Carlos ALtamirano_ Para Un Programa de Historia Intelectual

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PARA UN PROGRAMA DE HISTORIA INTELECTUAL y otros ensayos por Carlos Altamirano )3KI Siglo veintiuno editores Argentina

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PARA UN PROGRAMA DE HISTORIA INTELECTUAL

y otros ensayos

por

Carlos Altamirano

)3KI Siglo veintiuno editores Argentina

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Índice

Siglo veintiuno editores Argentina s. a. TUCUMÁN 1621 r N (C1050AAG), BUENOS AIRES, REPÚBLICA ARGENTINA

Siglo veintiuno editores, s.a. de c.v. CERRO DEL AGUA 248, DELEGACIÓN COYOACÁN, 04310, Iv EXICO, D F.

Altamirano, Carlos Para un programa de historia intelectual y otros ensayos -

ed. - Buenos Aires : Siglo XXI Editores Argentina, 2005. 136 p. ; 19x14 cm. (Mínima)

ISBN 987-1220-27-8

1. Ensayo Argentino I. Título CDD A864.

Portada: Peter Tjebbes

© 2005, Siglo XXI Editores Argentina S. A.

ISBN 987-1220-27-8

Impreso en Artes Gráficas Delsur Alte. Solier 2450, Avellaneda en el mes de octubre de 2005

Hecho el depósito que marca la ley 11.723 Impreso en la Argentina — Made in Argentina

Presentación 9

1. Ideas para un programa de historia intelectual 13

2. Introducción al Facundo 25

3. Intelectuales y pueblo 63

4. José Luis:Romero y la idea de la Argentina aluvial 77

5. América Latina en espejos argentinos 105

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Presentación

He reunido aquí cinco ensayos de historia intelectual ar-gentina. Corno lo advertía Roger Chartier en un trabajo que tiene ya sus años, proponerse cuestiones de definición en el terreno de la historia intelectual es entrar en dificultades. "A las certezas lexicales de las otras historias (económica, social, política) la historié intelectual opone una doble incertidum-bre del vocabulari-Jque la designa: cada historiografía nacio-nal posee su proniaconceptualización, y en cada una de ellas diferentesnoCiori-es, apenas diferenciables unas de otras, en-tran eff -competencia". No era seguro tampoco, continuaba Chartier, que detrás de esas diferencias de lenguaje teórico hu-biera un mismo objeto de conocimiento, si bien era posible reconocer corno elemento común un vasto e impreciso domi-nio, que abarcaba el conjunto de las formas de pensamiento.]

Me parece que fue Hilda Sabato quien empleó por prime-ra vez entre nosotros —con el sentido aludido — este termino, en un artículo publicado en el número 28 de la revista Punto de vista: "La historia intelectual y sus límites". Examinaba allí el

Roger Chartier, "Intellectual History or Sociocultural History", en Domi-nick LaCapra y Steven Kaplan (eds.), Modem European Intellectual History, I t-haca, Cornell University Press, 1982, pp. 13 y 15.

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C) Carlos Altamirano Presentación 11

debate que por entonces removía este campo, donde se regis-

traba desde la segunda mitad de la década de 1970 una gran

renovación. Además de Metahistoria, de Hayden White, y La gran matanza de gatos, de Robert Darnton, en el centro de ese

debate se hallaba el volumen de ensayos que en 1982 habían

compilado Dominick LaCapra y Steven Kaplan con el objeto

de mostrar las nuevas perspectivas teóricas y los desarrollos de .

la investigación en la historia intelectual. El volumen, que lle-

vaba por título Modern European Intellectual Histmy, se abría con

el trabajo de Roger Chartier que citamos antes y tenía para sus

compiladores el carácter de un manifiesto, no porque "ofre-

ciera un mensaje o un programa compartido, sino porque des-

cubría un conjunto de cuestiones y preocupaciones comu-

nes".2 La compilación de LaCapra y Kaplan dejaba ver no sólo

la diversidad de planteos, estudios y orientaciones que podían

reagruparse bajo el signo de la historia intelectual, sino el eco

y la reelaboración del pensamiento francés postestructuralista

en los departamentos de humanidades del universo académi-

co norteamericano. Michel Foucault y Jacques Den-ida eran

los más citados y sólo Freud iba a la par.

Enti=122weitér-ming "historia intelectual" indica un

c_ázpólezsio14 2assi zm 10 lina o unasubdiscipli-

AunqUe inscribe sú labor dentro_ de la histoi-iCliála, su

et.CICIórié:S:táen rFce los 1 materiales quetrabaja, por el modo rique los interroga o por

las facetas que explora en ellos) cruza el límite y se mezcla con

otras disciplinas. Su asunto es el pensamiento, mejor dicho el

trabajo del pensamiento en el seno de experiencias históricas.

Ese pensamiento, sin embargo, únicamente nos es accesible

en las superficies que llamamos discursos, como hechos de dis-

2 Dominick LaCapra y Steven Eaplan, Prefacio a Modern European..., cit., p. 7.

curso, producidos de acuerdo con cierto lenguaje y fijados en

diferentes tipos de soportes materiales. Dentro de los varios

horizontes teóricos que conoce hoy la historia intelectual, Io

que tienen en común sus distintas versiones es la conciencia

de la importancia del lenguaje para el examen y la compren-

sión histórica de las significaciones. De ahí que se asocie la ac-

tivación de este campo de estudios con el llamado "giro lin-

güístico" de las disciplinas del mundo social.

No creo que el objeto de la historia intelectual sea resta-1

blecer la marcha de ideas imperturbables a través del tiempo.

Por el contrario, debe seg-uirlasanizarlas en los conflictos

ylósciebateszilansL-turbaciones y los cambios de sentidoi

Aue les hace sufrir su aso por la historia. Las ideas, envueltas1

Como están en las contingéncilsd¿las pasiones y los inTereél, t se alteran, y, como,ha escrito Jean Starobinski: "se hacen más

sutiles o se exaltan; se „hacen obedientes o se vuelven locas, y

sobre todo, ya contaminadas por ideas extranjeras, ya retoma-

das por nujev6Éóí-izaciores, ya adaptadas a las circunstancias

por lolhombres de acción, conforman la historia y son ense-

guida deformadas por ella".3 Una perspectiva pragmática no es

pues menos necesaria que la buena filología en este terreno.

Por último, dos palabras sobre los ensayos incluidos en es-

te volumen. Salvo el último, que es inédito, los demás han co-

nocido una versión anteriorya publicada.4 Estos fueron revi-

Ivijneggyieu,154~,-,EGL.1939, P.P- 22 23_ 4 Referencias: los artículos "Ideas para un programa de historia intelectual"

y "José Luis Romero y la idea de la Argentina aluvial" fueron publicados por

primera vez en Prismas. Revista de historia intelectual, n2 3 (1999) y n2 5 (2001),

respectivamente. La "Introducción al Facundo" pertenece a la edición que

la editorial Espasa Calpe hizo de la obra de Sarmiento en 1993; "Intelectua- A les y pueblo" formó parte del volumen colectivo La Argentina en el siglo xx, Buenos Aires, Ariel, 1999.

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sados y corregidos. Respecto de la concepción que los orien-ta, no voy a repetir lo que digo en el primero de ellos. Como se verá, trato en cada caso de ubicar las significaciones anali-zadas en contextos más amplios, pues ellas no se producen ni circulan en el vacío social. La introducción al Facundo retoma el texto que escribí en 1994 para una edición popular de esta obra. En su primera versión, como en la actual corregida y al-go ampliada, he buscado mostrar que la inserción del texto de Sarmiento en la historia no implica la renuncia a su lectura in-terna. El tercer ensayoy el quinto exploran algunos tópicos de la cultura intelectual argentina: argumentos y relatos (mi-croargumentos y microrrelatos, frecuentemente) donde se en-tretejen elementos del entendimiento y la sensibilidad, de la percepción y lo imaginario. El dedicado a José Luis Romero ofrece una interpretación de los trabajos que el historiador consagró a la Argentina; situándolos en relación con la ensa-yística sobre el , carácter nacional.

1 Ideas para un programa de historia

intelectual

Es sabido que la historia intelectual se practica de muchos

modos y que no hay, dentro de su ámbito, un lenguaje teórico o maneras de proceder que funcionen como modelos obliga-dos ni para analizar sus objetos, ni para interpretarlos —ni aun para definir, sin„teferencia a una problemática, a qué objetos conceder priinaclaDesde este punto de vista, el cuadro no es muy difereutedel que se observa hoy en el conjunto de la prácticakistoriográfica y, más en general, en el conjunto de dis-ciplinas que hasta ayer designábamos como ciencias del hom-bre, donde reina también la dispersión teórica y la pluralización de los criterios para recortar los objetos. Más aun: puede de-cirse que la diseminación y el apogeo que conoce en la actuali-dad la historia intelectual no están desconectados de la erosión que ha experimentado la idea de un saber privilegiado, es de-

cir, de un sector del cono-cimiento que obre como fundamen-

to para un discurso científico unitario del mundo humano. Se puede juzgar que este estado de cosas es provisional y

confiar en que el futuro traerá un nuevo ordenamiento; o se lo puede celebrar, resaltando las posibilidades que crea la emancipación de todo criterio de jerarquía entre los saberes. Decir, por ejemplo, como dice el historiador Bronislaw Bacz-ko, que el tiempo de las ortodoxias está caduco y que eso abre, "por suerte", una nueva época, "la época de las herejías ecléc-

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14 Carlos Altamirano Ideas para un programa de historia intelectual 15

ticas".1 Pero, se lo celebre o se lo imagine sólo como un esta-do interino que está en busca de un paradigma o de una nue-va síntesis, el hecho que no puede ignorarse es esa pluralidad de enfoques teóricos, recortes temáticos y estrategias de inves-tigación que animan hoy la vida de las disciplinas relativas al mundo histórico y social, entre ellas la historia intelectual.

El reconocimiento de este paisaje más proliferante que es-tructurado es el punto de partida de nuestra presentación. Destinada a alegar, es decir, a citar y traer a favor de un pro-pósito, como prueba o defensa, algunos hechos, argumentos y ejemplos, no tiene otra pretensión que la de esbozar un pro-grama posible de trabajo que comunique la historia política, la historia de las elites culturales y el análisis histórico de la "li-teratura de ideas", ese espacio discursivo en que coexisten los diversos miembros de la familia que Marc Angenot denomina géneros "doxológicos y persuasivos".2 Como postulado gene-ral, no hallo mejor base para un programa así que esta afirma-ción de Paul Ricoeur: "Si la vida social no tiene una estructu-ra simbólica, no es posible comprender cómo vivimos, cómo hacemos cosas y proyectamos esas actividades en ideas, no hay manera de comprender cómo la realidad pueda llegar a ser una idea ni cómo la vida real pueda producir ilusiones...". El propio Ricoeur refuerza después su afirmación con otra, a la que da forma de pregunta: "¿Cómo pueden los hombres vivir

estos conflictos —sobre el trabajo, sobre la propiedad, sobre el dinero, etc.— si no poseen ya sistemas simbólicos que los ayuden a interpretar los conflictos?".3

1 Bronislaw Baczko, Los imaginarios sociales, Buenos Aires, Nueva Visión, 1991, p. 25. 2 Marc Angenot, La parole parnphletaire, París, Payot, 1982.

Ricoeur, Ideología y utopía, Buenos Aires, Gedisa, 1991, p. 51.

La historia política experimenta desde hace ya unos años un verdadero renacimiento, dentro del cual hay un interés re-novado no sólo por las elitesolíticas, simtambieri_por las eli tes intelectuales. Refiriéndose a ese renacimiento de la histo-ria política,Jean-Francois Sirinelli ha escrito que su riqueza descansa en la "vocación por analzar comportamientos colec-

tivos diversos, desde el voto a los movimientos de opinión, y.

por exhumar, con fines todo el zócalo: icleasCul-

turas mentalidades".4 Es en el marco de esa vocación globali-

zante donde, de acuerdo con el mismo Sirinelli, hallaría su lu-gar una historia de los intelectuales. Pero el estudio histórico de éstos, de sus figuras modernas y de sus "ancestros", se ha desarrollado también por otra vía, la de la, sociolo_la 4e la cul-tura, sobre todo con el impulso de la obra de Pierre Bourdieu

y sus discípulos..,,,

to del nt-f4impulso de la historia política como de los

instrumentos de fOoliología de las elites culturales debería

beneficiar pe -MIT-historia intelectual que no quiera ser histo-

ria puKmente intrínseca de las obras y los procesos ideológi-cos, ni se contente con referencias sinópticas e impresionistas

a la sociedad y la vida política. Ahora bien, como ha escrito Dominick LaCapra, "la historia intelectual no debería verse como mera función de la historia social". Ella privilegia cierta

clase de hechos —en primertérmino los hechos de discurso-,. porque éstos dan acceso a un desciframiento de la historia que

no se obtiene por otros medios y proporcionan sobre el pasa-

do puntos de observación irremplazables. En el caso del programa que trato de acotar, los textos son

ya ellos mismos objetos de frontera, es decir, textos que están

4 Jean-Francois Sirinelli, Intellectuels et passions francaises, París, Fayard, 1990,

p. 13.

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en el linde de varios intereses y de varias disciplinas: la histo-ria política, la historia de las ideas, la historia de las elites y la historia de la literatura. El contorno general de ese dominio en el ámbito del discurso intelectual hispanoamericano.ha si-do trazado muchas veces, y basta citar algunos de sus títulos clásicos para identificarlo rápidamente: el Facundo, de Sar-

t miento; "Nuestra América", de Martí; el Ariel, de Rodó; la Evo-lución política del pueblo mexicano, de Justo Sierra; los Siete ensa-yos de interpretación de, la realidad peruana, de Mariátegui; Radiografía de la pampa, de Martínez Estrada; El laberinto de la soledad, de Octavio Paz. - En su Indice crítico de la literatura hispanoamericana, Alberto Zum Felde colocó esa zona bajo la enseña de un género —el ensayo—jel volumen que le consagró lleva por subtítulo "Los

- ensayistas". No creo, sin embargo, que todos los escritos que se sitúan en ese sector fronterizo puedan, a la vez, agruparse como exponentes o variantes del ensayo, por elástica que sea la noción de este género literario. Nadie dudaría, por ejem-plo, en situar los discursos de Simón Bolívar en esa zona de linde. Pero ¿qué ventaja crítica extraeríamos llamando "ensa-yos" a textos que identificamos mejor como proclamas y ma-nifiestos políticos? Sería preferible hablar de "literatura de ideas". ---"Se acostumbra también a registrar ese conjunto de tipos

textuales bajo el término "pensamiento", lo que se correspon-de, sin duda, con el hecho de que tenemos que vérnosla con

textos en que se discurre, se argumenta, se polemiza. En efec-to, ¿cómo considerar sino como objetivaciones o documentos del pensamiento latinoamericano —al menos del pensamien-to de nuestras elites— textos como los mencionados? Sin em-bargo, cuando se define de este modo el ámbito de pertenen-cia de esos escritos, lo regular es que se los aborde pasando por sobre su forma (su retórica, sus metáforas, sus ficciones),

Ideas para un programa de historia intelectual 17

es decir, por sobre todo aquello que ofrece resistencia a las operaciones clásicas de la exégesis y el comentario. Si aun el menos literario de los textos ha sido objeto del trabajo de su puesta en forma, si no hay obra de pensamiento, por consa-grada que esté a un discurso demostrativo, que .escape a la mezcla y, así, a las significaciones imaginarias, ¿cómo olvidar

todo esto. al tratar con los escritos que suelen ordenarse bajo

el título de. ensamiento latinoamericano? Esteban Echeverría, el pensador y poeta con cuyo nombre

se asocia el comienzo Cietázericanismo intelectual y literario

en,...g1Ríodela Plata, nos proporciona la posibilidad de ilus-trar rápidamente este punto. Es frecuente que Echeverría se refiera a la realidad americana mediante imágenes que evo-can lo corporal. En 1838, en el texto que rebautizará.después

como Dogma Socialta, enuncia una de las fórmulas más cita-das de su ameriCákánan: "Pediremos luces a la inteligencia eu-ropea, pero con ciéfiiIcondiciones. [...] tendremos siempre un ojo clayadó éri el progreso de las naciones, y otro.en las en-trariág.te nuestra sociedad".5 Algunos arios más tarde, en la Ojeada retrospectiva sobre el movimiento intelectual en el Plata, la imagen orgánica se,repite: "Nttestrorn~ocle„-obsentación está aquí---escribe-,_,Jo_palpamos...». sentimos~alpitar, pode. mos observarlo estudiar su organismo y sus condiciones de vi- - da (p, 195).

Esta imaginería, entendida sólo como un modo de hablar, dio lugar a una primera y básica interpretación/paráfrasis del

americanismo echeverriano: por un lado las "luces": el saber, 1a ciencia europeos; por el otro, la realidad local: nuestras cos-

5 Esteban Echeverría, Dogma Socialista, Obras escogidas, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1991, pp. 253-254. Todas las citas de Echeverría remiten a esta edición.

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tumbres, nuestras necesidades. El encuentro, o la síntesis, de esos dos factores resume el programa de una elite moderni-zante que cree descubrir en el historicismo a7asa- 11-"TerajoiiréTrélriáMáérierácWg anterio- generacion de la revolución y la independencia. Puede aña-dirse aun que la equiparación de la sociedad con un cuerpo, y con un cuerpo visto como campo de estudio, se inspiraba en un modelo de conocimiento cuyo nacimiento era todavía re-

ciente: el de la clínica científica moderna. Pero si la palabra "entraña" evoca el cuerpo, no lo evoca

como paradigma de unidad y proporción, según una vieja re-presentación de la armonía social, sino como materia viva y como cavidad. Se trata de un cuerpo que envuelve un interior: el mundo oscuro, aunque palpitante, de las vísceras. Lo que hay que aprehender nos lleva hacia ese interior (a "las entra-ñas de nuestra sociedad"), es aquello que hay que "desentra-ñar". Desentrañar es sacar las entrañas, pero también llegar a conocer el significado recóndito de algo. Ese organismo que era la sociedad americana, al que se podía palpar y al que se sentía palpitar, encerraba, pues, un secreto que debía ser des-cifrado.

Ahora bien, si volvemos al enunciado en que Echeverría resumió su programa americanista, ¿cómo pasar por alto ese lenguaje en que lo próximo, lo que está aquí —las costumbres y las tradiciones propias—, aparece figurado en términos de

un núcleo vivo, pero oculto? Lo más inmediato es mediato, po-dríamos decir, o sea, está mediado por una envoltura externa, mientras lo lejano, lo mediato —las "luces de la inteligencia europea"— parece darse sin mediaciones. Más aún: ¿cómo sus-traerse al encadenamiento de sentido que va de las "entrañas" de la sociedad a El matadero? En este relato Echeverría nos ofrece, con el espectáculo de un mundo brutal y primitivo de matarifes, carniceros y achuradoras que se disputan las vísce-

Ideal Para un programa de historia intelectual

"99

ras, lo que a sus ojos es la verdad social y política del orden ro-sista. El "foco de la federación estaba en el Matadero" (p_ 139), escribe al concluir el relato. El foco, es decir, el centro, el nú-cleo, las entrañas, en otras palabras, de la federación rosista. Podríamos agregar, entonces, que aquello que el autor del

- Dogma Socialista define como las "entrañas", y que se compro-n-lete a escrutar, no se asocia únicamente con lo desconocido, aun ue próximo, sino am es hostil.

Habría que probar sin duda, la consistencia de esta inter-pretación relacionándola con el resto de la obra ideológica y literaria de Echeverría. Si el propósito que guía la interpreta-_ción es un propósito de conocimiento hay que precaverse, co-mo enseña Jean Starobinski, de la seducción del discurso más o menos inventivo y libre, que se alimenta ocasionalmente de la lectura. Ese discurS0 "sin lazos tiende a convenirse a sí mis-mo en literatura, y:19,:bjeto del que habla sólo interesa como pretexto, COMO; CIWiriOdente".6

Perg ráli creo que haya que ceder a la crítica literaria_ esa zona & frontera que es la "literatura de ideas" para admitir / que ésta no anuda sólo conce tos raciocinios, sino también

la sensibilidad. Por cierto, pres-tar atención a los rasgos ficcionales de un texto, así como a la retórica de sus imágenes, solicita los conocimientos y, sobre todo, el tipo de disposición se cultiva en la crítica litera- ria. Los textos de la "literaiura de ideas", sin embargo, no po-

drían tampoco ser reducidos a esos elementos, como si el pen-samiento que los anima fuera un asunto sin interés, demasiado trivial o demasiado monótono, es decir, demasiado vulgar pa-ra hacerlo objeto de una consideración distinguida. Dicho bre-

6 Jean Starobinski, "El texto y el intérprete", J. Le Goff y P. Nora, Hacerla his-toria. H. Nuevos enfoques, Barcelona, Lata, 1979, p. 179.

ementos de la im nacion

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vemente: una interpretación que privilegiara sólo las propie-dades más reconocidamente literarias no sería menos unilate-ral que aquella que as ignorara.

Pero, veamos, ¿qué es lo que podemos consignar, dentro de nuestra historia intelectual, en ese linde que llamamos "li-teratura de ideas"? Desde los textos de intervención directa en el conflicto político o social de su tiempo a as expresiones de esa forma más libre y resistente a la clasificación que es el en-sayo, pasando por as obras de propensión sistemática o doc-trinaria. Lo común a todas as formas del discurso "doxológi-co" es que apalabra se enuncia desde una posición de verdad, no importa cuánta ficción alojen las líneas de los textos. Pue-de tratarse de una verdad política o moral, de una verdad que reclame la autoridad en una doctrina, de la ciencia o los títu-los de la intuición más o menos profética. Los primeros de en-tre esos escritos —proclamas, como as de Simón Bolívar, o panfletos, como a "Carta a los españoles", del jesuita. Juan Pa-blo Viscardo— parecen indisociables de a acción política. Son llamados a obrar y se diría que ellos mismos son actos políti-cos. Sin embargo, para esclarecer el sentido intelectual de los escritos (o los sentidos, si se quiere) no basta con remitirlos al campó cte_lkaccióno, como suele decirse, a su contexto. o-; nerlos en, con.exión con su "exterioxr, con sus condiciones pwgkticascóntribuye..sinclulas eró no ahorra el trabajó de la Lectura internáy de la interpreta-ción corresporicriente,,auncuandoÚniC~1954~- ino documentóssle„Wiistoria--política-o~ Lobcp.wos del histongló. r Pra_ncóis Xavier, Guerra re_unidos,.en_Modern~ independencias son muy ilustrativos respecto de loque_puede ensenar una historia política sensible a.114.1ménsión,sirabólir ca cré la ;itlaTsóólaij7cljaacción histórica. ("relación entre ac-_ .15--rés-=-há-e-S-Critei-Guerra—, no sólo está regida por una rela-

I ción mecánica de fuerzas, sino también, y sobre todo, por

-Ideas para un programa de historia intelectual

códi es, e_n un moiñentó ado"). Se trate de escritos de combate o de escritos de doctrina,

durante el siglo XIX todos ellos se ordenan en torno de la po-lítica y la vida pública, que fueron durante los primeros cien años de existencia independiente los activadores de la litera-tura de ideas en nuestros países. Un ensayista argentino, R. A. Murena, escribió que hay en América Latina una gran tradi-ción literaria que, pradójicamente, es no literaria. "Es la tradi-ción de subordipar_elarte_de escribiláLast.c...de_l_kpólítjca:"8

Durante esa centuria, nuestra literatura estuvo, agrega Mure-na, "fascinada por la Gorgona de la política". Se podría obser-var que hay en estas definiciones de Murena la nostalgia de otra tradición, la nostalgia de aquello que nuestros países no fueron o no tuv»ron, falta que ha sido un tópico del ensayo latinoamericano De. todos modos, el hecho es que nuestras elites, no sólglalélitél políticas y militares, sino también las eh-tes istpléttuales (nuestros letrados", nuestros "pensadores"), nryféron que afrontar ef-problemafunclanentaLycIsieolle ca-istruir un orden pólíticógusederciera:t.22.cl2minzión efectiva y duradera.

Esquematizando al máximo podría decirse que esa preo-cupación por la construcción de un orden político, preocupa-ción dominante en la reflexión intelectual latinoamericana hasta la segunda mitad del siglo xix, estuvo regida por dos cuestiones, o dos preguntas, sucesivas. La primera podríamos formularla así: ¿qué es una autoridad legítima y cómo instau-

7 Francois-Xavier Guerra, Modernidad e independencias, Madrid, Mapfre, 1992, p.14. 8 H. A. Murena, "Ser o no ser de la cultura latinoamericana", Ensayos de sub-versión, Buenos Aires, Sur, 1962, pp. 56-57.

os culturales de un grupo o un con-unto de

4c-

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rarla, ahora sin la presencia del rey? La segunda, que surge cuando se han experimentado las dificultades prácticas para resolver la primera, sería: ¿cuáles el_orclenlegítimo quesea, a la vez, urkorden„,posible? - Paralelamente, a veces confundiéndose en los mismos tex-

tos con esta preocupación política irán cristalizando otros nú-

cleos de reflexión dentro de la literatura de ideas en nuestros

países. En algunos escritos, sobre todo cuando toman la for-ma del ensayo, esos núcleos se expanden y, a veces, dominan

sobre cualquier otro tópico. ¿De qué núcleos hablo? De aque-

llos que parecen ordenarse en torno de la pregunta por nues-tra identidad. Hablo, en otras palabras, del ensayo de tern retyatitolef~ Del ensayo dé interpretación gódríamos decir que está impulsado a responder una dean m-

da de identidad: ¿quienes somos los hispanoamencanos? ¿Quiénes somos los argentinos? ¿Quiénes sotros los mexica-

nos? .Quiénes somos los_pesuaríos En algunos discursos de Bolívar se pueden encontrar pa-

sajes que anuncian esta ensayística de autoconocimiento y au-

tointerpretación. Leamos, por ejemplo, este pasaje clásico del

discurso de Bolívar ante el Congreso de Angostura:

.. no somos europeos, no somos indios, sino una especie media entre los aborígenes y los españoles. Americanos por nacimien-to y europeos por derecho, nos hallamos en conflicto de dispu-tar a los naturales los títulos de posesión y de mantenernos en el país que nos vio nacer, contra la oposición de los invasores; así nuestro caso es el más extraordinario y complejo.9

9 Simón Bolívar, "Discurso pronunciado por el Libertador ante el Congreso de Angostura", Discursos, proclamas y epistola?io político, Madrid, Editora Na-cional, 1981, p. 219.

A través de esta problemática, la que se activa alrededor de la pregunta, explícita o implícitamente formulada, por nuestra identidad colectiva, pueden hacerse una serie de ca-las en nuestra literatura de ideas. La tarea de definir quiénes somos ha sido a menudo la ocasión para el diagnóstico de nuestros males, es decir, para denunciar las causas de deficien-

cias colectivas: "Entrad lectores", escribía, por ejemplo, Carlos Octavio Bunge, en un ensayo de psicología social que se que-

ría científico, Nuestra América. "Entremos, seguía, sin miedo ya, al grotesco y sangriento laberinto que se llama la política

criolla."10

En este caso, ya no se trata de responder sólo a la pregun-

ta de ¿quiénes somos?, sino también por qué no somos de de-terminado modo: ¿por qué nuestras repúblicas nominales no son repúblicas verdaderas? ¿Por qué no logramos alcanzar a Europa, ni sornosiOmo los americanos del Norte? En esta li-

teratura de atitgaiii-en y diagnóstico, que comienza muy ternpran:Ifiente en el discurso intelectual latinoamericano, la búsqueda llevará a la indagación de nuestro pasado.

Si pensamos en AlfonsoY.e.,yes„,eAjogge.141is,,Bor,ges,..en Lezama Lima o en j211Bianco, podemos decir que en el siglo xx la tradición-de subordinar el arte de escribir al arte de la

política rigió ya sólo parcialmente aun en el campo del ensa-yo. De todos modos, la vetadel ensayo social Lpplítico no se

ha agotado y ha logrado sobrevivir affieCIO que hace cuaren-

ta años parecía condenarlo a la desaparición: la implantación

de las ciencias sociales, con su aspiración a reemplazar la doxa

del ensayismo por el rigor de la episteme científica. Digamos más: leídos con la perspectiva del tiempo transcurrido, mu-

10 Carlos Octavio Bunge, Nuestra América, Buenos Aires, Librería Jurídica, 1905, p. 241.

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24 Carlos Altamirano

chos de los textos que nacieron de ese nuevo espíritu científi-co pueden ser colocados en el anaquel de los ensayos de in-terpretación de la realidad de nuestros países que inauguró en gran estilo el Facundo de Sarmiento. En otras palabras, pue-den ser leídos como sus grandes ancestros, es decir, también como textos de la imaginación social y política de las elites in-telectuales.

2 Introducción al Facundo

La identificación de historia y biografia fue un fecundo ha-llazgo de Sarmiento, observó Ezequiel Martínez Estrada, quien lamentaba„que esa forma de indagación de la realidad nacional hubieido tan poco imitada. Sarmiento escribió numerosas biogr~ la del fraile Aldao, la del "Chacho" Pe- rialozá, o n'anklin, la de San Martín, la de su hijo Domin- guittr entre otras. Uno de sus grandes libros, Recuerdos de pro-

vincia, entreteje la evocación histórica con el relato de varias vidas, entre ellas la suya propia. "Gusto, a más de esto, de la biograffa", escribió en la introducción a sus recuerdos. Y agre-gaba enseguida: "Hay en ella algo de las bellas artes, que de un trozo de mármol bruto puede legar a la posteridad una es-tatua. La historia no marcharía sin tomar de ella sus persona-jes, y la nuestra hubiera de ser riquísima en caracteres, si los que pueden, recogieran con tiempo las noticias que la tradi-ción conserva de los contemporáneos".

De todas las que compuso hay una, sin embargo, que re-sultó impar. "La vidá de Quiroga": así tituló Sarmiento el avi-so en que anunciabá, el 1 de mayo de 1845, la aparición del Facundo, que al día siguiente comenzó a publicarse en forma de folletín en el diario chileno El Progreso. Tras esta aparición

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26 Carlos Altamirano Introducción al Facundo 27

por entregas, el texto vio la luz en un volumen editado tam-bién por El Progreso el mismo año. Iba precedido de la Intro-ducción que hoy lo acompaña, y llevaba el largo título de Ci-vilización y barbarie, vida de Facundo Quiroga, y aspecto físico, costumbres y hábitos de la República Argentina.

Cuando Sarmiento dio a conocer la obra, ya se había he-cho de una reputación en la prensa y en la vida intelectual de Chile, así como en los círculos de emigrados políticos argen-tinos en ese país. Lo sacó de la oscuridad, según lo contaría después, un artículo afortunado sobre el aniversario de la ba-talla de Chacabuco, publicado en El Mercurio en 1841.1 Hasta ese comienzo en el camino de la notoriedad literaria y políti-ca, Sarmiento había experimentado las alternativas y las con-trariedades de un joven decente, pero sin fortuna,2 que aspira-ba a hacerse un lugar sobresaliente en la azarosa vida pública de la sociedad que emergió, a fines de los años veinte, del fra-caso de Rivadavia y del ascenso federal.

Había nacido en San Juan, en 1811. Hijo de un matrimo-nio que unió a dos vástagos de familias empobrecidas, si bien

1 D. E Sarmiento, Recuerdos de provincia, Buenos Aires, W. M. Jackson Edito-res, 1944, pp. 293-295. El artículo mencionado —12 de febrero de 1817", El Mercurio, 11/2/1841— encabeza las Obras de D. E Sarmiento, t. I, pp. 1-7. Advertencia: en todas las citas extraídas de estas Obras... que aparecerán en adelante, la ortografía del original ha sido normalizada. 2 La condición de decente remite a las divisiones y jerarquías sociales propias de la estructura social vigente en la colonia, en que no era sólo la fortuna la que trazaba las fronteras entre las diferentes categorías, sino también la raza y el color. La gente decente se identificaba como blanca frente a la población de origen indio, africano o mestizo. Si bien quienes ocupaban la cumbre de la estructura social eran decentes, no todos los decentes pertenecían a esa cumbre. La distinción siguió obrando después de la independencia, y Sar-miento era uno de esos descendientes de las ramas pobres de la gente decen-te. Véase Tulio Halperin Donghi, Revolución y guerra. Formación de una elite di-rigente en la Argentina criolla, Buenos Aires, Siglo XXI, 2005 (1972), pp. 52-75.

ligadas por las redes del linaje con parientes de rango en la so-ciedad sanjuanina, Sarmiento conoció desde la infancia las tri-bulaciones de una vida mantenida en la penuria. Los nueve años en que concurrió a la Escuela de la Patria le proporcio-

- naron la única enseñanza regular que habría de recibir. Más

- tarde recordaría, no sin amargura, cómo la falta de fortuna, en el doble sentido de esta expresión, puso fuera de su alcan-ce la posibilidad de proseguir estudios ordenados: No obstan-te, otras lecciones, transmitidas de manera informal, comple-mentaron y prolongaron más allá de la niñez la educación escolar: las que le impartieron sus tíos sacerdotes, en particu-

lar José de Oro, mezclando los textos y la enseñanza devotos con ejercicios de gramática, nociones de geografia y de civis-mo patriótico. Y del medio familiar, que se ampliaba en la pro-tección de los parientes, extrajo la afición a la lectura, el "po-deroso instrumehempleemos sus palabras— que le abrió

la ruta de los libr41, y:' libros trajeron consigo no sólo el sa- ber imprpso; sitió tambiénla imagen y el sueño de los héroes con-luienes Sarmiento se habría de identificar cuando ingre-sara en la juventud: los héroes civilizadores. Para hacerse de un nombre en la sociedad y en la vida pública elegirá el culti-vo y la difusión del saber letrado, la carrera del talento, que

emprendió con la pasión de un autodidacta voluntarista e in-

saciable. Pero es su pasaje por la experiencia de la política provin-

ciana lo que habrá de imprimirle su curso a esa elección, in-

troduciendo a Sarmiento en las vicisitudes de las luchas civi-les de la Argentina y proporcionándole los contrincantes, los objetos y los temas, de la empresa civilizadora que ásuruiren

Su iniciacion práctica en la división entre unitarios y

federales tuvo lugar de manieracasuarggriffIrevocacion que hará más tarde, y se encontró del lan–iinitario casi sin preme-ditarlo, como si se hubiera limitado a poner el pie en una hue-

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28 Carlos Altamirano Introducción al Facundo 29

Ha que ya estaba trazada. ¿Algo lo predisponía a seguir esa di-rección, opuesta no sólo a la causa que tenía a su cabeza a los caudillos rústicos de la campaña, sino también a las inclinacio-nes políticas familiares? Muchos años después Sarmiento offe-ció una respuesta muy a menudo citada: el efecto revelador que tuvo para él, cuando era todavía un adolescente, el ingre-so de la montonera en la ciudad "con el alarde que da el pol-vo y la embriaguez". Estrépito de caballos, gritos y blasfemias. Fue una iluminación: "Todo el mal de mi país se reveló de pl...-ovi~to..n_ces: ¡la Barbarie!".3

Este recuerdo de los quince años aparece demasiado cons-truido, el producto elaborado de una memoria ideológica (en Recuerdos. de provincia la escena no se registra y es otra la que desempeña una función de revelación equivalente: la prédica fanática del sacerdote federal. Castro Barros, que le hace en-trever la figura de la intolerancia, hasta entonces ignorada, y que despierta en el adolescente las primeras dudas acerca de las ideas religiosas en que fue criado) .4 En verdad, estamos re-ducidos a conjeturar respecto del esclarecimiento que ofrecen estos episodios rescatados y utilizados como premoniciones, a las que Sarmiento era muy afecto. Menos conjeturalmente, só-lo se puede decir que hubo afinidad entre el papel al que lo inclinaban los medios de que disponía —el papel del héroe civilizador— y el partido de la ciudad, el de los unitarios.

El hecho es que su primera experiencia política, tras em-barcarlo en escaramuzas militares y en el "laberinto de muer-tes" que eran parte de la guerra civil que atormentaba a la Ar-gentina, lo llevó a su primer exilio en Chile, en 1831. Allí desempeñó los oficios más dispares, desde maestro de escuela

3 D. E Sarmiento, "En los Andes (Chile)", Obras..., t xxn, p. 238. 4 D. E Sarmiento, Recuerdos. .., pp. 243-248.

a capataz de minas, siempre escaso de recursos y sin renunciar ala voluntad de saber: yendo en pos de esa cultura que se MI-

: páliala en idiomas extranjeros había hecho el aprendizaje del francés no mucho antes de las peripecias que lo condujeron al

y ahora, mientras trabajaba como dependiente en una tienda de Valparaíso, toma lecciones para leer en inglés.

Una enfermedad y el orden político más benigno que per-cibe en su provincia bajo la gobernación federal de Benavidez, 16 traen de regreso a San Juan en 1836. En los cuatro años que permaneció allí antes de emprender el camino de un nuevo

Sarmiento desplegó iniciativas que muestran ya la con-eCipeión de la cultura que había hecho suya y que sería la de tOda su vida: la_cultura Imeho_públieo, activamente in- culcada por medios públicos, generadora de costumbres que ordenan los impulsos y las pasiones del hombre natural tradu-ciéndolos en los tlfinipos de un valor civil. En este terreno Sar-Miento no innovaWyjas actividades que emprendió —fun-

dar un mujeres, una sociedad dramática, un perióchro, El Zonda— pueden ser vistas como las propias de un heredero de la Ilustración rivadaviana (y más atrás, de los pos-riiiados ilustrados de la Independencia), cuyo elan de pedago-tiáPública retorna con los medios a su alcance. Sin embargo, el descubrimiento de un nuevo horizonte de doctrinas, que se ahi;e a sus ojos en los dos úlfimos arios de su permanencia en San Juan, transfirió ese núcleo iluminista al contexto de una nueva representación de la historia y la política. Para Sarmien-tó; de 1838 a 1840 se opera el pasaje a su adultez intelectual:

Hice entonces, y con buenos maestros a mi fe, mis dos años de

filosofia e historia, y concluido aquel curso, empecé a sentir que

mi pensamiento propio, espejo reflector hasta entonces de las

ideas ajenas, empezaba a moverse y a querer marchar. Todas mis

ideas se fijaron clara y distintamente, disipándose las sombras y

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30

Carlos Altamirano

vacilaciones frecuentes en la juventud que comienza, llenos ya

los vacíos que las lecturas desordenadas de veinte años habían

podido dejar, buscando aplicación de aquellos resultados adqui-

ridos a la vida actual, traduciendo el espíritu europeo al espíri-

tu americano, con los cambios que el diverso teatro requería.5

Así resume en Recuerdos de provincia su ingreso en la madu-

rez ideológica, adquirida en las lecturas y las discusiones con otros jóvenes ilustrados de las novedades intelectuales que lle-

vó a San Juan uno de ellos, Manuel Quiroga Rosas. Este había formado parte del Salón Literario en Buenos Aires y, de regre-so a su provincia, no sólo llevó el mensaje de la Joven Genera-

ción, sino una biblioteca con los autores, las revistas y los li-bros de la hora. En ese "curso", como lo llama Sarmiento, acaso para subrayar que su saber no era improvisado aunque no lo obtuvo en las aulas (éste sería siempre un punto sensi-ble para él), toma conocimiento de esa literatura de ideas que acompañaba al movimiento romántico en Francia y en la que se mezclaban los estudios históricos con la filosofia de la his-toria, el eclecticismo y la crítica del eclecticismo, el humanita-rismo socializante y el liberalismo, las teorías de la literatura)

las del, derecho. Los autores y los títulos que cita al recordar

esa etapa de descubrimientos son los que ingresaron en el Ríc de la Plata como eco de la revolución de julio de 1830, es de

dr, los autores y los títulos a los que se colocaba bajo el nom•

bre aglutinador de filosofía de Julio: Francois Guizot y Victo'

Cousin, la Revue Encyclopédique y La democracia en América de

Tocqueville, Pierre Leroux y Eugen e Lerminier... En pocos años mostrará en sus escritos lo que extrajo pare

su propio bagaje de esas lecturas. La historia ocupó el centrc

5 D. F. Sarmiento, Recuerdos-.-, p. 258.

introducción al Facundo

31

de ese bagaje. Mejor dicho, una concepción nueva de la histo- -- ria que discernía en ella un vasto drama, una contienda ince- sante entre tendencias colectivas a través de la cual marchaba o género humano. Francia era el centro en que se forjó, en-

7 tre los años veinte y treinta del siglo xIx, ese discurso sobre el pasado que cautivaría a Sarmiento. En un artículo de 1844 él resumirá lo que constituía a sus ojos el valor de esta nueva cien-

cía :cle la historia, cuya edificación remitía a los nombres de Au-

güstin Francois Guizot, Jules Michelet: "la historia, tal : como la concibe nuestra época, no es ya la artística relación de

• los hechos, no es la verificación y confrontación de autores an-

:tiguos, como lo que tomaba el nombre de historia hasta el si-.11.6 pasado... El historiador de nuestra época va a explicar con

l auxilio de una teoría, los hechos que la historia ha transmi-tido sin que los mismos que la describían alcanzasen a com-

.-- .'Prenderlos".° Wel-4411-w de esa concepción, el conflicto po-Stico se hacía inteltible en términos sociales o, más bien,

..sdc.i.-o~rél:<:Pi-ero esta historia social debía darrazón del - 1....desarffillo del espíritu humano, del movimiento de la civiliza-: •.: dón, y quien la encarnaba como su héroe se inscribiría en ese

• . .- f'elato dramático, que si tenía dimensiones colectivas, tenía también individualidades representativas.

Sería dificil atribuir a una sola "fuente" la amalgama de ele-mentos que acabo -de comprimir al máximo y que Sarmiento

.espigó de aquí y de allá —de las obras de historia, de literam-T'a; de las especulaciones histórico-filosóficas—, asimilándolas

según un filtro personal, con el ánimo de quien quiere no só- • • lo pensar con las ideas de su época, sino actuar, "traduciendo

el- espíritu europeo en el-espíritu americano, con los cambios

6 D. E Sarmiento, "Los estudios históricos en Francia", en Obras..., t. II, p. 199.

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32 Carlos Altamirano Introducción al Facundo 33

que el diverso teatro requería".7 (Parafraseando sus propias palabras podría decirse que a la hora de interpretar ese "diver-so teatro" Sarmiento se esforzaría por traducir el "espíritu ame-ricano" al "espíritu europeo", esto es, al lenguaje del conoci-miento por excelencia). En este punto de inflexión de sus ideas habría que situar la toma de distancia respecto de los uni-tarios, si entendemos ese distanciamiento según los términos en que él representará a la elite unitaria en Facunde_una. elite de miras elevadas pel'o de mentalidad abstracta y formalista, eX1Faíradaeii1;;Tnedios de acción x avíos de úria-filasofraliratern i nirsi r&porha-cerla impotente frente al avance de los caudillos rústicos. El corolario resultaba obvio: la ciudad necesitaba intérpretes más competentes. En esa representación puede identificarse el eco de la crítica que los iniciadores de la Joven Generación, la del 37, hicieron a los de la generación precedente. Pero Sarmien-to, que llegó tarde a la querella y sólo conoció la estela del mo-vimiento que había tenido su foco en Buenos Aires y sus guías intelectuales en Esteban Echeverría y en Juan Bautista Alber-di, fue ajeno al fervor que los iniciadores pusieron en la polé-mica antiunitaria. También en Facundo se puede leer el saludo de reconocimiento a esa empresa juvenil, tanto como el juicio de quien la considera como un capítulo superado.

Sarmiento veía en el gobernador federal de San Juan, el general Benavídez, un caudillo moderado —a quien incluso trataría de persuadir de que rompiera con Rosas y se sumara a la coalición militar contra el poderoso gobernador de Bue-

7 Se puede leer una excelente reconstrucción del conjunto de doctrinas po-líticas y sociales que formaron el horizonte de ideas de Sarmiento en Nata-lio Botana, La tradición republicana. Alberdi, Sarmiento y las ideas políticas de su tiempo, Buenos Aires, Sudamericana, 1984, pp. 21-259.

nos Aíres. Pero el margen de tolerancia, que sus actividades an-tírrosistas encontraron bajo ese orden menos riguroso que en otras provincias acabó, finalmente, por mostrar sus límites. En 1840 fue a la cárcel y, tras salvar apenas la vida, a su segundo destierro en Chile. En la "Advertencia" que precede al texto

de Facundo hará referencia al maltrato ultrajante al que lo so-metió en la ocasión un séquito de partidarios de Benavídez.

En Chile, tras aquel artículo afortunado sobre el aniversa-rio de la batalla de Chacabuco, fue introducido en el círculo de Luis Mont, la primera figura política del partido de gobier-no, el partido conservador, que se convirtió en su protector, y a: quien Sarmiento prestaría apoyo y colaboración. Una vez con acceso a la prensa, un medio que ya no abandonaría a lo largo de su vida, demostró en poco tiempo que escribiendo era una potencia y_qme en la polémica se sentía a sus anchas. Las tuvo de todo-1:416,,,Mayores y menores. "¡Viva la polémi-, cal", escribe en meclitii,dela primera que libraría en Chile y que comenzó cwAirdrés Bello y siguió con sus discípulos. Es un "campo= e baWa:de la civilizáZion" a7tiav&del cual la opi-nión pública se esclarece y se forma un juicio sobre las ideas y los contendores en presencia.8 YSarmiento hace lo suyo para que las lides en que toma parte no se pierdan en la intrascen-dencia. Así, la controversia con Bello, que se había iniciado por una disidencia en torno a su opinión sobre la lengua y los derechos del pueblo frente ala autoridad legislativa de los gra-máticos, se ensanchó bajo su pluma y se volvió un debate so-bre la literatura en las sociedades en formación como las ame-ricanas, sobre el retraso de la cultura española y su lengua, desprovista de los recursos para expresar el espíritu del tiem-po, en fin, sobre "qué estudios ha de desenvolver nuestro jo-

8 D. E Sarmiento, "El comunicado del otro quidam", Obras..., t 1, p. 231.

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34 Carlos Altamirano introducción al Facundo 35

ven pensamiento, qué fuente debe alimentarlo y qué giro ha

de tomar nuestro lenguaje".9 Ya en esa primera polémica, al inscribir lo que llamó la

"cuestión literaria" en un combate de grandes proporciones! puso de manifiesto un modo de aprehender los hechos del

mundo social y un modo de argumentar que le serían carac-

terísticos. Si la cuestión literaria se enlazaba con otras cuestio-nes hasta involucrar,• a través de una cadena de identificacio

nes, el sentido histórico del período y la pugna por la

orientación que debía presidirlo, era porque a sus ojos en ca-

da segmento de la vida social se reflejaban —y se dirimían--

las tendencias de una sociedad y una época: cada parte en!

parte' de una totalidad, pars totalis, de acuerdo con la lección,'

historicista que había hecho suya. Sin embargo, no todo en su estrategia de polemista que no daba cuartel obedecía a la per-: cepción globalizante del historicismo. Al moverse en ese "cam=.

po de batalla de la civilización", Sarmiento haría uso de todos los argumentos que pudiera movilizar, lo que dotaría a sus es-critos de una gran riqueza y variedad de registros, aunque no

siempre de coherencia. Pero en Chile no sólo probó, apenas tuvo ocasión, sus do-

tes de polemista. En poco tiempo mostró también que no te nía rival en la composición de crónicas y cuadros de costur• bres. Ahora bien, estas formas, como en general las que si.

prosa logró dominar y de las que haría un empleo libre y mez-

clado, Sarmiento las ensayó en el oficio de redactor periodís:' tico. En la prensa encontró el medio para esa vocación con la que tenía "afinidad química" y que prolongaría en sus libros;

la del escritor público (la expresión es suya): el que escribe de

cara a la opinión para dar forma a las ideas, e ilustrar, comba,

tir; apoyar, predican También para obtener de esa opinión el reconocimiento y la gloria.

No haremos aquí el inventario de su labor en el ámbito de la educación en Chile, que fue múltiple y definió el otro cam-pó que encararía como una misión y que tampoco abandona-ría ya por el resto de sus días. Un alegato autobiográfico, Mi defensa (1843), y su primer ensayo de biografía consagrada a evocar la vida de un caudillo, el cura Félix Aldao, Apuntes bio-gráficos (1845), precedieron la publicación de Facundo. Tras la aparición de esta última obra, en cuya repercusión tanto lite-raria como política nadie confiaba tanto como Sarmiento, el gobierno chileno lo comisionó para que estudiara in situ la or-ganización de la enseñanza primaria en Europa y los Estados Uñidos. De regreso de ese viaje que, después de algunas esca-las latinoamericana Montevideo, Río de Janeiro), lo llevó a Francia, Alemania ZSpaña, Italia y, finalmente, a los Estados Unidos, donde enc.clittalla un nuevo y más promisorio mode-lo de refe.0;1;Iia social y político, publicó, en 1849, dos de sus libros irías Educación popular, que fue el informe que presentó al gobierno de Chile como resultado de la mi-sión, y Viajes, una recopilación de cartas escritas a sus amigos durante el periplo. Yen ese género epistolar, en que es posi-ble pensar a la par que se siente y "pasar de un objeto a otro,

siguiendo el andar abandonado de la carta, que tan bien cua-l'a con la natural variedad del viaje", Sarmiento vuelve a mos-trarse como un maestro."

En 1850, cuando la proximidad de la caída de Rosas se ins-tala en el horizonte, da a conocer otros dos libros. El primero es Argirópolis, escrito político destinado a ofrecer un programa a la coalición antirrosista en gestación. El otro es Recuerdos de

9 Ideen, p. 232.

10 D. F. Sarmiento, Viajes, Buenos Aires, Universidad de Belgrano, 1981, p. 15.

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36 Carlos Altamirano Introducción al Facundo 37

provincia, que para algunos críticos es el mejor compuesto de sus libros y que para muchos de sus contemporáneos era la presentación indisimulada de un candidato para el orden pos-rosista. Aunque la sospecha no era infundada, el escrito auto-biográfico de Sarmiento poseía una complejidad irreductible a esa motivación. Sin embargo, el fin del gobierno de Rosas, al que cree haber contribuido por medio de la prensa y sus li bros, no le abre inmediatamente el campo para la acción po-

lítica en su país. Tras 1a tentativa frustrada de ser reconocido por Urquiza como el Olía intelectual de la hora, regresa a Chi-

le y en Campaña en el Ejército Grande Aliado de Sud América d2

cuenta de su participación en la operación militar que culmi-nó en la batalla de Caseros y del juicio que le merece el resul-tado: se había puesto fin al dominio de Rosas, pero no al do-minio de los caudillos bárbaros, que ahora tenían en Urquiza a su nuevo jefe. Entonces estalla su célebre polémica con Al:

berdi, cuyas Bases habían sido adoptadas por los vencedore--

como texto inspirador de la organización constitucional del

país. Finalmente, en 1855 retorna y se instala en Buenos Aires,-

por entonces un estado separado del ordenamiento político'

nacional, el de la Confederación presidida por Urquiza. Una vez allí se inicia para él la carrera de los cargos públicos: con-rejero municipal, varias veces senador, ministro de gobierno miembro de la Convención que reforma la Constitución Na-

cional (1860), gobernador de San Juan. Permanece dos años en este último cargo (1862-1864) y cuando su administración, más voluntarista que eficiente, parece a punto de hundirse ro-deada de una oposición que tenía varios focos, el gobierno na=

cional, presidido por el general Mitre, le proporciona una sa; lida ofreciéndole el cargo de ministro argentino en los Estados Unidos. Se desempeñaba aún en esta misión cuando el gene-, ral Lucio V. Mansilla, en nombre de numerosos jefes y oficia-

les del ejército, le ofrece la candidatura a la presidencia en la elección a la que daría lugar el fin del mandato de Mitre en 1868. Sin otro patrocinio que ése y el del diario La Tribuna, es decir, sin partido propio, el nombre de Sarmiento es visto co-"rao adecuado para una fórmula política de transacción, desti-nada a impedir tanto el triunfo del candidato mitrista como el de Urquiza. Sarmiento resulta electo.

Desde su regreso hasta el fin de su presidencia en 1874 pa-

saron casi veinte años que no fueron apacibles: la vida públi-_ da del país siguió siendo turbulenta, el "laberinto de muertes" de la guerra civil conoció nuevos episodios y cuando a Sar-miento le tocó reprimir las sublevaciones provinciales al or-

den-que surgía asociado a la hegemonía de Buenos. Aires —ya corno director de guerra en la campaña contra el Chacho Pe-ñaloza, ya como ~dente ante el levantamiento de López Jordán— actuó a sangre fuego. Bajo su presidencia transcu-rrió asimismo la última-p'-arte de la guerra contra el Paraguay, el -cOnfliclinternacional en que participaba el país desde 1865. Péro en esos años agitados la Argentina fue introducién-dose también en el curso que le dará su fisonomía moderna

cuando, en 1880, culmine su unidad estatal. La acción públi-ra de Sarmiento en el terreno de la educación y las comuni-caciones se inscribe y da impulso a ese curso.

Durante y después de ese período no abandonó su medio favorito, la prensa periódica, donde siguió escribiendo incan-

sablemente. La polémica sobre la ley de educación, en la dé-cada- del 80, le ofrece, cuando ya es un marginal en la vida po-lítica, una de las últimas ocasiones para seguir en ese "campo de batalla de la civilización". No obstante, la época de los gran-

des libros quedó atrás, en los arios del exilio. Su proyecto lite-rario más ambicioso, Conflicto y armonías de las razas en América (1883), revela el tributo que paga al clima positivista, pero no está a la altura de aquéllos. Murió en 1888.

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38

Carlos Altamirano

I I

Facundo es una obra singular. Se ha señalado muchas ve-

ces que era imposible colocarla bajo el signo de un solo pro-

pósito o de un solo género de discurso. ¿Cómo encuadrar, en

efecto, según el designio de un solo propósito, una obra que.

de modo manifiesto, aparece animada por varios: exponer el

gobierno de Rosas a la condena universal; explicar, a un lec-.

tor que es el de su país, el de Chile y también el de Europa, lag

guerras civiles de la Argentina y la naturaleza del caudillismo

sudamericano; contar una biografía novelesca, llena de suce-

sos "raros" y dentro de una naturaleza algo exótica; difundir

un esbozo de programa político y social? A la vez, ¿cómo defi-

nir dentro de los límites de un género un escrito que, corno

dijera Alberto Palcos, contiene un poco de todo? El propio

Sarmiento —que no dejó de volver sobre Facundo, entregán-

dolo a la imprenta con variantes de importancia en la segun-

da edición y en la tercera— comentaría, al dar indicacione:-

para una cuarta, que el libro era "una especie de poema, pan-

fleto e historia".11 Dada esta heterogeneidad que la constitu-

ye, se pensó que la unidad de la obra radicaba en el estilo. ¿Pe-

ro qué estilo, si éste varía según la marcha del discurso, e5

decir, según se entregue a la narración o al comentario ideo-

lógico, a la evocación de una escena o al apóstrofe, a la propa

ganda o a la imagen del paisaje sugestivo? Más que un estilo

lo que Facundo deja ver es una variada gama de recursos de es

tilo o de formas que le dan su particular andadura. En fin,

11 "Carta de Sarmiento a su nieto", publicada en el anexo documental de I.

edición crítica del Facunda, al cuidado de Alberto Palcos. Cito de la reed

ción ampliada, Facundo, prólogo y notas de Alberto Palcos, Buenos Aire:,

Ediciones Culturales Argentinas, 1961, p. 447.

'Introducción al Facundo

39

- medida que la unidad dejó de ser una norma, tanto como un

principio por discernir en las obras, la cuestión del acuerdo

- interno del texto perdió interés como problema por resolver.

Tras la muerte de Sarmiento, desprendido de quien había

'Sido hasta ese momento no sólo un escritor sino un actor poli-- 'tico, inició el Facundo su vida independiente como libro. La

multiplicidad de lecturas de que ha sido objeto desde enton-

ces en la historia intelectual argentina —sobre todo a partir del

Siglo XX, cuando comenzaron a ordenarse los estudios sobre el

legado ideológico y literario del siglo anterior— no fue ajena

a esa multiplicidad que habita el escrito. Algunas han privile-

giado la obra del pensamiento y han buscado en ella la doctri-

na, la interpretación histórica, los elementos de una sociología

- nacional o aun de una filosofía. Otras han puesto el foco en las

Propiedades literar4s del texto en el trabajo de la imagina- . ción, en los au-ibuto;;•de la prosa, en los procedimientos reto-

ricos que articuldn el dikurso . Esta agrupación en dos fren- tes- no es irás que una simplificación extrema de las diversas

perspeún.vas a las que se prestó la lectura de la obra de Sarrnien-

to.tero, aunque sea simplificador, el esquema sintetiza muy rá-pidamente la condición de clásico que ostenta el Facundo en dos

..(.ampos de la cultura argentina: un clásico del pensamiento,

- mi clásico de la literatura. Acaso fue Leopoldo Lugones el pri-

mero en asignarle ese lugar de eminencia, como lo haría poco después con Martín Fierro —se atribuía y se le reconocía auto-

. ridad para esos gestos grandilocuentes—: "Facundo y Recuerdos de prouin eta son nuestra Riada y nuestra Odisea".12

No vamos a acordar al esquema expuesto arriba más de lo

- que vale como un primer ordenador. La cómoda simetría que

establece se complica apenas se tiene presente que, mientras

1?-• Leopoldo Lugones, Historia de Sarmiento, Buenos Aires, Comisión Argen-tina de Fomento Interamericano, 1945, p. 166.

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40 Carlos Altamirano

:.Introducción al Facundo

41

que la maestría literaria le fue reconocida desde el comienzo, la interpretación histórica y la doctrina que la obra contiene fueron objeto de polémica e impugnación. Si no se deja de la-do la crítica que le hizo Alberdi, el astro rival de la misma ge-

neración, en las Cartas quillotanas (1853), podría decirse que

las objeciones teóricas comenzaron también desde temprano.

Pero el cuestionamiento más severo a las ideas del Facundo

sobrevendría cuando, ya en el siglo xx, el conjunto de la em-

presa política y doctrinaria de la que tanto Sarmiento como Alberdi habían sido miembros fue puesta bajo proceso por

obra del nacionalismo y del revisionismo histórico. Facundo se

insertó entonces en el debate sobre las dos Argentina, donde funcionaría —para admiradores y para detractores— como un manifiesto del país progresista, símbolo del antagonismo en-tre doctores y caudillos, el conflicto que para algunos resumía la historia argentina del siglo xix. Así, este libro que nació aso-ciado a las pasiones públicas de su tiempo se inscribió, desde la década de 1930, en el conflicto de interpretaciones del pa-sado nacional, es decir, en las pasiones intelectuales y políti-cas de otro tiempo. ¿No suele ser ésa la suerte de los clásicos del pensamiento político? Como sea, el hecho es que la pos-

teridad no le reservó al Facundo sólo la vida apaciguada de los

estudios eruditos y la lectura escolar: cuestionado o reivindi-cado como su autor, siguió viviendo también la vida inquieta

de la polémica en el país inestable que fue la Argentina du-

rante buena parte del siglo xx. Agreguemos, para subrayar la

asimetría dentro de la doble pertenencia que posee en la cul-tura argentina, que aun quienes objetarían la obra del pensa-

miento saludarían en el texto de Sarmiento la obra literariaY

13 Véase, como ejemplo, el juicio del escritor nacionalista Ramón Doll: "Sar miento suplió las omisiones y las miopías históricas, con formidables intui

Este libro singular no engendró, pues, una imagen singu-lar, sino varias. Leerlo es entrar en contacto también, así sea in-

- directamente, con esa estela de representaciones y juicios que le fueron dando su reputación, la reputación con que llega has-ta nosotros, ya como miembro sobresaliente de una tradición intelectual —la del liberalismo o, como la ha rebautizado re-cientemente Natalio Botana, la de la tradición republicana—,14

ya como exponente logrado del historicismo decimonónico, ya como primera obra trascendente de la literatura argentina.

Ahora, dejemos que la palabra de Sarmiento nos guíe por un momento en la descripción de su libro. Nos dice en la In-- troducción, en éréStil9 de oratoria elevada que domina esta -.parte del texto (culCnianclo por el vocativo grave del comien-zo: "iSórrilj-a-feWIle de Facundo!, voy a evocarte..."),15 que vá a ruar la vida del caudillo para que ella entregue el "se-

. creto" que atormenta y desgarra la vida política argentina. - Procediendo ya a ese vaivén entre pasado y presente que le

confiere a la obra uno de sus movimientos característicos,

.menciona enseguida a aquel en quien Quiroga se sobrevive

¿iones estéticas, y estas intuiciones, mentiras científicas, pero verdades artís-, fiCas, dieron al libro estilo y grandeza que se sobreponen a los errores y pre-jnicios o anacronismos de que hemos hablado" ("El Facundo" [1934], Ra-

' nión Doll, Lugones el apolítico y otros ensayos, Buenos Aires, A. Peña Lillo ÉditOr, 1966, p. 216). 14 Natalio Botana, La tradición republicana. _., op. cit.

Domingo Faustino Sarmiento, Facundo, Prólogo y notas de Alberto Pal-c9s, Buenos Aires, Ediciones Culturales Argentinas, 1961, p. 9. Todas las ci-tas siguientes del Facundo corresponden a esta edición, aunque la ortogra-Ea ha sido actualizada.

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42 Carlos Altamirano -:Iírtroducción al Facundo 43

—porque sigue vivo en una tradición arraigada—, Rosas, que prolonga y perfecciona en la actualidad lo que en el caudillo riojano era sólo esbozo, instinto. Con Rosas, la barbarie rural se ha instalado en la culta Buenos Aires. Pocas líneas después la imagen del enigma reaparece, pero ahora el interrogante que plantea no recae sobre las raíces del caudillismo y las gue-rras civiles, sino sobre la empresa de la organización nacional, y es Rosas, como la Esfinge, quien lo propone. ¿Cómo buscar la solución para el enigma, que cobra rápidamente otra figu-, ra clásica, la figura del "nudo gordiano"? Aunque se trata de

un nudo que la espada no pudo cortar, es decir, aunque no pudieron aun con él las armas de la guerra. Pues bien, la so-lución sólo puede llegar desenredando los hilos de la madeja que entretejieron los antecedentes nacionales, la fisonomía del suelo, las costumbres y tradiciones populares. La solución política y militar de la empresa de la organización nacional re-quiere, entonces, de una previa iluminación intelectual del enigma.

El secreto que nos revelará la evocación de la vida de Fa-cundo Quiroga, siguiendo esta cadena de transiciones es, por lo tanto, de trascendencia. Pero la trascendencia no es pura-mente local. Imprimiéndole al discurso un giro que amplifica la resonancia del drama, Sarmiento nos dice que la propia Eu-ropa se vio atraída y arrastrada por las convulsiones de esta "sección hispanoamericana", aunque terminó por desviar la

mirada, y los mejores políticos de Francia demostraron no comprender el poder americano, el de Rosas, que había he-cho frente a ese país. Incluso el gran Guizot, observará más adelante, "el historiador de la civilización", dio pruebas de no entender, en su juicio sobre la intervención francesa en la po-lítica rioplatense, lo que estaba en juego.

Hagamos aquí un paralelo: Sarmiento procederá a desa-fiar en el terreno intelectual, como lo había hecho Rosas en

terreno militar, a los sabios y políticos europeos. Una infle-'kión de humildad, sin embargo, disimulará la exposición del desafio. Hace falta, comenta, alguien con la competencia doc-ta. de un Tocqueville para que haga en la América del Sur lo que este último llevó a cabo en la América del Norte. ¿Y qué hubiera logrado el hipotético Tocqueville en el estudio de es-tá sección hispanoamericana? Poner al alcance de la curiosi-:aad intelectual europea un "nuevo modo de ser", mal conoci-;dO y sin antecedentes. Más aún:

Hubiérase explicado el misterio de la lucha obstinada que des-pedaza aquella República: hubiéranse clasificado distintamente los elementos contrarios, invencibles, que se chocan; hubiérase asignado su parte a la configuración del terreno, y los hábitos que ella engendra; su parte a las tradiciones españolas, y a la con-ciencia naciorapintima, plebeya, que han dejado la inquisición española; sti'prté a la influencia de las ideas opuestas que han trastornado_ el,nipridúpolítico; su parte a la civilización europea; su parten• fin, a la democracia consagrada por la revolución de 11, a la igualdad, cuyo dogma ha penetrado hasta las capas in-feriores de la sociedad. (p. 11)

Ahora bien, resultados parecidos a los de ese presunto Tocqueville es lo que Sarmiento nos promete, algo más ade-lante, al exponer lo que busca a través de la biografía de Fa-

cundo. Aun admitiendo, pues, que carece de la versación del modelo lejano, va a enseñarles algo a esos europeos orgullo-sos de su saber, que han apartado la vista de estas tierras tras juzgar, sin estudio, que sólo se advertían allí las erupciones de un volcán sin nombre.16 Nos hallamos así frente a lo que

16 El deseo de dar una lección a los sabios europeos —en realidad, de hu-millarlos-- lo formula abiertamente Sarmiento en la carta a Valentín Alsi-

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introducción al Facundo 45 44 Carlos Altamirano

podríamos llamar una inversión de la desventaja. Ante la cul-tura legítima y sus representantes (políticos y escritores eu-

ropeos), Sarmiento altera lo que es a sus propios ojos una

desventaja —ser sólo escritor sudamericano sin los recursos de la ciencia—, reivindicando, aunque sin decirlo, el dere-

cho a un doble reconocimiento: el que se debe al mérito

(por los orígenes humildes) y el que se debe a lo raro, es de-

cir, a lo que es escaso y excepcional. Lo que va a descubrir,

por otra parte, la revelación de ese modo de ser nuevo, no

interesa sólo por la luz que arroje sobre las convulsiones de

la vida argentina. Ayudará también a comprender las agita-

ciones de la vida política española (por la España americana

se comprenderá la España europea), y más allá, es decir, des-

de un punto de vista más universal, ¿no es importante para

la historia y la filosofía "esta eterna lucha de los pueblos his-panoamericanos"? Sobre el significado trascendente de esa

lucha necesitan ser ilustrados los hispanoamericanos no me-

nos que los europeos: aquéllos se hacen eco de la propagan-

da rosista contra el partido de la civilización en la contienda

argentina.

na que publicó a manera de prólogo en la segunda edición de Facundo (1851). Haciendo referencia a una obra futura, cuyos materiales está reu-niendo y que versaría sobre Rosas, escribe: "Pero hay otros pueblos y otros hombres que no deben quedar sin humillación y sin ser aleccionados. 10h! La Francia, tan justamente erguida por su suficiencia en las ciencias históri-cas, políticas y sociales: la Inglaterra, tan contemplativa de sus intereses co-merciales: aquellos políticos de todos los países que se precian de entendi-dos, si un pobre narrador americano sé presentase ante ellos con un libro, para mostrarles, como Dios muestra las cosas que llamamos evidentes, que se han prosternado ante un fantasma ...". Aquí aparece también la fórmu-la de modestia —,"un pobre narrador americano"—, que no hace más que agigantar el alcance de la empresa intelectual, y los rasgos de la obra en que sueña son equivalentes a los del Facundo.

Casi sin transición, como si reparara y se adelantara a una

- .Objeción que podría alimentarse de sus propias tesis, Sarmien-

:In pregunta si la lucha contra Rosas no es vana, dado que es-. 'te último no representa un "hecho aislado, una aberración",

sino "una manifestación social, una fórmula de una manera de ser de un pueblo". La pregunta (que es una forma de reto-mar el juicio que previamente había atribuido a Guizot: en el

_Vio de la Plata es el partido "americano" el que goza de apo-yo local) desencadena una serie de réplicas en que la afirma-

- eion del voluntarismo ético-político se entrelaza con la afirma--. eión de la ley que no puede dejar de abrirse paso: la ley del

progreso. La verdad de ésta no está menos inscripta en los he-¿hos que la verdad de Rosas. Por otra parte —la palabra de

. Sarmiento hace surgir otro escenario en el horizonte: el de la lucha que se libra con las armas dentro del país—, ¿no es obli-gatorio para los qttelozan de la libertad de prensa, como en Chile, asistir por ese medioa quienes combaten directamen-te contra. 1*,dicta-dura? Y la palabra prensa obra como un me-canismo e embrague para pasar a la interpelación de otro destinatario, el propio Rosas: "jLa prensa! ¡La prensa! He -aquí, tirano, el enemigo que sofocaste entre nosotros; he aquí

el vellocino de oro que tratamos de conquistar; he aquí cómo la prensa de Francia, Inglaterra, Brasil, Montevideo, Chile, Co-rrientes, va a turbar tu sueño en medio del silencio sepulcral de tus víctimas" (p. 15).

Podernos abandonar ya la paráfrasis de la célebre Intro-

ducción. Esta nos ha dejado ver la multiplicidad de destinos y destinatarios que Sarmiento imagina para su escrito y una de las formas que imprimirá a su prosa, la de la prosa oratoria. La "Introducción" nos ha anunciado también uno de los pro-pósitos de Facundo: el libro va a ofrecer un trabajo de diluci-dación, va a hacer inteligible lo que hasta entonces era un enigma. Si la dilucidación tendrá el carácter de una historia

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46 Carlos Altamirano

—va a contar una vida—, esa historia será iluminada con el au-

xilio de una teoría.17 Sin seguir la marcha del texto, veamos a

través de la dilucidación algunos elementos de esa teoría.

IV

Si en América Tocqueville había visto más que a América,

en la vida de Quiroga vería Sarmiento más que a Quiroga. "He creído explicar la revolución argentina con la biografía de Juan Facundo Quiroga, porque creo que él explica suficientemente una de las tendencias, una de las dos fases diversas que luchan en el seno de aquella sociedad singular", dice en la "Introdu-ción" (p. 17). Pero si este caudillo no era un caudillo simple-mente, "sino una manifestación de la vida argentina tal como la han hecho la colonización y las peculiaridades del terreno", el personaje y su proyección debían ser, a su vez, explicados por los hechos del medio físico e histórico. De ahí las dos partes en que divide la historia de Facundo: en la primera, que ocupa los primeros cuatro capítulos, evoca "el terreno, el paisaje, el tea-tro sobre el que va a representarse la escena"; en la segunda,

que abarca los nueve capítulos siguientes, aparece el "persona-je con su traje, sus ideas, su sistema de obrar" (p. 19). Para Sar-miento, que en esto adoptaba uno de los preceptos de la con-cepción romántica de la historia, entre el personaje y su medio

existía una unidad orgánica: se reflejaban mutuamente.

17 Recuérdese que el estar asistido por tina teoría era, a los ojos de Sarmien-to, lo que distinguía el avance del saber histórico: "El historiador de nues-tra época va a explicar con el auxilio de una teoría, los hechos que la histo-ria ha transmitido sin que los mismos que la describían alcanzasen a comprenderlos" (D. F. Sarmiento, "Los estudios históricos en Francia",

Obras..., t. II, p. 109).

Introducción al Facundo 47

El escenario en que hará su aparición la figura del caudi-

llo, como su emanación más auténtica, es la campaña. En esa llanura extensa y poco habitada, nos dice Sarmiento, en que durante largo tiempo se cruzaron indios y españoles, se había forjado ya en los años de la colonia un modo de vida distinto ál de los núcleos urbanos. Primitivo, áspero, expuesto a la pre-

, sión inmediata de la naturaleza y a las arbitrariedades de la fuerza, alejado de la ley y las doctrinas de la ciudad, el modo de vida de la campaña pastora había engendrado sus costum-bres y sus tipos sociales, todos los cuales no eran sino varian-tes de uno: el gaucho. El saber, las destrezas —la del caballo o la del cuchillo, las del baqueano o las del rastreador—, así co-

,. mo los valores de los habitantes de este mundo elemental, son los requeridos por las faenas rudimentarias de la estancia ga-nadera y una vida sometida permanentemente al peligro. Na-da estimula allí M'asociación, y la notoriedad de los hombres no proviene de la-Wda::pública, que no existe. Lo que produ-ce reputnorrsoli las habilidades estimadas por los gauchos y las peas del coraje fisico. Éste era el ambiente de la barba-

.... ríe, un término que en el lenguaje ideológico de la época, es decir, no sólo en Sarmiento, representaba tanto un concepto como una invectiva.

La antítesis del espacio bárbaro es la ciudad: "allí están los talleres de las artes, las tiendas del comercio, las escuelas y co-legios, los juzgados, todo lo que caracteriza, en fin, a los pue-blos cultos".18 La ciudad es el ámbito de las leyes y de las ideas,

• el núcleo de la civilización europea rodeado por la naturaleza americana—la pampa, el desierto—. "Saliendo del recinto de la ciudad, escribe Sarmiento, todo cambia de aspecto: el hom-bre lleva otro traje, que llamaré americano por ser común a to-

18 D. F. Sarmiento, Facundo, Buenos Aires, Espasa Calpe, 1993, p. 77.

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48 Carlos Altamirano introducción al Facundo 49

dos los pueblos; sus hábitos de vida son diversos, sus necesida-des peculiares y limitadas; parecen dos sociedades distintas, dos pueblos extraños uno de otro." No hay, pues, transición de

un espacio al otro. Hasta 1810 coexistieron en el territorio de la futura Argen-

tina, una junto a otra, estas dos formas de establecimiento hu-mano, dos sociedades, dos "civilizaciones" (aunque una era ca-si una no sociedad y la antítesis de la civilización). Ambas eran producto de la acción conjugada del medio fisico americano y la colonización española y cada una se desenvolvía en un es-cenario propio: la campaña pastora y la ciudad. Cada una de estas dos sociedades alojaba su propio espíritu y su propio principio. La ciudad, el principio de la civilización europea o civilización a secas; la campaña, el principio de la barbarie, el antagonista de la civilización. Ambas permanecieron indife-rentes una de otra hasta que la revolución de 1810 las puso en activo contacto. La revolución de la ciudad, impulsada por el espíritu del tiempo, es decir, por las ideas europeas (libertad, progreso...), movió, a su vez, a la campaña y ésta introdujo un elemento extraño, un "tercer elemento", que trastornó el cua-

dro clásico de toda revolución.

Cuando un pueblo entra en revolución, dos intereses opuestos

luchan al principio; el revolucionario y el conservador: entre no-

sotros se han denominado los partidos que los sostenían, patrio-

tas y realistas [...] Pero cuando en una revolución una de las

fuerzas llamadas en su auxilio se desprende inmediatamente,

forma una tercera entidad, se muestra indiferentemente hostil a unos y otros combatientes (a realistas o patriotas), esa fuerza que se separa es heterogénea; la sociedad que la encierra no ha

conocido hasta entonces su existencia, y la revolución sólo ha

servido para que se muestre y se desenvuelva.

A esta tercera entidad no le conviene, dice Sarmiento, nin-gimo de los nombres consagrados de la política.

Sobre el fondo de este esquema de las dos sociedades en presencia, que desde la revolución ya no se ignoran mutua-mente, Sarmiento formula la interpretación que revela el se-creto de las convulsiones argentinas. El movimiento revolucio-nario activó una doble lucha: una, la guerra de las ciudades, la que libraron contra el orden español los que buscaban abrir paso al progreso' de la cultura europea; otra, la que libraron los caudillos, representantes del espíritu de la campaña, con-tra las ciudades. El objeto de esta otra guerra no era poner fin a la autoridad española, sino a toda autoridad y a todo orde-namiento civil. Para la campaña, la revolución sólo fue la opor-tunidad para desplegar, en un teatro más vasto que el de la pulpería, los hábitos, las tendencias, todo lo que en su ámbi-to era hostil al•.41-riut civilizado de la ciudad. En fin, "las ciu-dades triunfancleM-españoles, y las campañas de las ciuda-des. He alui-éi¿Plicado el enigma de la Revolución Argentina, düyoptImer tiro se disparó en 1810 y el último aún no ha so-nado todavía". El enigma de las guerras civiles y del poder de los caudillos hallaba, pues, su respuesta en la revolución de la independencia y en el dislocarniento que ella había produci-do en los cuadros sociales del Antiguo Régimen.

Bajo la luz de esta fórmula interpretativa, que esclarece el secreto que desgarra la vida política argentina, comienza el re-lato de la vida de Facundo Quiroga. Si el esquema explica las condiciones y las tendencias generales que crearon el escena-rio para la trayectoria del caudillo riojano, la biografia se pro-pone enlazar en un destino, a la vez singular y representativo, los elementos discontinuos y dispersos de una historia colec-tiva. En la teoría o doctrina que rige tanto la explicación ge-neral como la biografia de Quiroga aparecen los elementos que Sarmiento conectó para traducir al lenguaje del saber

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50 Carlos Altamirano -Introducción al Facundo 51

—o, si se prefiere, a la imagen que él se había forjado de ese nuevo saber, que era el de la ciencia histórica— ese "modo de ser nuevo", o espíritu americano, que aún no había recibido una representación intelectual adecuada. Tomemos sólo algu-

nos de esos elementos. En primer lugar, la antítesis célebre entre civilización y bar-

barie. Los dos términos no sólo introducen una tipificación

conceptual de los antagonistas de la lucha, sino que amplifi-can el sentido de esa lucha, que se hace parte de una contien-da de alcances más vastos. No menos importante es que la re-presentación de las dos sociedades se inscribe así en un espacio simbólico donde ambas se ordenan jerárquicamente, y la Superioridad de una, aunque aparezca momentáneamen-te vencida, no puede sino conferirle títulos de dominación so-bre la otra. Desde el siglo xvin, cuando entra a formar parte del vocabulario intelectual occidental, la idea de civilización, indisociable de la idea de progreso y de perfeccionamiento se-cular, suponía la marcha ascendente del género humano, que se desprendía de la barbarie, hacia formas siempre superiores

de convivencia.19 En el Facundo, la sociedad rústica aparece

nombrada a veces como una civilización, como si Sarmiento admitiera un uso plural del término (no había una, sino dos civilizaciones) para describir la unidad de todos los rasgos de cada forma de establecimiento humano. Como lo admitía Gui-

19 Los términos civilización y barbarie formaban parte del lenguaje de las eli-tes letradas rioplatenses desde comienzos del siglo XiX: "Aparecen en el Telé-

grafo Mercantil, en el Semanario de Agricultura, Industria y Comercio, y en el Co-

rreo de Comercio, los tres primeros periódico; que vieron la luz en Buenos Aires,

en pleno virreinato (...]. En el Mensajero Argentino, de 1827, periódico de ten-dencia rivadaviana, hallamos por primera vez la dicotomía civilización-barba-rie" (Félix Weinberg, "La dicotomía civilización-barbarie en nuestros prime

ros románticos", Río de la Plata, Revista del Centro de Estudios de Literatura: y Civilizaciones del Río de la Plata (CELCIRP), n° 8, París, 1989, p. 8.

. zot, a quien saluda como el historiador de la civilización y a quien probablemente Sarmiento sigue en este tema Sin em-bargo, el uso en singular, que es el generalizado, fija el orden jerárquico entre los dos mundos.

Sarmiento no es insensible al "costado poético" de la vida

-bárbara y a veces su palabra aparece entregada a la descrip-

. ción admirada de la naturaleza y los personajes de ese mundo

de frontera, rudo y elemental. Incluso, en un pasaje del capí-tulo II indica, casi programáticamente, esa lucha irreconcilia-

ble y su escenario natural como la materia que puede confe-fide originalidad a la literatura argentina

Si un destello de literatura nacional puede brillar momentánea-mente en las nuevas sociedades americanas, es el que resultará de la descripción de las grandiosas escenas naturales, y sobre to-do, de la lucha'entre la civilización europea y la barbarie indíge-na, entre la inteligencia y la materia: lucha imponente en Amé-rica, y..e--clátlingar a escenas tan peculiares, tan características y tartera del círculo de ideas en que se ha educado el espíritu europeo, porque los resortes dramáticos se vuelven desconoci-dos fuera del país donde se toman, los usos sorprendentes, y ori-ginales los caracteres (p. 41).

¿Acaso, como observa en el mismo pasaje, un "romancis-

ta" americano, Fenimoore Cooper, no se ganó un nombre an-

te el público europeo al situar sus novelas en otra de las fron-teras de la lucha entre civilización y barbarie? La cautiva, el poema del argentino Esteban Echeverría, ofrecía otro ejem-

plo de esa belleza de la barbarie y del encanto que ella tenía

entre los lectores cultos ("ha logrado llamar la atención del mundo literario español", dice Sarmiento).

Se ha hecho uso y abuso de este fragmento. Se prueba con

él no sólo la adhesión del escritor al romanticismo literario, si-

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52 Carlos Altamirano Introducción al Facundo 53

no también que en el Facundo no hay únicamente denigración;

sino también admiración por los héroes y las costumbres de la sociedad pastoril. Hay que notar, sin embargo, que Sarmiento (como en general los románticos argentinos) acompaña a sus maestros, los románticos europeos, sólo hasta cierto punto: no busca ni descubre en el mundo rural, como ellos, la cultura del pueblo original, una cultura que se había perdido en las ciudades por obra de una civilización cosmopolita. La valora-

ción estética de la sagacidad del rastreador, de la sabiduría em-pírica del baqueano o del gaucho cantor, no implica una crí-tica al progreso ni un correctivo a la civilización. Aunque de a ratos nos dice que ese espacio sin civilizar irradia una suges-tión a la que él tampoco se sustrae, no deja margen para la am-bigüedad en lo que concierne a la perspectiva desde la cual ha de ser aprehendida y evocada la materia de la que puede bro-tar "un destello de literatura nacional": es la perspectiva de quien observa esa realidad como extraña y exótica, no como la fuente de una cultura propia. En este sentido, la fórmula que halló Coriolano Alberini para resumir el espíritu general del romanticismo rioplatense —fines iluministas, medios his-

toricistas— se aplica enteramente al Facundo.

Lo que Sarmiento valora a través de la idea de civilización

no son sólo los hábitos y las instituciones que él mismo desta-ca varias veces —los modales, el refinamiento de las costum-

bres, la escuela, los juzgados, el comercio, las artes de la indus-

tria, el cultivo de las letras, etc.—, sino algo aún más básico que puede ser captado en aquello que la campaña pastora nc provee. ¿Qué es lo que esa campaña no ofrece ni puede ofre cer, en virtud de su configuración social? Sitios regulares de interacción entre los hombres, que son los que moderan los impulsos del hombre natural y generan el sentido y el interés

de lo público. La ciudad, por el contrario, multiplica esos si-tios. Mientras la campaña pastoril dispersa a sus habitantes y

sus energías, la ciudad los reúne e inserta esas energías, inclu-so las que provienen del egoísmo, en algunos de los cuadros de la sociedad civil. Finalmente, en tanto la asociación urbana engendra el espacio público —espacio de deliberación anima-

- do por ciudadanos ilustrados que se manifiestan a través de la prensa—, la campaña, que no puede suscitarlo dentro de su ámbito, lo destruye cuando sus representantes se apoderan de

la ciudad. A partir de ese momento la opinión no puede po-- rier limites al poder. "Como no hay letras", escribe resumien-

do la situación en que ha caído La Rioja bajo el control de Qui-roga, no hay opiniones, "y como no hay opiniones diversas, La Rioja es una máquina de guerra que irá adonde la lleven".

Ahora bien, en Facundo no aparece sólo esta representa-ción arquetípica de la ciudad; aparecen también ciudades par-

'. ticulares —San Juan, Córdoba, Buenos Aires—, cuya imagen y cuyo papel varía-según la evolución del relato y, también, según las exigencia-S-1de la argumentación. Así, Córdoba repre-senta en tuyaii-dilénito eI espíritu español, el símbolo de la tura e~cada, y Buenos Aires, el punto de donde irradia la

:revolución, el espíritu europeo moderno, el del progreso y las

luces; pero, más adelante, la imagen de Córdoba se altera y la -ciudad mediterránea se inviste de los atributos del progreso europeo para dar asiento y sentido a la espada civilizadora del

- general Paz, que combate contra Rosas, gobernador de Bue-

nos Aires. Más importante aún: a través de un estudio detalla-

: do del texto, Noé Jitrik ha mostrado que las diferentes repre-

sentaciones mediante las cuales aparecen Buenos Aires y las provincias dejan entrever otro conflicto, entre Buenos Aires,

que cuenta con el control privilegiado del puerto, y el interior. Un tema del Facundo, la decadencia de las ciudades del inte-rior, atribuida a la invasión de la barbarie rural, hubiera en-contrado en ese conflicto una clave diferente, alternativa o complementaria de aquella a la que se aferra. Pero la palabra

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54 Carlos Altamirano Introducción al Facundo

55

de Sarmiento se muestra a la vez alusiva y elusiva respecto de ese antagonismo, al que no le presta ni la nitidez ni la gravita-

ción que le asigna a la oposición ciudad/ campaña."

No quisiera terminar estas indicaciones sumarias sobre al-

gunos de los elementos que componen la teoría que rige la his-

toria de Quiroga sin poner de relieve una pieza central de la

doctrina del caudillismo bárbaro: la idea del despotismo; una

constelación de ideas, en realidad, como las otras mencionadas

hasta ahora. Sin ella no cobra todo su sentido la imaginería

orientalista que prolifera a lo largo de la obra y que ha sido atri-

buida al gusto por el exotismo literario. Sarmiento enuncia el

término ya en la "Introducción" ("Rosas organiza lentamente

el despotismo...") y en el primer capítulo comienzan las ana-

logías orientalistas. Es verdad que en el Facundo el término

aparece frecuentemente en contextos donde resulta intercam-

biable por tiranía o gobierno absoluto, no sujeto a leyes. Es

también la acepción que puede ser encontrada en El espíritu de

las leyes, de Montesquieu, quien le dio su formulación clásica a

la idea al introducir una nueva clasificación de las formas de

gobierno: república, monarquía, despotismo. En éste, como en

la monarquía, el poder está en uno solo, "pero sin ley ni regla,

pues gobierna el soberano según su voluntad y su capricho".21

Con ese significado genérico, el término formó parte del len-

guaje ideológico del movimiento de la independencia hispa-

noamericana (al menos toda vez que adoptó el lenguaje del re-

publicanismo). Pero no es con esa acepción que la idea del

despotismo tiene una función teórica de relieve en el Facundo.

20 Noé Jitrik, Muerte y resurrección de Facundo, Buenos Aires, Centro Editor de

América Latina, 1968. 21 Montesquieu, El espíritu de las leyes, México, Editorial Porrúa, 1977, Libro Segundo, cap. I, p. 8.

En la misma obra de Montesquieu, sin embargo, la idea te-

nía una encarnación positiva, una radicación ejemplar en los hechos: la ofrecían las sociedades de esa parte del mundo "en

que el despotismo se ha naturalizado, por decirlo así, que es Asia".22 No nos interesa aquí la función teórica y política que

pudo tener la idea del despotismo en el discurso de Montes-

quieu. Digamos simplemente que al construir la figura del des-

potismo oriental o asiático —elaborada a partir de obras his-

tóricas e informes de viajeros—, se hacía eco de una larga

tradición del pensamiento occidental, tradición que no con-

cluiría con El espíritu de las leyes ni en el siglo xvm.23

Es en asociación con su figura oriental que la idea del des-

potismo desempeña un papel importante en la doctrina del

caudillismo bárbaro. Aunque basta leer algunos de los epígra-

fes del Facundo papa concluir que Sarmiento no extrajo sus imágenes de Orienté 'sólo de la lectura de Montesquieu, tam-

poco es clifícikreeonocer en sus cuadros y relatos el eco de los tópicowriVntalistas de El espíritu de las leyes. Entresaquemos só-lo unos pocos ejemplos. En primer término el más obvio, el

de la configuración fisica, del paisaje: la pampa es como la lla-

nura asiática, espacio abierto donde la vista no encuentra obs,

táculos, así como nada pondrá obstáculos naturales al poder.

En Montesquieu es el tipo de marco natural que propicia el

despotismo; en Sarmiento, el ámbito donde se engendran la

22 Montesquieu, El espíritu..., Libro Quinto, cap. XIV; p. 44. 23 Para una visión sintética de la trayectoria intelectual de la idea del despo-tismo oriental, que de Aristóteles llega hasta Marx y encuentra en El espíritu de las leyes el locus de su formulación clásica, véase Perry Anderson, El estado absolutista, México, Siglo XXI, 1980, pp. 477499. Edward W. Said ofrece un notable análisis de las funciones del orientalismo en la cultura y política oc-cidentales de los siglos xix y xx en Orientalisnz, Nueva York, Vintage Books, 1979.

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56 Carlos Altamirano Introducción al Facundo 57

barbarie y el dominio de los caudillos. Después, el principio

de gobierno. Según El espíritu de las leyes, a cada tipo de gobier-

no corresponde un principio, que es la pasión o el resorte es-

pecífico que cada uno de ellos requiere para poder obrar. El

principio de la república es la virtud, el de la monarquía el ho-

nor, el del despotismo el miedo." Ybien, el miedo aparecerá

en el Facundo como resorte del orden impuesto por Quiroga,

así como el miedo, el terror, impulsan a los habitantes del Bue-

nos Aires rosista a espectáculos de humillación y servilismo.

Por último, para no extender demasiado esta enumeración, la

"psicología" de Facundo, cuya mirada trae a la mente el "Alí-

Bajá de Moinvisin" y cuyos dichos y actos "tienen un sello de

originalidad que le daban ciertos visos orientales". ¿Qué guía

los actos del caudillo riojano, al menos hasta el momento en

que, sin que nada en el relato lo haga prever, se apodera de él

la idea de la organización constitucional del país? Una y otra

vez lo vemos obrar según el impulso de la pasión o los capri-

chos del humor del momento. Aun los actos que Sarmiento

no puede censurar se colocan bajo el signo de la arbitrariedad

despótica: "Por otra parte, ¿por qué no ha de hacer el bien el

que no tiene freno que contenga sus pasiones? Ésta es una pre-

rrogativa del poder ["del despotismo", escribe en la primera

edición], como cualquier otra". En El espíritu de las leyes, el dés-

pota oriental no obedece tampoco a otros impulsos.

La imaginería asiática que puebla las páginas del Facundo

no es, pues, simplemente un tributo al exotismo literario.25

24 Montesquieu, El espíritu..., Libro Tercero. 25 La referencia al amo despótico no estaba ausente, tampoco, en uno de los maestros del exotismo orientalista romántico, Chateaubriand: "Uno se ve en medio de una muchedumbre muda, que parece querer pasar sin ser vista, y siempre tiene el aspecto de querer sustraerse a la mirada del amo"

Refuerza y, si se quiere, le presta su apariencia exótica a la fun-

ción intelectual que desempeña la idea del despotismo_ No

pretendo decir que la doctrina del caudillismo se alimente só-

lo de la noción del despotismo oriental (Sarmiento nos habla

también de la Inquisición de la herencia española y, aquí y allá,

de la Edad Media y del feudalismo). Menos aun que el perso-

naje de Facundo esté figurado únicamente según los rasgos

mencionados. El caudillo riojano es también el "hombre de

naturaleza" (otro tópico y otro mito) y, sobre todo, es un ejem-

. :plo del "grande hombre", el individuo de genio que tiene, de

acuerdo con el historicismo romántico, la virtud de expresar

y representar el espíritu, las tendencias, las aspiraciones de una época y un pueblo.26 De ese modo, el personaje de Qui-

roga se hace portador de una grandeza, así sea de la grande-. za de la barbarieilue no pertenece al repertorio de los dés-

potas de Montesquied. ,

La individüáliaáci del Facundo se recorta entonces no al margen; sino sobre ese bólido de libros, lecturas e ideas reci-

bidas que la obra de Sarmiento activa para descifrar el senti-

do de la experiencia argentina surgida de la revolución de

1810. Pero para hablar de esa experiencia, de las formas dife-

renciadas de sociabilidad criolla que habían brotado de la co-

Ionización española, del dislocamiento social que introduje-

ron la revolución y la guerra de la independencia, así como

(Chateaubriand, Itinéraire de Paris á férusalem, 1811, p. 206, cit. por Alain Grosrichard, Estructura del harén, Barcelona, Ediciones Petrel, s/f, p. 94). 26 En 1842, al presentar una serie de biografías, Sarmiento formuló ya su concepción acerca del papel representativo de los "grandes hombres": "De las biografías", El Mercurio, 20/3/42, Obras..., t. I, p. 178. Sobre la deuda de esa concepción con el filósofo ecléctico y hegelianizante Víctor Cousin, véa-se Raúl A. Orgaz, Sarmiento y el naturalismo histórico, Córdoba, Imprenta Ar-gentina 1940, pp. 45-61.

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58 Carlos Altamirano `jntroducción al Facundo 59

de las fuerzas que liberó ese dislocamiento —fuerzas que du-rante décadas serían el espectro de las elites cultivadas—, Sar-miento no activó sólo esas nociones en que creyó encontrar los esquemas de inteligibilidad de su objeto. Esto nos lleva al último punto de esta introducción.

El Facundo busca hacer ver y aleccionar, pues la verdad ha de ser sensible además de inteligible. Leamos: "Para hacer sen-sible la ruina y la decadencia de la civilización, y los rápidos progresos que la barbarie hace en el interior, necesito dos ciu-dades...". Aquí serán La Rioja y San Juan las que se prestarán para hacer ver la idea de la barbarización de las ciudades del interior; más adelante, Buenos Aíres y Córdoba serán necesa-rias para hacer sensible otro esquema de inteligibilidad: "la carta geográfica de las ideas y los intereses que se agitaban en las ciudades". El procedimiento (llamémoslo dar apariencia sensible al pensamiento: la fórmula interpretativa o el concep-to) no es ocasional, ni se realiza sólo en el ejemplo de las ciu-dades. Por el contrario, anima la marcha general del discur-so, como si Sarmiento respondiera, permanentemente, a la pregunta: ¿qué escena, qué relato, qué individuo, qué hecho, puede dar figura sensible a la idea? El procedimiento no siem-pre obedece al orden de los ejemplos citados, en que se enun-cia la noción o el esquema intelectual para investirlos a conti-nuación de una nueva y mayor elocuencia a través de la representación de unos hechos. Aveces, el orden se invierte

(y la movilidad del texto no es ajena a estos cambios): es el re-lato el que lleva a la idea, como es un relato el que nos lleva a la primera idea de Facundo, o es el retrato de este último el que nos introduce en el concepto cle su carácter. O bien es el corolario doctrinario el que cierra y le asigna su sentido gene-ral a una narración que lo antecede. Como en el caso de la ba-talla de la Tablada, narrada rápidamente, y tras la cual se abre el comentario ideológico: "En la Tablada de Córdoba se mi-

dieron las fuerzas de la campaña y la ciudad bajo sus más al-tas inspiraciones, Facundo y Paz, dignas personificaciones de las dos tendencias que van a disputarse la República...".

Dentro de este dispositivo, Sarmiento activa todas las for-mas que había aprendido en la lectura de la literatura de cos-lumbres y la literatura de viajes, en las novelas y en las obras históricas, formas que alternará con los recursos de esa otra que vimos más arriba, los de la elocuencia oratoria. Por estos medios haría sensible lo que los elementos de la teoría se pro-ponían hacer inteligible. Ahora bien, en el discurso del Facun-

do hacer sensible es, sobre todo, hacer visible, poner ante los ojos, por decirlo así. Sólo excepcionalmente el sentido menta-do es el de la audición (aunque veremos que la palabra de Sar-miento se deja oír), como en esta síntesis de las consecuencias que acarreó el fusilamiento de Dorrego: "Desde este momen-to nada quedabT4iie, hacer para los tímidos, sino taparse los oídos y cerrar los Os. Los demás vuelan a las armas por todas partes yflyoopel de los caballos hace retemblar la Pampa, y el cañón Inseña su boca negra a la entrada de las ciudades".

Lo dominante, sin embargo, es la visión, desde el comien-zo. No sólo porque el texto nos hace asistir a innumerables es-cenas, a las escenas de la naturaleza, de la barbarie o de la gue-rra, sino porque todo parece prestarse a ser puesto bajo el

signo de la visualización, desde los trajes que revelan la índo-

le de cada sociedad hasta los colores. ¿Cómo se hace sensible

la mentalidad unitaria, sino a través de esa figura a la que ve-

mos caminar erguida, sin inmutarse aunque sienta "desplo-marse un edificio"? ¿Qué consecuencias trajo para La Rioja la destrucción del "orden civil" provocada por Quiroga? "Sobre esto no se razona, no se discurre. Se va a ver el teatro en que estos sucesos se desenvolvieron, y se tiende la vista sobre él: ahí está la respuesta." Pero la visión —el poner ante los ojos— no es únicamente la instancia por medio de la cual se enseña al

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60 Carlos Altamirano introducción al Facundo 61

lector el alcance y la significación de una idea o un argumen-to. Ella opera también como instancia para los personajes del texto. Así, si el retrato de Facundo nos lleva a nosotros, sus lec-tores, a la primera idea de su carácter, el propio Facundo ha aparecido poco antes, cuando aún no sabíamos su nombre, fascinado y aterrado a la vista del tigre, "del que no podía apar-tar lds ojos". ¿No es, a la vez, la vista de Facundo un elemento

de su leyenda y de su poder sobre los hombres? O tomemos la imagen de Rosas, quien aparece no únicamente ante nues-tros ojos de lectores, sino también ante los ojos de quienes lo rodean, como en la ocasión en que asume, con talante desem-barazado, el gobierno de la provincia de Buenos Aires, en 1835: "su aplomo en la ceremonia no dejó de sorprender a los ilusos que habían creído tener un rato de diversión al ver el desmaño y gaucherie del gaucho".

Hacer ver a través de escenas, personajes y acciones se aso-cia con la idea de representación, drama y espectáculo. Sar-miento utiliza más de una vez la metáfora clásica del teatro. Ci-temos una: "Por la puerta que deja abierta el asesinato de Barranca-Yaco, el lector entrará conmigo en un teatro donde

todavía no se ha terminado el drama sangriento". Ahora bien, si el lector es llevado una y otra vez a presenciar las escenas de un espectáculo dramático, ¿el texto no lo hace asistir también

al espectáculo del propio Sarmiento (o del narrador, si se pre- fiere)? ¿No lo vemos ya alzando la vista al cielo, horrorizado

frente a los hechos que él mismo relata (como en la historia de Severa, la muchacha requerida por Facundo: "¡Dios mío! ¿No hay quien favorezca a esta niña?"); ya dando ánimo y aliento a uno de los contendientes del drama,•como en el pasaje en que

se dirige al general Paz; ya perdiendo la paciencia frente a esa Buenos Aires que no termina con los festejos en honor a Ro-sas: "Pero, ¿hasta cuándo fiestas? ¿Que no se cansa este pueblo de espectáculos?". En efecto, no dejamos de verlo, o, dicho de

otro modo, quien tiene la palabra no cesa de introducirse en el campo de visión que él mismo produce. ¿Qué figura, qué personaje se corresponde con esa voz que no dejamos de escu-:har, que una y otra vez se eleva por sobre los enunciados na-rativos, descriptivos o doctrinarios, para entregarse a la indig-iación o al sarcasmo, a la amonestación o al entusiasmo?

Volvamos al tema de la visión. Hacer ver remite también a

enseñar, en la doble acepción de mostrar e instruir. En un ar-tículo de 1842, destinado a destacar los méritos de la biogra-fia, Sarmiento sostenía que ese género posee una doble cua-lidad: permite explicar al gran público las tendencias y el espíritu de una época a través del desarrollo de una vida, por

un lado, y es apto para estampar las buenas ideas, por otro.27

Estampar las buenas ideas es también el papel que tienen los

exempla en el sermón. Y bien, esa voz que no deja de hacerse

oír en el Facundo; Intercalada entre los relatos, los argumen-

tos o los cuadros decostumbre, nos recuerda la presencia del predicadofrcilyk plataforma no es, en este caso, la del púlpi-to, sinol'a plataforma profana de la civilización. Nos recuerda la presencia del predicador laico en el escritor público, el que hace sensibles las ideas, las de la interpretación histórica y las

del programa de la-ciudad liberal, y las estampa. Aunque in-

voca constantemente a su lector, el texto parece reclamar no

sólo la recepción de la lectura, sino la recepción y el eco de

una audiencia, ante la cual discurre una palabra cuyo ritmo y cuyo timbre varían según una amplia gama de tonos y que pa-

rece disfrutar, a la vez, de la evocación histórica y del adoctri-namiento, de la digresión y de la polémica. A través del movi-miento que anima ese verbo, se abren paso la representación y la norma, la figuración de los hechos y la prescripción.

27 Véase artículo cit en nota 26.

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3 Intelectuales y pueblo

El divorcio entre las elites culturales y el pueblo fue, du-rante buena parte de este siglo, uno de los temas del debate intelectual argentino. Al hombre de letras y al hombre de ideas se les haría ese cargo —estar separado de su pueblo-L-- y en esa desconexi6h se identificará uno de los males del país.1 En su paso por ci.siglo el tema no permaneció intacto: fue adaptado,41:éoliiátos cambiantes, se mezcló con otras ideas, adquil4dinflexiones que no pertenecían a la constelación ori-ginaria y se desplazó de un punto a otro del campo ideológi-co. Quisiera ampliar este planteo siguiendo, a grandes saltos

y con algunas pocas ilustraciones, etapas de ese recorrido. Las disputas acerca de las relaciones entre, los intelectua-

les y el pueblo (con toda la polisemia que esta noción movili-

za) son en todas partes disputas entre intelectuales.2 En la Ar-gentina las cosas no fueron diferentes y si hay que buscar para

1 Diana Quatrochi-Woisson, para quien la tensión entre una elite cosmopo-lita y el pueblo marcó "trágicamente los grandes momentos y fracturas de la historia argentina", ofrece una versión de esta tesis en "Argentine: periples et tourments d'une intellectualité excentrée", Histoire comparée des inlellec-tuels, suplemento del Bulletin de l'Instilut d'Histoire du Temps Present, CERI, 1997. 2 Pierre Bourdieu, "Los usos del `pueblo'", Cosas dichas, Barcelona, Gedisa,

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64 Carlos Altamirano Intelectuales y pueblo 65

la querella una apertura evidente, ningún comienzo Más cla-ro que el de las declaraciones del ensayista Ramón Doll en un reportaje sobre la crítica literaria:

Para mí la historia de la inteligencia argentina es una historia de deserciones, de evasiones. Jamás, en país alguno, las clases cul-tas viven y han vivido en un divorcio igual con la sensibilidad po-pular, es decir, con su propia sensibilidad. Habría que hacer un día no la historia de las ideas argentinas, como Ingenieros lo in-tentó, ni de la literatura argentina, como lo ha hecho Rojas, ni menos aún de las ideas estéticas; habría que iniciar la historia de la traición y de la deserción de la inteligencia argentina respec-to a la vida, a la tierra, a las masas nacionalistas, gauchas o grin-gas. Nuestra cultura ha vivido siempre desasida, desprendida del país; se desliza, se desentiende, no se arraiga, ni se nutre de las savias nacionales.3

En la acusación contra las "clases cultas", el juicio de Dóll unía pasado y presente —la defección de hoy se enlazaba con una defección histórica—. El reportaje es de 1930 y adquirió con el tiempo la reputación de manifiesto fundador. No por el eco que despertara por sí solo, sino porque el nacionalismo ha-

ría de él, por intermedio de julio Irazusta, principalmente, uno de los textos proféticos de toda una generación.4 Es un hecho que había en esas declaraciones el reto más abierto, formula-do en los términos de crítico insolente que era el suyo, a lo que

había sido, hasta la década de 1920, el consenso intelectual res-pecto del papel de las elites letradas en la historia nacional. La idea de que "todo el país fuera un designio de la inteligencia,

3 Ramón Doll, "Reportaje publicado en la Literatura argentina" (1930), Lugo-nes, el apolítico y otros ensayos, Buenos Aires, Peña Lillo, 1966, p. 154. 4 julio Irazusta, "Prólogo. El aporte de Ramón Don", Ramón Doll, Acerca de una política nacional, Buenos Aires, Difusión, 1939.

lin plan concebido en la mente de los Mitre, de los Sarmiento, los Alberdi", era para Doll sólo una gran falsificación.5

Ese consenso lo ilustraban, a juicio de Doll, las dos obras que mencionaba como ejemplo de aquello que no había que

hacer, la Evolución de las ideas argentinas, de José Ingenieros, publicada en 1920, y la Historia de la literatura argentina, de Ri-cardo Rojas, aparecida en 1922. Pese a todo lo que separaba a

: esas obras en cuanto al esquema histórico y a la orientación

ideológica, ambas preservaban un núcleo básico: la creencia de que la nación se había constituido en torno al proyecto y la acción de los miembros de la generación de 1837.

Podría observarse, por cierto, que en El diario de Gabriel

'• Quiroga, de Manuel Gálvez, publicado en 1910, aparecía ya el

esbozo de una versión de la historia nacional alternativa a la que se había instituido como representación canónica del pa-sado. Por ejempló7én.4. reivindicación de los caudillos y del "espíritu americalió" (espontáneo, democrático, popular)

contra él "-cIspli-du europeo" (afrancesado, retórico, artificial, aristociltiCo). Verdadera inversión axiológica de la antítesis sarmientina, la reivindicación se complementaba con la ala-ban7a. de Sarmiento como escritor bárbaro. Pero en 1910 no había llegado aún la hora de los grandes sobresaltos para la república liberal, y el diario ficticio de Gálvez no encontró des-pués de su aparición el grupo doctrinario que acogiera sus

afirmaciones heterodoxas, haciéndolo miembro de la familia. Cuando Ramón Doll lanzó su imprecación contra los in-

telectuales la situación era otra. El paisaje político había cam-biado por.obra del sufragio universal, que acarreó la suprema-cía electoral del radicalismo, invencible desde 1916. También. era otro el clima ideológico. A la conmoción que había traído la guerra que desgarró a Europa durante cuatro afibs siguió

Idem, p. 158.

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66 Carlos Altamirano Intelectuales y pueblo 67

la de sus derivaciones, la Revolución maximalista en Rusia y, sólo unos años después, el experimento fascista en Italia. De todo parecía desprenderse un mismo mensaje —la quiebra de la civilización liberal en el mundo— y desde mediados de los años de 1920 estaban en circulación los presagios sombríos y los llamados a la salvación nacional. El disgusto respecto de la democracia política se alimentaba del disgusto frente a los go-

biernos radicales, y a la inversa. Sobre este fondo había pro-yectado su diagnóstico una nueva generación de jóvenes na-cionalistas que no quería únicamente ya, como Rojas y el primer Gálvez, una reforma intelectual y moral para hacer frente a los efectos de la inmigración, sino también una refor-ma del orden político y social. Este era el proyecto de quienes en diciembre de 1927 comenzaron a hacer sus primeras armas

políticas en las páginas de La Nueva República: "La sociedad ar-

gentina pasa por una profunda crisis", habían escrito Julio y

Rodolfo Irazusta al presentar el programa del periódico. La crisis se hacía evidente en el desorden espiritual reinante ("caos de doctrinas e ideologías") y descubría la ausencia de una elite dirigente. "No solo la juventud argentina de hoy, has-ta el país mismo han carecido de guía y de dirección".6

El cuestionamiento de Doll a la intelligentsia argentina, que

"da espaldas a la realidad y al pueblo, a la tierra y a la Nación",

marchaba en dirección convergente a la crítica nacionalista de la vida pública. Pero esa afinidad sólo se hará manifiesta

cuando los nacionalistas pasen de los planes de acción políti-ca y la prédica contra Yrigoyen a la crítica histórica. Es decir, después de la desilusión que experimentaron con el general Uriburu y lo que llamaban la "revolución de septiembre". El derrocamiento de Yrigoyen no había traído la eliminación del

sufragio universal ni la reorganización del Estado y la socie-dad sobre principios corporativos, que era la revolución en nombre de la cual habían conspirado, sino una versión con-servadora y fraudulenta del orden liberal.

Julio Irazusta recordará después que fue el revés político y el fin de la Nueva República lo que había de llevarlo al estudio sistemático del pasado nacional. El primer fruto importante de esa revisión -aparecerá en-un texto destinado a convertirse en clásico del pensamiento nacionalista, La Argentina y el imperia-lismo británico, escrito en colaboración con su hermano Rodol-fo y publicado en 1934. El libro tenía un objetivo político: cri-ticar el tratado firmado por el gobierno argentino con Gran

Bretaña en 1933 y, a través de la crítica a lo que se conocía tam-bién como Pacto Roca-Runciman, censurar al régimen que pre-sidía el general Justo. Los finos caballeros que representaron a lá.Argentina en la-iilgóciación del tratado, decían los Irazusta, habían actuado co mentalidad colonial. Ahora bien, al anali- zar

--s-- zar este-acw-Clos'que reforzaba con nuevos lazos la dependen- cia ecórigmi ca de la Argentina respecto del imperio británico, los autores encontraban que el suceso no podía aclararse sino con la historia. "Lo que estudiábamos y lo que veíamos, el pa-

. sado y el presente, se iluminaban recíprocamente", escribirá más tarde Julio Irazusta al evocar la gestación del libro.7 Sin una historia de la oligarquía, en suma, el trabajo quedaría inconclu-so y la tercera parte estará consagrada a dar cuenta de ella.

En el análisis de los Irazusta, la oligarquía no es, como ha

observado Tulio Halperin Donghi, una clase social ni una eli-te política: es, al menos en su génesis, una elite de pensamien-

to, una clase cultural. A lo largo de la interpretación del pro-ceso histórico nacional desde 1826 hasta la organización del

6 "Nuestro programa", La Nueva República, 1/12/27. 7 Julio Irazusta, Ensayos históricos, Buenos Aires, Eudeba, 1968, p. 12.

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68 Carlos Altamirano ' `1ritelectuales y pueblo - •"

69

Estado nacional según la constitución de 1853, el grupo riva-daviano y los emigrados de la generación del 37 (Sarmiento aparece como su quintaesencia) son los portadores del espíri-tu oligárquico. Su programa, de acuerdo con los Irazusta, se resume en dos palabras: comercialismo y progresismo. El "ca-rácter primordialmente ideológico de la oligarquía" no signi-ficaba que los autores le atribuyeran una ideología, sino que ella era la encarnación de la ideología como tal, es decir, de la pretensión de regir la vida política de acuerdo con una doc-trina extraída de la razón. "Los obstáculos que la realidad le oponía lo hacían caer; pero él no se desviaba de su camino", escriben al hablar de Rivadavia, para subrayar que esta elite in-telectual antitradicionalista era, además, impermeable a la ex-

periencia.8 En el retrato no es dificil reconocer el modelo, el de la crítica conservadora de la Revolución Francesa, de Ed-mund Burke en adelante, que acusaba a los intelectuales (los

philosophes) de haber guiado la opinión en la obra de desor-den y destrucción con que identificaban la revolución.

¿Y el pueblo? En el escrito de los Irazusta el pueblo no es objeto de una representación tan concreta como la oligarquía, pero las pocas referencias que hay a él nos hacen saber que ha

resistido el dominio de ese círculo cultivado y que es criollo,

católico y-tradicionalista. A ese "demos criollo", como lo lla-man, se debe el fracaso del proyecto concebido en 1912 para proseguir, mediante el sufragio universal, el experimento ini-

ciado con Rivadavía y reanudado en 1852. En consonancia con la mentalidad liberal de la oligarquía, la democracia "debía

ser laica y perfeccionista, progresista y anticlerical".9 Los pla-

nes fallaron, sin embargo, porque el pueblo plebiscitó a Yri-

8 Rodolfo y Julio Irazusta, La Argentina y el imperialismo británico, Buenos Ai-res, Editorial Independencia, 1982, p. 141. 9 Idem, p. 201.

: oyen, "caudillo autoritario y absorbente que no manifestó ningún fastidio por los curas".1° Aunque el caudillo mayorita-rio no tenía las virtudes de un estadista, sus intuiciones lo ha-

_ lían apartado de la opinión liberal. Desde lás páginas de la revista Claridad, Ramón Doll celebró

la aparición del ensayo de los hermanos Irazusta como un acon-tecimiento intelectual. Y nada le parecía más digno de elogio que esa tercera sección del libro, dedicada a la historia de la oli-

garquía (por sí sola, dice, "puede constituir todo un nuevo pro-

zrama de historia y una norma de acción política hacia el futu-o").11 La Argentina y el imperialismo británico había puesto al

descubierto, yendo más allá de las máscaras ideológicas que en-

.- torpecían la visión de la sociedad nacional, cuál había sido des-: de la Independencia la sustancia del antagonismo que regía la historia argentina. La lucha, dice Doll, no fue, ni es, entre la "ci- vilización" y la "battUe", sino entre dos tendencias: una, urba- :, na, unitaria, progre0Sta;:la línea oligárquica, que sujetaba todo a la riquez1„y'all''paz vacuna" obtenida por "una2` elite' que

conduel los destinos del país"; otra, la línea federal, en la que "prevalecieron las masas populares, con su mayor sensibilidad territorial y con ese acto primo de repulsa instintiva que tiene siempre el pueblo ante él intelectual y el extranjero".12 Los dos nombres que asocia a esta tendencia son los de Rosas e Yrigo-yen, el Yrigoyen, especifica Doll, "anterior a 1912".13

lo Idem. 11 Ramón DO, "Grandeza y miseria de la oligarquía", incluido en Liberalis-mo en la literatura y la política, Buenos Aires, Claridad, 1934, p. 46. 12 Idem, p. 47. 13 Idem, p. 43. La reivindicación conjunta de Rosas e Yrigoyen no era un hecho singular en 1934, pues desde mediados de los años de 1920 los dos caudillos figuraban relacionados, como lo muestra Diana Quatrocchi-Woisson en su agu-do trabajo sobre el revisionismo histórico (Los males de la memoria. Historia y po-lítica en la Argentina, Buenos Aires, Emecé, 1995). y la orientación populista aparecerá, observa Quatrocchi-Woisson, desde esos años como uno de los po-

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70 Carlos Altamirano, Intelectuales y pueblo 71

Cuando en la escena política hizo su aparición, a mediados de la década de 1940, el general Perón, la tesis histórica relatava al desencuentro y aun a la oposición de elites cultivadas y pueblo estaba, pues, disponible. Pero el surgimiento del nue-vo caudillo popular no dejó intacta la cuestión y ayudó a que la tesis alcanzara su forma general, que podría resumirse así: no sólo en el siglo pasado, sino también en el siglo xx, cada gran irrupción del pueblo argentino se hizo con la oposición de los ilustrados y bajo la guía de caudillos. Toda la historia na-cional, desde 1810 hasta el presente, debía leerse con arreglo

a ese esquema. Montoneras y caudillos en la historia argentina, el ensayo del

forjista Afilio García Mellid, aparecido en junio de 1946, no ha-rá más que glosar esa clave y representar el advenimiento de Perón de acuerdo con ella. "Era evidente, escribe García Me-lid, que el mito y la mística, vacantes desde la muerte de Trigo-yen, habían encontrado su nueva encarnación y su caudillo".14

La nueva montonera era la "montonera social", expresión des-tinada a subrayar la continuidad histórica del pueblo esencial, figurado por las montoneras. Los adversarios a los que el autor busca batir son los que llama "representantes del privilegio in-telectual":son los que temen por "la reaparición de la monto-

los del rosismo: "El análisis de contenido de los peródicos de la época y el mo-do en que tratan los temas de carácter histórico nos permiten distinguir, en la corriente de simpatía hacia Rosas, dos fuentes de inspiración: una de tipo po-pular e incluso populista, la otra de carácter elitista" (p. 56). Una versión lite-raria de la conjunción de populismo, nacionalismo y reivindicación mitológi-ca de Rosas e Yrigoyen puede leerse, también por la misma época, en algunos de los ensayos criollistas de Jorge Luis Borges.Veánse Beatriz Sarlo, "Vanguar-dia y criollismo: la aventura de Martín Fierro"; C. Altamirano y B. Sarlo, Ensayos argentinos. De Sarmiento a la vanguardia, Buenos Aires, Ariel, 1997, y Rafael Olea Franco, El otro Borges. El primer Borges, Buenos Aires, FCE, 1993, pp. 77-116. 14 Atilió García Mellid, Montoneras y caudillos en la historia argentina, Buenos Aires, Recuperación Nacional, 1946, p. 173.

vera y por la obra de estricta justicia en que está empeñado su caudillo". Pero ellos deberían advertir que se trata "del juego natural de las fuerzas históricas argentinas, que han vaciado en tales formas.pasionales su concepto de la democracia".15

El peronismo activó todas los significados ligados con la pa-labra pueblo, evocando alternativamente al pueblo-nación, al pueblo-obrero, a los humildes y, tanto para adictos como para opositores, a las masas. La crítica contra los "privilegiados del intelecto" continuó, pero los querellados no respondieron si-no indirectamente. El "ario echeverriano", es decir, la campa-ña de celebración del centenario de la muerte de Esteban Echeverría en 1951, fue una forma de oposición intelectual al peronismo y una reivindicación del papel rector de los intelec-tuales en la historia nacional. De todos modos, lo distintivo fue que no hubo duelo.entre los contrincantes, que permanecie-ron en esferas inca;unicadas Cuando en 1954 Jorge Abelar-do Ramos publicó »isi; y resurrección de la literatura argentina, el panfiétct9n que tomó a su cargo el proceso contra la intelli-gentsia;'Wa

, duciendo a un esquema leninista la vieja condena

nacionalista al cosmpolitismo cultural, sus tesis sólo conocie-ron la réplica de Ramón Alcalde en la revista Contorno.

La década peronista tuvo, ciertamente, efectos sobre el sec-tor intelectual adversario, pero la alteración no se haría per-ceptible sino luego del derrocamiento de Perón. También allí, originando en las filas de la constelación intelectual antipero-

nista una grieta que el tiempo no haría sino ensanchar, se ins-taló después de 1955 el tema de la dicotomía elites/masas y la

idea de que el pueblo era portador de una verdad que los doc-tos habían ignorado y de la que debían aprender. Hacerse por-tavoz de ese pueblo y de esa verdad ignorada se volverá enton-ces una posición políticamente ventajosa en los debates

15 Ideen, p. 174.

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72 Carlos Altamirano ntelectuales y pueblo 73

ideológicos, dotando a quienes supieran ocuparla de una au-toridad que otros recursos intelectuales no podrían igualar.16

Quien arrojó el tema en el campo del antiperonismo fue un nacionalista, Mario Amadeo. Perón, escribirá, "exacerbó un problema que nos es común con toda Hispanoamérica y

que forma como el nudo de este drama: el divorcio del pueblo

con las clases dirigentes".17 En su réplica, Ernesto Sabato reto-

mará el punto: "Es que aquí nacimos a la libertad cuando en Europa triunfaban las doctrinas racionalistas". Yla misma uni-lateralidad que en el siglo xix había impedido que los "docto-res" comprendieran a los caudillos, bloquearía la compren-sión del peronismo un siglo más tarde. En el discurso de

Sabato el pueblo no es sólo la masa desposeída, sino también el portador del sentimiento y las pasiones: el pueblo-instinto, ese lado nocturno del ser colectivo desconocido o desprecia-do por el racionalismo de los ideólogos. "Así se explican tan-

tos desgraciados desencuentros en esta patria."18

La brecha que se abrió dentro de quienes se habían uni-do en la oposición al peronismo fue mayor entre los jóvenes que entre los adultos y alejó a los primeros de los segundos, sobre todo en el mundo universitario. Pero lo que llevó a los

jóvenes arorriper con el progresismo liberal de los mayores no fue el eco de la cultura peronista, sino el afán de cancelar esa

distancia con el pueblo que el peronismo convirtió en un da-

to sensible. Nadie ha recordado con más elocuencia que Da-vid Viñas la mezcla de deseo y expectativa que inspiraba ese

pueblo al que se iba a "espiar" en la Plaza de Mayo:

16 En las décadas que siguieron a la caída de Perón, nadie ocupará tan com-pletamente esa posición como Arturo Jaurteche, quien inició con Los profe-

tas del odio (1957) su larga campaña contra el "duro corazón de los cultos".

17 Mario Amadeo, Aya; hoy, mañana, Buenos Aires, Gure, 1956, p. 97. 18 Ernesto Sabato, El otro rostro del peronismo. Carta abierta a Mario Amadeo,

Buenos Aires, s/e, 1956, pp. 44 y 45.

... el populismo siempre nos fue grato y las grandes manifestacio-nes peronistas nos fascinaban. La fuerza que descubríamos allí nos tomó de sorpresa cuando íbamos a espiar y verificar el núme-ro de hombres que realmente se reunían a escuchar. El ímpetu y la insolencia que cargaban y el malestar que infundían en el Ba-rrio Norte nos satisfacía aunque tardásemos en confesarlo. Las marcas de pintura roja a lo largo de la calle Santa Fe nos diver-tían hasta por su tono melodramático. El miedo de la vieja bur-guesía nos alentaba, hasta nos daba la dimensión de lo que sería nuestra futura fuerza: si a los obreros —pensábamos-- que avan-zan a la bartola les sumamos dos o tres ideas bien precisas apor-tadas por nosotros, esto se podía convertir en algo formidable.19

Había, sin duda, cierto sarcasmo en esa evocación de la em-briaguez populista qué provocaba la esperanza de cruzarse con las masas. El misniTjleritor, sin embargo, habría de mostrar que tomaba en seripM deseo de ese encuentro. Así, no halla mos ya nri~á'''ir-1nía en la foto que pocos años después apa- reció en` de contratapa de su libro Las malas cos- tumbres. Se podía ver allí el rostro de Viñas y detrás, como

•fondo, un afiche donde se divisaba una multitud, la sigla CGT

en grandes caracteres que parecían elevarse desde el gentío, y debajo las letras E, R y la mitad de la O, que dejaban adivinar el nombre de Perón, que era parte del anuncio pero quedaba fuera del cuadro. Era la figuración de la idea, podría decirse: el escritor de izquierda con su pueblo, que no era el pueblo

imaginado de la alianza progresista, sino el pueblo histórico con sus símbolos.

La cuestión del divorcio entre elites y masas recorrió, pues, todo el espacio ideológico, de una orilla a la otra Moldeado

19 David Viñas, "Una generación traicionada. Carta a mis camaradas de Can-. torno", Marcha, Montevideo, 31/12/59.

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74 Carlos Altamirano

en los años de 1930 con recursos de la cultura de derecha,20 el

tema se alojaría en la cultura de izquierda unas décadas des-pués, proporcionándole, al menos a una parte de ella, la clave

para describir e interpretar la marginalidad política de todas las variantes, reformistas o radicales, del socialismo. Como sus

ancestros liberales, la izquierda argentina había sido también

cosmopolita y libresca. Ésta era, a juicio de Juan Carlos Portan-

tiero, la verdad desoladora de la izquierda. "Ideológicamente

hemos sido coetáneos de todas las experiencias y de todas las discusiones del socialismo europeo", escribirá, _para observar a

continuación que de la historia argentina había que sacar la

triste conclusión de que "cada gran irrupción de las masas ar-

gentinas se hizo con símbolos no sólo distintos, sino también

opuestos a los que proponía la `izquierda' 21 Los intelectuales

y los políticos que proclamaban esta identidad e hicieron suya

la tradición liberal del siglo xix, proseguirá, resultaron "epígo-nos de todas aquellas frustraciones que marcaran un hiato in-

salvable entre elites modernistas y masa, durante la primera eta-

pa de configuración de la comunidad nacional".22

Al insertarse en la izquierda, el tema se entrelazó con otros

razonamientos doctrinarios y adquirió sentidos que no tenía

en la constelación originaria. En su nuevo ámbito, la represen-

tación del pueblo tenía su núcleo en la idea del proletariado,

depositario de la nación y, a la vez, clase redentora; la figura

del intelectual no remitía ya, al menos inmediatamente, a la

oligarquía, sino a la clase media, de donde provenía y a don-

2° Aunque Doll perteneciera a las filas del socialismo, su alegato contra los intelectuales se alimentó de tópicos procedentes de la cultura antisocialista

y antiliberal. 21 Juan Carlos Portantiero, "Socialismo y nación", Nueva Política, año 1, n°

1, pp. 6-7. 22 /dem p. 7.

Intelectuales y pueblo 75

de tendía a volver (en el fondo del intelectual, aun de izquier-da, dormitaba siempre el pequeño burgués y viceversa);23 el divorcio de elites y pueblo alimentaba el deseo de otra alian-za: una alianza que no se fundara en el proyecto de conver-

sión del pueblo que había animado a las elites progresistas, si-no que se anudara con la cultura política del pueblo y la historia de la nación. La izquierda de este nuevo pacto sería una izquierda nacional-popular. Sólo así, se creyó entonces, la comunicación seria posible, la revolución dejaría de ser un fe-nómeno extranjero y el intelectual podría ser algo más que un consumidor de los debates y las modas de la cultura europea.

La idea de una alianza populista radical no fue el único efec-to que puede asociarse con, la problemati7ación del aislamien-to de la intelligentsia en el ámbito de la cultura de izquierda. Ins-piró también un reexamen de la historia de las elites cultivadas. La revisión más pe-riar ante la produjeron los escritores y críti-cos surgidos de ContaiVo. Én ese sentido, el libro de David Viñas .Literaturct anicntiná y realidad política, publicado en 1964, es, an-tes tes que t rió historia de la literatura, una historia de las elites le-tradas que tiene en el "europeísmo" una de sus claves. Lo mis-mo puede decirse del estudio de Adolfo Prieto, La literatura autobiográfica argentina (1964), y de varios ensayos de Noé Jitrik. Este cauce histórico-crítico fue el más produtivo, el que dejó un legado que aún es activo, como un fermento. En cambio, el pro-

yecto de la izquierda nacional-popular sólo se añadió a la lista de las frustraciones. Más aún: entremezclado con el mesianis-

mo político de variada procedencia, la esperanza heroica y la violencia, tuvo derivaciones catastróficas en la década de 1970.

En 1982 José Pablo Feinman publicó lo que podríamos lla-mar un vástago tardío de la querella intelectual contra los inte-

23 Carlos Altamirano, "La pequeña burguesía, una clase en el purgatorio", Prismas, n° 1, 1997.

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Carlos Altamirant.

76

lectuales, Filosofía y nación. Los capítulos que consagraba a las

elites ilustradas del siglo xix proseguían la tarea iniciada medio siglo atrás por Ramón Doll y los Irazusta: la crítica a la

intelligent-

sia argentina sobre el modelo de la crítica a los ideólogos y su

alienación en el universalismo de la razón abstracta. El libro con-

tenía una clara alusión a la experiencia reciente (la reprobación del voluntarismo jacobino era una referencia á voluntarismo armado de pocos arios atrás) y la prescripción que transmitía

era conocida: los intelectuales debían romper con la dependen-cia mental y prestar su voz a la lucha por la redención nacional.

Pero muy pronto el curso de las cosas haría de Filosofa,y na-

ción un libro de otro tiempo. La derrota de las Malvinas —que

erosionó el suelo del irredentismo nacional— y el rechazo al autoritarismo de una dictadura fracasada reverdecieron los lau-

reles del liberalismo político y, con ello, k abrieron paso al triunfo del Partido Radical. Con el gobierno de Alfonsín llegó un primer viento de internacionalización, el de la Europa so-cialdemócrata, y por un momento el antiguo proyecto de la

alianza progresista pareció rehabilitarse. Aunque el alfonsinis-

mo

se frustró, su naufragio no trajo, sin embargo, el rescate de

la empresa que Filosofía y nación quería proseguir. La señal más

clara de que el ciclo iniciado en los años treinta estaba agotado provino del peronismo en el gobierno, que de la mano del más populista de sus dirigentes quitó del medio todo lo que obstruía la internacionalización de la economía y el pasaje del país al nuevo orden mundial. En el marco de la Argentina que surgió

bajo la presidencia de Carlos Menem, el relato de la novela na-

cional y sus caudillos reparadores no tendrá ya ni aun funcio-nes manipulatorias. Para entonces'la palabra "pueblo" había prácticamente desaparecido del lenguaje intelectual (no se ha-

blaba más al pueblo sino a la sociedad), y pronto desaparecería también del lenguaje de los políticos. En fin, es el paisaje polí-

tico y cultural de estos días de fin de siglo.

4 José Luis Romero y la idea

de la Argentina aluvial

La preparación de este libro me deparó cierto orden en mi pensa-miento acerca del desarrollo de nuestro pasado y acrecentó mis esperanzas de comprender nues-tro presente vivo, entonces tan dramático. Los temas fueron sur-giendo al azar de diversas- incita-ciones, pero el hilo que condujo el desarrollo de todos ellos fue siem-pre el mismo, casi a pesar mío.1

José Luis Romero escribía estas palabras en marzo de 1956, es decir, unos meses después del derrocamiento de Pe-rón (el peronismo era el presente dramático, sobriamente alu-dido), al prologar una selección de sus ensayos sobre la reali-dad histórica nacional. El libro al que hacía referencia y cuya preparación le había suministrado un orden para pensar la historia nacional era Las ideas políticas en Argentina, publicado diez años antes. "Quizá conozca mejor los textos medievales que los documentos de nuestros archivos", afirmaba más ade-lante, para indicar cuál era su campo de especialización y que

1 José Luis Romero, Argentina: imágenes y perspectivas, Buenos Aires, Rai 1956, p. 7.

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Carlos Altamirano José Luis Romero y la idea de la Argentina aluvial 79 78

éste no era la historia argentina. "Pero aun así —agregaba—, he aplicado a la indagación de los hechos y las ideas que ana-lizo en estos estudios el celo necesario para que merezcan al-

guna consideración•"2 Al contemplar hoy la obra que Romero produjo desde ese

prólogo de 1956 hasta su muerte en 1977, puede apreciarse que la preocupación por explicar la Argentina no lo abando-nó nunca, y se la puede seguir como una línea paralela a su la-

bor académica de medievalista. No sólo continuó escribiendo ensayos y artículos sobre hechos e ideas de la vida argentina,3

sino que en 1965 publicó dos libros dedicados a la historia de

su país: Breve historia de la Argentina (un texto "apretado deses-

peradamente'', escribió en la presentación) y El desarrollo de las

ideas en la sociedad argentina del siglo 20C. Varios de los estudios

que consagró a América Latina, por otra parte, entre ellos uno

de sus grandes libros, Latinoamérica: las ciudades y las ideas

(1976), dejan ver una y otra vez, aquí y allá, escorzos de la Ar-

gentina. ¿Había adquirido mayor familiaridad para entonces con

los archivos nacionales? Independientemente de cuánto hu-biera aumentado su erudición documental en los años trans-curridos desde 1956, no podría decirse que la ilustración de los archivos alterara básicamente ese "orden" respecto del pro-

ceso histórico argentino que había cristalizado en él al prepa-

rar su libro sobre las ideas políticas en la Argentina. Si bien co-

rrigió, amplió o les dio nueva formulación a algunas de sus interpretaciones, el núcleo o el hilo, para retomar sus propias

2 Ideen. 3 La mayoría de esos trabajos los reunió después su hijo, Luis Alberto Rome- ro, en un vasto volumen: José Luis Romero, La experiencia argentina y otros en-

sayos, Buenos Aires, Editorial de Belgrano, 1980.

palabras, "fue siempre el mismo".4 Pues bien, ¿cuál era ese hi-lo? Es lo que quisiera caracterizar en este trabajo. La hipóte-sis general es que Romero cultivó, sea a través del ensayo his-tórico, sea por medio del ensayo-diagnóstico, esa tendencia al rastreo y la interpretación de la personalidad colectiva de los argentinos tan extendida en el país a lo largo de la primera mitad del siglo xx. Su idea del saber histórico, para, el que re-clamaba el punto de vista de la complejidad, lo preservó de las simplificaciones de los críticos moralistas del carácter nacio-nal. "Los historiadores ignoran muchas cosas, pero saben que todo lo que existe, existe", escribió en una oportunidad. Los juicios de esos críticos, sin embargo, alimentaron muchas de sus observaciones sobre la Argentina.

En'19»- en ocasión de la quinta edición de Las ideas ticas en Argentina, Romero se referirá complacido a la fortuna que había acompañado a ese libro: se había vendido mucho y suponía que no se lo había leído menos.5 Después de recor-dar que el texto respondió a una iniciativa del Fondo de Cul-tura Económica, el historiador buscaría definir cuáles eran a sus ojos los méritos de un trabajo que seguía considerando aje-

no a su área de competencia académica. La historia del país

4 Basta ver que en ediciones sucesivas de Las ideas políticas en Argentina aña-dió nuevos capítulos al texto de la primera edición, pero mantuvo ese tex-to, con algunas correcciones, hasta donde llegaba en 1946. El esquema pe-riodizador de este libro reaparece en la Breve historia de la Argentina, aunque lo había extendido añadiéndole, como etapa preliminar, la "Era indígena". 5 José Luis Romero, "A propósito de la quinta edición de Las ideas políticas en Argentina", La experiencia argentina y otros ensayos, p. 6.

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80 Carlos Altamirano

la había inventado Mitre, declaró, y durante mucho tiempo la Argentina no tuvo otra representación de su pasado que la que había elaborado el autor de la Historia de Belgrano. Contri-

buciones como las de Saldías o Quesada corregirán después aspectos parciales de esa visión, pero más en lo relativo a jui-cios políticos particulares que respecto del esquema general. Ahora bien, la síntesis de Mitre podía dar inteligibilidad al pro-ceso argentino hasta el momento de la organización nacional, tras la caída de Rosas. Pero todo lo que había acaecido des-pués, sobre todo desde 1880 en adelante, quedaba fuera de la comprensión que ofrecía ese marco ordenador. Yen el discur-so historiográfico, observaba Romero, después de 1880 no pa-recía haber otra materia que la sucesión de las presidencias, como si el proceso simplemente continuara, pese a las gran-des alteraciones experimentadas por la sociedad argentina. En esa brecha historiográfica se había insertado su trabajo sobre las ideas políticas en la Argentina, que en la tercera parte pro-porcionaba un cuadro del ciclo hasta entonces sin represen-

tación ni nombre distintivo.

Yo decidí sistematizar el período que comienza en 1880 y poner-le una designación ("La Argentina aluvial"), que aludía al fenó-meno que a mí me parecía decisivo y fundamental de ahí en ade-lante, tal la metamorfosis que en la sociedad argentina opera la inmigración. Con el agregado de que para más de un colega la

inmigración era no sólo un fenómeno inexplicable sino tam-

bién... un fenómeno marginal, y para muchos otros colegas un

fenómeno lamentable .°

Para Romero ni la política, ni la cultura de la Argentina moderna podían pensarse sin referencia al gran clivaje que

6 id,e7n, p. 8.

José Luis Romero y la idea de la Argentina aluvial 81

significó la inmigración. La mutación que ella había traído aparejada fue un principio, de discontinuidad en la historia co-lectiva de los argentinos. Una y otra vez volvería sobre esa al-teración del tejido de la Argentina criolla. La palabra que eli-gió para denominar el ciclo que se había iniciado bajo el signo de la inmigración, aluvial, no era anodina, como no era ano-dino aquello que quería evocar al elegirla como imagen. Aun-que no se encontraba entre quienes veían en la inmigración "un fenómeno lamentable", tampoco juzgaba que se tratara de un acontecimiento sin trastornos ni otros efectos que los demográficos.

Al editar en 1956 sus ensayos sobre la Argentina, Romero les dio el titulo de uno de ellos, "Argentina: imágenes y perspec-tivas", y lo puso a la cabeza de la recopilación. En él hizo suyo uno de los temas de .la reflexión ensayística sobre el ser colecti-vo de los argentin6s:-Esinnegable, decía, "que uno de los secre-tos de nuestra re...1'11-111U es esta falta de correspondencia entre los contenidos unimos y las formas externas, cuya expresión más clara aparece en cierta relación falseada entre la sociedad y el Estado". En la disonancia entre la sociedad y el Estado se hallaba el signo más visible "de cierta incoherencia que se adi- vina en nuestra realidad, la más precisa fórmula posible de nues-tra fisonomía informulable". Romero conjeturaba que el senti- miento de esa incoherencia podía tal vez explicar la inquietud extendida por la identidad colectiva: "Apelamos a los testimo-nios de los viajeros ingleses, a nuestros ensayistas más agudos, a nuestro propio caudal de observaciones, y nos esforzamos por recoger el conjunto de los rasgos típicos que nos permitan de-cir: esto somos".7 Pero si se tuviera la certeza de quiénes somos, concluía Romero, no existiría la compulsión a definirnos.

7 José Luis Romero, Argentina: imágenes y perspectivas, op. cit., p. 11.

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82 Carlos Altamirano José Luis Romero y la idea de la Argentina aluvial 83

El tema de la incongruencia entre estructuras y códigos formales, por un lado, y disposiciones profundas de los argen-tinos, por el otro, era uno de los motivos recurrentes del dis-curso de Ezequiel Martínez Estrada desde Radiografía de la

pampa (1933). Romero no lo cita en esta ocasión, pero estima-ba hasta el elogio la obra ensayística de Martínez Estrada, co-mo lo prueban numerosos escritos. De todos modos, no era la "falta de correspondencia entre los contenidos íntimos y las formas externas" la cuestión que quería recalcar, sino cuál de-bía ser el modo de dar cuenta de esa realidad que considera-ba palmaria. ¿Qué observaba a su alrededor? Que se prefería, escribe, "realizar una minuciosa labor exegética sobre los da-tos de nuestra tradición, en lugar de sumergirnos en los da-tos inmediatos que se nos ofrecen por todas partes".8 Los su-

puestos de esa exégesis eran la continuidad de la experiencia histórica argentina y la coherencia de su configuración cultu-ral. Pero era con la certidumbre de esos supuestos con lo que era necesario romper, ruptura que obligaba también a un em-pleo circunspecto de los pensadores del siglo xix. "Nadie dis-cute el valor de Echeverría, Aiberdi, Sarmiento o Mitre como testimonios o como intérpretes de su tiempo."9 No obstante,

su tiempo no es el del presente: "Porque la realidad es dife-rente, y no sólo desde el punto de vista meramente cuantita-tivo —esto es respecto del grado de desarrollo— sino también desde el punto de vista cualitativo, esto es, respecto de su na-

turaleza interior".10 ¿Cómo no leer en estas afirmaciones una crítica a la ten-

dencia a descubrir en el peronismo (el ensayo es de 1949) la

repetición del pasado? En efecto, una de las formas que adop-tó desde el comienzo la oposición intelectual al régimen de Perón fue la del combate por la verdadera tradición nacional, amenazada por el nuevo movimiento. Haciendo un uso ana-lógico del pasado, el peronismo era identificado con el rosis-mo y éste con la interpretación que habían hecho de él los miembros de la generación del 37: Echeverría, Sarmiento, Al-berdi, Mitre. No era el antiperonismo lo que preocupaba a Ro-mero, quien pertenecía orgánicamente a ese campo, sino sus presupuestos y la ceguera que encerraban para escrutar la rea-lidad argentina del siglo veinte.

Había, sin embargo, más que un sentido polémico inme-diato en las palabras de Romero. A sus ojos el proceso que es-taba en curso iba más allá del peronismo, al que juzgaba un hecho circunstancial, pasajero, como el resto del campo anti-peronista. Pero ncrS'e podría dar cuenta de ese proceso sin ha-cer el esfuerzo popintesp" retar y hablar del "verdadero país", el que-hát/I sulido de la ofensiva de las élites modernizado-ras quO. dieron su organización nacional. Pues la historia le había reservado muchas sorpresas a la "pequeña colectividad" rioplatense del siglo pasado: "Un vasto movimiento de expan-sión económica la incluyó poderosamente en su ámbito de in-fluencia y desarticuló totalmente las líneas de su desarrollo cal. La Argentina prometía demasiado para que pudiera gozar de sus condiciones potenciales sin sacrificar en el altar del

gran capitalismo en ascenso, y así irrumpieron en ella los ca-pitales y la inmigración".11 Este movimiento había traído sus recompensas, pero también acarreó un mal: "la desarticula-ción interior del complejo social, una suerte de enloqueci-miento de sus potencias íntimas, cada una de las cuales busca

8 Idem, p. 12.

9 Idem. lo Idem.

Idem, p. 14,

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Carlos Altamirano

José Luis Romero y la idea de la Argentina aluvial 85

su propio destino sin descubrir—ni buscar—un entendimien-

to recíproco".12 Aunque Romero consideraba que la rumia obstinada en

torno de los textos clásicos de la tradición liberal no daría las claves del presente, tampoco se propuso romper con esa tra-dición. Su labor en el campo de la historia argentina, como

ha señalado Tulio Halperin Donghi en un espléndido ensayo sobre el pensamiento histórico de Romero, "lo ubica en una línea interpretativa previa, cuya dirección general lo satisface

plenarnente".13 Lo que buscaba, pues, era una ampliación an-

tes que una alternativa a la imaginación histórica del liberalis-mo argentino. Mitre había pensado la historia nacional desde

el punto de vista del porvenir, es decir, de acuerdo con la con-cepción de lo que el país debía ser. ¿Qué visión debían tener los argentinos de su pasado? La que los ayudara a encarar y aun a preparar ese destino que, a pesar de las pausas y los re-

trocesos, su historia anticipaba. Romero admiraba esa idea y

la ejecución que le había dado el autor de la Historia de Belgra-

no, pero consideraba, como lo declara en 1943, que ella debía

ser acto. liada. Ha llegado la hora, escribió entonces, "de que realicemos un nuevo ajuste entre el pasado y el futuro, como

Mitre lo hizo, para descubrir cuáles son los deberes que nos

impone la continuidad del destino común".14

Dos arios después, la inquietud por el destino común se

había tornado más imperiosa. En un artículo titulado "El dra-

ma de la democracia argentina", el requerimiento de una nue-

12 Ideen. 13 Tulio Halperin Donghi, "José Luis Romero y su lugar en la historiografía

argentina", José Luis Romero, Las ideologías de la cultura nacional y otros ensa-

yos, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1982, p. 217. 14 José Luis Romero, "Mitre: un historiador frente al destino nacional", Ar-

gentina: imágenes..., p. 158.

va síntesis histórica se asociaba expresamente con las disyun-tivas políticas del país, y la exigencia de que el historiador con-tribuyera al debate cívico será enunciada en términos apre-miantes. Es "innegable, escribirá, que no podemos esperar más y tenemos que realizar el esfuerzo de reconstruir, con los pocos materiales que contemos, el curso de nuestra existencia institucional y ciudadana, ese extraño curso [las cursivas son mías] que nos ha conducido a la situación que hoy debemos afrontar tomando una u otra actitud".15

El artículo contenía ya la caracterización condensada de las dos etapas en que a su juicio se dividía la historia argenti-na —la era criolla y la era aluvial— y desembocaba en el pre-

sente, 1945. El carácter insospechado del presente aclaraba la frase "ese extraño curso", pues es imposible no ligarla al des-

concierto que procktcía en el campo de la cultura progresista lo que por entonces có-Inenzaba a llamarse peronismo. "El he-- – cho que ha cauzachWarpresa ha sido la aparición de una ma sa sensible-W.1os halagos de la demagogia y dispuesta a seguir a un caudillo", observará, aludiéndolo de acuerdo con una de las representaciones habituales en las filas del antiperonismo. A su juicio, el hecho no era, sin embargo, incomprensible: "Es-

te fenómeno —amargo y peligroso— no es de ninguna mane-ra inexplicable".16 La explicación tanto como la solución del fenómeno se hallaban en los cauces y las fuerzas del proceso histórico nacional cuyas líneas previamente había trazado.

Ahora bien, aunque la presencia inmediata del peronismo pudo haber vuelto más`angustiada su inquisición del futuro

nacional, la necesidad de una nueva síntesis que retomara la

15 José Luis Romero, "El drama de la democracia argentina", Argentina: imá-genes..., p. 39. 16 Idem, p. 53.

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86 Carlos Altamirano José Luis Romero y la idea de la Argentina aluvial 87

narrativa progresista la había proclamado ya, según vimos, en

1943. En Las ideas políticas en Argentina, publicado tres años

después, el primero y más importante de los interrogantes se-guía remitiendo al mismo nudo histórico indicado entonces: los trastornos desencadenados por las transformaciones de-mográficas, sociales y económicas que se operaron a partir de la segunda mitad del siglo xix. Dicho más claramente: Rome-ro había madurado sus claves de interpretación de la realidad argentina antes del surgimiento del peronismo y su aparición no alteró el cuadro que había definido con arreglo a esas cla-ves. El capítulo que añadió en la segunda edición de Las ideas

políticas... para dar cuenta de los años que iban de 1930 a 1955 llevaba por título "La linea del fascismo", la categoría con arre-glo a la cual interpretaba por entonces el peronismo. En su Breve historia de la Argentina esta definición era abandonada y

los años de Perón apareCían bajo otra denominación: "La re-pública de masas". En los dos casos, el hecho peronista se in-cluía como capítulo de un proceso histórico que hundía sus raíces en el siglo xix y que hasta el final de su vida no conside-

raría concluido. La evolución de la Argentina "aluvial", ese presente vivo

que se afanaba por comprender, no sólo lo llevará a reformu-lar algunas de sus esperanzas, sino que lo obligará a volver más de una vez sobre su propio ajuste entre el pasado y el futuro.

No he empleado, sin intención el término "comprensión",

pues está en el centro de la idea que Romero tenía de la inte-

lección histórica. En los escritos que dedicó a la naturaleza de su disciplina es declarada su deuda con los pensadores que en-tre las últimas décadas del siglo xix y las primeras del xx, sobre todo en el ámbito de la cultura alemana, se propusieron dar fundamento a las ciencias del mundo histórico, las llamadas ciencias del espíritu por oposición a las ciencias de la natura-leza. En efecto: para Romero, quienes habían echado las bases

epistemológicas del saber histórico eran Windelband, Rickert, Croce y, sobre todo, Dilthey.17 Había extraído de ellos las pre-misas de su enfoque historiográfico, que hace de las culturas el objeto propio del conocimiento histórico: "Concebidas co-

mo totalidades, las culturas y los grupos sociales que se definen por ellas, constituyen el tema propio de la ciencia histórica, en la medida en que las objetivaciones en las cuales trascienden significan etapas de un desenvolvimiento".18 En la estela de Dilthey, lo que llamaba comprensión era el esfuerzo por cap-

tar en la multiplicidad de expresiones de una cultura (sea la de

una sociedad, sea la de un grupo particular), la unidad que la engendraba. "Por la vía del comprender, se llega a reducir los fe-nómenos de superficie, los signos de las vivencias que les dan origen, y se descubre, entonces, en la realidad espiritual, una estructura que constituye el núcleo de una cultura histórica: esa estructura como una concepción del mundo."19

Los nombres," qué periodizó la historia argentina trans-miten'és4'álfoque, es decir, fueron concebidos para designar conjuntos socioculturales. De ahí el relieve que tienen en sus

análisis las relaciones entre modos de vida y concepciones del mundo, configuraciones sociales y valores, aunque lo que en

tiende como historia cultural no sea una historia regional, de-finida en torno a una esfera particular de fenómenos y opues-

ta a la historia económica y a la historia estatal. El punto de vista histórico-cultural era para él un enfoque que aspiraba a la to-

talidad, aunque ésta fuera siempre obligadamente provisional.

17 Los escritos de reflexión teórica y metodológica han sido reunidos en Jo-sé Luis Romero, La vida histórica, Buenos Aires, Sudamericana, 1988. 18 José Luis Romero, Bases para una morfología de los contactos culturales, Bue-nos Aires, Institución Cultural Española, 1944, p. 11. 19 Idem, p. 15.

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88 Carlos Altamirano José Luis Romero y la idea de la Argentina aluvial 89

Pero Romero también hizo suyo otro principio del histori-cismo alemán contemporáneo, mejor dicho, de la corriente co-nocida como "filosofia de la vida", que remite a los nombres de Dilthey, George Simmel y de José Ortega y Gasset, quien le dio traducción y vigencia en lengua española: la tesis del conflicto entre vida y cultura. El tema aparece muy temprano en el pen-samiento de Romero. Como señaló Tulio Halperin Donghi, se halla enunciado ya en un trabajo de 1936, "La formación his-tórica". En ese ensayo juvenil, de espíritu orteguiano, Romero elogia la tesis de Simmel acerca de la vida como generadora in-cesante de formas culturales y la pugna asociada a esa dinámi-ca. "Una vez creada una de esas formas, toma enseguida vida independiente y adquiere una autonomía y vitalidad propias." Pero "sucede que la vida —creadora una vez más y siempre—encuentra que su nuevo impulso creador se siente frenado por esas formas que creó antes y que ahora subsisten como formas, solamente, aunque quizá desprovistas de espíritu".2° Este pos-tulado simmeliano del conflicto entre las dos instancias—la de las formas en que se plasma la vida, pero que se independizan y reifican. (cultura), y la de la vida como potencia creadora per-manente—, reelaborado por Ortega y Gasset en El tema de nues-

tro tiempo, se reflejará en la interpretación de la sociedad argen-tina propuesta por Romero.

La "Argentina aluvial" se recorta sobre el fondo de la "Ar-gentina criolla", a la que ha reemplazado tras haberla altera-do y revuelto. ¿Qué era esto de Argentina criolla? El concep-

to había sido acuñado, nos dice Romero, para evocar "sobre todo a los contenidos culturales de la sociedad toda, alimen-tada por la tradición española tal como se conservaba en las antiguas colonias americanas. Sociedad tradicional, su cohe-rencia étnica, social y cultural era profunda y su movilidad so-cial escasísima".21 Esta sociedad había adquirido sus caracte-rísticas básicas en los siglos de la era colonial. Más aún: "no sólo se conforma entonces la realidad social futura de la Ar-gentina, sino que se estructura también su actitud espiritual frente a los más graves problemas de la existencia colectiva".22 Los núcleos étnicos primordiales (los criollos blancos y los criollos mestizos); las formas de actividad económica que go-zaban de prestigio (la ganadería y el comercio); los dos ám-bitos de la vida criolla (la ciudad y la campaña); todos estos rasgos de la sociedad que surgió tras la independencia se ha-bían forjado en Taltracolonial. También los dos cauces del pensamiento poli: la matriz autoritaria, que era una hue-lla de~ariálelos Austria, y la matriz liberal, legado de la Ilustradón borbónica.

Pero había otra particularidad en la era colonial, asociada con los modos de vida espontánea que se habían engendrado en ella, y que perdurará en etapas posteriores de la cultura ar-gentina: la disparidad entre el apego exterior a las normas y la transgresión efectiva de sus prescripciones. "Ni la voluntad real ni las leyes y ordenanzas en que se concretaba recibían otro testimonio que el de la más rendida sumisión; pero ni la autoridad real ni las leyes podían contra la miseria y el ham-bre, contra el apetito de riquezas, contra la irritación que cau-

21 José Luís Romero, "La crisis argentina: realidad social y actitudes políti-cas", Las ideologías de la cultura nacional y otros ensayos, p. 46.

20 José Luis Romero, "La formación histórica", La vida histórica, p. 48. 22 José Luis, Romero, Las ideas políticas en Argentina, México, FCE, 1956, p. 13.

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90 Carlos Altamirano

José Luis Romero y la idea de la Argentina aluvial 91

saba la medianía en quien había acudido a América para salir de pobre". El español violaría las "leyes que coaccionaban sus apetitos", pero simulando reverencia y acatamiento.23 Ejem-

plo de quebrantamiento de las concepciones oficiales y las for-mas institucionalizadas era la práctica extendida del cohecho y el contrabando, a la que no fueron ajenos los funcionarios reales que, "al ejercitarlas, reconocían la relativa...licitud de ciertas formas de vida al margen de las solemnes prescripcio-

nes de la ley".24 Romero volverá sobre este contraste entre

principios formales y realidad en un escrito de 1973, pero dán-dole una nueva formulación: "Antes y por debajo de toda ideo-

logía sistemática, la primitiva sociedad argentina —como to-das las de Latinoamérica— se constituyó al calor de una ideología espontánea, que esconde su verdadera fisonomía de-trás del idealizado espíritu aventurero". En un rincón margi-nal del mundo colonial como era el rioplatense, donde "no había muchos honores que alcanzar, como en México o en Li-ma", esa ideología que moldearía la sociedad argentina fue la del ascenso económico: "Era una ideología espontánea, ajena a toda conceptualización" y "porque fue espontánea dejó una

huella imborrable".25 Volvamos a la imagen de la Argentina criolla. Para Rome-

ro, el historiador de esta Argentina fue Mitre, y Sarmiento su sociólogo; de ellos extrajo las líneas principales de su interpre-

tación de los años que van de la Independencia a la Organi-zación Nacional. El drama central de la etapa, que siguió al movimiento de la independencia, fue la guerra sin cuartel en-

23 mem, p. 34. 24 /den p. 36.

25 José Luis Romero, "Las ideologías de la cultura nacional", Las ideologías de

la cultura nacional..., p. 77.

tre minorías urbano-criollas y masas conducidas por caudillos rurales. Las primeras, que proseguían el espíritu reformador y centralista del iluminismo borbónico, tenían su sede princi-pal en Buenos Aires y concebían la Argentina independiente como una nación organizada de acuerdo con los principios del constitucionalismo liberal; las masas rurales, por su parte, apa-recieron en escena con el llamado de la revolución, que había sido un movimiento de la burguesía urbana. Si desde la era co-lonial Buenos Aires y, en general, las ciudades eran un bastión europeo, donde había ido desarrollándose un estilo civilizado de vida, las áreas rurales eran el ámbito de una sociedad rudi-mentaria, ajena a la vida civil y política. Activadas por la revo-lución, las masas de las campañas se identificaron con la inde-pendencia, pero no con los postulados del liberalismo ni con el papel rector de los letrados urbanos. "Buenos Aires quiso dominar y educar; Perio el pueblo se cerró a sus clamores y res-pondió con una .cOtepción peculiar del movimiento revolu-cionárion9,::ÁiVdemocracia "doctrinaria", encuadrada den-tro clélclós principios liberales y propiciada por las elites ilustradas, se enfrentará la democracia "inorgánica" de las ma-

sas criollas. Tradicionalismo antiliberal y espíritu de emanci-pación, caudillismo y democracia elemental, se reunieron sin articulación sistemática en una concepción que era "pura en sus fuentes, mas llena de peligros e imperfecciones".27 Yal pro-yecto de construcción de un Estado nacional centralizado los caudillos opondrán la bandera del federalismo.

Romero percibía a los actores del antagonismo con crite-rios predominantemente culturales (mentalidades, valores, concepciones del mundo). En el drama que evocaba y que cu-

26 José Luis Romero, Las ideas políticas..., p. 7L 27 Idea', p. 103.

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92 Carlos Altamirano José Luis Romero y la idea de la Argentina aluvial 93

bría la historia argentina desde 1820 a la caída de Rosas (1852), los grupos urbanos ilustrados eran los portadores de la ment2lidad burguesa y del proyecto de la nación progresis-ta. Ellos terminarían por prevalecer: la generación intelectual del 37 elaboró el programa que, madurado en el exilio, posi-bilitaría la liquidación de la federación rosista y la organiza-ción nacional sobre bases constitucionales. Desde 1862 las erupciones de la guerra civil fueron reduciéndose, a medida

que los grupos progresistas se imponían a quienes en las pro-vincias opusieron resistencia a su dominio. Hasta 1880 se su-cedieron las presidencias de Mitre, Sarmiento y Avellaneda,

quienes asumen en el discurso de Romero el papel de una eli-te republicana, un patriciado. Ellos afianzaron el orden insti-tucional y cuando en 1880 tuvo lugar el último episodio de dis-cordia armada, el aparato del Estado nacional contaba con los medios para imponer su autoridad en todo el territorio. Sin embargo, el programa de esa elite no era sólo político-institu-cional. Según el diagnóstico que habían elaborado en la lucha contra Rosas, la barbarie, el primitivismo político de las masas y el régimen de caudillos no quedarían definitivamente atrás sin una mutación radical, social y económica, que insertara a

la Argentina en la órbita de lo que Sarmiento llamaba la civi-lización. La era de la Argentina aluvial comienza con esas

transformaciones.

IIl

La palabra "aluvial" sugiere afluencia brusca de cosas que

proceden de diferentes sitios y no se acomodan entre sí. Esta

era seguramente la imagen primera y básica que Romero que-ría transmitir al condensar en ella la representación del cam-bio y su velocidad. Es decir, la alteración demográfica y étni-

ca, acelerada y concentrada (en el litoral y, sobre todo, en al-gunos centros ubanos), y la alteración económica, no menos

acelerada y desigualmente distribuida. "Si la población cam-biaba de fisonomía por la rápida recepción de elementos ex-traños que no podían incorporarse fácilmente al conjunto so-cial, la renovación de las formas económicas debía producir una conmoción no menos profunda."28

El ámbito de la Argentina criolla iría restringiéndose y muy pronto comenzaría a ser recordada con nostalgia por grupos

que iban perdiendo gravitación en la vida colectiva: "A partir

de 1880, aproximadamente, la Argentina aluvial, que se cons-tituía como consecuencia de aquella conmoción, crece, se de-sarrolla y pugna por hallar un sistema de equilibrio que, obvio es decirlo, no podría alcanzar sino con la ayuda del tiempo".29

Entre tanto, lo, que se formaba tenía los caracteres de un conglomerado gni' coherencia. Tras un primer momento en

que se mantuy•esd diferenciadas la masa criolla y la masa in-migrat~o-lenzó a producirse un rápido "cruzamiento" entre l'Ibas, proceso de hibridación que había de verificarse tanto en las clases subalternas como en la clase'media. De la mezcla surgiría poco a poco la típica, clase media argentina de la era aluvial, cuyos rasgos, tal como aparecían en los relatos

costumbristas de Fray Mocho, revelaban la coexistencia de los ideales criollos y los ideales de la masa inmigratoria, en lucha unas veces, en proceso de fusión otras, y acaso en ocasiones

yuxtapuestos sin terminar de operar su adaptación definiti-va".30 Del conglomerado criollo-inmigratorio no suigiría sólo una nueva clase media, sino también el proletariado del na-

28 'dm p. 175. 29 id„

30 'dem, p- 177.

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94 Carlos Altamirano José Luis Romero y la idea de la Argentina aluvial

95

ciente capitalismo argentino, pero una aspiración común pre-dominará por sobre los clivajes de clase: la aspiración al ascen-so social, designio que no era inalcanzable en una sociedad in-cipiente, sin el obstáculo de las jerarquías rígidas y llena de posibilidades para la carrera del mejoramiento económico. El "dinero fue la llave maestra que permitió al hombre que se ha-cía a sí mismo o hacía a sus descendientes con denodado es-

fuerzo, salvar las etapas y alcanzar el triunfo" 31

Una evolución paralela se verificó en el campo de la mi-

noria dominante. Una nueva generación hizo su ingreso en la vida pública en 1880 y sucedió en la dirección del Estado al patriciado liberal que había presidido el curso de la organiza-ción nacional. Esta nueva elite, que hace fortuna con las acti-vidades generadas por la modernización económica y que asi-mila el progreso del país a la sola prosperidad material, asumirá los rasgos de una oligarquía que se cree con derecho a gobernar por superioridad natural. Ávida y entregada al con-sumo conspicuo, la nueva generación, liberal desde el punto de vista ideológico, como su antecesora, era más escéptica que ésta respecto del papel cívico de las masas populares. "De ese modo, el mismo proceso que conformaba una dase media y un proletariado con el conglomerado criollo-inmigatorio,

transformaba a la antigua y austera élite republicana en oligar-

quía capitalista".32 Para expresarlo con los términos que el li-

bro de Natalio Botana sobre-la tradición republicana argenti-

na ha vuelto corrientes: en el campo de las elites, la "república

del interés" sucedió a la "república de la virtud". Podría decirse que Romero observaba la época con los

ojos de sus críticos, comenzando por el Sarmiento de la ve-

jez, y no disimulaba la poca simpatía que le inspiraba una vi-da colectiva cuya aspiración dominante fuera la obtención de riqueza. No ponía en cuestión el propósito que había anima-do a quienes desencadenaron los cambios que dislocaron la sociedad criolla (los grupos progresistas) pero dejaba entre-ver que no asentía a la confianza sin reservas de esos grupos en las promesas de lo que llamaban civilización. Su idea de lo que la Argentina debía sér —el país del porvenir— apenas parecía encontrar signos precursores claros en la Argentina aluvial. Sin embargo, Romero tampoco cedía fácilmente a la simplificación de las tesis condenatorias que desde 1890 al

Centenario animaron una abundante literatura sobre los es-tragos que producía el espíritu de factoría, sobre todo en Bue-nos Aires. Tomaba en cuenta esa literatura, algunos de cuyos autores citaba, perotomaba en cuenta también otros datos, por lo cual los signos: de la nueva época eran más imprecisos que unívocos_

Uri:-tetkrió donde evidenciaba esta ambigüedad de los he-chos era él de las corrientes político-ideológicas. Para Rome-ro, el desarrollo del pensamiento político siguió la evolución de los dos universos que caracterizarán a la sociedad aluvial: el de la minoría dominante, la oligarquía, que se hizo porta-dora de un liberalismo cada vez más conservador, y el de la masa criollo-inmigratoria, que será la base de lo que designa como "linea de la democracia popular". En este conglomera-do popular, la reacción contra la elite tomó no sólo carácter an-tioligárquico, sino también antiliberal, remisa a la civilización europea. "[P] oco después afirmó su enérgico impulso demo-crático y acentuó su tono popular hasta sobrestimar lo que la élite menospreciaba."33 Aunque en su interior comenzarán a

31 Ideen, p 183. 32 Benz, p. 18L " Idem, p. 183.

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96 Carlos Altamirano José Luis Romero y la idea de la Argentina aluvial 97

perfilarse los clivajes sociales (clase media y proletariado, se-gún vimos antes), la mayoría no se agrupará en torno a parti-dos de clase, sino en torno a uno cuya laxa ideología era ho-móloga a la configuración del conglomerado aluvial, la Unión

Cívica Radical: "Partido de ideales imprecisos, movido más por sentimientos que por ideas, polarizó prontamente el mayor

caudal de la masa criollo-inmigratoria, cuyos intereses y aspi-

raciones representaba en forma eminentes

IV

Con algunas pocas variantes Romero hará una y otra vez, desde mediados de la década de 1940, este relato de la forma-

ción de la Argentina aluvial y sus tendencias. En todas las ver-

siones de ese proceso, la decantación de lo que definía como "impreciso" se remitía al futuro y la era aluvial aparecerá siem-

pre como un ciclo inconcluso. A manera de complemento sin-

crónico del relato funcionarían los ensayos en que describe los rasgos típicos de la cultura aluvial. Veamos cómo los rese-

ña en uno de ellos, publicado en 1947:

Actualmente, la mentalidad predominante en la compleja reali-dad argentina es la que corresponde a la masa aluvial. Mentali-dad de masa, ha roto todos los diques que pudieran limitarla y no reconoce los valores sostenidos por las minorías con que se enfrenta sin someterse; y como mentalidad aluvial, corresponde a un conjunto indiscriminado y resulta de la mera yuxtaposición de elementos que provienen de distintos orígenes, sin excluir los tradicionales criollos. Esta mentalidad aluvial se ha impuesto por

su volumen sobre el país; ha sepultado las antiguas minorías e ignora las nuevas, aun las que provienen de su seno.35

Como puede notarse, pese al cambio radical experimen-tado por la realidad nacional la oposición entre masas y mino-rías —característica de la Argentina criolla— no ha desapare-cido, sino que se ha recreado, y la mentalidad predominante es irreductible a una posición definida en la estructura social: aglutina a un conglomerado que no se deja clasificar con cri-terios de clase o de categoría. Mentalidad urbana, tiene sus poetas en Evaristo Carriego y Almafuerte, y su folklore, en el tango y el sainete; todos transmiten una concepción de la vi-da, cuyas notas distintivas son el sentimentalismo y el patetis-mo. También cierta laxitud moral: "no parece haber en ella un definido y claro, contenido moral; por el contrario, se insi-núa cierta amoralidad radical, que se refleja en una filosoffa del éxito; y este é:X1.tt, inmediato a que se aspira no se proyec-ta sino;eirleteffriinados planos: en el de la lucha por el ascen-so sociáro en el de la lucha por la riqueza".36 Romero com-pletaba la reseña con la referencia a otras características: el carácter híbrido de la mentalidad aluvial, que provenía de la mezcla sin definición de elementos criollos y extranjeros; el cosmopolitismo, asociado con su condición de fenómeno ur-bano, lo que la inclina a la búsqueda del confort, pero tam-bién la predispone a intereses y valores universales; el forma-lismo ritual que refrena la expresión de los sentimientos espontáneos: "retórica y sentimental es como la mentalidad aluvial se nos aparece fundamentalmente".37

35 José Luis Romero, "Los elementos de la realidad espiritual argentina", Ar-gentina: imágenes..., p. 21.

Idem, p. 22. 37 Idem, p. 24. 34 Idem, p. 216.

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98 Carlos Altamirano José Luis Romero y la idea de la Argentina aluvial 99

Frente a la mentalidad predominante, se recortan otras dos, ambas minoritarias. Por un lado, la "mentalidad criolla", de papel preponderante en el pasado, pero de ascendiente re-ducido en el presente. Aunque tenía el carácter de una forma-ción residual, estaba dotada de coherencia y estilo, era activa y no carecía de brío: "Acaso su fuerza resida, sobre todo, en que ha logrado hacer arraigar la idea —hasta en el seno de sectores típicamente aluviales— de que se consustancia con la nación misma...". Romero llamará más tarde "señorial" a esta mentalidad que hallaba su base en algunos grupos margina les de la oligarquía y daba sostén a la sensibilidad y el pensa-miento de una derecha antiliberal y autoritaria, nacionalista ("Está apegada a la tradición vernácula de origen español, y en defensa de esa tradición se ha tornado xenófoba, hostil a la masa aluvial, autoritaria, intolerante y, aveces, agresiva") 38

Completaba el cuadro de las mentalidades la que Romero de-nominaba "universalista", adversa tanto a la mentalidad crio-lla, como a la aluvial. "También es, en principio, una mentali-dad de minoría, pero, a diferencia de la criolla, tiene en la masa aluvial muchas posibilidades de arraigo."39

Aunque Romero no identificaba más que vagamente a los grupos portadores de esta mentalidad (los dispersa, podría de cirse, en la "Argentina invisible", el país profundo figurado por

Eduardo Mallea), no es dificil reconocer cuál era el núcleo de la minoría universalista de la que hablaba: la elite político-in-telectual progresista, constelación a la que pertenecía el pro-pio Romero. Esa elite, que integraba también su partido, el Partido Socialista, aspiraba a la alianza con las masas, pero és-tas no la tomaban en cuenta. "Las minorías que hoy podrían

orientar a la masa padecen la congoja de no sentirse respalda-das por ella", escribe Romero. Como lo había ya consignado, la mentalidad predominante no sólo había sepultado a las an-tiguas minorías, sino que ignoraba a las nuevas, aun las que provenían de su seno. Él confiaba, sin embargo, en la fuerza de la diferenciación de clases —que discriminaría socialmen-te lo que aún era un "conjunto indiscriminado"— y en la po-tencia de los valores universalistas alojados en la mentalidad aluvial: "esta situación no puede durar, y el proceso de acomo-dación entre masa y minoría ha de producirse en un plazo más o menos breve, a medida que el conglomerado aluvial se de-cante".40 Durante años seguirá aguardando esa decantación que pondría fin al divorcio entre masas y elites que registraba la Argentina aluvial. Al menos hasta 1973, cuando su análisis del presente ya no irá acompañado de esa expectativa.

V

Para la representación de la Argentina aluvial, Romero no tenía a su disposición una labor de síntesis equivalente a la que produjo la historiografía liberal, de cuya lectura había extraí-do las líneas principales de su cuadro de la Argentina criolla. En la advertencia que escribió a Las ideas políticas en Argentina remitía a la bibliografia asentada al final del libro para dar

cuenta de "los autores cuyos datos y opiniones ha consultado". Basta echar una ojeada a esa bibliografía para comprobar que, en lo relativo a la Argentina posterior a 1880, no contaba con

mucho: unos pocos estudios, por lo general de actores políti-cos, y algunas biograffas. Los ensayos sobre la vida argentina

38 Idem, p. 25. 39 Idem. 40 Idem.

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100 Carlos Altamirano José Luis Romero y la idea de la Argentina aluvial 101

de Agustín Alvarez, Joaquín V. González, Alejandro Korn, Jo-sé Ingenieros, autores todos de los años del Centenario, de los que sacaría provecho, le parecían de utilidad limitada, pues ellos estaban demasiado próximos a una realidad todavía en formación y de contornos aún confusos. De citas y referencias diseminadas a lo largo de sus escritos sobre la Argentina se puede inferir que una cantera parasus observaciones sobre los rasgos de la sociedad y la cultura aluviales habían sido la lite-ratura de costumbres, la ficción narrativa, la poesía y el teatro.

Aunque Romero era un espíritu sobrio, nada propenso a las profecías aciagas, y no se identificaba con el pesimismo te-lúrico de Ezequiel Martínez Estrada, les atribuía singular pene-tración a sus análisis y a su intelección intuitiva de la realidad nacional.41 A su juicio, el examen fructífero de los rasgos de la Argentina contemporánea había comenzado con Radiografía de la pampa. Pero una fuente mayor de sugerencias fue, según creo, José Ortega y Gasset, cada uno de cuyos viajes a la Argen-tina constituyeron, para emplear palabras de Romero, una fe-cha en la historia de la cultura intelectual del país. La segunda visita "acentuó su influencia y el prestigio del pensamiento re-novador" en un milieu que desde cinco arios atrás estaba cauti-vado por la lectura de la Revista de Occidente (1923). Cuando "Ortega y Gasset comenzó sus conferencias en el salón de Ami-gos del Arte, se tuvo la sensación de asistir a un acontecimien-to que haría fecha en la vida cultural argentina".42

41 "Poeta y estilista, [Martínez Estrada] poseía el secreto de las fórmulas pro-fundas y expresivas para destacar la significación de los rasgos típicos de la vida argentina, descubiertos en parte por la vía del análisis sociológico y en parte por el camino de una intuición desusadamente sagaz." José Luis Ro-mero, El desarrollo de las ideas en la sociedad argentina del siglo Ax, Buenos Aí- res, Solar, 1983, p. 218. 42 mem, p. 135.

El Ortega y Gasset que vino en 1928 era el pensador de El tema de nuestro tiempo y el ideólogo preocupado por el ad-venimiento de las multitudes (en las conferencias que dictó ese año en Buenos Aires expuso algunos de los tópicos que

ampliaría después en. La rebelión de las masas). Ya señalamos

al pasar que en El tema de nuestro tiempo el filósofo español da-

ba acogida y desarrollo a la tesis de George Simmel acerca del conflicto entre cultura y vida, considerada la tragedia de la civilización moderna, y que también Romero había hecho suyo este principio de la filosofía cultural simmeliana, como

lo dejaba ver un artículo muy temprano, en que también po-día reconocerse el eco de la teoría orteguiana de las genera-

ciones. Pero las sugestiones intelectuales que hizo germinar Ortega y Gasset no nos remiten sólo a sus ensayos de refle-xión filosófica general, sino también y sobre todo a los que dedicó a examinar 'el carácter de los argentinos. En uno de

esos ensayos, "E] lif,inbre a la defensiva", de 1929, Ortega y Gassetplantearia varios de los temas que reecontraremos en los análisis de Romero: la discordancia entre un orden esta-tal rígido y la espontaneidad social, más caótica, a la que el primero tendía a coartar; la falta de autenticidad ("La pala-bra, el gesto no se producen como naciendo directamente

de un fondo vital, íntimo, sino como fabricados expresamen-

te para el uso externo");43 en fin, el objetivo dominante de

hacer dinero y el espíritu de factoría: "El inmoderado ape-tito de fortuna, la audacia, la incompetencia, la falta de ad-

herencia y amor al oficio o puesto son caracteres conocidos que se dan endémicamente en todas las factorías. Eso, pre-cisamente eso, distingue una sociedad nativa y orgánica de

43 José Ortega y Gasset, "El hombre a la defensiva", Meditación del pueblo jo-

ven y otros ensayos sobre América, Madrid, Alianza Editorial, 1981, p. 125.

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102 Carlos Altamirano José Luis Romero y la idea de la Argentina aluvial 103

la sociedad abstracta y aluvial [cursivas mías] que se llama factoría".44

Tras este recorrido, creo que podemos reunir los hilos y extraer algunas conclusiones. "[C] asi todo lo que leyó cada ar-gentino, casi todo lo que meditó cada argentino, ha venido a terminar finalmente en un interrogante acerca de la realidad nacional", afirmaba Romero en 1976.45 El no escapó a esa tra-dición. Tomando en cuenta los diagnósticos que juzgaba pers-picaces y la índole de sus preocupaciones respecto del desti-no de la Argentina, puede concluirse que su idea de la sociedad aluvial se formó en la década de 1930, en el clima de malestar e introspección intelectual que alimentaron los en-sayos de Eduardo Mallea y Martínez Estrada, y que de ahí pro-venía la inquietud que dejaba ver respecto de la consistencia del tejido moral de la Argentina contemporánea. En su exé-gesis del presente se reconoce el eco de los críticos de costum-bres de comienzo de siglo —el afán de enriquecimiento del inmigrante y el espíritu de factoría que se había apoderado del país eran tópicos de esa crítica— y de las reflexiones de Ortega y Gasset, que devolvía a los argentinos muchas de las imágenes que éstos ya habían forjado sobre sí mismos. En con-cordancia con su orientación liberal-socialista, Romero confió durante muchos arios en que el tiempo no sólo estabilizaría lo que en el presente aparecía inestable y proteico, sino que en-

cauzaría las posiciones políticas y las ideas de acuerdo con las divisiones del mundo social. En otras palabras: las masas se unirían a sus verdaderas elites, las del progreso. Sin embargo,

fiel al precepto del conflicto entre cultura y vida, no dejará de destacar, tanto en sus-cuadros de la Argentina criolla, como en los de la Argentina aluvial, que la espontaneidad social —"pura en sus fuentes, mas llena de peligros e imperfeccio-nes", como había dicho de la "democracia inorgánica" — era más potente que las formas institucionales que pretendían re-gir la existencia colectiva.

Permítaseme ilustrar esta afirmación con la tesis de un ar-tículo de 1973, ya citado. En él evoca una vez más la sociedad aluvial, aunque a la imagen del país revuelto por la inmigra-ción Romero añade ahora la del país dividido cultural y polí-ticamente: por un lado, el sector popular criollo-inmigratorio y, por el otro, la elite tradicional, parapetada en defensa de lo que había creado. No eran los socialistas, sino un caudillo, Hi-pólito Yrigoyen, el.símbolo de la lucha de las clases populares contra los privile0dos. Sin embargo, Romero no remite al fu-, turo, como otras veces, el encauzamiento apropiado de las energas-wpaáres. "Lo popular espontáneo triunfaba mien-tras larriuidecían las ideologías revolucionarias —el anarquis-mo, el socialismo— que habían pretendido orientar las actitu-des políticas de las masas. Fracasó Juan B. Justo lo mismo que Felipe 11."46 Esta afirmación parecía una despedida de anti-guas certidumbres e implicaba una conclusión complementa-ria: el fracaso de las elites. Con lo popular espontáneo había

triunfado la ideología del ascenso socioeconómico, la ideolo-gía que todavía seguía vigente, "la que encuentra expresión en los nuevos movimientos multitudinarios posteriores a 1943, pese a contradictorias apariencias".47 La alusión al peronismo

44 Ibid., p. 13L 46 José Luis Romero, "La cultura argentina", La experiencia argentina y otros ensayos, p. 136.

46 José Luis Romero, "Las ideologías de la cultura nacional", Las ideologías de la cultura nacional ..., p. 84. 47 Mein.

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Carlos Altamirano

es aquí tan obvia que casi no es necesario señalarlo (para en-tonces Romero había cambiado su juicio no sobre quién sino

sobre qué era Perón y el movimiento que había nacido bajo su liderazgo)." No celebraba el contenido de la ideología victo-riosa, sino el triunfo de la espontaneidad social y la posibilidad de que ese triunfo dejara atrás la incoherencia entre el ritua-lismo formalista y la realidad —o sea el fin de la inautenticidad que, a sus ojos, paralizaba la cultura argentina—. "Quizá den-tro de poco nadie se sienta tentado de indagar la peculiaridad del 'ser nacional' y acaso nos decidamos definitivamente a es-cribir como hablamos, como sentimos y como pensamos".49

¿Había abandonado para entonces Romero todo criterio normativo para aceptar, con alguna ironía, los corsi e ricorsi de

la vida histórica? No estoy seguro. Tal vez ocurriera, simple-mente, que su expectativa se había hecho más abierta.

48 "Perón simboliza una rebelión primaria y sentimental contra el privile-gio", escribió en un articulo contemporáneo al que comentamos ("El caris-

ma de Perón", La experiencia argentina y otros ensayos, p. 491).

49 Idem, p. 85.

América Latina en espejos argentinos

La noción y el nombre de América Latina están articula-dos sobre una doble oposición, como observó el filósofo uru-guayo Arturo Ardao en un estudio sobre el origen y la trayec-toria de este término. Por un lado, la antítesis ligada con la imagen de AméritI _como Nuevo Mundo, opuesto al Viejo Mundo, denominarión que evocaba a Europa, en primer lu-gar, pero ;nni ren:al Asia y sus antiguas civilizaciones. Por otro, la antíte:áisubrayada por el adjetivo "latina", que opone esta América, la del sur, a la otra América, la del norte, la América Sajona. "El advenimiento histórico y el desarrollo de la expre-sión América Latina —escribe Ardao—, no se explica sin su relación dialéctica con la expresión América Sajona. Son con-ceptos correlacionados, aunque por oposición; no pudieron aparecer y desenvolverse sino juntos, aunque a través de su contraste".1 Esta doble diferenciación, en suma, es constituti-va de la idea de América Latina.

Recuerdo estas antítesis aquí porque ellas no van a ser aje-nas a las visiones que se forjaron en la Argentina a lo largo

I Arturo Ardao, "Génesis de la idea y el nombre de América Latina", Améri-ca Latina y la latinidad, México, Universidad Nacional Autónoma de Méxi-co, 1993, p. 26.

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106 Carlos Altamirano

América Latina en espejos argentinos 107

del siglo xx sobre nuestro subcontinente. Es necesario hablar

de visiones, en plural, dado que América Latina no ha inspi-

rado una sino varias ideas-imágenes en nuestro país, y ellas llevan las marcas de una historia de proyectos, decepciones y ansiedades que señalaron la experiencia argentina en el curso del siglo. Más aun: la elaboración de esas diferentes vi-

siones es indisociable de los modos en que los argentinos —o, mejor, sus elites dirigentes— pensaron la identidad na-

cional y el destino del país correspondiente a esa identidad. Como se sabe, no hay "nosotros" sin "ellos", identidad sin al-teridad, es decir, sin relación con un Otro de referencia con el cual se establece la diferenciación. ¿Cuál ha sido el Otro o los Otros significativos respecto de los cuales los argentinos creyeron necesario afirmar y poner de relieve la singularidad de una identidad colectiva? Por una parte, Europa y los Esta-dos Unidos, acerca de los cuales la actitud fue (y sigue sien-do) fluctuante, ambivalente. Señalados por lo general como sitios de una excelencia digna de ser no sólo admirada sino imitada —sea política, económica o cultural—, es decir, ám-bitos revestidos de atracción y prestigio, tanto Europa como los Estados Unidos han sido considerados por momentos también obstáculos cuando no una amenaza para la autono-mía nacional y los caracteres de una personalidad colectiva

propia. La otra referencia significativa ha sido América Latina, vis-

ta a veces como la "familia" histórica de la que se forma parte y otras como sinónimo de las adversidades de las que se busca escapar para ingresar en la ruta de la civilización. En este sen-tido, la observación general de Claudio'Lomnitz se aplica en-teramente a la Argentina: "En América Latina la problemáti-ca identitaria surge como parte de la obsesión nacional por explicar y remediar el atraso, ante el fracaso de las indepen-dencias y de la soberanía nacional como mecanismo civiliza-

torio".2 ¿Cómo remediar el mal del atraso? La vía que eligió para ello la minoría que en la segunda mitad del siglo xix to-mó en sus manos la dirección de la Argentina—transformar el país mediante el capital extranjero y la inmigración masi-va—, no sólo produjo una nueva fisonomía nacional, sino que redefinió las relaciones con el resto de América del Sur. A par-tir de entonces, estar geográficamente en América Latina no significaría siempre para los argentinos identificarse como, la-

tinoamericanos. Ymuchas veces, cuando la condición latinoa-mericana (o sudamericana) aparezca como un rasgo insupri-mible de la idiosincracia nacional, ese atributo estará asociado con alguna deficiencia colectiva. Como en el "Poema conjetu-

ral", de Jorge Luis Borges, donde el escritor juega a evocar los últimos pensamientos de Narciso Laprida, un político ilustra-do argentino del sigI9 xix, antes de ser muerto por una parti-da de gauchos (los "bArbaros") en una de las refriegas de la guerra civil:

Yo que anhelé ser otro, ser un hombre de sentencias, de libros, de dictámenes, a cielo abierto yaceré entre ciénagas; pero me endiosa el pecho inexplicable un júbilo secreto. Al fin me encuentro con mi destino sudamericano.

Como el Laprida imaginado por Borges, el país también an-heló ser "otro". En los versos que acabamos de citar, encontrar-se con la verdad del destino sudamericano es dar, finalmente,

con la barbarie y morir a manos de sus representantes. La falla

2 Claudio Lomnitz, "Identidad", Carlos Altamirano (dir.), Términos críticos de sociología de la cultura, Buenos Aires, Paidós, 2002, p. 133.

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Carlos Altamirano

AmériCa Latina en espejos argentinos 109

o el defecto asociados con la condición latinoamericana no se-rán, sin embargo, siempre los mismos. O bien, cuando sean re-tomados, no serán enunciados en los mismos términos. En su paso por la historia del siglo el tema del subcontinente se mez-cló con otros —el de la raza, el caudillismo o el subdesarrollo—, o sea, con la reflexión sobre lo que se juzgaban los "males" de estos países. Sin embargo, América Latina estuvo también en el horizonte de los proyectos de redención colectiva que elaboró el pensamiento argentino. Por ejemplo, en la prédica de Ma-nuel ligarte, en el discurso de la Reforma Universitaria de 1918 o en las campañas de la Unión Antiimperialista, impulsada en

la década de 1920 por José Ingenieros y Alfredo L. Palacios. Sobre la base de estas indicaciones previas, lo que voy a pre-

sentar es una exploración por algunas etapas del recorrido que siguió la idea de América Latina (no importa aquí el nombre con el que se la evocara) en la imaginación social de las elites culturales de la Argentina en el siglo xx. No me propongo ha-cer un inventario, sino una selección de ese recorrido. Sólo quiero agregar a estas referencias preliminares una observación más sobre el nombre de América Latina. Éste, que es el más co-rriente en nuestros días, ha terminado- por eclipsar otros que

durante décadas coexistieron con él, como Sudamérica, Hispa-noamérica, Iberoamérica. Aunque estas denominaciones no son simplemente intercambiables y las diferencias entre ellas

no carecen de significado, puede decirse que todas evocan aproximadamente el mismo conjunto cultural y geográfico: lo

que está al sur del Río Bravo.

Las posiciones que podríamos designar como polos o pun-tos extremos de la gama de registros que conocerá el tema la-

tinoamericano se manifestaron ya a comienzos de siglo. Una de ellas prolongaba, aunque con mayor disciplina positivista, la perspectiva de Sarmiento en su obra de la vejez, Conflicto y armonías de las razas en América (1883). "En el Conflicto de las ra-zas quiero volver a reproducir, corregida y mejorada, la teoría de Civilización y barbarie", había escrito Sarmiento en el segun-do volumen, póstumo, de su nueva obra. Ahora, cuando trata de "explicar el mal éxito parcial de las instituciones republica-nas en tan grande extensión y en tan distintos ensayos", sus claves no serán ya, como en el Facundo, el desierto, la campa-ña pastora o el dislocarniento social que produjo la revolución de la independencia, sino la constitución racial de los pueblos hispanoamericanos. Aunque Conflictos y armonía de las razas en América no tuvo el eco que Sarmiento esperaba (incluso entre quienes no eran sus,adversarios la crítica fue más benevolen-te que elogiosa), él punto de vista que la obra transmitía, aso-ciando los viciosAaa" vida política sudamericana con los ras-gos etnicós5le- su pueblo, seria el predominante en las elites ilustradái'de la Argentina. En esa estela racialista se inscribe el libro de Carlos O. Bunge, Nuestra América, publicado en 1903, y que lleva por subtítulo Ensayo de psicología social.

Nuestra América es la única obra de tema continental que produjo la cultura positivista argentina y refleja la mezcla de naturalismo y psicologismo que fue característico de lo que se

entendía entonces por ciencia social. "Amo más que a mí mis-mo a mi Patria, a 'nuestra América', a nuestra madre España; si aquí las fustigo o satirizo, no es con el insensato propósito

de ofenderlas, antes bien con el modesto anhelo de servirlas", escribió el autor en el prólogo, anticipándose a las críticas que podría recibir por la severidad de su diagnóstico.3 Abogado y

3 Carlos O. Bunge, Nuestra América, Buenos Aires, Arnoldo Moen y Herma-no Editores, 1903, p. 21.

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profesor universitario reputado por su versación en ciencias jurídicas y sociales, Carlos O. Bunge, que carecía de vocación política pero no de preocupaciones cívicas, estaba convenci-do de que la sinceridad de su amor patriótico lo obligaba a ejercer y divulgar la verdad de la ciencia, por dura que ella fue-ra. Admitía que podía haber alguna exageración en las des-cripciones que contenía su libro, pero juzgaba que aun ese ex-

ceso se disculpaba por la intención que lo animaba: despertar la conciencia de sus compatriotashispanoamericanos. "Mis bo-cinas tocan a alarma, desde Texas hasta la Patagonia, para que nuestra América se levante del caos inorgánico en que la de-

jó el coloniaje".4 ¿Cuál era el objeto de su libro? Describir, "con todos sus

vicios y modalidades, la política de los pueblos hispanoameri-

canos".5 Ahora bien —razonaba Bunge—, como la vida polí-tica de un pueblo es fruto de su psicología y esta psicología co-lectiva es, a su vez, efecto de la raza y de los factores del ambiente flsico y económico, el estudio debía comenzar por estos elementos fundantes. Consecuente con la premisa, los

primeros capítulos del libro serán consagrados al examen del carácter de españoles, indios y negros, es decir, de los compo-nentes cuya mesriznción había producido el tipo hispanoame-

ricano. A lo largo de muchas páginas de Nuestra América se

despliegan, entonces, uno tras otro, los tópicos de esa carac-

terología racista que fue un rasgo sobresaliente del pensa-miento social latinoamericano del último cuarto del siglo xix y las primeras década del xx: la arrogancia y la indolencia de los españoles, la pasividad y la tristeza del alma indígena, el servilismo y la maleabilidad de los negros. De la combinación

de estos elementos surgió el tipo hispanoamericano, "neorra-za formada o en formación",6 cuyos rasgos básicos son la pe-reza, la tristeza y la arrogancia. Estos atributos habían engen-drado un carácter racial inverso al carácter europeo ("al menos al genio ideal de los pueblos más ricos y fuertes de Eu-ropa"),' y ese carácter de los hispanoamericanos constituía la explicación, de la "política criolla".

El paralelo, que entonces y después sería de rigor, entre los trayectos tan diferentes que habían recorrido las naciones del norte del continente americano y las del sur, remitía tam-bién al factor de la raza En efecto, Bunge compara la coloni-zación española con la anglosajona en lo relativo al control de la mezcla entre europeos y poblaciones indígenas, como ha-bía hecho ya Sarmiento en Conflictos y armonía de las razas en América. Y llega a la, misma conclusión: el criterio opuesto a la mezcla racial, qué-había sido la norma de los anglosajones, re- sultó más atinadozí:-4néflco para la futura república nortea-

' mericada» lo que fue, para las repúblicas del sur, la actitud más laxó establecimiento colonial ibérico.

Una vez en posesión de la clave —la psicología de la ra-za—, Bunge se ocupará de explicar mediante ella las desven-turas de la vida cívica de estos países."Entrad, lectores. Entre-mos, sin miedo ya, al grotesco y sangriento laberinto que se llama la política criolla". ¿Qué era la política criolla? El caudi-llismo (o caciquismo), la inestabilidad institucional crónica, el ejercicio arbitrario del poder y el empleo generalizado de una retórica inflada "por frases huecas y sonoras como cam-

panas", retórica que sólo estaba destinada a encubrir la vena-lidad y las componendas políticas. En resumen, se trataba de

4 Idem, p. 28. 5

Ideen, p. 3.

6 Idean, p. 102. Ideen, p. 212.

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ese conjunto de costumbres políticas que obstruían en los paí-ses hispanaoamericanos la institución del régimen que estaba fijado en sus Constituciones pero que no se practicaba, el de la república. Lo notable es que tras este severo dictamen so-bre problemas cuyas raíces se hundían en la naturaleza misma

de los pueblos de Nuestra América, el remedio que Bunge pres-

cribía para corregirlos estuviera tan a mano. En efecto, un país sudamericano había comenzado a reco-

rrer el camino que recomendabá para poner fin gradualmen-

te a los males endémicos de la política criolla. "[Tan] factible es mi terapéutica —declara Bunge— que

al fin y al cabo yo no la he inventado: de la realidad la tomo... Porque hay un pueblo en Hispano-América que, aplicándola más o menos imperfectamente, ha superevolucionado la po-lítica criolla a punto de que pudiera presentarse de ejemplo a

sus hermanos. [...] Ese pueblo es mi Patria".8

Ahora bien, ¿cuál era ese tratamiento cuyos resultados po-dían observarse en la Argentina? Lo primero era que la "cla-se culta" se impusiera a los caudillos, un paso al que debía se-guir la instauración de un sistema de gobierno liberal que promoviera la educación y practicara una administración aus-

tera de los recursos públicos. "Un mínimum de impuestos, un mínimum de política, un poco de justicia.' 9 Una república, en

suma, pero no una república democrática —las invocaciones al sufragio popular, a la libertad, a la igualdad eran para Bun-ge sólo la prueba de que la política hispanoamericana seguía

aún aquejada de la fiebre del jacobinismo--. En otras pala-bras, la fórmula que Bunge prescribía no era otra que la repú-

blica liberal oligárquica que regía la Argentina desde 1880. A

8 Ideen, p. 309. 9 !dein, p. 308.

sus ojos, únicamente este orden podría asegurar a los países sudamericanos no sólo el ingreso en el cauce del progreso ma-terial, sino también la segura, aunque lenta, incoporación en la civilización política.

Esta visión del subcontinente era compartida por buena parte de las clases dirigentes de la Argentina, y subsisitiría aun después de que el positivismo y su sociología naturalista ha-bían perdido ya todo prestigio intelectual. Un factor de esa permanencia fue la escuela, que extendió a las clases medias la certidumbre de la superioridad del país respecto de los otros del subcontMente. El sentimiento de la primacía argen-tina se alimentaba de la creencia de que la transformación de-mográfica y étnica que había provocado la inmigración euro-

pea, concentrada en el litoral del país, sobre todo en algunos de sus centros urbanos, había purificado la raza, es decir, la había hecho más bláltcá y, por ello, más apta para el progreso y la civilización. Latrénela contribuyó a infundir esta percep-ción deflug especial de la Argentina dentro de América La-tina, coltO observa un estudio reciente sobre los textos de Geografia. "Durante varias décadas, la idea de 'composición de la población' funcionó como clave para establecer distin-ciones y afinidades entre países, y para elaborar una suerte de Geografía racial de América Latina".19 El criterio raciológico se combinaría con otro principio clasificatorio para explicar la excelencia argentina, el del clima, en virtud del cual el te-rritorio nacional era agrupado entre aquéllos de clima "tem-plado", lo que significaba que era un medio apropiado para

el predominio de la raza blanca. Asociando estos dos criterios,

lo Silvina Quintero, "Los textos de Geografía: un territorio para la Nación", Luis Alberto Romero (coord.), La Argentina en la escuela, Buenos Aires, Siglo XXI, 2004, p. 96.

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114 Carlos Altamirano América Latina en espejos argentinos 115

el país aparecía localizado en América Latina desde el punto de vista de la geografía física, pero étnicamente se hallaba se-parado de ella, "debido a su singular combinación de raza y

clima".11

11

El tema latinoamericano en la Argentina conoció, sin em-bargo, otro registro ideológico, que surgió tan tempranamen-te como el que acabamos de sintetizar y también en las filas de los círculos ilustrados. El nombre de rigor es aquí el del poe-ta, cuentista, periodista; político y crítico literario Manuel Ugarte. Pertenecía a la misma generación que Carlos O. Bun-ge (había nacido en 1875) y como éste procedía de una fami-lia socialmente encumbrada. La familia intelectual de 'ligarte, sín embargo, no sería la del positivismo, sino la del modernis-mo literario. Como es sabido, en la cultura hispanoamericana

recibe el nombre de modernismo el vasto movimiento de refor-

ma de la expresión poética que incorporó, en la literatura es-crita en español, los impulsos innovadores de las escuelas pos-románticas europeas: la del arte por el arte, el parnasianismo, el simbolismo. Pues bien, Manuel Ugarte ingresó en la vida li-

teraria bajo el signo inquieto del modernismo, que a los vein-tidós arios lo atrajo hacia París, la ciudad que era el centro de esa búsqueda incesante de lo nuevo que distinguía al espíritu modernista. En la capital francesa alternará el cultivo de la li-teratura con el periodismo y la vida bohemia, se relacionará con el socialismo y hará el descubrimiento de muchos otros intelectuales hispanoamericanos viajeros o exilados en París:

Idem, p. 98.

su identidad latinoamericana. Desde entonces América Lati-na será el tema mayor de su compromiso cívico.

Lo que precipitó ese descubrimiento fue un hecho que conmovió a la intelligentsia del subcontinente en 1898: la inter-vención de los Estados Unidos en la guerra de independencia cubana y el establecimiento de un protectorado norteamerica-no en la recién nacida república, tras la rápida derrota de Es-paña. La ola de sentimiento antinorteamericano que recorrió las capitales hispanoamericanas tras este suceso halló su mani-fiesto intelectual ensArtht, el ensayo que le daría consagración continental a su autor, el escritor uruguayo José Enrique Ro-dó. En este escrito filosófico-moral, publicado en 1900, Rodó pone en cuestión la civilización norteamericana y el afán de imitarla (la "nordomanía"), proporcionándole al sentimiento antinorteamericano un fundamento cultural: la defensa del humanismo latini4 sus valores intelectuales y estéticos frente al modelo utilitario-fepresentado por los Estados Unidos.

Uthg e fue sensible tanto a la agitación que pro-dujo exfel subcontinente la guerra hispano-norteamericana como al "arielismo", según el nombre que se daría al mensa-je idealista del ensayo de Rodó, que obtuvo amplia adhesión entre las elites culturales latinoamericanas. Pero Ugarte, en correspondencia con su identificación con el pensamiento so-cialista, radicalizó el mensaje arielista, imprimiéndole un sen-tido político y económico que le conferirá un nuevo carácter

a la crítica de la acción de los Estados Unidos en América La-tina. El objetivo de la unidad de los países latinoamericanos y la denuncia del peligro que para ellos representaban las aspi-raciones hegemónicas de la república norteamericana se con-vertirán de este modo, desde los primeros años del siglo xx, en los ejes de una prédica difundida a través de artículos, li-bros y conferencias. A partir de 1912 esa campaña lo llevará de un país a otro y le dará más renombre fuera que dentro de

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América Latina en espejos argentinos 117

la Argentina, donde no hallaría respaldo ni aun en su parti-do, el Partido Socialista.

En los escritos de Ugarte la situación de América Latina muchas veces aparece descripta y dramatizada como si se la re-presentara en la superficie de un mapa. Leamos, por ejemplo, este pasaje de uno de sus escritos tempranos sobre el tema y que lleva por título "La defensa latina":

La América española es susceptible de ser subdividida en tres zo-nas que podríamos delimitar aproximadamente: la del extremo sur (Uruguay, Argentina, Chile y Brasil) en pleno progreso e in-dependiente de toda influencia extranjera; la del centro (Perú, Bolivia, Ecuador, Venezuela y Colombia), relativamente atrasa-da y roída por el clericalismo o la guerra civil y la del extremo norte (México, Guatemala, Honduras, Nicaragua, San Salvador y Costa Rica), sometida indirectamente a la influencia moral y material de los Estados Unidos.I2

Como se ve, lo que en esta imagen diferencia una región de otra del subcontinente es el grado de "progreso" (lo que en el lenguaje de nuestro tiempo llamaríamos su grado de de-sarrollo económico y político), su independencia de los Esta-dos Unidos y su ordenamiento institucional. El hecho de que la zona que integran Uruguay, Argentina, Brasil y Chile sea considerada libre de toda influencia extranjera indica que pa-

ra Ugarte (pero no sólo para él, en realidad) la enorme gravi-tación de los intereses económicos británicos en esos cuatro países no implicaba un obstáculo a su independencia. En rea-lidad, la presencia en América Latina de intereses no sólo bri-tánicos, sino europeos en general, es juzgada como valiosa, en

tanto contrapesan el poder norteamericano: "En caso de que los Estados Unidos pretendieran hacer sentir materialmente su hegemonía —escribe Ugarte— y comenzar en el sur la obra de infiltración que han consumado en el centro, se encontra-rían naturalmente detenidos por las naciones europeas que tratarán de defender las posiciones adquiridas".13 La pugna de las naciones europeas con los Estados Unidos y la de los eu-

ropeos entre sí neutralizaría las ambiciones rivales, lo que obraría en favor de los latinoamericanos.

Pero el gran instrumento de la defensa de la América del sur radicaba en la unión de sus pueblos, que, después de la in-dependencia y pese a su tronco común, habían marchado se-parados e ignorantes unos de otros. "Hoy mismo nos unen con Europa maravillosas líneas de comunicación, pero entre no-sotros estamos aislados. Sabemos lo que pasa en China, pero ignoramos lo que":15curre en nuestro propio continente", ob-servará Ugarte.14-Ett la edificación de ese bloque de resisten-cia Ukartmsilnaba un papel rector a las naciones que habían sido ayddadas por el clima, la geografía y la labor de sus go-biernos, es decir, las naciones del extremo sur, las que ocupa-ban la zona del progreso. Yla primera medida de defensa se-ría establecer una red de comunicaciones entre los diferentes

países de la América Latina_ En un escrito posterior, vuelve a poner ante nuestros ojos

un mapa imaginario, aunque esta vez es el mapa de toda Amé-

rica, y lo usa para evocar el contraste entre la América del nor-te y la América del sur: "Al norte bullen cien millones de an-glosajones febriles e imperialistas, reunidos dentro de la armonía más perfecta en una nación única; al sur se agitan

12 Manuel Ugarte, La nación latinoamericana, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1978, p. 3.

13 Idem, p- 7. 14 Idem, p. 4.

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118 Carlos Altamirano América Latina en espejos argentinos 119

ochenta millones de, hispanoamericanos de cultura y actividad desigual, divididos en veinte repúblicas que en muchos casos se ignoran o se combaten". Desde el siglo xix cotejar las dos

Américas y su desarrollo histórico desigual era un ejercicio in-telectual frecuente y, como ya tuvimos ocasión de señalarlo, el positivismo le prestó sus argumentos racialistas a esa práctica

comparativa. Ahora bien, lo que en 1910 singularizaba el diag-

nóstico de Ugarte en el contexto del pensamiento argentino

era que buscara para el atraso latinoamericano razones de ín-dole política y no explicaciones fundadas en el carácter del

medio fisico, el clima o la constitución étnica de sus habitan-

tes. Por el contrario, va a rechazar explícitamente los argu-

mentos raciológicos:

El hecho de que los norteamericanos, cuya emancipación de In-glaterra coincide casi con la de las antiguas colonias españolas, hayan alcanzado en el mismo tiempo, en parecido territorio, y bajo idéntico régimen, el desarrollo inverosímil que contrasta con el desgano de buena parte de América no se explica, a mi juicio, ni por la mezcla indígena, ni por los atavismos de raza que se complacen en invocar algunos, arrojando sobre los muertos la responsabilidad de los propios fracasos.15

Dos factores explicaban a su juicio el desarrollo desigual

de ambas Américas: por un lado las divisiones de los pueblos

que se desprendieron del colonialismo español, en contraste

con la unidad estatal y territorial que mantuvieron los ameri-

canos del norte. Mientras éstos se unieron en un grupo estre-

cho y formaron una sola nación, "los virreinatos o capitanías

generales que se alejaron de España, no sólo se organizaron

separadamente, no sólo convirtieron en fronteras nacionales lo que eran simples divisiones administrativas, sino que las multiplicaron después, al influjo de los hombres pequeños que necesitaban patrias chicas para poder dominar".16 La otra

causa radicaba en las costumbres políticas y las ideas que ha-bían terminado por prevalecer en la parte sajona y en la par-te latina. "Mientras los Estados Unidos adoptaban los princi-pios filosóficos y las formas de civilización más recientes, las Repúblicas hispanoamericanas, desvanecido el empuje de los que determinaron la Independencia, volvieron a caer en lo

que tanto habían reprochado a la Metrópoli".17 Es decir, au-

toritarismo, teocracia, el poder en manos de oligarquías. ¿Qué consecuencias extraía Ugarte tras definir de este mo-

do la raíz de los males que azotaban a los pueblos latinoame-ricanos? Que la posibilidad de cambiar y salir de esos proble-mas estaba al alerace de la voluntad -colectiva. "La vida depende de nosotros. Son nuestros músculos intelectuales y

moraler&ks, Traforman la historia."18 Ese "nosotros" era un

nosotros Oneracional, pues para este escritor la tarea de unir América del Sur para salvar no sólo su independencia, sino también la civilización que le era propia, la civilización de los latinos en América (la defensa de la cultura latina será el lazo que conservará del mensaje arielista originario), era una la-

bor de toda su generación. En esta empresa de gestación de una nación de alcance continental —la "patria grande del por-venir", para emplear sus propias palabras— tenían una res-ponsabilidad primaria los países más fuertes y de mayor pros-peridad del subcontinente: "A la Argentina, al Brasil, a Chile

16 Idem. 17 Idem.

15 Idem, p. 12. 18 Idem, p. 13.

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y a México incumbe el deber de encabezar la cruzada —se lee en su ensayo El parvenir de la América Española—. Su prestigio, su alta cultura y sus progresos capacitan a estos países para sal-var la situación".19

Aunque la prédica latinoamericanista de Manuel Ugarte no halló mucho eco en su país, ese filón intelectual del lati-noamericanismo antlimperialista ya no desaparecería del pen-samiento argentino. Su desarrollo fue más bien intermitente y desigual. Cobró cierta amplitud después del fin de la prime-ra guerra, primero a través del discurso del movimiento de la Reforma Universitaria —cuyo manifiesto inicial está dirigido a "los hombres libres de Sudamérica"—, después a través de la Unión Latinoamericana. Creada en 1925 bajo la inspiración de José Ingenieros, quien había redactado su acta fundacio-nal, la Unión tenía como objeto la coordinación de fuerzas in-telectuales latinoamericanas y animó durante unos años un vasto movimiento de ideas. Pero, aunque sin cortarse nunca enterarnante, el hilo de esta corriente se debilitó en las déca-das siguientes. Volvería a reanimarse después de 1959, con la Revolución cubana.

Las dos posiciones respecto de América Latina que hemos resumido hasta aquí, sobre todo a través de las obras de Bun-ge y Ugarte, no obstante el antagonisrao evidente de sus visio-nes, reposaban sobre una certeza común, la de que la Argen-tina se había librado o se estaba librando de los males que afectaban a la mayoría, si no a todos los países de la región. De

ahí el papel ejemplar que ambos le asignaran a la Argentina, aunque la función de esa ejemplaridad no fuera la misma. Es-ta certeza comenzó a corroerse alrededor de 1930. Década de desórdenes económicos y políticos, la del treinta se inició con el derrocamiento del presidente Yrigoyen, lo que puso fin al período de regularidad institucional que había comenzado en 1880. Pero no fue sólo el golpe de Estado, ni la tentativa de una reforma fascista de la sociedad emprendida a continua-ción por el general Uriburu, ni tampoco el orden conserva-dor asentado en el fraude que siguió al experimento de Uri-

buru, lo que trastornó aquella confiada certeza en el porvenir de la Argentina. Era la propia figura del presidente derroca-do, el anciano Hipólito Yrigoyen, la que perturbaba a las eli-tes ilustradas, fueran políticas o intelectuales, pues el líder del Partido Radical representaba para ellas la encarnación del caudillo tradidon ,1a. imagen misma de la "política criolla" largamente execrada.

LadelazenAüe provocaba el cuadro nacional se mezcló con el Malestar que procedía del pensamiento europeo de la crisis —crisis del espíritu, del orden liberal, del capitalismo—y esa amalgama alimentó un estado de descontento intelectual que cobró forma en la reflexión ensayística. A través del ensa-yo se produjo, en efecto, para emplear las palabras de Carlos Real de Azúa, "una revisión implacable de la Argentina libe-ral y novecentista, de la Argentina heredera de Caseros", una Argentina identificada con el "optimismo, el conformismo y

la facilida.d".20 Y en la formulación del veredicto de que algo estaba constitutivamente mal en el país y de que había algo fal-so en la raíz de su vida pública, ninguno resultó más sombrío

29 Carlos Real de Azúa, "Una carrera literaria", Escritos, Montevideo, Arca, 19 Idean, p. 21. 1987, p. 106.

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que el ensayo de Ezequiel Martínez, Radiografía de la pampa.

Leamos simplemente el párrafo final de ese libro, publicado

en 1933:

Lo que Sarmiento no vio es que civilización y barbarie eran una misma cosa, como fuerzas centrífugas y centrípetas de un siste-ma en equilibrio. No vio que la ciudad era como el campo y que dentro de los cuerpos nuevos reencarnaban las almas de los muertos [...] Los baluartes de la civilización habían sido invadi-dos por espectros que se creían aniquilados, y todo un mundo, sometido a los hábitos y las normas de la civilización, eran los nuevos aspectos de lo cierto y de lo irremisible. Conforme esa obra y esa vida inmensas [la de Sarmiento] van cayendo en el ol-vido, vuelve a nosotros la realidad profunda.21

Aunque la mayoría de los ensayos-diagnóstico de esos años

no estaban incitados por el pesimismo que animaba Radiogra-

fía de la pampa, todos transmitían insatisfacción y angustia por el presente e incitaban a la búsqueda de una argentinidad y una americanidad auténticas. El descubrimiento y la expre-sión de ese ser propio, que no era europeo, sino americano, y que debía ser escrutada más allá de la superficie de la civiliza-ción importada de sus ciudades; ésta era la misión que se atri-

buía a la intelligentsia y se esperaba de ella. El tópico de la dis-

tancia entre Europa y América, en particular América Latina, reaparecía en ese discurso ensayístico que llamaba a la toma de conciencia. Pero lo que hasta entonces había sido vista co-mo una distancia histórica y, por lo tanto, superable en el tiem-po mediante el progreso (¿qué era el progreso sino, justamen-te, alcanzar a Europa y a los Estados Unidos?), cobraba ahora,

21 E,zequiel Mrtínez Estrada, Radiografía de la pampa, Buenos Aires, Losada,

1991, p. 341.

al menos en algunas visiones, el carácter de una brecha de ín-dole más radical, ontológica: Europa era el espíritu y América todavía, sólo naturaleza.

Sería imppsible no mencionar aquí la gravitación que en esta definición del "ser" americano en términos de una esen-cia u ontología tuvieron algunos visitantes famosos, como el conde de Keyserling y el filósofo español José Ortega y Gasset, cuyas conferencias fueron un acontecimiento en el Buenos Ai-res de la década de 1920. "El suramericano es total y comple-tamente el hombre telúrico. Encarna el polo opuesto al hom-bre condicionado y traspasado por el espíritu", había escrito el conde de Keyserling en sus muy leídas Meditaciones sudame-ricanas.22 ¿Cuál era el puesto que Hegel le asignaba a Améri-ca en el cuerpo de la historia universal? Ésta era la intenciona-da interrogación que Ortega y Gasset se hacía ante la Filosofía de la Historia Uni-zfé;sql, cuya traducción al español acababa de ser publicada. AutOca, observa Ortega y Gasset, no ocupa nin-gun Inga%fn 'ace cuadro histórico porque a los ojos de Hegel ella estadavía sólo un porvenir. "Cuando el espacio sobra, ex-plica el filósofo español, se adueña del hombre la naturaleza. El espacio es una categoría geográfica, no histórica".23

Pocos textos muestran mejor los vaivenes y ambigüedades del americanismo argentino de los treinta que la carta que Vic-toria Ocampo dirigió justamente a Ortega a comienzos de esa

década. ()campo estaba aún en los comienzos de lo que iba a ser una larga carrera de gran dama de la república de las le-

tras en la Argentina, como escritora y, sobre todo, como edi-

22 Conde de Keyserling, Meditaciones suramericanas, Madrid, Espasa-Calpe, 1933, p. 41. 23 José Ortega y Gasset, "Hegel y América", Meditación del pueblo joven y otros ensayos sobre América, Madrid, Alianza Editorial, 1981, p. 91.

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tora. El motivo de esta carta era la idea, largamente conversa-da con el escritor norteamericano Waldo Frank y con el pro-pio Ortega, de una revista consagrada a la cuestión america-na. Se trataba del proyecto de la futura revista Sur, que aparecería un año después. "Aquí me tienes, querido Medita-dor, instalada de nuevo en la gran Aldea", se lee en el comien-zo del escrito. Acaba de volver a Buenos Aires, la gran Aldea, después de un encuentro con Waldo Frank en Nueva York y ha regresado siguiendo la costa del océano Pacífico. "Estos quince días en New York y este decenso a lo largo de las costas

pacíficas me han instruido singularmente —continúa Ocam-po pocas líneas más abajo—. Los días pasados frente a los pai-sajes lunares de Talara, Antofagasta, Chañaral, Moliendo, etc. han sido para mí de saludable meditación". No quiere hablar-le de esto, dice, sino de la revista: "Se trata de lanzarse en es-ta empresa y he aquí lo que encuentro: el paisaje literario que tengo ante mis ojos se parece bastante a Talara, Antofagasta, Chañaral, Moliendo...". El paisaje literario es, pues, desam-parado como el paisaje fisico que contempla. ¿Cómo escapar al efecto desolador de ese panorama americano? "Después de una hora de paseo por las calles de Antofagasta regresé al Santa Clara y me encerré en mi camarote. Allí hice girar los discos de Debussy y metí la cabeza en el fonógrafo durante una hora sin parar". Una fórmula cierra este microrrelato: "Debussy = oxígeno = Europa".

No ignora, le dice Victoria Ocampo a su conspicuo amigo, que una cultura no se improvisa. En realidad lo sabe mejor que él porque lo sufre: "En una palabra, sufro por América porque soy americana". Y la revista que tiene en mente, "se ocuparía principalmente del problema americano bajo todos sus aspec-tos y en la que colaborarían todos los americanos que tengan algo adentro y los europeos que se interesen en América". Vuel-ve al final de la carta al símil entre el paisaje fisico y el paisaje

literario, y aclara: "Exagero un poco para explicarte mejor mi pensamiento. De aquí se deduce que siempre necesitaré hun-dir mi cabeza en los libros y en el piano, como tenía necesidad de Debussy en Antofagasta. Asunto de higiene respiratoria". La conforta un hecho: "Nuestra ciudad—concluye refiriéndose a Buenos Aires—, mira hacia el Atlántico: símbolo".24

Se ha subrayado a menudo el esnobismo de Victoria Ocampo y no es dificil admitir ese juicio. Pero no se podría negar sinceridad al americanismo algo patético que se mues-tra en las contorsiones intelectuales de su carta, un america-nismo que se aceptaba como deber de una elite que se quería, a la vez, refinada y responsable ¿Qué implicaba ese deber? Vi-vir en un territorio nada hospitalario para el espíritu y bajo el signo de la improvisación cultural, hacer de ello una elección y reconocer la situación, expresándola mientras se busca inci-tar a ese entortiWru'stico. Por los mismos años, el dominicano Pedro HenrígyOfflreña y el mexicano Alfonso Reyes, que par-ticipari~I^rigién del proyecto americanista de Sur, le dieron una feirmulación más esperanzada, redentorista, a la idea de América.25

IV

Hacia fines de la década de 1930, el tema latinoamerica-no comenzó a entrelazarse en la atención intelectual con otras cuestiones: la guerra civil española, primero, la segunda gue-

24 "Carta a Ortega y Gasset" [19/7/1930], Sur, ng 347, julio-diciembre de 1980. 25 Véase Nora Catelli, "La cuestión americana en 'El escritor argentino y la tradición'", Punto de vista, año xxvi, nº 77, diciembre de 2003.

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rra mundial, después. Nora Catelli ha recordado hace poco la crisis que significó para las elites culturales latinoamericanas esa imagen de una Europa que se destrozaba, que volvía a des-trozarse, en realidad, en una conflagración aún más brutal que la de 1914. Por un tiempo, aunque el lapso fue muy bre-ve, se imaginó que América podía ser el relevo de Europa en la continuidad de la civilización, que podía ser el centro, no ya una sección marginal de la cultura occidental. En la céle-bre conferencia de Borges, "El escritor argentino y la tradi-ción", Catelli identifica un eco, un vestigio de esa utopía, "la

de sustituir a Europa en la tarea de ser Occidente".26 De to-

dos modos, después de 1946 el foco de las preocupaciones res-pecto de la suerte y la condición de la Argentina como socie-dad nacional estará puesto en las alternativas del régimen

peronista. Fue sólo después del derrocamiento de Perón cuando co-

bró nuevamente brío la cuestión latinoamericana y la relación del país con el subcontinente. Pero ahora ese vínculo reapa-recía a la luz de otra clave: la del desarrollo. Internacional-mente, el tema del desarrollo era un tópico del debate econó-mico desde el fin de la segunda guerra y ya en 1949 el economista argentino Raúl Prebisch había expuesto, en una reunión celebrada en La Habana, el documento que con los

arios recibiría el título de manifiesto fundador del pensamien-

to de la CEPAL: El desarrollo económico de la América Latina y algu-

nos de sus principales problemas. El documento de Prebisch era

la primera visión regional de la economía latinoamericana ela-borada por un latinoamericano, y sus esquemas —principal-mente el relativo al funcionamiento asimétrico de la econo-mía mundial, resumido en la oposición "centro-periferia"—

26 Mem.

tendrían gran influencia en el pensamiento social del subcon-tinente. Sin embargo, en la Argentina, la literatura económi-ca y sociológica que inspiró el tema del desarrollo casi no ha-lló eco hasta 1955, y únicamente tras el fin de la década peronista encontrará divulgación amplia en el país.

Esa literatura y su problemática introdujeron un nuevo vo-cabulario y categorías que reclasificaban al país en el mapa mundial. ¿Era la Argentina un país "subdesarrollado", un país "insuficientemente desarrollado" o, más bien, un país "en de-sarrollo"? ¿Cuál era su grado de subdesarrollo y cuáles eran las causas de éste? Los puntos de vista, así como los esquemas y los criterios para hacer esas distinciones, variaban según una gama de posiciones teóricas, pero las divergencias y aun las disputas tenían su contraparte en la unidad de los interrogan- tes. El hecho es que los argentinos conocerían de ese modo

, una nueva tipificición de su sociedad, asentada en índices co- mo el del ingreso-ipe. r capita, la tasa de productividad, el gra-do cl¿,±imiustilálización, etc., que la insertaban en un área de países'l los que estaban habituados a considerar pobres o le-janos cuando no exóticos, algunos de ellos recientemente constituidos como estados nacionales. En el nuevo mapa so-cioeconómico, que se ordenaba en torno al eje desarrollo-sub-desarrollo, la Argentina ya no acompañaba, aunque fuera a

los tropiezos, la marcha del lote que iba adelante (las nacio-nes industriales o desarrolladas), ni siquiera se aproximaba a aquellos países con los que en el pasado había sido cotejada y

que ahora iban incorporándose al grupo delantero, como el Canadá o Australia. Ahora, en virtud de las falencias de su de-sarrollo económico, integraba la heterogénea clase de las so-ciedades periféricas o del Tercer Mundo.

Fue por esta vía que los argentinos se reencontraron con y en América Latina: el subcontinente pertenecía al área de los países deficientemente desarrollados y la Argentina no es-

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capaba a esa situación. Esta imagen del país tuvo una implan-tación extendida porque se instaló como parte del discurso político y del discurso académico, generalizándose con la ex-pansión de las carreras de ciencias sociales y su lenguaje, que se divulgó entre las clases medias universitarias desde la déca-da de 1960. Como en casi todas partes, la sociología fue en esa década la disciplina "reina" de las nuevas ciencias sociales, y su eje intelectual, el de la modernización, era convergente con

la problemática desarrollista. En el nuevo contexto, el popu-lismo latinoamericano sería para la sociología lo que el caudi-llismo había sido para la historiografía y la ciencia social posi-tivista: un tema unificador, que se prestaba a los enfoques y estudios comparativos. "Getulismo", "peronismo", "aprismo", "cardenismo", serían encarados como miembros de una fami-lia política e ideológica idiosincráticamente latinoamericana.

Si desde 1949 el "manifiesto" de la CEPAL había incorpora-

do a los países de América Latina en el cuadro de las regiones periféricas, la Revolución cubana, diez años después, introdu-jo el subdesarrollo latinoamericano en el cuadro de la revolu-ción social. Un nuevo tiempo, pleno de inminencias, acechan-zas y posibilidades pareció abrirse entonces para los problemas de los países del subcontinente. El tema del desarrollo, así co-

mo el latinoamericanismo, se asociaron, tanto en el discurso intelectual como en el discurso político, con el debate entre cambio gradual o revolución, una disyuntiva que la experien-

cia castrista y las Declaraciones de La. Habana (1960, 1962) pusieron sobre el tapete. El desarrollismo se identificó, funda-mentalmente, con la alternativa gradualista, reformista, asocia-da con la democracia representativa. (Al menos hasta que lle-

gó, a mediados de los años de 1960, una nueva fórmula: la de la modernización por vía autoritaria.) En nombre de esta vía gradual y erigiéndose virtualmente en portavoz de toda Amé-rica Latina, hablaría el presidente argentino Arturo Frondizi

ante el Congreso norteamericano, a veinte días del triunfo de Fidel Castro en Cuba:

Postulamos la fuerza del espíritu como motor histórico y procla-mamos la unidad esencial de las Américas, pero estas afirmacio-nes no pueden hacernos ignorar el hecho, doloroso y real, del desigual desarrollo continental. No podemos ocultar la cruda rea-lidad de millones de seres que en América Latina padecen atra-so y miseria. Tampoco podemos negar que bajo esas condiciones sociales y económicas, que contradicen nuestros ideales de justi-cia y libertad, la vida del espíritu se hace insostenible. Un pueblo pobre y sin esperanzas no es un pueblo libre. Un país estancado y empobrecido no puede asegurar las instituciones democráticas.

En cierto modo, la idea del desarrollo fue un sustituto y

una variante deloAdea del progreso. Como ésta, promovía el

cambio y contenía_una interpretación del proceso histórico en

términ~le mapas sucesivas de mejoramiento creciente de la vida individual y colectiva. Ambas, igualmente, estaban volca-

das hacia el futuro y celebraban el avance de la ciencia y de la

técnica. Ellas, sin embargo, no eran inmediatamente permu-

tables. Para el pensamiento desarrollista, el cambio por exce-

lencia, la industrialización, no sobrevendría por evolución eco-

nómica espontánea. No sería, en otras palabras, resultante del

liberalismo económico, la doctrina y la práctica que histórica-

mente había sido indisociable de la idea del progreso. La idea

del desarrollo, por el contrario, reposaba en la convicción de

que los países de la periferia no saldrían del atraso si confia-

ban en repetir, con retardo, la secuencia histórica de las na-

ciones adelantadas. Y el agente por excelencia de ese impulso

debía ser el Estado.

En este contexto intelectual, en el que la problemática del

desarrollo se entrelazaba con los temas y los conceptos de la

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sociología de la modernización, y el pensamiento historiográ-fico renovaba sus instrumentos y preocupaciones en colabo-ración con las nuevas ciencias sociales, se escribirán las que probablemente sean las primeras contribuciones perdurables de la Argentina al conocimiento de América Latina. Dentro de esta producción de alcance continental pueden mencio-narse "Democracia representativa y clases populares", de Gi-no Germani, y "Populismo y reformismo", de Torcuato di Te-11a, estudios importantes sobre el populismo latinoamericano publicados, ambos, en 1965; la Historia contemporánea de Amé-

rica Latina, de Tulio Halperin Donghi, que se editó en caste-llano por primera vez en 1969 y que se convertiría en uno de los manuales de referencia sobre la historia de Latinoamérica independiente; la serie de ensayos que José Luis Romero con-sagró a la historia ideológica y cultural del subcontinente y que rematarían en uno de los grandes libros de este scholar espe-cializado en historia medieval europea: Latinoamérica: las ciu-

dades y las ideas, que apareció en 1976. "Quizá ha sido Latinoamerica más original de lo que sue-

le pensarse, y quizá sean más originales de lo que parecen a primera vista ciertos procesos que, con demasiada frecuencia, consideramos como simples reflejos europeos", escribía en 1964 José Luis Romero, en un ensayo de título emblemático: "La situación básica: Latinoamérica frente a Europa".27 Pero esa originalidad y su interpretación no remitían ahora a una esencia, racial u ontológica, sino a la particularidad de una ex-periencia histórica. El tipo de estudios necesarios para com-prender la formación y el desarrollo de América Latina no po-

día ser ya el que había dado forma a las historiografias nacio-nales en el siglo xix. "Saber historia era, en los países latinoa-mericanos de la segunda mitad del siglo mx, tener opinión acerca del proceso de constitución del país o, mejor aún, par-ticipar en alguna medida en el arduo proceso de definición de la nacionalidad."28 Frente a las insuficiencias de esta histo-riografia tradicional, predominantemente política y articula-da, en general, como relato de la nación y su identidad (¿qué es ser argentino, mexicano, venezolano...?), se hacía impres-cindible dar impulso a una nueva historia, una historia social.

Romero pensó los trabajos que consagraría a la ciudad la-tinoamericana como contribución a la visión histórica de Amé-rica Latina que reclamaba. "Usando una fórmula tradicional, podría decirse que la ciudad es el mejor indicador de los fe-nómenos de mestizaje y aculturación que se desarrollan en La-tinoamérica enielación con la creación de nuevas formas de vida y de meutalfflad", escribirá en 1969.29 Para él, esa fórmu la era-:vllidá-Para el examen del proceso histórico-social lati-noatfericano desde el siglo xvi hasta el presente. Y con esta clave concibió Latinoamérica: las ciudades y las ideas, que sigue el

hilo que va de la ciudad formal de las fundaciones, esos nú-cleos urbanos instalados como proyecciones europeas a co-mienzos de la ocupación del territorio americano, a las ciuda-des de masas del siglo xx. La historia latinoamericana, observaba Romero, es rural y urbana. Pero, a sus ojos, la origi-nalidad que resultaba de esa historia podía ser comprendida

partiendo de ese instrumento de colonización, que se implan-

27 José Luis Romero, "La situación básica: Latinoamérica frente a Europa", Situaciones e ideologías en Latinoamérica. Buenos Aires, Sudamericana, 1986, p. 2L

28 José Luis Romero, "Los puntos de vista: historia política e historia social" [1965], Situaciones e ideologías..., p. 15. 29 José Luis Romero, "La ciudad latinoamericana: continuidad europea y de-sarrollo autónomo", Situaciones e ideologías..., p. 213.

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ta como reducto europeo, cristiano, homogéneo, y que irá di-ferenciándose a lo largo de un desarrollo secular. Primero, di-ferenciación de su propio patrón inicial de "ciudad ideológi-ca" que llevará a la "ciudad real", fruto de los ajustes a la experiencia americana; después, la diferenciación por la cual surgiría (reconocidamente, desde finales del siglo xviiI), a la par de la sociedad urbana, una sociedad diferente en el hinter-

land rural de las ciudades; y, por fin, la diferenciación de las ciudades mismas, que a partir de un modelo originariamente común seguirían distintos trayectos —algunas rumbo al oca-so o la desaparición—. El movimiento de las ideas, sean las sis-tematizadas de las elites políticas y culturales, sean las más la-xas de los movimientos populares, debía entenderse en

relación con este proceso. Dentro de este cuadro, como, en general, dentro de las

perspectivas que comenzaron a ofrecer los estudios empren-didos con el estímulo de la nueva historia y de las ciencias so-ciales, las vicisitudes de la sociedad argentina aparecían como un fragmento de la experiencia latinoamericana. Los rasgos que la diferenciaban de otras naciones del subcontinente —por ejemplo, la gran mutación demográfica que produjo la inmigración europea a partir de la segunda mitad del siglo xix—, se inscribían en el repertorio de cambios que habían introducido discontinuidades y clivajes regionales en el espa-cio latinoamericano. Las discusiones y las tesis sobre la depen-

dencia, características del debate intelectual de comienzos de la década de 1970, hicieron también su contribución a la per-cepción de que la Argentina no sólo estaba geográficamente en América Latina. En el mismo sentido.obró, en fin, el esta-blecimiento de regímenes autoritarios, sobre todo la dictadu-

ra militar que imperó en el país entre 1976 y 1983. Ni la experiencia ni las interpretaciones acerca de Améri-

ca Latina y la Argentina que se elaboraron en las últimas cua-

tro décadas han disipado enteramente la fantasía de mutar-nos, como ha observado críticamente Roberto Russell, "en eu-ropeos periféricos [...] o, quizá mejor, en norteamericanos del Sur".30 Es una especie de engreimiento arraigado en las cla-ses dominantes y en un segmento de las clases medias. Vani-dad nacional, ella se ejercita también hacia dentro, contra la parte del país a la que se acusa de haber frustrado la grande-za argentina. Para dejar efectivamente atrás la nostalgia por el pasado y la añoranza de los barcos no bastará que los argenti-nos reconozcan su "destino sudamericano". A ese reconoci-miento debe imprimírsele un sentido que no puede ser ni el de la admisión resignada de un destino fatídico, ni el de la

exaltación identitaria. El descontento por lo que somos y por lo que son nuestros países (sociedades brutalmente injustas y desiguales, con pueblos que se marchitan en la pobreza y pos dirigentes codiciosos o irresponsables) debemos ligarlo con el deseo de gira Argentina y otra América Latina y el es-fuerzo 13of liaeer probable lo que sólo es posible.

Erfotras palabras, cierta conjetura abierta sobre lo que to-davía no es, pero puede ser —cierta utopía, si se quiere—, que no nos desconecte del mundo, sino que oriente nuestra inser-ción en él, tendría que acompañar la afirmación del destino común. Afortunadamente, la mayoría de nosotros ya no acep-ta pensar que sea necesaria una etapa de capitalismo salvaje para poner a nuestro alcance la lucha por la equidad. Tampo-

co acepta que la existencia de desigualdades sociales, que son enormes, obligue a renunciar por un tiempo, mientras se lo-

gi a abolir la pobreza, a la democracia y a las libertades públi-

cas. Pensar un futuro que conjugue estas exigencias es la tarea.

30 La Nación, 15/5/04.