Carta del fin del mundo jose manuel fajardo gonzalez (2)

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Recién llegado a América, CristóbalColón tiene que regresar a Españapara dar noticia delDescubrimiento. Deja en LaEspañola a treinta y nueve hombrescon el encargo de levantar el Fuertede la Navidad y convertirse enavanzadilla de la cristianización delcontinente. Sabremos de susandanzas por la carta que DomingoPérez, tonelero, le escribe a suhermano, pormenorizando lossucesos de cada día.

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José Manuel FajardoGonzález

Carta del fin delmundo

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ePub r1.2hermes10 26.10.14

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Título original: Carta del fin del mundoJosé Manuel Fajardo González, 1996

Editor digital: hermes10

Corrección de errores = sibeliusePub base r1.2

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A Mitxel Vega, JaimeOdriozola y Jesús Calderón,

que han dado libertad a miimaginación.

A Nagala, con amor.

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Prólogo

El novelista como enemigo del olvido

Cuando terminé de leer elmanuscrito de Carta del fin del mundosentí un extraño desasosiego que mellevó a pensar intensamente en JorgeLuis Borges, a quien vi nada más queuna vez y por algunos minutos,accidentalmente encerrado en un curiosoascensor alemán llamado Pater Noster,que nunca deja de viajar, subiendo ybajando, sin descanso, como la Bandade Moebius dibujada por Escher.

De tanto pensar en Borges llegué a

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creer que estaba frente a él, y mirandohacia el misterioso fondo de sus ojosdecididos a no ver los portentos de estemundo, sino los determinados por lasleyes de la ficción, le pregunté:«Borges, ¿es posible que un escritor detreinta y tantos años recupere unmanuscrito perdido en el laberinto de suimaginación hace casi cinco siglos?».

—Es posible. Todo es posible en laliteratura. Sólo hay que conocer losmecanismos de la casualidad —respondió con su ronca voz de hombreacostumbrado a las revelaciones.

Cuando Domingo Pérez,posiblemente el autor del manuscrito,escribe: «Ahora sé, hermano, que mi

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destino estaba escrito y que no conduceal Paraíso», como resumen de una seriede desventuras y fatalidades ocurridas aun puñado de náufragos de la SantaMaría abandonados por Cristóbal Colónen La Española, tal vez se anticipaba —por pura casualidad— al que sería eldestino de los participantes delencuentro entre dos mundos acontecido apartir del 12 de octubre de 1492.

Mucho se ha escrito al respecto,muchos son los historiadores einvestigadores que han rasguñado en elpasado, ya sea para obtener teoríasjustificatorias de la conducta de losconquistadores o teorías condenatoriasque alimentan la leyenda negra, pero son

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relativamente pocos los escritores queen el género de la ficción histórica hanconseguido acercarnos a lo que fueaquel hecho que, sea cual sea nuestraapreciación del mismo, no deja de serparte de nuestra cultura, de nosotrosmismos.

José Manuel Fajardo se ha atrevidoa contarnos la odisea de un puñado deeuropeos representativos de todas lascontradicciones de la Europa delDescubrimiento, y de los habitantes deun mundo desconocido, a la sazón El Findel Mundo, que más tarde se llamaríaAmérica, desde la más saludable y porlo tanto interesante de las perspectivas:la de la aventura.

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Tenemos en las manos un libroinolvidable, porque será muy difícilevitar el estremecimiento que nosdepara la lectura del trágico fin delprimer acto de libertad acometido porun personaje que de inmediato setransforma en símbolo de una terribleduda todavía no resuelta: ¿Cómo definirde una vez y para siempre lo quesignificó la llegada de los europeos alNuevo Mundo?

Tampoco será fácil olvidar a Luis deTorres, el judío converso que sabíahebreo, caldeo y algo de arábigo, que notardó en aprender la lengua de losindios, e inaugura la historia del exilio.

Y cómo olvidar al portugués Álvaro

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Almeyda, que desde la mísera agoníadel apestado medita sobre la sinrazón dela codicia y sobre la maldición queacarrea la riqueza.

Me resulta particularmente difícilescribir sobre esta novela sin contarlaentera. Mal favor haría a los lectores yal autor. Para terminar, insisto en que setrata de uno de aquellos libros que nosacompañarán por mucho tiempo, porque,teniendo como fondo una escenografíacreada por los elementos naturales delCaribe y la belleza de un lenguaje que,sin perder en ningún momento lafrescura, reconstruye la ingenuidadexpresiva de la época en que transcurrela historia, nos conduce por senderos de

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debilidades y fortalezas, de desánimo yesperanzas, de acción y reflexión, a lamanera de los grandes autores de loslibros de aventuras que nos iniciaron enel placer de leer. Casi cinco siglosesperó esta historia, hasta que JoséManuel Fajardo la rescató del laberintodel olvido.

Luis SEPÚLVEDAParís, septiembre de 1995

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En esta Española, enel lugar más

convenible y mejorcomarca para las

minas de oro y de todotrato, así de la tierra

firme de acá como deaquélla de allá delGran Kan, adondehabrá gran trato y

ganancia, he tomadoposesión de una villagrande, a la cual pusenombre de la Villa dela Navidad, y en ella

he hecho fuerza y

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fortaleza, que ya aestas horas estará del

todo acabada, y hedejado en ella gente.

CRISTÓBAL COLÓN,

Carta anunciando eldescubrimiento.

14 de marzo de 1493

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1

Te escribo esta carta… puro papeleodel alma.

MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ,Carta de vagamundosSé que mi camino estaba escrito, sé

que no conduce al Paraíso.

ANA BELÉN,canción del disco Derroche

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2

Copia del escribano de ración de laisla de La Española, fecha a veinte díasdel mes de diciembre.

Año de 1514.

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Carta del fin delmundo

Villa de la Navidad,viernes cuatro días del mes

de enerodel año del nacimiento de

Nuestro Señor Jesucristode mil cuatrocientos y

noventa y tres.

Ayer partieron las naves. La barcadel Almirante fue la última en dejar laplaya, cuando despuntaba el alba, y enno más de tres ampolletas las dos

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carabelas armaron sus aparejos yempezaron a alejarse. Todavía meparece verlas ancladas en la bahía, amenos de una braza de la pila demaderos que rescatamos del naufragiode la Santa María y que llevamos díasacarreando hasta el alto donde estamosconstruyendo la estacada de un fuerte.Me parece verlas, pero sé que es unailusión, la prolongación del sueño queanoche me permitió dormir en medio delos ruidos nocturnos de esta tierraperdida en el confín del mundo. Soñéque el sastre, el gordo Juan de Medina,se encaramaba ágilmente al palo mayory recortaba un amplio paño de la vela.Verle ahí arriba, agitando el paño con la

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mano libre, me hacía reír. El paño era enrealidad un capote ancho y áspero, y elsastre se acercaba a mi camastro, dondeyo temblaba de fiebres, y me cubría conél la cabeza. Entonces pude oír elgolpeteo del agua contra el casco de laNiña y supe que las naves aún seguíanancladas frente al campamento. Perocuando me desperté esta mañana nohabía rastro alguno de velas en elhorizonte. Somos treinta y nuevehombres los que el destino, la ambicióny la voluntad de Dios han dejado en estaplaya, edificando una precaria defensacon los restos de una nave encallada.Tenemos víveres en abundancia, panbizcocho para un año y vino para

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hartarnos. Tenemos abundante artilleríae incluso el batel de la nao encallada,que logramos salvarlo del naufragio ytodavía tiene buenos servicios querendirnos. Pero, querido hermano, todoello no basta para alejar la soledad quenos rodea y que parece aislar a cada unode los otros. Hablamos poco y miramosmucho, mala cosa pues si el exceso depalabras suele dar rienda suelta a ideasatolondradas y a malentendidos, elsilencio es abono de rencores y denegros pensamientos, que son aúnpeores. Ante nuestros ojos se ofrece elespectáculo más fabuloso que imaginarpuedas. Todo es nuevo a nuestroentendimiento y de tal belleza que es

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maravilla ver los colores de los pájarosy de las flores, oler las fragancias de laespesura y contemplar criaturas aún sinnombre tan raras en sus formas que biense las podría tomar por monstruos si nofuera que son pequeñas y las más de lasveces asustadizas. Todo es fascinante yextraño pero también ajeno, pues nadasabemos sobre muchas cosas que ni auna tocarlas nos atrevemos. De manera quetanta promesa insatisfecha termina porfatigar el ánimo. Afortunadamentetrabajamos mucho y el noble sudor tantoagota las fuerzas como los deseos, así lanoche nos acoge exhaustos ydesconcertados, silenciosos yasombrados, pero todavía sanos de

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cuerpo y de espíritu. Es ese momento, alcalor de la hoguera, el que estoyaprovechando ahora para escribirteestas palabras como primer poblador delas Indias. Mucho título para un simplevizcaíno, dirás, pero tal es la verdad,caro hermano, aunque a mí mismo sigapareciéndome cosa de cuento.

Durante todo el día de hoy, losindios han merodeado por la bahía,manteniéndose a distancia durante horas,como si no tuvieran nada mejor quehacer en este mundo de Dios queholgazanear a la sombra de las altísimaspalmas y de unos árboles que llegan abesar la mismísima agua marina con susraíces, tan tupidos como zarzales y

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abrazados por toda suerte deenredaderas de flores enormes y vivoscolores. Mucho hemos trabajado,siguiendo las indicaciones de loscarpinteros, y poco a poco la estacadaha comenzado a tomar cuerpo. Elcapitán, Don Diego de Arana, uncordobés recto y experimentado en artesde guerra, quiere que tenga cuandomenos doce pies de alto pues, aunquelos indios que hemos visto hasta ahorano parecen muy bien armados, tampocosabemos qué otros reinos pueden lindarcon éste ni cómo serán sus gentes. Estatarde ha venido a hablarme el Chanchu,Juan el de Lequeitio que, ya sabrás, seembarcó también en esta aventura junto

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a su amigo Domingo, y eracontramaestre de la nao hasta que lamala cabeza del marinero GonzaloFranco le llevó a dejar el timón, lapasada noche del veinticuatro dediciembre, a Martín de Urtubia, que esun mozo grumete también vizcaíno, buenmancebo, fornido y dispuesto, peroinexperto en el gobierno de la mar, contan mala fortuna que vino a embarrancarla Santa María en un arenal salpicado depiedras tan cortantes como cuchillos, yahí se ha quedado para que ladesguacemos. Y lo que quiere elChanchu, precisamente, es que vea deaprovechar los tablones pequeños y elsobrante de la edificación del fuerte y de

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las casas donde habremos de morar,para hacer buen uso de mi oficio detonelero y fabricar algunas artesasdonde guardar los alimentos de quehemos de proveernos si no queremosaburrir nuestros estómagos a base tansólo de pan bizcocho. También me hapedido que haga algunas arquetas bienremachadas, que me pagará aparte y desu bolsillo, donde guardar el oro, puesestá convencido de que no lejos de aquíha de hallarse en grandes cantidades, yel brillo del oro ha sido la poderosarazón que a todos nos ha animado aquedarnos en esta tierra incógnitamientras el Almirante vuelve a Castillaa dar razón de cuanto hemos visto y

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descubierto. Y motivos no nos faltanpara desear tanto el precioso metal, túbien lo sabes, que han sido los últimosaños de muy mala querencia, llenos desinsabores y apreturas. No se me va dela cabeza la última vez que vi a padre,comido de toses y de miseria sin queninguno de sus hijos, ni aun todos juntos,pudiéramos reunir los pocos maravedíesque hubieran bastado para retirarle deun trabajo que le está matando. Esperoque ya me haya perdonado porembarcarme de primeras, sin apenastener tiempo para despedirme ni de él nide madre. Tú ya me conoces, siempretardo en tomar resoluciones pero,cuando las tomo, parece que se me fuera

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a agotar mi tiempo en este mundo, talesson las prisas que me empujan aponerlas en práctica.

¿Y tú, caro hermano, me hasperdonado también? No puedo dejar depensar que al partir yo, el mayor, te heobligado a cargar con laresponsabilidad de la familia. Tan sólola esperanza de regresar a casa en unaño, según prometió el Almirante, ycargado de riquezas, alivia el peso demi conciencia. ¿Cómo siguen las cosasahí, en Bermeo? Me gusta escribir elnombre de Bermeo, es casi como unconjuro, y Dios perdone tal semejanza.Recuerdo muy bien el sonido de lascampanas de Santa Eufemia, el muelle

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siempre alborotado de vida, larompiente del puerto que viene a saludara las embarcaciones como una comitivade los suyos, al regreso de la pesca. Y elverdor de sus tierras. Estas otrastambién son verdes, exuberantes yprolijas en arbustos, frutos y árboles,como las nuestras, pero en éstas reinasiempre un aire tibio, incluso cuandollueve, que es experiencia nunca vistasudar bajo la lluvia en pleno invierno,como aquí acontece en ocasiones. Mepregunto cómo habrá de ser cuandolleguen los rigores del verano. Peroahora son otros rigores los que meobligan a dejar la pluma por esta noche.Debo rendir cuentas a mis sueños de las

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fatigas del día, si quiero disponermañana de las fuerzas necesarias paraseguir la tarea.

Han pasado ya dos semanas desdeque comencé a escribir esta carta y sóloahora tengo ocasión de ponerme a ellode nuevo. ¡Si hubieras visto cómo hemostrabajado, caro hermano! Te sentiríasorgulloso. La estacada del fuerte ya estálevantada y en los turnos de guardiapuede verse desde ella buena parte deesta costa donde el verde de la mar seconfunde con la verde vegetación, a talextremo que, como decía el Almirante,más parece que nos hallemos en laslindes del Paraíso. Hemos construidotambién cinco cabañas que han de

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servirnos de morada, fuera del recintodel fuerte, y una más en su interiordonde guardar armas y pertrechos paracaso de asedio. Aunque dudo que hayade procurarnos a la postre muchorefugio según se manifiesta el carácterde estos indios. Son gente pacífica ydada a otras distracciones que pocotienen que ver con la guerra, aunque yahemos visto algunos que portan en suscuerpos huellas de heridas, cicatrices yaun pérdidas de dedos u ojos, lo quemuestra a las claras que la experienciade la guerra no les es ajena. Mas ningúnrastro de la brutalidad del combateparece haber impregnado sus espíritus.Se muestran solícitos y curiosos y nos

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visitan con frecuencia y, a veces, sinmotivo alguno. Parece que despertamosen ellos una extraña confianza yadmiración. De modo, caro hermano,que se me hace difícil tratarles desalvajes, según la común manera deentender esa palabra, pues no heapreciado en ellos, hasta el momento,ferocidad ni malicia. Bien es cierto queandan desnudos a todas horas sin queparezca importarles una blanca ofrecersu desnudez a la mirada de otros, peroésa es costumbre muy extendida en lasIndias según he podido ver en cuantaspoblaciones visitamos desde que, elpasado doce día del mes de octubre,avistamos por vez primera estas tierras.

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Por su desnudez y simpleza, que todo lotrocan por unas cuentecicas de vidrio oalgunos cascabeles, doy más en pensarque es gente sencilla antes que salvaje.Y su devoción por nosotros se me antojamás fruto de la superioridad de nuestraFe e Imperio que del temor a nuestrafuerza.

Al día siguiente de empezar estacarta, con las primeras luces vinieronindios y en tal número que Don Diego deArana temió se tratara de un ataque,pues no eran los mismos que morancerca de nuestro campamento y cuyosbuenos servicios ya dejó acordados elAlmirante antes de partir. Y si he dedecir la verdad, estoy en que todos

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albergamos iguales temores, más aúnpor carecer de protección pues laestacada estaba a medio levantar. Perono tardamos en apartar nuestros miedos.No se contentaron aquellos indios conmirarnos desde lejos, como hacen éstosdel cacique Guanacagarí las más de lasveces, sino que pronto formaron cortejo.Traían las cabezas adornadas conplumas y muchos el rostro pintado, unosde blanco, otros de colorado, otros deprieto, y delante de todos, que seríanmás de quinientos, venía uno quemostraba gran majestad en la faz ysignos de ser persona importante. Lerodeaban cuatro mancebos fornidos,cada uno con una larga vara en la mano

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con que acompasaban la marcha y, trasellos, algunas mujeres mozas queportaban en sus brazos calabazas conagua y ovillos de algodón y papagayosde todos colores que gritaban en sulengua animal, lo que hacía reír mucho atodos.

Los indios eran de cuerpo hermoso,muy bien proporcionados, y entre lasmujeres las había de toda edad, quemuchas eran mozas y algunas cargadasde años, y en ninguna se veían pechoscaídos como tanto acontece con lasmujeres de nuestra tierra, que no biendejan los años mozos se tornan suscarnes fláccidas y los rostros se lesllenan de arrugas, de manera que llegan

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a la vejez con tal premura que casi haceolvidar que alguna vez fueron lozanas.Estas otras, hermano, guardan la piel deuna tersura no vista cualquiera sea suedad, son de ojos grandes y oscuros,sonrisa fácil y tal gracia en su andar queparece bailaran. Y entre ellas, estoy porjurar, si no fuera pecado, que venía lamás bella de cuantas mujeres pueblanambos lados de la mar Océana. Menuda,de tez dorada y largos cabellos cresposque le cubrían toda la espalda y dejabanver sus desnudos pechos, su cuerpo erapura armonía y sus dientes tan blancosque casi deslumbraban cuando se acercópara ofrecerme el agua que traía en unacalabaza hueca. Tan cierto como que

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estoy aquí, en esta tierra que parece elJardín del Edén, que no he visto en todami vida una criatura tan hermosa y dignade admiración. Como ves, hermano, eltrabajo y la aventura no han dormido micorazón, y todavía me embriaga lafemenina belleza, aunque tal vez mispalabras despierten tu escándalo. Perohas de perdonarme si así fuera, pues noes tal cosa lo que busco. En medio de ladulzura de estas tierras hallo libertadpara hablar sin más trabas que la verdadde mis sentimientos; y esa claridaddeseo compartirla contigo, como hecompartido tantas otras cosas de la vida:las andanzas en la mar cuando nosenrolamos en la Anunciación y

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navegamos las costas de Génova hastaSicilia; o los sinsabores de la pasadaprimavera cuando fuimos juntos aLequeitio en busca de la labor que senos negaba en Bermeo. Y en uno y otrolugar fuiste testigo de mis amores, comoyo lo fui de los tuyos, que aún recuerdola dulce mesonera genovesa entre cuyosbrazos te perdiste tres días; y no creoque hayas tú olvidado a María de Achio,que me dio su amor en Izpazter y que,poco antes de embarcar en la nao SantaMaría, me anunció su temor de estarpreñada, pues hacía ya tres meses queno acudía su sangría de mujer. Y ahora,mientras esto escribo, quiero decir laverdad, hermano, pues si bien compuse

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gestos graves y acompasados ante talesnuevas, por mis adentros suspiraba conalivio al saberme alejado de ella, quetal es el amor del hombre: desear hastael delirio para, una vez satisfechos susapetitos, buscar la libertad de amar aotras mujeres. Y nada ataca más esalibertad que las ataduras del matrimonioy la progenitura, que las más de lasveces andan juntos.

No sé si sea el amor del hombreamor vano, o quizá yo nunca haya estadoenamorado y son mis amores flores detemporada, pero es bien cierto que alpartirme para las Indias dejé atráspesadas cargas que no quería, de modoque en el capítulo de mis pecados habré

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de apuntar, junto a la lujuria, lamezquindad, aunque me duela. Y si teescribo esto ahora no sé si es porcontrición verdadera o por aliviar misremordimientos cuando la distancia haceimposible poner remedio alguno a misobras.

Mas no quiero entristecerte con taleshistorias, ni entristecerme yoevocándolas. Valgan, pues, comoejemplo de la verdad que quisiera hacerbrillar en esta carta, limpia de las zarzasdel pasado como limpias son las aguasde esta mar verde y transparente queviene a acariciar esta playa sobre la queal fin se levanta la dignidad del fuerte dela Villa de la Navidad.

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Te contaba la llegada del cortejo deindios y la verdad es que no creo quehaya palabras para describir la alegría yparabienes de que fuimos objeto.Nuestro capitán, Don Diego de Arana,recibió con mucha discreción y respetoal cacique indio, que dijo llamarseMoguacainambó y ser súbdito de un granseñor de nombre Caonabó, cuyo reino sehalla tierra adentro, junto a un gran ríoque llaman Yaqui, y que según cuentaestá lleno de minas de las que sacan oroen abundancia. Ya podrás imaginar elregocijo que todos sentimos ante talesnuevas. Y de entre todos el Chanchu, quecada día sale en busca de indios a losque interrogar, por averiguar de dónde

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sacan los pequeños adornos de oro queen ocasiones portan. El señorMoguacainambó dijo que ya sabía elgran valor que dábamos al oro y que sinduda sería por ser éste cosa turey, queen su lengua quiere decir cosa que vienedel cielo, y nada había más natural quenosotros, que también éramos turey,amásemos los dones celestiales. Y esque estas gentes creen sinceramente quesomos enviados del cielo y nos mirancomo si fuésemos dioses. ¿Puedescreerlo? ¿Te imaginas a tu hermanoconvertido en un dios? Yo también merío y tanta credulidad hace que estosindios se me representen como niñostemerosos. Muchas veces hemos de

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contener la risa para no dar al traste conun equívoco que tanto nos beneficia.

Ordenó Don Diego de Arana que sedispusiese todo para el almuerzo ypusiéronse a asar algunas gruesas hutías,que es como llaman los indios a losgrandes conejos que abundan en estastierras. Nuestro capitán y el señor de losindios comieron a la sombra de unasaltas palmas, con mucha ceremonia yreverencia, y era gracioso ver alsevillano Gonzalo Franco hacer lasveces de criado pues, aunque mozo ydispuesto, no son los suyos modalescortesanos. Los demás nos sentamos acomer cerca de la obra de la estacada.Muchos fueron los indios que se

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reunieron en torno nuestro y en verdadcasi olvidamos los reclamos delhambre, tal era el esfuerzo a quedebíamos entregarnos para intentarhacernos entender por los indios y parainterpretar los graciosos gestos queellos nos dirigían.

No sé en qué tierra hemos ido a darpero tengo por cierto que ha de ser lamás perdida de las posesiones del GranKan, pues la lengua de estos indios espor completo desconocida y, pese a losbuenos oficios de nuestro traductor, Luisde Torres, ninguno de ellos comprendeel arábigo, el caldeo o el hebreo, conser éstas lenguas orientales. De tal modoque no es fácil hacernos entender y

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mucho menos saber qué nos quierendecir. La sabrosa carne de las hutías y elcalor del vino, que causó no pocoasombro entre nuestros curiososinvitados, dieron alas a nuestraimaginación y al fin, entregados aalharacas y risas cual corro de niños,comprendimos que para estos indios esgran enigma saber de dónde venimos.Nosotros les señalábamos el horizontedel mar una y otra vez, y ellos rompíanen exclamaciones de asombro y nosapremiaban para que les hablásemos denuestra patria aunque nada entendiesende cuanto dijéramos. Y así, carohermano, cada uno de nosotros seconvirtió por unas horas en maestro

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rodeado de atentos alumnos. ¡Pocasabiduría habríamos de entregarles yaún menor provecho podrían sacar denuestras palabras! Mas había algo queempujaba a hablar. No sé si fueravanidad o ansia, tal vez ambas revueltas,como acontece casi siempre en la vida,que las emociones andan siempre enrevoltijo y el amor y el odio se avecinancomo la valentía y el miedo. Yo empecéa explicar cuán lejos está mi patria, cuánextensas son sus tierras y cuán numerosasu gente. Acompañaba mis palabras decuantos movimientos era capaz de idear,de modo que se hicieran más claras, ysentía las miradas de los indios fijas enmí. Mientras hablaba veía sus grandes

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ojos oscuros, ávidos de entendimiento,sus bocas abiertas de asombro…Parecía que el sonido de mi voz lesrobase la voluntad. Ellos gozaban conmis historias mientras yo me sumergíaen el cuento de mis desventuras y, sindarme cuenta, me alejaba del propósitoinicial de mis palabras.

Pronto me oí hablando de Bermeo,invocando los nombres de sus iglesias,ensalzando el valor de sus pescadores,evocando las largas jornadas en la mar,atareados en la pesca del bonito o en lacaza de alguna ballena. ¡Dios mío!¡Cómo echo de menos la hermandad quenace en la chalupaundi cuando el arpónse clava en el lomo de la bestia y la

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boga de todos gobierna a duras penas subrutal empuje! ¡Esa hermandad quecabalga las olas embravecidas por loscoletazos de la ballena y parece anudadaal largo cabo que ata el arpón al bote y,en su tirón, nos arrastra y empapa! ¡Quéalboroto! Los indios me miraban cadavez más asombrados, aunque no sé si eratal o si era la sorpresa de hallarse anteun loco lo que se reflejaba en susrostros, pues no otra cosa sino un locodebía parecerles con tantos saltos,gestos y gritos como acompañaba misapasionadas palabras. Algunos mirabande vez en cuando al cercano y plácidomar, como si esperaran ver en aquellastibias aguas azules la imagen tremenda

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que yo les pintaba. Pero de todos losrostros que me rodeaban uno había idoconquistando mi atención a tal punto quemis últimas palabras, dando cuenta delas tribulaciones del viaje que nos habíatraído hasta estas tierras, iban dirigidasen realidad sólo a él.

Estaba sentada junto a un tablón dela estacada y su espalda se apoyaba enla áspera madera como la rosa trepadoradescansa sus pétalos contra el muro deljardín. Era la misma moza que habíacautivado mi admiración en la llegadadel cortejo. Nada me habría colmadomás de gozo que poder hablar con ella asolas, pero ni mi ignorancia de su lenguani la presencia de los suyos, todos por

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igual deseosos de escuchar nuestraspalabras y de devolver por cada muecanuestra ciento, consintieron que tal fueraposible. Con todo, alcancé a preguntarlesu nombre, cuando ya el cortejo seformaba de nuevo, al atardecer, y todoeran despedidas y reverencias. Ella memiró de tal manera que sentí cual sitomara posesión de mí, con una miradafirme y brillante, y dijo su nombre:Nagala. Entonces me di cuenta que erala primera vez que oía su voz y que erala voz más dulce del mundo.

¡Cuan tornadizo es el destino! Laotra noche escribía esta cartaembriagado de dicha, orgulloso detantos esfuerzos que se me antojaban

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servicios a nuestra Reina y cristianaempresa. Pero en esta noche son otroslos sentimientos que llenan y aúnoprimen mi corazón. Ya no existe laarmonía que ha reinado en nuestrosactos desde que el Almirante nosencomendara la tarea de levantar elfuerte de la Villa de la Navidad. Y ahorame pregunto si no he buscado en elmucho trabajo una excusa para no ver loque nos estaba sucediendo.

Cierto es que hay tanto que hacer…Don Diego de Arana ha encargado almarinero Diego Pérez las tareas delabranza, por ser murciano, que es gentede huertas. Lope y yo le ayudamos apreparar la tierra y en la siembra, que

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aunque es invierno nadie lo diría, tal esla bonanza de los vientos y del sol. Enlas largas horas de labor hablamos denuestra patria, pues también Lope esvizcaíno, vecino de la anteiglesia deErandio. Él me cuenta de los días en queel pico del monte Serantes amanececubierto de nieblas, señal de prontaslluvias. Y yo le hablo de las mareas dela ría de Mundaca entre las peñas de laplaya de Laga, le hablo de las antiguasguerras de los señores de Bermeo,cuando el señor de Butrón expulsó de lavilla a Don Pedro de Abendaño y a DonPedro Roys de Arteaga, que hubieron desalir con los suyos por una de laspuertas de la muralla, camino de

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Guernica, mientras aquél entraba porotra, y lo hicieron con tales prisas queaun hubo quien murió ahogado en la mar,y le hablo también del asedio a lafortaleza de San Juan de Gaztelugueche,que ni toda la armada del rey Alfonso XIbastó para rendir a sus empecinadosdefensores ni para doblegar la voluntadde las gentes de la comarca, que tienen agala tanto la entereza de su corazóncomo la terquedad de su carácter. Y yasabes, hermano, que es propio devizcaínos oponer virtudes, contraponerhazañas, comparar méritos y gestas detal modo que se diría andamos siempreen disputa si no fuera que todo ello esmotivo de más risas que enfados. Me

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cuenta Lope de la ría del Nervión y yole alabo la del río Oca. Encomia él lapujanza del comercio de Bilbao y yohago bandera de la hidalguía de losbermeanos, cazadores de ballenas,comerciantes tanto en la mar Océanacomo en la ribera del Mediterráneo,cuando no corsarios de brío si lasinclemencias de la vida así lo exigen. YDiego Pérez, que es hombre de buenhumor y gracia fácil, termina por terciaren la disputa para preguntar a Lope porqué nunca habla de su pueblo, que se levan las fuerzas en elogiar villas yparajes colindantes pero están aún porescucharse las virtudes de la anteiglesiade Erandio. Y sentencia: poca cosa ha

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de ser cuando ni siquiera uno de sushijos halla razones para cantarla en esterincón perdido de la mano de Dios.Tendrías que ver las protestas de Lope,que tanto más nos hace reír cuantomayor enojo parece embargarle. Sonéstos, caro hermano, los pocosmomentos de gozo que nos depara eldía, las bondades de la risa y del trabajounidas, porque lo más del tiempo sonmuy otras disputas las que nos enfrentany zahieren, sin que en ellas quepa unafugaz sonrisa.

Hemos cavado un pozo profundodentro del fuerte, donde poder guardarel oro, mas en él parece que hubiéramosenterrado nuestra entereza; tales son los

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desvaríos que nos van poseyendo y queamenazan con males mayores si nohacemos por recobrar la cordura.Porque si el pozo es profundo tanto másvacío se muestra.

Desde que arribamos a esta tierra, laesperanza de hallar oro en abundancianos ha dado fuerzas en los momentos deflaqueza, ha aplacado la soledad ysaciado los recuerdos de nuestros seresqueridos, nos ha levantado al alba y nosha acunado en las tibias noches como elmurmullo del pecho materno adormeceal niño. Tras su brillo hemos andado laespesura de la selva, visitado lospoblados cercanos e interrogado a losindios una y otra vez sobre el lugar de

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donde sacan los granos de oro quellevan en sus orejas y narices, pero hasido en vano. Todo el oro que reunirpudiéramos en estas tierras del señorGuanacagarí no daría para más que unpuñado de maravedíes. Y los indios nohacen sino señalar tierra adentro y decirque es de allí de donde viene la caona,que es como llaman al oro en su lengua,y nos dicen otras palabras que no acabande esclarecer si la tierra del oro esterritorio turey, es decir, sagrado, otierra de minas, aunque tengo para míque habrá de ser ambas cosas a la vez.

La impaciencia se ha apoderado denuestros corazones y los días nodiscurren ya con la placidez del

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asombro sino apremiados por nuestrostemores de regresar a la postre con lasmanos vacías y las heridas de nuestrasdesventuras sin reparación. Tú biensabes, caro hermano, cuán difícil es elgobierno de una partida de hombres,más aún si se hallan privados demujeres y obligados a compartir los díasy las noches lejos de su patria. Muchashan de ser las virtudes de aquél sobrequien recaiga tal empeño, y con serimportantes el valor y la dignidad no sonbastantes si no se acompañan de unaautoridad reconocida, tesón en laspropias ideas y un punto de malicia quesepa leer bajo el silencio e interpretarlos pensamientos que se ocultan tras las

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palabras y, con todo ello, componergestos, repartir razones y dar órdenesque saquen de cada cual lo más valiosoy entierren las malas intenciones en suspropias quimeras antes que crezcan y sealimenten del desconcierto. Que no haygobierno más prudente que aquel queataja los males en su raíz con discretosesfuerzos, pues remediarlos con grandespenalidades y aspavientos puede darlustre a la fama pero es signo de escasasabiduría y cordura, que no otra cosaquiere decir sino que no se tomaron ensu día aquellas simples disposicionesque podrían haber evitado tantosobresalto y tanta violencia.

Triste es tener que decirte ahora

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estas acordadas razones, que tú bienconoces, pues son precisamente las quenos han faltado desde que el Almirantepartió, hace ya dos meses. Tengo porcierto y probado que Don Diego deArana es hombre de valor, pero carecedel temple que precisa quien haya degobernar la vida de los hombres no sóloen el campo de batalla sino también enla engañosa tranquilidad de los días delabor, pues gran verdad es que laordinaria vida es tierra que tanto puedetornarse vergel como ahogarse en malashierbas, si la descuidamos. De igualmodo, Don Diego de Arana, no sé si porpereza, por inconstancia o por falta dejuicio, ha dejado crecer en estos meses

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la ambición de cada cual hasta el puntoque la ordenada vida de la Villa de laNavidad ha quedado a merced de loshumores de cada uno, y todo se ha vueltoriñas y abandono. Cada quien se da a laprincipalísima tarea de encontrar elrastro del oro deseado y, de esa manera,se han descuidado las guardias, se alterala ordenada ejecución de las labores denuestra diminuta república y raro es eldía en que no queda alguna de éstas sincumplirse: ya sea la pesca o la caza quecompletan nuestra comida, ya la cosechade nuestras huertas porque, me duelereconocerlo, caro hermano, tambiénLope, Diego Pérez y yo hemosdescuidado nuestro trabajo.

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Pero si todos sentimos la llamadadel oro, que nos aleja de nuestrosdeberes y presenta a nuestroentendimiento las vulgares tareas comocosa de necios, son el Chanchu y nuestroescribano, el segoviano Don Rodrigo deEscobedo, quienes más aquejadosparecen estar de este mal. Eldescontento ha obrado como un venenoen el espíritu de Rodrigo de Escobedopues no satisfecho con maldecir susuerte en estas tierras, que en vez delprometido oro no le dan sino horas dedesesperación y las carencias de unavida de pobreza, ha trocado su naturaldisposición al entendimiento con losindios por un odio creciente alimentado

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por la sospecha de que nos ocultan laverdad sobre el oro. Hay que oír lasterribles palabras que salen de su bocasi algún indio se cruza en su camino ylleva adornos de oro. Tal pareciera queel mismísimo demonio hubiera tomadoposesión de su cuerpo, así se enciendesu rostro, se agita y rompe en gritos queel indio no puede comprender. Ahora legrita que diga de dónde sacó el oro,ahora que dónde esconde las valiosasjoyas que sin duda tiene. Ahora ledemanda juramentos de fidelidad anuestra Reina, ahora le amenaza con lapeor muerte o con atroces tormentos sino responde a sus preguntas. Y el indio,que nada entiende sino que este hombre

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enloquece de cólera sin que pueda saberlas razones de tamaño enojo, las más delas veces se da a la fuga, con el miedopintado en el rostro. Y mucho me temoque estos abusos traigan a la postrealguna desgracia, pues cada nuevo díano parece sino acrecentar la furia deDon Rodrigo de Escobedo y ya parecemirarnos a todos como si tambiénfuésemos los responsables de sudesdicha.

Con la llegada de las sombras, laVilla de la Navidad se divide en corrosde hombres, como si una espadainvisible la hendiese en plena noche.Las amenas conversaciones al calor dela hoguera son ya cosa del pasado y el

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fuego salta y se retuerce cual si tiritarade frío. Somos pocos los que nossentamos a su amor y aún menos son laspalabras que salen de nuestras bocas,que no hay motivo para fiar los temoresde nuestros corazones a otros oídos,pues de entre las sombras hay una que seacrecienta y pesa sobre toda la Villa dela Navidad: la sombra de la discordia.

Se han cumplido mis temores másnegros, hermano, y aun se han excedido.Se cuentan dos días ya desde que elgrumete Jácome Rico fue muerto aespada por manos de cristianos. Dosdías que se me antojan largos años, talesson las nuevas que nos han traído y taleslos males que se han engendrado en

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ellos. El domingo, a diez días del mesde marzo, nuestro capitán, Don Diego deArana, amonestó gravemente a DonRodrigo de Escobedo por haberseausentado éste de la Villa de la Navidaddurante cuatro jornadas. Su regreso vinoprecedido de las quejas de los indiosque, según pudimos comprender por lasmuy pocas palabras de su lengua que yaentendemos, se lamentaban de la fuerzaque Don Rodrigo había hecho al hijo deun consejero del cacique Guanacagarí,noble de los que llaman mitaínos y queson personas de gran dignidad eimportancia entre los indios.

Don Rodrigo se había ausentado encompañía de otros cinco hombres,

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impaciente por hallar nuevas del oro,mas no sólo el preciado metal parecíagobernar sus corazones pues a suretorno, amén de algunos granos de oroarrebatados con violencia a los indiosque hallaron en su camino, Don Rodrigoy sus hombres traían algunas mozasindias que habían tomado para sí, sinimportarles que fueran doncellas ocasadas ni prestar oído a las quejas delas mismas mozas y de sus parientes. Detal manera que la llegada de la partidade cristianos y de sus forzadas mujeresfue acompañada del vocerío de uncortejo de indios que, a prudentedistancia, les seguía e increpaba.

Bien puedes imaginar, caro hermano,

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la furia de que fue presa Don Diego deArana. Dispuso una nueva partida dehombres, bajo mando de Pero Gutiérrez,cabo de la Villa de la Navidad y hombrede autoridad, pues era criado deldespensero mayor del Rey antes deembarcarse en esta aventura, y le ordenóapaciguar a los indios y evitar que seviniesen a nuestras cabañas, pues elbuen juicio aconsejaba tenerles alejadosde quienes tanto les habían ofendido.Llamó Don Diego a Don Rodrigo, maséste se negó a acompañarle hasta lacabaña que sirve de sala a nuestrocapitán, de modo que todos fuimostestigos de las ásperas palabras que secruzaron aquellos que mayor mandato

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tenían de bien gobernar la Villa de laNavidad.

Recordad, Don Rodrigo, que yo soyel capitán de la Villa por voluntad delAlmirante Don Cristóbal Colón y medebéis la obediencia que todo buencristiano ha de rendir a sus legítimosgobernantes, dijo Don Diego de Arana, alo que Don Rodrigo respondió que biensabía que el Almirante le había dejadoal cuidado de la Villa pero que no veíaen ello voluntad alguna de los Reyes deCastilla sino torcidos intereses, pues detodos era sabido que Don Diego eraprimo de Doña Beatriz, señora de DonCristóbal Colón, y no cabía esperar, dequien no había querido hacer su esposa

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a la mujer que ya le había dado unbastardo, que tuviese más noblesrazones para dejar a un pariente de ellaal cuidado de la Villa, ítem más, añadióDon Rodrigo, tengo por cierto que laverdadera razón de tal encargo no hasido otra sino cuidar que ningún otro deentre nosotros llegue a saber dónde estáel oro, cosa que a buen seguro elAlmirante sabe, y así se nos retiene en elfuerte y se nos entretiene en vanas tareasde modo que nada descubramos.

Quiso Don Diego tirar de espada yno sé a qué extremos se habría llegadosi nuestro cirujano, el Maestre Juan, quees cuñado de Don Diego y cordobéscomo él, no hubiera terciado en la

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disputa, aconsejando paz entre nosotros,que eran muchas las dificultades y noera menester acrecentarlas con duelos ysangrías. Exigió Don Diego que elescribano se retractara de sus palabrasmas éste dio la callada por respuesta yse retiró a su cabaña, junto a loshombres que le habían acompañado ensu fatal correría y a las mozas indias quese habían traído consigo. La suerteincierta de tan singular lance sembró deinquietud nuestros corazones pues era detemer que hombres de temple comonuestro capitán y el escribano no dieranpor zanjada la disputa. La noche trajo ensu seno la respuesta a nuestrasinquietudes.

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Don Diego, tal vez persuadido deque el escribano habría de negarsetambién a esta nueva petición, hizoescribir al Maestre Juan un edicto en elque mandaba que ningún hombre de laVilla de la Navidad, cualquiera quefuese su condición, importancia oprivilegio, se ausentara de ella portiempo que excediese a una jornada, yaun ello habría de hacerse siempre conconocimiento y licencia del mismo DonDiego. Quienes desoyeran su ordenserían castigados con látigo. Una vezescrito, Don Diego hizo leer el edicto enalta voz a la puerta de su cabaña, a finque ningún hombre hallara despuésexcusa en su ignorancia.

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Muy grande fue la congoja que talnueva trajo al corazón de Don Rodrigode Escobedo, que era ya todo enojo y sepaseaba a la puerta de su cabaña, nodistante más de cincuenta pies de la denuestro capitán, cual si de una fierahambrienta se tratase. Mas no estabasolo el escribano en su enojo, queéramos muchos los que veíamos en laorden de Don Diego de Arana la señalde una razón poco acordada pues sihabíamos de buscar oro, que tal era elinterés de todos y aun el de nuestrosReyes, ¿cómo hacerlo sin alejarnos denuestra Villa, siendo cierto que entre losindios que vivían junto a nosotros nohabíamos hallado más oro que algunos

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granos y algunas pequeñas piezas quecolgaban al cuello en los días decelebración? Más aún, los mismosindios nos habían señalado una y otravez tierra adentro la ruta hacia las minasdel señor Caonabó, donde podríamosencontrar cuanto oro quisiéramos.

A la puesta del sol, Don Rodrigohizo prender una hoguera cerca de lamar, por tenerse lejos de la que ardíafrente a la cabaña de Don Diego y porbuscar para sus palabras el amparo delmurmullo de las olas. Allí fue a reunirsecon los segovianos Antonio de Cuéllar yPero Gutiérrez, que ya había retornadoal fuerte, toda vez que los alborotadosindios habían regresado a su poblado sin

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lograr que les fueran devueltas susmujeres. También acudimos algunosvizcaínos, pues el Chanchu nos hizo verlos males que la orden de Don Diego deArana habría de traernos si no seremediaba. Y he de confesarte, carohermano, que si hubiera sabido cuálesiban a ser las consecuencias de talconciliábulo por nada del mundo habríaacudido a él, mas como no está en elentendimiento humano predecir el futuro,que es ello potestad de Nuestro Señor ygracia que Él tan sólo otorga a varonesde probada santidad y cristianísimavida, allí acudí con el corazón henchidode rabia.

Don Rodrigo ardía de ira con mayor

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brío que se quemaba la leña en lahoguera y sus palabras se amontonabanen su boca, tal parecía que lucharanentre sí por salir, atropelladas ycortantes como espadas. Es claro queDon Diego nos oculta la verdad sobre eloro, repetía, ¿y qué otra cosa cabríaesperar de quien tan malamente seemparenta con un extranjero que hamedrado tan alto en tan poco tiempo? Yañadía que muchas eran las cosas que elAlmirante sabía y callaba, pues élmismo había oído decir, aun antes departir de Palos, que Don CristóbalColón tenía oculta la derrota que habríade llevarnos a las Indias y que otromarinero le había hecho entrega del

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secreto antes de morir. Y juro ante Diosque parte principalísima de ese secretoes el exacto lugar en que se halla la minade oro, gritaba Don Rodrigo cada tantoy, con sus repetidos gritos, la verdad desus palabras se acrecentaba en nuestroentendimiento. El Chanchu le secundabaen tales razones y clamaba por arrancarel secreto a Don Diego, si fueramenester por la fuerza, pero el cordobésestaba bien guardado, que el MaestreJuan había apostado cuatro hombres yuna culebrina a la puerta de su cabañano bien nos vio reunidos en torno alfuego. Ya estaba entrada la noche y cadacual pregonaba sus razones entre elrumor de las olas. Don Rodrigo paseaba

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su ira, el Chanchu desesperaba de hallarla fuerza necesaria para tornar su suerte,Lope juraba no tocar de por vida unaazada, que ahora los esfuerzos de tantalabranza se le hacían insoportableengaño, e incluso yo, hermano, buscabaen mi fantasía el artificio que nos librarade la autoridad de Don Diego de Arana.Mas fue Pero Gutiérrez quien dio con lasolución a tal enigma. Voto a tal, gritó desúbito, hay otra persona en la Villa que abuen seguro está en el secreto, hay otroextranjero entre nosotros: Jácome Rico.Fue como si un rayo de sol hubierapenetrado la noche. Jácome era genovésy genovés decía ser el Almirante.¿Quién habría de guardar mejor el

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secreto que aquel que había nacido en lamisma tierra y, como el Almirante, eraun extranjero entre nosotros? Y lafortuna ha estatuido que esta nocheJácome esté de guardia en la fortaleza,dijo Pero Gutiérrez, de tal manera quebien podremos hallarle solo y forzarle arevelar cuanto sabe.

Se acordó que Don Rodrigo deEscobedo, cuya impaciencia no lepermitía aguardar el resultado de lasaveriguaciones de otros, y PeroGutiérrez fueran al encuentro de Jácome,pues por ser éste grumete y aún mozo, loque no le había impedido desposar a unamujer de Moguer que ya le había dadoun hijo y esperaba el nacimiento del

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segundo cuando partimos de Palos,estaría más dispuesto a escuchar a doshombres de autoridad que a cualquieraque considerase un igual. Así se hizo ypartieron ambos al amparo de lassombras, en tanto los demás nosdeshacíamos en cábalas en torno alfuego. Apoco, nos llegaron voces desdela estacada que a no tardar se trocaronen gritos y juramentos, con tal alborotoque hicieron salir a cuantos descansabanen las cabañas, y entre ellos a DonDiego de Arana, que mandó prenderantorchas por ver mejor qué algarabíaera aquélla.

De entre las sombras surgió la figurade Jácome, toda descompuesta, el jubón

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manchado de colorado y los ojos muyabiertos, cual si mostrara sorpresa. Suandar era bamboleante y con las manosse cubría las tripas, sin alcanzar con elloa evitar que la sangre se le escaparaentre los dedos. Me han muerto, dijo conextraña voz y cayó al suelo preso detemblores. No puedo describirte,hermano, el tumulto de sentimientos quese me desató en el corazón ante talescena. Tras el herido habían aparecidoPero Gutiérrez y Don Rodrigo, con lasespadas en la mano y la ferocidadpintada en el rostro. El carpinteroAlonso de Morales, vecino de Moguer ybuen amigo del genovés, desenvainó suespada y se lanzó contra ambos al grito

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de asesinos. Hubo un cruce de estocadaspronto secundadas por los cuatrohombres que Maestre Juan habíaapostado ante la cabaña de Don Diego,mas también tuvieron Don Rodrigo yPero defensores, pues Antonio deCuéllar y el sevillano Gonzalo Franco,que había seguido a Don Rodrigo deEscobedo en su larga ausencia de laVilla, empuñaron sus armas y acudieronen su ayuda. Domingo, el de Lequeitio,hizo ademán de unirse a ellos mas elChanchu se lo impidió asiéndole delbrazo. No es éste momento de gestosvanos, son pocos y mal habrán detriunfar pues ellos mismos han labradosu desdicha, que su cometido era

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arrancar la verdad a Jácome, no la vida,dijo. Pronto se vio la verdad de suspalabras, que ya eran ocho hombrescontra cuatro y Don Rodrigo y los suyosno pudieron sino buscar el refugio de sucabaña, cuya puerta trancaron.Negáronse a salir, por más que DonDiego les demandó hacerlo, y se siguióuna larga plática entre el capitán y susleales a fin de acordar qué hacer con losencerrados. Alonso de Morales trajo latriste nueva de la muerte de JácomeRico, que ya había dejado de temblar yacababa de entregar su alma al Señor.Traía los ojos llenos de lágrimas y eratal su desesperación que a todosanimaba a prender fuego, con las

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mismas antorchas que portábamos, a lacabaña donde se escondían Don Rodrigoy sus partidarios. Fue menester retirarlecon mil excusas para evitar que llevaraa cabo su loca venganza. Don Diegomandó formar guardia junto a la cabañay no permitir que nadie entrara o salierade ella hasta que el sol se hubieralevantado. Quizá la luz del día trajera denuevo la cordura a la Villa, mas esamisma noche los asediados hubieron debuscar olvido a su crimen en otrospecados, tales fueron los gritos de mujerque pudieron oírse en la cabaña de DonRodrigo hasta la llegada del alba.

A poco de salido el sol, acudió DonDiego a la puerta de la cabaña y Don

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Rodrigo salió a su encuentro. En la fazde ambos se veía la fatiga de la noche,pero también la calma perdida en ella.Dijo Don Rodrigo que la infortunadamuerte del genovés era consecuencia delas graves injurias que éste les habíadicho cuando le demandaron querevelara el secreto de la mina de oro, yrespondió Don Diego que mal había deinjuriar el grumete cuando tal secreto nohabía y aun de haberlo, que no era tal,mal habría de buscarse en un pobregrumete sin otro privilegio que el haberembarcado en este viaje que tanterribles pensamientos y accionescausaba. Porfiaron los dos en susrazones sin que se alcanzara acuerdo

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alguno, pues Don Rodrigo negaba sucrimen, por tratarse de defensa de suhonor, y Don Diego achacaba a lacodicia sus excesos. Más aún, DonRodrigo no consentía en dejarseprender, a la espera de la llegada de lajusticia cuando el Almirante, comohabía prometido, retornase de Castilla.En tales disputas pasó el día entero, sinque cejara la guardia de Don Diego ni seavinieran a razones los hombres de DonRodrigo, y le siguió una noche oscuracomo cueva, pues se han formadogruesas nubes en el cielo que amenazanlluvia, por más que el calor nosconsuma.

Con las primeras luces del día de

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hoy, mandó Don Rodrigo llamar a DonDiego y le dijo que no veía mejor salidaque abandonar la Villa de la Navidadcon el juramento de someterse al dictadode la justicia cuando el Almirantetornara, y así apaciguar con la distancialos recelos y las iras a la vez que sedaba ocasión a encontrar la mina de oro,cosa que sólo podía traer parabienes si,como juraba Don Diego, no habíasecreto alguno sobre ella. Mostró DonDiego parecerle buen acuerdo, pues nodeseaba verter más sangre de cristianos,y mandó que se diese pan bizcocho yvino para un mes a quienes siguieran aDon Rodrigo. Demandó si había algúnotro que quisiera unirse a Don Rodrigo,

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Pero Gutiérrez, Antonio de Cuéllar yGonzalo Franco. Diego Lorenzo y otrosseis marineros, vecinos todos deHuelva, se dijeron dispuestos y toda lamañana se ha empleado en preparar lapartida. Una vez hecho su hato,dispusiéronse a marchar, pero aún en elúltimo momento ha habido disputa, puesDon Diego se enojó grandemente al verque llevaban consigo a las mozas indiasque tenían en la cabaña, y no ha habidomanera de torcer tan lujuriosa voluntad.Tampoco ha partido satisfecho DonRodrigo, pues Don Diego se negó adejarle portar artillería, por temor a queluego pudiera volverla contra la Villa, yde nada han servido las protestas de

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Pero Gutiérrez, que dice quedar así amerced de los indios pues, con no seréstos muy guerreros ni estar bienarmados, habrán de imponer a la postresu número si no les espanta el clamor dela artillería.

Por fin, no hace más de diezampolletas que partió la comitiva deDon Rodrigo tierra adentro, en busca dela ruta que les lleve a las posesiones delseñor Caonabó, donde esperan hallar eltesoro prometido e incluso nuevas delGran Kan pues, si es tan grande esteseñor Caonabó como dicen, habrá dedarles razón del lugar donde seencuentra la corte imperial. Mas lapartida de Don Rodrigo no ha devuelto

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la paz a la Villa, pues no escapó a laatención de Don Diego nuestra reuniónal calor de la hoguera, la noche delcrimen, y quienes no hemos partido nossabemos vigilados a toda hora y auntememos que la vigilancia tome peorderrota en cualquier momento. Tantainquietud, como podrás imaginar, carohermano, espanta al sueño y tan sóloescribiendo estas líneas logroaquietarla, en tanto pasa esta nochehúmeda y nubosa, presagio sin duda defuturas tormentas.

Nada te he escrito en estos días,hermano, por temor a que el infortuniodesbaratase nuestros propósitos y estaspalabras cayeran en manos no deseadas.

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Mas ahora puedo escribirte, en elsosiego de la noche, al amparo de laspalmas que cierran este gran golfo encuya orilla hemos hecho acampada y alque vierten sus aguas muchos ríos, quees cosa digna de ver la hermosura deesta tierra, rebosante de árboles y flores,toda ella eco de pájaros y rumor deaguas. Mas debo contarte desde elprincipio, de modo que averigües cómohe llegado a este lugar, qué cuitas hemosdebido sufrir y cuán extraños son losdesignios que rigen mi vida, pues esraro destino hallar la felicidad en latraición y aún más raro no sentirremordimiento por ello. No quierodiferir más el cuento de mis aventuras,

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hermano, lee pues los hechos que desdela noche del martes doce día del mes demarzo me han conducido hasta aquí.

La noche en que partió Don Rodrigode Escobedo, como ya te he escrito, fueuna noche de temores y vigilia, mas fuetambién noche de silencios, que ningunose atrevió a decir cosa alguna sobre losucedido, tal era la prudencia que larazón parecía exigir. Venido el nuevodía, buscó el Chanchu ocasión de hablara cada vizcaíno en un aparte, condisimulo y aparente casualidad, de modoque se vino, so causa de traer una azadacon el dalle picado, a las huertas dondeLope y yo nos esforzábamos en nuestraslabores, y viendo que Diego Pérez se

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alejaba con un cesto lleno de unasingular fruta que es muy temprana aquíy roja por fuera y por dentro y de carnefresca y sabrosísima, nos dijo quedebíamos hablar a fin de acordar nuestrodestino si no queríamos que fuese DonDiego quien por fin viniera a gobernarnuestras vidas en unos términos que, abuen seguro, no serían de nuestroagrado. Dijímosle que tal era cierto y élnos convocó en la cabaña dondemoramos, a la hora de la siesta, pues soexcusa del reposo hallaríamos ocasiónde urdir nuestra trama sin levantarsospechas.

Así lo hicimos esa tarde, cuando elcalor pegajoso parecía hinchar las nubes

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grises en el cielo como panza de burra,cada cual acostado en su hamaca, queson redes de algodón que se cuelganentre dos árboles o dos ganchos, si esdentro de una cabaña, y es el lecho queusan los indios y que ahora usamostambién los cristianos, tal es sudescanso. Y habló tan en murmullos elChanchu que ni a respirar nosatrevíamos para así poder oírle. Dijoque aún no era tiempo de hacer nada,pues Don Diego recelaba de nosotros ytodo intento sería vano, mas tampoco eracosa de dejar pasar los días, pues malfinal habríamos de tener sipermanecíamos en la Villa y peor futurole esperaba a nuestra fortuna si era Don

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Rodrigo quien primero llegaba a la minade oro. Poco podemos remediar ya, puescada jornada que pasa es mayor laventaja que nos llevan, respondióDomingo, pero el Chanchu sonrió comosi hubiera gran misterio en la cuestión.Es verdad, Domingo, dijo, mas sólo enapariencia pues Don Rodrigo y lossuyos marchan a pie y la intrincadaselva no hará sino agotarles y aquietarsus ansias, pero hay otro camino quelleva a la mina de oro, y es éste por marhasta el río Yaqui y, una vez allí,contracorriente hasta llegar a ella, puesdijo el cacique que nos vino a visitarque la mina se halla a orillas de este río,y navegar es lo nuestro.

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Fue mucha la alegría que se apoderóde nuestros corazones y pronto vinimosa parar en la manera de afrontar talempresa. Acordamos esperar a quealguno de nosotros hiciera la guardiapues, siendo pocos en la Villa, máspronto que tarde seríamos llamados aello. Y en esa espera, lo mejor seríaextremar la prudencia y no volver ahablar de estos acuerdos, mas quedabaestablecido que la misma noche que unode nosotros entrara de guardiaacudiríamos todos a la playa para echara la mar el batel. Allí se nos uniría unindio, de nombre Yabogüé, que era delos llamados naborías, que hacen lasveces de sirvientes del cacique

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Guanacagarí, y que se había esforzadoen estos meses en aprender algunaspalabras de nuestra lengua, por lo cualhacía de traductor en muchas ocasiones.No sé qué le había prometido elChanchu, pero Yabogüé había accedidoa servirnos de guía cuando partiéramos,pues aunque generosos con lo suyo yenemigos de todo atesoramiento,también entre los indios tenía que haberambiciosos y tal parecía que el Chanchuhabía sabido dar con uno de ellos. Sedecidió también que el Chanchu yDomingo harían por silenciar a loshombres que de continuo custodiaban lacabaña de Don Diego, y que Lope y yollevaríamos al batel hortalizas, pan

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bizcocho y vino. Así convenido, cadacual se esforzó en hacer verdad lasiesta, aunque tengo por cierto quehabría de acaecerles lo que a mí, puesera tal mi impaciencia que no atinaba aentregarme al sueño.

Los días se sucedían condesesperante lentitud y continuas lluviassin que ninguno fuera llamado a laguardia. Pero había una idea que merondaba por la cabeza y para la que nohallaba respuesta, más aún por no poderhablarlo con nadie, según lo acordado.Eramos cinco cristianos y el indioYabogüé los conjurados, pero el batelprecisaba de patrón, lo que desparejabalos remos con grave perjuicio para la

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boga. ¡Cuánto mejor sería si un remeromás se uniera a la partida! Mucho penséen todo ello durante aquellos días y alfin decidí probar suerte con DiegoPérez, pues las muchas horas de labor encomún habían alumbrado la amistadentre la mutua ayuda, que es buenapartera. Mostró Diego Pérez gransorpresa cuando le hice saber nuestrasintenciones y aún más cuando le propuseque se uniera a nosotros. Miró lasazadas que yacían sobre la tierrahúmeda mientras nosotrosdescansábamos, y dijo que la razón lepedía hacer uso de ellas para sometermey entregarme después a Don Diego deArana, como haría todo buen vasallo,

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pero que en su corazón pesaba más laamistad y nada de ello haría, lo que noquería decir tampoco que hubiera devenir con nosotros, pues si no teníafuerzas para denunciar la traición menosaún las tenía para unirse a ella. Memostré contrito por sus palabras yagradecido por su silencio, y aún insistíen mis razones con tal de persuadirlo.Muden los hombres la autoridad si esque ésta se les hace intolerable oincapaz de asegurar el buen gobierno,dije, o prescindan de ella si es que lasoledad puede darles cobijo, que es elgobierno mal necesario pero mal al caboy merma de libertad en cualquier caso,aun en el mejor. Respondió que mis

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palabras parecían majaderías de loco yque no era él sabio ni poderoso a quienatañeran tales razones sino simplemurciano, mitad labrador mitadmarinero, que no aspiraba sino a servira su señor con modestia y poco mal parasí y para otros. No quise discutir más ydi por perdida la ocasión, mas antes devolver al trabajo le hice jurar por suhonor que nada diría de lo hablado puesen ello me iba la vida. Así lo hizo.

Pero los designios del Señor sonimpenetrables, caro hermano, y vino aunírsenos el más inesperado remero. Sí,ya veo tu rostro asombrado al vermeinvocar al Señor en una traición como laque urdíamos, mas ¿no habrá de estar su

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voluntad tras nuestras obras cuando nobuscamos sino la mejor manera deengrandecer a nuestros Reyes y demejorar nuestra fortuna? Cierto es queDon Diego de Arana es legítimaautoridad de la Villa, pero no es menoscierto que es hombre sin valía parallevar a buen puerto nuestra aventura yasegurar el servicio que de nosotros seespera. Y aislados como estamos en estatierra en el confín del mundo, no halugar a reclamar mudanzas que noproveamos nosotros mismos. A veces elSeñor escribe con renglones torcidos, yno creo que pueda haber renglón mástorcido que el que nos proporcionó elnecesario sexto remero.

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A poco de salido el sol, a ventiochodías del mes de marzo, oímos voces quevenían de la cabaña de Don Diego deArana y, cuando salimos, vimos la mássingular escena que imaginar puedas.Ante Don Diego se hallaba hincado derodillas nuestro traductor, Luis deTorres, y en pie a su lado el caciqueGuanacagarí, que mucho hablaba y muyenojado en su lengua, de tal manera queera difícil saber qué quería decir. Fuellamado Yabogüé, para que explicasequé era lo que tanto alteraba a su señor,y se supo al fin que Luis de Torres lehabía dicho que desconfiara de lasreligiosas enseñanzas que Don Diegohacía a los indios, pues tras las

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hermosas palabras de Nuestro SeñorJesucristo pronto vendrían hombresterribles, que eran llamadosinquisidores, y prenderían fuego a lascabañas de los indios y aun a suscuerpos, sin que alcanzaran a saber cuálhabía sido su pecado para tal castigo,porque a esos hombres sin piedad pocoimportaban los sufrimientos de losdemás sino que se regían por leyes tanestrictas como difíciles de entender, ygracias a ellas poseían tal poder que niaun Don Diego de Arana podría escapara sus rigores si llegaran a creer que enalgo se apartaba de la fe que tanferozmente defendían. La faz de Luis deTorres mostraba tal humildad que apenas

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podía creerse que hubiera sido él quiendijera tan descompuestas razones a losindios. Pero todos sabíamos que nuestrotraductor era de la raza de Israel,convertido a la fe de Nuestro SeñorJesucristo poco antes de que su pueblofuera expulsado de tierras españolas pornuestros muy católicos Reyes en losmismos días en que nosotros partíamosde Palos rumbo a las Indias. A tal puntoque ahora recuerdo, hermano, haberavistado a nuestra salida algunos navíosque desde la bahía de Cádiztransportaban a los judíos hacia tierrasde Berbería. Y era común opinión quequienes se habían convertido a laverdadera religión lo habían hecho más

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movidos por el miedo a perderlo todoque por verdadera fe, y las palabras deLuis de Torres no hacían sino confirmaresas sospechas. Ni siquiera la benignainfluencia del Adelantado de Murcia,Don Pedro Fajardo, a cuyo servicioestuvo el judío converso en su infancia,había bastado para apartarle del odioque su pueblo profesa desde hace siglosa nuestra Santa Iglesia.

Explicó Don Diego al señorGuanacagarí que Luis de Torres no eraun buen cristiano, que era hombreposeído por el miedo a sus propiospecados y que los inquisidores de losque había hablado no eran terriblesseres, como él decía, sino hombres

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justos y santos de los que nada debíantemer quienes fueran sinceros cristianos.Más aún, esos mismos inquisidoreshabrían de librar a los indios de lanefasta influencia de hombres como Luisde Torres, que emponzoñaban cuantotocaban. Y para escarmiento, hizo colgaruna cruz del cuello de Luis de Torres yle mandó que caminara por el pobladoindio durante toda la jornada, con lospies descalzos, en oración y sin levantarla mirada del suelo, como acatamiento ala voluntad del Señor y a los mandatosde su Santa Iglesia. Así se hizo, y fuemucho el asombro de los indios ante lafigura del extraño peregrino que iba deacá para allá recitando oraciones en

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lengua latina, cabizbajo cual si le pesarauna inmensa pena, pero distraído con lasmenores cosas del camino, que yomismo pude ver cómo, mientras de suboca salían alabanzas al Señor, sedetenía cerca de un gran arbusto paramirar entre sus raíces cómo searrastraba una fea criatura de muchoscolores que parecía gusano, pero era talsu tamaño que se dijera culebra.

Después de puesto el sol, Luis deTorres cejó en sus paseos y se fue a sucabaña, mas al poco le vimos acercarsea la nuestra. Todavía traía la barbapolvorienta de tanto andar y, tras unasprimeras palabras corteses, dijo alChanchu que él se maliciaba que algo

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preparábamos, pues nos tenía porhombres de temple e ingenio, y que nadapodía placerle más que acompañarnosallá donde fuéramos, pues sin duda seríamejor que esperar en la Villa a que lasamenazas de Don Diego se cumplieran.Negó primero el Chanchu que nadatramáramos, mas ante la incredulidaddel converso le dijo al fin que si talfuera cierto, que no buscaríamos lacompañía de herejes. Yo creí llegado elmomento de aclarar la duda que desdehacía días me atormentaba y dije quemejor sería si fuéramos seis remeros enel batel, y que para tal trabajo lo mismonos servía un hereje que un indio, y puesya teníamos al segundo, ¿por qué no

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llevar también al primero? Dios juzgaríalos pecados de Luis de Torres, mas anosotros nos ocupaba alcanzar la minade oro antes que lo hiciera Don Rodrigoy en tal esfuerzo toda ayuda era poca.Hubo pareceres encontrados, pero sedecidió al fin aceptar al converso entrenosotros. Dicho lo cual se le envió denuevo a su cabaña, bajo juramento deseguir lo que le mandáramos sin nadaoponer, cosa que él hizo con muchogusto.

Dos jornadas después, llegó laocasión que esperábamos. Don Diegohizo saber al mozo Martín de Urtubiaque había de hacer la guardia esa mismanoche. Así que supimos la nueva, púsose

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cada quien a preparar aquello que lehabía sido asignado. Lope y yo reunimosjunto a la cabaña dos cestas converduras y cuatro cántaras de vinoselladas, así como algunos zurrones conpan bizcocho, todo lo cual disimulamostras un gran hato de leña sobre el queabandonamos nuestros útiles delabranza. Después de la siesta, vi alChanchu hablar con el indio Yabogüé yse me encogió el alma de miedo, puesveía en los dos la prueba evidente denuestra traición. Pero mi miedo era tansólo cosa mía, que nadie mostró interésalguno por aquello de que hablabanindio y cristiano. Nada presagiaba en laVilla cuanto habría de suceder aquella

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noche. Al atardecer, Martín de Urtubiatomó sus armas y marchó a la estacada,cual se le había mandado, y los demásnos refugiamos en la cabaña, pues no eranoche de conversaciones en torno a lahoguera, no fuese que nuestra inquietuddelatara nuestras ocultas intenciones.

Sería cerca de la medianochecuando el Chanchu nos llamó en bajavoz y todos abandonamos las hamacascon sigilo. Lope y yo nos acercamos alhato de leña y sacamos lo que tras élhabíamos escondido. Mientras, elChanchu y Domingo fueron en busca deMartín. Rodeamos las cabañas por laparte más alejada de la hoguera queardía toda la noche frente a la de Don

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Diego, a cuyo calor estaban sentados loshombres que le guardaban, cuyo númerose había reducido a dos tras la partidade Don Rodrigo de Escobedo.Cargábamos cada uno con una cesta,varios zurrones y dos cántaras de vino,lo que entorpecía nuestro andar y a cadapaso nos hacía temer que algo cayera alsuelo y llamase la atención de losguardianes. Por fin llegamos a la playa yvimos junto al batel a Luis de Torres y aYabogüé, que nos ayudaron a cargar lascosas. Escondidos tras la embarcación,vimos también cómo el Chanchu yDomingo se acercaban por detrás a losguardianes del capitán y les golpeabancon lo que de lejos parecían ser unos

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leños. De las sombras surgió el mozoMartín y los tres se vinieron corriendohasta nosotros. Dijo el Chanchu de botarla barca y a ello nos pusimos, jalandocon fuerza pues, aunque cerca de laorilla, era pesada. Ya la habíamosentregado al agua y nos aprestábamos asubir en ella cuando el Chanchu lanzóuna maldición y echó a correr hacia laVilla, sin que ninguno acertara a saberqué le pasaba. Le vimos volver al pococon un bulto en los brazos. Habíaregresado a la cabaña, aun a riesgo deecharlo todo a perder, para tomar laarqueta que por encargo suyo había yohecho al poco de llegar a esta tierra. Ytraía una gran sonrisa pintada en el

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rostro. ¿Creéis que dos hombres podráncon ella cuando la hayamos cargado deoro?, nos preguntó y soltó una risotadaque sonó en la noche cual tiro debombarda.

Así, la noche del sábado treinta díadel mes de marzo, nos hicimos a la marrumbo al Este, con luna que llamannueva, lo que hace a la noche aún mássombría, y muy floja brisa de poniente,de manera que de poco hubo deservirnos la corta vela del batel ytuvimos que gobernarlo a remo, a fin deponer leguas de por medio con la Villade la Navidad. Bogamos hasta el alba,por mejor aprovechar la sorpresa de lahuida, y tras descansar algunas horas en

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una de las muchas isletas de arena,rodeadas de aguas poco profundas, quepor aquí hay, nos pusimos de nuevo a laboga todo el día de hoy, mas con talfortuna que vino a soplar un leve vientoque dio vida a nuestra vela y sosiego anuestros fatigados brazos, y asíseguimos costeando hasta el anochecer,en que arribamos a este golfo, que es elmás hermoso que nunca hayas visto,hermano, y en cuya orilla opuesta selevanta un poblado de indios. Mañanairemos hasta allí, antes de seguir nuestroviaje hacia el río Yaqui que, segúnYabogüé, se halla al pie de la granmontaña que se alza más allá del golfo,tan alta y separada de otros montes que

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desde aquí se diría que es una isla.Ayer abandonamos, por fin, el

poblado del cacique Mayamorex y casime parece imposible haberlo logrado.Mas puedo jurarte, hermano, que no fuepor fuerza ni contra nuestra voluntad queallí estuvimos detenidos dos días,cuando era nuestro propósito abandonarla aldea en la misma jornada de nuestrallegada. Muy al contrario, hemos tenidoque partir venciendo los dictados denuestro corazón, que nos decía que nohabrá otro lugar en este ancho mundodonde mejor se nos trate ni más gratassean sus gentes.

Tal y como te escribí, a la mañanasiguiente atravesamos el golfo en el

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batel y llegamos al poblado de losindios, que no era muy grande. En laplaya había gran gentío y los más mozosse echaban al agua porvenir a nado hastael batel y acompañarnos luego hasta laorilla. Allí, como en todas partes desdeque llegamos a estas Indias, hombres ymujeres mostraban sus partes innoblessin pudor alguno, pues andan desnudostodo el día y cuando alguna ropa usan,como hemos podido ver, es ésta tan pocacosa que de igual modo todo muestran,sin escándalo ni vergüenza. Cuandotocamos tierra, vino a recibirnos elseñor de este poblado, vasallo delcacique Guanacagarí, cuyo nombre dijoser Mayamorex. La aldea, que en su

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lengua se dice yucayeque, tiene veintecasas grandes, como las que se usan enestas tierras, y cada una de ellas dacobijo a unos treinta indios. Tendrá puesseiscientos vecinos, cantidad pequeñasegún vimos en otras poblaciones y en lamisma Villa de la Navidad. Por ello, elcacique Mayamorex no es gran señorsino guaoexerí, que es como llaman enlengua india a los caciques de pocopoder. Mas si no es mucha su gente nigrande su aldea, bien cierto es que elseñor Mayamorex sabe hacer honra asus visitantes cual si del mismísimocacique Guanacagarí se tratase.

Una vez en tierra, nos hizo entrar ensu casa, que es la más grande de la aldea

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y se halla en el centro del círculo queforman todas las demás, de manera quefrente a ella hay una gran plaza queestaba toda llena de las gentes que noshabían acompañado desde la playa. Elseñor Mayamorex tomó asiento en unescaño de madera muy bellamentetallado, que hacía las veces de trono, ynos invitó a hacer lo mismo en unasesteras que mandó colocar a amboslados de su asiento. Así lo hicimos, yYabogüé permaneció arrodillado detrásde nosotros, entre el cacique y elChanchu, que era el primero de suderecha, para mejor traducir cuanto sedijese. Nos trajeron calabazas huecascon agua fresca y grandes platos de

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barro con frutas de maravillosos saboresy todo tamaño y color. Bebimos ycomimos poco, más por cortesía que porverdadera hambre, pues no hacía tantoque nos habíamos desayunado. El señorMayamorex se mostró muy complacido ymandó asar unas hutías, que es plato degrandes acontecimientos. Mientras tal sehacía, quisimos saber si había pasadopor estas tierras el Almirante, despuésde dejarnos en la Villa de la Navidad, yse nos dijo que así era. Las doscarabelas habían fondeado en el golfo yel Almirante, el guamiquina de loscristianos, como le llamaban los indios,había hecho algunos rescates de oro,trocando cuentas de vidrio y cascabeles,

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que nos mostraron con gran contento.Supimos que después partieron lasnaves rumbo al Este, más allá del altomonte que, según se nos dijo, llamabanlos cristianos Monte Cristi y los indiosYocahudujo, que en su lengua quieredecir asiento de Dios, por hallarse cercadel cielo, donde dicen que habita elmayor de los dioses que veneran y quellaman Yocahu Vagua Maorocoti.Mostraba el señor Mayamorex granadmiración por las naves cristianas, quese le antojaban casas flotantes, y queríasaber si nosotros poseíamos también unacarabela. Respondió el Chanchu que noteníamos sino el batel, pero queaguardábamos el regreso del Almirante

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con grandes y más numerosos navíos quehabrían de ser motivo de nuevosasombros para los indios. Y tal parecíaque había de suceder pues el señorMayamorex se mostraba impaciente porver tales prodigios. Preguntó el Chanchupor las artes de pesca de los indios y elcacique quiso mostrárnoslas, pues eramotivo de orgullo entre su pueblo.Todos nos levantamos y seguimos alseñor Mayamorex hasta la playa,mientras a nuestras espaldas humeabanlas hogueras en que se asaban las hutías,que a fe mía son manjar muy sabroso,tanto más cuanto que pasan los meses sinque haya otra carne que comer y aún éstanos falta muchas veces pues no son

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fáciles de cazar. Nuestra comida parecehaberse infestado de la costumbre de losindios. Y si bien no es nuestro principalalimento la torta que ellos llamancasabe, y que hacen con una raízllamada yuca, sino el pan bizcocho quetrajimos con nosotros, tampoco tenemosmás variedad que los peces quepodemos arrancar a la mar, muchos deellos imposibles de comer perosabrosos para caldo, algunos cangrejosde gran tamaño, que a la noche salen desus escondrijos y recorren la costa, demodo que es fácil tropezar con algunode ellos si se pasea por la playa a esashoras, y las verduras que Lope, DiegoPérez y yo hemos cultivado desde

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nuestra llegada. Ya puedes imaginar,caro hermano, cuán gratos pensamientosnos despertaba el olor de las gruesashutías al asarse.

Llegamos a la playa y el señorMayamorex nos convidó a subir a susbarcas, que son alargadas y muy ligerasy a las que llaman canoas. Las tienen detodo tamaño. Las hay para dos remeros ylas hay tan largas como nuestro batel,pero todas tienen en común el serestrechas pues las hacen de un solotronco, cuyo interior vacían y dan formaa su gusto. Subimos en tres de estasgrandes canoas y pronto nos alejamosmar adentro, hacia el corazón del golfo.Desde lejos podíamos ver nuestro batel

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varado en la playa y rodeado de indiosque lo miraban y tocaban concuriosidad. El Chanchu, que iba en lamisma canoa que Martín de Urtubia yyo, mostraba gran pesar en su semblante,tal parecía que se arrepintiera de haberpedido al cacique que nos mostrara susartes de pesca, y no cesaba de miraratrás, cual si quisiera descubrir algo enla cada vez más lejana aldea. Como noretrocediese su actitud, me animé ademandarle la razón de tantodesasosiego y me respondió que temíanos fuera robado el batel, pues como elseñor Mayamorex era súbdito delcacique Guanacagarí nada tendría deraro que, si Don Diego de Arana había

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pedido ayuda a éste, vista ladesaparición del batel, algún mensajerode Guanacagarí hubiera instruido alseñor Mayamorex sobre los deseos desu señor de recobrar la embarcación.Tales razones despertaron también eldesasosiego en mi alma. Llevado por elafán de aventura no había parado en queno éramos a la postre más que fugitivosy, como tales, estábamos obligados aprudencias que hasta ese momentohabíamos desechado alegremente. Miréyo también hacia atrás y los curiososindios que rodeaban el batel se meantojaron aviesos conjurados queparecían disponerse a arrebatarnosnuestra esperanza de poder llegar a la

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mina de oro antes que Don Rodrigo deEscobedo y los suyos. Un pensamientovino a aplacar mis temores y así se lodije al Chanchu: si los indios quisieranapoderarse del batel no lo haríanmientras estuviéramos alejados de laaldea en compañía de su cacique, enquien podríamos tomar pronta ymerecida venganza si nos sentíamostraicionados. Y, por demás, no habíanmostrado los indios enemistad alguna.Encontró el Chanchu acertadas mispalabras y pareció recobrar latranquilidad perdida.

Mientras tanto, las tres canoashabían llegado a las cercanías de unislote de arena, cubierto de lomas y

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rodeado de los espesos matorrales quetanto abundan en esta costa, cuyas raícesse hunden en el agua del mar, tantupidos, numerosos y enmarañados comozarzales, y entre los que corren algunoscanales, cual si de un laberinto deverdura y agua se tratara. Rodeamos elislote y desde el otro lado avistamos unsingular fenómeno en la mar. A menos deuna legua, las aguas plácidas del golfose tornaban bruscas y ruidosas, como siuna invisible línea dividiera la mar endos mitades encontradas. Preguntó elChanchu qué era aquello y Yabogüé dijoque era un muro bajo las olas, perocuando le preguntamos quién habíapodido construir semejante muro en

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medio del mar, se echó a reír y nosrespondió que nadie lo había hecho sinolos dioses, pues allí había estadosiempre y no era obra del hombre. Tengopor cierto que al Chanchu hubo deenojarle la risa del indio tanto como amí, mas si así fue bien supo ocultar suenojo. Pronto llegamos al invisible muroy el cacique hizo detener las canoas.Saltaron al agua varios indios, cada unocon un arpón en la mano que no tendríamás de cuatro pies de largo, y sesumergieron bajo las olas. Al pocovolvieron a salir con grandes gritos. Dosde ellos traían ensartadas en los arponesunas grandes langostas como las quetantas veces hemos comido en nuestra

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casa, caro hermano, cuando la mar nodisponía de mejores manjares. Por susmuestras de alegría di en suponer quehabía de ser la langosta plato de muchogusto para los indios. Los que nadahabían pescado volvieron a sumergirse,y al salir a flote traía cada uno un pezensartado en el arpón, tal parecía que nohabía sino que meter la mano en el aguapara que saliera llena de alimentos, cualsi no hubiera un muro sino el mismísimocuerno de la abundancia oculto bajo lasaguas.

Pudo más la curiosidad que laprudencia y le dije al Chanchu que,siendo yo el único de entre nosotros quesabía nadar tanto sobre las aguas como

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bajo ellas, pues tú bien sabes, hermano,que es cosa común entre marineros el nosaber nadar, bueno sería que me echaraal mar por mejor ver las riquezas queéste escondía. Dicho y hecho. Dejé en lacanoa jubón, camisa y calzas, y mezambullí sin pensarlo más. El agua eratemplada y limpia, y de tal transparenciaque a veces era verde y a vecesamarilla, así cambiara el fondo. Vi cercade mí a uno de los indios que, tras dejaren la canoa el pez capturado, sedisponía a sumergirse de nuevo. Otrotanto hice yo y no puedes imaginar loque vieron mis ojos. Bajo las olasreinaba una luz suave en la que flotabanpeces de todas las formas y colores.

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Pequeños y planos, rojos y plateados,con barras amarillas por todo el cuerpo,con lunares blancos sobre escamasnegras, de bocas alargadas comotrompetas, redondos como melones yerizados de púas, largos como dagas,pequeños como sardinas o grandes comobacalaos, mas todos ellos rarísimos ensus formas y maneras. Los había que semovían en grandes rebaños, tal parecíaque invisibles máquinas les hicierangirar al mismo tiempo o que no fueran enrealidad sino un solo ser descompuestoen centenares de pequeñas criaturasanimadas por la misma voluntad. Y alasí moverse, mostraban sus escamastodos los reflejos de sus colores y de las

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hierbas que en ese fondo de mar crecen,que son tantas y tan prolíficas como lasque cubren la costa. Mas si todo ellofuera bastante para colmar la capacidadde asombro del más sabio de loshombres, aún me queda escribirte de loque los indios llaman muro y que es enrealidad la más insólita barrera quenunca se haya visto. Se extiende bajo lasuperficie del agua hasta casi salir entrelas olas, por lo que es ciertamente cualun muro levantado en medio del mar.Mas no está formado de las comunespiedras con que se levantan los murosterrestres. Al acercarme, pude ver queestaba hecho en realidad de algo quemás semejaba a las ramas entrelazadas

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de millares de plantas que a roca alguna.Y entre esas ramas, que setransparentaban y formaban cuevas ynichos, se movían todo tipo de criaturas.Peces, mas también otros seres querecordaban a los cangrejos, pues teníantambién largas y huesudas patas, cuyoscuerpos adoptaban tan caprichosasformas que se dirían engendrados enalgún vientre maligno y retorcido. Cuálno sería mi sorpresa, hermano, cuandoquise echar mano a una de aquellascriaturas y, al rozar una de las ramas dela barrera, sentí la escocedura de unaherida.

Cuando salí a la superficie pude verque mi mano sangraba por un fino corte

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allí donde había rozado a la rama. Pedíal Chanchu que me diera su daga y mesumergí de nuevo para cortar una deaquellas dañinas ramas. Así lo hice, consumo cuidado, y cuando al fin la dejésobre el fondo de la canoa pudimostodos ver que era como si una delicadaplanta, ramificada en decenas depequeñísimos tallos, cada cual comolabrado por mano de orfebre granadino,se hubiera convertido en piedra, pues talera su tacto, y era de gran fragilidad, quebastaba pellizcarla con fuerza paraquebrarla, pero de contornos tanafilados que parecían cuchillos. No sédecirte qué materia sea ésa mas esmaravilla ver cuáles son sus colores,

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rojos, negros o marfil, y cómo relucetanto dentro como fuera del agua. Es talsu belleza que luego he podido ver quelos indios la utilizan para fabricarpendientes que hacen colgar de susorejas y otros muchos objetos con queadornan sus cuerpos y casas.

Cuando di por satisfecha micuriosidad regresé a la canoa y conté atodos cuanto había visto, que también sehabían acercado las otras dos canoas ala nuestra, por ver cuál era el resultadode mis pesquisas. Yabogüé explicó a losindios algunas de las cosas que yodecía, que no todas, pues ni suconocimiento de nuestra lengua dabapara tanto ni yo puse cuidado alguno en

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retener mis palabras, tan excitado estabapor cuanto había visto.

Nos mostró luego el señorMayamorex las redes con que pescancuando se adentran en la mar, más alládel muro sumergido, cosa que no quisohacer en esta ocasión pues ya hacíatiempo que nos habíamos partido de laaldea y era llegado el momento deregresar para gustar los manjares quehabíamos dejado al cuidado del fuego.Así lo hicimos y las tres canoaspusieron proa a la aldea, rodeando denuevo el islote de arena, pero esta vezpor el lado contrario que a la ida.Pudimos ver que, por este lado, elcinturón de matorrales se abría para dar

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salida a una larga playa. El mozoMartín, que tiene vista de azor, nosprevino que había alguien en ella. Alpoco, mandó el señor Mayamorexdetener las canoas y guardar silencio atodos. Sobre la arena de la playaestaban tumbadas dos sirenas, tan cercacomo nunca había llegado a ver aninguna, y a fe mía que no hay en ellasnada de la belleza que cantan los poetas,hermano, pues si es verdad que tienenpechos como de mujer y unos brazoscarnosos, sus cuerpos son gordos enextremo y sus cabezas feas como la deun perro, con grandes bigotes de escasosy larguísimos pelos que se dirían máspropios de un gato. Nada en ellas revela

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inteligencia o maneras humanas y, si delejos pueden llegar a confundir, de cercatienen más de animal que de otra cosa.Pude oír entre murmullos que los indiosconsideran su carne un bien precioso,digno del mejor banquete.

Hizo señas el cacique a las otras doscanoas para que se adelantasen,manteniéndose a distancia de la playa, yfue la una a situarse en línea con elextremo más lejano de la misma, y laotra a la altura de la mitad de la playa,mientras la nuestra se acercaba muydespacio al cinturón de matorrales, entrecuyo ramaje fuimos a ocultarnos, muycerca del extremo de la playa. El solhabía lucido durante toda la mañana y

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era tal la quietud que parecía queplantas, sirenas y canoas sestearan bajosus rayos. De pronto, los indios de lasotras canoas dirigieron susembarcaciones hacia la playa yrompieron a gritar como locos. Entre lamaraña del ramaje pude ver cómo lassirenas, que hasta entonces parecíanignorarnos, levantaban sus gruesascabezotas y se arrastraban torpementehacia el agua, cerca de donde nosotrosestábamos. Los indios de nuestra canoacomenzaron a remar para salir alencuentro de las sirenas y a ello nospusimos también los cristianos. Prontolas tuvimos al lado, pues dentro del marnadan con mucha más gracia que la que

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habían mostrado sobre la arena. Los dosindios que iban a la proa de la canoalevantaron sus arpones y los lanzaroncon fuerza contra una de las sirenas, quelanzó un horrible chillido y comenzó adebatirse entre las olas, herida demuerte. Aún hubieron de darle algúnarponazo más antes que cesara todaresistencia, pero al fin se hicieron con elcuerpo ensangrentado de la sirena, quesujetaron al costado de la canoa con unade las redes que traían consigo, ypusimos de nuevo proa a la aldea,mientras el cuerpo reluciente y gruesode la otra sirena salía de cuando encuando de entre las olas, alejándose denosotros como alma que lleva el diablo.

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Hubo gran regocijo en la aldeacuando vieron el cuerpo del animalmuerto, y no se cansaban los indios decontar la historia de su captura, entrerisas y palmas de aprobación de quienesles escuchaban, que hubieron de sertodos los vecinos de la aldea, tantasveces lo repitieron y tantos se acercarona la casa del cacique durante todo elalmuerzo, que fue abundante ysabrosísimo, cual era necesario tras losesfuerzos en la mar.

El señor Mayamorex quiso saberentonces cuáles eran nuestras artes depesca y vino a preguntármelo a mí, puesmucho le había admirado mi deseo dever con mis propios ojos las maravillas

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de sus aguas, según le dijo a Yabogüé,por lo que daba en creer que habría deser yo buen pescador. Ya ves, carohermano, cómo la curiosidad puedeconvertirse en virtud en tierra extraña.Yo le conté cuán numerosas son lasembarcaciones de Bermeo y alabé lamaestría de nuestros pescadores. Inclusole hablé de ti, hermano, y tu nombresonó en este confín del mundo conmaneras heroicas. Y no exagero, aunquetengo por seguro que tú habrás de pensarque tal hacía, mas atiende a mis razonesy verás que no hay tal cosa. Quise contaral señor Mayamorex la más notable delas artes de pesca de nuestra patria, lacaza de la ballena, que a nosotros se nos

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hace ruda pero común tarea, pues depadres a hijos nos hemos empleado enella, mas a los ojos de los indios talpareciera proeza de Titán. Cuandollegamos a estas tierras y antes que lavoluntad de Dios nos llevara a la Villade la Navidad, pudimos avistar desdelas carabelas el paso de algunasballenas, pero hemos sabido por losindios que son éstas animales que lesinfunden gran respeto y temor, pues susembarcaciones son demasiado ligeraspara poder cazarlas y quienes no se hanconformado con aprovechar las ballenasque a veces vienen a morir a las playas,sino que se han aventurado aperseguirlas mar adentro, han pagado en

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ocasiones con la vida tanta temeridad.Tales impedimentos no hacen sinoagrandar a sus ojos lo que para nosotrosno es sino puro trabajo sin gloria.

Les conté de los trabajos delatalayero, cuando cada mañana subehasta la atalaya que domina el bravo marde Vizcaya y, desde allí, otea elhorizonte en busca de señales del pasode las ballenas. Les hablé del toque decampana que convoca a los marineros enel puerto y de la rápida partida, de lapersecución de las ballenas, que nuncavan solas y hay que cuidarse bien delenojo de las compañeras, y de cómo elarponero, de pie en la proa, lanza elpesado arpón contra el lomo de la

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bestia. Les dije que la ballena nunca seda por vencida y lucha de tal manera quese dijera que el mar se ha echado ahervir, tales son sus coletazos y loschorros de agua que lanza al aire y caensobre nuestras cabezas como una lluviasangrienta cuando, ya herida de muerte,se torna colorada el agua que respira.Les conté de qué manera arrastra laballena al bote y cómo ha de haber unoque de continuo moje el cabo del arpón,que se enrosca en el bitón y terminaríapor quemarse si el agua no lo rociara,tal es la fuerza con que tira la bestia. Yles referí por fin la entrada al puerto deBermeo, con el fruto de nuestrosesfuerzos amarrado a las

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embarcaciones, y el justo reparto que delas carnes y grasas de la ballena se haceentre quienes han participado en sucaptura.

Muchas fueron las exclamaciones deasombro que acompañaron mi cuento ymucho el interés del cacique Mayamorexpor tales artes de pesca. Quiso saber sipodíamos cazar así una ballena connuestro batel, pero el Chanchu dijo queno era cosa posible pues la barca parala caza de la ballena debe ser másgrande y llevar diez remeros, ademásdel patrón y el arponero, y aun así sonmenester varias embarcaciones ymuchos arpones para pescar una solaballena. Mostróse muy triste el cacique

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por tales nuevas y aún más cuando elChanchu le dijo que debíamos partir. Noquiso el señor Mayamorex dispensarnuestra presencia por mucho que elChanchu le insistió en la prisa denuestro viaje, Dijo el cacique que lamina de oro no se hallaba lejos y queremontando el río Yaqui no tardaríamosmás de siete jornadas en llegar, peroYabogüé, en un aparte, se mostróconvencido de que la distancia eramayor. Mas nada podíamos hacer. Elseñor Mayamorex mandó asar el cuerpode la sirena y no consintió nuestrapartida hasta que se celebrara la fiestaen que la carne de sirena nos seríaservida como muestra de respeto y

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homenaje que no podíamos rechazar sinofender grandemente su dignidad.Convinimos al fin que así se haría y nosretiramos a descansar en las hamacasque el cacique había hecho colgar paranosotros en su cabaña.

Mas habían sido tantas lasimpresiones de la jornada que no fuicapaz de conciliar el sueño y prontodejé la hamaca para buscar el sosiego,sentado en el escalón de la puerta deatrás de la cabaña, pues es común en lascasas de los indios tener dos puertas y,por levantarse sobre grandes estacas,cada puerta tiene delante algunosescalones de madera. Aquel en que fui atomar asiento daba frente a otra cabaña

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de menor tamaño, al pie de cuyaescalera jugaban unos niños con unapelota de trapo. Dos mujeres trabajabancerca de ellos en la preparación de lastortas de casabe, que es tarea dura eingrata, y no pude dejar de admirarmede la belleza de sus cuerpos desnudos,formados por el mucho trabajo y lasbonanzas del tiempo. Y estabarecordando, hermano, las suavescaricias de una mujer, que hace ya tantoque no las siento que casi diría son cosasoñada más que vivida, cuando vinoLuis de Torres a sentarse a mi lado y adistraer mis pensamientos. Nadadijimos, pues tan continuada compañíaacaba por matar toda conversación, pero

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al cabo comenzamos a hablar de losniños indios que jugaban ante nosotros ytambién de las mujeres, cuya bellezaensalzamos los dos sin olvidar ennuestros elogios parte alguna de suscuerpos, pues era tal la sencillez conque las mostraban, sin ostentación niardid alguno, que hablar de ellas se noshacía natural plática. Mas no pude yoevitar preguntarme si una vez que losindios abrazaran nuestra fe, como erapropio que hicieran por ser éstaverdadera y muy superior a sus simplescreencias, no sería necesario ponerremedio a tanta desnudez, pues con lasabiduría habría de venir también lamalicia, que quien mucho sabe ha de ver

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también las sombras tras la luz y no cayóLucifer a los infiernos por ignorante sinopor soberbio. Y la salvación del alma delos indios, si es que la tenían, habría dereclamar, a buen seguro, poner coto aalgunas de sus libertades.

Mis palabras obraron extraño efectosobre Luis de Torres, pues se volvióhacia mí con el rostro encendido y dijo:¡Mirad que sois necio! Decidme, ¿dóndeestán los sacerdotes? ¿Por qué no havenido ningún hombre de Iglesia connosotros? ¿Aún pensáis que es laredención de las almas de estos indioslo que persiguen nuestros Reyes? ¿Noveis acaso que no hay otro interés que eloro y las riquezas, y a tal fin habrá de

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servir la Iglesia cuando llegue? Lerespondí que era bien cierto que el oromucho movía, pero no sería sino paramayor gloria de nuestra fe que habría detriunfar tal empresa, pues tras el orovendría la verdadera religión que daríaa los indios la libertad de elegir el buencamino y apartarse del paganismo, si nomediaban herejes como él queemponzoñaran sus almas con dudas yfalsedades. Sí, soy hereje, me respondióél, como habrán de serlo estos pobresindios cuando se les haya obligado aabrazar una fe que no es la suya. Que nomueven el fuego ni el terror lasconvicciones del alma, todo lo más lasenmascaran por necesidad y aun cuando

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medie la propia voluntad es tanimposible distinguirla del miedo que laempuja que, a la postre, será éste quientodo mande, y cuando amaine volveránlas aguas a su cauce y lo que siemprecreímos seguirá presente en el fondo denuestro corazón, por mucho que nuncaasome a nuestra boca. Mas es cierto quede lo más hondo nace la verdad másprofunda y de esa manera, más prontoque tarde, vendrán nuestras antiguascreencias a entrometerse en nuestrosactos y en nuestras palabras, paraescándalo de quienes nos han doblegadoy ya nos daban por conversos. Y asítenéis escrito el camino que conduce ala herejía de quien nunca quiso ser otra

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cosa que lo que es y ha tenido que elegirentre perderlo todo o plegar su voluntada los rigores de una fe que terminará pordestruirle. Porque todo lo pierde encualquier caso, ya se lo arrebaten porpagano, ya por hereje. Hermosa libertadla que ofrecéis a estos indios: poderelegir entre la miseria o la Inquisición.

Tanto me enfadaron sus palabras quepreferí poner fin a nuestra conversación,antes que verme obligado a defender conhechos los principios de nuestra Iglesia,que no era ocasión de mermar nuestrasfuerzas con disputas. Volví a mi hamacay dejé a Luis de Torres a solas con susdesvaríos. Mas debo decirte, hermano,si he de ser sincero contigo y ya sabes

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que tal es el propósito de esta carta,mostrar de mí mismo cuanto mi ingenioy el coraje me permitan, que no hepodido dejar de pensar en las razones deLuis de Torres, a tal punto me conmoviósu desdichada fortuna, que no es usoentre los hombres probar a ver las cosascomo las ven quienes de nosotrosdifieren.

Después de puesto el sol, comenzóla fiesta que los indios llaman areíto yreúne a toda la aldea en torno a una granhoguera que se prende en el centro de laplaza, ante la cabaña del señorMayamorex. Estaba el cacique sentadoen su escaño, que llaman dujo, a lapuerta de su cabaña, y habíamos vuelto

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nosotros a tomar asiento en las esteras.Trajeron primero las mujeres sus tortasde casabe, que fueron muy alabadas portodos, pues tanto más se ensalzara sugusto tanto más exquisita habría deresultar después la carne de sirena.Probamos las tortas y compusimosmuchos y satisfechos ademanes, cual seesperaba. Después se nos trajeroncuencos de barro repletos de una bebidafuerte, un licor que en lengua india sellama chicha y que se saca de una raraplanta que llaman maíz. No probarásjamás aguardiente más abrasador yestimulante que éste, que los indiosbeben en el areíto sin mesura alguna.Sirviéronse después grandes platos con

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la carne asada de la sirena acompañadade raíces hervidas y, a pesar de loscomprensibles reparos que todossentimos a la hora de comer tan raromanjar, es muy cierto que su sabor esexquisito, y es vianda de gran ternura yaroma. Carne era, al cabo, cosa que enestas tierras es oro para los estómagos.Comimos mucho y bebimos más, pueslos cuencos de chicha eran rellenados decontinuo por los indios naborías queatendían al señor Mayamorex. Y tengopor probado que nuestro guía indio,Yabogüé, fue quien más disfrutó delconvite, sentado tras el cacique y elChanchu y servido por quienesrealizaban los trabajos de los que él se

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había librado al huir con nosotros.Con las espesas sombras de la luna

nueva creció la algarabía en la aldea.Cercana ya la medianoche y satisfechoslos estómagos, formaron las mujeresindias un círculo en torno a la hoguera yentonaron cantos sin descanso mientrasgolpeaban el suelo con los pies, en unadanza que se repetía como latido decorazón. Aunque desnudas, según sucostumbre, habían colgado de suscuellos largos collares hechos conconchas de caracoles marinos, y de igualmodo se adornaban el cabello, todo locual les hacía sonar cual sonajeras enmedio del ruido de toscos tambores y decortos palos de una madera que, al

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chocar entre sí, produce un sonido huecoy penetrante.

No sé decirte cuánto pasó hasta quetambién nosotros, como el resto de laaldea, nos embriagamos de la danza ybajamos a bailar en torno a la hoguera,mas tengo por cierto que no hubo de serajeno a tal éxtasis el brebaje queseguíamos bebiendo en abundancia. Yaen el círculo de bailarines, la música sete mete dentro de la cabeza y el calordel fuego parece llenar de vapores losojos. El círculo gira y gira, y en cadagiro son más los gritos y los cantos en lalengua incomprensible de los indios que,sin embargo, parece entonces hablarnosdirectamente al corazón, tal es la locura

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que te despierta. Mientras giras,hermano, eres sólo una pieza más en larueda de este molino de carne que atodos iguala y hermana, de modo quemuy pronto sientes el calor de las manosque toman tus manos y la respiraciónque resuena junto a ti y jadea y se hacecasi silbido cuando, como tú, salta ycorre y grita y se pierde en el arrebatode la rueda, que gira y gira mientras loscantos crecen y la noche sin luna parececerrar los ojos a nuestra locura yperdonar cuantos extravíos nos puedanposeer en este tiempo sin tiempo.

En ese estado se pasó la nocheentera y aun la jornada siguiente, puesfue tal la ebriedad que a todos arrastró

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que no daba pie al sueño, ni consentíaotro pensamiento que no fuera bailar ygozar de cuanto los rigores de nuestravida de pobladores en tierra extraña noshabía privado desde hacía meses. Pocasson las cosas que recuerdo de semejantecarnaval, mas sé que pude saciar al finmis ganas de mujer, o al menos lointenté, que no sé si entre otrasservidumbres de la chicha estuvo la demermar aquellas fuerzas que no sedestinaran al baile, pues ya sabes túcómo la borrachera tanto atiza losdeseos como viene a hacer imposible sucumplimiento si se da la ocasión dehacerlo. Pero, según presume desdeentonces, el mozo Martín de Urtubia sí

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que pudo holgarse con las mujeresindias, aunque es tal el número de ellasque cuenta y tales las proezas que dicehaber realizado que estamos todos porpensar que más hay en sus recuerdos defantasías de borracho que de triunfos deamante.

Por fortuna, la siguiente noche eratal la fatiga que nos dominaba que elChanchu fue a mojarse a la playa, porver si un baño a deshoras le devolvía lacordura. Obró el agua su benéfico efectoy puso el Chanchu manos a la obra delibrar a cada cual de los dictados de lachicha, cosa que logró bien entrada lanoche, cuando el areíto aún seguía perolas fuerzas de los indios habían

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menguado también a tal extremo quemuchos yacían sobre la arena, dondedormían a pierna suelta. Es hora departir, dijo el Chanchu, si no queremosacabar aquí nuestras aventuras, pues notardarán en llegar mensajeros del señorGuanacagarí y, para entonces, muchomejor será haber puesto leguas de pormedio. Pese a las protestas de Martín,que juraba haber abandonado los brazosde una mujer que aún le aguardaba,todos convinimos que lo más sensato erapartir y aquélla la ocasión propicia parahacerlo, pues el señor Mayamorextambién dormía y nadie habría quepudiera impedírnoslo.

Acudimos a la cabaña del cacique,

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para recoger nuestros hatos, y salimossecretamente cuando empezaba adespuntar el alba, sin despedirnos denadie pues son las ataduras del afecto yel buen trato más eficaces que las máspesadas cadenas de la tiranía a la horade torcer voluntades.

Nos hicimos a la mar y pusimos proaal Nordeste, a fin de rodear el cabo quecierra el golfo y así alcanzar la ensenadaque, al otro lado, sirve de salida a lamar al río Yaqui, según nos había dichoYabogüé, y sobre la que se levanta lamajestuosa presencia del monteYocahudujo. Y en la mañana de ayeravistamos la boca del río Yaqui, talcomo esperábamos, y a su izquierda la

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verde ladera del monte y, más allá, unaextensa y alta sierra, hermano, que talparece fuera la misma que circunda a lavilla de Cervera del Río Pisuerga, encuyas tierras, como bien recordarás, nosdio tan grata acogida Don GutiérrezPérez de Mier cuando allí acudimosbuscando fortuna en el oficio detoneleros, que a la postre bien me haservido en este viaje.

Tres jornadas hace que llueve sinpausa y seguimos río arriba, exhaustaslas fuerzas y ahogadas las alegrías eneste diluvio caliente que ahoga nuestrospechos con vapores insanos. Día ynoche hay nubes de mosquitos que nosmartirizan, a tal extremo que nos vemos

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obligados a dormir cubiertos con mantashasta la cabeza y, con ello, apenas sidescansamos, pues si no son losmosquitos es el calor de las mantas loque nos impide dormir. Yabogüé hapreparado una arcilla con hierbas yarena que calma la comezón de laspicaduras y gracias a ella todavía no noshemos vuelto locos.

Todo en el viaje se ha hecho másdifícil de lo esperado. El río Yaqui tieneuna boca grande y profunda, muy biennavegable, que forma como un túnel deverdura, pues a sus orillas crecenárboles gigantes de espesísima copa,muchos de ellos unidos entre sí porplantas que son cual gruesas sogas y

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cuelgan de rama en rama, tejiendo unamalla intrincada que une los árboles deambas orillas, por sobre el agua, en unatechumbre de hojas grandes y oscurasque apenas deja pasar la luz. Cuandonos adentramos en tamaña cueva, talparecía que atrás dejábamos la vida quenos ha sido natural y propia y antenosotros sólo había la oscuridad de unfuturo incierto, y cuanto ha acaecidodesde entonces no hace sino afirmar talsentimiento. El cielo se ha abierto sobreel río y ya sólo en ciertos tramos vuelvea cubrirse de espesura, mas ha venido acernirse sobre nosotros un techo denubes que con su pertinaz lluvia hanacrecentado la corriente de agua, y

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contra ella luchamos a golpe de remo,sudorosos y empapados, sin que muchoavancemos ni ganemos recompensaalguna a nuestros esfuerzos, pues lashoras de descanso nada nos aprovechany tenemos el cuerpo dolorido y laatención sobresaltada por las muchascriaturas que pueblan tan espesa selva,que son serpientes de gran tamaño ytambién lagartos gigantes, que en lastierras de Egipto llaman crocodilos, ytienen el tamaño de un lobo y dientestantos y tan afilados que causan espanto.Estos lagartos rondan siempre las orillasdel río y nadan mucho y muy en silencio,lo que les hace aún más temibles,aunque por fortuna son torpes en tierra y

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muy ruidosos al correr.Hemos avistado dos aldeas de

indios a orillas del río, pero elrecibimiento en ellas ha sido muydistinto del que nos dispensaron hastahoy los habitantes de estas tierras. Apoco de vernos, salieron muchos indiosen canoas al río, y ya nos prometíamosnosotros el amparo de alguna cabaña yun buen fuego donde asar unas hutías,como nos había sucedido en la aldea delseñor Mayamorex, cuando oímos que losindios gritaban palabras que, aun sinentender su lengua, eran sin duda pocoamistosas. Llevaban azagayas y algunosarcos y con todo hacían ademán detirárnoslo. Pedimos a Yabogüé que

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averiguara por qué así nos recibían,preguntó Yabogüé y se redoblaron losgritos y las amenazas. Mientras nuestroguía hablaba a voces con sus iguales,nosotros acercamos el batel a la orillaopuesta por mantenernos alejados de losenojados indios y por mejorresguardarnos de la lluvia bajo el altoramaje de dos grandes árboles, que talparecían sabinas como las que nosproporcionaron buena y resistentemadera en Cervera del Río Pisuerga,pero mucho más altos y tupidos, y conlos troncos tan abrazados deenredaderas que ni aun a distinguirlosalcanzábamos. Calló por fin Yabogüé ynos apremió para que remásemos río

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arriba. Cuando hubimos puesto distanciacon la aldea, en cuya orilla aún nosvigilaban los indios en sus canoas,preguntó el Chanchu qué habían dicho, ydijo Yabogüé que estaban asustados yfuriosos por nuestra presencia y que noquerían que nos acercáramos a su aldea.Había preguntado Yabogüé la razón detodo ello y le respondieron que nosotroséramos malos dioses y que mejor haríaen abandonarnos si no quería que losespíritus del bosque vinieran a buscarlo.Quisimos saber por qué nos veían comodioses malvados si nada les habíamoshecho, y Yabogüé nos contestó que erael Yucemí quien lo decía y, cuando lepreguntamos quién era ese Yucemí que

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tan mal nos quería y cuyas palabrasmovían a los indios contra nosotros, nosdijo que en su lengua Yucemí quieredecir Espíritu Blanco y que los indios lehabían dicho que era un espíritu de granpoder que vivía en calichi, que en sulengua quiere decir la mente de la altamontaña.

Seguimos remando llenos deinquietud y sin que Yabogüé fuera capazde aclarar tal misterio, pues ya sabíamosque las antiguas profecías de los indioshablaban de la llegada de diosesblancos desde el mar, pero hasta ahoranunca se nos había tratado comoenemigos, antes al contrario, que todohabían sido honores y agasajos. Nos

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tranquilizó el Chanchu diciendo quedebía de tratarse de una creencia deaquella perdida aldea, pero cuandoavistamos la segunda, a la jornadasiguiente, volvió a repetirse la mismaescena, y aun con mayor violencia, quealgunos de los indios llegaron aarrojarnos sus azagayas y tentado estuvoel mozo Martín de responderles con untiro de ballesta, cosa que hubiera hechosi Luis de Torres y yo mismo no se lohubiésemos impedido. Hubo granrevuelo de palabras a bordo del batel,pues Martín porfiaba en hacer sentirnuestra fuerza sobre los indios. Pero elChanchu, aunque es hombre de fuertecarácter y malas maneras cuando se

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enoja, propuso tomar cumplida venganzaa la vuelta de la mina de oro, pues noera éste el momento de guerrear, quetodavía desconocíamos la comarca yéramos pocos. Ya habrá ocasión dereparar ofensas, dijo, aunque pongo aDios por testigo que esas azagayas quenos han lanzado habrán de dolerles mása ellos que a nosotros.

Desde que ayer tuvimos el segundoencuentro con los indios, no hemosvuelto a avistar ningún poblado, aunquejuraría que aquéllos no pueden hallarsemuy lejos y nos vigilan desde laespesura que nos rodea. He contado mistemores al Chanchu y éste ha preguntadoa Yabogüé si tal es posible, pero nuestro

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indio parece haberse vuelto mudo desdeque por segunda vez los suyos legritaran amenazas terribles ymaldiciones, y tanto parece temer él a laselva como nosotros, pues no aparta lamirada de la espesura, cual si esperasever salir en cualquier momento a uno deesos espíritus del bosque que tantoreverencia y cuya cólera parece queteme desatar dándonos ayuda. Susilencio a todos preocupa y el Chanchuno le quita ojo de encima cual si temieraalguna traición, pero no creo yo quehaya tal cosa, pues más parece buscarnuestra compañía y amparo, que éltambién está lejos de su villa y no es deesperar que los indios de estas riberas

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hayan de tratarle mucho mejor que anosotros. Y quién sabe si aun pudierantratarle peor, que en viéndonos comodioses, aunque malvados, algún respetonos cabrá, pero a Yabogüé le espera sinduda la suerte de los traidores, que essiempre amarga. Me pregunto, hermano,si no habremos de correr igual suertenosotros entre los cristianos pues, a lapostre, traición ha sido también nuestrahuida en el batel.

Poco antes de acampar esta noche, elcurso del río tornóse arisco y violento,cual si nos esperasen rápidos o cascadasmás arriba. Si así fuera, habríamos deabandonar el batel y ello sería una gravepérdida, pues aún tiene muchos

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servicios que rendirnos y nos seránecesario para el regreso a la Villa de laNavidad, e incluso para aventurarnos enla costa, si es que la enemistadalumbrada por nuestra huida hicieraimposible retornar a la Villa. Muchohemos hablado junto al pobre fuego quehe logrado prender en la oquedad de unárbol tan grueso, alto y enmarañado quese dijera impenetrable por el agua ybajo cuya copa hemos buscado cobijopara pasar la noche. Mas apenas si hehallado leña seca para alimentar lasllamas y mucho antes que llegue el albanos sumiremos en las tinieblas. Hemosacordado dejar dos centinelas estanoche pues, al faltarnos el fuego que

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espante a las criaturas de la selva,cuatro ojos serán mucho más útiles quedos. Ya casi está apagada la hoguera y aduras penas puedo escribirte estaspalabras. Mañana continuaremos elviaje en busca de una aldea a cuyaprotección poder confiar el batel si,como es de temer, la navegación se haceimposible. Mas no sé cómo habremos delograrlo si hasta esa aldea han llegadotambién los malos augurios de nuestrapresencia.

Es tal la fuerza de las cosas, carohermano, que la humana voluntad setorna pluma al viento y allá la arrastransin que ninguna razón, ningunaesperanza, ningún esfuerzo puedan

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rescatarla de los caprichos delvendaval. Así viajamos nosotros por elrío Yaqui a la mañana siguiente,bregando con las revueltas aguas,empapados por la lluvia y temerosos delas intenciones de los indios. Cadagolpe de remo era un golpe en la puertade nuestro destino y ahora, mientrascaminamos por la selva abriéndonospaso con hachas y espadas, llevamosatados al extremo de unas sogas unamoza y dos mozos indios que sonnuestro salvoconducto y nuestro pecado.Al fin ha dejado de llover, mas siento micorazón empapado aún de la tristura dela lluvia. Y no basta la belleza de estaselva, ahora regada por los rayos de sol,

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ni el refugio en la frescura de susespesas sombras, ni todos sus colores ysonidos, que parecen retablos y cantigasde hermosura sin par, ni todas suscriaturas aladas, que nos sobrevuelan ycantan, como esos pájaros de vivoscolores, picos duros y largas colas,cuyos gritos imitan la voz humana; nadade ello basta, caro hermano, paradevolverme la alegría ni para aplacarmis temores, que ya no se alimentan sólocon los peligros de la enemistad de losindios sino con la dureza de nuestrospropios corazones.

Sería llegado el mediodía cuandoavistamos una nueva aldea de indios aorillas del Yaqui. Salieron sus

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habitantes a nuestro encuentro conrenovados gritos y amenazas, cual yahabíamos visto en las otras aldeas, masen esta ocasión no apartamos el batel desu rumbo sino que les fuimos de frente, abuena boga y sin dar muestra alguna detemor ante su vocerío. Había mandadoel Chanchu montar en la proa del batella culebrina que portamos con nosotros,y alimentarla con pólvora. Lanzaron losindios algunas azagayas mas sin buscarherirnos, pues las unas nos pasaban poralto y las otras se venían a un lado o aotro del batel, pero, antes que el temor oel enfado afinara el tino de los indios,mandó el Chanchu a Yabogüé que lesdijera que ningún mal les haríamos si se

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apartaban, mas si no dejaban franco elpaso haríamos hablar a nuestro palo defuego, que es como llamaban los indiosde la Villa de la Navidad a lasculebrinas, y sería mucho nuestro enojo.Visto que tales palabras ningún efectohacían, disparó el Chanchu la culebrinacon gran ruido y humo, y huyeron losindios muy asustados, que hubo quienescayeron al agua presa del miedo.

Nos dirigimos a la orilla, cerca de laprimera cabaña de la aldea, y tomamostierra armados de espadas y ballestas.Mandó el Chanchu que quedaran en elbatel Lope y Martín de Urtubia e hizocebar con pólvora la culebrina, mas enesta ocasión se metieron también

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hierros, pues no era ya para espantarsino para hacer fuerza que lanecesitaríamos. Los demás vestimos lascotas de mallas pues, aunque pesadas ysofocantes con el calor, bien podríanprotegernos de flechas y azagayas. Losindios se habían escondido en lascabañas y entre los árboles y sóloalguno se atrevía a asomar la cabeza porver qué hacíamos. Gritó Yabogüé quenada debían temer si nos recibían conbuenas maneras y pidió ver al cacique,pues los dioses blancos queríanhablarle. Se sentó Yabogüé en la arenade la orilla y otro tanto hicimosnosotros, y así permanecimos un buenrato, bajo la atenta vigilancia de Martín

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y Lope. Por fin comenzaron los indios asalir de sus escondites. Uno de ellos,que era hombre de edad avanzada yllevaba un hermoso penacho de plumasde guacamayo cual corona en la cabeza,se acercó hasta nosotros, rodeado de unpuñado de guerreros armados conazagayas y de tres ancianos que habíande ser nobles mitaínos, sin duda. Noslevantamos y dijo el Chanchu que eramucha nuestra satisfacción por saludar atan digno señor. Tradujo Yabogüé suspalabras y respondió el cacique que sunombre era Cayainoa y quería saber québuscábamos en su aldea, pues ya sabíapor el Yucemí que nos alimentábamos decaona, que es como los indios llaman al

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oro, pero ellos tenían muy poca. Hizoque nos trajeran dos grandes platos debarro con algunos granos de oro y otrosadornos de poco valor. Nada mástenemos, dijo el señor Cayainoa,tomadlo si os place y dejadnos vivir enpaz.

Tomó el Chanchu los platos conmucha ceremonia y agradeció al caciquesu regalo. Dijo también que era nuestropropósito marchar sin tardanza de laaldea mas, para poder hacerlo,habíamos menester de la ayuda de losindios, pues no era posible seguirnavegando el río y era nuestra voluntaddejar nuestra barca a su cuidado, lo queera mucho honor y gran servicio que

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bien sabríamos recompensar a nuestroregreso. Nada respondió el cacique sinoque se retiró con sus nobles mitaínospara mejor estudiar nuestra demanda.Por fin tornó a nuestro lado y dijo queharía lo que le pedíamos, pues nada lecostaba cuidar la barca junto a suscanoas, mas no podía prestar ningún otroservicio porque el Yucemí se lo teníaprohibido y no deseaba despertar sucólera. Preguntó el Chanchu quésacerdote indio, a los que llamanbobitos, era el que hablaba en el nombredel Yucemí, mas repuso el señorCayainoa que ningún sacerdote hablabacon el Espíritu Blanco sino que era elpropio Yucemí quien se había venido

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hasta la aldea, rodeado de truenos ynubes como nosotros, para prevenirlesde nuestra llegada. Mucho nosdesconcertaron sus palabras, pues nohabíamos oído hasta entonces a losindios decir que ningún espíritu fuera avisitarles a sus aldeas, pues era siemprea través de sus ídolos que hablaban consus dioses. Fuimos ahora los cristianosquienes hicimos plática aparte. Dijo elChanchu que bueno sería poner la manoencima al Yucemí que tanto nos odiaba,antes que levantara a todos los indiosdel reino contra nosotros, y todosdijimos que tal era cierto pero que nohabía tiempo para buscar espíritus en laselva, si queríamos alcanzar la mina de

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oro antes que Don Rodrigo de Escobedoy los suyos. En éstas estábamos cuandoDomingo dijo que no bastaba la promesadel cacique de cuidar el batel, porquenada le impediría destruirlo o entregarloal Yucemí, si tal existía, en cuantohubiéramos partido, que ya tendríatiempo después de prepararse contranosotros o de esconderse en la selvahasta que nos viéramos obligados aabandonar la aldea. No estabandesprovistos de razón los temores deDomingo y así lo convinimos todos, masno se avistaba salida a tal enredo hastaque el Chanchu dijo que no habría sinoque tomar algo que tanto apreciasen losindios que a todo se avinieran

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sinceramente con tal que no lodestruyésemos. Tomemos alguno de loshijos del cacique y entre ellos aquel quehaya de sucederle, dijo Domingo, quehabrán de ser la defensa de nuestrosintereses hasta que regresemos y, pordemás, nos serán de gran ayuda en elporte de nuestros hatos por la selva,ahora que hemos de hacer el camino apie. Así lo acordamos y acudimos dondeel cacique, que todavía esperaba nuestrarespuesta. Sea como decís, dijo elChanchu, mas en gratitud por vuestraayuda queremos ofreceros un presentede gran valor y poder que librará detoda herida a vuestros hijos mayores, yasí dará a los futuros caciques de esta

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aldea fuerza sin igual.Mostróse muy contento el señor

Cayainoa y quiso saber qué presente eraése. Sacó el Chanchu de su zurrón unaristra de cascabeles de cobre, de los quese usan para las mulas y que siemprecolgaba a la entrada de su cabaña por lanoche para que el viento los hicierasonar y ahuyentaran a las alimañas, y sela mostró al cacique, que nunca anteshabía visto cosa igual. La tocó elcacique y fue mucha su sorpresa aloírlos sonar. Dijo entonces el Chanchuque era menester que cada uno de sushijos se colgara del cuello el collarmágico para que su sortilegio surtieraefecto, mas esto debía hacerse después

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de mojarlo en el agua del río y mientrasesa misma agua bañara los pies de losmozos. En su ignorancia, encontró muysensatas tales sinrazones el cacique ehizo venir a sus hijos, que eran doce, detodas las edades, siendo los mayoresdos mozos que habrían ya los dieciséisaños y una moza que no tendría más dequince.

Hizo el Chanchu que marcharan lostres hasta la ribera del río, cerca delbatel, y junto a cada uno de ellos iban élmismo, Domingo y Luis de Torres, cualsi de criados se tratase, con todaceremonia y dignidad. Entraron los tresmozos en el agua y con ellos los trescristianos, mientras Yabogüé y yo

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permanecíamos junto al cacique y losdemás indios, que todo lo miraban concuriosidad y asombro. Tomó el Chanchulos cascabeles y los mojó en el río congran reverencia. Después se acercó almozo de más edad y se los puso alcuello y le hizo girar hasta tres veces,con mucho ruido de campanillas. Volvióa tomar los cascabeles y a sumergirlosen el agua y repitió igual ceremonia conlos otros dos indios. Cuando huboterminado, gritó al cacique que sólofaltaba arrojar el mágico collar al centrodel río, mas habían de ser las manos delos mozos las que dejaran caer el collaral agua. Hizo subir a los tres indios albatel, sin aguardar respuesta del

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cacique, y Yabogüé y yo nos dirigimos ala orilla, seguidos de los demás indios,que todavía no habían descubierto elengaño.

Empujamos el batel a la corriente ysubimos prestos, mientras Martínapuntaba con la culebrina hacia la orilla.Los tres mozos indios permanecían depie, en el centro del batel, tal y como leshabía mandado el Chanchu. Unos pocosgolpes de remo bastaron para llevarnosal medio del río, pero no nos detuvimossino que seguimos remando con fuerza,rumbo a la orilla opuesta. Domingo y elChanchu soltaron sus remos,desenvainaron las espadas y colocaronsus puntas sobre el pecho de los dos

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mozos, obligándoles a tomar asiento. Enla otra orilla comenzaron a escucharsegritos pues, sin duda, ya se habían dadocuenta los indios de nuestrasintenciones. Mandó el Chanchu aYabogüé que dijera a la moza que setuviera quieta si no quería que diésemosmuerte a sus hermanos, y ésta tomóasiento junto a los dos mozos con elmiedo pintado en el rostro. Mientras, losindios habían corrido hasta las canoas yya se aprestaban a cruzar el río cuandoel Chanchu mandó a Martín que hicieraun disparo de culebrina contra ellos.Hubo gran estruendo y tres indioscayeron al agua entre gritos, mientras sucanoa era hecha pedazos por los hierros.

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Fue tal el miedo que poseyó a los indiosque aun hubo otros que se arrojaron alagua, sin que mediara disparo alguno,cual si temieran que sus canoasreventaran bajo sus pies.

Con tanto revuelo, ganamos la orillaopuesta sin que los indios hubieranpodido aún hacer nada por evitar nuestrahuida. Martín, que había vuelto a cebarla culebrina, hizo otro disparo que abuen seguro hirió a algún indio, puespude ver cómo dos de ellos, que sehabían acercado a la orilla armados conarcos, caían sobre la arena con muchosretorcimientos. Amarramos el batel a ungrueso árbol, hicimos bajar a tierra a lostres mozos indios y nos refugiamos tras

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su tronco para protegernos de lasprimeras flechas que empezaban a caercerca de nosotros. Mandó el Chanchu aYabogüé que dijera a los indios queningún mal haríamos a los tres mozos,pero que habrían de ser ellos mismos,con sus flechas, quienes les hiriesen sino encalmaban sus actos. Así lo hizo y apoco cesaron las flechas. Dijo entoncesel Chanchu que bien haría el señorCayainoa en no cruzar el río y aun mejoren dejarnos ir sin perseguirnos puescaso contrario tendrían los mozos malfinal. Preguntó el cacique, desde la otraorilla, por qué tan cruelmente letratábamos si había consentido anuestros deseos, y le respondió el

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Chanchu que no eran suficientes suspromesas pues ya sabíamos del poderdel Yucemí y mucho se temía que, de nomediar otras razones, acabara el caciquefaltando a su promesa con tal de noenojar al Espíritu Blanco. Sean puesvuestros hijos causa de vuestra lealtad yasí nada habrá de sucederles si, anuestro regreso, está nuestra barcaesperándonos en este mismo lugar enque ahora la dejamos. Mientras vuestroshijos estén con nosotros ningún malhabrá de acaecerles, dijo el Chanchu.

Mientras se seguía este diálogo avoces sobre las rumorosas aguas del río,no habíamos permanecido los demás ala espera. Descargamos el batel,

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aseguramos su amarre, montamos laculebrina sobre unas andas y atamos alcuello de cada mozo una soga. Lope atóa su cintura el otro extremo del cabo queligaba al hijo mayor de Cayainoa, otrotanto hizo Martín con el segundo mozo ylo mismo Domingo con la moza. Comoel mayor de los hijos del cacique seresistiera a dejarse prender de esamanera, hubo que forzarle con violenciay amenazas, hasta que se avino a cargarla culebrina, junto con su hermano, ytodo estuvo dispuesto para iniciar elviaje. Mandó el Chanchu partir, sinaguardar más respuesta del señorCayainoa. Y así empezamos este caminoterrible, en lucha con la espesura que

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nos oprime y cerca, cual ejércitopoderosamente armado, erizada deramas y zarzas y alfombrada de ocultosbarrizales que se extienden bajo lasgruesas raíces de los árboles que salensobre el suelo cual caída tela de araña yhacen aún más penoso el andar. Uncamino que nos ha conducido hasta esterecodo del río en que ahora hacemosacampada, con los pies doloridos y losbrazos fatigados de tanto golpear lamaleza para abrirnos paso.

¡Qué engañosa es la quietud de lascosas! Desde que dejamos atrás la aldeadel señor Cayainoa, la selva parecehaberse dormido. Son ahora árbolesaltos como torres los que nos rodean y

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su techumbre más semeja nave decatedral que estancia de bosque, tal essu altura y tal la quietud que en ellareina, que incluso el humo de la hoguerase eleva en su claustro cual inmaterialcolumna, sin que brisa alguna venga aalterar la rectitud de su tenue ruste. Haya todas horas un zumbido de mosquitos,pero ya no nos perturba y en los rayosde sol que atraviesan el alto follajeflotan tantas mariposas de alegrescolores que se dijera que el aire mismoha cobrado vida.

Pocas son ahora las criaturas de laselva que se muestran a nuestro paso.Tan sólo los pájaros que cantan en lasalturas y algunas serpientes. La selva se

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adormece con el calor y en ocasiones serompe el cielo, más allá de la bóvedaverde que nos cubre, y cae una lluvia tanabundante como breve, pues bien prontodescampa y vuelve el sol a buscarentrada en este templo de vegetaciónpara posar su luz sobre las hojasenormes de los árboles, que las hay tangrandes como un escudo. El calor y elagua hacen el aire pesado y cada paso seacompaña de jadeos y sudores, cual sicada uno de nosotros arrastrara lapesada cruz de su Calvario. Tan sólo losmozos indios se muestran indiferentes alos rigores de la selva, sin que la cargade la culebrina arranque quejas osuspiros de sus labios. Se dijera que se

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han resignado al fin a su cautiverio y niaun entre ellos cruzan palabra alguna.Pero tanta paz lejos de encalmarnuestros ánimos los encrespa, pues lamarcha es lenta y los obstáculos muchos,y todos guardamos el temor a los indios,por más que no haya rastro alguno denuevos poblados ni señal de que nossigan. Es extraño, hermano, el modo enque a nuestro entendimiento se presentanlos hechos. Si hubiera gran agitación enla espesura puedes estar seguro de quehabríamos de ver en ello la presencia delos guerreros del señor Cayainoa, masen esta quietud que nos circunda sóloacertamos a intuir el silencio de nuestrosacechantes, que tal es la ley del miedo,

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ver los mismos enemigos en las cosascontrarias, de modo que todo loalimenta: el silencio y el ruido, la luz yla oscuridad, lo franco y lo secreto.

Y es un miedo creciente el que nosatenaza. Lo sé aunque nada hablamos deello, pero puedo leerlo en los ojos demis compañeros con la misma claridadcon que lo siento en mis entrañas, cualinvisible garra que oprime mi corazón yclava sus uñas en mi entereza, de modoque el menor ruido me sobresalta. Yocombato mi miedo hablando con todos,porque el sonido de nuestras palabras esla única cosa familiar en esta selvahúmeda y cansina. Pero el corazón decada hombre se rige por reglas tan

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distintas como oscuras y es grannecedad decir de los hombres que todosson iguales como necio es creer que soniguales todos los días, pues cadajornada tiene su esfuerzo y cada hombresu misterio. Así, el miedo que me hacedeslenguado torna a otro silenciosocuando no violento, que es solaz demuchos oponer a los temores obras tanfuertes que se dirían fueran bárbaros sinescrúpulos que, lejos de temer a nada,despiertan el espanto en los otros. De talmanera que bien podría decirse que trasla máscara del héroe, tras sus gestas yhazañas, tirita un cobarde tan grande quesiente pavor incluso de su propio miedo.Y tal creo yo que le acaece al Chanchu,

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cuya intrepidez y decisión le hanconvertido en capitán de nuestra partida,pero a cuyos ojos se asoman también losbrillos del temor.

Te escribo esto, caro hermano, no sési por aplacar mis temores y mivergüenza, o quizá por intentar explicarcuanto ha sucedido desde que hace cincodías te relatara el prendimiento de loshijos del señor Cayainoa. Mas lo ciertoes que nuestras obras se llenan depecados y, con rara alquimia, parecenatraer nuevas desdichas. Mientrasescribo estas palabras al calor de lahoguera, más en busca de su luz que desu amparo pues si algo tenemos enabundancia es precisamente calor, veo a

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la moza india acurrucada junto alChanchu cual si de un perro se tratase, elcuerpo encogido y la mirada temerosade quien sabe de las moliendas de lavida. En verdad son muchas sus graciasy, para nuestra desventura, su desnudezlas ha hecho más presentes a nuestrosojos, que es bien difícil apartar lamirada de su cuerpo cuando en elcamino se mueve con tal donaire yfortaleza, cual si la mano de un maestroescultor lo hubiera tallado en madera,tal es su tersura y su brillo.

La hermosura de la moza nos haacompañado tan fielmente como elmiedo y una y otro se han acrecentado anuestro entendimiento con el paso de las

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jornadas. Mas si nada hablábamos denuestros temores, muchas eran lasocasiones en que alabábamos las graciasde la moza, con burlas y libramientospropios de la soldadesca y de losmesoneros de puerto.

Durante toda la jornada de ayer sesucedieron los chaparrones y el caminode la selva tornóse a tal extremoadverso que no creo hubiéramos andadomás de tres leguas cuando llegó lanoche. Hicimos acampada a la vera deunos altos matorrales de hojas grandes ycarnosas, muchas de las cualesarrancamos para hacernos con ellas unlecho que nos separase de la tierraempapada. Lope y yo nos pusimos a la

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tarea de prender la hoguera, como cadanoche, y los demás buscaron acomodojunto a los árboles que hacían aún másoscura la noche con el velo de sussombras. Se alzaban ya las primerasllamas cuando se oyeron gritos de mujery vi al Chanchu junto a las matas,porfiando con la moza, que hacía porescapar de sus brazos. Pregunté alChanchu qué cosa quería de la india y élme respondió que bien a las clarasestaba y que no tenía más que decir sinoque guardásemos que los otros indios nofueran a volverse contra nosotros. Lamoza no cejaba en sus empujones ypatadas y toda la belleza de su rostrohabía dejado plaza al miedo. Dije al

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Chanchu que no había por qué tomar a lafuerza lo que muchas otras indiasotorgaban con gusto, pero el Chanchu medemandó dónde estaban esas otrasindias complacientes que él no veía. Ydijo: Estamos solos en esta selvaterrible donde no hallamos criaturahumana alguna y, caso de hacerlo, talvez no busque otra cosa que nuestramuerte, y todavía me habláis deprudencia y de otras mujeres. ¡No seáismajadero! Yo no veo más mujer que éstay si no tiene pudor en mostrar susvergüenzas no habrá de tenerlo en hacerentrega de ellas. Pues no muestra deseoalguno de ello, tales son sus gritos yempujones, dije yo, pero el Chanchu

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rompió a reír y respondió: Ya sabéis loque dice la canción, que aun la másbuena mujer rabia siempre por joder. Ytomando con fuerza a la moza por eltalle, la llevó en volandas tras losmatorrales sin que yo alcanzara aencontrar razón que torciera su voluntady, por decir la verdad, dudoso yo de lamía, pues el hambre de mujer puede sertan dolorosa y acuciante como la decomida, y la visión de aquella mozatambién había despertado mi apetito.

Mas no tuve ocasión de tomardeterminación ninguna pues, enviéndonos a todos atentos a cuantosucedía tras las matas, de donde nosllegaban gritos desesperados que

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resonaban en la bóveda del bosque, losdos mozos indios se abalanzaron sobreMartín, que se hallaba a su lado. AcudióDomingo presto a los gritos de alerta delgrumete y así evitó que los indios sehicieran con las armas de Martín. Masno fue tarea sencilla dominarles, pues ala fuerza de su juventud unían el enojopor el trato que dábamos a su hermana.Cuando logramos apaciguarlos, elChandra había terminado ya de holgarsecon la india.

Atamos a los dos mozos a un gruesoárbol y a la moza a otro más alejado. ElChandra mostraba gran fatiga en elrostro y pronto estuvo dormido, pero losdemás no podíamos conciliar el sueño.

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Yabogüé y Luis de Torres se manteníanapartados de la hoguera, sentados en elmismo lugar donde habían estado desdeque acampamos. Y no sabría decirte,hermano, si Luis de Torres habíapermanecido junto a nuestro guía,mientras nosotros bregábamos con losdos mozos, por vigilar que éste nadahiciera o por evitar entrar en combate.Mas es muy cierto que en estos díashablan mucho Yabogüé y Luis de Torres,pues el converso quiere aprender lalengua de los indios, y ya se sabe quelas mutuas enseñanzas son tierraabonada para la amistad.

Los demás guardábamos silenciosentados alrededor de la hoguera, con

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los ojos brillantes por las llamas y porel deseo, desconfiados de nuestrospropios pensamientos, aguardando ytemiendo nuestras obras. Fue Domingoquien puso término a la espera. Dijo:Sea, no es más que una pagana cuyaalma estará sin duda condenada alinfierno, ¡que al menos su cuerpo sirva alos cristianos! Se levantó y se encaminóhacia la moza, que estaba despierta y nohabía apartado la mirada de nuestrosilencioso concilio, temerosa sin dudadel resultado del mismo. Cuando violevantarse a Domingo, comenzó a llorary a repetir unas palabras en su lenguaque a no dudar eran de súplica. Masningún efecto hicieron sus

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incomprensibles palabras en el deLequeitio, porque éste se vino sobre ellay la desató para mejor forzarla, sin quellantos ni gritos refrenaran su lujuria.

Como la moza se resistiera,acudieron Lope y Martín en ayuda deDomingo, para así dominarla, y no sédecirte, caro hermano, si habría hechoyo lo mismo, pues libraba gran batallaen mi interior, mas de nuevo quisofortuna que nada pudiera hacer pues lamoza, al verse así asaltada y viendo queel Chandra despertaba con sus gritos,logró zafarse de los brazos de Domingoy corrió junto al Chandra, en busca deamparo. Y si el miedo tuerce el juicio yalienta locas determinaciones, no menos

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cierto es que también puede despertaruna rara y triste sabiduría, cual mostrarala moza india al demandar protección dequien tanto la había ofendido, pues a lapostre el Chandra era nuestro capitán ymejor habría de ser la afrenta de unosolo y poderoso que las ofensas detodos.

Dijo el Chanchu que se tuvieranquietos los cristianos, pero Domingo,que mostraba su descontento con gestosimpacientes y mucha agitación, lerespondió: No veo justicia alguna en quequeráis poseer a la moza en privilegio.¿Habéis de disputarme a espada eseprivilegio, Domingo?, dijo el Chanchu y,cuando más era de temer que fuéramos

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nosotros mismos quienes vertiéramossangre de cristiano en selva tan enemiga,alzó la voz Luis de Torres para pedircordura y paz, pues sólo habríamos delabrar nuestra desventura si nosvolvíamos unos contra otros. ¿Creéisacaso que no hay más aldeas en estatierra? ¿Es por ventura esta moza laúltima Eva en el mundo? ¡Tenedpaciencia, compadres! No es otronuestro propósito que alcanzar losbienes que nos han movido a sufrirtantas penalidades, y habremos desatisfacer nuestros deseos y aun quedarahítos si hacemos por dejar que sea lacabeza y no la verga quien gobiernenuestros actos, dijo Luis de Torres. Y

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aún dijo más: A nuestro capitán se le haantojado la moza y bien se ve que ésta,pese a tanto griterío como dio, tiene porél preferencia. Vale, es poco privilegioen quien tanto camino tiene por delante,que las más de las noches es seguro quepoca cosa podrá hacer nuestro cortéscapitán si no quiere que sea el cansancioy no los guerreros del señor Cayainoaquien con él acabe.

Reímos todos la burla y también elChanchu, que muy buenas palabras tuvopara el converso, al que encomió subuen juicio. Mejor será poner atención alas sombras que nos rodean y guardarfuerzas para el camino, dijo el Chanchuy buscó cada cual su lecho, salvo

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Martín, que quedó de guardián alcuidado del fuego. Se acurrucó la mozajunto al Chanchu y muy pronto estuvodormida, así reclama el cuerpo su raciónde descanso cuando grandes pasiones oesfuerzos le han puesto a prueba. Leynatural e inexorable a la que tampocopude yo escapar, pues me vi forzado adejar la escritura de esta carta, que esmi mejor consuelo, para otra jornada,vencido por el sueño.

Mas no siempre el sueño devuelvela paz al alma, por más que reconforte alcuerpo, y los pecados de anoche trajeronhoy duras penitencias. A poco delevantado el sol, nos pusimos en camino,mas en esta ocasión ató el Chanchu a su

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cintura el cabo que ligaba el cuello de lamoza, que la pasión no le había tornadoaún incauto y si bien la quería a su ladotambién la quería bien sujeta.

Seguimos de nuevo el curso del río,mas ahora cerca de la orilla pues,aunque frondosa, la espesura del bosquese había aliviado y nos permitía avanzarcon menor esfuerzo. A mediodía, mandóel Chanchu hacer un alto para almorzaralgunos trozos de pan bizcocho yalgunas raíces. Quiso Lope beber agua yse acercó a la ribera seguido por elmayor de los hijos del señor Cayainoa,cuyo cabo ataba a su cintura. Como lemolestase la soga para agacharse en laorilla, no tuvo mejor idea que soltar el

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nudo de su cinto, en la confianza de quenuestra cercana presencia alejaría delindio cualquier tentación de huir. Perono bien se vio éste desligado de suguardián, echó a correr con tal apremioque se dijera llevaba alas en los pies,sin que la soga que colgaba de su cuellopareciera importunarle en modo alguno.

Como Martín y el Chanchu ataban asus cintos las sogas de los otros dosmozos indios, hubimos de ser Luis deTorres, Lope, Domingo y yo quienesemprendiéramos la persecución delhuido. Lope, quizá movido por lavergüenza de su falta de juicio alpermitir que nuestro cautivo escapara,era quien más corría al tiempo que

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gritaba: ¡Guarda si te pillo! Y sus gritostal parecía que daban nuevas fuerzas alindio pues pronto vimos que, lejos dedarle alcance, no tardaría en perderse enla espesura. Pero mucho debía ser elmiedo que movía sus piernas porque, envez de adentrarse en la selva, siguiócorriendo cerca del río, cuya ribera sehacía cada vez más pina, pues selevantaban ahora unas peñas sobre lacorriente. A ellas se aupó con agilidadel indio mientras Lope maldecía el díaen que su madre le parió, lleno de rabia.Ya en la peña más alta, el mozo torció surumbo y saltó al río con todas susfuerzas, a través del ramaje de losárboles. Pero no fue el ruido del agua lo

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que siguió a su salto sino un ruido seco,como de látigo, y un gruñido que semejóal bufido de un toro.

¡No ha caído al agua!, gritó Lopemientras corríamos peña arriba. Cuandollegamos al lugar en que habíamos vistosaltar al indio, se nos ofreció una escenaque no podré apartar de mi memoria asíviva cien años, caro hermano. A unosdiez pies más abajo, colgaba sobre lacorriente del río el cuerpo del mayor delos hijos del señor Cayainoa, con elcuello torcido de forma horrible. Susuerte enemiga había querido que, alsaltar, el extremo del cabo que ligaba sucuello quedara sujeto en la horquilla deuna gruesa rama, de tal forma que él

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mismo vino a ahorcarse cuando máscerca pensaba estar de la libertad.Mudable fortuna, hermano, que tantopromete como puede arrebatárnoslotodo cuando ya estamos a punto detocarlo con las puntas de nuestros dedos.

Allá quedamos, en pie sobre la altapeña, sin saber qué resolución tomar,pues la rama que se había tornado enhorca tenía difícil llegada. No tardó elresto de la partida en alcanzarnos y nopuedo describirte las voces y los llantosen que rompieron los hermanos delinfortunado indio cuando vieron sucuerpo colgando de la soga, mas sé quetú también tendrás presente, al leer estacarta, el triste día en que quiso el Señor

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llevarse a nuestra hermana, pues aúnsiendo tú niño entonces recuerdo bientus lágrimas y la pena que oprimía tucorazón. Y no sé si han sido talesremembranzas, pero el llanto de losmozos indios me ha llenado el alma detristura y ni aun escribir esta carta melibra de ella.

Mandó el Chanchu recoger el cuerpodel indio, por ser cristiana obra y porpoder así enterrarlo, que no eramenester que llegara a oídos del señorCayainoa tan cruel noticia. Mas no eratarea fácil, pues no había donde hacerfuerza para levantarlo y la rama crujíaamenazadora cada vez que uno denosotros se aupaba a ella. No nos

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fatiguemos más en tareas inútiles, dijo elChanchu, que aún habremos de lamentarnuevas desgracias si seguimoscastigando esa rama. Propuso entoncesLope cortar la soga para que el ríosirviera de sepulcro al indio, masnegóse el Chanchu porque, si caía alagua, la corriente arrastraría el cuerpohasta la misma ribera de la aldea delseñor Cayainoa y nada bueno cabíaesperar que hiciera un padre a cuyo hijose hubiera causado mal tan entero.Guarde esta peña su atroz secreto, dijoel Chanchu, y pongamos nosotros tierrapor medio, que es el mejor remedio.

Así lo hemos hecho y hemoscaminado a buen paso hasta que el sol se

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ha puesto, con mucho golpe de hachapara romper las redes que la selva teje,y atrás hemos dejado el cuerpo sin vidadel indio, colgado sobre el río cual frutode muerte. Con las últimas luces del díallegamos a este claro de bosque. Cuandohube prendido la hoguera y comíamostodos nuestros magros alimentos entorno de ella, he mandado a Yabogüéque preguntara a la moza cuál era elnombre de su hermano muerto. Ella harespondido que se llamaba Careinamá,que el nombre de su otro hermano esGuacayoa y el suyo Noamá. Y ahoracompartimos de nuevo hoguera y miedo,mientras la moza ha sido al fin vencidapor el sueño y yo doy buen uso al recado

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de escribir que dejó nuestro escribano alpartir de la Villa de la Navidad y quellevo conmigo como mi mayor tesoro.

Ya es hora de que yo también busquela paz en el sueño, si el Señor en subondad consiente en librarme de lasmampesadillas que me rondan. Pues, pormás que diga Domingo que la muerte deCareinamá ha sido fruto de sus obras ysigno de su infortunio, no puedo yoapartar de mi cabeza nuestros desatinosy la grave ofensa que hicimos a suhermana, y todo ello pesa sobre miconciencia cual si hubiera sido mipropia mano la que anudara a la rama lasoga que le ha dado muerte.

Muchas jornadas han pasado desde

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el aciago día en que murió ahorcado elmayor de los hijos del señor Cayainoa ysólo ahora recobro el ánimo paraescribirte, hermano, pues mi corazón haestado muerto también durante estasjornadas, por más que mi cuerpocaminara hasta el agotamiento. Peromucho ha cambiado el signo de nuestrasuerte y muchas son las cosas acaecidasdesde entonces, y de todo ello quierodarte cuenta ahora, cuando hemosabandonado la selva y de nuevo nosacogen los indios con respeto. Son éstosmomentos de paz y quiero sacarprovecho de ellos, tras la feroz selva,pues sé que habrán de ser breves.

¡Cuan grande placer, caro hermano,

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poder hablarte de nuevo en estos pobrespapeles! Cuánta bondad hay en estasilenciosa conversación que a ti me uney tan bien me ayuda a poner orden enmis pasiones, pues al escribirte veo másclaro cuanto me ha sucedido, y esa luzme basta para enfrontar las nuevaspruebas a que esta dura vida nos sometecada día. Y es aún mayor placerescribirte bajo la luz del sol y no ya enla celda de las noches de la selva. Perodéjame que te cuente cómo la alianza delazar y la tenacidad nos ha traído hastaeste poblado donde vuelven a humearlas sabrosas hutías en el fuego y el techode las cabañas nos cobija de los rigoresdel tiempo.

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Los días que siguieron a la muertede Careinamá fueron negras jornadas. Semostraba el cielo cubierto de nubes díay noche, y cada tanto rompía sobrenosotros una lluvia tan furiosa que sedijera castigo de penitente y tal vez lofuera. Hubo de ayudar Yabogüé al mozoGuacayoa a portar la culebrina, tareaque en nada vino a complacer a nuestroguía, pues los tres quintales del ingeniodoblan la más poderosa espalda y hacenel caminar lento y fatigoso. A fe mía queaún no alcanzo a entender cómopudieron soportar tamaña carga, pues amí todo me sobraba, y el hato y lasarmas se me hacían piedra de molino, talera el calor que hacía hervir nuestros

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sudorosos cuerpos bajo la ropa. Y entodo ese tiempo, no se apartó la mozaNoamá del Chanchu un solo momento,pues aunque nada entendía de nuestralengua, los ojos de Domingo decían biena las claras que su lujuria no habría desometerse por mucho a los antojos denuestro capitán.

Pasados tres días de la muerte deCareinamá, ocurrió tan singularaccidente que di primero en pensar si nosería un milagro o acaso un sueño, puessin que mediara aviso alguno, cuandoandaba yo el primero de la partida,abriendo paso a los demás a golpe deazuela, me di de bruces con una mozablanca como la leche, de ojos claros,

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cuales abundan entre los bermejos denuestra tierra, y tan igual a las mozasvizcaínas que hubiera jurado que era unade ellas si no fuera que iba desnudacomo acostumbran las indias. Si grandefue mi asombro no menor fue el suyo,pero quise yo apaciguarla con muysumisos gestos, en tanto llegaban losotros, pues mucha era mi curiosidad antetan rara criatura, y aun la de todos, quefue menester hacer un alto paradeterminar qué mejor arreglo podíatener tal encuentro, pues la indiacaminaba de espaldas, cual si una fuerzainvisible le impidiera echarse a correr, ynosotros más parecíamos una rehala detontos que avezados marinos, tales eran

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nuestras caras de asombro y tal elsilencio que se nos había impuesto. Enesto se oyeron voces de indios en laespesura, a buen seguro parientes ovecinos de la india blanca, y el Chanchumandó a Domingo prender a la moza,pues buena cosa sería resolver tamañoenigma. Mas no bien hizo éste ademánde ir por ella, rompieron a gritar Noamáy Guacayoa con tal brío que habría deoírseles en la selva toda, si no fueraporque el coro de gritos de pájaros quesus voces despertaron era aún másensordecedor. Nuestros mozos indiosgritaban la palabra turey que, como ya tehe escrito, en su lengua quiere decircosa sagrada, y fue como si esa palabra

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devolviera la vida a las piernas de laindia blanca pues ésta echó a correrhacia el lugar donde se habíanescuchado voces indias.

Quiso Domingo ir en su busca, peromandó el Chanchu dejarla ir, pues no eraocasión de buscarnos más enemigos delos que sin duda ya teníamos. Mas dijo aYabogüé que preguntara a los mozosindios por qué daban tales gritos y cuálera la historia de la india blanca, si esque tenían noticia de ella.

Guacayoa nada quiso decir, peroNoamá se avino a dar razones. La indiablanca es mujer sagrada, dijo, pues eshija del Yucemí y por eso son su pelo ysus ojos de tan raros colores. Por ser

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sagrada, nadie podía tocarla, y Domingonos había puesto en gran peligro alintentar hacerlo, pues el Yucemí habíajurado venganza contra quien ofendieraa sus hijos. Preguntó el Chanchu si habíamás indios blancos y dijo Noamá que sí,mas ella sólo había visto a la india queacababa de huir de nosotros.

No quiso el Chanchu hacer máspreguntas pues mejor sería continuarnuestro camino antes que la indiavolviera acompañada de los suyos. Peroesa misma noche quiso averiguar mássobre el Yucemí y sus hijos porque,según nos dijo, no creía él que ningúnespíritu preñara mujeres, si no era elEspíritu Santo, que engendró en el

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vientre de Nuestra Señora al Hijo deDios. Que el diablo toma posesión delos cuerpos de las brujas mas no fecundasus vientres, por ser su maldad estéril. Ysi esa india es hija del Yucemí, habrá deser éste de carne y hueso como cualquiermortal, por poderoso que sea, concluyóel Chanchu. Dijo otra vez Noamá quehabrían caído grandes males sobre todosnosotros si hubiéramos hecho algo a lahija del Yucemí, y dijo también que elYucemí se alimentaba de caona, comonosotros, por ser él también turey.

Cuan necio hace al hombre laignorancia, hermano, pues la moza indiaaún creía que era el oro nuestroverdadero alimento cuando bien había

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podido ver, en las jornadas que habíapasado en nuestro poder, que sólo nosllevábamos a la boca tristes raíces ybizcochos. Preguntó el Chanchu dedónde sacaban los indios el oro para darde comer al Yucemí y respondió Noamáque se traía de las tierras que están másallá de las montañas, y que era el mismoYucemí quien escogía a los jóvenes quehabrían de ir en busca de la preciadacaona, un grandísimo honor reservado alos mejores y más valientes mozos de supueblo. Quiso saber el Chanchu si algúnmozo de la aldea del señor Cayainoahabía ido en busca de oro para elYucemí y respondió Noamá que sí, quesu hermano Careinamá había ido más

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allá de las montañas y había vuelto conla caona para que el Yucemí protegiera asu pueblo.

Rompió el Chanchu en juramentoscuando hubo oído que el mozo muertoera el único que sabía el camino hacia eloro. Y no se cansaba de llamar necio aLope por haber permitido su infortunadahuida. Cuando se apaciguó su enojo,preguntó el Chanchu dónde estaba la altamontaña que servía de morada alYucemí. Y aún tuvo que insistir en supregunta pues la moza parecía muerta demiedo y no hacía sino llorar y decir quenada sabía y que los espíritus de laselva la castigarían si nos ayudaba aencontrar al Yucemí. Cedió al fin a la

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insistencia del Chanchu, que tantoempleaba amables palabras como laamenazaba con entregárnosla para quehiciéramos con ella cuanto nos placiera,y dijo que el Yucemí moraba cerca delpoblado de un gran señor indio denombre Moguacainambó.

Muy grande fue nuestra alegría alsaber que era aquél el poblado delcacique que, tres meses antes, habíavisitado la Villa de la Navidad ymostrado tanta curiosidad comoamistosas maneras. No podía haber enestas tierras otro lugar dondepudiéramos esperar mejor acogida, y tanafortunado destino venía a aliviar losnegros presagios que nos habían

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acompañado desde que nos adentramosen el río Yaqui. Acordamos ir pues alpoblado del señor Moguacainambó.Noamá nos dijo que debíamos seguir elcurso del río Yaqui hasta el lugar en queotro río, de nombre Bao, vertía susaguas en aquél. Después, había queseguir el curso del Bao, cuyas aguasnacían en una alta sierra: el poblado delseñor Moguacainambó se hallaba aorillas de este río.

Partimos no bien hubo despuntado elalba y los primeros rayos del sol nosencontraron bien dispuestos y ansiosospor llegar a nuestro destino, pues al finsabíamos adónde íbamos y qué nosesperaba allá, y tal conocimiento

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parecía hacer la selva menos hostil y darnuevas fuerzas a nuestros brazos ynuestras piernas. Volvieron las palabrasa nuestra boca, mientras caminábamos, ycada cual proclamaba las fantasías deriqueza que escondía su corazón, entrerisas y burlas, con tal ruido que no creohubiera criatura de la espesura que nosupiera de nuestro paso. Mas tambiénhabía desaparecido el miedo, que elbrillo del oro ilumina la noche másoscura y muy grande había de ser eltesoro del Yucemí, pues mucha habíasido su hambre de caona, según nosdecía Noamá. Sólo los dos mozos indiosmostraban pesar en sus rostros, aún máshundidos en su cautiverio por el miedo a

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los espíritus del bosque, pues inclusoYabogüé parecía infestado de la mismalocura que a nosotros nos atenazaba yreía nuestras burlas, sin alcanzar asaberlas, e imitaba nuestros gestos, talpareciera que había olvidado cuál fuerasu pueblo y cuáles sus creencias. Perode entre todos, nuestro guía prefería lacompañía de Luis de Torres, que muchohabía aprendido ya de la lengua de losindios, de tal manera que las más de lasveces hablaban entre ellos en dichalengua, sin que ninguno de nosotrosalcanzara a comprender qué se decían.

Así iban pasando los días, sin quenada viniera a turbar nuestra paz, quetambién la lluvia había cesado y la selva

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era una pura fragancia de flores. Durantelas noches venía el sueño a consolarnoscon premura y tan sin sobresaltos quebien hubiera podido dormir la nocheentera de un tirón si no fuera porque lasobligaciones de la guardia venían adespertarme. Pero esa esforzada tareatampoco estaba libre de burlas y eragran regocijo oír al grumete Martín deUrtubia cantar las vueltas de laampolleta, que medía nuestros turnos deguardia, con las mismas oraciones quese usan a bordo de los barcos. Y decíaMartín: Bendita la hora en que Diosnació, Santa María que le parió, SanJuan que le bautizó; la guardia estomada, la ampolleta muele, buen viaje

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haremos si Dios quisiere. Le respondíaLope, que bien se sabía las maneras delos grumetes: Buena es la ampolleta queva, mejor es la que viene. Y en esosdiálogos no faltaban risas, pues en laoscuridad de la noche tal parecía quenos halláramos en alta mar, al amparo denuestra naufragada nao capitana. Y yaves, caro hermano, cuán ingrato es elcorazón humano, pues esas noches depaz reconquistada quise emplearlas endormir y en disfrutar de la tibieza de laluna, que se colaba entre el follaje comosi una catarata de leche se derramarasobre plantas y hombres, sacando brillosde plata a las más pobres materias. Perono hallé ocasión de escribirte, aunque

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espero que las muchas penas queprecedieron a estos días tranquilossirvan de excusa a mi abandono.

El sábado, a veinte días del mes deabril, escuchamos el rumor de las aguasdel río Bao al desembocar sobre elYaqui. Al poco, avistamos el lugardonde ambos ríos se encuentran y vimosque era un bello paraje de orillasabiertas y con rocas en la corriente, quelevantaba un zumbido de enjambregigante al pasar entre ellas. No quisimosdetenernos allí pues era lugar muyexpuesto a la curiosidad de otros y eranmuchas las ganas que teníamos de llegara los dominios del señorMoguacainambó.

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Comenzamos a remontar el curso delBao, cuyas aguas aún guardabanrecuerdo de su origen serrano y bajabanapresuradas y saltarinas, y dos jornadasdespués la espesura de la selva fuellenándose de claros hasta que la mismaselva hubo quedado a nuestras espaldasy nos vimos en un vasto bosque demuchos y muy distintos árboles, entrelos cuales había algunos pinos. Más alláde sus copas divisamos las siluetas deunos altos montes de cuyo corazónparecían provenir las aguas del Bao.

Caminamos durante otras cuatrojornadas y poco a poco fue tornándoseel paisaje en serranía. Crecieron lascuestas, llenáronse los caminos de

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piedras y vados, y fue poblándose elbosque de pinos y de hayas, a punto quetal parecía que estábamos en los montesde Cervera del Río Pisuerga y no en lasignotas tierras de las Indias. Bajo losárboles crecían unas plantas que parecenheléchos, pero de tal altura que se diríanhechas a medida de gigantes pues sonmás altas que un hombre, y nos habríasido de gran ayuda tener unacabalgadura para mejor atravesarlas.Vano sueño porque en estas tierras nohay caballos ni mulos ni ninguna otrabestia de carga, de modo que han de sernuestras espaldas las que hagan de tiro,cosa que debiera habernos hecho pensarmejor cuál habría de ser nuestro hato,

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pues con tantos días de camino hastanuestro aliento se nos hacía una pesadacarga.

Por fin, ayer viernes, a veintiséisdías del mes de abril, avistamos elpoblado del señor Moguacainambó. Esuna villa grande formada por más deveinte casas y rodeada de un pinar encuyos claros se ven las artes de labranzade los vecinos. Hay amarradas en el ríoalgunas canoas, pero es tal la fuerza conque bajan las aguas que se me haceempresa de loco lanzarse a ella en tanfrágiles embarcaciones.

Nuestra entrada en el poblado vinoprecedida por los gritos de los muchosniños que pronto nos rodearon sin

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mostrar temor alguno. El señorMoguacainambó nos recibió en la puertade su cabaña, que era muy grande yadornada en sus paredes con conchas detortugas gigantes, que aquí llamancareis, y que son muy digno regalo entrecaciques. Mostró el señorMoguacainambó gran placer de vernos ypreguntó por la suerte de los hombresque habían quedado en la Villa de laNavidad, pero el Chanchu respondió quenada sabíamos de ellos desde quepartimos, mas rogábamos a nuestro Diospara que les preservara de todo mal.Nada más quiso saber entonces el señorMoguacainambó, pues en nuestrosrostros se veía el cansancio y era su

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voluntad que descansáramos antes dedarle noticia de las razones de nuestrolargo viaje.

Así lo hicimos. Mandó el cacique aun noble mitaíno, de nombre Banachió,que nos diera cobijo en su cabaña y aella nos dirigimos, contentos de tener alfin un techo sobre nuestras cabezas, peroinquietos por la extraña acogida delseñor Moguacainambó, pues no noshabía ofrecido su casa como eracostumbre en estos casos. Algo semalicia este cacique, dijo el Chanchu,pues a buen seguro tendrá noticias denuestras cuitas en la aldea del señorCayainoa y no habrá escapado tampocoa su atención la presencia de los dos

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mozos indios que nos acompañan consendas sogas al cuello.

Mas si algo traman los indios,forzado es decir que bien lo ocultan. Elnoble Banachió nos recibió con muchahonra e hizo colgar hamacas paranosotros y mandó asar dos gruesashutías y dijo a sus hijos que bien noscuidasen, cosa que hicieron, pues nostrajeron calabazas con agua y fruta ypaños de algodón empapados para quelimpiásemos nuestros cuerpos del sudorque nos cubría.

Y si todos dimos descanso anuestros recelos, cautivados por tantas,atenciones, di yo a los míos porlicenciados al ver llegarse a mi hamaca

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a una de las hijas del noble Banachió,que no era otra sino la moza que estuvoen la Villa de la Navidad y cuyahermosura sin par se ha grabado en micorazón con tal fuerza que se dijera cosade embrujo. Cuando la tuve a mi ladodije su nombre, Nagala, y ella me sonriócon tanta luz y ternura que me sentívencido de amor y preso de ella en elmás dulce cautiverio que imaginarsepueda. Acercó el paño a mi rostro ylimpió con suave caricia las huellas demi fatiga. Yo cerré los ojos y fue cual sipor primera vez los cerrara desdenuestra partida de la Villa de laNavidad, pues no había acecho algunotras ellos: todo mi ser se había

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sumergido en la oscuridad con lainocencia de un niño. Y así me dormí,sin darme cuenta.

Durante todo el día de hoy hebuscado a Nagala sin parar. La he vistoen el río, trabajando la arcilla. La hevisto amasando tortas de casabe yjugando con niños, y más tarde, ocupadaen las tareas de la labranza, pues son lasmujeres indias más trabajadoras que sushombres, pero no he podido hablar conella ni permanecer a su lado, así fueramudo, porque la maldición que nospersigue, y de la que creí habernoslibrado tras el encuentro con la indiablanca, vuelve a oscurecer nuestroscorazones.

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Esta mañana ha mandado el caciqueque fuéramos a su cabaña, donde nosesperaba acompañado de sus consejerosmitaínos, y ha querido saber la razón denuestro viaje y por qué llevamos dosindios cautivos. Y mucho ha sido miasombro cuando he oído al Chanchuresponderle la verdad: que vamos enbusca de la mina de oro y del Yucemí, yque el cautiverio de los mozos indiospreviene la traición de su padre, enquien no tenemos confianza ninguna.Protestó Domingo ante tales palabrasmas el Chanchu le dijo que no era cosade engañar al cacique pues sin duda yasabía todo lo dicho, que sus preguntasmás le parecían un ardid y no había

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razón para despertar su enojo conmentiras.

Ha dicho el señor Moguacainambóque nada sabía del pleito que tenemoscon el señor Cayainoa, mas siendo éstevasallo del gran cacique Guarionex y éldel señor Caonabó ninguna obligacióntiene de reparar sus afrentas, por lo quenada oponía al cautiverio de sus hijos.Mas el Yucemí había mandado que nadieperturbara su morada ni diera señas deella y él no podía decirnos dónde sehallaba ni conducirnos hasta allí, demodo que podíamos seguir nuestrocamino hasta la mina del señorCaonabó, si era la nuestra empresa depaz y no buscábamos sino trocar la

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caona por otras cosas, pero no podíamosbuscar la morada del Yucemí. Y hadicho el Chanchu que en nada queríamosofender a quien con tanta honra nostrataba y que seguiríamos nuestrocamino mañana, pues ardíamos endeseos de tratar con el gran señorCaonabó.

Siguieron muchas buenas palabrassobre la belleza de estas tierras y labondad de sus gentes, y después delalmuerzo nos recogimos en la cabañadel noble Banachió para descansar unrato; mas no bien estuvimos allíreunidos ha dicho el Chanchu a Yabogüéque nada dijera a sus iguales de cuantoallí habláramos si en algo quería su

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vida. La cosa es sencilla, compadres, eltesoro del Yucemí está al alcance denuestra mano, pero no será con buenasmaneras como habremos de hacernoscon él, ha dicho el Chanchu. No es granimpedimento, ha respondido Domingo, ytodos hemos acordado que mañana alalba, mientras la villa duerme,tomaremos al señor Moguacainambó porla fuerza y le obligaremos a guiarnoshasta la morada del Yucemí, tanto si leplace como si no. Ya sé que no es gratatarea, hermano, y hasta puede parecercosa de ladrones, mas son éstas gentessimples que ignoran el verdadero valordel oro y, aún peor, no lo emplean sinoen paganas costumbres. A buen seguro

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habrá de perdonarnos el Señor nuestrasviolencias si el fruto de ellas es ponertales riquezas al servicio de loscristianos. Eso es lo que ruego a Dios enesta noche que ya nos envuelve, con elcorazón dividido entre la lealtad a losmíos y a la verdadera Fe, y los reclamosdel amor que ni dormir me dejan, puesno puedo olvidar que bajo el techo deesta misma cabaña yace ahora Nagala.

Junto ahora las postreras fuerzas queme restan para escribirte, hermano, puessé que me ronda la muerte y quizá seanéstas mis últimas palabras, las últimasque te dirijo, sin saber ya si habrán dellegar alguna vez a tus manos o siperecerán conmigo en esta tierra perdida

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en el fin del mundo. Porque estospapeles, que me han acompañado en tandifíciles tiempos, han terminado porparecer más un diario de a bordo queuna carta, y a veces me pregunto si es ati realmente a quien escribo o si no seréyo mismo su verdadero destinatario. Ysi así fuera, ¿qué valor puede tener?,¿qué razón me mueve a robar horas aldescanso para poner en palabrasnuestras desventuras y mispensamientos? Mas cuando tales dudasme asaltan, cierro los ojos y vuelvo enmi memoria a las calles de Bermeo, a supuerto recoleto, al olor del incienso ensus iglesias, al olor del pescado en losmuelles, a las músicas de nuestras

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fiestas, al calor de la chimenea en casade padre y a todos los rostros queridos,a los rostros de vivos y muertos, y entreellos al tuyo, caro hermano, y te veo tanprudente como siempre y mucho más queyo, aun siendo tú menor en edad, que hasido triste honor el que mi carácter meha otorgado: ser el más inquieto yatolondrado de los primogénitos denuestra villa.

Entonces comprendo que, pese atodo, estos papeles van a ti dirigidos; yasí será aunque nunca lleguen a tusmanos, pues sé que de algún modo túsentirás allá, en Bermeo, que he pensadoen ti hasta el último aliento. Y mientraséste llega, quiero referirte cuanto ha

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sucedido en estos días, aunque no sé sitendré fuerzas para poner punto final aesta relación. Es tanto lo sucedido y tanterrible que no sé por dónde empezar.Además, las fiebres hacen que la cabezame arda como si en ella se hubieradeclarado un incendio y cada vez se mehace más difícil poner orden en mispensamientos.

Tal y como habíamos acordado,dejamos la cabaña del noble Banachiócuando no había levantado aún el sol ynos encaminamos a la del señorMoguacainambó. El silencio de la nochesólo fue roto por los ladridos de algunosde los pequeños perros que hay en elpoblado, a los que los indios llaman

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aones. Ahora veo la temeridad denuestras obras y no alcanzo acomprender cómo no nos dimos cuentade ello, mas el deseo del oro es licormás poderoso que el más ásperoaguardiente y su borrachera extravía lossentidos en su niebla dorada.

Entramos en la cabaña del caciquecual tromba de agua, sin recato niprudencia, armados y furiosos ya porcuanto habría de acaecer después. Hubogran revuelo en la casa y gritos ycarreras, pero no pudo el caciqueescapar de nuestras manos pues entre elChanchu y Lope le prendieron y ataroncon una soga. Mas si ganamos tanprincipal prisionero, no pudimos evitar

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perder a nuestros dos mozos indios, queaprovecharon el forcejeo para soltar lassogas que les ligaban y que Martín habíaatado a una de las columnas de maderaque había a la entrada de la cabaña, y seescabulleron entre los familiares delcacique. Con ellos se fue nuestrosalvoconducto para retornar a la Villade la Navidad. Al poco, habíamosconquistado la casa y herido a algunosindios, uno de ellos de muerte puesyacía cerca de la puerta de atrás enmedio de un gran charco de sangre. Elcacique estaba en nuestro poder, junto asus dos esposas y a un mozo que habíasido herido en la pierna por Domingo yque se retorcía de dolores con

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lastimosos lamentos.Yabogüé estaba agazapado contra

una pared y era la viva imagen delmiedo. Luis de Torres estaba a su lado.Martín vigilaba la puerta de atrásarmado con una ballesta y Lope hacía lomismo en la otra puerta, donde habíamontado la culebrina que nuestroscautivos huidos habían portado hasta lacabaña. Domingo y el Chanchu estabanjunto al cacique y sus familiares. Y yo,hermano, no sabía bien qué habíasucedido. Estaba de pie, junto a Lope,pero no podía creer cuanto había visto.Domingo había repartido mandobles sinmedida alguna, hiriendo por igual amujeres y niños, ya callaran o gritaran,

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huyeran o imploraran piedad. Todavíaoigo la voz del mozo cuya pierna habíaherido Domingo y que decía una y otravez mayanimacaná, que en su lenguaquiere decir no me mates. Martín, Lopey el Chanchu parecían haberse infestadodel mismo odio que Domingo; y verlesarremeter contra los indefensos indioscon tal saña trajo a mi memoria laferocidad de los corsarios de Bayonaque entraron a sangre y fuego enLequeitio el último verano.

Pronto se oyeron muchas voces fuerade la cabaña y se vio fuego de antorchasy un gran gentío que hasta ella seacercaba armado de arcos y azagayas.¡Estamos sitiados!, gritó Martín, pero el

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Chanchu le respondió: ¡De poco ha deservirles, pues tenemos a su rey! Y ésteno va a escapársenos, primero tienecosas que decirnos y juro por Dios queva a hacerlo.

Mandó el Chanchu a Lope quehiciera un tiro de culebrina para espantode los indios, cosa que hizo con muchoruido. Mandó después que se trajera unaantorcha y preguntó al señorMoguacainambó dónde estaba la moradadel Yucemí y qué camino había queseguir para llegar a ella. Pero el caciquesólo dijo que habríamos de pagarnuestra traición y que mucha razón teníael Yucemí al prevenirle contra nosotros,mas él, orgulloso y ciego, había desoído

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sus advertencias y ahora pagaba porello. Dijo el Chanchu que aún habría deser más cruel el pago si no dabarespuesta a su pregunta, pero el caciquenada respondió. Mandó entonces elChanchu que se pusiera al fuego la puntade una daga. Después pidió a Domingoque sujetara las piernas del cacique ycon el hierro candente le quemó laplanta de un pie. Y fueron tales losgritos del indio que sentí un calofrío entodo mi cuerpo.

Tú bien sabes, hermano, que no soyhombre de violencias aunque tampocorehuyo la lucha cuando ésta es menester.La vida en la mar me ha enseñado que lafuerza es tan necesaria muchas veces

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como la inteligencia, pero nunca hegustado de ver cadalsos ni quemas deherejes pues, aun pecadores, están losreos indefensos y no concibo honoralguno en dar tormento a quien no sepuede defender. Muy al contrario, se meantoja vileza indigna de hombres de bieny tan grande afrenta a la bondad de Diosy a las cristianas enseñanzas que no meexplico cómo hace uso de ello nuestraSanta Iglesia, si no es porque a fin decuentas hombres son también nuestrosprelados, y pecadores por tanto.

Mas cuando oí los gritos del señorMoguacainambó, supe que todo tiene sulímite y que habíamos topado con el denuestra codicia. Dejé la guardia junto a

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la puerta y corrí donde el Chanchu a lapar que gritaba: ¡Teneos ya, que éstasson obras de villanos! Alzó el Chanchula daga encandilada ante mis ojos yrespondió: ¡Teneos vos, tonelero, si noqueréis que aquí mismo os abra elgaznate! ¡Mucho hemos pasado porllegar hasta el oro y no van a ser uncacique necio y un tonelero medrosoquienes me impidan triunfar en estaempresa! Y pensad bien con quién estáisy a qué causa servís, porque no habré deconsentiros ningún otro desmán. Echómano Domingo a su espada y yo dejé lamía quieta, que nada tenía que hacer antequienes sabían hacer uso de ella muchomejor que yo. Me volví a la puerta con

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el orgullo pisoteado y el corazónoprimido por los nuevos gritos delcacique y por mi cobardía.

El señor Moguacainambó sólo eraun hombre, hecho de débil carne comotodos, y no tardó en decir cuanto se lepedía. De ese modo supimos que lamorada del Yucemí estaba junto a lafuente en que nacía un pequeño río, denombre Jalique, que vertía sus aguas enel Bao, monte arriba.

Tomó el Chanchu al cacique de unbrazo y le hizo levantarse, lo quearrancó nuevos gritos de su boca pueslas plantas de sus pies eran una purallaga. Lo llevó hasta la puerta y le hizodecir a su pueblo que nada debían hacer

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si no querían que allí mismo le diéramosmuerte. Hubo palabras de los consejerosmitaínos, que al pie de la cabaña dabangritos amenazadores, pero al fin seavinieron a cumplir la orden del caciquey se hicieron a un lado para dejarnospaso. Partimos llevando con nosotros alseñor Moguacainambó y a sus dosesposas, que apenas podían soportar lacarga de la pesada culebrina, mascuando nos hubimos alejado un buentrecho del poblado y vimos que ningúnindio nos seguía, tal como habíamandado el Chanchu, hicimos un altopara que Martín y Lope portaran laculebrina, y acordamos dejar al caciqueatado a un árbol, pues no podía andar y

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no hacía sino retardar nuestro paso.Mejor será que nos llevemos a susesposas, dijo Domingo, que no habíaapartado sus ojos de las dos mujeres entodo el camino. Dijo el Chanchu quebien le parecía guardar cautivos y así lohicimos. Cuando ya íbamos a partir yestaba el señor Moguacainambó atado aun grueso árbol, dijo éste que no eramenester que nos llevásemos a susesposas pues no iba a mandar a susguerreros tras de nosotros. El Yucemídecidirá cuál ha ser vuestro destino,dijo, pero el Chanchu mandó llevarse alas mujeres.

Mientras seguíamos el curso del ríoBao, sentía mi corazón dolorido porque

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atrás dejaba a la mujer cuyo amoranhelaba, y eran tantas las ofensasacumuladas en tan pocas horas que selevantaban cual insalvable muralla entreambos, y ni el más loco sueñoalumbraba la esperanza de que algún díapudiéramos dar cumplimiento a eseamor nacido sin palabras. Habíaperdido mi bien todo aun antes detenerlo, ¿cabe mayor desdicha? Ni elconsuelo de lo vivido me quedaba. Ycada vez que miraba a las mujeres quecaminaban llorosas a mi lado, mepreguntaba por qué no había tomado porcautiva a Nagala para así tenerlaconmigo, y tales pensamientos meavergonzaban, pues no es con fuerza ni

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engaño como quiero ganar su amor. Masla desesperación torna al hombremezquino.

Llegamos al río Jalique y seguimossu curso por la ladera de un monte hastaun valle alto y largo, de verdes pradosrodeados de árboles. El caudal delriachuelo menguaba según nosacercábamos a su origen, y sus aguascorrían rumorosas y cristalinas entrejuncos y matorrales. Cuando llegamos alfinal del valle, vimos que se levantabauna pared rocosa ante la que había unestanque de aguas clarísimas: era elnacimiento del río Jalique. El agua, quesurgía del fondo del estanque yborbotoneaba en la superficie, tenía un

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sabor amargo pero hacía calor y todosagradecimos su frescura. Martín seacercó hasta el pie de la pared rocosa ynos llamó a voces: ¡Venid a ver laverdadera fuente! Se había subido a unpequeño promontorio de rocas que allíhabía. Las piedras estaban muydesgastadas y eran resbaladizas. Unavez sobre ellas, vi que en la cima mismadel promontorio se abría un gran agujeroen la roca. Era redondo y de bordescubiertos de verdín, y formaba un pozode unos ocho pies de hondo cuyasparedes se metían hacia dentro, cual siformaran un embudo al revés, de talmanera que era seguro que quien allícayera no hallaría modo alguno de salir

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si no se le ayudaba. El pozo estaba llenode agua y en él se reflejaban el límpidoazul del cielo y nuestros rostrosasombrados. ¡Mirad, hay peces!, dijoMartín y todos vimos cómo un oscuropez del tamaño de una trucha atravesabalas aguas y se hundía en susprofundidades, que prometían llegarhasta el mismo corazón de la tierra.

Pero no fue aquélla la única visiónque vino a sorprendernos. A un lado delpozo se alzaban dos magníficos árboles,saciados sin duda en sus humedades, yalgunos matorrales encrespados. FueLuis de Torres quien nos alertó que trasellos había alguien. Oímos ruido depasos, salimos en su persecución y

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descubrimos que detrás de matorrales yárboles se abría la boca de una grancueva en cuyo interior temblaba la luzde unas antorchas. A la entrada de lacueva, las rocas formaban lo queparecían dos formidables columnas, masno se veía en su talla la mano delhombre. Del interior de la cueva salíanvoces.

Mandó el Chanchu que Lope yMartín se quedaran en la entrada con lasesposas del señor Moguacainambó, parasu custodia, y los demás nos adentramosen la oscuridad de la cueva mientras anuestras espaldas también moría el día.El interior de la cueva era de techo altoy formaba un túnel ancho por el que bien

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podían andar cinco hombres tomadosdel brazo. Junto a las paredes se veíanalgunas vasijas que mostraban seraquélla morada de hombres. El túnel,que giraba hacia la diestra, nos condujohasta una gran sala en cuyas paredesardían dos antorchas y en la que cincoindios murmuraban en su lengua, con talcomedimiento y pena que no se sabía sihablaban o sollozaban. Pronto vi quetodos eran mujeres, aunque éstas, cosarara entre los indios, vestían unaspequeñas faldas blancas que nadatapaban. Las había de corta edad, masuna de ellas era ya vieja y parecía tenerautoridad sobre las demás, puesmientras aquéllas estaban arrodilladas

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junto a unos tablones y algunas cajas quese apilaban al fondo de la sala, ellapermanecía en pie frente a nosotros, cualsi nada temiera de nuestra presencia.

La salmodia de las indias daba a lacueva el recogimiento de una capilla, yel eco de sus voces sobrecogía el ánimoy ahuyentaba las palabras.Permanecimos en silencio, hasta que elChanchu dijo a Yabogüé que preguntaraa las indias si sabían dónde se hallaba lamorada del Yucemí. Mas no tuvoocasión nuestro guía de traducir a sulengua la pregunta del Chanchu porqueuna voz de hombre vino asobresaltarnos. Era una voz cansada yronca, que dijo en lengua portuguesa:

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Malvenidos al Paraíso, esclavos deloro.

No sé decirte, hermano, qué ideapasó por las cabezas de miscompañeros, mas yo sentí taldesconcierto que casi tuve quepellizcarme para saber si todo ello noera más que un sueño. Sobre el toscolecho que formaban las cajas apiladas, ycubierto de paños, yacía un hombreblanco, ya anciano, con el rostro comidopor luengas barbas, al igual que todosnosotros, y los ojos brillantes comoascuas. Se oía el fuelle cansino de surespiración y sus brazos y piernas erandelgados como cañas. La muerteasomaba ya bajo su piel lechosa y su

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cuerpo olía a enfermedad, con talintensidad que podía percibirse a variospasos de distancia, aquejado a buenseguro de algún mal desconocido paranosotros, acaso una nueva y terriblepeste como la que cuentan que diezmóBermeo en tiempos de nuestro ReyAlfonso el Justiciero.

Me adelanté hasta su pobre lecho yle pregunté quién era, y me respondió:Yucemí daca; que en lengua de losindios quiere decir soy el EspírituBlanco. Le dije que ése no era nombrede cristiano y me respondió de nuevo enlengua portuguesa que él ya no lo era.Me miró un rato y dijo: Si os hace másfeliz, sabed que en otro tiempo me llamé

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Álvaro Almeyda, mas eso no importa ya.Después volvió a descansarla cabezasobre su lecho y cerró los ojos. Temíque hubiera muerto, pero su respiraciónfatigada mostraba que aún le quedabavida. ¿Éste es el poderoso Yucemí?,bramó Domingo, con la boca contraídade furia. ¿Por esta piltrafa tantosufrimiento y tantos desvelos? ¡Por Diosque alguien va a pagar tamaño embuste!Y echando mano a su espada se fue alviejo y allí mismo le hubiera atravesadosi yo no se lo hubiera impedido y si elChanchu no le hubiera mandado, congran enojo, que se apartara de él. Antesde hacerlo, tomó Domingo el rostro delviejo con su mano y le zarandeó hasta

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que abrió los ojos. ¡Óyeme, viejo idiota,dime dónde escondes el oro, si es que lotienes, o te arranco el corazón!, le gritó,pero el Yucemí sonrió y dijo: ¿Vaisacaso a librarme de esta agonía?Hacedlo si os place, que yo no tendrésino gratitud por vuestra buena obra.

Retiróse Domingo, cual perroapedreado, y yo tomé asiento al pie dellecho del Yucemí. Estaba muy cansado.Otro tanto hicieron los demás, cada cualbuscó el rincón de su gusto y se sentócomo si el peso de todo lo vivido ledoblara la espalda. Mandó el Chanchuque entraran Martín, Lope y las dosesposas del señor Moguacainambó, yfue Domingo a la entrada de la cueva,

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para hacer la guardia.El Chanchu estaba sentado lejos del

Yucemí y su rostro no mostraba ladeterminación de otras veces.Pregúntale dónde está el oro, me dijo,mas yo vi que en su mirada había miedo.¿Qué os sucede?, le pregunté e hiceademán de levantarme, mas él echómano a la espada y me gritó que no memoviera. ¿Por qué me tratáis así?, ¿quémal he hecho?, dije yo; pero no fuemenester que me respondiera pues supede repente cuál era la causa de sumiedo: ¿Teméis que me haya infestadocon su mal? Pero si apenas le herozado… ¡Con menos he visto yo caeren las garras de la peste a hombres más

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fornidos que vos!, me respondió. PeroDomingo también le ha tocado, murmuréapesadumbrado. Por eso está de guardiaen la entrada, dijo el Chanchu, y ahí seva a quedar hasta que sepa qué hacercon él. Me di cuenta entonces de quetodos se habían sentado lejos delenfermo y de mí. Pero yo estabacansado, hermano, cansado y solo,empujado por mis propios compañeros alos brazos de la muerte.

Durante la noche me despertaronhorribles mampesadillas en las quesentía todo el cuerpo cubierto por lasbubas de la peste. Me despertaba muertode miedo y empapado en sudor. Y cadavez que abría los ojos, veía que dos de

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mis compañeros vigilaban tanto laentrada de la cueva como a las mujeresque cuidaban al Yucemí, a las quetampoco dejaban acercarse a ellos. Bienentrada la noche, oí grandes gritos yamenazas, y comprendí que Domingoacababa de conocer su desventura.

Así transcurrió también la nuevajornada. Domingo fue obligado a puntade espada a sentarse cerca del lecho delYucemí, y de nada le valieron susquejas. Si no estáis infestados nadadebéis temer, dijo el Chanchu, pero si loestáis evitaremos caer todos enfermos.¿Y cuánto tiempo debemos seguir así?,preguntó Domingo. Hasta que no hayaduda alguna, respondió el Chanchu, y no

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voy a irme de esta cueva sin llevarme eltesoro que ese viejo moribundo a buenseguro tiene escondido, porque si comoa un espíritu le tienen los indios, aunqueno sea más que un portugués, como tal lehabrán tratado.

A mediodía, el Yucemí abrió losojos y me miró con asombro, cual si norecordase nada de lo acaecido el díaanterior, mas pronto brilló en ellos la luzdel reconocimiento. Aún seguís aquí,castellano, me dijo, sois un loco porquesin duda habréis de infestaros y vais apagar muy cara vuestra codicia. Le dijeque no estaba allí por mi voluntad y lereferí los temores de mis compañeros.Mudable fortuna la vuestra, me dijo,

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aunque no soy yo quien más derechotiene a deciros esto, pues la mía hamostrado ser la más caprichosa ytraicionera de cuantas en el mundo hay.

Me contó entonces que había nacidoen el Sur de Portugal, en la villa deLagos, y que su oficio era el demarinero, como imaginaba sería el mío;por ello entendía el castellano de lamisma manera que yo entendía elportugués. ¿Y vos, de dónde sois?, mepreguntó y cuando le respondí que deBermeo dijo: Brava gente, los vizcaínos,y bien se batieron contra nosotros en laguerra que nuestro Rey Don Afonso Vlibró con los castellanos partidarios deDoña Isabel de Trastámara. Y dijo que

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había tomado las armas de Portugal enaquella guerra y bajo sus estandarteshabía entrado en la ciudad de Zamora yluchado en la terrible batalla dePeleagonzalo, cerca de la villa de Toro,en donde fueron vencidas las huestesportuguesas. A poco de terminada laguerra, en el año de Nuestro SeñorJesucristo de mil cuatrocientos y setentay siete años, se enroló en la nao SantaCristina con rumbo a la Guinea, pero unfuerte temporal la arrastró por la marOcéana durante dos semanas, al fin delas cuales se hallaba tan lejos de lacosta de Guinea que el capitán, DonJoáo Silves, mandó seguir rumbo aponiente, pues bien sabía que otros

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marinos habían avistado tierra más allá.Así se hizo, pero con tan mala fortunaque una nueva tempestad vino adesarbolar la nao y a estrellarla contralos arrecifes que cercan estas tierras.Tan sólo Don Joáo Silves, el marineroGilberto Souza y él mismo, ÁlvaroAlmeyda, salieron con vida delnaufragio. De modo que llegué náufragoa estas costas, dijo el Yucemí, pero conun tesoro en mis manos: un tonel depólvora que habíamos salvado de lasolas. Durante dos jornadas, estuvieronlos tres en la playa por ver si algún otrohabía conseguido ganar la tierra, perosólo vieron llegar desde el mar unascanoas llenas de indios que mostraron

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no ser tan pacíficos como los que acáhabitan.

Esos indios se llaman caribes, medijo, y vienen de otras islas para hacerla guerra a los indios de ésta, porqueesta tierra es una gran isla y no tierrafirme como puede parecer, y son muyferoces guerreros que tienen la másbárbara de las costumbres, pues secomen a sus prisioneros. Yo bien lo sépues entre sus dientes acabaron sus díasmis dos compañeros de naufragio.Después de escapar de los caribes, hicebuen uso de la pólvora para que losindios de la selva, que me habíantomado por uno de los dioses de susprofecías, vieran en sus truenos la señal

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de mi poder. Así me convertí en elYucemí y lo soy de tal manera que bienpuedo decir que Álvaro Almeyda haceaños que ha muerto.

Quiso saber entonces cuántos añoshabían pasado desde que la tempestad letrajo a estas tierras, y al oír que erandieciséis me hizo callar con un gesto dela mano y dijo: Pensaba que eranmuchos más. Después quedó en silencio.

¿En verdad guardáis un tesoro?, lepregunté pasado un rato, pues viéndoleasí yacer, pobre y harapiento, era difícilcreerle en posesión de riqueza alguna.¿Aún seguís soñando con el oro?, medijo, ¿aún no habéis entendido que nadavale? Miradme, ¿veis en mí a un hombre

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rico? Pues sabed que tengo tanto oro quesería la perdición del más santo apóstol.¿De qué me vale? Durante años heatesorado el oro que los indios me traíany hoy veo que su valor es puraapariencia. ¿Sabéis que los indios dicenque el oro es mi alimento? No os riáis,que no están descaminados, mas su errores confundir alimento con veneno. Quéotra cosa creéis que harán en este mismomomento en tierras de Castilla, deFlandes o de la Berbería sino matarse aespada o a hambre, que viene a ser lamisma cosa. Juntar riquezas que nobastaría una vida para derrochar, armarnuevas guerras por estos prados oaquéllos, enviar corsarios que roben

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como ladrones para los poderosos loque éstos acapararán como hombres debien. Qué otra cosa habrá sino miseriasy enfermedad y violencias y razonesmuchas que al final son una sola, asaber: que es menester la desdicha demuchos para que unos pocos disfruten delas riquezas de esta vida. Y con talprincipio, todo se remueve y acomoda ala conveniencia de prelados, nobles yreyes, ya sean tributos, armadas oreligiosas creencias.

Después de tan amargas palabras,calló de nuevo y ya nada dijo en todo eldía. Pasó el tiempo con desesperantelentitud, pues el Chanchu mandó haceracampada a la entrada de la cueva y en

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ésta ya sólo quedamos el Yucemí, sussirvientas, Domingo y yo. Mas hállaseDomingo en tal estado de postración quenada dice ni hace, sino buscar a lassirvientas mozas, que gritan y huyen deél, como si esa lujuriosa caza pudieraconsolarle del miedo a la muerte. Y asíhan pasado dos jornadas más, sin que elYucemí haya vuelto a decir palabra y sinque los demás consientan en dejarnossalir. Al atardecer han comenzado lasfiebres: es la llegada de un mensajeroesperado.

La noche es fría y siento que mepesa el cuerpo cual si fuera de plomo.Hace rato que no oigo la respiración delYucemí, pero no tengo fuerzas para

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levantarme y ver si ha muerto. Domingollora como un niño y las indias siguencon sus cantos. Tal vez esta cueva sea lapuerta de los infiernos y sus llamas yaqueman mis entrañas.

Ha venido el Chanchu y ha dicho queestá muerto en la cueva y que tengo eloro y yo he jurado que no he deconsentir que padre muera en la miseriay si es menester iré en busca de fortunahasta el fin del mundo. Y ahora estoysolo y oigo a un niño que llora y no sé.

Estoy vivo, hermano, y ese solohecho es ya raro milagro. Mas es tal labondad del Señor que esta vida otorgadala he vivido por más de tres meses entregentes tan benignas y en tierras de tal

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abundancia y belleza, que bien podríadecir que morí en la cueva del Yucemípara renacer en el Paraíso. Son más decien días que nada te escribo. Tal vezsea que la felicidad hace al hombreperezoso, pero la dicha, aun la másduradera, es siempre efímera y Fortunagira su noria sin que le preocupe si delrío del tiempo saca alegrías o tristezas.Así, es menester que deje ahora esteParaíso en castigo por mis pecados,como hubieron de dejar el Jardín delEdén nuestros padres, Adán y Eva, trasofender gravemente al Señor, y no sécuántas jornadas más habrán de pasarhasta que pueda escribirte de nuevo yaún si podré volver a hacerlo, pues son

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muchos los peligros que me acechan.Mas no quiero partir sin escribirte antesde la felicidad que me colma y de estasgentes, que me han devuelto bien pormal. Y, sobre todas las cosas, no quieropartir sin hablarte de Nagala.

Los delirios de las fiebres no medejaron terminar de referirte el final delYucemí, pero no impidieron que vieracómo aquellos a los que yo creía miscompañeros nos abandonaban en lacueva, en tan lastimoso estado. Oí alChanchu decirme que no podíanllevarnos con ellos y que, pues elYucemí había muerto sin revelar elescondite de su tesoro y rondaban ya losindios del señor Moguacainambó por el

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estanque, debían partir sin demora siquerían llegar a la mina del señorCaonabó. Mala suerte te acompaña,compadre, me dijo el Chanchu, y al pocodejé de oír sus voces y me vi a solas conun muerto, cinco mujeres a las que pocoparecía importar cuál fuera mi destino yDomingo, que ya nada decía y cuyocuerpo temblaba como las hojas de losárboles en el vendaval. Recuerdo que lacueva me parecía cada vez más oscura yque pensé que los indios me daríanmuerte sin piedad cuando entraran enella. Después ya no recuerdo nada.

Cuando me desperté, sentí el rocefrío de un paño mojado sobre mi frente.Abrí los ojos y encontré los ojos de

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Nagala, sus grandes ojos comoalmendras, oscuros y brillantes. Fue cualsi acabara de despertar de aquellaprimera noche en el poblado del señorMoguacainambó, cuando iguales pañoslimpiaban el sudor de nuestros rostroscansados. Fue cual si los terribleshechos que después se obraron nuncahubieran existido, como si los tormentosdel cacique y la muerte y la cueva delYucemí no fueran sino mampesadillas,frutos de la fatiga. Pero mi cuerpodolorido y todavía enfermo me recordóque todo era verdad y que tal vez elsueño fueran aquellos ojos comoalmendras que me miraban con unadulzura que yo no merecía.

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Muchos días estuvo Nagala junto ami lecho, mientras mi cuerpo recobrabafuerzas, cuidándome con amorosasmaneras y aun faltando a sus deberespara con los suyos. Pronto comprendíque me hallaba de nuevo en la casa delnoble Banachió y, por razones que nisiquiera imaginar podía, los indios mehabían acogido en su poblado y sanadomis males. Como apenas sabía decirunas pocas palabras en su lengua, connadie podía hablar pues no se hallabaDomingo conmigo. Logré por finhacerme entender con muchos gestos ysupe que Domingo había muerto en lamisma cueva o quizá le habían dadomuerte los indios. Mas lo cierto era que

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estaba solo entre aquella gente quetantos motivos tenía para odiarme y queaún así me colmaba de atenciones.

Di buen uso a las muchas horas quehabía de permanecer en el lecho y asíaprendí de Nagala las sencillas manerasde su lengua y muchas de sus palabras, yquiso ella aprender también palabras dela mía, pues mucho le hacía reír decircosas que ni a ti ni a mí nos mueven arisa, hermano, palabras como casa,hombre, cielo o árbol. Mas había unaque amaba sobre todas las otras y éstaera la palabra Bermeo. Yo le habíadicho que el yucayeque donde habíanacido y donde todavía vivían mispadres se llamaba Bermeo. Le dije

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cuánto amaba sus montes cubiertos deárboles, el valor de sus hombres, labondad de su cielo, rico en aguas yvientos, y el ronco canto del mar en susacantilados. Y, tan cierto como que ellanada podía conocer de mis palabras, vien sus ojos que me había entendido conesa sabiduría del corazón que ve alládonde los ojos no alcanzan, y habla supropia lengua sin que precise de laspalabras.

Y durante esas jornadas de tantasenseñanzas, hice además buen uso de laatalaya de mi hamaca para espiar elcuerpo de Nagala, cuya desnudez cadavez más me turbaba. Aprendía laspalabras de su lengua y aprendía las

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formas de su cintura, sus anchas caderas,sus tetas suaves y redondas como frutas,sus cabellos crespos, su boca jugosacual melón, sus manos formadas en eltrabajo y el vello de su concha, que seme hacía el más tentador de losmanjares. Y al así mirarla, cuando ellase atareaba en faenas de la casa oescurría sobre una vasija los paños quedespués aplicaba a mi cuerpo cansado,tan cierto como que la noche sigue al díaes que tal era cual si la desnudara, pormás que desnuda ya estuviera. Pues siella me había vencido de amor con sumirada, ahora conquistaba yo con misojos cada condado de su cuerpo.

Pero tal era el ardor de esa

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conquista que por fuerza habría deincendiar mis bosques y así, una noche,mientras ella limpiaba mi cuerpo unavez más con el frescor de un pañoempapado, dio mi turbación enproclamar mis deseos de forma tanmanifiesta que hubiera debido ella estarciega para no ver que era varón. Mas nomostró remilgo ni temor alguno, sino quetomando en sus manos la bandera de mipasión se vino a la hamaca con tandulces caricias que toda la nochepasamos en gozo encendidos.

¡Mágica pócima es el amor,hermano! Pues desde aquella noche,Nagala me concedió sus favores con taldevoción que a mí volvieron las fuerzas

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cual si nunca hubiera estado enfermo,milagro tan raro como el de mi propiavida, pues con cada luna hacía derrochede mis recobradas fuerzas cual si lasreservas de mis manantiales no hubierannunca de agotarse. Mas también enamores había de enseñarme Nagala lasvirtudes de su lengua, pues me decía aloído yumachichi, que en su lenguaquiere decir mi corazón blanco, y guiabami deseo como jinete experto,reteniendo el trote por no fatigar lamontura y poder hacer así el camino máslargo. Y era tal el goce de cadacabalgada, que las más de las vecesrompía ella a gritar o a llorar, con esaslágrimas y gritos que sólo ahora sé

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arranca el amor cuando está libre detemores.

Cuando tuve fuerzas para valermepor mí mismo, quise acudir donde elseñor Moguacainambó para mostrarlemi gratitud y poner a su servicio miespada. Vino Nagala conmigo y con ellasu padre, el noble Banachió, que ningúnreparo había puesto a los amores de suhija, pues es costumbre entre los indiosque los jóvenes yazcan juntos antes decontraer matrimonio, y aún más:aquellas mozas que no han tenidoconocimiento carnal antes de la bodason tan mal consideradas por su familiascomo lo son, en nuestra patria, aquellasmujeres que otorgan sus favores fuera

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del matrimonio.Me recibió el señor Moguacainambó

a la puerta de su cabaña y pude ver queaún no estaban las heridas de sus piessanadas, pues hubo de ser ayudado pordos indios naborías hasta que tomóasiento en su dujo. Hinqué mis rodillasen el suelo y pedí perdón por tanto malcomo había causado, mas él me hizolevantar y me dijo que bien sabía cómohabía yo intentado librarle de talessuplicios, y que en pago de ese intentome había perdonado la vida, muy alcontrario de lo sucedido con Domingo, aquien sus guerreros habían recogidotambién en la cueva del Yucemí, pero alque habían abandonado a su suerte,

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devolviéndolo a la cueva para que allímuriera, tal como había sucedido.

Mostré yo mi gratitud por taleshechos, pues siendo yo también cristianoy uno más de la partida que tantos otrosdesmanes había causado, no merecíatanta compasión. Pero dijo el señorMoguacainambó qué mala cosa erajuzgar a los hombres por sus compañías.Y al oír yo tan acordadas razones, pesóaún con más fuerza sobre mí lavergüenza de todas mis obras, puesestos indios a los que llamamos salvajesmostraban la prudencia que tanta faltanos hubiera hecho a nosotros, loscristianos, para no caer en el torrente dela codicia.

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Como viera que sus palabras nobastaban para poner fin a misremordimientos, el señorMoguacainambó mandó que me unierayo, como un vecino más, a los trabajosdel poblado, para así reparar los malesque me atormentaban. Mucho agradecítan justa decisión y desde aquel día fuiuno más en la villa.

Durante las muchas semanas que hanpasado desde entonces, muchas son lascosas que he visto en estos indios y quemueven a asombro. Y, sobre todas ellas,está su poco afán de riquezas. Pues alcontrario de nuestra patria, donde elhombre ha de trabajar hasta elagotamiento para malvivir, en estas

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tierras el trabajo, aun siendo duro, nobusca sino dar los necesarios alimentosa toda la villa y, cuando los hay endemasía, es costumbre hacer grandesfiestas, en las que se invita también a losvecinos de otros poblados, para acabarcon lo que sobra. Y si a nadie interesaatesorar, no menos asombroso es verque los bienes todos del poblado nopertenecen a nadie sino que son de todoslos vecinos por igual, que se reparten eltrabajo y sus frutos con igual alegría.Con tales costumbres, la codicia especado que los indios desconocen y aunles asombra, y ay de aquel que se dejellevar por la avaricia.

Los trabajos del campo son duros

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pues los indios no tienen azadas y pararemover la tierra emplean unos paloslargos que llaman coas. De entre todaslas raíces, cultivan una por la quesienten gran debilidad, llamada yuca, ypara ello plantan varias estacas de esaraíz en cada uno de los montones detierra que remueven con las coas.Después, de cada estaca nacen dos otres raíces que se comen hervidas o seusan para preparar las tortas de casabe.Es ésta del hacer el casabe privilegio delas mujeres y aún más dura que lastareas de la labranza. He visto cómohace Nagala y es esto: toma las raícesde yuca y las ralla con un instrumentoque llaman guayo, después vierte las

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raíces en unas largas mangas hechas encestería, que cuelga de las ramas de unárbol, cual si fueran vainas gigantes, yluego las retuerce hasta sacar un jugoque la raíz tiene y que es venenoso.Limpia después la papilla de yuca y lapone a cocer sobre un gran platoredondo de barro.

Mas son también muchas las horasque los indios dedican a los juegos y aldescanso y a las fiestas, pues muchoaman la danza y la música y todaocasión se les antoja buena parareunirse en sus fiestas, que llamanareítos. Y de entre los areítos son demayor importancia aquellos en los queel cacique y sus sacerdotes hablan con

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los espíritus. En ellos, el cacique tomapor las narices unos polvos que leayudan a hablar con sus dioses, y todo elpoblado se reúne ante su cabaña yespera a que los polvos hagan su efecto.Entonces, el cacique levanta la cabeza alcielo y empieza a hablar y, cada tanto,los indios responden a coro a suspalabras, como cuando en nuestrasiglesias decimos amén a la oración delsacerdote. Terminada su visión, dice elcacique a sus vecinos lo que el cemí,que es como llaman a sus espíritus, le hadicho a él sobre los tiempos que estánpor venir.

Según el tosco calendario que aúnme empeño en contar, habría de ser el

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viernes veintiún días del mes de juniocuando el señor Moguacainambó llamóa todo su poblado a la gran plaza quehay ante su casa, y dio comienzo un granareíto que, según supe, allí se celebrabatodos los años en igual día. Hubo baile yse sacó a la plaza una rara figura quedijeron ser el cemí del cacique, pues losindios tienen muchos dioses que habitanen los árboles del bosque, de igualmodo que en nuestra patria cuentan lasviejas de los irachos y otros genios queviven en el bosque o cual el giganteBasajaun del que hablaba el abuelo;pero tienen también los indios cemíesque son piedras o figuras y que guardanen sus casas. Cuando hubo tomado el

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señor Moguacainambó los polvos yhablado con su cemí, dijo a los vecinosque el espíritu le había dicho que veníantiempos de desgracia y de muerte y quelas mujeres darían a luz hijos que nuncallegarían a crecer y los bosques sellenarían de tristeza y los ríos de sangre.Y yo tengo a fe que hemos sido nosotros,caro hermano, los heraldos de tan negraprofecía.

No son los indios gentes que sedejen ganar por la tristura. Se hicieronmuchos sacrificios de hutías y delagartos que llaman iguanas, cuyascarnes son muy sabrosas, para aplacar alos dioses, y pronto las profecías delcacique fueron olvidadas. Mas, hace dos

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días, oí gran vocerío en el poblado ysalí de la casa del noble Banachió porsaber qué acaecía, y vi llegar a uncristiano vestido con harapos que losindios traían a golpes y empujones.Cuando estuvo frente a la casa, me vio ygritó mi nombre pidiendo socorro. Bajéhasta él y le aparté de los indios que,viéndome llegar, se hicieron a un lado.Aquel hombre de aspecto miserable yrostro comido por las barbas era Luis deTorres.

Le llevé conmigo a la casa del nobleBanachió y rogué a éste que dijera alseñor Moguacainambó que nada hicieranal cristiano, pues no era hombre dearmas y ningún mal podría hacerles. Se

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avino el noble a presentar mis súplicas asu señor y, mientras, Luis de Torres sedejó caer sobre una hamaca. En surostro había desaparecido el miedo yahora me miraba con burla.

¡Compadre, parecéis un indio!, medijo y no le faltaba razón pues ya hacíatiempo que me había desprendido de misropas y andaba desnudo como losindios. Bien sé que te habrá de parecergran pecado y cosa de loco, hermano,pero no sentía pudor alguno en midesnudez y puedo decirte que es placernunca visto caminar bajo el sol y sentirsu calor sobre la piel desnuda. Reí suburla y le pedí que me refiriese cuantohabía sucedido desde que me

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abandonaran en la cueva del Yucemí.Rompió Luis de Torres en lamentacionesy súplicas, rogándome que le perdonarapor dejarme allí, mas yo le dije queningún rencor guardaba y que mejorharía en decirme dónde estaban losotros.

¿Los otros?, me dijo, ya no hayotros, compadre, que a todos los hanmuerto los indios del señor Caonabó.Por sus palabras supe que, después departir de la cueva del Yucemí, sedirigieron a través de las montañashacia el reino del señor Caonabó. Trasmucho penar, allí llegaron, pero fuegrande su enojo al ver que antes queellos habían llegado Don Rodrigo de

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Escobedo y los suyos, que habíanofendido ya tanto y tan gravemente alseñor Caonabó que a todas horas habíande tener vigilancia, pues los indiosandaban al acecho movidos por lavenganza. Don Rodrigo había hallado lamina de oro, que era un arroyo quebajaba de la montaña y arrastrabagranos de oro como avellanas. De nadasirvieron los buenos propósitos, pues lavisión del oro parecía haber vueltolocos a todos y pronto hubo reyertas, enlas que el Chanchu dio muerte a PeroGutiérrez, y se siguió un combate dondemuchos murieron y los que no lohicieron a manos de cristianos lohicieron a manos de los indios, pues

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éstos atacaron una vez que la guerraentre cristianos hubo terminado.

Sólo Yabogüé y yo logramos salircon vida, dijo Luis de Torres, pero losindios nos persiguieron por la selvadurante días en los que ni dormirpodíamos, porque el miedo nos robabael sueño. Por fin, junto a un río quellaman Jenique, nos sorprendieron losguerreros del señor Caonabó. Yo mearrojé a sus aguas, aun a riesgo deperecer ahogado, pero Yabogüé fuecapturado y allí mismo vi cómo le dabanmuerte de tal manera que estoy seguroque cuando su alma abandonó su cuerpohubo de hacerlo con alivio. Desdeentonces he vagado por la selva hasta

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que al fin he llegado aquí.Cruel era la historia de Luis de

Torres, digna de la crueldad de nuestrasobras. Mas yo no podía evitar sentir eldolor de aquellas muertes, por más quehubieran sido aquellos hombres los queme habían abandonado a un destinohorrible. Y mi pena se hizo inquietudcuando Luis de Torres me dijo que elseñor Caonabó había jurado librar sutierra de dioses blancos, y que sedisponía a atacar la Villa de la Navidad.

Hemos de ponerles sobre aviso, dijeyo y Luis de Torres me miró cual si mehubiera vuelto loco. Y dijo: ¡Id vos siqueréis! Nada debo yo a Don Diego, quea buen seguro habrá de ponerme en

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manos de la Inquisición cuando retorneel Almirante. No, compadre, yo no voy air a la Villa de la Navidad para ponermela soga al cuello. Veo que os han tratadobien los indios, loco seréis si partís. Yome quedo y puedo juraros que no habránde dar conmigo así remuevan cielo ytierra.

De nada valieron mis razones ni missúplicas, pues el converso tenía firmedeterminación de hacer de estas tierrassu refugio y no parecía importarle lasuerte de los hombres de la Villa de laNavidad. Abandoné pues mis ruegos.

Esta mañana he dicho a Nagala cuáles mi propósito, y ella me ha respondidoque nadie puede vivir la vida de otro y

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que yo debía elegir mi destino, mas sipartía y no había retornado al pobladoen veinte lunas, ella misma iría en mibusca. Y ha dicho también que nadadebía temer yo pues todos decían que elYucemí no había muerto sino quemoraba ahora en la fuente del río Jaliquey sus aguas, vertidas en el Bao, mellevarían sin peligro hasta la mar.Mucho me han confortado sus palabras ymuchos han sido los besos con que hecubierto su rostro.

¿Andáis en amores con esa india?,me ha preguntado entonces Luis deTorres, que no ha quitado oído de cuantohablábamos, y yo le he dicho que esseñora más digna de amores que cuantas

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mujeres he conocido en mi vida, que nohan sido pocas, y sólo el temor aperderla hace flaquear mi determinaciónde partir, pues una mujer así forzado esque sea codiciada por muchos.

Ella me ama, bien lo sé, mas sontantas sus gracias que no se me alcanzaqué han visto en mí sus ojos parahacerme digno de ellas. Y se me pasanlos días entre gozos y temores, que otroshombres hay más cabales y sobrados devalor que yo, eso es seguro. Y siendoella india, ningún reparo tendrá en yacercon los suyos.

Y Luis de Torres me ha respondido:¿Teméis encornudar sin mediar casorio?¡Mucho habéis de amarla o sois bien

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tonto!Y es verdad, hermano, que la amo y

que su amor me persigue con muy duraguerra. Mas he de partir para dar aviso alos míos, aunque ello me rompa elcorazón. Ya sabes lo que dice elvillancico: mejor es penar sufriendodolores que estar sin amores. Y muchohabré yo de amar pues muchas son hoymis penas.

Ahora sé, hermano, que mi destinoestaba escrito y que no conduce alParaíso. He atravesado la selva ynavegado ríos furiosos en una frágilcanoa hasta llegar aquí, a la Villa de laNavidad, pero no he encontrado más queodio y enemistad. Y es tal el cuento de

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mi retorno que no tengo ahora fuerzaspara contártelo. Al fin y al cabo, ¿quéimporta? Mis esfuerzos han sido vanos yde nada sirve recordarlos. Ya estoyentre los míos, mas sólo me aguarda elcastigo de mis pecados porque en laVilla de la Navidad no hay lugar ya paraotra cosa que el miedo y la venganza.

He llegado hoy, lunes dos días delmes de septiembre, poco antes delmediodía, y he visto que de las cincocabañas que levantamos sólo dos siguenen pie. A buen seguro el huracán, que escomo los indios llaman a una tempestadde vientos que arrancan de cuajo losárboles más robustos, del que me hahablado el señor Mayamorex a mi paso

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por su aldea, se ha cebado en la Villa.Aquí todo es desolación. Donde yoesperaba encontrar una partida numerosay bien armada, no he hallado más que aDon Diego de Arana y otros cuatrohombres: Maestre Juan y MaestreAlonso Rascón, el sastre Juan deMedina y el bueno de Diego Pérez, quetodavía se afana en dar vida a una huertaque tiene pocas bocas que alimentar.

Me ha preguntado Don Diego dóndese hallaban los demás y he sabido que,tras nuestra partida, Alonso de Moralesy otros dieciséis hombres abandonaronla Villa sin que volviera a saberse deellos. Le he dicho que todos han muerto,pues juré antes de partir del poblado del

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señor Moguacainambó que a nadie diríala verdad sobre Luis de Torres. Le hedicho también que el señor Caonabóviene hacia la Villa con sus guerreros yDon Diego ha mostrado gran enojo pormis noticias y me ha dicho que nadacreía de cuanto le había referido puesningún traidor es de fiar. No habréis delavar ahora vuestros pecadosaparentando una lealtad que tangravemente habéis traicionado, ha dichoy ha mandado que se me tomaseprisionero. Mas no habrían de serMaestre Juan y Maestre Alonso, yaviejos, ni el gordo Juan de Medinaquienes tal hicieran, de modo que miamigo Diego Pérez se ha convertido en

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mi carcelero, y me ha llevado hasta unade las cabañas en la que ahora estoyencerrado, escribiendo esta carta que estoda mi compañía.

No sé cuánto tiempo he dormido,pero ya ha caído la noche. He vuelto asoñar con el sastre, el gordo Juan deMedina, que venía a traerme un jubónnuevo de color amarillo. Yo me lo poníay la tela era suave y fresca. Se oíaentonces la voz de Nagala que mellamaba en la noche y yo quería ir en subusca, mas el jubón había cambiado yera pesado y duro, al punto que nimoverme podía: era un jubón de negramadera.

Me he despertado con el miedo

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cogido al corazón y he salido de lacabaña. Ante ella arde una hoguera yDiego Pérez hace la guardia en laestacada del fuerte. La noche discurrelentamente, bajo una techumbre deestrellas que iluminan la playa con luzde plata. Siento en el pecho la ausenciade Nagala, me faltan su calor de animaldormido, la ternura de sus labios, el olorde su piel. Debo reprocharme a cadarato estas ansias de correr a su lado, dedejar atrás las miserias de este fuerteque no nos protege de nuestras locasambiciones sino que parece encerrarnosen ellas. Mi corazón se impacienta, carohermano, por la dura libertad que sólohe encontrado en la espesura de la selva

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donde pájaros sin nombre cantan elamanecer de un mundo verdaderamentenuevo. Una libertad que me embriagapero que también me asusta. ¿Qué puedohacer? ¿Qué lealtad me retiene junto aestos hombres que tienen el miedopintado en el rostro? Quizá sea el miedomismo lo que nos ata, quizá sea suindefensión la que me reclama. Quizásentre ellos yo no me siento tan indefensoy tan perdido, tan solo. ¡Dios mío,hermano, qué no seremos capaces dehacer por huir de la soledad! ¡Quéinfierno no visitaremos por ahuyentarnuestro miedo!

He rogado a Diego Pérez que medeje caminar por la orilla del mar y le

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he jurado que ya no me quedan fuerzasni ganas de huir. Me ha dicho: Id si osplace, compadre, que no habré de ser yoquien os haga ningún mal. Y así lo hehecho. He bajado hasta la playa parapasear sobre la arena húmeda, parasentir su beso frío en mis pies descalzos.Después he regresado junto a la hogueray el dulce recuerdo de Nagala haapartado mi imaginación de esta carta.Ya sabes de mi gusto por las canciones,aunque nunca he tenido el talento de unversolari, pero esta noche la música delas palabras parece guiar mi mano y hecompuesto un torpe poema, a imitaciónde otro de mi gusto y de mayor talento,para una mujer que quizá nunca llegará a

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leerlo. ¿No es cosa de locos? Aunque esposible que no lo haya escrito paraNagala sino para mí mismo, para saciarpobremente mi necesidad de ella con lapócima de las palabras. Y, sin embargo,¡cuánto acrecientan mi sed! ¡Cuan lejosestá el amanecer cuando el futuro esincierto! Quiero compartir contigo estosversos antes que el sol de mañana dictesu sentencia. Éstos son:

Cada vez que a mi memoriavuestra beldad se presenta,mis penas se tornan gloria,mis esfuerzos en victoria,mi morir, vida contenta.Y se place el corazón

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en poder así serviros,pues este pago en suspiroslo doy por buen galardón.Porque sabe mi memoriaque de nuevo os representa,cómo sus penas son gloria,sus esfuerzos son victoria,su morir, vida contenta.

Ahora que los leo de nuevo mepregunto si realmente merezco tal dicha.¿Cuáles son mis méritos? No habrán deser la codicia, ni mis cobardías deantaño, ni las violencias de hogaño, nimi deslealtad primera, ni tantastraiciones y embustes, ni tantos daños…¿Puede el amor redimir tanto

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desconcierto? Ruego a Dios que así seapues no tengo otro mérito, si es que enesta pasión hay mérito mío alguno.Porque es tan grande mi agitación quecreo haber perdido todo criterio y ya nosé si peco o glorifico al Señor cada vezque me huelgo en el cuerpo de Nagala.¡Ya sé, hermano, ya sé, ya sé! Es comosi te oyera hablar. ¿Me estarás hablandoahora, allí, tan lejos? ¿Estarás rezandopor mi alma atormentada? Sí, ya sé quecuanto escribo suena a sacrilegio, peroes que no puedo ver ya nada como anteslo veía. Algo ha cambiado en misadentros.

Acabo de oír unos gritos cerca de laestacada. Son voces de indios. Algo

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sucede y no creo que sea bueno.Ha sonado un disparo de culebrina.

¡Deberíamos habernos refugiado en elfuerte! Adiós, hermano, ya no haytiempo. Ha llegado el momento de quenosotros, los bárbaros, seamosexpulsados del Paraíso…

Hasta aquí, muy Reverendo yMagnífico Señor, la copia, enmendadapor obra del escribano, de la carta deque me hizo legado, entre otros muchosescritos, Don Nicolás de Ovando a supartida, hace ya seis años, y que segúndicen fue escrita por uno de los nombresque dejó el Almirante Don CristóbalColón en la isla La Española al términode su primer viaje a las Indias. Por las

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nuevas que contiene doy en pensar quesu autor fue un vizcaíno de nombreDomingo y de oficio tonelero, hijo de lavilla de Bermeo, pero como no llevafirma no hay manera de averiguar cuálsea la verdad y no faltaron otrosVizcaínos entre quienes quedaron en laVilla de la Navidad. La carta encontrólauna partida de gente de armas queacudió recién a apaciguar a los indiosde la tierra que llaman del Cibao, quefuera reino del cacique Caonabó a quienDon Alonso de Hojeda puso preso conHierros pero cuyos parientes no hancejado en su empeño de combatir laautoridad de su Majestad Don Fernando,Rey de Castilla, desde hace años. Y dice

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el teniente Don Rodrigo de Tudela,capitán de la partida, que encontró lacarta en una de las grandes cabañas quehabitan, los indios, guardada con otrascosas que mostraban ser también decristianos: algunos jubones, dos yelmos,una arqueta de recia madera rematadacon hierros y un sinfín de cuentas deVidrio y cascabeles. Como hubo grandesbandada al llegar de la armada, nopudo saberse, qué indio se hallaba enposesión de tales cosas, aunque dice elteniente Don Rodrigo de Tudela quehabría de tenerías sin duda en altaestima pues se hallaban en lugarprominente dentro de la casa.

Como Vuestra Merced podrá ver, la

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carta no ha escapado a la curiosidad ytravesura de los indios pues al términode ella hay escritos unos garabatos,pintados sin duda por algún indio tras lamuerte del infortunado DomingoVizcaíno, si tal fue el autor, que pocoimporta pues, como Vuestra Mercedbien sabe, ningún hombre, de la Villa dela Navidad sobrevivió para dar cuentade sus cuitas al Almirante Don CristóbalColón cuando éste, tornó solícito a laisla La Española, diez meses después deque allí los dejara. La mayor parte, deesos garabatos carece, de sentido perohay algunos que son palabras de nuestralengua, no sé si por pura imitación o conconocimiento de lo que quieren decir.

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He creído conveniente copiarías aquí,pues si la letra del autor de la carta esde muy difícil lectura y no exenta degramáticos errores, aún más lo son talesgarabatos. Dicen así: Hombre Bermeocielo.

Muchos han sido los trabajos que elgobierno de estas tierras nos hadeparado y que han alejado de nuestraatención esta carta durante años, perojuzgo procedente concederle ahoramayor crédito y celo antes que puedacausar algún mal a los cristianosempeños de nuestro gobierno, pues nohabrán escapado a vuestra atención lossinrazones que contradicen la doctrinade nuestra Iglesia y que tan prolijamente

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se exponen en ella. Otrosí, eldesdichado fin de los treinta y nuevehombres de la Villa de la Navidad es desobra conocido hoy por quienes hanvenido a poblar las Indias para mayorgloria del reino de Castilla y de la Fe denuestra Iglesia. Y Vuestra Merced noignora, por las cartas que ya os hereferido a propósito de ello, que nofaltan en estas tierras hombres como frayAntonio Montesinos, fray Pedro deCórdoba o fray Bartolomé de las Casasque fustigan de palabra a nuestrosencomenderos desde el púlpito y no secansan de pedir justicia para los indiosy de afear la conducta de los cristianoshacia éstos, sin que escape a sus

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alegatos siquiera la autoridad delgobernador de la isla, ni parezcanaplacarles en su enojo las nuevas leyesaprobadas en Burgos, hace poco más deun año. De resultas que el públicoconocimiento hoy de esta carta, en laque se refieren también males infligidosa los indios de los que no queda otraconstancia que esta misma carta y lasmurmuraciones de los indios, que habránde ser interesadas, no traería sinonuevas complicaciones al gobierno deestas tierras y daría alas a la elocuenciade los Montesinos que socavan laindustria de las Indias a este lado y aaquél de la mar Océana. Os ruego, pues,que destruyáis esta carta o la guardéis

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celosamente, de manera que de cuantoen ella se dice se haga silencio.

Diego Colón, Virrey de las Indias. Asiete días del mes de enero del año delnacimiento de Nuestro Señor Jesucristode mil quinientos y quince.

Sevilla, veinte días del mes de enerodel año del nacimiento de nuestro SeñorJesucristo de mil quinientos y diez yseis.

Yo, Don Juan Rodríguez de Fonseca,obispo de Burgos, visto lo escrito enesta carta y oídas las razones de DonDiego Colón, Virrey de las Indias; paramayor gloria de su muy católicamajestad, Don Fernando, Rey deCastilla, y seguridad del reino ordeno se

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archive esta carta en secreto y que elolvido la guarde.

Cúmplase.

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LOS PERSONAJESDE LA REALIDAD

Los vizcaínos

Domingo: nacido en Lequeitio,Vizcaya. Probablemente segundocontramaestre de la nao Santa María.

Juan, alias Chanchu: nacido enLequeitio, Vizcaya. Contramaestre de lanao Santa María.

Lope: nacido en la anteiglesia deErandio, cerca de Bilbao, Vizcaya.Calafate en la nao Santa María.

Martín de Urtubia: nacido en

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Anchitua (hoy Nachitua), Vizcaya.Grumete de la nao Santa María.

Los segovianos

Antonio: nacido en Cuéllar,Segovia. Carpintero. Era pariente deDiego de la Cuadra, capellán del duquede Albuquerque.

Pero Gutiérrez: no se sabe dedónde era pero yo le he hechosegoviano. Iba en la nao Santa María.Repostero de estrado del Rey, eracriado del Despensero Mayor, FranciscoSánchez.

Rodrigo de Escobedo: nacido enSegovia. Era el escribano de la armada

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de Colón. Iba en la nao Santa María.Levantaba acta de la toma de posesiónde cada tierra. Colón le creía de buenadisposición para con los indios y leempleaba en sus embajadas.

Los cordobeses

Diego de Arana: nacido enCórdoba. Era el Alguacil de la armadade Colón. Iba en la nao Santa María.Quedó como capitán de la Villa de laNavidad. Era primo segundo de Beatriz,la amante de Colón. Tenía una hija decuatro años de edad que se llamabaCatalina.

Maestre Juan: probablemente

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nacido en Córdoba. Era cirujano. Eracuñado de Diego de Arana (se habíacasado con la hermana de éste, Leonor).

Los onubenses

Alonso de Morales: vecino deMoguer, Huelva. Era carpintero. Estabacasado con Leonor Alonso.

Andrés: vecino de Huelva. Eragrumete. Dejó por heredero almonasterio de La Rábida (no esmencionado en la novela).

Diego Lorenzo: vecino de Huelva.Alguacil en la Niña. Estaba casado conInés Díaz, alias Franca (no esmencionado en la novela).

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Francisco: nacido en Huelva. Eramarinero. Tenía veinticuatro años deedad y estaba soltero. Tenía cuatrohermanos: Antón, Hernando, Catalina eIsabel (no es mencionado en la novela).

Juan de Medina: nacido en Palos,Huelva. Era sastre e iba en la nao SantaMaría al servicio de Colón.

Maestre Alonso Rascón: vecino deMoguer, Huelva. Era físico. Hombre deedad avanzada, tenía tres nietos (Juan,Francisco y Gracia).

Pedro de Lepe: nacido en Lepe, eravecino de Redondela, Huelva. Eragrumete. Tenía dos hermanas (no esmencionado en la novela).

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Los murcianos

Diego Pérez: vecino de Murcia.Marinero y pintor.

Luis de Torres: probablementenacido en Murcia (aunque otros dicenque en Málaga). Era intérprete y sabíahebreo, caldeo y algo de arábigo. Iba enla nao Santa María. Era judío converso.Estaba casado con una mujer de Moguer,Catalina Sánchez. Había vivido en suinfancia o adolescencia con elAdelantado de Murcia (Pedro Fajardo oquizá su sucesor, Juan Chacón).

El sevillano

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Gonzalo Franco: nacido en Sevilla.Era marinero y probablemente iba en lanao Santa María. Era soltero y mozo.

El genovés

Jácome Rico: nacido en Genova.Probablemente residía en Moguer,Huelva. No se sabe en qué nave iba. Eragrumete. Estaba casado y tenía hijos.

Los indios

Guanacagarí: importante caciquede la Villa de la Navidad. Su cacicazgo,que se extendía por buena parte delnorte de La Española, se llamaba

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genéricamente el Marién y agrupaba,además del citado Manen, los reinos deBainoa, La Cuajaba, Hatiey, Iguamuco yMacorix. Tuvo muy buen trato conCristóbal Colón y se alió con losespañoles frente a otros reinos indios,por lo que fue muy criticado por frayBartolomé de las Casas en su HistoriaGeneral de las Indias.

Caonabó: gran cacique cuyocacicazgo, situado en el centro de laisla, recibía el nombre de la Maguana ycomprendía, además de esa región, losreinos de El Cibao, Bánique, Maniey,Azua y Árbol Gordo. Sus hombresdestruyeron la Villa de la Navidad.Luchó tenazmente contra los españoles

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hasta que fue hecho preso por Alonso deHojeda, que le engañó haciéndole creerque unos grilletes de hierro teníanpoderes mágicos.

Los gobernantes

Diego Colón: hijo de CristóbalColón, fue gobernador y Virrey de lasIndias.

Juan Rodríguez de Fonseca:obispo de Burgos, fue principalconsejero del rey Fernando el Católicoen los asuntos relacionados con lasIndias y enemigo jurado de frayBartolomé de las Casas y de cuantostrataron de hacer valer los derechos de

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los indios frente a los españoles.

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DE LA FICCIÓN

Álvaro Almeyda: marineroportugués, nacido en Lagos, que llegó aLa Española en 1477, al naufragar trasser arrastrado por una tormenta. Sesalvaron tres marineros (Gilberto Souza,Joao Silves y él mismo), pero los otrosdos murieron en un enfrentamiento concaribes al poco de llegar. Él se refugióen el interior de la isla. Participó en laguerra de Portugal contra Castilla por lasucesión de La Beltraneja, en 1475.

Banachió: noble mitaíno consejerodel cacique Moguacainambó.

Careinamá: hijo mayor del cacique

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Cayainoa, secuestrado por los vizcaínos.Cayainoa: cacique de una aldea del

río Yaqui, en la región de la Magua,vasallo del gran cacique Guarionex.

El hermano del narrador: tambiénnatural de Bermeo y marinero. De menoredad que el narrador. Soltero.

Guacayoa: segundo hijo en edad delcacique Cayainoa, secuestrado por losvizcaínos.

Mayamorex: cacique de unapequeña aldea situada en el golfo quehoy se llama de la Punta del Oeste, enHaití, justo al lado de la bahía deManzanille, donde desemboca el ríoYaqui.

Moguacainambó: cacique de un

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poblado situado a orillas del río Mao,en el reino de El Cibao. Vasallo del grancacique Caonabó. Cerca de su pobladoestá el calichi, la fuente de la altamontaña junto a la cual vive el Yucemí.

Nagala: india del poblado delcacique Moguacainambó. Hija del noblemitaíno llamado Banachió.

Noamá: hija del cacique Cayainoa,secuestrada por los vizcaínos.

Rodrigo de Tudela: oficial españolque encontró en 1511, en la región de ElCibao, la Carta del fín del mundodurante una acción militar paraapaciguar a los indios rebeldes.

Yabogüé: indio naboría de la Villade la Navidad. Aprendió el castellano y

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hacía de intérprete.

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DE LA REALIDADY DE LA FICCIÓN

El narrador: podría ser DomingoPérez, un marino vizcaíno de oficiotonelero que viajaba en la nao SantaMaría. Pero la documentación históricadice que Domingo Pérez era deLequeitio y el narrador ha nacido enBermeo. Ambos tuvieron relaciones conMaría de Achio, de la anteiglesia deSanta María de Izpazter, y fruto de ellasfue su único hijo. Es muy probable quesean la misma persona, pero ¿quién losabe?

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Glosario

Ampolleta: reloj de arena de usomarinero que marcaba en cada vueltamedia hora.

Aon: perro, en lengua taina.Areíto: fiesta de los indios tainos

que podía tener carácter religioso o demera celebración.

Atalayero: antiguamente, en lospueblos marineros vascos, encargado devigilar desde una atalaya en tierra elpaso de ballenas y bancos de peces en elmar, para dar el aviso a los pescadores.

Azagaya: lanza corta o jabalina.Azuela: herramienta de carpintero

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formada por una lámina de metal afiladacon mango.

Basajaun: en la mitología del PaísVasco, el Señor del Bosque, serfantástico de gran tamaño y cubierto depelo.

Bermejo: de pelo rubio rojizo.Bitón: mango de madera, situado en

la barca utilizada en la caza de laballena, en el que se enroscaba el cabodel arpón para ir largando cuerda unavez que éste se clavaba en la ballena.

Blanca: moneda de escasísimo valory de uso corriente en la época de losReyes Católicos.

Cacique: nombre que recibían losjefes o reyes de los indios tainos.

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Calichi: fuente de la montaña, enlengua taina.

Calofrío: antiguamente, escalofrío.Caona: oro, en lengua taina.Carei: tortuga, en lengua taina.Casabe: torta hecha de yuca que

constituía la base alimenticia de losindios tainos y cuya laboriosapreparación correspondía a las mujeres.

Cerní: espíritu o divinidad, tambiénel ídolo o amuleto en que dicho espírituresidía.

Coa: palo largo, puntiagudo yendurecido que emplean los indios paratrabajar la tierra.

Crocodilo: forma antigua de llamar a

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los cocodrilos.Culebrina: pieza antigua de

artillería, de poco calibre.Chalupaundi: en vascuence, barca

grande empleada en la caza de laballena.

Chicha: aguardiente extraído delmaíz.

Derrota: rumbo, en jerga marinera.Descampar: antiguamente,

escampar.Dujo: asiento de madera tallada

donde se sentaba el cacique.Guamiquina: rey de reyes o jefe

supremo, en lengua taina.Guaoexerí: cacique de poco poder.

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Hutía: especie de roedor, semejanteal conejo.

Irachos: en la mitología del PaísVasco, genios o espíritus del bosque.

Ítem más: fórmula legal de la épocade los Reyes Católicos que quería decir«además».

Libramiento: broma pesada, dedudoso gusto.

Mampesadilla: antiguamente,pesadilla.

Pie: medida de longitud distinta endiferentes países. El pie castellanoequivale a veintiocho centímetros, conlo cual la estacada que se levantaba enla Villa de la Navidad sería de algo más

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de tres metros.Quintal: medida de peso

equivalente a cuarenta y seiskilogramos.

Recado de escribir: conjunto deutensilios necesario para escribir, comopapel, pluma, tinta, etc.

Sirena: nombre que los marinerosdaban al manatí o vaca marina,mamífero acuático de gran tamaño muyfrecuente en aguas de las Antillas.

Turey: sagrado o proviniente delcielo, en lengua taina.

Yocahu Vagua Maorocoti: principaldios de la mitología taina.

Yocahudujo: nombre que los indios

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daban al Monte Cristi.Yu: blanco, en lengua taina.Yucayeque: poblado o aldea, en

lengua taina.

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Agradecimientos

Un libro nunca es fruto sólo delesfuerzo de su autor. Muchos otros, consu apoyo y sus opiniones (no sólo lasliterarias), hacen posible que el librotermine por abandonar el limbo de laimaginación del autor: hacen posibleque ese libro exista. Así pues, muchasgracias a Jean-Claude Izzo que propicióel paseo nocturno por la playa de Saint-Malo, después de una agotadora maratónde salsa, durante el cual nació la Cartadelfín del mundo. A Luis Sepúlveda porsu ayuda inestimable. A EndikaGerediaga, doctor en Bermeo, por su

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labor de mensajero de noticiasbermeanas. A Gemma Barturen por suapoyo incondicional durante todos estosaños. A Mari Carmen Muga, por suamabilidad al tenerme de inquilinoliterario en Cervera. A JulioLlamazares, por haber afinado el título ypor la coma antes del pero. A AntonioMuñoz Molina, por sus consejos y surecomendación poética. A PereGimferrer por su sugerencia de acotar eluniverso verbal del libro. A FranciscoTorres Oliver, por su ayuda en la capturade palabras. A Pacho FernándezLarrondo, por sus documentadasinformaciones. A Charly, Marga,Raquel, Conchita, Antón, Mar, Elisa,

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Aranzazu, César, Charo, Joseba yBernardo Atxaga, porque me hanayudado a sentir el País Vasco como micasa. A Pablo, Cholo, Richie, Beatriz,Roberto y Jaime, por la reunión en tornoa una hoguera, en plena noche cerverana.A Begoña y Ana, porque muchas deestas páginas han nacido en el climaacogedor de su bar. A Víctor, por lavisita a la hospedería de San Zoilo.

Y, sobre todo, a Carmen Fernándezde Blas, por ponerle cuerpo y alma aNagala (y a Juan Luis Guerra, aún sinconocerle, porque con su canciónMayanimacanáme ha dado las palabrasnecesarias para hacer latir su corazón).

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JOSÉ MANUEL FAJARDOGONZÁLEZ, (Granada, 1957). Nació enGranada, pero creció «en un barrio feo yaburrido de Madrid». Cursó hasta terceraño en la Facultad de Derecho de laUniversidad Autónoma de Madrid,participando activamente en elmovimiento estudiantil antifranquista en

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las postrimerías de la Dictadura, desdelas filas del entonces clandestinoPartido Comunista de España, que añosmás tarde abandonaría, sin abdicar de suideología de izquierda. Tras lalegalización del PCE, su primer trabajoperiodístico se desarrolló precisamente,en 1978, en las páginas culturales deMundo Obrero, órgano oficial delPartido.

Desde entonces, Fajardo no haabandonado el periodismo, sobre todocultural, que ha plasmado encolaboraciones en diarios y revistasgeneralistas de España (El País, Cambio16, El Mundo, El Periódico de

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Catalunya), Europa (Temps Modernes,Le Monde Diplonatique, Il Sole-24 Ore)y América Latina (El Gatopardo, deColombia, Página 12, de Argentina, oPúblico, de México); así como enrevistas de crítica literaria y en elprograma de Televisión EspañolaTiempo de papel, del que fue redactor.

En 1990 publicó su primer libro (delque haría una nueva versión en 2002):La epopeya de los locos, undocumentado fresco histórico sobre laperipecia trágica de los españoles queparticiparon en la Revolución francesa,con especial atención a la figurasobresaliente del Abate Marchena. Dos

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años más tarde, aprovechó los «eventosdel agobiante 1992» para dar a laimprenta Las naves del tiempo, galeríade retratos, publicados previamente enprensa, de diez personajes históricosrelacionados con el «descubrimiento»,la conquista y la emancipación deAmérica, desde Colón hasta ToussaintLouverture.

En 1996 publicó su primera novela,Carta del fin del mundo, que narra enprimera persona la epopeya colombinadel Fuerte Navidad. En la estela delanterior, vio la luz en 1998 El Converso,una auténtica novela de aventurashistóricas que ha conocido diversas

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ediciones y es su obra más vendida.

Tras residir varios años en el PaísVasco, Fajardo dio en 2001 un giro a sutemática novelística con Una bellezaconvulsa, una narración situada en elPaís Vasco actual, cuyo protagonista,secuestrado en un «zulo», mientras tratade comprender por qúe ha sido elegidocomo víctima, rememora su vida y seconsuela recordando sus viajes por esatierra azotada por el terrorismo de ETA.La situación de partida de la novela esla misma que veinticinco años anteshabía concebido Raúl Guerra Garridoen Lectura insólita de «El Capital», peroahí acaban los paralelismos entre ambas

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novelas.

Instalado en París desde 2001, Fajardovolvió al género del retrato histórico dedivulgación con Vidas exageradas unacolección de veintidós breves biografíasliterarias de personajes históricos cuyoúnico nexo común es la desmesura desus vidas, desde la Monja Alférez hastaAristóteles Onassis, pasando por PanchoVilla o Charlie Parker.

En 2005 apareció en México su libropara niños La estrella fugaz y la novelaA pedir de boca, historia de amorambientada en un París de inmigrantes.Ese mismo año prologó y editó lasolvidadas Memorias de la insigne

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Academia Asnal, de Primo F. Martínezde Ballesteros, ilustrado y afrancesadoespañol, que ya aparecía en La epopeyade los locos. También prologó una nuevaedición de Estas ruinas que ves, noveladel mexicano Jorge Ibargüengoitia quese anunciaba como el primer volumen deuna biblioteca de autor que no parecehaber tenido continuidad.

En 2008 apareció el resultado de uninsólito experimento: la escritura de una«novela a seis manos», realizada encolaboración entre Fajardo, AntonioSarabia y José Ovejero. Se trata dePrimeras noticias de Noela Duarte, unanarración de trama aventurera cuya

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protagonista es una fotógrafa, hija de uncubano exiliado y una españolarepublicana.

En 2010 ha publicado Mi nombre esJamaica, una novela en que una tramacontemporánea se entreteje con unanarración de aventuras históricas, en laque aparecen muchos de los elementosque caracterizan la temática másfrecuente del autor, como la conquista deAmérica y la tragedia de los judíosespañoles.

Sus relatos han aparecido en variasantologías y obras colectivas junto aautores como Luis Sepúlveda, RosaMontero, Mempo Giardinelli, Santiago

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Gamboa, Elsa Osorio, Álvaro Mutis,Bernardo Atxaga, Jean Rolin, EdwardCarey o Patrick Deville. Él mismo harealizado una breve recopilación depoesías de autores que sólo hanpublicado narrativa (incluidas laspropias), publicada en Italia en 2003, enedición bilingüe, con el título Poesiesenza patria. Ya en 1999 habíapublicado La huella de unas palabras,una antología de textos de AntonioMuñoz Molina acompañada deconversaciones y correspondencia entrelos dos autores. Ha publicado asimismodos libros en colaboración confotógrafos: «La senda de los moriscos»,con Daniel Mordzinski en 2009 y

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«Silencieuses Odyssées», con FrancescoGattoni 2011.

En 2010, creó junto a la escritorapuertorriqueña Mayra Santos Febres elFestival de la Palabra de Puerto Rico,un encuentro literario internacional quese celebra anualmente en dos ciudades—San Juan de Puerto Rico y NuevaYork—, cuya programación dirige.

En 2011, Fajardo creó el blog deperiodismo independiente Fuera deljuego, en el que comenta diariamente laactualidad política, social y culturalsiempre con textos de la mismaextensión: 777 caracteres. Y en 2012publicó su primera traducción del

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francés al español: una nueva versión deLa dama de las camelias, de AlexandreDumas hijo.

José Manuel Fajardo ha obtenido elPremio Internacional de Periodismo Reyde España (por Las naves del tiempo) y,en Francia, el Premio Somfy de loslectores en el festival de Esperluette(por «A pedir de boca»), el PremioCharles Brisset (por Una bellezaconvulsa) y el Premio AlbertoBenveniste a la mejor obra literariasobre cultura judía (por «Mi nombre esJamaica»). Sus obras están traducidas alfrancés, italiano, alemán, portugués,griego, serbio y rumano.

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Obras:

Novelas:

1996: Carta del fin del mundo, España,Ediciones B., ISBN: 84-406-6168-1 /Ediciones B., colección VIB, 1998,ISBN: 84-666-2178-4 (edición debolsillo) / Punto de Lectura, 2001,ISBN: 84-663-0426-4 (edición debolsillo)/ Ediciones B., colecciónByblos, 2005, ISBN: 84-666-2178-4(edición de bolsillo).

1998: El Converso, España, EdicionesB., ISBN: 84-406-8842-3 / Círculo deLectores, 1999, ISBN: 84-226-7683-4

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(edición Club) / Punto de Lectura, 2001,ISBN: 84-663-0222-0 (edición debolsillo) / Ediciones B., colecciónByblos, 2004, ISBN: 84-666-1877-5(edición de bolsillo) / Ediciones B.,colección ZETA, 2006, ISBN: 84-96581-53-5 (edición de bolsillo).

2001: Una belleza convulsa, España,Ediciones B., ISBN: 84-666-0112-0(Premio Charles Brisset, 2002).

2005: A pedir de boca, España,Ediciones B., ISBN: 84-666-1458-3(Premio Somfy, 2007).

2010: Mi nombre es Jamaica, España,Editorial Seix Barral, ISBN: 84-322-1273-4 (Prix Alberto Benveniste, 2011)

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y (Prix Bouchon de Cultures 2011) delSalon des Littératures Européennes deCognac.

Cuentos:

2005: La estrella fugaz, México,Ediciones CIDCLI, ISBN: 968-494-180-3 (Cuento infantil).

2008: Maneras de estar, España,Ediciones B., ISBN: 978-84-02-42082-4 (Libro de relatos).

Ensayos históricos:

1990: La epopeya de los locos.Españoles en la Revolución Francesa,

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España, Editorial Seix Barral, ISBN:84-222-4650-6 / Ediciones B., 2002,ISBN: 84-666-1078-2 (edicióncorregida) / Punto de lectura, 2003,ISBN: 84-663-1192-0 (edición debolsillo).

1992: Las naves del tiempo, España,Cambio 16, ISBN: 84-7679-252-2(Premio Internacional de PeriodismoRey de España, 1992).

2003: Vidas exageradas, España,Ediciones B., ISBN: 84-666-0873-7

Libros en colaboración con otrosautores:

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2003: Queen Mary 2 & Saint-Nazaire,Francia, Editions MEET, ISBN: 2-911686-23-3

2008: Primeras noticias de NoelaDuarte, novela en colaboración con JoséOvejero y Antonio Sarabia, España,Editorial La Otra Orilla, ISBN: 978-84-92451-08-1

2010: La senda de los moriscos, librode viajes en colaboración con elfotógrafo Daniel Mordzinski, España,Lunwerg Editores, ISBN: 978-84-9785-223-4

2011: Silencieuses Odyssées, libro deretratos en colaboración con el fotógrafoFrancesco Gattoni, Francia, Jean-Paul

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Rocher éditeur, ISBN: 2-917411-41-4

Wikipedia, la enciclopedia de contenidolibre que todos pueden editar.

http://es.wikipedia.org/wiki/Jos%C3%A9_Manuel_Fajardo

http://www.josemanuelfajardo.com/sitio/index.php?option=com_content&view=frontpage&Itemid=1