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Capítulo 4 EL FIN DE LA CUESTIóN AGRARIA EN ESPAñA (1931-1939) 1 ricardo roBledo Universidad de Salamanca reParto de la tierra y camBio social (1766-1936) Cuando en la primavera de 1936 se intensificó la reforma agra- ria con el reparto de tierras a los yunteros, Vergara Doncel, un jo- ven ingeniero agrónomo, ilusionado con la reforma agraria como confesaría años después, publicó en el diario El Sol un artículo don- de se relacionaba aquel momento con el del reparto ilustrado de 1766 (Vergara Doncel, 1936). 1. Investigación financiada a cargo del Proyecto del Ministerio de Educación y Ciencia, I+D, HUM 2007-62276/HIST. Al haber expuesto en otros textos diver- sos aspectos de la reforma agraria, como los del mercado de trabajo, la renta de la tierra, abolición de señoríos o rescate de comunales (Robledo, 1996, 2007, 2008, 2009), en estas páginas me centro preferentemente en la reforma entendida como cambio en la propiedad de la tierra, es decir, land reform más que agrarian re- form. Agradezco las observaciones de V. Donoso, D. Gallego, L. Garrido, A. Ló- pez Estudillo, S. López y Vicente Forcadell. 001-264 Sombras del progreso.indd 117 12/04/2010 13:09:14

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Capítulo 4

EL FIN DE LA CUESTIóN AGRARIA EN ESPAñA (1931-1939)1

ricardo roBledo

Universidad de Salamanca

reParto de la tierra y camBio social (1766-1936)

Cuando en la primavera de 1936 se intensificó la reforma agra-ria con el reparto de tierras a los yunteros, Vergara Doncel, un jo-ven ingeniero agrónomo, ilusionado con la reforma agraria como confesaría años después, publicó en el diario El Sol un artículo don-de se relacionaba aquel momento con el del reparto ilustrado de 1766 (Vergara Doncel, 1936).

1. Investigación financiada a cargo del Proyecto del Ministerio de Educación y Ciencia, I+D, HUM 2007-62276/HIST. Al haber expuesto en otros textos diver-sos aspectos de la reforma agraria, como los del mercado de trabajo, la renta de la tierra, abolición de señoríos o rescate de comunales (Robledo, 1996, 2007, 2008, 2009), en estas páginas me centro preferentemente en la reforma entendida como cambio en la propiedad de la tierra, es decir, land reform más que agrarian re-form. Agradezco las observaciones de V. Donoso, D. Gallego, L. Garrido, A. Ló-pez Estudillo, S. López y Vicente Forcadell.

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Ciento setenta años separan el reparto de tierras concejiles en Badajoz, ordenado por Real Provisión de 2 de mayo de 1766, de la ocupación de tierras extremeñas un mes después de que triunfara el Frente Popular. En aquella disposición el Consejo de Castilla se hacía eco de «los multiplicados abusos que influyen en la aniquila-ción y despoblación de esa provincia, pues los vecinos poderosos de los pueblos ... con despotismo de sus intereses ejecutaban el re-partimiento de tierras ... con exclusión de los vecinos pobres y más necesitados de la labranza y de recoger granos para la manutención de sus pobres familias».

La providencia ilustrada ordenaba el reparto atendiendo en pri-mer lugar a «senareros y braceros que por sí o a jornal pudieran la-brar las tierras». Estas disposiciones buscaban, en pro de la «natural justicia», que las clases más humildes accedieran a las tierras la-brantías de «propios y las baldías o concejiles», empeño ambicioso que pronto se desvió por otros derroteros menos igualitarios.2

Con su recurso a la conmemoración de 1766 Vergara Doncel pretendía defender la ley de Reforma Agraria de 1932 de la cons-tante acusación de ser infiel a la tradición española y doblegarse a la influencia soviética. Para nosotros la comparación 1766-1936 re-sulta oportuna al plantear esas fechas como las del principio y fin de la cuestión agraria contemporánea. En vísperas de la guerra civil estábamos asistiendo al último episodio de un problema de larga duración, el problema de la tierra, que afectaba a algo más que a la propiedad de la gran explotación.

Si el problema hubiera estado en cambiar de manos la propie-dad, habría bastado la expropiación de unas pocas decenas de gran-des terratenientes (no necesariamente nobles) o sociedades que su-peraban las 5.000 hectáreas —trece propietarios de Cáceres poseían

2. Sobre las vicisitudes de estas disposiciones, la ampliación a otras regiones y sus límites, véase Sánchez Salazar (1988: 141-155); las citas proceden del artí-culo del periódico El Sol.

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133.621 hectáreas, quince en Badajoz sumaban 104.690, cuarenta en Andalucía llegaban a casi 600.000 (el 7,2 por 100 de la SAU frente al 5,8 por 100 en Extremadura)—3 para disponer de superfi-cie expropiable con que asentar a varios miles de los campesinos más necesitados, siempre que esa tierra pudiera sostener una deter-minada población agrícola, pues no escaseaban tierras serranas y otras impropias para el cultivo, y siempre que se contara con capital de explotación. Por otra parte, la explotación de la gran propiedad, incluida su gestión, llevaba aparejada una influencia política y so-cial relevante que se sustentaba en una larga y compleja red de agentes, como ilustró el escritor Sánchez Rojas y analiza la teoría de la agencia.4 Entre estos agentes cabe destacar al arrendatario ca-pitalista, gran ganadero o gran labrador, con estrategias distintas a las del campesinado parcelario.

Cada uno protagoniza sus opciones, una más eficiente económi-camente, es decir, con mayor producto neto,5 de especialización ga-nadera (y conservacionista), si nos referimos por ejemplo a la ex-plotación adehesada, frente al modelo campesino más intensivo, agricolizado y orientado a maximizar el producto bruto. Una op-

3. Riesco (2006: 206); Rosique (1988: 204-207); Muñoz, Serrano, Roldán (1980: 202-215). He sumado la superficie que pertenecía a los propietarios anda-luces de más de 5.000 ha (exactamente 596.554); al coincidir titulares en varias provincias, aumentaría el grado de concentración de la propiedad que aún lo sería más si se tiene en cuenta que el Registro de la Propiedad Expropiable, como es bien sabido, peca por defecto.

4. Sánchez Rojas contrapuso la llegada de la República —donde «los campe-sinos gozarán de más derechos que los conejos de los montes del contorno»— al inmovilismo de los que querían «que subsistiera un régimen de propiedad que haga perdurar una esclavitud de la que se comienzan a sacudir bravamente estos aldeanos, ordeñados por el duque, y el administrador del duque, y el procurador del administrador, y el subalterno del curial, y el amigo del subalterno, así, en ca-dena continua e irrompible», Sánchez Rojas ([1932] 1986: 84); sobre este tipo de cadenas y la aplicación de la teoría de la agencia, véase López, Robledo (2004).

5. Para este concepto identificado como «rendimiento», véase nota 15 y todo el razonamiento del ingeniero Alcaraz.

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ción expulsa empleo, la otra lo absorbe (seguramente a costa de dis-minuir la productividad por hora trabajada, no por superficie). Los modelos de negociación, capital humano, estructura familiar o mer-cado interior, entre otros, también son distintos (Gallego, 2007).

Es cierto que hay coyunturas en las que tanto la grande como la pequeña explotación rivalizaron en las roturaciones, pero, si nos re-ferimos a tendencias, el gran propietario había mostrado sus prefe-rencias por una dedicación más extensiva en sus aprovechamientos y, en cualquier caso, había sido partidario de ceder la tierra a un gran labrador antes que a un grupo de campesinos para no elevar los cos-tes de transacción ni el agotamiento del suelo. Por eso fracasaron los proyectos ilustrados de repoblación, pues, como declaraba la abade-sa del convento mirobrigense de Santa Clara en 1769, los campesi-nos que querían arrendar y poblar una de sus dehesas «no eran pro-piamente labradores sino labrantines de muy bajo caudal», mientras que el gran ganadero era «de crecido caudal y conocido abono», a la vez que agotaba menos la tierra al dedicarla a pasto; además, consu-mía menos leña y madera (Robledo,1991; Sánchez Herrero, 2000). Expresiones similares repetirán en 1932 los grandes propietarios extremeños para rechazar los decretos de intensificación de cultivos por acabar supuestamente con la riqueza ganadera.

El cotejo de dos situaciones separadas por más de siglo y medio, pese a las semejanzas, no puede obviar los cambios sociales, eco-nómicos y políticos, varios de los cuales se comentan en el capítulo anterior, pero, en lo que atañe a la distribución de la renta relaciona-da con la propiedad de la tierra, permanecían grandes desigualda-des que hacían de España un caso llamativo después del reformis-mo agrario que siguió a la Gran Guerra. Una vez que Mussolini había frenado la reforma italiana, confesaba el católico social Se- verino Aznar, España seguía siendo el único país europeo que se apartaba de la «cruzada mundial contra la concentración de la pro-piedad ... el único país de Europa que tiene un régimen agrario la-mentable sin que lo advierta y sin que haga esfuerzo alguno por sa-

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cudirlo» (Aznar, 1930: 82). Salvo los georgistas, cualquier político o escritor, por conservador que fuera, se iba a mostrar en 1931 par-tidario de alguna clase de reforma agraria que por fin iba a acome-ter un régimen republicano encumbrado especialmente gracias al voto urbano.

No hubo, en efecto, ninguna revolución campesina en abril de 1931, al modo de México o Rusia, que alumbrara una ley agraria. Sin embargo, la inestabilidad social y política que se acentuó en la primavera de 1931 en las provincias latifundistas supliría en cierto modo la ausencia revolucionaria. Durante los primeros meses un elevado paro coyuntural se superpuso al paro estructural en aque-llas provincias que dependían fuertemente del olivar. La produc-ción de aceite en Jaén —que solía ser un 30 por 100 de la producción nacional y la mitad de la regional— prácticamente desapareció has-ta representar sólo un 6 por 100 del período 1929-1930, contracción similar a la de Córdoba.6

No era ésta la primera fluctuación acusada, pues en el año 1928-1929 había sucedido algo similar, pero durante la primavera una «tremenda sequía» agravó aún más el paro cuando «menos dispues-to [estaba] el obrero este año a musulmanas conformidades, por efecto del cambio político y de predicaciones disolventes». El inge-niero Alcaraz consideraba que no era justo ni prudente «reprimir y sofocar, sólo con el empleo de la fuerza, los repetidos desórdenes ... porque los causantes eran obreros hambrientos» y como alternativa planteaba la primera etapa de una reforma que nacía por «el apre-mio de las circunstancias, el estado de creciente y amenazadora ac-titud del proletariado andaluz y extremeño, acuciado con insisten-cia morbosa por invitaciones a repartos violentos» (Alcaraz, 1932: 7, 47).

6. Además de las estadísticas del GEHR, véanse El progreso agrícola y pe-cuario, n.º 1.745, 7 de octubre de 1932, y Agricultura, n.º 24, diciembre de 1930, números monográficos dedicados a la producción olivarera.

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Estaba claro que «el problema de la tierra» había dejado de ser una cuestión sociológica bienintencionada para convertirse en un programa realizable por el gobierno provisional de la Segunda Re-pública, aunque sólo fuera como arma preventiva de males mayo-res. De nuevo, cambio social y político parecían ir de la mano. Si en el siglo xix el mercado de la tierra y la adhesión política habían ido juntos cuando Mendizábal ligó la defensa del trono de Isabel II con la suerte de los compradores de bienes nacionales, cien años des-pués volvían a unirse, sobre todo cuando el ministro Ruiz Funes puso en práctica durante la primavera de 1936 la idea de que la con-solidación de la democracia vendría por el camino de la reforma agraria. Pero, al final, las demandas de reforma tanto tiempo poster-gadas fueron violentamente aplazadas.

La guerra civil acompañó el cambio liberal de la propiedad de la tierra durante 1833-1839 y de nuevo hizo presencia cuando en el Fren-te Popular se intensificó la reforma, especialmente en Extremadura. No se puede prolongar mucho la comparación. Por más casos de violencia que se dieran en las guerras carlistas, sigue asombrando el castigo sistemático que se infligió desde el verano de 1936 a dece-nas de miles de campesinos que habían creído en la reforma agra-ria. Ningún episodio de reformismo agrario había tenido un desen-lace de estas características y tardaría años en darse otro similar.

A continuación expondré los condicionantes del problema agra-rio tradicional presentando datos hasta ahora no disponibles sobre la estructura económica y de la propiedad de la tierra. En la sección siguiente me referiré a la opción de la vía campesina, intensifica-ción de la pequeña explotación, como solución del problema. En el apartado cuatro describo las restricciones políticas y financieras que limitan esa opción. Esto dio como resultado una «reforma ilus-trada» que se volvió intolerable cuando el proceso reformista pre-sionado desde abajo empezó a ser una realidad. El epílogo se centra en la represión que junto a la emigración hizo desaparecer la cues-tión agraria.

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el ProBlema agrario meridional: magnitudes PrinciPales

La cuestión agraria, igual que la reforma, no se puede reducir al latifundio andaluz, pues todos los aspectos —rentas, salarios, pro-piedad y explotación de la tierra— resultaron afectados por el re-formismo republicano. Por primera vez el terrateniente más tradi-cional, que vivía de rentas, vio cómo éstas disminuían un 20 por 100 o más cuando llegó la hora de firmar o revisar los contratos en el otoño de 1931 y esto le volvió a ocurrir en años siguientes, hasta que la nueva ley de Arrendamientos de 1935 corrigió la tendencia. Si era más arriesgado y había apostado por la explotación directa, le iba a resultar difícil eludir el alza de los costes salariales.

Todas las regiones estuvieron implicadas en mayor o menor me-dida pues en todas las provincias, aunque no hubiera asentamientos, se establecieron juntas provinciales de Reforma Agraria que sacaron a la luz los problemas agrarios más diversos (arrozales de Tarrago-na, parcelaciones en Mallorca, bienes comunales reivindicados en Galicia...), pero, sobre todo, el Registro de la Propiedad Expropiable fue el medio de generalizar la reforma a todas las provincias o, dicho de otro modo, de generalizar el miedo a la reforma de todos los pro-pietarios, bien tuvieran fincas en el norte o en el sur de España. Para el gran terrateniente constituía la bestia negra que logró eliminarse por la ley de Contrarreforma de 1935. Hasta entonces la propiedad, aunque no peligrara por la expropiación, como poco se devaluaba y difícilmente podía ser fuente de crédito o mercancía, pues el estar inventariada dificultaba su venta. El ojo del administrador de gran-des patrimonios cuyas rentas se diseminaban por toda España, desde la huerta valenciana al cortijo andaluz, es el mejor testigo.

Dicho esto, la importancia que adquiría la cuestión meridional española era tal que constituía como en Italia una auténtica «cues-tión nacional» en la que estaba implicado el desarrollo económico y social de todo el país (Zamagni, 1987). Un planteamiento similar había sido expuesto ya por el jiennense Flores de Lemus en 1914 al

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afirmar que la «concentración de la propiedad representa el mayor mal no solamente para la agricultura, sino también para la constitu-ción social de España». Este punto de vista es el que debió de in-fluir para que la política republicana centrara las actuaciones del Instituto de Reforma Agraria (IRA) en el suroeste español, para in-tentar cambiar una situación secular, empeño difícil de coronar con éxito, no sólo por la oposición de los afectados.

El problema agrario del sur tenía condicionantes estructurales que hacían complicadas las soluciones a corto plazo. Están por una parte los condicionantes orgánicos de la actividad agraria, que, a di-ferencia de la producción industrial, se ve sometida a las interrupcio-nes que impone la naturaleza. La estacionalidad del trabajo agrario con el paro forzoso invernal y la necesidad acuciante de mano de obra forastera en verano es la expresión más llamativa. Por otra parte, la concentración de la propiedad de la tierra favorecía opciones ex-tensivas y de monocultivo que dificultaban la creación de empleo estable; también favorecía la creación intencionada de paro por moti-vaciones sociopolíticas. Finalmente, el atraso relativo del desarrollo industrial español y el crecimiento limitado de los países eu ropeos del entorno impedían que funcionaran como el factor de atracción que a partir de 1960 vació los campos españoles.7

Los reformistas agrarios, que no eran ingenieros, acostumbraron a obviar la primera variable, la de los condicionamientos agroclimá-ticos, y concentraron sus críticas en el latifundio como un supuesto nido de ineficiencias técnicas y mercantiles;8 también es cierto que era en la variable jurídica donde el margen de actuación de la políti-

7. Wygodzinski, Skalweit (1930: 14-21); Roux (1980: 268). Campiñas, oli-vares, dehesas llevan «necesariamente aparejados colapsos anuales de la ocupa-ción obrera» (Alcaraz, 1932: 9). En el capítulo de González Molina se exponen con detalle los límites y posibilidades de la agricultura orgánica.

8. No eran explicaciones certeras, por ejemplo, creer que cualquier tierra era cultivable o no advertir la capacidad de cambio que había tenido ese gran latifun-dio; para esto último, Zapata (1986).

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ca económica parecía más viable (Robledo, 2008: 249-251). No fue el caso de Vázquez Humasqué, que siempre tuvo claros los límites que imponía la naturaleza al igual que su influjo, de importancia decisiva, en el conflicto social campesino; era la reforma la que de-bía paliar las consecuencias del paro forzoso, principal factor de desestabilización sociopolítica (Vázquez Humasqué, 1931).

Es conveniente precisar la regionalización del problema agrario con la presentación de diversos datos sobre la estructura económica y la propiedad de las catorce provincias latifundistas donde, según la ley de 1932, tenían que producirse preferentemente los asenta-mientos. Preguntas tan básicas sobre el número de jornaleros, su peso en la población activa, la relación con el paro o con la propie-dad expropiable son las que se contestan en el cuadro 1.9

Efectuadas las correspondientes correcciones que exige la fuente del censo de campesinos, el problema agrario meridional afectaba más duramente a cerca de medio millón de jornaleros, en torno a un tercio de la población activa agraria que subía al 44 por 100 en Andalucía occidental. Estamos ante cifras de suficiente importancia como para que cualquier decisión sobre el mercado del trabajo tuviera efectos multiplicadores no sólo sobre la oferta y la demanda agregadas, sino sobre toda la arquitectura social. Respecto al paro, había otros focos importantes de desempleo, pero lo que conviene destacar ahora es que el paro de las catorce provincias latifundistas venía a significar, como años después, alrededor del 50 por 100 del paro total español.

Si hasta aquí se han presentado los principales datos del proble-ma, la información de las tres columnas últimas ofrecería la solu-ción según los análisis de la época, expresado todo muy esquemáti-camente. De las cifras del Registro de la Propiedad Expropiable de

9. Las fuentes en que me baso, con la crítica correspondiente, se basan en un estudio inédito. Extremadura incluye Salamanca, y Castilla La Mancha compren-de Albacete, Ciudad Real y Toledo. En el número de obreros parados he contabi-lizado tres obreros en paro parcial por uno en paro completo.

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1933 he seleccionado la superficie de las fincas mayores de 250 hectáreas, que asciende a algo más de 4,6 millones de ha, una cuarta parte de la superficie productiva de las provincias afectadas, con un mínimo para las integrantes de Andalucía oriental y el máximo para Andalucía occidental, que también era la que concentraba el mayor porcentaje de jornaleros respecto a la población activa. Finalmente, con una intención puramente orientativa, se informa del número de hectáreas que correspondería a cada jornalero en caso de que hubie-ra que repartir la tierra para todos, teniendo en cuenta dos cosas, que se trata de superficie potencialmente expropiable que deberían fijar las Juntas Provinciales y que no toda la tierra era agrícola, como indican los porcentajes de la columna 11. Anticipemos de momento que la superficie expropiada-ocupada hasta julio de 1936 apenas si llegaba al 15 por 100 de la que figura en el cuadro.

latifundismo y vía camPesina, interés individual e interés social

La gravedad del problema social afectaba a medio millón de per-sonas de la España latifundista, pues se ha prescindido de pequeños colonos o pequeños propietarios que también figuraban en el censo de campesinos. Es decir, un tercio de la población agraria de las pro-vincias latifundistas —que ascendía en 1930 al 60 por 100 de la po-blación activa (unos diez puntos por encima del promedio español)— estaba expuesto sistemáticamente al paro forzoso sin la cobertura del estado de bienestar, es decir, expuesto a «jornales de hambre» que un economista como Bermúdez Cañete, periodista de El Debate, reco-nocía atribuyéndolos a las «leyes de la mecánica».10

10. «La existencia de jornales de hambre prueba que la economía nacional agraria estaba tan empobrecida en los meses pasados que el salario real que fatal-mente se forma ... era inferior a las necesidades más elementales de la vida», Diario de Sesiones de Cortes, 30 de abril de 1936, p. 539.

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Si la superficie productiva afectada, en el caso de consumarse la expropiación-ocupación, era una cuarta parte del total, el número de grandes propietarios afectados en Andalucía y Extremadura por en-cima de las 5.000 hectáreas era tan sólo de 68 con un total de 834.865 ha (el 18 por 100 de la superficie potencialmente expropia-ble). Cualquier reformista que buscara corregir, en expresión de un teórico igualitarista, la «suerte bruta» del jornalero con algún tipo de justicia distributiva se obligaba a actuar sobre la propiedad-explota-ción de las grandes fincas con intervenciones que iban en contra del «equilibrio» del mercado o más bien contra el poder del mercado, dadas las rentas políticas que disfrutaban grandes terratenientes y administradores. Lo que ocurre es que la pervivencia de la gran ex-plotación, bajo el estigma genérico del absentismo, había demostra-do su buena adaptación al medio y su rentabilidad económica, lo que complicaba la decisión reformista.

En efecto, la opción de la gran explotación por la ganadería ex-tensiva o por el cultivo al tercio tenía la ventaja de ahorrar los cos-tes de supervisión del trabajo asalariado de cultivos más intensivos. Esto no aseguraba la rentabilidad económica de las producciones sujetas a oscilaciones de precios, climatológicas o de otro tipo, pero facilitaba los beneficios, sobre todo si la totalidad o la mayor parte de los inputs provenían de la agricultura orgánica.

La estabilidad latifundista a lo largo de la historia no se había sustentado sólo en la racionalidad económica del terrateniente, sino en un conjunto de relaciones sociales que requería distintas media-ciones para que funcionara todo el sistema. La tierra es algo más que un factor de producción y cuando la propiedad está desigual-mente repartida necesita una variada gama de legitimaciones para su mantenimiento, desde la resignación cristiana o las limosnas —cuya cuantía recogen las administraciones nobiliarias— a fórmu-las más complejas en las que intervienen varias instituciones. Todo esto aseguraba, por utilizar la expresión de Hirschman, la lealtad pese a la poca voz de que disponían los individuos.

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El buen funcionamiento del mercado de trabajo —la «libertad de trabajo» que se sentiría amenazada por los decretos reguladores de Largo Caballero— y el respeto a la norma liberal sobre la rebus - ca de aceitunas o el acceso a bienes comunes privatizados exigían, en efecto, la intervención del triángulo institucional formado por el gobernador civil, el alcalde y la Guardia Civil, como ilustra uno de los telegramas que solían cruzarse los componentes de ese triángulo:

Me dice el gobernador de Córdoba que hace tiempo se enviaron a esa provincia treinta números Guardia Civil Infantería que ahora le hacen falta por estar en período de recolección de aceitunas.11

Y cuando acontecían graves situaciones de crisis, el alcalde re-curría al régimen de reparto de jornaleros parados entre propieta-rios y arrendatarios agrícolas, a los alojamientos, una especie de «ley de pobres» que si no satisfacía a los que se beneficiaban de la limosna laboral, aún molestaba más a quien la financiaba: «que quede proscrito para siempre el sistema de alojamiento de obreros en el campo» era la principal aspiración del gran labrador cordobés que calificaba los alojamientos de «monstruosidad de la injusti-cia...» (Derechos, 1931: 57-63).

Estos mecanismos estabilizadores —libertad de trabajo con guardia civil más alojamientos— perdieron eficacia a partir de 1931. La extensión del socialismo por los campos —la gran ame-naza que había tratado de conjurar el sindicalismo católico desde principios de siglo— había dado voz a los menos pudientes, que ahora se dejaban oír en los jurados mixtos a través de la FNTT; también había cambiado en muchos lugares el signo político de la representación municipal. Finalmente el decreto de 18 de julio de 1931 que prohibía el reparto de obreros parados, los alojamientos,

11. AHN, Gobernación, Leg. 39, n.º 6, telegrama de enero de 1923. Sobre este modelo disciplinario que recurre a la coerción, Naredo, Sumpsi (1984: 46-52).

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pareció recoger las quejas de los propietarios y las aspiraciones de los obreros por un trabajo digno. Sin embargo, como difícilmente un decreto puede hacer mudar de golpe la realidad, los alojamien-tos siguieron más o menos camuflados, como remedio al que se veían obligadas a acudir las autoridades locales; Bernis, un refor-mista agrario que ahora estaba en el Consejo Superior Bancario, los criticó con dureza pese a su prohibición por el decreto de julio 1931.12

otros recursos habituales para sortear los males del paro no tu-vieron por qué desaparecer. Me refiero a la emigración estacional y/o a la pluriactividad, si bien el primero, las clásicas migraciones de segadores, aceituneros o vendimiadores, dejó de ser una salida en aquellos lugares donde se siguiera con inflexibilidad la ley de Términos Municipales, anulada por otra parte en el verano de 1934. Respecto a la pluriactividad, poco podía solucionar si la actividad económica, especialmente la agraria, se contraía como ocurrió des-de el verano de 1931. Se podía recurrir también al acceso, fraudu-lento o no, de los aprovechamientos de los bienes comunales (be-llotas, madera, esparto...) pero este tipo de salidas no eran más que remedios muy provisionales, como mucho de ámbito muy local y, en todo caso, obsoletos ante las aspiraciones suscitadas por el nue-vo régimen político. Finalmente, los grandes programas de obras públicas estaban limitados por razones presupuestarias, políticas y teóricas para utilizar la política fiscal.

La situación de las comarcas latifundistas se asemeja a la de una trampa malthusiana resuelta tradicionalmente a corto plazo y de modo parcial con el recurso de las «leyes de pobres», los aloja-mientos. La fórmula más ambiciosa para corregir esta situación, o

12. «No se puede animar la producción, si perdida la elasticidad en los pre-cios del trabajo y en el mercado de trabajo, se ve obligado a sostener un número de alojados ... cuyas retribuciones superen a la producción diaria...», citado en Fernández Pérez (1988: 910).

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sea, para aliviar el desempleo, fue la propuesta de extender la pe-queña explotación bajo la modalidad de asentamientos según de-fendieron diversos ingenieros, como Carrión, Alcaraz y Vázquez Humasqué, que formaron parte de la Comisión Técnica en 1931. No se trataba de ampliar el modelo de colonización surgido tras la ley de González Besada, tan parco en resultados sociales como ge-neroso en el gasto público, sino de utilizar la potencialidad de la gran explotación insuficientemente cultivada, apreciación domi-nante en aquella época pero que todavía en 1965, ya a destiempo, compartía el Banco Mundial.13

La propuesta republicana se basaba en un buen conocimiento agronómico de las potencialidades de la agricultura española (no tienen sentido las críticas a la cerealización impulsada por el IRA)14 y en la consideración negativa que les merecía la eficiencia social del latifundio, en particular el juicio negativo del rentista como «parásito de la agricultura». Ninguno de los tres ingenieros citados antes dudó de la rentabilidad de la gran explotación; lo que se cues-tionaba era que la renta neta tuviera que ser el principal objetivo, en la misma dirección en que luego han insistido economistas del de-sarrollo (Sylos Labini, 1984: 87-88).

Fue el ingeniero Alcaraz el que más se detuvo en desarrollar el contraste entre interés privado e interés social:

13. El informe, en el que figuraba Esther Boserup como jefe adjunto de la misión, reconocía «las posibilidades de incrementar considerablemente la pro-ducción mediante la implantación de cambios en el régimen de tenencia de las tierras para permitir su utilización más intensiva» (Banco Mundial, 1966: 92). Por aquellas fechas, sin embargo, estaban ya en marcha diversos procesos de «moder-nización» de la agricultura española cuya huella se analiza en Carpintero (2005: 267-328).

14. Vázquez Humasqué, al frente del IRA en 1932-1933 y 1936, repitió insis-tentemente que la reforma no se podía apoyar en la mera extensión de cultivos (más bien había que retirar tierras marginales cultivadas inadecuadamente e inten-sificar otras) y sí en el desarrollo armónico de la ganadería, la riqueza forestal, etc.

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Cuanto más intenso el cultivo y más alta por tanto la produc-ción íntegra, más extensa y copiosa la difusión social de ésta, in-dependientemente del beneficio que le haya quedado al propieta-rio ... [mientras que] el rendimiento alcanza sus mayores valores cuando son insignificantes o nulos los gastos del cultivo. Se asien-tan, pues, los más altos rendimientos de las tierras aprovechables, en las producciones espontáneas de éstas, hecho que explica la pasividad de los propietarios de grandes fundos ante posibles y socialmente ventajosas roturaciones y aun ante instauraciones de regadíos.15

Ninguno de los ingenieros implicados en la reforma ignoraba la lógica del interés privado (igual que por su propia formación tam-poco desconocían los condicionantes agroclimáticos que limitaban la producción y el empleo), pero el conflicto con el interés social, con un alto coste de oportunidad política, les llevaba a apostar por un modelo de desarrollo centrado en la difusión de la pequeña ex-plotación (sin descartar la explotación colectiva).

La vía de parcelación escogida se había ensayado en Andalucía al acabar la primera guerra mundial: «Nosotros hemos visto mu-chos cortijos parcelados voluntariamente en tierras del Mediodía ... muchos pueblos han hazeado tierras después de 1918 ... Cuando no hay tempero para el trabajo en la gran propiedad, tampoco lo habrá para la pequeña ... pero la pequeña parcela en manos del bracero reduce el barbecho limpio y aumenta el ganado de renta semiesta-bulado...», decía Vázquez Humasqué (1931: 42-43; 1934).

La lógica económica de la opción por la pequeña explotación era, pues, la del cultivo de pobres, donde el factor productivo que abunda-ba era el trabajo. En economías poco capitalizadas la obtención de buenos rendimientos se podía conseguir a costa de «un trabajo perso-

15. Alcaraz (1931: 35; 1932:15); énfasis en el original. Para Alcaraz el rendi-miento era el cociente entre producto líquido y los gastos efectuados, proporción que variaba en razón inversa de la intensidad del cultivo.

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nal muy persistente», como había argumentado el Instituto de Refor-mas Sociales al referirse a labradores modestos sevillanos:

El maíz en secano se funda esencialmente en sembrar muy es-paciado y conservar la humedad en el suelo a fuerza de continuadas labores superficiales. Esta continuidad en las labores representa cuantiosos gastos para el agricultor en gran escala, y se acopla muy bien a las posibilidades del pequeño cultivador. Se trata, pues, de un cultivo de pobres, sin que ello suponga una exclusión absoluta para que puedan lograr ganancias en él los grandes hacendados (Institu-to, 1921: 158).

Lo que no «salía a cuenta» en los cortijos,16 sí era rentable en las pequeñas parcelas de los ruedos no sólo por la cantidad o calidad del trabajo familiar incorporado sino también por los aportes de es-tiércol doméstico fácilmente transportados desde el pueblo al ir a trabajar. otra cosa, como explica López Estudillo, son las posibili-dades de su generalización a los diversos espacios latifundistas, si se advierten las restricciones de una agricultura orgánica, las for-mas consolidadas de poblamiento (no tenía sentido ir a colonizar desiertos como en la ley de Colonización de 1907) y/o los proble-mas de demanda que pudiera haber para productos secundarios, «barbecheros», tales como leguminosas, maíz, remolacha, algo-dón... (López Estudillo, 2008: 274).

Entre las evidencias empíricas en favor de la productividad de la pequeña explotación pueden citarse la disminución del barbecho blanco en Andalucía,17 los índices de producción ganadera en rela-

16. Para el cálculo de las operaciones no indispensables, Martínez Alier (1968: 219-284). Con todas las imprecisiones que lleva aparejado este tipo de cálculos, la producción de la agricultura latifundista de la Campiña cordobesa en 1960 se incrementaría en un 12 por 100 sin más que utilizar el trabajo de los para-dos, p. 283.

17. Si por debajo de 5 hectáreas el porcentaje de tierra que se deja en barbe-cho blanco era del 7,6 por 100, según datos del censo de 1962, en las superiores a

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ción directa con la parcelación o, de forma más general, la conocida relación establecida por Berry y Cline en 1976, una relación inversa entre el tamaño de la explotación y la productividad de los factores. Según apunta el informe reciente del Banco Mundial (2008: 75), «esta relación inversa es una motivación poderosa para la imple-mentación de políticas de acceso a la tierra que redistribuyan hacia los pequeños propietarios, aumentando tanto la eficiencia como la equidad».

Al igual que años después el Banco Mundial, los reformistas de la República confiaban en el potencial de la agricultura, deri-vado de la productividad de las pequeñas explotaciones, para con-tribuir al desarrollo y a la reducción de la pobreza (Banco Mun-dial, 2008: 7). Es lo que se expone en el diagrama de la página siguiente.

Se pueden apreciar dos niveles, el primero indicado con cuadra-dos en la parte superior del diagrama, donde la reforma agraria apa-rece con sus dos objetivos principales de disminuir las desigualda-des sociales y aliviar el paro a base de intensificar la producción agraria; indirectamente se lograría corregir la baja densidad demo-gráfica de algunas zonas rurales y aumentar la demanda derivada de la distribución más equitativa de la renta. El modelo de desarro-llo estaba centrado, pues, en una demanda interior sostenida gracias al doble aspecto, técnico y social, de la reforma agraria y también por la coyuntura de la crisis internacional, que impedía no sólo la salida habitual de la emigración sino que potenciaba el retorno de los emigrantes; de hecho, de 1930 a 1936 la población aumentó en cerca de 2,3 millones, un 10 por 100 de la población de 1930 (Ma-luquer, 2008: 151). Se dejan de lado aspectos de la crisis como la caída de las exportaciones agrarias y de las remesas de emigrantes

500 se llega al 18,4 por 100, Martínez Alier (1968: 281). En 1934 el barbecho blanco del cortijo cordobés era del 35 por 100; la evolución del 93 por 100 de barbecho blanco en 1752 a cero en 1970, en López Estudillo (2008: 273).

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que potenciaban la salida endógena de la crisis. Los círculos de la parte inferior del diagrama explican la forma de atender esa deman-da de más y mejor alimentación de acuerdo con «la dirección fun-damental de la agricultura española» expuesta por Flores de Lemus y con las posibilidades de la agricultura orgánica o inorgánica (ejemplo de abonos minerales). Este esquema tuvo en la práctica varias relaciones fallidas, las más destacadas las que afectaban a la reforma fiscal y a la disponibilidad del cré dito.

Los planes de aplicación de los ingenieros encargados de la re-forma sugieren diversos eslabonamientos sobre la economía local gracias a la demanda de manufacturas, servicios y bienes diversos de capital que tenían que ser ofertados por la agricultura y la indus-tria rurales: aparte de más ganado, se necesitaban más carros (como confirman también otras fuentes), más y mejores cercas, tejados, a veces pequeños puentes, etc. Se han simplificado relaciones para no hacer más complejo de la cuenta el diagrama, pues cabría in-dicar doble dirección en algunas que expusieran las ventajas del círculo virtuoso: por ejemplo, al mismo tiempo que se ofertaban medios de producción crecía la demanda de bienes de consumo in-dustriales o rurales.

Las posibilidades de mejora de la gran explotación afectaban a todos los sectores de la actividad agraria (Robledo, 2008). Lo co-rroboran una y otra vez no las quejas genéricas de los regeneracio-nistas sino los testimonios precisos de los administradores de patri-monios que vamos conociendo; una muestra entre muchas:

Regreso de visitar Sagrajas y crea que vengo muy mal impresio-nado ... carece de todo género de vivienda para los ganaderos, ni fija ni provisional, ni siquiera un chozo.

No hay una sola majada de cochino, ni mediana ni mala ... tam-poco hay cobertizos para la cría del ganado lanar ... ni corrales para las vacas. Carece por completo de agua para la ganadería pues las charcas que hay no la tienen, ni están en condiciones. En una pala-

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bra, está desprovista de toda clase de elementos para su explotación racional...18

Las muestras que tenemos de los planes de aplicación de los in-genieros, por su propia naturaleza reformista, ofrecen más signos de optimismo que de lo contrario. Son precisas más investigaciones que concreten con más detalle la capacidad de disminuir el paro que tenía la reforma agraria aunque no se pudiera conseguir «el pleno empleo jornalero» (López ontiveros, Mata olmo, 1993: 148). Con este gráfico se pretende sólo exponer la coherencia del proyecto reformista que entrañaba la intensificación de trabajo pero también de capital (ganado, mobiliario mecánico, abonos...) en un contex- to de depresión internacional. Es una variante más del «modelo Ca-rrión»19 que para que funcionase necesitaba una seria implicación institucional en el asesoramiento técnico y en la disponibilidad cre-diticia, esta última, en forma de Banco Agrario. Ambos requeri-mientos, sobre todo el último, no estuvieron a la altura de las nece-sidades por la incidencia de varias restricciones.

restricciones Políticas y financieras

Durante las primeras semanas de la República, lo políticamente correcto, tal como se ha mencionado, era mostrarse partidario del cambio agrario, pero si pudo haber algo de interesada benevolencia con el reformismo republicano duró poco tiempo; es más, el repu-blicanismo al que se habían sumado las clases medias rurales en 1930-1931 sirvió perfectamente a sus intereses para desviar el im-

18. Carta a D. Antonio Cruz, 27 de agosto de 1933, Badajoz, AHN. Sección Nobleza. Fernán-Núñez, C 1713, D.1

19. García Delgado (1977); Pan Montojo (2007). El gráfico 3 está inspirado en la conferencia de Carrión en mayo de 1936 en el Ateneo, resumida en Agricul-tura, n.º 90, junio de 1936, pp. 387-388.

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pacto de la legislación social, primero, a la llegada de la República y, después, en septiembre de 1933, cuando los radicales formaron su primer Gobierno (Preston, 1986: 148-149; Townson, 1994: 198). A continuación se expone cómo la organización de los intereses en contra de la reforma llegó bastante antes de la presencia de la mino-ría agraria a las Cortes y tuvo una doble expresión: movilización política por un lado y reacción económica por otro.

Casi al tiempo que se iniciaba el primer proyecto serio de reforma agraria, a las pocas semanas de pasada la euforia republicana, se po-nía en marcha la gran movilización conservadora del agro español: «¡El campo en pie!», «¡Alerta labradores!», «¡Aixecar el camp!» fue-ron los principales eslóganes.

Fue en Salamanca donde se situó el epicentro de aquel movi-miento que se anticipó semanas o meses a otras movilizaciones y cristalizó en el Bloque Agrario Salmantino, embrión de la futura CEDA. Gil Robles expuso a los pocos días de las elecciones que el Bloque Agrario, la organización que más había combatido la políti-ca reformista del primer bienio, había sido una «organización de-mocrática» que había surgido «de abajo arriba» sin iniciativas per-sonales ni ambiciones.20

La consulta de las «Memorias» inéditas de Ernesto Castaño21 permite perfilar mejor la formación de aquella organización. Las principales afirmaciones de Castaño serían que el Bloque Agrario Salmantino reunía a todas las fuerzas de derechas «contando con el apoyo decidido del clero». Aún es más contundente cuando rebaja

20. «En torno al Bloque Agrario», La Gaceta Regional, 8 de julio de 1931, p. 8. Gil Robles (1968: 37-39). Para más detalle, Robledo, (2007).

21. Ernesto Castaño (1902-1986), principal impulsor del Bloque y guía de Gil Robles en el agrarismo político, fue entrevistado por Fraser (1979 II: 158-162; 310-312). En el Fondo depositado en el Arxiu Municipal de Barcelona se conser-va el documento inédito «El Bloque Agrario Salmantino. Recuerdos de mi vida» (firmado en Rodas Viejas en 1975); las citas que hago proceden de las páginas 12 y 29.

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la participación de los «humildes»: «Nuestra Federación disponía —teóricamente— de cien sociedades obreras con cinco mil afilia-dos, sólo quinientos eran obreros, el resto eran hijos de labradores, alevines de empresarios», y más adelante llega a comentar la vincu-lación de la Grandeza de España: «desde el día de su fundación el 7 de junio de 1931 ya figuran destacados miembros como las casas de Alba, de Fernán Núñez, del Infantado, de Tamames, el mismo mar-qués de Villagonzalo».

Con estos testimonios no queremos dar más argumentos a la te-sis de la subordinación del campesinado como instrumento de las elites, si bien se aproximan más a este extremo que al de la total autonomía del campesinado en sus motivaciones y organización. Entre esos extremos hay una gradación donde caben diversas acti-tudes, variables en el tiempo y en el espacio, aunque en el caso de esta movilización de «todos los salmantinos, ricos y pobres, fuertes y débiles», como decía Castaño con un alarde de populismo, no hay duda del objetivo de boicotear cualquier reforma que afectara al statu quo de la propiedad territorial. En resumen, con esta temprana movilización de principios de junio de 1931 se fue estrechando el margen de actuación del reformismo agrario, y aún lo sería más con la creación en septiembre de la Agrupación de Propietarios de Fin-cas Rústicas (APFRE). Cuando esta asociación celebre la Asam-blea en la primavera de 1933, la jaleada intervención del presidente Rodríguez Jurado («Yo acuso») mostrará lo lejos que se había avanzado en el recorrido de la intransigencia:

Señoras y señores: desde lo más íntimo de mi corazón agradez-co esos aplausos que vuestra bondad me tributa y los recojo y los acepto, no para mí, que nada valgo, significo ni represento, sino para transformarlos con mi fantasía en un magnífico ramo de flores de todos los jardines de España, que pongo en este momento a los pies de una mujer, de la esposa de un compañero nuestro, de un ad-herido a nuestras organizaciones, que hace pocos días en un pueblo

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extremeño, al ver invadido su domicilio por las turbas y ante las graves ofensas que dirigieron a su mujer, tuvo la ineludible necesi-dad de hacer fuego contra los asaltantes... (Bravo; grandes aplausos impiden oír las últimas palabras del orador. Una voz: Por ahí va- mos bien; ahí, ahí. otra voz: Hace falta tener conciencia y valor.) Vamos a ver si esa conciencia y ese valor podemos reflejarlos en nuestra actuación, fundamentando ésta en lo que ha pasado y en lo que debe ocurrir.22

La movilización política estuvo acompañada desde los primeros días de la Segunda República por un retraimiento de la inversión privada al resentirse las expectativas de beneficios; el fenómeno no se limitó al sector agrario, como ejemplifica la huida de capitales, si bien era en el campo donde más ostensible se hacía la decisión de no invertir, con el consiguiente riesgo que entrañaba la reacción ante los campos sin cultivar. En el informe que redactó en 1931 el notario de Carmona, se hace constar el retraso observado en las fae-nas del campo y se expone la «necesidad inmediata e inaplazable de sembrar y labrar las tierras en el año actual en el que ya debían estar empezándose a preparar los terrenos para la próxima siembra, lo que no se hace por los labradores, dada la incertidumbre que pro-duce el actual estado de cosas, con perjuicio evidente para la econo-mía general y local, y sobre todo para las clases asalariadas» (Cole-gio de Notarios,1931: 92).

Algo más tarde el informe del gobernador general de Extrema-dura, el gallego Peña Novo, se hacía testigo de la disminución de cultivos, que él estimaba en una quinta parte:

Antes, todos los propietarios y arrendatarios dedicaban gran parte de sus utilidades a mejorar y ensanchar las explotaciones, re-novando cultivos, plantando olivares, descuajando monte bajo, ha-ciendo limpias, cercas y edificaciones rurales, desde el advenimien-

22. Economía Española, n.º 3, marzo de 1933, p. 89.

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to de la República se han paralizado en absoluto estas mejoras, ya por resistencia a la República, ya por temor a las expropiaciones de la ley agraria, limitándose a realizar solamente las labores indispen-sables.23

A lo largo de todo el período republicano encontraremos testi-monios similares que remiten fundamentalmente a un problema de expectativas económicas (alzas salariales, inseguridad jurídica de la reforma, etc.), si bien existía también la motivación de utilizar la falta de inversión como castigo social para quien no le había vota-do. La radicalización, claro, no era sólo la de los propietarios; los campesinos ya no estaban como para aceptar, en palabras de Alca-raz, hoy bien llamativas, «musulmanas conformidades» y los pro-cesos de invasiones de fincas en enero de 1933 para ocupar los bar-bechos por su cuenta desconcertaron a Vázquez Humasqué, que aireaba la ley agraria en la mano (Riesco, 2006: 147-156). No era ajeno a estos movimientos el giro de Largo Caballero, convertido en el «Lenin español» y atrapado de alguna forma en un círculo vi-cioso que en poco favorecía la estabilidad republicana (Fuentes, 2005: 238). El fin de la República de Weimar y el ascenso de Hitler tampoco ayudaban precisamente a mostrar fidelidad reverente a la democracia, pero cabe sospechar que tal giro habría sido más difícil de sostenerse en caso de no haber boicoteado las clases conserva-doras las disposiciones reformistas (jurados mixtos, entre otras).

En suma, la reforma agraria planteada para resolver un proble-ma secular que había heredado la República tuvo que actuar hasta 1936 como arma defensiva para frenar la reacción anti-reforma y aliviar el problema del paro provocado en parte por el anuncio de la reforma. A eso respondieron los decretos de laboreo forzoso que no perseguían mejoras técnicas ni afrontar «la necesidad urgente de que se solucione mediante adecuadas fórmulas jurídicas el proble-

23. AHN. Sección Político-Social Madrid, legajo 695.

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ma planteado por las grandes extensiones de tierras incultas» sino, simplemente, que se siguiera cultivando a uso y costumbre del buen labrador como hasta entonces (orden Circular de 12 de mayo de 1931). El carácter puramente defensivo de la reforma vuelve a mos-trarse en los decretos de intensificación de cultivos. Más que una acción revolucionaria, como pretendían los representantes de los propietarios en el Consejo del IRA, se trataba de un acto dirigido a encauzar la violencia provocada por el desahucio de colonos; algu-nos vocales lo calificaron más bien de «un acto con tra rre vo lu cio na-rio».24 La aplicación de estas medidas correctivas es una explica-ción razonable del mantenimiento de la producción agraria.

La temprana organización de las fuerzas conservadoras en el verano de 1931, el boicot parlamentario de la minoría agraria, la organización de la patronal agraria y, por supuesto, la victoria con-servadora en noviembre de 1933, constituyen la explicación más importante del freno del proyecto de reforma agraria, pero no deben olvidarse las contradicciones y los defectos de quienes aparecían como valedores de la reforma, por ejemplo, las diferencias de crite-rios que tenían los partidos de la coalición gobernante sobre la apli-cación de la reforma, como testimonian la dimisión de Vázquez Humasqué, las pugnas dentro de la coalición25 o la deficiente solu-ción del problema social cuando se exageraba el inmenso potencial agrario español.26

24. Acta IRA, 7-VI-1933, p. 17. AHN. Sección Guerra Civil. Véase también la intervención de M. Domingo en Boletín del Instituto de Reforma Agraria, n.º 13 (1933), p. 612.

25. Un análisis detallado sobre el diferente papel de la reforma agraria en los programas de los partidos, en Vallejo (2008).

26. El «ilustre escritor» Cristóbal de Castro, entrevistado en 1931, se refería, para explicar la ética y la aritmética del latifundio, a los 31 millones de hectáreas sin cultivo, «tierras sin hombres», objeto de potencial reparto, Castro (1931: 137). El libro incorpora las felicitaciones, entre otros, de Melquíades Álvarez, Ángel os-sorio, Gregorio Marañón y L. Jiménez Asúa. Fue Vázquez Humasqué quien dis-crepó de los cálculos de este publicista y advirtió del laboreo abusivo y de los

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Como reflejo tanto de la hostilidad de las fuerzas conservadoras como de las diferencias y divisiones del republicanismo y del so-cialismo (por no hablar del hostigamiento de la CNT contra el Esta-do republicano) no es extraño que la reforma adoleciera de restric-ciones financieras para acometer proyectos ambiciosos. La ley de septiembre de 1932 contemplaba en su base 23 la creación de un Banco Nacional de Crédito Agrícola, pero la reforma, en lo que se refería a asentados temporales, siguió dependiendo del Servicio de Crédito Agrícola, con la misma rigidez en la concesión de présta-mos que otras instituciones privadas.27 Por otra parte, el Banco Agrario naufragó en las aguas del Consejo Superior Bancario, en expresión de Velarde; fue Bernis el encargado de redactar el infor-me en el que se descalificaba la reforma agraria pues «una política económica basada en el préstamo, la seguridad de la garantía, no es compatible con la inseguridad siempre abierta de que las garantías desaparezcan del patrimonio de los deudores».28

Disponemos de un estudio cualificado de cómo, pese a estas restricciones, se podía abordar una reforma con expropiación. Váz-quez Humasqué, sin ninguna responsabilidad ya en el IRA, planteó en la primavera de 1934 la extensión de la reforma que permitiera «la liberación económica del bracero dándole acceso a una parcela que le asegurase en jornales 600 pesetas anuales» (Vázquez Hu-masqué, 1934). Inicialmente se proyectaba solucionar el asenta-miento de 407.000 obreros, lo que exigía en torno a 4 millones de hectáreas (columna 5 del cuadro 1). Confiando en que «los nuevos regadíos en marcha y las obras públicas de ejecución ininterrumpi-

montes descuajados dando lugar a una breve polémica; Cristóbal de Castro consi-deraba a V. Humasqué el «agrónomo desconocido» y quitaba protagonismo a los técnicos para resolver el problema agrario, ABC de Sevilla, 3 de enero de 1931, p. 23; 31 de enero de 1931, p. 15, y 7 de febrero de 1931, p. 15.

27. Varios ejemplos en Robledo (1996), pp. 275-277.28. Consejo Superior Bancario (1933), pp. 19, 20, 34; Robledo (2008); Fer-

nández Pérez (1984).

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da» dieran empleo a parte de esos obreros, V. Humasqué reajustaba las previsiones de asentamientos a 245.000 obreros en diez años. No hay lugar para detallar los cálculos. El total de gastos ascendía a 1.180 millones de pesetas (en los diez años), de los que un 70 por 100 aproximadamente era capital de explotación para los asentados y el 30 por 100 restante para indemnización a los propietarios de 2.258.000 hectáreas, una cantidad máxima de 118 millones de pe-setas por año que parecía asumible teniendo en cuenta un presu-puesto de gastos de algo más de 4.000 millones de pesetas.

Con estas estimaciones no se cerraba el horizonte reformista de Vázquez Humasqué, que siempre incluyó en su programa la con-versión de los pequeños colonos en propietarios, la inversión en ganadería y la repoblación forestal. Hay tres aspectos en la exposi-ción de V. Humasqué sobre los que conviene llamar la atención. El primero es que había que rebajar el número de asentados a la mitad aproximadamente para que el esfuerzo presupuestario resultara via-ble. En segundo lugar, la inversión en capital era mucho más im-portante (más del doble) que en la tierra. En la indemnización al propietario, la tierra se desvalorizaba, seguramente por motivos presupuestarios, pero también porque Vázquez Humasqué pensaba que ya había disfrutado de plusvalías por el elevado precio de la tierra alcanzado desde principios de siglo y, sobre todo, porque para pagar la tierra a precio de mercado no hacía falta reforma. Final-mente se trataba de un proyecto a medio plazo, un tiempo político que seguramente marchaba desacompasado del tiempo social.

ePílogo. réquiem Por el camPesino esPañol

«Ambas clases están íntimamente convencidas de que sólo el aniquilamiento de la clase contraria puede resolver el problema.» De este modo expresaba su temor y perplejidad el gobernador ge-neral de Extremadura, el gallego Peña Novo, a su llegada a la pro-

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vincia de Badajoz en 1932. Es cierto que la evolución de las organi-zaciones políticas no iba a aliviar, ni en España ni fuera de ella, «el odio irreconciliable y a muerte entre la clase obrera y patronal» ob-servado por el gobernador. Sin embargo, el movimiento campesi - no más importante, la gran ocupación de fincas del 25 de marzo de 1936, fue todo lo contrario al episodio de una revolución desenfre-nada. Es decir, la reforma agraria del Frente Popular no puede inter-pretarse de modo fatal como la caída imparable hacia el precipicio de la guerra civil.

Como durante este período la intensificación de la reforma acudió al procedimiento de las ocupaciones temporales bien podría decirse que hasta julio de 1936 la reforma no tuvo apenas incidencia como reforma distributiva que disminuyera el elevado grado de concentra-ción de la propiedad; otra cosa es la alteración que sufrió la distribu-ción de la renta al subir salarios y bajar la renta de la tierra, amén de la pérdida de las rentas políticas. A la vista del violento escenario que se abre en julio de 1936, la historia de la reforma agraria en España se nos antoja la historia del éxito conservador en su obstrucción y la del rigor del castigo para quienes fueron sus beneficiarios o iban a serlo. En el balance, hubo mucha más represión que reforma.

Una primera aproximación es la que se ofrece en el cuadro 2, en el que presento cifras que no suelen ir juntas, las de los asentados y las de los asesinados, aunque no pueda establecerse correlación en-tre ellas. Cualquiera que haya intentado calcular, aunque sea de for-ma aproximada, el número de desaparecidos o asesinados sabe de las dificultades, la provisionalidad del cálculo y la seguridad de que cualquier estimación peca por defecto, mucho más cuando sólo se dispone de investigaciones parciales y, en algunos casos, sin actua-lizar desde hace tiempo. Dicho todo esto, de los 129.462 asesinados que se han estimado propios de la represión franquista, la mitad aproximadamente pertenecería a la España latifundista.

Se trata de provincias mayoritariamente en poder de los suble-vados a las pocas semanas del golpe, donde la aplicación de los

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bandos de guerra o de otros procedimientos proporciona cifras de asesinados que casi diezmaban a veces la población activa agraria. Éste es un tema de suficiente entidad como para no despacharlo en unas líneas, pero del que al menos hay que dejar constancia para no quedarnos en una visión incompleta de la reforma...

No tiene sentido establecer correlaciones entre asentados (segu-ramente fueron algunos más de los que figuran en el cuadro 2) y asesinados, pues los datos no lo permiten y no muestran nada signi-ficativo en un análisis de regresión. Ahora bien, teniendo en cuenta el programa de los sublevados y la estructura productiva y social de las provincias latifundistas, no resulta extraño que las víctimas ma-

cuadro 2. Reforma agraria y represión(1)

Asentados (marzo-julio,

1936)

(2)Asentados/

jornaleros %

(3)Asesinados

(4)Asesinados/

población activa agraria %

Almería 373 0Granada 195 0,4 5.048 3,6Jaén 693 2 3.040 2,0Málaga 7.000 5,9Cádiz 1.626 3 3.071* 4,0Córdoba 5.300 11 9.579 7,1Huelva 1.849 10 6.019 9,3Sevilla 2.070 4 11.694 8,3Badajoz 49.809 84 6.718* 4,2Cáceres 31.388 84 1.680 2,2Salamanca 2.570 12 1.000 1,4Albacete 1.794 10,2 1.600* 3,0Ciudad Real 6.219 25 1.557* 1,7 Toledo 10.153 31 3.826 3,3Total 113.666 22 62.205 4* Provincias investigadas parcialmente.Fuente: (1), Malefakis (1971: 433). (3) Espinosa (2009), salvo la cifra de Sala-manca, que es una estimación del autor. Los porcentajes de las columnas (2) y (4) se basan en las referencias del cuadro 1.

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yoritarias fueran jornaleros o campesinos. Lo que hace la investiga-ción es corroborar esta presunción. Según Cobo, los coeficientes de correlación entre número de víctimas y presencia jornalera se mue-ven entre 0,7-0,8 en Córdoba, Jaén y Sevilla; los actos de violencia cobraron especial intensidad en aquellas zonas donde había arrai-gado un sindicalismo de clase y donde se habían dado los mayores índices de conflictividad (Cobo, 2003: 307). La relación víctimas-reforma agraria se hace más consistente si se tiene en cuenta que la represión, pese a su desmesura y arbitrariedad, no acostumbró a per-donar a los cargos electos, jornaleros o no, que habían apoyado o aplicado a nivel municipal los decretos reformistas republicanos.

De todos modos, cuando se dispone de fuentes, se puede rela-cionar fehacientemente reforma agraria y represión, como ocurre con Bodonal de la Sierra, un pueblo de Badajoz que no llegaba a los 3.000 habitantes y que tuvo 83 víctimas, el 34 por 100 yunteros be-neficiados por la reforma, porcentaje que subiría al 80 si tenemos en cuenta, a escala local, a todos los campesinos —la mayoría jor-naleros— represaliados, tuvieran o no relación con la reforma.29

Bien es sabido que la muerte no fue la única sanción. A finales de enero de 1941, cuando ya había pasado la ola del asesinato indis-criminado, la población reclusa española ascendía, según fuente tan poco parcial en este caso como la Fundación Francisco Franco, a 230.481 personas, donde se incluyen penados con petición de últi-ma pena (5.317), penados con privación de libertad (97.437), pro-cesados (120.028) y detenidos (7.699).30 Dada la estructura de la

29. Espinosa (2007: 225-231). Tanto en este tema como en el del primer franquismo, que menciono al final del capítulo, me veo obligado a prescindir de citar obras para no desbordar la orientación de un trabajo centrado en la Segunda República.

30. Fundación Nacional Francisco Franco (1992: 55-56). La información acaba en manuscrito con «nombrar + jueces militares de la complementaria». La fuente ofrece también información para la semana siguiente, 4 de febrero (230.718 personas), si bien la evolución de los datos de penados, procesados y detenidos suscita varios interrogantes, según comunicación de P. Preston.

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población activa española, no es de extrañar que una parte sustan-cial de estos reclusos procedieran del mundo campesino...

Más de una vez se ha planteado lo tarde que llegaba ya la refor-ma republicana para cambiar las cosas y lo difícil que era resolver problemas propios de otra época (las «tareas pendientes de la revo-lución burguesa»). Como contraste, cabe plantear la fortaleza de la que hicieron gala otros para vencer dificultades, es decir, el tremen-do grado de coerción empleado con tanta decisión para que las co-sas volvieran a ser como antes de 1931.

La situación de los primeros años del franquismo permite una breve reflexión sobre la propuesta de teorema de Hirschman (1984: 286), según la cual un Estado sólo puede controlar dos de las tres variables, salida-voz-lealtad. Suprimida la voz y reforzada la repre-sión, sólo quedaba abierta la posibilidad de la salida, bien mengua-da por cierto. Fue a partir de la década de 1950 cuando se empezó a activar y durante 1960-1970 el vaciamiento del campo fue especta-cular. Valgan los ejemplos de Écija, que en esa década perdió el 29 por 100 de sus habitantes, Jerez de los Caballeros, el 42 por 100; Fuente obejuna, el 38 por 100; Valencia de Alcántara, el 37 por 100, o Azuaya, el 34 por 100.

Provincias con el 80-85 por 100 de población activa rural en el sector primario perdieron entre 40-60 puntos durante 1950-1991, lo que demuestra el carácter tardío y acelerado de la transformación española, si la comparación se establece no con países «periféri-cos» sino con Inglaterra y Gales, que la había efectuado durante 1700-1911, y con Francia, en 1921-1975 (Collantes, 2007: 262).

Aunque los programas políticos del PCE y del PSoE siguieran presos de las propuestas de reforma agraria hasta 1960 o incluso después, primero la represión y luego la emigración se encargaron de dejar obsoleto el principal debate en España desde los ilustrados cuando se acudía a la «natural justicia», como en 1766, para acce-der a la tierra: la cuestión agraria había terminado.

La consideración que cierra este trabajo tiene que ver con el ca-

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rácter coyuntural que atribuyo a la reforma agraria republicana. Ins-talados a principios del siglo xxi en la paradoja de una agricultura sin agricultores, con la geografía del hambre a una prudente distan-cia, a veces cuesta situarse en el período de entreguerras frente a los problemas derivados de unos muy bajos niveles de vida —hambre incluida— en buena parte de la España meridional. Se trataba ade-más de un mundo muy polarizado sociopolíticamente —lo que en-torpecía una acción pública reformista— pero del que no se podía prescindir. En tal contexto, no cabía una reforma ilustrada a medio o largo plazo para un «homo politicus», sin contagios ideológicos, al que a menudo pedían paciencia los dirigentes republicanos.

He tratado de demostrar la coherencia económica de la propuesta de parcelación e intensificación de la reforma que, por definición, buscaba corregir la desigualdad de la renta y los bajos niveles de vida, aunque diversas restricciones recortaran las interrelaciones que se ex-ponen en el gráfico 1. La duda que alguna vez se ha planteado, visto el inevitable descenso de la población agraria que acompaña al modelo de crecimiento económico, es qué sentido tenía mantener gente en el campo cuando al poco tiempo se iba a producir el gran éxodo rural. La reforma sin duda era una solución coyuntural, temporal, pero las solu-ciones temporales no dejan de ser soluciones y durante 1931-1936, en aquellos lugares donde hubo ocupaciones temporales, se aliviaron los problemas de los más débiles. A más largo plazo, la reforma iba en la dirección correcta, pues al poder contar con las capacidades e iniciati-vas de más personas —articuladas en un movimiento obrero y campe-sino con el asentamiento parlamentario de los partidos de izquierda— potenciaba una sociedad sin grandes desequilibrios sociales, es decir, de una equidad que era productiva.31 Cabría añadir también, a tenor de lo que se explica en los capítulos 11 y 12, que la reforma encajaba en la lógica de una economía orgánica avanzada.

31. Diversas reflexiones basadas en A. Sen y otros autores que apoyan este punto, en Gallego (2007: 49-50; 65-72); también, Tello (2005: 220-249).

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No podemos anticipar hoy por métodos científicos lo que sabre-mos sólo mañana, cuando ya es demasiado tarde para la predicción (Popper, 1961: 13). La desruralización no entraba en el horizonte reformista de 1931 y la crisis internacional y el bajo nivel de desa-rrollo industrial de España la hacían aún más inviable. Hoy bien sabemos lo que no iba a suceder con la aplicación de la reforma, aunque sus efectos duraran, pongamos, sólo quince años, hasta la llegada de la «revolución verde»: la catástrofe humana que signifi-có el franquismo. Las crónicas de la prensa inglesa sobre la Anda-lucía de los primeros años cuarenta («Starvation in south Spain. Poverty where land is richest») nos descubren o recuerdan aquel país de mendigos que esquivaban el hambre con la «delincuencia de la subsistencia», si es que la desnutrición no se cobraba antes sus víctimas (Del Arco, 2007: 291-328). La catástrofe social y econó-mica del primer franquismo (sin que esto suponga legitimar el se-gundo) sirve de algún modo para ilustrar la conocida tesis de A. Sen de que hambre y democracia son incompatibles. Es decir, como afirmaba Ruiz Funes en una cita que no me importa repetir, «la de-finitiva consolidación en España de una República democrática [era] la obra fundamental de la reforma agraria».

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