mundo, justo en el límite más alto que marca con precisión los dominios de la sierra y del mar.

La corriente camina junto a mí por un pequeño aunque hermoso cañón, rauda, purísima, con un agua casta y blanquecina, casi lechosa, hasta que alcanzamos la Nava de San Luis, ya en término

alto Guadaiza

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figura del pinsapo (es monumento natural) que, aunque algo ajada ya por la edad, mantiene toda la prestancia y magnitud de los grandes ejemplares. Abierto en varios brazos, se esconde en su vaguada, un nicho a salvo de inclemencias, mostrando los restos de lo que debió constituir un extraordinario bosque de abetos, milagrosa y caprichosamente preservado desde hace millones de años, cuando el mundo boreal hubo de refugiarse a orillas del mediterráneo huyendo de los fríos asoladores que trajeron los hielos.

Al alcanzar el espacio de Los Quejigales nuestro viaje toca ya a su fin. Este refugio es, sin embargo, el punto de partida de numerosas y bien señalizadas rutas para admirar las cañadas y laderas cercanas, a fin de contemplar de cerca las viejas formaciones del pinsapar, o para subir al Torrecilla, excursión que excedería nuestro tiempo y la luz de la que disponemos. Aconsejo esta experiencia sólo si se llega de mañana, con bonanza climática y sin amenaza de niebla, nieve o frío extremo, pues el tiempo estimado, entre subida y bajada, es de unas siete horas. Recomiendo, para los menos dispuestos, visitar la Cañada del Cuerno, inicio a su vez de esta «ruta estrella» del ascenso al alto páramo, por más accesible y cercana, donde se admiran los como una postal alpina

el torrecilla

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tarde, fresca y apacible, se va apagando sobre las sierras y los árboles, sobre las generosas aguas, sobre las criaturas que pueblan la montaña. Todo va quedando sepultado bajo la liturgia del silencio oscuro de la noche inevitable, una opaca geometría de formas que sólo se intuyen porque ya no están, aunque a lo lejos, posadas como estrellas de un cielo en la tierra, titilan las luces de los hombres, concediendo al paisaje escondido los trémulos brillos de los pueblecitos de la margen derecha del genal.

San Pedro de Alcántara, abril de 2010.

aGraDecImIentoS

A mi amigo y colega Andrés V. Pérez Latorre, botánico y naturalista de la Facultad de Ciencias de la Universidad de Málaga, por su guía espiritual en medio de las de las arboledas.A Rafael Flores y Manuel Becerra, hombres de la montaña pura, por sus aclaraciones e imágenes.A Fran, Armando, Mario, Inmaculada, Auxi, Juan y Concha, por prestarse a seguir mis pasos por difíciles caminos que casi no llegan a ninguna parte.

cartoGraFíaMapa geológico y memoria de la hoja de Algeciras (E.:

1/200000). Instituto Tecnológico y geominero de Espa-ña. Madrid. 1994.

Mapa geológico y memoria de las hojas de Marbella (E: 1/50.000). IgME. Madrid. 1978.

Atlas Hidrogeológico de la Provincia de Málaga. Diputa-ción Provincial. 1988.

Cartografía y memorias de cultivos y aprovechamientos. (1978) MAPA. Hoja de Marbella. E: 1/50.000.

Mapa topográfico de Marbella, E: 1/50.000. Servicio geo-gráfico del Ejército.

Mapa topográfico de la Sierra de las Nieves, 1/50.000. Mi-nisterio de Fomento (CNIg). 1996.

notaS1 Tiranía porque esta roca ultrabásica está compuesta

por metales pesados. Ello provoca una incompatibili-dad edáfica con la mayoría de especies mediterráneas, aunque esta peculiaridad da pie a la existencia de nu-merosos endemismos.

venerables pinsapos de retorcidas formas, viejos ejemplares que ven crecer a sus pies numerosos retoños.

Si se prefiere subir la alta sierra, hemos de seguir el itinerario fijado13 hasta culminar en primer lugar el Puerto de los Pilones, tras el que desaparecen los pinsapos para dar paso a ejemplares de sabinas (Juniperus sabina, Juniperus phoenicea), enebros enanos (Juniperus comunis, var. Compressa, Juniperus oxicedrus), y erináceas como el «cojín de monja» (Erinacea anthyllis), así como ejemplares de una antigua tejeda (Taxus baccata). En aquellas alturas hallaréis los restos de un quejigal de montaña (Quercus alpestris) y formaciones de matorral oromediterráneo. Si subís en invierno, el espectáculo de estos quejigos, sin hojas y con los cristales del hielo orlando las ramas, nos seduce la magia y el misterio, la solemne soledad, la agreste plenitud del viento casi permanente, la transparencia del aire, la castidad del cielo y la serena quietud que solemnizan las altas montañas. Dejo atrás un llano horadado de pequeñas dolinas, Los Hoyos del Pilar, en una de las cuales se abre hasta la misma entraña de la tierra la cima gESM, la más profunda del sur de España, y alcanzo por fin los pies del Torrecilla, jalonados de mostajos (Sorbus aria) y matorrales, y, tras un último esfuerzo, corono el techo de las serranías rondeñas, desde donde diviso el valle del genal, las Sierras de Líbar y grazalema, la meseta de Ronda, el valle del guadalhorce, Málaga, la costa occidental, Sierra Bermeja, el Estrecho, los montes del Rif…Tras un breve descanso, el descenso por una ruta paralela, justo arriba de la Cañada de Foncaire y las vertiginosas paredes de Las Carnicerías, de nuevo entre pequeños pinsapos y agracejos (Berberis hispanica), para regresar al punto de partida.

Mi viaje, ya con las últimas luces del día, ha concluido. Abandono aquellos páramos boscosos y solitarios y escojo la dirección de Las Conejeras hasta salir a la carretera Ronda-San Pedro de Alcántara. Apenas un tibio y anaranjado sol poniente deposita su recogido resplandor sobre las inmensidades blanquecinas de los peñones del Oreganal, del Almola y Los Castillejos, recortando al mismo tiempo los oscuros perfiles de la Dorsal Atajate-gaucín, el interfluvio del guadiaro. La

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Por el corazón de las sierras bermejas...

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rior, llamamos crioromediterráneo, propio de las zonas con nieves frecuentes.

9 Las peridotitas de Sierra Bermeja son del subtipo lher-zolitas, con facies de espinela, granate y plagiocasa, con lechos máficos intercalados, ricos en silicatos de hierro y magnesio, con piroxenos, olivino y metaliza-ciones de níquel, magnetita, cobalto, incluso platino, de ahí la tradicional explotación minera, casi siempre fallida, de este macizo.

10 Roca de color rosado o salmón, a causa de su conteni-do en magnesio.

11 En la geomorfología de las calizas, llamamos polje a una depresión o subsidencia de carácter alargado, de una magnitud de varios cientos de metros, incluso kiló-metros, de laderas escarpadas y fondo plano tapizado por fértiles sedimentos de terra rossa. Suele tener un sumidero de agua o ponor. El lapiaz es un espacio de rocas ruiniformes o sueltas, con frecuentes huecos y resaltes, casi desprovisto de vegetación, característico también de los terrenos calcáreos.

12 Tipo de roca detrítica y granítica, cementada por otra de origen calcáreo. Los depósitos de molasa son pro-pios de las zonas marginales de los relieves alpinos.

13 Recomiendo el libro Sierra de las Nieves, guía del ex-cursionista, de Rafael Flores y Andrés Rodríguez, Ed. La Serranía, Ronda, 2008.

2 Es decir, un espacio con isoyeta por encima de los 1.000 mm de precipitación/año.

3 Al Qarya, aldea clánica, origen de muchos de nuestros pueblos serranos.

4 BERNáLDEz, A. «Memoria del reinado de los Reyes Ca-tólicos». Ed. gómez Moreno, M. y Mata Carriazo, J. CSIC, Madrid, 1962.

5 La geología del Valle del guadaiza se compone, esen-cialmente, de peridotitas en su parte más occidental, con una gran orla de gneises granitoides y de micaes-quistos paleozoicos en la zona central y oriental. El Dai-dín se encuentra sobre un gran cono de deyección, una lengua de material detrítico cuaternario, que baja has-ta la orilla del río, a partir de un acantilado de gnei-ses. Esta lengua se compone de suelos más favorables y suaviza los duros perfiles de las laderas, lo que facilita los cultivos. Existen numerosos ejemplos de estos es-pacios en Sierra Bermeja, casi siempre en contacto y a partir de materiales gneísicos.

6 Serpentina: mineral alterado por la meteorización de la peridotita. Se trata de una costra que puede alcanzar cierto espesor, y que presenta un aspecto como de es-camas, de un característico color verdeazulado, pareci-do al de la piel de ciertos reptiles.

7 Por eso a este tipo de vegetación se le denomina eda-fohigrófila.

8 Piso termoclimático que se eleva por encima de los 1500-1700 m, en la región mediterránea. Al piso supe-

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