Capítulo III Culmen revelación

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C A P Í T U L O I I I J e s u c r i s t o c o m o c u l m e n d e l a r e v e l a c i ó n d e D i o s , f u e n t e d e u n a c o m u n i c a c i ó n l l e n a d e a m o r 1 . L o s m i s t e r i o s d e l a v i d a d e J e s ú s . B i o g r a f í a t e o l ó g i c a 1.1. El bautismo 1.2. Las tentaciones 1.3. La transfiguración 1.4. Los milagros 1.4.1. Problemática de los milagros de Jesús 1.4.2. Significado teológico de los milagros de Jesús 2 . ¿ Q u é D i o s s e n o s r e v e l a e n J e s u c r i s t o ? 2.1. El Dios entregado 2.2. El Dios Espíritu 2.3. El Dios amor

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CAPÍTULO III

Jesucristo como culmen de la revelación de Dios,

fuente de una comunicación llena de amor

1. Los “misterios” de la vida de Jesús. Biografía teológica

1.1. El bautismo

1.2. Las tentaciones

1.3. La transfiguración

1.4. Los milagros

1.4.1. Problemática de los milagros de Jesús

1.4.2. Significado teológico de los milagros de Jesús

2. ¿Qué Dios se nos revela en Jesucristo?

2.1. El Dios entregado

2.2. El Dios Espíritu

2.3. El Dios amor

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En este capítulo, continuamos nuestro estudio sobre el Misterio de Cristo por medio de la lectura teológica de los acontecimientos que han marcado su vida y han sido recogidos por la tradición del NT como “misterios” que nos revelan la profunda relación de Jesucristo con el Padre1. Nos limitamos a destacar algunos de carácter ejemplar y que nos revelan la imagen del Dios de Jesucristo2.

1. Los “misterios” de la vida de Jesús. Biografía teológica

En el judaísmo adquiere la palabra misterio un significado acentuadamente escatológico, que en Daniel no estaba aún tan claro. Es lo que se desprende de los textos de Qumrán: en dichos textos se llama misterios (raz o sod) a los ocultos planes y proyectos de Dios relativos al próximo fin del mundo. Y si prescindimos del matiz judaico, el concepto neotestamentario de misterio sigue conservando su sentido primario escatológico. Porque en los sinópticos se trata del acontecimiento Cristo, que se realiza y desvela como «misterio del reino de Dios» o de su reinado que viene (Mc 4, 11). En la predicación y en la acción de Jesús se hace patente el reino de Dios (Mt 12, 28), y eso partiendo de su «misterio». Pues ese reino es cosa exclusiva de Dios (Mc 4, 26-29), y sólo porque Dios lo quiere es revelado al «rebañito» (Lc 12, 32), es decir, a aquellos que creen en Jesús y están dispuestos a reconocer en sus obras la realización incipiente del señorío de Dios. Con ello se apunta ya a «hechos misteriosos», a los misterios o el misterio de la acción de Jesús, a las obras de Jesús. Esas «obras» son ante todo los signos que realiza Jesús.

1.1. El bautismo

Y sucedió en aquellos días que llegó Jesús de Nazaret de Galilea Y fue bautizado por Juan en el Jordán. Y, de pronto, subiendo del agua, vio que los cielos se abrían Y el Espíritu descendiendo sobre él como una paloma. Y hubo una voz desde el cielo: Tú eres mi Hijo amado, En ti me he complacido (Mc 1, 9-11 par).

Con el bautismo da comienzo, tras el largo período de vida oculta en Nazaret, una vida y una acción públicas que conducen directamente al centro del hecho pascual. Marcos se aproximó mucho al misterio del bautismo de Jesús al calificarlo de arjé, (= principio). En él se han dado cita las fuerzas primordiales del comienzo: el agua, el Espíritu y la voz o la palabra. Como fuerzas que asocian y disocian,

forman el misterio del origen intacto, del comienzo puro y creador. Este comienzo tiene lugar «en aquellos días» (Mc 1,9), en el tiempo; pero es un verdadero comienzo, ya que lleva en sí la fuente y la norma de sí mismo.

Se pueden referir tres niveles de lectura del texto3: el histórico, el apocalíptico y el pascual.

1 Cf. el capítulo VIII: CH. SCHÜTZ, «Los misterios de la vida de Jesús», en VON BALTHASAR, H. U. (ed.), Mysterium Salutis III, 570-665.

2 Para profundizar, recomendamos el cap. 5 de X. PIKAZA, Éste es el hombre. Manual de cristología, Salamanca 1997, 277-418. En este capítulo, titulado «Misterios de Jesús. Biografía teológica», el autor realiza en tres apartados una lectura teológica de la vida de Jesús. Sumariamente: 1. Principio mesiánico. Origen de Cristo: Antes de todos los siglos. Preexistencia / Encarnación. Concebido por el Espíritu Santo / nació de la Virgen María. Nueva Humanidad / Adopción filial: bautismo / Jesús probado. Tentación del Diablo / Ungido del Espíritu. Mesías para liberar / Banquete y bodas de reino. 2. Vida mesiánica. Mensaje y acciones del Cristo: Mensajero del reino: ¡felices vosotros! / Sanador de Dios: exorcista discutido / Perdón de Dios: Jesús y la adúltera / Huésped y maestro: Marta y María / Casa y milagro. El hermano pródigo / Mesías orante. Jesús transfigurado / Decisión mesiánica. Entrada en Jerusalén. 3. Pascua mesiánica. Pasión y gloria del Crsito: Dar la vida. Eucaristía mesiánica / Juicio según ley, condena de Jesús / Murió por nosotros. Cruz y Trinidad / Descendió a los infiernos / Hijo de Dios por la resurrección / Ascensión: sentado a la derecha del Padre / Parusía de Dios: vendrá a juzgar a vivos y muertos.

3 Cf. X. PIKAZA, Éste es el hombre, 307-310.

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a) El bautismo como hecho histórico es una opinión clásica. La escena reproduce una experiencia de Jesús que, al ser bautizado por Juan, se descubre Hijo y Siervo de Yahvé: Dios mismo le constituye mesías, diciéndole, en palabras de Is 42, 1, «Tú eres mi Siervo/Hijo a quien amo y confío mi tarea (por el Espíritu)». El bautismo es la experiencia originante de la vida mesiánica de Jesús, a quien Dios revela su misterio: Eres mi único Hijo, has de cumplir mi obra. Jesús descubre su identidad (Hijo), recibiendo la misión de sufrir y entregarse por los otros (Siervo); en esta experiencia se funda su conciencia/vida y el desarrollo posterior de la cristología. Admitiendo el hecho histórico del bautismo, se dan otras interpretaciones de la narración de los evangelios:

b) Bautismo, misterio pascual: opinión moderna. La iglesia ha proyectado en esa escena el conjunto de su fe, como muestra claramente Pablo interpretando el bautismo de Jesús como experiencia pascual de muerte y nuevo nacimiento. En su forma actual, el relato del bautismo reproduce la vivencia de la iglesia que proyecta su fe sobre la escena, expresando por ella la filiación divina de Jesús (que Rom 1, 3-4 sitúa en ámbito pascual) y la misma venida carismática del Espíritu Santo.

c) Bautismo, esperanza escatológica: escuela de la historia de las religiones. A partir de los elementos anteriores, muchos han leído este relato como anticipación apocalíptica que sirve para constituir a Jesús Siervo de Yahvé y para anunciar el fin del mundo. Dios mismo proclama a Jesús Profeta–Siervo (cf. Is 42,1) a través de unos signos — apertura del cielo, voz, descenso del Espíritu — que expresan el cumplimiento de los tiempos.

En un principio, este relato serviría para confesar a Jesús como enviado último de Dios y anunciar el fin del mundo. Más tarde, al releerlo en contextos helenista, la iglesia habría reinterpretado los viejos elementos, eliminando las referencias escatológicas: la apertura del cielo se pone al servicio del descenso del Espíritu, que ya no es principio de recreación final, sino signo de la presencia de Dios en Jesús; por otra parte, la voz del cielo se convierte en palabra de Dios a Jesús. De la certeza del fin (apocalíptica palestina) habríamos pasado a la convicción helenista de la divinización de Jesús, a quien se llama hijo de Dios (con Sal 2,7), autor de salvación.

Los tres elementos que hemos enumerado pueden y deben vincularse, como hace Mc: en el comienzo de la historia de Jesús se anuncia su plenitud final (cielo abierto) y se ofrece una experiencia de su pascua (Jesús constituido Hijo de Dios por la resurrección: Rom 1, 3-4); pero ellos han de entenderse sobre todo en clave de biografía teológica; sirven para presentar a Jesús como Hijo mesiánico, enviado de Dios desde su Bautismo, para realizar la tarea del reino.

En el texto del NT se implican elementos pascuales y apocalípticos (voz de Dios, cielo abierto, Espíritu y filiación), pero el bautismo es ante todo instauración mesiánica de Jesús en el comienzo de su biografía. Cuando le llama su Hijo, ofreciéndole su Espíritu, Dios le constituye portador del reino. El misterio posterior (pascua y parusía) queda anticipado y realizado en el camino de Jesús, cuya vida y mensaje (= persona) aparecen como revelación de Dios sobre la tierra.

Entendido así, el bautismo es comienzo permanente del evangelio. Por eso pertenece al origen (es un hecho, al principio de la vida pública de Jesús), siendo un dato constante de su biografía: la Palabra de Dios que le constituye Hijo y el Espíritu que le unge y/o inhabita son la base permanente de su historia. Todo o que haga y diga ha de entenderse desde este presupuesto. De esta forma se destaca la relación entre Espíritu y Mesías, como saben Hch 10. 38, Rom 1, 3-4 y los relatos de la concepción. En el origen de la historia de Jesús debe contarse la venida del Espíritu que le unge rey mesiánico (Hijo de Dios).

Este relato bautismal, desde nuestro punto de vista, destaca la plena humanidad de Jesús: es hijo de Dios desde la hondura de su vida, en su tarea mesiánica al servicio de los humanos (por medio del Espíritu). «Siendo el humano para los demás, Jesús se muestra como aquel que emerge desde Dios, siendo su Hijo: no es Hijo divino desde fuera de la historia, en eternidad separada de la vida, sino en su mismo proceso de realización personal; no nace ya hecho, sino que se va haciendo, en proceso de realización filial que constituye el centro de su biografía, conforme a los elementos evocados de surgimiento, realización en libertad y entrega personal (pascual), en manos de Dios, al

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servicio del reino. Así lo ha indicado Mc al comienzo de su evangelio [la primera biografía teológica de Jesús]»4.

1.2. Las tentaciones

Para comprender mejor la identidad de Jesús, hay que comprender las tentaciones. Los evangelios sinópticos las introducen tras la experiencia del bautismo (Mc 1, 12-13; Mt 4, 1-11; Lc 4, 1-13). Ellas ofrecen las tres pruebas fundantes que el mesías debe superar: económica (trabajo/alimento), política (poder) e ideológica (conocimiento). Su tentación mesiánica sigue siendo nuestra misma tentación humana. Nos hallamos envueltos en una triple lucha: económica (posesión de bienes de consumo), política (control de los medios del poder) e ideológica (producción y posesión de las ideas), que puede conducirnos a la destrucción diabólica (el ser humano queda sometido a poderes de opresión definitiva) o a la conversión y transformación mesiánica (en la línea de gratuidad y comunión).

La lucha de Jesús contra los poderes diabólicos, las tentaciones, ofrecen la visión más luminosa y actual de las exigencias y riesgos sociales del mesianismo: el evangelio no es una evasión idealista, sino un programa de “lucha” contra los poderes diabólicos. Al principio de la actuación de Jesús, el relato de las tentaciones recoge el sentido de conjunto de todo su obrar. Como los héroes míticos, Jesús debe superar las pruebas que le presenta el tentador: a) utilizar su autoridad para hacer las piedras pan, pues el hambre aprieta entre las gentes; b) asumir el poder, porque es grande la opresión de los gobiernos pervertidos; c) realizar milagros portentosos, para que los humanos superen su angustia y puedan lograr seguridad sobre la tierra. Tales son las tentaciones y Jesús las supera acudiendo a la Escritura: frente a la absolutización del pan, afirma que vivimos también de las palabras que brotan de la boca de Dios (Mt 4,4); frente a la toma del poder por medios esclavizantes, afirma que sólo a Dios debemos obediencia (Mt 4, 10); frente a un milagro que es tentar a Dios destaca el valor de la fe (Mt 4, 7).

Esas tentaciones no pueden entenderse como un hecho histórico, datable en el comienzo de la actividad de Jesús, aunque es muy probable que iniciando su mensaje haya debido superar alguna prueba, sino como expresión del conflicto permanente de su vida y de su obra: son muchos los judíos de su tiempo que habrían optado por el Diablo, muchos los cristianos posteriores que han seguido al Tentador, pues la Iglesia sigue estando en la misma situación de prueba y debe decidirse. Mt y Lc describen las tentaciones como paradigma permanente de lucha y victoria mesiánica. Toda la vida y opción de Jesús se encuentra resumida en ellas, como ha visto certeramente Dostoievsky en su novela Los hermanos Karamazov5.

Las tentaciones constituyen un elemento esencial del principio de la biografía mesiánica de Jesús. No entenderemos jamás el evangelio si no las sabemos contar, de manera que nos impresionen y cambien, en actitud de compromiso por el reino.

4 X. PIKAZA, Éste es el hombre, 310. 5 Citado en X. PIKAZA, Este es el hombre, 208: «Si hubo alguna vez en la tierra un milagro verdaderamente

grande fue aquel día, el día de esas tres tentaciones. Precisamente, en el planteamiento de esas tres cuestiones se cifra el milagro. Si fuese posible idear, sólo para ensayo y ejemplo, que esas tres preguntas del Espíritu terrible se suprimiesen sin dejar rastro en los libros y fuese menester plantearlas de nuevo, idearlas y escribirlas otra vez, para anotarlas en los libros, y a este fin se congregase a todos los sabios de la tierra... ¿piensas tú que toda la sabiduría de la tierra reunida podría discurrir algo semejante en fuerza y hondura a esas tres preguntas que, efectivamente, formuló entonces el poderoso e inteligente Espíritu en el desierto?... Porque en esas tres preguntas aparece compendiada en un todo y pronosticada toda la ulterior historia humana y manifestadas las tres imágenes en que se funden todas las insolubles antítesis históricas de la humana naturaleza en toda la tierra». F. DOSTOIEVSKY, Los hermanos Karamásovi, en Obras completas, III, Aguilar, Madrid 1964, 208.

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1.3. La transfiguración

La escena de la transfiguración se sitúa en contexto de epifanía (manifestación sagrada). A Jesús le podemos definir como hierofanía: presencia humana del misterio, Dios en persona6. Jesús es mesías de Dios porque en su vida y pascua manifiesta la hondura total de lo divino, como sabe la tradición ortodoxa, que venera la gloria de Jesús en el Icono de la Transfiguración.

Jesús despliega el sentido de esa hierofanía, viniendo a mostrarse como aquel que tiene el poder de Dios, en el tiempo de su historia, dando la vida y curando a los enfermos. Así le han visto los autores, así lo han destacado, en perspectivas diversas, las tres grandes escuelas de la exégesis actual:

a) Perspectiva historicista. Destaca la experiencia religiosa de Jesús y piensa que la escena de Mc 9, 2-8 presenta un hecho de su vida pública: se transfiguró sobre la montaña y sus tres discípulos principales le descubrieron como Hijo de Dios, escuchando unas palabras de la nube que tomaron como voz divina, revelación transformante del misterio que presente a Jesús diciendo: ¡ese es mi Hijo querido, escuchadle! Pero en contra de esa perspectiva, se debe indicar que las palabras de la nube divina no se dirigen a Jesús sino a los discípulos, para fortalecer su fe vacilante. El mensaje de Dios parece situarnos en contexto postpascual: más que el anuncio de reino de Jesús importa su presencia como resucitado o juez divino del tiempo escatológico.

b) Perspectiva apocalíptica. La escena original no hablaría de una transfiguración histórica de Jesús (Mc 9, 2c sería posterior), sino de una experiencia y esperanza escatológica: los cristianos han visto a Jesús tras su muerte sobre el cielo, con Moisés y Elías, anticipando el fin del tiempo como Pedro interpreta directamente en Mc 9,5 (9,6 es posterior). La voz del cielo ratifica esa esperanza: mientras llega el fin del mundo hay que escuchar a Jesús, que está con los profetas raptados en el cielo, sabiendo que él vendrá al final para realizar la obra de Dios. Por eso, con Is 42, 1, Dios le llama su siervo, indicando a sus discípulos que deben escucharle, porque es el profeta escatológico (cf. Dt 18, 15). Sólo en un momento posterior la iglesia helenista ha convertido este relato apocalíptico en revelación del carácter divino de Jesús, llamándolo Hijo (Mc 9, 7), poseedor de condición divina, ya transfigurado. De la esperanza apocalíptica pasamos a la contemplación de su esencia divina.

c) Perspectiva pascual. Los diversos elementos del relato (montaña, proclamación mesiánica, voz de Dios...) hacen pensar que estamos ante una experiencia de resurrección, interesada en mostrar a Jesús como hijo de Dios (Mc 9, 7) o rey escatológico. El mensaje del texto estaría cerca de Rom 1, 3-4 que identifica pascua y nacimiento del Hijo: el blanco de las vestiduras (Mc 9,3) es color celeste de los ángeles (Mc 16,5; Mt 28,3; Jn 20,12) o santos (Ap 6, 11; 7,9, etc.); Moisés y Elías son habitantes del cielo con quienes dialoga Jesús. Los creyentes viven, según esto, a dos niveles: unidos a Jesús pertenecen al mundo divino, donde quieren permanecer, como Pedro (Mc 9, 5); pero la Voz de Dios les invita al cumplimiento del mensaje de Jesús (oídle), mientras siguen viviendo sobre el mundo (Mc 9, 7).

La escena vincula historia con pascua y parusía. Si no e hubiera entregado hasta la muerte y si Dios no le hubiera respondido en la resurrección, Jesús no habría podido presentarse en su existencia histórica como el Hijo. Este relato de transfiguración constituye así un compendio de su vida, como los restantes momentos de su biografía mesiánica: cada uno expresa y explicita la totalidad de su misterio mesiánico.

Por eso se puede afirmar que Mc 9, 2-8 constituye una visión pascual pre–datada (y/o una pre-datación de la parusía), siendo a la vez principio de un fuerte compromiso en favor de los expulsados de la sociedad (cf. Mc 9, 14-29): escuchar a Jesús significa ponerse al servicio de los lunáticos y/o enfermos. Desde este fondo se puede asegurar que pascua y parusía constituyen la verdad (culminación) de la historia de Jesús sobre la tierra; no son simplemente un arriba o después del misterio, sino la misma hondura misteriosa (epifánica) de esa historia.

6 Cf. X. PIKAZA, Éste es el hombre, 362-367.

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La transfiguración puede entenderse como icono donde quedan integrados los elementos fundamentales de la biografía mesiánica de Jesús, en línea con la tradición ortodoxa, que resume en esta escena el conjunto de la cristología. Desde esta perspectiva, la disputa sobre el sentido histórico, escatológico o pascual del texto se vuelve secundaria, de manera que no puede separarse una de otra. En el centro del icono está Jesús, Dios en persona: el ser humano en cuya vida se expresa el misterio divino.

El Jesús transfigurado es imposible sin la pascua y parusía. Por eso, el texto sólo se entiende cuando Jesús resucita de los muertos (cf. Mc 9, 9); lógicamente, en el fondo del pasaje se ha

expresado una visión pascual. Por eso, el texto sólo alcanza su culminación cuando Jesús cumpla en su parusía la esperanza de Moisés y Elías, desplegando en plenitud el sentido de lo humano. Pues bien, todo ello se relata como historia, un momento del camino de la vida de Jesús, en su decisión de entrega de la vida; eso significa que pascua y parusía constituyen la hondura y el sentido de su biografía histórica. Pero, si en un momento determinado perdemos la base de la historia, convirtiendo este pasaje en puro signo de pascua o anticipación de futuro, destruimos su sentido, tanto teológico como humano. En el fondo sigue estando el gesto de Jesús que ha decidido dar la vida por el reino (cf. Mc 8, 27-9,1), para liberar de esa manera al niño lunático, signo de humanidad que no puede hablar al Padre. En el centro de la biografía de Jesús, la transfiguración constituye un momento esencial de su identidad mesiánica.

1.4. Los milagros

Jesús obró no sólo mediante la palabra, sino igualmente mediante la acción; no sólo habló, sino que también obró. El mensaje de Jesús se halla en relación con su comportamiento y actitud, por ejemplo en la comunión de mesa con los pecadores. También está en relación con sus acciones milagrosas. La tradición sobre los milagros no se puede suprimir de los evangelios; se encuentra en los estratos más antiguos. Marcos ha centrado su evangelio casi exclusivamente en torno a los milagros. Por tanto, si se quiere hablar de Jesús, es imposible no hablar de estos relatos7.

1.4.1. Problemática de los milagros de Jesús

Con la aparición de la subjetividad crítica y su interés por el saber seguro, los milagros se han convertido en causa de muchos quebraderos de cabeza para la fe. Un acontecimiento extraordinario apenas se contempla hoy con asombro como milagro, sino que se le rebaja a objeto aclarable por principio.

El escepticismo histórico ante los relatos de milagros obliga a examinarlos con cuidado; el pensamiento propio de las ciencias naturales pide un replanteamiento fundamental del concepto de milagro como tal.

La investigación histórico–crítica de la tradición sobre los milagros lleva en primer lugar a una triple conclusión:

a) Desde el punto de vista de la crítica literaria es constatable la tendencia a acentuar, engrandecer y multiplicar los milagros. Esta tendencia a la reformulación, multiplicación y acentuación que se ve en los mismos evangelios tenemos que suponerla actuante ya en el tiempo que precede a la redacción de nuestros evangelios. Con ello se reduce muy esencialmente el material de los relatos de milagros.

b) Otra reducción se deduce de la comparación con las historias milagrosas tanto rabínicas como helenistas. Los relatos neotestamentarios sobre milagros están formulados en analogía y con

7 Cf. W. KASPER, Jesús, el Cristo, Salamanca 71989, 108-121.

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ayuda de motivos, que conocemos igualmente en la restante literatura de la antigüedad. Existen, por ejemplo, narraciones milagrosas rabínicas y helenísticas referentes a curaciones, expulsiones de demonios, resurrecciones de muertos, calma de tempestades, etc. Se dan numerosos paralelismos con Apolonio de Tyana, contemporáneo de Jesús. Se tiene la impresión de que el nuevo testamento aplica a Jesús motivos extracristianos para resaltar su grandeza y poder. Sin duda hay también diferencias importantes con otras narraciones. Por ejemplo, Jesús no obra milagro alguno por honorario, provecho, castigo o lucimiento.

c) Por la historia de las formas se ve que algunos relatos milagrosos son proyecciones de experiencias pascuales introducidas en la vida terrena de Jesús o presentaciones adelantadas del Cristo exaltado. Tales epifanías son, por ejemplo, el milagro que salva de la tempestad, la transfiguración, el andar sobre las aguas, la comida para 4000 ó 5000 y la pesca de Pedro. Sobre todo los relatos de la resurrección de la hija de Jairo, del joven de Naín y de Lázaro están intentando presentar a Jesús como señor sobre vida y muerte. Los milagros naturales precisamente se ve que son añadidura secundaria a la tradición primitiva.

De lo dicho se deduce que tenemos que considerar como legendarios muchos relatos milagrosos de los evangelios. Se deben examinar con vista a su intencionalidad teológica. No dicen nada sobre ciertos hechos salvadores, sino sobre el significado del único acontecimiento salvífico, Jesucristo. Por tanto, al probarse que ciertos milagros no se pueden atribuir al Jesús terreno, no se ha dicho en absoluto que carezcan de importancia teológica y kerigmática. Tales relatos milagrosos no–históricos son expresiones de fe sobre el significado salvador de la persona y mensaje de Jesús.

Por otro lado, después de un examen crítico, sería falso deducir que no hay absolutamente acción alguna milagrosa de Jesús con garantía histórica. Existe un sustrato fundamental de acciones milagrosas de Jesús históricamente ciertas. Tres argumentos son importantes en este sentido:

a) La tradición evangélica sobre los milagros sería absolutamente inexplicable si la vida terrena de Jesús no hubiera dejado la impresión y el recuerdo general, que luego hizo posible presentar a Jesús como obrador de milagros. Sin un apoyo cierto en la vida de Jesús la tradición sobre los milagros no sería posible.

b) La tradición de los milagros se puede examinar con ayuda de los mismos criterios que son válidos para la constatación del Jesús histórico en general. Según eso hay que tomar como históricos los milagros que no pueden explicarse ni por influencia judía ni helenista. Tales milagros son los que tienen un frente expresamente antijudío. Piénsese, ante todo, en las curaciones en sábado y las consecuentes discusiones sobre el precepto sabático (cf. Mc 1, 23-28; 3, 1-6; Lc 13, 10-17). También hay que citar relatos sobre expulsiones de demonios, es decir, sobre la actividad de exorcista por parte de Jesús. Vale lo dicho especialmente del logion de Mt 12, 28: «pero si expulso los demonios por el espíritu de Dios, entonces el reino de Dios ha llegado a vosotros» (cf. Lc 11, 20). Este logion se encuentra en el contexto de la defensa de Jesús contra la acusación de que está aliado con el diablo (Mc 3, 22; Mt 9, 34; Lc 11, 15). Esta odiosa acusación difícilmente ha sido inventada. La acusación muestra además que los milagros de Jesús no podían ser negados por sus enemigos.

c) Ciertos relatos de milagros contienen detalles llamativos que precisamente a causa de su falta de significado hay que considerar como originarios (Mc 1, 29-31: cura a la suegra de Pedro). También la palabra de Mt 11, 20-22 sobre los prodigios obrados en Corazeín y Betsaida tiene que ser antigua, puesto que nada oímos en otra parte sobre la actividad de Jesús en Corazeín.

No se puede negar un núcleo histórico de la tradición de los milagros. Jesús realizó acciones extraordinarias que maravillaron a sus contemporáneos. Hay que mencionar curaciones de diversas enfermedades y de síntomas que entonces se tenían por signos de posesión de espíritus. Por el contrario, los llamados portentos de la naturaleza no es necesario considerarlos, con cierta probabilidad, como históricos.

Tradicionalmente se entiende el milagro como acontecimiento perceptible que supera las posibilidades naturales, que es causado por la omnipotencia de Dios quebrantando o, al menos, eludiendo las causalidades naturales, sirviendo, por tanto, de confirmación respecto de la palabra

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reveladora. Esta visión del concepto de milagro, hoy tiene dificultades para sostenerse. Por un lado, habría que conocer de verdad y por entero todas las leyes naturales y contemplarlas totalmente en cada caso particular. Sólo así se podría probar exactamente que un suceso tiene que tomarse como causado inmediatamente por Dios. Pero sobre todo, la dificultad es teológica: A Dios no se le puede colocar jamás en lugar de una causalidad intramundana. Si se encontrara en el mismo nivel de las causas intramundanas ya no sería Dios sino un ídolo. Si Dios tiene que seguir siendo Dios, entonces también sus milagros hay que considerarlos como obra de causas segundas creadas. Un milagro de este tipo “tradicional” forzaría a la fe, suprimiendo con ello la libre decisión. Estas dificultades han llevado a los teólogos a prescindir más o menos del concepto de milagro de tipo apologético, para volver a su sentido originariamente bíblico.

Para designar los milagros de Jesús la Biblia jamás emplea aisladamente el término te,rata, corriente en la antigüedad, siempre con cierto sabor milagrero; se emplean más bien los términos «portentos» (duna,meij) y «signos» (shmei/a). Estos signos representan acontecimientos extraordinarios, inesperados, que causan sorpresa y asombro en el hombre. La mirada no se dirige a la naturaleza y sus leyes; el concepto de ley natural le es desconocido al hombre antiguo. El milagro dirige la mirada hacia arriba, hacia Dios. El hombre bíblico considera la realidad no como naturaleza, sino como creatura; por eso toda realidad le resulta, en definitiva, maravillosa.

A modo de síntesis, podemos decir:

1. En el terreno fenomenológico pertenece al milagro lo extraordinario, lo qu provoca asombro y sorpresa. Pero el milagro es de por sí ambiguo. Su univocidad la recibe sólo gracias a la predicación que lo acompaña y que se acepta en la fe. El concilio Vaticano II describe así la relación entre palabra y acción: «El acontecimiento salvífico se realiza en la palabra y la acción, íntimamente unidas, pues las obras que Dios hace en el decurso de la historia revelan y confirman la doctrina y las realidades expresadas mediante las palabras; éstas, a su vez, anuncian las obras, manifestando el misterio que contienen» (DV, 2).

2. En el terreno religioso que se abre por la palabra hay que decir que el milagro responde a una iniciativa personal de Dios. Lo especial del milagro está, pues, al nivel de la interpelación y de la exigencia personal de Dios, interpelación y exigencia que se muestran poderosas por el hecho de que se corporizan a modo de signos.

3. Esta corporización se da históricamente siempre mediante causas creadas segundas. Una intervención de Dios en el sentido de una acción suya inmediatamente visible es un absurdo teológico. A la llegada del reino de Dios pertenece el que la revelación de Dios en su condición de tal libere al hombre para que sea hombre y al mundo en su mundanidad. Por eso vale también, aplicado a los milagros, lo siguiente: la intensidad de la independencia creada crece en relación directa y no inversa con la intensidad de la actuación de Dios.

4. A causa de la mediación creada e histórica el acontecimiento milagroso es de por sí ambiguo. Pero esta ambigüedad es el espacio que hace posible la libre decisión de la fe. El milagro se experimenta como acción de Dios sólo en la fe. Por tanto, no fuerza a la fe. El milagro más bien la pide y la confirma. Así volvemos a nuestro planteamiento cristológico. Y la cuestión ahora es ésta: ¿qué significan los milagros de Jesús para la fe? ¿de qué modo se abre aquí el sentido de la realidad?

1.4.2. Significado teológico de los milagros de Jesús

Los milagros de Jesús son signos del reino de Dios que irrumpe. Su llegada significa el desmoronamiento del dominio de Satanás. El dominio del demonio se caracteriza por su enemistad con la creación. La alienación del hombre respecto de Dios tiene como consecuencia la alienación respecto de sí mismo y de la creación. Donde se reinstaura la comunión con Dios, donde se implanta el reino de Dios, «las cosas vuelven a enderezarse», el mundo vuelve a estar salvado. Los milagros dicen que esta salvación no es solamente algo espiritual, sino que afecta a todo el hombre, llegando también a su dimensión corporal. Por eso los milagros de Jesús son signos de la salvación del reino de Dios que ya irrumpe. Son expresión de su dimensión corporal y mundana.

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El sentido de los milagros de Jesús se puede aclarar del modo siguiente:

1. Los milagros de Jesús se presentan como cumplimiento del antiguo testamento.

2. En los milagros de Jesús aparece el poder de Dios en la humillación, encubrimiento, ambigüedad y escándalo humanos. «Dichoso el que no se escandalice en mí» (Mt 11, 6). Los milagros se pueden entender también como obra del diablo (Mc 3, 22; Mt 12, 27); de por sí no son claros en absoluto, ni pueden constituir por sí solos una prueba de la divinidad de Jesús, sino más bien son signo del abajamiento de Dios en Cristo. De esa manera la historia humana concreta de Jesús se convierte lugar de la epifanía oculta del poder de Dios. El evangelio de Marcos es el que, ante todo, ha resaltado este aspecto.

3. Los milagros de Jesús tienen que liberar al hombre en orden al seguimiento. Sirven para congregar escatológicamente al pueblo de Dios. Este congregar vale en especial para los perdidos, pobres, débiles y marginados. Ya ahora deben experimentar a modo de signo la salvación y el amor de Dios para poder transmitirlos a su vez.

Los milagros de Jesús son signos para la fe. Milagros y fe van unidos. La fe va unida a los relatos de milagros. Una y otra vez terminan los relatos con esta frase: «Tu fe te ha salvado» (Mc 5, 34; 10, 52; Mt 9, 22; Lc 17,19). Donde Jesús no halla esta fe, tampoco puede obrar milagros (Mc 6, 5s; Mt 13, 58). Entre fe y milagro se da una doble relación:

a) El milagro debe llevar a la fe; es decir, debe provocar la pregunta: «¿Quién es éste?» (Mc 1, 27 par; 4, 41 par; Mt 12, 23). Los milagros deben suscitar la reacción originariamente humana de la sorpresa,

abriendo de ese modo al hombre. Deben inquietarlo y sacudirlo en las cosas más ordinarias. Esto excluye la idea de que los milagros son portentos tan exorbitantes que sencillamente «derriban», «atropellan» al hombre y lo hacen caer sobre sus rodillas. Si así fuese, los milagros, no llevarían precisamente a la fe, que por esencia no se puede probar, sino que la harían imposible. Pero Dios no «atropella» al hombre. Quiere la respuesta libre. Por eso los milagros jamás pueden constituir una prueba clara para la fe.

b) El conocimiento y reconocimiento de los milagros como milagros, es decir, como obras de Dios, presupone la fe Los milagros son signos en orden a la fe. Fe aquí no lo es todavía en Jesucristo como en el kerigma pospascual, sino una confianza en el poder de Jesús para obrar milagros, un contar y confiar en que el poder de Dios no se ha agotado, cuando las posibilidades humanas lo están. Los milagros son respuesta a la petición en cuanto expresión de fe. Con frecuencia el creyente se gana en los evangelios el que su petición sea escuchada; los milagros son, pues, respuesta de Jesús al movimiento de la voluntad que se dirige deseosa a él, la respuesta de Jesús a la oración del hombre. Esto no quiere decir que la fe y la oración hagan el milagro. La oración se caracteriza por el hecho de que todo lo espera de Dios y nada de sí. En realidad, el creyente no confía en sí mismo. Esta clase de fe, como confianza absoluta y única en Dios, participa de la omnipotencia de Dios, por lo que también le está prometido el milagro.

En consecuencia, la discusión sobre los relatos de milagros en el NT nos lleva al punto de partida: la fe de los milagros no lo es de portentos, sino que constituye una confianza en la omnipotencia y providencia de Dios. El contenido propio de esta fe no son ciertos fenómenos extraordinarios, sino Dios. Por eso lo que los milagros de Jesús dicen, en definitiva, es que en Jesús Dios realizaba su plan, que Dios actuó en él para salvación del hombre y del mundo.

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2. ¿Qué Dios se nos revela en Jesucristo?

Santo Tomás de Aquino dijo que la última palabra que el hombre puede pronunciar sobre Dios consiste en afirmar que son mentira todas sus palabras anteriores, aún las más profundas, o que no ha dicho nada con ellas. Esto es debido no sólo a la absoluta trascendencia de Dios, lo que origina la dificultad del lenguaje para hablar de El, sino también el pecado del hombre. Nos creamos un Dios a nuestra imagen, proyectamos en El nuestras ideas8.

A pesar de esto, hoy más que nunca es necesario hablar de Dios, no para encerrarlo en conceptos, en palabras, al que «no cabe ni en los cielos», sino para decirle al hombre algo sobre sí mismo, para descubrirle la dimensión más válida de su ser hombre.

El Nuevo Testamento guía nuestro acercamiento a Dios: a Dios nadie le ha visto nunca, pero el Unigénito que vive junto al Padre nos lo ha narrado. Es decir: de Dios no se puede hablar como de un objeto, como de algo que se ha visto y, al verlo, se posee. De Dios sólo se puede hablar de sus obras, sólo se puede narrar lo que ha hecho, y dejar que en esa narración se trasluzca algo de Dios. El lenguaje sobre Dios, se convierte en el último capítulo de una teología narrativa. Describiendo cómo Dios actuó en Cristo, narrándolo, y también narrando la experiencia personal que tenemos en nuestra historia humana, surge una imagen de Dios, el Dios que se nos ha manifestado en Cristo.

Podemos hablar del Dios «que entregó a su Hijo», del Dios «que resucitó a Jesús» y del Dios que «amó al mundo» y «está por nosotros». Las tres expresiones son del NT y a través de ellas accedemos a una comprensión de nosotros mismos y de nuestra historia.

2.1. El Dios entregado

En el NT encontramos a Dios «a merced del hombre». Pero Dios no está a merced del hombre porque el hombre sea más fuerte que él, sino porque él se entrega a los hombres, o entrega algo de sí, su Hijo. Dios se define, pues, en primer lugar, como «aquél que entrega a su Hijo»: «el que ni siquiera escatimó darnos a su propio Hijo sino que nos lo entregó» (Rom 8, 32), el que «tanto amó al mundo que le entregó a su Hijo» (Jn 3, 16)9. En la cruz de Jesús, Dios no abandona al Hijo, sino que nos lo entrega. El silencio de Dios ante el destino injusto y cruel de Jesús, no era sólo un escondimiento de Dios, sino una revelación, una manifestación de Dios: en él se revela Dios como aquel que está a merced del hombre en la historia, de modo que, en adelante ya no tiene ni sentido el preguntar por qué Dios no interviene en las grandes calamidades de la historia supuesto que ni siquiera «intervino» en la muerte de su Hijo. Que no tenga sentido la pregunta no quiere decir que tenga respuesta: sólo quiere decir que, en adelante, ya no es Dios el llamado a evitar el sufrimiento del hombre, sino que el hombre es el llamado a evitar el dolor de Dios en la historia. En el drama de Jesús surge la revelación de lo que significa esa no intervención de Dios: significa entrega del Hijo por el Padre, más genéricamente: entrega del justo y del fiel por aquel que le ama. Y esa entrega la «sufre» también el Padre. Y en ese sufrirla se nos vuelve a revelar Dios como aquél que está «a merced de los hombres», que es la condición de posibilidad de que el NT pueda ver el dolor de la historia como dolor hecho a Dios: Pablo, persiguiendo a los cristianos, persigue a Cristo: «¿por qué me persigues?»; y en el juicio final, lo que hicisteis a uno de estos mis hermanos pequeños,

8 Para este apartado, seguimos J. I. GONZÁLEZ FAUS, Acceso a Jesús, Salamanca 71991, 158-181. 9 «La proposición de que Dios entrega a su Hijo es uno de los dichos más inauditos del Nuevo Testamento.

Tenemos que entender el “entregar” en sentido estricto, sin suavizarlo en “envío” o “regalo”. Aquí ocurre lo que Abrahán no necesitó realizar. Cristo es entregado por el Padre a todos los poderes de la perdición, sean éstos el hombre o la muerte. Con palabras de la dogmática antigua se podría decir: la primera persona de la divinidad arroja y destruye a la segunda. Aquí se expresa la theologia crucis con una radicalidad insuperable». W. POPKES, Christus traditus, 286 ss. Citado en J. I. GONZÁLEZ FAUS, Acceso a Jesús, 162-163.

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«a mí me lo hicisteis». Dios es de tal manera que se me puede hacer accesible en el dolor del hombre y sin que yo mismo lo sepa. Dios es de tal manera que no intervendrá en el mundo para cambiar la acción del hombre: lo único que hace (o la única forma en que interviene) es aceptar el someterse a las consecuencias de esa acción humana.

De esta manera, el dolor del mundo es dolor de Cristo, pero es también dolor del Padre por la entrega o por la pérdida de los suyos. Y así podemos entender que Jesús no bajó de la cruz, no a pesar de ser el Hijo de Dios, sino precisamente porque lo era.

2.2. El Dios Espíritu

Según el NT, la entrega de Dios a merced de los hombres, es «por nosotros» (Rom 8, 32), es expresión del «amor de Dios al mundo» (Jn 3, 16), lo cual sólo puede significar que la debilidad del Dios entregado y su estar a merced de los hombres no son sino expresión de la relación que Dios ha querido entablar con el hombre: una relación que no esté mediada en absoluto por la fuerza y el poder, sino por la del amor. L silencio de Dios no es, entonces, lejanía o desentendimiento, sino que es la paciencia y la discreción de Dios. El modo de intervenir Dios en el mundo es con la llamada y la oferta interpelante de su amor. Dios actúa haciendo que los hombres actuemos. El poder de Dios no es coercitivo, sino sólo sugestivo. Junto al lenguaje del Dios que entrega a su Hijo, el NT acuñó el lenguaje del Hijo que se entrega a sí mismo, marcando así una radical identidad del hombre Jesús con Dios, en aquello mismo que parecía separarle de Dios: en su entrega por el Padre.

En el NT, la forma de estar presente Dios en la historia se llama Espíritu Santo o Espíritu de Dios, definiéndolo como Espíritu de amor y de libertad. En su testimonio sobre Jesucristo, el NT nos dice claramente que ésa es la forma de presencia de Dios después de Jesús (cf. Jn 7, 39; Lc 24, 49; Hch 1, 4). El NT dice claramente que el Espíritu Santo está derramado en nuestros corazones. Y el hombre puede reconocerlo en aquello de sí mismo que descubre, a la vez, como lo más suyo (porque es lo más humano y lo más verdadero de sí) y como lo menos suyo (porque es lo más inseguro e imposible de sí): la experiencia de un amor nuevo y de una libertad liberada. Con el Espíritu se expresa también la trascendencia del hombre respecto a sí mismo. El hombre es más de lo que es porque a su definición pertenece el Espíritu de Dios. Y si somos capaces de reconocer a Dios en la historia ambigua y fracasada de Jesús, esto sólo puede ser porque Dios mismo lo reconoce en nosotros. Los testigos de Jesucristo se sintieron obligados a dejar constancia de que si alguien dice «Jesús es el Señor», o «tú eres el Hijo de Dios vivo», eso sólo puede ser por iluminación del Padre (Mt 16, 17), o, lo que es lo mismo, en el Espíritu del Padre (1 Cor 12, 3).

2.3. El Dios amor

Dios, pese a su “ausencia” de este mundo, es experimentado en lo que S. Pablo llama «el amor de Dios (o el Espíritu de Dios) que ha sido derramado en nuestros corazones»; es decir: en esa novedad de amor que el hombre sabe que no es suya, en esa capacidad de amar de una manera nueva, que el hombre descubre como algo que le es dado, aunque a la vez sienta que es lo más íntima y más verdaderamente suyo. En la medida en que el hombre se deje llevar por esa novedad, Dios irá dejando de ser un desconocido.

Esa experiencia fue la que llevó a la conocida definición de Dios, que quizás es la más famosa y la más original de toda la Biblia, y que está en continuidad con la «misericordia fiel» del Antiguo Testamento: «Dios es amor»10.

10 «¿Qué significa «Dios es amor»? No puede significar que el amor es Dios. El que esto afirma, olvida la subjetividad de Dios y coloca a Dios bajo una categoría general. Pero la pregunta decisiva es: ¿hacia dónde se orienta el amor que Dios mismo es? Dios en su amor ¿es una pura efusión de sí mismo al mundo? Entonces

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San Juan, al afirmar que Dios es amor (1Jn 4, 8.16), está expresando la verdad más alta de nuestra fe, y al mismo tiempo nos transmite una experiencia de sentido11. Experiencia, por referirse a una realidad hondamente percibida, por contacto directo. Juan ha visto con sus ojos y palpado con sus manos el amor de Dios a través de la vida de Jesús y de su entrega hasta la cruz. Experiencia de sentido, porque ilumina la existencia, al decirme quién la sostiene, de quién me puedo fiar. Pongo mi vida confiadamente en manos de Alguien, y así libre del temor por mí mismo, puedo mirar por los demás. El amor que Dios nos tiene, él que nos amó primero, se paga con amor... a los demás. Si Dios nos amó de esta manera — hasta entregarnos su propio Hijo —, también nosotros debemos amarnos unos a otros (1 Jn 4, 11). Dios en sí mismo es comunión de amor. Así nos lo ha manifestado en su Hijo Jesucristo, por el Espíritu Santo que nos ha dado.

En resumen, en el acontecimiento de Jesucristo, Dios actuó de tal manera que puso de relieve su carácter entregado a la historia y al mundo, revelando la total autonomía de estos, pero a la vez, permitiéndonos reconocerlo por la fe en ese mundo autónomo. Actuó de una manera que supone para nosotros un marco último de esperanza en el que situar esa autonomía del mundo y de la historia. Y actuó de tal manera que nos hizo posible la experiencia de un amor nuevo.

La reflexión sobre el Dios que nos revela el acontecimiento de Cristo, lleva a la confesión de la Trinidad: Dios como Padre, Hijo y Espíritu. Esta fórmula es la traducción de la experiencia del Dios que se manifiesta en Jesús. Porque Dios es Padre es capaz de ser comunicación de sí; porque es Hijo es capaz de estar presente en la historia, hasta ser, en cierto sentido, idéntico a ella, sin por eso menoscabar la total autonomía del mundo y de la historia. Y porque Dios es espíritu es capaz de guiar la historia sin interferir en ella. Esta revelación de Dios corrige las imágenes que tenemos de Dios “a imagen y semejanza nuestra”. A través de Jesucristo, llegamos a conocer quién es Dios. El Dios de Jesucristo.

¿Dios no puede ser sin el mundo, como afirmó Hegel? Pero entonces ¿sigue siendo Dios? ¿O Dios en sí mismo es amor, comunicación, autodominación? Dios, por tanto, ¿no sólo es Padre del mundo y de los hombres, sino primariamente Padre de su Hijo eterno, igual a él? Así, la definición de Dios como libertad perfecta en el amor, del mismo modo que la imagen bíblica de Dios como Padre, remite de nuevo a la fundamentación cristológica del lenguaje bíblico sobre Dios». W. KASPER, El Dios de Jesucristo, Salamanca 41994, 185-186.

11 Cf. J. R. GARCÍA–MURGA, El Dios del amor y de la paz, Madrid 1991, 11-12.