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CARTAS DE MÉXICO 68 1968 – 2018 Los Juegos Olímpicos de México 1968 narrados 50 años después por los 11 atletas que formaron el equipo olímpico español. Por Miguel Calvo

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CARTAS DE MÉXICO 68

1968 – 2018

Los Juegos Olímpicos de México 1968 narrados 50 años después por los 11 atletas que formaron el equipo olímpico español.

Por Miguel Calvo

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Diseño gráfico de los Juegos Olímpicos México 1968, Lance Wyman y Pedro Ramírez Vázquez

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Unos hicimos caminos. Otros construyeron carreteras. Y ahora el atletismo español avanza por autopistas.

Javier Álvarez Salgado

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Cartas de México 68

Uno vuelve siempre a los viejos sitios en que amó la vida.

Canción de simples cosas, Chavela Vargas.

La mayoría de las ocasiones, las revoluciones llegan casi sin darnos cuenta, sin ser conscientes del todo de la trascendencia de lo que está ocurriendo a nuestro alrededor. Entonces, solo el paso del tiempo es capaz de poner la perspectiva necesaria y ayudarnos a valorar en su justa medida aquellos momentos en los que sabíamos que algo mágico estaba pasando a nuestro alrededor, pero que no sabíamos hasta qué punto nos iba a marcar, tanto a nosotros como a todas las generaciones futuras.

Medio siglo después, gran parte de la historia moderna podría caber en aquel lejano 1968 que se ha convertido en un lugar común repleto de nostalgia para quienes lo vivieron y de curiosidad para las nuevas generaciones, a medio camino entre la modernidad y el pasado, como un auténtico punto de inflexión a partir del cual cambiaron para siempre muchos valores y formas de ver la vida

Un año tan cargado de hechos históricos como la guerra de Vietnam, el asesinato de Martin Luther King, el inicio de la lucha contra la segregación racial, el atentado contra Robert Kennedy, la elección de Richard Nixon como presidente de los Estados Unidos, la primavera de Praga y el levantamiento de los estudiantes en todo el mundo, con el mayo francés de París como epicentro y la matanza de la Plaza de las Tres Culturas en México como símbolo de la represión más brutal.

Y, entre todo ello, la firme convicción de que la playa estaba bajo los adoquines, terminando de formar el espíritu que explotaría al año siguiente en la popularización imparable de las grandes concentraciones reclamando una sociedad mejor y con fenómenos culturales como Woodstock y los grandes festivales de música en busca de nuevas libertades que se creían perdidas.

En medio de toda aquella vorágine, impregnados por las ganas de cambio que parecían inundar cualquier parte del mundo, los Juegos Olímpicos de México llegaron durante un mes de octubre de hace cincuenta años para también cambiarlo todo. Como si, dentro del mundo del atletismo, comenzar a hablar de la nueva superficie sintética conocida como tartán y de la influencia de competir a tanta altitud (2.240 metros) hubiesen adelantado un futuro que llegó de repente en el momento justo, en plena revolución.

Terminando de situar el contexto, junto a las competiciones deportivas México organizó una importantísima olimpiada cultural para emular las celebraciones de la antigua Grecia en las que se cultivaba tanto el espíritu como el cuerpo, y en la que, por ejemplo, el cuadro de Dalí titulado El atleta cósmico representó al arte español. Además, los propios Juegos Olímpicos se convirtieron en un referente para el diseño gráfico gracias al espectacular proyecto que lideraron el arquitecto Pedro Ramírez Vázquez y el diseñador Pedro Ramírez Vázquez. Y el Estadio Olímpico Universitario, centro neurálgico de aquella olimpiada y localizado dentro de la Ciudad Universitaria de la Universidad Nacional Autónoma de México, situó por primera vez al estadio olímpico dentro de un área declarada Patrimonio Cultural de la Humanidad, en un lugar repleto de edificios

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modernistas y ambiente universitario, pero de marcado sentido histórico y cargado de símbolos prehispánicos, con la firma del muralista Diego Rivera.

Y a partir de ahí, se celebraron unos Juegos Olímpicos tan icónicos que quedarán marcados para siempre por el encendido del pebetero por primera vez a cargo de una mujer (Enriqueta Basilio), el salto infinito de Bob Beamon, la revolución técnica de Dick Fosbury, el puño levantado del Black Power y una sucesión irrepetible de récords del mundo, como si fuese el momento justo en el que podían caer de forma simultanea todas las fronteras físicas a las que se enfrentaba el ser humano.

Representando a España, a México viajó un equipo formado por once atletas que marcaron toda una época del atletismo español, a medio camino entre las viejas pistas de ceniza y los nuevos estadios de tartán sintético, y justo en mitad del trayecto que hay entre los autodidactas que escribieron la historia del atletismo español hasta los años cincuenta y la profesionalización del atletismo que comenzaría a llegar justo en las décadas posteriores a los años sesenta, con aquellos pioneros convertidos en entrenadores para traspasar el conocimiento que hasta entonces tan solo se adquiría a partir de la experiencia propia.

Y, muy vinculados al mundo universitario del que procedían en la mayoría de los casos y siempre con las raíces en el amateurismo y en la época en la que los atletas empezaban a buscarse la vida para seguir adelante, por encima de todo aquella generación de atletas fue un grupo de grandes amigos, cargados de los valores que regían entonces las reglas del deporte. Tal y como, en la actualidad, se sigue percibiendo en un numeroso grupo de whatsapp que ha ido surgiendo a partir de los homenajes a esta generación que han proliferado en los últimos años y que les agrupa a todos ellos bajo la denominación de “Los Irrepetibles”, según ellos mismos se hacen llamar.

Como si de una correspondencia a través de la cual los mismos protagonistas que estuvieron en los Juegos Olímpicos de México 1968 nos cuentan en primera persona la historia de aquellos días, este trabajo es una recopilación de las cartas que ellos mismos nos han escrito para este fin y un resumen de las largas conversaciones que hemos mantenido con ellos, incluyendo a los dos atletas que estuvieron en aquellos Juegos y que ya han fallecido (José Luis Martínez y José Luis Sánchez Paraíso) y que también aparecen en estas cartas a través de viejas entrevistas y crónicas de aquellos días.

En vísperas del 50 aniversario, con motivo de una pequeña tertulia, regresamos a las viejas pistas de ceniza de la Ciudad Universitaria de Madrid, donde la mayoría de ellos nacieron y se criaron deportivamente.

A finales del mes de septiembre, en torno a la festividad de San Miguel, el verano todavía se resiste a marcharse y, mientras paseamos por la vieja pista con Alberto Esteban, Jorge González Amo e Ignacio Sola, el maravilloso atardecer de la capital enciende todo el horizonte y las conversaciones nos trasportan a un tiempo que parece muy lejano, pero que es esencial para entender el momento actual.

- Desde México se produjo una inflexión total y aquellos días fuimos muy felices, afirma Alberto Esteban.

- Además, vivimos unos de los Juegos Olímpicos más revolucionarios e icónicos de la historia: un puño en alto con un guante negro, un salto tan largo para el que no había ni la suficiente cinta de medir, un salto de espaldas que asombró al mundo. Y todo eso ha provocado un reconocimiento y un recuerdo tan grande que es algo que no ocurre con

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cualquier otra edición olímpica. Algo que ni siquiera pasó con los Juegos que les precedieron y le sucedieron, como Tokio o Múnich, añade Ignacio Sola.

- Siempre se ha hablado del tartán y de la altitud. De que si todo lo que ocurrió allí fue una evolución natural. Pero no es así. Simplemente fue una generación absolutamente extraordinaria (Szewinska, Colette Besson, Al Oerter, Beamon, Fosbury, Jim Hines, Tommie Smith, Lee Evans, Saneyev, Mamo Wolde, la sombra de Abebe Bikila…) que se juntó en un momento totalmente extraordinario, mágico. Y que luego ni siquiera volvieron a repetirlo. Fueron unos días únicos, termina de apuntar Jorge González Amo.

- ¿Y las zapatillas? ¿Recordáis aquellas viejas Múnich? No os lo vais a creer, pero el otro día paseando con mis nietos por un centro comercial, vi que había una tienda solo de esa marca y que ahora están totalmente de moda, reflexiona Alberto Esteban entre risas.

- Claro que me acuerdo. Antes de que empezaran a llegar todas las nuevas zapatillas, solo teníamos aquellas Mates de piel tan rígida y tacos larguísimos, contesta Jorge González Amo.

- Aquellas Múnich fueron con las que yo competí en México. Recuerdo que estábamos en Pontevedra, en una concentración previa, y apareció un tío con un Simca 1000 diciéndonos que hacía las mejores zapatillas de atletismo del mundo y que si queríamos probarlas nos las regalaba. Fuimos al maletero, entramos a saco y nos las llevamos todas. Competí con ellas en aquella final olímpica y a la vuelta les mandé una foto con ellas, que luego la ampliaron y la utilizaron como publicidad, finaliza Ignacio Sola mientras se abrazan juntos a los buenos momentos vividos.

A lo lejos queda el recuerdo de México 1968 y los días felices. Primero, compitiendo dentro del estadio olímpico universitario. Después, con el paso de los días en los que la villa olímpica y sus alrededores se convirtieron en un enorme bazar donde poder ganar algo de dinero extra negociando con todo tipo de objetos, reflejo de aquellos años en los que tocaba agudizar la picaresca. Y, por último, con las noches transformadas en una fiesta interminable a través de las calles del DF, la música de Chavela y las mansiones de la numerosa colonia española engalanadas y repletas de mariachis recién contratados en la plaza Garibaldi.

Medio siglo después, la tarde termina caer sobre Madrid y, antes de despedirnos, continuamos charlando mientras que la vieja pista se va perdiendo de nuevo en el silencio de la noche, recordando aquellos años en los que la llegada del tartán iba a dejarla olvidada y en los que el futuro pareció que había llegado de improviso.

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Los Once Olímpicos Doble página publicada en Atletismo Español con motivo de México 1968

(1968, Septiembre) Atletismo Español, 161, 12-13

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Javier Álvarez Salgado (Vigo, 1943)

Actuación en México 68: 11º en la final de 3.000 metros obstáculos (9:24.51)

9:03.8 2e1 14/10/68

9.24.6 11 15/10/68

México 68, los Juegos de la Amistad.

Para la mayoría de los deportistas, la emoción de vivir unos Juegos Olímpicos es incomparable a cualquier otra competición. Como atleta, tuve la fortuna de participar en México 19668 y en Múnich 1972.

Llegué al atletismo en diciembre de 1962, y en febrero de 1963, sin conocer prácticamente nada sobre este deporte, pero ilusionado con un viaje a Madrid, corrí en la Casa de Campo en el cross I Trofeo Elola Olaso, una prueba destinada a atletas no federados donde un sorprendente triunfo fue el detonante para engancharme al atletismo.

A cinco años de la olimpiada de México 68 y viéndome posibilidades, mi entrenador, Alfonso Ortega, preparó un plan de trabajo. Afortunadamente, conseguí con cierta holgura la marca mínima para participar en la prueba de 3000m obstáculos. Fue en A Coruña, en una prueba celebrada para tal efecto. Allí pude ayudar también al atleta Mariano Haro a lograr el pase a los Juegos Olímpicos, sirviéndole de liebre en el segundo intento. La alegría fue inmensa.

México 68 me ilusionó como a todo deportista que consigue el billete para unos Juegos Olímpicos, pero en esta ocasión había una motivación especial: un país de habla hispana y una gran colonia española residente en el país, que nos animó y acompañó desde nuestra llegada hasta el día del regreso de la expedición española. Durante muchos años, éstos fueron considerados lo “Juegos de la Amistad”, lo que sólo fue igualado o superado por Barcelona 1992.

En cuanto a nuestros objetivos, el jefe de la expedición, don Anselmo López, lo tenía muy claro: nos encontrábamos en un escenario muy complicado para nosotros y clasificarnos para la final suponía un muy buen resultado. De modo que la consigna para todo el equipo era alcanzar el pase a la final en el mayor número de pruebas posibles, algo que conseguimos cuatro de los 11 miembros del equipo (Ignacio Sola, Luis María Garriga, Pipe Areta y yo mismo).

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En el estadio vivimos momentos históricos, como el salto de altura de Fosbury que cambió por completo la técnica del salto y los 8,90 metros de Bob Beamon en longitud. Recuerdo la alegría que nos dio Ignacio Sola con su salto de pértiga, que en ese momento era récord olímpico. Como novato en unos Juegos Olímpicos, me lo pasé fenomenal.

Pasé la clasificación para la final de 3000 metros obstáculos después de superar una durísima semifinal en la que puse todo mi empeño y donde sufrí muchísimo, debido a que estaba acostumbrado a correr a nivel del mar y a tanta altitud la situación era muy diferente.

Pero, salvo los keniatas a los que descubrimos en ese momento, todos acabábamos rotos. Todavía recuerdo cuánto me sorprendió hablar con uno de ellos y escucharle cómo contaba que no tenía entrenador ni nada parecido y que su entrenamiento consistía en ir corriendo cada día en ida y vuelta desde su casa a la misión, siempre por los caminos y saltando todos los obstáculos que se encontraba en pleno continente africano.

Tras aquella eliminatoria en la que terminé en segundo lugar, me quedé hecho polvo. Estaba muy cansado y me costó muchísimo recuperarme del esfuerzo. Al día siguiente, en la final hice lo que pude, pero ya había dado todo lo que llevaba dentro. En ocasiones, hay semifinales que uno tiene que correr como si se tratara de una final.

Uno de los grandes favoritos para aquella cita era mi amigo el ruso Viktor Kudinskiy. Tras las eliminatorias, ya clasificado para la final, tuvo un accidente en la habitación, jugando en el poco espacio que había entre las camas, y un golpe en la rodilla le dejó si poder correr. Recuerdo una entrevista que le hicieron para la televisión mexicana, en la que yo hice de intérprete. Por aquel entonces yo no tenía ni idea de inglés, pero me conocía toda su vida y entre atletas siempre hemos hablado un mismo idioma que nos ha permitido comunicarnos sin necesidad ni de hablar entre nosotros.

Una vez finalizada nuestra participación, tuvimos mucho tiempo libre y, entre otras cosas, hicimos muchos amigos, como los fondistas rusos. Ellos compraban en la ciudad enormes cantidades de textil, fundamentalmente lencería de mujer, y nosotros les ayudábamos a pasarlo dentro de la villa olímpica, para luego irlo traspasando poco a poco de nuestro apartamento a su edificio. Teníamos un trasiego tremendo.

Por otro lado, alguien nos había comentado que en México la gente demandaba muchas mantillas españolas y llevamos una buena cantidad que enseguida despachamos entre la colonia española y sus amigos.

Como tenía planes de casarme al año siguiente, traté de reunir el máximo de dólares. Todo lo relacionado con el equipamiento y el escudo olímpico de España era muy buscado y vendí un montón de cosas. Los dos dólares de dieta que nos daban por día no alcanzaban para mucho, aunque en ese momento eso era lo de menos.

Alrededor de toda la ciudad había un gran ambiente, y estuvimos todos los días como unos más dentro de la enorme colonia de españoles que habían emigrado allí, casi sin tiempo para poder asistir a todas las fiestas que nos invitaban. Incluso salir de la villa olímpica era un problema, porque siempre había muchos padres españoles con sus hijas y a la más mínima podías salir de allí con un compromiso de matrimonio.

En lo deportivo, México 68 fue lo mejor que me pudo pasar en mi corto tiempo en el atletismo, pues en cinco años y medio pasé de no conocer este deporte a ser olímpico. Como atleta, conocer corredores de diferentes países fue muy enriquecedor.

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En lo personal, esta olimpiada me dio un maravilloso impulso laboral gracias a que conocí a Adi Dassler, quien me invitó a formar parte del equipo de personas que iba a encargarse de introducir la firma Adidas en España. Durante muchos años fui representante de esta marca, trabajando en algo que me gustaba muchísimo.

Aquella fue la auténtica medalla de Oro que gané en aquellos Juegos Olímpicos.

Además, con el dinero que gané con todo lo que vendí en México dimos la entrada para un piso en Vigo y en 1969 me casé con Loly García, atleta como yo, con quien he compartido mi vida y formado una familia. Pronto, como este aniversario de México, celebraremos nuestros 50 años de matrimonio y de vida atlética.

¡Viva México 68!

Foto: El Faro de Vigo

Vigo, 3 de octubre de 2018

Javier Álvarez Salgado

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Luis Felipe “Pipe” Areta (San Sebastián, 1942)

Actuación en México 68: 12º final de triple salto (15,75)

16,20/0,0 9Q (6B) 16/10/68 (15,94 – 16,20 – p)

15,75/0,0 12 17/10/68 (15,72 – 15,75 – 14,80)

Después de haber estado en Roma 1960 y en Tokio 1964, con 18 y 22 años respectivamente, México 1968 fueron mis terceros Juegos Olímpicos, con 26 años.

Roma había sido para mí el descubrimiento de los Juegos Olímpicos, sobre todo en una ciudad como la capital italiana, con todo su significado. Tan joven, uno se quedaba un poco acomplejado al ver allí a todos los campeones. Cuatro años después, Tokio había sido una vivencia fantástica y además tuve la fortuna de ganar un diploma olímpico al ser sexto en salto de longitud, después de que en triple salto no pudiera conseguir clasificarme para la final. Y cuando llegó la cita de México estaba encantado de poder participar en unos nuevos Juegos Olímpicos, a los que llegaba en un gran momento de forma.

Si por algo creo que se caracterizaron aquellos Juegos, fue por la alegría de México y resultó una edición muy entrañable, mucho más familiar para nosotros que la anterior disputada en Tokio. Durante los años anteriores estuvimos viajando a México con motivo de los preolímpicos que se organizaron para que nos fuéramos familiarizando con el escenario y, en cuanto te montabas en los aviones mexicanos después de hacer escala en Miami o Nueva York, oías a todo el mundo hablar castellano y era como sentirse en casa. Entre los mariachis y la forma de vida de los mexicanos, fueron unos Juegos Olímpicos muy cercanos.

En pleno 1968, estábamos en unos momentos históricos de mucha tensión. Primero fue el mayo francés, con epicentro en París, donde estuve compitiendo y pude presenciar algunas de las algaradas que se produjeron. Al mismo tiempo se produjo la primavera de Praga. Y justo antes de que viajáramos a México, se produjo la matanza de la Plaza de las

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Tres Culturas, donde las manifestaciones fueron abortadas por la fuerza ante el miedo de que ese movimiento amenazara a las olimpiadas.

Aquellos Juego Olímpicos tuvieron la novedad del tartán y se disputaron a una gran altura (2.240 metros sobre el nivel del mar) que beneficiaba a las pruebas explosivas de velocidad y los concursos, lo que motivó una tremenda eclosión de récords mundiales y hechos impresionantes.

Los entrenamientos previos habían ido muy bien y llegué a la competición en un gran momento de forma. Hasta el punto de que me clasifiqué para la final sin demasiado esfuerzo. En la calificación pedían 16,10 metros para pasar a la final y, aunque en el primer intento pisé muy lejos y solo llegué a 15,94 metros, en el segundo salto hice 16,20 metros con relativa facilidad.

Pero, a pesar de llegar tan confiado, en el calentamiento de la final empecé a sentir unas molestias extrañas en el tobillo derecho. No era un dolor traumático, pero notaba que iba cayendo poco a poco y, al entrar en la pista y comenzar la final, fue a peor. No despegaba bien, hice dos intentos muy malos sobre 15,75 metros y me quedé totalmente cojo, fuera de la competición a las primeras de cambio y con una sensación muy agridulce.

Respecto a la propia competición, fue una de las pruebas de triple salto más impresionante de toda la historia.

En su segundo intento de la calificación, Giuseppe Gentile, con quien me había entrenado durante dos años en Roma antes de México y éramos tan buenos amigos que a día de hoy seguimos escribiéndonos, saltó hasta 17,10 metros, superando el récord del mundo que tenía el polaco Józef Szmidt (17,03 metros) desde 1960, el primer hombre que había superado la barrera de los 17 metros. Prácticamente nadie se había acercado a esa frontera desde entonces y Gentile pulverizó el récord mundial en plena calificación. Fue impresionante, nos fundimos en un abrazo y desde ahí comenzaron todas las dudas de si le iba a poder la responsabilidad y se iba a hundir durante la final, víctima de los nervios y de un salto así antes del gran día.

Pero la final fue absolutamente maravillosa.

De nuevo Gentile, en su primer intento, subió hasta 17,22 metros, nuevo récord mundial. Y, en vez de quedarse todos hundidos como pasó en la longitud al día siguiente cuando Bob Beamon hizo 8,90 y destrozó la prueba, todos los saltadores se espolearon. Como respuesta, el soviético Viktor Saneyev mejoró el récord del mundo todavía un centímetro más (17,23 metros). Después, el brasileño Nelson Prudencio se puso como nuevo líder batiendo otra vez el récord mundial al llegar hasta 17,27 metros, lo que era una mejora de alrededor de un metro sobre su marca personal. Y, como colofón, Saneyev respondió con un nuevo salto de 17,39 metros que le dio finalmente el oro y supuso el quinto récord del mundo que vimos en el triple salto de México.

Con una facilidad asombrosa, casi todos los saltadores saltaron por encima de los 17 metros. Hasta tal punto que el propio Szmidt, que ya había sido campeón olímpico en Roma y en Tokio, quedó en novena posición, sin pasar a la mejora, con una marca de 16,89 metros que, antes de México, hubiese sido récord olímpico.

En medio de toda esa fiesta, allí estaba yo como un simple espectador, contemplando todo aquello e intentando asumir lo que me pasaba. Pero así es la vida y eso te hace crecer mucho interiormente.

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Sinceramente, viendo la actuación de todos, creo que yo también tenía que haber pasado de 17 metros, pero eso es algo que nunca podremos comprobar. Gentile, por ejemplo, estaba muy en forma, pero es cierto que hasta entonces yo siempre le había ganado.

La sensación en los entrenamientos era fabulosa. Cogías el tartán y volabas. Todos mejorábamos mucho y, aunque había que coger bien el ritmo a la nueva pista, ya notabas que era algo muy especial por cómo corrías y saltabas. Pero yo me quedé ahí y fue una sensación muy agridulce, con la alegría inmensa del récord olímpico de Sola, algo que ya durará toda la vida, con la buena actuación del resto de los españoles, la estupenda experiencia que compartimos todos juntos y los Juegos tan impresionantes que vivimos, con récords mundiales en prácticamente todas las disciplinas, desde los 100 hasta los 1.500 metros, pasando por todos los concursos y los relevos. Vivimos algo casi tan eléctrico como la tormenta que se desató literalmente durante la tarde de Beamon.

Tras la lesión, al final me tuvieron que operar y estuve un año de recuperación. Al principio no se sabía lo que tenía, pero vieron que había una esquirla de hueso suelta y que se me metía en la articulación, de forma que me tocaba el nervio cuando caía de los saltos. Tras recuperarme, intentamos llegar a la siguiente cita, que iba a ser en Múnich en 1972. Pero, aunque también llegaba bien, tuve la desgracia de un accidente durante una concentración en Croacia en el mes de enero. Al salir de la piscina donde nos relajábamos después del entrenamiento, me resbalé y me fui contra la pared de cristal, que se rompió y me seccionó el tendón tibial.

De nuevo otra operación y, aunque me llevaron a Múnich como comparsa para vivir la experiencia con todo el grupo, desde ahí empezaron mis propias cruces como atleta que acabaron con una lesión de espalda y el nervio ciático que me llevó a retirarme.

50 años después, echando la vista atrás lo que queda es muy buen sabor de época y, sobre todo, una amistad con todos los que compartimos aquellos años que permanecerá siempre y que es lo que verdaderamente te enriquece.

Recuerdo cómo José María Escrivá de Balaguer me dijo que cada vez que fuese a saltar y estuviese en esos momentos de plena concentración en los que la cabeza del atleta se convierte en una tragedia mental griega, simplemente pensara que Dios me sonríe y eso es algo que me apliqué siempre. Si todo sale bien, subes al podio, y encima lo ofreces, es maravilloso, pero si la cosa sale mal y además te ves envuelto en una escena que parece increíble, con todos los demás saltando de repente con mucha facilidad por encima de los 17 metros y tu si poder participar por una lesión en el calentamiento mientras que intentas que asumir que estás fuera, eso te hace crecer por dentro.

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Ahora, con 76 años, lo piensas en frío y ves que no cambia nada por haberte lesionado en una final olímpica o haber sido sexto en Tokio en lugar de segundo o primero. Lo importante es el presente y seguir adelante, con alegría por todo lo que has vivido.

En Roma, entrenando antes de los Juegos Olímpicos, aprendí que era estupendo que me preparara para las olimpiadas tan intensamente, con total dedicación, pero que al mismo tiempo me tenía que ir preparando para el último salto.

Al fin y al cabo, la vida es como el deporte y todo es tomar impulso para el salto final.

San Sebastián, 26 de septiembre de 2018

Luis Felipe Areta Samperiz

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Alberto Esteban (Zaragoza, 1943)

Actuación en México 68: Clasificado en 1.500 metros, no pudo competir en la segunda eliminatoria en la que estaba inscrito por lesión.

Dentro de una de las giras escandinavas que hicimos con carácter previo a los Juegos Olímpicos que se disputaron en México en octubre de 1968, el 2 de julio de ese mismo año batí el récord de España de 1.500 metros (3:41.3) y de la milla (3:59.2) en una carrera disputada en el estadio olímpico de Estocolmo.

Ese día, no solo conseguí sellar mi participación en los Juegos Olímpicos de México y mejoré los récords vigentes de Tomás Barris (3:41.7 en 1.500 metros y 4:03.2 en la milla), si no que me convertí en el primer español en bajar de la mítica barrera de los cuatro minutos en la milla, de la misma forma que Sir Roger Bannister lo había conseguido unos años antes.

Creo que, con el paso de los años, es un hecho que no se recuerda mucho en nuestro país, así como la circunstancia de que he sido el último atleta español que ha tenido de forma simultanea los records nacionales de 800 (1:47.4 Budapest, 09.09.1966) y 1.500 metros, ambos conseguidos en las viejas pistas de ceniza y antes de que Jorge González mejorara mi registro tan solo un mes después, en la misma víspera de México.

Aquel día de mi récord en Estocolmo, camino de los Juegos Olímpicos, Pipe Areta también batió el récord de España de triple salto (16,36). Y la milla en la que participé fue ganada por Bodo Tümmler (3:54.7), mientras que yo pude terminar por delante del australiano Ron Clarke (4:00.2), uno de los corredores que más he admirado.

A pesar de la marca, llevaba todo el año arrastrando unas molestias y estaba tan tocado que casi no iba a ir a competir.

Después, no pude terminar de recuperarme, pero aun así me llevaron a México con el primer grupo que viajó para adaptarnos a la altura de la capital mexicana, pensando los técnicos que quizás podría recuperarme o correr a pesar de estar tocado, como en Estocolmo.

Pero, finalmente, no pude competir y no llegué a saltar al estadio olímpico.

Si me pasa ahora, quizás estaría más jodido que entonces, pero me pilló joven y estaba en esa edad en la que el tiempo y las oportunidades se valoran de otra manera, cuando piensas que en la vida siempre hay tiempo para todo y que todo vuelve. Tenía 25 años y estaba

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convencido de que nuestros Juegos serían los siguientes, en Múnich, sin saber entonces que luego la vida y las lesiones marcan su propio camino.

Con todo ello, fui muy feliz en México y disfruté muchísimo aquellos días.

Samaranch me preguntó si me quería volver a España y, después de decir que lo que más quería era estar allí con el resto del equipo, Anselmo López me dijo que me iría con él como relaciones públicas, ya que la agenda estaba repleta de actos con invitaciones que nos llegaban desde todos los lados (casas de España, centros de las distintas regiones españolas, Cantinflas, empresarios españoles…). Fueron unos días increíbles sin parar de ir de un lado para otro viviendo intensamente las competiciones olímpicas y todo el ambiente que hay a su alrededor.

Los Juegos Olímpicos de México fueron tan míticos que están llenos de hitos, de primeras veces.

Entre ellos, la primera vez que se compitió en tartán. La primera vez que se televisaron los Juegos Olímpicos en nuestro país. La primera vez que una mujer, Enriqueta Basilio, encendió el pebetero olímpico. La primera vez que se bajó de los diez segundos en los cien metros (Jim Hines). La primera vez que se baja de los 44 segundos en los 400 metros (Lee Evans 43,86 y Larry James 43,97). La primera vez que alguien saltó la altura de espaldas, con un Dick Fosbury que venía de entrenar saltando en una litera. La primera vez que irrumpieron los atletas kenianos (con los triunfos de Kipchoge Keino en los 1.500 metros, Naftali Temu en 10.000 metros y Amos Biwott en 3.000 metros obstáculos). O la primera vez que se hicieron controles antidopaje (con el positivo del pentatleta sueco Hans-Gunnar Liljenval por alcohol).

Y todo ello, en unos juegos absolutamente singulares al disputarse a tanta altura sobre el nivel del mar y que hizo que todo el mundo se preparase en altitud, como Gammoudi en Font Romeu, produciéndose un disparate de récords del mundo por todas partes y actuaciones tan remarcables como la final de triple, el vuelo de Beamon, la puesta en escena de los nuevos materiales en la pértiga, el cuarto oro olímpico consecutivo del lanzador Al Oerter, el récord del mundo de Irena Szewinska en los 200 metros (22,58) y su doblete con el bronce en los 100, los equipos de relevos volando en sentido literal o el triunfo en maratón de Mamo Wolde, con Abebe Bikila retirándose para siempre en la calles de la capital mexicana.

Y entre todo ello, las protestas raciales que llevaron a cabo los atletas afroamericanos estadounidenses.

En los desfiles, ordenados alfabéticamente, nos situábamos al lado de Estados Unidos, y a su alrededor siempre había un caos de prensa y de gente agolpándose a su alrededor, con los Tommie Smith y John Carlos a los que habían expulsado de la villa olímpica.

Dentro de la competición, desde un prisma muy personal, sentí muchísimo que el australiano Ron Clarke (bronce en Tokio 1964) solo pudiera terminar quinto y sexto en los 5.000 y 10.000 metros respectivamente, porque para mí era el mejor, un súper clase.

Le debo todo al atletismo y, tras mi vida como atleta, me hice profesor de educación física y siempre he estado muy ligado como entrenador y responsable de la RFEA.

Pero aquel ambiente que vivimos alrededor de México es algo irrepetible.

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Por encima de todo, éramos amigos. Todos nos ayudábamos en las carreras tirando unos y otros para conseguir juntos los objetivos. Y hay muchas cosas de aquel último espíritu amateur que ya nunca volverá.

Eran unos tiempos tan diferentes que, junto a Areta, yo fui uno de los primeros atletas españoles que tuvo una beca, además de un pequeño sueldo que recibía del Atlético de Madrid.

En Barcelona, Samaranch venía todos los lunes a comer con nosotros a la Blume y, tras ganar los Juegos Iberoamericanos de 1962, alguien me dijo que le pidiera dinero, porque mis padres no tenían ni un duro. Me llevó al despacho del secretario y me preguntó que cuánto quería. Sin saber ni qué responder pedí 1.500 pesetas y me pusieron esa asignación mensual, que al cabo de un año fui a pedir que me lo subieran. Luego, en Madrid, seguí yendo cada mes a la calle Ferraz a recibir el dinero cada mes.

Más allá de aquellas primeras ayudas a los atletas, todo era tan marginal y precario que unas lesiones que hoy se curarían rápido a nosotros nos retiraban muy pronto, junto al hecho de que tenías que seguir estudiando, trabajando y siendo consciente de que no podías estar por siempre dando vueltas a la pista.

Pero la vida se vivía de una manera muy diferente y éramos muy felices.

Pista de atletismo de la Ciudad Universitaria de Madrid, 27 de septiembre de 2018.

Alberto Esteban Panzano

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Luis María Garriga (Borja, 1945)

Actuación en México 68: 11º final de salto de altura (2,09)

2,12 Récord España 11Q (B) 19/10/68 (1,95-2 / 2,03-1 / 2,06-2 /2,09-1 / 2,12-1 / 2,14-xxx)

2,09 11 20/10/68 (2,00-1 / 2,06-2 / 2,09-1 / 2,12-xxx)

Llegamos a México el tres de octubre de 1968. Nos alojamos en la villa olímpica ubicada al final de la calle Insurgentes en unos edificios que posteriormente supongo que serían utilizados como viviendas particulares. Y, según recuerdo, los atletas estábamos alojados en un piso de la cuarta planta.

En los días sucesivos conocimos toda la villa y entrenábamos adaptándonos al nuevo tartán y a la altura de México. Como es lógico, conocimos a muchos atletas de diferentes países. Entrenábamos juntos, pasaban los días y al acercarse la competición, uno empezaba a elucubrar sobre sus posibilidades de cara a la competición. Yo me decía: “Luis, aquí están los mejores de cada país del mundo. O sea, que te vas a tener que emplear a fondo para quedar bien”.

Siempre me gustó competir y se me daba bien. Pensaba: “la marca es importante, pero hay que saltar el día 19 a las 10 de la mañana. Ahí es cuando hay que estar bien”. La marca por sí sola no vence. Y entonces, lo que parecía imposible fue. El día 20 saltaron a la pista del estadio trece saltadores para disputar la final olímpica de salto de altura y uno de ellos era yo.

En la final había expectación por ver a Fosbury y a fe que no nos decepcionó ni a nosotros ni al público mexicano que, al ver cómo Fosbury iba superando el listón en cada salto hasta establecer el nuevo récord olímpico en 2,24 metros, le gritaba: “¡Ándele, Gringo!”.

Finalmente, el listón se quedó bailando sobre los soportes a 2,29 metros, y cayó.

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Para mí, supongo que como para el resto de los competidores, fue impactante ver la nueva técnica homologada por la I.A.A.F y, tras el resultado, todos intuimos que habíamos asistido a un momento histórico, pues se estaba certificando el final del rodillo ventral, y que el Fosbury Flop se iba a imponer en el mundo, como así sucedió.

Me cabe el honor de haber sido testigo de la evolución técnica más importante que ha sufrido el salto de altura a lo largo de la historia.

Al margen de la competición, Mario Moreno “Cantinflas” nos recibió a toda la delegación española en una recepción que empezó con unas bellas palabras. Algo así como: “España y México son como esos dos enamorados que se aman profundamente, pero una reja les impide abrazarse”. Para terminar, se puso aquella larga camiseta blanca e hizo una parodia de esas que yo veía de niño en el Cine Pequeño de Borja. Por parte de la delegación española, le replicó el periodista José María Llorente, con quien mantengo aún una gran amistad.

Ciudad de México es una ciudad con un gran atractivo. Conocimos lugares emblemáticos como la Plaza de las Tres Culturas, la zona Rosa, Pacífico, Los Charros del Pedregal, el Club Asturiano, Chapultepec, la Plaza Garibaldi, etc…

Para mí, que era la primera vez que visitaba México, resultó una experiencia inolvidable, tanto por mi clasificación para la final olímpica como por todo el entorno que rodeó nuestra participación en aquéllos maravillosos Juegos Olímpicos de México.

La experiencia es mucho más extensa, pero he querido recoger en un folio algunos momentos de los que considero una de las mayores glorias que uno puede alcanzar: participar en unos Juegos Olímpicos.

Borja, 1 de octubre de 2018

Luis María Garriga Ortiz

¡¡50 años después!!

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Jorge González Amo (Madrid, 1945)

Actuación en México 68: 7º en la tercera eliminatoria de 1.500 metros (3:50.4)

3:50.4 7e3 18/10/68

Este verano he estado en Berlín y una de las cosas que me propuse fue ir a ver a mi amigo Bodo Tümmler, campeón de Europa de 1.500 metros en 1966 y bronce olímpico en México 1968.

Estuvimos entrenando juntos en Völödalen durante todo el mes de agosto previo a los Juegos Olímpicos y en México convivimos en la villa olímpica. A él le debo mi récord de España que logré en Gotemburgo antes de la cita olímpica (3:40.00 26.08.1968), porque fue quien tiró en aquella carrera. Él quería intentar batir el récord de Europa (3:36.3 Michel Jazy), pero al llegar a la capital sueca y ver que la pista estaba en mal estado, tiró de nosotros para que pudiéramos hacer récord de España.

Después de aquella concentración en Völödalen, Tümmler se fue todo el mes a Arizona (Estados Unidos), porque nunca habíamos entrenado en tartán, pero cuando llegó a México lo hizo con los dos tendones inflamados. Era un tío con un carácter excepcional, pero la lesión le tenía deprimido y yo le puse en contacto con nuestro preparador físico, José Luis Torrado, quien nunca dudaba en tratar a cualquier atleta de cualquier nacionalidad, como también hizo aquellos días con el triplista Gentile.

Charlando este verano en Berlín, Tümmler me ha afirmado que nunca había sufrido de tendones y que Torrado le dejó nuevo. Aún recuerdo a Torrado sacando sus cataplasmas y al propio Tümmler apareciendo después de la final con dos botellas de vino del Rin para agradecerle toda su ayuda en su medalla de bronce.

En México yo corrí la tercera serie de 1.500 metros y se clasificaban los cinco primeros. Acabé séptimo (3:50.4) y no pude pasar a la semifinal. Tras la carrera estuve en el vestuario con 180 pulsaciones durante tres cuartos de hora y pensaba que me iba a dar un ataque. En la vida he cogido una pájara como esa.

Después me enfadé mucho con el periodista Pedro Escamilla, porque me había puesto a parir en la crónica que publicó. Criticó la carrera, me puso fatal y escribió algo así como: “respecto a la actuación de los españoles, como habitualmente se les elimina a las primeras de cambio, llegué tarde a la prueba y ya solo me quedó ver el resultado en el marcador”.

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En una de las fiestas a las que nos invitaron durante los días posteriores a competir, estuvimos con Cantinflas y aquella noche yo estaba en la mesa con Pipe Areta, José Luis Torres, Julio Bravo (director técnico de la RFEA)… Escamilla se acercó a la mesa, vino a felicitarme por mi récord de España y le eché en cara que cómo podía escribir las crónicas sin ver las carreras, a lo que me contestó que tenía muy buenos informadores que le contaban todo. En medio del enfado, negándole el apretón de manos, le dije que en esa ocasión le habían mentido.

La relación con la prensa era ya muy curiosa por aquel entonces y nosotros íbamos aleccionados por los servicios médicos que, en las preolimpiadas a las que estuvimos yendo los dos años anteriores, siempre nos decían que cuando los periodistas nos preguntaran por la altitud les dijéramos que no nos influía para rebajar un poco la tensión, porque los mexicanos se creían que había un boicot contra ellos. Pero ¿cómo no nos iba a influir?

1968 fue un año muy especial. Un año revolucionario. Un año que nos marcó absolutamente en todo (mi dirección de email y redes sociales llevan el 68 en referencia a aquel año clave para nosotros), con el mayo francés al que cada día salían autobuses repletos desde todos los Colegios Universitarios de Madrid o las Asambleas que cada día paraban las clases en la Universidad. Es cierto que, a pesar de ser izquierdas como buen hijo de padre de derechas, yo no milité mucho políticamente y estábamos en la Blume, donde cada día sin clase era una oportunidad para entrenar. Pero, todo aquello estaba en el ambiente y fueron unos días muy especiales.

Recuerdo, por ejemplo, estar en una manifestación en Cibeles y bajar con los amigos para seguir todo lo que pasaba a través de una emisora en la que se escuchaba el canal de la policía. E incluso cómo vivimos todavía con más intensidad la primavera de Praga, porque al estar Emil Zatopek nos afectó más, atléticamente hablando.

Luego, los Juegos Olímpicos de México tuvieron unos hitos deportivos tan impactantes que quedarán para siempre en la historia del olimpismo.

Por ejemplo, la revolución de Fosbury en el salto de altura fue tan grande que, en la calificación que se disputó como a las once de la mañana simultáneamente en los dos saltaderos que había en el estadio, todavía había poco público en las gradas, pero todo el mundo se fue a la misma curva porque claro, allí estaba Fosbury poniendo todo patas arriba y saltando de espaldas.

El salto de Bob Beamon yo también lo vi y tengo una fotografía del momento. Me cogió el señor Bravo y me fui con él a contrameta, a 20 o 25 metros de donde estaban saltando. Tenía una cámara de fotos Zénith con un objetivo de 500 milímetros que había comprado a los atletas rusos unos días antes y le pillé justo en el momento del salto. Le corté un poco la frente, pero se ve perfectamente a Beamon, en una toma lateral desde la grada. Fue un salto precioso.

Debido a la mala calidad de la fotografía, nunca la llegué a revelar y solo tenía una copia positivada en blanco y negro, pero, 40 años después, a través de los foros de internet, coincidí con Juan Carlos Hernández, un fisioterapeuta de San Sebastián que tiene un blog de atletismo excepcional en El Diario Vasco y que es uno de los mayores estudiosos del mundo del salto de Beamon y todo lo que hay a su alrededor. Gracias a su interés, conseguí encontrar el negativo original, que estaba hasta arrugado, y él consiguió devolverle el color, quedando como otra fotografía que tengo del propio Bob Beamon

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poniéndose el chándal después de su salto infinito, ésta si revelada en color desde el principio

Y junto a las grandes gestas deportivas, también vivimos en primera persona el gesto del Black Power y la lucha que comenzaron los atletas negros contra la segregación racial. Más allá del gesto con el puño levantado y el guante negro que en esos momentos no trascendió a nuestra vida en la villa olímpica, sí que vivimos que el ambiente era absolutamente diferente y los propios atletas negros no convivían con los blancos norteamericanos. Incluso, siempre en un tono desafiante, extendieron sus protestas al hecho de no respetar las normas de funcionamiento de la villa olímpica. Todos los días en los que nos tocaba utilizar la pista de entrenamiento, podías encontrarte a Tommie Smith, John Carlos, Lee Evans, Beamon y al resto de atletas tumbados en medio de la pista haciendo abdominales o utilizándola a su antojo dentro de sus protestas.

Hace poco, he leído un artículo en el que Smith relata cómo le rompieron la vida desde ese momento. Cómo le echaron de su trabajo de lavacoches y cómo hicieron la vida imposible a sus hijos en el colegio. Un boicot similar lo sufrió el australiano Peter Norman en su país tras ganar la medalla de plata y unirse a Smith y Carlos en sus protestas.

Junto a todo ello, la vida en la villa olímpica fue muy especial, muy divertida. Hasta el punto de que a los atletas de ahora siempre les digo que ellos ya son profesionales y que tienen muchas más facilidades de las que había en nuestra época, pero que viven peor que nosotros. Máxime en aquellos Juegos en los que competimos durante los primeros días y luego nos quedamos allí hasta el final.

Por ejemplo, entre la preolimpiada y los propios Juegos Olímpicos, estuvimos viajando tres años consecutivos a México y cada año Mariano Haro conseguía revolucionar todo y tener mil negocios a su alrededor.

El primer año, justo antes de viajar a México nos dijo en el aeropuerto que el coñac se valoraba muchísimo allí, pero claro, no ibas a llevar más de dos o tres botellas en la maleta. Cada botella costaba 56 pesetas y nada más llegar bajó a los taxistas que esperaban frente al hotel y se las colocó por 560 pesetas cada uno. Un negocio redondo, pero no lo suficientemente bueno al no poder llevar un cargamento.

En una nueva idea, al año siguiente viajó con la maleta sin ropa y la llenó de alubias y otras cosas que le habían dicho que podían funcionar. Fue un fracaso total. El peor año. Y, como le salió tan mal, con lo que pudo ganar se compró unos ceniceros de alabastro que pesaban muchísimo, pero la situación empeoró porque desde allí nos fuimos a Chile a competir en un meeting y Morera y yo tuvimos que ayudarle con las maletas, tan pesadas, y quedando claro que aquel iba a ser un negocio malísimo. Como un último intento de solucionarlo, el último día compró unas pegatinas feísimas de unos indios con brillantes que se pegaban en los coches. Y esas pegatinas, junto a los ceniceros, se pudieron ver durante todo el año siguiente en todas las carreras de campo a través a las que íbamos, donde ponían unos tenderetes para intentar venderlo y recuperar la inversión.

Pero a la tercera vez iba a ir la vencida y para los Juegos Olímpicos de México, Javier, Torrado, Carlos Pérez y él si supieron encontrar un gran negocio y viajaron con todas las maletas llenas de mantillas hechas a máquina.

Ya en la villa olímpica montaron un tinglado impresionante con las limpiadoras que trabajan allí y consiguieron tenerlas a todas como auténticas representantes.

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No paraba de ir y venir gente, de entrar y salir de las habitaciones, y al pobre José Luis Martínez le tenían loco, todo el día sonando el timbre del apartamento:

- ¿Señor Haro?

- ¡A tomar por culo!, les gritaba el lanzador de martillo.

Además, organizaron un cambalache tremendo con los atletas rusos, quienes vendían cámaras de fotos.

En medio de tantos negocios, intimaron rápidamente con ellos y se iban juntos a la calle a comprar ropa de mujeres de nylon (ropa interior, medias…). Como los rusos no podían meterlas a la villa, porque estaban muy vigilados, se las daban a Carlos Pérez para luego recogerlas dentro y en nuestro apartamento, entre los rusos, las limpiadoras y ellos se organizaba un follón impresionante de llamadas y visitas.

En una de esas, al llamar al timbre José Luis Martínez salió gritando y se encontró enfrente a un remero ruso enorme.

Junto a las mantillas, llevaron desde España unas mancuernillas, que es como llamábamos a los gemelos repujados, con la idea inicial de darlos simplemente como regalo o presente.

Por aquella época se llevaban mucho los cambios de insignias y las empezaron a cambiar como unas más. Hasta que, de repente, apareció alguien que les preguntó si podían cambiárselo por una moneda de plata de 25 pesos, dado que no tenía más insignias. Y tras él empezaron a llegar un montón de personas con las mismas monedas.

Entonces, lo que en un principio tenían para regalar y para intercambiar vieron que podía ser un gran negocio y pensaron: “¡si pudiésemos encargar que alguien de España nos trajera 100.000 pesetas de mancuernillas nos haríamos millonarios!”

Pista de atletismo de la Ciudad Universitaria de Madrid, 27 de septiembre de 2018.

Jorge González Amo

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Mariano Haro (Becerril de Campo, 1940) Actuación en México 68: eliminado en la tercera eliminatoria de 3.000 metros

obstáculos (Quinto clasificado en su serie, fuera de la final, con una marca de 9:15.93, pero los jueces le descalificaron por error alegando que pasó un obstáculo ayudándose

de las manos, lo cual sí que estaba permitido)

9:16.0 DQ (5e2) 14/10/68

Antes de mis cuarto y sexto puesto en los 10.000 metros de Múnich 1972 y Montreal 1976, México 1968 fueron mis primeros Juegos Olímpicos y en la capital mexicana competí en los 3.000 metros obstáculos.

Corrí en la segunda serie, que ganó el francés Jean-Paul Villain después de tirar muchísimo durante toda la carrera. Se clasificaban para la final los cuatro primeros y, en la última vuelta, después de intentar por todos los medios y sin éxito meterme entre los puestos que daban el pase a la final, ya no tuve más fuerzas y al pasar un obstáculo lo salté ayudándome con las manos.

Los jueces me descalificaron por ello, pero fue un error de la propia organización, dado que el reglamento dejaba claro que cada atleta lo podía saltar libremente, bien sin tocarlo o bien apoyando las manos o los pies. En todo caso, acabé en la quinta posición y, de una manera u otra, no me clasificaba para la final, en la que sí que estuvo mi amigo Javier Álvarez Salgado, que se clasificó siendo segundo en su serie.

Por una parte, aquellos Juegos, y especialmente aquella competición de 3.000 metros obstáculos que acabó con el oro de Amos Biwott y la plata de Benjamin Kogo, supusieron la irrupción de los atletas kenianos, a los que hasta entonces no los conocíamos.

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Por otra parte, la altura de Ciudad México condicionó mucho las pruebas de fondo. Por ejemplo, en uno de los viajes previos que hicimos a México para adaptarnos, fuimos con un equipo médico y llegaron a medirnos hasta 215 y 220 pulsaciones por minuto.

Para adaptarme, estuve en Colombia, que tenía una altitud similar, pero las sensaciones eran totalmente distintas a lo que estábamos acostumbrados. Con el añadido de que la marca que me dio la clasificación para México la logré en Galicia, a nivel del mar, y eso no tenía nada que ver a los que nos esperaba compitiendo a tanta altura.

En todo caso, fueron mis primeros Juegos Olímpicos, tenía 28 años y, después de aprender de la experiencia, mis Juegos iban a ser las siguientes ediciones que se celebraron en Múnich y en Montreal.

Siempre he sido muy valiente, muy lanzado para todo, y mientras se disputaban las competiciones en el estadio olímpico me colaba en todas partes para poder verlo todo y no perdernos nada de todo lo que ocurría, casi siempre con Torrado, “el Brujo”.

Mi tío Emiliano, el hermano de mi madre, vivía en México y durante todos esos días pude estar con mis primos para arriba y para abajo. Durante los Juegos, un día me colé en uno de los despachos de la organización y cogí tres o cuatro tarjetas que me escondí debajo de la camisa, para que mis familiares pudieran entrar por las instalaciones con nosotros.

Y, como en cada viaje que hacíamos, aprovechamos para hacer nuestros propios negocios, siempre llevando y trayendo cosas para venderlas e intentar sacar algo de dinero. Teníamos nuestra propia organización y Josep Molins, el célebre corredor de Sabadell que estaba allí organizando varias cosas, fue nuestro particular jefe de bodega, ya que nos suministraba botellas de vino y de coñac que después nosotros vendíamos para sacarles más rendimiento (nota del autor: Álvarez Salgado recuerda que aquellas botellas de vino se llamaban San Yago y que “en la etiqueta ponía: embotellado para el Comité Olímpico Español, lo que hacía que se vendieran muy bien”).

En la villa, con todo el follón que montábamos, recuerdo a José Luis Martínez salir un día a gritos de la habitación para ver qué era lo que pasaba y se encontró en la puerta a un ruso enorme que le sacaba un par de palmos.

Además, aprendí a jugar al póker con Areta, Sánchez Paraíso, Alberto Esteban y todos los demás. Realmente nunca he tenido ni idea dejugar, pero siempre he tenido tanta suerte que no paraba de ganarles a todos y hacerles perder casi hasta los pantalones.

Entre unas cosas y otras, volví de aquellos Juegos Olímpicos con unas 120.000 pesetas.

Durante las noches en las que vivimos en México, todavía recuerdo cómo sonaba la guitarra de un músico en una fiesta en la que estuvimos con Cantinflas. Aquella música era maravillosa.

Al regresar a España, llevé en coche a Sánchez Paraíso hasta Salamanca y después continué mi viaje.

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La prueba de obstáculos, con la ría y aquellas vallas siempre me ha recordado a las carreras de cross que disputábamos durante todo el invierno. A los entrenamientos por las tierras de pinares alrededor de mi pueblo donde entrenaba.

Corría bien, porque me sobraban fuerzas y pasaba muy bien todos los obstáculos. Pero aquel día en México, durante la carrera no me quedó más energía y los jueces creyeron que me tenían que descalificar por ayudarme con los brazos durante la última vuelta, ya sin posibilidades de alcanzar a los corredores que se marchaban en cabeza.

Cuatro años después, en Múnich, tan solo iban a poder quedar por delante de mí el finlandés Lasse Virén, el belga Emiel Puttemans y el etíope Miruts Yifter, con quien entrené alguna vez en Palencia.

Astorga, 2 de octubre de 2018.

Mariano Haro Cisneros

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Ramón Magariños (La Estrada, 1948)

Actuación en México 68: 5º en la tercera eliminatoria de 400 metros (46,92 R.ESP.ELÉCTRICO)

46,9 5e3 16/10/68

Cincuenta años después de los Juegos Olímpicos de México 1968, el atletismo y el deporte han cambiado tanto que sólo hay que ver cómo entrenábamos antes y cómo se entrena ahora. O cómo ha evolucionado la medicina deportiva desde entonces, pues estoy seguro de que, de haber existido la mitad de los conocimientos aplicados de los que hay ahora, todos habríamos tenido unas trayectorias atléticas mucho más profundas y la mayoría hubiésemos llegado a la siguiente cita olímpica de Múnich.

Dentro de lo que se llamaba la preolimpiada, desde 1966 estuvimos viajando a México con la intención de prepararnos lo máximo posible y acostumbrar a nuestros cuerpos a la altitud de la capital azteca. Pero aquello era muy diferente a lo que hoy consideraríamos como un estudio científico serio.

Tan solo entrenábamos, corríamos, y después nos tomaban las pulsaciones que, como no podía ser de otra manera, terminaban más altas y tardaban más en bajar que en una situación normal.

Durante las pruebas preolímpicas, a los dos días de llegar, sin ni siquiera esperar a que el cuerpo se acostumbrara a la altitud, lo único que hice fue un 300 que me pareció un 500, me midieron, marcaba 200 pulsaciones y no hubo nada más.

¿Reconocimientos médicos? En toda mi trayectoria nunca me hicieron un electrocardiograma y las pruebas de esfuerzo que nos hacían era absolutamente mínimas. No había análisis, ni tasas de hematocrito, ni estudios de parámetros ni nada parecido. Y a cambio de fisios como los actuales, tan solo teníamos al “Bruxo” Torrado y todas sus hierbas y plantas en forma de cataplasmas.

Todo aquello no empezaría hasta tiempo después en un pequeño cuarto de la residencia Blume de Barcelona, con unos médicos que fueron a recibir unos cursos a Alemania.

Y, mientras tanto, nosotros continuábamos avanzando por sentido común y experiencia, aprendiendo casi al mismo ritmo que nuestros entrenadores. Era otro mundo. Íbamos a donde nos decían y corríamos siempre con el cuchillo entre los dientes, como en los 4x400

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de los encuentros internacionales en los que nos jugábamos los puntos finales y teníamos que correr a muerte.

Los Juegos Olímpicos de México 1968 fueron muy novedosos y supusieron toda una revolución, con muchos cambios técnicos tan importantes como la llegada definitiva del tartán.

Cuando empezamos a tocarlo, las sensaciones eran una maravilla y en México lo disfrutamos muchísimo, después de toda la vida corriendo sobre ceniza o sobre la madera tan dura en la que corríamos en pista cubierta. En realidad, no nos habíamos matado antes porque éramos duros como piedras.

Al llegar a México, recuerdo que no sabían ni que hacer con nosotros. En la villa olímpica izaron la bandera española y resulta que la que tenían era la republicana. El gobierno republicano español en el exilio estaba en México y esa era la bandera que conocían. De hecho, es la que salía en todas las postales e imágenes que había por allí, con todo el lío político que aquello conllevaba.

Dentro de mi participación en aquellos Juegos Olímpicos, al contrario que hizo todo el mundo bajando de distancia para aprovechar las condiciones que nos íbamos a encontrar, me subieron del 200 al 400.

Yo sabía que estaba bien y que conseguir bajar de 21 segundos en los 200 metros era lo normal, como efectivamente hice en las pruebas preolímpicas que hicimos antes (20.9 Récord de España 05.10.1968). Pero lo que no veía nada claro era lo que me decían todos los gurús y los entrenadores del momento, que eran buenos amigos: “si bajas de 21, en el 400 tiene que ser impresionante”.

Nunca había entrenado a fondo el 400 y, de hecho, siempre que lo corría, acababa con unas pájaras increíbles y un claro déficit de oxígeno, lo que demostraba que no estaba preparado.

De hecho, nunca estuve convencido ni preparado mentalmente para la distancia. Por ejemplo, a diferencia de Bruno Hortelano como ejemplo de la fortaleza mental de los atletas actuales, con su preparación psicológica, la interiorización de la distancia y la visualización que tanto trabajan, nosotros simplemente corríamos lo que tocaba y nunca fue una distancia en la que me sintiera cómodo.

De hecho, era mi primera olimpiada y salí allí como si estuviese en el circo romano, con el estadio abarrotado pareciéndome todavía más grande desde la pista. Corrí 46,9, que fue récord de España eléctrico (46,92), pero corría acojonado. Al doblar, ni mucho menos tenía el margen que los entrenadores decían que tenía y me adaptaba mucho mejor al 200.

Estados Unidos fue el claro dominador de la velocidad de México 68, venciendo en todas las distancias y en los relevos, al tiempo que pulverizaron todos los récords mundiales.

Eran grandes atletas, con unas cualidades físicas impresionantes, que te hacían unas marcas tremendas en todas las distancias. Además, eran un producto del deporte estadounidense, con un nivel de entrenadores, forma de entrenamiento, instalaciones, sistema universitario y facilidades que estaban a años luz de lo que nosotros conocíamos.

Auténticos cuatrocentistas, como el polaco Andrzej Badeński, uno de los mejores corredores de cuatrocientos de Europa en aquel momento y que no bajaba de 21 y pico en los 200, pero que corría los 400 en 45,4, tan diferente a lo que me ocurría a mí.

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Más allá de la propia competición, se ha hablado mucho de que unos y otros volvieron con muchísimo dinero de aquel viaje gracias a su ingenio y sus dotes comerciales. Fue totalmente cierto, con el grupo formado por los Torrado y los fondistas (Álvarez Salgado, Haro y Carlos Pérez) a la cabeza.

Durante las noches que siguieron a nuestra competición, teníamos tantos compromisos e invitaciones de todas las familias españolas que habían llegado a México y que habían hecho fortuna, que hasta nos teníamos que repartir para poder llegar a todos los sitios.

Conocí a una chica de familia española de la Zona Rosa del DF y el día que regresábamos a España casi pierdo el avión. Ella decía que no pasaba nada, que aún teníamos tiempo, pero yo sabía que como me quedara allí me casaba.

Cuando llegué, todo el avión estaba esperando por mi y al subir tuve que aguantar todo el cachondeo.

Tras México, llegué a las puertas de Múnich siendo indiscutible en todos los encuentros internacionales y, por primera vez en mi vida, me puse a entrenar a fondo con los cuatrocentistas. Tanto que reventé y, pese a que hasta ese momento nunca había tenido lesiones, no pude llegar a los que hubiesen sido mis segundos Juegos Olímpicos.

“¿Qué tal el 400, Maga?”, me preguntaba siempre todo el mundo sabiendo que para mi era sinónimo de pájara.

Lo veíamos todos menos los entrenadores. Pero, al fin y al cabo, éramos grandes amigos.

Gondomar, 2 de octubre de 2018

Ramón Magariños Duro

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Carlos Pérez (Vigo, 1935)

Actuación en México 68: Abandono a la altura del kilómetro 33

Abandono 20/10/1968

En México fuimos testigos de la matanza de la Plaza de las Tres Culturas. Los corredores de fondo y medio fondo viajamos a la capital mexicana varios días antes que el resto del equipo nacional, para acostumbrarnos mejor a la altura que en nuestro caso suponía un hándicap mayor, y aquel día habíamos salido a dar un paseo.

Conmigo iba Álvarez Salgado y, al llegar a la plaza en la que los estudiantes estaban protestando contra el gobierno, empezaron a sonar disparos y la policía respondió disparando contra la multitud. Al lugar empezaron a llegar tanquetas y al identificarnos como atletas olímpicos un soldado me metió debajo de una de ellas, cubriéndonos con los petos que llevaban.

Nos subieron a un camión militar y nos llevaron a la villa olímpica. En lo alto de los edificios se veían a revolucionarios, apostados como francotiradores con unos pequeños fusiles, mientras que el ejército desplegaba todo su armamento.

Fueron unos momentos de muchísimo miedo y al llegar a la villa olímpica nos dijeron que no volviéramos a salir hasta que la situación se calmase, con lo que pasamos unos días en los que solo íbamos del entrenamiento a la cama.

Tras los disturbios, en plena víspera de la inauguración de los Juegos Olímpicos, el gobierno mexicano aseguró que oficialmente habían muerto 50 estudiantes, pero fueron muchísimos más.

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Antes de la inauguración de los Juegos, viajamos hasta las pirámides de Teotihuacán, que puede traducirse como el lugar donde los dioses se convirtieron en hombres y donde creció unas de las ciudades prehispánicas más grandes de Centroamérica. Allí, en uno de los escenarios donde la nació la cultura sudamericana, los organizadores realizaron un acto para recibir el fuego olímpico, que ese año tuvo un amplio recorrido por España, desde donde viajó en barco hasta el continente americano, después de entrar por Bahamas siguiendo los pasos de Cristobal Colón.

Después, la atleta mexicana Enriqueta Basilio iba a ser la primera mujer en encender el pebetero de un estadio olímpico, pero antes, aquel día nos pudimos fundir con las antiguas civilizaciones americanas y, ya de noche, el espectáculo de la llama olímpica ardiendo junto a las pirámides aztecas fue maravilloso.

El día 20 de septiembre, yo competí en la mítica prueba del maratón olímpico que, en aquella ocasión, tuvo salida en la célebre plaza de El Zócalo.

Me hizo mucha gracia porque, desde mucho tiempo antes, nos estuvieron hablando continuamente de la cantidad de estudios que habían hecho al respecto, basándose en trabajos meteorológicos de muchos años, y que tenían demostrado que la temperatura ambiental en esas fechas oscilaba entre 16 y 18 grados, con lo que la salida se dio a las dos de la tarde. La realidad fue muy diferente y en el momento de comenzar a correr había 33 grados, alcanzándose después temperaturas de 35 y 36 grados.

El calor era sofocante. Apenas se podía respirar. Y el asfalto se derretía literalmente. Recuerdo hasta las zapatillas con el asfalto derretido pegado a ellas.

Llegué en un gran momento de forma y en mi mente siempre estuvo quedar entre los primeros clasificados, por lo que desde la misma salida me fui con la cabeza de la carrera junto a mis amigos Mamo Wolde y Abebe Bikila, con quienes entablé mucha amistad después de correr juntos en el maratón de Zarauz y otras pruebas.

Lo etíopes habían preparado muy bien la carrera, y en la primera parte Abebe Bikila atacó y se fue hacia delante. Yo hice la intención de salir tras él, pero Mamo me detuvo y me dijo que fuera tranquilo, que Bikila no iba a terminar.

Efectivamente, después vimos cómo estaban corriendo con mucha planificación y, mientras que Bikila aceleró para intentar llevarse detrás a los principales favoritos, Wolde supo esperar y lograr su ansiado triunfo olímpico el mismo día en el que vimos a Bikila detenerse para siempre.

Tras retirarse Bikila, más allá de la mitad de la carrera la gente se empezó a agotar. Pero pasado el kilómetro 30 yo llevaba los pies totalmente quemados y, a pesar de que no quería detenerme, los médicos me obligaron a abandonar.

Fue un maratón durísimo y ya en la villa olímpica los médicos me sacaron sangre y estaba totalmente negra. Los pies estaban quemados por completo y tuve que estar mucho tiempo con ellos vendados.

Eran unos tiempos tan distintos que aún me asombro al ver la foto que tenemos de toda la delegación española que viajamos a México, con todos los deportes mezclados. En total, éramos más de 120 hombres y casi ocultas en el medio de la fotografía, puede verse a las dos únicas mujeres españolas que viajaron con el equipo: Mari Paz Corominas y Pilar Von Carsten, ambas nadadoras.

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Las mujeres estaban alojadas en un edifico totalmente diferente y aislado, protegido por voluntarias olímpicas que no dejaban pasar a nadie. Tan solo las podíamos ver a través de unas verjas cuando íbamos a entrenar, o en las mismas piscinas donde íbamos a verlas competir.

Estando allí, celebramos el cumpleaños de Mari Paz Corominas en la villa olímpica, pero para poder organizar una pequeña fiesta con una tarta, tuvimos que pedir permiso para entrar en la zona donde se alojaban.

Junto al grupo de fondistas que formábamos con Mariano Haro, Javier Álvarez Salgado y el bruxo Torrado, fueron unos días muy intensos que aprovechamos muchísimo en todos los sentidos.

Vigo, 4 de octubre de 2018.

Carlos Pérez Alonso

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Ignacio Sola (Bilbao, 1944)

Actuación en México 68: 9º final de salto de pértiga (5,20)

4,90 =9Q (=1QB) 14/10/68 (4,60-1 / 4,80-1 / 4,90-1)

5,20 Récord de España 9 16/10/68 (4,80-2 / 5,00-1 / 5,10-2 / 5,15-1 / 5,20-3 / 5,25-xxx)

Los Juegos Olímpicos de México marcaron una época y fueron un auténtico punto de inflexión: cambiaron por completo la forma de entender el olimpismo y el deporte.

Y además se dio el hecho de que se produjeron unos acontecimientos tan icónicos como el récord de Beamon, el salto de Fosbury o el Black Power, que son reconocidos por cualquier persona, ya sea un amante del deporte o no, y es que al final se vive de anécdotas, de curiosidades y de mitos.

En mi caso, por ejemplo, vivo muchas veces del récord olímpico que logré en México, porque es algo que la gente se quedó con ello y que se recuerda mucho (primer atleta en superar el listón en 5,15 metros durante la final, mejorando el registro de 5,10 con el que se había ganado en Tokio antes de la irrupción de los nuevos materiales de las pértigas, y superó también la altura de 5,20 en su tercer intento, igualando el nuevo récord olímpico que se acababa de alcanzar y representando en ambos casos un nuevo récord de España que duraría 10 años).

Yo digo muchas veces que esto es algo como el famoso gol de Marcelino, que todo el mundo conoce, pero del que luego, en realidad, poca gente sabe nada más. Han pasado

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50 años, para los más jóvenes pertenecemos a una época excesivamente lejana y al final lo único que queda es lo anecdótico.

Desde entonces, todavía sigue funcionando este viejo reloj. Antes de la inauguración de los Juegos, el jefe de equipo, Anselmo López, me dijo que si batía el récord de España me cambiaba su Rólex por mi reloj de tres pesetas y ese mismo día cumplió su promesa. Yo me sentía muy raro con él y después de un par de días volvimos a cambiarlo. Pero al regresar a casa recibí el reloj y un cheque como premio. Todavía sigue funcionando y recordándome la juventud de aquellos maravillosos días.

En México ocurrió algo que luego no se ha repetido nunca y el atletismo fue el primer deporte del calendario olímpico que comenzó el 12 de octubre, día de la Hispanidad. Además, después de competir nos quedamos allí hasta el final y estábamos muy contentos pensando que íbamos a estar un mes, dentro del cual 25 días los teníamos libres y nos lo íbamos a pasar muy bien.

También se dio el hecho de que en México vivían muchos españoles emigrados, bien porque habían ido a buscar fortuna o bien porque les había pillado la guerra por medio. Y de una manera u otra, había mucha gente que conocías allí a través de familiares o amigos.

Un día un hombre nos paró por la calle y se presentó como Lainez, de la familia de una de las tiendas de corbatas más famosas de Madrid que estaba en la Puerta del Sol. José Luis Torres conocía la tienda y nos invitaron a unas fiestas tremendas. Te mandaban un coche con chófer tras otro para ir a sus casas y allí, en unas mansiones impresionantes, montaban unos festejos increíbles con mariachis que contrataban en la misma plaza Garibaldi.

Dentro de nuestra delegación, estaba un médico psiquiatra llamado Lecumberri, que también era militar, y estando allí contactaron con él unos familiares emigrados, que habían hecho muchísimo dinero en México. La familia le dejó un Jaguar, un coche alucinante, y cada noche nos montábamos cuatro o cinco y nos íbamos de cachondeo.

Fuimos a vivir la plaza de Garibaldi repleta de mariachis, estuvimos viendo cantar a Chavela Vargas, Cuco Sánchez, y Armando Manzanedo, y, al menos para mí, aquella era la vida diaria, o más bien nocturna, del día a día, descubriendo un país precioso. Con el añadido de que en la villa olímpica debió de ser la primera vez que no se cerraba el comedor durante toda la noche y podías llegar a cualquier hora y comer. He estado en ocho Juegos Olímpicos, incluyendo citas como Montreal, Seúl, Barcelona o los más recientes como Pekín, Londres o Río y el ambiente que vivimos allí fue muy diferente. Las cosas han cambiado mucho.

Además, dentro de un clima tan diferente como fue aquel año de 1968 y en un país tan distinto para muchas cosas como México.

En una reunión me quedé aterrado porque decían que la gente llevaba una pistola en la guantera del coche y un amigo mío, para demostrármelo, me enseñó la que él llevaba en su coche con toda normalidad. Una noche, hablando de esto alguien dijo que allí matabas a una persona y no pasaba nada, pero la hija del Almirante que había llevado la antorcha olímpica por Bahamas y nos invitó a las dos delegaciones a una fiesta respondió: “¡Claro que pasa! ¡Te quitan la pistola!”.

Días antes de los Juegos Olímpicos, estábamos aquí en Madrid y en esta misma pista de la Ciudad Universitaria el grupo formado por Garriga, Areta, Sánchez Paraíso,

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Magariños, José Luis Martínez y yo, porque los fondistas y los medio fondistas se habían ido antes a México para poder aclimatarse a la altura que nos íbamos a encontrar.

Durante esos días nos alojamos en el hotel Arcipreste de Hita y allí coincidíamos con el equipo de fútbol del Real Madrid, que solía concentrarse allí. Un día tuvimos una discusión tremenda porque alguien del Madrid dijo que el tío más rápido de España era Paco Gento, porque corría los 100 metros entre 12 y 13 segundos.

Nosotros por aquel entonces medíamos en décimas y hablábamos del reciente récord de España de Sánchez Paraíso con 10,3 segundos, por lo que rompimos a reír y les sentó tan mal que enseguida se organizó un gran follón.

Todos los días, cuando el calor remitía sobre las siete de la tarde, bajábamos en un par de coches a esta pista de la Universitaria y entrenábamos aquí todos juntos con José Luis Torres, hasta que con las mismas regresábamos al hotel a dormir, siempre a la carrera para intentar llegar antes que Garriga y que, como buen aragonés, no nos jodiera la ensalada con todo el bote de vinagre.

Durante esos días, estando aquí, recibimos una carta de los que estaban en México. De Mariano Haro. Pidiéndonos que compráramos 100.000 pesetas de mancuernillas, tal y como llamábamos a unos gemelos repujados, y dándonos la dirección y todo tipo de indicaciones de una tienda de la plaza Mayor donde quería que fuéramos (nota del autor: tal y como apunta Álvarez Salgado, esa tienda era donde los compraba su suegra y donde él recomendó encargarlos).

Nada más recibir la carta, tuvimos un debate en el Arcipreste de Hita: “¿Qué hacemos? ¿Vamos la plaza Mayor para no dejarles tirados?” Pero al final, por desidia y por no ir hasta allí, no fuimos y nosotros no llevamos el encargo (nota del autor: Jorge González Amo y Alberto Esteban señalan que Pipe Areta sí que llevó unas 5.000 pesetas de las citadas mancuernillas. Además, Ramón Magariños afirma que, sabiendo que ni los velocistas ni los saltadores iban a hacer caso a los fondistas porque siempre estaban igual con sus negocios, él fue a comprar las famosas mancuernillas, adelantó el dinero para pagarlo y viajó a México con una maleta repleta que luego vendieron).

Al llegar al aeropuerto, nos estaba esperando para ver si habíamos hecho el encargo.

Resulta que ellos ya habían llevado unas cuantas, las habían vendido muy bien y muy rápido, y se habían encontrado por casualidad con un dinero que no esperaban. Cuando finalmente llegamos a la villa olímpica, había una cola tremenda que daba dos vueltas al recinto esperando que llegara aquel encargo.

De una manera u otra, Haro y compañía hicieron tantos negocios durante nuestra estancia allí que, a la vuelta de aquel viaje, Torrado y Haro se compraron un Morris 1000 amarillo que todavía recuerdo y un MG que era muy parecido.

Terminando dentro del estadio olímpico, yo estaba en la pista cuando saltó Bob Beamon, justo enfrente. Hubo muchas dudas al principio sobre el salto y hay un hecho que recuerdo perfectamente: el aparato que se utilizaba para la medición no llegaba y tuvieron que saltar una cinta métrica para completar. Hasta aquí todo lo que da el aparato y desde aquí la cinta métrica. En todo ese intervalo de tiempo que pasó hasta que conocimos la

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medición, yo no sabía cuánto había saltado, pero el aparato, que debía de medir hasta 8,50 metros o así, no llegaba.

Años después de México, estuve trabajando con José Luis Martínez y teníamos la oficina en la calle Costa Rica. Un día, en la cafetería de abajo, el camarero me preguntó si conocía a un negro que estaba al fondo de la barra y, al no reconocerlo, me lo presentó. Era el propio Beamon.

Resulta que se había casado con una chica iraní que tenía un puesto importante en la embajada de Irán en Madrid y vivían en la misma calle Costa Rica. Era un tío muy majo y durante un tiempo estuvimos coincidiendo en aquella cafetería y charlando cada vez que nos veíamos.

Pista de atletismo de la Ciudad Universitaria de Madrid, 27 de septiembre de 2018.

Ignacio Sola Cortabarría

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José Luis Martínez Vázquez

(León, 1943 – Madrid, 2004)

In Memoriam

Actuación en México 68: 18º en la calificación (63,40)

63,40 718Q (7B) 16/10/68 (60,60 – 63,40 – 62,40)

Nací en León el 3 de julio de 1943, pero esto lo podríamos considerar como algo accidental. Soy gallego por todos los costados, me siento como un lucense más y me gusta conocer a las gentes de mi región y confundirme con ellas.

En el cuarto curso de bachillerato suspendí gimnasia y siempre fui un poco travieso en clase. Así estaban las cosas cuando en 1962 lancé por primera vez el peso y el disco. Después, don Gregorio Pérez Rivera me llevó al campo para que lanzase el martillo.

Empecé en la pista de tierra de 250 metros que había en Lugo, con un círculo roñoso, malo, sin jaula ni historias, y un gimnasio en el que hacer pesas era un problema. Creo que no probé el agua caliente en algún hotel hasta ya con 20 años. Allí no había nada.

Tenía luego una suerte indirecta porque mi padre poseía un taller mecánico y me arreglaba los martillos y me hacía los cables y las anillas. Eso me solucionaba un poco la vida, porque si no aquello era algo increíble

Si no hubiese sido por las becas, no hubiera podido hacer carrera. En mi casa no había medios. A mí el deporte me ha valido más que nada porque me ha llevado por todo el mundo. No puedo decir más que bendiciones.

Después de estar un tiempo en Barcelona, en 1967 me instalé en Madrid y pasé a entrenar con José Luis Torres. No hubo un cambio técnico, pero lo que rotundamente cambió fue mi preparación física. Ese año me metí como diez kilos más encima y automáticamente di un salto de cuatro metros que me batir el récord de España en el verano de 1968, batir el record de España, superar la barrera de los 64 metros y viajar a los Juegos Olímpicos de México.

Mi padre fue un buen motorista y vivió en Estados Unidos. Entre mis aficiones se encuentra el jazz, Ray Charles es mi ídolo, y leer buenos libros, siendo mis autores preferidos Max Frish y Friedrich Nietzsche. Se que se discute a los partidarios de estos

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escritores, pero yo no me considero ningún ateo. Formo parte de esa legión de deportistas para los cuales el mundo queda reducido al deporte.

Extractos de “José Luis Martínez: un lanzador para México”, entrevista publicada por F. Castello el 26 de julio de 1968, y otros testimonios del propio lanzador recogidos por el historiador Emilio Navaza en su trabajo “José Luis Martínez, incondicional de Gregorio Pérez Rivera” publicado en la web Vida Atlética de Galicia el 3 de julio de 2014.

Dentro de la calificación de lanzamiento de martillo disputada el miércoles 16 de octubre, se forman dos grupos, A y B, con el criterio seguido en todos los lanzamientos: los mejores hombres en la primera mitad y los siguientes en la serie B.

El grupo A comienza su turno a las 10:00 h. de la mañana, clasificándose 10 de los 11 atletas que lo integran. Únicamente el alemán occidental Uwe Beyer, la gran revelación de Tokio y tercera mejor marca mundial de 1968, queda apeado de la competición al no conseguir los 66 metros de la mínima clasificatoria. He aquí otro de los grandes eliminados de la XIX Olimpiada.

En el grupo B, entre otros 11 participantes, se clasifican sólo tres: el húngaro Eckschmidt, el inglés Payne y el japonés Ishida. La prueba comenzó a las 11:30 h.

Hasta ese momento, ¿cuáles son las posibilidades de Martínez analizando fríamente los datos conocidos de los demás participantes y los suyos? De 22 atletas inscritos en la prueba olímpica de martillo, solo dos, el salvadoreño Carlos Hasbum, con 36,75 metros, y el nicaragüense Gustavo Morales, con 50,02, tienen peor marca personal que él.

Nuestro lanzador sabe esto y la responsabilidad que tiene contraída consigo mismo. Durante el año ha venido experimentando una progresión muy generosa, pero los 66 metros de la mínima clasificatoria están aún un poco lejos. No se trata de una colocación por puestos, sino de la marca, y cuando le toca lanzar a su grupo ya tiene la certeza de que no cabrá la posibilidad de una repesca. Hay que sobrepasar los 66 metros, y solo dispone de tres intentos…

En los entrenamientos de México ha estado irregular: una vez hizo dos lanzamientos por encima de su mejor marca personal (el vigente récord de España de 64,62 metros), pero otros días ha estado flojo.

Entra muy nervioso en el círculo para su primer intento y solo consigue 60,60 metros. Cuando vuelve a tocarle actuar, Eckschmidt e Ishida ya han sobrepasado la mínima, en tanto que el alemán Kaspers y los americanos Connolly y Hall han efectuado lanzamientos nulos. Lanza más tranquilo y le miden 63,40 en su segundo ensayo, acercándose un metro a su récord. Le queda una última posibilidad. Está sereno, pero el lanzamiento no es bueno técnicamente, anotándole 62,84 metros.

Crónica publicada en el número 162 y 163 de Atletismo Español de octubre y noviembre de 1968 (p. 82). Diario de la actuación olímpica de los atletas españoles,

por Julio Bravo Ducal (jefe del equipo nacional de atletismo)

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José Luis Sánchez Paraíso

(Lagunilla, 1942 – Salamanca, 2017) In Memoriam

Actuación en México 68: 7º en la novena eliminatoria de 100 metros (10,69 R.ESP.ELÉCTRICO)

10,6 7e9 13/10/68

En el colegio jugaba al fútbol, de extremo, porque corría mucho. Un día hubo un cross en el que competían varios colegios y a mí me obligaron en el mío a participar. Lo gané y me proclamé campeón provincial escolar. Entonces conocí a Carlos Gil, que es el hombre a quien le debo todo como atleta, el padre del atletismo salmantino. Él era y es un loco del atletismo y desde entonces ha sido mi entrenador. Me aconsejó que me dedicase a la velocidad y así empezó todo.

Hasta los años setenta no hubo pista de atletismo en Salamanca. Me entrenaba donde podía: en el campo de fútbol, en un parque, donde fuera.

Al poder compaginar atletismo y trabajo me salvé de una retirada prematura. Por supuesto que no he vivido del atletismo. He cobrado beca, pero las becas son unas cantidades poco más que simbólicas. Y, además, yo siempre he tenido una beca baja. Me hice profesor de educación física y me titulé en francés en la escuela de idiomas. Dando clases de educación física y de francés he salido adelante y he podido seguir entrenándome.

Extracto de la entrevista publicada por Alfredo Relaño el 22 de agosto de 1979 en El País (Sánchez Paraíso, prueba viviente del subdesarrollo del atletismo español).

El domingo 13 de octubre, primer día de competición, se disputan las eliminatorias de los 100 metros con nueve series de siete y ocho corredores cada una, clasificándose para los cuartos de final los tres primeros de cada serie más los cinco mejores tiempos restantes. Sánchez Paraíso corre en la novena eliminatoria.

A las once y cinco de la mañana se da la serie a la novena serie y la velocidad del viento oficialmente anunciada en ese momento es de 0,0 metros por segundo.

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No se produce ninguna salida nula. El cubano Hermes Ramírez impone cómodamente su ley a todo lo largo del hectómetro. El argentino Andrés Calonce le sigue con relativa facilidad, mientras que el francés Joscelyn Delecour, de 33 años, defiende con muchos apuros su clasificación por delante del alemán occidental Gert Metz, que corre muy crispado, y del larguirucho tanzano Norman Chihota, que corre enfermo con fiebre. El venezolano Horacio Estévez corre enfermo con fiebre, y el nicaragüense Juan Argüello, desgarbado y carente de toda técnica, entra el último con diferencia.

Hemos dejado para el final la actuación de Paraíso. Como el sitio reservado a atletas y entrenadores no era el más apropiado para ver la prueba de 100 metros, nos colamos en la tribuna de prensa, y desde la cabina de Televisión Española, gracias a la simpática colaboración de Antolín García, pudimos seguir la carrera a través del monitor, exactamente igual que si estuviéramos dentro de ella. Después de un tiempo bastante largo de estar retenidos los atletas en la posición de listos, Paraíso sale con todos, pero a la tercera zancada se desequilibra, como si hubiera tropezado con el suelo por un apoyo imperfecto del pie (el corredor notó también esa sensación, pero no supo explicarse la causa). Eso le dejó distanciado de los demás y, aunque faltando 20 metros de carrera se acerca a Estévez, Chihota, Delecour y Metz, ya va bastante crispado de hombros y solo puede alcanzar al venezolano.

Pese a todo, sus posibilidades de pasar a la ronda siguiente eras escasas. Cierto que ha ganado algunas veces a Delecour y a Metz, pero hubiera tenido que hacer 10,4 para clasificarse por derecho propio o en la repesca, y en el momento de la gran cita, quizá no estaba en esos 10,4 que son su valor normal en plenitud de forma.

Crónica publicada en el número 162 y 163 de Atletismo Español de octubre y noviembre de 1968 (p. 79). Diario de la actuación olímpica de los atletas españoles,

por Julio Bravo Ducal (jefe de equipo nacional de atletismo)