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CARTA A LOS SACERDOTES en el inicio de curso 2018 - 2019 Mons. D. Rafael Zornoza Boy Obispo de Cádiz y Ceuta

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CARTA A LOS SACERDOTESen el inicio de curso 2018 - 2019

Mons. D. Rafael Zornoza Boy

Obispo de Cádiz y Ceuta

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Mons.D. Rafael ZoRnoZa Boy

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Muy queridos hermanos sacerdotes:

Os escribo al comienzo de este curso para saludaros al término del verano, animaros al trabajo que empezamos y exhortaros a vivir según corresponde a nuestro ministerio, ayudándonos unos a otros. Hemos sido llamados por el Señor para representarle en esta vocación que es nuestro camino de santidad.

Siempre os recuerdo en mi oración y doy gracias a Dios por vosotros y vuestro precioso servicio como colaboradores del ministerio episcopal. Quiero agradeceros una vez más el trabajo abnegado que prestáis a la Iglesia por el que los fieles pueden encontrarse con el Señor, avivar su fe, acrecentar su caridad y hacer visible en el mundo el testimonio del amor de Cristo que ha dado la vida por nosotros. Todos conocemos las dificultades que se presentan hoy en la vida de los sacerdotes y el intenso trabajo que frecuentemente debemos realizar, siendo un clero tan escaso, pero el Señor Jesús sigue confiando en nosotros para edificar su Iglesia, predicar el Evangelio, administrar la gracia a través de los sacramentos y consolar con su misericordia a todos, especialmente a los más necesitados.

Os invito a dar gracias a Dios de modo particular ahora que clausuramos el Año Jubilar diocesano. Han sido muchos los beneficios recibidos. Vuestra colaboración ha sido imprescindible para su realización, como reconozco y agradezco en la Carta Pastoral al Inicio de Curso que tendréis muy pronto en vuestras manos. Allí señalo algunos puntos pastorales que considero preferentes, pero, más allá de las orientaciones pastorales –que reflexionaremos juntos en otra ocasión—, quisiera ante todo aprovechar la gracia y significado del Jubileo para que se fortalezca nuestra fe y para avanzar unidos, con sólidos vínculos de comunión como familia que somos de los hijos de Dios. El ministerio pastoral del presbítero está al servicio de la unidad de la comunidad cristiana, por lo que el cuidado de la dimensión comunitaria de su experiencia cristiana es la primera tarea misionera para la regeneración de los fieles.

Me parece que es momento oportuno para recordar la importancia de nuestra vocación. El Señor, el Buen Pastor, nos eligió, nos llamó, ha confiado en nosotros y ha puesto en nuestras manos el cuidado de la Iglesia, su rebaño, y la evangelización. Sabemos bien que la fidelidad a nuestra misión va íntimamente unida a la fidelidad a nuestra vocación. Eso significa que cada día debemos seguir creciendo en el amor a Cristo que prometimos en nuestra ordenación, después de dejarlo todo para entregarnos a Él viviendo la apostolica vivendi forma a través de los consejos evangélicos. Solamente así seremos apóstoles en camino que confiesan a Jesús con la vida, pues nos llena el corazón, los afectos, deseos y proyectos, hasta asociarnos apasionadamente a su redención con verdadero celo pastoral.

¿Cómo avivar nuestro amor para que no decaiga ante las dificultades ni se convierta nuestra vida en un oficio rutinario? ¿Cómo ayudarnos a progresar como hermanos, puesto que somos co-presbíteros, ensamblados como apóstoles que participan unidos de la misión del único Sumo y Eterno Sacerdote? ¿Qué hacer para mantenerse “en forma” con fervor, en comunión y fraternidad, con entusiasmo apostólico? ¿Qué hacer para fortalecer nuestra amistad? ¿Cómo conseguir este deseo de crecimiento permanente que nos mantenga en tensión para mejorar? Es evidente que si el seminario dispone las bases de la vida sacerdotal –los cimientos—, es absolutamente necesario continuar edificando sobre ese fundamento durante toda la vida sacerdotal.

La reciente Ratio Formationis Institucionis Sacerdotalis promulgada para los seminarios el 8 de diciembre de 2016 ha puesto en el candelero la formación sacerdotal y ha insistido de nuevo en esta etapa formativa segunda y permanente, en la que gravita la perseverancia del sacerdote en su vocación en comunión fraterna, lo que se ha denominado la Formación Permanente. Esto es lo que en este momento reclama con insistencia la Congregación para el Clero y el Santo Padre, el Papa Francisco. Ya el Decreto Optatam Totius nos recordó que “conociendo muy bien el Santo Concilio que la anhelada renovación de toda la Iglesia depende en gran parte del ministerio de los sacerdotes, animado por el espíritu de Cristo, proclama la grandísima importancia de la formación sacerdotal” (OT 1). Seguimos desde entonces en tiempo de renovación que necesita –como tanto insiste el Santo Padre— “sobre todo una conversión y una purificación permanente” (cf. Francisco, Discurso a la Curia romana, 22 de diciembre de 2005).

La Delegación para el Clero presentará su programa, elaborado sin escatimar esfuerzos y buscando siempre lo mejor. Nadie duda de la importancia de los retiros, ejercicios espirituales, encuentros, charlas, etc., pero con facilidad sucumbe lo verdaderamente importante ante las ocupaciones urgentes. Las experiencias

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Carta a los saCerdotes al iniCio del Curso 2018 – 2019

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de estos años han sido muy beneficiosas para aprender, convivir, estrechar lazos y perseverar en la vocación, pero es aún una asignatura pendiente para muchos esta conciencia de participación. Probablemente no necesitamos muchos más medios ni más planificación sino integrar lo que tenemos como algo propio, y ayudarnos unos a otros a participar. Reservemos, pues, los miércoles en nuestra agendas, para participar siempre en estos encuentros sacerdotales.

Recordemos que el mundo actual y su cultura nos impulsan hoy a un proyecto individualista de realización personal que prescinde, en la práctica, de las personas, incluso en la vida familiar y nos deja desconectados unos de otros. Se dice que hemos entrado en la “era de la desconexión”, un asilamiento que impide finalmente la solidaridad. Nuestra sociedad pasa ya del aislamiento narcisista a los efectos dolorosos del autismo. Si hemos sido creados para la relación y la solidaridad, el individualismo radical y la autonomía absoluta nos desvirtúa, no es evangélico y contradice la vida y la enseñanza del Señor. La solidaridad no es un lujo, sino una necesidad, tanto a nivel económico y social como en nuestra propia vida sacerdotal. No podemos permitir que esta mentalidad que prescinde de todo vínculo y repliega al hombre sobre sí mismo mine nuestras relaciones de fraternidad y reduzca la riqueza de la convivencia, ni nuestra experiencia de comunión en la Iglesia. Quien comienza por salvaguardar la propia independencia prescinde después del otro y, finalmente, termina aislado y vulnerable.

La llamada a la santidad que acaba de hacer el Papa Francisco a la Iglesia en su exhortación Gaudete et exultate, es también para los sacerdotes. La santidad ha de ser el objetivo primordial de nuestros planes, sin renunciar a sus metas, a la altura del amor que nos llama. El papa Francisco nos indica el rasgo comunitario intrínseco a la vida eclesial en comunión, propia del discípulo de Jesús y de la perfección cristiana que ha de manifestarse en la vida corriente. La santidad sacerdotal, por tanto, ha de incorporar como medio de perseverancia la exigencia de la Formación Permanente y el acompañamiento, para aprender como discípulos con el Maestro los secretos del Reino (cf. Mt 13,11) y como instrumento necesario para reavivar el don de la vocación (cf. 2Tim 1,6).

Nuestros retos y problemas solamente se resuelven desde lo esencial, es decir, volviendo al “amor primero”. Cuando llegamos al amor de Dios y la respuesta a su llamada nos situamos en lo esencial. Nuestra vocación nació de la experiencia de un encuentro amoroso con Cristo, pero también, casi siempre, de la presencia cercana de sacerdotes, acompañantes o familiares que nos hicieron sentir la comunión de la Iglesia. Nuestra respuesta a la llamada se insertaba en la relación viva de una fe compartida. En el seminario se integraron en la convivencia comunitaria todas las dimensiones de la formación –espiritual, crecimiento humano, intelectual y académico, el apostolado misionero— con el apoyo fraterno y de discernimiento de los formadores. ¿Cómo no vivir así la vida sacerdotal, en sintonía y unidad, para superar los obstáculos, la resistencia del mundo y las tentaciones, y enriquecernos personalmente? Los deplorables malos ejemplos que, por desgracia, tanto dañan la credibilidad de la Iglesia, deberían servirnos para esforzarnos a vivir superando esa peligrosa mediocridad donde es más fácil sucumbir, y para abrazar el ideal sacerdotal, con la humildad de dejarse ayudar y con verdadero deseo de santidad. Nuestra virtud, como nuestros pecados, repercuten en toda la comunidad. No nos engañemos. Para no deslizarse por la pendiente del mal hay que abrazarse decididamente al amor de Dios, apuntar alto, a la entrega total, y purificarse continuamente, sin complicidad alguna con el pecado ni concesiones a la tibieza. Nada mejor para crecer en la virtud que ayudarnos a vivir nuestra consagración como hermanos que escuchan, que quieren pertenecer al Maestro y le siguen juntos.

Os invito, por consiguiente, a fortalecer la amistad con el Señor que nos ha llamado “amigos” (Jn 15,14-16) y que nos ha elegido para estar con Él y enviarnos a predicar (cf. Mc 3,14) y ser así los testigos que anunciamos lo que hemos visto y oído (cf. 1Jn 1,3). Que la oración y el cuidado de la vida interior sea una prioridad en la planificación de nuestra actividades: la celebración diaria de la Eucaristía, la Liturgia de las Horas, el Santo Rosario, el examen diario de conciencia, el Sacramento de la Penitencia, la dirección espiritual, los ejercicios espirituales anuales y el retiro mensual. Que nunca nos falte la presencia discreta ni la mirada tierna de la Virgen María, Madre y Reina de los sacerdotes, en quienes ve a su propio Hijo Jesucristo. Superemos así la tibieza, los temores, el conformismo que puede aburguesarnos, para ser una iglesia misionera, “una Iglesia en salida”, que invite a todos a gustar la misericordia del Señor. La vida espiritual del sacerdote se ha de caracterizar por el fervor y el dinamismo misionero, en sintonía con el Concilio Vaticano II, que indica que los sacerdotes deben formar la comunidad que les ha sido confiada para convertirla en una

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comunidad auténticamente misionera (cf. PDV 26). El oficio de pastor exige que el fervor misionero se viva y se comunique, porque toda la Iglesia es esencialmente misionera.

Las reuniones de arciprestazgo son un lugar privilegiado de amistad y relación sacerdotal, de ayuda mutua y de trabajo en equipo, por eso deben mantener el sentido de fe y clima sobrenatural. Os propongo dedicar un tiempo al comienzo –después de orar juntos— a la reflexión común de un tema sacerdotal (tal y como me habéis sugerido algunos y hemos dialogado con los arciprestes), enriqueciendo así las reuniones y edificándonos mutuamente con las intervenciones y experiencias de cada uno. Que nunca falte en este ámbito de cercanía –como suele suceder— la preocupación por el compañero, el anciano o el enfermo, y especialmente por el que falta a los encuentros.

Repetiremos en este curso la convocatoria al cursillo Discípulos y Apóstoles que con tanta satisfacción vivieron el año pasado un grupo de nuestros sacerdotes. Espero que esta experiencia de gracia ayude a muchos más de vosotros y sea un auténtico consuelo e impulso de entusiasmo para vivir la vocación.

Pronto tendréis mi Carta Pastoral de inicio de curso. Os animo a compartir mi reflexión y secundar las propuestas, especialmente las más actuales e inmediatas, dentro del programa pastoral para cuatro años que aún está en vigor. Cuento con vuestra colaboración en el esfuerzo pastoral que supone seguir avanzando, siempre como discípulos del Señor, para alcanzar las metas de evangelización que la Iglesia nos propone.

Para concluir –además de reiterar mi agradecimiento por vuestra labor, vuestra vida sacerdotal y vuestra entrega— os animo a orar siempre unos por otros y por toda la Iglesia. Necesitamos la oración de intercesión, tan sacerdotal, para sostenernos mutuamente en la gracia del Buen Pastor, para que nos fortalezca en las frecuentes pruebas del ministerio y se manifieste en nosotros su misericordia. Contad siempre con mi recuerdo personal por cada uno en la celebración de la Eucaristía, para que no falte a nadie el auxilio de la gracia en las dificultades y para perseverar con fidelidad. Gracias también por vuestro apoyo y oración por mi, para que sea siempre fiel al encargo del Señor y pueda serviros cada día mejor.

Invoquemos a nuestro San Juan de Ávila, a San Hiscio, al Beato Diego de Cádiz y al Beato Marcelo Spínola, pastores santos que interceden por nosotros y nos ayudan con su ejemplo. No dejemos de acudir a nuestra Madre, la Virgen María, que intercede siempre ante su Hijo por sus queridos sacerdotes, agraciados por su amor de predilección para hacerle presente en el mundo.

Un abrazo y mi bendición

+ Rafael, obispo de Cádiz y Ceuta