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Casa Desolada. Vol. I Charles Dickens Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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Casa Desolada.Vol. I

Charles Dickens

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CAPÍTULO 1

En Cancillería 1

Londres. Hace poco que ha terminado latemporada de San Miguel, y el Lord Canciller

1 La Cancillería, en la que Dickens habíatrabajado como taquígrafo en su juventud, era elTribunal presidido por el Lord Canciller de Inglaterra.Hasta 1873 fue el más alto tribunal de Inglaterra,después de la Cámara de los Comunes. Por su ori-gen en la capellanía («cancillería») del rey, se supo-nía que sus veredictos se inspiraban en principios deconciencia, más que de derecho, de ahí el nombrede Tribunal de Equidad (equity). Pero, de hecho, apartir del siglo XVI se dedicó sobre todo a asuntosciviles en materia económica (hipotecas, herencias,fideicomisos...) y «equity» pasó a significar que laCancillería no utilizaba como norma más que su pro-pia jurisprudencia. A partir de 1875 las leyes sobre laJudicatura unificaron derecho y equity, y la Cancille-ría pasó a formar parte, como Sala, del Alto Tribunalde Justicia.

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en su sala de Lincoln's Inn’s2. Un tiempo impla-cable de noviembre. Tanto barro en las callescomo si las aguas acabaran de retirarse de la fazde la Tierra y no fuera nada extraño encontrar-se con un megalosaurio de unos 40 pies chapa-leando como un lagarto gigantesco Colina deHolborn arriba. Humo que baja de los sombre-retes de las chimeneas creando una lloviznanegra y blanda con copos de hollín del tamañode verdaderos copos de nieve, que cabría ima-

2 A lo largo de esta novela irán apareciendovarios de estos Inns en relación con asuntos de de-recho y de los tribunales. Su nombre (salvo dos quetambién se llaman Temples) se derivan de los cuatroInns iniciales fundados en el siglo XIV como posadaso albergues en los que se servía de comer a los es-tudiantes de derecho. Gradualmente fueron evolu-cionando hacia una mezcla de bufetes y escuelas deabogados y salas de tribunales, y hoy día son básica-mente clubs y despachos de abogados, aunque to-davía controlan la admisión a los colegios competen-tes.

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ginar de luto por la muerte del sol. Perros, invi-sibles en el fango. Caballos, poco menos; en-fangados hasta las anteojeras. Peatones queentrechocan sus paraguas, en una infeccióngeneral de mal humor, que se resbalan en lasesquinas, donde decenas de miles de otros pea-tones llevan resbalando y cayéndose desde queamaneció (si cupiera decir que ha amanecido) yañaden nuevos sedimentos a las costras super-puestas de barro, que en esos puntos se pegatenazmente al pavimento y se acumula a inte-rés compuesto.

Niebla por todas partes. Niebla río arriba,por donde corre sucia entre las filas de barcos ylas contaminaciones acuáticas de una ciudadenorme (y sucia). Niebla en los pantanos deEssex, niebla en los cerros de Kent. Niebla quese mete en las cabinas de los bergantines carbo-neros; niebla que cae sobre los astilleros y quese cierne sobre el aparejo de los grandes bu-ques; niebla que cae sobre las bordas de lasgabarras y los botes. Niebla en los ojos y las

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gargantas de ancianos retirados de Greenwich,que carraspean junto a las chimeneas en lassalas de los hospitales; niebla en la boquilla yen la cazoleta de la pipa que se fuma por latarde el patrón malhumorado, metido en sudiminuto camarote; niebla que enfría cruelmen-te los dedos de los pies y de las manos delaprendiz que tirita en cubierta. Gentes que pa-san por los puentes y miran por encima delparapeto el cielo bajo la niebla, todas rodeadasde niebla, como si estuvieran metidas en unglobo, colgadas en medio de las nubes neblino-sas.

Los faroles de gas crean confusas aureolas enmedio de la niebla en diversas partes de. las ca-lles, como las que parecería crear el sol, vistodesde los campos esponjosos, a ojos del pastor yel labrador. Casi todas las tiendas han encendidoel alumbrado dos horas antes de lo normal, y elgas parece darse cuenta de ello, pues tiene unaspecto sombrío y renuente.

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Donde más hosca está la tarde, y donde másdensa está la niebla, y donde más embarradasestán las calles, es junto a esa mole antigua ypesada, ornamento idóneo del umbral de unacorporación antigua y pesada: Temple Bar. Yjunto a Temple Bar, en Lincoln's Inn Hall, en elcentro mismo de la niebla, está sentado el LordGran Canciller, en su Alto Tribunal de Cancille-ría.

Jamás podrá haber una niebla demasiadodensa, jamás podrá haber un barro y un cienotan espesos, como para concordar con la condi-ción titubeante y dubitativa que ostenta hoy díaeste Alto Tribunal de Cancillería, el más pesti-lente de los pecadores empelucados que jamáshayan visto el Cielo y la Tierra.

Si hay una tarde adecuada para ello, esta es latarde en que el Lord Gran Canciller debería estaren su sala —como lo está ahora— con un halo deniebla en torno a la cabeza, blandamente enmar-cada en paños y cortinas escarlatas, mientrasescucha a un abogado corpulento de grandes

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patillas, escasa voz y un expediente intermina-ble, y él dirige la mirada a la lámpara del techo,donde no ve nada más que niebla. Si hay unatarde adecuada para ello, esta tarde deberíahaber una veintena de miembros del Alto Tri-bunal de Cancillería —y los hay— ocupadosneblinosamente en una de las 10.000 fases deuna causa interminable, echándose zancadillaslos unos a los otros con precedentes escurridi-zos, hundidos hasta las rodillas en tecnicismos,dándose de cabezazos empelucados de pelo decabra y crin de caballo contra muros de palabras,y presumiendo de equidad con gestos muy se-rios, como si fueran actores. En una tarde así, losdiversos procuradores de la causa, dos o tres delos cuales la han heredado de sus padres, quehicieron una fortuna con ella, deberían estar enfila —¿no lo están?— en un foso alargado y afel-pado (en el fondo del cual, sin embargo, seríavano buscar la Verdad), entre la mesa roja delescribano y las togas de seda, con peticiones,demandas, réplicas, dúplicas, citaciones, decla-

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raciones juradas, preguntas, consultas a procu-radores, informes de procuradores, montañas denecedades carísimas, todo amontonado anteellos. ¡Es lógico que el tribunal esté oscuro, conunas velas moribundas acá y acullá; es lógicoque sobre él se cierna una niebla densa, como sinunca fuera a desvanecerse; es lógico que lasventanas de vidrieras coloreadas pierdan el co-lor y no dejen entrar ninguna luz; es lógico quelos no iniciados, que atisban por los panales devidrio de la puerta, se vean disuadidos de entrarpor el ambiente solemne y por los lentos discur-sos que retumban lánguidos en el techo, proce-dentes del estrado donde el Lord Gran Cancillercontempla la lámpara que no alumbra y dondeestán colgadas las pelucas de todos sus ayu-dantes en medio de un banco de niebla! Es elAlto Tribunal de Cancillería, que tiene sus casasen ruinas y sus tierras abandonadas en todos loscondados; que tiene sus lunáticos esqueléticos entodos los manicomios, y sus muertos en todoslos cementerios; que tiene a sus litigantes, con

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sus tacones gastados y sus ropas gastadas, queviven de los préstamos y las limosnas de susconocidos; que da a los poderosos y adineradosabundantes medios para desalentar a quienestienen la razón; que agota hasta tal punto lahacienda, la paciencia, el valor, la esperanza; quehasta tal punto agota las cabezas y destroza loscorazones que entre todos sus profesionales noexiste un hombre honorable que no esté dispues-to a dar —que no dé con frecuencia— la adver-tencia: «¡Más vale soportar todas las injusticiasantes que venir aquí!»

¿Y quién está en la Sala del Lord Cancilleresta tarde sombría, además del Lord Canciller,el abogado de la causa, dos o tres abogados quenunca tienen una causa y el foso de abogadosantes mencionado? Está el escribano, sentadomás abajo del magistrado, con su peluca y sutoga, y hay dos— o tres maceros, o bolseros, osaqueros, o lo que sean, con los uniformes de su

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oficio3. Todos ellos bostezan, porque ya no esposible divertirse con JARNDYCE Y JARN-DYCE4 (que es la causa de la que se trata), quequedó exprimida hasta el tuétano hace años.Los taquígrafos, los secretarios de tribunales ylos periodistas de tribunales se marchan siem-pre que reaparece Jarndyce y Jarndyce. Sussitios se quedan vacíos. Subida en una silla a unlado de la sala, con objeto de ver mejor el san-tuario encortinado, hay una ancianita loca to-cada con un gorro fruncido, que siempre estáen el tribunal, desde que empieza la sesión has-ta que se levanta, y que siempre espera que sepronuncie algún fallo incomprensible en su

3 Alusión a los funcionarios de la Cancilleríapor los elementos simbólicos de sus oficios respecti-vos, que todavía portaban en 1853.

4 Aquí empiezan los juegos de palabras conapellidos que seguirán apareciendo a lo largo de lanovela. En este caso, «Jarndyce» (apellido) suenamuy parecido a jaundice (ictericia), con sus connota-ciones en inglés de prejuicio, envidia, resentimiento

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favor. Hay quien dice que efectivamente es, ofue alguna vez, parte en un pleito, pero nadieestá seguro, porque a nadie le importa. Llevaen su ridículo cachivaches a los que califica dedocumentos; se trata fundamentalmente defósforos, de papel y de lavanda seca. Apareceun preso cetrino, detenido por sexta vez, a finde presentar una instancia personal «para pur-gar su desacato», pero como se trata del únicosuperviviente de una familia de albaceas, y hacaído en un estado de confusión de cuentas, de.las cuales nadie le acusa de haber sabido nada,no es en absoluto probable que lo vaya a lograr.Entre tanto, no tiene ningún futuro en la vida.Otro pleiteante arruinado, que llega periódica-mente desde Shropshire, y se esfuerza porhablar con el Canciller a última hora del día, yal que no hay medio de hacer comprender queel Canciller ignora legalmente su existenciadespués de habérsela destrozado durante uncuarto de siglo, se planta en un buen sitio ymira atentamente al Magistrado, dispuesto a

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exclamar «¡Señoría!» con sonora voz de quejaen el momento en que Su Señoría se levante.Unos cuantos pasantes de abogados y otros queconocen de vista al pleiteante deambulan porallí, por si hace algo divertido, y anima un pocoeste día tan triste.

Jarndyce y Jarndyce se arrastra. Este pleitode espantapájaros se ha ido complicando tantocon el tiempo que ya nadie recuerda de qué setrata. Quienes menos lo comprenden son laspartes en él, pero se ha observado que es impo-sible que dos abogados de la Cancillería lo co-menten durante cinco minutos sin llegar a untotal desacuerdo acerca de todas las premisas.Durante la causa han nacido innumerables ni-ños; innumerables jóvenes se han casado; in-numerables ancianos han muerto. Docenas depersonas se han encontrado delirantementeconvertidas en partes en Jarndyce y Jarndyce,sin saber cómo ni por qué; familias enteras hanheredado odios legendarios junto con el pleito.El pequeño demandante, o demandado, al que

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prometieron un caballito de madera cuando sefallara el pleito, ha crecido, ha poseído un caba-llo de verdad y se ha ido al trote al otro mundo.Las jovencitas pupilas del tribunal han idomarchitándose al hacerse madres y abuelas; seha ido sucediendo una larga procesión de Can-cilleres que han ido desapareciendo a su vez; lalegión de certificados para el pleito se ha trans-formado en meros certificados de defunción;quizá ya no queden en el mundo más de tresJarndyce desde que el viejo Tom Jarndyce, des-esperado, se voló la tapa de los sesos en un caféde Chancery Lane, pero Jarndyce y Jarndycesigue arrastrándose monótono ante el Tribunal,eternamente un caso desesperado.

Jarndyce y Jarndyce se ha convertido en untema de broma. Es lo único bueno que ha pro-ducido. Ha acarreado la muerte a mucha gente,pero en la profesión es motivo de risa. Todoslos procuradores en Cancillería tienen algo quecontar a su respecto. Todos los Cancilleres han«estado en él» en nombre de unos o de otros,

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cuando eran meros abogados. Han habladobien del caso viejos magistrados de narices ro-jas y gruesos zapatos en comités selectos mien-tras tomaban su oporto después de cenar en susoficinas. Los abogadillos que están haciendosus pasantías han profundizado en él sus cono-cimientos jurídicos. El último Lord Canciller lomanejó muy bien cuando, al corregir al señorBlowers, el eminente Abogado de la Corona,que había dicho de algo que no pasaría hastaque las ranas criaran pelo, le señaló: «O hastaque hayamos terminado con Jarndyce y Jarn-dyce, señor Blowers», broma que hizo particu-lar gracia a los maceros los bolseros y lossaqueros

Sería muy difícil saber a cuántas de las per-

sonas implicadas en el pleito ha tocado Jarndy-

ce y Jarndyce con su mano enferma para de-

formarlas y corromperlas. Desde el procurador,

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en cuyos archivos las resmas polvorientas de

atestado para Jarndyce y Jarndyce han ido

arrugándose en sombrías y múltiples formas,

hasta el copista de la Oficina de los Seis Secre-

tarios5, que ha copiado docenas de miles de

páginas de folios oficiales de la Cancillería bajo

ese epígrafe eterno, nadie ha llegado a ser una

persona mejor gracias al pleito. El engaño, la

evasión, los aplazamientos, el saqueo, el hosti-

5 La llamada Oficina de los Seis Secretariosse ocupaba hasta 1843 de inscribir los procesos enel calendario de los tribunales, a cambio de unoshonorarios.

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gamiento, las falsedades de todo tipo, no con-

tienen influencia alguna que pueda jamás llevar

a nada bueno. Es posible que hasta los merito-

rios de los procuradores, que han mantenido a

distancia a los sufridos pleiteantes, con sus

permanentes protestas de que el señor Chizzle,

Mizzle6, o lo que fuera, estaba muy ocupado y

6 Siguen los juegos de palabras con apelli-dos, en este caso por homofonía. La serie terminaunos días más abajo con Drizzle, es decir, «llovizna».La idea general es que dan igual unos que otros, quese trata de los mismos perros con (no muy) distintoscollares.

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tenía visitas hasta la hora de cenar, se hayan

visto moralmente influidos por Jarndyce y

Jarndyce. El administrador judicial de la causa

ha adquirido una buena suma de dinero gracias

a ella, pero también ha llegado a desconfiar

hasta de su propia madre y a despreciar a sus

propios colegas. Chizzle, Mizzle, o quienes

sean, han caído en el hábito de prometerse a sí

mismos que van a estudiar ese asuntillo pen-

diente y ver lo que se puede hacer por Drizzle

—al que no se le ha tratado demasiado bien—

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cuando el bufete pueda terminar con Jarndyce

y Jarndyce. La malhadada causa ha esparcido

por todas partes la pereza y la codicia, en todas

sus múltiples formas, e incluso quienes han

contemplado su historia desde el círculo más

remoto de tanta perversión se han visto insen-

siblemente tentados a dejar que la maldad si-

guiera su mal camino y a opinar vagamente

que si el mundo va mal era porque, quizá por

distracción, nadie pretendió nunca que fuera

bien.

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Así, en medio del barro y en el centro de laniebla está el Lord Gran Canciller sentado en suAlto Tribunal de Cancillería.

—Señor Tangle7 —dice el Lord Gran Canci-ller, que últimamente se está cansando un tantode la elocuencia del erudito jurista.

—Señoría —dice el señor Tangle. El señorTangle sabe más que nadie del caso Jarndyce yJarndyce. Esa fama tiene; se dice que desde quesalió de la Facultad no se ha ocupado más quede él.

—¿Le queda mucho por exponer?—No, señoría..., varios aspectos..., me siento

obligado a señalar.... señoría –es la respuesta

que susurra el señor Tangle.

7 Otro juego. «Tangle» equivale a confusión,embrollo, lío

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—Creo que todavía han de intervenir variosletrados, ¿no? —dice el Canciller con una levesonrisa. Dieciocho distinguidos colegas del se-ñor Tangle, cada uno de ellos armados con unbreve resumen de 1.800 folios, asienten subien-do y bajando las cabezas como 18 teclas de unpiano, hacen 18 reverencias y vuelven a ocuparsus 18 asientos anónimos.

—Continuaremos la audiencia del miércolesen quince días —anuncia el Canciller. Pues eltema en estudio no es más que una cuestión decostas, una mera gota en el océano del pleitoprincipal, y ésta sí que se va a resolver en cues-tión de días.

El Canciller se pone en pie; llevan al preso atoda prisa al frente; el hombre de Shropshireexclama:: «¡Señoría!» Maceros, bolseros y sa-queros exigen silencio, indignados, y miranceñudos al hombre de Shropshire.

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—Por lo que hace —continúa el Canciller,

que sigue refiriéndose a Jarndyce y Jarndyce—

a la jovencita...

—Con la venia de Su Señoría..., el joven —dice el señor Tangle prematuramente.

—Por lo que hace —continúa el Canciller,vocalizando exageradamente— a la jovencita yal joven, los dos menores —el señor Tanglequeda aplastado—, que ordené estuvieran pre-sentes hoy, y que se hallan en estos momentosen mi despacho, voy a verlos para ver si proce-de que ordene que pasen a residir con su tío.

El señor Tangle vuelve a ponerse en pie:—Con la venia de Su Señoría..., fallecido.—Con su... —y el Canciller contempla los

papeles que tiene en la mesa a través de losanteojos—, su abuelo.

—Con la venia de Su Señoría..., víctima deacto temerario..., tapa de los sesos.

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De pronto, un abogado muy bajito, con tre-menda voz tonante, se levanta, todo inflado, enmedio de los bancos traseros de niebla, y dice:

—¿Permite Su Señoría? Actúo yo en sunombre. Se trata de un primo lejano. De mo-mento no puedo informar al Tribunal de cuál esel grado de parentesco, pero es su primo.

Tras dejar que este discurso (pronunciadocomo un mensaje de ultratumba) resuene hastalas vigas del techo, el abogado bajito se dejacaer en el asiento y desaparece en la niebla.Todo el mundo lo busca. Nadie lo ve.

—Voy a hablar con los dos jóvenes —vuelvea hablar el Canciller— para ver si procede quepasen a residir con su primo. Hablaré del asun-to cuando vuelva a la Sala, mañana por la ma-ñana.

El Canciller está a punto de hacer una incli-nación a los abogados cuando comparece elpreso. Imposible hacer nada respecto del con-fuso estado de sus asuntos, salvo volverlo aenviar a la cárcel, y eso es lo que se hace inme-

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diata mente. El hombre de Shropshire aventuraotro «¡Señoría!» de reproche, pero el Cancillerya ha advertido su presencia y ha desaparecidohábilmente. Todo el mundo desaparece a granvelocidad. Se llena una batería de sacas azules8

y con grandes cargas de papeles que se llevanlos secretarios; la viejecita loca se marcha consus documentos; la sala vacía se cierra con sietellaves. ¡Si todas las injusticias que se han come-tido en ella y todos los pesares que ella ha cau-sado pudieran encerrarse con ella y quemarlotodo en una enorme pira funeraria, tanto mejorpara otras partes, además de las partes en Jarn-dyce y Jarndyce!

8 Los abogados corrientes solían hacer quesus documentos se transportaran en sacas azules.Los Consejeros (abogados) de la Corona, en sacasrojas

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CAPÍTULO 2

El gran mundo

Lo único que queremos en esta tarde nebli-nosa es echar un vistazo al gran mundo. No estan diferente del Tribunal de Cancillería comopara que no podamos pasar de una escena di-rectamente a la otra. Tanto en el gran mundocomo en el Tribunal de Cancillería imperan losprecedentes y las costumbres; son Rip VanWinkles que han dormido demasiado, que sededican a extraños juegos en medio de las ma-yores tormentas; bellas durmientes a las quealgún día despertará el Príncipe, cuando todoslos asadores inmóviles en la cocina se pongan agirar a velocidad prodigiosa.

No es un mundo muy grande. En compara-ción incluso con este mundo nuestro, que tam-bién tiene sus límites (como averiguará VuestraAlteza cuando lo haya recorrido y hayamos

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llegado al borde del Más Allá), es como unamota de polvo. Tiene muchos aspectos buenos;mucha de la gente que pertenece a él es buena yleal; tiene un papel que desempeñar. Pero lomalo que tiene es que es un mundo envuelto entanto algodón y lana fina de joyero, y es inca-paz de escuchar el tumulto de mundos másanchurosos, y es incapaz de ver cómo giranéstos alrededor del Sol. Es un mundo amorti-guado, y su vegetación se marchita a veces porfalta de aire.

Milady Dedlock9 ha vuelto a su casa deLondres a pasar unos días antes de irse a París,donde Milady se propone pasar unas semanas;después de lo cual no se sabe adónde irá. Es loque dicen los rumores del gran mundo, paragran tranquilidad de los parisinos, y se trata degente bien informada sobre todo lo que ocurre enel gran mundo. El enterarse de las cosas por otros

9 Otro juego: «Dedlock» fonéticamente esigual a «callejón sin salida», «tiempo muerto», «im-posibilidad».

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conductos no sería de buen tono. Milady Dedlockha estado pasando algún tiempo en lo que, cuan-do habla en confianza, califica ella de su «resi-dencia» de Lincolnshire. En Lincolnshire no parade llover. Las aguas se han llevado un arco delpuente del parque y lo han arrastrado con ellas.Las tierras bajas adyacentes se han convertido, enuna anchura de media milla, en un río estancado,en el cual hay árboles en lugar de islas, y cuyasuperficie está puntuada en todas partes por lalluvia que cae sin cesar. La «residencia» de Mila-dy Dedlock ha estado de lo más lúgubre. Desdehace muchos días y muchas noches, hace untiempo tan húmedo que los árboles parecen estarsaturados y que las ramas cortadas blandamentepor el hacha del leñador no hacen el menor ruidoal caer. Cuando saltan los ciervos, empapados,hacen saltar el agua a su paso. El disparo de unaescopeta pierde su mordiente en el aire saturadode agua, y su humo asciende en una nubecillaperezosa hacia la pendiente verde, coronada porun bosquecillo, que constituye el telón de fondo

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de la lluvia. La vista desde las ventanas de Mila-dy Dedlock es, según los momentos, un panora-ma de plomo o de tinta china. Los jarrones de laterraza empedrada en primer plano atrapan lalluvia a lo largo del día, y las pesadas gotas si-guen cayendo, plas, plas, plas, en el gran acerónde losas de piedra conocido como el Paseo delFantasma. Los domingos, la iglesita del parqueestá toda húmeda; el púlpito de roble rompe enun sudor frío; y todo exhala un olor y sugiere unsabor general como de los antiguos Dedlock ensus tumbas. Milady Dedlock (que no tiene hijos)ha mirado al principio del atardecer hacia el pa-bellón de uno de los guardas, desde la ventana desu tocador, y ha visto a un niño, perseguido poruna mujer, salir corriendo en medio de la lluvia aabrazar la figura brillante de un hombre abrigadoque entraba por la puerta del parque, y se hapuesto de muy mal humor. Milady Dedlock diceque «se ha estado muriendo de aburrimiento».

Por eso se ha ido Milady Dedlock de su resi-dencia de Lincolnshire y la ha dejado abandona-

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da a la lluvia, y a los cuervos, y a los conejos, y alos ciervos, y a las perdices, y a los faisanes. Loscuadros de los Dedlock del pasado parecenhaberse hundido en las paredes húmedas de pu-ro desaliento, cuando pasa la anciana ama dellaves por los viejos salones y va cerrando laspersianas. Y los rumores del gran mundo —queal igual que el Enemigo son omniscientes encuanto al pasado, y al presente, pero no en cuantoal futuro— no se comprometen todavía a decircuándo volverán a salir de las paredes.

Sir Leicester Dedlock no es más que un baro-net, pero no hay baronet más poderoso que él. Sufamilia es tan antigua como Matusalén, e infini-tamente más respetable que él. Él opina, en gene-ral, que el mundo podría privarse muy bien delos matusalenes, pero que se acabaría sin los Ded-lock. Estaría dispuesto, en general, a reconocerque la Naturaleza es una buena idea (quizá unpoco vulgar cuando no está encerrada por la ver-ja de un parque), pero una idea cuya ejecucióndepende de las grandes familias de cada conda-

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do. Es un caballero de conciencia estricta, quedesdeña todo lo que sea pequeño y mezquino yque estaría dispuesto a morir, inmediatamente,como fuera, antes que dar ocasión a cualquiercrítica a su integridad. Se trata de un hombrehonorable, obstinado, veraz, de altos ideales, in-tensos prejuicios, de un hombre perfectamenteirracional.

Sir Leicester tiene por lo menos veinte añosmás que Milady. Ya no cumplirá los sesenta ycinco, ni quizá los sesenta y seis, ni los sesenta ysiete. De vez en cuando tiene un ataque de gota, yanda un poco tieso. Tiene una magnífica presen-cia, con su pelo y sus patillas de color gris claro,sus finas camisas de encaje, su chaleco de unblanco inmaculado y su levita azul, cuyos boto-nes brillantes siempre están abotonados. Es ce-remonioso, solemne, muy cortés con Milady entodo momento, y tiene la mayor estima por todoslos atractivos personales de Milady. Su galanteríapara con Milady, que no ha variado desde que la

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cortejaba, es el único detalle romántico de su per-sona.

De hecho, se casó con ella por amor. Todavíase rumorea que ella no tenía ni familia; pero SirLeicester tenía tanta familia que quizá le bastaracon la suya y pudiera renunciar a adquirir más.Pero ella tenía belleza, orgullo, ambición, unadeterminación insolente y suficiente buen sentidocomo para dotar a una legión de damas finísimas.Cuando a todo eso se añadieron riqueza y po-sesión social, ascendió rápidamente, y desdehace años Milady Dedlock está en el centro delgran mundo, en la cúspide de la pirámide delgran mundo.

Todo el mundo sabe que Alejandro llorócuando ya no le quedaron más mundos queconquistar, o más bien debería saberlo, pues esun asunto del que ya se ha hablado mucho.Cuando Milady Dedlock conquistó su mundo,no cayó en un estado de aflicción, sino de geli-dez. Los trofeos de su victoria son un gesto decansancio, una placidez gastada, una ecuani-

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midad fatigada que no pueden agitar el interésni la satisfacción. Tiene unos modales perfectos.Si mañana la asumieran, al Cielo, es de preverque ascendería sin el menor gesto de deliquio.

Todavía conserva su belleza, y aunque ya noesté en su apogeo, tampoco se halla en el otoño.Tiene una hermosa faz, inicialmente de un tipoal que se hubiera calificado de guapa, más quede hermosa, pero que ha ido mejorando hastaconvertirse en clásica gracias a la expresión quele ha ido dando su elevada condición. Tieneuna figura elegante, y da la impresión de seralta. No es que lo sea, sino que, como ha afir-mado en varias ocasiones el Honorable BobStables, «aprovecha al máximo todas sus venta-jas». La misma autoridad afirma que se atavíaperfectamente, y observa, al elogiar en especialsus cabellos, que es la mujer mejor peinada detoda la cuadra.

Revestida de todas sus perfecciones, MiladyDedlock ha llegado de su residencia de Lin-colnshire (perseguida en todo momento por los

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rumores del gran mundo) a pasar unos días ensu casa de Londres antes de irse a París, dondeSu Señoría se propone pasar unas semanas, ydespués no sabe adónde ir. Y en su casa deLondres se presenta, en esta tarde sombría, uncaballero anticuado y viejo, que es abogado yademás consejero del Alto Tribunal de Cancille-ría, que tiene el honor de ser el asesor jurídicode los Dedlock y tiene en su despacho tantascajas de hierro con el nombre de éstos escrito enel exterior como si el baronet actual fuera lamoneda del truco del prestidigitador y alguienlo estuviera pasando constantemente de unlado a otro del escenario. Un Mercurio empol-vado lo conduce por el vestíbulo, las escaleras,los pasillos y las salas, que brillan durante latemporada y se entenebrecen después de ella(como un país de las hadas para el visitante,pero un desierto para quien allí habita) hastallegar a la presencia de Milady.

El viejo caballero tiene un aspecto oxidado,pero también fama de haber obtenido bastantes

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beneficios con contratos de matrimonios aristo-cráticos y aristocráticos testamentos, y de sermuy rico. Está rodeado de un aura misteriosade confidencias familiares, de las que se sabeque es depositario silencioso. Hay nobles mau-soleos, iniciados hace siglos en claros retiradosde muchos parques, que quizá contengan me-nos secretos de la nobleza que los que en elmundo de los hombres encierra el pecho deTulkinghorn10. Pertenece a eso que se llama lavieja escuela (término que, por lo general, signi-fica toda escuela que jamás parece haber sidojoven) y lleva calzones hasta la rodilla atadoscon lazos, así como polainas o medias. Unapeculiaridad de su ropa negra, y de sus negrasmedias, sean de seda o de estambre, es quenunca brillan. Su atavío, mudo, apretado, in-

10 Un juego más. Inicialmente Dickens habíaescrito «Talkinghorn», o sea, «cuerno parlante». Elcambio de la «a» por la «u» no altera mucho la foné-tica y sigue sugiriendo algo rechoncho y habladorsólo a ratos.

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sensible a cualquier luz que incide sobre él, esigual que él mismo. Nunca conversa, salvo quese le haga una consulta profesional. A veces sele ve, sin decir una palabra, pero perfectamentea sus anchas, sentado al extremo de una mesadurante un banquete en una de las grandescasas, o junto a las puertas de un salón, enacontecimientos de los que los rumores delgran mundo siempre tienen mucho que decir;todo el mundo lo conoce, y la mitad de la AltaNobleza se detiene a decir: «¿Cómo está usted,señor Tulkinghorn?» Él recibe estos saludosgravemente y los entierra junto con el resto delas cosas que sabe.

Sir Leicester Dedlock está con Milady y cele-bra ver al señor Tulkinghorn. Éste tiene un airede prescripción legal que siempre agrada a SirLeicester; lo recibe como una especie de home-naje. Le agrada cómo viste el señor Tulking-horn; también eso es como un homenaje. Eseminentemente respetable y, al mismo tiempo,como una especie de uniforme de servicio dis-

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tinguido. Expresa, por así decirlo, la ad-ministración de los servicios jurídicos, la ma-yordomía de la bodega jurídica, de los Dedlock.

¿Tiene alguna idea de todo esto el señorTulkinghorn? Quizá sí y quizá no, pero existeuna notable circunstancia que observar entodo lo relacionado con Milady Dedlock co-mo parte de una clase, como parte de los líde-res y representantes de su pequeño mundo.Ella se considera un Ser inescrutable, total-mente fuera del alcance y la comprensión delos ordinarios mortales, cuando se contemplaante el espejo, y entonces efectivamente pare-ce serlo. Pero todas las estrellas menores quegiran a su alrededor, desde su doncella hastael director de la ópera Italiana, conocen susdebilidades, sus prejuicios, sus locuras y suscaprichos, y viven con un cálculo y una me-dida tan exactos de su carácter moral comolos que toma su modista de sus proporcionesfísicas. ¿Hay que preparar un nuevo vestido,un nuevo atavío, un nuevo cantante, un nue-

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vo bailarín, un nuevo enano o un gigante, unanueva capilla, un nuevo lo que sea? Existeuna serie de personas diferentes, en una do-cena de oficios, de quienes Lady Dedlock nosospecha que hagan otra cosa que postrarseante ella, que pueden deciros cómo manejarlacomo si fuera un bebé, que la guían a todo lolargo de su vida, que afectan humildementeseguirla con total sumisión, y que en realidadla guían a ella y a todo su grupo; que al en-ganchar a una, enganchan a todos ellos, igualque Lemuel Gulliver arrastró tras de sí a lasolemne flota del majestuoso Lilliput. «Siquiere usted tratar con nuestro personal, se-ñor mío», dicen los joyeros Blaze y Sparkle11

(que al decir «personal» se refieren a MiladyDedlock y el resto), «ha de recordar que no

11 «Blaze» y «Sparkle», es decir, «brillo» y«luminosidad» son joyeros: Más adelante «Sheen» y«Glóss», es decir, apresto, suavidad y lustre, sonpañeros.

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está tratando con el público en general; hayque dar a esa gente en su punto flaco, y ése essu punto flaco». «Señores, para hacer que esteartículo se venda», dicen Sheen y Gloss, lospañeros, a sus amigos los fabricantes, «tienenque venir a nosotros, porque nosotros sabe-mos adónde llevar al gran mundo, y hacerque algo se ponga de moda». «Si quiere ustedhacer que esta litografía llegue a los salonesde mis altas relaciones, señor mío», dice elseñor Sladdery, el librero, «o si quiere ustedllevar a tal gigante o a cual enano a las casasde mis altas relaciones, señor mío, o si quiereusted conseguir para esta compañía el patro-cinio de mis altas relaciones, señor mío, tengausted la bondad de dejarlo en mis manos,pues estoy acostumbrado a estudiar a lasprincipales de mis altas relaciones, señor mío,y puedo decirle sin vanidad que hacen lo queyo les digo», en lo cual el señor Sladdery, quees hombre honrado, no exagera en absoluto.

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Por ende, si bien es posible que el señorTulkinghorn no sepa lo que pasa ahora porlas cabezas de los Dedlock, también es muyposible que sí lo sepa.

—¿Ha vuelto a verse hoy la causa de Mila-dy ante el Canciller, señor Tulkinghorn? —pregunta Sir Leicester al darle la mano.

—Sí. Hoy se ha vuelto a ver —replica elseñor Tulkinghorn con una de sus leves reve-rencias a Milady, la cual está sentada en unsofá frente a la chimenea, protegiéndose elrostro con una pantalla de mano.

—Supongo que es inútil preguntar —diceMilady, presa todavía de la monotonía de laresidencia de Lincolnshire— si se ha hechoalgo.

—Hoy no se ha hecho nada que pudierausted calificar de algo —contesta el señor Tul-kinghorn.

—Y nunca se hará —observa Milady.Sir Leicester no tiene ninguna objeción a

un pleito interminable en Cancillería. Es un

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trámite lento, caro, británico, constitucional.Claro que a él en ese pleito no le va nada vi-tal, pues lo único que aportó Milady a su ma-trimonio fue su participación en ese pleito, ytiene una vaga impresión de que el que sunombre —el nombre de Dedlock— figure enesa causa y no sea el título de esa misma cau-sa constituye el más ridículo de los acciden-tes. Pero considera que el Tribunal de Canci-llería, pese a entrañar algún que otro retrasoen la justicia, y un cierto volumen de confu-sión, es algo ideado, junto con muchas otrascosas, por la perfección de la sabiduríahumana y para la solución eterna (en térmi-nos humanos) de todas las cosas. Y opina, engeneral, decididamente que el dar la sanciónde su aprobación a cualquier crítica respectode ese Tribunal equivaldría a alentar a al-guien de las clases inferiores a que se rebelaraen alguna parte, a alguien como Weat Tyler12.

12 Wat Tyler fue el dirigente de las revueltas

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—Como se han inscrito unas cuantas de-claraciones juradas nuevas, y como son bre-ves, y como parto del incómodo principio desolicitar a mis clientes que me permitan in-formarles de todas las novedades de una cau-sa —dice el señor Tulkinghorn, que cautelo-samente no acepta más responsabilidades quelas necesarias—, y además como se va usted aParís, los he traído en el bolsillo.

(Sir Leicester también iba a París, pero loque interesaba al rumor del gran mundo eraque fuese Milady.)

El señor Tulkinghorn saca sus documen-tos, pide permiso para depositarlos en una

campesinas de 1381 contra los impuestos: CapturóLondres, quemó las cárceles y logró de Ricardo II laabolición de la servidumbre, del servicio feudal, delos monopolios y de las restricciones a las ventas,además del indulto para sus seguidores y para él (14de junio de 1381). Al día siguiente, el Lord Mayor (oAlcalde) de Londres logró matarlo, y el rey aboliótodas las concesiones hechas y procedió a una ferozrepresión

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mesa que es un talismán dorado puesto allado de Milady, y empieza a leer a la luz deuna lámpara de mesa.

«En Cancillería. Entre John Jarndyce.. . »Milady interrumpe y le pide que prescinda

de todas las pesadeces formales que sea posi-ble.

El señor Tulkinghorn mira por encima desus impertinentes y vuelve a empezar másabajo. Milady, distraída y despectivamente,va desviando su atención. Sir Leicester, sen-tado en un butacón, contempla la chimenea, yparece sentir un agrado ceremonioso por lasreiteraciones y las prolijidades jurídicas, co-mo si formaran parte de los bastiones de lanación. Da la casualidad de que donde estásentada Milady el fuego de la chimenea ca-lienta mucho, y de que la pantalla de mano esmás bonita que útil, y es inapreciable, peropequeña. Milady cambia de postura y ve lospapeles que hay en la mesa, los contempla

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más de cerca, cada vez más de cerca, y pre-gunta impulsivamente:

—¿Quién hizo esas copias?El señor Tulkinghorn se interrumpe, sor-

prendido ante la agitación de Milady y sutono desusado.

—¿Es eso lo que llaman ustedes letra can-cilleresca? —pregunta ella, que lo mira a losojos, una vez más con gesto inexpresivo yjugando con la pantalla.

—No exactamente. Probablemente —y elseñor Tulkinghorn examina el documentomientras habla—, ese aspecto jurídico quetiene se adquiriese después de que se fueraformando la letra del copista. ¿Por qué me lopregunta?

—Cualquier cosa con tal de variar esta de-testable monotonía. ¡Pero siga, siga!

El señor Tulkinghorn vuelve a leer. El ca-lor va en aumento y Milady vuelve a prote-gerse el rostro con la pantalla. Sir Leicester da

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una cabezada, se despierta de repente y ex-clama:

—¿Eh? ¿Qué decía?—Decía que me temo —contesta el señor

Tulkinghorn, que se ha levantado apresura-damente— que Milady Dedlock se siente mal.

—Un vahído —murmura Milady, a quiense le han puesto blancos los labios—; nadamás, pero me siento muy débil. No me digannada. ¡Llamen para que me lleve a mis apo-sentos!

El señor Tulkinghorn se retira a otra sala;suenan timbres, ruidos de pasos, primerolentos y después a la carrera; después, silen-cio. Por fin, Mercurio ruega al señor Tulking-horn que vuelva.

—Ya está mejor —dice Sir Leicester, conun gesto al abogado para que se siente y sigaleyendo ante él sólo. Me he asustado mucho.Nunca había visto desmayarse a Milady. Perohace un tiempo terrible, y la verdad es que se

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ha muerto de aburrimiento en nuestra resi-dencia de Lincolnshire.

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CAPÍTULO 3

Un recorrido

Me resulta muy difícil empezar a escribir miparte de estas páginas, pues sé que no soy lista.Siempre lo he sabido. Recuerdo que cuando eramuy pequeña solía decirle a mi muñequita,cuando nos quedábamos a solas:

«Vamos, Muñequita, sabes perfectamenteque no soy muy lista, y tienes que ser buena ytener paciencia conmigo!» Y ella se quedabasentadita en una gran butaca, con la tez tanbonita y los labios sonrosados, contemplándo-me, o más bien contemplando la nada, mientrasyo me ocupaba en mis labores y le contaba cadauno de mis secretos.

¡Cuánto quería yo a aquella muñeca! Enton-ces era yo tan tímida que apenas me atrevía aabrir la boca, y jamás me atrevía a revelar mispensamientos ante nadie, más que ella. Casi me

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echo a llorar cuando recuerdo cómo me tran-quilizaba, al volver de la escuela, el subir co-rriendo las escaleras hasta mi habitación y ex-clamar: «¡Ay, muñequita fiel; ya sabía yo queme estarías esperando!», y luego me sentaba enel suelo, apoyada en el brazo de su butacón, yle decía todo lo que había visto desde que nosseparamos. Yo siempre había sido muy obser-vadora —¡aunque no muy viva, eso no!—, unaobservadora silenciosa de lo que pasaba antemí, y solía pensar que me gustaría comprender-lo todo mejor. No es que sea de comprensiónmuy rápida. Cuando quiero muchísimo a al-guien, parece que comprendo mejor. Pero tam-bién es posible que eso sea una vanidad mía.

Desde mis primeros recuerdos, quien mecrió fue mi madrina, igual que a algunas de lasprincesas de los cuentos de hadas, sólo que yono era nada encantadora. ¡Mi madrina era unamujer buenísima! Iba a la iglesia tres veces to-dos los domingos, y a las oraciones de la maña-na los miércoles y los viernes, y a los sermones

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cuando los había, y no fallaba nunca. Era her-mosa, y si alguna vez hubiera sonreído (pen-saba yo entonces), hubiera sido como un ángel,pero nunca sonreía. Siempre estaba muy seria,y era muy estricta. A mí me parecía que comoella era tan buena, la maldad de los otros lehacía pasarse la vida con el ceño fruncido. Mesentía tan diferente de ella, incluso si se tienenen cuenta todas las diferencias que hay entreuna niña y una mujer; me sentía tan pobre, taninsignificante, que nunca podía actuar con na-turalidad ante ella; no, ni siquiera podía querer-la como yo hubiera deseado. Me sentía muytriste al pensar lo buena que era ella y lo indig-na de ella que era yo, y solía confiar ardiente-mente en que más adelante tendría yo mejorcorazón, y hablaba mucho de eso con mi queri-da Muñequita, pero nunca quise a mi madrinacomo hubiera debido quererla, y como creíaque debía quererla si yo hubiera sido una niñamás buena.

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Yo diría que aquello me hacía ser más tímiday retraída de lo que ya era por naturaleza, yhacía que mi Muñequita fuera la única amigacon la que me sentía a gusto. Pero cuando to-davía era yo muy pequeña, pasó algo que mesirvió de mucho.

Nunca había oído hablar de mi mamá. Tam-poco había oído hablar de mi papá, pero mimamá me interesaba más. .Que yo pudiera re-cordar, nunca me habían vestido de negro.Nunca me habían enseñado la tumba de mimamá. Nunca me habían dicho dónde estaba.Pero tampoco me habían dicho que rezara pornadie más que por mi madrina. Más de una vezle había planteado estas ideas a la señora Ra-chael, nuestra única sirvienta, que era la que seme llevaba la luz cuando me acostaba (tambiénella era muy buena, pero austera conmigo), yno me había dicho más que: «¡Buenas noches,Esther! », y se iba y me dejaba sola.

Aunque en la escuela local a la que iba yohabía siete niñas, y aunque me llamaban la pe-

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queña Esther Summerson, yo nunca iba a suscasas. Claro que todas ellas eran mayores queyo (yo era la más pequeña, con mucho), peroparecía como si entre nosotras hubiera algunadiferencia aparte de ésa, y además de eso todaseran mucho más listas que yo y sabían muchomás que yo. Me acuerdo muy bien de que unade ellas, la primera semana que fui a la escuela,me invitó a que fuera a una fiesta a su casa, yme alegré mucho. Pero mi madrina escribióuna carta muy tiesa diciendo que no podía ir, yno fui. Yo no salía nunca.

Era mi cumpleaños. Cuando eran los cum-pleaños de otras, siempre había fiesta en la es-cuela, pero cuando era el mío, no. En otroscumpleaños se hacía fiesta en las casas, y yo losabía porque oía lo que se contaban las otrasniñas, pero en la mía nunca se hacía nada. Enmi casa, mi cumpleaños era el día más melan-cólico de todo el año.

Ya he mencionado que, salvo que me enga-ñara mi vanidad (cosa que es posible, pues es

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posible que sea muy vanidosa sin sospecharlo,aunque la verdad es que no lo creo), mi com-prensión se aviva cuando se anima mi afecto.Soy muy afectuosa, y quizá todavía pudieravolver a sentirme herida, si fuera posible recibiruna herida más de una vez, de forma tan agudacomo aquel cumpleaños.

Había terminado la cena, y mi madrina y yoestábamos sentadas a la mesa ante la chimenea.El reloj tictaqueaba, el fuego crepitaba, y ni enaquella habitación ni en toda la casa se oía otroruido desde hacía no recuerdo cuánto tiempo.Por casualidad miré tímidamente por encimade mi costura hacia mi madrina, y el gesto quele vi en la cara, mientras me miraba sombría,decía: «¡Cuánto mejor hubiera sido, pobrecitaEsther, que no hubiera sido tu cumpleaños, quenunca hubieras nacido!»

Rompí, en llanto y sollozos, y dije:—Ay, madrina querida, dime, por favor,

dime, ¿sé murió mamá cuando nací yo?

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—No —respondió—. ¡Y no preguntes máscosas, niña!

—Por favor, cuéntame algo de ella. ¡Dimealgo por fin, madrina querida! ¿Qué le hice yo?¿Cómo la perdí? ¿Por qué soy tan distinta delas demás niñas, y por qué es culpa mía, ma-drina? No, no, no, no te vayas. ¡Dime algo!

Yo tenía más miedo que pena, y la agarrédel vestido y me dejé caer de rodillas. Ella nohabía parado de decir: « ¡Suelta! » Pero ahorase quedó inmóvil y en silencio.

Su gesto adusto tenía tal poder sobre míque me interrumpió en medio de mi vehe-mencia. Alcé una manita temblorosa paratomar la suya, o para pedirle perdón con todoel fervor posible, pero la retiré cuando memiró y me la llevé al corazón tembloroso. Melevantó del suelo, se sentó en su silla y po-niéndome en pie ante ella me dijo lentamente,en voz baja y fría, con el ceño fruncido yapuntándome con el dedo:

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—Tu madre, Esther, es tu vergüenza, igualque tú fuiste la suya. Ya llegará el momento(y muy pronto) en que lo comprenderás me-jor, y también en que lo comprenderás, comosólo puede comprenderlo una mujer. Yo la heperdonado —pero no ablandó el gesto— porel daño que me hizo, aunque fue mayor de loque jamás puedas tú llegar a comprender, yno diré nada más al respecto, aunque fue algomayor de lo que jamás llegarás tú a saber, delo que jamás llegará nadie a saber, más que.

yo, que fui quien lo sufrió. Y tú, pobrecita,huérfana y envilecida desde el primero deestos horribles cumpleaños, reza todos losdías para que no caigan sobre tu cabeza lospecados de los otros, según está escrito. Olví-date de tu madre y deja que todos los demásque quieran tener esa bondad para su pobrehija también la olviden. Y ahora, ¡vete!

Sin embargo, cuando estaba a punto de se-pararme de ella —¡hasta tal punto me sentía

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petrificada!—, me detuvo y añadió estas pa-labras:

—La obediencia, la renuncia y el trabajodiligente son los preparativos para una vidaque se ha iniciado con una sombra así sobreella. Eres diferente de otras niñas, Esther,porque no naciste como ellas como fruto delmismo pecado y de la misma ira que todas.Tú eres distinta.

Subí a mi habitación, me metí en la cama yacerqué la mejilla llena de lágrimas junto a lade mi Muñeca, y con aquella única amigaapretada contra mi pecho me quedé llorandohasta dormirme. Por imperfecta que fuera micomprensión de mi pena, lo que sí sabía eraque yo no había dado ninguna alegría, enningún momento, a un solo corazón, y que loque mi Muñequita era para mí yo no lo erapara nadie en el mundo.

Dios mío, la cantidad de tiempo que pa-samos solas desde entonces, y la cantidad deveces que repetí a mi Muñequita la historia

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de mi cumpleaños, y que le confié que inten-taría, con todas mis fuerzas, reparar el pecadocon el que había nacido (del que me confesa-ba culpable y al mismo tiempo inocente), yque según fuera creciendo haría todo lo posi-ble por ser industriosa, alegre y amable, y porhacer algo de bien a alguien, y lograr que al-guien me quisiera, si podía. Espero que nosea egoísta al derramar estas lágrimas cuandopienso en ello. Me siento muy agradecida yestoy muy animada, pero no logro impedirque me vengan a los ojos.

¡Bien! Ya me las he secado, y ahora puedoseguir adelante como es debido.

Después del cumpleaños, advertí tantomás la distancia entre mi madrina y yo, y ad-vertí con tal claridad que yo ocupaba un lu-gar en su casa que debería haber estado vacío,que me resultaba más difícil dirigirme a ella,aunque en mi corazón me sentía más fervien-temente agradecida a ella que nunca. Lomismo sentía respecto de mis compañeras de

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escuela. Lo mismo sentía respecto de la seño-ra Rachael, que era viuda, y desde luego res-pecto de su hija, que venía a verla cada dossemanas. Yo era muy retraída y silenciosa, ytrataba de ser muy diligente.

Una tarde de sol, cuando acababa de vol-ver a casa con mis libros y mi cartera, mien-tras observaba mi larga sombra que caminabaa mi lado, y mientras subía las escaleras ensilencio hacia mi habitación, como de cos-tumbre, mi madrina miró por la puerta delsalón y me llamó. Sentado a su lado vi a undesconocido, lo que era de lo más desusado.Un caballero regordete de aspecto importan-te, todo vestido de negro, con un corbatín,blanco, grandes sellos de oro en el reloj, unasgafas de oro y un gran anillo de sello en elmeñique.

—Ésta —dijo mi madrina a media voz— esla niña. —Después, con su tono natural devoz, añadió—: Ésta es Esther, señor mío.

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El caballero se puso las gafas para mirarmey dijo:

—Ven aquí, guapa. —Me dio la mano y mepidió que me quitara el sombrero, todo ellosin dejar de mirarme. Cuando obedecí dijo: —¡Ah! — y después—: ¡Sí! —Y luego se quitólas gafas y tras meterlas en un estuche rojo sereclinó en el sillón dando vueltas al estucheentre las manos, e hizo un gesto de asenti-miento a mi madrina. Entonces ésta me dijo:

—¡Ya puedes ir arriba, Esther! —de mane-ra que le hice una reverencia y me fui.

Debe de haber sido dos años después, y yotenía casi catorce, cuando una noche terribleestábamos mi madrina y yo sentadas junto ala chimenea. Yo leía en voz alta y ella escu-chaba. Había bajado a las nueve, como era micostumbre, para leerle la Biblia, y ahora esta-ba leyendo en San Juan cómo Nuestro Señorse había inclinado a escribir con la mano en elpolvo, cuando le llevaron a la pecadora:

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«Y como insistieran en preguntarle, se en-derezó y les dijo: "El que de vosotros esté sinpecado, sea el primero en arrojar la piedracontra ella".»

Me interrumpí cuando mi madrina se le-vantó, se llevó la mano a la cabeza y exclamócon una voz horrible, citando de otra partedel Libro:

«¡Velad, pues! Para que cuando venga derepente no os halle durmiendo. Y lo que avosotros digo, a todos lo digo: ¡Velad!»

Y de pronto, mientras estaba ante mí repi-tiendo aquellas palabras, cayó al suelo. Notuve que gritar; su voz había resonado portoda la casa, y se había oído en la calle.

La llevaron a la cama. Allí estuvo más deuna semana, sin grandes cambios de aspecto,con su ceño decidido de siempre, que tanbien conocía yo, como esculpido en su her-moso rostro. Fueron muchísimas las veces enque, de día y de noche, con la cabeza puestajunto a la suya en la almohada para que oyera

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mejor mis susurros, le di besos, le dije miagradecimiento, recé por ella, pedí su bendi-ción y su perdón, le rogué que me diera elmenor indicio de que me conocía o me oía.No, no, no. Tenía un gesto inmutable. Hastael final, e incluso después, mantuvo el ceñoinalterable.

El día después del entierro de mi pobremadrina reapareció el señor de negro con elcorbatín blanco. La señora Rachael me mandóllamar, y lo encontré en el mismo sitio, comosi nunca se hubiera ido de allí.

—Me llamo Kenge —dijo—; quizá me re-cuerdes, hija; Kenge y Carboy, Lincoln's Inn.

Respondí que recordaba haberlo visto unavez antes.

—Siéntate, por favor... aquí, a mi lado. Notemas; no debes temerme. Señora Rachael, nonecesito comunicarle a usted, que estaba fa-miliarizada con los asuntos de la finada seño-rita Barbary, que con ella desaparecen sus

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medios de vida, y que esta señorita, ahoraque ha fallecido su tía...

—¡Mi tía, señor!—De nada vale mantener un engaño cuan-

do nada se puede ganar con ello —dijo el se-ñor Kenge sin alterarse—. Tía de hecho, aun-que no ante el derecho. ¡No te preocupes! ¡Nollores! ¡No tiembles! Señora Rachael, sin dudanuestra joven amiga sabe... que... ah... Jarndy-ce y Jarndyce.

—Jamás —dijo la señora Rachael.—¿Es posible —continuó el señor Kenge

poniéndose las gafas —que nuestra jovenamiga (¡te lo ruego, no te inquietes!) no hayaoído hablar nunca de Jarndyce y Jarndyce?

Negué con la cabeza, preguntándome dequé se trataba.

—¿Que no sepa nada de Jarndyce y Jarn-dyce? —preguntó el señor Kenge, mirándomepor encima de las gafas, y dándole lentamen-te vueltas al estuche entre las manos, como siestuviera acariciándolo—. ¿Que no haya oído

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hablar de uno de los mayores pleitos jamásplanteados en Cancillería? ¿Que no haya oídohablar de Jarndyce y Jarndyce, que es, ah, porsí solo un monumento a la práctica de Canci-llería? ¿En el cual (diría yo) se presentan unavez tras otra todas las dificultades, todos losimponderables, todos los inventos magistra-les, todas las formas de procedimiento queconocen los tribunales? Es una causa que nopodría existir más que en este país libre ygrande. Yo diría que las costas agregadas deJarndyce y Jarndyce, señora Rachael —metemo que le dirigía la palabra a ella, porqueyo parecía no enterarme—, ascienden ahoramismo a ¡entre SESENTA y SETENTA MILLIBRAS! —dijo el señor Kenge, echándose atrásen la silla.

Yo me sentía muy ignorante, pero, ¿qué iba ahacerle? Era tal mi desconocimiento del temaque incluso entonces no me enteré de nada.

—¡Y es cierto que jamás ha oído hablar de lacausa! —dijo el señor Kenge—. ¡Sorprendente!

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—La señorita Barbary, señor mío —contestóla señora Rachael—, que se encuentra ya entrelos Serafines...

(«Así confío, con toda seguridad» —dijo elseñor Kenge, cortésmente.)

... no deseaba que Esther supiera más que loque le fuera útil. Y en esta casa no se le han en-señado más que cosas de ese género.

—¡Bueno! —exclamó el señor Kenge—. Engeneral, cabe decir que eso es lo correcto. Perovamos al grano —y se dirigió a mí—. La señoritaBarbary, que era tu única pariente (es decir, dehecho, pues ante el derecho no tenías ningúnpariente), ha muerto, y como naturalmente no esde esperar que la señora Rachael...

—¡Ah, no, Dios mío! —dijo la señora Rachaelinmediatamente.

—Exacto —asintió el señor Kenge—..., que laseñora Rachael se haga cargo de tu sustento ymantenimiento (te ruego que no te inquietes), tehallas en posición de recibir la reiteración de unofrecimiento que recibí orden de hacer a la seño-

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rita Barbary hace dos años y que, si bien se vioentonces rechazado, quedaba entendido que erareiterable en las lamentables circunstancias quese han producido ulteriormente. Y ahora, si con-fieso que represento, en Jarndyce y Jarndyce yen otros respectos, a una persona muy humani-taria, pero al mismo tiempo singular, ¿cabríadecir que me excedo en algo de mi discreciónprofesional? —preguntó el señor Kenge, vol-viendo a arrellanarse en la silla y mirándonoscalmosamente a ambas.

Parecía que lo que más le gustara del mundofuera el sonido de su propia voz. No me extra-ñaba, pues era rica y sonora, e imprimía granimportancia a cada una de las palabras que pro-nunciaba. Se escuchaba a sí mismo con evidentesatisfacción, y a veces llevaba suavemente elritmo de su propia música con la cabeza, o re-dondeaba una frase con la mano. Me sentí muyimpresionada con él, incluso entonces, antes deenterarme de que había copiado el modelo de

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un gran lord que era cliente suyo, y de que lagente lo llamaba Kenge el Conversador.

—El señor Jarndyce —continuó—, conscientede la situación... diría yo que lamentable... denuestra joven amiga, ofrece colocarla en un esta-blecimiento de primera clase, en el cual se ter-minará su educación, se asegurará su comodi-dad, se contemplarán todas sus necesidadesrazonables y quedará eminentemente cualifica-da para desempeñar sus funciones en el puestoque (¿diríamos la Providencia?) se ha servidoasignarle en este mundo.

Mi corazón se sentía tan henchido, tanto porlo que acababa de decir él como por la forma enque lo había dicho, que no logré decir nada,aunque lo intenté.

—El señor Jarndyce —prosiguió— no esta-blece condición alguna, salvo la de expresar suesperanza de que nuestra joven amiga no sevaya en ningún momento del establecimiento alque nos referimos sin el consentimiento y el co-nocimiento de él. Que se aplicará fielmente a la

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adquisición de los conocimientos de cuyo ejerci-cio acabará por depender. Que caminará siem-pre por la vía de la virtud y la honra y... que...,ah ..., etcétera.

Me sentí todavía menos capaz de decir pala-bra que antes.

—Bueno, ¿y qué dice nuestra joven amiga? —continuó el señor Kenge—. ¡Tómate tu tiempo!¡Tómate tu tiempo! Haré una pausa para querepliques. ¡Pero tómate tu tiempo!

Huelga repetir lo que intentó decir el pobreobjeto de aquel ofrecimiento. Podría contar conmás facilidad lo que sí dijo, si mereciera la penacontarlo. Lo que sintió y seguirá sintiendo hastala hora de su muerte es algo que jamás podríarelatar.

Aquella entrevista se celebró en Windsor,donde (que yo supiera) había transcurrido todami vida. Ocho días después, bien provista detodo lo necesario, me fui de allí a Reading, en ladiligencia.

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La señora Rachael era demasiado buena parasentir emoción alguna ante nuestra separación,pero yo no era tan buena y lloré muchísimo.Pensaba que al cabo de tantos años deberíahaberla conocido mejor, y debería haberleinspirado suficiente cariño como para hacerque entonces también ella sintiera pena.Cuando me dio un frío beso de despedida enla frente, como una gota de hielo que cae delporche de piedra —era un día muy frío—, mesentí tan desgraciada y tan culpable que measí a ella y le dije que era culpa mía, ya losabía yo, que me pudiera decir adiós con tan-ta tranquilidad.

—¡No, Esther! —replicó—. ¡Es tu desgra-cia!

La diligencia estaba ante la portezuela deljardín (porque no habíamos salido hasta queoímos las ruedas), y allí la dejé, llena de pena.Volvió a entrar en casa antes de que hubieranterminado de poner mis maletas en la baca, ycerró la puerta. Entre lágrimas, seguí mirando

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la casa por la ventanilla hasta que dejó deverse. Mi madrina había legado a la señoraRachael lo poco que poseía, y se iba a realizaruna subasta, y afuera, en medio del hielo y dela nieve, colgaba una vieja alfombrilla borda-da de rosas, que a mí me había parecidosiempre que era el más antiguo de mis re-cuerdos. Hacía un día o dos que había yo en-vuelto a mi vieja y querida Muñeca en su vie-jo chal y la había enterrado en silencio —casime da vergüenza el decirlo— en el jardín,bajo el árbol que le daba sombra a mi antiguaventana. Ya no me quedaba más compañíaque mi pájaro, y venía conmigo en su jaula.

Cuando se perdió de vista la casa, me que-dé sentada con la jaula de mi pájaro deposi-tada sobre la paja que había a mis pies, ydesde la barqueta de la diligencia iba contem-plando los árboles helados, que eran comopedazos maravillosos de espato, y los cam-pos, todos blandos y blancos con la nieve dela noche pasada, y el sol, tan rojo, pero que

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daba tan poco calor, y el hielo, oscuro como elmetal, donde los patinadores y los deslizado-res habían ido apartando la nieve. En la dili-gencia había un señor sentado justo frente amí, que parecía enorme de tanta ropa comollevaba, pero iba mirando por la otra ventani-lla y no parecía darse cuenta de mi existencia.

Pensé en mi madrina muerta, en la nocheen que le había estado leyendo, en aquel ceñotan fruncido y tan serio cuando estaba en lacama, en aquel lugar desconocido al que medirigía, en la gente a la que iba a conocer allíy cómo sería y qué me diría, cuando una vozque sonó en la diligencia me asustó terrible-mente:

—¿Por qué diablo estás lloriqueando? —me preguntó .

Me dio tanto miedo que me quedé sin vozy no pude sino responder con un susurro:

—¿Me dice a mí, señor? —Pues, natural-mente, comprendí que había debido de ser

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aquel señor con tanta ropa, aunque seguíamirando por su ventanilla.

—Si, a ti —dijo, volviéndose hacia mí.—No me había dado cuenta de que estaba

llorando, señor —tartamudeé.—¡Pues sí que lo estás! —exclamó aquel

señor—. ¡Mira!Se acercó a mí desde la otra punta del co-

che, me pasó por los ojos uno de sus grandespuños de piel (pero sin hacerme daño) y memostró que había quedado mojado.

—¡Bien! Ahora ya ves que estabas llorando—dijo—. ¿No?

—¡Sí, señor! —contesté.—¿Y por qué lloras? —preguntó aquel se-

ñor—. ¿No quieres ir allí?—¿Adónde, señor?—¿Adónde? Pues a donde vas a ir —

respondió el señor.—Estoy muy contenta de ir, señor —

contesté.

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—¡Pues entonces! ¡Pon cara de estar con-tenta! —exclamó el señor.

Me pareció una persona muy rara, o por lomenos lo que se veía de él era muy raro, puesestaba envuelto en ropajes hasta la barbilla, yllevaba la cara casi tapada por una gorra depiel, con orejeras muy anchas que llevaba ata-das bajo la barbilla, pero yo me había recupe-rado y ya no le tenía miedo. Así que le dijeque creía que debía de haber estado llorandopor la muerte de mi madrina y porque a laseñora Rachael no le daba pena separarse demí.

—¡Al diablo con la señora Rachael! —exclamó aquel señor—. ¡Que se vaya en unatormenta, montada en su escoba!

Entonces me empezó a dar miedo de ver-dad, y lo miré muy asombrada. Pero me pa-reció que tenía una mirada agradable, aunqueno hacía más que murmurar cosas en tono en-fadado, y llamando de todo a la señora Rachael.

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Al cabo de un rato se abrió el abrigo, que amí me parecía lo bastante grande como paraenvolver toda la diligencia, y se metió la manoen un bolsillo muy hondo que tenía dentro.

—¡Vamos, mira aquí! —dijo—. En este papel—que estaba muy bien doblado— hay un trozode la mejor tarta de ciruelas que hay en el mer-cado; tiene por fuera por lo menos una pulgadade azúcar, tanto como grasa tienen las chuletasde cordero. Y éste es un pastelito (una joyita,tanto de tamaño como de calidad) hecho enFrancia. ¿Y de qué te crees que está hecho? Dehígados de gansos bien gordos. ¡Vaya un pas-tel! A ver cómo te lo comes todo.

—Gracias, señor —repliqué—. Se lo agra-dezco mucho, de verdad, pero espero que no seofenda si le digo que son demasiado llenantespara mí.

—¡Me ha vuelto a dejar K.O.! —dijo aquelseñor, cosa que no comprendí en absoluto, ytiró las dos cosas por la ventanilla.

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No me volvió a decir nada hasta que se apeódel coche, poco antes de llegar a Reading, yentonces me aconsejó que fuera una niña bue-na, y que fuera estudiosa, y me dio la mano. Hede decir que me sentí aliviada cuando se apeó.Lo dejamos junto a una piedra miliar. Muchasveces volví a pasar por allí, y durante muchotiempo ninguna de ellas dejé de recordarlo, depensar en él, y de medio esperar que me lo ibaa encontrar. Pero nunca fue así, de manera quea medida que fue pasando el tiempo, me fuiolvidando de él.

Cuando paró la diligencia, una señora muybien arreglada miró por la ventanilla y dijo:

—La señorita Donny.—No, señora; soy Esther Summerson.—Exactamente —dijo la señora—. La señori-

ta Donny.Comprendí entonces que se estaba presen-

tando ella, pedí perdón a la señorita Donny pormi error y le señalé mis maletas cuando me lopidió. Conforme a las instrucciones de una

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doncella muy bien arreglada, las pusieron enun cochecito verde muy pequeño, y después laseñorita Donny, la doncella y yo montamos enél y nos fuimos.

—Ya lo tienes todo preparado, Esther —dijola señorita Donny—, y tu plan de actividadesestá todo organizado exactamente conforme alos deseos de tu tutor, el señor Jarndyce.

—De..., ¿cómo ha dicho, señorita?—De tu tutor, el señor Jarndyce —dijo la se-

ñorita Donny.Me sentí tan confusa, que la señorita Donny

pensó que el frío del viaje había sido excesivopara mí, y me pasó su frasco de sales.

—¿Conoce usted a mi... tutor, señorita? —pregunté, tras dudarlo mucho.

—No personalmente, Esther —respondió laseñorita Donny—; sólo por conducto de susabogados, los señores Kenge y Carboy, de Lon-dres. El señor Kenge es persona de gran digni-dad. Y muy elocuente. ¡Habla en unos períodosverdaderamente majestuosos!

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Yo estaba totalmente de acuerdo, pero mesentía demasiado confusa para hacerle caso.Nuestra rápida llegada al punto de destino,antes de que tuviera tiempo para recuperarme,no hizo sino aumentar mi confusión, y jamásolvidaré el aspecto incierto e irreal que teníatodo, aquella tarde, en Greenleaf (la casa de laseñorita Donny).

Pero en seguida me acostumbré. Tardé tanpoco tiempo en acostumbrarme a la rutina deGreenleaf que era como si llevara mucho tiem-po allí, y casi como si hubiera soñado, en lugarde vivido, mi vida anterior en casa de mi ma-drina. No podía haber nada más preciso, másexacto ni más ordenado que Greenleaf. Paracada hora del día había algo que hacer, y todose hacía a su hora exacta.

Éramos doce pensionistas, y había dos seño-ritas Donny, que eran gemelas. Estaba entendi-do que con el tiempo yo tendría que ganarme lavida como institutriz, y no sólo se me instruyóen todo lo que se enseñaba en Greenleaf, sino

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que en seguida me dedicaron a enseñar a otras.Aunque en todos los demás respectos se metrataba igual que al resto de las alumnas, en micaso se estableció esta diferencia desde el prin-cipio. A medida que iba aprendiendo más, ibaenseñando más, de forma que con el tiempollegué a tener mucho que hacer, y me gustabahacerlo, porque hacía que las niñitas se encari-ñasen conmigo. Por último, cada vez que llega-ba una nueva pupila que estaba un poco tristey melancólica, se hacía inmediatamente —nosé muy bien por qué— tan amiga mía que conel tiempo todas las recién llegadas quedabanconfiadas a mi cuidado. Decían que yo eramuy amable, pero estoy segura de que eranellas las amables. Pensé muchas veces en laresolución que había hecho el día de mi cum-pleaños, de tratar de ser industriosa, alegre yamable, y de hacer algún bien a alguien, y deconseguir que alguien me quisiera si podía, yde verdad, de verdad, casi me daba vergüenzahaber hecho tan poco y conseguido tanto.

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Pasé en Greenleaf seis años felices y tran-

quilos. Gracias a Dios, mientras estuve allí

jamás vi reflejada la idea en ningún rostro de

que mejor hubiera sido que yo no hubiera na-

cido nunca. Cuando llegaba aquella fecha, me

traía tantos símbolos de recuerdo afectuoso

que mi habitación estaba adornado con ellos

desde Año Nuevo hasta Navidad.

En aquellos seis años nunca salí de allí, sal-vo para hacer visitas a los vecinos durante lasfiestas. Al cabo de unos seis meses seguí elconsejo de la señorita Donny en el sentido deque lo correcto sería escribir al señor Kengepara decirle que estaba contenta y agradecida,

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y con la aprobación de la señorita escribí unacarta en esos términos. Recibí una respuestaformal en la que se acusaba recibo de la mía ydecía: «Tomamos nota de su contenido, que secomunicará como procede a nuestro cliente.»Después de eso, alguna vez oí comentar a laseñorita Donny y su hermana la puntualidadcon la que se pagaban mis cuentas, y unas dosveces al año me aventuraba a escribir otra car-ta parecida. Siempre recibía a vuelta de correoexactamente la misma respuesta, escrita con lamisma letra redondilla, con la firma de Kengey Carboy escrita con otra letra, que yo suponíaera la del señor Kenge.

¡Me resulta tan curioso estar obligada a es-cribir todo esto acerca de mí misma! ¡Como siesta narración fuera la narración de mi vida!Pero falta poco para que mi personilla se fun-da en un contexto más general.

Había pasado yo seis años tranquilos (veoque lo digo por segunda vez) en Greenleaf,viendo en todas las que me rodeaban, como en

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un espejo, todas las fases de mi propio desa-rrollo y cambio en aquella casa, cuando, unamañana de noviembre, recibí la siguiente car-ta, cuya fecha omito:

OLD SQUARE, LINCOLN'S INN

Señorita:

Jarndyce y Jarn-dyce

Habida cta. de q.nuestro clte. el Sr. Jarndycerecibirá en breve en su casa,por orden del Tbl. de Canc. auna pupila del Tbl. en estacausa, para quien desea unaCía. adecuada, dicho clte. nosencarga informemos a Vd. de

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que celebraría mcho. contarcon sus scios. en tal calidad.

Hemos encargado eltpte. de Vd. a título gratuitoen la dgcia. de las 0800 deReading el lunes a.m. próxi-mo, destino a White HorseCellar, Piccadilly,

Londres, donde la esperaráuno de nuestros ptes. paraguiarla a Vd. a nuestra Ofna.mencionada. Quedamos a suspies sus ss. SS.,

Kenge yCar-boy

Srta. Esther Summerson

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¡Jamás, jamás, jamás olvidaré la emoción queaquella carta causó en la casa! Eran tan cariño-sas al ocuparse tanto de mí, era tan generosopor parte de aquel Padre, que no me había ol-vidado, el hacer que mi vida de huérfana fueratan fácil y agradable, y el haber inclinado a tan-tos espíritus infantiles hacia mí, que yo apenassi podía soportarlo. No es que hubiera preferi-do que lo sintieran menos; me temo que no,pero el placer que me dieron, y al mismo tiem-po el dolor, y el orgullo y la alegría, y el humil-de pesar que todo aquello me provocó erancosas tan mezcladas que casi parecía que se mepartía el corazón al mismo tiempo que se mellenaba de gozo.

La carta sólo me daba cinco días de aviso an-tes de mi marcha. Cuando cada minuto me tra-ía nuevas pruebas del amor y la amabilidadque se me demostraron aquellos días, y cuandopor fin llegó la mañana, y cuando me hicieronrecorrer toda la casa para que la viera por últi-ma vez, y cuando alguien me gritó: « ¡Esther,

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querida mía, ven a decirme adiós junto a micama, donde por primera vez me dijiste cosastan bonitas!», y cuando otras sólo me pidieronque escribiera sus nombres y las palabras «Contodo el cariño de Esther», y cuando todas merodearon con sus regalos de despedida, y seagarraron a mí llorando y exclamando: «¿Quévamos a hacer cuando ya no esté nuestra que-rida Esther?», y cuando traté de decirles lobuenas y lo pacientes qué habían sido todasconmigo, y cuánto las bendecía y les daba lasgracias a todas, ¡cómo se me partía el corazón!

Y cuando las dos señoritas Donny, tan tristesal separarse de mí como las que más, y cuandolas doncellas dijeron: «¡Que Dios la bendiga,señorita, dondequiera que vaya!», y cuando eljardinero, viejo, feo y cojo, que yo creía que nise había dado cuenta de mi existencia en todosaquellos años, corrió jadeando tras la diligenciapara darme un ramillete de geranios, y me dijoque yo era como las niñas de sus ojos —¡de

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verdad que eso fue lo que me dijo aquel ancia-no!—, ¡cómo se me partía el corazón!

¿Y cómo podía yo impedir que con todoaquello, y con la llegada a la escuelita, y la vi-sión inesperada de los niños pobres que esta-ban al lado de ésta diciéndome adiós con lossombreros y las gorras, y la de un caballero depelo canoso y su señora, de cuya hija había sidoyo profesora particular, y a cuya casa había idode visita (aunque decían que era la familia másorgullosa del condado), que sin ningún rebozoexclamaban: «Adiós, Esther. ¡Que seas muy fe-liz!»..., cómo podía yo evitar inclinar la cabezamientras iba en el coche y decirme: «¡ Ay, quéagradecida estoy, qué agradecida estoy! », unavez tras otra?

Pero, naturalmente, pronto consideré que nodebía llegar llorosa a mi destino, después detodo lo que se había hecho por mí. Por lo tanto,claro, me forcé a sollozar menos y me persuadía mí misma de que debía mantenerme en si-lencio, diciéndome una vez tras otra: «¡Vamos,

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Esther, es tu obligación! ¡Esto no puede ser!»Por fin logré sentirme bastante animada, si bienme temo que tardé bastante más de lo quehubiera debido, y cuando me refresqué los ojoscon agua de lavanda, era la hora de ir llegandoa Londres.

Estaba persuadida de que ya habíamos lle-gado cuando todavía nos faltaban diez millas, ycuando de verdad llegamos, de que nunca íba-mos a llegar. Pero cuando empezamos a darbotes sobre un pavimento de piedra, y especial-mente cuando pareció que otro vehículo iba achocar con el nuestro, empecé a creer que deverdad se acercaba el final de nuestro viaje.Muy poco después nos detuvimos.

Un joven caballero lleno de manchas de tintame dirigió la palabra desde la acera y dijo:

—Señorita, vengo de parte de Kenge y Car-boy, de Lincoln's Inn.

—Hágame usted el favor, caballero —respondí.

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Fue muy amable, y cuando me ayudó a su-bir a un coche, tras vigilar el transbordo de mismaletas, le pregunté si había un incendio enalguna parte. Porque las calles estaban tan lle-nas de un humo denso y pardo que casi no seveía nada.

—Ah, no, señorita —contestó—. Es la sopade guisantes.

Jamás había oído yo hablar de tal cosa.—Una niebla densa, señorita —aclaró el jo-

ven caballero.—¡Ah, claro! —dije.Fuimos recorriendo lentamente las calles

más sucias y más oscuras que jamás se pudie-ran ver en el mundo (creía yo), y en un estadotal de confusión que me pregunté cómo mante-nía su cordura la gente, hasta que llegamosrepentinamente a la tranquilidad bajo unapuerta antigua, y cruzamos una plaza silencio-sa hasta llegar a un saliente extraño en una es-quina, donde había una entrada por un tramode escaleras anchas y empinadas, como la en-

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trada de una iglesia. Y efectivamente había unpatio de iglesia, bajo un claustro, pues vi lastumbas desde la ventana de la escalera.

Era el bufete de Kenge y Carboy. El jovencaballero me hizo pasar por una antesala aldespacho del señor Kenge —donde no habíanadie— y cortésmente me arrimó una silla a lachimenea. Después señaló a mi atención unespejito que colgaba de un clavo a un lado de larepisa de la chimenea.

—Por si desea usted verse en él, señorita,tras el viaje, pues va usted a ver al Canciller.Claro que no le hace ninguna falta, a mi juicio—dijo el joven caballero atentamente.

—¿Que voy a ver al Canciller? —dije,asombrada por un momento.

—No es más que un trámite, señorita —replicó el joven caballero—. El señor Kenge sehalla en este momento en el Tribunal. Me haencargado que la salude atentamente y lepregunte si desea tomar algo —en una mesitahabía unas galletas y una botella de vino— y

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leer el periódico —que me dio mientrashablaba. Después atizó el fuego y se fue.

Todo me parecía tan extraño (y tanto másextraño cuanto que era de noche en pleno día,que las velas ardían con una llama blanca ytodo tenía un aire tan frío e inhóspito) que leílas frases del periódico sin saber lo que decí-an, y me encontré leyendo varias veces lasmismas frases. Como de nada valía seguir así,dejé el periódico, me miré el sombrero en elespejo para ver si estaba bien y contemplé elaposento, que no estaba ni medianamentebien alumbrado, y las mesas polvorientas yviejas, y los montones de escritos, y una es-tantería llena de libros con el aspecto másinexpresivo que jamás haya tenido un libroen el mundo. Después seguí pensando, pen-sando, pensando, y el fuego siguió ardiendo,ardiendo, ardiendo, y las velas siguierontemblando y chisporroteando y no había des-pabiladeras, hasta que al cabo de un rato el

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joven caballero trajo un par de ellas; y así es-tuve dos horas.

Por fin llegó el señor Kenge. Él no habíacambiado, pero se sorprendió al ver cómohabía cambiado yo, y pareció bastante satisfe-cho.

—Como va usted a ser la señorita de com-pañía de la señorita que se halla ahora en eldespacho privado del Canciller, señoritaSummerson —dijo—, hemos consideradooportuno que también asista usted. ¿No sepondrá nerviosa ante el Lord Canciller, espe-ro?

—No, señor —respondí—. No creo.Y la verdad es que, pensándolo bien, no

veía por qué iba a ponerme nerviosa.Entonces el señor Kenge me dio el brazo, y

fuimos a un rincón, bajo una gran columnata,para entrar por una puerta lateral. Y así, alfinal de un pasillo, llegamos a un aposentobastante confortable, donde había una señori-ta y un caballero jóvenes, de pie junto a una

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chimenea con un fuego enorme. Entre ellos yel fuego había una pantalla, en la que ellos seapoyaban mientras charlaban.

Ambos levantaron la cabeza al entrar yo, yla señorita, en la que se reflejaba la luz delfuego, ¡era tan bella! ¡Qué hermoso pelo rubioy abundante, qué ojos azules tan dulces y quérostro tan brillante, tan inocente y confiado!

—Señorita Ada —dijo el señor Kenge—,ésta es la señorita Summerson.

Se acercó ella a saludarme con una sonrisade bienvenida y alargándome la mano, peroen un instante pareció cambiar de opinión yme dio un beso. En resumen, tenía unos mo-dales tan naturales, tan cautivadores, tan en-cantadores, que al cabo de unos momentosestábamos sentadas junto a la ventana, ilumi-nadas por la luz de la chimenea, y charlandocon la mayor sencillez y naturalidad delmundo.

¡Qué peso se me había quitado de encima!¡Era tan delicioso saber que ella confiaba en

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mí y que yo le gustaba! ¡Era tan bondadosopor su parte, y me resultaba tan alentador!

El joven caballero era un primo lejano, medijo ella, y se llamaba Richard Carstone. Eraun muchacho apuesto, de rostro franco y do-tado de una risa muy atractiva, y cuando ellalo llamó para que se acercara a nosotras, sequedó a nuestro lado, también a la luz de lachimenea, hablando animadamente con des-preocupación. Era muy joven; como máximotendría diecinueve años, si es que llegaba,pero tenía casi dos más que ella. Ambos eranhuérfanos y (lo que yo no había imaginado yme pareció muy curioso) no se habían cono-cido hasta aquel mismo día. El que los tresnos viéramos por primera vez, en un lugartan desusado, ya era motivo de conversación,y de eso hablamos, y el fuego, que había de-jado de crepitar, nos guiñaba los ojos rojos,igual que —según dijo Richard— un viejoleón soñoliento de la Cancillería.

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Hablamos en voz baja, porque constante-

mente entraba y salía un caballero vestido de

gala y con una peluca recogida por detrás en

una redecilla, y a cada entrada y salida oíamos

una voz monótona a lo lejos, que según aquel

señor era uno de los abogados de nuestro caso

que se dirigía al Lord Canciller. Dijo al señor

Kenge que el Canciller terminaría dentro de

cinco minutos, y poco después oímos un ruido

de gente y un rumor de pasos, y el señor Kenge

dijo que el Tribunal había levantado la sesión y

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que Su Señoría se hallaba en el despacho de al

lado.

El caballero de la peluca con redecilla abrióla puerta casi inmediatamente y pidió al señorKenge que pasara. Entonces entramos todos enel despacho de al lado; primero, el señor Kengecon mi niña (ahora me resulta tan natural lla-marla así que no puedo evitar escribirlo), y allí,con un sencillo traje negro y sentado en unabutaca junto a la chimenea, estaba Su Señoría,cuya toga, con un precioso bordado en oro,estaba depositada en otra silla. Nos miró inqui-sitivamente cuando entramos, pero su gesto eraal mismo tiempo ponderado y amable.

El caballero de la peluca con redecilla pusounos montones de papeles en la mesa de SuSeñoría, quien seleccionó uno de ellos en silen-cio y se puso a pasar las hojas.

—¿La señorita Clare? —preguntó el LordCanciller—. ¿La señorita Ada Clare?

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El señor Kenge la presentó, y Su Señoría lepidió que se sentara a su lado. Incluso yo pudeadvertir en un momento que la admiraba y quese interesaba por ella. Me emocionó que la fa-milia de una muchachita tan hermosa pudieraestar representada por aquel lugar oficial y aus-tero. El Lord Gran Canciller, en el mejor de loscasos, parecía ser un pobre sucedáneo del amory el orgullo de unos padres.

—El Jarndyce del que se trata —añadió elLord Canciller, que seguía dando vueltas a lashojas—, ¿es el Jarndyce de la Casa Desolada?

—El Jarndyce de la Casa Desolada, Señoría—confirmó el señor Kenge.

—Triste nombre —dijo el Lord Canciller.—Pero no es un lugar triste actualmente, Se-

ñoría —dijo el señor Kenge.—Y la Casa Desolada —dijo Su Señoría— se

halla en...—Hertfordshire, Señoría.—¿El señor Jarndyce de la Casa Desolada no

es casado? —preguntó Su Señoría.

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—No, Señoría —dijo el señor Kenge. Unapausa.

—¿Se halla presente el joven señor RichardCarstone? —preguntó el Lord Canciller, miran-do hacia él. Richard hizo una inclinación y dioun paso al frente.

—¡Ejem! —dijo el Lord Canciller, pasandomás hojas.

—El señor Jarndyce de Casa Desolada, Seño-ría —observó el señor Kenge en voz baja—, siSu Señoría me permite que se lo recuerde, va adotar de una compañía adecuada a...

—¿Al señor Richard Carstone? —me pareció(aunque no estoy totalmente segura) oír quedecía Su Señoría, en voz igual de baja y con unasonrisa.

—A la señorita Ada Clare Ésta es la señoritaSummerson, de quien se trata.

Su Señoría me miró con indulgencia y asin-tió con gran cortesía a mi reverencia.

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—¿La señorita Summerson no está emparen-tada con ninguna de las partes en la causa, se-gún creo?

—No, Señoría.El señor Kenge se inclinó poco antes de ter-

minar su respuesta y susurró algo. Su Señoría,con la vista fija en los papeles, escuchó, asintiódos veces o tres, pasó más hojas y no volvió amirar en mi dirección hasta que nos fuimos.

El señor Kenge se retiró entonces, y con élRichard, hacia donde estaba yo, cerca de lapuerta, dejando a mi niña (¡una vez más, meresulta tan natural el decirlo que no puedo evi-tarlo!) sentada al lado del Lord Canciller, que ledirigió la palabra en un pequeño aparte; segúnme dijo ella después, le había preguntado sihabía pensado bien en el sistema propuesto, sihabía pensado que iba a ser feliz bajo el techodel señor Jarndyce, de Casa Desolada, y porqué creía que sí. Al cabo de un rato se puso enpie cortésmente y la dejó ir, y después hablóunos momentos con Richard Carstone, a quien

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no hizo sentarse, sino que dejó en pie, con mu-cha más sencillez y menos ceremonia, como sitodavía supiera, aunque era el Lord Canciller,cómo llegar directamente al corazón del mu-chacho.

—¡Muy bien! —dijo ya en voz alta el LordCanciller—. Dictaré la orden. El señor Jarndycede Casa Desolada ha escogido, a mi entender —y esto lo dijo mirándome a mí— una excelenteseñorita de compañía para esta señorita, y estadisposición parece, con mucho, la mejor queadmiten las circunstancias.

Se despidió de nosotros con frases amables,y todos salimos muy agradecidos a él por sucortesía y su afabilidad, con las cuales, desdeluego, no había perdido ninguna dignidad, sinoque nos parecía haber ganado más dignidad.Cuando salimos bajo la columnata, el señorKenge recordó que tenía que volver un momen-to a preguntar algo, y nos dejó en medio de laniebla, mientras el carruaje y los sirvientes delLord Canciller esperaban a que saliera éste.

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—¡Bueno! —dijo Richard Carstone—. ;Esoya se ha terminado! ¿Y dónde vamos ahora,señorita Summerson?

—¿No lo saben ustedes? —pregunté.—En absoluto —me dijo.—Y tú, cariño mío, ¿tampoco lo sabes? —

pregunté a Ada.—¡No! —dijo—. ¿Y tú?—¡En absoluto! —repliqué.Nos miramos los tres, casi riéndonos al ver

que estábamos en la mayor ignorancia, cuandose nos acercó una viejecita extraña, tocada conun hombrero estrecho y que llevaba un ridícu-lo, llena de reverencias y sonrisas y con aire degran ceremonia.

—¡Ah! —exclamó—. ¡Los pupilos de Jarndy-ce! ¡Pero qué gran placer es tener el honor! Esun buen augurio para la juventud, la esperan-za, y la belleza, el hallarse juntas aquí, y no sa-ber lo que va a ocurrir después.

—¡Está loca! —dijo Richard, creyendo queno lo oiría.

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—¡Exacto! Loca, jovencito —respondió ellacon tal rapidez que Richard se sintió muy aver-gonzado—. Yo también tuve un tutor en tiem-pos. Entonces no estaba loca —dijo con unagran reverencia y con una sonrisa entre cadafrase—. Tenía juventud y esperanzas, y creoque belleza. Ahora ya no importa. Ninguna delas tres cosas me sirvió de nada, ni me salvó.Tengo el honor de asistir regularmente a losTribunales. Con mis documentos, espero que seemita el juicio. Dentro de poco. El Día del Jui-cio. He descubierto que el sexto sello que semenciona en el Apocalipsis es el Gran Sello13.¡Hace mucho tiempo que se abrió! Les ruegoacepten mi bendición.

Como Ada estaba un poco asustada, dije,para llevarle la corriente a la pobre ancianita,que le estábamos muy agradecidos.

13 La señorita Flite equipara el sexto sello de.Apocalipsis, 6, 12, con el Gran Sello de Inglaterra

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—Sí, sí —respondió irónicamente—. Ya melo supongo. Y ahora aquí viene Kenge el Con-versador. ¡Con sus documentos! ¿Cómo está suhonorable Señoría?

—¡Muy bien, muy bien! ¡Ahora, no nos mo-leste, sea buena! —dijo el señor Kenge, que ini-ció el camino de vuelta.

—En absoluto —dijo la pobre ancianita, quemarchaba a mi paso y el de Ada—. Cualquiercosa antes que molestar. Legaré herencias aambas, lo cual no es molestar, creo yo. Que seemita un juicio. En breve. El Día del juicio. Ésees un buen augurio para ustedes. ¡Acepten mibendición!

Se detuvo al pie de la escalera ancha y em-pinada, pero al subir echamos una miradaatrás, y allí seguía ella, diciendo, todavía conuna reverencia y una sonrisa entre cada frase:«Juventud. Y esperanza. Y belleza. Y Cancille-ría. ¡Y Kenge el Conversador! ¡Ja! ¡Les ruegoque acepten mi bendición!

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CAPITULO 4

Una filantropía telescópica

Pasaríamos la noche, nos dijo el señor Kengecuando llegamos a su despacho, en casa de laseñora Jellyby14, y después se volvió a mí y dijoque estaba seguro de que yo sabía quién era laseñora Jellyby.

—La verdad, señor, es que no —respondí—.Quizá el señor Carstone, o la señorita Clare.

Pero no, no sabían nada relacionado con laseñora

Jellyby.

14 Nuevo juego de palabras con nombres:«Jellyby» se parece fonéticamente a «jelly», jalea.Según algunos comentaristas, para la empresa quese describe a continuación Dickens se inspiró en laSociedad para la Civilización de África y Asociacióndel Níger, que a principios del decenio de 1840 envióuna expedición fallida al Níger.

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—¡Ver-da-de-ra-mente! La señora Jellyby —dijo el señor Kenge, que estaba de espaldas a lachimenea y contemplaba la alfombra polvorien-ta que tenía ante sí como si fuera la biografía dela señora Jellyby— es una dama de notablefuerza de carácter que se ha consagrado ente-ramente al público. Se ha consagrado a unagran variedad de temas públicos, en diversosmomentos, y actualmente (hasta que se sientaatraída por otra cosa), está consagrada al temade África, con miras al cultivo general de labaya del café —y de los indígenas— y a la felizcolonización en las riberas de los ríos africanosde nuestra superabundante población nacional.El señor Jarndyce, que desea ayudar a todas lasobras que quepa considerar como buenasobras, y a quien recurren mucho los filántropos,tiene, según creo, una opinión elevadísima dela señora Jellyby.

El señor Kenge se ajustó el corbatín y noscontempló.

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—¿Y el señor Jellyby, caballero? —sugirióRichard.

—¡Ah! El señor Jellyby —dijo el señor Ken-ge— es..., ah... No sé qué mejor forma de des-cribírselo salvo decir que es el marido de laseñora Jellyby.

—¿No tiene personalidad propia, caballero?—sugirió Richard, con una mirada divertida.

—No he dicho eso —respondió gravementeel señor Kenge—. De hecho, no puedo decirnada de eso, pues no sé nada en absoluto acercadel señor Jellyby. Que yo sepa, nunca he tenidoel placer de ver al señor Jellyby. Es posible quese trate de un ser superior, pero, por así decirlo,se ha fusionado; sí, fusionado, en las más bri-llantes cualidades de su esposa.

El señor Kenge pasó entonces a decirnos quecomo el camino de la Casa Desolada habríasido muy largo, oscuro y tedioso en una tardeasí, y como ya habíamos hecho un viaje aquelmismo día, el propio señor Jarndyce había pro-puesto este sistema. A primera hora de la ma-

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ñana siguiente nos esperaría un carruaje a lapuerta de la casa de la señora Jellyby para sa-carnos de la ciudad.

Después tocó una campanilla y entró el jo-ven caballero. El señor Kenge se dirigió a élllamándolo Guppy15, y le preguntó si las male-tas de la señorita Summerson y el resto delequipaje «ya se habían llevado». El señor Gup-py dijo que sí, que se habían llevado, y que es-taba esperándonos un coche para llevarnostambién a nosotros en cuanto quisiéramos.

—Entonces —dijo el señor Kenge, dándonosla mano—, sólo me queda expresar mi gransatisfacción al ver (¡tenga usted buen día, seño-rita Clare!) que lo dispuesto para el día de hoyestá concluido y (¡tenga usted muy buen día,señorita Summerson!) mi gran esperanza deque todo ello sea conducente a la felicidad (¡ha

15 «Guppy» es el nombre de un pececillo deagua dulce, Pboxinus aphyaea, muy utilizado enacuarios, que tiene una expresión especialmentebobalicona

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sido un placer conocer a usted, señor Carstone!), el bienestar y el progreso en todos los órde-nes, de todos los interesados. Guppy, encárgatede que todos lleguen a buen fin.

—¿Dónde está ese «fin», señor Guppy? —preguntó Richard mientras bajábamos la esca-lera.

—Aquí al lado —dijo el señor Guppy—, jus-to en Tavies Inn, ya saben.

—Yo no puedo decir que lo sepa, porque soyde Winchester y no conozco Londres.

—Aquí al lado —dijo el señor Guppy—. Nohay más que torcer por Chancery Lane y cortarpor Holborn, y llegamos en cuatro minutos,segundo más o menos. ¡Esto sí que es puré deguisantes, ¿eh, señorita? —Parecía celebrarlomuchísimo por mí.

—¡Ciertamente, la niebla es muy densa! —contesté. —Claro que a usted no le afecta —dijoel señor Guppy mientras plegaba la escalerilladel coche—. Por el contrario, parece sentarlebien, señorita, a juzgar por su aspecto.

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Comprendí que al hacerme aquel cumplidotenía buena intención, así que me reí de mímisma por sonrojarme ante él cuando cerró laportezuela y subió al pescante del coche, y lostres nos reímos y estuvimos hablando de nues-tra inexperiencia y de lo extraño que era Lon-dres, hasta dar la vuelta bajo un arco, y llegar anuestro destino: un callejón de casas altas, co-mo una cisterna oblonga para contener la nie-bla. Había un grupito confuso de gente, sobretodo niños, reunido en torno a la casa en la quenos paramos, que tenía una placa de latón sucioen la puerta con un letrero: JELLYBY.

—¡No se asusten! —dijo el señor Guppy, quemetió la cabeza por la ventanilla—. Parece queuno de los Jellyby chicos ha metido la cabezaentre los barrotes de la barandilla de la entrada.

—¡Pobrecito! —exclamé yo—. ¡Déjenme sa-lir, por favor!

—Le ruego tenga cuidado, señorita. Los Je-llyby chicos siempre están tramando algo —dijo el señor Guppy.

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Me abrí camino hasta el pobre niño, que erauna de las criaturas más sucias que jamás hayavisto, y lo encontré febril y asustado, y llorandoa gritos, aprisionado por el cuello entre dosbarrotes de hierro, mientras un lechero y unalguacil, con las mejores intenciones del mun-do, trataban de tirar de él por las piernas, con laimpresión general de que por aquel medio po-dían comprimirle el cráneo. Al ver (tras tran-quilizarlo un poco) que se trataba de un mu-chachito con una cabeza naturalmente grande,pensé que, quizá, por donde le cabía la cabezapodía seguirle el cuerpo, y mencioné que lamejor forma de extraerlo sería empujarlo haciaadelante. Mi sugerencia fue tan bien recibidapor el lechero y el alguacil, que inmediatamentelo hubieran lanzado de un golpe hacia el semi-sótano si no lo hubiera agarrado yo por el de-lantal, mientras Richard y el señor Guppy ba-jaban corriendo hacia la cocina para recogerlocuando quedara suelto. Por fin salió bien, sinningún accidente, y entonces empezó a gol-

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pear al señor Guppy con la guía de un aro y demanera totalmente frenética.

No había aparecido nadie que pertenecieraa la casa, salvo una mujer con zuecos quehabía estado dándole golpes al niño desdeabajo con una escoba, no sé para qué, ni creoque lo supiera ella. Por eso supuse que la se-ñora Jellyby no estaba en casa, y me sentí muysorprendida cuando la mujer apareció en elpasillo, sin los zuecos ya, y al subir al cuartode atrás del primer piso, por delante de Ada yde mí, nos presentó:

—¡Aquí las dos señoritas, aquí la señora Je-llyby!

Mientras subíamos, pasamos junto a variosniños más, a los que resultaba difícil no pisaren la oscuridad, y cuando llegamos a la pre-sencia de la señora Jellyby, uno de los pobreci-llos se cayó por las escaleras, todo un tramo(según me pareció), con un gran ruido.

La señora Jellyby, en cuya faz no se refleja-ba ninguna de la inquietud que nosotros no

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podíamos por menos de mostrar en las nues-tras, dado que la cabeza del pobrecito dejabaconstancia de su choque con cada escalón (mástarde Richard diría que había contado siete,además del descansillo), nos recibió con per-fecta ecuanimidad. Era una mujercita regorde-ta, atractiva, muy bajita, de entre cuarenta ycincuenta años, con ojos bonitos, aunque tení-an la extraña costumbre de que siempre pare-cían estar contemplando algo en la distancia.Como si (y vuelvo a citar a Richard) no pudie-ran ver nada más cercano que África.

—Es para mí un gran placer —dijo la seño-ra Jellyby, con voz agradable— el recibir austedes. Siento un gran respeto por el señorJarndyce, y nadie por quien él se interese mepuede ser indiferente.

Expresamos nuestro agradecimiento y nos

sentamos tras la puerta, donde había un viejo

sofá despanzurrado. La señora Jellyby tenía

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abundante cabellera, pero estaba demasiado

ocupada con sus deberes para con los africanos

como para cepillársela. El chal que apenas la

cubría se le había caído en la silla cuando se

levantó a darnos la bienvenida, y cuando se dio

la vuelta para volver a su asiento no pudimos

evitar el ver que el vestido que llevaba no le

cerraba a la espalda, y que el espacio abierto

estaba entrecruzado por una trama romboidal

de encaje que lo sostenía, como en un inverna-

dero.

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El aposento, lleno de papeles y casi entera-mente ocupado por un gran escritorio lleno delmismo desorden, estaba, debo decirlo, no sólomuy desordenado, sino muy sucio. Nos vimosobligados a advertirlo por nuestro sentido de lavista, al mismo tiempo que con el sentido deloído habíamos seguido al pobre niño que caíade cabeza por las escaleras, creo que hasta lle-gar a la cocina de atrás, donde alguien pareciócontener sus gritos.

Pero lo que más nos llamó la atención fueuna joven pálida y de aspecto malsano, aunquenada fea en absoluto, que estaba sentada al es-critorio mordisqueando su pluma de escribir ycontemplándonos. Creo que jamás he visto anadie tan manchado de tinta. Y desde el pelodesordenado hasta unos pies muy bonitos, des-figurados por unas zapatillas de raso viejas,rotas y con los talones gastados, verdaderamen-te no parecía llevar una sola prenda que, desdeel último alfiler en adelante, estuviera en buenacondición o en el sitio que le correspondía.

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—Me encuentran, queridas mías —dijo laseñora Jellyby, despabilando dos grandes velasde escritorio puestas en palmatorias que dabanal aposento un fuerte olor de sebo caliente (lachimenea se había apagado, y no quedaban enella sino cenizas, un montón de leña y un atiza-dor)—; me encuentran, digo, queridas mías,muy ocupada, como de costumbre, pero esperoque me disculpen. En estos momentos el pro-yecto africano ocupa todo mi tiempo. Me haceentrar en correspondencia con organismos pú-blicos, así como con particulares deseosos delbienestar de su especie en todo el país. Celebrodecir que vamos progresando. Para el año queviene por estas fechas esperamos tener entreciento cincuenta y doscientas familias sanascultivando café y educando a los indígenas deBorriobula-Gha, en la ribera izquierda del Ní-ger.

Como Ada no dijo nada, sino que me miró amí, comenté que aquello debía de resultar muysatisfactorio.

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—Resulta satisfactorio —dijo la señora Jelly-by—. Entraña la consagración de todas misenergías, las pocas que tengo, pero eso no esnada, con tal de que salga adelante, y cadadía que pasa estoy más segura del éxito. ¿Sa-be usted, señorita Summerson? Casi me ex-traña que usted no haya pensado nunca enÁfrica.

Aquel giro del tema me resultó tan total-mente imprevisto que no supe en absolutocómo reaccionar. Sugerí que el clima...

—¡El mejor clima del mundo! —protestó laseñora Jellyby.

—¿Sí, señora?—Desde luego. Con precauciones —siguió

observando la señora Jellyby—. Puede ustedir a Holborn, sin precauciones, y que la atro-pellen. Puede usted ir a Holborn, con precau-ciones, y que nunca la atropellen. Lo mismopasa en África.

—Sin duda... —dije, refiriéndome a Hol-born.

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—Si desea usted —dijo la señora Jellyby,alargándonos un montón de papeles— obser-var algunos comentarios a este respecto, asícomo sobre el tema general (que ya han sidoobjeto de gran difusión), mientras terminouna carta que estoy dictando a mi hija mayor,que es mi amanuense...

La muchacha que estaba sentada a la mesadejó de mordisquear la pluma y se volvió asaludarnos, con un gesto mitad vergonzoso ymitad enfurruñado.

—... entonces habré terminado por el mo-mento —continuó la señora Jellyby, con unasonrisa de oreja a oreja—, aunque mi trabajonunca está terminado. ¿Dónde estabas, Cad-dy?

—«Saluda atentamente al señor Swallow yse sirve» —dijo Caddy.

—«Y se sirve» —siguió dictando la señora

Jellyby— «comunicarle, con referencia a su

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carta con consultas sobre el proyecto de Áfri-

ca...». ¡No, Peepy! ¡Nada de eso!

Peepy (según parecía) era el pobre niñoque se había caído por las escaleras y queahora interrumpía la correspondencia al pre-sentarse con un esparadrapo en la cabeza pa-ra exhibir las heridas que tenía en las rodillas,a cuyo respecto Ada y yo no sabíamos quéera lo que más pena nos daba, si las heridas ola suciedad que las rodeaba. La señora Jellybyse limitó a añadir, con la serena composturacon la que decía todo: «¡Vete, Peepy, no seasmalo!», y volvió a fijar sus hermosos ojos enÁfrica.

Sin embargo, como continuó inmediata-mente con su dictado y como, hiciera lo quehiciera yo, no interrumpía nada, me aventurésilenciosamente a detener al pobre Peepycuando se marchaba, y a tomarlo en brazos.Aquello pareció asombrarlo mucho, al igual

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que los besos que le dio Ada, pero pronto sequedó dormido en mis brazos, mientras sussollozos iban espaciándose cada vez más,hasta parar del todo. Estaba yo tan absortacon Peepy que me perdí los detalles de la car-ta, aunque obtuve la impresión general de laenorme importancia que tenía África y de latotal insignificancia de todo y todos los de-más, hasta el punto de sentirme totalmenteavergonzada de haber pensado tan poco enaquel continente.

—¡Las seis! —dijo la señora Jellyby—. ¡Ynuestra hora de cenar es nominalmente (por-que comemos a cualquier hora) las cinco!Caddy, lleva a la señorita Clare y a la señoritaSummerson a sus habitaciones. ¿Quizá de-seen ustedes cambiarse o algo? Sé que medisculparán por lo ocupada que estoy siem-pre. ¡Qué niño más malo! ¡Por favor, señoritaSummerson, déjelo en el suelo!

Pedí permiso para llevarlo conmigo, y dijesin mentir que no me molestaba nada, así que

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me lo llevé arriba y lo eché en mi cama. Ada yyo teníamos dos habitaciones arriba, con unapuerta de comunicación entre ambas. Estabancasi vacías y muy desordenadas, y la cortina demi ventana estaba fijada con un tenedor.

—¿No querrían un poco de agua caliente? —preguntó la señora Jellyby, que andaba bus-cando una jarra que todavía tuviera un asa,pero buscándola en vano.

—Si no es mucha molestia —contestamos.Hacía tanto frío, y las habitaciones despedí-

an un olor tan húmedo, que debo confesar queme sentí un poco triste, y Ada estaba a puntode echarse a llorar. Sin embargo, pronto empe-zamos a reír, y estábamos deshaciendo el equi-paje cuando llegó la señora Jellyby a decir quelo lamentaba mucho, pero no había agua calien-te y no podían encontrar la olla, y la calderaestaba estropeada.

Le pedimos que no se preocupase, y nosapresuramos todo lo que pudimos para volvera bajar junto a la chimenea. Pero todos los ni-

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ños habían subido al descansillo de fuera, acontemplar el fenómeno de Peepy acostado enmi cama, y nuestra atención quedaba distraídapor la aparición constante de narices y dedosen situaciones de peligro entre las rendijas delas puertas. Era imposible cerrar la puerta deninguna de las habitaciones, pues la cerradurade la mía, que no tenía pomo, parecía un re-sorte saltado, y aunque el picaporte de la deAda daba la vuelta con la mayor facilidad, nosurtía efecto de ningún tipo en el cierre. Enconsecuencia, propuse a los niños que entras-en y se portaran bien, y yo les iría contando elcuento de la Caperucita Roja mientras mearreglaba; así lo hicieron, y estuvieron calladoscomo moscas, incluido Peepy, que se despertóoportunamente justo antes de que aparecierael lobo.

Cuando bajamos la escalera, vimos un ta-zón con la inscripción de «Regalo de Tunbrid-ge Wells», que servía para iluminar la ventanade la escalera, pues en él flotaba una palomita

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encendida; también había una joven con lacara inflamada vendada con un trozo de frane-la, que soplaba en la chimenea del salón (aho-ra conectado por una puerta abierta con elaposento de la señora Jellyby) y se atragantabaconstantemente. En resumen, había tantohumo que estuvimos todas sofocadas y lloro-sas con las ventanas abiertas durante mediahora, durante cuyo rato la señora Jellyby, consu buen talante de siempre, siguió dictandocartas acerca de África. He de decir que el queestuviera ocupada en aquello fue un gran ali-vio para mí, pues Richard nos dijo que él sehabía lavado las manos en una bandeja parapasteles, y que al final habían encontrado latetera en su cómoda, y tanto hizo reír a Adaque entre los dos me hicieron reír a mí de lamanera más absurda.

Poco después de las siete bajamos a cenar;con cuidado, según nos aconsejó la señora Je-llyby, pues, además de que a la alfombra de laescalera le faltaban muchos raíles, estaba tan

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rota que parecía un recorrido de obstáculos.Cenamos un bacalao excelente, un trozo derosbif, un plato de chuletas y un pudin, cenamagnífica si hubiera estado algo cocinada,pero todo estaba casi crudo. La joven de lavenda de franela servía y lo tiraba todo en lamesa, a donde cayera, y no lo volvía a quitarde allí hasta que lo ponía en la escalera. Lapersona a la que yo había visto en zuecos (quesupongo debía de ser la cocinera) venía a me-nudo y se peleaba con ella ante la puerta, yparecía que entre ellas había mala voluntad.

Durante toda la cena —que fue larga, debi-do a accidentes tales como que el plato de pa-tatas se hallara por equivocación en la carbo-nera y que el mango del sacacorchos saltarapor accidente y golpeara a la muchacha en labarbilla—, la señora Jellyby mantuvo su buenhumor. Nos contó muchas cosas interesantesacerca de Borriobula-Gha y sus indígenas, yrecibió tantas cartas que Richard, que estabasentado a su lado, vio cuatro sobres caídos al

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mismo tiempo en la salsera. Algunas de lascartas contenían las actas de comités de da-mas, o resoluciones de reuniones de damas, ynos las leyó, mientras que otras eran consultasde personas interesadas por diversos motivosen las posibilidades de cultivar el café y atraí-das también por los indígenas; otras pedíanrespuestas, y tres o cuatro veces la señora hizolevantar a su hija mayor de la mesa para quelas escribiese. Estaba ocupadísima, y no cabíaduda de que, como nos había dicho, se consa-graba totalmente a la causa.

Yo sentía una cierta curiosidad por saberquién era un caballero calvo y de modalesamables, con gafas, que se dejó caer en unasilla vacía (no había cabecera en especial de lamesa) después de que se llevaran el pescado, yque parecía someterse pasivamente a Borrio-bula-Gha, pero sin tomar un interés activo ensu colonización. Como no decía ni una pala-bra, era posible que se tratara de un indígena,de no haber sido por el color de su piel. Hasta

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que nos levantamos de la mesa y se quedó asolas con Richard no se me pasó por la cabezala idea de que fuera el señor Jellyby. Pero erael señor Jellyby, y un joven locuaz llamadoseñor Quale, que tenía unas sienes protuberan-tes y brillantes, y con el pelo planchado haciaatrás, que llegó más tarde y le dijo a Ada queera filántropo, también la informó de que élcalificaba la alianza matrimonial entre la seño-ra Jellyby y el señor Jellyby de la unión entreel espíritu, y la materia.

Aquel joven, además de tener mucho quedecir acerca de sí mismo y de África, y de te-ner un proyecto para enseñar a los colonizado-res del café a fabricar patas de piano y estable-cer un comercio de exportación, se deleitaba enalentar a la señora Jellyby con frases como:«Creo, señora Jellyby, que ha llegado usted arecibir nada menos que de ciento cincuenta adoscientas cartas al día para preguntarle porÁfrica, ¿no?», o: «Si la memoria no me engaña,señora Jellyby, hace tiempo mencionó usted

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que una vez envió cinco mil circulares por co-rreo de golpe, ¿no?», y siempre nos repetía larespuesta de la señora Jellyby, como si fuera unintérprete. Durante toda la velada, el señor Je-llyby se quedó sentado en su rincón, con la ca-beza apoyada en la pared, como si estuvierabajo de ánimo. Según parece, varias veces habíaabierto la boca cuando se quedó a solas con Ri-chard, después de la cena, como si se le hubieraocurrido algo, pero siempre la había vuelto acerrar sin decir nada, para gran confusión deRichard.

La señora Jellyby, sentada en medio de loque parecía un nido de papeles viejos, pasó lavelada bebiendo café y dictando a intervalos asu hija mayor. También mantuvo una conver-sación con el señor Quale, el tema de la cualpareció ser —si yo comprendí bien— la Frater-nidad Humana, y expresó algunos sentimientosmuy bellos. Sin embargo, no pude escucharlacon toda la atención que habría deseado, puesPeepy y los otros niños vinieron a rodearnos a

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Ada y a mí en un rincón del salón, a pedirnosque les contáramos otro cuento, así que nossentamos con ellos y les contamos en susurrosel del Gato con Botas y no sé qué más, hastaque la señora Jellyby se acordó por casualidadde ellos y los mandó acostarse. Cuando Peepydijo, llorando, que quería lo llevara yo a la ca-ma, me lo llevé al piso de arriba, donde la mu-chacha de la venda de franela cargó entre laspequeños como un dragón y los metió a todosen cunas.

Después de eso me ocupé en ordenar un po-co nuestra habitación y en atizar una chimeneaque se empeñaba en no arder, hasta que lo lo-gré y empezó a tirar bien. Cuando volví al pisode abajo advertí que la señora Jellyby me mira-ba de forma un poco despectiva, por ser tanfrívola, y lo lamenté, pese a que al mismo tiem-po también yo sabía que no tenía pretensionesmás elevadas.

Casi era medianoche cuando encontramosuna oportunidad de ir a acostarnos, e incluso

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entonces la señora Jellyby se quedó con suspapeles y tomando café, y con la señorita Jelly-by, que seguía mordiéndose la pluma.

—¡Qué casa tan rara! —dijo Ada cuando lle-gamos arriba—. ¡Qué curioso es que mi primoJarndyce nos envíe aquí!

—Cariño mío —le dije—, todo me tiene muyconfusa. Desearía comprenderlo, pero no locomprendo en absoluto.

—¿El qué? —preguntó Ada con su lindasonrisa. —Todo esto, querida mía. No cabe du-da de que la señora Jellyby tiene que ser muybuena para preocuparse tanto por un plan enbeneficio de los indígenas, y, sin embargo,¡Peepy y toda la casa!

Ada rió, me echó un brazo al cuello mientrasyo contemplaba el fuego, y me dijo que yo erauna persona calmada, encantadora y que lahabía conquistado.

—Eres tan delicada, Esther —me dijo—, y,sin embargo, tan animada. ¡Y haces tantas cosascomo si no estuvieras dándole importancia!

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Conseguirías crear un hogar incluso en estacasa.

¡Pobrecita mía! No se daba cuenta de que es-taba cantando sus propios elogios, y de que labondad de su corazón era la que le hacía cantarlos míos.

—¿Te puedo hacer una pregunta? —le dijecuando ya llevábamos un ratito sentadas antela chimenea.

—Y hasta quinientas —contestó Ada.—Tu primo, el señor Jarndyce, a quien tanto

debo. ¿Te importaría describírmelo?Ada sacudió sus rizos dorados y se me que-

dó mirando con una extrañeza tan risueña queyo también me quedé extrañada, en parte portanta belleza y en parte por su sorpresa.

—¡Esther! —exclamó.—¿Cariño?—¿Quieres una descripción de mi primo

Jarndyce?—Es que nunca lo he visto, cielo.

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—¡Y yo tampoco lo he visto nunca! —replicóAda.

—¡Vaya!No, nunca lo había visto. Pese a lo joven que

era Ada cuando había muerto su mamá, recor-daba cómo le venían a ésta las lágrimas a losojos cuando hablaba de él y de la noble genero-sidad de su carácter, que, según decía, merecíamás confianza que nada en el mundo, y Adaconfiaba en él. Su primo Jarndyce le había escri-to una carta hacía unos meses —«una carta cla-ra y honesta», dijo Ada—, en la que le proponíael sistema de vida que íbamos ahora a iniciar, yle decía que «con el tiempo podría cicatrizaralgunas de las heridas abiertas por ese horriblepleito en Cancillería». Ella había contestadopara aceptar agradecida su propuesta. Richardhabía recibido una carta parecida, y había con-testado de parecida forma. Él sí había visto alseñor Jarndyce una vez, pero sólo una vez,hacía cinco años, en la escuela de Winchester.Había dicho a Ada, cuando estaban apoyados

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en la pantalla delante de la chimenea donde loshabía conocido yo, que lo recordaba como «untipo muy directo y rubicundo». Era la descrip-ción más completa que podía hacerme Ada.

Aquello me dejó tan pensativa que, cuandoAda se quedó dormida, yo seguí ante la chime-nea, pensando y pensando en la Casa Desolada,y pensando y pensando en cuánto tiempo pare-cía haber transcurrido desde ayer por la maña-na. No sé dónde estarían mis pensamientos,cuando se desvanecieron ante una llamada a lapuerta.

La abrí silenciosamente, y me encontré conla señorita Jellyby, toda temblorosa, con unavela rota en una palmatoria rota en una mano yuna huevera en la otra.

—¡Buenas noches! —dijo en tono muy hosco.

—¡Buenas noches! —respondí.—¿Puedo pasar? —me preguntó en seguida,

inesperadamente, con el mismo tono hosco.

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—Pues claro —dije—. No despierte a la se-ñorita Clare.

No quiso sentarse, sino que se quedó junto ala chimenea, mojándose el dedo mayor, man-chado de tinta, en la huevera, que contenía vi-nagre, y pasándoselo por las manchas de tintaque tenía en la cara; todo el tiempo, con el ceñofruncido y con aire muy sombrío.

—¡Ojalá se muriese toda África! —dijo derepente.

Iba yo a replicar cuando siguió diciendo:—¡De verdad! No me diga nada, señorita

Summerson. La detesto y la odio. ¡Es un asco!Le dije que debía de estar cansada y que lo

sentía. Le puse la mano en la cabeza y le toquéla frente, y le dije que ahora estaba acalorada,pero que mañana se sentiría refrescada. Siguióinmóvil, con un mohín y el ceño fruncido en midirección, pero al cabo de un rato se deshizo dela huevera y se volvió en silencio hacia mi ca-ma, donde estaba echada Ada.

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—¡Es muy guapa! —dijo, con el mismo ceñofruncido y el mismo tono descortés.

Yo asentí con una sonrisa. —Es güérfana, ¿verdad?—Sí.—Pero sabrá cantidad, ¿no? ¿Sabrá bailar, y

tocar música, y cantar? Supongo que sabráhablar francés, y jografía y mapas y bordados, ytodo eso, ¿no?

—Sin duda —repliqué.—Yo no —contestó ella—. Yo casi no sé

hacer de nada, menos de pluma. Siempre estoydándole a la pluma, por mamá. Me supongoque a ustedes dos no les dio vergüenza llegaresta tarde y ver que no sé hacer más que eso.Claro que así son ustedes. ¡Pero seguro que secreen que son muy finas!

Vi que la pobre muchacha estaba a punto deecharse a llorar, y volví a sentarme, sin decirnada, y la miré (espero) con toda la amabilidadque podía sentir por ella.

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—Es una vergüenza —continuó—. Usted sa-be que es una vergüenza. Toda la casa es unavergüenza. Los niños son una vergüenza. Yosoy una vergüenza. Papá está destrozado, ¡y nome extraña! Priscilla bebe.., se pasa la vida be-biendo. Es una vergüenza enorme, seguro queusted ya lo sabía, y no me vaya usted a decirque no la ha olido hoy. Cuando esperábamos ala cena, aquello olía a taberna, ¡lo sabe ustedperfectamente!

—No sé nada de eso, hija —dije.—Sí que lo sabe —contestó inmediatamen-

te—. No me diga que no lo sabe. ¡Sí que lo sabe!—¡Por favor! —dije—. Si no me dejas

hablar...—Ya está usted hablando. Lo sabe perfecta-

mente. No me cuente historias, señorita Sum-merson.

—Hija mía —le dije—. Si no quieres escu-charme...

—No quiero escucharla.

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—Pero es que yo creo que sí quieres —repliqué—, porque si no sería completamenteirracional. No sabía lo que me acabas de contar,porque durante la cena la sirvienta no se meacercó, pero no dudo de lo que me cuentas, ylamento escucharlo.

—Tampoco crea usted que es tanto mérito —me dijo.

—No, hija —contesté—. Sería una estupidez.La muchacha seguía de pie junto a la cama,

y entonces se inclinó (aunque seguía con elmismo gesto de descontento) y le dio un beso aAda. Después volvió en silencio y se quedó allado de mi silla. Tenía el seno agitado con tantainquietud que me sentí muy triste por ella, peroconsideré mejor no decir nada.

—¡Ojalá me muriese! —estalló—. Ojalá nosmuriésemos todos. Sería lo mejor para todos.

Un momento después se hincó de hinojos ami lado, hundió la cara en mi vestido, me pidióapasionadamente perdón y se echó a llorar. La

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tranquilicé y traté de ponerla en pie, pero elladecía que no, que no, que quería seguir allí.

—Usted antes era profesora de niñas —exclamó—. ¡Si hubiera podido ser profesoramía, hubiera podido aprender con usted! ¡Sufrotanto y me gusta tanto usted!

No logré persuadirla para que se quedarasentada conmigo ni para que hiciera más quetraer un taburete medio destartalado adondeestaba arrodillada y se sentara en él, pero si-guió igual, agarrada a mi vestido. Poco a poco,la pobre muchacha, agotada, se fue quedandodormida, y entonces logré levantarle la cabezapara que la apoyara en mi regazo, y con unoschales logré que las dos quedáramos tapadas.La chimenea se apagó, y así se quedó dormidatoda la noche ante la parrilla llena de cenizas.Al principio, yo no lograba conciliar el sueño, yen vano traté de perderme, con los ojos cerra-dos, entre las escenas ocurridas aquel día. Porfin, lentamente, empezaron a confundirse, in-distintas. Empecé a olvidar la identidad de

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quien dormía a mi lado. Ora era Ada; ora unade mis antiguas amigas de Reading, de las queno podía creer que hacía poco tiempo me habíaseparado. Ora era la ancianita demente, agota-da a fuerza de reverencias y de sonrisas; ora eraalguien que mandaba en la Casa Desolada. Porúltimo; no era nadie, y yo tampoco era nadie.

El día cegato combatía débilmente con laniebla cuando abrí los ojos para encontrarmecon los de un pequeño espectro de cara suciaque me miraba fijamente. Peepy había salido agatas de su cuna, se había bajado con el cami-són y el gorro de dormir puestos y tenía tantofrío que al castañetearle los dientes parecía queya le hubieran salido todos.

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CAPÍTULO 5

Una aventura matutina

Aunque la mañana estaba desapacible, yaunque la niebla parecía seguir siendo muydensa —y digo que lo parecía porque las ven-tanas estaban tan sucias que hubieran bastadopara oscurecer el sol del verano—, yo ya estabalo bastante advertida de las incomodidades dela casa a tan temprana hora, y sentía la suficien-te curiosidad acerca de Londres, como parapensar que la señorita Jellyby había acertadocuando me propuso salir a dar un paseo.

—Mamá va a tardar mucho en bajar —dijo—, y después sería rarísimo que el desayuno es-tuviera listo antes de una hora, por lo menos...;son de una pachorra... En cuanto a papá, setoma lo que puede y se va a su oficina. Nuncase toma un desayuno medio decente. Priscilla ledeja el pan y algo de leche, si es que queda,

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encima de la mesa. A veces ya no queda leche,y otras veces se la bebe el gato. Pero me temoque debe usted de estar cansada, señoritaSummerson; quizá prefiera acostarse.

—No estoy nada cansada, hija —contesté—,y preferiría, con mucho, salir a dar un paseo.

—Si está usted segura —replicó la señoritaJellyby—, voy a ponerme algo.

Ada dijo que también ella quería salir, ypronto empezó su aseo. Propuse a Peepy, afalta de algo mejor que hacer por él, que medejara lavarlo, y después volví a echarlo en micama. Se sometió a todo con el mejor talante po-sible, contemplándome durante toda la opera-ción, como si nunca se hubiera visto, y nuncapudiera volverse a ver, tan sorprendido en suvida; es cierto que con aire muy triste, pero sinquejarse, y se volvió a dormir tan ricamente encuanto terminé con él. Al principio no me sentímuy segura en cuanto a tomarme tamaña liber-tad, pero pronto reflexioné que probablementeen aquella casa nadie se, iba a dar cuenta.

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Con las prisas de lavar a Peepy, y de prepa-rarme y ayudar a Ada a arreglarse, pronto mesentí entrar en calor. Encontramos a la señoritaJellyby tratando de calentarse junto a la chime-nea del escritorio, que Priscilla había estado tra-tando de encender con una vela medio deshechaen una palmatoria medio destrozada, e incli-nando la vela para que ardiese mejor. Todo es-taba exactamente igual que lo habíamos dejadola noche anterior, y evidentemente igual iba aseguir. En el piso de abajo, nadie había retiradoel mantel, sino que se había dejado preparadopara el desayuno. Toda la casa estaba llena demigas, polvo y papeles usados. En los barrotesde la barandilla de la entrada había colgadosalgunos recipientes de peltre y una lata de leche;la puerta estaba abierta, y al rodear la esquinanos tropezamos con la cocinera, que salía de unataberna secándose la boca. Al pasar a nuestrolado hizo una seña para indicar que había ido aver qué hora daba el reloj.

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Pero antes de tropezarnos con la cocinera,vimos a Richard, que iba dando zancadas Tha-vies Inn arriba, Thavies Inn abajo, para calentar-se los pies. Se sintió agradablemente sorprendi-do de vernos levantadas tan temprano, y dijoque le agradaría mucho compartir nuestro pa-seo. Le dio el brazo a Ada, y la señorita Jellyby yyo fuimos por delante. Cabe mencionar que laseñorita Jellyby había vuelto a adoptar su tonohosco, y verdaderamente no se me habría ocu-rrido pensar que yo le agradaba tanto si no melo hubiera dicho.

—¿Dónde quieren ir? —preguntó.—Donde tú quieras, hija —repliqué.—Donde uno quiera no es decir nada —dijo

la señorita Jellyby, deteniéndose con gesto hostil.—En todo caso, vamos a alguna parte —dije.—No se ría usted, señorita Summerson; a us-

ted tampoco le gustaría; usted presume de sermuy tranquila...

—No, de verdad que no, hija mía —contesté.

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—Claro que sí. Lo sabe perfectamente, señori-ta Summerson. ¡No me diga que no, porque esque sí!... Perdón, ya sé que tiene usted buenasintenciones —dijo rectificando inmediatamente,pero de mala gana—. ¡No se enfade conmigo,por favor! ¡Es que ya no puedo más!

Después me hizo andar a toda velocidad.—No me importa —dijo—. Usted es mi tes-

tigo, señorita Summerson; digo que no me im-

porta, pero aunque siguiera viniendo a casa con

esas sienes abultadas y relucientes hasta que

fuera más viejo que Matusalén, seguiría sin

tener nada que ver con él. ¡Qué manera tienen

él y mamá de hacer el idiota!

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—Hija mía —repliqué en alusión al epíteto ya la forma tan fuerte en que lo había pronun-ciado la señorita Jellyby—. Como hija, tienes eldeber...

—Vamos, señorita Summerson, no me hableusted de los deberes de las hijas; ¿qué deberesde madre cumple mi mamá? ¡Supongo que lebasta con lo que hace por el público y por Áfri-ca! Pues que el público y África cumplan consus deberes de hijos; más deber es suyo quemío. ¡Seguro que se escandaliza usted! Muybien, pues también me escandalizo yo; ¡así queya somos dos las escandalizadas, y en paz!

Me hizo andar todavía más rápido.—Pero repito que, pase lo que pase, aunque

vuelva, y vuelva y vuelva, yo no quiero tenernada que ver con él. No puedo aguantarle. Sihay algo en este mundo que detesto y aborrez-co son las cosas de las que hablan él y mamá.¡Me pregunto si ni siquiera las losas de la acerade enfrente de casa pueden tener la pacienciade quedarse ahí y presenciar las incoherencias

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y las contradicciones y todas esas bobadas quedicen, y cómo lleva mamá la casa!

No pude por menos de comprender que serefería al señor Quale, el joven caballero que sehabía presentado anoche después de cenar.Fueron Richard y Ada quienes me evitaron ladesagradable necesidad de seguir adelante conel tema, pues aparecieron corriendo, riéndose ypreguntándonos si es que nos proponíamosechar una carrera. Ante la interrupción, la seño-rita Jellyby se calló y siguió andando, mal-humorada, a mi lado, mientras yo admiraba lasucesión y la variedad de las calles, la cantidadde gente que andaba ya de un lado para otro,el número de vehículos que pasaba en todasdirecciones, los frenéticos preparativos paraarreglar los escaparates y limpiar los comer-cios, y los extraordinarios personajes harapien-tos que buscaban secretamente alfileres y otrosdesechos entre la basura recién barrida.

—De manera, prima —decía la animadavoz de Richard a Ada, detrás de mí—, que

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jamás vamos a librarnos de la Cancillería.Hemos llegado por otro camino al mismo sitiodonde nos encontramos ayer, y... ¡Por el GranSello, ahí está otra vez la vieja!

Efectivamente, allí estaba, justo frente a no-sotros, con sus reverencias y sus sonrisas, ydiciendo con el mismo aire maternal que ayer:

—¡Los pupilos dé Jarndyce! ¡Pero qué ale-gría! ¿No?

—Temprano ha salido usted, señora —le di-je cuando me hizo una reverencia.

—¡Sí! Suelo pasearme por aquí a primerahora. Antes de que se abran los Tribunales. Esun sitio tranquilo. Aquí pienso en lo que he dehacer durante el día —dijo la anciana, en tonoremilgado—. Las cosas del día requieren pen-sar mucho. Es tan difícil seguir la justicia de laCancillería...

—¿Quién es, señorita Summerson? —preguntó la señorita Jellyby, apretándome másel brazo.

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La ancianita tenía un oído notablementeagudo. Respondió inmediatamente ella mis-ma:

—Una demandante, hija mía. A tu servicio.Tengo el honor de asistir regularmente a losTribunales. ¿Tengo el placer de hablar con otrade las partes menores de edad en Jarndyce? —preguntó la anciana, enderezándose con la ca-beza ladeada y con una leve reverencia.

Richard, que deseaba expiar su irreflexiónde ayer, explicó, bienhumorado, que la señori-ta Jellyby no tenía nada que ver con la causa.

—¡Ja! —dijo la anciana—. Entonces, ¿no estáesperando una sentencia? Ya se hará vieja.Pero no tanto. ¡Desde luego que no! Éste es eljardín de Lincoln's Inn. Yo digo que es mi jar-dín. En el verano es toda una quinta. Aquícantan melodiosamente los pájaros. Es dondepaso la mayor parte de las vacaciones de vera-no. En contemplación. ¿No les parece que lasvacaciones largas de verano son demasiadolargas?

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Dijimos que sí, pues parecía que eso era loque esperaba de nosotros.

—Cuando las hojas empiezan a caer de losárboles y ya no quedan flores esperando a quelas recojan para hacer ramilletes para la Saladel Lord Canciller —dijo la anciana—, termi-nan las vacaciones, y vuelve a prevalecer elSexto Sello, mencionado en el Apocalipsis. Lesruego vengan a ver mi morada. Será de buenaugurio para mí. Raras veces van allí la juven-tud, la esperanza y la belleza. Hace muchotiempo que no me ha visitado ninguna deellas.

Me había tomado de la mano, y mientrasnos llevaba a mí y a la señorita Jellyby, hacíagestos a Richard y a Ada para que tambiénellos vinieran. Yo no sabía cómo negarme, ymiré a Richard en busca de ayuda. Como élestaba medio divertido y medio intrigado, ytodos dudábamos sobre cómo deshacernos dela anciana sin ofenderla, ésta continuó tirandode nosotras, y Ada y Richard continuaron si-

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guiéndonos, mientras nuestra anciana conduc-tora no cesaba de informarnos, con gran con-descendencia sonriente, de que vivía allí allado.

Era muy cierto, como pronto apreciamos.Vivía tan cerca de allí que no hacía sino unosmomentos que habíamos accedido a sus de-seos cuando llegó a su casa. La anciana noshizo entrar por una portezuela lateral y se de-tuvo inesperadamente en un callejón estrecho,parte de una serie de patios y callejuelas quehabía inmediatamente al lado de la muralladel Inn, y dijo:

—Ésta es mi morada. ¡Suban, por favor!Se había detenido ante un comercio encima

del cual había un letrero: ALMACÉN KROOK16

TRAPOS Y BOTELLAS. También decía, en le-tras largas y finas: KROOK, AGENTE DE AR-TÍCULOS MARÍTIMOS. En un lado del escapa-

16 «Krook» se pronuncia igual que «crook»,es decir, sinvergüenza, maleante

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rate había un cuadro de una fábrica roja de pa-pel, ante la cual un carro estaba descargandogran cantidad de sacos de trapos viejos. En otrohabía un letrero: SE COMPRAN HUESOS. Enotro más: SE COMPRAN CACHARROS DECOCINA. En otro: SE COMPRA HIERRO VIE-JO En otro más: SE COMPRA PAPEL VIEJO.En otro: SE COMPRAN ROPAS DE CABA-LLERO Y DE SEÑORA. Parecía que se com-praba todo y no se vendía nada. Por todas par-tes del escaparate había cantidades de botellassucias: frascos de betún, frascos de medicinas,botellas de cerveza de jengibre y de soda, fras-cos de encurtidos, botellas de vino, tinteros; almencionar esto último, recuerdo que el comer-cio tenía, en varios respectos, el aire de hallarseen un barrio que vivía de los Tribunales, y deser, por así decirlo, de ser un parásito sucio yun pariente repudiado de la ley. Había muchostinteros. Al lado de la puerta había una ban-queta temblequeante donde estaban amonto-nados viejos volúmenes sucios, con el letrero:

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«Libros de Derecho, todos a 9 peniques.» Algu-nas de las inscripciones que he enumerado es-taban escritas en letra cancilleresca, igual quelos papeles que había visto yo en la oficina deKenge y Carboy, y que las cartas que había re-cibido hacía tanto tiempo de aquel bufete. Entreellas había una escrita en la misma letra, que notenía nada que ver con la actividad de aquelcomercio, sino en la cual se anunciaba que unhombre respetable de cuarenta y cinco años deedad se ofrecía para pasar a limpio o copiar condestreza y rapidez: Dirección, Nemo, razón: elseñor Krook, de este comercio. Había colgadasvarias sacas de segunda mano, azules y rojas.Un poco más allá de la puerta del comerciohabía unos montones de pergaminos viejos yagrietados, y papeles legales descoloridos yajados. Resultaba fácil imaginar que todas lasllaves oxidadas, de las que debía de haber cen-tenares amontonadas como hierro viejo, habíanpertenecido antiguamente a puertas de despa-chos o de cajas fuertes de bufetes de abogados.

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Los montones de trapos, parte de ellos puestosen una balanza vieja de madera de una solapata, que colgaba sin contrapeso de una viga demadera, parte de ellos caídos al suelo, podríanhaber sido corbatines y togas de abogados,hechos tiras. Para completar el cuadro, no fal-taba sino imaginar, como nos susurró Richard aAda y a mí mientras contemplábamos aquello,que los huesos amontonados en un rincón y sinuna brizna de carne eran los huesos de clientes.

Como seguía habiendo niebla y estaba os-curo, y como el comercio estaba cegado ade-más por la muralla de Lincoln's Inn, que inter-ceptaba la luz un par de varas más allá, nohubiéramos podido ver tanto de no haber sidopor un farol encendido que llevaba de un ladoa otro del comercio un anciano de gafas tocadocon una gorra de pelo. Al volverse hacia lapuerta, nos vio. Era bajo, cadavérico y reseco,con la cabeza hundida a un lado entre los hom-bros, y el aliento le salía de la boca en un vaporperfectamente visible, como si hubiera respira-

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do fuego. Tenía el cuello, la barbilla y las cejastan nevados de cabellos blancos, y tenía portodas partes tantas venas salientes y la piel tanreseca, que del pecho para arriba parecía unaraíz vieja en medio de la nieve.

—¡Eh! ¡Eh! —dijo el viejo, acercándose a lapuerta—. ¿Tienen algo que vender?

Naturalmente, nos echamos atrás y miramosa nuestra guía, que había estado tratando deabrir la puerta de la casa con una llave que sehabía sacado del bolsillo, y a quien ahora Ri-chard dijo que como ya había tenido el gusto dever dónde vivía, tendríamos que separarnos deella, pues andábamos mal de tiempo. Pero nonos iba a dejar que nos fuéramos con tanta faci-lidad. Se puso tan fantástica e insistentementeseria con sus ruegos de que subiéramos a ver suapartamento un instante, y tan empeñada esta-ba, a su aire inofensivo, en llevarme a él comoparte del buen augurio que deseaba, que no vimás remedio que seguirla (independientementede lo que hicieran los otros). Supongo que to-

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dos sentíamos más o menos curiosidad, sobretodo cuando el viejo añadió sus argumentos alos de ella y dijo: «Sí, sí! ¡Denle ese gusto! ¡Noles llevará ni un minuto! ¡Pasen, pasen! ¡Pasenpor la tienda, si la otra puerta está rota!», demodo que pasamos todos, alentados por el es-tímulo risueño de Richard y confiando en laprotección de éste.

—Es mi casero, Krook —dijo la ancianita, entono condescendiente hacia él desde su elevadacondición al presentárnoslo—. Los vecinos lollaman el Lord Canciller. A su comercio lo lla-man el Tribunal de Cancillería. Es una personamuy excéntrica. Es muy raro. ¡Ay, sí; les asegu-ro que es muy raro!

Meneó la cabeza muchas veces y se dio en lafrente con el índice, para expresar que debía-mos tener la bondad de perdonarlo.

—Porque está un poco..., ¡ya saben! iL ma-yúscula! —dijo la anciana con gran ceremonia.El viejo la oyó y se echó a reír.

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—Es cierto —dijo mientras nos adelantabacon el farol— que me llaman Lord Canciller ya mi comercio la Cancillería. ¿Y por qué creenustedes que me llaman a mí Lord Canciller ya mi tienda la Cancillería?

—Desde luego, yo no lo sé —dijo Richarden tono despreocupado.

—Pues miren —dijo el viejo, deteniéndosey echando una mirada a su alrededor—. Esque... ¡Eh! ¡Miren qué pelo tan bonito! Abajotengo tres bolsas llenas de pelo de señora,pero no hay nada tan bonito y tan fino comoéste. ¡Qué color y qué textura!

—¡Basta ya, amigo mío! —dijo Richard,que decididamente desaprobaba el que el vie-jo hubiera agarrado una de las trenzas de Adaen su mano amarillenta—. Puede usted admi-rarlo, igual que todos nosotros, sin tomarseesas libertades.

El anciano le echó una mirada repentina,que incluso desvió mi atención de Ada, lacual, asustada y sonrojada, estaba tan asom-

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brosamente bella que pareció retener inclusola atención distraída de la ancianita. Pero co-mo Ada se interpuso y dijo sonriente que nopodía por menos de sentirse orgullosa de unaadmiración tan auténtica, el señor Krook vol-vió a sumirse en su ser anterior con igual ra-pidez con la que había salido de él.

—Ya ven que aquí tengo muchas cosas —continuó, levantando el farol—, de tantas es-pecies, y según creen los vecinos (pero ésosno saben nada) pudriéndose y echándose aperder, que por eso nos han bautizado así amí y a mi comercio. Y tengo montones depergaminos antiguos y documentos en miinventario. Y me gusta el moho y el orín y lastelas de araña. Y me quedo con todo lo queme traen. Y no puedo soportar deshacerme dealgo que ya es mío (o eso es lo que opinanmis vecinos, pero ¿qué saben ésos?), ni cam-biar nada, ni que me vengan a barrer, ni afregar, ni a limpiar, ni a hacerme reparacio-nes. Por eso me han dado el mal nombre de

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Cancillería. A mí no me importa. Voy a ver ami noble y erudito hermano casi todos losdías, cuando viene al Inn. Él no se fija en mí,pero yo sí me fijo en él. No somos muy dife-rentes. Los dos nos revolcamos en el desor-den. ¡Eh, Lady Jane!

De uno de los estantes le saltó al hombrouna gran gata gris, que nos asustó a todos.

—¡Eh! Enséñales lo bien que arañas. ¡Eh!¡A rascar, milady! —dijo su amo.

La gata se bajó de un salto y destrozó unmontón de trapos con sus garras de tigresa, ycon un ruido que me hizo rechinar los dien-tes.

—Lo mismo le haría a una persona si se loordenara —dijo el viejo—. Entre otras cosasgenerales, comercio en pieles de gato, y meofrecieron la de ésta. Como verán, tiene unapiel muy buena, pero no quise que se la qui-taran. ¡Ahora, eso sí que no es práctica de laCancillería, les advierto!

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Mientras decía todo aquello nos habíahecho cruzar el comercio, y ahora abrió unapuerta que había al fondo y que llevaba a laentrada de la casa. Mientras él se quedabainmóvil con la mano en la cerradura, la an-cianita observó cortésmente antes de entrar:

—Basta, Krook. Tus intenciones son bue-nas, pero cansas. Mis jóvenes amigos tienenprisa. Yo tampoco tengo tanto tiempo, puestengo que ir en seguida a los Tribunales. Misjóvenes amigos son los pupilos de Jarndyce.

—¡Jarndyce! —exclamó el viejo, sobresal-tado.

—Jarndyce y Jarndyce. El gran pleito,Krook —replicó su inquilina.

—¡Eh! —exclamó el viejo con tono deasombro y con los ojos más abiertos que nun-ca—. ¡Quién lo iba a pensar!

Parecía haberse quedado tan absorto derepente, y nos miraba con tanta curiosidad,que Richard dijo:

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—¡Pero si parece que se preocupa ustedmucho por las causas que entiende su noble yerudito hermano, el otro Canciller!

—¡Sí! —dijo el otro, distraído—. ¡Claro! Yusted se llamaría...

—Richard Carstone.—Carstone —repitió, registrando lenta-

mente aquel nombre con el índice, y contandodespués por separado con los dedos cada unode los otros nombres que iba mencionando—.Sí. Alguien se llamaba Barbary, y alguien Cla-re, y creo que también alguien Dedlock.

—¡Sabe tanto de la causa como el Cancillerde verdad, el profesional! —exclamó Richard,asombradísimo, dirigiéndose a Ada y a mí.

—¡Sí! —dijo el viejo, saliendo lentamente desu abstracción—. ¡Sí! Tom Jarndyce..., ustedesme perdonarán, que son sus parientes, pero enlos Tribunales todos lo llamaban así, y lo cono-cía igual de bien —con un leve gesto hacia suinquilina— como a ella ahora. Tom Jarndycevenía mucho por aquí. Tenía la costumbre de

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pasearse arriba y abajo cuando se estaba oyen-do la causa, o cuando eso se esperaba, y habla-ba con los tenderos y les decía que les pasara loque les pasara nunca fuesen a la Cancillería.«Porque», decía, «es como que lo muelan a unoen pedacitos en un molino lento, es como quelo asen a fuego lento, es como morir de las pi-caduras de una sola abeja; es como irse aho-gando a gotas; es como ir enloqueciendo a pe-queñas dosis». Casi se suicida ahí mismo, don-de está esta señorita.

Escuchamos horrorizados.—Entró por esa puerta —dijo el anciano, in-

dicando lentamente un camino imaginario porsu establecimiento el día que lo hizo..., y todo elvecindario llevaba meses diciendo que iba ahacerlo sin duda, tarde o temprano, y va y llegaaquel día a la puerta y pasa por ahí, y se sientaen un banco que había ahí y me pidió (com-prenderán que entonces yo era mucho más jo-ven) que le trajera una pinta de vino. «Pues,Krook», va y me dice, «estoy muy deprimido;

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vuelve a oírse mi causa, y creo que estoy máscerca que nunca de la sentencia.» No me gusta-ba la idea de dejarle a solas, y le convencí deque viniera a la taberna de ahí enfrente, al otrolado de mi calle (quiero decir la Calle de laCancillería), y le seguí y miré por la ventana yahí le vi, lo más cómodo que parecía, en el si-llón junto a la chimenea, y con compañía. Casini había vuelto yo aquí cuando oigo un disparoque resuena desde la taberna. Me eché a co-rrer..., todos los vecinos se echaron a correr...,seríamos veinte, y todos gritando al tiempo: «¡Tom Jarndyce! »

El viejo se interrumpió, se nos quedó miran-do, contempló el farol, apagó la llama de unsoplo y cerró el farol.

—Teníamos razón, no hace falta que se lodiga a los aquí presentes. ¡Eh! Y, claro, aquellatarde todos los vecinos fuimos al Tribunalcuando se oyó la causa. ¡Cómo hacían, mi nobley erudito hermano y todos los demás, las mis-mas ceremonias de siempre, haciendo como

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que no se habían enterado del último dato de lacausa, o como si, ¡Dios mío!, no tuvieran nadaque ver con aquello, como si no supieran nadade nada!

Ada se había quedado pálida como la cera, yRichard estaba igual. Yo tampoco podía extra-ñarme, a juzgar por mis propias emociones, yeso que yo no era parte en la causa, de que paraunos corazones tan jóvenes e inexpertos fueratamaño golpe recibir la herencia de una desgra-cia tan antigua, que provocaba en mucha genterecuerdos tan horrorosos. Otra cosa que meinquietaba era la forma en que aquel relato te-rrible podía afectar a la pobrecilla medio locaque nos había llevado allí, pero, para gran sor-presa mía, parecía perfectamente inconscientede ello, y lo único que hizo fue volver a mos-trarnos el camino por la escalera, informándo-nos con la tolerancia que un ser superior sientepor los defectos del común de los mortales, deque su casero estaba «un poco... L mayúscula...,¡ya saben ustedes!».

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Vivía en el alto de la casa, en una habitaciónbastante amplia, desde la cual se veía un pocode Lincoln's Inn Hall. Parecía que ése habíasido el principal atractivo inicial para ellacuando decidió irse a vivir allí. Podía mirarlo,dijo, de noche; especialmente cuando habíaluna. Su aposento estaba limpio, pero muy,muy desnudo. Advertí que tenía el mínimo denecesidades en materia de muebles; unas cuan-tas estampas sacadas de libros, de cancilleres yprocuradores, pegadas en la pared, y mediadocena de ridículos y de estuches de labor «lle-nos de documentos», según nos informó. Nohabía carbón en la chimenea, ni tampoco ceni-za, y no vi por ninguna parte ni una prenda devestir, ni nada de comida. En un vasar en unafresquera abierta había uno o dos platos y unao dos tazas, y demás, pero todo seco y vacío. Sudelgadez tenía un sentido más triste, pensé almirar en torno a mí, de lo que había creído yoen un principio.

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—Es un gran honor para mí —dijo nuestrapobre anfitriona, con la mayor gentileza— reci-bir esta visita de los pupilos de Jarndyce. Yagradezco mucho el augurio. Éste es un lugarmuy tranquilo. Considerando que mis mediosson limitados. Debido a la necesidad de estaratenta al Canciller. Vivo aquí desde hace mu-chos años. Paso los días en los Tribunales; lastardes y las noches aquí. Las noches me resul-tan largas, pues duermo poco y pienso mucho.Claro que eso es inevitable cuando se está enCancillería. Lamento no poder ofrecerles choco-late. Espero un fallo en breve, y entonces misaposentos serán de calidad superior. Actual-mente no tengo objeción en confesar a los pupi-los de Jarndyce (en estricta confianza) que aveces encuentro difícil mantener las aparien-cias. He sentido el frío aquí. He sentido algomás agudo que el frío. Importa poco. Les ruegoexcusen la introducción de tan mezquinos te-mas.

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Retiró parcialmente la cortina de la ventanalarga y baja de la buhardilla y señaló a nuestraatención varias jaulas que colgaban de ella, al-gunas de las cuales contenían varios pájaros.Había ruiseñores, gorriones y jilgueros, 20 porlo menos.

—Empecé a tener estos animalitos —dijo—con un objetivo que los pupilos comprenderánfácilmente. Con la intención de devolverles lalibertad. Cuando se dicte mi sentencia. ¡Sí! Peromueren en prisión. Sus vidas, pobrecillos, sontan breves en comparación con los procedi-mientos en Cancillería que, uno por uno, ha idomuriendo toda la colección, una y otra vez.¿Saben ustedes que dudo si alguno de éstos,aunque todos son jóvenes, vivirá para volver aser libre? Es muy entristecedor, ¿no?

Aunque a veces hacía una pregunta, nuncaparecía esperar una respuesta, sino que seguíahablando como si tuviera la costumbre dehacerlo aunque no hubiera nadie presente.

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—De hecho —continuó diciendo—, a vecesdudo mucho, les aseguro, de si mientras siganlas cosas sin solventar, y prevalezca el sexto oGran Sello, no es posible que un día me encuen-tren a mí aquí, yacente muda y sin sentido,igual que he encontrado yo a tantos pájaros.

Richard, en respuesta a lo que vio en la mi-rada compasiva de Ada, aprovechó la oportu-nidad para poner algo de dinero, en silencio ysin que ella lo viera, en la repisa de la chime-nea. Todos nos acercamos a las jaulas, fingien-do que estudiábamos los pájaros.

—No puedo dejar que canten mucho —dijola ancianita—, porque (aunque les parezca cu-rioso) me confunde la idea de que estén can-tando mientras yo sigo los alegatos en los tri-bunales. ¡Y necesito tener la cabeza tan clara,saben! Otra vez les diré cómo se llaman. Ahorano. En un día de tan buen augurio pueden can-tar todo lo que quieran. En homenaje a la ju-ventud —con una sonrisa y una reverencia—, ala esperanza —una sonrisa y una reverencia—,

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y a la belleza —una sonrisa y una reverencia——. ¡Hale! Vamos a dejar que entre toda la luz.

Los pájaros empezaron a agitarse y a trinar.—No puedo dejar que entre mucho aire —

dijo la ancianita (olía a cerrado, y mejor hubierasido que sí)—, porque la gata que vieron uste-des abajo, la llamada Lady Jane, está loca pormatarlos. Se pasa agazapada horas y horas enel parapeto. He descubierto —con un susurrode misterio— que su crueldad natural se veaguzada por un temor celoso de que ellos recu-peren la libertad. Debido al fallo que espero sedicte en breve. Es astuta y está llena de malicia.A veces casi creo que no es una gata, sino ellobo del viejo refrán. Es tan difícil no verle lasorejas.

Unas campanas vecinas recordaron a la po-brecilla que eran las nueve y media y nos sir-vieron de más para poner fin a nuestra visitaque cualquier cosa que hubiéramos podidohacer nosotros. Tomó apresuradamente su bol-sita de documentos, que había puesto en la me-

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sa cuando llegamos, y nos preguntó si íbamostambién a los tribunales. Cuando le dijimos queno, y que no queríamos en absoluto entrete-nerla, abrió la puerta para acompañarnos abajo.

—Con este augurio es todavía más necesarioque nunca estar presente antes de que llegue elCanciller —dijo—, porque podría mencionar micaso en primer lugar. Tengo el presentimientode que es lo primero que va a mencionar estamañana.

Se detuvo a decirnos en un susurro, mien-tras bajábamos, que toda la casa estaba llena demaderas extrañas que su casero había ido com-prando y que no quería vender, porque estabaun poco L mayúscula. Eso fue en el primer pi-so. Pero antes había hecho una parada en elsegundo piso y había señalado en silencio unapuerta oscura que allí había.

—Es el otro inquilino —susurró entoncescomo explicación—; escribe copias legales. Loschicos de estas calles dicen que ha vendido su

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alma al diablo. No sé qué habrá hecho con eldinero. ¡Chitón!

Parecía temer que el otro inquilino la oyera,incluso allí, y siguió rogándonos silencio mien-tras iba ante nosotros de puntillas, como si in-cluso el ruido de sus pasos pudiera revelarle loque había dicho.

Al pasar por el comercio camino de la calle,igual que lo habíamos cruzado al llegar de ella,nos encontramos con el anciano que amonto-naba varios paquetes de papel viejo en una es-pecie de cavidad en el suelo. Parecía estar tra-bajando mucho, tenía la frente sudorosa y a sulado estaba un trozo de tiza, con la cual, cadavez que bajaba un paquete o un lío, hacía ungarabato en el revestimiento de la pared.

Habían pasado a su lado Richard y Ada, y laseñorita Jellyby y la ancianita, e iba a pasar yo,cuando me tocó en un brazo para detenerme yapuntó la letra J en la pared, de una maneramuy curiosa, pues empezó por el final de laletra y la fue trazando hacia atrás. Era una letra

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mayúscula, no de imprenta, sino una letra exac-tamente igual que si la hubiera trazado cual-quiera de los pasantes de la oficina de los seño-res Kenge y Carboy.

—¿La sabe leer? —me preguntó con una mi-rada penetrante.

—Claro —respondí—. Está muy clara.—¿Qué es?—Una J.Con una mirada dirigida hacia mí y otra a la

puerta, la borró y en su lugar puso una «a» (nomayúscula esta vez), y me preguntó:

—Y ésta, ¿qué es?Se lo dije. Entonces la borró y dibujó una «r»

y me hizo la misma pregunta. Así siguió rápi-damente hasta haber formado, de la mismaextraña manera, empezando siempre por laparte de abajo de cada letra, la palabra JARN-DYCE, sin dejar nunca que en la pared hubierados letras al mismo tiempo.

—¿Qué dicen todas juntas? —me preguntó.

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Cuando se lo dije se echó a reír. Del mismoextraño modo, aunque con igual rapidez, fuehaciendo una a una, y borrando una a una lasletras que formaban las palabras CASA DESO-LADA. También las leí, un tanto asombrada, yél se volvió a reír.

—¡Eh! —dijo el viejo dejando la tiza a un la-

do— Tengo un don para copiar de memoria,

como puede ver, señorita, aunque no sé leer ni

escribir.

Tenía un aspecto tan desagradable, y la gatame miraba con una expresión tan malvada,como si yo fuese pariente cercana de los pájarosde arriba, que me sentí muy aliviada cuandoapareció en la puerta Richard, diciendo:

—Señorita Summerson, espero que no estéusted negociando la venta de sus cabellos. No

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caiga en la tentación. ¡Con las tres bolsas deabajo ya tiene bastante el señor Krook!

Me apresuré a despedirme del señor Krooky en reunirme a mis amigos en la calle, dondenos despedimos de la ancianita, que nos dio subendición con gran ceremonia y reiteró sus se-guridades de que nos dejaría en herencia unlegado a Ada y otro a mí. Antes de dar final-mente la espalda a aquellas callejas miramosatrás y vimos al señor Krook, en la puerta de sutienda, mirándonos con las gafas puestas; conla gata en el hombro, cuya cola se erguía a unode los lados de la gorra de pelo del hombre,como una pluma enhiesta.

—¡Toda una aventura para una mañanalondinense! —suspiró Richard— ¡Ay, prima,prima, qué nombre tan terrible éste de la Canci-llería!

—Para mí siempre lo ha sido, desde misprimeros recuerdos —respondió Ada—. Estoysegura.

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—Para mí también —dijo Richard, pensati-vo.

—Si el Lord Canciller fallara en contra demis intereses, por lo que a eso respecta, o por lomenos contra lo que yo diría que es mi dere-cho..., ¿con cuánto podríamos vivir tú y yo,Esther? —dijo Ada ruborizándose.

—¡No! —exclamó Richard—. Es mejor quefalle en contra mía. Yo puedo ir a cualquierparte... Me puedo hacer militar, o lo que sea, ynadie me echará de menos. Si pudiera venderíamis expectativas cuanto antes y lo más baratoposible.

—¿E irte al extranjero? —preguntó Ada.—¡Sí!—¿Quizá a la India?—Pues sí, creo que sí —contestó Richard.—Yo no lo he pensado —dijo Ada—. Lo úni-

co que lamento es ser la enemiga (como su-pongo que lo soy) de tantos parientes y otragente, y que ellos sean mis enemigos, comosupongo que lo son, y que estemos todos

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arruinándonos los unos a los otros, sin sabercómo ni por qué, y que estemos siempre enduda y en desacuerdo todas nuestras vidas.Parece muy raro, pues en alguna parte debe deimperar el derecho, que en todos estos años nohaya habido un juez decidido a averiguar loque es justo.

—¡Ay, prima! —dijo Richard.... ¡Y tan raro!

Toda esta complicada partida de ajedrez para

nada es muy extraña. El ver ayer a ese tribunal

seguir tan tranquilo con sus cosas y pensar en

los sufrimientos de las piezas del tablero me

dio dolor de cabeza y me afligió el ánimo al

mismo tiempo. Me dolía la cabeza de pregun-

tarme cómo pasaba todo esto, si aquellos

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hombres no eran ni idiotas ni sinvergüenzas, y

me afligía el ánimo pensar que quizá fueran

ambas cosas. Pero en todo caso, Ada, si me

permites que te llame así...

—Pues claro, primo Richard.—En todo caso, la Cancillería no nos va a

transmitir a nosotros ninguna de sus malasinfluencias. Estamos felizmente reunidos, gra-cias a nuestro buen pariente, ¡y ya no puedesepararnos!

—¡Esperó que nunca, primo Richard! —dijoAda gentilmente.

La señorita Jellyby me apretó el brazo y melanzó una mirada muy significativa. Respondícon una sonrisa e hicimos un camino de vueltamuy agradable.

Media hora después de nuestra llegadaapareció la señora Jellyby, y en el transcurso

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de una hora fueron llegando uno a uno al co-medor los diversos elementos necesarios paraun desayuno. No dudo que la señora Jellybyse hubiera acostado y levantado como todo elmundo, pero no parecía que se hubiera cam-biado de vestido. Durante el desayuno estuvomuy ocupada, pues el correo de la mañanatrajo mucha correspondencia relativa a Borrio-bula-Gha, lo cual le haría (según dijo) pasar undía muy ocupado. Los niños correteaban portodas partes, y se iban anotando otros recuer-dos de sus accidentes en las piernas, que eranperfectos calendarios de sus heridas; Peepydesapareció durante hora y media, y un poli-cía lo trajo a casa desde el mercado de Newga-te. La apacibilidad con la que la señora Jellybyllevó tanto su ausencia como su devolución alcírculo familiar nos sorprendió a todos.

Para entonces ya estaba dictando perseve-rantemente a Caddy, y Caddy iba volviendorápidamente a la condición entintada en la quela habíamos conocido. A la una llegó a buscar-

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nos un carruaje abierto, con una carreta paranuestro equipaje. La señora Jellyby nos diomuchos recuerdos para su buen amigo, el se-ñor Jarndyce; Caddy se levantó de su escrito-rio para acompañarnos a la puerta, me dio unbeso en el pasillo y se quedó en los escalones,llorando y mordiendo la pluma; Peepy, cele-bro decirlo, estaba dormido, con lo que nohubo de soportar el dolor de la separación (yotenía algún temor de que hubiera ido al mer-cado de Newgate a buscarme), y todos losdemás niños se subieron en el carruaje de lasmaletas y se fueron cayendo, y los vimos, muypreocupados, esparcidos por toda la superficiede Thavies Inn cuando íbamos saliendo de allí.

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CAPITULO 6

En casa

El día había aclarado muchísimo, y seguía

aclarando a medida que avanzábamos hacia el

oeste. Avanzábamos bajo el sol, el aire estaba

limpio, y cada vez nos asombrábamos más ante

las dimensiones de las calles, el esplendor de

los comercios, la densidad de la circulación y

las grandes multitudes a las que lo agradable

del tiempo parecía haber sacado a la calle como

flores multicolores. Poco a poco empezamos a

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salir de la maravillosa ciudad y a atravesar su-

burbios que, a mis ojos, hubieran constituido en

sí mismos una buena ciudad cada uno, y por

fin llegamos a un auténtico camino campestre,

con molinos de viento, trillas, piedras miliares,

carretas de campesinos, olores a paja vieja, se-

ñales que se movían al viento y abrevaderos

para los caballos; con árboles, prados y setos.

Resultaba delicioso ver aquel paisaje verde ante

nosotros y la inmensa metrópolis a nuestras

espaldas, y cuando pasó a nuestro lado un ca-

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rruaje con una recua de caballos preciosos, con

jaeces rojos y cascabeles que hacían un ruido

cristalino, resultaba tan musical que todos po-

dríamos haber cantado a aquel son, tan anima-

das eran las influencias que nos rodeaban.

—Todo este camino me recuerda a mi tocayoWhittington17 —dijo Richard—, y ese carruajees el último toque. ¡Eh! ¿Qué pasa?

Nos habíamos detenido, y también el carrua-je. Su música cambió cuando se pararon loscaballos, y se redujo a un sutil cascabeleo, salvocuando un caballo agitaba la cabeza o se sacu-

17 Richard (Dick) Whittington (†1423), tresveces Alcalde de Londres, se convirtió después enpersonaje de una canción infantil, de tenor bucólico

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día, y provocaba una pequeña cascada decampanillas.

—Nuestro postillón va en busca del con-ductor —siguió diciendo Richard—, y el con-ductor viene hacia nosotros. ¡Buenos días,amigo! —El conductor estaba junto a la puertade nuestro coche, y Richard, mirándolo decerca, exclamó:

—¡Qué cosa más extraordinaria! ¡Lleva enel sombrero tu nombre, Ada!

Llevaba en el sombrero los nombres de to-dos nosotros. Metidas en la cinta tenía tresnotitas: una dirigida a Ada, otra a Richard yotra a mí. El conductor nos las entregó sucesi-vamente, tras primero leer el nombre en vozalta. En respuesta a la pregunta de Richard dequién las enviaba respondió brevemente:

—Mi jefe, señorito, y a sus órdenes —y sevolvió a poner el sombrero (que era como uncuenco, pero blando), hizo restallar el látigopara volver a despertar su música y se marchómelodiosamente.

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—¿Ese carruaje es el del señor Jarndyce? —preguntó Richard al postillón de nuestro co-che.

—Sí, señor —fue la respuesta—. Va a Lon-dres. Abrimos las notas. Eran idénticas entre síy contenían estas palabras, escritas con letrasólida y clara:

Queridos míos, espero que nuestra reunión sea fe-liz y sin problemas para ninguno. Por consiguiente,he de proponer que nos encontremos como viejosamigos y que no hablemos del pasado. Eso quizá osalivie a vosotros, y a mí sin duda, al igual que au-mentará mi amor por vosotros.

JO H N JARNDYCE

Quizá tuviera yo menos motivos que misacompañantes para sorprenderme, dado quenunca había tenido una oportunidad de darlas gracias a quien había sido mi benefactor ymi único apoyo terrenal desde hacía tantosaños. No había pensado cómo podía darle las

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gracias, pues mi gratitud estaba arraigada de-masiado honda en mi corazón para eso, peroentonces empecé a pensar en cómo podía co-nocerlo sin darle las gracias, y consideré quesería dificilísimo.

Las notas reanimaron en Richard y Ada unaimpresión general que ambos tenían, sin sabermuy bien por qué, de que su primo Jarndycenunca soportaría expresiones de agradeci-miento por ninguna de sus amabilidades y deque, antes que aceptarlas, recurriría a los expe-dientes y las evasiones más singulares, o in-cluso se echaría a correr. Ada recordaba va-gamente que había oído decir a su madre,cuando ella era pequeña, que una vez habíasido de una generosidad extraordinaria conella y que cuando fue a casa de él a darle lasgracias él la vio por casualidad por una venta-na cuando iba ella hacia la puerta, e inmedia-tamente se escapó por la puerta de atrás y na-die volvió a tener noticias suyas en tres meses.Aquel discurso desembocó en muchas más

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observaciones sobre el mismo asunto, y dehecho nos duró todo el día, pues apenas síhablamos de otra cosa. Si, por casualidad, nosdesviábamos a otro tema, pronto volvíamos aéste, y nos preguntábamos cómo sería la casa,y si veríamos al señor Jarndyce en cuanto lle-gáramos, o al cabo de un rato, y lo que nosdiría o lo que le diríamos nosotros a él. Nohacíamos más que hablar una y otra vez de lomismo.

Los caminos estaban muy pesados para loscaballos, pero en general estaban en buenacondición, de manera que nos apeamos y su-bimos todas las cuestas, y aquello nos gustótanto que prolongamos nuestro paseo por laparte llana cuando llegamos arriba. En Barnetnos estaban esperando otros caballos, pero,como acababan de darles de comer, tambiéntuvimos que esperarlos, y nos dimos otro lar-go paseo por unos prados y un viejo campo debatalla antes de que nos alcanzara el coche.Aquellos retrasos alargaron tanto el camino

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que había terminado el corto día y empezadola larga noche antes de que llegáramos a St.Albans, cerca de cuyo pueblo sabíamos queestaba la Casa Desolada.

Para entonces estábamos tan preocupados ytan nerviosos que incluso Richard confesó,mientras dábamos botes por las piedras de lasviejas calles, que sentía un deseo irracional devolver a la ciudad. En cuanto a Ada y a mí,arropadas por el mismo Richard con gran cui-dado, porque la noche era fresca y cortante,estábamos temblando de la cabeza a los pies.Cuando salimos del pueblo tomamos una cur-va y Richard nos dijo que el postillón, quedesde hacía rato se compadecía de nuestronerviosismo, miraba hacia atrás con un gestode asentimiento; las dos nos pusimos en pie enel carruaje (con Richard sosteniendo a Ada porsi venía un bache) y escudriñamos aquel cam-po abierto y la noche estrellada, por si lográ-bamos ver nuestro punto de destino. Habíauna luz que brillaba en la cima de una cuesta

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ante nosotros, y el conductor la señaló con ellátigo y gritó: «¡La Casa Desolada!»; puso a loscaballos al trote y nos llevó hacia allá a tal ve-locidad, pese a que era cuesta arriba, que lasruedas lanzaban el polvo de la carretera vo-lando por encima de nuestras cabezas, como laespuma de un molino de agua. Unas vecesperdíamos la luz, otras la volvíamos a ver, lavolvíamos a perder, la volvíamos a ver, y porfin entramos en una inmensa avenida flan-queada de árboles y fuimos al galope haciadonde brillaba radiante aquella luz. Estaba enuna ventana de una casa que parecía antigua,con tres picos en el tejado de la fachada yhabía un camino circular que llevaba al por-che. Repicó una campana cuando nos acerca-mos y mientras todavía resonaban en el airesus tonos profundos, y se oía en la distancia elladrido de unos perros, salió un chorro de luzde la puerta abierta y en medio de los vaporesde los caballos sudorosos y del latido acelera-

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do de nuestros propios corazones nos apea-mos en un estado considerable de confusión.

—Ada, cariño; Esther, querida mía, bienve-nidas. ¡Cuánto me alegro de veros! ¡Richard, sien estos momentos tuviera una mano más se-ría para dártela a ti!

El caballero que decía aquellas palabras convoz clara, brillante y acogedora había pasadoun brazo en torno a la cintura de Ada y el otroen torno a la mía, mientras nos besaba a ambasde modo paternal, y nos llevaba por el vestí-bulo a una salita cálida y muy bien iluminadapor el fuego que crepitaba en la chimenea. Allínos volvió a besar y, abriendo los brazos, noshizo sentarnos juntas en un sofá que había allado de la chimenea. Me pareció que si hubié-ramos sido algo expresivas nosotras se habríaechado a correr al instante.

—¡Ahora, Rick, ya tengo una mano libre! —dijo— Una palabra dicha en serio vale tantocomo todo un discurso. Celebro mucho veros.Estáis en vuestra casa. ¡Calentaos!

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Richard le estrechó ambas manos con unamezcla intuitiva de respeto y franqueza, y selimitó a decir (aunque con un tono tan serioque me alarmó un tanto, tal era el temor quesentía yo de que el señor Jarndyce desapare-ciera de pronto):

—¡Es usted muy amable, señor Jarndyce!¡Le estamos muy agradecidos! —antes de qui-tarse el sombrero y el capote y acercarse a lachimenea.

—Y ¿qué tal ha sido el viaje? ¿Qué te pare-ció la señora Jellyby, querida mía? —preguntóel señor Jarndyce a Ada.

Mientras Ada le iba dando su respuesta ob-servé la cara de él (huelga decir con cuántointerés). Era una cara hermosa, animada, ex-presiva, llena de movimiento y de animación;el pelo lo tenía de un gris-acero plateado. Mepareció que debía estar más cerca de los sesen-ta que de los cincuenta, pero era un hombreerecto, sano y robusto. Desde el momento enque nos dirigió las primeras palabras su voz se

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había relacionado con algo que yo intuía men-talmente, pero que no podía definir; pero aho-ra, de repente, algo repentino de sus gestos, yuna expresión agradable de su mirada me re-cordaron al caballero de la diligencia, hacíaseis años, el día memorable de mi viaje a Rea-ding. Estaba segura de que era él. Jamás me hesentido tan asustada en mi vida como al haceraquel descubrimiento, pues sorprendió mimirada y, como si me leyera el pensamiento,echó tal vistazo a la puerta que creí que se nosiba a ir.

Sin embargo, celebro decir que se quedódonde estaba, y me preguntó lo que opinabayo de la señora Jellyby.

—Hace grandes esfuerzos por África, señorJarndyce —dije.

—¡Y muy nobles! —replicó el señor Jarndy-ce—. Pero has dicho lo mismo que Ada (aquien yo no había oído)—. Ya veo que todospensáis otra cosa.

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—Nos pareció un poco —dije, mirando aRichard y a Ada, que me pedían con la miradaque hablara yo—, que quizá descuidaba untanto su propia casa.

—¡K.O.! —exclamó el señor Jarndyce.Volví a sentirme un tanto alarmada.—¡Bueno! Quiero saber lo que piensas de

verdad, querida mía. Es posible que os en-viara allí adrede.

—Nos pareció que quizá —dije titubean-te— sea mejor empezar con las obligacionesen casa propia, señor, y que quizá cuando sedescuidan y olvidan ésas no sea posible po-ner otras en su lugar.

—Los niños Jellyby —dijo Richard, vi-niendo en mi auxilio— se hallan verdadera-mente (y perdone usted si me expreso entérminos un tanto fuertes) en malísimascondiciones.

—Tiene buenas intenciones —dijo el señorJarndyce en seguida—. El viento sopla deLevante.

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—Pues, con todo respeto, soplaba del nor-te cuando nos apeamos —observó Richard.

—Mi querido Rick —dijo Jarndyce atizan-do el fuego—. Estaría dispuesto a jurar quesopla de Levante o está a punto de soplar deallí. Siempre tengo conciencia de una sensa-ción desagradable de vez en cuando, cuandosopla el viento de Levante.

—¿Tiene usted reúma, señor Jarndyce? —inquirió Richard.

—Supongo que es eso, Rick. Eso supongo.De manera que los niños de Jell... Ya tenía yomis dudas..., están en mal... ¡Ay, Señor, sí, esde Levante! —exclamó el señor Jarndyce.

Mientras decía estas frases entrecortadashabía dado dos o tres vueltas titubeantes conel atizador en una mano y se frotaba el pelocon la otra, con un aire bienhumorado demalestar, tan absurdo y amable al mismotiempo que estoy segura de que estábamosmás encantados con él de lo que hubiera sidoposible expresar con palabras. Dio un brazo

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a Ada y el otro a mí, y haciendo un gesto aRichard para que tomase una vela, ya inicia-ba el camino de salida cuando de pronto noshizo dar la vuelta a todos.

—Esos niños de Jellyby. ¿No podíais? ...¿No?... Bueno, ¡si hubieran llovido pastelesde ciruela o tartas de frambuesa o algo así!—dijo el señor Jarndyce.

—Oh, primo... —empezó a contestar Ada.—Estupendo, cariño mío. Me gusta que

me llames primo. Y quizá sea mejor primoJohn.

—¡Bueno, pues primo John!... —empezórisueña Ada otra vez.

—¡Ja, ja! ¡Así me gusta! —dijo el señorJarndyce muy contento—. Eso sí que suenanatural. ¿Sí, hija mía?

—Fue algo mejor que eso. Llovió Esther.—¿Cómo? —preguntó el señor Jarndyce—

. ¿Qué hizo Esther?—Pues, primo John —dijo Ada poniéndo-

le ambas manos en el brazo y haciéndome

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que «no» con la cabeza, porque yo le estabahaciendo gestos de que se callara—, Estherse hizo inmediatamente amiga suya. Esthercuidó de ellos, los hizo dormirse, los lavó ylos vistió, les contó cuentos, hizo que se ca-llaran, les compró recuerdos —(¡mi niña! nohabía hecho más que salir con Peepy cuandolo encontraron y comprarles un caballito dejuguete)—, y, primo John, calmó tanto a lapobre Caroline, la mayor, y estuvo tan atentay tan amable... ¡No, no, querida Esther, nopermito que me contradigas! ¡Sabes perfec-tamente que es verdad!

Mi cariñosa niña se inclinó por encima desu primo John y me dio un beso, y después,mirándolo a los ojos, dijo:

—En todo caso, primo John, yo te doy lasgracias por la compañera que me has procu-rado.

Me dio la sensación de que lo estaba desa-fiando a echarse a correr. Pero él no lo hizo.

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—¿De dónde decías que soplaba el viento,Rick? —preguntó el señor Jarndyce.

—Del norte cuando nos apeamos, señor.—¡Tienes razón! No es Levante. Me he

equivocado. ¡Vamos, muchachas, venid a vervuestra casa!

Era una de esas casas deliciosamente irre-gulares en las que para ir de una habitacióna otra hay que subir o bajar escalones, y enlas que se encuentra uno con más habitacio-nes cuando se cree que ya las ha visto todas,y en las que hay gran cantidad de pequeñosvestíbulos y pasillos, y en las que se tropiezauno con habitaciones rústicas todavía másantiguas en los sitios más inesperados, conventanas de celosía en las que crecen lasplantas. La mía, que fue la primera en la queentramos, era de ese tipo, con un techoabuhardillado, y tenía más rincones que jamáshaya visto en mi vida, y una chimenea (dondeardían unos troncos), con las paredes de azule-jos de blanco purísimo, en cada uno de los

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cuales se reflejaba una miniatura brillante delfuego. Al salir de ella se bajaban dos escalonesa una salita encantadora que daba a un jardíncon flores, salita que en adelante nos pertene-cería a Ada y a mí. De allí se bajaba por tresescalones al dormitorio de Ada, que tenía unamagnífica ventana ancha con una vista estu-penda (ahora no se veía sino una gran exten-sión de oscuridad bajo las estrellas), bajo lacual había una banqueta hueca en la que, conuna buena cerradura, se podrían haber es-condido inmediatamente tres Adas. De esahabitación se pasaba a una pequeña galeríacomunicada con las otras dos habitacionesprincipales (sólo dos), y de allí, por una esca-lerita de pasos bajos, que tenía muchas revuel-tas para su tamaño, se bajaba al vestíbulo. Perosi en lugar de salir por la puerta de Ada sevolvía a mi habitación y se salía por la mismapuerta por la que se había entrado, y se subíanunos escalones serpenteantes que se desviabande forma inesperada de la escalera principal,

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se perdía uno en una serie de pasillos en losque había calandrias y mesas triangulares, yuna silla hindú, que al mismo tiempo era sofá,caja y cama, y parecía cualquier cosa a mitadde camino entre un esqueleto de bambú y unaenorme jaula, y que nadie sabía quién nicuándo había traído de la India. De allí se pa-saba al dormitorio de Richard, que era en par-te biblioteca, en parte salita, en parte dormito-rio, y que parecía un complejo confortable demuchas habitaciones. Desde allí se pasaba di-rectamente, con un pequeño intervalo de pasi-llo, a la habitación sencillísima en la que dor-mía el señor Jarndyce, todo el año, con la ven-tana abierta, una cama sin más muebles enmedio de la habitación para que el aire entrasemejor, y su baño frío esperándolo en un cuarti-to al lado. De allí se salía a otro pasillo, en elque había una escalera trasera y desde el quese oía cómo les pasaban las almohazas a loscaballos junto a los establos, mientras les decí-an «aguanta» o «quieto», porque se resbalaban

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mucho en aquellas piedras desiguales. O sepodía, si se salía por otra puerta (cada habita-ción tenía por lo menos dos puertas), ir direc-tamente otra vez al vestíbulo por media docenade escalones y un arco bajo, y quedarse unomaravillado de cómo había llegado allí, o cómohabía salido de allí.

Los muebles, más bien anticuados que anti-guos, al igual que la casa, eran agradablementeirregulares. El dormitorio de Ada era todo deflores: de cretona y de papel, de terciopelo ybordadas en el brocado de las dos butacas tie-sas que había, cada una de ellas complementa-da por un taburetito para mayor comodidad, acada lado de la chimenea. Nuestra salita eratoda verde, y en las paredes tenía enmarcados ytras un cristal múltiples aves sorprendentes ysorprendidas, que contemplaban desde susmarcos una trucha de verdad en una vitrina tanparda y brillante como si estuviera servida ensalsa; la muerte del Capitán Cook, y todo elproceso de la preparación del té en China, pin-

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tado por artistas chinos. En mi dormitoriohabía grabados ovalados de los meses: señorasque preparaban el heno, con justillos y grandessombreros atados bajo la barbilla, re-presentaban a junio; nobles de finas pantorrillasseñalaban con sus sombreros de tres picos a loscampesinos de las aldeas en representación deoctubre. Por toda la casa abundaban los retratosde medio cuerpo, hechos a carboncillo, peroestaban tan dispersos que me encontré con elhermano de un joven oficial de mi dormitorioen el armario de la vajilla, y con el marido ma-duro de mi joven y guapa novia, con una floren el corpiño, en la salita de desayunar. Encambio, yo disponía de cuatro ángeles, del rei-nado de la Reina Ana, que llevaban al cielo, conalguna dificultad, a un caballero complacienteenvuelto en festones, y una composición bor-dada que representaba unas frutas, una tetera yun alfabeto. Todos los muebles, desde los arma-rios hasta las mesas y las sillas, las colgaduras,los espejos, incluso los alfileteros y los pomos

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de olor de las coquetas mostraban la mismacaprichosa variedad. No se acomodaban ennada, salvo en su perfecta limpieza, sus cober-turas de los linos más finos y la omnipresencia,dondequiera que la existencia de un cajón,grande o pequeño, la permitiese, de cantidadesde hojas de rosa y de lavanda. Ésas fueronnuestras primeras impresiones de la Casa Deso-lada, con sus ventanas iluminadas, suavizadasacá y allá por sombras de cortinas, que brilla-ban en la noche estrellada, con su luz y sucalor, y su comodidad, con los ruidos acoge-dores, oídos a lo lejos, de los preparativospara la cena, con la cara de su generoso amoiluminando todo lo que veíamos y con sufi-ciente viento para sonar como un acompaña-miento bajo de todo lo que oíamos.

—Celebro que os guste —dijo el señorJarndyce tras volvernos a traer a la salita deAda—. Es una casita sin pretensiones, peroresulta cómoda, espero, y lo va a ser más conunas jóvenes tan agradables viviendo en ella.

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Tenéis apenas media hora antes de la cena.Aquí no hay nadie más que lo mejor quepuede haber en la Tierra: un niño.

—¡Más niños, Esther! —dijo Ada.—No quiero decir un niño literalmente —

continuó diciendo el señor Jarndyce—, no unniño en cuanto a edad. Es adulto (tiene por lomenos la misma edad que yo), pero en susencillez, su espontaneidad, su entusiasmo, ysu total incapacidad inocente para todos losasuntos mundanos, es un niño total.

Consideramos que debía de ser muy inte-resante.

—Conoce a la señora Jellyby —añadió elseñor Jarndyce—. Es músico aficionado, aun-que hubiera podido ser profesional de ella. Esun hombre de grandes virtudes y modalescautivadores. Ha tenido mala fortuna en losnegocios, y mala suerte en sus aficiones, ytambién mala en su familia, pero no le impor-ta: ¡es un niño!

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—¿Quiere usted decir que tiene hijos pro-pios? —inquirió Richard.

—¡Sí, Rick! Media docena. ¡Más! Casi unadocena, creo. Pero nunca ha cuidado de ellos.¿Cómo iba a hacerlo? Necesitaba que alguiencuidara de él. ¡Ya sabes, es un niño! —dijo elseñor Jarndyce.

—Y ¿han podido sus niños cuidar de símismos, señor? —inquirió Richard.

—Hombre, en la medida de lo posible —dijo el señor Jarndyce, cuyo gesto se hizo re-pentinamente grave. Hay quien dice que loshijos de la gente muy pobre no es que se crí-en, sino que salen adelante. Los hijos deHarold Skimpole han ido saliendo adelantede un modo u otro... Me temo que está cam-biando el viento otra vez. ¡Cada vez lo notomás!

Richard observó que hacía una noche bas-tante mala, y la casa estaba más bien aislada.

—Está aislada —le respondió el señor Jarn-dyce—. No cabe duda de que a eso se debe.

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Ya el nombre de Casa Desolada suena a algoaislado. Pero tú ven conmigo. ¡Vamos!

Como ya había llegado nuestro equipaje yestaba todo a mano, me vestí en un momentoy estaba ordenando mis pertenencias, cuandouna doncella (no la que estaba ayudando aAda, sino otra a la que no había visto yo) metrajo a mi habitación un cesto con dos mano-jos de llaves, todas ellas con su etiqueta.

—Para usted, señorita —dijo.

—¿Para mí? —respondí.—Las llaves de la casa, señorita.Mostré mi sorpresa, pues ella añadió, con

una cierta sorpresa por su parte:—Me dijeron que se las trajera en cuanto

estuviera usted sola, señorita. Es usted la se-ñorita Summerson, ¿verdad?

—Sí —dije—. Así me llamo.—El llavero más grande es el de la casa,

señorita, y el pequeño es el de la bodega. Mehan dicho que a la hora que usted quiera ma-

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ñana por la mañana tengo que enseñarle losarmarios y demás cosas a que corresponden.

Dije que estaría lista a las seis y media, ycuando se marchó me quedé contemplando elcesto, totalmente estupefacta ante la magni-tud de mis funciones. Así me encontró Ada, ymostró una confianza tan maravillosa en mícuando le enseñé las llaves y le dije lo queeran que hubiera sido yo una insensible y unaingrata de no haberme sentido alentada. Cla-ro que ya sabía yo que aquello era por amabi-lidad de mi niña, pero me agradaba que meengañaran de modo tan agradable.

Cuando bajamos nos presentaron al señorSkimpole, que estaba de pie ante la chimenea,contándole a Richard lo aficionado que habíasido al fútbol en sus años mozos. Era unhombrecillo animado con una cabeza bastantegrande, pero de facciones delicadas y vozmuy dulce, y era totalmente encantador. Todolo que decía estaba a tal punto exento de fingi-miento, y era tan espontáneo, y lo decía con

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una alegría tan cautivadora, que resultaba fas-cinante oírle hablar. Como era más esbelto queel señor Jarndyce y tenía mejor color, con elpelo más castaño, parecía más joven. De hechoaparentaba, en todos los respectos, ser más bienun joven ajado que un anciano bien conserva-do. Tenía una natural negligencia de modales, eincluso de atavío (pelo medio despeinado, cor-batín suelto y caído como he visto en los auto-rretratos de artistas), de modo que no pudeevitar la idea de un joven romántico que habíapasado por un proceso excepcional de deterio-ro. Me dio la impresión de que no tenía en ab-soluto los modales ni el aspecto de un hombreque había ido recorriendo la vida por la víausual de los años, las preocupaciones y la expe-riencia

Por la conversación deduje que el señorSkimpole había hecho estudios de medicina yhabía vivido en tiempos, en el ejercicio de esaprofesión, en la casa de un príncipe alemán. Sinembargo, nos dijo que como siempre había sido

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un mero niño en lo que hacía a pesos y medi-das, y nunca había sabido nada al respecto(salvo que le repugnaban), nunca había logradoextender recetas con la exactitud de detalle ne-cesaria. De hecho, nos dijo, no tenía cabeza paralos detalles. Y nos contó, con mucho humor,que cuando lo llamaban a sangrar al príncipe, oa atender a alguno de los cortesanos, solíanencontrarlo tendido en la cama, leyendo laprensa o haciendo caricaturas a lápiz, y no po-día acudir. Cuando por fin el príncipe objetó aaquello, «en lo cual», dijo el señor Skimpole conabsoluta franqueza, «tenía toda la razón», ter-minó el contrato, y como el señor Skimpole notenía (añadió con una alegría deliciosa) «nin-gún objeto en la vida más que el amor, meenamoró, me casé y me rodeé de mejillas son-rosadas». Su buen amigo Jarndyce y otros cuan-tos amigos lo habían ayudado a obtener variospuestos, más o menos duraderos, con los queganarse la vida, pero no había valido de nada,pues él confesaba dos de los problemas más

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antiguos del mundo: uno era que no tenía no-ción del tiempo y el otro que no tenía nocióndel dinero. Debido a lo cual nunca llegaba pun-tualmente, nunca podía realizar una transac-ción y nunca sabía lo que valía nada. ¡Bien! ¡Asílo había ido pasando y aquí estaba! Le gustabamucho leer la prensa, le gustaba mucho hacerdibujos de memoria a lápiz, le gustaba muchola naturaleza, le gustaba mucho el arte. Lo úni-co que le pedía a la sociedad era que le dejaravivir. Eso no era mucho pedir. Tenía pocas ne-cesidades. Con tal de tener periódicos, conver-sación, música, carne de cordero, café, paisajes,fruta en temporada, unas hojas de papel dedibujo y algo de clarete no pedía más. No eramás que un niño en este mundo, pero tampocopedía la luna. Él le decía al mundo: «¡Que cadauno haga en paz lo que quiera! Que unos llevenchaquetas rojas y otros azules, que se ponganmangas con puntillas, que se pongan la plumaen la oreja, que lleven delantales, que busquenla gloria, el comercio, el objeto que prefieran,

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con tal... ¡de que dejen vivir a Harold Skimpole!»

Nos dijo todo aquello, y mucho más, no sólocon el mayor agrado y desparpajo, sino con unacierta sinceridad vivaz; hablaba de sí mismocomo si no fuera cuestión suya en absoluto,como si Skimpole fuera una tercera persona,como si supiera que Skimpole tenía sus pecu-liaridades, pero también sus derechos, que eranasunto general de la comunidad, y que no sedebían menospreciar. Era encantador. Si mesentí algo confusa en aquellos primeros mo-mentos, al tratar de conciliar lo que él decía contodo lo que yo pensaba acerca de los deberes ylas responsabilidades de la vida (de todo locual disto mucho de estar segura), lo que meconfundía era no comprender exactamente porqué estaba él exento de ellos. No dudaba deque él estuviera exento de ellos, puesto que,evidentemente, a él no le cabía duda.

—No deseo nada —siguió diciendo el señorSkimpole con su tono ligero—. Para mí la pose-

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sión no significa nada. Aquí tenemos la exce-lente casa de mi amigo Jarndyce. Me sientoagradecido a él por poseerla. La puedo dibujary modificar. Puedo ponerle música. Cuandoestoy aquí tengo suficiente posesión de ella yno tengo problemas, gastos ni responsabilida-des. En resumen, mi intendente se llama Jarn-dyce, y no me puede engañar. Hemos mencio-nado a la señora Jellyby. Es una mujer muyactiva, de gran voluntad y de una inmensa ca-pacidad para los detalles de negocios, que selanza a diversas causas con un ardor sorpren-dente. Yo no lamento no tener fuerza de vo-luntad ni una capacidad inmensa para los deta-lles de los negocios, ni para lanzarme haciadiversas causas con un ardor sorprendente.Puedo admirarla sin envidiarla. Puedo sim-patizar con sus causas. Puedo soñar con ellas.Puedo tumbarme en la hierba —cuando hacebuen tiempo— y flotar por un río africano,abrazando a todos los indígenas con que meencuentre, tan consciente de la profundidad del

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silencio mientras dibujo la densa frondosidadtropical con tanta exactitud como si estuvieraallí. No sé si el hacerlo tendría alguna utilidaddirecta, pero eso es lo único que sé hacer, y lohago a fondo. Existe un gran principio activo ypalpitante, el del deseo de aplastar lo que esfalso y malo, y de cuidar lo que es bueno y tier-no, que reconocemos y admiramos con el nom-bre de Jarndyce. Igual puedo simpatizar coneso. Entonces, por el amor del cielo, ¡dejad queHarold Skimpole, que es un niño confiado, ospida al mundo, a una aglomeración de gentepráctica y acostumbrada a los negocios, que ledejéis vivir y admirar a la familia humana,hacedlo como sea, como almas bondadosas, ypermitidle que haga lo que le gusta!

Era evidente que el señor Jarndyce no habíasido insensible a ese alegato. Para verlo bastabacon advertir hasta qué punto se sentía el señorSkimpole en su casa, sin necesidad de lo queañadió éste a continuación:

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—Sois vosotros, los seres generosos, los úni-cos que me inspiráis envidia —dijo el señorSkimpole, dirigiéndose a nosotros, sus nuevosamigos, de forma impersonal—. Os envidióvuestra capacidad para hacer lo que hacéis. Eslo que me encantaría a mí. No siento ningunavulgar gratitud hacia vosotros. Casi opino quedeberíais ser vosotros los que me estuvieraisagradecidos a mí por datos la oportunidad dedisfrutar del lujo de la generosidad. Sé que esoos gusta. Que yo sepa, es posible que yo hayavenido al mundo expresamente para hacerosmás felices. Es posible que yo haya nacido paraser vuestro benefactor, al daros a veces la opor-tunidad de ayudarme en mis pequeñas perple-jidades. ¿Por qué voy a lamentar mi incapaci-dad para los detalles y para los asuntos mun-danos cuando eso tiene unas consecuencias tanagradables? Por eso no lo lamento.

De todos sus discursos jocosos (jocosos, perosiempre totalmente sinceros en lo que expresa-ban), ninguno parecía ser más del agrado del

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señor Jarndyce que éste. Después me sentí ten-tada muchas veces de preguntarme si era real-mente singular, o sólo me parecía singular a mí,que quien probablemente era la persona másagradecida del mundo al menor pretexto, de-seara tanto escapar a la gratitud de los demás.

Todos estábamos fascinados. Consideré unhomenaje merecido a las encantadoras cualida-des de Ada y de Richard el que el señor Skim-pole, que los acababa de conocer, fuera tan ex-quisitamente agradable. Ellos (y especialmenteRichard) se sintieron naturalmente complaci-dos, por parecidos motivos, y consideraron queera un privilegio nada común el recibir así, lasconfidencias de una persona tan atrayente.Cuanto más escuchábamos, con más alegríahablaba el señor Skimpole. Y con sus modalestan finos e hilarantes, su atractiva sinceridad ysu forma bienhumorada de exponer con negli-gencia sus propias debilidades, como si dijera:««¡Si es que no soy más que un niño! En com-paración conmigo sois unos intrigantes» (de

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hecho eso me hizo pensar de mí misma), «peroyo soy alegre e inocente; ¡olvidaos de vuestrosartificios mundanos y jugad conmigo!», produ-cía un efecto verdaderamente deslumbrante.

Además, era una persona tan emotiva, y te-nía unos sentimientos tan delicados por todo loque era bueno o tierno, que sólo con eso podíaconquistar los corazones. Durante la velada,cuando estaba yo sola preparándome parahacer el té, y Ada tocando el piano en la habita-ción de al lado y tarareando en voz baja a suprimo Richard una melodía que habían men-cionado por casualidad, vino él a sentarse en elsofá a mi lado, y habló de Ada en tales térmi-nos que casi me hizo amarlo.

—Es como la aurora —.dijo—. Con esos ca-bellos dorados, esos ojos azules y ese rosicler enlas mejillas, es como un amanecer de verano.Los pájaros de los alrededores la confundiráncon él. No podemos llamar a una jovencita tanencantadora, que es una alegría para toda la

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humanidad, una huérfana. Es la hija de todo eluniverso.

Vi que el señor Jarndyce estaba a nuestrolado, con las manos a la espalda y con unasonrisa atenta en el rostro.

—Mucho me temo —observó— que el uni-verso no sea un buen padre.

—¡Bueno, no lo sé! —exclamó el señorSkimpole animadamente.

—Pero creo que yo sí lo sé —replicó el se-ñor Jarndyce.

—¡Bueno! —dijo el señor Skimpole—, túconoces el mundo (que en el sentido que tú lodices es el universo) y yo no lo conozco enabsoluto; de manera que te daré toda la ra-zón. Pero si de mí dependiera —dijo con unamirada a los primos—, en el camino de unosniños así no debería haber zarzas ni realida-des sórdidas. Debería estar surcado de rosas;debería recorrer jardines en los que no hubie-ra primavera, otoño ni invierno, sino un ve-rano perpetuo. La edad y los cambios jamás

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lo agostarían. ¡Jamás se debería susurrar ensus inmediaciones la sórdida palabra «dine-ro»!

El señor Jarndyce le dio una palmada en lacabeza con una sonrisa, como si de verdadfuera un niño, dio un paso o dos y se detuvoun momento a mirar a los dos jóvenes pri-mos. Tenía una mirada pensativa, pero unaexpresión benigna, la que muchas veces (¡tan-tas!) volví a ver en él; que se me ha quedadodesde hace mucho tiempo grabada en el cora-zón. La habitación en la que se hallaban, quese comunicaba con la nuestra, no tenía másluz que la de la chimenea. Ada estaba sentadaal piano y Richard, de pie a su lado, se incli-naba un poco hacia ella. En la pared se fundí-an las sombras de los dos, rodeadas de for-mas extrañas, y no faltaba algún movimientofantasmal causado por la irregularidad delfuego, aunque reflejaba unos objetos inmóvi-les. Ada tocaba las notas con tanta suavidad,y cantaba en voz tan baja, que el viento, que

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suspiraba en dirección de los cerros lejanos,se oía con tanta claridad como la música. To-da la imagen parecía expresar el misterio delfuturo, y la pequeña pista que de él sugería lavoz del presente.

Pero si cuento la escena no es para recor-dar aquella fantasía, pese a lo bien que la re-cuerdo. En primer lugar, yo no carecía deconciencia del contraste entre significado eintención, entre la mirada silenciosa dirigidahacia allí y la corriente de palabras que lahabía precedido. En segundo lugar, aunquecuando el señor Jarndyce retiró la mirada nola posó en mí sino un momento, me parecióque en aquel instante me confiaba —y sé queme confiaba, y que yo recibí esa misión— suesperanza de que Ada y Richard pudieranalgún día iniciar una relación más íntima.

El señor Skimpole sabía tocar el piano y elvioloncello, además de ser compositor (unavez había compuesto la mitad de una ópera,pero se había cansado de ella) y tocaba con

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buen gusto sus composiciones. Después del tétuvimos todo un pequeño concierto, en elcual Richard, que estaba cautivado por laforma de cantar de Ada, y me dijo que éstaparecía conocer todas las canciones que jamásse hubieran compuesto, y el señor Jarndyce yyo formamos el público. Al cabo de un ratome di cuenta de que faltaban primero el señorSkimpole, y después Richard y cuando meestaba preguntando cómo podía Richard au-sentarse tanto tiempo, y perderse tantas co-sas, llegó la doncella que me había dado lasllaves y dijo desde la puerta:

—Por favor, señorita, ¿tendría usted unminuto? —Cuando nos quedamos las dossolas en el vestíbulo, dijo levantando las ma-nos—: Ay, por favor, señorita, el señor Cars-tone pregunta si podría subir usted a la habi-tación del señor Skimpole. ¡Le ha dado algo,señorita!

—¿Que le ha dado algo? —pregunté.—Sí, señorita. De repente.

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Sentí temor de que su enfermedad fueraalgo peligroso, pero naturalmente le pedí queno dijera nada ni inquietara a nadie, y mecalmé mientras subía rápidamente las escale-ras tras ella, lo suficiente para pensar cuálesserían los mejores remedios que se podríanaplicar si resultaba ser un ataque. Abrió unapuerta y entré en una habitación en la cual,para mi indecible sorpresa, en lugar de en-contrarme al señor Skimpole tendido en lacama o postrado en el suelo, me lo encontréen pie sonriendo a Richard, mientras éste, concara de gran apuro, miraba a un hombre sen-tado en el sofá, con un guardapolvos blanco,con el cabello muy peinado, aunque no muyabundante, y que se lo estaba aplastando to-davía más con un pañuelo de bolsillo.

—Señorita Summerson —dijo Richardapresuradamente—, me alegro de que hayavenido. Podrá usted aconsejarnos. A nuestroamigo el señor Skimpole (¡no se alarme!) loacaban de detener por deudas.

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—Y la verdad, mi querida señorita Sum-merson ——dijo el señor Skimpole con suagradable sinceridades que nunca me hehallado en una situación en la que el exce-lente sentido y la calma metódica y el prag-matismo que ha de observar en usted quien-quiera haya pasado un cuarto de hora en sucompañía, fueran más necesarios.

La persona del sofá, que parecía tener unresfriado, dio tal estornudo que me asustó.

—¿Lo detienen a usted por una gran su-ma? —pregunté al señor Skimpole.

—Mi querida señorita Summerson ——dijo con un gesto amable de la cabeza—, nolo sé. Unas cuantas libras, algunos chelines ymedios peniques, es lo que creo han mencio-nado.

—Se trata de veinticuatro libras, dieciséischelines y siete y medio peniques —observóel desconocido—. De eso se trata.

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—Y suena... no sé por qué, pero ¿suenacomo si fuera una suma pequeña? —preguntó el señor Skimpole.

El desconocido no dijo nada, sino que selimitó a estornudar otra vez. Fue tal estor-nudo que pareció levantarlo de su asiento.

—Al señor Skimpole —me dijo Richard—le parece indelicado recurrir a mi primoJarndyce, porque últimamente ha... Tengoentendido, señor, que últimamente usted...

—¡Ah, sí! —replicó el señor Skimpole conuna sonrisa—. Aunque se me ha olvidadocuánto era, y cuándo, Jarndyce lo haría otravez con mucho gusto, pero tengo la sensa-ción más bien epicúrea de que yo preferiríauna novedad en materia de ayuda, de quepreferiría —y nos miró a Richard y a mí—cultivar la generosidad en un nuevo terreno,y en una nueva forma de flor.

—¿Qué le parece a usted mejor, señoritaSummerson? —me preguntó Richard en unaparte.

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Me aventuré a preguntar a todo el mundo,en general, antes de responder lo que ocurriríasi no se conseguía el dinero.

—Prisión ——dijo el desconocido metiéndo-se el pañuelo tranquilamente en el sombrero,que estaba en el suelo a sus pies— o ande Coa-vins18.

—¿Me permite preguntarle, señor mío, quées...

—¿Coavins? —dijo el desconocido—. Unacasa.

Richard y yo volvimos a mirarnos. Resultabade lo más singular que aquella detención crearauna situación embarazosa para nosotros, perono para el señor Skimpole. Éste nos observabacon un interés bienhumorado, pero parecía, si

18 «Coavins». En la Inglaterra de mediadosdel siglo XIX, donde todavía existía la prisión pordeudas, había arrendatarios de estas cárceles quese lucraban con ellas. De ahí que «ande Coavins»(donde Coavins) signifique una prisión por deudascuyo arrendatario se llama Coavins

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es que puedo aventurar tal contradicción, queno le fuera nada en ello. Se había lavado lasmanos totalmente del problema, que había pa-sado a ser nuestro.

—He creído —sugirió como si pretendiesepor buena voluntad ayudarnos él a nosotros—que al ser partes en un pleito ante la Cancilleríaque afecta (según dice la gente) a una gran can-tidad de bienes, que el señor Richard o su bellaprima, o ambos, podrían firmar algo, o compro-meter algo, o hacer alguna especie de promesa,o compromiso, o fianza. No sé cómo se llamaráeso en los negocios, pero supongo que existealgún tipo de instrumento a su alcance que po-dría resolver esto...

—Ni hablar —dijo el desconocido.—¿De verdad? —replicó el señor Skimpo-

le—. ¡Pues parece raro, a ojos de alguien que noes ducho en estas materias!

—Que le parezca raro o no ——dijo el des-conocido hoscamente—, le digo que ni hablar.

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—No se ponga nervioso, amigo mío, no seponga nervioso —razonó amablemente con élel señor Skimpole, mientras hacía un dibujitode la cabeza de aquél en una hoja suelta de unlibro—. No se deje usted obsesionar por su pro-fesión. Nosotros sabemos distinguir entre ustedpersonalmente y su oficio; sabemos distinguirentre la persona y su cargo. No tenemos tantosprejuicios como para suponer que en la vidaprivada pueda usted ver otra cosa que una per-sona estimabilísima, con un aspecto muy poé-tico en su carácter, del cual quizá no tenga us-ted conciencia.

El desconocido se limitó a responder conotro estornudo estentóreo; pero no me aclaró siera en aceptación del homenaje a su lado poéti-co o en rechazo desdeñoso de éste.

—Pues bien, mi querida señorita Summer-son y mi querido señor Richard —dijo el se-ñor Skimpole con inocencia, alegría y con-fianza mientras contemplaba su dibujo con lacabeza ladeada—, ¡aquí me ven, totalmente

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incapaz de resolver mi problema y totalmenteen manos de ustedes! Lo único que pido esser libre. Tampoco es mucho. Lo único quepido es pasearme mañana por la mañana en-tre las hojas caídas, oír cómo me crujen bajolos pies, en lugar de pasear arriba y abajo delsalón de nuestro amigo Coavins, por muydigno que sea Coavins, y no me cabe duda deque Coavins es una persona muy digna, y unbuen padre. Mis gustos no son caros: no re-sulta caro pasearse entre las hojas caídas y oírsu crujido. ¡Es lo único que pido! Las maripo-sas son libres. ¡Sin duda, la humanidad nonegará a Harold Skimpole lo que concede alas mariposas!

—Mi querida señorita Summerson —mesusurró Richard—, tengo diez libras que reci-bí del señor Kenge. Voy a ver qué puedohacer.

Yo poseía quince libras y algunos peni-ques, que eran mis ahorros de mi paga tri-mestral de varios años. Siempre había pensa-

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do que podía ocurrir algún accidente que medejara de pronto, sin parientes, sin propieda-des, sola en el mundo, y siempre había trata-do de llevar algo de dinero encima, para noestar nunca sin recursos. Le dije a Richardque tenía esa pequeña reserva, y que de mo-mento no la necesitaba, y le pedí que se locomunicara delicadamente al señor Skimpolemientras iba a buscarla, para que tuviéramosel placer de pagar su deuda.

Cuando regresé, el señor Skimpole me be-só la mano y pareció muy emocionado. Nopor sí mismo (una vez más tuve conciencia deaquella contradicción tan asombrosa y extra-ordinaria), sino por nosotros como si todaconsideración personal le resultara inconce-bible, y la mera contemplación de nuestrafelicidad lo embargara. Richard me pidió,para que la transacción fuera más discreta,según dijo, que le pagara yo a Coavinses (co-mo lo llamaba ahora jocularmente el señorSkimpole), y yo conté el dinero y recibí la

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factura necesaria. También aquello encantó alseñor Skimpole.

Sus cumplidos eran tan delicados que mesonrojé menos de lo que hubiera podido ocu-rrir de otro modo, y pagué al desconocido delguardapolvos blanco sin cometer ningúnerror. Se metió el dinero en el bolsillo e inme-diatamente dijo:

—Bueno, pues le deseo muy buenas no-ches, señorita.

—Amigo mío —dijo el señor Skimpole deespaldas a la chimenea tras renunciar al dibu-jo cuando lo tenía a medio acabar—, desearíapreguntarle algo, sin ánimo de ofender.

Creo que la respuesta fue algo así como:—¡Pues venga, desembuche!—¿Sabía usted esta mañana misma que iba

a venir aquí con esta misión? —preguntó elseñor Skimpole.

—Ya me lo habían avisado ayer a la horadel té —dijo Coavinses.

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—¿Y no le afectó el apetito? ¿No le inco-modó?

—Ni hablar —dijo Coavinses—. Ya sabíaque si no le pescaba hoy le iba a pescar ma-ñana. Un día más o menos, da igual.

—Pero cuando vino usted aquí —continuóel señor Skimpole— hacía un día magnífico.Brillaba el sol, hacía algo de viento, las lucesy las sombras recorrían los prados, cantabanlos pájaros.

—Que yo sepa, naide ha dicho lo contrario—respondió Coavinses.

—No —observó el señor Skimpole—. Pero,¿qué venía usted pensando por el camino?

—¿Qué dice usted? —gruñó Coavinses conaire de ofenderse—. ¡Pensar! Ya tengo bastan-te que hacer y bien poco que me pagan paraandar pensando. ¡Pensar! —dijo con grandesprecio.

—Entonces, en todo caso, usted no pensónada parecido a esto —continuó el señorSkimpole—: «A Harold Skimpole le encanta

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ver la luz del sol, le encanta oír el ruido delviento, le encanta ver cómo cambian las lucesy las sombras, le encantan los pájaros, esoscoristas de la gran catedral de la Naturaleza.¡Y tengo la sensación de que estoy a punto deprivar a Harold Skimpole de su participaciónen esas posesiones, que son lo único que tieneen la vida.» ¿No se le ocurrió pensar nada enese sentido?

—Desde – luego – que - NO —dijo Coavin-ses, cuya obstinación en rechazar totalmentetamaña idea era tan intensa que sólo podíadarle una expresión adecuada si interponíaun largo intervalo entre cada palabra y acom-pañaba la última con tal gesto que hubierapodido dislocarse el pescuezo.

—¡Qué extraños y qué curiosos son losprocesos mentales de ustedes, los hombres denegocios! —dijo el señor Skimpole, pensati-vo—. Gracias, amigo mío. Buenas noches.

Como nuestra ausencia ya había sido bas-tante prolongada como para parecer extraña a

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quienes quedaban abajo, volví inmediatamen-te y encontré a Ada bordando junto a la chi-menea y hablando con su primo John. Al cabode un momento reapareció el señor Skimpole,y poco después Richard. Yo estuve muy ocu-pada durante el resto de la velada en tomarmi primera lección de backgammon del señorJarndyce, que era muy aficionado a ese juego,y de quien naturalmente quería aprenderlocuanto antes para serle algo útil como adver-saria cuando no tuviera otro mejor. Pero devez en cuando pensé, mientras el señorSkimpole tocaba algunos fragmentos de suspropias composiciones, o cuando, tanto alpiano como al violoncello o a la mesa, mante-nía, sin el más mínimo esfuerzo, su deliciosoánimo y su divertida charla, que tanto Ri-chard como yo parecíamos conservar la im-presión vicaria de haber estado detenidosdesde la hora de la cena, lo cual resultabaverdaderamente muy curioso.

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Cuando nos separamos ya era tarde, puescuando Ada se iba a retirar a las once, el se-ñor Skimpole se puso al piano y empezó atocar, hilarantemente, la canción de que «lamejor forma de prolongar nuestros días erarobarle unas horas a la Noche, querida mía».Eran más de las doce cuando tomó su vela y sufaz radiante del aposento, y creo que podríahabernos retenido allí hasta el amanecer, si lohubiera deseado. Ada y Richard se quedaronun momento junto a la chimenea, preguntán-dose si la señora Jellyby habría terminado susdictados del día, cuando volvió el señor Jarn-dyce, que había salido antes.

—¡Dios mío, qué es esto, qué es esto! —dijofrotándose la frente y paseándose arriba y abajocon su bienhumorada irritación—. ¿Qué es loque me han dicho? Rick, muchacho, Esther, hijamía, ¿qué habéis hecho? ¿Cómo habéis podidohacerlo? ¿Por qué lo habéis hecho? ¿Cuánto osha costado a cada uno?... Ha vuelto a cambiar elviento. Lo siento en todos mis poros.

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Ninguno de los dos sabía muy bien qué res-ponder.

—¡Vamos, Rick, vamos! Tengo que solventaresto antes de irme a dormir. ¿Cuánto os ha cos-tado a cada uno? ¡Sé perfectamente que juntas-teis vuestro dinero! ¿Por qué? ¿Cómo habéispodido? ¡Dios mío, sí, sopla de Levante, estoyseguro!

—La verdad, señor, es que no me parecehonorable decírselo. El señor Skimpole confióen nosotros...

—¡Qué Dios te bendiga, hijo mío! ¡El confíaen todo el mundo! —dijo el señor Jarndyce,frotándose vigorosamente la cabeza y dete-niéndose.

—¿De verdad, señor?—¡En todo el mundo! ¡Y la semana que vie-

ne tendrá el mismo problema! —dijo el señorJarndyce, que seguía paseándose a grandeszancadas, con una vela en la mano, aunque yase le había apagado—. Siempre tiene algúnproblema. Desde que nació tiene el mismo pro-

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blema. Creo que el anuncio de su nacimientoque se publicó en los periódicos, cuando sumadre lo dio a luz, fue: «El martes, en su resi-dencia de Edificios Dificultades, la señoraSkimpole, un niño con problemas.»

Richard rió de buena gana, pero añadió:—Aún así, señor, no quiero quebrantar su

confianza, ni violarla, y si somete a su mejorcriterio una vez más que debo mantener susecreto, espero que lo reflexionará antes de in-sistir más. Claro que si insiste usted, señor, sa-bré que no tengo razón y se lo diré.

—¡Bien! —exclamó el señor Jarndyce, vol-viendo a detenerse y haciendo varias tentativasdistraídas de meterse la palmatoria en el bolsi-llo—. Yo... ¡ten! Llévatela, hija mía. No sé lo quevoy a hacer. La culpa de todo la tiene el viento,siempre tiene este efecto. No te voy a insistir,Rick; quizá tengas razón. Pero la verdad esque... abusar de ti y de Esther... y exprimiroscomo una tierna naranja de las Azores!... ¡Estanoche va a haber un ventarrón!

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Ahora unas veces se metía las manos en losbolsillos, como si fuera a dejarlas en ellos largorato, otras las volvía a sacar y se frotaba vehe-mentemente la cabeza.

Me aventuré a aprovechar aquella oportuni-dad para sugerir que como el señor Skimpoleera como un niño en todas esas cosas...

—¿Cómo, hija mía? —preguntó el señorJarndyce que había oído la última palabra.

—... como un niño, señor —dijo—, y tan di-ferente de otras personas...

—¡Tienes razón! —dijo el señor Jarndyce conexpresión más alegre—. Tu intuición femeninaha dado en el blanco. Es un niño. Un niño entodo. Recordad que os dije que era un niño laprimera vez que lo mencioné.

—¡Desde luego! ¡Desde luego! —dijimos no-sotros.

—Y es un niño, ¿no es verdad? —preguntóel señor Jarndyce, que se iba tranquilizandocada vez más. Dijimos que no cabía duda deello.

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—Si lo pensáis, es de lo más pueril de vues-tra parte, quiero decir de la mía, considerarlo niun momento como un adulto. No se le puedeatribuir la responsabilidad a él. ¡Qué idea,Harold Skimpole con planes o proyectos, o conuna idea de las consecuencias! ¡Ja, ja, ja!

Resultaba tan delicioso ver cómo se disipa-ban las nubes que se cernían sobre su animadorostro, y verlo tan complacido, y advertí, por-que era imposible no advertirlo, que la fuentede su placer era la bondad que se sentía tortu-rada al condenar a alguien, o desconfiar de él oacusarlo en secreto, que vi cómo a Ada se lesaltaban las lágrimas, y sentí que a mí también.

—¡Pero si es que soy un completo idiota —dijo el señor Jarndyce—, si necesito que me lorecuerden! Todo el asunto es cosa de niños delprincipio al fin. ¡Nadie más que un niño hubie-ra pensado en recurrir a vosotros como partesen el asunto! ¡Nadie más que un niño hubierapensado que vosotros tendríais el dinero! ¡Sihubieran sido 1.000 libras, habría actuado exac-

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tamente igual! —exclamó el señor Jarndyce conla cara radiante.

Todos lo confirmamos por la experiencia deaquella noche.

—¡Claro, claro! —dijo el señor Jarndyce—.Sin embargo, Rick, Esther, y también tú, Ada,pues no estoy seguro de que ni siquiera tu bol-sito esté a salvo de su inexperiencia, debéisprometerme todos que en adelante no volveréisa hacer nada de esto. ¡Nada de anticipos! Nisiquiera seis peniques.

Todos lo prometimos fielmente; Richard conuna mirada divertida en mi dirección mientrasse tocaba el bolsillo, como para recordarme queno había peligro de que nosotros faltáramos anuestra promesa.

—En cuanto a Skimpole —añadió el señorJarndyce—, lo que le arreglaría la vida a estechico sería una casa de muñecas habitable, conuna buena mesa y unas cuantas personas dejuguete con las que endeudarse y a las que pe-dir prestado. Supongo que ahora mismo ya

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estará durmiendo como un niño. Ya es hora dellevar mi cabeza más astuta a mi almohada másmundana. Buenas noches, hijos míos. ¡Que Diosos bendiga!

Antes de que encendiéramos nuestras velasvolvió atrás y dijo:

—¡Ah! He estado mirando la veleta y veoque lo del viento ha sido una falsa alarma. ¡Esde Mediodía! —y se marchó canturreando algo.

Ada y yo convinimos, mientras charlábamosun rato en el piso de arriba, que su manía con elviento era inventada, y que usaba esa ficciónpara explicar todos los disgustos que no podíadisimular, en lugar de acusar a la causa real deldisgusto, o de criticar o despreciar a alguien.Nos pareció algo muy característico de su ama-bilidad excéntrica, y de la diferencia entre él yesas gentes petulantes que convierten a losvientos (particularmente a ese mal viento quehabía elegido él con fines muy diferentes) enexcusas para sus horas de atrabiliariedad y malhumor.

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De hecho, en aquella velada se había añadi-do tanto efecto a mi gratitud anterior hacia él,que esperaba empezar ya a comprenderlo enmedio de aquellas sensaciones confusas. No sepodía esperar de mí que conciliara todas lasaparentes incoherencias del señor Skimpole ode la señora Jellyby, dada mi poca experienciay mis pocos conocimientos prácticos. Y tampo-co lo intenté, pues tenía la cabeza muy ocupa-da, cuando estaba a solas con Ada y con Ri-chard, en pensar en la confianza que parecíaconcedérseme en lo relativo a ellos. Mi imagi-nación, quizá un poco agitada por el viento,tampoco consentía en ser totalmente altruista,aunque la habría persuadido a serlo de haberpodido. La imaginación me devolvió a casa demi madrina, y me hizo volver a recorrer todoel camino, planteando especulaciones indeci-sas que a veces se quedaban temblando en laoscuridad, acerca de lo que sabría el señorJarndyce de mis principios —incluso acerca dela posibilidad de que fuera él mi padre—...

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pero aquel sueño vano ya se había desvaneci-do para siempre.

Todo aquello había acabado para siempre,recordé cuando me levanté de junto a la chi-menea. No debía pensar en cosas del pasado,sino actuar con espíritu animado y corazónagradecido. Así que me dije: «¡Esther, Esther,Esther! ¡Cumple con tu deber, hija mía!», y dital golpe a mi cesto de llaves de la casa queéstas tintinearon como campanillas y su músi-ca me llevó a la cama llena de esperanzas.

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CAPÍTULO 7

El paseo del fantasma

Mientras Esther duerme, y hasta que Estherse despierte, sigue haciendo un tiempo húmedoen la residencia de Lincolnshire. No para decaer la lluvia, plás, plás, plás, día y noche, sobreel acerón de grandes losas, el Paseo del Fan-tasma. Hace tan mal tiempo en Lincolnshireque la imaginación más vivaz apenas si puedesuponer que jamás pueda volver a hacer bueno.Tampoco es que allí sobre la imaginación, puesno está Sir Leicester (y, la verdad, aunque estu-viera tampoco añadiría mucho en ese respecto),sino que está en París con Milady, y la soledad,con sus alas negras, se asienta melancólica enChesney Wold 19.

19 La palabra «Wold» no es sólo un arcaísmopor «Wood» = bosque, sino también por terreno alto,generalmente abierto y accidentado.

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Quizá exista algo de imaginación entre losanimales inferiores de Chesney Wold. Es posi-ble que los caballos de los establos —los largosestablos de un patio de ladrillo rojo descubier-to, donde hay una gran campana en una torre-ta, y un reloj de esfera muy grande, que siem-pre parecen estar consultando las palomas queviven allí cerca, y a las que les encanta posarseen sus hombros—, es posible que ellos contem-plen a veces imágenes mentales del buen tiem-po, y quizá lo hagan con criterios más artísticosque los mozos de los establos. Es posible que elviejo ruano, tan famoso por sus carreras a cam-po través, gire sus ojazos hacia la ventana em-plomada que tiene a la espalda y recuerde lashojas nuevas que brillan allí en otras estaciones,y los olores que por ella penetran, y es posibleque se eche una buena carrera con los galgos,mientras que el ayudante humano que estálimpiando el establo de al lado nunca ve nadamás allá de su horca y su escoba. Es posibleque el caballo tordo, cuyo lugar se encuentra

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frente a la puerta y que, con una sacudida im-paciente de su bocado, aguza las orejas yvuelve la cabeza de forma tan atenta cuando lapuerta se abre, y a quien el que la abre dice: «¡So, tordo! ¡Tranquilo! ¡Hoy no te va a montarnadie!» lo sepa ya igual de bien que el hombre.Es posible que la medía docena de caballos,aparentemente aburridos e insociables, quehay en los establos, pase las largas horas delluvia, cuando está cerrada la puerta, en unacomunicación más animada que la que se es-cucha en la zona de los criados, o en la tabernade las Armas de Dedlock, o que incluso enga-ñe el tiempo educando (y quizá corrompien-do) al joven pony que está en la caja abiertadel rincón.

También es posible que el mastín que sesteaen su perrera del patio, con la cabezota metidaentre las patas, esté pensando en el calor delsol, cuando las sombras de los establos le can-san la paciencia a fuerza de cambiar de sitio ydejarlo, a cierta hora del día, sin más refugio

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que la sombra de su propia caseta, donde sequeda sentado, acezando y gruñendo, y conmuchas ganas de algo que mordisquear, ade-más de su propio cuerpo y su cadena. Tam-bién es posible que ahora, medio despierto ycon muchos parpadeos, recuerde la casa llenade gente, las cocheras llenas de vehículos, losestablos llenos de caballos, los edificios adya-centes llenos de criados a caballo, hasta que yano pueda decidir qué es lo que está pasandoahora y se lance a averiguarlo. Entonces esposible que con una de esas impacientes sacu-didas que se da, gruña para sus adentros:«¡Lluvia, lluvia, lluvia! ¡No hace más que llo-ver, y la familia no aparece!», mientras vuelvea entrar y se tiende con un bostezo aburrido.

Lo mismo ocurre, con los perros que estánen las perreras al otro lado del parque, que tie-nen ataques de nerviosismo, y cuyas voces que-jumbrosas, cuando el viento ha sido muy obsti-nado, lo han hecho saber incluso en la propiamansión: arriba, abajo y en los aposentos de

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Milady. Es posible que cacen por todo el campocircundante mientras las gotas de lluvia pun-tean su inactividad. También es posible que losconejos, con sus colas reveladoras, que entran ysalen de sus huras entre las raíces de los árbo-les, estén llenos de ideas de los días de brisacuando el aire les aplasta las orejas, o de lasestaciones interesantes, cuando hay plantitasjóvenes y sabrosas que roer. Es posible que elpavo del corral, siempre preocupado con unareivindicación de clase (probablemente relacio-nada con la Navidad) recuerde aquella mañanade verano de la que le privaron injustamentecuando entró en el sendero entre los árbolescaídos, donde había un establo y cebada. Esposible que el ganso descontento, que conside-ra necesario agacharse para pasar bajo la viejapuerta que tiene más de veinte pies de altura,ande proclamando a graznidos, si nosotros pu-diéramos comprenderlo, su preferencia por eltiempo en que la puerta proyecta una sombraen el suelo.

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Sea como fuere, aparte de eso no hay muchaimaginación presente en Chesney Wold. Si hayalguna en un raro momento, tiene mucho espa-cio que recorrer, igual que un eco en una viejamansión vacía, y, por lo general, lleva hacia losfantasmas y el misterio.

Está lloviendo desde hace tanto tiempo ycon tal intensidad allá en Lincolnshire, que laseñora Rouncewell, la vieja ama de llaves deChesney Wold, se ha quitado las gafas variasveces para limpiarlas, a fin de asegurarse deque las gotas que veía no estaban en las lentes.La señora Rouncewell podría haberse asegura-do perfectamente con el ruido de las gotas, sal-vo que es bastante sorda, aunque nadie puedeconvencerla de ello. Es una bella anciana, degran presencia, maravillosamente limpia, ytiene una espalda y un peto tales que si cuandomuera resulta que su corsé no estaba hecho deballenas, sino con los hierros de una vieja parri-lla de chimenea familiar, nadie de los que laconocen tendrían motivos para sentirse sor-

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prendido. El tiempo afecta poco a la señoraRouncewell. La casa está ahí, haga el tiempoque haga, y, como dice ella, «sólo tiene ojospara la casa». Está sentada en su habitación (enun pasillo lateral del piso bajo, con una ventanaen arco que da a un patio muy ordenado, ador-nado a intervalos regulares con árboles bienredondeados y bloques redondos de piedra,como si los árboles fueran a jugar a los boloscon las piedras), y en su mente reposa toda lacasa. Puede abrirla a veces, y sentirse muy ocu-pada y activa, pero ahora está cerrada, y yaceen la amplitud del seno acorazado de la señoraRouncewell, en un sueño majestuoso. Lo másparecido que hay a la imposibilidad absoluta esimaginar Chesney Wold sin la señora Rounce-well, pero ésta no lleva allí más que cincuentaaños. Preguntadle cuánto tiempo hace que llevaallí, en este día lluvioso, y os responderá: «Cin-cuenta años, tres meses y dos semanas, bien losabe el Cielo, si es que llego hasta el martes.» Elseñor Rouncewell murió algo antes de que des-

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apareciera la bonita moda de que los hombresllevaran coleta, y modestamente escondió lasuya (si es que se la llevó consigo) en una es-quina del cementerio del parque, cerca del por-che musgoso. Había nacido en el pueblo de allado, igual que su joven esposa. La carrera deésta en la familia empezó en tiempos del SirLeicester anterior, y se originó en la despensa.

El representante actual de los Dedlock es unexcelente amo. Supone que todos sus subordi-nados carecen totalmente de personalidades,intenciones u opiniones individuales, y estápersuadido de que él nació para obviar la nece-sidad de que tuvieran nada de eso. Si descu-briese algo que negara tal cosa, se sentiría sen-cillamente estupefacto, y lo más probable esque jamás se recuperaría, salvo para exhalar unsuspiro y morir. Pero sigue siendo un excelenteamo, pues considera que eso forma parte de sucondición. Estima en mucho a la señora Roun-cewell, de la que dice que es una mujer muyrespetable y de confianza. Cuando va a Ches-

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ney Wold siempre le estrecha la mano, igualque cuando se marcha, y si se sintiera muy en-fermo o si tuviera un accidente grave, o lo atro-pellaran, o cayera en una situación en la que unDedlock pudiera hallarse en inferioridad, diría,si pudiera hablar: «¡Que me dejen solo y man-den aquí a la señora Rouncewell!», por conside-rar que su dignidad, en tamaña situación, esta-ría más a salvo con ella que con ninguna otrapersona.

La señora Rouncewell ha tenido sus proble-mas. Tuvo dos hijos, el mayor de los cualessalió aventurero y sentó plaza de soldado, paranunca más volver. Incluso a estas alturas, lasmanos apacibles de la señora Rouncewell pier-den su compostura cuando habla de él y, ba-jando de su peto, revolotean agitadas cuandocomenta lo buen muchacho, lo alegre y lo sim-pático que era. Su segundo hijo habría estadobien colocado en Chesney Wold, y con el tiem-po habría llegado a intendente, pero cuandotodavía estaba en la escuela se aficionó a cons-

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truir vapores con cazuelas, y a enseñar a lospájaros a extraer su propia agua, con la menorcantidad de trabajo posible, y ayudarlos con unartilugio ingeniosísimo a presión hidráulica, demodo que a un canario sediento le bastaba,literalmente, con arrimar el hombro a una rue-da para beber lo que necesitara. Aquella pro-pensión causaba gran inquietud a la señoraRouncewell. Consideraba con angustia maternaque era un paso en la dirección de Wat Tyler,pues sabía perfectamente que eso era lo queopinaba Sir Leicester de toda actividad en laque cupiera considerar indispensables el humoy una chimenea alta. Pero como aquel jovenrebelde y condenado (que, por lo demás, eramuy tranquilo y perseverante) no mostrabaindicios de conversión al ir cumpliendo años,sino que, por el contrario, construyó un modelode telar mecánico, ella se vio obligada a confe-sar al baronet, con muchas lágrimas en los ojos,las múltiples recaídas que había tenido. «Seño-ra Rouncewell», dijo Sir Leicester, «como sabe

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usted, yo no puedo rebajarme a discutir connadie acerca de ningún tema. Más vale que sedeshaga usted de su chico, que lo meta en al-guna Fábrica. Supongo que las zonas metalúr-gicas del Norte serán lo más adecuado para unmuchacho con esas tendencias». Cuanto más alNorte iba más adulto se hacía, y cuando SirLeicester Dedlock lo veía alguna vez cuandovenía a Chesney Wold a visitar a su madre, opensaba alguna vez en él, seguro que sólo loconsideraba como parte de un grupo de variosmiles de conspiradores, cetrinos y obstinados,que tenían la costumbre de salir con antorchasdos o tres noches por semana con fines ilícitos.

Sin embargo, el hijo de la señora Rounce-well, gracias a la naturaleza y la técnica, ha cre-cido, se ha establecido, se ha casado y le ha da-do un nieto a la señora Rouncewell, y este nie-to, tras terminar su aprendizaje y de vuelta acasa tras un viaje por países remotos, a los quese le envió a ampliar sus conocimientos y ter-minar de prepararse para la aventura de la vi-

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da, está apoyado este mismo día en la repisa dela chimenea de la habitación de la señora Roun-cewell en Chesney Wold.

—¡No me canso de decirte cuánto me alegrode verte, Watt! ¡Es que no me canso de decír-telo! —exclama la señora Rouncewell—. Eresun muchacho magnífico. Eres como tu pobretío George. ¡Ay! —a la señora Rouncewell sele agitan las manos, como de costumbre, almencionar este nombre.

—Abuela, la gente dice que me parezco ami padre.

—También a él, hijo mío, ¡pero sobre todoa tu pobre tío George! Y tu buen padre —laseñora Rouncewell vuelve a cruzar las ma-nos—, ¿está bien?

—Le va bien, abuela, en todos los senti-dos.

—¡Alabado sea Dios! —La señora Roun-cewell tiene cariño a su hijo, pero siente algode pena por él, como si fuera un buen solda-

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do que se hubiera pasado al enemigo—. ¿Esfeliz? —pregunta.

—Totalmente.—¡Alabado sea Dios! ¿De manera que te ha

educado para que hagas lo mismo que él y teha enviado a países extranjeros, y todo eso?Quizá haya un mundo más allá de ChesneyWold que yo no comprendo. Aunque tampocosoy una jovencita ya. ¡Y he conocido a muchagente en todo este tiempo!

—Abuela —dice el muchacho, cambiando detema—, qué guapa era la chica que estaba con-tigo ahora. ¿Dices que se llama Rosa?

—Sí, hijo. Es hija de una viuda del pueblo.Hoy día es tan difícil tener buenas doncellasque me la he traído de muy jovencita. Eshacendosa y le va a ir bien. Ya sabe enseñar lacasa 20, y muy bien. Vive aquí conmigo.

20 Ya en el siglo XIX existía en Inglaterra lacostumbre de que las familias de la nobleza permitie-ran a desconocidos visitar sus mansiones, especial-

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—Supongo que no se habrá ido por culpamía.

—Seguro que ha supuesto que tenemos co-sas de familia que hablar. Es muy prudente. Ésaes una buena cualidad en una muchacha. Ycada vez más rara, que yo sepa —dice la señoraRouncewell, ampliando su peto hasta el máxi-mo de sus límites—. ¡Mucho más que antes!

El muchacho inclina la cabeza en señal deacatamiento de los preceptos de la experiencia.La señora Rouncewell escucha.

—¡Se oyen ruedas! —exclama. Los oídosmás jóvenes de su compañero llevan oyéndolasdesde hace rato ¿Y por qué se oyen ruedas enun día así, por el amor del ciclo?

Tras un breve intervalo, llaman a la puerta.—¡Adelante!Entra una belleza rústica, de ojos y pelo os-

curo, tan tímida, tan rozagante con su tez son-

mente cuando las propias familias no estaban enresidencia en ellas.

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rosada, pero delicada, que las gotas de lluviaque le acaban de caer en el pelo parecen comoel rocío en una flor recién cogida:

—¿Quién es esta compañía, Rosa? —pregunta la señora Rouncewell.

—Son dos jóvenes en una tartana, señora,que quieren ver la casa..., ¡sí, y con su permisoles he dicho que podían verla! —en rápida res-puesta a un gesto de desacuerdo del ama dellaves—. Fui a la puerta de la entrada y les dijeque no era día de visita ni la hora adecuada,pero el joven que venía conduciendo se quitó elsombrero en medio de la lluvia y me pidió quele trajera a usted esta tarjeta.

—Léemela, querido Watt —dice el ama dellaves.

Rosa es tan tímida al dársela, que entre losdos se les cae al suelo y se dan el uno en la ca-beza del otro cuando la recogen. Rosa está mástímida que nunca.

«Señor Guppy», es lo único que dice la tarje-ta.

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—¡Guppy! —repite la señora Rouncewell—.¡Señor Guppy! Tonterías. Nunca he oído esenombre.

—Pero, señora, eso ya me lo dijo él —señalaRosa— Pero dijo que él y el otro joven caballerohabían llegado de Londres anoche, en el correo,porque tenían que solventar asuntos en la reu-nión de jueces de ahí, a diez millas, esta maña-na, y que como habían terminado temprano susasuntos, y habían oído hablar tanto de ChesneyWold, y en realidad no sabían qué hacer, habí-an venido a verla aunque llovió. Son abogados.Dice que él no trabaja en el bufete del señorTulkinghorn, pero está seguro de que puedemencionar al señor Tulkinghorn como referen-cia si es necesario. —Y Rosa, al ver cuando estáterminando que acaba de hacer un discursobastante largo, se porta con más timidez quenunca.

Pero el señor Tulkinghorn es, por así decirlo,parte integrante de la casa, y además, según sedice, quien ha preparado el testamento de la

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señora Rouncewell. La anciana se ablanda,acepta que entren los visitantes, como favorpersonal, y despide a Rosa. Sin embargo, elnieto, que se ve dominado por un repentinodeseo de ver también la casa él, propone su-marse al grupo. La abuela, contenta de quemanifieste ese interés, lo acompaña, aunque,para ser justos, él no desea en absoluto que semoleste.

—¡Muy agradecido, señora! —dice el señorGuppy mientras se despoja de su capote mo-jado en el vestíbulo—. Los abogados de Lon-dres no tenemos muchas oportunidades desalir de gira, y cuando podemos salir, nosgusta aprovecharlo todo lo posible, ya sabe.

La anciana ama de llaves, con su porte se-vero, pero amable, muestra con la mano lagran escalera. El señor Guppy y su amigosiguen a Rosa. La señora Rouncewell y sunieto les siguen, y delante de todos avanza unjoven jardinero, que va abriendo las contra-ventanas.

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Como suele ocurrir con la gente que reco-rre mansiones, el señor Guppy y su amigoestán agotados antes de haber empezado deverdad. Se meten por los sitios equivocados,miran cosas que no merecen la pena, nohacen caso de las cosas notables, abren la bo-ca cuando se les abren más aposentos, mani-fiestan una profunda pasión de ánimo y estánmanifiestamente fuera de su elemento. Encada uno de los aposentos sucesivos en losque penetran, la señora Rouncewell, que semantiene tan erguida como la casa en sí, sequeda apartada en un asiento de ventana, oen otro rincón por el estilo, y escucha consilenciosa aprobación lo que va diciendo Ro-sa. También su nieto escucha atentamente, demanera que Rosa está más tímida y más boni-ta que nunca. Así, van pasando de sala ensala, resucitando durante unos momentos alos Dedlock retratados, cuando el joven jardi-nero deja pasar la luz, y los vuelven a dejaren sus tumbas cuando las ventanas se cierran.

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Al afligido señor Guppy y a su inconsolableamigo les parece que nunca se van a acabarlos Dedlock, toda la grandeza de cuya familiaparece consistir en no haber hecho nunca na-da para distinguirse, desde hace setecientosaños.

Ni siquiera el salón largo de ChesneyWold es capaz de reavivar el ánimo del señorGuppy. Se siente tan desalentado que se de-tiene, alicaído, en el umbral, y apenas si tienela fuerza de ánimo para entrar. Pero un retra-to que hay sobre la repisa de la chimenea,pintado por el artista de moda del momento,actúa sobre él como un hechizo. Se recuperaen un instante. Lo contempla con un extrañointerés, parece magnetizado y fascinado porél.

—¡Dios mío! —dice el señor Guppy—.¿Quién es? —La pintura encima de la repisa—contesta Rosa— es el retrato de la actualLady Dedlock. Se considera de un parecidoperfecto y la mejor obra del maestro.

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—¡Atiza! —dice el señor Guppy, contem-plando con una especie de estupefacción a suamigo—. No la he visto nunca, ¡pero la co-nozco! ¿Se han hecho grabados de esta pintu-ra, señorita?

—Nunca se han hecho grabados del cua-dro. Sir Leicester siempre ha negado su per-miso.

—¡Bueno! —exclama el señor Guppy envoz baja— ¡Que me ahorquen si no resultacuriosísimo lo bien que conozco este cuadro!¡Conque es Lady Dedlock!, ¿eh?

—El retrato de la derecha es del actual SirLeicester Dedlock. A la izquierda, el de su pa-dre, el finado Sir Leicester.

El señor Guppy no tiene ojos para esos dosmagnates.

—Me resulta inexplicable —dice, y siguecontemplando el retrato— lo bien que conozcoeste cuadro. ¡Que me cuelguen si no creo quehe debido de soñar antes con este cuadro, de

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verdad! —añade el señor Guppy, echando unamirada en su derredor.

Como ninguno de los presentes se interesaen especial por los sueños del señor Guppy, nose sigue hablando de esa posibilidad. Pero élsigue tan absorto con el retrato, que se quedainmóvil ante él hasta que el joven jardinerocierra las contraventanas; cuando sale del apo-sento en estado de estupefacción, eso mismo escomo un sucedáneo extraño de su interés, ysigue recorriendo las salas sucesivas sumido ensu estado de asombro, como si en todas partesestuviera buscando otra vez a Lady Dedlock.

No la vuelve a ver. Ve sus aposentos, queson los últimos en enseñarse y muy elegantes, ymira por las ventanas por las que ha miradoella, no hace mucho tiempo, a ver esa lluvia quela mataba de aburrimiento. Todo tiene su fin,incluso las mansiones que tanto se esfuerza lagente por ver y de las que se cansan antes deque hayan empezado a verlas. Él ha llegado alfinal de la visita, y la joven belleza rural ha lle-

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gado al final de su descripción, que siempretermina así:

—La terraza de abajo goza de gran admira-ción. La llaman el Paseo del Fantasma, por unaantigua historia de la familia.

—¡Ah!, ¿sí? —pregunta el señor Guppy conávida curiosidad—. ¿Y qué historia es ésa, se-ñorita? ¿Tiene algo que ver con un cuadro?

—Sí, por favor, cuéntenosla —dice Watt enun medio susurro.

—Yo no la conozco, señor —dice Rosa, mástímida que nunca.

—No tiene nada que ver con los visitantes;casi está olvidada —dice el ama de llaves, queda un paso adelante— Nunca ha sido más queuna anécdota de la familia.

—Perdone usted, señora, que vuelva a pre-guntar si tiene algo que ver con un cuadro —interrumpe el señor Guppy—, porque le asegu-ro que cuanto más pienso en ese cuadro, mejorlo conozco, ¡y sin saber por qué lo conozco!

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La historia no tiene nada que ver con ningúncuadro; el ama de llaves se lo puede asegurar.El señor Guppy le agradece la información, yademás da las gracias por todo. Se retira con suamigo, guiados ambos por otra escalera por eljoven jardinero, y poco después se oye que semarchan. Ya llega el atardecer. La señoraRouncewell puede confiar en la discreción delos dos jóvenes que la escuchan, y puede con-tarles a ellos cómo fue que la terraza adquirióese nombre fantasmal. Se sienta en un sillónjunto a la ventana, sobre la que va cayendo laoscuridad, y se lo cuenta:

—En los días terribles, hijos míos, del Rey

Carlos I (me refiero, claro está, a los días terri-

bles de los rebeldes que se aliaron contra aquel

excelente rey), el dueño de Chesney Wold era

Sir Morbury Dedlock. No sé si en aquella época

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se hablaba de algún fantasma en la familia. Su-

pongo que es muy probable.

La señora Rouncewell sustenta esta opiniónpor considerar que toda familia de alguna anti-güedad o importancia tiene derecho a un fan-tasma. Considera a los fantasmas como uno delos privilegios de las clases altas, como un deta-lle de distinción que no puede reivindicar lagente del común.

—Sir Morbury Dedlock —sigue diciendo laseñora Rouncewell— era, huelga decirlo, parti-dario de aquel santo mártir. Pero se dice que sudama, que no llevaba sangre de la familia ensus venas, era partidaria de la mala causa. Sedice que tenía parientes entre los enemigos delRey Carlos, que tenía correspondencia con ellosy que les daba información. Cuando venía aquícualquiera de los caballeros de la zona que se-guían la causa de Su Majestad, se dice que mi-lady siempre estaba más cerca de la puerta de

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su sala de consejos de lo que se creían ellos.¿Oyes unos pasos que suenan en la terraza,Watt?

Rosa se acerca al ama de llaves.—Oigo la lluvia que cae en las piedras —

replica el joven—, y oigo un eco extraño (su-pongo que es un eco) que se parece mucho aunos pasos titubeantes.

El ama de llaves asiente y continúa:—Debido en parte a esta división entre ellos,

y en parte por otros motivos, Sir Morbury y sudama llevaban una vida agitada. Ella tenía untemperamento muy altivo. No eran adecuadosel uno para el otro, ni en edad ni en carácter, yno tenían hijos que mediasen entre ellos. Cuan-do el hermano favorito de ella, un caballerojoven, murió en las guerras civiles (a manos deun pariente cercano de Sir Morbury), reaccionóde forma tan violenta que llegó a odiar a la razaen la que había entrado por matrimonio. Cuan-do los Dedlock iban a salir de Chesney Wold endefensa de la causa del rey, se dice que más de

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una vez ella bajaba a los establos en medio de lanoche y les inutilizaba los caballos, y la historiaes que una vez, a esa hora, su marido vio queella bajaba las escaleras y la siguió hasta el ca-jón en el que estaba su caballo favorito. Allí lacogió por la muñeca, y en la lucha, o en unacaída, o porque el caballo estaba asustado y sepuso a dar coces, quedó coja de una cadera, y apartir de entonces empezó a languidecer.

El ama de llaves ha bajado la voz a poco másde un susurro:

—Ella era una dama de bella figura y noble

porte. Nunca se quejó del cambio sufrido; nun-

ca habló con nadie de su invalidez ni se quejó

de sus dolores, pero un día tras otro trataba de

pasearse por la terraza, y apoyándose en la ba-

laustrada de piedra, subía y bajaba, subía y

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bajaba, subía y bajaba, con sol o con nubes, y

cada día le costaba más trabajo. Por fin, una

tarde, su marido (a quien nunca, por ningún

motivo, le había vuelto a dirigir la palabra des-

de aquella noche), que estaba ante el ventanal

del sur, vio que se caía en el paseo. Bajó inme-

diatamente a levantarla, pero ella lo rechazó

cuando se inclinaba sobre ella, y mirándolo fija

y fríamente dijo: «Moriré aquí, en mi paseo. Y

seguiré paseando por aquí aunque esté en la

tumba. Me pasearé por aquí hasta que se haya

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humillado el orgullo de esta casa. ¡Y que los

Dedlock estén atentos a mis pasos cuando esté

a punto de caer sobre ellos la calamidad o el

deshonor!»

Watt mira a Rosa. Rosa, en la oscuridad cadavez mayor, mira al suelo, mitad por miedo ymitad por timidez.

—Y allí mismo murió. Y desde aquellos días—continúa la señora Rouncewell— se ha man-tenido el nombre del Paseo del Fantasma. Si elpaso es un eco, es un eco que sólo se oye des-pués de oscurecer, y que muchas veces per-manece mucho tiempo sin oírse. Pero vuelve devez en cuando y, desde luego, cuando hay unaenfermedad o una muerte en la familia, enton-ces se oye.

—¿Y el deshonor, abuela? —pregunta Watt.

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—Nunca ha habido deshonor en ChesneyWold —replica el ama de llaves.

Su nieto se retracta:—Es verdad. Es verdad.—Y ésa es la historia. Sea lo que sea ese rui-

do, es preocupante —dice la señora Rounce-well, levantándose de su asiento—, y lo que esmás notable es que es imposible no oírlo. Mila-dy, que no tiene miedo a nada, reconoce quecuando suena es imposible no oírlo. No es po-sible hacerle oídos sordos. Watt, detrás de tihay un reloj francés (que está puesto ahí adre-de) que suena muy alto cuando está en movi-miento y que toca una música. ¿Entiendes có-mo se hacen esas cosas?

—Creo que bastante bien, abuela. —Dalecuerda.

Watt le da cuerda y se pone a sonar, con sumúsica y todo.

—Ahora ven aquí —dice el ama de llaves—.Aquí, hijo mío, hacia la almohada de Milady.No estoy segura de si ya es bastante de noche,

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¡pero escucha! ¿Oyes lo que suena en la terraza,por encima de la música y del tic-tac, y de todolo demás?

—¡Sí que lo oigo!—Eso es lo que dice Milady.

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CAPITULO 8

Que abarca una multitud de pecados

Resultó interesante, cuando me vestí antesdel amanecer, mirar por la ventana, donde misvelas se reflejaban como dos faros en los crista-les negros, y vi que todo lo que había más alláestaba todavía envuelto en la misma densidadque anoche, ver después cómo iba cambiandocon la llegada del día. A medida que se ibaaclarando gradualmente la perspectiva, y serevelaba la escena que había recorrido el vientoen la oscuridad, igual que mi memoria habíarecorrido mi vida, sentí placer al ir descubrien-do los objetos desconocidos que me habían ro-deado durante el sueño. Al principio, apenas sieran discernibles en la neblina, y sobre ellosseguían brillando las últimas estrellas. Pasadoaquel pálido intervalo, la imagen empezó aampliarse y a llenarse a tal velocidad que a ca-

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da nueva mirada podía encontrar suficientepara seguir contemplando durante una hora.Imperceptiblemente, mis velas se fueron con-virtiendo en la única parte incongruente de lamañana, los puntos oscuros de mi habitaciónfueron fundiéndose y el día brilló sobre un pai-saje animado, en el cual se destacaba la viejaiglesia de la Abadía, con su enorme torre, quelanzaba sobre la vista una cola de sombra mássuave de lo que parecía compatible con su rudoaspecto. Pero (según espero haber aprendido)de exteriores ásperos, muchas veces procedeninfluencias serenas y dulces.

Estaba tan nerviosa con mis dos racimos dellaves, que desde una hora antes de levantarmehabía estado soñando que cuanto más tratabade abrir con ellas una serie de cerraduras, másdeterminadas estaban aquéllas a no entrar enninguna. Ningún sueño hubiera podido sermenos profético.

Todas las partes de la casa estaban en tal or-den, y todo el mundo fue tan atento conmigo,

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que no tuve ningún problema con mis dosmontones de llaves, aunque entre tratar de re-cordar el contenido de cada cajoncito de la des-pensa y el respostero, y tomar notas en unapizarra sobre las mermeladas y los encurtidos,y las conservas y las botellas y la cristalería y lavajilla y tantísimas otras cosas, y con mi cos-tumbre de comportarme como una especie devieja solterona un poco boba, estuve tan ocu-pada, que cuando oí sonar la campanilla nopodía creer que era la hora del desayuno. Sinembargo, me eché a correr e hice el té, pues yase me había asignado la responsabilidad por latetera, y después, como estaban un tanto atra-sados, y todavía no había bajado nadie, creí quepodía echar un vistazo al jardín para empezar aconocerlo también. Me pareció un lugar deli-cioso: en la parte de delante, la avenida y elpaseo tan bonitos por los que habíamos llegado(y donde, dicho sea de paso, habíamos dejadotales huellas en la gravilla con nuestras ruedas,que le pedí al jardinero que pasara el rodillo);

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en la trasera estaban las flores, y allí arriba,asomada a su ventana, estaba mi niña, que laabría para sonreírme, como si me diera un besoa aquella distancia. Más allá del jardín de lasflores había un huerto, y después un picadero yun sitio para los carros, y después un patio degranja precioso. En cuanto a la casa en sí, consus tres picos en el tejado, sus ventanas multi-formes, unas muy grandes y otras muy peque-ñas, y todas ellas muy bonitas, su reja frente ala fachada sur, para las rosas y la madreselva, ysu aire hogareño, confortable y acogedor, laCasa era, como dijo Ada cuando vino a encon-trarme del brazo del dueño y señor, digna desu primo John, lo cual era un atrevimiento,aunque él le dio un pellizquito en la mejilla enpremio.

El señor Skimpole estuvo tan agradable en eldesayuno como lo había estado la noche ante-rior. Había miel en la mesa, lo cual lo llevó a undiscurso sobre las Abejas. No tenía nada queobjetar a la miel, dijo (desde luego que no, diría

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yo, pues parecía gustarle), pero protestaba co-ntra las pretensiones de ejemplaridad de lasAbejas. No veía en absoluto por qué iban aproponerle a él como modelo la industriosaAbeja; suponía que a la Abeja le gustaba hacermiel, porque si no, no la haría: nadie le habíapedido que se pusiera a hacerla. La Abeja notenía por qué convertir en un mérito enorme elhacer lo que para ella era un placer. Si todos lospasteleros se pasaran la vida zumbando porahí, metiéndose contra todo lo que se les inter-ponía en el camino y exigiendo egoístamente atodo el mundo que se dieran cuenta de queestaban trabajando y de que nadie les debíainterrumpir, el mundo sería un lugar totalmen-te insoportable. Además, después de todo, eraalgo ridículo que lo privaran a uno de la pose-sión de su fortuna justo cuando uno acababa dehacerla, nada más que con echarle azufre. Si al-guien de Manchester se dedicara a tejer algo-dón nada más que por tejer, la gente tendríauna opinión muy mala de él. A su entender, los

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Zánganos eran la encarnación de una idea másagradable y más sabia. El Zángano decía sinninguna afectación: «Ustedes perdonen; ¡nopuedo ponerme a trabajar! Me encuentro en unmundo en el que hay tantas cosas que ver, ytengo tan poco tiempo para verlas, que debo to-marme la libertad de echar un vistazo y rogarque subvenga a mis necesidades alguien que notenga curiosidad por ver las cosas.» Ésta le pa-recía al señor Skimpole la filosofía del Zángano,y la consideraba muy acertada, siempre de su-poner que el Zángano estuviera dispuesto allevarse bien con la Abeja, y, que él supiera,siempre lo estaba, con tal de que el otro anima-lito, tan ocupado siempre, lo dejara en paz y nopresumiera tanto de su miel.

Continuó con estas fantasías en el tono másanimado y por terrenos muy emotivos, y nosdivirtió mucho a todos, aunque, una vez más,parecía darle un cierto sentido serio, en la me-dida en que era posible en él. Los dejé a todosmientras seguían escuchándolo, y me retiré a

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desempeñar mis nuevas funciones. Llevabaalgún tiempo en ellas, y estaba haciendo mirecorrido de vuelta por los pasillos, con mi ces-to de llaves al brazo, cuando el señor Jarndyceme llamó a un cuartito junto a su dormitorio,que resultó ser en parte una pequeña bibliote-ca y archivo, y por otra todo un pequeño mu-seo de sus zapatos y botas, y sombrereras.

—Siéntate, hija mía —dijo el señor Jarndy-ce—. Debes saber que éste es mi Gruñidero.Cuando estoy de mal humor, vengo aquí agruñir.

—Debe usted de venir aquí muy pocas ve-ces, señor —contesté.

—¡Ay, no me conoces! —replicó él—.Cuando me siento engañado, o desilusionadopor... el viento, y éste es de Levante, me refu-gio aquí. El Gruñidero es la habitación másutilizada de toda la casa. Todavía no sabes losmalos humores que me dan. ¡Pero, hija mía,estás temblando!

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No podía evitarlo; lo intenté con todas misfuerzas, pero al estar allí a solas ante aquellapresencia benévola, mirando a sus ojos tanamables y sentirme tan feliz y tan honradaallí, con el corazón tan henchido...

Le besé la mano. No sé lo que dije, ni si-quiera si dije algo. Él se sintió tan desconcer-tado, que se acercó a la ventana, casi creí quecon la intención de saltar por ella, y despuésse dio la vuelta y me tranquilicé al ver en susojos lo que se había ido a disimular. Me diouna palmadita suave en la cabeza y me senté.

—¡Vamos, vamos! —dijo—. Ya está. ¡Bah!No seas tonta.

—No volverá a ocurrir, señor —repliqué—,pero al principio resulta difícil...

—¡Bobadas! —dijo él—. Es muy fácil, muyfácil. ¿Por qué no? Me entero de que hay unahuerfanita sin nadie que la proteja y se meocurre la idea de protegerla yo. Crece y justi-fica sobradamente mi buena opinión, y yosigo siendo su protector y amigo. ¿Qué tiene

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de raro todo eso? ¡Vamos, vamos! Bueno, yaestá aclarado todo, y vuelvo a tener ante mítu cara agradable, confiada y digna de con-fianza.

Me dije a mí misma: «¡Esther, querida mía,me sorprendes! ¡Verdaderamente, no era estolo que esperaba de ti! », y tuvo tan buen efec-to que crucé las manos sobre mi cesto de lla-ves y me recuperé totalmente. El señor Jarn-dyce manifestó su aprobación con un gesto yempezó a hablarme con tanta confianza comosi yo tuviera el hábito de conversar con éltodas las mañanas desde hacia no sé cuántotiempo. Y casi tuve la sensación de que asíera.

—Naturalmente, Esther —dijo—, tú no en-tiendes nada de todo este asunto de la Canci-llería.

Y naturalmente negué con la cabeza.—No sé quién lo entenderá —continuó—.

Los abogados lo han retorcido hasta dejarlotan enredado que los datos iniciales del asun-

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to han desaparecido hace tiempo de la faz dela tierra. Se trata de un Testamento, y de losbeneficiarios de ese Testamento, o de eso setrataba en un principio. Ahora ya sólo se tratade las Costas. Siempre estamos comparecien-do, y desapareciendo, y jurando, e inte-rrogando, y demandando y contrademan-dando, y argumentando, y sellando, y propo-niendo, y remitiendo, e informando, y giran-do en torno al Lord Canciller y todos sus saté-lites, y avanzando tranquilamente hacia lamuerte polvorienta, y siempre se trata de lasCostas. Ésa es la gran cuestión. Todo lo de-más, por algún medio extraordinario, ha des-aparecido.

—Pero, señor —dije para que volvieraatrás, porque había empezado a frotarse lacabeza—, ¿al principio se trataba de un Tes-tamento?

—Pues sí, se trataba de un Testamentocuando todavía se trataba de algo —replicó—. Un tal Jarndyce, en mala hora, hizo una gran

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fortuna, e hizo un gran Testamento. En lacuestión de cómo se han de administrar losbienes dejados en ese Testamento se despilfa-rra la fortuna que el Testamento deja; los be-neficiarios del Testamento quedan reducidosa una condición tan miserable que si hubierancometido un crimen horrible, ya sería sufi-ciente expiación el que les hubieran dejadoese dinero, y el Testamento en sí queda enletra muerta. A lo largo de toda la deplorablecausa, todo lo que saben todos los que inter-vienen en ella, salvo un hombre, se remite aese solo hombre que no sabe nada y que hade averiguarlo, y a todo lo largo de la deplo-rable causa, todo el mundo tiene que recibircopias, una vez tras otra, de todo lo que se haido acumulando en torno a ella en forma decarretadas de papeles (o debe pagar por ellasaunque no las reciba, que es lo que suele ocu-rrir, porque nadie las quiere), y tiene que vol-ver otra vez al principio, y volver a empezar,a lo largo de tal zarabanda infernal de costas

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y honorarios y tonterías y corrupciones comojamás se ha imaginado en las visiones másfantasiosas de un aquelarre. Equidad21 hacepreguntas a Derecho, que devuelve las pre-guntas a Equidad; el Derecho decide que nopuede hacer tal cosa, Equidad averigua queno puede hacer tal otra; ninguno de los dospuede ni siquiera decir que no puede hacernada, sin que el procurador informe y el abo-gado comparezca en nombre de A, y tal otroprocurador informe y tal otro abogado com-parezca en nombre de B, y así hasta recorrertodo el alfabeto, como la historia del pastel demanzana en los Cuentos de Madre Gansa. Yasí pasamos años y años, y vidas y vidas, ytodo continúa, y vuelve a empezar constan-temente una vez tras otra, y nada terminajamás. Y no podemos salirnos del pleito bajocondición alguna, porque nos hicieron partesen él y hemos de ser partes en él, querámoslo o

21 Véase la nota 3

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no. ¡Pero no hay que pensar en esas cosas!Cuando mi pobre tío-abuelo, el pobre TomJarndyce, empezó a pensar en ellas, ¡fue elprincipio del fin!

—Señor, ¿es el señor Jarndyce cuya histo-ria me han contado?

Asintió gravemente.—Yo era su heredero, y ésta era su casa,

Esther. Cuando llegué aquí era verdadera-mente una casa desolada. Había dejado im-presa en ella la huella de sus sufrimientos.

—¡Pues qué cambiada debe estar desde en-tonces! —comenté.

—Antes de él, la llamaban Los Picos. Fueél quien le dio su nombre actual, y aquí vivíaencerrado día y noche, estudiando esoshorribles montones de papeles del pleito, yesperando contra toda esperanza desenredar-lo de sus mistificaciones y ponerle fin. Entretanto, la casa se fue deshaciendo, el vientosilbaba por las paredes agrietadas, la lluviaentraba por las goteras del techo y las malas

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hierbas cerraban la entrada de la puerta, quese iba pudriendo. Cuando traje aquí lo quequedaba de él, me pareció que también habíasaltado la tapa de los sesos de la casa, de lodestrozada y en ruinas que estaba.

Tras decir estas últimas palabras, que pro-nunció con un temblor, se paseó por la habi-tación, y después se detuvo a mirarme, alegróel gesto, se acercó y volvió a sentarse con lasmanos en los bolsillos.

—Ya te dije, hija mía, que éste era el Gru-ñidero. ¿Dónde estábamos?

Le recordé que estábamos en los cambiostan esperanzadores que había introducido enla Casa Desolada.

—La Casa Desolada; es verdad. Allá, enesa ciudad de Londres, hay una propiedadnuestra que hoy día es muy parecida a lo queera entonces esta Casa Desolada..., y cuandodigo propiedad nuestra, digo propiedad delPleito, pero debería decir propiedad de lasCostas, pues las Costas son la única fuerza

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del mundo que jamás van a sacar algo de to-do esto, y que jamás lo considerarán más quecomo algo horrible y sórdido. Es una calle decasas en ruinas y ciegas, con los ojos ape-dreados, sin un solo cristal, sin un solo marcode ventana, con unas contraventanas desnu-das y agrietadas que caen de sus goznes y sehacen pedazos; las barandillas de hierro vandeshaciéndose con el orín, las chimeneas sehunden, los pasos de piedra de todas laspuertas (y cada una de ellas podría ser laPuerta de la Muerte) volviéndose de un verdemugriento, y los puntales mismos que sirvende muleta a esas ruinas están deshaciéndose.Aunque la Casa Desolada no estaba en Canci-llería, su dueño sí, y quedó estampada con elmismo sello. Hija mía, ese Gran Sello estáestampado por toda Inglaterra... ¡Lo conocenhasta los niños!

—¡Cómo ha cambiado! —repetí.—¡Pues es verdad! —respondió mucho

más animado—, y es muy sabio por tu parte

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hacer que vea el lado bueno de las cosas(¡llamarme sabia a mí!). Son cosas de las queno hablo nunca, en las que ni siquiera piensonunca, salvo aquí en el Gruñidero. Si conside-ras oportuno mencionárselas a Rick y a Ada,puedes hacerlo. Lo dejo a tu discreción, Est-her. —Esto último, con una mirada muy seria.

—Espero, señor... —empecé.—Creo, hija mía, que sería mejor que me

llamaras Tutor.Sentí otra vez un nudo en la garganta, y

me lo reproché, «Vamos, Esther, esto no debeser», cuando fingió decirlo con levedad, comosi fuera un capricho, en lugar de una delica-deza conmovedora por su parte. Pero les di alas llaves de la casa una pequeña sacudida,como recordatorio a mí misma, y cruzando lasmanos de forma todavía más determinada enmi cesto, lo miré con calma.

—Espero, Tutor —dije—, que no confíe us-ted demasiado en mi discreción, Espero que nose confunda conmigo. Me temo que se sienta

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usted desengañado cuando vea que no soy in-teligente, pero la verdad es que no lo soy, ypronto lo vería usted si no tuviera yo la honra-dez de confesarlo.

No parecía nada desengañado, sino todo locontrario. Me dijo, con una sonrisa de oreja aoreja; que, de hecho, me conocía muy bien, yque era todo lo inteligente que él necesitaba.

—Ojalá sea así —dije—, pero me da miedo,Tutor.

—Eres lo bastante inteligente para ser labuena mujercita de nuestras vidas, hija mía —dijo en tono juguetón—, la ancianita de la Can-ción de los Niños (y no me refiero a Skimpole).

Ancianita, ¿dónde subes tan ci-mero?

A limpiar de telarañas el cielo.

—Seguro que vas a dejar nuestro cielo tanlimpio de ellas al hacerte cargo de la casa, Est-

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her, que un día de éstos tendremos que dejar elGruñidero y condenar la puerta.

Y así fue como me empezaron a llamar laAncianita, y Viejecita, y Telaraña, y señoraShipton, y Madre Hubbard, y señora Durden, ytantos nombres por el estilo, que el mío propiopronto quedó perdido entre todos ellos22

—Sin embargo —dijo el. señor Jarndyce—,volvamos a nuestros chismes. Empecemos porRick, un muchacho estupendo y muy promete-dor. ¿Qué vamos a hacer con él?

¡Dios mío, qué idea la de consultarme a mí aese respecto!

—Hay que estudiarlo, Esther —dijo el señorJarndyce poniéndose cómodamente las manosen los bolsillos y estirando las piernas—. Hayque darle una profesión, y tiene que elegir algopor sí mismo. Claro que va a haber más pelu-

22 Se trata de nombres de canciones popula-res o de cuentos infantiles de la Inglaterra del sigloXIX, o incluso de antes

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coneo23 que nada, supongo, pero algo hay quehacer.

—¿Más qué, Tutor? —pregunté.—Más peluconeo —me contestó—. Es el

único nombre que puedo dar a las cosas de estegénero. Es pupilo de la Cancillería, hija mía.Kenge y Carboy tendrán algo que decir al res-pecto; el señor No sé Qué (una especie de sa-cristán ridículo que excava tumbas en busca delfondo de las causas en un despacho trasero alfinal de Quality Court, Chancery Lane) tendráalgo que decir al respecto; el procurador tendráalgo que decir al respecto; el Canciller tendráalgo que decir al respecto; los Satélites tendrán

23 El señor Jarndyce dice Wiglomeration,neologismo de su invención, mezcla de «wig» (pelu-ca) y «lomeration» (por «conglomeration»=jaleo,complicación). De ahí esta tentativa de un neologis-mo también inventado y equivalente, por la tradicióninglesa de que los abogados lleven peluca en lostribunales.

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algo que decir al respecto; todos ellos tendránque cobrar unos honorarios sustanciosos alrespecto; todo tendrá que ser indeciblementeceremonioso, verborreico, insatisfactorio y caro,y es lo que llamo, en general, peluconeo. Laverdad es que no sé cómo ha llegado la huma-nidad a verse afligida por el peluconeo, ni quépecados se hace purgar a estos muchachos alponerlos en tamañas situaciones, pero así sonlas cosas.

Empezó a frotarse la cabeza otra vez, y a su-gerir que soplaba un cierto viento. Pero para míera un maravilloso ejemplo de su bondad con-migo el que tanto si se frotaba la cabeza como sise ponía a dar paseítos o hacía ambas cosas, surostro siempre recuperaba su expresión benig-na cuando me miraba, y siempre volvía a po-nerse cómodo, y se metía las manos en los bol-sillos y estiraba las piernas.

—Quizá lo mejor de todo fuera empezar porpreguntar al señor Richard qué inclinacionestiene —dije.

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—Exactamente —replicó—. ¡Eso es lo quequiero decir! Mira, lo mejor es que vayas acos-tumbrándote a hablar del asunto, con tu tacto ytu estilo discreto, con él y con Ada, a ver lo quepensáis entre todos. Seguro que gracias a ti lle-garemos al fondo del asunto, mujercita.

Verdaderamente me asustó la idea de la im-portancia que estaba adquiriendo yo y de laserie de cosas que se me confiaban. No era estolo que yo había pretendido en absoluto, sinoque hablara él con Richard. Pero, naturalmente,no dije nada en respuesta, salvo que haría todolo posible, aunque me temía (verdaderamenteme pareció necesario repetirlo) que él me con-siderase mucho más sagaz de lo que verdade-ramente era yo. Ante lo cual, mi tutor se limitóa soltar una de las carcajadas más agradablesque he escuchado en mi vida.

—¡Vamos! —dijo, levantándose y echandoatrás su silla—. ¡Creo que por un día ya tienesbastante del Gruñidero! Sólo una última obser-

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vación: Esther, hija mía, ¿deseas preguntarmealgo?

Me miró de forma tan atenta al decirlo, queyo también lo miré atentamente, y me sentísegura de comprenderlo.

—¿Acerca de mí, señor? —pregunté.—Sí.—Tutor —dije, aventurándome a poner mi

mano, que de pronto estaba más fría de lo queyo hubiera deseado—. ¡nada! Estoy segura deque si hubiera algo que debiera saber yo, o quenecesitara saber, no tendría que pedirle que melo dijera. Si no depositara en usted toda mi con-fianza y toda mi fe; tendría un corazón muyduro. No tengo nada que preguntarle; nada enel mundo.

Me pasó la mano por el brazo y salimos enbusca de Ada. A partir de aquel momento mesentí muy a mis anchas con él, sin reservas,perfectamente satisfecha de no saber nada más,perfectamente feliz.

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Al principio llevamos una vida muy activaen la Casa Desolada, pues teníamos que fami-liarizarnos con muchos de los residentes de lascercanías o de más lejos que conocían al señorJarndyce. A Ada y a mí nos parecía que lo co-nocían todos los que querían hacer cosas condinero de otros. Nos sorprendió, cuando empe-zamos a clasificar sus cartas y a responder aalgunas de ellas en el Gruñidero una mañana,averiguar hasta qué punto el principal objetode las vidas de sus corresponsales parecía ser elde constituirse en comités para recibir y gastardinero. Las señoras eran tan persistentes comolos caballeros; de hecho, creo que lo eran toda-vía más. Se lanzaban a formar comités con elmayor apasionamiento, y recababan suscrip-ciones con una vehemencia verdaderamenteextraordinaria. Nos pareció que algunas deellas debían de pasar todas sus vidas en el en-vío de tarjetas de suscripción a todo el Anuariode Correos: resguardos de a chelín, resguardosde a media corona, resguardos de a medio so-

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berano, resguardos de a penique. Pedían detodo. Pedían prendas de vestir, pedían trapos,pedían dinero, pedían carbón, pedían sopa,pedían interés, pedían autógrafos, pedían fra-nela, pedían todo lo que tenía el señor Jarndy-ce, y lo que no tenía. Sus objetivos eran tan va-riados como sus peticiones. Iban a levantarnuevos edificios, iban a pagar las deudas deedificios antiguos, iban a establecer en un edifi-cio pintoresco (grabado de la Sección Norteadjunto) la Hermandad de Marías Medievales;iban a hacer un homenaje a la señora Jellyby;iban a hacer que se pintara el retrato de su Se-cretario, para regalárselo a la suegra de éste,que según era bien sabido, lo quería mucho;iban a hacer de todo, creo verdaderamente,desde imprimir 500.000 folletos hasta conseguiruna pensión anual, y desde erigir un monu-mento de mármol hasta conseguir una tetera deplata. Tenían multitud de títulos. Eran las Mu-jeres de Inglaterra, las Hijas de la Gran Bretaña,las Hermanas de Todas las Virtudes Cardina-

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les, una por una, o las Mujeres de América, lasDamas de cien sectas. Parecían estar siemprenerviosísimas con sus encuestas y sus eleccio-nes. A nuestro pobre juicio, y conforme a lo queellas mismas decían, parecían estar cons-tantemente consultando a docenas de miles depersonas, pero sin presentar jamás candidatos aningún cargo. Nos daba dolor de cabeza pensaren las vidas tan febriles que debían llevar engeneral.

Entre las damas que más se distinguían poresta benevolencia rapaz (si se me permite utili-zar la expresión) figuraba una tal señora Par-diggle24 que parecía, a juzgar por el número desus epístolas al señor Jarndyce, ser una corres-ponsal casi tan vigorosa como la propia señoraJellyby. Observamos que cuando el tema de laconversación pasaba a la señora Pardigglesiempre cambiaba la dirección del viento, lo

24 Otro juego de palabras con los nombres.Este suena como una mezcla de «partícula» y «per-diz».

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cual invariablemente le impedía a él continuarcon ese tema, salvo observar que había dos cla-ses de personas caritativas: la primera era la dela gente que hacía pocas cosas y mucho ruido;la segunda, la de la gente que hacía muchascosas y poco o nada de ruido. Por eso sentía-mos curiosidad por ver a la señora Pardiggle,pues sospechábamos que pertenecía a la prime-ra de esas clases, y nos alegramos mucho cuan-do llegó un día con sus cinco hijos pequeños.

Era una señora de aspecto imponente, congafas, una gran nariz y una voz muy alta, quedaba la sensación de que necesitaba muchoespacio. Y efectivamente era así, pues con lasfaldas iba tumbando sillitas que estaban bastan-te lejos de ella. Como no estábamos en casa másque Ada y yo, la recibimos con timidez, puesparecía penetrarlo todo, como el frío, y hacerque los pequeños Pardiggles se fueron volvien-do de color azul al seguirla.

—Señoritas, éstos —dijo la señora Pardigglecon gran desenvoltura tras los primeros salu-

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dos— son mis cinco chicos. Es posible quehayan visto ustedes sus nombres en una listaimpresa de suscriptores (quizá en más de una),en posesión de nuestro estimado amigo el señorJarndyce. Egbert, que es el mayor (tiene doceaños), es el chico que envió su dinero de bolsi-llo, por un total de cinco chelines y tres peni-ques, a los indios tockahupos. Oswald, que esel segundo (diez años y medio), es el que con-tribuyó con dos chelines y nueve peniques alGran Homenaje Nacional a Smithers. Francis,que es el tercero (nueve años), un chelín y seispeniques y medio. Félix, el cuarto (siete años),ocho peniques a las Viudas sin Recursos. Al-fred, el más pequeño (cinco años), se ha enrola-do voluntariamente en las Ligas Infantiles de laAlegría, y se ha comprometido a no utilizarjamás en su vida el tabaco en forma alguna.

Jamás había visto yo unos niños tan mal-humorados. No era sólo que estuvieran marchi-tos y encanijados —aunque desde luego lo es-taban—, sino que además parecían estar feroz-

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mente descontentos. Cuando se mencionaronlas palabras «indios tockahupos», yo hubierapodido suponer que Egbert era uno de losmiembros más melancólicos de esa tribu, dadala mirada salvaje que me dirigió con el ceñofruncido. La cara de cada uno de los chicos, amedida que se mencionaba el volumen de sucontribución, iba ensombreciéndose con unaspecto claramente vengativo, pero quien peormiraba era Egbert. Sin embargo, debo excep-tuar al pequeño recluta de las Ligas Infantilesde la Alegría, que estaba silenciosa y totalmentesintiéndose desgraciado.

—Según tengo entendido —continuó la se-ñora Pardiggle—, han estado ustedes de visitaen casa de la señora Jellyby.

Dijimos que sí, que habíamos pasado unanoche allí.

—La señora Jellyby —siguió diciendo aque-lla señora, siempre en el mismo tono altisonan-te, enfático y duro, de manera que su voz medaba la sensación de que también llevara im-

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pertinentes en la boca (y aquí debo aprovecharla oportunidad de observar que sus impertinen-tes eran tanto menos atractivos porque tenía losojos que Ada calificaba de «ojos de asfixiado»,es decir, muy saltones). La señora Jellyby esuna benefactora de la sociedad, y merece que sele ayude. Mis chicos han contribuido al proyec-to africano: Egbert con un chelín y seis peni-ques, que es toda su paga de nueve semanas;Oswald con un chelín y un penique y medio,que es lo mismo; el resto conforme a sus esca-sos medios. Pero yo no estoy de acuerdo con laseñora Jellyby en todo. No estoy de acuerdocon la forma en que trata la señora Jellyby a sujoven familia. Ya se ha comentado. Se ha obser-vado que su joven familia está excluida de laparticipación en los temas a los que se consagraella. Quizá tenga razón y quizá se equivoque,pero con razón o sin ella, yo no trato así a mijoven familia. La llevo a todas partes.

Después quedé convencida (y también Ada)de que el enfermizo hijo mayor dio un grito

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agudo al oír aquellas palabras. Lo transformóen un bostezo, pero al principio era un grito.

—Vienen a Maitines conmigo (son unos ofi-

cios muy bonitos) a las seis y medía de la ma-

ñana todo el año, incluido claro está, en pleno

invierno —dijo rápidamente la señora Pardig-

gle— y permanecen conmigo a lo largo de las

diversas actividades del día. Visito las escuelas,

visito a los enfermos, les leo, estoy en el Comité

de Distribución; pertenezco al Comité Local de

Ropa Blanca y a muchos comités generales, y

recorro muchas casas, quizá más que nadie.

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Pero ellos me acompañan a todas partes, y así

van adquiriendo ese conocimiento de los po-

bres y adquiriendo esa capacidad de hacer ca-

ridad en general (en resumen, la afición a estas

cosas) que cuando sean mayores les permitirá

ser útiles a sus prójimos y sentirse satisfechos

consigo mismos. Mi joven familia no es frívola;

los chicos se gastan toda su paga en suscripcio-

nes, bajo mi orientación, y han asistido a tantas

reuniones, y escuchado tantas conferencias,

tantos discursos y debates como la mayor parte

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de los adultos. Alfred (cinco años), como ya he

mencionado, ha ingresado, por su propia vo-

luntad, en las Ligas Infantiles de la Alegría, fue

uno de los pocos niños que en aquella ocasión

dio muestras de seguir despierto tras un fer-

viente discurso de dos horas del presidente de

la velada.

Alfred nos miró ceñudo, como si jamás qui-siera, ni pudiera, perdonar el insulto de aquellavelada.

—Quizá haya observado usted, señoritaSummerson —dijo la señora Pardiggle—, enalgunas de las listas que he mencionado y quese hallan en posesión de nuestro estimado ami-go el señor Jarndyce, que los nombres de mi

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joven familia terminan siempre con el de O. A.Pardiggle, Miembro de la Real Sociedad deEstudios Científicos, una libra. Es su padre.Generalmente seguimos el mismo orden. Yopongo mi óbolo en primer lugar; después vienemi joven familia, que ponen sus contribuciones,conforme a sus edades y sus escasos medios, ydespués el señor Pardiggle cierra la retaguar-dia. El señor Pardiggle celebra poder hacer sulimitada contribución, bajo mi orientación, y asíno sólo se hacen las cosas agradables para no-sotros, sino que, según confiamos, sirven paramejorar la condición de los demás.

¿Y si el señor Pardiggle comiera con el señorJellyby, y si el señor Jellyby se sincerase con elseñor Pardiggle después de comer, haría el se-ñor Pardiggle, a cambio, alguna confidencia alseñor Jellyby? Me sentí muy confusa al pensaraquello, pero la verdad es que me lo pregunté.

—¡Están ustedes muy bien situadas aquí! —dijo la señora Pardiggle.

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Celebramos cambiar de tema y fuimos a laventana a enseñarle las bellezas de la perspec-tiva, en las que los impertinentes parecieronposarse con curiosa indiferencia.

—¿Conocen al señor Gusher?25—preguntónuestra visitante.

Nos vimos obligadas a decir que no tenía-mos el placer de haber visto al señor Gusher.

—Pues lo siento por ustedes, se lo aseguro—dijo la señora Pardiggle con su tono de orde-no y mando—. Es un orador ferviente y apa-sionado: ¡lleno de ardor! Si se pusiera a hablardesde una carreta en ese jardín, que según veopor la configuración del terreno, es un lugarideal para una reunión pública, daría relievedurante horas y horas a cualquier ceremoniaque quisieran ustedes mencionar. Pero seguro,señoritas —dijo la señora Pardiggle, volviendoa su silla y tirando al suelo, como si fuera me-

25 Nuevo juego: «Gusher», aplicado a unapersona, es alguien verborreico, parlanchín, hablador

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diante una agencia invisible, una mesita redon-da que estaba a considerable distancia, con micosturero encima—, que ya han advertido us-tedes lo que soy yo.

Verdaderamente, era una pregunta tanasombrosa que Ada se me quedó mirando sinsaber en absoluto qué decir. En cuanto al carác-ter culpable de mi propia conciencia, tras lo quehabía estado pensando yo, debe de haberseexpresado en el rubor de mis mejillas.

—Han advertido, quiero decir —continuó laseñora Pardiggle— el aspecto más notable demi carácter. Tengo conciencia de que es tannotable que se descubre inmediatamente. Séque se me descubre en seguida. ¡Bueno! Lo re-conozco francamente: soy, una mujer de nego-cios. Me gusta trabajar mucho; me agrada eltrabajo intenso. La emoción me sienta bien.Estoy tan acostumbrada al trabajo intenso, ysoy tan inmune a él, que no sé lo que es el can-sancio.

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Murmuramos que aquello era asombroso ymuy de celebrar, o algo por el estilo. Creo quetampoco sabíamos lo que decíamos, pero esoera lo que expresaban nuestras palabras de cor-tesía.

—No sé lo que es estar cansada; ¡no mepuedo cansar aunque lo intente! —dijo la seño-ra Pardiggle—. La cantidad de esfuerzo (quepara mí no es esfuerzo), la cantidad de negocios(que a mí me parecen como si nada) que hagoes algo que a veces me sorprende a mí misma.¡He visto a mi joven familia y al señor Pardig-gle quedarse agotados sólo de mirarme, mien-tras que yo puedo decir sinceramente que se-guía fresca como una rosa!

Si aquel muchacho, el mayor de todos, el dela cara cetrina, pudiera tener una expresiónmás maliciosa de la que ya exhibía entonces,entonces fue cuando la puso. Observé que do-blaba el puño derecho y le daba a escondidasun golpe a la copa de la gorra, que llevaba bajoel brazo izquierdo.

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—Eso me da una gran ventaja cuando salgoa hacer mis recorridos —continuó la señoraPardiggle—. Si me encuentro con alguien queno está dispuesto a escuchar mis palabras, ledigo directamente: «Amigo mío, soy incapaz decansarme, nunca estoy fatigada, y me propongoseguir hasta haber terminado.» ¡Da unos resul-tados admirables. Señorita Summerson, ¿esperoque dispondré inmediatamente de su asistenciaen mis recorridos de visitas, y la de la señoritaClare, dentro de muy poco?

Al principio traté de excusarme de momen-to, so pretexto general de las muchas ocupacio-nes que tenía, y que no debía descuidar. Perofue una protesta inútil, en vista de lo cual dijede modo más concreto que no estaba segura deser competente para ello. Que no tenía expe-riencia en el arte de adaptar mi mente a otrasde situación muy distinta, y dirigirme a ellascon los puntos de vista adecuados. Que no teníaese conocimiento delicado del corazón que de-be ser indispensable para las obras de ese tipo.

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Que yo misma tenía mucho que aprender antesde enseñar a otros, y que no podía confiar sóloen mis buenas intenciones. Por todos aquellosmotivos, me parecía mejor ser de utilidad don-de podía, y prestar los servicios que pudiera aquienes estaban en mi entorno inmediato, tratarde dejar que ese círculo fuera ampliándose na-tural y gradualmente. Dije todo ello sin ningu-na confianza, porque la señora Pardiggle eramucho mayor que yo, y tenía mucha experien-cia, además de ostentar unos modales muy mi-litares.

—Se equivoca usted, señorita Summerson —dijo—; pero quizá no esté usted acostumbradaal trabajo intenso ni a las emociones que com-porta, lo cual es muy importante. Si desea ustedver cómo hago yo mis obras, ahora mismo es-toy a punto de visitar —con mi joven familia aun ladrillero de las cercanías (de muy mal ca-rácter), y celebraré mucho que me acompañe.La señorita Clare también, si quiere hacermeese favor.

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Ada y yo intercambiamos una mirada, ycomo en todo caso íbamos a salir, aceptamos elofrecimiento. Cuando volvimos corriendo deponernos los sombreros, encontramos a la jo-ven familia aburrida en un rincón y a la señoraPardiggle dándose vueltas por la habitación,tirando al suelo casi todos los objetos de pocopeso que había en ella. La señora Pardiggletomó posesión de Ada y yo las seguí con lafamilia.

Ada me contó después que la señora Par-diggle le habló en el mismo tono altisonante(tanto que hasta yo podía oírla) durante todo elcamino hasta la casa del ladrillero acerca deuna emocionante competición en la que estabaempeñada desde hacía dos o tres años contrauna pariente anciana en torno a cuál de suscandidatos respectivos podía obtener una pen-sión no sé dónde. Cada una de ellas se habíadedicado a imprimir, a prometer, a obtenervotos por correo y a hacer visitas casa por casa,y parecía que aquello había impartido gran

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animación a todos los participantes, salvo a loscandidatos a recibir la pensión, que seguían sinrecibirla.

A mí me agrada mucho que los niños confí-

en en mí, y por lo general es un placer contar

con esa confianza, pero en aquella ocasión me

produjo gran desasosiego. En cuanto salimos

de la casa, Egbert, con los modales de un pe-

queño salteador, me exigió un chelín, porque

según dijo, le habían «mangao» su dinero del

bolsillo. Cuando le señalé lo incorrecto que era

utilizar esa palabra, especialmente en relación

con su madre (porque había añadido en tono

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hostil que había «sido ésa»), me dio un pellizco

y dijo: «¡Eh! ¡Vamos! ¿Qué cuentas? ¿A que a ti

no te gustaría eso? ¿Para qué hace esa comedia

de hacer como que me da dinero y luego me lo

quita? ¿Por qué dice que es mi paga y luego

nunca me deja gastarla?» Aquellas preguntas

exasperantes le encendieron tanto el ánimo, y

los de Oswald y Francis, que todos se pusieron

a pellizcarme al mismo tiempo, y de manera

terriblemente experta: cogiéndome por unos

pedacitos tan pequeños de carne de los brazos

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que apenas si pude evitar el dar un grito. Al

mismo tiempo, Felix me pisaba los dedos de los

pies, Y el de la Liga de la Alegría, que como

tenía descontada su paga para siempre, se

había comprometido de hecho a abstenerse

tanto de comer dulces como de fumar, estaba

tan lleno de pena y de rabia cuando pasamos al

lado de una pastelería que me dejó aterrada al

ver que se ponía de color azul. Nunca he sufri-

do tanto, física como espiritualmente, durante

un paseo con gente joven como con aquellos

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niños antinaturalmente encorsetados cuando

me hicieron el honor de comportarse con natu-

ralidad conmigo.

Me alegré cuando llegamos a casa del la-drillero, aunque no era sino parte de un gru-po de casuchas miserables en una ladrillería,con pocilgas al lado de las ventanas rotas yunos huertecillos miserables delante de laspuertas, en los que no crecía nada más queunos cuantos charcos fangosos. Acá y aculláhabía un barreño viejo puesto fuera paraatrapar el agua de lluvia que goteaba de lostejados, o había una pequeña presa hechapara contener otro charquito, como un mon-toncito sucio de tierra. En las puertas y lasventanas había algunos hombres y mujeresacodados o paseándose, y casi ni se fijaronen nosotros, salvo para reír entre sí o deciralgo a nuestro paso en relación con que la

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gente fina debía ocuparse de sus cosas y nometerse en líos y mancharse los zapatos porvenir a meterse en los asuntos de otra gente.

La señora Pardiggle, que abría camino congrandes muestras de determinación moral yque hablaba con gran verborrea de las cos-tumbres desordenadas de la gente (aunque amí me parecía muy dudoso que cualquierade nosotros hubiera podido ser ordenado enun sitio así), nos llevó a una casita en el pun-to más remoto, cuyo piso bajo casi llenamosnosotras. Además de nosotras, en aquellahabitacioncita maloliente y húmeda habíauna mujer con un ojo amoratado que estabajunto a la chimenea cuidando de un pobrebebé jadeante, un hombre todo manchado dearcilla y de barro, que parecía hallarse enmal estado, echado en el suelo y fumandouna pipa, un muchacho robusto que le esta-ba poniendo un collar a un perro y una chicadescarada que estaba lavando algo en aguamuy sucia. Todos ellos levantaron la vista

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cuando entramos, y la mujer pareció volverla cara hacia la chimenea, como para disimu-lar el ojo amoratado; nadie nos saludó.

—Bien, amigos míos —dijo la señora Par-

diggle, aunque a mí no me pareció que lo dijera

con tono nada amistoso; tenía la voz demasiado

oficiosa y mandona—. ¿Cómo estáis todos? Ya

estoy aquí. Recordad que os dije que a mí no

me podíais cansar. A mí me gusta el trabajo

intenso, y cumplo con mi palabra.

—Ya no van a venir más de ustedes, ¿ver-dad? —gruñó el hombre que estaba echadoen el suelo, apoyándose la cabeza en la manomientras nos contemplaba .

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—No, amigo mío —dijo la señora Pardig-gle, sentándose en un taburete y echandootro a rodar—. Ya estamos todos.

—A lo mejor se creen que no son bastan-tes —dijo aquel hombre, con la pipa en laboca, mientras nos miraba fijamente.

El muchacho y la chica se echaron a reír.Dos amigos del muchacho a quienes había-mos atraído a la puerta de entrada, y que sehabían quedado allí con las manos en losbolsillos, hicieron eco sonoramente a susrisas.

—Amigos míos, no podéis cansarme —dijo la señora Pardiggle a estos últimos—.Me gusta el trabajo, y cuanto más trabajo medeis, más me gusta.

—¡Pues hay que darle en el gusto! —gruñó el hombre desde el suelo—. Por mí,que haga lo que quiera, pero cuanto antes.Estoy harto de que se tomen estas libertadescon mi casa. Estoy harto de que me persigancomo a un tejón. Ahora se va usted a hurgar

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por ahí y a hacer preguntas sobre cosas queno le importan nada, como siempre... Ya mela conozco a usted. ¡Vale! Pero no hace falta,le voy a ahorrar el esfuerzo. ¿Está mi hijalavando? Sí, está lavando. Miren el agua.¡Huélanla! ¡Y eso es lo que bebemos! ¿Quéles parece y que les parecería si en lugar deesa agua tuviéramos ginebra? ¿Tengo suciala casa? Pues claro. Está sucia por naturale-za, y es malsana por naturaleza, y hemostenido cinco hijos sucios y malsanos, que poreso se nos han muerto de chicos, y mejorpara ellos, y para nosotros también. ¿He leí-do el librito que me dejó usted? No, no heleído el librito que me dejó usted. Aquí nin-guno de nosotros sabe leer, y si supiéramos,no es libro para mí. Es un libro para niños, yyo no soy ningún niño. Y si me dejara usteduna muñeca, no me iba a poner a jugar conella. ¿Cómo me he estado portando? Pues heestado borracho tres días, y estaría cuatro situviera con qué. ¿Es que no voy a ir nunca a

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la iglesia? No, no voy a ir nunca a la iglesia.Y si fuera no me recibirían en ella; el sacris-tán es demasiado fino para la gente como yo.¿Y cómo es que mi mujer tiene un ojo amora-tado? ¡Pues se lo puse yo, y si lo niega, esque miente!

Para decir todo aquello se había quitado lapipa de la boca, y después se recostó del otrolado y se volvió a poner a fumar. La señoraPardiggle, que lo había estado contemplandopor entre los impertinentes con una compos-tura forzada y calculada, según no pude pormenos de pensar, para aumentar el antagonis-mo del hombre, se sacó una biblia como si fuerala porra de un policía y detuvo a toda la fami-lia. Quiero decir, claro, que la detuvo religio-samente, pero de verdad que lo hizo como sifuera un policía moral inexorable que se losllevara a todos a una comisaría.

Ada y yo nos sentíamos muy incómodas.Las dos nos sentíamos como unas intrusas yfuera de lugar, y ambas opinábamos que la

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señora Pardiggle se llevaría infinitamente mejorcon aquella gente si no hubiera tenido aquellaforma mecánica de tomar posesión de las per-sonas. Los niños lo contemplaban todo mal-humorados; la familia no nos hacía el menorcaso, salvo cuando el muchacho hizo ladrar alperro, que es lo que hacía cada vez que la seño-ra Pardiggle se ponía más enfática. Las dos ad-vertíamos dolorosamente que entre nosotras yaquella gente existía una barrera férrea, quenuestra nueva amiga no podía levantar. Nosabíamos quién ni cómo podría levantarla, perosí sabíamos que ella no. Nos parecía que inclu-so lo que leía y decía estaba mal escogido paraaquel público, aunque se hubiera impartido conla mayor modestia y el mayor tacto del mundo.En cuanto al librito que había mencionado elhombre recostado, después nos enteramos de loque era, y el señor Jarndyce comentó que du-daba que ni siquiera Robinson Crusoe hubierasido capaz de leerlo, aunque no hubiera tenidoningún otro en su isla desierta.

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En aquellas circunstancias, nos sentimosmuy aliviadas cuando la señora Pardiggle dejóde leer. El hombre del suelo volvió la cabezaotra vez y dijo desganado:

—¡Bueno! Eso es que ya ha terminado, ¿no?—Por hoy, amigo mío. Pero yo no me canso

nunca. Ya volveré a verlos en su momento —respondió la señora Pardiggle en tono muyanimado.

—¡Con tal que ahora se vaiga —dijo él, cru-zándose de brazos y cerrando los ojos mientraspronunciaba un juramento—, haga usted lo quequiera!

En consecuencia, la señora Pardiggle se le-vantó y organizó un torbellino en aquella habi-tacioncita, al que apenas si escapó ni la pipa.Después, tomando a uno de sus hijos de cadamano, y diciendo a los otros que la siguieran decerca, y con la expresión de su esperanza deque el ladrillero y toda su familia estuvieran enmejores circunstancias cuando volviera ella avisitarlos, pasó a otra casita. Espero que no pa-

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rezca demasiado duro por mi parte si digo queen todo aquello, como en todo lo que ella hacía,no mostró ningún ánimo conciliatorio, sino elde hacer la caridad al por mayor y de convertir-la en un negocio de grandes dimensiones.

Ella suponía que la seguíamos, pero encuanto vimos que se alejaba, nos acercamos a lamujer que estaba "ante la chimenea y le pregun-tamos si el bebé estaba enfermo.

Se limitó a mirarlo mientras él yacía en suregazo. Ya habíamos visto antes que cuando lomiraba se tapaba el ojo amoratado con la mano,como si deseara alejar al pobre niñito de todaidea del ruido, la violencia y los malos tratos.

Ada, cuyo buen corazón se había conmovidoal ver cómo estaba el niño, se inclinó a acari-ciarle la carita. Entonces vi yo lo que había ocu-rrido y le hice echarse atrás. El niño habíamuerto.

—¡Ay, Esther! —exclamó Ada cayendo derodillas ante él—. ¡Míralo! ¡Ay, Esther, queridamía, pobrecito! ¡Pobrecito, debe de haber sufri-

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do tanto! ¡Lo siento tanto por él! ¡Lo siento tan-to por su pobre madre! ¡Nunca en mi vidahabía visto nada más triste! .¡Ay, niño, niño!

Tanta compasión, tanta dulzura, al inclinarseella llorando, y cogerle la mano a la madre,hubiera ablandado el alma de cualquier madredel mundo. La mujer primero la miró asom-brada y después rompió en sollozos.

Al cabo de un rato le tomé del regazo su levecarga, hice lo que pude para que el descansodel niño pareciese más armonioso y más blan-do, lo puse en un cajón y lo cubrí con mi pañue-lo. Tratamos de consolar a la madre y le susu-rramos lo que decía de los niños Nuestro Sal-vador. Ella no nos respondió nada, sino quesiguió allí sentada llorando, llorando mucho.

Cuando me di la vuelta vi que el mucha-

cho había sacado al perro y estaba mirándo-

nos desde la puerta, con los ojos secos, pero

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en silencio. También la chica estaba en silen-

cio, sentada en un rincón y mirando al suelo.

El hombre se había levantado. Seguía fuman-

do su pipa con aire desafiante, pero estaba

callado.

Mientras yo los miraba entró corriendo unamujer muy fea y mal vestida, que fue directa-mente a la madre, diciendo: « ¡Jenny! ¡Jenny! »Cuando la madre oyó su nombre se levantó yse lanzó al cuello de la mujer.

También ésta tenía en la cara y en los brazoshuellas de malos tratos. No tenía ningún rasgoagradable, salvo su gesto de conmiseración,pero cuando se condolió con la mujer, y empe-zó a llorar también ella, no le hacía falta serbella. Digo que se condolió, pero no decía más

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que: «¡Jenny! ¡Jenny!» Todo estaba en el tonocon que lo decía.

Me pareció muy emocionante ver tan unidasa aquellas dos mujeres, tan ordinarias, des-aseadas y maltratadas; ver lo que podían ser launa para la otra; ver lo que sentían la una por laotra; cómo se ablandaba el corazón de ambasante las duras pruebas de sus vidas. Creo quenunca vemos el lado bueno de esa gente. Espoco lo que se sabe de lo que son los pobrespara los pobres, salvo lo que saben ellos mis-mos y Dios.

Consideramos mejor retirarnos y dejarlas asolas. Nos fuimos en silencio y sin que nadie sefijara en nosotras, salvo el hombre. Éste estabaapoyado en la pared junto a la puerta, y al verque apenas si teníamos sitio para pasar, salióantes que nosotras. Parecía como si quisieradisimular que lo hacía por nosotras, pero nosdimos cuenta de que era así y le dimos las gra-cias. No nos respondió.

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Al volver a casa, Ada estaba tan triste, y Ri-chard, a quien encontramos allí, se preocupótanto al verla llorar (¡aunque cuando ella salióme comentó que también verla así era muyhermoso!), que decidimos volver por la noche allevarles algo y repetir nuestra visita a casa delladrillero. Al señor Jarndyce le dijimos lo me-nos posible, pero en seguida cambió la direc-ción del viento.

—Pues es una gente excelente —dijo, empe-zando a pasearse—, la señora Pardiggle y todoslos demás. ¡Gente excelente! Hacen mucho bieny quieren hacer mucho más. Pero quieren quede todos los Telares salga el mismo modelo, loquieren todo; se empeñan en matar moscas acañonazos, en armar jaleo por todo, ¡y son tancondenadamente infatigables... ! ¡Ay, Dios mío,es verdad, siento el viento por todas partes!

Aquella noche, Richard nos acompañó a laescena de nuestra expedición matutina. Por elcamino tuvimos que pasar junto a una tabernaruidosa, junto a cuya puerta había varios hom-

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bres. Entre ellos, y metido en una discusión, es-taba el padre del bebé. Poco después pasamosal muchacho, acompañado por el perro. Lahermana estaba riéndose y charlando con otrasjóvenes en la esquina de la fila de casitas, peropareció sentir vergüenza al vernos y nos dio laespalda.

Dejamos a nuestra escolta a escasa distanciade la vivienda del ladrillero, y seguimos solasadelante. Cuando llegamos a la puerta, nostropezamos con la mujer que tanto había conso-lado a la madre, que estaba de pie allí y mirabaafuera, preocupada.

—¿Son ustedes, señoritas? —preguntó en unsusurro—. Estoy mirando por si llega mi hom-bre. Tengo el corazón en la boca. Si me pescafuera de casa, seguro que me mata.

—¿Se refiere usted a su marido? —pregunté.—Sí, señorita, mi hombre. Jenny está dormi-

da, está agotada. La pobrecita apenas si sehabía quitado a la criatura del regazo, siete días

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y siete noches, menos cuando he venido yopara que descansara un rato.

Se hizo a un lado, y nosotras entramos en si-lencio y depositamos lo que habíamos traído allado de la yacija miserable en que estaba dur-miendo la madre. Nadie había hecho nada porarreglar el cuarto, que parecía, por su propianaturaleza, imposible de limpiar, pero la criatu-rita cerúlea, que parecía irradiar tanta solemni-dad, estaba vuelta a arreglar y a lavar, y sobremi pañuelo, que seguía cubriendo al pobre be-bé, las mismas manos ásperas y llenas de cica-trices habían depositado tiernamente un rami-llete de flores silvestres.

—¡Que el cielo se lo pague! —exclamé—. Esusted muy buena.

—¿Yo, señoritas? —contestó, sorprendida—. ¡Callen! ¡Jenny! ¡Jenny!

La madre había gemido en sueños y sehabía movido. Pareció que el sonido de aque-lla voz conocida volvía a calmarla. Quedó ensilencio una vez más.

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¡Qué poco me imaginaba yo, al levantar mi

pañuelo para ver al pequeñito que dormía bajo

él y sentir como que veía un halo brillar en

torno al niño entre el pelo caído de Ada cuan-

do ésta inclinó la cabeza conmiserativa, qué

poco me imaginaba yo en qué seno inquieto

llegaría a reposar aquel pañuelo, tras cubrir

este otro pecho inmóvil y en paz! No pensé

más que quizá el Ángel de aquel niño no deja-

ría de tener conciencia de la mujer que lo vol-

vía a colocar con mano tan solícita, que quizá

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no la olvidara del todo poco después, cuando

nos despidiéramos de ella y la dejáramos a la

puerta, mirando unas veces y escuchando

otras, aterrada por su propia suerte, mientras

seguía diciendo con su aire tranquilizador de

siempre: «¡Jenny! ¡Jenny!»

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CAPÍTULO 9

Signos y símbolos

No sé cómo, pero parece que siempre estu-viera escribiendo sobre mí misma. Todo eltiempo me propongo escribir acerca de otragente, y trato de pensar en mí misma lo menosposible, y la verdad es que cuando me encuen-tro con que vuelvo a estar yo en la narración,me enfado mucho y me digo: «¡Vamos, vamos,no seas tan pelma, te lo digo de verdad!», perono vale de nada. Espero que si alguien lee loque escribo, comprenderá que si estas páginascontienen tantas cosas relativas a mí, sólo cabesuponer que debe de ser porque yo tengo algoque ver con ellas y no puedo omitirlas.

Mi niña y yo leíamos, cosíamos y hacíamosmúsica juntas, y hallábamos tantas cosas quehacer con nuestro tiempo, que los días del in-vierno volaban como aves de brillantes colores.

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Casi todas las tardes y todas las veladas noshacía compañía Richard. Aunque era una de laspersonas más inquietas del mundo, desde lue-go le agradaba mucho estar con nosotras.

Le tenía mucho, mucho, mucho cariño aAda. Lo digo de verdad, y prefiero decirlo des-de el principio. Nunca había visto antes cómose enamoraban dos jóvenes, pero pronto lo vi.Naturalmente, yo no podía comentarlo, ni mos-trar que me había enterado. Por el contrario, meporté con tal discreción, y tanto hice como queno me daba cuenta, que a veces, cuando estabasentada a mi trabajo, me preguntaba si no meestaba convirtiendo en una hipócrita.

Pero no había forma de evitarlo. Bastabacon quedarme callada, y yo me mantenía máscallada que una ostra. También ellos se man-tenían muy callados, en cuanto a palabrasrespectaba, pero la forma inocente en la quecada vez recurrían más a mí, a medida que seiban aficionando cada vez más el uno al otro,

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era tan encantadora, que me resultaba muydifícil no revelar cuánto me interesaba.

—Nuestra viejecita es una viejecita tanmagnífica —decía Richard cuando venía averme en el jardín, a primera hora de la ma-ñana, con su agradable sonrisa y quizá unalevísima huella de rubor—, que no podríaarreglármelas sin ella. Antes de iniciar mi díasuperocupado, con todos esos libros e ins-trumentos, y después echarme a galopar pormontes y valles, por toda la zona, como sifuera un atracador de caminos..., ¡me sientatan bien el venir a darme un paseo con nues-tra pacífica amiga, que aquí estoy otra vez!

—Ya sabes, querida señora Durden —medecía Ada por las noches, con la cabeza pues-ta en mi hombro mientras la luz de la chime-nea se reflejaba en sus ojos pensativos—, quecuando subimos aquí arriba no quiero hablar.Sólo quedarme sentada un ratito, con tu cari-ta por toda compañía, y escuchar el viento, yrecordar a los pobres marineros embarcados...

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¡Vaya! Quizá Richard iba a hacerse marino.Habíamos hablado muchas veces de ello, y sehabía mencionado la posibilidad de satisfacersus ambiciones de infancia de embarcarse. Elseñor Jarndyce había escrito a un pariente dela familia, un importantísimo señor llamadoSir Leicester Dedlock, para que se interesaraen pro de Richard, en general, y Sir Leicesterhabía contestado muy amable que «celebraríaayudar en la vida al joven caballero, si es queello estaba en su mano, lo que no era nadaprobable, y que milady enviaba sus saludos aljoven caballero (con el cual recordaba perfec-tamente que tenía un parentesco lejano), yconfiaba que cumpliría siempre con su deberen cualquier profesión honorable que él deci-diera».

—De manera que ya veo con toda claridad—me decía Richard— que tendré que abrirmecamino por mi cuenta. ¡No importa! Muchagente ha tenido que hacer lo mismo antes queyo, y ha salido adelante. Lo único que querría

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es tener el mando de un clipper corsario, paraempezar, y así podría llevarme al Canciller ytenerlo a pan y agua hasta que fallara ennuestra causa. ¡Pronto iba a adelgazar ése sino se daba prisa!

Richard, con una alegría de ánimo y unamoral que casi nunca decaían, tenía un carác-ter despreocupado que a veces me dejabaperpleja, sobre todo porque, aunque parezcararo, confundía aquello con la prudencia. Eraalgo que entraba de manera muy singular entodos sus cálculos sobre el dinero, y que creoque no puedo explicar de mejor manera quesi recuerdo durante un momento nuestropréstamo al señor Skimpole.

El señor Jarndyce había averiguado la can-tidad, no sé si por el propio señor Skimpole opor Coavinses, y había puesto el dinero enmis manos, con el encargo de que me quedasecon la parte que me correspondía y le entre-gase el resto a Richard. La serie de pequeñosgastos irreflexivos que Richard justificó con la

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recuperación de sus diez libras, y el númerode veces que me mencionó esa suma como sila hubiera ahorrado o ganado, formarían con-juntamente toda una cantidad.

—¿Y por qué no, mi prudente Madre Hub-bard? —me preguntó cuando, sin la menorreflexión, pretendió regalar cinco libras alladrillero—. Con el asunto de Coavinses heganado diez libras limpias.

—Explícamelo —dije.—Mira: me deshice de diez libras de las

que no me costó nada deshacerme, y quenunca esperaba volver a ver. ¿No me negaráseso?

—No —contesté.—Muy bien, y después me llegaron diez

libras...—Las mismas diez libras —sugerí yo.—¡Eso no tiene nada que ver! —replicó Ri-

chard—. Tengo diez libras más de lo que es-peraba, y en consecuencia puedo gastármelassin pensarlo demasiado.

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Exactamente igual, cuando se le persuadióde que no sacrificara aquellas cinco libras alconvencerlo de que no serviría de nada, aña-dió esa suma a su crédito y empezó a utilizar-la.

—¡Vamos a ver! —decía—. Con el asuntodel ladrillero me ahorré cinco libras, de ma-nera que si me hago un viajecito a Londres ensilla de postas y me gasto cuatro libras, toda-vía he ahorrado una. Y no está nada mal esodel ahorro. ¡Lo que se ahorra se tiene!

Creo que Richard tenía el carácter másfranco y generoso que darse puede. Era ar-diente y valeroso, y en medio de su inquietuddesenfrenada era tan dulce que en unas se-manas llegué a conocerlo como si fuera unhermano. La dulzura de su temperamento leera consustancial, y se hubiera mostrado so-bradamente incluso sin la influencia de Ada,pero gracias a ésta se convirtió en uno de loscompañeros más agradables del mundo,siempre tan dispuesto a manifestar interés,

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siempre tan contento, tan bienhumorado ytan animado. Estoy segura de que yo, sentadacon ellos, y hablando con ellos y paseandocon ellos, y advirtiendo de día en día cómoseguían enamorándose cada vez más, sin de-cir nada al respecto, y cada uno de ellos pen-sando tímidamente que aquel amor era elmayor de los secretos, tanto que quizá ni si-quiera el otro lo sospechaba... Estoy segura,digo, de que apenas si estaba yo menos en-cantada que ellos, y apenas menos complaci-da con aquel bonito sueño.

Así iba pasando el tiempo cuando unamañana, a la hora del desayuno, el señorJarndyce recibió una carta, y al mirar el remi-te exclamó: «Vaya, vaya! ¿De Boythorn?»26 y

26 «Boythorn» se podría descomponer en dospalabras: «boy»=muchacho, y «thorn»=espina oespino, lo que en cierto sentido refleja el carácter delpersonaje, inspirado, según parece por el amigo deDickens Walter Savage Landor (1775-1864), poeta yensayista

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la abrió y la leyó con un placer evidente,mientras nos anunciaba, entre paréntesis, alllegar a la mitad, que Boythorn iba a venir devisita. Pero ¿quién era Boythorn?, pensamostodos. Y me atrevo a decir que todos nos pre-guntamos también —por lo menos, yo me lopregunté— si Boythorn iba a injerirse en lamarcha de nuestras vidas allí.

—Con este chico, Lawrence Boythorn —dijo el señor Jarndyce dando unos golpecitosen la carta al ponerla en la mesa—, estuve yoen la escuela hace más de cuarenta y cincoaños. Entonces era el chico más impetuosodel mundo, y ahora es el hombre más impe-tuoso del mundo. Entonces era el chico másvociferante, y ahora es el hombre más vocife-rante. Entonces era el chico más animado ymás firme, y ahora es el hombre más animadoy más firme. Es un tipo enorme.

—¿De estatura, señor? —preguntó Ri-chard.

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—Desde luego, Rick, también en ese res-pecto —respondió el señor Jarndyce—, puestiene diez años y dos pulgadas más que yo, ylleva siempre la cabeza alta como un viejosoldado, el pecho firme y bombeado, unasmanos como las de un herrero, pero limpias,¡y qué pulmones! No existe un símil para esospulmones. Tanto si está hablando como rién-dose o roncando, hacen temblar las vigas delas casas.

Mientras el señor Jarndyce hablaba compla-cido de la imagen de su amigo Boythorn, ob-servamos el augurio favorable de que no semencionaba para nada un cambio en la direc-ción del viento.

—Pero lo que importa de ese hombre es loque lleva dentro, lo cálido de su corazón, suapasionamiento, lo ligero de su ánimo, Rick (¡yvosotras también, Ada y nuestra pequeña Tela-raña, porque a todos os interesa nuestro visi-tante!) —siguió diciendo—. Tiene un lenguajetan resonante como la voz. Siempre habla en

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extremos, perpetuamente en superlativo.Cuando condena algo, es de una ferocidad sinlímites. Por lo que dice, cabría pensar que es unogro, y creo que tiene fama de serlo con algunagente. ¡Pero vamos! No os voy a decir nada máspor adelantado. No os sorprendáis si veis queme trata con aire protector, porque nunca haolvidado que en la escuela yo era uno de lospequeños, y nuestra amistad comenzó cuandole hizo saltar dos dientes a mi peor perseguidor(él dice que fueron seis) antes de desayunar.Querida mía, Boythorn y su criado llegarán estatarde —me dijo.

Me encargué de que se hicieran los prepara-tivos necesarios para la recepción del señorBoythorn, y esperamos su llegada con una cier-ta curiosidad. Pero la tarde fue pasando y noapareció. Llegó la hora de cenar y seguía sinaparecer. Retrasamos la cena en una hora, yestábamos sentados en torno a la chimenea, sinmás luz que la de ésta, cuando de pronto seabrió de golpe la puerta de entrada y el ves-

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tíbulo resonó con la siguientes palabras, pro-nunciadas con la mayor vehemencia y en tonoestentóreo:

—Nos ha indicado mal el camino, Jarndyce:un rufián nos dijo que torciéramos a la derechaen lugar de a la izquierda. Es el sinvergüenzamás indigno del mundo. Su padre tiene quehaber sido un malvado de siete suelas parahaber engendrado a tal hijo. ¡Por mí, al indivi-duo podrían fusilarlo!

—¿Lo hizo adrede? —preguntó el señorJarndyce.

—¡No me cabe la menor duda de que el bri-bón se pasa la vida engañando a los viajeros! —replicó el otro— Por mis huesos, juro que mepareció el tipo más feo que he visto en mi vida,cuando me dijo que torciera a la derecha. ¡Y sinembargo, ahí me quedé, mirándolo a la cara,sin saltarle la cabeza!

—¿No serían los dientes? —preguntó el se-ñor Jarndyce.

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—¡Ja, ja, ja! —rió el señor Lawrence Boyt-horn, y era verdad que hizo vibrar toda la ca-sa—. ¡Ya veo que no lo has olvidado! ¡Ja, ja, ja!¡Aquél también era un bribón consumado! Juropor mi alma que la jeta de aquel individuo,cuando era muchacho, era la imagen más negrade la perfidia, la cobardía y la crueldad quejamás se le haya ocurrido a nadie poner de es-pantapájaros en medio de un campo lleno desinvergüenzas. ¡Sí mañana me encontrase en lacalle a aquel déspota sin igual, lo tumbaríaigual que a un árbol podrido.

—No me cabe la menor duda —observó elseñor Jarndyce—. Y ahora, ¿quieres venir arri-ba?

—Te juro por mi alma, Jarndyce —replicó suinvitado, que pareció mirar su reloj—, que sihubieras sido casado, me habría vuelto a lapuerta del jardín y me hubiera ido a las cimasmás remotas del Himalaya, antes que presen-tarme a una hora tan poco razonable.

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—Hombre, espero que no te hubieras ido tanlejos —dijo el señor Jarndyce.

—¡Juro por mi vida y por mi honor que sí! —exclamó el visitante—. Yo no tendría la insolen-cia de tener esperando a la señora de la casatodo este tiempo por nada del mundo. Preferi-ría matarme antes. ¡Te juro que lo preferiría!

Con esta conversación iban subiendo, y alcabo de un rato oímos su risa en el dormitorio,que tonaba «Ja, ja, ja!», y otra vez: «¡Ja, ja, ja!»,hasta que todos los ecos de los alrededores pa-recieron contagiarse y reírse con tantas ganascomo él, o como nosotros al oír su risa.

Todos teníamos un prejuicio en su favor,porque aquella risa denotaba pureza, al igualque su voz sana y vigorosa y la rotundidad y elvigor con que pronunciaba cada una de suspalabras, y la misma furia de sus superlativos,que parecían dispararse como salvas de cañón,que jamás hacen daño a nadie. Pero no estába-mos en absoluto preparados para que todoaquello se viera también confirmado por su

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aspecto cuando nos lo presentó el señor Jarn-dyce. No sólo era un anciano muy atractivo,tieso y firme como se nos había descrito, conuna gran cabeza canosa, una cara llena de com-postura cuando no hablaba, una figura que pu-diera haberse convertido en corpulenta de nohaber sido que, por estar en movimiento conti-nuo, no le daba descanso, y una barbilla quepodría haberse convertido en papada de nohaber sido por el énfasis vehemente que habíade subrayar en todo momento, sino que ade-más era tan señorial en sus modales, de unacortesía caballeresca, con la cara iluminada poruna sonrisa tan dulce y tan tierna, que parecíaevidente que no tenía nada que disimular, sinoque se mostraba exactamente como era, incapaz(como dijo Richard) de hacer nada a escala limi-tada, y siempre disparando aquellos cañonazosde salvas, porque jamás llevaba armas peque-ñas, que de verdad no pude evitar el contem-plarlo con igual placer cuando se sentó a cenar,fuera que estuviese conversando agradable-

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mente con Ada y conmigo, o que el señor Jarn-dyce lo provocara para que soltase una granandanada de superlativos, o que echara la ca-beza atrás, con un gesto como de un galgo, ysoltara aquellas enormes carcajadas.

—¿Te habrás traído el pájaro, supongo? —preguntó el señor Jarndyce.

—¡Juro por el cielo que es el pájaro másasombroso de Europa! —replicó el otro—. ¡Es elser más maravilloso! No aceptaría por ese pája-ro ni diez mil guineas que me ofreciesen. Por sivive más tiempo que yo, ya le he dejado unapensión anual en mi testamento. Por su sentidoy por su fidelidad, es un fenómeno. ¡Y antesque él, su padre ya era un pájaro de lo másasombroso!

El objeto de tantos elogios era un pequeñocanario tan domesticado, que el criado del se-ñor Boythorn lo bajó posado en el índice, y trasun vuelito en torno a la habitación, se posó enla cabeza de su amo. Pensé que el oír después alseñor Boythorn expresar los sentimientos más

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implacables y apasionados, con aquel animalitodiminuto posado en la cabeza tan tranquilo, erauna buena demostración del carácter de aquelhombre.

—Por mi alma te juro, Jarndyce —dijo, su-biendo con gran cuidado un trocito de pan paraque lo picoteara el canario—, que si estuvierayo en tu lugar, mañana mismo me iría a buscara todos los Procuradores de Cancillería, y lossacudiría hasta que se les saliera el dinero porlos bolsillos y se les soltaran todos los huesosdel cuerpo. Le sacaría una solución a alguien,por las buenas a por las malas. ¡Si me permitesque me encargue yo, te haría ese favor con su-mo gusto! —mientras todo ese tiempo el dimi-nuto canario le comía mansamente en la mano.

—Gracias, Lawrence, pero el pleito está yatan avanzado —respondió el señor Jarndyce,riendo—, que no podría adelantar mucho me-diante el procedimiento jurídico de sacudir atodos los magistrados y todos los abogados.

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—En todo este mundo jamás ha habido unantro tan infernal como la Cancillería! —continuó el señor Boythorn—. ¡La única formade reformarlo sería meterle una mina explosivapor debajo, un día bien ocupado mientras estu-viera en sesión, para que todos sus archivos,sus normas y sus precedentes, y todos sus fun-cionarios, volaran, altos y bajos, arriba y abajo,desde el Hijo del Contador General hasta elPadre del Diablo, todos ellos reventados enátomos con diez mil quintales de pólvora!

Resultaba imposible no reír ante la gravedadenérgica con la que recomendaba aquella drás-tica medida de reforma. Cuando nos echamos areír, él echó atrás su enorme tórax y otra vezpareció que todos los alrededores hacían eco asu «Ja, ja, ja!». Aquello no perturbó en lo másmínimo al pájaro, que se sentía muy seguro, yque se puso a dar saltitos por la mesa, volvien-do la cabecita rápidamente a un lado y a otro,mirando repentinamente con sus ojos brillantes

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a su amo, como si éste no fuera más que otropájaro.

—Pero ¿cómo os va a ti y a tu vecino con elpleito por la servidumbre de paso? —preguntóel señor Jarndyce—. ¡Tú tampoco te has libradode las garras de la ley!

—Ese individuo me ha puesto pleito, a mí,por intrusión, y yo le he puesto pleito, a él, porintrusión —replicó el señor Boythorn—. Por elcielo, juro que es el tipo más orgulloso de estemundo. Es moralmente imposible que se llameSir Leicester. Debe de llamarse Sir Lucifer.

—¡Vaya un cumplido para nuestro primo le-jano! —dijo mi tutor, risueño, a Ada y a Ri-chard.

—Pediría perdón a la señorita Clare y al se-ñor Carstone —continuó nuestro visitante—, sino me sintiera tranquilizado al ver en la bellacara de la dama, y en la sonrisa del caballero,que es totalmente innecesario y que mantienena su primo lejano a distancia razonable.

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—O es él quien nos mantiene así a nosotros—sugirió Richard.

—Por mi alma, juro —exclamó el señorBoythorn, disparando repentinamente otra an-danada— que ese tipo, y antes su padre, y an-tes su abuelo, es el imbécil más arrogante, tiesoy terco que jamás haya nacido en este mundo,por no se sabe qué error inexplicable de la Na-turaleza, con una condición más alta que unabayeta de fregar. ¡Todos los de esa familia sonunos cretinos pomposos, vanidosos y negados!Pero da igual; no me van a cerrar el caminoaunque fueran cincuenta baronets fundidos enuno y viviera en cien Chesney Wolds, el unodentro del otro, como las bolas de marfil de unatalla china. Ese tipo, por conducto de su agente,o de su secretario, o de quien sea, me escribe losiguiente: «Sir Leicester Dedlock, Baronet, sa-luda atentamente al señor Lawrence Boythorny señala a su atención que el sendero verdejunto a la antigua vicaría, actual propiedad delseñor Lawrence Boythorn, tiene servidumbre

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de paso de Sir Leicester, pues forma de hechoparte del parque de Chesney Wold, y que SirLeicester considera conveniente cerrar el mis-mo.» Y yo le escribo: «El señor Lawrence Boyt-horn saluda atentamente á Sir Leicester Ded-lock, Baronet, y señala a su atención que niegatotalmente todo lo que diga Sir Leicester Ded-lock acerca de lo que sea, y ha de añadir, conreferencia al cierre del sendero, que celebraríaconocer al hombre que se atreva a meterse enesa tarea.» El tipo envía a un bribón de lo másruin, y encima tuerto, a construir una puerta.Enchufo a ese sinvergüenza execrable con unamanguera hasta que lo dejo casi sin aliento. Eltipo erige una puerta de noche. Yo la hago pe-dazos y los quemo a la mañana siguiente. Envíaa sus lacayos a que salten la cerca y entren enmis tierras una vez tras otra. Yo les pongotrampas no mortales, les disparo con postas alas piernas, les enchufo con la manguera, deci-dido a liberar á la Humanidad de la existenciainsoportable de esos rufianes acechantes. Me

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denuncia por intrusión; lo denuncio por intru-sión. Me denuncia por agresiones; me defien-do y sigo agrediéndolos. ¡Ja, ja, ja!

De oírle decir aquello con una energía in-imaginable, cabría haber pensado de él queera una persona violentísima. Al verlo almismo tiempo, mientras contemplaba al paja-rito, que ahora se le había posado en un pul-gar, y le acariciaba blandamente las plumascon un dedo, cabría pensar que era uno de losseres más dulces del mundo. Al oírlo reír yver el buen humor que se le reflejaba en lacara, cabría suponer que no había en la vidanada que lo preocupara, ni una pelea, ni nadadesagradable, sino que toda su existencia erade una placidez luminosa.

—No, no —continuó—, ni hablar de queme cierren mis caminos, ¡y menos un Ded-lock! Aunque estoy dispuesto a confesar —dijo, ablandándose un momento— que LadyDedlock es toda una señora de mundo, aquien rendiría el mayor homenaje que pueda

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hacer un mero caballero, y no un baronet conla cabeza grillada desde hace más de sete-cientos años. Un hombre que ingresó en suregimiento a los veinte, y en menos de unasemana ya había desafiado al jefe más man-dón y presuntuoso que jamás haya respiradoen la medida en que se lo permitía lo apreta-do del corsé (y a quien por eso expulsaron),ese hombre no se va a dejar pisotear por nin-gún Sir Lucifer, ni vivo ni muerto, ni cerradoni abierto27. ¡Ja, ja, ja!

—¡Igual que no dejaba que pisotearan a losmás pequeños de su colegio —dijo mi tutor.

—¡Desde luego que no! —afirmó el señorBoythorn tomándolo del hombro con un aireprotector, que tenía un matiz de seriedad,aunque se reía al hablar—. ¡Siempre en de-fensa del débil, Jarndyce, de eso puedes estarseguro! Pero, hablando de esta incursión, con

27 Ahora el juego de palabras con los compo-nentes fonéticos del nombre de «Dedlock» va en elsentido de «dead»=muerto, «locked»=cerrado

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el perdón de la señorita Clare y de la señoritaSummerson por lo mucho que hablo de untema tan aburrido, ¿no te ha llegado nada detus abogados, Kenge y Carboy?

—Creo que no. ¿Esther? —me preguntó elseñor Jarndyce.

—Nada, Tutor.—¡Muchas gracias! —dijo el señor Boyt-

horn—. No hacía falta preguntar, por lo pocoque ya sé de la atención que presta la señoritaSummerson a todos los que la rodean —todosme alentaban, estaban decididos a alentar-me—. He preguntado porque, como vengo deLincolnshire, naturalmente no he podido pa-sar por Londres, y pensé que quizá me hubie-ran enviado algo de correo aquí. Supongoque mañana por la mañana me dirán cómovan las cosas.

Aquella velada, que fue muy agradable, lovi tantas veces contemplar a Ada y Richardcon un interés y una satisfacción que impri-mían en su rostro una expresión agradabilí-

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sima, mientras, sentado a poca distancia delpiano, escuchaba la música (y no tuvo necesi-dad de decirnos que era un aficionado apa-sionado de la música, pues lo mostraba en sugesto), que pregunté a mi Tutor, mientrasjugábamos al backgammon, si el señor Boyt-horn se había casado alguna vez.

—No —me respondió—, no.—¡Pero sí que quería casarse!—¿Y cómo lo sabes? —me preguntó con

una sonrisa.—Bueno, Tutor —expliqué, no sin rubori-

zarme un poco al aventurar lo que estabapensando—, es que, después de todo, en sucomportamiento hay algo tan dulce, y es tangentil y tan cortés con nosotros, y...

El señor Jarndyce miró hacia donde estabasentado el señor Boythorn, tal y como acabode describirlo.

No dije nada más.

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—Tienes razón, mujercita —respondió—.Una vez estuvo a punto de casarse. Hace mu-cho tiempo. Y sólo una vez.

—¿Es que murió la dama?—No, pero murió para él. Y aquello lo dejó

marcado para toda la vida. ¿Podrías suponer

que todavía tiene la cabeza llena de ideas ro-

mánticas?

—Creo, Tutor, que es fácil de suponer. Pero,claro, resulta fácil suponerlo cuando ya me loha dicho usted.

—Desde entonces nunca ha vuelto a ser loque era —dijo el señor Jarndyce—, y ahora yalo ves, viejo, sin nadie a su lado más que sucriado y su amiguito amarillo... ¡Te toca tirar,jovencita!

Por la actitud de mi Tutor percibí que nopodía seguir adelante con el tema sin que cam-

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biara la dirección del viento. En consecuencia,me abstuve de hacerle más preguntas. Me sen-tía interesada, pero no curiosa. Aquella noche,cuando me despertaron los estentóreos ronqui-dos del señor Boythorn, estuve pensando unrato en aquella antigua historia de amor, e in-tenté hacer eso que resulta tan difícil, y que esimaginar a los ancianos cuando eran jóvenes, ydotados de todos los atractivos de la juventud.Pero volví a quedarme dormida antes de lo-grarlo, y soñé con la época en que yo vivía encasa de mi madrina. No estoy lo sufi-cientemente versada en esos temas como parasaber si era notable o no que casi siempre missueños se refiriesen a aquel período de mi vida.

Con la mañana llegó una carta de los señoresKenge y Carboy para el señor Boythorn, en laque le comunicaban que a mediodía iría a verlouno de sus pasantes. Era el día de la semana enque me correspondía pagar las cuentas, ponermis libros en orden y organizar lo mejor posibletodas las cosas de la casa, así que me quedé en

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ella mientras el señor Jarndyce, Ada y Richardaprovechaban que hacía un día excelente parahacer una pequeña excursión. El señor Boyt-horn tenía que esperar al pasante de Kenge yCarboy, y después saldría a pie para reunirsecon ellos en el camino de vuelta.

¡Bien! Yo estaba ocupadísima en examinarlas cuentas de las tiendas, sumar columnas,pagar dinero, llenar recibos, y seguro que enmontar un gran jaleo con todo aquello, cuandoanunciaron e hicieron entrar al señor Guppy.Ya tenía yo una idea de la posibilidad de que elpasante que iba a venir fuera el joven caballeroque me había ido a buscar al coche, y celebrémucho verlo, pues lo relacionaba con mi felici-dad actual.

Apenas si lo reconocí, pues estaba extraor-dinariamente elegante. Llevaba un traje total-mente nuevo de paño lustroso, un sombreroreluciente, guantes de cabritilla color lila, unpañuelo multicolor al cuello, una gran flor deinvernadero en el ojal de la solapa y un grueso

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anillo de oro en el meñique, además de lo cualperfumaba todo el comedor con grasa de oso28

y otros aromas. Me miró con una atención queme dejó muy confusa, cuando le pedí que to-mara asiento hasta que regresara la criada, ymientras estaba allí sentado, cruzando y des-cruzando las piernas en un rincón, y le pregun-té si había tenido un buen viaje, y añadí queesperaba que el señor Kenge estuviera bien, meencontré con que me estaba contemplando dela misma manera inquisitiva y curiosa.

Cuando le llegó la petición de que fuera alpiso de arriba a la habitación del señor Boyt-horn, le mencioné que cuando bajara tendríapreparado algo de comer, y que el señor Jarn-dyce esperaba que lo aceptara. Dijo con un cier-to nerviosismo, mientras seguía agarrando elpicaporte:

28 La grasa de oso se utilizaba como base enla cosmética

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—¿Y tendré el honor de volver a verla en esemomento, señorita?

Le dije que sí, que allí estaría, y se marchócon una reverencia y otra mirada.

A mí sencillamente me pareció que era algotorpe y tímido, pues, evidentemente, se hallabamuy nervioso, y supuse que lo mejor que podíahacer yo era esperar hasta ver que tenía todo loque pudiera desear, y después dejarlo para quecomiera a solas. El almuerzo lo trajeron pronto,pero él tardó algún tiempo en bajar a la mesa.La entrevista con el señor Boythorn fue larga, ycreo que tormentosa, pues aunque su habita-ción estaba un tanto lejos, oí que de vez encuando se levantaba aquella voz estentóreacomo un viento tempestuoso, que evidente-mente lanzaba perfectas andanadas de denun-cias.

Por fin volvió el señor Guppy, con aspectode haber sufrido un tanto en la conferencia, yme dijo en voz baja:

—¡Señorita, le juro que es un tártaro!

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—Señor mío,— le ruego que tome algo pararestaurarse —le dije.

El señor Guppy se sentó a la mesa y empezóa afilar, nervioso, el cuchillo de trinchar con eltenedor de lo mismo, mientras me seguía mi-rando (estaba segura, sin necesidad de mirarloa él) de aquella misma manera extraña. Estuvotanto tiempo afilando el cuchillo, que por finsentí una especie de obligación de levantar lavista, para romper el hechizo en el que parecíahallarse sumido y que no lo abandonaba.

Inmediatamente bajó los ojos al plato y em-pezó a trinchar.

—¿Qué come usted, señorita? ¿No quiere us-ted tomar algo?

—No, gracias —dije.—¿De verdad que no quiere usted nada de

nada, señorita? —preguntó el señor Guppy,bebiéndose a toda prisa un vaso de vino.

—Nada, gracias —respondí—. Si estaba es-perando era únicamente para tener la seguri-

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dad de que no le hace falta nada. ¿Quiere ustedque le pida algo más?

—No, gracias, señorita, aunque se lo agra-dezco mucho. No me hace falta nada para sen-tirme perfectamente..., o, bueno, mejor dicho...,no es que nunca me sienta perfectamente... —yse bebió dos vasos de vino seguidos.

Consideré mejor marcharme.—¡Pero perdone, señorita! —dijo el señor

Guppy, levantándose de la mesa cuando vioque me levantaba yo—. ¿Me permite una con-versación de un minuto, en privado?

Me volví a sentar, sin saber qué decir.—¿Puedo decirle lo siguiente sin perjuicio,

señorita? —preguntó el señor Guppy, mientrasme acercaba nervioso una silla a la mesa.

—No sé a qué se refiere usted —dije, extra-ñada.

—Es un término jurídico, señorita. Significaque no va usted a utilizarlo en detrimento mío,ni en Kenge y Carboy ni en ninguna parte. Sinuestra conversación no lleva a nada, me que-

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do igual que estaba, sin ningún perjuicio parami situación ni para mis perspectivas de carre-ra. Dicho en resumen, le estoy hablando demanera totalmente confidencial.

—Caballero —contesté—, no me puedoimaginar lo que me puede usted comunicar demanera totalmente confidencial, cuando no meha visto usted más que una vez, pero lamenta-ría muchísimo causarle a usted perjuicio algu-no.

—Gracias, señorita, estoy seguro..., con esobasta perfectamente. —Todo este tiempo, elseñor Guppy se estaba alisando el pelo con elpañuelo o se frotaba la palma de la mano iz-quierda con la de la derecha y con todas susfuerzas—. Si me permite usted que me sirvaotro vaso de vino, creo que eso me ayudaría acontinuar sin estarme sofocando constantemen-te, lo que sería desagradable para ambos.

Se lo sirvió y volvió a empezar. Yo aprove-ché la oportunidad para parapetarme tras mimesita.

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—¿No quiere usted tomar nada, señorita? —preguntó el señor Guppy, que aparentementese sentía restaurado.

—No, gracias —contesté.—¿Ni siquiera medio vasito? —preguntó el

señor Guppy—. ¿Ni un cuarto? ¡No! Bien, si-gamos. Mi sueldo actual, señorita Summerson,en Kenge y Carboy es de dos libras a la semana.Cuando tuve por primera vez la dicha de con-templarla a usted era de una libra y quince che-lines, y a ese nivel estaba desde hacía muchotiempo. Desde entonces ha subido cinco cheli-nes, y está garantizada otra subida de cincochelines al cabo de un plazo que no pasa dedoce meses de esta fecha. Mi madre tiene algu-nos bienes, que adoptan la forma de una pe-queña renta vitalicia, con la que vive sin pre-tensiones, pero con independencia, en OldStreet Road. Sería ideal como suegra. Nunca semete con nadie, es de lo más pacífico y de áni-mo tranquilo. Tiene sus defectos, como todo elmundo, pero nunca se los he visto cuando hay

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gente delante, y entonces puede usted confiarlecon toda tranquilidad todos sus vinos, alcoho-les o licores de malta. Por lo que a mí respecta,resido en Penton Place, Pentonville. Es un apar-tamento humilde, pero bien ventilado, con ven-tana al patio, y se considera que es uno de losbarrios más sanos. ¡Señorita Summerson! Se lodigo con toda franqueza: la adoro. ¿Tendríausted la amabilidad de permitirme (si puedodecirlo) hacerle una proposición?

El señor Guppy se puso de rodillas. Yo esta-ba protegida por mi mesita, y sin sentirme enexceso temerosa le dije:

—Caballero, levántese usted inmediatamen-te de esa posición ridícula o me obligará usted aromper mi promesa implícita y llamar con lacampanilla!

—¡Señorita, escúcheme usted, por favor! —exclamó el señor Guppy con las manos entrela-zadas.

—Caballero, no puedo acceder a escucharuna palabra más —repliqué—, salvo que se

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levante usted inmediatamente de esa alfombray vaya a sentarse a la mesa, que es lo que debeusted hacer si tiene un mínimo de sentido co-mún.

Me miró con ojos muy tristes, pero se levan-tó lentamente e hizo lo que le había dicho yo.

—Pero qué irónico resulta, señorita —dijo,llevándose una mano al corazón y haciéndomegestos melancólicos por encima de la bandeja—, estar detrás de unos platos de comida en unmomento así. El alma rechaza la idea de la co-mida en momentos así, señorita.

—Le ruego que concluya —repliqué—; meha pedido usted que lo escuche, y le ruego queconcluya.

—Desde luego, señorita —dijo el señorGuppy—. Igual que amo y honro, obedezco.¡Ojalá pudiera hacer a usted el objeto de esejuramento, ante el altar!

—Eso es completamente imposible —contesté—, y no quiero ni oír hablar de ello.

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—Ya sé —dijo el señor Guppy, inclinándosesobre la bandeja y contemplándome, segúnvolví a tener una extraña sensación, aunque noestaba mirándolo a los ojos, con aquella miradafija— ya sé que desde un punto de vista mun-dano, y conforme a todas las apariencias, miproposición parece pobre. Pero, señorita Sum-merson, ¡ángel mío!... No, no llame... A mí mehan educado en una escuela muy difícil, y estoyacostumbrado a procedimientos muy diversos.Aunque soy todavía joven, he sabido encontrarmuchas pruebas, he preparado casos y he vistomucho en la vida. Si tuviera la dicha de que meconcediera su mano, ¡cuántos medios podríaencontrar de defender los intereses de usted, yde hallarle una fortuna! ¿Qué es lo que no po-dría averiguar de lo que a usted le concierne?Claro que todavía no sé nada, pero, ¿qué es loque no podría averiguar yo, si contara con suconfianza y su estímulo?

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Le dije que su alusión a mis intereses, o a lo

que él calificaba de mis intereses, tenía tan poco

éxito como cuando se refería a mis sentimien-

tos, y le rogué que comprendiese que le rogaba,

por favor, que se fuera inmediatamente.

—¡Cruel señorita —dijo el señor Guppy—,

escuche nada más que otra palabra! Creo que

debe usted de haber advertido cuánto admira-

ba sus encantos el día en que la fui a esperar a

la Hostería del Caballo Blanco. Creo que debe

usted de haber observado que no pude por

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menos de rendir homenaje a esos encantos

cuando le puse la escalerilla de la diligencia.

Era un homenaje menor de lo que usted mere-

cía, pero la intención era buena. Desde entonces

llevo su imagen impresa en mi corazón. Me he

paseado más de una vez ante la casa de Jellyby,

sólo por contemplar las piedras que una vez la

albergaron. Esta gira de hoy, totalmente inne-

cesaria en cuanto a su pretendido objeto, fue

algo que planeé yo solo y sólo por usted. Si

hablo de intereses es sólo para que me conside-

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re aceptable, con mi respetuoso sufrimiento. El

amor estaba por encima de eso, y seguirá es-

tando por encima de eso.

—Lamentaría muchísimo, señor Guppy —observé, levantándome y llevando la mano alcordón del timbre—, el hacer a usted o a cual-quier persona sincera la injusticia de despreciarun sentimiento honesto, por desagradablemen-te que se expresara. Si de verdad pretendía us-ted darme una prueba de su estima, por malque haya elegido el momento y el lugar, creoque debo agradecérselo. Tengo pocos motivospara ser orgullosa, y no lo soy. Espero —añadí,sin saber muy bien lo que decía— que ahora sevaya como si nunca hubiera cometido ustedesta enorme tontería y se ocupe de los asuntosde los señores Kenge y Carboy.

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—¡Un instante, señorita! —exclamó el señorGuppy cuando yo iba a llamar—. ¿Todo ello sinperjuicio?

—No voy a mencionarlo nunca —contesté—, salvo que me dé usted motivo para ello en loporvenir.

—¡Medio instante, señorita! Si cambia ustedde idea, en cualquier momento, esté usteddonde esté, eso no importa, pues mis senti-mientos no pueden cambiar nunca, en cuanto alo que le he dicho, y sobre todo en cuanto a loque podría hacer: señor William Guppy, 87Penton Place, o, en caso de ausencia o de muer-te (por haber perdido toda esperanza o algopor el estilo), a la atención de la señora Guppy,302 Old Street Road; con eso bastará.

Toqué el timbre; acudió la criada, y el señorGuppy, dejando su tarjeta de visita en la mesa ycon una reverencia desganada, se marchó.Cuando levanté la vista al pasar él a mi lado, vique se volvía a mirarme una vez más despuésde cruzar la puerta.

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Me quedé allí sentada una hora o más, paraterminar mis cuentas y mis pagos y una seriede cosas más. Después ordené mi escritorio y loaparté todo, y me sentí tan compuesta y ani-mada que creí haber olvidado del todo aquelincidente inesperado. Pero cuando subí a mipropia habitación, me sorprendí al echarme areír de todo el asunto, y después me sorprendítodavía más al empezar a llorar en relación conél. En resumen, estuve muy agitada durante unrato, y me sentí como si hubiera tocado una viejacuerda sensible con más aspereza que jamásdesde la época de mi querida muñequita, quetanto tiempo llevaba enterrada en e! jardín.

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CAPITULO 10

El copista

En los límites orientales de Chancery Lane, esdecir, más concretamente en Cook's Court, Cur-sitor Street, el señor Snagsby, Papelero de losTribunales, se consagra a su legalísima ocupa-ción. A la sombra de Cook's Court, que casisiempre es un lugar sombrío, el señor Snagsbyvende todo género de formularios de papel delEstado: piel y rollos de pergamino; papel debarba, satinado, a rayas, marrón, blanco, hueso ysecante; sellos; plumas para oficina, plumas co-rrientes, tinta, gomas, arenilla, alfileres, lacres ysellos; cinta roja y cinta verde; agendas, almana-ques, diarios y listas legales; rollos de cuerda,reglas, tinteros —de plomo y de vidrio—, nava-jas, tijeras, cortaplumas y otros artículos de ofi-cina; en resumen, objetos demasiado numerosospara mencionarlos todos, y allí está desde que

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cumplió su aprendizaje y se hizo socio de Peffer.En aquella ocasión Cook's Court pasó en ciertosentido por una revolución al aparecer una ins-cripción nueva y recién pintada, PEFFER YSNAGSBY, que desplazó a la leyenda tra-dicional y no fácilmente legible de PEFFER,únicamente. Pues el humo, que es la hiedra deLondres, se había retorcido tanto en torno alnombre de Peffer, y de tal manera se aferraba asu residencia, que el afectuoso parásito habíadominado totalmente al árbol padre.

Hoy día ya no se ve nunca a Peffer en Cook'sCourt. Y tampoco lo espera nadie allí, pues llevayaciendo desde hace un cuarto de siglo en elcementerio de la iglesia de San Andrés, Hol-born, y en su derredor pasan rugientes las ca-rretas y los coches, todo el día y la mitad de lanoche, como un gran dragón. Si alguna vez seausenta cuando descansa el dragón, para ir atomar el aire en Cook's Court, hasta que le ad-vierte que regrese el canto bienhumorado delgallo de la bodega de la pequeña lechería de

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Cursitor Street, cuyas ideas acerca de lo que esla luz del sol resultaría curioso averiguar, puespor observación personal no puede conocernada al respecto, si alguna vez, decimos, Peffervuelve a visitar las pálidas luces de Cook'sCourt, lo que no puede negar positivamenteningún honesto papelero de la especialidad,viene en forma invisible, y no afecta a nadie, ninadie se entera.

Cuando todavía vivía, e incluso durante elperíodo del aprendizaje de Snagsby, que durósiete largos años, vivía con Peffer en los mis-mos locales de la papelería de los tribunalesuna sobrina: una sobrina bajita y astuta com-primida de forma un tanto violenta en la cintu-ra, con una nariz afilada como una tarde fría deotoño, inclinada a helarse en la extremidad.Entre los residentes de Cook's Court corría elrumor de que la madre de la sobrina, cuandoésta era una niña, llevada de una celosa solici-tud de que la figura de aquélla llegara a la per-fección, le ataba los cordones del corset apo-

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yando el pie materno en la pata de la cama conobjeto de hacer más presión, y además que ab-sorbía por vía interna dosis de vinagre y jugode limón, ácidos que según aquellos murmura-dores habían subido a la nariz y el humor de lapaciente. Fuera cual fuese una de las múltipleslenguas del Rumor en la que se originó aquellasabrosa leyenda, nunca llegó a los oídos deljoven Snagsby, o no influyó en ellos, puesSnagsby, tras cortejar y conquistar a su hermo-so objeto cuando cumplió la mayoría de edad,concertó dos contratos al mismo tiempo. Asíque ahora, en Cook's Court, Cursitor Street, elseñor Snagsby y la sobrina son sólo uno, y lasobrina sigue cuidando de su figura, la cual,por mucho que los gustos difieran, sigue siendopreciosa, en el sentido de que es sumamenteescasa.

El señor y la señora Snagsby no sólo son unasola sangre y una sola carne, sino que, a juiciode sus vecinos, son también una sola voz. Esavoz, que parece proceder únicamente de la se-

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ñora Snagsby, se oye con mucha frecuencia enCook's Court. Al señor Snagsby, salvo en lamedida en que halla expresión por conducto deesos melodiosos acentos, se lo oye raras veces.Es un hombre tranquilo, calvo, tímido, con elcráneo reluciente y un mechón de pelo negroque le brota en la nuca. Tiende a la manse-dumbre y a la obesidad. Cuando se lo ve a supuerta en Cook's Court, con su bata gris detrabajo y sus manguitos de percal negro, mi-rando a las nubes, o cuando está tras su escrito-rio en su tienda oscura, con una pesada reglaplana, recortando y arreglando un pergamino,en compañía de sus dos aprendices, no cabeduda de que es un hombre tranquilo y sin pre-tensiones. De debajo de sus pies surgen a me-nudo en esas ocasiones, como un fantasma in-quieto y vociferante en su tumba, quejas y la-mentaciones en la voz ya mencionada, y feliz-mente, en esas ocasiones, cuando las voces al-canzan un tono más agudo de lo habitual, el

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señor Snagsby les dice a sus aprendices: «Creoque mi mujercita le está riñendo a Guster»29.

Ese nombre propio, utilizado así por el señorSnagsby, ha llevado ya a los ingenios más agu-dos de Cook's Court a señalar que así deberíallamarse la señora Snagsby, dado que cabríacon toda perfección y sentimiento llamarlaGuster, como reflejo de su personalidad tor-mentosa. Sin embargo, es la posesión, y la únicaposesión, salvo 50 chelines al año y una cajitallena de ropa no muy buena, de una muchachaflaca procedente de un asilo (a la que, segúnalgunos, bautizaron Augusta), que, pese ahaber sido alquilada o contratada cuando esta-ba creciendo por un amable benefactor de laespecie residente en Tooting30, y a que no pue-

29 «Guster» es la forma en que los cockneyslondinenses pronuncian el diminutivo de «Augusta»,y al mismo tiempo la palabra «guster» en sí significa«ráfaga, racha, ventarrón, galerna

30 Dickens alude al tristemente célebre orfa-nato de Tooting, que se dedicaba a ceder o vender

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de haber dejado de criarse en las circunstanciasmás favorables, tiene «ataques» que la parro-quia no puede explicar.

Guster, que en realidad tiene veintitrés oveinticuatro años, pero aparenta diez más, salebarata debido a ese inexplicable problema delos ataques, y tiene tal terror de que la devuel-van a su santo patrón que, salvo cuando se laencuentra con la cabeza metida en el cubo, o enel fregadero, o en la olla, o en la comida, o en loque tenga más a mano el momento del ataque,siempre está trabajando. Los padres y tutoresde los aprendices la encuentran satisfactoria,pues consideran que no existe peligro de que

niños, y en el que en 1843 o 1849 (las fuentes difie-ren en cuanto a la fecha, pero no a los hechos) esta-lló una epidemia de cólera que causó la muerte demás de ciento cincuenta niños debilitados por la des-nutrición. A su propietario, un tal Drouet, se le proce-só por homicidio, pero fue absuelto, y Dickens escri-bió cuatro artículos sobre el tema en el Examiner enenero-abril de 1849

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inspire tiernas emociones en el pecho de losjóvenes; la señora Snagsby la encuentra satis-factoria, pues siempre puede encontrar algoque criticarle; el señor Snagsby la encuentrasatisfactoria, pues cree que es un acto de cari-dad mantenerla. A ojos de Guster, el estable-cimiento del papelero es un Templo de abun-dancia y esplendor. Cree que el saloncito dearriba, siempre mantenido, cabría decir, conlos rizadores y el delantal puestos, es el apar-tamento más elegante de la cristiandad. Lavista que tiene de Cook's Court por un lado(por no mencionar un poquito de CursitorStreet) y del patio trasero de Coavinses, el al-guacil del sheriff del otro, es a su entender unpanorama de una belleza inigualable. Los re-tratos al óleo —y en abundancia— del señorSnagsby mirando a la señora Snagsby, y de laseñora Snagsby mirando al señor Snagsby, sona sus ojos dignos de Rafael o de Tiziano. Susmúltiples privaciones no dejan de tener algunacompensación.

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El señor Snagsby remite a la señora Snags-by todo lo que no se refiere a los misteriosprácticos del negocio. Ella es quien administrael dinero, quien se pelea con los recaudadoresde contribuciones, designa el lugar y la horade las devociones dominicales, autoriza lasdiversiones del señor Snagsby y no admiteresponsabilidades en cuanto a lo que conside-ra adecuado servir de comida; tanto que se haconvertido en el ejemplo más alto de compara-ción entre las mujeres del vecindario, a todo lolargo de ambos lados de Chancery Lane, eincluso en Holborn, las cuales mujeres, en mu-chas disputas conyugales, suelen exhortar asus maridos a que vean la diferencia que existeentre su posición (la de las mujeres) y la de laseñora Snagsby, y su comportamiento (el delos maridos) y el del señor Snagsby. Los rumo-res, que siempre andan volando, como murcié-lagos, en torno a Cook's Court, y que entran ysalen por las ventanas de todos. dicen que laseñora Snagsby es celosa e inquisitiva y que el

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señor Snagsby se siente a veces tan hostigadoque ha de irse de su casa, y que si fuera máshombre no lo aguantaría. Incluso se observaque las mujeres que lo mencionan a sus egoís-tas maridos como ejemplo y modelo, en reali-dad lo desprecian, y nadie con mayor desdénque una señora concreta de cuyo marido sesospecha y más que se sospecha que le midelas costillas con un paraguas. Pero es posibleque esos vagos murmullos se deban a que elseñor Snagsby es, a su aire, un hombre bastan-te meditabundo y poético, al que le gusta pa-searse por Staple Inn en verano para ver eltoque rural que le dan las golondrinas y losárboles, y recorrer Rolls Yard los domingospor la tarde y observar (si está de buen humor)que en el pasado ocurrieron muchas cosas, yque está seguro de que si se pusiera uno a ca-var ahí mismo se encontraría más de un ataúdde piedra bajo aquella capilla. También solazala imaginación imaginándose cuantos Canci-lleres y Vicecancilleres y Maestres de Listas

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han muerto ya, y se siente tan hombre decampo cuando les cuenta a los dos aprendicesque ha oído decir que antiguamente corría porel medio de Holborn un riachuelo «claro comoel cristal», cuando Turnstile31 era verdadera-mente un torno, que daba directamente a losprados; se siente tan hombre de campo, deci-mos, que nunca quiere ir al campo de verdad.

Está terminando el día y se ha encendido elgas, pero todavía no se aprecia del todo, por-que no es noche cerrada. El señor Snagsby,asomado a la puerta de su tienda y contem-plando las nubes, ve que un cuervo, que hasalido tarde, recorre hacia el oeste el pedazode cielo que pertenece a Cook's Court. El cuer-vo pasa directamente por encima de Chancery

31 «Turnstile» significa literalmente «torno depaso», y efectivamente era una calleja para pasarpor la cual había que pagar un peaje, y que era in-franqueable para los rebaños que pacían en los alre-dedores

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Lane, por Lincoln's Inn Garden y va hacia Lin-coln's Inn Fields.

Allí, en una casa grande, que antes era unacasa noble, vive el señor Tulkinghorn. Hoy díase alquila por pisos, y en esos fragmentos re-ducidos de su anterior grandeza están hacina-dos los abogados, igual que gusanos en lascáscaras de nuez. Pero quedan las ampliasescalinatas, los anchos pasillos y las grandesantecámaras, e incluso los techos pintados,donde una Alegoría, con casco romano y unlienzo celestial, se desparrama entre balaus-tradas y pilastras, flores, nubes y efebos depiernas carnosas y provoca un dolor de cabe-za, como parece ser siempre el objetivo de to-da Alegoría, más o menos. Aquí, en medio desus múltiples cajas etiquetadas con nombrestrascendentales, vive el señor Tulkinghorn,cuando no se halla presente y en silencio encasas de campo en las que se mueren de abu-rrimiento los grandes de la tierra. Aquí está

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hoy, sentado en silencio a su mesa. Una Ostrade la vieja escuela, que nadie puede abrir.

Igual que aparece él a la vista aparece su

apartamento en la oscuridad de esta tarde. Mo-

hoso, anticuado, sin ganas de llamar la aten-

ción, dotado de los medios para conseguirlo. Lo

rodean sillas grandes de ancho respaldo de

caoba vieja y de crin de caballo, que no sería

fácil levantar, mesas antiguas de patas tornea-

das y tableros de fieltro polvoriento, litografías

regaladas por grandes títulos de la última gene-

ración, o de la anteúltima. Una alfombra turca

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gruesa y sucia tapa el suelo en la parte en que

está sentado él, junto a dos velas metidas en

candelabros anticuados de plata, que dan una

luz muy insuficiente a su gran aposento. Los

títulos de los lomos de sus libros se han con-

fundido con la encuadernación; todo lo que es

susceptible de tener cerradura la tiene; no se ve

ni una llave. Hay muy pocos papeles a la vista.

Tiene a su lado un manuscrito, pero no lo con-

sulta. Con la tapa redonda de su tintero y con

dos pedazos rotos de lacre está resolviendo

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silenciosa y lentamente alguna indecisión. Aho-

ra estaba en el medio la tapa del tintero; des-

pués, el trozo de lacre negro, y después el trozo

rojo. No es eso. El señor Tulkinghorn tiene que

volver a recogerlos y a empezar.

Aquí, bajo el techo pintado con una Alegoríareducida por el ángulo de visión, que contem-pla su intrusión como si quisiera lanzarse sobreél, y él no le hiciera ni caso, tiene el señor Tul-kinghorn al mismo tiempo casa y oficina. Notiene sirvientes, salvo un hombre de medianaedad, generalmente un poco desaliñado, que sesienta en un alto reclinatorio en el vestíbulo yque raras veces está muy ocupado. El señorTulkinghorn no es un cualquiera. No necesitapasantes. Es un gran depositario de confiden-cias, al que no hay acceso. Sus clientes lo quie-

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ren a él; es él quien importa. Cuando hay quepreparar un escrito se lo preparan abogadosespecializados del Temple conforme a instruc-ciones misteriosas; cuando necesita copias enlimpio las encarga a la papelería, sin reparar engastos. El hombre de mediana edad del reclina-torio apenas si sabe más de los asuntos de laNobleza que un barrendero de Holborn.

El lacre rojo, el lacre negro, la tapa del tinte-ro, la tapa del otro tintero, el estuche de la are-nilla. ¡Eso es! Tú al medio, tú a la derecha, tú ala izquierda. Es evidente que esta serie de inde-cisiones ha de resolverse ahora o nunca... ¡Aho-ra! El señor Tulkinghorn se pone en pie, se ajus-ta las gafas, se pone el sombrero, se mete elmanuscrito en el bolsillo, sale y le dice al hom-bre desaliñado de mediana edad: «Vuelvo enseguida.» Raras veces le dice nada más explíci-to.

El señor Tulkinghorn hace el camino quehizo el cuervo —no tan recto, pero casi— aCook's Court, Cursitor Street. A la tienda de

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Snagsby, Papelería de los Tribunales, se copianescrituras, letra cancilleresca en todas sus for-mas, etc.

Son las cinco o las seis de la tarde, y sobreCook's Court se cierne una fragancia aromáticade té caliente. Se cierne en torno a la puerta decasa Snagsby. El horario de ésta es tempranero:la comida a la una y media y la cena a las nuevey media. El señor Snagsby estaba a punto dedescender a las regiones subterráneas para to-mar el té, cuando miró frente a su puerta y vioal cuervo que había salido tarde.

—¿Está el amo?Guster está al cuidado de la tienda, pues los

aprendices toman el té en la cocina, con el señory la señora Snagsby; por eso las dos hijas de lacosturera, que se peinan los rizos ante los cris-tales de las dos ventanas del segundo piso de lacasa de enfrente, no están acaparando toda laatención de los dos aprendices, como les gustaa ellas suponer, sino que se limitan a provocarla admiración inútil de Guster, a la que no le

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crece el pelo, ni, según están seguros todos losdemás, le va a crecer jamás.

—¿Está el amo en casa? —pregunta el señorTulkinghorn.

El amo está en casa, y Guster va a buscarlo.Guster desaparece, feliz de salir de la tienda,que considera con una mezcla de temor y vene-ración como un almacén de instrumentos terri-bles de las grandes torturas de la ley: un lugaren el que no entrar cuando se apaga la luz degas.

Aparece el señor Snagsby: grasiento, calien-te, herbal y masticando. Traga un pedazo depan con mantequilla. Dice:

—¡Bendito sea Dios! ¡El señor Tulkinghorn!—Quiero decirle algo, Snagsby.—¡Desde luego, señor! Pero, señor mío, ¿por

qué no ha enviado a su empleado a buscarme?Por favor, señor, pase a la trastienda. —Snagsby se ha puesto radiante en un momento.

La trastienda, que huele a grasa de pergami-no, es al mismo tiempo almacén, oficina de con-

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tabilidad y sala de copias. El señor Tulkinghornse sienta frente a la puerta, en un taburete delescritorio.

—Jarndyce y Jarndyce, Snagsby.—¡Sí, señor! —El señor Snagsby abre la espi-

ta del gas y tose llevándose una mano a la boca,con modestas expectativas de lucro. Como elseñor Snagsby es tímido, está acostumbrado atoser con diversas expresiones, con lo cual aho-rra palabras.

—Hace poco me copió usted algunas decla-raciones juradas de esa causa.

—Sí, señor; así es.—Había una de ellas —dice el señor Tul-

kinghorn metiendo la mano como distraída-mente (¡Ostra cerrada imposible de abrir de lavieja escuela!) en el bolsillo equivocado de lalevita— con una escritura desusada y que megusta bastante. Como pasaba por aquí y creíque la llevaba encima, he entrado a preguntarlea usted..., pero no la tengo. No importa, da

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igual otra vez. ¡Ah, aquí está! Quería pregun-tarle quién hizo esta copia.

—¿Que quién hizo esta copia, señor? —exclama el señor Snagsby tomándola en la ma-no y separando todas las hojas de un golpe, conun giro de la mano derecha característico de lospapeleros—. Ésta la mandamos afuera, señor.En aquellas fechas estábamos dando muchotrabajo afuera. En un momento se lo digo, encuanto consulte mi Libro.

El señor Snagsby saca su Libro de la cajafuerte, traga otra vez el pedazo de pan conmantequilla, que parece haberse quedado amedio camino, y recorre con el índice derechouna página del Libro: «Jewby... Packer... Jarn-dyce ... »

—¡Jarndyce! Aquí lo tiene, señor mío —diceel señor Snagsby—. ¡Claro! Tendría que haberlorecordado. Esto se le dio a un Copista que vivejusto al otro lado de la calleja.

El señor Tulkinghorn ha visto la entrada, laha encontrado antes que el papelero, la ha leído

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antes de que el dedo terminara de recorrer lalista.

—¿Cómo se llama? ¿Nemo? —pregunta elseñor Tulkinghorn.

—Sí, señor; Nemo. Aquí lo tiene. Cuarenta ydos folios de a 90 palabras. Entregado el miér-coles por la noche, a las ocho; devuelto el juevespor la mañana, a las nueve y media.

—¡Nemo! —exclama el señor Tulkinghorn—. Nemo significa Nadie en latín.

—Debe de significar alguien en inglés, señor,según creo —aventura el señor Snagsby conuna tosecilla —de deferencia—. Es el nombrede alguien. ¡Mire aquí, señor! 42 folios. Entre-gado el miércoles noche a las ocho; devuelto eljueves mañana, a las nueve y media.

El rabillo del ojo del señor Snagsby percibela cabeza de la señora Snagsby que se aventurapor la puerta de la tienda a ver qué significa elque él haya renunciado al té. El señor Snagsbydirige una tosecilla explicativa a la señora

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Snagsby, como para decirle: «Un cliente, queri-da mía! ».

—A las nueve y media, señor —repite el se-ñor Snagsby—. Nuestros copistas, que vivendel trabajo a destajo, son gente rara; es posibleque éste no se llame así, pero es el nombre queutiliza. Ahora recuerdo, señor mío, que es elque utiliza en un anuncio escrito que pone en laOficina de Normas y en la Oficina de los Magis-trados de la Corona y en las Cámaras de losMagistrados, etc. Ya sabe usted el documentoque digo, señor... pidiendo trabajo.

El señor Tulkinghorn echa un vistazo por laventanita a la trasera de Coavinses, el alguacildel sheriff, donde brillan luces en las ventanasde Coavinses. La sala de café de Coavinses estáen la trasera, y en las persianas se perciben va-gamente las sombras de varios individuos. Elseñor Snagsby aprovecha la oportunidad paragirar algo la cabeza, mirar por encima del hom-bro a su mujercita y hacer gestos de excusa con

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la boca, que significan: «Tulking-horn-ri-co-in-flu-yen-te.»

—¿Le ha dado trabajo antes a ese hombre?—pregunta el señor Tulkinghorn.

—¡Sí, señor, sí! Trabajo de usted.—Estaba pensando en cosas más importan-

tes y he olvidado dónde dijo usted que vivía.—Al otro lado de la calle, señor. De hecho se

aloja en una... —El señor Snagsby traga otravez, como si no pudiera pasar el pan con man-tequilla—, ... en una trapería y tienda de cosasde segunda mano.

—¿Me puede usted enseñar dónde está, enel camino de vuelta a mi casa?

—¡Con sumo gusto, señor!El señor Snagsby se quita los manguitos y la

bata gris, se pone su levita negra y toma elsombrero del perchero.

—¡Ah! ¡Aquí está mi mujercita! —dice envoz alta—. Querida mía, ¿tendrás la bondad dedecir a uno de los chicos que se encargue de latienda mientras yo voy enfrente con el señor

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Tulkinghorn? Le presento a la señora Snagsby,caballero. ¡No tardo ni un minuto, amor mío!

La señora Snagsby se inclina ante el aboga-do, se retira tras el mostrador, los mira por lapersiana, vuelve en silencio a la trastienda, con-sulta las entradas del libro que sigue abierto.Evidentemente, siente curiosidad.

—Ya verá usted que es un sitio vulgar, señor—dice el señor Snagsby, que por deferenciaanda por la calzada y deja la estrecha acera alabogado—, y que esta persona es muy vulgar.Pero es que en general por aquí son todos muyordinarios, señor. La ventaja de este tipo con-cretamente es que nunca duerme. Si se le pide,puede trabajar sin interrupción todo el tiempoque se quiera.

Ya es de noche, y los faroles de gas hacenbien su trabajo. El abogado y el papelero, enmedio de una corriente de pasantes que van aechar las cartas del día, y de procuradores yabogados que se van a cenar a casa, y de de-mandantes y demandados, y de pleiteantes de

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todo tipo, y de la multitud en general, a la cualla sabiduría jurídica de siglos ha opuesto unmillón de obstáculos para la transacción de losasuntos más vulgares de la vida —pues han deluchar contra el derecho y la equidad, y esemisterio afín que es el barro callejero, que estáhecho nadie sabe con qué ni dónde, pues sólosabemos en general que cuando lo hay en exce-so hay que quitarlo con pala—, llegan a unatrapería y emporio general de gran cantidad demercancías de desecho, que yace a la sombra dela muralla de Lincoln's Inn, y que pertenece,como se anuncia en pintura a todos los intere-sados, a un tal Krook.

—Aquí vive, señor mío —dice el papelero.—¿Así que vive aquí? —dice el abogado en

tono indiferente—. Muchas gracias.—¿No va usted a entrar, caballero?—No, gracias, no; ahora voy a los Fields.

Buenas noches. ¡Gracias!El señor Snagsby se quita el sombrero y

vuelve con su mujercita y su té.

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Pero ahora el señor Tulkinghorn no va a losFields. Hace un poco de camino, se da la vuelta,regresa a la tienda del señor Krook y entra di-rectamente. Está bastante oscura, con algunaque otra vela parpadeante en las ventanas, yhay un anciano en la trastienda sentado junto auna gata, al lado de una chimenea. El ancianose levanta y se adelanta, con otra vela parpa-deante en la mano.

—Dígame, ¿está su huésped?—¿El hombre o la mujer, señor? —pregunta

el señor Krook.—El hombre. La persona que hace las copias.El señor Krook ha mirado atentamente a este

hombre. Lo conoce de vista. Tiene una vagaimpresión de su fama de aristócrata.

—¿Desea usted verle, señor?—Sí.—Yo le veo muy poco —dice Krook con una

sonrisa—. ¿Quiere que le llame? Pero no esmuy probable que baje, señor.

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—Entonces subiré yo a verlo —dice el señorTulkinghorn.

—Segundo piso, señor. Tome la vela. ¡Ahíarriba! —El señor Krook, con su gato al lado, sequeda al pie de la escalera, mirando al señorTulkinghorn, y dice: «Je, je!» cuando el señorTulkinghorn casi ha desaparecido. El abogadomira hacia abajo por el hueco de la escalera. Lagata abre la boca cruel y le gruñe.

—¡Orden, Lady Jane! ¡Hay que comportarsecon los visitantes, señora mía! ¿Sabe usted loque dicen de mi huésped? —susurra Krook,subiendo uno o dos escalones.

—¿Qué dicen de él?—Dicen que se ha vendido al Enemigo Ma-

lo, pero usted y yo sabemos que no... Ése nocompra. Pero le voy a decir una cosa: mi hués-ped es tan malhumorado y tan triste que creoque igual le daría hacer ese tipo de negocio queotro cualquiera. No le ponga nervioso, señor.¡No se lo aconsejo!

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El señor Tulkinghorn sigue su camino conun gesto de la cabeza. Llega a la puerta oscuradel segundo piso. Golpea, no recibe respuesta,la abre, y sin darse cuenta al hacerlo apaga suvela.

El aire de la habitación está casi lo bastanteviciado para tener el mismo efecto, aunque nola hubiera apagado él. Es una habitación pe-queña, casi negra de hollín, grasa y polvo. Enuna esquelética parrilla, encogida en el medio,como si le hubiera dado un pellizco la Pobreza,arden unas brasas de carbón. En el rincón juntoa la chimenea hay una mesita y un escritorioroto, un páramo inundado por una lluvia detinta. En otro rincón un portamantas viejopuesto encima de una de las dos sillas hace dearmario o guardarropa, y no hace falta nadamás grande, pues está tan vacío como la bocade un hambriento. El piso está desnudo, salvouna estera vieja y reducida a una serie de tirasdeshilachadas que yace moribunda ante elhogar. No hay ninguna cortina que vele la os-

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curidad de la noche, pero las contraventanasdescoloridas están cerradas, y por dos agujeri-tos taladrados en ellas podría estar mirando elhambre, o el espíritu fantasmal que ha perse-guido el hombre que yace en la cama.

Pues en un camastro frente al fuego, en me-dio de una confusión de remiendos sucios, enun somier esquelético cubierto de arpilleras, elabogado que mira titubeante desde el umbralve a un hombre. Está echado ahí, vestido conuna camisa y unos pantalones, con los pies des-calzos. Tiene aspecto amarillento a la luz espec-tral de una vela que está agonizando, hasta elpunto de que toda la mecha (todavía ardiente)se ha dado la vuelta y tiene por encima de síuna torre de cera. Tiene el pelo despeinado,enredado con las patillas y la barba, tambiéndespeinados y largos, efecto del descuido, co-mo la suciedad y la niebla que lo rodean. Pese alo sucio y maloliente que es el cuarto, a lo sucioy maloliente que está el aire, no resulta fácilpercibir cuáles son los vapores que más opri-

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men los sentidos allí, pero en medio del malolor y la peste generales, y del olor a tabacorancio, llega a la boca del abogado el aromaacre y dulzón del opio.

—¡Hola, amigo mío! —exclama el abogado,y golpea en la puerta con su palmatoria de hie-rro.

Cree haber despertado a su amigo. Éste yaceun poco vuelto de lado, pero no cabe duda deque tiene los ojos abiertos.

—¡Eh, amigo mío! —vuelve a exclamar—.¡Oiga! ¡Oiga!

Mientras golpea en la puerta, la vela que lle-vaba tanto tiempo agonizando se apaga y lodeja en la oscuridad, con los ojos vacíos de lascontraventanas contemplando la cama.

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CAPÍTULO 11

Nuestro querido hermano

Algo que toca la mano arrugada del abo-gado mientras éste se halla en el cuarto aoscuras lo sobresalta, y exclama:

—¿Qué pasa?—Soy yo —replica el viejo dueño de la ca-

sa, dándole con el aliento en la oreja—. ¿Nopuede despertarle?

—No.—¿Qué ha hecho usted con su vela?—Se me ha apagado. Aquí está.Krook la toma, se acerca al fuego, se incli-

na ante las ascuas rojas y trata de encender-la. Las brasas moribundas no le dan fuego, ysus intentos son vanos. El viejo murmura,tras llamar sin resultado a su huésped, queva a bajar para traer una vela encendida dela tienda, y se marcha. El señor Tulkinghorn,

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por algún nuevo motivo que se le ha ocurri-do, no espera a que vuelva a la habitación,sino que sale a las escaleras.

Pronto se ve en la pared el brillo de la an-siada vela, cuando Krook vuelve a subir len-tamente, con su gata de ojos verdes a los ta-lones.

—¿Duerme generalmente así este hom-bre? —pregunta el abogado en voz baja.

—¡Je! No lo sé —dice Krook sacudiendo lacabeza y levantando las cejas—. No sé casinada de sus costumbres; sólo que es muyreservado.

Mientras susurran estas palabras, entranjuntos en la habitación. Al entrar la luz, losgrandes ojos de las contraventanas se oscu-recen y parecen cerrarse. No así los ojos delque está en la cama.

—¡Dios nos ayude! —exclama el señorTulkinghorn—. ¡Ha muerto!

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Krook deja caer la pesada mano que hatomado, tan de golpe que el brazo se quedabalanceando al lado de la cama.

Se miran el uno al otro un momento.—¡Mande a buscar un médico! Llame a la

señorita Flite, la de arriba, señor. ¡Hay vene-no junto a la cama! Llame a Flite, por favor—dice Krook con las flacas manos abiertassobre el cadáver, como las alas de un vampi-ro.

El señor Tulkinghorn va corriendo al des-cansillo y llama:

—¡Señorita Flite! ¡Flite! ¡Venga corriendo,sea usted quien sea! ¡Flite!

Krook lo sigue con la mirada y mientras elotro llama encuentra una oportunidad dedeslizarse hasta el viejo portamantas y vol-ver a toda prisa.

—¡Corra, Flite, corra! ¡El doctor que hayamás cerca! ¡Vaya corriendo! —es lo que diceKrook a una mujercita loca que es su hués-ped femenino, que aparece y desaparece en

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un instante y vuelve en seguida acompañadade un médico malhumorado arrancado a sucena, con el bigote manchado de tabaco y unmarcado acento escocés.

—¡Pues sí! Bendita sea su alma —dice elmédico mirándolos tras hacer un reconoci-miento rápido—. Está más muerto que unFaraón.

El señor Tulkinghorn, que se halla junto alportamantas, pregunta si hace algún tiempoque ha muerto.

—¿Algún tiempo, señor mío? —preguntael médico—. Lo más probable es que llevemuerto unas tres horas.

—Más o menos eso, diría yo —observa unjoven de pelo negro desde el otro lado de lacama.

—¿También pertenece usted a la clasemédica, caballero? —pregunta el primero.

El joven moreno dice que sí.—Entonces me marcho —replica el otro—,

porque aquí yo no puedo hacer nada —con

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cuya observación termina su breve visita yse vuelve a casa a terminar de cenar.

El joven médico moreno pasa la vela unavez tras otra por encima de la cara y examinaatentamente al copista, que ha justificado sunombre adoptivo al convertirse verdadera-mente en Nadie.

—Conocía muy bien de vista a esta perso-na —dice—. Me compraba opio desde haceaño y medio. ¿Es alguno de ustedes parientede él? —pregunta con una mirada a los trestestigos.

—Yo era su casero —responde lúgubreKrook, que toma la vela de la mano que lealarga el médico—. Una vez me dijo que yoera su pariente más cercano.

—Ha muerto —dice el médico— de unasobredosis de opio, sin lugar a dudas. Todala habitación apesta a opio. Aquí mismo —tomando una tetera vieja de manos deKrook— hay suficiente para matar a unadocena de personas.

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—¿Cree usted que lo hizo adrede? —pregunta Krook.

—¿Tomarse la sobredosis?—¡Sí! —Krook casi chasquea la lengua, pues

está lleno de interés malsano.—No puedo decirlo. Lo considero improba-

ble, pues tenía la costumbre de consumir mu-cho. Pero no se puede saber. Supongo que eramuy pobre.

—Supongo que sí. Su cuarto... no es el de unrico —dice Krook, que tiene la misma miradaque su gato, y lo contempla todo con curiosi-dad. Pero yo nunca había entrado en él desdeque lo tomó, y era demasiado reservado paradecirme cómo estaba de dinero.

—¿Le debía el alquiler?—Seis semanas.—Pues no se lo va a pagar ya —dice el jo-

ven, que reanuda su reconocimiento—. No cabeduda de que, efectivamente, está más muertoque un Faraón, y a juzgar por su aspecto y suestado yo diría que ha sido una liberación. Y

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eso que debe haber tenido buena figura de jo-ven, y buen aspecto. —Dice esto no sin senti-miento, mientras se sienta al borde de la cama,la cara vuelta hacia la del muerto y la manosobre el corazón de éste—. Recuerdo haberpensado alguna vez que había en sus moda-les, pese a su rudeza, algo que revelaba a al-guien que había venido a menos. ¿Acerté? —pregunta mirando a su alrededor.

—A mí es como si me preguntara por lasseñoras cuyo pelo tengo metido en bolsas ahíabajo. No sé más de él que era mi huéspeddesde hacía un año y medio y que vivía (omalvivía) de hacer copias. No sé más —replica Krook. Durante este diálogo el señorTulkinghorn se ha mantenido apartado juntoal portamantas, con las manos a la espalda,igualmente distante, según todas las aparien-cias, de los tres tipos de interés exhibidos jun-to a la cama: el interés profesional del jovenmédico ante la muerte, perceptible como algodistinto de sus observaciones sobre el falleci-

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do como persona; la morbosidad del ancianoy el temor reverencial de la viejecita local. Sucara imperturbable se ha mantenido tan inex-presiva como sus sombrías ropas. Ni siquierase podría decir si ha pasado todo este ratopensando. No ha dado muestras de pacienciani de impaciencia, de atención ni de abstrac-ción. No ha mostrado más que su exterior.Sería más fácil deducir el tono de un instru-mento musical delicado por su exterior que eltono del señor Tulkinghorn por su exterior.

Ahora se interpone y se dirige al jovenmédico con su aire impasible y profesional:

—Vine aquí —observa— justo antes queusted con la intención de dar a este hombreque acaba de morir, y a quien nunca habíavisto en vida, algo de trabajo en su oficio decopista. Había oído hablar de él a mi papele-ro: Snagsby, de Cook's Court. Como aquí na-die sabe nada de él, quizá conviniera mandara llamar a Snagsby. ¡Ah! —dirigiéndose a laviejecita loca que lo ha visto muchas veces en

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los tribunales, y a quien él también ha vistomuchas veces en el Tribunal, y que propone,con gestos mudos y atemorizados, ir a buscaral papelero—. ¿Por qué no va usted?

Cuando se va ella, el médico renuncia a suinvestigación desesperanzada y cubre almuerto con la colcha llena de remiendos. Elseñor Krook y él intercambian una o dos pa-labras. El señor Tulkinghorn no dice nada,pero se mantiene en todo momento junto alviejo portamantas.

El señor Snagsby llega corriendo con subata gris y sus manguitos.

—Dios mío, Dios mío —dice—, ¡pensarque iba a ocurrir esto! ¡Dios se apiade de no-sotros!

—Snagsby, ¿puede usted dar a la personade la casa alguna información acerca de estepobre ser? —pregunta el señor Tulkinghorn—. Parece que estaba atrasado en el alquiler. Ycomprenderá usted que hay que enterrarlo.

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—Bueno, señor —dice el señor Snagsbycon su tosecilla de pedir excusas, tapándosela boca con la mano— La verdad es que no séqué puedo aconsejar, salvo mandar a buscaral bedel32

—No hablo de consejos —replica el señorTulkinghorn—. Yo podría aconsejar...

—Nadie mejor que usted, señor, claro —dice el señor Snagsby con su tosecilla de defe-rencia.

32 La palabra inglesa es «beadle», arcaísmoacadémico-eclesiástico equivalente a nuestro bedel,ordenanza, macero (en las universidades), encarga-do de mantener el orden y ayudar a los clérigos enlas iglesias. Procede, por conducto del inglés medie-val, del germano «büttel», equivalente (a partir de«beodan») a «mandar, ordenar» (la R.A.E. da la raízde «bedel» en el germánico «bidal»=«alguacil»,mientras que María Moliner coincide con el origen de«büttel», y el ROBERT francés a su vez, es partida-rio de «bidal»). En el caso que figura en CASADESOLADA, acumula las funciones de sereno yalguacil.

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—Hablo de que nos dé alguna indicaciónde sus relaciones, o de dónde procedía, ocualquier cosa que sepa usted de él.

—Le aseguro, señor —dice el señor Snags-by, tras prefaciar su respuesta con su tosecillapropiciatoria en general—, que no tengo másidea de dónde procedía que...

—Que de adónde se ha ido, quizá —dice elmédico para ayudarlo.

Una pausa. El señor Tulkinghorn mira alpapelero. El señor Krook, con la boca abierta,mira a ver si hay alguien que hable después.

—Y en cuanto a su familia, caballero —dice el señor Snagsby—, si alguien viniera adecirme: «Snagsby, hay 20.000 libras para ti,depositadas en el Banco de Inglaterra, si medas el nombre de un solo pariente», pues niaún así podría decírselo, señor. Hace más omenos un año y medio, que yo sepa, cuandovino a alojarse aquí en la trapería...

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—¡Exactamente! —corrobora el señor

Krook.

—Hace más o menos un año y medio —continúa diciendo el señor Snagsby, fortaleci-do— vino una mañana a mi casa después deldesayuno y cuando vio a mi mujercita (que escomo suelo yo llamar a la señora Snagsby) enla tienda le enseñó una muestra de su letra yle dio a entender que buscaba trabajo de co-pista y que estaba, por no andar con circunlo-quios (frase que es un eufemismo favorito delseñor Snagsby y que siempre pronuncia conuna especie de sinceridad pugnaz) en malasituación. Por lo general, a mi mujercita no leagradan los desconocidos, sobre todo, por noandar con circunloquios, cuando vienen a pe-dir algo. Pero había algo en él que la impre-sionó; fuera porque iba sin afeitar, o porquellevaba el pelo largo, o por cualquier otro mo-tivo de esos que impresionan a las mujeres, lo

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que ustedes prefieran, pero el hecho es que leaceptó la muestra y la dirección. Mi mujercitano tiene buen oído para los nombres —prosigue el señor Snagsby tras consultar sutosecilla de reflexión mientras se tapa la bocacon la mano—y creyó que Nemo sería algo asícomo Nimrod. En consecuencia de lo cual queempezó a decirme en todas las comidas: «Se-ñor Snagsby, ¡todavía no le ha encontrado na-da a Nimrod!», o «Señor Snagsby, ¿por qué nole ha dado a Nimrod los 38 folios de la Canci-llería?», y cosas así. Y así fue cómo gradual-mente empezó a hacernos trabajos externos, yeso es lo único que sé de él, salvo que escribíarápido y que no le asustaba trabajar de noche,y que si le daba uno, digamos, 45 folios elmiércoles por la noche se lo traía hecho el jue-ves por la mañana. Todo lo cual, como no ten-go duda, confirmaría mi honorable amigo siestuviera en condiciones de hacerlo —terminadiciendo como en busca de confirmación el

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señor Snagsby con un gesto cortés del sombre-ro hacia la cama.

—¿No convendría —pregunta el señor Tul-kinghorn a Krook— que mirase usted a ver sitiene algún documento que nos aclare algo?Va a haber que celebrar una encuesta y le vana preguntar si lo ha hecho. ¿Sabe usted leer?

—No, no sé —replica el anciano con unasonrisa repentina.

—Snagsby —dice el señor Tulkinghorn—, sieste hombre no sabe leer, mire usted por estahabitación en su lugar. Si no, va a ser él quientenga problemas o dificultades. Como ya estoyaquí, si se dan ustedes prisa, esperaré, y des-pués podré declarar por él, si es que llega a sernecesario, que todo se ha hecho como se debía.Amigo mío, si mantiene usted en alto la velapara el señor Snagsby, pronto averiguará sihay algo por aquí que le sirva de ayuda.

—En primer lugar, señor, hay un portaman-tas viejo —dice Snagsby.

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—¡Vaya, pues es verdad! —El señor Tul-kinghorn parece no haberlo visto antes, aun-que está justo a su lado, y aunque Dios sabeque no hay muchas más cosas en la habitación.

El trapero sostiene la luz y el papelero rea-liza la búsqueda. El médico se apoya en la es-quina de la chimenea; la señorita Flite mira ytiembla junto al umbral. El viejo erudito de lavieja escuela, con sus calzones negros mateatados con lazos bajo las rodillas, su gran cha-leco negro, su, levita negra de largas mangas ysu trocito de pañuelo blanco y blando, anuda-do con el lazo que la Nobleza conoce tan bien,sigue exactamente en el mismo sitio y con lamisma actitud.

En el viejo portamantas hay algo de ropa sinvalor, un manojo de resguardos de casas deempeños, cual billetes de peaje expedidos en lacarretera de la Pobreza; hay unos papeles arru-gados que huelen a opio, en los que están gara-bateados recordatorios, como «tal y tal día tométantos granos», «tal y tal día tomé tantos más»,

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iniciados hace algún tiempo, como con la inten-ción de continuar regularmente, pero abando-nados al cabo de poco tiempo. Hay unos trozossucios de periódico, todos ellos referidos a En-cuestas del Coroner33 no hay nada más. Buscanen la alacena y en el cajón del escritorio man-chado de tinta. No hay ni un fragmento de unacarta antigua ni ningún otro escrito. El jovenmédico examina lo que lleva puesto el copista.No encuentra más que una navaja y unas cuan-tas monedas de medio penique. Después detodo, la sugerencia del señor Snagsby es unasugerencia práctica, y hay que llamar al bedel.

Así que la viejecita loca va a buscar al bedely los demás salen de la habitación. El médicodice:

33 Las encuestas del coroner (especie dejuez de paz aunque no ha de pertenecer forzosamen-te a la carrera judicial) tienen muchas veces por obje-to determinar, con la ayuda de un jurado, las circuns-tancias de una muerte súbita o violenta.

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—¡No deje ahí al gato! No estaría bien —ante lo cual el señor Krook echa a la gata paraque salga antes que él, y el animal baja furti-vamente las escaleras, enroscando la flexiblecola y lamiéndose los labios.

—¡Buenas noches! —dice el señor Tulking-horn, y se va a casa con su Alegoría y sus medi-taciones.

La noticia ya ha llegado a la plazuela. Sereúnen grupos de sus habitantes a comentar loocurrido, y las avanzadillas del ejército de ob-servación (integradas, sobre todo, por mucha-chos) llegan hasta la ventana del señor Krook,que someten a un estrecho cerco. Ya ha subidoal cuarto un policía, que ha vuelto a bajar a lapuerta, donde queda erguido como una torre,sin condescender más que de vez en cuando amirar a los muchachos que hay en su base, Per-kins, que llevaba unas semanas sin hablarse conla señora Piper, debido a un incidente en el queel joven Perkins le «atizó» al joven Piper «unsopapo», reanuda sus relaciones de amistad,

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dado lo fausto de la circunstancia. El mozo dela taberna de la esquina, que es un observadorprivilegiado, pues posee un conocimiento ofi-cial de la vida y a veces tiene que tratar conborrachos, intercambia información confiden-cial con el policía, y tiene todo el aspecto de serun joven inexpugnable, inasaltable por las po-rras e indetenible en las comisarías. La gente sehabla desde las ventanas de uno a otro lado dela plazuela, y de Chancery Lane llegan corrien-do a toda prisa exploradores sin sombrero paraenterarse de lo que pasa. En general, pareceexistir la sensación de que es una suerte que nose cargaran primero al señor Krook, mezcladacon un pequeño desencanto natural de que nohaya sido así. En medio de esta sensación, llegael bedel.

Aunque, en general, en el vecindario se opi-na que la del bedel es una institución ridícula,en estos momentos no carece de una cierta po-pularidad, aunque sólo sea como en cargado deir a ver el cadáver. El policía considera que se

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trata de un civil imbécil, una reliquia de lostiempos bárbaros en que había vigilantes noc-turnos, pero lo deja pasar, como algo que esnecesario soportar hasta que el Gobierno deci-da abolirlo. Aumenta la sensación al correr deboca en boca la noticia de que ha llegado elbedel y ha entrado en la casa.

Al cabo de un rato sale el bedel, lo cualvuelve a aumentar la sensación, que había lan-guidecido algo entre tanto. Hace saber que ne-cesita testigos para la Encuesta de mañana, pa-ra que digan al Coroner y al jurado lo que hagafalta acerca del difunto. Inmediatamente le danuna serie innumerable de nombres de personasque no saben nada en absoluto. Lo ponen cadavez más atontado con constantes datos, comoque el hijo de la señora Green «también eracopista, y lo conocía mejor que nadie», perocuando se pregunta, resulta que el tal hijo de laseñora Green lleva tres meses embarcado en unbuque rumbo a China, aunque se considera quese le puede preguntar por telégrafo, si se pide a

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los Lores del Almirantazgo. El bedel entra envarios comercios y salones para interrogar a sushabitantes; siempre cierra al puerta al entrar, ycon esa exclusión, los retrasos y su idiotez ge-neral, exaspera al público. Se ve al policía son-reír al mozo de la taberna. El público pierdeinterés y reacciona. Acusa al bedel, con vocesagudas de adolescentes, de haber hervido unniño; se cantan fragmentos del estribillo de unacanción popular en el sentido de que el niño seconvirtió en sopa para el asilo. El policía, porfin, considera necesario defender la ley y aga-rrar a uno de los vocalistas, al que suelta cuan-do los demás echan a correr, a condición de quese vaya inmediatamente, ¡vamos!, y termine deuna vez, condición que se cumple inmediata-mente. Y así va desapareciendo de momento lasensación, y el policía, impasible (para quien unpoco de opio más o menos no es nada), con sucasco brillante, su corbatín rígido, su capoteinflexible, su ancho cinturón y su brazalete, ytodos sus arreos, sigue su camino a paso lento,

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dándose palmadas con las manos enguantadasde blanco, y parándose de vez en cuando en lasesquinas para ver si encuentra cualquier cosa,desde un niño perdido hasta un asesinato.

Bajo el manto de la noche, el tonto del bedelva recorriendo Chancery Lane con sus citacio-nes, en las que están escritos mal los nombresde todos los jurados, y no hay nada bien salvoel nombre del propio bedel, que nadie quieresaber ni puede leer. Una vez entregadas lascitaciones y advertidos los testigos, el bedel vaa casa del señor Krook, a acudir a una cita quetiene con unos mendigos, a los que al llegar selleva arriba, donde dan a los grandes ojos de laspersianas algo nuevo que contemplar, en esaúltima forma que las moradas terrenales adop-tan para quien ya no es Nadie y que somos To-dos.

Y toda aquella noche, el ataúd queda al ladodel portamantas, y la figura solitaria de la ca-ma, cuyo camino en la vida duró cuarenta ycinco años, yace allí, sin haber dejado más hue-

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lla tras de sí, que nadie sepa, que si fuera unrecién nacido abandonado.

Al día siguiente, la plazuela hierve; es igualque una feria, como dice la señora Perkins, másque reconciliada con la señora Piper, en amiga-ble conversación con esta excelente dama. ElCoroner celebrará la Encuesta en la sala del pri-mer piso de la taberna de las Armas del Sol,donde se celebran las Reuniones de la Filarmo-nía dos veces por semana, y donde ocupa lapresidencia un caballero profesionalmente cé-lebre, frente al Pequeño Swills34 , el vocalistacómico, el cual espera (según dice el programaque hay en la ventana) que vengan a verlo susamigos, en apoyo de un talento de primera. LasArmas del Sol está muy concurrida toda la ma-ñana. Incluso los niños están en tal necesidadde sustento, que un vendedor ambulante que seha establecido momentáneamente en la esquina

34 Otro juego con los nombres. «Swills» lomismo significa tragos ansiosos que bazofia para loscerdos

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de la plazuela, comenta que sus bolas de limónse venden a toda velocidad. Y el bedel, quecorre de la puerta del establecimiento del señorKrook a la de las Armas del Sol, muestra el cu-rioso objeto que se halla bajo su custodia a unoscuantos espíritus discretos y acepta a cambio elcumplido de algún que otro vaso de cerveza.

A la hora designada llega el Coroner, aquien están esperando los jurados y a quien serecibe con un retumbar de bolos de la estupen-da bolera que hay en terreno seco junto a lasArmas del Sol. El Coroner frecuenta más taber-nas que nadie. En su profesión, el olor a serrín,cerveza, humo de tabaco y licores es insepara-ble de la muerte en sus más terribles formas. Elbedel y el tabernero lo llevan a la Sala de Reu-niones de la Filarmonía, donde deja el sombre-ro encima del piano y toma una silla Windsor ala cabecera de una mesa larga, formada porvarias mesas cortas puestas juntas, y ornamen-tada con anillos glutinosos en interminablescírculos no concéntricos, dejados por jarras y

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vasos. Todos los Tarados que pueden amonto-narse a la mesa se sientan a ella. El resto se dis-tribuye entre las escupideras y las barricas, o seapoya en el piano. Sobre la cabeza del Coronerhay una pequeña guirnalda de hierro, el tiradorde una campana, lo que da a la Majestad delTribunal el aspecto de que dentro de poco lavan a ahorcar.

¡Que preste juramento el Jurado! Mientrasavanza la ceremonia se crea una sensación porla entrada de un hombrecillo regordete con uncuello de camisa enorme, los ojos húmedos y lanariz inflamada, que modestamente ocupa unpuesto cerca de la puerta como si pertenecieraal público en general, pero que también parececonocer la sala. Circula el rumor de que es elPequeño Swills. No se considera improbableque vaya a preparar una imitación del Coronery la convierta en el programa principal de laReunión de la Filarmonía de la tarde.

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—Bien, señores —empieza a decir el Coro-

ner.

—¡Silencio en la sala! —exclama el bedel. Nose dirige al Coroner, aunque lo parezca.

—Bien, señores —continúa diciendo el Co-roner—. Se han reunido ustedes aquí para in-vestigar el fallecimiento de cierto hombre. Es-cucharán ustedes testimonios acerca de las cir-cunstancias en que se produjo ese fallecimientoy pronunciarán su veredicto conforme a (¡esosbolos! ¡Haga usted que se paren, bedel!) esostestimonios, y no conforme a ninguna otra cosa.Lo primero que hay que hacer es examinar elcadáver.

—¡Dejen paso! —grita el bedel.Y salen todos en procesión informe, como un

cortejo funerario que se ha ido rezagando, yrealizan su inspección en el cuarto de atrás delsegundo piso del señor Krook, del cual algunosde los Jurados se retiran pálidos y precipitada-

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mente. El bedel se encarga atentamente de quedos caballeros, cuyos puños y botones no estándemasiado limpios (para cuya comodidad hacolocado una mesita especial cerca del Coroner,en la Sala de Reuniones de la Filarmonía), pue-dan ver todo lo que hay que ver. Porque son loscronistas públicos de esas investigaciones, quecobran por línea publicada, y él no está porencima de la enfermedad humana universal,sino que espera leer en letra impresa lo que«Mooney, el activo e inteligente bedel del dis-trito», hizo y dijo, e incluso aspira a ver el nom-bre de Mooney mencionado con tanta familia-ridad y respeto como el del Verdugo, según losúltimos ejemplos.

El Pequeño Swills está esperando al Coronery al jurado cuando vuelven éstos. También elseñor Tulkinghorn. Se brinda al señor Tulking-horn una acogida deferente, y se le da una sillacerca de la del Coroner, entre ese alto funciona-rio judicial, un billar romano y la caja del cisco.Continúa la Encuesta. Al Jurado se le informa

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de cómo murió el objeto de su investigación,pero no se le dice nada más a su respecto. ElCoroner anuncia:

—Señores, se halla entre nosotros un juristaeminentísimo, que, según se me ha comunica-do, estaba presente por casualidad cuando sedescubrió el fallecimiento, pero no podría másque repetir la información que ya han oído us-tedes del médico, el casero, la huésped y el pa-pelero, y no es necesario molestarlo. ¿Hay entreel público alguien que pueda aportar más da-tos?

La señora Perkins empuja adelante a la se-ñora Piper. La señora Piper presta juramento.

Anastasia Piper, señores. Casada. Y bien, se-ñora Piper, ¿qué tiene usted que comunicarnos?

Bueno, la señora Piper tiene mucho que de-cir, sobre todo entre paréntesis y sin puntua-ción, pero no muchas cosas que comunicar. Laseñora Piper vive en la plazuela (y su marido esebanista) y es muy conocida en el vecindario

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(desde la antevíspera del bautismo en privado35

de Alexander James Piper, de dieciocho mesesy cuatro días de edad, porque no esperábamosque viviera mucho tiempo ay señores cómosufría el pobrecito de las encías) cuando se dijoque el Demandante (que es como insiste la se-ñora Piper en llamar al muerto) se dijo quehabía vendido su alma. Cree que fue por el aireque tenía el Demandante por lo que se empezóa hablar de eso. Veía a menudo al Demandantey tenía un aire tan feroz que no permitía que losniños se le acercaran que eran tímidos (y si al-guien lo duda, que venga la señora Perkinsporque aquí está y que diga ella que nadiepuede decir nada malo de ella ni de su maridoni de su familia). Ha visto al Demandante ata-cado e insultado por los niños (porque ya sesabe cómo son los niños y no hay que esperarque sobre todo si son niños sanos que se porten

35 Existía la costumbre de bautizar en casa,sin celebrar los ritos completos, a los niños por cuyasvidas se temía

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como si fueran Matusalenes y encima él no eraningún santo). Por eso y por la manera quetenía la piel ella ha soñado muchas veces que sesacaba un hacha del bolsillo y le partía la cabe-za a Johnny (porque el niño no sabe lo que es elmiedo y ha ido corriendo detrás de él muchasveces). Pero nunca vio que el Demandante sesacara del bolsillo un hacha ni ningún arma nimucho menos. Veía que se echaba a corrercuando le insultaban o le corrían detrás como sino le gustaran los niños y nunca le vio hablarcon niños ni con mayores nunca (menos el chi-co que barre el cruce de la calle allá junto a laesquina que si estuviera aquí le diría que le hahablado muchas veces).

¿Está aquí ese chico? pregunta el Coroner. Yel bedel dice que no, señor, no está. Dice el Co-roner que vayan a buscarlo. En ausencia depersonas activas e inteligentes, el Coroner con-versa con el señor Tulkinghorn.

¡Ah! ¡Aquí está el muchacho, señores!

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Aquí está, todo sucio, todo ronco, todoharapos. ¡Vamos, chico! Pero un momento,atención, a este chico hay que pasarlo por lasfases preliminares.

Nombre, Jo. Nada más, que él sepa. No sabíaque todo el mundo tiene nombre y apellido.Naide se lo había dicho. No sabía que Jo es undiminutivo. A él le basta y le sobra. A él no lepaice mal. Que cómo se escribe. No, él no sabeescribir. No tiene padre, ni madre, ni amigos.Nunca ha ido a la escuela. ¿Su casa? Lo únicoque sabe es que una escoba es una escoba, yque no hay que contar mentiras. No recuerdaquién le habló de la escoba, ni de los de lasmentiras, pero ésas son las dos cosas de las queestá seguro. No sabe exactamente lo que leharán cuando se muera si dice una mentira aestos señores, pero cree que será algo muy ma-lo para castigarle, y bien merecido, y por eso éldice la verdad.

—¡Señores, esto no puede ser! —observa elCoroner con un gesto melancólico de la cabeza.

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—¿Cree usted que no puede recibir su decla-ración, señoría? —pregunta un jurado atento.

—Imposible —replica el Coroner—. Ya hanoído al chico. «No lo sé exactamente» es algoque no se puede admitir. No podemos admitireso en un Tribunal de justicia, señores. Es ver-daderamente horrible. ¡Que se lleven al mucha-cho!

Se llevan al muchacho, para gran edificacióndel público, y especialmente del Pequeño Swills,el Vocalista Cómico.

Bien, ¿hay más testigos? No hay más testigos.¡Bien, señores. Tenemos a un hombre desco-

nocido, que según se ha demostrado tenía el hábi-to de tomar opio en grandes cantidades desdehacía un año y medio, y al que se encuentramuerto de una sobredosis de opio. Si creen uste-des que tienen pruebas para llegar a la conclusiónde que se suicidó, ésa es la conclusión a la quedeben llegar. Si creen que se trata de un caso demuerte por accidente, deben llegar a un Veredictoen consecuencia.

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Veredicto en consecuencia. Muerte por acci-dente. Sin duda. Señores, pueden ustedes retirar-se. Buenas tardes.

Mientras el Coroner se abotona el capote, elseñor Tulkinghorn y él escuchan lo que ha dedecirles el testigo rechazado, que se ha quedadoen un rincón.

El infortunado sólo sabe que el muerto (aquien acaba de reconocer por la cara cetrina y elpelo negro) era objeto de irrisión y persecucionesen las calles. Que una fría noche de invierno en laque el chico estaba temblando en un portal cercade su cruce, el hombre se volvió a mirarlo, se diola vuelta y, tras hacerle unas preguntas y averi-guar que no tenía un solo amigo en el mundo, ledijo: «Yo tampoco. ¡Ni uno solo!», y le dio dineropara cenar y dormir una noche. Que el hombre lehabía hablado muchas veces desde entonces, y lehabía preguntado si dormía bien por las noches,y cómo soportaba el frío y el hambre, y si a vecesno le daban ganas de morirse, y otras cosas igualde raras. Que cuando el hombre no tenía dinero

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le decía al pasar: «Hoy estoy igual de pobre quetú, Jo», pero que cuando tenía algo, siempre (co-mo cree firmemente el chico) se alegraba de darleuna parte.

—Conmigo era mu güeno —dice el chico lim-piándose los ojos con una manga sucia—. Cuan-do le he visto ahí estirado ahora me dieron ganasde decírselo. ¡Conmigo siempre fue mu güeno!

Cuando baja las escaleras a trompicones, elseñor Snagsby, que lo está esperando, le da me-dia corona y le dice, poniendo un dedo en la na-riz:

—Si me ves alguna vez en el cruce con mi mu-jercita (¡quiero decir, con mi señora! ), no digasnada.

Los Jurados se pasan un rato charlando en lasArmas del Sol. Después, media docena se quedaatrapada en una nube de humo de pipa que llenael salón de las Armas del Sol; dos de ellos se vande paseo a Hampstead, y cuatro de ellos decidenir a mitad de precio a la obra que representan,pues eso es lo que les cobrarán por llegar tarde, y

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terminar tomándose unas ostras. Varios de losasistentes invitan al Pequeño Swills. Cuando lepreguntan lo que opina de la sesión, dice que ha«tenido bemoles» (porque su punto fuerte eshablar en jerga). El propietario de las Armas delSol, al advertir la popularidad del PequeñoSwills, elogia mucho a éste ante los jurados y elpúblico, y observa que no hay nadie como él parainterpretar una canción cómica, y que el vestuariode disfraces de ese hombre no tiene igual.

Así, gradualmente, las Armas del Sol va des-vaneciéndose en la noche oscura, y luego surgede en medio de ella en un resplandor de luz degas. Al llegar la hora de la Reunión de la Filar-monía llega el caballero de fama profesional, yfrente a él (con la frente ya muy colorada) está elPequeño Swills; sus amigos se reúnen en torno aellos y dan su apoyo a un talento de primera. Enel cenit de la velada el Pequeño Swills dice: «Se-ñores, si me lo permiten, voy a intentar una brevedescripción de una escena de la vida real que seha interpretado aquí hoy.» Recibe grandes aplau-

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sos y aliento. Sale de la sala como Swills, vuelvevestido de Coroner (sin parecérsele en lo másmínimo), describe la Encuesta con intervalos re-creativos de acompañamiento al piano, y con elestribillo de «con todo el permiso del Coroner, trala la la, tra la la la, le, le».

Por fin queda silencioso el alegre piano, y losAmigos de la Filarmonía van en busca de susalmohadas. Y todo es silencio en torno a la figurasilenciosa, que está acostada en su último lechoterrenal, y a quien observan los ojos descarnadosde las contraventanas a lo largo de unas cuantashoras tranquilas de la noche. Si la madre a cuyopecho se abrazó cuando era niño, con los ojoslevantados al rostro amante de ella, con una ma-no blanda que apenas sabía agarrarse al cuelloque buscaba, hubiera podido ver proféticamentea ese abandonado allí acostado, ¡qué imposiblele hubiera parecido aquel espectáculo! Si enmomentos más felices jamás ardió el fuego queahora lleva apagado dentro de él por una mujerque le apretó contra su corazón, ¿dónde está

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ella, ahora que esas cenizas están todavía sobrela tierra?

La noche brinda cualquier cosa menos el re-poso en casa del señor Snagsby, en Cook'sCourt, donde Guster asesina toda posibilidadde sueño al pasar, como reconoce el propioseñor Snagsby (por no andar con circunloquios)de un ataque a veinte. El motivo de este ataquees que Guster tiene un corazón muy tierno, y essusceptible a algo que cabría llamar imagina-ción de no haber sido por Tooting y su santopatrón. En todo caso, se ha sentido tan terrible-mente impresionada por la relación que hahecho el señor Snagsby a la hora del té de laEncuesta a la que ha asistido, que a la hora dela cena se ha lanzado a la cocina, precedida deun queso holandés volante, y caído en una cri-sis de una duración desusada, de la cual no hasalido más que para caer en otra, y en otra, y asía lo largo de toda una cadena de ataques, conbreves intervalos entre uno y otro, que ha apro-vechado patéticamente para consagrarse a su-

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plicar a la señora Snagsby que no la despidacuando «acabe de volver en sí», así como a ex-hortar a todos los presentes que la dejen acos-tada en las losas y se vayan a dormir. De ahíque el señor Snagsby, al oír por fin que el gallode la lechería de Cursitor Street cae en ese éxta-sis desinteresado característico de él acerca deltema del amanecer, diga con un largo suspiro,aunque es la persona más paciente del mundo:«¡Menos mal, estaba seguro de que te habíasmuerto!»

Lo que esta entusiástica ave se cree que re-suelve cuando se entrega a esos enormes es-fuerzos, o por qué cacarea así (claro que tam-bién hay hombres que cacarean en diversasocasiones de triunfo en público) acerca de algoque para ella no puede tener el menor interés,es asunto suyo. Basta con saber que llega la luzdel día, llega la mañana, llega el mediodía.

Entonces, el individuo activo e inteligente,que efectivamente se ha visto mencionado co-mo tal en la prensa de la mañana, llega con su

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compañía de mendigos a casa del señor Krooky se lleva el cadáver de nuestro querido her-mano difunto a un cementerio de iglesia ro-deado de edificios, apestoso y siniestro, a partirdel cual se difunden enfermedades malignas alos cuerpos de nuestros queridos hermanos yhermanas que no han fallecido, mientras quenuestros queridos hermanos y hermanas quezanganean en las antecámaras oficiales (¡ojaláhubieran desaparecido ellos!) se muestran muycomplacientes y agradables. A nuestro queridohermano fallecido lo llevan a recibir cristianoenterramiento en un agujero asqueroso, en unatierra que rechazaría un turco como abomina-ción salvaje y que causaría tiritones a un cafre.

Un lugar rodeado de casas por todas partes,salvo donde un túnel pequeño y maloliente daacceso a una cancela de hierro, donde todos loshorrores de la vida están presentes al lado de lamuerte, donde todos los elementos, pon-zoñosos de la muerte están activos al lado de lavida, ahí es donde bajan a nuestro querido

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hermano a una profundidad de uno o dos pies;donde lo siembran en la corrupción, para queresucite en la corrupción: fantasma vengadorante los lechos de muchos enfermos; testimoniode vergüenza para los siglos del futuro de có-mo en esta isla arrogante la civilización y labarbarie iban de la mano.

¡Que llegue la noche, que llegue la oscuri-dad, pues no pueden llegar demasiado pronto,ni quedarse demasiado tiempo en un sitio así!¡Que vengan las luces aisladas a las ventanas delas horribles casas, y que quienes cometan susiniquidades en ellas lo hagan por lo menos sinver esa horrenda escena! ¡Que venga la llamadel gas a brillar triste sobre la cancela de hierro,en la cual el aire envenenado deposita su un-güento embrujado, untuoso al tacto! ¡Está bienque esa llama sirva para decir a todos los quepasan: «¡Mirad aquí dentro!»!

Con la noche llega a la calleja una figura en-corvada que pasa por el túnel de entrada a laparte de fuera de la cancela de hierro. Sostiene

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la cancela con las manos y mira entre los barro-tes; se queda mirando un rato.

Después, con la vieja escoba que lleva, barresuavemente el escalón y deja limpia la entrada.Lo hace con mucho cuidado y precisión; vuelvea mirar un ratito y se marcha.

¿Eres tú, Jo? ¡Vaya, vaya! Aunque te hayanrechazado como testigo por no «saber exacta-mente» lo que van a hacer contigo manos máspoderosas que las de los hombres, no estás deltodo sumido en la oscuridad. Y la razón quemurmuras para hacer lo que estás haciendo con-tiene algo así como un rayo distante de luz:

«¡Conmigo fue mú güeno, de verdá! »

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CAPITULO 12

En guardia

Por fin ha dejado de llover en Lincolnshire,y Chesney Wold se ha animado. La señoraRouncewell está llena de preocupaciones hospi-talarias, pues Sir Leicester y Milady vuelven deParís. Los rumores del gran mundo lo han ave-riguado y comunican las buenas noticias a unaInglaterra feliz. También ha averiguado quevan a invitar a un círculo brillante y distingui-do de la élite del beau monde (el rumor de lamoda habla muy mal inglés, pero es un prodi-gio en francés) en la mansión antigua y hospita-laria de la familia, en Lincolnshire.

Para mayor honor del brillante y distinguidocírculo, y además de Chesney Wold, se ha repa-rado el arco roto del puente del parque, y elagua, que ha vuelto a los límites que le corres-ponden y vuelve a correr graciosa bajo él, crea

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un bello espectáculo en la perspectiva que se vedesde la casa. El sol claro y frío entra por entrelos árboles desnudos y contempla con aproba-ción cómo el viento cortante esparce las hojas yva secando el musgo. Resbala sobre el parqueen pos de las sombras móviles de las nubes ylas persigue, sin atraparlas, a todo lo largo deldía. Mira por las ventanas y retoca los retratosancestrales con estrías y manchas de luz, quelos pintores nunca habían imaginado. De unlado a otro del retrato de Milady, encima de lagran repisa de la chimenea, arroja una anchafranja de luz en diagonal, de bastardía36 quebaja retorcida hasta el hogar y parece partirloen dos..

En medio de ese sol frío y de ese mismoviento cortante, Milady y Sir Leicester, en sucoche de viaje (con la doncella de Milady y elayuda de cámara de Sir Leicester prodigán-

36 En heráldica, la barra diagonal, de izquier-da a derecha y de arriba abajo, es señal de bastardía

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dose muestras de afecto en la trasera), inicianel camino a casa. Con una cantidad conside-rable de cascabeleos y de latigazos, y con mu-chos corcoveos de dos caballos sin ensillar yde dos centauros con sombreros lustrosos,botas de media caña y crines y colas al viento,salen ruidosos del Hotel Bristol de la PlaceVendôme y trotan entre las columnatas es-triadas de luces y sombras de la Rue de Rivoliy el jardín del palacio malhadado de un rey yuna reina decapitados, para salir por la Plazade la Concordia y los Campos Elíseos y laPuerta de la Estrella, fuera de París.

Es lamentable decirlo, pero no pueden irdemasiado rápido, porque incluso allí LadyDedlock se ha muerto de aburrimiento. Elconcierto, la asamblea, la ópera, el teatro, elpaseo, no tienen nada nuevo que ofrecer aMilady bajo estos cielos gastados. Nada másque el domingo pasado, cuando el populachose divertía, intramuros de la ciudad, jugandocon sus hijos entre los árboles recortados y las

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estatuas del Jardín del Palacio; mientras sepaseaba de a veinte en fondo por los CamposElíseos, más Elíseos que nunca gracias a losperros amaestrados y a los caballitos de ma-dera, mientras (unos pocos) se filtraban por latenebrosa catedral de Nuestra Señora paradecir una o dos palabras en la base de unapilastra, adonde llegaba el aroma de una pa-rrilla oxidada llena de velitas ardientes; ofuera de los muros de París cercaban a la ciu-dad con sus bailes, o hacían el amor, bebíanvino, fumaban tabaco o visitaban los cemen-terios, jugaban al billar y al dominó, practica-ban la curandería y hacían todo género demaldades, tanto inmóviles como en movi-miento.... nada más, decimos, que el domingopasado Milady, sumida en la desolación delAburrimiento y en las garras del Gigante lla-mado Desesperación37 casi odió a su propiadoncella por estar de buen humor.

37 Cita del clásico Pilgrim's Progress (La tra-

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Por eso no puede irse de París todo lo rá-pido que quisiera. Ante ella y tras ella se ex-tiende el cansancio del alma: su Ariel38 hacinchado con él toda la Tierra, y esa cincha nose puede quitar, pero el remedio, aunque seaimperfecto, es huir siempre del último sitiodonde se ha sufrido. Hay que dejar Parísatrás, pues, y cambiarlo por avenidas inter-minables y más avenidas de árboles inverna-les. Y la próxima vez que lo vea, que sea aunas leguas de distancia, con la Puerta de laEstrella como una mota blanca brillante al sol,y la ciudad como un mero cerro en la llanura,de la que surgen dos torres cuadradas y som-

yectoria del Peregrino), de John Bunyan [1628-1688],donde, en la trayectoria del peregrino, aparece «uncastillo llamado de Castillo de la Duda, cuyo propieta-rio se llamaba Gigante de la Desesperación».

38 Dickens mezcla sus citas: el Ariel de «LaTempestad» es un ángel rebelde, pero el que «Cin-chó a toda la Tierra/En sólo cuarenta minutos» fuePuck en El Sueño de Una Noche de Verano.

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brías y sobre la cual caen de sesgo la luz y lasombra, como los ángeles en el sueño de Ja-cob.

Sir Leicester suele estar de buen humor, yraras veces se aburre. Cuando no tiene otracosa que hacer, siempre puede contemplar supropia grandeza. Es una gran ventaja dispo-ner de un tema tan inagotable. Tras leer suscartas, se recuesta en un rincón del coche yconsidera, en general, su propia importanciapara la sociedad.

—Tienes una cantidad desusada de co-rrespondencia esta mañana, ¿no? —comentaMilady al cabo de un largo rato. Está cansadade leer. Casi ha leído una página en veintemillas.

—Pero no me dice nada. Nada en absoluto.—¿Me equivoco al pensar que he visto una

de las largas efusiones del señor Tulking-horn?

—Lo ves todo —dice, admirado, Sir Leices-ter.

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—¡Ja! —suspira Milady—. ¡Qué hombretan aburrido!

—Te envía, te lo digo con mil perdones,pero te envía —dice Sir Leicester seleccio-nando una carta y desdoblándola— un men-saje. Cuando nos detuvimos a cambiar decaballos, justo cuando llegaba yo a su postda-ta, se me fue de la memoria. Te ruego me ex-cuses. Dice —Sir Leicester tarda tanto en sa-car el monóculo y ajustárselo que Milady pa-rece irritarse un poco—. Dice: «por lo querespecta a la servidumbre de paso. .. » Per-dón, perdón, no es aquí. Dice... ¡Sí! ¡Aquí lotengo! Dice: «Le ruego salude respe-tuosamente de mi parte a Milady, a quienespero haya sentado bien el cambio de aires.¿Tendría usted la bondad de mencionarle(pues puede resultarle interesante) que, a suregreso, tengo algo que decirle con referenciaa la persona que copió la declaración juradaen el pleito ante Cancillería, que tanto estimu-ló su curiosidad? La he visto.»

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Milady se inclina hacia adelante y mira porla ventanilla.

—Ése es el mensaje —dice Sir Leicester.—Me gustaría pasearme un rato —dice Mi-

lady, que sigue mirando por la ventanilla.—¿Pasearte? —exclama Sir Leicester en to-

no sorprendido.

—Me gustaría pasearme un rato —repiteMilady con una claridad inconfundible—. Teruego que hagas detener el coche.

Se detiene el coche, el criado, afectuoso,baja de la trasera, abre la portezuela y saca laescalerilla, obediente a un gesto de impacien-cia que hace Milady con la mano. Ella bajacon tanta rapidez, y se aleja con tanta rapi-dez, que Sir Leicester, pese a su escrupulosacortesía, no puede ayudarla y se queda atrás.Transcurre un lapso de uno o dos minutosantes de que pueda alcanzarla. Ella le sonríe,con gesto muy atractivo, lo toma del brazo y

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se pasea con él un cuarto de milla, se aburremuchísimo y vuelve a su asiento en el coche.

El traqueteo y el ruido continúan durantecasi tres días, con más o menos cascabeleos ylatigazos, y más o menos saltos de los centau-ros y los caballos sin ensillar. La cortesía ex-quisita de que se dan muestras el uno al otroen los hoteles en que se detienen es tema degeneral admiración. Si bien es cierto que elLord es un poco mayor para Milady, diceMadame la dueña del Mono Dorado, y aun-que podría ser un padre afectuoso, se ve in-mediatamente que se quieren. Se ve a Milordcon su pelo blanco mientras se queda, som-brero en mano, junto al coche para ayudar aMilady. No hay más que ver a Milady cómoreconoce la cortesía de Milord con una incli-nación de esa cabeza tan distinguida, y cómole concede los dedos de forma tan aristocráti-ca. ¡Es fascinante!

El mar no reconoce a los grandes hombres,y les hace dar tumbos igual que a los peque-

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ños. Siempre se porta mal con Sir Leicester,cuyo rostro se llena de manchas verdosascomo el queso fermentado, y en cuyo aristo-crático sistema digestivo efectúa una revolu-ción horrible. Para él, el mar es el Radical dela Naturaleza. Sin embargo, su dignidad losupera todo cuando se detiene a repostar, ysigue viaje con Milady hacia Chesney Wold,sin descansar más que una noche en Londres,camino de Lincolnshire.

Entran en el parque bajo el mismo sol frío—más frío a medida que cae el día— y enmedio del mismo viento cortante —más cor-tante a medida que las sombras separadas delos árboles desnudos se van agrupando en elbosquecillo y que el Paseo del Fantasma, ro-zado en su esquina occidental por un haz defuego que llega del cielo, se resigna a la lle-gada de la noche—. Los grajos, que se balan-cean en sus altas residencias de la alameda,parecen debatir la cuestión de quiénes ocu-pan el coche cuando éste pasa por debajo de

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ellos; algunos están de acuerdo en que hanllegado Sir Leicester y Milady; otros discutencon los descontentos que no quieren recono-cerlo; ora todos consienten en considerar queel debate ha terminado; ora vuelven a estallaren un debate violento, incitados por un aveobstinada y soñolienta que persiste en decir elúltimo graznido de contradicción. El coche deviaje deja que sigan balanceándose y graz-nando, y sigue rodando hacia la casa, dondehay fuegos que brillan cálidos por las venta-nas, aunque no en tantas como para dar laimpresión en la masa oscura de la fachada deque la mansión está habitada. Pero de eso seencargará pronto el brillante y distinguidocírculo.

Está esperando la señora Rouncewell, querecibe el apretón de manos acostumbrado deSir Leicester con una gran reverencia.

—¿Cómo está usted, señora Rouncewell? Mealegro de verla.

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—Espero tener el honor de recibir a ustedcon buena salud, Sir Leicester.

—Excelente salud, señora Rouncewell.—Milady tiene un aspecto encantador —

dice la señora Rouncewell con otra reverencia.Milady expresa, sin malgastar demasiadas

palabras, que está tan fatigadamente bien comocabe esperar, dadas las circunstancias.

Pero a lo lejos se ve a Rosa, detrás del amade llaves, y Milady, que quizá haya perdidomuchas cosas, pero no su capacidad de obser-vación, pregunta:

—¿Quién es esa chica?—Una joven discípula mía, Milady. Rosa.—¡Ven aquí, Rosa! —llama Lady Dedlock,

que se digna incluso adoptar un gesto de inte-

rés—. Vaya, ¿sabes que eres muy guapa? —

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pregunta, tocándola en el hombro con dos de-

dos.

Rosa, muy tímida, dice:—¡No, Milady, con perdón! —y mira arriba

y abajo, y no sabe dónde mirar, pero está cadavez más guapa.

—¿Cuántos años tienes?—Diecinueve, Milady.—Diecinueve —repite Milady, pensativa—.

Ten cuidado; no dejes que los halagos te lohagan creer demasiado. —Sí, Milady.

Milady le toca en los hoyuelos de las mejillascon los mismos dedos delicados y enguantados,y va al pie de la escalera de roble, donde SirLeicester la espera para escoltarla como un ca-ballero. Los contempla un viejo Dedlock de ta-maño y aburrimiento naturales, como si nosupiera qué pensar, lo cual sería probablementesu estado de ánimo general en la época de laReina Isabel.

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Ese atardecer, en la habitación del ama dellaves, Rosa no hace más que murmurar suselogios de Lady Dedlock. ¡Es tan afable, tancortés, tan bella, tan elegante, tiene una voz tandulce y un tacto tan maravilloso, que Rosa to-davía lo siente! La señora Rouncewell lo con-firma todo, no sin un cierto orgullo personal, ysólo manifiesta una reserva en cuanto a la afa-bilidad. La señora Rouncewell no está tan segu-ra de eso. Dios no permita que vaya ella a decirjamás una sílaba en contra de cualquier miem-bro de esa excelente familia; y sobre todo deMilady, a quien todo el mundo admira; pero siMilady no fuera más que «un poquitín másflexible», no tan fría y tan distante, la señoraRouncewell cree que sería más afable.

—Casi es una pena —añade la señora Roun-cewell; sólo «casi», porque sería casi blasfemosuponer que algo pudiera ser mejor de lo quees; tomarse una libertad tan explícita con lascosas de los Dedlock— que Milady no tengafamilia. Si tuviera una hija, una señorita ya cre-

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cida, en la que interesarse, creo que llegaría alúnico aspecto de la excelencia que le falta.

—Pero ¿no haría eso que fuera todavía másorgullosa, abuela? —pregunta Watt, que se haido a su casa y ha vuelto, de buen nieto que es.

—Eso de más o muy, hijo mío —replica dig-

namente el ama de llaves—, son palabras que

no me corresponde a mí usar, y ni siquiera es-

cuchar, en relación con los problemas que pue-

da tener Milady.

—Perdone, abuela. Pero es verdad que es or-gullosa, ¿no?

—Si lo es, tiene sus motivos. La familia Ded-lock siempre tiene motivos para serlo.

—¡Bueno! —dice Watt—. Es de esperar quetengan marcados en sus libros de oraciones uncierto pasaje destinado a la gente común, que

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habla del orgullo y la vanagloria39 ¡Perdóneme,abuela!¡No era más que una broma!

—Hijo mío, Sir Leicester y Lady Dedlock nopueden ser tema de bromas.

—Desde luego, Sir Leicester no es tema debromas —dice Watt—, y le pido humildementeperdón. Supongo, abuela, que aunque abajoestén la, familia y sus invitados, no hay nadaque objetar a que prolongue mi estancia un díao dos en las Armas de Dedlock, como cualquierviajero.

—Pues claro que no, hijo mío.—Me alegro —responde Watt—, porque

tengo unos deseos inexpresables de ampliarmis conocimientos de este vecindario tan ma-ravilloso.

Mira por casualidad a Rosa, que baja la mi-rada y se siente verdaderamente tímida. Pero,según la vieja superstición, a Rosa deberían

39 El Libro de Oraciones Comunes de laIglesia Anglicana contiene una plegaria contra «elorgullo, la vanagloria y la hipocresía».

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zumbarle las orejas, en lugar de arder le lasfrescas mejillas, porque en esos momentos ladoncella de Milady está hablando de ella, y congran energía.

La doncella de Milady es una francesa detreinta y dos años, procedente de algún puntodel sur, entre Avignon y Marsella, una mujermorena de ojos grandes y pelo negro, que po-dría ser guapa de no ser por una boca felina yuna cierta tensión facial, que hace que susmandíbulas resulten demasiado ansiosas y sucráneo demasiado prominente. Su anatomíatiene algo indefiniblemente ansioso y ausente, ytiene una forma de mirar atentamente por elrabillo del ojo, sin volver la cabeza, que resultabastante desagradable, sobre todo cuando estáde mal humor y tiene cerca algún cuchillo. Esasobjeciones se expresan de tal modo, pese a subuen gusto en el vestir y a su ausencia de ador-nos, que parece desplazarse como una lobahermosa, pero no domesticada del todo. Ade-más de estar muy bien preparada para todo lo

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que tiene que ver con su trabajo, habla el ingléscasi como una nativa, y, en consecuencia, no lefaltan palabras que pronunciar contra Rosapor haber atraído la atención de Milady, y lasprofiere con tal ironía cuando se sienta a co-mer con su compañero, el afectuoso ayuda decámara, que éste se siente bastante aliviadocuando la comida llega a la fase de la cuchara.

¡Ja, ja, ja! Ella, Hortense, llevaba cinco añosal servicio de Milady, y ésta siempre la habíamantenido a distancia, y ahora esta muñeca,esta marioneta, recibe caricias, eso es, caricias,de Milady en el momento de llegar a la casa.¡Ja, ja, ja! «¿Y sabes que eres muy guapa, ni-ña?»... «No, Milady.» ¡Ahí no te equivocas! «¿Ycuántos años tienes, hija? Y ten cuidado, nodejes que los halagos te lo hagan creer dema-siado.» ¡Qué divertido. Eso es lo mejor de todo!

En resumen, se trata de algo tan admirableque Mademoiselle Hortense no sólo no puedeolvidarlo, sino que en las comidas de los díassiguientes, incluso entre sus conciudadanas y

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otras personas de condición afín llegadas con lamultitud de visitantes, vuelve a disfrutar silen-ciosamente de la gracia, un disfrute expresado,a su propio estilo bienhumorado, con una ten-sión facial mayor, un alargamiento comprimidode la boca y una mirada lateral, con una apre-ciación intensa del humor que se refleja confrecuencia en los espejos de Milady cuando noestá Milady allí.

Ahora entran en acción todos los espejos dela casa: muchos de ellos, al cabo de una largainactividad. Reflejan caras hermosas, caras que-jumbrosas, caras juveniles, caras de ancianos desetenta años que no aceptan la vejez y que vie-nen a pasar una o dos semanas de enero enChesney Wold y que los rumores del granmundo, vigoroso cazador delante de Jehová40

persiguen con olfato agudo, desde que salen desus madrigueras en la Corte de St. James hastaque por fin les llega la Muerte. La casa de Lin-

40 Nueva alusión a Nimrod (Génesis 10, 9).

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colnshire está animadísima. De día se oyen ar-mas de fuego y voces que resuenan en el bos-que, los jinetes y los carruajes adornan los ca-minos del parque, los sirvientes y los parásitosllenan el pueblo y las Armas de Dedlock. Vistade noche, desde lejanos claros entre los árboles,la hilera de ventanas del salón largo, dondeestá colgado el retrato de Milady sobre la granchimenea, es como una hilera de joyas monta-das en un marco negro. El domingo, la iglesitafría casi se calienta con tanta y tan buena com-pañía, y el aroma generalmente ceniciento deDedlock queda sofocado por perfumes delica-dos.

El brillante y distinguido círculo comprendeen su seno una cantidad ilimitada de educa-ción, buen sentido, valor, honor, belleza y vir-tud. Pero hay algo que está mal, pese a sus in-mensas ventajas. ¿Qué podrá ser?

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¿El dandysmo? Ya no hay un Rey Jorge IV41

(¡y es de lamentar!) que establezca la moda delos dandies; ya no hay corbatines de felpa al-midonados, ni chaquetas ajustadas, ni pantorri-llas falsas, ni ballenas. Ya no hay caricaturas deExquisitos afeminados así ataviados, desma-yándose de delicia en los palcos de la ópera,cuando los reciben otros seres delicados que sellevan frasquitos de perfume de largos cuellos alas narices. Ya no hay elegantes que necesitende cuatro hombres para ayudarlos a embutirseen sus ropas de ante, ni que vayan a presenciartodas las ejecuciones, ni que se sientan pertur-bados por el remordimiento de haber consumi-do un guisante una vez. Pero ¿existe un dan-dysmo en el brillante y distinguido círculo,pese a todo, un dandysmo de tipo más maligno

41 Jorge IV (1762-1830) fue Príncipe Regentepor enfermedad (demencia) de su padre de 1811 a1820, y después fue Rey de Inglaterra. Tenía famade guapo y elegante, y también de depravado, diso-luto y licencioso, y era muy impopular

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que ha salido de debajo de la superficie y quehace cosas menos inofensivas que el ponersecorbatines de felpa e interrumpir su propiadigestión, cosas a las que ningún ser racionalpuede objetar nada en especial?

Pues sí. No cabe disimularlo. Esta semana deenero hay en Chesney Wold algunas damas ycaballeros a la última moda que han creado unnuevo dandysmo, por ejemplo en materia deReligión. Que, por una mera falta caprichosa deemociones, han convenido en conversacionesdandies que la gente Vulgar carece de fe en lascosas en general, es decir, en las cosas que sehan intentado y se ha visto que estaban en falta,¡como si un plebeyo perdiera inexplicablementela fe en una moneda falsa de chelín después decomprobar su falsedad! Que querrían dar a lagente Vulgar más pintoresquismo y fidelidad, ypara ello retrasar las agujas del reloj del Tiempoy borrar cien años de historia.

También hay damas y caballeros que siguenotro tipo de moda, no tan nueva, pero muy

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elegantes, que han convenido en dar un barnizsuave al mundo y tener a raya todas las reali-dades. Para quienes todo ha de ser lánguido ybonito. Que han descubierto la inmovilidadcontinua. Que no se alegran con nada y no seentristecen con nada. Que no se dejan molestarpor las Ideas. Para quienes incluso las Bellas Ar-tes que esperan empolvadas y caminan de espal-das igual que el Lord Chambelán, deben ataviar-se con los modelos de los sombrereros y los sas-tres de las generaciones pasadas, y tener especialcuidado de no actuar con seriedad, ni dejarseafectar en absoluto por la marcha de los tiemposen movimiento.

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Y está Lord Boodle42 de gran consideración ensu partido, que sabe lo que es ocupar altos cargos,y que dice a Sir Leicester Dedlock con enormegravedad, después de la comida, que verdade-ramente no sabe dónde van a llegar los tiempos.Los debates no son lo que eran; la Cámara no eslo que era; ni siquiera el Gabinete es lo que era.Percibe con asombro que, de suponer que cayerael actual Gobierno, la opción de la Corona paraformar un ministerio se limitaría a Lord Coodle ySir Thomas Doodle, de suponer que el Duque deFoodle no pudiera coaligarse con Doodle, lo quecabe suponer ocurriría como consecuencia de la

42 Se inicia ahora otra serie de nombres ri-mados, con más o menos sentido, que indican desderiqueza hasta macarrón, de nuevo con la intenciónevidente de denotar la indiferenciación real entre todauna serie de miembros de esa clase, que es la quedetenta el poder en la época (todavía existen «bur-gos podridos», como se verá más adelante), así co-mo la indiferenciación real entre unos partidos yotros. El lector advertirá cómo Dickens repite estetruco irónico-fonético a lo largo de la obra

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ruptura debida al asunto de Hoodle. Después, sise da el Departamento del Interior y la Jefatura dela Cámara de los Comunes a Joodle, el Exchequera Koodle, las Colonias a Loodle y el . ForeignOffice a Moodle, ¿qué hace con Noodle? No se lepuede ofrecer la Presidencia del Consejo Privado,que está reservada para Poodle. No se le puedeponer en Campos y Bosques, porque eso apenassi vale para Quoodle. ¿Qué hacer? ¿Qué deducir?¡Que el país naufraga, se hunde, está perdido y sedeshace (como debe ser manifiesto para un pa-triota como Sir Leicester Dedlock), porque no hayun puesto que dar a Noodle!

Por otra parte, el Honorable William Buffy,miembro del Parlamento, debate con su vecinode mesa que el naufragio del país —del que nocabe duda; lo único dudoso es cómo se produci-rá— es atribuible a Cuffy. Si se hubiera hecho conCuffy lo que se debía cuando ingresó en el Par-lamento, y se le hubiera impedido aliarse conDuffy, entonces se habría aliado con Fuffy, con loque se hubiera contado con el peso de un gran

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polemista como Guffy, y al llevar a las eleccioneslas riquezas de Huffy, se habría conseguido quetres condados estuvieran representados por Juffy,Kuffy y Luffy, y se hubiera reforzado la adminis-tración con los conocimientos oficiales y el senti-do de los negocios de Muffy. ¡Todo eso, en lugarde depender, como ahora, del mero capricho dePuffy!

A este respecto, así como en torno a temas demenor importancia, hay diferencias de opinión,pero está perfectamente claro para el brillante ydistinguido círculo, unánimemente, que en elfondo lo único que importa son Boodle y su sé-quito y Buffy y su séquito. Ésos son los grandesactores a los que está reservado el escenario. Sinduda que hay un Pueblo: un cierto número desupernumerarios a los que hablar de vez encuando y a los que recurrir para que griten yhagan coro, igual que en el escenario del teatro,pero Boodle y Buffy, sus seguidores y sus fami-lias, sus herederos, albaceas, administradores yderechohabientes, son los primeros actores natos,

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los administradores y los líderes, y nadie más queellos podrá aparecer en escena jamás de los jama-ses.

También es posible que en esto haya másdandysmo en Chesney Wold de lo que le con-vendría a la larga al brillante y distinguido círcu-lo. Pues parece que, incluso en los círculos másdiscretos y corteses, al igual que en el círculo quedibuja alrededor de sí mismo el nigromante, fue-ra de él se advierten en movimiento seres muyextraños. Con esta diferencia: que al tratarse derealidades y no de fantasmas, sea mayor el peli-gro de que irrumpan en ese círculo.

En todo caso, Chesney Wold está completa-mente lleno; tan lleno, que en los pechos de lasdoncellas de las grandes damas que están malalojadas surge una sensación ardiente de furia,que no se puede apagar. No hay vacío más queun aposento. Es una habitación de tercera catego-ría en una torreta, amueblada con sencillez, perocómodamente, y con un aire serio y anticuado. Esel aposento del señor Tulkinghorn, y nunca se le

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asigna a nadie más, pues puede presentarse encualquier momento. Todavía no ha llegado. Tienela discreta costumbre de llegar desde el pueblo alparque cuando hace buen tiempo, aposentarse ensu cuarto como si nunca hubiera salido de él des-de la última vez que lo ocupó, pedir a alguien delservicio que comunique a Sir Leicester que hallegado, por si quiere verlo, y aparecer diez mi-nutos antes de la cena, a la sombra de la puertade la biblioteca. Duerme en la torreta, y encimade su cabeza hay un mástil de bandera que chi-rría toda la noche, y fuera tiene un pequeño ca-mino de ronda por el que se le puede ver pa-seándose cuando está allí y hace buen tiempo,antes del desayuno, como una especie de gra-jo gigante.

Todos los días, antes de la cena, Miladymira a ver si está entre las sombras de la bi-blioteca, pero no está. Todos los días, a lahora de la cena, Milady mira hacia el otroextremo de la mesa en busca del lugar vacío,que estaría esperándolo si acabara de llegar,

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pero no hay ningún lugar vacío. Todas lasnoches, Milady pregunta a su doncella, sindarle importancia:

—¿Ha llegado el señor Tulkinghorn?Todas las noches la respuesta es:—No, Milady, todavía no.Una noche, mientras le están deshaciendo

el peinado, Milady se hunde en profundospensamientos tras esta respuesta, hasta que seve su propia faz melancólica en el espejo fren-te a ella, y un par de ojos negros que la estu-dian atentamente.

—Te ruego —dice Milady entonces, diri-giéndose a Hortense— que te ocupes de tuscosas. Ya podrás contemplar tu belleza enotro momento.

—¡Perdón! Era la belleza de Milady.—Eso —dice Milady— es algo que no ne-

cesitas contemplar en absoluto.Por fin, una tarde, poco antes del anoche-

cer, cuando se han dispersado todos los gru-pos de figuras que desde hace una o dos

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horas vienen animando el Paseo del Fantas-ma, y sólo quedan en la terraza Sir Leicester yMilady, aparece el señor Tulkinghorn. Se lesacerca con su habitual paso metódico, quenunca es más ni menos rápido. Lleva su habi-tual máscara inexpresiva (de suponer que setrate de una máscara) y porta secretos de fa-milia en cada uno de los miembros de sucuerpo, en cada una de las arrugas de su ata-vío. Si toda su alma está consagrada a losgrandes o si no rinde a éstos más que los ser-vicios que vende, ése es su secreto personal.Lo mantiene igual que mantiene los secretosde sus clientes; a ese respecto es su propiocliente, y jamás se traicionará.

—¿Cómo está usted, señor Tulkinghorn?—dice Sir Leicester al darle la mano.

El señor Tulkinghorn está muy bien. SirLeicester está muy bien. Milady está muybien. Todo resulta muy satisfactorio. El abo-gado, con las manos a la espalda, pasea al

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lado de Sir Leicester por la terraza. Milady vadel otro lado.

—Lo esperábamos antes —dice Sir Leices-ter. Es una observación muy atenta. Es comosi hubiera dicho: «Señor Tulkinghorn, recor-damos que usted existe incluso cuando noestá usted aquí para recordárnoslo con supresencia. ¡Ya ve usted, caballero, que le de-dicamos una parte de nuestros pensamien-tos!»

El señor Tulkinghorn lo comprende, incli-na la cabeza y dice que lo agradece mucho.

—Debería haber llegado antes —explica—,de no haber sido por estar ocupadísimo conlos temas de esos diversos pleitos entre ustedy Boythorn.

—Hombre de mentalidad muy desordena-da —observa Sir Leicester severamente—.Persona peligrosísima para cualquier comu-nidad. Un hombre de carácter muy vil.

—Es terco —dice el señor Tulkinghorn.

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—Como es lógico que lo sea una personaasí —dice Sir Leicester, que tiene todo el as-pecto de ser terquísimo él también—. No mesorprende nada lo que usted dice.

—Lo único que queda en duda —continúael abogado— es si está usted dispuesto a ce-der en algo.

—No, señor —replica Sir Leicester—. Ennada. ¿Ceder yo?

—No me refiero a nada de importancia. Yasé que en eso no querrá usted abandonar na-da. Me refiero a algo intranscendente.

—Señor Tulkinghorn —replicó Sir Leices-ter—, no puede haber cosas intranscendentesentre yo y el señor Boythorn. Si voy más allá,si observo que no me resulta fácil concebircómo cabe calificar de intranscendente a cual-quier derecho mío, no me refiero tanto a mímismo, individualmente, sino a la posición demi familia, que me incumbe a mí mantener.

El señor Tulkinghorn vuelve a bajar la ca-beza y dice:

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—Ya tengo mis instrucciones. El señorBoythorn va a crearnos muchos problemas...

—Señor Tulkinghorn, es típico de ese gé-nero de personas —interrumpe Sir Leices-ter— el crear problemas. Es un personaje queprobablemente, hace cincuenta años, se hu-biera visto juzgado en el Old Bailey poralgún acto demagógico, y bien castigado...por no decir —añade Sir Leicester tras de-tenerse un momento—, por no decir colga-do, descuartizado y despedazado.

Sir Leicester parece descargar su almade estadista de un gran peso al pronunciaresta sentencia capital, como si fuera lo mássatisfactorio del mundo, con la excepciónde la ejecución efectiva de la sentencia.

—Pero se acerca la noche —continúa— yMilady va a enfriarse. Entremos, queridamía.

Al volverse hacia la puerta del vestíbulo,Lady Dedlock se dirige al señor Tulking-horn por primera vez.

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—Me ha enviado usted un mensaje acer-ca de la persona por cuya letra le pregunté.Ha sido muy propio de usted recordar esacircunstancia; yo ya la había olvidado. Sumensaje me la ha vuelto a recordar. Nologro imaginar qué relación tenía yo conesa letra, pero sin duda que era con algo.

—¿Con algo? —repite el señor Tulking-horn.

—¡Sin duda! —repite despreocupada-mente Milady—. Tiene que haber sido algo.Y, ¿de verdad que se molestó usted en bus-car a quien escribió aquella... como se lla-me... declaración jurada?

—Sí.—¡Qué extraño!Pasan a un sombrío cuarto del desayuno

en el piso bajo, iluminado durante el díapor dos ventanas abiertas en un gruesomuro. Es el atardecer. El fuego se reflejabrillante en las paredes de madera, y páli-do en los cristales de las ventanas, donde,

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por en medio del reflejo frío de la hoguera,el paisaje más frío tiembla en el viento, y sedesliza una niebla gris: única viajera apartede la masa de nubes.

—Sí —dice—. Pregunté por él y lo en-contré. Y lo que es más extraño, lo en-contr...

—¡Que no era nada extraordinario, metemo! —se le adelanta láguidamente LadyDedlock.

—Lo encontré ya muerto.—¡Dios mío! —exclama Sir Leicester, no

tan escandalizado por el hecho en sí sinopor el hecho de que se mencione el hecho.

—Me indicaron dónde se alojaba, un lu-gar pobre, miserable, y lo encontré muerto.

—Perdone usted, señor Tulkinghorn —observa Sir Leicester—, pero creo quecuanto menos se hable...

—Por favor, Sir Leicester, desearía sabertoda la historia —dice Milady—. Es toda

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una historia para el atardecer. ¡Qué horri-ble! ¿Muerto?

El señor Tulkinghorn vuelve a afirmarlocon un gesto de la cabeza:

—Que fuera por su propia mano...—¡Por mi honor! —exclama Sir Leices-

ter—. ¡Realmente!—¡Deseo oír la historia! —exclama Mi-

lady.—Como quieras, querida mía. Pero he

de decir...—¡No tienes nada que decir! Continúe,

señor Tulkinghorn.Sir Leicester cede galantemente, aunque

sigue opinando que el hablar de sordidecesasí a las clases altas es verdaderamente...verdaderamente...

—Estaba a punto de decir —continúa elabogado con una calma imperturbable—que si se había dado la muerte por su pro-pia mano o no es algo que no puedo decir-les. Sin embargo, debo modificar esa frase

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al decir que sin duda había muerto por supropia mano; después, que ello fuera porintención propia y deliberada o por casua-lidad, es algo que nunca se podrá saber. Eljurado del Coroner concluyó que había éltomado el veneno accidentalmente.

—Y, ¿qué género de persona —preguntaMilady era ese ser deplorable?

—Resulta difícil decirlo —replica elabogado con una sacudida de la cabeza—.Había vivido tan pobremente, y estaba tandesaseado, con su tez de gitano y aquelpelo y aquella barba tan desordenados, queyo hubiera juzgado que se trataba de al-guien lo más vulgar posible. El médico te-nía la idea de que en otros tiempos habíapertenecido a una clase mejor, tanto en as-pecto como en condición.

—¿Cómo se llamaba el pobre individuo?—Le daban el nombre que él mismo se da-

ba, pero nadie sabía cómo se llamaba.—¿Ni siquiera quiénes lo trataban?

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—Nadie lo trataba. Lo encontraron muer-to. De hecho, yo lo encontré muerto.

—¿Sin ninguna pista acerca de nada más?—Ninguna; aunque había —añade pensa-

tivo el abogado— un viejo portamantas, pe-ro... No, no había documentos.

Mientras se han ido pronunciando las pa-labras de este breve diálogo Lady Dedlock yel señor Tulkinghorn, sin otra modificaciónde su porte habitual, se han estado mirandofijamente, como quizá sea natural en una con-versación acerca de tema tan desusado. SirLeicester ha estado contemplando la chime-nea, con la misma expresión general de losDedlock de la escalera. Una vez contada lahistoria, renueva su protesta solemne y co-menta que es evidente que la relación estable-cida mentalmente por Milady no puede enabsoluto referirse a ese miserable (salvo quese tratara de un pedigüeño que pidiera li-mosna por carta); espera no oír más acerca de

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un tema tan impropio de la condición de Mi-lady.

—Desde luego, es una serie de horrores —dice Milady recogiendo sus mantos y sus pie-les—, pero para pasar un rato resulta intere-sante. Señor Tulkinghorn, tenga la bondad deabrirme la puerta.

El señor Tulkinghorn se la abre con defe-rencia y se la mantiene abierta mientras saleella. Pasa a su lado, con su aire fatigado decostumbre y su elegancia insolen te. Vuelvena verse a la hora de comer, y otra vez al díasiguiente, y así durante muchos días segui-dos. Lady Dedlock es siempre la misma dei-dad agotada, rodeada de sus adoradores, sesiente terriblemente inclinada a morirse deaburrimiento, al mismo tiempo que presidesu propio culto. El señor Tulkinghorn essiempre el mismo depósito mudo de noblesconfidencias, tan extrañamente fuera de lugary sin embargo tan perfectamente en casa. Pa-rece que se dieran tan poca cuenta el uno de

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la existencia del otro como pueda ser posibleentre dos personas encerradas entre las mis-mas paredes. Pero cada uno de ellos está cadavez más en guardia contra el otro y sospechade él que se reserva algo importante; el quecada uno de ellos esté cada vez más dispuestoen todos los respectos en contra del otro, paraque nunca lo pesque descuidado; lo que daríacada uno de ellos por saber cuánto sabe elotro: todo eso yace escondido, por el momen-to, en los corazones de ambos.

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CAPITULO 13

La narración de Esther

Celebramos muchas consultas acerca de loque iba a hacer Richard; primero sin el señorJarndyce, tal como había pedido éste, y despuéscon él, pero pasó mucho tiempo antes de quepareciésemos avanzar algo. Richard decía queestaba dispuesto a hacer lo que fuera. Cuandoel señor Jarndyce dudó si no sería ya demasia-do mayor para entrar en la Marina, Richarddijo que ya había pensado en eso y que quizá lofuera. Cuando el señor Jarndyce le preguntóqué le parecía el Ejército, Richard dijo que tam-bién había pensado en eso y que no era malaidea. Cuando el señor Jarndyce le aconsejó quetratara de decidir por sí mismo si su antiguapreferencia por el mar no sería un entusiasmonormal en los niños, o si sería un impulso deci-dido, Richard respondió que, bueno, de verdad

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que lo había intentado muchas veces y no podíadecidirse.

—No pretendo decir —me comentó el señor

Jarndyce— qué proporción de esta indecisión

de carácter se puede atribuir a ese marasmo

incomprensible de incertidumbre y de circun-

loquios en que se ha visto sumido desde que

nació, pero lo que es evidente es que éste es

uno más de los pecados de los que se puede

acusar a la Cancillería. Ha engendrado o con-

firmado en él el hábito de dejar las cosas y de

confiar en tal o cual coincidencia, sin saber cuál,

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y de desechar todo lo demás como incierto,

indeciso y confuso. Es posible que incluso el

carácter de personas mucho más viejas y esta-

bles se vea modificado por las circunstancias

que las rodean. Sería demasiado esperar que el

de un muchacho, en su fase de formación, es-

tuviera sometido a esas influencias y escapara a

ellas.

Me pareció que lo que decía era cierto, aun-que, si se me permite aventurar lo que pensabayo además, me parecía muy de lamentar que laeducación de Richard no hubiera contrarresta-do esas influencias, ni guiado su carácter.Había pasado ocho años en una escuela públi-

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ca43 y según entendía yo, había aprendido ahacer diversos tipos de versos en latín de laforma más admirable. Pero, que yo supiera,nadie se había molestado en averiguar cuál erasu verdadera vocación, ni cuáles eran sus pun-tos débiles, ni de adaptarle a él ningún tipo deconocimiento. Lo había adaptado a él a esosversos, y él había aprendido el arte de hacerloscon tal perfección que de haberse quedado enla escuela hasta cumplir la mayoría de edad,supongo que hubiera podido seguir haciéndo-los una vez tras otra, salvo que hubiera am-pliado su educación olvidando cómo se hacían.Pero, aunque me parecía que sin duda eranmuy hermosos, y muy educativos, y muy sufi-cientes para montones de cosas en la vida, y

43 Desde hace siglos se llama por una curio-sa inversión de términos public schools (escuelaspúblicas) una serie de escuelas muy caras, absolu-tamente privadas, que imparten (o impartían) un tipode educación muy basada en los clásicos, que es laque aquí critica Dickens

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algo que recordar a todo lo largo de la vida, síque dudaba de que a Richard no le hubieraconvenido también que alguien lo estudiara aél un poco, en lugar de que él estudiara tantoaquellos versos en latín.

Claro que yo no sabía nada del tema, y ni si-quiera ahora sé si los jóvenes caballeros de laRoma o la Grecia clásicas tenían que hacer tan-tos versos, ni si los jóvenes caballeros de cual-quier otro país jamás hacían tantos versos así.

—No tengo la menor idea —decía Richard,pensativo— de lo que voy a hacer. Salvo queestoy seguro de que no quiero dedicarme a laIglesia, en el resto estoy indeciso.

—¿No se te ocurre la misma carrera que aKenge? —sugirió el señor Jarndyce.

—¡No sé, señor! —replicó Richard—. Megusta navegar. Y no cabe duda de que los abo-gados se meten en aguas muy turbias. ¡Es unaprofesión interesantísima!

—La medicina... —sugirió el señor Jarndyce.—¡Exactamente, señor! —exclamó Richard.

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Yo creo que hasta aquel momento ni siquierahabía pensado en eso.

—¡Exactamente, señor! —repitió Richard conel mayor entusiasmo—. ¡Ya lo tenemos, miem-bro del Real Colegio de Médicos!

Aunque rompimos a reír, no lo disuadimos,pese a que él mismo se reía con toda su alma.Dijo que había escogido su profesión, y cuantomás pensaba en ella, más consideraba que sudestino era evidente: el arte de la curación era,a su juicio, la más noble de las artes. Yo mepreguntaba si no habría llegado a esa conclu-sión porque, como nunca había tenido muchasocasiones de averiguar por sí mismo para quéestaba dotado, y como nunca le había orientadonadie para que lo descubriera, se sentía fasci-nado por la nueva idea, y celebraba terminarcon la angustia de la decisión. Me preguntaba sitantos versos en latín no solían terminar en estoo si el caso de Richard era excepcional.

El señor Jarndyce se preocupó mucho dehablar con él en serio, y de apelar a su sentido

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común para que no se engañara en algo tanimportante. Tras aquellas entre vistas Richardse ponía algo más serio, pero indefectiblementenos decía a Ada y a mí que «todo iba bien» ydespués se ponía a hablar de otra cosa.

—¡Santo cielo! —exclamaba el señor Boyt-horn, que tomaba un interés muy grande por eltema (claro que huelga decir que nunca se inte-resaba sólo un poco por nada)— ¡Cuánto mealegra ver a un joven caballero inteligente yvaleroso que se dedica a tan noble profesión!Cuantas más personas inteligentes se dediquena ella, mejor para la humanidad, y peor paraesos mercenarios vendidos y viles trampososque disfrutan al utilizar tan ilustre arte en con-tra de la humanidad. ¡Juro por todas las mal-dades y los engaños —exclamaba el señorBoythorn— que el trato que se da a los médicosde la Marina cuando se embarcan es tan infameque yo estaría dispuesto a someter a las piernas(ambas piernas) de todos los miembros del Al-mirantazgo a una fractura triple, y convertiría

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en delito punible con deportación el que unmédico colegiado que se la curase si no se cam-biara todo el sistema en cuarenta y ocho horas!

—¿No les dejarías una semana? —preguntóel señor. Jarndyce.

—¡No! —exclamó decididamente el señorBoythorn—. ¡Por nada del mundo! ¡Cuarenta yocho horas! Y en cuanto a las Corporaciones,Parroquias, Feligresías y demás reuniones denecios que se reúnen a intercambiar discursostales que, ¡por el Cielo!, habría que enviarlos alas minas de azogue por el breve resto de susmiserables vidas, aunque sólo fuera para evitarque el detestable inglés que hablan contamina-ra un idioma que se pronuncia en presencia delSol; en cuanto a esos individuos que se aprove-chan mezquinamente del ardor de los caballe-ros que van en búsqueda del conocimiento, yrecompensan los servicios inestimables de losmejores años de sus vidas, sus largos estudios ysu cara educación, con unas pitanzas tan redu-cidas que no las aceptarían unos auxiliares de

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oficina, yo haría que les retorcieran el pescuezoa cada uno de ellos y que expusieran sus cala-veras en la Sala del Colegio de Médicos paraque las pudiera contemplar toda la profesión ¡afin de que los miembros más jóvenes de éstacomprendieran a partir de mediciones reales, ycuanto antes, lo impenetrables que son algunoscráneos!

Terminó aquella declaración vehemente conuna mirada sonriente a todos nosotros, muyagradable, y terminó con un atronador «Ja, ja,ja!», repetido una y otra vez, a tal punto que encualquier otro se hubiera podido temer quequedara agotado del esfuerzo.

Como Richard seguía diciendo que su elec-ción era irrevocable, después de que el señorJarndyce le recomendara varios plazos de re-flexión, y como seguía asegurándonos a Ada ya mí que «estaba bien», con el mismo aire defi-nitivo, se hizo aconsejable solicitar el consejodel señor Kenge. En consecuencia, un día vinoa comer el señor Kenge, que, echándose atrás

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en la silla y dando vueltas a las gafas constan-temente, habló con voz sonora e hizo exac-tamente lo mismo que le había visto hacercuando era yo una muchachita.

—¡Ah! —dijo el señor Kenge—. Sí. ¡Bien!Una profesión muy buena, señor Jarndyce, muybuena.

—Cuyos estudios y preparación requierenuna gran diligencia —observó mi Tutor conuna mirada a Richard.

—Sin duda —dijo el señor Kenge—. Diligen-cia.

—Pero como lo mismo ocurre —continuódiciendo el señor Jarndyce—, más o menos, contodas las ocupaciones que merecen la pena, noes una consideración especial que pudiera elu-dirse en el caso de que la elección fuese otra.

—Es cierto —dijo el señor Kenge—, y el se-ñor Carstone, que tan meritoriamente ha reali-zados los, ¿digamos estudios clásicos?, en losque ha pasado su juventud, aplicará sin dudalos hábitos, aunque no los principios y la prác-

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tica, de la versificación en ese idioma en el cual(si no me equivoco) se decía que un poeta na-cía, no se hacía, a la esfera de acción considera-blemente más práctica en la que entra.

—Pueden estar seguros de ello —dijo Ri-chard con su aire despreocupado—; de que mepondré a ello con todas mis fuerzas.

—¡Muy bien, señor Jarndyce! —exclamó elseñor Kenge con una leve inclinación de cabe-za—. Verdaderamente, cuando el señor Richardnos asegura que se propone dedicarse a ellocon todas sus fuerzas —siguió diciendo congestos expresivos y armoniosos mientras mani-festaba todo aquello—, yo sugeriría que no te-nemos sino que averiguar cuál es el mejor mo-do de alcanzar el objeto de su ambición. Vea-mos ahora la posibilidad de poner al señor Ri-chard a estudiar con algún médico eminente.¿Se les ocurre a ustedes alguien?

—Nadie, ¿no, Rick? —preguntó mi Tutor.—Nadie, señor —contestó Richard.

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—¡Exactamente! —dijo el señor Kenge—.Pasemos a ver la especialidad. ¿Existe algunaopinión concreta al respecto?

—No... no —dijo Richard.—¡Exactamente! —dijo el señor Kenge otra

vez.—Me gustaría que hubiera un poco de va-

riedad —observó Richard— ... Es decir, unagama amplia de experiencia.

—Muy necesario, sin duda —replicó el señorKenge—. Creo que será muy fácil organizarlo,¿verdad, señor Jarndyce? Tenemos, en primerlugar, que descubrir a un médico bien situado,y en cuanto demos a conocer lo que necesita-mos, ¿debo añadirlo?, y establezcamos ademásnuestra capacidad para pagar una prima porestudios, nuestro único problema será el selec-cionar a uno entre muchos. En segundo lugar,no tenemos más que respetar los pequeñostrámites que requieren estos tiempos, y recor-dar que estamos bajo la tutela del Tribunal.Pronto estaremos, si se me permite emplear el

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término que tan gráficamente utiliza el señorRichard, puestos a ello. Es una casualidad —añadió el señor Kenge con una huella de me-lancolía en su sonrisa—, una de esas casuali-dades que pueden o no requerir una explica-ción más allá de nuestras y actuales limitadasfacultades que yo tengo un primo en la profe-sión médica. Quizá lo consideren ustedes idó-neo, y quizá esté él dispuesto a responder aesta propuesta. No puedo responder en sunombre ni en el de ustedes, pero, ¡es posible!

Como aquello abría una perspectiva, sedispuso que el señor Kenge fuera a ver a suprimo. Y como el señor Jarndyce nos habíapropuesto anteriormente llevarnos unas se-manas a Londres, al día siguiente se decidióque hiciéramos aquella visita inmediatamente,y aprovecharla para ocuparnos de los asuntosde Richard.

Cuando el señor Boythorn se marchó denuestra casa al cabo de una semana, fuimos aalojarnos en un lugar muy bonito en Oxford

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Street, encima de la tienda de un tapicero.Londres nos pareció maravilloso, y nos pasá-bamos fuera horas y horas, viendo todo lo quehabía que ver, de modo que parecía más fácilque nos agotáramos nosotros que no todoaquello. También recorrimos los principalesteatros, para gran delicia nuestra, y vimos to-das las obras que merecían la pena. Lo men-ciono porque fue en el teatro donde el señorGuppy empezó a causarme molestias otra vez.

Estaba yo una noche sentada con Ada en ladelantera del palco, y Richard estaba dondemás le gustaba, detrás de Ada, cuando miré porcasualidad al patio de butacas y vi al señorGuppy, con el pelo aplastado y el pesar pintadoen la cara, que miraba hacia mí. Creo que du-rante toda la representación no miró para nadaa los actores, sino que me estuvo mirando a míconstantemente, y siempre con una expresión,cuidadosamente preparada, del mayor dolor yel pesar más profundo.

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Destruyó totalmente el placer que me causa-ba la velada, porque resultaba muy embarazosoy de lo más ridículo. Pero a partir de aquelmomento nunca íbamos al teatro sin que yoviera al señor Guppy, siempre con el pelo pei-nado bien aplastado, con el cuello de la camisavuelto hacia abajo y un aspecto general de debi-lidad. Si no estaba cuando llegábamos nosotros,y yo empezaba a esperar que no llegara, y medejaba llevar durante un rato por el interés dela escena, estaba segura de encontrarme con sumirada lánguida cuando menos lo esperaba, y apartir de aquel momento estaba segura de quela tendría fija en mí durante toda la velada.

Verdaderamente, no sé expresar lo incómo-da que me ponía todo aquello. Si se hubieracepillado el pelo, o hubiera levantado el cuellode la camisa, aquello seguiría siendo desagra-dable, pero el saber que aquella figura absurdame estaba siempre contemplando, y siempre enaquel estado ostensible de desazón, me sometíaa tal tensión que no me gustaba reírme con la

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obra, ni llorar con ella, ni moverme, ni hablar.Me parecía imposible hacer nada con naturali-dad. En cuanto a huir del señor Guppy median-te una retirada a la trasera del palco, no podíasoportar la idea, pues sabía que Richard y Adacontaban con tenerme a su lado, y que nuncahubieran podido hablar entre sí de manera tanalegre si otra persona hubiera ocupado mi lu-gar. De manera que aquí me quedaba, sin sabera dónde mirar, pues dondequiera que mirase,sabía que me seguía la mirada del señor Gup-py, y pensaba en el enorme gasto que estabarealizando aquel joven sólo por mí.

A veces pensaba en decírselo al señor Jarn-dyce. Pero entonces temía que el joven perdierasu empleo, y que cayera en la ruina. A vecespensaba en confiárselo a Richard, pero me di-suadía la posibilidad de que se peleara con elseñor Guppy y le hinchara un ojo. A veces pen-saba que debía fruncirle el ceño, o hacer ungesto negativo de la cabeza. Después pensabaque no podía hacer eso. A veces pensaba que

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debía escribir a su madre, pero aquello acababaconmigo convencida de que el iniciar una co-rrespondencia sería empeorar las cosas. Al finalsiempre llegaba a la conclusión de que no po-día hacer nada. Durante todo aquel tiempo laperseverancia del señor Guppy no sólo lehacía estar presente en todos los teatros a losque íbamos, sino que lo hacía aparecer entrela multitud cuando salíamos, e incluso subir-se a la trasera de nuestro coche, donde estoysegura de haberlo visto, debatiéndose entrelos pinchos terribles que había puestos allí.Cuando llegábamos a casa, se quedaba apo-yado en una parte iluminada que había frentea ella. Como la casa del tapicero en la queestábamos alojados se hallaba en la esquinade dos calles, y la ventana de mi dormitorioestaba frente a aquel poste, cuando yo subíalas escaleras sentía miedo de acercarme a laventana, no fuera a verlo (como me ocurrióuna noche de luna) apoyado en el poste, yevidentemente enfriándose. Si, afortunada-

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mente para mí, el señor Guppy no hubieratenido sus ocupaciones durante el día, verda-deramente no hubiera podido escapar a él enningún momento.

Mientras nos dedicábamos a aquella seriede diversiones, en las que participaba de ma-nera tan extraordinaria el señor Guppy, nodescuidábamos el asunto que había servidopara traernos a la ciudad. El primo del señorKenge era un tal señor Bayham Badger, quetenía una buena consulta en Chelsea, y ade-más prestaba sus servicios en una gran insti-tución pública. Estaba perfectamente dispues-to a recibir a Richard en su casa y a supervi-sar sus estudios, y como parecía que éstos sepodían seguir provechosamente bajo el techodel señor Badger, y al señor Badger le agradóRichard, y Richard dijo que a él le «parecíaaceptable» el señor Badger, se llegó a unacuerdo, se obtuvo el consentimiento delLord Canciller y quedó todo convenido.

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El día en que quedaron concertados losasuntos entre Richard y el señor Badger está-bamos todos invitados a cenar en casa de esteúltimo. Sería «una comida puramente en fa-milia», según decía la nota de la señora Bad-ger, y vimos que la única dama era la propiaseñora Badger. Se hallaba en su salón rodea-da de objetos que indicaban que pintaba algo,tocaba algo el piano, tocaba algo la guitarra,tocaba algo el arpa, cantaba algo, trabajabaalgo, leía algo, escribía algo de poesía y sededicaba algo a la botánica. Era una dama deunos cincuenta años, según me pareció, ves-tida con estilo juvenil y con un cutis muy fi-no. Si añado a la lista de sus virtudes que semaquillaba un poco, no quiero con ello criti-carle en absoluto.

El propio señor Bayham Badger era un ca-ballero sonrosado, de cara jovial, vivaz, devoz débil, dientes blancos, pelo claro y la mi-rada sorprendida, algo más joven, me pare-ció, que la señora Badger. Admiraba mucho a

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su esposa, y sobre todo y para empezar, porel curioso motivo (según nos pareció) de quese había casado tres veces. Acabábamos desentarnos cuando dijo al señor Jarndyce contono triunfal:

—¡Seguro que no sería usted capaz de su-poner que soy el tercer marido de la señoraBadger!

—¿Es cierto? —replicó el señor Jarndyce.—¡El tercero! —exclamó el señor Badger—.

¿Verdad, señorita Summerson, que la señoraBadger no tiene el aspecto de una dama queha estado casada dos veces antes?

—¡En absoluto! —repliqué.—¡Y con hombres notabilísimos! —

continuó diciendo el señor Badger en tonoconfidencial—. El Capitán Swosser de la Ma-rina Real, que fue el primer marido de la se-ñora Badger, era un oficial de gran distinción.

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El nombre del Profesor Dingo44, mi predece-sor inmediato, goza de reputación europea.

La señora Badger oyó lo que decía y son-rió.

—¡Sí, cariño mío! —replicó el señor Badgera aquella sonrisa—. Observaba al señor Jarn-dyce y a la señorita Summerson que ya habíasestado casada dos veces, y ambas con perso-nas muy distinguidas. Y a ellos, como sueleocurrir, les resulta difícil creerlo.

—Yo tenía apenas veinte años —dijo la se-ñora Badger— cuando me casé con el CapitánSwosser, de la Marina Real. Estuve con él enel Mediterráneo; soy muy marinera. El día delduodécimo aniversario de mi boda me casécon el Profesor Dingo.

44 Nuevos juegos de palabras. «Swosser» esfonéticamente parecido a «swasher» (simultánea-mente = «ondulado, de las olas del mar» y «mata-chín»), y Dingo es el nombre de los perros silvestresnativos de Australia

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—De reputación europea —añadió el señorBadger en voz baja.

«Y cuando nos casamos el señor Badger yyo», siguió relatando la señora Badger, «lohicimos el mismo día del año. Yo le habíatomado cariño a esa fecha».

—De modo que la señora Badger ha tenidotres maridos, dos de ellos personas muy dis-tinguidas —dijo el señor Badger, resumiendolos datos—, ¡y cada una de las bodas se hacelebrado el veintiuno de marzo a las once dela mañana!

Todos nosotros manifestamos nuestra ad-miración.

—De no ser por la modestia del SeñorBadger —dijo el señor Jarndyce—, me permi-tiría corregirle y decir que ha tenido tres ma-ridos de gran distinción.

—¡Gracias, señor Jarndyce! ¡Eso es lo quele digo yo siempre! —observó la señora Bad-ger.

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—Pero, cariño mío —interpuso el señorBadger—, ¿qué es lo que te digo siempre yo?Que sin afectación alguna, ni menospreciar ladistinción profesional que pueda haber al-canzado yo (y que nuestro amigo Carstonetendrá muchas oportunidades de juzgar), notendré yo la debilidad... No, de verdad —nosdijo a todos en general el señor Badger—, niseré tan poco razonable como para atribuirmeuna reputación comparable a la de personasde la categoría del Capitán Swosser y el Pro-fesor Dingo. Quizá le interese a usted, señorJarndyce —continuó el señor Bayham Badger,llevándonos al salón de al lado—, este retratodel Capitán Swosser. Se lo hicieron cuandovolvió de la flota de África, donde había pa-decido las fiebres propias de la región. Laseñora Badger considera que está demasiadoamarillo. Pero es una cabeza magnífica.¡Magnífica!

—¡Magnífica cabeza! —asentimos todos.

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—Cuando la contemplo —prosiguió el se-ñor Badger—, pienso que se trata de un hom-bre al que hubiera deseado conocer. Revelanotablemente la clase de hombre que era sinduda el Capitán Swosser. Al otro lado está elProfesor Dingo. Lo conocí bien: lo cuidé en suúltima enfermedad. ¡Sólo le falta hablar! En-cima del piano está la señora Swosser. Enci-ma del sofá, la señora Badger cuando era laseñora Dingo. De la señora Badger in esse, yaposeo el original, y no tengo copia.

Anunciaron la cena y bajamos al primerpiso. Fue una cena muy agradable y bien ser-vida. Pero el señor Badger seguía pensandoen el Capitán y el Profesor, y como Ada y yoestábamos confiadas a sus cuidados persona-les, no nos dejó olvidarlos.

—¿Agua, señorita Summerson? ¡Permíta-me! Pero en esa copa no, se lo ruego. ¡James,tráeme la copa del Profesor!

Ada admiró mucho unas flores artificialesque había bajo un farol.

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—¡Es asombroso lo bien que se conservan!—exclamó el señor Badger—. Se las regalarona la señora Bayham Badger cuando estuvo enel Mediterráneo.

Invitó al señor Jarndyce a tomar un vasode clarete.

—¡Ese clarete no! —dijo—. ¡Perdón! Esta es

toda una ocasión, y para las ocasiones tengo un

clarete muy especial (iJames, el vino del Capi-

tán Swosser! ). Señor Jarndyce, éste es un vino

que importó el Capitán, no le voy a decir hace

cuántos años. Lo encontrará usted muy inte-

resante. Cariño mío, celebraré tomar un poco

de este vino contigo (¡James, el clarete del Capi-

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tán Swosser para la Señora!). ¡A tu salud, amor

mío!

Después de la cena, cuando nos retiramoslas damas, nos llevamos con nosotras al prime-ro y segundo maridos de la señora Badger. Enel salón, la señora Badger nos hizo un esbozobiográfico de la vida y el servicio del CapitánSwosser antes de su boda, y un relato más mi-nucioso de su vida desde que se enamoró deella, en un baile dado a bordo del Crippler a losoficiales de aquel navío cuando éste se hallabaamarrado en el puerto de Plymouth.

—¡Qué barco aquel Crippler! —dijo la señoraBadger meneando la cabeza—. Era una noblenave. Limpia, bien aparejada, de velas tensas,como decía el Capitán Swosser. Perdónenme side vez en cuando introduzco una expresiónnáutica; tuve una época muy marinera. El Ca-pitán Swosser amaba aquel barco por causamía. Cuando lo desguazaron, decía muchas

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veces que si hubiera sido lo bastante rico parahaberse comprado el casco, hubiera hecho po-ner una placa en las planchas del alcázar dondeestuvimos bailando, para señalar el punto don-de cayó de una andanada a lo largo de toda laamurada (decía el Capitán Swosser) disparadapor mis culebrinas. Utilizaba ese término navalpara hablar de mis ojos.

La señora Badger meneó la cabeza, suspiro ycontempló su copa.

—El Profesor Dingo era muy distinto delCapitán Swosser —continuó, con una sonrisatriste—. Al principio lo noté mucho. ¡Qué revo-lución en mi forma de vivir! Pero la costumbre,combinada con la ciencia (sobre todo la ciencia)me habituaron a ella. Como era la única acom-pañante del Profesor en sus excursiones botáni-cas, casi olvidé mis navegaciones y me hicetoda una erudita. ¡Qué singular es que el Profe-sor fuera las Antípodas del Capitán Swosser yque el señor Badger no se parezca a ninguno delos dos!

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Pasamos después a una narración de lasmuertes del Capitán Swosser y del ProfesorDingo, ambos de los cuales parecían haber pa-decido crueles enfermedades. En aquella narra-ción, la señora Badger nos reveló que no habíaamado locamente más que una vez, y que elobjeto de aquella obsesión, cuyo entusiasmojamás se podría igualar, había sido el CapitánSwosser. El Profesor estaba muriéndose cachitoa cachito de la manera más horrible, y la señoraBadger nos estaba imitando cómo decía congrandes dificultades: «¿Dónde está Laura? ¡Queme dé Laura la tostada y el agua!», cuando laentrada de los caballeros lo envió de golpe a latumba.

Aquella tarde observé, como venía obser-vando desde hacía unos días, que Ada y Ri-chard cada vez se aficionaban más a la compa-ñía el uno del otro, lo cual era natural, dadoque iban a separarse tan pronto. Por eso no mesentí demasiado sorprendida cuando, al volvera casa y retirarnos Ada y yo al piso de arriba, vi

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que ella estaba más callada que de costumbre,aunque para lo que no estaba yo preparada erapara que se lanzara a mis brazos y empezara ahablar, apartando la mirada.

—¡Querida Esther! —murmuró Ada—.¡Tengo que contarte un gran secreto!

¡Secretísimo, pequeña mía, pensé yo!—¿De qué se trata, Ada?—¡Ay, Esther, no te lo puedes imaginar!—¿Quieres que lo intente? —pregunté.—¡Ay, no! ¡No! ¡Te ruego que no! —exclamó

Ada, alarmadísima ante la idea de que yo loadivinara.

—Y ¿qué podrá ser, me preguntó? —dije yo,haciendo como que lo estaba pensando.

—Se trata —dijo Ada, en un susurro— ... setrata... ¡de mi primo Richard!

—¡Bueno, guapa mía! —exclamé, dándoleun beso en la rubia cabellera, que era lo únicoque le podía ver—. ¿Qué pasa con él?

—¡Ay, Esther, no te lo puedes ni imaginar!

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Era algo tan dulce el tenerla así aferrada amí, con la cara oculta, y el saber que no llorabade pena, sino con una explosión de alegría, deorgullo y de esperanza, que no quise ayudarlatodavía.

—Dice (ya sé que es una locura, que somoslos dos muy jóvenes), pero dice —rompiendoen lágrimas— que me ama, Esther .

—¿Eso dice? ¡Nunca he oído cosa igual! ¡Pe-ro, querida mía, eso ya lo sabía yo desde hacesemanas enteras!

¡Qué agradable era ver cómo levantaba Ada,sorprendida, el rostro ruborizado, me asía delcuello y se reía, se sonrojaba y se reía!

—¡Pero, preciosa mía, debes de tomarme portonta! —le dije—. ¡Es evidente que tu primoRichard te quiere desde hace no sé cuantotiempo, cariño!

—¡Y sin embargo, nunca has dicho ni unasola palabra! —exclamó Ada, dándome un be-so.

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—No, amor mío —le contesté—. Esperé aque me lo dijerais.

Pero ahora que te lo he dicho, no te parecemal, ¿verdad? —replicó Ada.

Aunque hubiera sido la «carabina» con elcorazón más duro del mundo, habría consegui-do que le dijera que no. Como todavía no loera, le dije que no sin el menor rebozo.

—Y ahora —le dije—, ya estoy al tanto de lapeor noticia.

—¡Ay, no, Esther mía, no es eso lo peor! —gritó Ada, abrazándome más fuerte y volvien-do a ponerme la cabeza en el seno.

—¿No? —pregunté—. ¿Ni siquiera eso?—¡No, ni siquiera eso! —exclamó Ada,

negando con la cabeza.—Pero, ¿es que me vas a decir que... ? —

empecé a decir en tono de broma.Pero Ada levantó la cabeza y, sonriendo

entre sus lágrimas, exclamó:

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—¡Sí, yo también! ¡Tú sabes que yo tam-bién! —y después gimió—: ¡Con toda mi al-ma! ¡Con toda mi alma, Esther!

Le dije, riéndome, que también sabía eso,igual que sabía lo otro. Y nos quedamos sen-tadas ante la chimenea y durante un rato(aunque no mucho) seguí hablando sólo yo,y Ada se tranquilizó en seguida, feliz.

—¿Crees que mi primo John está entera-do, mi querida señora Durden? —me pre-guntó.

—Salvo que mi primo John esté ciego, en-canto mío —le dije—, creo que mi primoJohn está tan enterado como nosotras.

—Queremos hablar con él antes de que sevaya Richard —dijo Ada tímidamente—, yquerríamos que nos aconsejaras y que se lodijeras. ¿No te importaría que entrase Ri-chard, señora Durden?

—¡Ah! ¿De manera que Richard está ahífuera? —pregunté.

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—No estoy segura del todo —respondióAda con una sencillez ruborizada que mehubiera conquistado el corazón de no haber-lo conquistado ya mucho antes—, pero creoque está esperando a la puerta.

Claro que estaba allí. Tomaron cada unouna silla y me colocaron entre los dos, y pa-recía que en realidad se hubieran enamoradode mí, en lugar del uno del otro, por la con-fianza, el cariño y las confidencias que fue-ron depositando en mí. Continuaron un ratoa su propio aire exuberante; yo no les pusefreno; aquello me hacía disfrutar demasiado,y después pasamos a considerar gradual-mente lo jóvenes que eran, y que habían depasar varios años antes de que aquel amorjuvenil pudiera materializarse, y que no po-día desembocar en la felicidad más que si erareal y duradero, y los imbuía de una firmeresolución de cumplir con sus deberes recí-procos, con constancia, decisión y perseve-rancia, con una abnegación mutua para

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siempre. ¡Bien! Richard dijo que estaba dis-puesto a matarse a trabajar por Ada, y Adadijo que estaba dispuesta a matarse a traba-jar por Richard, y a mí me dijeron todo géne-ro de cosas cariñosas y encantadoras, y allínos quedamos consultando y charlando has-ta tardísimo. Por fin nos separamos. Lesprometí que al día siguiente hablaría con suprimo John.

Así que cuando llegó el día siguiente,después de desayunar fui a ver a mi tutor, enla habitación que era la sucesora londinensedel Gruñidero, y le dije que me habían en-cargado que le dijera una cosa.

—Bueno, mujercita —dijo, cerrando el li-bro que estaba leyendo—, si has aceptado elencargo, no puede ser nada malo.

—Espero que no, Tutor —contesté—. Ypuedo garantizar que no es ningún secreto.Porque no ocurrió hasta ayer.

—¿Sí? ¿Y que es, Esther?

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—Tutor —repliqué—, ¿recuerda ustedaquella noche tan feliz en que llegamos a laCasa Desolada? ¿Cuándo Ada cantó en lahabitación a oscuras?

Deseaba yo que recordase cómo los habíamirado él entonces. Si no me equivoco, vique lo había conseguido.

—Porque... —continué con un pequeño ti-tubeo.

—¡Sí, hija mía! —dijo—. No te apresures.—Porque... —seguí diciendo— Ada y Ri-

chard se han enamorado. Y se lo han dicho eluno al otro.

—¡Tan pronto! —exclamó mi tutor, muyasombrado.

—¡Sí! —dije—. Y a decir verdad, Tutor, yame lo esperaba yo.

—¡No me digas!Se quedó pensándolo unos instantes, son-

riendo de aquella manera tan suya, tan her-mosa y tan amable al mismo tiempo, mien-tras iba cambiando de gesto, y después me

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pidió que les comunicara que quería verlos.Cuando vinieron pasó un brazo paternal-mente por los hombros de Ada y se dirigió aRichard con animada seriedad:

—Rick —dijo el señor Jarndyce—:. celebrohaber merecido tu confianza. Espero conser-varla. Cuando contemplé estas relacionesentre nosotros cuatro, que tanto han ilumi-nado mi vida y que la han llenado de tantosintereses y placeres nuevos, la verdad es quetambién contemplé, para un futuro distante, laposibilidad de que tú y tu bella prima (¡no seastan tímida, Ada, no seas tan tímida hija mía!)tuvierais la idea de recorrer juntos el camino dela vida. Percibí entonces, como sigo percibiendoahora, muchos motivos por lo que eso era dedesear. ¡Pero era para dentro de mucho tiempo,Rick, mucho tiempo!

—Nosotros pensamos en dentro de muchotiempo, señor —respondió Richard.

—¡Bien! ——dijo el señor Jarndyce—. Eso esracional. ¡Y ahora escuchadme, hijos míos! Po-

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dría deciros que todavía no sabéis lo que que-réis, que pueden pasar mil cosas que os sepa-ren, que hay muchas posibilidades de que estacadena de flores que habéis hecho se llegue aromper, o a convertir en una cadena de plomo.Pero no voy a decíroslo. Estoy seguro de queeso es algo que comprenderéis pronto, si es quealguna vez lo comprendéis. Quiero suponerque dentro de unos años seguiréis sintiendo envuestros corazones lo mismo que sentís hoy. Loúnico que os pediré antes de hablaros a partirde ese supuesto es que si efectivamente cam-biáis, si efectivamente llegáis a la conclusión deque al convertiros en hombre adulto y mujeradulta os queréis más como primos vulgares ycorrientes que ahora, que sois unos muchachos(¡y perdóname Rick, pues sé que ya eres unhombre! ), sigáis confiando en mí sin avergon-zaros, pues no tendría nada de raro ni de mons-truoso. Yo no soy más que un amigo y un pa-riente lejano. No tengo ningún poder sobrevosotros. Pero deseo y espero que sigáis con-

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fiando en mí, si es que no hago nada para dejarde merecerlo.

—Estoy seguro, señor —replicó Richard—,de que hablo también en nombre de Ada sidigo que tiene usted el mayor poder posiblesobre nosotros: un poder basado en un respeto,una gratitud y un afecto, que van en aumentode día en día.

—Querido primo John —dijo Ada, apoyán-dose en su hombro—, el lugar que dejó mi pa-dre ya no está vacío. Todo el honor y la obe-diencia que le debía a él le corresponden ahoraa usted.

—¡Vamos, vamos! —dijo el señor Jarndyce—. Volvamos a nuestra hipótesis. ¡Levantemos lavista y contemplemos esperanzados el futuro!Rick, tiene todo el mundo por delante, y lo másprobable es que la forma en que lo abordes de-terminará la forma en que te reciba. No confíesen nada más que en la Providencia y en tuspropios esfuerzos. Ya sabes, a Dios rogando ycon el mazo dando. La constancia en el amor

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está muy bien, pero no significa nada, no esnada, si no existe la constancia en todos tusesfuerzos. Aunque tuvieras toda la sabiduría detodos los grandes hombres del pasado y delpresente, jamás podrías hacer nada a derechassi no lo pretendes sinceramente y no te decidesa hacerlo. Si te imaginas que jamás se puede, seha podido o se podrá arrancar a la Fortuna al-gún verdadero éxito, sea en lo grande o en lopequeño, a base de improvisaciones, abandonaesa idea, o abandona aquí a tu prima Ada.

—Abandonaría la idea, señor —replicó Ri-chard con una sonrisa—, si es que hubiera lle-gado aquí con ella (aunque espero que no hayasido así), y trabajaré hasta merecer a mi primaAda en un lejano futuro lleno de esperanza.

—¡Perfecto! —dijo el señor Jarndyce—. Si novas a hacerla feliz, ¿para qué cortejarla?

—Nunca querría hacerla infeliz..., ni siquierapor su amor —contestó Richard en tono orgu-lloso.

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—¡Bien dicho! —exclamó el señor Jarndy-ce—. ¡Muy bien dicho! Ada se queda aquí, quees su casa, conmigo. Síguela queriendo, Rick,en tu vida activa, igual que en su casa cuandovuelvas a visitarla, y todo irá bien. De lo con-trario, todo irá mal. Y aquí termina mi sermón.Creo que lo mejor es que tú y Ada vayáis a da-tos un paseo.

Ada le dio un abrazo cariñoso y Richard unefusivo apretón de manos, y después los dosprimos salieron de la habitación, aunque enseguida reaparecieron para decir que me espe-rarían.

La puerta seguía abierta, y ambos los segui-mos con la mirada, mientras ellos cruzaban lahabitación de al lado, en la que daba el sol, ysalían por el otro extremo. Richard, que llevabala cabeza baja y la había tomado del brazo, ha-blaba con gestos expresivos, y ella le miraba ala cara, lo escuchaba y no parecía ver nada más.Jóvenes, hermosos, llenos de esperanzas y depromesas, cruzaron levemente el espacio solea-

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do, igual que sus ideas de felicidad estaríancruzando entonces los años venideros, todosellos convertidos en años de felicidad. Y asífueron pasando hacia la sombra y desaparecie-ron. No era más que un momento de luz lo queles había dado un aspecto tan radiante. Al irseellos se oscureció la habitación y las nubes ta-paron el sol.

—¿Tengo razón, Esther? —preguntó mi Tu-tor cuando se fueron.

¡Él, que era tan bueno y tan sabio, me pre-guntaba a mí si había actuado bien!

—Es posible que todo esto le aporte a Rickesa cualidad que le falta. Que le falta pese atener tantas buenas cualidades —dijo el señorJarndyce, sacudiendo la cabeza—. Ada, a Est-her no le he dicho nada. Siempre tiene a su ladoa una amiga y una consejera —y me puso cari-ñosamente una mano en la cabeza.

No pude por menos de mostrar que me sen-tía algo conmovida, aunque hice todo lo posiblepor disimularlo.

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—¡Vamos, vamos! —me dijo el señor Jarn-dyce—. También hemos de encargarnos de quela vida de nuestra mujercita no quede total-mente absorbida por su preocupación por losdemás.

—¿Preocupación? Mi querido Tutor, ¡pero sicreo que soy el ser más feliz del mundo!

—También yo lo creo —me contestó—. Peroquizá alguien llegue a averiguar lo que jamássabrá Esther: ¡que nuestra mujercita es en laque más debemos pensar de todos!

Se me olvidaba mencionar cuando hubiera

debido hacerlo que en aquella cena de familia

había participado otra persona. No era una

dama. Era un caballero. Un caballero moreno:

un joven médico. Era bastante reservado, pero

me había parecido muy sensato y agradable.

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Por lo menos, Ada me había preguntado si no

me lo parecía y yo le había dicho que sí.

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CAPÍTULO 14

El buen Porte

Richard se marchó el día siguiente por la

tarde, a iniciar una nueva carrera, y me encargó

que cuidara de Ada con grandes manifestacio-

nes de amor hacia ésta y de gran confianza en

mí. Me conmovió entonces reflexionar, y toda-

vía me conmueve más ahora el recordar (dado

lo que todavía he de narrar), cómo se ocupaban

de mí, incluso en aquellos momentos tan im-

portantes. Yo formaba parte de todos sus pla-

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nes, presentes y futuros. Debía escribir a Ri-

chard una vez a la semana e informarle fiel-

mente cómo le iba a Ada, que le iba a escribir

una vez cada dos días. Él, por su parte, debía

escribirme por su propia mano para comuni-

carme todas sus tareas y todos sus triunfos; yo

observaría lo decidido y perseverante que iba a

ser él, sería la madrina de Ada cuando se casa-

ran, después viviría con ellos y tendría todas

las llaves de su casa; sería feliz por siempre

jamás.

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—Y si saliéramos ricos del pleito, Esther ¡quees muy posible, ya sabes...! —añadió Richardpara acabar de coronarlo todo.

Pasó una sombra por la cara de Ada.—Pero, Ada, querida mía, ¿por qué no?—Preferiría que nos declarasen pobres de

una vez —dijo Ada.—¡Ah, pues no sé! —replicó Richard—, pero

en todo caso no nos van a declarar nada demomento. Sabe Dios cuántos años hace que nodeclaran nada.

—Es verdad —dijo Ada.—Sí, pero —insistió Richard, en respuesta

más bien, al gesto de ella que a sus palabras—cuanto más tiempo continúe, mi querida prima,más cerca tiene que estar la solución, sea lo quesea. ¿No es razonable lo que digo?

—Tendrás razón tú, Richard. Pero me temoque si confiamos en eso, vamos a ser muy infe-lices.

—¡Pero, Ada mía, no vamos a confiar en eso!—exclamó Richard en tono alegre—. Ya sabe-

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mos que no es posible. Lo único que decimos esque si nos hace ricos, entonces no tenemos nin-guna objeción fundamental a ser ricos. El Tri-bunal, por una solemne decisión de la ley, esnuestro austero tutor, y hemos de suponer quelo que nos conceda (cuando nos conceda algo)es nuestro por derecho propio. No tenemos porqué renunciar a lo que es nuestro.

—No —dijo Ada—, pero quizá sea mejorque nos olvidemos de todo eso.

—¡Bueno, bueno! —exclamó Richard—. ¡En-tonces nos olvidamos de todo! Lo dejamos todosumido en el olvido. ¡La señora Durden poneun gesto de aprobación, y se acabó!

—El gesto de aprobación de la señora Dur-den —dije yo, levantando la vista de la caja enla que estaba colocados los libros de Richard—no era muy visible cuando has hablado de él,pero sí que lo aprueba, y cree que es lo mejorque podéis hacer.

De manera que Richard dijo que aquellohabía acabado, y empezó inmediatamente, sin

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ningún fundamento a hacer tantos castillos enel aire que más bien aquello parecía la granmuralla china. Se marchó muy animado. Ada yyo, seguras de que lo echaríamos mucho demenos, iniciamos una vida más pausada.

A nuestra llegada a Londres habíamos idocon el señor Jarndyce a visitar a la señora Jelly-by, pero por desgracia no la habíamos encon-trado en casa. Según parecía, había ido a tomarel té a alguna parte y se había llevado a la seño-rita Jellyby. Además de tomar el té, en aquellareunión se iban a hacer muchos discursos y aescribir muchas cartas sobre las ventajas engeneral del cultivo del café, conjuntamente conlos indígenas, en la Colonia de Borriobula-Gha.Todo aquello, sin duda, implicaba un uso lobastante activo de pluma y tinta como para quela participación de su hija en las actividades nofuera precisamente una diversión.

Como ya había pasado la fecha en la que de-bía regresar la señora Jellyby, volvimos otravez. Estaba en la ciudad, pero no en casa, pues

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había ido a Mile End, inmediatamente despuésde desayunar, para algo que ver con Borriobu-la-Gha, relacionado con una Sociedad llamadala Sección Auxiliar Asistencial del Este de Lon-dres. Como en nuestra última visita yo no habíatenido oportunidad de ver a Peepy (porque noaparecía por ninguna parte y la cocinera creíaque debía de haberse ido a dar un paseo en lacarretera del barrendero), volví a preguntar porél. Todavía estaban en el pasillo las conchas deostras con las que había estado construyendouna casita, pero no se lo podía ver por ningunaparte, y la cocinera supuso que debía de ha-berse «ido con las ovejas». Cuando repetimos,un tanto sorprendidas, «¿con las ovejas?», nosdijo que sí, que los días de mercado a veces lasseguía hasta que salían de Londres, y volvía enun estado imposible.

A la mañana siguiente estaba yo sentada conmi Tutor al lado de la ventana, mientras Adaescribía muy ocupada (a Richard, naturalmen-te), cuando anunciaron a la señorita Jellyby, y

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entró ésta llevando consigo al propio Peepy, aquien había intentado dejar presentable, para locual no lo había dejado sucio más que en losrincones de la cara y de las manos, le había mo-jado mucho el pelo y después se lo había re-vuelto violentamente con los dedos. Todo loque llevaba puesto el pobrecillo le estaba dema-siado grande o demasiado pequeño. Entre otrosadornos contradictorios, llevaba un solideo deobispo y unos mitoncitos de bebé. Las botasque llevaba eran, a pequeña escala, dignas deun pocero, y las piernas, surcadas de cicatricespor todas partes, de manera que parecían unmapa, las llevaba desnudas bajo un par de pan-taloncitos muy cortos a cuadros, cada una decuyas perneras estaba rematada con unas pun-tillas diferentes. Los deficientes botones de suchaqueta a cuadros provenían evidentementede una de las levitas del señor Jellyby, dados sugran brillo metálico y su colorido exagerado.En varias partes de su atavío aparecían especí-menes de costura de lo más extraordinario,

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donde se lo habían remendado a toda prisa, yen el atuendo de la señorita Jellyby percibí hue-llas de la misma mano. Sin embargo, ella teníaun aspecto increíblemente mejor, y estaba muyatractiva. Tenía conciencia de que, pese a todossus esfuerzos, el pobrecito Peepy era un fraca-so, como mostró al entrar, por la forma en queprimero lo miró a él y luego a nosotros.

—¡Ay, Dios mío! —gimió mi tutor—. ¡Soplade Levante!

Ada y yo le dimos una cordial bienvenida yla presentamos al señor Jarndyce, a quien dijoal sentarse:

—Los saludos de mi Mamá, que espera quela excuse usted, porque está corrigiendo laspruebas del plan. Va a tirar cinco mil circularesnuevas, y está segura de que le interesará austed ver un ejemplar. Se lo he traído con lossaludos de mi Mamá. —Y se lo dio con gestoenfadado.

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—Gracias —dijo mi Tutor—. Le estoy muyagradecido a la señora Jellyby. ¡Dios mío, quéviento más molesto!

Ada y yo nos ocupábamos de Peepy, a quiendespojamos de su sombrero clerical y pregun-tamos si se acordaba de nosotras, etc. Peepyprimero se tapó la cara con el codo, pero seablandó al ver el pastel y me dejó que lo sentaraen mis rodillas, donde se quedó comiendo ensilencio. Después, el señor Jarndyce se retiró asu gruñidero provisional y la señorita Jellybyinició una conversación con su brusquedadacostumbrada:

—En Thavies Inn todo sigue igual de malque de costumbre. No tengo ni un minuto detranquilidad. ¡Todo el tiempo hablando de Á-frica! No podía irme peor si fuera uno de esoscomo-se-llame. ¡Ese que es hermano mío!45

45 En la propaganda contra la trata de escla-vos era frecuente ver la imagen de un negro al queestaban dando de latigazos, con la siguiente leyenda:«¿No soy yo también hombre y hermano tuyo?»

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Traté de decirle algo para calmarla.—¡Bah, es todo inútil, señorita Summerson!

—exclamó la señorita Jellyby—, aunque de to-dos modos le agradezco su buena intención. Yasé que se me utiliza, y nadie me va a convencerde lo contrario. Usted no se dejaría convencer sila estuvieran utilizando así. ¡Peepy, vete debajodel piano a jugar a las fieras!

—¡No quiero! —dijo Peepy.—¡Muy bien, niño mimado, desagradecido,

cruel! —replicó la señorita Jellyby con lágrimasen los ojos— No voy a volver a vestirte nunca.

—¡Ya voy, Caddy, ya voy! —dijo Peepy, queen realidad era un niño muy bueno y que seconmovió tanto ante las lágrimas de contrarie-dad de su hermana que se puso a jugar inme-diatamente.

—Parece una bobada llorar por algo tan in-significante —dijo la pobre señorita Jellyby—,pero es que estoy agotada. He estado escribien-

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do las direcciones en las nuevas circulares hastalas dos de la mañana. Detesto tanto todo elasunto que basta con eso para que me duela lacabeza y lo vea todo borroso. ¡Y miren a esepobrecito! ¿No les horroriza?

Peepy, felizmente inconsciente de los defec-tos de su atavío, estaba sentado en la alfombra,detrás de una de las patas del piano, contem-plándonos con calma desde su refugio, mien-tras se comía el pastel.

—Le he dicho que se fuera al otro lado de la

sala —observó la señorita Jellyby acercando su

silla a las nuestras— porque no quiero que oiga

nuestra conversación. ¡Son tan listos estos chi-

quillos! Iba a decir que en realidad las cosas

van peor que nunca. Mi papá va a caer en la

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quiebra dentro de nada, y espero que entonces

se quede contenta mi Mamá. La culpa de todo

la tendrá ella.

Dijimos que esperábamos que los negociosdel señor Jellyby no estuvieran en tan mal esta-do.

—De nada valen las esperanzas, aunque sonustedes muy amables —replicó la señorita Je-llyby meneando la cabeza—. Ayer por la ma-ñana me dijo mi Papá (y no saben ustedes lotriste que está) que ya no puede capear el tem-poral. Me sorprendería mucho que pudiera.Cuando todos los proveedores nos mandan acasa lo que quieren ellos, y los criados hacen loque quieren con eso, y yo no tengo tiempo paraarreglar las cosas, aunque supiera, y a mi Ma-má le da todo igual, me gustaría saber cómo vami Papá a capear el temporal. Desde luego, siyo fuera mi Papá, me iría de casa.

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—¡Pero hija mía! —dije yo con una sonrisa—. Sin duda, tu padre piensa en su familia.

—Ah, sí, su familia está muy bien, señoritaSummerson —respondió la señorita Jellyby—,pero, ¿de qué le vale a él su familia? Su familiano son más que facturas, suciedad, despilfarro,ruido, caídas por las escaleras, confusión y pa-decimientos. Cuando llega a casa, una semanatras otra semana, es como si siempre fuera díade limpieza general, ¡pero nunca se limpia na-da!

La señorita Jellyby golpeó el suelo con unpie y se secó los ojos.

—¡Lo único que sé es que mi Papá me damucha pena, y si mi Mamá me da tanta rabiaque no hallo palabras para expresarla! —continuó diciendo—Pero no estoy dispuesta aseguir soportándolo. Estoy decidida a no seguirsiendo una esclava toda la vida, y no voy aaguantar que se me declare el señor Quale.¡Vaya un negocio, casarse con un filántropo!

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¡Como si no estuviera yo harta de esos! —dijola pobre señorita Jellyby.

Debo confesar que no pude evitar sentirmeyo también bastante enfadada con la señoraJellyby, tras oír y escuchar a aquella jovenabandonada a sí misma, y sabiendo cuántaverdad satírica reflejaban sus palabras.

—Si no fuera porque nos hicimos amigascuando estuvieron ustedes en casa —siguiódiciendo la señorita Jellyby—, me hubiera dadovergüenza venir hoy, porque sé lo que debo deparecerles a ustedes dos. Pero, dadas las cir-cunstancias, me decidí a venir a verlas, espe-cialmente porque no es probable que nos vol-vamos a ver la próxima vez que vengan ustedesa Londres.

Lo dijo con tanta intensidad que Ada y yointercambiamos una mirada, previendo algomás.

—¡No! —exclamó la señorita Jellyby me-neando la cabeza—. ¡No es nada probable! Séque puedo confiar en ustedes dos. Estoy segura

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de que no me van a traicionar. Estoy prometi-da.

—¿Y no lo saben en su casa? —pregunté.—¡Por el amor del cielo, señorita Summer-

son! —respondió ella, justificándose en tonointenso, pero no airado—. ¿Cómo iba a decírse-lo? Ya saben cómo es mi Mamá... y no tengopor qué hacer que mi Papá sufra todavía más sise lo digo a él.

—Pero, ¿no va a hacer que sufra todavía mássi se casa sin su conocimiento ni su permiso,hija mía? —pregunté.

—No —dijo la señorita Jellyby, ablandándo-se—. Espero que no. Trataré de hacer que sesienta a gusto y contento cuando venga a ver-me, y Peepy y los demás pueden venir a vermepor turno, y entonces ya me encargaré yo deque estén bien atendidos.

La pobre Caddy era muy afectuosa. Segúniba hablando de aquellas cosas se iba ablan-dando cada vez más, y tanto lloró al trazar laimagen de aquel hogar imaginario que se había

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ido creando, que Peepy se emocionó en su re-fugio debajo del piano y se tiró al suelo congrandes lamentaciones. No pudimos lograr quese tranquilizara hasta que lo llevé a dar un besoa su hermana, lo volví a sentar en mis rodillas yle demostramos que Caddy se estaba riendo (sepuso a reír adrede por eso); e incluso entonces,para que siquiera tranquilo tuvimos que permi-tirle que nos fuera cogiendo de la barbilla porturnos y nos pasara la mano por la cara, unapor una. Por fin, como no estaba de ánimo paravolver a jugar detrás del piano, lo colocamos enuna silla para que mirase por la ventana, y laseñorita Jellyby, que lo tenía agarrado de unapierna, siguió con sus confidencias.

—Todo empezó cuando vinieron ustedes acasa —dijo.

Naturalmente, le preguntamos por qué.—Me di cuenta de que era tan torpe —

replicó que decidí corregirme en ese sentido,por lo menos, y aprender a bailar. Le dije a Ma-dre que estaba avergonzada de mí misma y que

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tenía que aprender a bailar. Madre me miró conese aire provocador suyo, como si yo fuera in-visible, pero yo estaba decidida a aprender abailar y empecé a ir a la Academia del señorTurveydrop, en la Calle Newman.

—Y fue allí donde... —empecé a decir yo.—Sí, allí fue —dijo Caddy—, y ahora estoy

comprometida con el señor Turveydrop. Haydos señores Turveydrop, padre e hijo. Lo únicoque desearía es que me hubieran dado unaeducación mejor, para ser mejor esposa, porquelo quiero mucho.

—Debo confesar que lo siento —dije.—No sé por qué ha de sentirlo —respondió,

un tanto nerviosa—, pero en todo caso estoycomprometida con el señor Turveydrop, queme quiere mucho. Todavía es secreto, inclusopor su parte, porque el señor Turveydrop pa-dre también tiene que dar su permiso, y quizále rompiera el corazón, o le diera un ataque, sise lo dijéramos de golpe. El señor Turveydroppadre es todo un caballero..., todo un caballero.

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—¿Lo sabe su esposa? —preguntó Ada.—¿La esposa del señor Turveydrop padre,

señorita Clare? —preguntó la señorita Jellyby,abriendo mucho los ojos—. No existe. Es viudo.

Entonces nos interrumpió Peepy, a quien suhermana le había tirado tanto de la pierna, por-que se la sacudía inconscientemente como lacuerda de una campana cada vez que queríasubrayar algo, que ahora el pobre niño empezóa quejarse de que le dolía, y a llorar muy alto.Como me pidió compasión a mí, y como mipapel se limitaba al de oyente, lo volví a poneren mis rodillas. La señorita Jellyby siguió ade-lante, tras pedirle perdón con un beso y asegu-rarle que había sido sin querer.

—Y así están las cosas —dijo Caddy—. Si al-guna vez me lo reprocho, pienso que es culpade Madre. Nos vamos a casar en cuanto poda-mos, y entonces iré a ver a Padre a la oficina yle escribiré una carta a Madre. A ella no le im-portará demasiado; para ella no soy más que

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un tintero y una pluma. Una cosa que me ale-gra mucho pensar —dijo Caddy con un gemi-do— es que cuando me case ya no volveré a oírhablar de África. El señor Turveydrop hijo ya laodia por lo que me ha oído decir, y si el señorTurveydrop padre sabe que existe, ya es mu-cho.

—Es el que es todo un caballero, ¿no? —pregunté.

—Efectivamente, todo un caballero —dijoCaddy—. Es famoso casi en todas partes por suPorte.

—¿Enseña él también? —preguntó Ada.—No, no enseña nada en particular —

replicó Caddy—, pero tiene un Porte magnífi-co.

Caddy dijo después, tras muchas dudas ytitubeos, que tenía otra cosa que decirnos,que creía que debíamos saber, y que esperabaque no nos ofendiéramos. Era que había tra-bado más conocimiento con la señora Flite, laancianita loca, y que iba a verla muchas ma-

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ñanas, y que unos minutos antes del desayu-no se encontraba allí con su enamorado, perosólo unos minutos. «Yo voy a verla a otrashoras», dijo Caddy, «pero entonces no vienePrince. El señor Turveydrop hijo se llamaPrince. No me gusta, porque parece el nom-bre de un perro, pero, claro, no se lo puso él.El señor Turveydrop padre lo hizo bautizarPrince en recuerdo del Príncipe Regente. Elseñor Turveydrop padre adoraba al PríncipeRegente por el majestuoso Porte que tenía.Espero que no les parezca mal a ustedes quetenga estas pequeñas citas en casa de la seño-rita Flite, a la que conocí con ustedes, porqueme agrada mucho la pobrecita, y creo que yoa ella también. Si pudieran ustedes conocer alseñor Turveydrop hijo, estoy segura de quetendrían muy buena impresión de él, o, por lomenos, estoy convencida de que no podríanjamás pensar nada malo de él. Ahora voy a ira su casa a que me dé la clase. No soy capazde pedirle a usted, señorita Summerson, que

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me acompañe allí, pero si pudiera venir» —dijo Caddy, que había hecho todos aquelloscomentarios con gran preocupación y nervio-sismo—, me daría una gran alegría..., unagran alegría.»

Daba la casualidad de que aquel mismo día

habíamos quedado con mi Tutor en ir a ver a la

señorita Flite. Le habíamos contado nuestra

visita anterior, y nuestro relato le había intere-

sado, pero siempre había habido algo que nos

impedía volver a verla. Como yo creía que ten-

dría la suficiente influencia sobre la señorita

Jellyby para impedirle que tomara una medida

demasiado imprudente si aceptaba plenamente

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la confianza que la pobre estaba tan dispuesta a

depositar en mí, propuse que Peepy, ella y yo

fuéramos a la Academia y después a reunirnos

con mi Tutor y Ada en casa de la señorita Flite,

cuyo nombre oía ahora por primera vez. Aque-

llo comportaba la condición de que la señorita

Jellyby y Peepy fuesen después a cenar con

nosotros. Cuando ambos accedieron, encanta-

dos, á esta última parte del acuerdo, arreglamos

un poco a Peepy con ayuda de unos cuantos

alfileres, algo de agua y de jabón y un cepillo

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para el pelo, y nos fuimos camino de Newman

Street, que estaba muy cerca.

Vi que la Academia estaba establecida en unedificio bastante destartalado en la esquina deun pasaje, con bustos en todas las ventanas dela escalera. Según pude observar por las placasde la puerta, en aquel mismo edificio estabanestablecidos un maestro de dibujo, un mayoris-ta de carbón (aunque allí, desde luego, no habíasitio para carbón) y un artista litógrafo. En laplaca que por su tamaño y su posición teníaprecedencia sobre todas las demás, leí: SR.TURVEYDROP. La puerta estaba abierta, y elvestíbulo estaba bloqueado por un piano decola, un arpa y varios instrumentos musicalesmás, que estaban llevando de un lado a otro, ytodos los cuales tenían aspecto un tanto des-vencijado a la luz del día. La señorita Jellybynos comunicó que la noche anterior se habían

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alquilado los locales de la Academia para quese celebrase un concierto.

Subimos las escaleras (había sido una casaexcelente hacía tiempo, cuando había quien seocupara de mantenerla limpia y ventilada, ycuando nadie fumaba en ella a todo lo largo deldía) y entramos en el salón del señor Turvey-drop, que daba a unas antiguas caballerizas porla parte de atrás y estaba iluminado por unaclaraboya. Era un salón desnudo, lleno de ecosy de olor a establo, con bancos de enea a lo lar-go de las paredes, las cuales estaban adornadastambién a intervalos regulares con pinturas deliras y receptáculos de cristal para las velas, enforma de ramajes, que parecían estar derra-mando sus lágrimas anticuadas igual que otrasramas podrían estar dejando caer sus hojas deotoño. Había reunidas varias alumnas jóvenes,desde los trece o los catorce años hasta los vein-tidós o los veintitrés, y estaba yo buscando a suprofesor en medio de ellas cuando Caddy me

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pellizcó el brazo y repitió la ceremonia de pre-sentación:

—¡Señorita Summerson, el señor PrinceTurveydrop!

Hice una reverencia a un hombre bajito, depiel clara y ojos azules, de aspecto juvenil, conpelo muy rubio, peinado con raya al medio yque le formaba rizos a ambos lados de la cabe-za. Llevaba bajo el brazo un violín pequeño, delos que en la escuela llamábamos «de bolsillo»,y en la misma mano llevaba el arco. Sus zapati-llas de baile eran especialmente pequeñas, ytenía unos modales un poco inocentes y feme-ninos, que no sólo me resultaron atractivos yamistosos, sino que me hicieron, un efecto sin-gular: me dio la impresión de que yo era sumadre y dé que su madre no había sido unapersona bien atendida ni bien tratada.

—Celebro mucho conocer a la amiga de laseñorita Jellyby —dijo, haciéndome una pro-funda reverencia, y añadió con dulzura tími-da—: Estaba empezando a temer que no viniera

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la señorita Jellyby, dado que ya había pasadosu hora habitual.

—Le ruego tenga la bondad de atribuírmeloa mí, que la he retenido, y que reciba mis excu-sas, señor mío —dije.

—¡Dios mío! —respondió.—Y le ruego —proseguí— que no me permi-

ta ser motivo de más retrasos.Con aquellas excusas me retiré a un asiento

entre Peepy (que como ya estaba acostumbradoal lugar se había encaramado a un puesto en unrincón) y una señora anciana de gesto adusto,que había llevado a dos sobrinas suyas a la cla-se y que estaba muy indignada con las botas dePeepy. Entonces, Prince Turveydrop rasgueócon los dedos las cuerdas de su violincito y lasjovencitas se pusieron en pie para bailar. Enaquel preciso momento apareció por una puer-ta lateral el señor Turveydrop padre, con todala majestuosidad de su Porte.

Se trataba de un señor viejo y grueso, de fal-so buen color, dentadura falsa, patillas falsas y

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peluca. Llevaba un cuello de piel y un chalecoforrado bajo la levita, a la que no faltaba másque una estrella o una banda azul para estarcompleta46. Iba todo lo ajustado, lo holgado, lovestido y lo calzado que era humanamente po-sible. Llevaba tal corbatín (que le hacía abultarlos ojos de forma antinatural), con la barbilla yhasta las orejas totalmente hundidas en él, queparecía inevitable que estuviera a punto de caerhacia adelante si de pronto se le desanudara.Llevaba bajo el brazo un sombrero de gran ta-maño y peso, que iba estrechándose desde lacopa hacia el ala, y en la mano un par de guan-tes blancos con los que lo golpeaba, mientras seapoyaba en una sola pierna, con los hombrosbien tiesos, los codos hacia atrás, en una actitudde elegancia insuperable. Llevaba un bastón,un monóculo, una caja de rapé, anillos, puños

46 La estrella es la condecoración de la Or-den de San Jorge y San Miguel; la banda azul denotala pertenencia a la Orden de la jarretera.

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almidonados; tenía aire de cualquier cosa, me-nos de naturalidad; no parecía joven y noparecía viejo, no se parecía a nada en elmundo, más que a un modelo de Porte.

—¡Padre! Una visita. La señorita Sum-merson, amiga de la señorita Jellyby.

—Nos distingue mucho —dijo el señorTurveydrop— la presencia de la señoritaSummerson —y cuando me hizo una reve-rencia, tan comprimido como estaba, creoque casi vi que se le salían las arrugas hastaen los blancos de los ojos.

—Mi padre —me dijo su hijo en un apar-te, tan lleno de fe que resultaba enternece-dor— es un personaje famoso. Mi padre esobjeto de gran admiración.

—¡Sigue adelante, Prince, sigue adelante!—dijo el señor Turveydrop, dándole las es-paldas a la chimenea, con un gesto condes-cendiente de los guantes—. ¡Continúa loque estabas haciendo, hijo mío!

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Ante aquella orden, o aquella amable au-torización, continuó la clase. A veces, PrinceTurveydrop tocaba el violincito mientrasbailaba, y otras veces tocaba el piano en pie;a veces tarareaba la melodía con el escasoresuello que le quedaba, mientras corregía auna de las alumnas; siempre acompañabaatentamente a las menos adelantadas encada paso y cada parte de la figura, y nodescansaba un momento. Su distinguidopadre no hacía nada en absoluto, salvo se-guir ante la chimenea como un modelo debuen Porte.

—Y nunca hace más que eso —comentóla anciana señora de gesto adusto—. ¿Sepodría usted imaginar que el nombre de laplaca de abajo es el de ése?

—Bueno, su hijo se llama igual que él —le dije.

—Si pudiera quitárselo, no le dejaría a suhijo ni el nombre —replicó la señora—. ¡Mi-re cómo va vestido el hijo! —desde luego,

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no era nada elegante; llevaba la ropa inclu-so un poco gastada, casi de pobre. Y la an-ciana añadió—: Sin embargo, el padre,siempre vestido de punta en blanco, ¡y todopor culpa de su Porte! ¡Ya lo iba yo a portar!¡Más bien, a deportar, eso es lo que le haríayo!

Sentí curiosidad por saber algo más acer-ca de aquella persona, y pregunté:

—¿Es que ahora da lecciones de Porte?—¡Ahora! —respondió la anciana inme-

diatamente—. Nunca las ha dado.Tras un momento de reflexión, pregunté

si quizá su fuerte era la esgrima.—No creo que sepa nada de esgrima en

absoluto, señorita —contestó la anciana.Puse un gesto de sorpresa y curiosidad.

La anciana, que se iba poniendo cada vezmás irritada contra el Maestro del Porte amedida que se iba metiendo en el tema, medio algunos detalles de su carrera, con

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grandes seguridades de que, si acaso, sequedaba corta.

Se había casado con una mujercita mansaque daba clases de baile y que tenía una cliente-la pasable (pues él nunca había hecho nada enla vida, salvo exhibir su Porte), y la había ma-tado a trabajar, o, en el mejor de los casos, habíapermitido que se matara a trabajar, a fin de queél pudiera subvenir a los gastos indispensablesen su posición. Tanto para exhibir su Porte antelos mejores modelos como para mantenersiempre ante sí los mejores modelos, había con-siderado necesario frecuentar los lugares públi-cos de moda y de ocio, hacerse ver en Brightony otros puntos en las temporadas de moda yllevar una vida de ocio, siempre vestido a laúltima moda. Para que se lo pudiera permitir,la afectuosa maestrita de baile había trabajado ytrabajado, y hubiera seguido trabajando y tra-bajando todavía si le hubieran durado las fuer-zas. Pues la clave de la historia era que, pese alegoísmo absorbente de aquel hombre, su mujer

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(dominada por el buen Porte de él) había creídoen él hasta el final, y en su lecho de muerte lohabía confiado, en los términos más conmove-dores, a su hijo, como alguien que tenía un de-recho inextinguible sobre él, y a quien nuncapodría contemplar con suficiente orgullo y de-ferencia. El hijo, que había heredado la fe de sumadre y que siempre tenía ante sí aquel modelode Porte, había vivido y crecido con la mismafe, y ahora, a los treinta años de edad, trabajabapara su padre doce horas al día, y lo colocabasobre el mismo pedestal imaginario.

—¡Pero qué aires se da ese hombre! —dijomi informante, sacudiendo la cabeza en direc-ción al señor Turveydrop padre con una indig-nación muda cuando él se puso los guantesajustados, inconsciente, claro está, del homena-je que se le estaba haciendo—. ¡Está totalmenteconvencido de pertenecer a la aristocracia! Yes tan condescendiente con el hijo, al que en-gaña tan paladinamente, que cabría suponerque es el más virtuoso de los padres. ¡Ay, me

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gustaría abofetearlo! —dijo la anciana, apos-trofándolo con infinita vehemencia.

No pude evitar el sentirme divertida, aun-que lo que decía la anciana me llenaba de lamayor preocupación. Era difícil dudar de ella,cuando tenía ante mí a padre e hijo. No puedodecir. lo que hubiera pensado de ellos de noser por el relato de la anciana, ni lo que hubie-ra pensado del relato de la anciana de no te-nerlos a ellos delante. Pero la suma de todoaquello resultaba muy convincente.

Seguía yo mirando alternativamente al se-ñor Turveydrop hijo, que tanto trabajaba, y alseñor Turveydrop padre, que tan buen Portetenía, cuando se me acercó este último e inicióuna conversación.

Primero me preguntó si confería yo encantoy distinción a Londres como residente en laciudad. No me pareció necesario responderleque tenía perfecta conciencia de que en cual-quier caso no conferiría tales cosas, sino queme limité a decirle dónde residía.

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—Dama tan graciosa y llena de virtudes —dijo, besándose el guante derecho y señalandodespués con él a las alumnas— contemplarácon lenidad los defectos que aquí ve. ¡Hace-mos todo lo posible por educar, educar y edu-car! Se sentó a mi lado, con cierto cuidado, mepareció, para adoptar la misma postura que elgrabado de su ilustre modelo en el sofá. Y laverdad es que se le parecía mucho. —¡Educar,educar y educar! —repitió, tomando un pocode rapé y agitando delicadamente los dedos—.Pero, si se me permite decirlo a alguien for-mado para la gracia, tanto de la Naturalezacomo del Arte, no estamos a la altura a la queestábamos en materia de buen Porte —dijo,con aquella reverencia metiendo la cabeza en-tre los hombres, que según parecía le resultaraimposible hacer sin al mismo tiempo enarcarlas cejas y cerrar los ojos.

—¿No lo estamos, caballero? —pregunté.—Hemos degenerado —respondió, sacu-

diendo la cabeza, lo cual sólo podía hacer has-

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ta donde se lo permitía el corbatín—. Estostiempos igualitarios no son favorables al buenPorte. Fomenta la vulgaridad. Es posible queyo no hable con imparcialidad. Quizá no debi-era decir que desde hace ya unos años se meconoce como el Caballero Turveydrop, o queSu Alteza Real, el Príncipe Regente, me hizouna vez el honor de preguntar, cuando mequité el sombrero al salir él del Pabellón deBrighton (magnífico edificio): «¿Quién es?¿Quién diablos es? ¿Por qué no lo conozco?¿Por qué no tiene una renta de treinta mil alaño?» Pero eso no son sino pequeñas anécdo-tas, muy conocidas, señora, muy conocidastodavía entre las clases altas.

—¿Verdaderamente? —dije.Replicó con aquella inclinación suya de los

hombros:—En cuanto a lo que nos queda de buen

Porte —añadió—, Inglaterra (¡pobre país mío!)ha degenerado muchísimo, y sigue degeneran-do día tras día. Ya no le quedan muchos caba-

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lleros. Somos pocos. No veo que nos puedasuceder más que una raza de tejedores.

—Cabría esperar que la raza de los caballe-ros se perpetuara aquí —comenté.

—Es usted muy amable —sonrió, una vezmás con aquella inclinación de los hombres—.Me halaga. Pero no..., ¡no! Jamás he podidoimbuir a mi pobre muchacho de esa parte de suarte. Dios impida que hable yo mal de mi que-rido hijo, pero... no tiene Porte.

—Parece ser un excelente profesor —observé.

—Compréndame usted, mi querida señora,es un excelente profesor. Ha adquirido todo loque se puede adquirir. Sabe impartir todo loque se puede impartir. Pero hay cosas... —ytomó otro poco de rapé y volvió a inclinarse,como para decir: «cosas así, por ejemplo».

Miré hacia el centro de la sala, donde elenamorado de la señorita Jellyby, que ahoratrabajaba con sus alumnas una por una, se es-forzaba más que nunca.

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—Este hijo mío es excelente —murmuró elseñor Turveydrop, ajustándose el corbatín.

—Su hijo es infatigable —dije.—Es para mí un honor —respondió el señor

Turveydrop— oírselo decir a usted. En algunosrespectos sigue el camino de su santa madre.Era muy leal. Pero, ¡aah, Mujer, aah, Mujer —añadió el señor Turveydrop con una galanteríadesagradable—, qué sexo tan difícil!

Me levanté para ir a reunirme con la señoritaJellyby, que se estaba poniendo el sombrero.Como ya había pasado todo el tiempo asignadoa la clase, todas se estaban poniendo los som-breros. No sé cómo encontraron la señorita Je-llyby y el pobre Prince tiempo para prometerse,pero, desde luego, en aquella ocasión no tuvie-ron tiempo para intercambiar ni una docena depalabras.

—Hijo mío —preguntó benignamente el se-ñor Turveydrop a su hijo—, ¿sabes qué hora es?

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—No, padre—. El hijo no tenía reloj. El pa-

dre tenía uno muy bueno y de oro, que sacó

con un gesto que era un ejemplo para toda la

Humanidad.

—Hijo mío —dijo—, son las dos. Recuerdaque tienes una clase en Kensington a las tres.

—Tengo tiempo de sobra, padre —respondió Prince—. Puedo comer algo sobre lamarcha y llegar a la hora.

—Hijo mío querido —replicó su padre—,tienes que darte prisa. Como verás, en la mesatienes algo de cordero frío.

—Gracias, padre. ¿Se marcha usted ya, pa-dre?

—Sí, hijo mío. Supongo —dijo el señor Tur-veydrop, cerrando los ojos y levantando loshombres, con un gesto de modestia— que, co-mo de costumbre, he de pasear en Corte.

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—Tendría que comer bien en alguna parte—dijo su hijo.

—Es lo que me propongo, muchacho. Creoque comeré algo en la Casa de Francia, en laColumnata de la ópera.

—Eso está muy bien. ¡Adiós, padre! —dijoPrince, dándole la mano.

—¡Adiós, hijo mío! ¡Ve con mi bendición!El señor Turveydrop dijo aquellas palabras

en tono santurrón, lo que pareció agradar a suhijo, que al separarse de él estaba tan satisfechode él, tan deferente con él y tan orgulloso de élque casi me pareció que fuera una falta deamabilidad para con el joven el no ser capaz decreer implícitamente en el viejo. Los pocosmomentos que dedicó Prince a despedirse denosotras (y especialmente de una de nosotras,como pude apreciar gracias a hallarme en elsecreto) aumentaron mi impresión favorable desu carácter casi infantil. Sentí por él tal afecto ytal compasión cuando se puso su violincito enel bolsillo (y con él sus deseos de quedarse un

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rato más con Caddy) y se marchó bienhumora-do hacia su cordero frío y su escuela de Ken-sington, que casi me quedé tan airada contra elpadre como la anciana severa.

El padre nos abrió la puerta del salón y nosdespidió con una reverencia, con unos modales,debo reconocerlo, dignos de su brillante mode-lo. Con ese mismo aire nos pasó al cabo de unrato, por el otro lado de la calle, camino de laparte aristocrática de la ciudad, donde iba amostrarse entre los pocos caballeros más quequedaban. Por unos momentos me perdí en misreflexiones sobre lo que había visto y oído enNewman Street, de forma que no podía hablarcon Caddy, ni siquiera fijar la atención en loque decía ella, sobre todo cuando me empecé apreguntar mentalmente si había o había habidojamás otros caballeros, no pertenecientes a laprofesión danzarina, que vivieran y fundaranuna reputación exclusivamente sobre la base desu porte. Era algo tan enigmático, y sugería laposibilidad de que hubiera tantos señores Tur-

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veydrop, que me dije: «Esther, tienes que deci-dirte a dejar totalmente de lado este tema yocuparte de Caddy.» Es lo que hice, y fuimoscharlando todo el resto del camino hasta llegara Lincoln's Inn.

Caddy me dijo que la educación de su ena-morado había sido tan descuidada que nosiempre resultaba fácil leer las notas que le en-viaba. Dijo que si no se preocupara tanto de laortografía, y no se esforzara tanto por escribircon claridad, lo haría mejor; pero añadía tantasletras innecesarias en las palabras cortas que aveces parecían cualquier cosa menos inglés.

—Lo hace con la mejor intención —observóCaddy—, pero, ¡pobrecito!, no consigue el efec-to que desea.

Después Caddy siguió razonando que nopodía esperarse de él que fuera muy culto,criando se había pasado toda la vida en la es-cuela de baile, y no había hecho más que ense-ñar y azacanarse, azacanarse y enseñar, maña-na, tarde y noche. Y, además, ¿qué más daba?

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Ella podía escribir todas las cartas que hicieranfalta, como había aprendido a sus propias ex-pensas, y más valía que él fuera bueno queculto.

—Además, no es como si yo fuera una chicapreparadísima que tuviera derecho a darse ai-res de nada —añadió Caddy—. ¡Bien poco quesé yo, gracias a Madre! Y hay otra cosa quequiero decirle, ahora que estamos solas las dos—continuó—, que no me hubiera gustado men-cionar si no hubiera visto usted ya a Prince,señorita Summerson. Ya sabe usted lo que esnuestra casa. De nada me vale que intenteaprender en nuestra casa nada que le convinierasaber a la mujer de Prince. Vivimos en tal esta-do de desorden que es imposible, y cuando lohe intentado no ha valido sino para descorazo-narme todavía más. Así que voy obteniendoalgo de práctica (¿se lo podrá creer?) ¡con lapobre señorita Flite! A primera hora de la ma-ñana la ayudo a limpiar su cuarto y a limpiar alos pájaros, y le hago una taza de café (claro

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que es ella la que me ha enseñado), y he apren-dido a hacerlo tan bien que Prince dice que es elmejor café que ha tomado en su vida y que legustaría mucho al señor Turveydrop padre,que es muy exigente con el café. También heaprendido a hacer pastelillos, y ya sé comprarcuello de cordero, y té y azúcar, y mantequilla,y muchas cosas de la casa. Todavía no soy muyhábil con la aguja —dijo Caddy echando unamirada a los arreglos de la ropa de Peepy—,pero quizá vaya mejorando, y desde que estoycomprometida con Prince y haciendo todasestas cosas me siento de mejor humor, creo yo,y tengo más paciencia con Madre. Esta mañana,al principio, me puse un poco nerviosa al ver austed y la señorita Clare tan aseadas y' tanguapas, y sentí vergüenza de mí misma, y tam-bién de Peepy, pero en general espero tenermejor humor que antes, y más paciencia conMadre.

La pobre chica se esforzaba tanto y hablabacon tal sinceridad que me emocionó.

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—Caddy, encanto —repliqué—, empiezo asentir gran afecto por ti, y espero que noshagamos amigas.

—¿De verdad? —exclamó Caddy—. ¡Megustaría tanto!

—Mi querida Caddy —dije—, seamos ami-gas a partir de ahora y hablemos a menudo deestas cosas para ver cómo se pueden arreglar.

Caddy estaba contentísima. Yo dije todo loque pude, a mi aire anticuado, para tranquili-zarla y animarla, y aquel día no hubiera tenidonada malo que decir el señor Turveydrop pa-dre, salvo que hubiera servido para obtenerleuna dote a su nuera.

Ya estábamos llegando a casa del señorKrook, cuya puerta particular estaba abierta. Ala entrada había un cartel anunciando que que-daba un cuarto libre en el segundo piso. Aque-llo recordó a Caddy decirme, mientras subía-mos la escalera, que allí se había producido unamuerte repentina y se había celebrado una en-cuesta, y que nuestra anciana amiga se había

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puesto enferma del susto. Como la puerta y laventana del cuarto libre estaban abiertas, nosdetuvimos a mirar. Se trataba del cuarto de lapuerta oscura que la señorita Flite había seña-lado en secreto a mi atención la última vez queestuve en aquella casa. Era un lugar triste ydesolado, que me dio una extraña sensación dedolor e incluso de horror.

—¡Se ha puesto usted pálida —dijo Caddycuando salimos— y fría!

Me sentía como si el cuarto me hubiera dadoun escalofrío.

Mientras hablábamos habíamos andadodespacio, y mi tutor y Ada habían llegado antesque nosotros. Los encontramos en la buhardillade la señorita Flite. Estaban contemplando lospájaros, mientras un médico que tenía la bon-dad de atender a la señorita Flite con gran soli-citud y compasión hablaba animadamente conella ante la chimenea.

—Ya he terminado mi visita profesional —dijo levantándose—. La señorita Flite está mu-

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cho mejor y puede ir mañana al Tribunal (dadoque es lo que más desea). Tengo entendido queallí la han echado mucho de menos.

La señorita Flite recibió el cumplido conagrado y nos hizo una reverencia general.

—Es un honor, de verdad —dijo—, recibiruna visita de las pupilas de Jarndyce. ¡Unhonor recibir a Jarndyce de Casa Desolada bajomi humilde techo! —reverencia especial—. ¡Miquerida Fitz-Jarndyce47 —aparentemente lehabía puesto ese nombre a Caddy y siempre lallamaba así—, doblemente bienvenida!

—¿Ha estado muy enferma? —preguntó elseñor Jarndyce al caballero a quien habíamosencontrado atendiéndola. Pero respondió ella

47 El prefijo Fitz (quizá derivado del francésfils=hijo) era una forma de designar filiación, directa oindirecta. Eric Partridge, en su Diccionario de jergaantigua (Penguin, 1982), pág. 322 dice que indicaba«un hijo natural de una persona de la realeza», o quelo utilizaban como seudónimo las personas de clasealta que se dedicaban al teatro

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directamente, aunque la pregunta se habíahecho en un susurro.

—¡Ay, muy mal! ¡He estado malísima! —dijoen tono confidencial—. No es que hayan sidodolores, saben. Problemas. ¡No tanto corporalescomo nerviosos, nerviosos! —dijo en una vozbaja y trémula—. La verdad es que hemos teni-do una muerte en esta casa. Había veneno en lacasa. Y yo soy muy susceptible a esas cosashorribles. Me dio miedo. El señor Woodcourt esel único que sabe cuánto miedo. ¡Mi médico, elseñor Woodcourt! —dicho con gran pompa—,Las pupilas de Jarndyce, Jarndyce de Casa De-solada, y Fitz-Jarndyce.

—La señorita Flite —dijo el señor Wood-court con voz grave y amable, como si estuvie-ra ordenándole algo al mismo tiempo que sedirigía a nosotros— describe su enfermedadcon su exactitud habitual. Se sintió alarmadaante algo ocurrido en la casa que podría haberalarmado a alguien más fuerte que ella. Mellamó en las primeras prisas del descubrimien-

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to, aunque ya era demasiado tarde para que lepudiera yo servir de nada a aquel pobrecillo.He tratado de compensar esa desilusión vi-niendo a verla desde entonces y siéndole dealguna utilidad.

—Es el médico más amable de todo el Cole-gio —me susurró la señorita Flite—. Estoy es-perando una Sentencia. El Día del Juicio. Y en-tonces conferiré herencias.

—Dentro de uno o dos días va a estar bien——dijo el señor Woodcourt con una sonrisaobservadora—, o todo lo bien que puede estar.¿Se han enterado de su buena fortuna?

—Algo extraordinario! —dijo la señorita Fli-te con una sonrisa animada—. ¡Hija mía, jamásha oído usted cosa igual! Todos los sábados,Kenge el Conversador, o Guppy (el pasante delConversador K.), me pone en la mano un car-tucho de chelines. ¡Chelines, se lo aseguro!Siempre hay la misma cantidad en el paquete.Siempre hay uno para cada día de la semana.¡Verdaderamente, quién lo iba a imaginar! Tan

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oportuno, ¿verdad? ¡Sí! ¿Y de dónde vienenesos cartuchos, dirá usted? Ésa es la cuestión.Naturalmente. ¿Quiere que le diga lo que opinoyo? Yo opino —dijo la señorita Flite, echándoseatrás con una mirada de gran astucia, y sa-cudiendo el índice de manera muy significati-va— que el Lord Canciller, consciente del tiem-po que lleva abierto el Gran Sello (¡porque llevaabierto mucho tiempo! ), es el que me los envía.Supongo que hasta que se pronuncie la Senten-cia. Y eso es algo que lo honra mucho, ¿sabenustedes? Confesar así que él es un tanto lentopara la vida humana. ¡Qué delicadeza! El otrodía, cuando asistía a los Tribunales (a los queasisto regularmente) con mis documentos, se lodije, y casi confesó. Es decir, le sonreí desde mibanco, y él me sonrió desde el estrado. Pero esuna gran fortuna, ¿no? Y Fitz-Jarndyce me ad-ministra el dinero muy bien. ¡Sí, le aseguro quemuy bien!

La felicité (porque era a mí a quien se diri-gía) por aquel aumento afortunado de sus in-

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gresos, y le deseé que continuara mucho tiem-po. No me pregunté cuál sería su origen niquién sería tan humano y considerado. Mi Tu-tor estaba a mi lado contemplando los pájaros yno me hacía falta mirar más lejos.

—¿Y cómo llama usted a estos animalitos,señora? —preguntó con su tono agradable desiempre—. ¿Tienen algún nombre?

—Puedo responder por la señorita Flite quesí los tienen —dije yo—, porque nos prometiódecírnoslos. ¿Te acuerdas, Ada?

Ada lo recordaba perfectamente.—¿Sí? —preguntó la señorita Flite—. ¿Quién

llama a la puerta? ¿Por qué está usted escu-chando a mi puerta, Krook?

El viejo de la casa abrió la puerta y apareciócon su gorra de piel en la mano y su gato a lostalones.

—No estaba escuchando, señorita Flite —dijo—. Estaba a punto de llamar, pero ¡es ustedtan rápida!

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—Que se marche esa gata. ¡Que se vaya in-mediatamente! —exclamó airada la anciana.

—¡Vamos, vamos! No hay ningún peligro,señores —dijo el señor Krook mirándonos lentay atentamente uno por uno hasta el último—,jamás se tiraría a los pájaros conmigo delante,salvo que se lo dijera yo.

—Excusen ustedes a mi casero —dijo la se-ñorita Flite con aire muy digno—. ¡L,, totalmen-te L! ¿Qué quiere usted, Krook, cuando tengovisita?

—¡Eh! —dijo el viejo—. Ya sabe usted que yosoy el Canciller.

—¿Y qué? —contestó la señorita Flite—.¿Qué pasa?

—Resulta curioso —dijo el viejo, con una ri-sita— que el Canciller no conozca a un Jarndy-ce, ¿no, señorita Flite? ¿Me permite la libertad?A sus órdenes, caballero. Conozco el caso Jarn-dyce y Jarndyce casi tan bien como uste, señor.Conocí al viejo caballero Tom. Pero a usted, queyo sepa, no lo he visto nunca, ni siquiera en el

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Tribunal. Sí, voy allí muchas veces al cabo delaño, un día con otro.

—Yo no voy nunca —dijo el señor Jarndyce(que no iba, pasara lo que pasara)—. Antes pre-feriría ir... a otra parte.

—¿De verdad? —replicó Krook, con unasonrisa—. Es usted muy duro con mi noble yerudito hermano al decir esas palabras, señor,aunque quizá sea natural en un Jarndyce. ¡Gatoescaldado, señor mío! Pero veo que está ustedmirando los pájaros de mi inquilina, señorJarndyce—. El viejo había entrado poco a pocoen el cuarto, hasta tocar ahora a mi Tutor en uncodo, y se lo quedó mirando a la cara a travésde las gafas—. Una de las rarezas que tiene esque nunca dice cómo se llaman los pájaros sipuede evitarlo, aunque cada uno tiene su nom-bre—. Y añadió en un susurro—: ¿Quiere quese los diga, señorita Flite? —preguntó ya en vozalta, con un guiño e indicándola con la manocuando ella se volvió de espaldas, haciendocomo que limpiaba la chimenea.

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—Si quiere —contestó ella secamente.El viejo miró primero a las cajas, después a

nosotros y recitó la lista:—Esperanza, Alegría, Juventud, Paz, Repo-

so, Vida, Polvo, Cenizas, Despilfarro, Necesi-dad, Ruina, Desesperación, Locura, Muerte,Astucia, Tontería, Palabrería, Pelucas, Trapos,Pergamino, Saqueo, Precedente, Jerga, Necedady Absurdo. Ésa es toda la colección —dijo elviejo—, toda ella enjaulada por mi noble y eru-dito hermano.

—¡Qué viento tan desagradable hace! —murmuró mi Tutor.

—Cuando mi noble y erudito hermano pro-nuncie su Sentencia, saldrán en libertad —continuó Krook con otro guiño dirigido a noso-tros—. Y entonces —añadió, susurrante y son-riente—, si es que ocurre alguna vez (que no vaa ocurrir), los pájaros que nunca han estadoenjaulados los matarían.

—¡Si jamás ha soplado viento de Levante —dijo mi Tutor, haciendo como que miraba por la

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ventana en busca de una veleta—, seguro quees hoy!

Nos resultó muy difícil marcharnos de aque-lla casa. No fue la señorita Flite quien nos retu-vo, pues era una persona de lo más delicadoque cabe en cuanto a tener en cuenta los deseosde los demás. Fue el señor Krook. Parecía quele resultara imposible separarse del señor Jarn-dyce. Si hubiera estado atado a él no hubierapodido seguirlo más de cerca. Propuso mos-trarnos su Tribunal de Cancillería, y todo elextraño batiburrillo que contenía; a lo largo denuestra inspección (que él prolongó) se mantu-vo al lado del señor Jarndyce, y a veces lo rete-nía, con un pretexto u otro, hasta que seguía-mos adelante, como si estuviera atormentadopor una inclinación á revelar algún tema secre-to, que no acababa de decidirse a abordar. Nopuedo imaginar unos modales ni unos gestosmás singularmente expresivos de cautela e in-decisión, ni un impulso constante a hacer algo alo que no acababa de atreverse, que la actitud

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de Krook aquel día. Vigilaba incesantemente ami Tutor. Raras veces le apartaba los ojos de lacara. Si estaba a su lado, lo observaba con lamirada astuta de un viejo zorro blanco. Si seadelantaba, se volvía a mirarlo. Cuando nosparábamos, se ponía frente a él y se pasaba lamano ante la boca abierta, con una curiosa ex-presión de tener algún género de poder, y des-viaba los ojos y bajaba las cejas grises hasta queparecía tener los ojos cerrados, mientras parecíaescudriñar cada rasgo de la cara de mi Tutor.

Por fin, tras recorrer toda la casa (siempreseguidos por la gata) y haber contemplado to-das las existencias de restos variados, que ver-daderamente eran curiosas, llegamos a la tras-tienda. Allí, en la tapa de un tonel puesto delrevés, había un tintero, varias plumas gastadasy unos cuantos programas de teatro sucios, yen la pared había pegados diversos abecedariosimpresos en grandes caracteres y con distintostipos de letra.

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—¿Qué hace usted aquí? —preguntó mi Tu-tor.

—Estoy tratando de aprender a leer y escri-bir.

—¿Y qué tal le va?—Lento. Mal —respondió impaciente el vie-

jo— Resulta difícil, a mi edad.—Sería más fácil que le enseñara alguien —

observó mi Tutor.—¡Sí, pero a lo mejor me enseñaban mal! —

replicó el viejo, con un brillo prodigiosamentesuspicaz en la mirada—. No sé lo que he perdi-do por no haber aprendido antes. Y no quieroperder nada más si ahora me enseñan mal.

—¿Mal? —preguntó mi Tutor con su sonrisa

bienhumorada—. ¿Y por qué cree que le iban a

enseñar mal?

—¡No lo sé, señor Jarndyce de Casa Desola-da! —contestó el viejo, poniéndose las gafas en

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la frente y frotándose las manos—. No creo quelo fuera a hacer nadie..., ¡pero prefiero confiaren mí mismo antes que en otro!

Aquellas respuestas y sus modales eran lobastante raros como para hacer que mi Tutorpreguntara al señor Woodcourt, mientras nospaseábamos juntos por Lincoln's Inn, si eraverdad, como decía su inquilina, que el señorKrook estaba perturbado. El joven médico dijoque no había advertido nada que lo indicara.Era muy desconfiado, como suele ocurrir entrelos ignorantes, y siempre estaba más o menosintoxicado de ginebra pura, que bebía en gran-des cantidades, y a la que olían mucho él mis-mo y su trastienda, como quizá hubiéramosobservado, pero no creía que estuviera pertur-bado todavía.

Camino de casa obtuve hasta tal punto elafecto de Peepy cuando le compré un molinillode viento y dos bolsas de harina, que no dejóque nadie más le quitara el sombrero y losguantes, y durante la cena no quiso sentarse

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más que a mi lado. Caddy se sentó a mi otrolado y junto a Ada, a quien en cuanto regresa-mos le contó toda la historia del noviazgo. Tra-tamos muy afectuosamente a Caddy y tambiéna Peepy, y Caddy estuvo muy animada, igualque mi Tutor, y todos estuvimos muy conten-tos, hasta que Caddy volvió de noche a su casa,en un coche de alquiler, con Peepy totalmentedormido, pero todavía con el molinillo bienagarrado en la mano.

Se me ha olvidado mencionar —o por lomenos no he mencionado— que el señorWoodcourt era el mismo médico joven y more-no a quien habíamos conocido en casa del señorBadger. Y que el señor Jarndyce lo invitó a ce-nar al día siguiente. Y que efectivamente vino.Y que cuando se fueron todos y le dije a Ada:«Ahora, cariño mío, vamos a hablar un poco deRichard», Ada se echó a reír, y dijo...

Pero creo que no importa lo que dijo mi pe-queña. Siempre estaba muy alegre.

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CAPITULO 15

Bell Jard

Durante nuestra estancia en Londres, el se-

ñor Jarndyce estuvo en todo momento rodeado

de la multitud de damas y caballeros excitables

cuyas actitudes tanto nos habían sorprendido.

El señor Quale, que se presentó poco después

de nuestra llegada, estuvo presente en todos

aquellos momentos. Parecía proyectar aquellas

sienes suyas abultadas y brillantes en todo lo

que ocurría, y cepillarse el pelo cada vez más

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para atrás, hasta que las raíces mismas estaban

casi a punto de echársele a volar de la cabeza

como resultado de su filantropía inagotable. Le

daba igual cuál fuera el objetivo, pero siempre

estaba particularmente dispuesto a todo lo que

consistiera en rendir homenaje a alguien. Su

principal facultad parecía ser la de una admira-

ción indiscriminada. Se quedaba sentado largos

ratos, con el mayor contento, con las sienes ba-

ñadas en la luz de alguna luminaria. Tras

haberlo visto por primera vez totalmente sumi-

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do en la admiración que profesaba a la señora

Jellyby, yo suponía que ella era el objeto absor-

bente de su devoción. Pronto descubrí mi error,

y vi que actuaba como paje y trompetero de

toda una procesión de gente.

Un día vino la señora Pardiggle en busca deuna suscripción en apoyo de algo, y con ella elseñor Quale. Dijera lo que dijera la señora Par-diggle, el señor Quale nos lo repetía, e igualque había ensalzado a la señora Jellyby, ensal-zaba ahora a la señora Pardiggle. Ésta escribióuna carta de presentación a mi Tutor en nom-bre de su elocuente amigo el señor Gusher48

Con éste volvió a aparecer el señor Quale. Elseñor Gusher, que era un caballero fofo con la

48 Véase nota 27

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piel húmeda y unos ojos demasiado pequeñospara su cara de luna, de modo que parecíanhaber estado destinados en principio a otrapersona, no era demasiado atractivo a primeravista, pero apenas si se acababa de sentar cuan-do el señor Quale nos preguntó a Ada y a mí,en tono perfectamente audible, si no era unagran persona, como efectivamente lo era, en elsentido fofo del término, aunque el señor Qualese refería a su atractivo intelectual, y si no nosasombraban las enormes dimensiones de sufrente. En resumen, oímos hablar de muchísi-mas Misiones de diversos tipos cuando está-bamos con aquel grupo de personas, pero a eserespecto nada nos resultaba ni la mitad de clarocomo que la misión que le correspondía a Qua-le era la de caer en éxtasis con las misiones detodos los demás, y que ésa era la misión máspopular de todas.

El señor Jarndyce había caído en medio deaquella gente por causa de su buen corazón ypor su sincero deseo de hacer todo el bien que

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le fuera posible, pero también él considerabaque se trataba demasiado a menudo de unacompañía insatisfactoria, cuya benevolenciaadoptaba formas espasmódicas, cuya caridadera algo asumido, como un uniforme, por pro-fesorzuelos vociferantes y por especuladoresque aspiraban a la fama, vehementes en susprofesiones de fe, inconstantes y vanos en laacción, serviles hasta el último grado de mez-quindad ante los grandes, aduladores los unosde los otros, e insufribles para quienes verdade-ramente deseaban ayudar a los débiles a nohundirse, en lugar de levantarlos un poco congrandes exclamaciones y autoelogios cuando yaestaban caídos, según nos dijo con toda clari-dad. Cuando el señor Gusher organizó unhomenaje al señor Quale (a quien ya le habíaorganizado uno el señor Gusher), y cuando elseñor Gusher estuvo hablando una hora y me-dia del tema, en una reunión a la que asistierondos escuelas de niños y niñas pobres, a quienesse recordó en especial el subsidio de las viudas,

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y a quienes se pidió que contribuyeran con susmedios peniques y que hicieran sacrificiosaceptables, creo que sopló viento de Levantedurante tres semanas seguidas.

Lo menciono porque voy a hablar otra vezdel señor Skimpole. Me daba la sensación deque las manifestaciones de infantilismo y des-preocupación que hacía éste con tanta tranqui-lidad eran un gran alivio para mi Tutor, en con-traste con todos aquéllos, y resultaban tantomás creíbles, pues era imposible que no se sin-tiera complacido al encontrar a alguien tan to-talmente carente de designios y tan sincero. La-mentaría implicar que el señor Skimpole loadivinaba y que actuaba en su propio interés;nunca llegué a conocerlo tan bien como paraafirmar tal cosa. Desde luego, ante el resto delmundo era igual que ante mi Tutor.

No había estado muy bien, de manera que,aunque vivía en Londres, no lo habíamos vistohasta ahora.. Una mañana apareció con sus

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agradables modales de costumbre y tan llenode buen ánimo como siempre.

Bueno, nos dijo, ¡aquí estaba! Había tenidoun ataque biliar, pero los ataques biliares eranfrecuentes entre los ricos, por lo cual se habíapersuadido de que era también él una personade fortuna. Y lo era, desde un cierto punto devista, en sus intenciones generosas. Había esta-do enriqueciendo a su médico de manera to-talmente dispendiosa. Siempre había dobladosus honorarios, e incluso algunas veces loshabía cuadruplicado. Le había dicho al médico:«Mire, mi querido doctor, es completamenteilusorio por su parte suponer que me cuidausted de manera gratuita. De hecho, estoy lle-nándolo a usted de dinero (dada la generosidadde mis intenciones), ¡pero usted no lo sabe!» Yen realidad (nos dijo), lo decía con tal sinceri-dad que era como si lo estuviera haciendo deverdad. De haber tenido aquellos trozos demetal o de papel a que tanta importancia atri-buía la gente, para dárselos al médico, se los

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hubiera dado. Como no los tenía, lo que impor-taba eran sus intenciones. ¡Muy bien! Si susintenciones eran sanas y sinceras, como lo eran,él consideraba que valían tanto como el dinero,de manera que su deuda quedaba pagada.

—Es posible que se deba, en parte, a que noentiendo para nada el valor del dinero —dijo elseñor Skimpole—, pero es algo que se me ocu-rre muy a menudo. ¡Me parece algo tan razo-nable! Mi carnicero me dice que quiere que lepague su cuentita. Es parte de la agradablepoesía inconsciente de la naturaleza humanaque siempre la califique de «cuentita», conobjeto de que su pago nos parezca fácil a am-bos. Y yo le digo al carnicero: «Amigo mío,estás pagado, pero no te das cuenta. No tení-as el problema de venir a pedirme que te pa-gara la cuentita. Ya estás pagado. Te lo digode verdad.»

—Pero supongamos —dijo mi Tutor, rién-dose— que él pusiera en la cuenta la inten-

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ción de la carne, en lugar de dártela de ver-dad.

—Mi querido Jarndyce —fue la respues-ta—, me sorprendes. Adoptas la misma acti-tud que el carnicero. Un carnicero que tuveuna vez adoptaba la misma actitud. Me dice:«Señor, ¿por qué come usted cordero lechal adieciocho chelines la libra?» «Que por quécomo cordero lechal a dieciocho chelines lalibra, amigo mío?», contesté, naturalmentesorprendido por la pregunta. «¡Me gusta elcordero lechal!» Aquello me pareció lo bas-tante convincente. «Pero bueno, señor», medice, «quiero decir que igual que yo le doy elcordero, usted me da el dinero». «Amigomío», le digo, «te ruego que razonemos comolos seres inteligentes. ¿Cómo lograrlo? Impo-sible. Tú tenías el cordero, y yo no tenía el di-nero. Tú no podías hacer nada con el corderosalvo que me lo enviaras, mientras que yopuedo hacer algo con el dinero, y es lo quetengo intención de hacer, aunque no te lo en-

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víe». No supo qué contestarme. Fin del pro-blema.

—¿Y no te llevó a los Tribunales? —preguntó mi Tutor.

—Sí que me llevó a los Tribunales —dijo elseñor Skimpole—, pero al hacerlo estaba másinfluido por la pasión que por la razón. Esode la pasión me recuerda a Boythorn. Me haescrito que las señoritas y tú le habéis prome-tido hacerle una breve visita en su casita desoltero de Lincolnshire.

—A las muchachas les gusta mucho —dijoel señor Jarndyce—, y esa promesa la hehecho por ellas.

—La Naturaleza se olvidó de suavizarloun poco, ¿no? —observó el señor Skimpole aAda y a mí—. ¿No es un poco exagerado, co-mo el mar? Un poco demasiado vehemente,como un toro que ha decidido considerar quetodo es de color rojo. Pero reconozco que tie-ne un cierto vigor, ¡como un martillo pilón!

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Me hubiera sorprendido que aquellas dospersonas se tuvieran en gran estima la una ala otra, dada la importancia que el señorBoythorn atribuía a tantas cosas, y la pocaimportancia que le atribuía el señor Skimpolea todo. Además de lo cual, más de una vezhabía visto yo al señor Boythorn a punto deexpresar opiniones muy firmes cuando semencionaba al señor Skimpole. Naturalmen-te, me limité a sumarme a Ada al decir que elseñor Boythorn nos agradaba mucho.

—Me ha invitado —dijo el señor Skimpo-le—, y si un niño puede ponerse en tales ma-nos, como se siente alentado a hacer este ni-ño, cuando puede contar con la fuerza suma-da de estos dos ángeles para que le protejan,lo aceptaré. Me ofrece pagarme el viaje de iday vuelta. Supongo que debe de costar algúndinero. ¿Quizá unos chelines? ¿O unas libras?¿O algo así? A propósito, Coavinses. ¿Re-cuerda usted a nuestro amigo Coavinses, se-ñorita Summerson?

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Me lo preguntó cuando le vino el tema a lacabeza, con aquel aire suyo, siempre cortés yanimado, sin el menor rebozo.

—¡Ah, sí! —dije.—A Coavinses se lo acaba de llevar el Su-

premo Alguacil —dijo el señor Skimpole—.Ya no podrá atentar contra la luz del sol.

Me impresionó mucho oír aquello, pues yahabía recordado yo, sin atribuirle ningunaimportancia, la imagen del hombre sentadoen el sofá aquella noche, secándose la cabeza.

—Ayer me lo comunicó su sucesor —continuó diciendo el señor Skimpole—. Susucesor está ahora en mi casa...; para proce-der al embargo, según creo que se dice. Vinoayer, el día del cumpleaños de mi hija, la delos ojos azules. Y se lo dije: «Esto no es ni ra-zonable ni agradable. Si tuviera usted unahija de ojos azules, no le gustaría que fuerayo, sin que me hubieran invitado, el día de sucumpleaños, ¿verdad?» Pero allí se quedó.

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El señor Skimpole se echó a reír ante ta-maño absurdo, y tocó levemente el piano,junto al que se había sentado.

—Y entonces me dijo —siguió diciendo,marcando breves acordes que yo expresaréaquí con puntos y seguido— que Coavinseshabía dejado. Tres hijos. Sin madre. Y quecomo la profesión de Coavinses. Es impopu-lar. Los pequeños Coavinses. Estaban en muymala situación.

El señor Jarndyce se levantó, se pasó lamano por la cabeza y empezó a pasearse porla habitación. El señor Skimpole tocó la me-lodía de una de las canciones favoritas deAda. Ésta y yo miramos al señor Jarndyce ypensamos que sabíamos lo que le pasaba porla cabeza.

Tras varios paseos y paradas, tras frotarsela cabeza e interrumpirse varias veces, miTutor puso una mano en el teclado e inte-rrumpió la interpretación del señor Skimpole.

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—No me gusta esa situación, Skimpole —dijo, pensativo.

El señor Skimpole, que ya se había olvida-do del tema, levantó la vista, sorprendido.

—Ese hombre era necesario —continuó di-

ciendo mi Tutor, que seguía recorriendo la

breve distancia entre el piano y el extremo de

la habitación y se frotaba el pelo desde la nu-

ca hacia adelante, como si el viento de Levan-

te se lo estuviera agitando—. Si con nuestros

errores o nuestras bobadas, o por falta de co-

nocimiento del mundo, hacemos que sean

necesarios hombres así, no debemos vengar-

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nos de ellos. Su oficio no tenía nada de malo.

Mantenía a sus hijos. Habría que saber más

detalles de este asunto.

—¡Ah! ¿Coavinses? —exclamó el señorSkimpole, que por fin se daba cuenta de a quése refería—. Nada más fácil. Un paseo hastael cuartel general de Coavinses y puedes en-terarte de todo lo que quieras.

El señor Jarndyce nos hizo un gesto,que era lo único que esperábamos nosotras.

—Vamos, hijas, vamos a llegarnos has-ta allí. ¡Nos da igual ir en esa dirección queen otra cualquiera!

Nos arreglamos en seguida, y salimos.El señor Skimpole nos acompañó, y disfrutómucho con la expedición. ¡Le resultaba tannuevo y tan agradable, dijo, ir en busca deCoavinses, en lugar de que Coavinses fueraen busca de él! Primero nos llevó a Cursitor

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Street, Chancery Lane, donde había una casade ventanas enrejadas, a la que calificó delCastillo de Coavinses. Cuando fuimos a laentrada y tocamos el timbre, salió de una es-pecie de oficina un muchacho feísimo que nosmiró por una ventanilla llena de clavos.

—¿A quién buscan? —dijo el mucha-cho, metiéndose dos de los clavos en la barbi-lla.

—¿Había aquí un guardia, o un algua-cil, o algo así —preguntó el señor Jarndyce—,que acaba de morir?

—Sí —dijo el muchacho—. ¿Qué pasa?—Dígame cómo se llamaba, por favor.—Se llamaba Neckett —dijo el muchacho.—¿Y dónde vivía?

—En Bell Yard —contestó el mucha-cho—. La tienda del provisionista a la iz-quierda se llama Blinder.

—¿Y era...? No sé como decirlo —murmuró mi Tutor—. ¿Era industrioso?

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—¿Neckett? —replicó el muchacho—.Sí, mucho. Nunca se cansaba en la vigilancia.Si se comprometía a algo, era capaz de pasar-se ocho o diez horas seguidas en una esquina.

—Hubiera podido ser peor —oí quedecía para sí mi Tutor—. Hubiera podidocomprometerse a hacerlo y no cumplir. Mu-chas gracias. Eso era lo que quería saber.

Dejamos al muchacho, con la cabezaladeada y los brazos puestos en la puerta,acariciando y chupando los clavos, y volvi-mos a Lincoln's Inn, donde nos esperaba elseñor Skimpole, que no había querido acer-carse más a casa de Coavinses. Después fui-mos todos a Bell Yard, que era un callejónangosto y estaba muy cerca. En seguida vi-mos la tienda del provisionista. En ella habíauna anciana de aspecto amable que teníahidropesía, o asma, o quizá ambas cosas.

—¿Los hijos de Neckett? —dijo en res-puesta a mi pregunta—. Sí, claro, señorita.Tres tramos más arriba. La puerta frente a las

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escaleras —y me pasó la llave por encima delmostrador.

Miré la llave y la miré a ella, pero pare-cía dar por hecho que yo sabía lo que era ne-cesario hacer. Como no podía ser más que lade la puerta de los niños, salí de allí sin hacermás preguntas y abrí la marcha hacia las es-caleras. Subimos en el mayor silencio posible,pero cuatro personas hacíamos algún ruidoen aquellos escalones gastados, y cuando lle-gamos al segundo piso, vimos que habíamosmolestado a un hombre que estaba en la esca-lera y había abierto su puerta para mirar.

—¿Están buscando a Gridley? —preguntó,mirándome con gesto airado.

—No, señor —contesté—. Voy más arriba.Miró sucesivamente a Ada, al señor Jarndy-

ce y al señor Skimpole, con el mismo gesto ai-

rado, cuando siguieron pasando detrás de mí.

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El señor Jarndyce le dijo «Buenos días», y él le

contestó: «¡Buenos días!» con voz abrupta y

feroz. Era un hombre alto y cetrino, con gesto

preocupado, poco pelo en la cabeza, muchas

arrugas y los ojos saltones. Tenía aspecto com-

bativo y unos modales bruscos e irritables, lo

que, junto con su figura, todavía grande y fuer-

te, aunque, evidentemente, ya en decadencia,

me pareció alarmante. Llevaba en la mano una

pluma, y en el vistazo que eché a su cuarto al

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pasar vi que estaba lleno de papeles desorde-

nados.

Lo dejamos allí y seguimos hasta la habita-ción de arriba. Golpeé en la puerta y de dentrosalió una vocecita chillona que decía:

—Estamos encerrados. ¡La llave la tiene laseñora Blinder!

Al oírlo, metí la llave y abrí la puerta. En uncuarto pobre, con el techo abuhardillado y muypocos muebles, había un muchachillo, de cincoo seis años, que cuidaba y hacía callar a unaniña regordeta de dieciocho meses. No habíafuego en la chimenea, aunque hacía frío; paracombatirlo, los dos estaban envueltos en unoschales y unas mantas pobres. Pero aquello noles debía de dar mucho calor, porque tenían lasnarices coloradas y contraídas, y los cuer-pecillos encogidos, aunque el muchachillo sepaseaba arriba y abajo, acariciando y silencian-

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do a la niña, que le había puesto la cabeza en elhombro.

—¿Quién os ha encerrado aquí? —preguntamos, naturalmente.

—Charley —dijo el muchachillo, que se de-tuvo a contemplarnos.

—¿Charley es tu hermano?—No. Es mi hermana Charlotte. Padre la

llamaba Charley.—¿Y sois más, además de Charley?—Yo —dijo el niño—, Emma —con una

palmadita en el gorro de la nenita que llevabaen brazos—. Y Charley.

—¿Dónde está Charley?—Ha salido a lavar —dijo el niño, que volvió

a ponerse a andar, acercando demasiado a lacabecera de la cama el gorro de la nenita, por-que trataba de mirarnos al mismo tiempo quela paseaba.

Estábamos mirándonos los unos a los otros,y a aquellos dos niños, cuando entró en la habi-tación una chiquilla, de figura infantil, pero

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cara astuta y más madura —y muy bonita, porcierto—, que llevaba un sombrero de mujeradulta, demasiado grande para ella, y se secabalos brazos desnudos en un mandilón de mujer.Tenía los dedos blancos y arrugados de lavar, ytodavía le humeaba el jabón que se estaba qui-tando de los brazos. De no ser por eso, podríahaber sido una niña que jugaba a las lavanderasy qué imitaba a una pobre trabajadora con unagran capacidad de observación de la realidad.

Había llegado corriendo de alguna casa cer-cana, y se había apresurado mucho. En conse-cuencia, aunque era muy delgada, estaba sinaliento, y al principio no pudo hablar y se que-dó jadeante y secándose los brazos mientrasnos miraba en silencio.

—¡Ah! ¡Aquí está Charley! —dijo el niño.La nena que llevaba en brazos alargó los su-

yos y gritó para que la cogiera Charley. La niñala tomó en brazos, con el aire de mujer que ledaba el sombrero y el mandilón, y se quedó

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mirándonos por encima de la carga que tanafectuosamente la abrazaba.

—¿Será posible? —susurró mi Tutor cuandole acercamos una silla a la niña y la hicimossentarse con su carga, mientras el niño se que-daba a su lado y la cogía del mandil—. ¿Seráposible que esta niña trabaje por los otros dos?¡Mirad! ¡Mirad, por el amor de Dios!

Era digno de mirar. Los tres niños juntos, ydos de ellos sin contar en la vida más que con latercera, y ésta tan pequeña y, sin embargo, conun aire de madurez y de fortaleza que parecíatan extraño en su figura infantil.

—¡Charley! ¡Charley! —exclamó mi Tutor—¿Cuántos años tienes?

—Más de trece, señor —respondió la niña.—¡Ah! ¡Qué mayor! —dijo mi Tutor—. ¡Eres

muy mayor, Charley!Me resultaba imposible describir la ternu-

ra con la que se dirigía a ella, medio en bro-ma, pero con gran compasión y tristeza almismo tiempo.

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—¿Y vives aquí con los niños, Charley? —siguió preguntando mí Tutor.

—Sí, señor —contestó la niña, mirándoloa la cara con total confianza—; desde quemurió padre.

—¿Y cómo vives, Charley? ¡Sí, Charley!¿Cómo vives? —preguntó mi Tutor, apar-tando la vista un momento—. ¿Cómo vives?

—Desde que murió padre, señor, voy atrabajar. Hoy me tocaba lavar

—¡Que Dios te ampare, Charley! —exclamó mi Tutor—. ¡Pero si ni siquiera tie-nes la estatura para llegar a la artesa!

—Uso zuecos, señor —dijo. ella, anima-da—. Tengo un par muy alto que era de ma-dre.

—¿Y cuándo murió tu madre? ¡Pobre ma-

dre!

—Madre murió inmediatamente despuésde nacer Emma —dijo la niña, contemplando

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la carita refugiada en su seno—. Entoncespadre dijo que yo tenía que hacer de madre.Y lo he intentado. Por eso empecé a trabajaren casa y a limpiar y a cuidar y a lavar mu-cho antes de empezar a salir a buscar trabajoafuera. Así he ido aprendiendo, ¿me explico,señor?

—¿Cuánto tiempo trabajas fuera de casa?—Todo el que puedo —dijo Charley,

abriendo los ojos con una sonrisa—. ¡Así escomo se ganan los seis peniques y los cheli-nes!

—¿Y siempre dejas a los niños encerradoscuando te marchas?

—Para que no les pase nada, ¿no lo en-tiende, señor? —dijo Charley—. La señoraBlinder sube de vez en cuando, y a vecessube el señor Gridley, y hay veces en quepuedo acercarme yo un rato, y siempre pue-den jugar, y a Tom no le da miedo estar en-cerrado, ¿verdad, Tom?

—¡No! —dijo Tom muy firme.

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—Cuando oscurece, encienden los farolesdel patio, y aquí se ve muy bien, casi dema-siado bien. ¿No es verdad, Tom?

—Sí, Charley —respondió Tom—. Casihay demasiada luz.

—Y además él es muy bueno —dijo lamuchachita, de una forma, ¡ay!, tan mater-nal, tan adulta—. Y cuando se cansa Emma,la mete en la cama. Y cuando se cansa él, semete en la cama él solito. Y cuando vengo yoa casa y enciendo la vela y ceno algo, élvuelve a levantarse y cena conmigo. ¿No esverdad, Tom?

—¡Sí, Charley! —exclamó Tom—. ¡Eso es!

—Y fuera por el recuerdo de ese gran placer,

el mayor de su vida, o por gratitud y amor a

Charley, que lo era todo para él, metió la

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cara entre los magros pliegues de la falda de

ella y pasó de las risas a las lágrimas.

Era la primera vez desde que habíamosllegado nosotros que veíamos derramar unalágrima a aquellos niños. La huerfanita habíahablado de su padre y de su madre como sitoda su pena hubiera desaparecido ante lanecesidad de actuar con valor, y ante la im-portancia que tenía el ser una niña que podíatrabajar, y ante tantas ocupaciones como te-nía. Pero ahora, cuando Tom se echó a llorar,aunque siguió sentado tranquilamente, con-templándonos en silencio, sin mover ni conun gesto un solo pelo de la cabeza de nin-guno de sus hermanitos, vi que dos lágrimasle resbalaban silenciosamente por la cara.

Me quedé con Ada ante la ventana,haciendo como que contemplaba los tejadosy los tubos ennegrecidos de las chimeneas,las plantitas raquíticas y los pájaros de los

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vecinos en sus jaulitas, cuando vi que la se-ñora Blinder había subido desde la tienda deabajo (quizá le hubiera llevado todo aqueltiempo subir las escaleras) y estaba hablandocon mi Tutor.

—¡Lo del pago del alquiler no tiene im-portancia, señor! —decía—. ¿Quién va a co-brárselo?

—¡Bueno, bueno! —nos dijo a nosotras miTutor— Seguro que llegará el momento enque esta buena señora verá que sí tiene im-portancia, ¡y que todo lo que haya hecho porestos hermanos pequeños...! ¿Puede esta ni-ña —añadió al cabo de un momento— conti-nuar mucho tiempo así?

—La verdad, señor, es que creo que sí —dijo la señora Blinder, que iba recuperandolenta y dificultosamente el aliento—. Es de lomás capaz que cabe imaginar. De verdad,señor, en todo el barrio se ha comentado laforma en que ha cuidado de los dos niños des-de que murió la madre. ¡Y le aseguro que era

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una maravilla ver cómo se portó con el padrecuando se puso enfermo, de verdad! La últimavez que habló conmigo (estaba tendido ahí), medijo: «Señora Blinder, aparte de lo que hayasido mi oficio, anoche vi que aquí, al lado de mihija, estaba sentado un Ángel, y se la confié aNuestro Señor!

—¿No tenía otro oficio? —preguntó mi Tu-tor.

—No, señor —replicó la señora Blinder—.No era más que un agente de cobros. Cuandovino a buscar alojamiento aquí, yo no sabía loque era, y confieso que cuando me enteré le dijeque se fuera. Aquí, en el patio, no era popular.A los otros inquilinos no les gustaba. No es unaprofesión decente —añadió la señora Blinder—,y casi todo el mundo está en contra. El señorGridley estaba en contra, y mucho, y es unbuen inquilino, aunque ha tenido que aguantarmucho.

—Así que ¿le dijo que se fuera? —preguntómi Tutor.

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—Claro que se lo dije —replicó la señoraBlinder—. Pero la verdad es que cuando llególa fecha y yo seguía sin tener nada más que esoen contra de él, tuve mis dudas. Era puntual ydiligente, y cumplía con su deber, señor —añadió, mirando inconscientemente al señorSkimpole—, y tal como están las cosas hoy día,hasta eso resulta raro.

—Entonces, ¿le permitió quedarse, despuésde todo?

—Bueno, dije que si podía arreglárselas conel señor Gridley, yo me las podía arreglar conlos demás inquilinos, y no me importaría de-masiado que en el patio fuera popular o no. Elseñor Gridley dio su consentimiento; de malagana, pero lo dio. Siempre lo trataba hoscamen-te, pero desde entonces siempre ha sido muyamable con los niños. Para conocer a la gentehay que esperar a las ocasiones así.

—¿Y ha sido mucha la gente que ha sidoamable con los niños? —preguntó el señorJarndyce.

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—En general, no han sido malos, señor —dijo la señora Blinder—, pero, desde luego, nohan sido tantos como si su padre hubiera teni-do otro oficio. El señor Coavins dio una guineay los otros agentes hicieron una colecta. Algu-nos de los vecinos del patio, que siempre sereían de él y se daban codazos cuando pasaba asu lado, hicieron otra pequeña colecta, y, engeneral..., no se han portado tan mal. Es comolo que pasa con Charlotte. Hay gente que no lequiere dar trabajo, porque su padre era agente;otros le dan trabajo, pero se lo echan en la cara;otros se hacen los virtuosos porque le dan tra-bajo, teniendo en cuenta eso y otras cosas, y a lomejor le pagan menos y le hacen trabajar más.Pero ella tiene más paciencia que la mayor par-te de la gente, además de ser muy lista, y siem-pre está dispuesta, hasta el límite de sus fuerzase incluso más. De manera que, en general, yodiría que no está demasiado mal, señor, aunquepodría estar mejor.

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La señora Blinder se sentó para darse mástiempo de recuperar el aliento, que se le habíavuelto a agotar de tanto hablar antes de recupe-rarlo del todo. El señor Jarndyce estaba dándo-se la vuelta para hablarnos a nosotros cuandosu atención se vio distraída por la entradaabrupta en el cuarto del señor Gridley, a quiense acababa de mencionar y a quien habíamosvisto al subir las escaleras.

—No sé lo que estarán ustedes haciendoaquí, damas y caballeros —dijo como si no lepareciera bien nuestra presencia—, pero le rue-go que me perdonen por entrar. No crean quehe venido a curiosear. ¡Bueno, Charley! ¡Bueno,Tom! ¡Bueno, pequeña! ¿Cómo andamos todoshoy?

Se inclinó hacia el grupo, con un gesto cari-ñoso, y era evidente que los niños lo considera-ban un amigo, pese a que seguía teniendo ungesto adusto y que sus modales para con noso-tros habían sido todo lo rudos que era posible.Mi Tutor lo advirtió y lo respetó.

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—Sin duda, nadie vendría aquí más que acuriosear —observó en tono tranquilo.

—Quizá, señor mío, quizá —respondió elotro, poniéndose a Tom en las rodillas y con ungesto de impaciencia—. Pero no quiero discutircon damas y caballeros. Ya he discutido másque suficiente para el resto de mi vida.

—Supongo que tiene usted motivos parasentirse impaciente e irritado —dijo el señorJarndyce.

—¡Ya empezamos! —exclamó aquel hombre,

con tono violentísimo—. Les advierto que soy

persona de mal humor. Soy irascible. ¡No soy

cortés!

—No mucho, parece.—Señor mío —dijo el señor Gridley, dejando

al niño en el suelo y avanzando hacia él como si

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fuera a golpearlo—, ¿sabe usted lo que son losTribunales de Equidad?

—Quizá sí que lo sepa, para desgracia mía.—¿Para desgracia suya? —dijo aquel hom-

bre, que apaciguó su ira—. Si es así, le pidoperdón. Ya sé que no soy cortés. ¡Le pido per-dón, señor! —y volvió a hablar con violencia—.Señor mío, hace veinticinco años que me tienensometido a tortura, y he perdido la costumbrede actuar como un ser normal. Vaya usted ahí,al Patio de la Cancillería, y pregunte cuál esuna de las bromas de todos los días con las quese divierten, y le dirán que uno de los temasque les sirven para pasar el tiempo a diario, y ledirán que uno de los mejores es el del tipo deShropshire. Y yo soy el tipo de Shropshire —dijo, dándose con el puño de una mano en laotra.

—Creo que mi familia y yo también hemostenido el honor de ser tema de entretenimientoen el mismo y respetable lugar —dijo mi Tutor

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apaciblemente—. Es posible que conozca ustedmi apellido: me llamo Jarndyce.

—Señor Jarndyce —dijo Gridley, esbozandouna especie de saludo tosco—, soporta ustedsus agravios mejor que yo los míos. Además,puedo decirle, y decir a este caballero, y a estasseñoritas, si es que son amigas suyas, que sitomara mis agravios de otro modo, me volveríaloco. Si puedo mantener un mínimo de corduraes gracias a que me rebelo y me vengo de ellosmentalmente, y exijo, airado, la justicia que séque nunca he de obtener. ¡Eso es lo único! —dijo con palabras sencillas y rústicas, y con granvehemencia—. Podría usted decirme que mesobreexcito. Yo respondo que ése es mi caráctercuando se me trata injustamente, y que no pue-do evitarlo. No me queda más remedio queactuar así o caer en el estado abyecto de esapobrecita loca que se pasa la vida rondando elTribunal. Si me resignara, me convertiría en unimbécil.

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Resultaba dolorosísimo verlo en un estadotan apasionado y tan acalorado como estaba,así como los gestos que hacía y con los queacompañaba a todas sus palabras.

—Señor Jarndyce —continuó diciendo—,piense usted en mi caso. Le juro por el Cieloque es verdad. Yo tenía un hermano. Mi padre(que era agricultor) hizo testamento y le dejólas tierras y el ganado, y todo lo demás, a mimadre mientras ella viviera. Después de morirmi madre, todo me pertenecería a mí, salvo unlegado de trescientas libras que debía pagar ami hermano. Murió mi madre. Poco después,mi hermano reclamó su legado. Yo y algunosde mis parientes dijimos que ya se había cobra-do una parte en forma de alojamiento, comiday otras cosas. ¡Pero fíjese! Ése era el problema yeso era lo único que importaba. Nadie puso eltestamento en tela de juicio; nadie discutió na-da, salvo si se había pagado o no una parte delas trescientas libras. Para resolver el pleito, queinterpuso mi hermano, me vi obligado a venir a

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esta maldita Cancillería. Me vi obligado porqueme obligaba la ley, que no me dejaba más re-medio. ¡Y en un pleito tan sencillo se vieronimplicadas diecisiete personas! No se oyó hastados años después, porque mi Administrador(¡Dios lo confunda!) tenía que averiguar si yoera el hijo de mi padre, cosa que no discutíanadie del mundo. Después concluyó que nohabía suficientes demandados (¡después detodo, no había todavía más que diecisiete!),porque nos faltaba uno que se debía de haberolvidado, y había que empezarlo todo otra vez.Para entonces, las costas ascendían ya al tripledel legado. Mi hermano hubiera renunciado allegado, sin más problemas, con tal de no pagarmás costas. Toda mi herencia, lo que me habíadejado mi padre en su testamento, se ha gasta-do en costas. El pleito, que sigue sin fallarse, noha producido más que ruinas, desastres y de-sesperación, por no decir más..., ¡y aquí me veusted hoy! Y, señor Jarndyce, en el pleito deusted se trata de miles y miles de libras, mien-

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tras que en el mío no se trata más que de unoscientos. ¿Es más fácil de soportar mi problema,o más difícil, cuando de él depende toda mivida, que se ha venido consumiendo de formatan mezquina?

El señor Jarndyce dijo que lo compadecía detodo corazón, y que él, por su parte, no creíatener el monopolio del mal trato de aquel sis-tema monstruoso.

—¡Ya empezamos! —exclamó el señor Grid-ley sin apaciguar su ira en absoluto. ¡El sistema!Todo el mundo me dice que es el sistema. Nodebo pensar en las personas. Es el sistema. Notengo que ir al Tribunal a decir: «Milord, leruego que me diga si tengo razón o no. ¿TendráSu Señoría la cara de decirme que ya he recibi-do justicia y tengo que irme?» Su Señoría nosabe nada de eso. Se sienta ahí a administrar elsistema. No tengo que ir a ver al señor Tul-kinghorn, el procurador de Lincoln's Inn Fieldsa decirle cuándo me pone furioso de puro tran-quilo y satisfecho que está —igual que todos

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ellos, porque todos ellos saben que lo que yopago es lo que ellos ganan, ¿no?—. No tengoque decirle que si yo me arruino alguien me lasva a pagar, por las buenas o por las malas. Élno tiene la culpa. Es el sistema. Pero si no leshago algo a todos esos, ¡van a verme! ¡No res-pondo de lo que pueda pasar si pierdo el con-trol, por fin! ¡Estoy dispuesto a acusar a todos ycada uno de los que están en el sistema en elTribunal del Juicio Final!

Estaba terriblemente apasionado. De nohaberlo visto, yo no hubiera creído que nadiepudiera ser capaz de tamaña furia.

—¡He terminado! —dijo sentándose y se-cándose la cara—. ¡He terminado, señor Jarn-dyce! ¡He terminado! Ya sé que soy violento.¡Cómo no voy a saberlo! Ya he estado en la cár-cel por desacato al Tribunal. He estado en lacárcel por amenazas al procurador. He tenidomuchos problemas y voy a seguirlos teniendo.Soy el tipo de Shropshire y a veces no me con-formo con hacerlos reír, aunque también se ríen

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mucho cuando ven que me detienen y me sen-tencia, y todo lo demás. Me dicen que más meconvendría moderarme. Y yo les digo que si memoderase me convertiría en un imbécil. Hacetiempo yo era una persona bastante ponderada,creo. La gente de mi pueblo dice que así merecuerda, pero ahora tengo que darle salida ami irritación contra la injusticia, porque si no síque me volvería loco. La semana pasada medijo el Lord Canciller: «Señor Gridley, le ven-dría mucho mejor no andar perdiendo el tiem-po aquí y tener un empleo remunerado enShropshire», y yo le dije: «Ya lo sé, Señoría, yalo sé, y más me conviniera no haber oído nuncael nombre de su cargo, pero, por desgracia paramí, no puedo luchar contra el pasado y el pasa-do es lo que me trae aquí». Además —añadiócon un estallido de furia—, voy a dejarlos envergüenza a todos. Hasta el último de ellos.Voy a seguir acudiendo al Tribunal hasta elfinal para dejarlo en vergüenza. Si supieracuándo voy a morirme y pudiera hacer que me

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llevaran allí, y tuviera voz para hablar, me mo-riría allí diciendo "Aquí me habéis traído y deaquí me habéis echado una y mil veces. Ahorasacadme de aquí con los pies los delante".

Debía de hacer años que tenía una expresiónfija de ira, que ni siquiera ahora, al callarse, sele ablandó.

—He venido a llevarme a estos niños a micuarto durante una hora —dijo, volviéndosehacia ellos— para que jueguen un rato. No que-ría decir todas estas cosas, pero tampoco im-porta mucho. Tú no me tienes miedo, ¿verdad,Tom?

—¡No! —dijo Tom—. No estás enfadao con-migo.

—Tienes razón, hijo. ¿Vuelves a salir, Char-ley? ¿Sí? ¡Entonces, vences, vente conmigo, pe-queñita! —dijo tomando en brazos a la máspequeña, que estaba perfectamente dispuesta adejarse llevar—. No me extrañaría nada que enel cuarto de abajo te estuviera esperando un

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soldadito de chocolate. ¡A ver si lo encontra-mos!

Volvió a hacer al señor Jarndyce el mismosaludo que antes, que no estaba exento de uncierto respeto, y con una ligera inclinaciónhacia nosotras, se bajó a su cuarto.

Inmediatamente el señor Skimpole empezó ahablar, por primera vez desde que llegamos,con su tono alegre habitual. Dijo que, bueno,verdaderamente era muy agradable ver cómolas cosas iban encajando lánguidamente con susfines. No había más que ver a este señor Grid-ley, hombre de gran voluntad y sorprendenteenergía (al que en términos intelectuales po-dría, cabría calificar del herrero inarmónico)49,y él podía imaginarse fácilmente que hacía añosque Gridley se paseaba por la vida en busca dealgo en lo que gastar su exceso de combativi-dad (como una especie de joven Eros entre las

49 Cita, a contrario sensu del «Herrero armó-nico», de G. F. Händel, suite para clavecín.

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espinas) cuando se le puso en el camino el Tri-bunal de Cancillería y le dio exactamente lo quenecesitaba. ¡Y así quedaron unidos para siem-pre! De no haber sido así, hubiera podido con-vertirse en un gran general que destruiría todotipo de ciudades, o quizá en un político dedi-cado a todo género de retórica parlamentaria,pero la realidad era que él y el Tribunal de laCancillería se habían conocido en las circuns-tancias más propicias, y nadie perdía demasia-do, y a partir de aquel momento Gridley estaba,por así decirlo, bien provisto. ¡Y no había másque ver a los Coavinses! ¡De qué manera tandeliciosa había el pobre Coavinses (padre deaquellos niños tan encantadores) constituido unejemplo del mismo principio! El mismo, el pro-pio señor Skimpole, había deplorado algunavez la existencia de Coavinses. Coavinses lomolestaba. Habría podido prescindir de Coa-vinses. Había habido momentos en los que si élhubiera sido un sultán y su Gran Visir le hubie-ra preguntado una mañana: «¿Qué desea el

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Comendador de los Creyentes de manos de suesclavo?», hubiera podido llegar al extremo dereplicar: « ¡La cabeza de Coavinses! » Pero ¿quéera lo que en realidad había ocurrido? ¡Quedurante todo aquel tiempo había estado dandotrabajo a una persona dignísima, que había sidoun benefactor de Coavinses, que de hechohabía permitido a Coavinses criar a aquellosniños tan encantadores de manera tan agrada-ble y desarrollar sus virtudes sociales! Hasta talpunto que ahora se le ensanchaba el corazón yle venían las lágrimas a los ojos cuando con-templaba aquel cuarto y pensaba: «¡Yo he sidoel gran protector de Coavinses, y lo poco queha tenido ha sido gracias a mí!»

Había algo tan cautivador en su forma tanalegre de tocar aquellos acordes fantásticos, yresultaba un niño tan animado al lado de losmuchachillos más serios que acabábamos dever, que hizo sonreír a mi tutor en el momentoen que nos daba un poco la espalda para hablarun ratito a solas con la señora Blinder. Dimos

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un beso a Charley, bajamos con ella y nos que-damos junto a la casa a verla correr hacia sutrabajo. No sé a dónde iba, pero allí la vimoscorrer, la pobrecita, tan chica, con su sombreroy su mandilón de mujer, mientras pasaba porun soportal al final del patio y se confundía conel ruido y la agitación de la ciudad, como unagota de rocío en el océano.

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CAPITULO 16

Tomsolo

Milady Dedlock está inquieta, muy inquieta.Los rumores del gran mundo, asombrados, nosaben qué pensar de ella. Hoy está en ChesneyWold; ayer estaba en su casa de Londres; ma-ñana puede irse al extranjero, por lo que sabeno pueden predecir con una cierta confianza losrumores del gran mundo. Incluso a Sir Leices-ter, con toda su galantería, le cuesta trabajoseguir ese ritmo. Lo desearía, pero es que suotro fiel aliado (la gota), para bien o para mal,se le mete en su antiguo dormitorio de roble deChesney Wold y lo deja inmovilizado de ambaspiernas.

Sir Leicester considera que la gota es un de-monio molesto, pero sigue siendo un demoniopropio del orden de los patricios. Todos losDedlock varones y de la línea directa han sufri-

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do la gota, sin que en memoria humana se diganada en sentido contrario50. Es algo demostra-ble, señor mío. Es posible que los padres deotros hayan muerto de reumatismo, o hayanrecibido el vil contagio de la sangre impura delos plebeyos enfermos, pero la familia Dedlocksiempre ha comunicado algo de exclusivo, in-cluso al proceso nivelador de la muerte, al mo-rir siempre de la gota familiar. Ha ido here-dándose de padres a hijos, igual que las vajillas,o los cuadros, o la casa de Lincolnshire. Formaparte de sus blasones. Es posible que Sir Leices-ter tenga la impresión de que, aunque no lohaya dicho nunca con esas palabras, de que elángel de la muerte diga ante los fantasmas de laaristocracia al cumplir las funciones de su in-cumbencia: «Milores y caballeros, tengo elhonor de presentar a vuestras Señorías a un

50 Alusión indirecta a los Comentarios deBlackstone, famosa compilación de textos jurídicosanglosajones

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Dedlock más, con la garantía de que ha llegadoaquí gracias a la gota familiar.»

En consecuencia, Sir Leicester abandona suspiernas de la familia a la gota de la familia, co-mo si su nombre y su fortuna dependieran deesa herencia feudal. Cree que si un Dedlock hade yacer de espaldas y ha de sufrir punzadas ycalambres espasmódicos en las extremidades esque alguien se está tomando libertades por al-guna parte, pero piensa: «Nos hemos condena-do a esto; desde hace siglos se considera que nodebemos dar más interés a las tumbas del par-que si cedemos en términos más innobles, y yome someto a esa consideración».

Y lo hace con gran dignidad, recostado bajocolchas de color púrpura y oro, en medio delgran salón, ante su retrato favorito de Milady,mientras entran grandes franjas de luz a lo lar-go de la gran perspectiva, a lo largo de la fila deventanas, que se alternan con blandos relievesde sombra. Fuera, los viejos robles, que llevansiglos arraigados en esa tierra verde que jamás

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ha conocido el arado, sino que sólo ha conocidolas cacerías desde la época en que los reyes seiban a combatir armados de espada y escudo eiban a cazar con arcos y flechas, son testigos desu grandeza. En el interior, sus antepasados,que lo contemplan desde las paredes, dicen:«Cada uno de nosotros fue aquí una realidadpasajera, y dejó esta sombra coloreada de símismo, y se fundió en un recuerdo tan borrosocomo las voces remotas de los grajos que ahorate arrullan», y también son testigos de su gran-deza. Porque ese día Sir Leicester es muy gran-de. Y, ¡ay de Boythorn o de cualquier otro libe-ral que se atreva presuntuoso a disputarle niuna pulgada!

En estos momentos, Milady está representa-

da ante Sir Leicester por su retrato. Se ha ido a

Londres, sin ninguna intención de seguir allí, y

dentro de poco volverá rauda aquí, para gran

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estupefacción de los rumores del gran mundo.

La casa de Londres no está lista para recibirla.

Está apagada y silenciosa. Un solo Mercurio

empolvado bosteza desolado ante la ventana

del vestíbulo, y la otra noche mencionó a otro

Mercurio conocido suyo, también acostumbra-

do a la buena sociedad, que sí seguían así las

cosas (cosa que no podía ser, porque un hom-

bre de su categoría no lo podía soportar), ni

cabía esperar de alguien como él que lo sopor-

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tara, ¡de verdad que no le quedaría otro recurso

que cortarse el pescuezo!

¿Qué relación puede haber entre la casa deLincolnshire, la casa de Londres, el Mercurioempolvado y el paradero de Jo, el proscrito dela escoba, sobre quién brillaba aquel distanterayo de sol cuando barría la escalera del cemen-terio? ¿Qué relación puede haber entre tantagente de las innumerables historias del mundoque, sin embargo, se han visto reunidas desdelos lados opuestos de hondos precipicios?

Jo se pasa el día barriendo su cruce, incons-ciente del vínculo, si es que existe tal vínculo.Cuando alguien le pregunta algo resume susituación mental diciendo que él «no sabe ná dená». Sabe que resulta difícil dejar el cruce sinbarro cuando hace mal tiempo, y que más difí-cil todavía le resulta vivir de eso. Nadie le haenseñado ni siquiera eso; lo ha averiguado porsí solo.

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Jo vive (es decir, Jo todavía no ha muerto) enun edificio en ruinas que él y sus semejantesllaman Tomsolo. Es una calle negra y horrible,de la que huyen todas las personas decentes, decuyas casas destartaladas se apoderaron algu-nos vagabundos atrevidos cuando ya estabanen plena decadencia; los cuales, tras establecerallí sus propias posesiones, pasaron después aalquilarlas por cuartos. Ahora esas zahurdassórdidas albergan durante la noche a una mul-titud de miserables. Al igual que en los restoshumanos aparecen parásitos siniestros, tambiénen estos albergues ruinosos se han ido criandouna multitud de existencias horribles que saleno entran a rastras por sus paredes y sus zócalos,que apelotonan a dormir como gusanos innu-merables, mientras entran las goteras de la llu-via; que salen y entran portando fiebres y quedejan en sus huellas más horrores de los quejamás puedan corregir Lord Coodle y Sir Tho-mas Doodle y el Duque de Foodle y todos loscaballeros del Gobierno, incluido Zoodle, en

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quinientos años, aunque hayan nacido preci-samente para corregirlos.

Últimamente, en Tomsolo ha habido dos ve-ces un gran ruido, con caída de mucho polvo,como si hubiera estallado una mina, y cada unade esas veces se ha caído una casa. Esos acciden-tes han merecido un párrafo en la prensa, y hanocupado una cama o dos en el hospital máspróximo. Ahí siguen los huecos, y entre las rui-nas ya ha habido quien considera que ese aloja-miento no está mal. Como parece que hay variascasas más a punto de caerse, cabe esperar que elpróximo derrumbamiento que se produzca enTomsolo va a ser de los buenos.

Naturalmente, esa estupenda finca está enpoder de la Cancillería. Sería un insulto a cual-quier persona de mediana inteligencia tener quedecírselo. Quizá no sepa nadie si «Tom» era elrepresentante popular del demandante o deldemandado en Jarndyce y Jarndyce, o si ahí eradonde vivía completamente solo Tom cuando elpleito redujo a la calle a la ruina hasta que vinie-

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ron a reunirse con él otros ocupantes, ni si setrata de un nombre que se da en general a todoretiro aislado de la sociedad honrada y en el queya se ha perdido toda esperanza. Desde luego Jono lo sabe.

—Si es que no lo sé —dice Jo—. Yo no sé náde ná.

¡Qué extraño debe de ser el encontrarse enuna situación como la de Jo! ¡Vagabundear porlas calles, sin conocer sus formas, y sumido en lamás total oscuridad acerca del significado deesos misteriosos símbolos que tanto abundan enlas tiendas, y en las esquinas de las calles, y enlas puertas y en las ventanas! ¡Ver que la gentelee, y ver que el cartero entrega el correo, y notener la menor idea de todo ese lenguaje, serciego y mudo a todo eso! Debe de ser muy raroeso de ver cómo la gente de bien va a las iglesiasel domingo, con sus misales en mano, y pensar(porque a lo mejor Jo sabe pensar de vez encuando) lo que significa todo eso, y si es quesignifica algo a alguien, ¿cómo es que a mí no

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me dice nada? ¡Sentirse empujado, y atropelladoy obligado a circular, y sentir verdaderamenteque parece ser verdad que uno no tiene nadaque hacer ahí, ni allá, ni en ninguna parte, y, sinembargo, sentirse perplejo ante la idea de queuno está ahí sin saber por qué, y nadie se ha in-teresado por mí hasta que me ha convertido enel ser que es uno! ¡Debe de resultar muy extrañoque no sólo le digan a uno que apenas si eshumano (como cuando se presentó uno a testifi-car), sino sentir uno eso mismo para sus aden-tros y en todo momento. Ver cómo pasan al ladode uno caballos, perros y ganado y saber quepor mi ignorancia uno es como ellos, y no partede esos seres superiores de la misma forma deuno, pero cuyo buen gusto ofende uno! ¡Lasideas de Jo acerca de un juicio por lo penal, o deun Magistrado, o de un Obispo, o un Gobierno,o esa joya inapreciable para él (si lo supiera) quees la Constitución deben de ser muy raras! Todasu vida material e inmaterial es muy rara, y sumuerte es lo más raro de todo.

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Jo se marcha de Tomsolo y se encuentra conque la mañana ya está avanzada, porque siem-pre llega tarde allí, y va mascando su trozo suciode pan mientras camina. Como su camino pasapor entre muchas calles, y las casas todavía noestán abiertas, se sienta a desayunar en el esca-lón de la Sociedad para la Propagación delEvangelio en el Ultramar, y cuando termina lequita el polvo, en agradecimiento por haberledado reposo. Admira el tamaño del edificio y sepregunta para qué será. No tiene idea, el po-brecillo, del vacío espiritual que existe en losarrecifes de coral del Pacífico, ni de lo que cuestaandar en busca de almas perdidas entre los coco-teros y los árboles del pan.

Va a su cruce y empieza a arreglarlo para eldía. La ciudad se despierta. La gran peonza de lasuerte está dispuesta para sus giros y sus girosdiarios; se reanudan las incontables e inexplica-bles lecturas y escrituras que han quedado ensuspenso durante unas horas. Jo y los demásanimales inferiores se las arreglan como pueden

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en medio de esa confusión ininteligible. Es díade mercado. Los bueyes cegados, constantemen-te empujados y aguijoneados, nunca guiados, semeten donde no deben y los echan a palos, y selanzan, con los ojos inyectados en sangre yechando espumarajos por la boca, contra murosde piedra, y muchas veces hieren a los inocentes,y otras muchas se hieren ellos solos. Igual que Joy sus congéneres, ¡exactamente igual!

Llega a tocar una banda de música. Jo la es-cucha, igual que hace el perro de uno de los pas-tores, que espera a su amo junto a una carniceríay evidentemente piensa en todas esas ovejas queha tenido que dar durante unas horas y de lasque está muy contento de despedirse. Pareceestar perplejo respecto de tres o cuatro deellas: no recuerda dónde las ha dejado; con-templa la calle, arriba y abajo, como si medioesperase verlas perdidas por allí; de prontoaguza las orejas y se acuerda de todo. Es unperro totalmente vagabundo, acostumbrado alas malas compañías y a las tabernas; un pe-

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rro que asusta a las ovejas; que al primer sil-bido está dispuesto a tirárseles al lomo y aarrancarles mechones de lana a mordiscos;pero un perro educado, instruido, desarrolla-do, que ha aprendido cuáles son sus obliga-ciones y sabe cumplir con ellas. Proba-blemente él y Jo escuchan la música con lamisma satisfacción animal, y probablementetambién están a la par en cuanto a las asocia-ciones que despierta en ellos, en cuanto a lasaspiraciones o los pesares, la melancolía o lareferencia gozosa a cosas que están más alláde los sentidos. Pero en lo demás ¡cuán porencima está el animal del ser humano queescucha a su lado!

Dejad a los descendientes de ese perroabandonado, como Jo, y en muy pocos añosse habrán degenerado tanto que habrán per-dido hasta la manera de ladrar, pero no la demorder.

El día va cambiando al avanzar y se haceoscuro y lluvioso. Jo sigue en su lucha, en su

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cruce, entre el barro y las ruedas, los caballos,los látigos y los paraguas, y apenas si obtieneuna magra suma con la que pagar el escasoabrigo que le brinda Tomsolo. Llega el atar-decer, se empieza a encender el gas en lastiendas; el farolero, con su escalera, va co-rriendo por el borde de las aceras. Empieza acaer una tarde mala.

En su despacho, el señor Tulkinghorn estásentado meditando una petición de manda-miento para presentársela mañana al juezmás cercano. Hoy ha estado allí Gridley, unpleiteante decepcionado, y ha sido alarmante.No estamos dispuestos a que se nos someta aamenazas físicas y habrá que imponer unafianza una vez más a ese maleducado. Desdeel techo, la Alegoría achatada, personificadaen un romano imposible pintado del revés,señala con el brazo de Sansón (descoyuntadoy un tanto raro) ostensiblemente hacia la ven-tana. ¿Por qué va el señor Tulkinghorn, sinningún motivo, a mirar por la ventana? ¿No

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es ahí donde señala siempre la mano? Así queno mira por la ventana.

Y, si mirase, ¿qué más le iba a dar el ver auna mujer que pasaba por allí abajo? En elmundo hay muchas mujeres (demasiadas,piensa el señor Tulkinghorn); en el fondo detodo lo que anda mal en él están ellas, aunquepese a todo son las que les dan trabajo a losabogados. ¿Qué más daría ver pasar a unamujer, aunque pasara en secreto? Siempreandan con secretos. Eso es algo que el señorTulkinghorn sabe perfectamente.

Pero no todas son como la mujer que ahorase aleja de él y de su casa; existe una ciertaincoherencia entre ese vestido sencillo y susmodales refinados; existe una incoherenciamuy grande. Por su atavío debería ser unasirvienta de alto nivel, pero por su aire y supaso, aunque ambos son apresurados y afec-tados —en la medida en que se pueda afectaralgo en las calles embarradas que pisa conpies poco acostumbrados a ello—, es una se-

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ñora. Lleva la cara velada, y, sin embargo, setraiciona lo suficiente como para hacer quemás de uno de los que pasan a su lado se déla vuelta a mirarla.

Ella nunca vuelve la cabeza. Sea señora osirvienta, va a hacer algo concreto y está dis-puesta a hacerlo. No vuelve la cabeza hastaque llega al cruce en el que trabaja Jo con suescoba. Él cruza con ella y le pide algo. Ellasigue sin volver la cabeza hasta que ha llega-do a la otra acera. Entonces le hace una señaly dice:

—¡Ven aquí!Jo la sigue un paso o dos hasta que entran

en un callejón.—¿Eres tú el chico del que hablan los pe-

riódicos? —le pregunta ella tras el velo.—No sé —dice Jo, que contempla intran-

quilo el velo—. Yo no sé ná de los papeles. Yono sé ná de ná.

—¿No te interrogaron en una Encuesta?

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—Yo no sé ná de... ¿Dice usté donde mellevó el alguacil? —pregunta Jo—. ¿Se llama-ba Jo ese de la cuesta?

—Sí.—¡Soy yo! —dice Jo.—Sigue andando.—Usté me quiere hablar de aquél —dice Jo

mientras la sigue—. ¿Del que se mató?—¡Calla! ¡Habla en voz baja! Sí. Dime:

¿cuando vivía te pareció que estaba muy en-fermo y era muy pobre?

—¡Y tanto! —replica Jo.—Estaba... ¿como tú? —pregunta la mujer

con gesto de repugnancia.—Bueno, no estaba tan mal como yo —dice

Jo— ¡Es que a mí me va muy mal! Usted lo co-nocía, ¿verdad?

—¿Cómo osas preguntarme si lo conocía?—Preguntar no es ofender, señora —dice Jo

con gran humildad, porque hasta él sospechaque se trata de una señora.

—No soy una señora. Soy una criada.

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—¡Pero una criada muy guapa! —dice Jo sinla menor idea de decir nada ofensivo, mera-mente como un homenaje de admiración.

—Calla y escucha. ¡No digas nada y apártateun poco! ¿Me puedes enseñar todos esos sitiosque decían en el periódico que he leído? Latienda que le daba los manuscritos, donde mu-rió, donde te llevaron a ti y donde está enterra-do. ¿Sabes dónde está enterrado?

Jo responde con un gesto de la cabeza, igualque ha hecho respecto de todos los demás sitiosmencionados.

—Ve delante de mí y enséñame todos esossitios horribles. Te paras delante de cada unode ellos y no me dices nada hasta que te hableyo. No vuelvas la cabeza. Si haces lo que te di-go te daré una buena propina.

Jo escucha atentamente mientras le dicenesas cosas; las va contando en voz baja junto almango de la escoba, porque le parecen un tantodifíciles de comprender; se para a reflexionar loque significan, considera que son satisfactorias

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y asiente con un gesto de su desgreñada ca-beza.

—Ya guipo —dice Jo—. Pero ná de largarse,¿eh? ¡Ná de hacerme rabona!

—¿Qué quieres decir, bribón? —exclama lacriada, que se aparta de él.

—¡Que ni hablar de hacer rabona! —exclamaJo.

—No te comprendo. ¡Enséñame el camino!Te voy a dar más dinero que has visto en tuvida.

Jo se pone a silbar, se frota la cabeza desgre-ñada, se coloca la escoba debajo del brazo yabre camino; sortea las duras piedras diestra-mente con los pies descalzos y elude el barro yel lodo.

Cook's Court. Jo se para. Una pausa.—¿Quién vive aquí?—El que le daba de escribir y me dio media

corona —dice Jo, en un susurro, sin mirar haciaatrás.

—Sigue adelante.

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La casa de Krook. Jo vuelve a detenerse. Unapausa más larga.

—¿Quién vive aquí?—Él vivía aquí —responde Jo igual que an-

tes. Tras un silencio oye la pregunta:—¿En qué cuarto?—En el de ahí atrás. Desde la esquina se ve

la ventana. ¡Ahí arriba! Ahí es donde le vi acos-tao. Ésa es la taberna a la que le llevaron.

—¡Sigue adelante!Ahora hay más que andar, pero Jo, que ya

no tiene las mismas sospechas que al principio,sigue las órdenes que se le han dado y no vuel-ve la cabeza. Por una serie de caminos tortuo-sos, que apestan a todo género de suciedades,llegan a un callejón como un túnel, al farol degas (que ya está encendido) y a la puerta dehierro.

—Aquí es donde le dejaron —dice Jo aga-rrándose a los barrotes y mirando al interior.

—¿Dónde? ¡Ah, qué lugar más horrible!

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—¡Ahí! —indica Jo—. Ahí mismo. En mediode esos montones de huesos al lado de la ven-tana de esa cocina. Le pusieron casi arriba deltodo. Tuvieron que apisonar pá dejarle sitio. Siestuviera abierta la puerta, podría destaparlescon mi escoba. Creo que por eso la cierran conllave —dice dándole una sacudida—. Siempreestá cerrada. ¡Mire esa rata! —grita Jo, excita-do—. ¡Eh! ¡Mire! ¡Ahí va! ¡Eh, se mete en la tie-rra!

La sirvienta se refugia en una esquina, en laesquina de ese arco horrible cuyas manchasmortíferas se le quedan en el vestido, y despuésalarga las manos, le dice apasionadamente quese aparte de ella, porque le da asco, y permane-ce inmóvil un momento. Jo se queda contem-plándola y todavía sigue haciéndolo cuando lamujer se recupera.

—¿Es tierra consagrada este horrible lugar?—Yo no sé ná de eso de que agrada —dice Jo,

que la sigue contemplando.—¿Es camposanto?

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—¿Qué? —pregunta Jo, estupefacto.—Si es camposanto.—Yo del campo no sé ná —dice Jo, que la

contempla con más atención que nunca—, perocreo que no es campo de ná. Y de santos menos—repite Jo, un tanto inquieto—. Si es muy santo,no se le nota. Yo diría más bien lo contrario. ¡Pe-ro yo no sé ná de ná!

La criada no le hace mucho caso, ni tampocode lo que ella misma ha dicho. Se quita un guan-te para sacar algo de dinero del bolso. Jo observaen silencio lo blanca y pequeña que tiene la ma-no, y se dice que debe de ser una criada de grancategoría para llevar unos anillos tan brillantes.

Le pone una moneda en la mano, sin tocárse-la, y con un temblor cuando las dos manos seaproximan.

—Ahora —añade—, ¡vuelve a indicarme elmismo sitio!

Jo mete el mango de la escoba entre los barro-tes de la verja, y lo señala con todos sus recursosexpresivos. Cuando por fin vuelve la cabeza

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para ver si se ha hecho entender se encuentrasolo.

Lo primero que hace es levantar la monedahacia la luz de gas y se queda atónito al ver quees amarilla: oro. Lo segundo es darle un mordis-co de lado en uno de los bordes, para ver si esbuena. Luego se la mete en la boca para ponerlaa buen recaudo y se pone a barrer los escalonesy el pasaje con gran cuidado. Una vez hecho sutrabajo, se dirige a Tomsolo y se va parando a laluz de innumerables faroles de gas a sacar lamoneda de oro y darle otro mordisco de lado,para reasegurarse de que es de verdad.

El Mercurio empolvado no es necesario a lasociedad esta noche, pues Milady sale a unacena de gala y a tres o cuatro bailes. Sir Leicesterestá nervioso, allá en Chesney Wold, sin máscompañía que la gota; se queja a la señora Roun-cewell de que la lluvia hace un tableteo tan mo-lesto en la terraza que no puede leer el periódi-co, ni siquiera junto a la chimenea de su cómodovestidor.

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—Sir Leicester hubiera debido probar el otrolado de la casa, querida mía —dice a Rosa laseñora Rouncewell—. Su vestidor está del ladode Milady. ¡Y en toda mi vida he oído los pasosdel Paseo del Fantasma con tanta claridad comohoy!

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CAPÍTULO 17

La narración de Esther

Richard venía a vernos a menudo durantenuestra estancia en Londres (aunque prontodejó de escribir cartas), y con su rapidez men-tal, su buen humor, su ánimo, su alegría y suvivacidad siempre resultaba encantador. Peroaunque cada vez me agradaba más, cuantomás lo conocía, también apreciaba cada vezmás cuán era de lamentar que no lo hubieraneducado en los hábitos de la aplicación y laconcentración. El sistema que se había ocupa-do de él exactamente igual que se había ocu-pado de centenares de otros muchachos, todosellos de diversos caracteres y capacidades, lehabía permitido realizar con facilidad sus ta-reas, siempre con notas breves y a veces exce-lentes, pero de forma esporádica e intermiten-te, lo que había confirmado su confianza en

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aquellas de sus cualidades que precisamentemás necesitaban de formación y guía. Eranbuenas cualidades, sin las cuales no se puedeconseguir meritoriamente una buena posición,pero, al igual que el agua y el fuego, aunqueeran excelentes servidores, eran pésimosamos. Si Richard las hubiera dominado, hubie-ran sido sus amigas, pero como era Richard elque estaba dominado por ellas, se convertíanen sus enemigas.

Si escribo estas opiniones no es porque creaque tal o cual cosa haya de ser así porque yo lopiense, sino únicamente porque era lo que pen-saba, y quiero ser totalmente sincera acerca detodo lo que pensaba y hacía. Eso era lo quepensaba yo de Richard. Además, muchas vecesme parecía observar cuánta razón había tenidomi Tutor en lo que había dicho, y que las incer-tidumbres y los retrasos en el pleito de la Can-cillería habían impartido a su carácter algo deese ánimo despreocupado del jugador, que seconsideraba parte de una gran partida de azar.

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Una tarde que mi Tutor no estaba en casavinieron de visita el señor Bayham Badger y suesposa, y en el curso de la conversación, natu-ralmente, les pregunté por Richard.

—Pues el señor Carstone —dijo la señoraBadger— está muy bien, y le aseguro que esuna gran adquisición para nosotros. El CapitánSwosser solía decir de mí que en el comedor delos guardiamarinas yo era una influencia mejorque la vista de tierra y el viento en popa cuan-do la carne que compraba el sobrecargo se po-nía más dura que las empuñaduras de barlo-vento de la cofa del trinquete. Era su formamarinera de decir en general que yo era unabuena adquisición para cualquier compañía.Estoy segura de que lo mismo puedo decir yodel señor Carstone. Pero... ¿no me creerá usteddemasiado prematura si le digo una cosa?

Dije que no, ya que el tono insinuante de laseñora Badger parecía requerir esa respuesta.

—¿Y la señorita Clare tampoco? —preguntócon voz dulce la señora Badger.

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Ada también dijo que no, con aire intranqui-lo.

—Pues verán, amigas mías —dijo la señoraBadger—. ¿Me permiten que las llame amigasmías?

Rogamos a la señora Badger que no se pre-ocupara.

—Porque verdaderamente lo son ustedes, sime permiten tomarme esa libertad —continuódiciendo la señora Badger—; son ustedes en-cantadoras. Pues verán, amigas mías, comotodavía soy joven, o por lo menos el señor Bad-ger me hace el cumplido de decírmelo...

—¡No! —exclamó el señor Badger como elque interviene para interrumpir en una reuniónpública—. ¡En absoluto!

—Muy bien —sonrió la señora Badger—, di-gamos que todavía soy joven.

—Sin duda alguna —dijo el señor Badger.—Amigas mías, aunque todavía soy joven,

he tenido muchas oportunidades de observar alos jóvenes del sexo opuesto. Les aseguro que a

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bordo del viejo Crippler había muchos. Y des-pués, cuando estuve en el Mediterráneo con elCapitán Swosser, aproveché todas las oportuni-dades que tuve de conocer y hacer amistad conlos guardiamarinas que estaban a las órdenesdel Capitán Swosser. Ustedes, amigas mías,nunca oyeron cómo los llamaban «jóvenes ca-balleros», y probablemente no entenderían lasalusiones a la forma en que cancelaban suscuentas semanales, pero conmigo es distinto,porque para mí los océanos son como una se-gunda casa, y he sido muy marinera. Lo mismopasó con el Profesor Dingo.

—Persona de reputación europea —murmuró el señor Badger.

—Cuando perdí a mi primer y querido ma-rido y me casé con el segundo —dijo la señoraBadger, que se refería a sus antiguos maridoscomo si fueran sílabas de una charada— seguígozando de oportunidades de observar a lajuventud. A las clases que daba el ProfesorDingo asistían muchos alumnos, y yo me enor-

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gullecía, como esposa de un eminente hombrede ciencia, de buscar en la ciencia todos losconsuelos que ésta puede impartir, y tener lacasa siempre abierta para los estudiantes, comouna especie de Bolsa Científica. Todos los mar-tes se sacaban limonada y tarta mixta para losque querían venir a compartirlas con nosotros.Y se hablaba de ciencia sin ningún límite.

—Unas asambleas notables, señorita Sum-merson —dijo el señor Badger en tono reveren-te—. ¡Debía de ser un intercambio intelectualmaravilloso, bajo los auspicios de tan granhombre!

—Y ahora —continuó diciendo la señoraBadger—, ahora que soy la esposa de mi queri-do tercero, el señor Badger, sigo manteniendolos hábitos de observación que se formaron envida del Capitán Swosser y se adaptaron a finesnuevos e imprevistos en vida del Profesor Din-go. En consecuencia, no soy una neófita cuandoobservo al señor Carstone. Y, sin embargo, ten-

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go la firme impresión, amigas mías, de que noha escogido su profesión de manera reflexiva.

Ada parecía estar ya tan preocupada quepregunté a la señora Badger en qué fundaba esaopinión.

—Mi querida señorita Summerson —

replicó—, en el carácter y la conducta del señor

Carstone. Tiene tan buen ánimo que probable-

mente nunca consideraría que merece la pena

mencionar lo que opina de verdad, pero tiene

una opinión lánguida de la profesión. No tiene

ese interés positivo por ella que la convierte en

una vocación. Si es que tiene una opinión deci-

dida al respecto, yo diría que opina que se trata

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de algo aburrido. Y eso no es de buen augurio.

Los jóvenes como el señor Allan Woodcourt,

que se interesan mucho por todos sus aspectos,

encontrarán alguna compensación en ella aun-

que trabajen mucho por muy poco dinero, con

largos años de duras pruebas y decepciones.

Pero estoy convencida de que no es eso lo que

pasaría con el señor Carstone.

—¿Opina lo mismo del señor Badger? —preguntó tímidamente Ada.

—Pues —dijo el señor Badger— a decir ver-dad, señorita Clare, no se me había ocurridocontemplar así el asunto hasta que lo mencionóla señora Badger. Pero cuando la señora Badger

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lo expuso así, naturalmente, pensé mucho enello, por saber que la mente de la señora Bad-ger, además de sus ventajas naturales, ha teni-do la rara ventaja de estar formada por dospersonalidades tan distinguidas (yo diría queincluso ilustres) como el Capitán Swosser de laMarina Real y el Profesor Dingo. La conclusióna la que he llegado, en resumen, es la mismaque la de la señora Badger.

—El Capitán Swosser tenía una máxima —dijo la señora Badger—, en su lenguaje marine-ro figurado, y era que cuando se calienta breanunca se la puede calentar demasiado, y quecuando hay que fregar una plancha hay quefregarla como si tuviera uno al propio PedroBotero a la espalda. Creo que esa máxima es tanaplicable a la profesión médica como a la naval.

—A todas las profesiones —observó el señorBadger—. Era una frase muy feliz del CapitánSwosser. Admirablemente feliz.

—La gente objetó al Profesor Dingo, cuandofuimos al norte de Devon, tras nuestro matri-

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monio —añadió la señora Badger—, que desfi-guraba algunas de las casas y otros edificioscon los golpes de su martillito de geólogo. Peroel Profesor replicaba que él no conocía más edi-ficios que el Templo de la Ciencia. Es el mismoprincipio, ¿no?

—Exactamente el mismo —dijo el señorBadger—. ¡Muy bien dicho! El Profesor observólo mismo, señorita Summerson, durante su úl-tima enfermedad, cuando (en un momento enque divagaba) insistió en que le dejaran el mar-tillito debajo de la almohada y en martillearlesen la cara a quienes lo cuidaban. ¡Una pasióndominante!

Aunque hubiéramos podido pasarnos sintodos los detalles con los que el señor y la seño-ra Badger continuaron la conversación, ambasconsideramos que era desinteresado por suparte el expresar la opinión que nos habíancomunicado, y que muy probablemente fueracierta. Convinimos en no decir nada al señorJarndyce hasta después de hablar con Richard,

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y como iba a venir a vernos a la tarde siguiente,resolvimos tener una conversación muy seriacon él.

De manera que, tras dejarlo a solas un ratocon Ada, entré yo y me encontré con que mitesoro (como ya estaba segura yo) estaba dis-puesta a considerar que él tenía razón en todolo que dijera.

—Y ¿qué tal te va, Richard? —le pregunté.Siempre me sentaba a su lado. Me trataba exac-tamente igual que a una hermana.

—¡Bueno! ¡No está mal! —respondió Ri-chard.

—Más no puede decir, ¿verdad, Esther? —exclamó triunfante mi encanto.

Traté de contemplarla con el aire más severodel mundo, pero, claro, no lo logré.

—¿No está mal? —repetí.—Sí —dijo Richard—, no está mal. Es todo

un tanto monótono y rutinario. ¡Pero da lomismo hacer eso que otra cosa!

—¡Vamos, querido Richard! —protesté.

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—¿Qué tiene de malo? —preguntó Richard.—¡Decir que da lo mismo hacer eso que otra

cosa!—No creo que eso tenga nada de malo, se-

ñora Durden —dijo Ada, que me miraba con-fiada desde el otro lado de Richard—, porque sida lo mismo hacer eso que otra cosa estoy segu-ra de que lo hará muy bien, espero.

—Sí, yo también lo espero —replicó Richardretirándose despreocupado un mechón de lafrente—. Después de todo, quizá no sea másque un intermedio hasta que nuestro pleitoquede... ¡Ay, se me olvidaba que no debohablar del pleito, que es terreno vedado! Sí, noestá mal. Vamos a hablar de otra cosa.

Ada hubiera estado dispuesta a acceder debuena gana, y plenamente convencida de quehabíamos dejado la cuestión en un estado de lomás satisfactorio. Pero a mí me parecía inútildejar las cosas así, de modo que volví a la car-ga.

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—No, pero Richard —dije—, y mi queridaAda. Considerad lo importante que es para losdos, y hasta qué punto tu primo, Richard, tieneempeño en que estudies en serio y sin ningunareserva. De verdad, Ada, creo que más valehablar del asunto en serio. Si no, dentro de po-co será demasiado tarde.

—¡Sí, sí! Tenemos que hablar de ello —dijoAda—. Pero creo que Richard tiene razón.

¿De qué me valía tratar de hablar razona-blemente, cuando ella estaba tan guapa, y tanencantadora, y tan enamorada de él?

—Ayer vinieron el señor y la señora Badger,Richard —dije—, y parecían dispuestos a pen-sar que no te agrada demasiado la profesión.

—¿Ah, sí? —preguntó Richard—. ¡Bueno!Eso más bien cambia las cosas, porque no teníani idea de que lo pensaran, y no querría desen-cantarlos ni molestarlos. La verdad es que nome gusta demasiado. ¡Pero, vamos, no tieneimportancia! ¡Lo mismo da eso que otra cosa!

—¡Ya lo oyes, Ada! —dije.

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—La verdad es —dijo Richard, mitad en se-rio, mitad en broma— que no es exactamente lomío.. No logro interesarme. Y estoy harto de oírhablar del primero y el segundo de la señora deBayham Badger.

—¡Estoy convencida de que eso es lo másnatural del mundo! —exclamó Ada, encanta-da—. ¡Es exactamente lo mismo que dijimosnosotras ayer, Esther!

—Además —prosiguió Richard— es dema-siado monótono, y lo de hoy es igual que lo deayer y mañana haremos lo mismo que hoy.

—Pero me temo —observé— que eso es loque pasa con todas las profesiones, y con lavida misma, salvo en circunstancias muy extra-ordinarias.

—¿Tú crees? —preguntó Richard, que seguíapensativo—. ¡Quizá! ¡Ja! Bueno, pues entoncesacabamos de trazar un círculo y hemos vuelto alo que decía yo al principio. Da lo mismo esoque cualquier otra cosa. ¡No está mal, de ver-dad! Vamos a hablar de otra cosa.

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Pero incluso Ada, pese a su expresión ena-morada —y si había parecido inocente y con-fiada la primera vez que la vi en medio deaquella memorable niebla de noviembre, cuan-to más lo parecía ahora, cuando ya conocía yolo inocente y confiada que era su alma—; inclu-so Ada, digo, negó con la cabeza y puso ungesto serio. Por eso me pareció una buena opor-tunidad de sugerir a Richard que si a veces erairresponsable por lo que a él mismo respectaba,yo estaba segura de que nunca querría ser unirresponsable para con Ada y que parte delafecto considerado que le tenía lo obligaba a noquitar importancia a una etapa que podía in-fluir en las vidas de ambos. Eso le hizo ponersecasi grave.

—Mi querida Madre Hubbard —dijo—. ¡Hasdado en el clavo! He pensado en eso varias ve-ces, y me he irritado mucho conmigo mismopor proponerme tantas cosas en serio y luego...no sé por qué... no me salen nunca. No sé quées lo que pasa. Es como si me faltara algo en lo

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que apoyarme. Ni siquiera tú puedes sabercuánto quiero a Ada (¡primita mía, te quierotanto! ), pero no puedo actuar con constancia enotras cosas. ¡Resulta todo tan difícil, y llevatanto tiempo! —dijo Richard con aire contraria-do.

—Quizá sea —le sugerí— porque no te gustalo que has escogido.

—¡Pobre chico! —dijo Ada—. ¡A mí, desdeluego, no me extraña!

No. De nada valía que yo intentara adoptarun aire severo. Volvía a intentarlo, pero ¿cómoiba yo a lograrlo ni cómo podía tener ningúnefecto aunque lo lograse cuando Ada le poníalas manos en los hombros y él contemplabaaquellos ojos azules tan tiernos, que le de-volvían la mirada?

—Ya ves, querida mía —dijo Richard mien-tras le acariciaba los rizos dorados una vez trasotra—; quizá he sido demasiado apresurado, oquizá es que he interpretado mal mis propiasinclinaciones. No parece que vayan en ese sen-

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tido. Pero no podía saberlo hasta intentarlo.Ahora de lo que se trata es de si merece la penadeshacer todo lo que ya se ha hecho. Parece quees armar demasiado jaleo por una nadería.

—Mi querido Richard —le pregunté—, ¿có-mo puedes decir que es una nadería?

—No es eso lo que quiero decir exactamente—me replicó—. Lo que quiero decir es que qui-zá sea una nadería porque quizá nunca mehaga falta.

Tanto Ada como yo le respondimos que nosólo era evidente que merecía la pena deshacerlo que ya estaba hecho, sino que era precisodeshacerlo. Después yo pregunté a Richard sihabía pensado en otra profesión que le convi-niera más.

—Bueno, mi querida señora Shipton —dijoRichard—. Vuelves a acertar. Sí que lo he pen-sado. He estado pensando que lo mío es el de-recho.

—¡El derecho! —repitió Ada como si la pa-labra le diera miedo.

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—Si entrase en el bufete de Kenge —explicóRichard—, y si Kenge me hiciera pasante suyo,podría mantenerme al tanto del (¡ejem!), delterreno vedado, y podría estudiarlo y dominar-lo, y convencerme de que no estaba descuida-do, y de que se llevaba correctamente. Podríaproteger los intereses de Ada y los míos (¡queson los mismos!), y podría dedicarme a estu-diar el Blackstone y esos asuntos con todas misfuerzas.

Yo no estaba en absoluto tan segura de ello,y advertí cómo su obsesión con las cosas inde-finidas que podrían salir de aquellas esperan-zas tanto tiempo frustradas hacía que a Ada sele ensombreciera el rostro. Pero creí que lo me-jor sería darle alientos en cualquier proyectoque requiriese un trabajo constante, y me limitéa advertirle que estuviera bien seguro de queahora verdaderamente estaba decidido.

—Mi querida Minerva —replicó Richard—,soy tan firme como tú. He cometido un error;todos podemos cometerlos; no voy a cometer

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más, y me voy a convertir en un abogado comohay pocos. Claro que eso será —añadió Ri-chard, volviendo a sumirse en dudas— si ver-daderamente merece la pena, después de todo,armar tanto jaleo por una nadería.

Esto nos llevó a nosotras a repetir, con todagravedad, todo lo que ya habíamos dicho antes,y a llegar otra vez a una conclusión muy pare-cida. Pero aconsejamos con tanta firmeza a Ri-chard que fuera franco y abierto con el señorJarndyce, y que no lo aplazara ni un minutomás, y él era de un talante tan opuesto a tododisimulo, que inmediatamente fue a buscarlo(llevándonos consigo) e hizo una confesióngeneral.

—Rick —dijo mi Tutor tras escucharlo aten-tamente—, podemos efectuar una retiradahonorable y es lo que vamos a hacer. Perohemos de actuar con cuidado (en aras de nues-tra prima, Rick, en aras de nuestra prima) parano volver a equivocarnos. Por tanto, en el asun-to de estudiar leyes debemos hacer una prueba

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completa antes de decidirnos. Vamos a estudiarel terreno con toda calma.

La energía de Richard era de un tipo tan im-paciente y errático que él hubiera preferido irinmediatamente a la oficina del señor Kenge einiciar su pasantía con él. Sin embargo, se so-metió de buen grado a la cautela que le había-mos demostrado era necesaria, y se contentócon quedarse con nosotros, muy animado ycharlando como si desde su más tierna infanciano hubiera tenido otra idea que la que ahora loposeía. Mi Tutor estuvo muy amable y cordialcon él, aunque un tanto grave, lo suficiente pa-ra que Ada, cuando se marchó Richard e íba-mos a subir a dormir, le dijera:

—Primo John, espero que Richard no te hayadejado mal impresionado.

—No, amor mío —fue la respuesta.—Porque era muy natural que Richard se

equivocara en algo tan difícil. No es nada raro.—No, no, amor mío —le dijo él—. No te

pongas triste.

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—¡No, no estoy triste, primo John! —dijoAda, con una sonrisa animada, mientras seguíaapoyándose con una mano en su hombro, don-de la había puesto al desearle las buenas no-ches—. Pero sí que me pondría un poquito tris-te si te hubieras quedado con una mala impre-sión de Richard.

—Hija mía —dijo el señor Jarndyce—. Notendría una mala impresión de él más que si tecausara la menor tristeza. E incluso entoncesestaría más dispuesto a reprochármelo a mímismo que al pobre Rick, pues fui yo quien osreunió. Pero basta, esto no es nada. Tiene mu-cho tiempo por delante y mucho camino porrecorrer. ¿Tener yo una mala impresión de él?¡No, mi querida prima! ¡Y seguro que tú tam-poco!

—Desde luego que no, primo John —dijoAda—. Y estoy segura de que no podría, niquerría, pensar mal de Richard aunque lo pen-sara todo el mundo, ¡y entonces es cuando loestimaría más que nunca!

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Lo dijo con tanta calma y sinceridad, con lasmanos apoyadas en los hombros del señorJarndyce (las dos ahora), y mirándolo a la cara,como si fuera la imagen misma de la Verdad.

—Creo —dijo mi Tutor, mirándola pensati-vo—, creo que debe de estar escrito en algunaparte que las virtudes de las madres recaeránalgunas veces sobre las hijas, igual que ocurrecon los pecados de los padres. Buenas noches,capullito de rosa. Buenas noches, mujercita.¡Que durmáis bien, y felices sueños!

Aquélla fue la primera vez que lo vi seguir aAda con la mirada, mientras una especie desombra nublaba su expresión benévola. Recor-dé bien cómo los había mirado a ella y a Ri-chard cuando Ada cantaba a la luz de la chi-menea; hacía poco tiempo que los había con-templado pasar por la sala en la que daba el sol,mientras ellos se dirigían hacia la sombra, peroahora su mirada había cambiado, e incluso laexpresión de confianza silenciosa en mí que

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ahora me volvía a dirigir no era tan esperanza-da ni tan tranquila como antes.

Aquella noche, Ada me hizo más elogios deRichard que jamás. Se quedó dormida con unapulserita, regalo de él, apretada en la mano. Meimaginé que estaría soñando con él cuando ledi un beso en la mejilla, una hora después deque se quedara dormida, y vi lo tranquila yfeliz que parecía sentirse.

Porque aquella noche yo me sentía tan pocoinclinada a dormir que me quedé bordando. Nomerecería la pena mencionarlo por sí mismo,pero me sentía desvelada y bastante baja deánimos. No sé por qué. Por lo menos, creo queno sé por qué. Por lo menos, quizá sí, pero nocreo que importe.

En todo caso, decidí ser tan enormementeindustriosa que no me quedara ni un momentolibre para sentirme baja de ánimos. Porque,naturalmente, me dije: «¡Esther! ¡Estás dema-siado baja de ánimos! ¡Tú!» Y, verdaderamente,ya era hora de que me lo dijera, porque... ¡Sí!

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Verdaderamente, me vi en el espejo, casi llo-rando. «¡Como si tuvieras algún motivo parasentirte desgraciada, corazón ingrato!», me dije.

Si hubiera podido forzarme a dormir, lohubiera hecho inmediatamente, pero como nolo lograba, saqué de mi cesto unos adornos pa-ra nuestra casa (me refiero a la Casa Desolada)que me tenían ocupada por aquel entonces, yme puse a ello con gran determinación. Enaquella labor había que contar todos los puntos,y resolví seguir en ello hasta que se me cayeranlos ojos, y después acostarme.

Pronto me encontré bien ocupada. Pero mehabía dejado un trozo de seda abajo, en el cajónde la mesa de trabajo del Gruñidero provisio-nal, y cuando hube de detenerme porque mefaltaba aquello, tomé la palmatoria y bajé ensilencio a buscarlo. Para gran sorpresa mía,cuando entré me encontré con que allí seguíami Tutor, sentado en contemplación de las bra-sas. Estaba perdido en sus pensamientos, conun libro olvidado a su lado, y con el pelo gris

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plateado todo revuelto encima de la frente, co-mo si se hubiera estado pasando la mano por élmientras pensaba en otra cosa, y con un gestode cansancio. Casi me asusté al encontrármelode manera tan inesperada, y me quedé inmóvilun momento; y me habría retirado sin decirnada de no haber sido porque, cuando él sevolvió a pasar la mano, distraído, por la cabeza,me vio y se sobresaltó.

—¡Esther!Le dije por qué había bajado.—¿Tan tarde trabajando, hija mía?—Trabajo tan tarde esta noche —le dije—

porque no podía quedarme dormida, y queríairme cansando. Pero, mi querido Tutor, tam-bién usted está levantado a esta hora tardía, yparece cansado. Espero que no tenga proble-mas que lo mantengan desvelado.

—No tengo ninguno, mujercita, que puedascomprender tú fácilmente —me respondió.

Hablaba con un tono de pesar que me resul-taba nuevo, de manera que me repetí para mis

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adentros, como si aquello me ayudara a com-prenderlo:

—¿Que pudiera yo comprender fácilmente?—Quédate un momento, Esther —me dijo—.

Estaba pensando también en ti.—Espero no ser yo el problema, Tutor.Hizo un gesto leve con la mano y recuperó

su tono acostumbrado. El cambio fue tan nota-ble, y pareció hacerlo a costa de tamaño domi-nio de sí mismo, que me encontré volviendo arepetir para mis adentros: «¡Nada que pudierayo comprender fácilmente!»

—Mujercita —dijo mi Tutor—. Estaba pen-sando (es decir, estoy pensando desde que vinea sentarme aquí) que deberías saber todo lo quesé yo de tu propia historia. Es muy poco. Casinada.

—Querido Tutor —repliqué—, cuando mehabló usted antes de ese tema...

—Pero desde entonces —me interrumpiógravemente, previendo lo que iba a decir yo—he reflexionado que una cosa es que no tengas

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nada que preguntarme y otra muy distinta queyo tenga algo que contarte, Esther. Quizá tengala obligación de impartirte lo poco que sé.

—Si lo cree usted, Tutor, es que así es.—Es lo que creo —me contestó con gran

amabilidad, suavidad y claridad—. Queridamía, eso es lo que creo ahora. Si tu posiciónpuede representar alguna desventaja a ojos decualquier hombre o mujer dignos de considera-ción, es justo que tú, por lo menos, más quenadie en el mundo, no lo exageres porque ten-gas una impresión vaga de lo que se trata.

Me senté y, tras un pequeño esfuerzo paratranquilizarme todo lo posible, dije:

—Uno de mis primeros recuerdos, Tutor, esel de estas palabras: «Tu madre, Esther, es tuvergüenza, igual que tú fuiste la suya. Ya llega-rá el momento (y muy pronto) en que lo com-prenderás mejor, y también en que lo com-prenderás, como sólo puede comprenderlo unamujer.»

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Al repetir aquellas palabras me tapé la cara,pero ahora retiré las manos con un tipo mejorde vergüenza, espero, y le dije que era a él aquien debía la dicha de que desde mi infanciahasta aquel momento jamás, jamás, jamás mehubiera vuelto a sentir así. Él levantó la manocomo para interrumpirme. Yo ya sabía que nole gustaba que le dieran las gracias por nada, yno dije nada más.

—Han pasado nueve años, querida mía —dijo, tras reflexionar un rato—, desde que recibíuna carta de una dama que vivía sola, escritacon una pasión y un vigor tan grandes que laconvertían en algo diferente de todas las cartasque había leído en mi vida. Me la había escritoa mí (según me decía en sus propias palabras)quizá porque formaba parte de la idiosincrasiade la autora el depositar en mí tanta confianza;quizá porque a mí me correspondía justificarla.Me hablaba de una niña, de una huérfana quetenía entonces doce años, con unas palabras tancrueles como las que persisten en tu recuerdo.

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Me decía que la autora la había criado en secre-to desde que nació, que había borrado todahuella de su existencia, y que si la autora moríaantes de que la niña llegara a ser mujer, queda-ría sin un solo amigo, sin un nombre, totalmen-te desconocida de todos. Me pedía que pensarasi en tal caso estaría yo dispuesto a terminar loque había empezado la autora.

Escuché en silencio y lo contemplé atenta-mente.

—Tu primer recuerdo, querida mía, te retro-traerá al medio sombrío en el cual se contem-plaba todo esto y en el que lo expresaba la au-tora, así como la deformación religiosa que lenublaba el cerebro con la impresión de que eranecesario que una criatura expiara una contra-vención de la que era totalmente inocente. Mepreocupó aquella criatura, su vida sombría, yrepliqué a la carta.

Le tomé la mano, y se la besé.—La carta me emplazaba a no tratar jamás

de ver a su autora, que llevaba largo tiempo

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alejada de toda relación con el mundo, peroque estaba dispuesta a ver a un agente confi-dencial si yo designaba a alguien para que des-empeñara esa función. Acredité al señor Kenge.La dama decía, por su propia voluntad, y noporque él se lo preguntara, que llevaba un nom-bre supuesto. Que, de suponer que hubiera vín-culos de sangre en el caso, ella sería la tía de lacriatura. Que no revelaría más que eso jamás (ypersuadí al señor Kenge de la firmeza de su re-solución) por nada del mundo. Ahora, queridamía, ya te he dicho todo lo que sé.

Le retuve la mano un rato en la mía.—Vi a mi pupila más a menudo que ella a mí

—añadió en tono animado, quitándole impor-tancia—, y siempre me enteré de que era objetode cariño, hacendosa y feliz. Me lo paga veintemil veces, y veinte veces más en cada hora deldía.

—¡Y más veces todavía —dije yo— bendiceella al Tutor que es un padre para ella!

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Al decir yo la palabra padre, vi que volvía aagriársele el gesto. Lo dominó, igual que habíahecho antes, y aquello desapareció en un instan-te, pero había aparecido, y de manera tan inme-diata al oír mis palabras, que me dio la sensaciónde haberlo turbado. Volví a repetirme para misadentros: «¡Que pudiera yo comprender fácil-mente! ¡Nada que pudiera yo comprender fá-cilmente!» No, era verdad que no lo compren-día. Tardaría mucho en comprenderlo.

—Te deseo paternalmente las buenas noches,hija mía —me dijo con un beso en la frente—;debes irte a dormir. Es demasiado tarde paraestar trabajando y pensando. ¡Ya te pasas el díatrabajando y pensando por todos nosotros, mipequeña ama de llaves!

Aquella noche no trabajé ni pensé más. Abrími corazón agradecido al Cielo para darle lasgracias por su Providencia y sus cuidados paraconmigo, y me dormí.

Al día siguiente tuvimos un visitante. Vino avernos el señor Allan Woodcourt. Venía a des-

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pedirse, como había convenido anteriormente.Iba a viajar a la China y la India en calidad decirujano en un barco. Estaría ausente mucho,muchísimo tiempo.

Creo (mejor dicho, sé) que no era rico. Sumadre se había gastado todos sus posibles endarle una carrera. Ésta no resultaba lucrativapara un médico joven, con muy pocas influen-cias en Londres, y aunque se pasaba el día y lanoche al servicio de innumerables pobres, y lostrataba con gran amabilidad y destreza, eso lerepresentaba muy poco en términos de dinero.Tenía siete años más que yo. No sé por qué lomenciono, porque no parece que tenga ningunaimportancia.

Creo (quiero decir que nos dijo) que llevabatres o cuatro años ejerciendo la profesión, y sihubiera podido tener esperanzas de aguantartres o cuatro más, no haría el viaje para el quese había enrolado. Pero no tenía fortuna ni me-dios propios, de manera que se marchaba.Había venido a vernos varias veces. A nosotros

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nos parecía una pena que se tuviera que mar-char. Porque se había distinguido en su ocupa-ción entre los expertos en ella, y algunas de lasprincipales lumbreras de la profesión lo teníanen gran estima.

Cuando vino a despedirse, trajo a su madrea vernos por primera vez. Era una ancianaatractiva, de ojos negros muy brillantes, peroparecía orgullosa. Era de Gales, y hacía muchotiempo había habido en su familia un antepa-sado ilustre, llamado Morgan ap-Kerrig, de unsitio llamado algo así como Gimlet, que era lapersona más ilustre que jamás hubiera existido,y todos cuyos parientes formaban una especiede Familia Real. Parecía haberse pasado la vidaen el monte, combatiendo contra alguien, y unBardo con un nombre que sonaba algo así comoCrumlinwallinwer había cantado sus loas, en

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una obra que se llamaba, en la medida en quepude entenderlo, Mewlinnwillinwodd51

La señora Woodcourt, tras explayarse acercade la fama de su gran antepasado, dijo que, sinduda, cuando su hijo Allan se fuera, recordaríasu linaje, y bajo ningún pretexto formaría unaalianza por debajo de su condición. Le dijo queen la India había muchas damas inglesas degran hermosura que iban allí en busca de parti-do, y que algunas de ellas verdaderamente te-nían fortuna, pero que para el descendiente deun linaje tan ilustre no bastaba con la belleza nila riqueza, si no eran de alta cuna, lo cual debíaser siempre la primera consideración. Hablótanto de la buena cuna, que por un momentosupuse, aunque me dolía..., ¡pero qué suposi-

51 Aquí Dickens imita burlonamente los com-plicados nombres y topónimos galeses, igual quehiciera Cervantes con la supuesta habla de los viz-caínos en el cap. VIII del «Quijote». Ap-Kerrig (o ap-cerrig) significa «Hijo de la Piedra»

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ción más tonta la de suponer que pudiera pre-ocuparse de cuál era la mía; ni pensar en ello!

El señor Woodcourt parecía sentirse un tan-to nervioso ante tanta garrulidad, pero era de-masiado educado para dejarlo traslucir, y logródelicadamente desviar la conversación de mo-do que pudiera expresar agradecimiento a miTutor por su hospitalidad y por las horas tanfelices —fue él quien dijo lo de las horas tanfelices— que había pasado en nuestra compa-ñía. Dijo que su recuerdo lo acompañaría adondequiera que fuese, y siempre lo atesoraría.Así que, uno tras otro, le dimos la mano —porlo menos es lo que hicieron los demás—, y yotambién, y él llevó los labios a la mano de Ada,así como a la mía, y se marchó a su largo, lar-guísimo viaje.

Estuve todo el día ocupadísima, y escribíinstrucciones a los sirvientes de nuestra casa, ynotas para mi Tutor, y le saqué el polvo a suslibros y papeles, y di muchas vueltas a mi ma-nojo de llaves, primero en un sentido y después

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en otro. Al atardecer todavía seguía ocupada, yme hallaba cantando y trabajando junto a laventana cuando ¡quién iba a aparecer, sinoCaddy, a quien no esperaba ver en absoluto!

—¡Pero Caddy, cariño —exclamé—, qué flo-res tan bonitas!

Llevaba en la mano un ramillete exquisito.—La verdad es que a mí también me lo pa-

recen, Esther —replicó Caddy—. Son las másbonitas que he visto en mi vida.

—¿Te las ha dado Prince, querida mía? —pregunté con un susurro.

—No —respondió Caddy moviendo la cabe-za y dándomelas a oler—. No ha sido Prince.

—¡Bueno, Caddy! —dije—. ¡No me digasque tienes dos enamorados!

—¿Cómo? ¿Eso es lo que te parecen? —preguntó Caddy.

—¿Que si es eso lo que me parecen? —repetí, dándole un pellizco en la mejilla.

Caddy se limitó a responderme con una son-risa y a decirme que había venido a pasar me-

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dia hora, al final de la cual estaría Prince espe-rándola en la esquina, y se quedó charlandocon Ada y conmigo junto a la ventana; de vezen cuando me volvía a pasar las flores, o me lasprobaba a ver qué tal me sentaban cuando melas ponía en el pelo. Por fin, cuando iba a mar-charse, me llevó a mi habitación y me las pusoen el vestido.

—¿Para mí? —dije, sorprendida.—Para ti —dijo Caddy, dándome un beso—.

Las ha dejado Alguien.—¿Dejado?—En casa de la pobre señorita Flite —dijo

Caddy—. Alguien que se ha portado muy biencon ella, que se marchó hace media hora a to-mar un barco, y que dejó estas flores. ¡No, no!No te las quites. ¡Déjalas ahí, son tan bonitas! —añadió Caddy, ajustándolas con mano cuidado-sa—, porque yo estaba presente, ¡y no me ex-trañaría que Alguien las dejara adrede!

—¿Es lo que parecen? —preguntó Ada, quellegó risueña a mis espaldas y me tomó alegre-

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mente por la cintura—. ¡Ah, desde luego que sí,señora Durden! Eso es exactamente lo que pa-recen. ¡Desde luego que sí, cariño!

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CAPITULO 18

Lady Dedlock

No resultó tan fácil como había parecido enun principio lograrle una pasantía a Richard enel bufete del señor Kenge. El principal impedi-mento era el propio Richard. En cuanto recibióautorización para marcharse de casa del señorBadger cuando quisiera, empezó a dudar siverdaderamente quería marcharse en absoluto.Decía que, la verdad, no lo sabía. No era unamala profesión; no podía afirmar que le des-agradara, quizá le gustara tanto como cualquierotra; ¡podría probar otra oportunidad! Trasdecir eso, se encerró unas semanas con unoscuantos libros y unos cuantos huesos, y parecióadquirir a gran velocidad un fondo considera-ble de información. Aquel fervor, que le duróun mes, pronto se le pasó, y cuando ya se habíaenfriado totalmente, empezó a calentarse otra

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vez. Sus vacilaciones entre el Derecho y la Me-dicina duraron tanto tiempo que llegó San Juanantes de que se separase del señor Badger einiciara sus estudios experimentales en el bufe-te de los señores Kenge y Carboy. Pese a susvacilaciones, se envanecía de estar decidido aactuar en serio «esta vez». Y estaba siempre detan buen humor, y tan animado, y tan cariñosocon Ada, que verdaderamente resultaba difícilno alegrarse por él.

—En cuanto al señor Jarndyce —que, dichosea de paso, durante todo este período conside-raba que el viento soplaba invariablemente deLevante—; en cuanto al señor Jarndyce —medecía Richard—, ¡es la persona mejor del mun-do, Esther! Debo preocuparme especialmente,aunque sólo sea por él, de trabajar mucho yacabar de una vez con este asunto.

Su idea de lo que era trabajar mucho, ex-presada con aquellas risas y aquel tono des-preocupado, y con la suposición de que podíadedicarse a cualquier cosa sin detenerse en

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ninguna, era digna de risa por lo anómala. Sinembargo, en otros momentos nos decía queestaba trabajando tanto que temía le fueran asalir canas. Su forma de acabar de una vez conel asunto consistió (como ya he dicho) en irseal bufete del señor Kenge hacia San Juan, a versi le gustaba.

Durante todo aquel tiempo, su comporta-miento en las cuestiones relacionadas con eldinero era tal como ya lo he descrito en otraocasión: generoso, profuso, totalmente des-preocupado, pero estaba plenamente persua-dido de que actuaba de forma calculadora yprudente. Una vez dije a Ada en su presencia,medio en broma medio en serio, cuando élestaba a punto de irse con el señor Kenge, quehubiera necesitado la bolsa de Fortunato52 da-

52 Alusión a un relato alemán del siglo XV, re-fundido en versión dramática por Thomas Dekker en1600, con el título de El Anciano Fortunato. Se con-taba de éste que tenía una escarcela mágica de la

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da la forma en que trataba el dinero, a lo cualrespondió él:

—¡Primita querida, escucha a esta vieja!¿Por qué lo dice? Porque hace unos días paguéocho libras y pico (o lo que fuera) por un cha-leco y unos botones nuevos. Pero si hubieraseguido con Badger, me hubiera visto obliga-do a gastar doce libras de golpe en pagar lasmatrículas de las clases. ¡De manera que asíme gano cuatro libras, y de golpe, en una solatransacción!

Algo de lo que hablaban mucho él y mi Tu-tor era de las disposiciones que se habían deadoptar para que Richard viviera en Londresmientras experimentaba con el Derecho, pueshacía ya mucho tiempo que habíamos vuelto ala Casa Desolada, y ésta estaba demasiadolejos para que Richard pudiera venir más deuna vez por semana. Mi Tutor me dijo que si

que podía sacar diez monedas de oro cada vez, sinque el contenido se agotara jamás

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Richard se quedaba con el señor Kenge, podíatomar una casita o un apartamento, dondetambién nosotros podríamos pasar unos díasde vez en cuando. «Pero, mujercita», añadía,frotándose la cabeza de manera muy significa-tiva, «¡todavía no se ha asentado allí!». Lasconversaciones terminaron cuando le alquila-mos por meses un pequeño y agradable aloja-miento amueblado en una casa vieja y tran-quila cerca de Queen Square. Inmediatamentese empezó a gastar todo el dinero que tenía encomprar los adornos y los lujos más extrava-gantes para ese alojamiento, y cada vez queAda y yo lo disuadíamos de comprar algo quetenía en perspectiva y que era especialmenteinnecesario y caro, se anotaba a su crédito loque le hubiera costado, y argumentaba que elgastar menos en cualquier otra cosa significabaque se había ahorrado la diferencia.

Mientras se iban tomando esas disposicio-nes, se aplazó nuestra visita al señor Boythorn.Por fin, cuando Richard tomó posesión de su

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alojamiento, no quedaba nada que impidieranuestra marcha. Dada la época del año, hubierapodido venir él también con nosotros, peroestaba gozando plenamente de la novedad desu nueva situación, y haciendo los esfuerzosmás enérgicos por desentrañar los misterios delpleito fatal. Por consiguiente, nos fuimos sin él,y mi tesoro estaba encantada de poder elogiarlopor hallarse tan ocupado.

Hicimos un viaje agradable en coche hastaLincolnshire, y gozamos de la agradable com-pañía del señor Skimpole. Según parecía, se lehabía llevado todos los muebles un personajeque se los había embargado el día del cumplea-ños de su hija, la de los ojos azules, pero él pa-recía sentirse aliviado con la desaparición detodo aquello. Decía que las sillas y las mesaseran objetos aburridos, ideas monótonas, queno tenían variedad en su expresión, que lo mi-raban a uno con hosquedad y a las que unomiraba con hosquedad. ¡Cuánto más agradable,pues, era no estar vinculado por unas sillas y

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unas mesas concretas, y, por el contrario, volarcomo una mariposa entre todos los muebles dealquiler, pasar del palo de rosa a la caoba, y dela caoba al nogal, y de tal forma a cual otra,según de qué humor estuviera uno!

—Lo raro del caso —dijo el señor Skimpole,con un sentido agudizado del ridículo— es quemis sillas y mis mesas no estaban pagadas, ysin embargo mi casero se las lleva con la mayortranquilidad del mundo. ¡A mí eso me parecede lo más divertido! Tiene algo de grotesco. Elque me vendió las sillas y las mesas nunca secomprometió a pagarle la renta a mi casero.¿Por qué va mi casero a pelearse con él? Si ten-go en la nariz un grano que resulta desagra-dable a la extraña idea de la belleza que tengami casero, éste no tiene por qué ponerse a apre-tarle la nariz al que me ha vendido las sillas ylas mesas, porque él no es el que tiene el grano.¡Me parece un razonamiento defectuoso!

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—Bueno —dijo mi Tutor bienhumorado—,es evidente que quien saliera fiador de esassillas y mesas, tendrá que pagarlas.

—¡Exactamente! —replicó el señor Skimpo-le—. ¡Ése es el máximo absurdo de todo esteasunto! Ya le he dicho a mi casero: «Amigomío, ¿no comprende usted que mi excelenteamigo Jarndyce tendrá que pagar todo lo que seestá usted llevando de manera tan poco delica-da? ¿No tiene usted ningún respeto por su pro-piedad?» Pues no tuvo ninguno.

—Y rechazó todas tus propuestas —dijo miTutor.

—Rechazó todas mis propuestas —respondió el señor Skimpole—. Le hice pro-puestas de negocios. Le hice entrar en mi habi-tación y le dije: «Usted es un hombre de nego-cios, ¿no?» Replicó: «Eso es.» «Muy bien», ledije, «pues hablemos de negocios.» Aquí tieneusted un tintero, plumas y papel y lacres. ¿Quéquiere? Ocupo su casa desde hace un tiempoconsiderable, creo que con satisfacción mutua

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hasta que surgió este desagradable malenten-dido; seamos amigos y, al mismo tiempo, prác-ticos. ¿Qué quiere usted?» En respuesta, hizouso de una figura de dicción (que creo debe deproceder del Oriente) en el sentido de que nun-ca había visto qué color tenía mi dinero. «Miquerido amigo», le dije, «yo nunca tengo dine-ro. No sé nada de dinero». «Bien, señor mío»,me dijo, «¿qué me ofrece usted si le doy mástiempo?» «Amigo mío», le dije, «no tengo niidea del tiempo, pero usted dice que es hombrede negocios, y yo estoy dispuesto a hacer lo queme sugiera usted que se haga tal y como sehace en los negocios, con pluma, tinta, papel ylacres. No se lucre usted a expensas de otro (locual sería una bobada) y, por el contrario, actúecomo hombre de negocios!» Pero no quiso ac-tuar así, y ahí acabó todo.

Si bien el infantilismo del señor Skimpole

presentaba algunas inconveniencias, también

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tenía algunas ventajas. Durante el viaje estuvo

de buen apetito para todo lo que encontramos

(comprendido un cesto de excelentes meloco-

tones de invernadero), pero nunca se le ocurrió

pagar nada. Por ejemplo, cuando vino el coche-

ro a cobrar el recorrido, le preguntó amable-

mente qué suma consideraría adecuada —o

incluso generosa—, y cuando le replicó que

media corona por pasajero, dijo que no era de-

masiado, después de todo, y dejó que el señor

Jarndyce le diera el dinero.

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Hacía un tiempo delicioso. ¡El trigo verdeondulaba de forma tan bonita, las alondras can-taban con tanta alegría, los setos estaban tanllenos de flores silvestres, los árboles estabantan poblados, los campos de hortalizas llenabanel aire de una fragancia tan suave cuando elviento soplaba sobre ellos! A media tarde lle-gamos a la ciudad de mercado donde teníamosque apearnos: un pueblecito tranquilo con uncampanario, una plaza de mercado, un cruceroy una calle muy soleada, y un estanque en elcual se refrescaba las patas un caballo viejo, yunos cuantos hombres recostados o en pie, to-dos con aspecto somnoliento bajo las pocassombras que había. Tras el susurro de las hojasy el roce del trigo por el camino, aquello pare-cía el pueblo más callado, más caluroso y másinmóvil que se pudiera encontrar en toda Ingla-terra.

Al llegar a la posada, nos encontramos conel señor Boythorn, que nos esperaba a caballo,

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junto a un coche descubierto, para llevarnos asu casa, que estaba a unas millas de distancia.

—¡Santo cielo! —exclamó, tras saludarnoscortésmente—. Esta diligencia es horrible. Es elejemplo más flagrante de vehículo públicoabominable que jamás haya afeado la faz de latierra. Esta tarde llega con veinticinco minutosde retraso. ¡Habría que decapitar al cochero!

—¿De verdad que llegamos con retraso? —preguntó el señor Skimpole, a quien se estabadirigiendo—. Ya sabe usted que yo esas cosas...

—¡Veinticinco minutos! ¡Veintiséis minutos!—replicó el señor Boythorn mirando su reloj—.¡Con dos damas en su coche y este bribón haretrasado deliberadamente la llegada veintiséisminutos. ¡Deliberadamente! ¡Es imposible quesea por casualidad! Pero ya su padre (y su tío)eran los cocheros más sinvergüenzas que jamáshayan blandido un látigo.

Mientras decía todo aquello con tono de lamayor indignación, nos iba introduciendo en el

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pequeño faetón con suma delicadeza, lleno desonrisas y de amabilidad.

—Lamento, señoritas —continuó diciendo,sombrero en mano junto a la portezuela del co-che cuando todo estuvo dispuesto—, vermeobligado a hacerles dar un rodeo de dos millas.Pero el camino recto pasa por el parque de SirLeicester Dedlock, y he jurado no pisar jamás, yque una caballería mía no pisará jamás, las pro-piedades de ese individuo mientras dure el ac-tual estado de relaciones entre nosotros, ¡mien-tras me quede un soplo de vida!

Y entonces, al tropezar su mirada con la demi Tutor, estalló en una de sus enormes carcaja-das, que pareció conmover incluso aquel pue-blecito adormilado.

—Entonces, ¿están aquí los Dedlock, Lawren-ce? —preguntó mi Tutor cuando nos pusimos enmarcha, con el señor Boythorn trotando a nues-tro lado por el verde césped de la cuneta.

—Aquí está Sir Arrogante el Necio —replicóel señor Boythorn—. ¡ja, ja, ja! Aquí está Sir

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Arrogante, y celebro decir que está en cama.Milady —y al hablar de ella siempre hacía ungesto de cortesía, como si deseara especialmen-te excluirla de toda participación en la dispu-ta— ha de llegar un día de estos, según creo.No me sorprende en absoluto que retrase sullegada todo lo posible. Qué es lo que puedehaber inducido a una mujer tan trascendente acasarse con ese figurón, con esa caricatura debaronet, es uno de los misterios más impene-trables que jamás hayan intrigado la curiosidadhumana. ¡Ja, ja, ja!

—Supongo —dijo mi Tutor, riéndose— quenosotros sí podemos pisar el parque durantenuestra estancia, ¿verdad? ¿No se extenderá anosotros la prohibición?

—Yo no puedo imponer prohibición algunaa mis invitados —dijo Boythorn, inclinando lacabeza en dirección a Ada y a mí, con aquellacortesía sonriente que le era tan característica—, salvo la de que se marchen de mi casa. Lo úni-co que lamento es no tener el placer de acom-

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pañaron por Chesney Wold, que es un lugarhermosísimo. Pero te aseguro por la luz de estedía de verano, Jarndyce, que si vas a visitar alpropietario mientras estás en mi casa, es proba-ble que te reciba más que fríamente. Se compor-ta siempre como un reloj de pared, como si per-teneciera a una raza de esos relojes de pared decajas magníficas que jamás funcionan ni van afuncionar, ¡ja, ja, ja! ¡Pero te aseguro que mástieso estaría todavía con los amigos de su ami-go y vecino Boythorn!

—No lo someteré a tamaña prueba —dijo miTutor—. Estoy seguro de que me interesa tanpoco a mí conocerlo como a él conocerme a mí.Me basta y me sobra con ver el parque, y quizála parte de la casa que pueda ver cualquier tu-rista.

—¡Bueno! —exclamó el señor Boythorn—.Pues me alegro. Es lo más correcto. Por aquí meconsideran como si fuera un segundo Ayax quedesafía al rayo. ¡Ja, ja, ja! Cuando voy a nuestraiglesita, los domingos, una parte considerable

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de la poco considerable congregación esperaverme caer, calcinado y reducido a cenizas so-bre las losas, debido a mi enemistad con Ded-lock. ¡Ja, ja, ja! Y no me cabe duda de que a él lesorprende que no ocurra precisamente eso.¡Porque juro por el Cielo que es el asno másautosatisfecho, más fatuo, más vanidoso y mástonto que he visto en mi vida!

Cuando llegamos a la cresta de la loma quehabíamos estado subiendo, nuestro amigo nospudo indicar Chesney Wold, lo cual desvió suatención del propietario de la finca.

Era una casa antigua y pintoresca, situada enmedio de un magnífico parque con muchosárboles. Entre éstos, y no lejos de la residencia,nos indicó el campanario de la iglesita de la quenos había hablado. ¡Ah, qué hermosos eranaquellos bosques solemnes entre los cuales sedesplazaban fugaces luces y sombras, como siunas alas celestiales los recorrieran en cumpli-miento de misiones benignas en medio del airedel verano! ¡Qué ondulaciones tan verdes y

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blandas; qué agua tan centelleante; qué jardín,en el que las flores estaban ordenadas con tantasimetría en racimos de brillantes colores! Lamansión, con sus buhardillas y chimeneas, consus torres y torretas, con su pórtico oscuro y suamplio paseo en la terraza, entre cuyas balaus-tradas se retorcían frondosos rosales, que iban areposar en jarrones; apenas si parecía real en suairosa solidez y en medio del silencio sereno yapacible que la circundaba. Sobre todo, a Ada ya mí nos pareció que aquel silencio era lo másimpresionante. Todo: casa, jardín, terraza, ver-des praderas, agua, viejos robles, helechos,musgo, más bosque y a lo lejos en los claros dela perspectiva, hasta el horizonte que yacía antenosotros con un brillo púrpura; todo parecíairradiar un reposo imperturbable.

Cuando llegamos al pueblecito y pasamosjunto a una pequeña posada con el letrero delas Armas de Dedlock balanceándose en la fa-chada, el señor Boythorn cambió un saludo conun joven caballero sentado en un banco junto a

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la puerta de la posada, a cuyos pies había artesde pesca.

—Es el hijo del ama de llaves; se llamaRouncewell —nos informó—, y está enamoradode una chica muy guapa que trabaja en la man-sión. Lady Dedlock se ha aficionado a la mu-chachita y va a quedársela en calidad de donce-lla personal, honor que a mi joven amigo no leagrada en absoluto. Pero todavía no puede ca-sarse, aunque su capullo de Rosa quisiera, demanera que tiene que aguantarse. Entre tanto,viene por aquí bastante a menudo, y se pasauno o dos días... pescando. ¡Ja, ja, ja!

—¿Está comprometido con esa muchachatan guapa, señor Boythorn? —preguntó Ada.

—Mi querida señorita Clare —le respon-dió—, creo que quizá se entiendan, pero estoyseguro de que pronto los verá usted, y en esotendrá que ser usted quien me informe a mí aese respecto, y no al revés.

Ada se sonrojó, y el señor Boythorn, que senos adelantó trotando en su bonito caballo tor-

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do, desmontó a su propia puerta y cuando lle-gamos ya estaba dispuesto, sombrero en unamano y alargándonos la otra, a darnos la bien-venida.

Vivía en una casa muy bonita, que anterior-mente había sido la vicaría de la iglesia, conuna pradera delante, un jardín lleno de hermo-sas flores a un lado y un huerto y una arboledamuy poblados en la trasera, todo ello circun-dado por una cerca venerable, teñida de la pá-tina que imprimen los años. Pero, de hecho, allítodo daba la impresión de solidez y abundan-cia. El paseo bordeado de tilos era como unclaustro verde, y hasta las sombras de los cere-zos y los manzanos estaban llenas de fruta, losgroselleros estaban tan cargados que sus ramasse inclinaban para descansar en tierra, las fresasy las moras crecían en igual profusión, y en lacerca se veían melocotones a centenares. Entrelas redes tendidas y entre los marcos de cristalque brillaban y centelleaban al sol, se veíantales montones de guisantes, calabacines y pe-

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pinos, que cada pie de tierra parecía un tesorode verdura, y el aroma de las hierbas de olor ytodo género de sana vegetación (por no decirnada de los prados circundantes, donde se es-taba recogiendo el heno) hacía que todo el aireoliese como un ramillete. En el ordenado inte-rior de la vieja cerca reinaban tal orden y com-postura, que incluso las plumas que colgabanen guirnaldas para espantar a los pájaros ape-nas se movían, y la cerca tenía una influenciatan propicia, que donde todavía aparecía, acá oacullá, una punta o un trapo, resultaba fácilimaginar53 que habían ido madurando con elpaso de las estaciones, y que se habían ido oxi-dando y destiñendo conforme al destino comúnde todas las cosas.

53 Frase que varía según las diferentes edi-ciones. Para unos dice «it was easy to fan-cy»=«resultaba fácil imaginar». Para otros, el textocorregido por Dickens debería decir «ratherthan»=«en lugar de que hubieran ido». Hemos se-guido la edición de N. Page (Londres, 1983).

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Aunque la casa estaba un poco desordenadaen comparación con el huerto, era una casamuy antigua, con bancos en la chimenea de lacocina, de suelo enladrillado y grandes vigas enel techo. A un lado estaba la terrible parcela delpleito, donde el señor Boythorn mantenía cons-tantemente un centinela vestido con un guar-dapolvos, que en caso de agresión estaba en-cargado de tañer inmediatamente una grancampana que había puesto allí con ese fin, qui-tarle la cadena a un gran bulldog establecido enuna perrera para que lo ayudara y, en general,causar la destrucción del enemigo. No satisfe-cho con aquellas precauciones, el propio señorBoythorn había compuesto y colocado, en unatabla en la cual figuraba su nombre inscrito engrandes caracteres: «Cuidado con el perro. Esmuy feroz. Lawrence Boythorn.» «El trabucoestá cargado de posta gruesa. Lawrence Boyt-horn.» «Hay trampas y armas de muelle carga-das que disparan a todas las horas del día y dela noche. Lawrence Boythorn.» «Atención. A

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toda persona o personas que tengan la impru-dencia de entrar en esta propiedad se les apli-cará todo el rigor de la ley. Lawrence Boyt-horn.» Nos lo enseñó todo desde su salón,mientras su pájaro le saltaba por la cabeza y élse reía: «¡Ja, ja, ja!», y con tanto vigor al señalarcada letrero, que verdaderamente temí que lepasara algo.

—Pero ¿no se está usted tomando una mo-lestia excesiva cuando no lo dice usted en abso-luto en serio? —preguntó el señor Skimpole consu tono despreocupado de costumbre.

—¡Que no lo digo en serio! —respondió elseñor Boythorn, con ira incontenible—. ¡Que nolo digo en serio! Si hubiera sabido educarlo, mehabría comprado un león, en lugar de ese pe-rro, y se lo hubiera echado encima al primerladrón intolerable que osara infringir mis dere-chos. ¡Que venga Sir Leicester aquí a decidir lacuestión en singular combate, y me enfrentaré aél con cualquier arma por hombre conocida encualquier época o país! ¡No digo más!

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El día en que llegamos a su casa era sábado.El domingo por la mañana fuimos todos a pie ala iglesita del parque. Al entrar en el parque,casi al lado de la parcela en disputa, segui-mos—un sendero muy agradable, que iba ser-penteando entre el verde césped y aquellosárboles tan hermosos, hasta llegar al pórtico dela iglesia.

Los feligreses eran muy pocos, y todos rústi-cos, con la excepción de un gran complementode criados de la Mansión, algunos de los cualesya estaban en sus bancos, mientras seguíanllegando otros. Había algunos lacayos de porteimponente, y un modelo perfecto de viejo co-chero, que parecía un representante oficial detodas las pompas y vanidades que jamás sehubieran desplazado en su vehículo. Habíabuen número de muchachas jóvenes, y sobretodas ellas reinaba la faz anciana y hermosa y lafigura imponente y responsable del ama dellaves. La agraciada chica de la que nos habíahablado el señor Boythorn estaba a su lado. Era

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tan guapa que yo podría haber sabido que eraella por su belleza, aunque no me hubiera dadocuenta de la conciencia ruborosa que tenía ellade las miradas del joven pescador, a quien des-cubrí a escasa distancia. Una cara, y no de lasagradables, aunque era de facciones correctas,parecía vigilar maliciosamente a la muchachaagraciada, y de hecho a todo y a todos los pre-sentes. Era la de una francesa.

Como seguía tañendo la campana y todavíano habían llegado las personas de respeto, tuvetiempo de contemplar la iglesia, que olía a tie-rra como una tumba, y de reflexionar qué igle-sita tan sombría, antigua y solemne era ésta.Las ventanas, bajo la sombra de los árboles,dejaban pasar una luz tamizada que bañaba depalidez las caras que me rodeaban, dejaba en lasombra las viejas placas de bronce del suelo ylos monumentos gastados por el tiempo y lahumedad, y hacía que la luz del sol en el pórti-co, donde un campanero seguía tañendo conmonotonía, pareciese en verdad deslumbrante.

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Pero un movimiento en aquella dirección, unaexpresión de respeto reverencial en las caras delos rústicos y la adopción entre despreocupaday feroz por parte del señor Boythorn de estardecidido a no darse cuenta de la presencia dealguien me advirtieron de que iban a llegar laspersonas de respeto, y de que iba a comenzar elservicio.

«No juzgues a tu siervo, oh, Señor, pues atus ojos...»54 .

¿Lograré olvidar jamás cómo se me puso apalpitar el corazón, ante la mirada con la quetropecé cuando me puse en pie? ¿Olvidaré ja-más la forma en que aquellos ojos hermosos yorgullosos parecieron salir de su languidez yapoderarse de los míos? No duró más que unmomento, hasta que volví a bajar la vista, libe-rada una vez más, si puedo decirlo, a mi librode oraciones, pero en aquel brevísimo espacio

54 Comienzo del Salmo CXLIII, 2 del Libro deOraciones Comunes de la Iglesia Anglicana

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de tiempo llegué a conocer perfectamente aquelbello rostro.

Y lo que es más extraño, en mi interior seagitó algo, relacionado con los días de soledaden casa de mi madrina; sí, incluso con los díasen que me ponía de puntillas para vestirmeante mi espejito, después de vestir a mi Muñe-ca. Y esto ocurrió aunque jamás en mi vidahabía visto antes la cara de aquella dama; deeso estaba segura, absolutamente segura.

Resultaba fácil deducir que el caballero ce-remonioso, gotoso, de pelo cano, único queocupaba con ella su gran reclinatorio, era SirLeicester Dedlock, y que la dama era LadyDedlock. Pero lo que no podía yo concebir erapor qué la cara de ella me resultaba, de formaconfusa, como un espejo roto en el que veíatrozos de viejos recuerdos, ni por qué me sentíayo tan agitada y turbada (porque así me seguíasintiendo) por haber tropezado casualmentecon su mirada.

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Comprendí que era una debilidad absurdapor mi parte, y traté de superarla escuchando loque decía el himno. Después, curiosamente, mepareció que lo oía decir en la voz de mi madri-na, y no en la del predicador. Aquello me hizopreguntarme si la cara de Lady Dedlock se pa-recía por casualidad a la de mi madrina. Quizáse pareciera, aunque fuera muy poco, pero laexpresión era tan diferente, y la firme decisiónque estaba tan severamente grabada en el ros-tro de mi madrina, igual que las rocas estángrabadas por los elementos, estaba tan ausentedel que tenía ante mí, que no podía ser aquelparecido lo que me había llamado la atención.Además, yo no había visto una faz tan altiva ydesdeñosa como la de Lady Dedlock en nadie.Y, sin embargo, yo..., yo, la pequeña EstherSummerson, la niña que tenía una vida diferen-te de las demás, cuyo cumpleaños no festejabanadie, parecía surgir ante mis propios ojos,vuelta a traer del pasado por un poder que pa-recía estar en posesión de aquella señora tan

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distinguida, que no sólo no podía imaginarmehaber visto jamás, sino que sabía perfectamenteno haber visto hasta aquel momento.

Tanto temblé al verme sumida en aquellaagitación inexplicable, que me sentí conscienteincluso de sentirme apurada ante la observa-ción de que me hacía objeto la doncella france-sa, aunque sabía que ésta había estado mirandoconstantemente por acá, por allá y por todaspartes, desde el momento en que entró en laiglesia. Poco a poco, aunque muy gradualmen-te, acabé por superar aquella extraña emoción.Al cabo de un largo rato volví a mirar en direc-ción de Lady Dedlock. Era mientras estabanpreparándose para cantar, antes del sermón.Ella no me miraba en absoluto, y a mí me dejóde palpitar el corazón. Tampoco volvió a pal-pitarme al cabo de un momento, cuando sevolvió una o dos veces a mirarnos por los im-pertinentes a Ada y a mí.

Una vez concluido el servicio, Sir Leicesterofreció el brazo con mucha elegancia y galante-

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ría a Lady Dedlock (aunque él mismo tenía queayudarse con un bastón para andar), y laacompañó fuera de la iglesia hasta llegar alcoche, tirado por ponies, en el que habían lle-gado. Entonces se dispersaron los criados, y lomismo hizo la congregación, a quien Sir Leices-ter había estado contemplando todo el tiempo(comentó el señor Skimpole con infinito regoci-jo del señor Boythorn) como si fuera un granterrateniente del cielo.

—¡Eso es lo que se cree! —exclamó el señorBoythorn—. Está convencido de ello. ¡Y lomismo se creían su padre, y su abuelo, y subisabuelo!

—¿Sabe usted una cosa? —continuó dicien-do el señor Skimpole, inesperadamente, al se-ñor Boythorn—. A mí me resulta agradable vera gente así.

—¡Agradable! —exclamó el señor Boythorn.

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—Digamos que quiere ponerse paternalista

conmigo —continuó el señor Skimpole—.

¡Magnífico! A mí no me importaría.

—A mí sí —objetó el señor Boythorn congran vigor.

—¿De verdad? —replicó el señor Skimpoleen su tono bienhumorado—. Pero eso es moles-tarse por nada. ¿Y por qué molestarse? Yo mecontento con recibir las cosas que se me dan,igual que un niño, según me llegan. ¡Y nuncame molesto por nada! Por ejemplo, llego aquí yme encuentro con un gran potentado que meexige rendirle homenaje. ¡Muy bien! Le digo:«Gran potentado, éste es mi homenaje! Es másfácil rendirlo que negarlo. Aquí lo tiene. Si tieneusted algo de género agradable que mostrarme,celebraré mucho contemplarlo; si tiene ustedalgo de género agradable que darme, celebrarémucho recibirlo.» El gran potentado replica, de

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hecho: «Éste es un tipo sensato. Considero queme permite hacer bien la digestión y no mealtera el sistema biliar. No me impone la obli-gación de ponerme como un erizo y estar siem-pre con las espinas de punta. Me expansiono,me abro, muestro al exterior mi lado de plata,como la nube de Milton55 lo cual resultaba másagradable para ambos.» Así es cómo veo yoestas cosas, hablando como un niño.

—Pero supongamos que mañana va usted aotra parte —dijo el señor Boythorn— donde seencuentra con un tipo que sea todo lo contrariode éste... O de aquél... ¿Qué hace usted enton-ces?

—¿Que qué hago? —preguntó el señorSkimpole, con aire de la mayor candidez y sin-ceridad—. ¡Exactamente lo mismo! Diría: «Miestimado Boythorn», por personificar en usted

55 En Comus, de Milton, los versos 223 y 224dicen: (¿Me engaño?), o ha una nube de sable [en elsentido heráldico] / Mostrando a la noche su lado deplata?»

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a nuestro imaginario amigo; «Mi estimadoBoythorn, ¿objeta usted al gran potentado?Muy bien. Yo también. Yo entiendo que el pa-pel que me corresponde en el sistema social esel de ser agradable; entiendo que el papel quecorresponde a todos en el sistema social es el deser agradables. En resumen, se trata de un sis-tema de armonía. Por lo tanto, si usted objeta,yo objeto. ¡Y ahora, mi excelente Boythorn, pa-semos a cenar! »

—Pero el excelente Boythorn podría decir —respondió nuestro anfitrión, que estaba infla-mándose y enrojeciendo— que me...

—Entiendo —dijo el señor Skimpole—. Esoes lo más probable.

—... ¡sí, vamos a cenar! —exclamó el señorBoythorn, con un estallido violento, y dete-niéndose a dar un golpe con el bastón en elsuelo—. Y probablemente añadiría: «¿Es que yano existen principios, señor Harold Skimpole? »

—A lo cual, como sabe usted, Harold Skim-pole respondería —contestó éste, de lo más

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risueño y con la más alegre de las sonrisas—:«¡Por vida mía que no tengo la menor idea! Nosé a qué se refiere usted con esos términos, nidónde se hallan, ni quién los posee. Si es ustedquien posee esas cosas, y le parece agradable,me alegro mucho y lo felicito de todo corazón.Pero yo no sé nada de eso, se lo aseguro, puesno soy más que un niño, y no quiero poseerlos,ni aspiro a ellos!» De manera que ya ve usted,mi excelente Boythorn, que después de todoestoy listo para ir a cenar.

Aquél no fue sino uno de tantos pequeñosdiálogos entre ellos, que yo siempre esperabaque terminasen, y oso decir que en otras cir-cunstancias hubieran terminado en una explo-sión violenta por parte de nuestro anfitrión.Pero éste tenía un sentido tan elevado de suposición y su responsabilidad como anfitriónnuestro, y mi Tutor se reía tan sinceramentecon y de nuestro señor Skimpole, como si fueraun niño que se pasara el día haciendo pompasde jabón y reventándolas, que las cosas nunca

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pasaron a mayores. El señor Skimpole, quesiempre parecía perfectamente inconsciente deque pisaba terreno delicado, se ponía entoncesa empezar un dibujo del parque, que nunca ter-minaba, o a tocar fragmentos de arias en el pia-no, o a cantar fragmentos de canciones, o setumbaba boca arriba debajo de un árbol y mi-raba al cielo..., lo que, según decía, no podíapor menos de pensar que era para lo que habíanacido, tan bien le sentaba.

—A mí me encantan la empresa y el esfuer-zo —nos decía (recostado de espaldas)—. Creoque soy un auténtico cosmopolita. Me parecencosas magníficas. Me recuesto en un sitio som-breado, como éste, y pienso en los espíritusaventureros que van al Polo Norte, o que pene-tran en el corazón de la Zona Tórrida, y losadmiro. Las gentes mercenarias se preguntan:«¿De qué sirve que vaya alguien al Polo Norte?¿Qué utilidad tiene?» Yo no lo sé, pero en lamedida en que pueda yo saberlo quizá vaya allí(aunque no lo sepa) con objeto de darme qué

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pensar mientras yo estoy aquí recostado. To-memos un caso extremo. Tomemos el caso delos esclavos de las plantaciones de los EstadosUnidos. Estoy seguro de que los hacen trabajarmucho. Estoy seguro de que en general no lesgusta. Estoy seguro de que básicamente su exis-tencia es desagradable, pero a mí me pueblan elpaisaje, le infunden poesía, y quizá sea ése unode los aspectos más agradables de su existencia.Tengo plena conciencia de ello y no me extra-ñaría nada que así fuera.

Yo siempre me preguntaba en aquellas oca-siones si alguna vez pensaba en la señoraSkimpole y sus hijas, y cómo las enfocaba des-de su punto de vista cosmopolita. Que yo pu-diera ver, apenas si figuraban en su vida.

Pasó la semana hasta el domingo siguienteal de aquellas palpitaciones de mi corazón en laiglesia, y todos los días habían sido tan claros, yel cielo había estado tan azul, que había resul-tado de lo más delicioso el vagabundear por losbosques y ver cómo se filtraba la luz entre las

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hojas transparentes y brillaba en las hermosassombras entrelazadas de los árboles, mientraslas aves trinaban sus canciones y el aire sestea-ba con el zumbido de los insectos. Teníamos unpunto predilecto, lleno de musgo y de hojas delaño pasado, donde había algunos árboles caí-dos que ya habían perdido toda la corteza. Sen-tados en medio de ellos contemplábamos unpanorama verde lleno de miles de columnasnaturales, los troncos blanqueados de los ár-boles, en una perspectiva distante que resultabaradiante por su contraste con la sombra en laque nos hallábamos nosotros, y preciosa por ellugar abovedado desde el que la veíamos, comoun atisbo de la tierra prometida. Un sábadoestábamos allí sentados el señor Jarndyce, Aday yo, hasta que oímos el murmullo del trueno alo lejos, y sentimos que caían grandes gotas delluvia entre las hojas.

Toda la semana había hecho un tiempo muybochornoso, pero la tormenta llegó de formatan inesperada (al menos para nosotros, en

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aquel refugio natural) que antes de que pudié-ramos llegar al límite del bosque eran cons-tantes los truenos y los relámpagos, y la lluviacaía torrencial entre las hojas, igual que si cadagota fuera un gran perdigón de plomo. Comono era momento de quedarse entre los árboles,salimos corriendo del bosque y subimos y ba-jamos por los escalones cubiertos de musgo quecruzaban la valla de la plantación como dosescaleras de anchos pasos, la una de espaldas ala otra, y nos dirigimos al pabellón de uno delos guardabosques, que estaba allí cerca.Habíamos observado muchas veces la bellezasombría de aquel pabellón que se erguía enmedio de una profunda arboleda sombría, ycómo lo rodeaba la hiedra, y que allí cercahabía una profunda hondonada, donde una vezhabíamos visto cómo el perro del guardabos-ques se hundía entre los helechos como si éstosfueran agua.

El interior del pabellón estaba tan oscuro,ahora que se había nublado el cielo, que no

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vimos claramente más que al hombre que vinoa la puerta cuando nos refugiamos allí y nossacó dos sillas, una para Ada y otra para mí.Las ventanas de rejilla estaban abiertas de paren par, y nos quedamos sentados justo al ladode la puerta, contemplando la tormenta. Eramagnífico ver cómo se levantaba el viento, quedoblaba los árboles e impulsaba a la lluvia antesí, como una nube de humo, y escuchar el true-no solemne, y ver los relámpagos, y mientraspensábamos reverentes en las enormes fuerzasque dominaban nuestras vidas, en lo benéficasque son, y cómo en la más pequeña de las floresy de las hojas existía ya una frescura derivadade aquella cólera aparente, que parecía comouna nueva Creación.

—¿No resulta peligroso sentarse en un sitiotan descubierto?

—¡Oh, no, Esthercita! —dijo Ada pausada-mente.

Ada se dirigía a mí, pero yo no había dichonada.

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Volví a sentir palpitaciones. Nunca había oí-do aquella voz, igual que nunca había vistoaquella cara, pero me afectó del mismo modoextraño. Una vez más, en un momento, surgie-ron en mi mente innumerables imágenes de mímisma.

Lady Dedlock había ido a refugiarse en elpabellón, antes de que llegáramos nosotros, yacababa de surgir de la oscuridad de su inter-ior. Estaba detrás de mi silla, con la mano apo-yada en el respaldo. Vi que tenía la mano pues-ta cerca de mi hombro cuando volví la cabeza.

—¿Te he asustado? —preguntó.No. No era un susto. ¡Por qué iba yo a asus-

tarme!—Creo —dijo Lady Dedlock a mi Tutor —

que tengo el gusto de hablar con el señor Jarn-dyce.

—El que usted me recuerde me honra másde lo que hubiera podido yo suponer, LadyDedlock —replicó él.

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—Lo reconocí a usted en la iglesia el domin-go. Lamento que estos pleitos locales de SirLeicester (aunque creo que no son culpa suya)hayan hecho que resultara absurdamente difícilsaludarlo a usted allí.

—Conozco las circunstancias —contestó miTutor con una sonrisa—, y me considero per-fectamente saludado.

Ella le había dado la mano con aquel aire in-diferente que parecía habitual en ella, y le habíahablado con un tono igual de indiferente, aun-que con voz muy agradable. Tenía tanta pres-tancia como belleza, y estaba perfectamentecontrolada; me pareció que tenía aspecto depoder atraer e interesar a cualquiera, si ellaquería. El guardabosques le trajo una silla y sesentó en medio del porche y entre nosotras dos.

—¿Está ya colocado el joven caballero acercadel cual escribió usted a Sir Leicester y cuyosdeseos tanto lamentó Sir Leicester no podersatisfacer por su parte? —preguntó a mi Tutorpor encima del hombro.

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—Eso espero —le respondió.Ella parecía respetarlo, e incluso desear

agradarlo. Dentro de la altivez de su estilo,había algo en ella que cautivaba, e iba adqui-riendo aires de más confianza (iba a decir demás sosiego, pero eso no podía ser) a medidaque le seguía hablando por encima del hombro.

—¿Supongo que ésta es su otra pupila, la se-ñorita Clare?

El señor Jarndyce presentó debidamente aAda.

—Va usted a perder el aspecto desinteresadode su carácter quijotesco —dijo Lady Dedlockal señor Jarndyce— si no deshace usted másque los entuertos de unas bellezas así. Peropresénteme también a esta señorita —dijo vol-viéndose hacia mí.

—Quien de verdad es pupila mía es la seño-rita Summerson —dijo el señor Jarndyce—. Ensu caso no soy responsable ante el Lord Canci-ller.

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—¿Ha perdido la señorita Summerson aambos padres? —preguntó Milady.

—Sí.—Pues ha tenido suerte en cuanto a su Tu-

tor—.Lady Dedlock me contempló, y yo a ella, y le

dije que, efectivamente, había tenido muchasuerte. Inmediatamente me volvió la espalda,casi con una expresión de desprecio o de des-agrado, y volvió a hablar con el señor Jarndycepor encima del hombro:

—Hace siglos que no nos vemos, señor Jarn-dyce.

—Mucho tiempo. Al menos me parecía quehacía mucho tiempo hasta que la vi a usted eldomingo pasado.

—¡Vaya, también usted actúa como un cor-tesano, al menos ante mí! —dijo ella con uncierto desdén— Supongo que me merezco esareputación.

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—Se ha elevado usted tanto, Lady Dedlock—dijo mi Tutor—, que oso decir que eso tam-bién comporta cierta carga. Pero no ante mí.

—¡Tanto! —repitió ella con una risita—. ¡Sí!Con aquel aire suyo de superioridad, de po-

der y de fascinación y de yo no sé qué, parecíaconsiderarnos a Ada y a mí como si no fuéra-mos más que unas niñas. De manera que alreírse levemente y sentarse después mirando lalluvia estaba en control tan completo de símisma, y tan libre de dedicarse a sus propiospensamientos, como si hubiera estado sola.

—Creo que conoció usted a mi hermana,cuando coincidimos en el extranjero, mejor quea mí —dijo volviendo a mirarlo.

—Sí, es que nos veíamos más a menudo —replicó él.

—Seguíamos cada una nuestro camino —dijo Lady Dedlock—, y teníamos pocas cosas encomún incluso antes de que nos pusiéramos deacuerdo en seguir cada una por el suyo. Su-

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pongo que es de lamentar, pero era inevitable.¿La volvió usted a ver después de entonces?

El señor Jarndyce negó con la cabeza.—¿Nunca volvió a verla?—Nunca.—Pero, ¿sabrá usted, sin duda, que ha muer-

to?—Sí —respondió él—. Lo sé desde hace al-

gún tiempo. Vivía tan alejada de todo que meenteré por pura casualidad.

Lady Dedlock volvió a quedarse contem-plando la lluvia. Pronto empezó a amainar latormenta. Escampó mucho la lluvia, cesaron losrelámpagos, el trueno se fue alejando entre loscerros más distantes, y empezó a brillar el solsobre las hojas húmedas y en medio de la llu-via. Mientras estábamos allí sentados, en silen-cio, vimos llegar un faetón tirado por ponies abuen paso.

—Vuelve el mensajero, Milady —dijo elguardabosques—, con el carruaje.

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Cuando se acercó éste vimos que en su inter-ior había dos personas. Quien primero descen-dió, con capas y chales, fue la francesa a la queya había visto yo en la iglesia, y después aque-lla chica tan guapa; la francesa con aire desa-fiante, la chica guapa confusa y titubeante.

—¿Qué pasa? —preguntó Milady—. ¿Venísdos?

—Por ahora, Milady, yo soy su doncella —dijo la francesa—. El mensaje decía que vinierasu doncella.

—Yo temí que se refiriese usted a mí, Milady—dijo la muchacha guapa.

—Me refería a ti, hija —replicó pausadamen-te su señora—. Ponme ese chal.

Agachó ligeramente los hombros para reci-birlo, y la muchachita se lo colocó cuidadosa-mente. La señora no hizo caso de la francesa,que se quedó mirando y apretando los labios.

—Lamento —dijo Lady Dedlock al señorJarndyce— que probablemente no podamosreanudar nuestra antigua amistad. Permítame

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usted que vuelva a enviar el carruaje a buscar asus dos pupilas. Regresará inmediatamente.

Pero como él no quiso en absoluto aceptar elofrecimiento, Milady se despidió cortésmentede Ada —no de mí— y, apoyando una mano enel brazo que él le ofreció, se metió en el carrua-je, que era pequeño y con toldo.

—Ven, hija —dijo a la muchacha guapa—.Voy a necesitarte. ¡Vamos!

El carruaje se fue alejando, y la francesa, conlos chales que había traído todavía en el brazo,se quedó de pie en el mismo sitio en el que sehabía apeado.

Supongo que no hay nada tan insoportablepara el Orgullo como el Orgullo mismo, y quese vio castigada por su actitud imperiosa. Surepresalia fue la más singular que hubiera po-dido imaginarme yo. Se quedó perfectamenteinmóvil hasta que el carruaje se metió en el ca-mino y después, sin descomponer en absolutoel gesto, se quitó los zapatos, los tiró al suelo yse fue andando lentamente en la misma direc-

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ción, por la parte más húmeda de la mojadahierba.

—¿Está loca esa muchacha? —preguntó miTutor.

—¡Ah, no, señor! —replicó el guardabos-ques, que la miraba junto con su mujer—. Hor-tense no está nada loca. Tiene la chola tan cuer-da como el que más. Pero es mortalmente orgu-llosa y apasionada, terriblemente orgullosa yapasionada, y como ya la han despedido y hanpuesto a otra por encima de ella no está nadacontenta.

—Pero ¿por qué echarse a andar descalzapor todos esos charcos? —preguntó mi Tutor.

—Verdaderamente, señor; ¡cómo no sea paraque se le pase el acaloramiento...! —dijo elhombre.

—O que se crea que en lugar de agua essangre —apostilló la mujer—. Yo creo que legustaría mojarse los pies de sangre, cuando aella se le sube a la cabeza.

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Poco después pasábamos nosotros a pocadistancia de la Mansión. Con lo pacífica quenos pareció cuando la habíamos visto por pri-mera vez, ahora lo parecía todavía más, con unhalo de diamantes en todo su derredor, el soplode una leve brisa, los pájaros que ya habíanabandonado su silencio y ahora cantaban contodas sus fuerzas, todo ello refrescado por lalluvia reciente, y el pequeño carruaje brillante ala puerta, como el coche de un hada hecho deplata. Entre tanto, Mademoiselle Hortense, des-calza, avanzaba por entre la hierba húmeda,tiesa y en silencio, hacia la Mansión, ella tam-bién como una figura pacífica en aquel paisaje.

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CAPITULO 19

Hay que circular

Son vacaciones de verano en las regiones deChancery Lane. Las buenas naves del Derechoy la Equidad, esos clippers de teca con quillade cobre, remaches de hierro y superficies debronce, que no son los más rápidos del mundoprecisamente, están fondeados en conserva. ElHolandés Errante, con una tripulación de clien-tes fantasmales que imploran a todo el queencuentran que mire sus papeles, está de mo-mento a la deriva. El cielo sabe dónde. Todoslos tribunales están cerrados; las oficinas pú-blicas yacen sumidas en un sueño caliente; elpropio Westminster Hall se halla sumido enuna soledad sombría, en la que podrían cantarlos ruiseñores y por la que se pasean unos pre-tendientes más solícitos de los que se suelenhallar en los pleitos.

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El Temple, Chancery Lane, Serjeant's Inn yLincoln's Inn hasta los Campos son como lospuertos durante la marea baja, donde los pro-cedimientos embarrancados, las oficinas an-cladas, los pasantes inactivos que descansanen taburetes alabeados que no recuperarán laperpendicular hasta que penetre la corrientedel nuevo curso, están en el dique seco mien-tras duren las vacaciones de verano. Hay vein-tenas de puertas de las salas de los juzgadosque están cerradas, los mensajes y los paquetesse han de dejar en portería, donde se amonto-nan los cestos de papeles. Entre las grietas dela acera de piedra de Lincoln's Inn Hall po-drían crecer praderas enteras de hierba, si nofuera porque los mozos de cuerda, que no tie-nen que hacer más que matar el tiempo mien-tras se sientan allí a tomar la sombra, con losdelantales blancos subidos por encima de la ca-beza para que no los ataquen las moscas, laarrancan y la mascan pensativos.

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En toda la ciudad no queda más que un Ma-gistrado, e incluso éste no viene a las salas delos tribunales más que dos veces por semana.¡Si lo pudiera ver la gente de las pequeñas ciu-dades que recorre en su circuito judicial! Ahorano lleva peluca blanca, ni túnica roja, ni pieles,ni va rodeado de maceros, ni de portadores dela vara de la justicia. No se trata más que de uncaballero bien rasurado, con pantalones blancosy un sombrero blanco, cuyo judicial rostro estábronceado de la playa, cuya judicial nariz estápelada por los rayos del sol, que visita la ma-risquería camino de su trabajo y se bebe unacerveza de jengibre bien fría.

Los abogados de Inglaterra están repartidospor toda la faz de la Tierra. La cuestión no escómo se puede pasar Inglaterra durante cuatrolargos meses de verano sin su Colegio de Abo-gados, que, según todos reconocen, es su refu-gio en la adversidad y su triunfo definitivo enla prosperidad; el hecho es que en estos mo-mentos el escudo y la coraza de Britannia se

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hallan ausentes. El docto caballero que siemprese indigna tanto ante la ofensa sin precedentescometida contra su cliente por la parte contra-ria, de modo que no parece probable que puedajamás recuperarse de la ofensa, lo está pasandomucho mejor en Suiza de lo que cabría esperar.El docto caballero que tanto se indigna y queabruma a todos sus adversarios con su sarcas-mo sombrío lo está pasando magníficamente enun balneario francés. El docto caballero quederrama litros de lágrimas a la menor provoca-ción lleva seis semanas sin derramar una lá-grima. El doctísimo caballero que acaba de re-frescar el calor natural de su tez rubicunda enlas fuentes y los manantiales del derecho, hastaconvertirse en un especialista de las argumen-taciones más intrincadas durante los períodosde sesiones de los tribunales, cuando plantea alos magistrados adormilados tecnicismos jurí-dicos ininteligibles para los no iniciados y tam-bién para la mayor parte de los sí iniciados,vagabundea por Constantinopla, lógicamente

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encantado con la aridez y el polvo. Otros frag-mentos dispersos del mismo gran paladión sepueden encontrar en los canales de Venecia, enla segunda catarata del Nilo, en los balneariosde Alemania, y repartidos por las playas detoda la costa inglesa. Apenas si se puede encon-trar a uno de ellos en la región desierta deChancery Lane. Si hoy alguno de esos miem-bros solitarios del Colegio de Abogados vaga-bundea por ese desierto y cae sobre un plei-teante que merodea por allí, que no puedeabandonar el escenario de su ansiedad, el unose asusta del otro, y cada uno se retira a unpunto distinto a tomar la sombra.

Son las vacaciones de verano más calurosasque se han visto desde hace años. Todos losjóvenes pasantes están locamente enamoradosy, según las categorías que les corresponden,aspiran a la felicidad con el objetó de su amoren Margate, Ramsgate o Gravesend. Todos lospasantes de mediana edad piensan que susfamilias son demasiado numerosas. Todos los

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perros sin dueño que vagabundean por los Innsof Court y jadean por las escaleras y otros luga-res secos; en busca de agua, dan breves ladri-dos de desesperación. En las calles, los perrosde todos los ciegos llevan a sus amos hacia lasbombas de agua, o los hacen tropezar con loscubos que hay al lado de éstas. Las tiendas quetienen un toldo y han regado la acera y tienenuna pecera con pececillos de colores constitu-yen santuarios. En Temple Bar hace tanto calorque, al estar al lado del Strand y de Fleet, actúacomo la llama piloto de un calentador, y losmantiene hirviendo toda la noche.

Hay oficinas en torno a los Inns of Court enlas que podría uno refrescarse, si mereciera lapena comprar el fresco a costa de un precio tanelevado en aburrimiento, pero las callejuelasque están inmediatamente al lado de esos reti-ros parecen arder. En la plazoleta del señorKrook hace tanto calor que las gentes vacíansus casas y sacan las sillas a la calle, entre ellasel señor Krook, que prosigue allí sus estudios,

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con su gata (que nunca tiene demasiado calor)al lado. En las Armas del Sol se han suspendidolas reuniones filarmónicas por lo que resta detemporada, y Little Swills está ocupado en losJardines Pastorales, río abajo, donde actúa connúmeros muy inocentes y canta cuplés cómicosde talante juvenil, ideados (como dice el pros-pecto) para no herir ni los sentimientos másdelicados. Sobre todo el barrio jurídico se cier-nen, como un gran velo de herrumbre, o unatela de araña gigantesca, el ocio y la melancolíade las vacaciones de verano. El señor Snagsby,papelero de los tribunales de Cook's Court,Cursitor Street, padece bajo esta influencia; nosólo mentalmente, como persona sensible ycontemplativa, sino también en su empresa depapelería ya mencionada. Durante las vacacio-nes de verano tiene más tiempo para reflexio-nar en Staple Inn y en Rolls Yard que en ningu-na otra temporada, y dice a los dos aprendiceslo raro que resulta cuando hace tanto calor re-

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cordar que vive uno en una isla, con el marondulante y caprichoso por todas partes.

Guster está ocupada en la salita, porque estatarde de las vacaciones de verano el señor y laseñora Snagsby esperan visitas. Los invitados alos que se espera son más selectos que numero-sos, pues se trata de los señores de Chadband, ynadie más. Por la tendencia del señor Chad-band a calificarse a sí mismo de navío56 tantoverbalmente como por escrito, hay desconoci-dos que a veces lo toman por alguien relacio-nado con la navegación, pero en realidad, comoél mismo dice, trabaja «en la cura de almas». Elseñor Chadband no pertenece a ninguna confe-sión religiosa determinada, y sus detractoresconsideran que no tiene nada tan notable quedecir acerca de tan importantísimo tema comopara sentirse constantemente obligado a de-cirlo, pero él tiene sus seguidores, y entre ellos

56 Juego con la palabra «vessel»=«bajel, na-vío», y también «vaso o receptáculo» en el sentidobíblico. Véase San Pedro, I, 3, 7

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figura la señora Snagsby. Ésta ha tomado hacepoco un billete en el navío Chadband, y suatención se vio atraída hacia ese bergantín detres palos cuando se sentía un poco acaloradapor la canícula.

—A mi mujercita —dice el señor Snagsby alos gorriones de Staple Inn— le gusta tener lascosas de la religión bien claras.

De manera que Guster, muy impresionadapor considerarse momentáneamente doncellade Chadband, del cual sabe que tiene el don deexplayarse cuatro horas seguidas, prepara lasalita para el té. Sacude y desempolva todos losmuebles, retoca los retratos del señor y la seño-ra Snagsby con un paño húmedo, pone el mejorservicio de té en la mesa, y hay grandes provi-siones de pan reciente y bien cortado, roscasfrágiles, mantequilla nueva y fresca, lonchasfinas de jamón, lengua y salchichas alemanas,así como filas delicadas de anchoas yacentes enun lecho de perejil, por no mencionar huevosrecién puestos, que llegarán envueltos en una

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servilleta caliente, y tostadas calientes con man-tequilla. Porque Chadband es un navío queconsume mucho: sus detractores afirman que setraga el combustible, y maneja con notable des-treza armas carnales como el cuchillo y el tene-dor.

El señor Snagsby, ataviado con sus galas dedomingo, contempla todos los preparativoscuando han quedado terminados, y con su to-secilla tímida, tapándose la boca con una mano,pregunta a la señora Snagsby:

—¿A qué hora esperabas al señor y la señoraChadband, amor mío?

—A las seis —responde la señora Snagsby.El señor Snagsby dice con tono suave y co-

mo de pasada que «ya son más».—A lo mejor quieres empezar sin ellos —

observa reprobadora la señora Snagsby.Da la sensación de que eso sería precisamen-

te lo que querría hacer el señor Snagsby, perose limita a decir con otro carraspeo manso:

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—No, cariño mío, no. Me limitaba sencilla-mente a señalar la hora que es.

—¿Y qué es el tiempo —dice la señoraSnagsby— en comparación con la eternidad?

—Muy cierto, cariño —dice el señor Snags-by—. Sólo que cuando uno prepara las cosasdel té lo suele hacer (quizá) pensando un pocoen la hora. Y cuando se da una hora para el té,lo mejor es ser puntual.

—¡Ser puntual! —repite severamente la se-ñora Snagsby—. ¡Ser puntual! ¡Como si el señorChadband fuera una diligencia!

—En absoluto, cariño —dice el señor Snags-by.

Llega Guster, que estaba mirando por laventana del dormitorio, deslizándose tamba-leante por la escalerilla como si fuera un fan-tasma, y al arribar sofocada a la salita anunciaque el señor y la señora Chadband han apare-cido en la plazoleta. Como inmediatamentedespués suena la campanilla de la puerta delpasaje, la señora Snagsby la conmina, so pena

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de devolución inmediata a su santo patrón, aque no omita la ceremonia de anunciar a losvisitantes. Con los nervios (que antes estabanen la mejor de las formas) totalmente descom-puestos por esta amenaza, mutila tan fe-rozmente sus nombres que anuncia al «señor yla señora Chatplan, o bueno, como sea, ¡eso!», yse retira compungida de su presencia.

El señor Chadband es un hombretón de tezamarillenta, que siempre está sonriente y tieneel aspecto general de llevar gran cantidad degrasa de ballena en el cuerpo57. La señoraChadband es una mujer severa, de aspecto gra-ve, silenciosa. El señor Chadband se desplazaen silencio y lentamente, como si fuera un osoal que han enseñado a andar en dos patas. Pa-rece que no sabe qué hacer con los brazos, co-mo si le molestaran y prefiriese andar a cuatropatas; suda mucho por la cabeza, y nunca habla

57 La grasa de ballena se utilizaba mucho pa-ra el alumbrado doméstico, y era bastante maloliente

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sin antes alzar una manaza, como si diera a susoyentes una garantía de que va a edificarlos.

—Amigos míos —dice el señor Chadband—;¡que sea la paz sobre esta casa! ¡Sobre su señory su señora, sobre sus doncellas y sus donceles!Amigos míos, ¿por qué os deseo la paz? ¿Quées la paz? ¿Es la guerra? No. ¿Es el enfrenta-miento? No. ¿Es algo maravilloso, amable,hermoso, agradable, sereno y alegre? ¡Ah, sí!Por eso, amigos míos, les deseo la paz a ustedesy a los suyos.

Como la señora Snagsby parece profunda-mente edificada, el señor Snagsby consideraque en general más vale decir amén, lo cual leprocura el beneplácito de todos los presentes.

—Y ahora, amigos míos —continúa diciendoel señor Chadband—, dado que me he referidoa este tema...

Aparece Guster. La señora Snagsby, con unaespectral voz de bajo, y sin apartar la vista deChadband, dice con una claridad ominosa:

—¡Largo de aquí!

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—Y ahora, amigos míos —dice Chadband—,dado que me he referido a este tema, que men-ciono con la mayor humildad...

Inexplicablemente, se oye que Guster mur-mura: «Milsetecientosochentaydós».

La voz espectral repite con más solemnidad: —¡Largo de aquí!—Ahora, amigos míos —dice el señor Chad-

band—, vamos a preguntar, animados por unespíritu de amor...

Pero Guster reitera:—Milsetecientosochentaydós.El señor Chadband hace una pausa, con la

resignación de quien está acostumbrado a serobjeto de todo género de ataques, y bajandolánguidamente la barbilla para lanzar una son-risa exclama:

—¡Oigamos lo que dice la doncella! ¡Habla,doncella! ,

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—Milsetecientosochentaydós, con su permi-so, señor, que quiere saber por qué le ha dao unchelín58 —dice Guster jadeante. .

—¿Por qué? —replica la señora Chadband—. ¡Para pagarle!

Guster responde:—Insiste en que son un chelín y ocho peni-

ques, o que si no va a llamar a la bofia.La señora Snagsby y la señora Chadband

empiezan a dar gritos de indignación, cuandoel señor Chadband silencia el tumulto levan-tando la mano:

—Amigos míos —dice—, recuerdo que ayerdejé sin cumplir una obligación. Es justo quepor ello pague penitencia. No tengo por quémurmurar. ¡Rachael, paga los ocho peniques!

Mientras la señora Snagsby da un respingo ymira fijamente al señor Snagsby, como paradecirle: «¡Escucha a este Apóstol!», y mientras

58 Los cocheros llevaban siempre un númerode placa, precedente de las modernas matrículas

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el señor Chadband irradia humildad y grasa deballena, la señora Chadband paga la suma. Elseñor Chadband tiene la costumbre (que dehecho constituye la más evidente de sus pre-tensiones) de llevar esta especie de libro decuentas de las menores partidas, y de exhibirlopúblicamente en las ocasiones más triviales.

—Amigos míos —se explaya el señor Chad-band—, ocho peniques no es demasiado; igualhubiera podido ser un chelín con cuatro peni-ques; igual hubiera podido ser media corona.¡Mostremos alegría, alegría! ¡Sí, mostremosalegría!

Y con esta observación, que tal como suenaparecería ser una cita poética, el señor Chad-band se acerca a la mesa y, antes de tomarasiento, levanta la mano en señal de admoni-ción y entona:

—Amigos míos, ¿qué es lo que contem-plamos expuesto aquí ante nosotros? Un re-frigerio. Pero ¿es que necesitamos un refrige-rio, amigos míos? Sí. Porque no somos sino

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seres mortales, porque no somos sino pecado-res, porque no pertenecemos sino al polvo,porque no estamos hechos de aire. ¿Podemosvolar, amigos míos? No podemos. ¿Por quéno podemos volar, amigos míos?

El señor Snagsby supone que puede acer-tar a este último respecto y se aventura a ob-servar con tono animado, como de personabien informada:

—Porque no tenemos alas. —Pero inme-diatamente su esposa le frunce el ceño.

—Lo que pregunto, amigos míos —continúa diciendo el señor Chadband, querechaza y aniquila totalmente la sugerenciadel señor Snagsby—, es: ¿por qué no pode-mos volar? ¿Es porque estamos hechos paraandar por tierra? Lo es. ¿Podríamos andar,amigos míos, si no tuviéramos fuerzas? Nopodríamos. ¿Qué podríamos hacer sin fuer-zas, amigos míos? Nuestras piernas se nega-rían a soportarnos, se nos doblarían los tobi-llos, y caeríamos en tierra. Y entonces, amigos

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míos, —¿de dónde derivaríamos la fuerza quenecesitan nuestras extremidades? ¿La ex-traemos —pregunta el señor Chadband,echando una ojeada a la mesa— del pan ensus diversas formas, de la mantequilla que sehace con la leche que nos da la vaca, de loshuevos que ponen las aves, del jamón, de lalengua, de las salchichas y demás? Así es.¡Entonces, degustemos las cosas tan agrada-bles que tenemos ante nosotros!

Los detractores negaban que la forma en laque el señor Chadband amontonaba verbo-rreicamente aquellas series escalonadas, unaencima de la otra, de aquella manera, revelaseningún tipo de don. Pero no cabe admitir esosino como una prueba de la determinación deaquéllos de perseguirlo, ya que debe ser evi-dente a todos que el estilo retórico de Chad-band goza de gran predicamento y admira-ción.

Sin embargo, el señor Chadband, que haconcluido por el momento, se sienta a la mesa

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del señor Snagsby y se pone a engullir prodi-giosamente. La conversión de los alimentosen una grasa de la calidad ya mencionadaparece constituir un proceso tan inseparablede la constitución de este navío ejemplar quecuando comienza a comer y beber cabe decirde él que se convierte en una considerablerefinería de productos grasos o en cualquierotro tipo de instalación para la producción deese artículo al por mayor. En esta velada delas vacaciones de verano, en Cook's Court, deCursitor Street, funciona de manera tan vorazque cuando cesa su actividad es como si yatuviera los depósitos a tope.

En aquel momento de la visita, Guster, quetodavía no se ha recuperado de su primer tro-piezo, pero que no ha desperdiciado ningúnmedio posible ni imposible de atraer las críticassobre la casa y sobre su propia persona —entrecuyos medios cabe enumerar brevemente suinterpretación de una música militar sobre lacabeza del señor Chadband con unos platos, y

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después el haber coronado al mismo caballerocon una bandeja de bollos—, en ese momentode la visita, decimos, Guster susurra al señorSnagsby que ha venido alguien a verlo.

—Y como, por no andar con circunloquios,hago falta en la tienda —dice el señor Snagsbylevantándose—, espero que nuestra distinguidacompañía me excuse un momento.

El señor Snagsby baja y se encuentra a losdos aprendices contemplando fijamente a unagente de la policía, que lleva agarrado del bra-zo a un muchacho harapiento.

—¡Válgame Dios! —dice el señor Snagsby—.¿Qué pasa?

—Este chico —responde el policía— se niegaa circular, aunque se le ha dicho varias vecesque...

—Yo siempre estoy circulando, caballero —exclama el muchacho, limpiándose con el brazounas lágrimas sucias—. No hago más que circu-lar y circular dende que nací. ¿Qué más puedo

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circular, señor, más de lo que me paso la vidacirculando?

—No quiere circular —dice el policía pausa-damente, con un leve movimiento profesionaldel cuello, para dejarlo mejor asentado en sucorbatín almidonado—, aunque se le ha adver-tido varias veces, y por eso me veo obligado adetenerlo. Es el ratero más terco que he visto.Se NIEGA a circular.

—¡Qué caray! ¿A dónde voy a ir? —grita el

muchacho, tirándose desesperado del pelo y

pataleando en el suelo del pasillo del señor

Snagsby.

—¡Nada de esos modales o me encargo dequitártelos yo! —dice el agente, dándole unasacudida, pero sin enfadarse—. Tengo instruc-ciones de que circules. Te lo he dicho mil veces.

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—Pero ¿por dónde? —pregunta el mucha-cho.

—¡Bien! La verdad, agente, me parece —diceel señor Snagsby dubitativo, carraspeando bajola mano con su tosecilla de gran perplejidad ytitubeo— que la pregunta es acertada. ¿Pordónde?, ¿sabe usted?

—Mis órdenes no dicen nada de eso —replica el agente—. Mis órdenes son que estechico tiene que circular. ¿Te enteras, Jo? No teimporta, ni a ti ni a nadie, que los grandes as-tros del firmamento parlamentario lleven va-rios años, a este respecto, sin dar el ejemplo decircular ni de efectuar ningún otro tipo de des-plazamiento. Esa gran receta se queda para ti;esa profunda prescripción filosófica: el princi-pio y el fin de tu existencia sobre la Tierra. ¡Cir-cula! No basta con que te eches simplemente aandar, Jo, porque los grandes astros no se pue-den poner de acuerdo a ese otro respecto. ¡Cir-cula y basta!

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El señor Snagsby no dice nada en este senti-do; de hecho no dice nada en absoluto; peroemite su tosecilla más triste, la que expresa queno ve ninguna salida. Para ese momento el se-ñor y la señora Chadband y la señora Snagsby,que han oído el altercado, han aparecido en lasescaleras. Guster se ha quedado al final del co-rredor, de modo que está reunida toda la casa.

—Lo único que tengo que preguntarle, caba-llero —dice el agente—, es si conoce usted aeste chico. Él dice que sí.

Desde sus alturas, la señora Snagsby excla-ma inmediatamente:

—¡No! ¡No lo conoce!—¡Mujercita mía! ——dice el señor Snagsby

mirando hacia la escalera—. ¡Permíteme, cora-zón mío! Te ruego que tengas un momento depaciencia, cariño mío. Sí que conozco algo aeste mozo, y por lo que sé de él no puedo decirque sea malo; quizá todo lo contrario, agente —y el papelero le cuenta toda su experiencia conJo, pero omite el episodio de la media corona.

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—¡Bien! —dice el agente—, hasta ahora pa-rece que tenía motivos para decir lo que dijo.Cuando le detuve en Holborn dijo que le cono-cía a usted. Entonces un joven que estaba en lamultitud dijo que le conocía a usted y que us-ted era un comerciante respetable, y que si ve-nía yo a investigar vendría él también. No pa-rece que ese joven se haya sentido inclinado acumplir su palabra, pero... ¡Ah! ¡Aquí está esejoven!

Entra el señor Guppy, que hace un gesto alseñor Snagsby y se lleva la mano al sombrero,con la buena educación característica de lospasantes, en deferencia a las damas que hay enlas escaleras.

—Salía de la oficina hace un momento cuan-do presencié la discusión ——dice el señorGuppy al papelero—, y como se mencionó sunombre, creí que lo correcto era ocuparme delasunto.

—Es muy de agradecer, caballero —dice elseñor Snagsby—, y le estoy reconocido. —Y el

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señor Snagsby vuelve a relatar su experiencia,aunque vuelve a omitir el episodio de la mediacorona.

—Bueno, ya sé dónde vives —dice entoncesel agente a Jo—. Vives en Tomsolo. Bonito sitiopara vivir, bien inocente, ¿eh?

—No puedo irme a vivir a un sitio más boni-to, señor —replica Jo—. Si yo tuviera una casabien maja pá vivir, naide me diría ná. ¡A verquién va alquilarle una casa bonita e inocentecomo dice usté a un tipo como yo!

—Eres pobre, ¿no?—Sí, señor, en general soy muy pobre.—¡Pues juzguen ustedes! Le he encontrado

estas dos medias coronas —dice el agente, quese las enseña a la asamblea— en cuanto le pusela mano encima.

—Es lo que me queda, señor Snagsby —diceJo—, de un soberano que me ha dao una señoracon un velo que dijo que era una criada y quevino a mi cruce una noche y me dijo que la en-señara esta casa de usté y la casa de aquel al que

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le daba usted trabajo de pluma que se murió, yel cementerio donde está enterrao. Va y me dice:«¿Eres tú el chico que fue a la encuesta? », dice.Y yo digo «sí». Y ella va y me dice: «Pues ensé-ñamelos.» Y yo la llevé y ella va y me da unsoberano y se larga —dice Jo con lágrimas chu-rretosas—. Y la verdá es que tampoco me hadurao mucho el soberano, porque tuve que pa-gar cinco chelines en Tomsolo para que me locambiaran, y luego un chico me robó otros cin-co cuando estaba dormido y otro randa mebirló nueve peniques y el tabernero invitó a unaronda a todo el mundo con lo que quedaba.

—¿No pensarás que vamos a creerte esa his-toria de la señora y el soberano, verdad? —pregunta el agente, que lo contempla de reojocon un desdén inefable.

—Yo no sé lo que pienso, señor —replicaJo—. Yo no pienso ná, señor, pero ésa es la verdáde la güena.

—¡Ya ven ustedes! —observa el agente a supúblico—. Bueno, señor Snagsby, si no le encie-

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rro esta vez, ¿responde usted de que va a circu-lar?

—¡No! —exclama la señora Snagsby desde laescalera.

—¡Mujercita mía! —exhorta su marido—.Agente, no tengo la menor duda de que va acircular. Ya sabes que no te queda más reme-dio.

—Yo siempre estoy dispuesto, señor —diceel pobre Jo.

—Pues adelante —dice el agente—. Ya sabeslo que tienes que hacer. ¡Pues hazlo! Y recuerdaque a la próxima no vas escapar de rositas. Tentu dinero. Y ahora, cuanto más lejos te vayas deaquí, mejor para todos. Con esta sugerencia deque se marche, y con una indicación en generalhacia el sol poniente como lugar más adecuadohacia el que circular, el agente se despide de supúblico y hace que los ecos de Cook's Courtactúen como música de acompañamientocuando cruza hacia el lado de la sombra, con el

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casco de acero en la mano, para que le dé algode aire en la cabeza.

Ahora bien, la extraña historia que ha conta-do Jo acerca de la señora y el soberano ha des-pertado un tanto la curiosidad de toda la com-pañía. El señor Guppy, que tiene mentalidadinvestigadora en todo lo que refiera a la presen-tación de pruebas, y que ha estado sufriendointensamente con la lasitud de las vacacionesde verano, se interesa tanto por el caso que ini-cia la repregunta del testigo, y esto resulta taninteresante a las damas que la señora Snagsbylo invita cortésmente a subir con ellos y tomaruna taza de té, si tiene la bondad de perdonarel desorden en que hallará la mesa, como con-secuencia de los ataques a que ellos la sometie-ron anteriormente. Cuando el señor Guppyacepta esta propuesta, piden a Jo que los sigahasta la puerta de la salita, donde el señorGuppy se ocupa de él como testigo, y va mol-deando sus respuestas primero de una forma,luego de otra y después de otra, como si fuera

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de mantequilla y le fuera dando forma confor-me a sus mejores modelos. Y ese interrogatoriotambién se asemeja a muchos de esos modelos,tanto en lo que respecta a no elucidar nadanuevo como a su longitud, pues el señor Gup-py tiene conciencia de su talento, y la señoraSnagsby considera que todo ello no sólo satisfa-ce su propia predisposición a la curiosidad,sino que eleva la condición de su marido antela ley. Mientras se realiza este agudo encuentro,el navío Chadband, que no se ocupa más quedel comercio de grasa, queda varado y esperaque lo saquen a flote.

—¡Bueno! —dice el señor Guppy—, o estechico es más terco que una mula o en lo quedice hay algo extraño, que supera todo lo quehe visto en mi vida con Kenge y Carboy.

La señora Chadband susurra algo a la señoraSnagsby, la cual exclama:

—¡No me diga!—¡Años y años! —replica la señora Chad-

band.

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—Conoce las oficinas de Kenge y Carboydesde hace años —explica la señora Snagsby entono triunfal al señor Guppy—. Me refiero a laseñora Chadband, la esposa de este señor, elreverendo señor Chadband.

—¿De verdad? —pregunta el señor Guppy.—Antes de casarme con mi actual marido.

—¿Fue usted parte en un pleito, señora? —pregunta el señor Guppy, cambiando de testi-go.

—No.—¿No fue parte en ningún pleito, señora? —

pregunta el señor Guppy.La señora Chadband niega con la cabeza.—Quizá conociera usted a alguien que fue

parte en un pleito, señora —pregunta el señorGuppy, a quien le encanta hacer que su con-versación siga los principios forenses.

—Tampoco eso exactamente —replica laseñora Chadband, que sigue la broma conuna sonrisa difícil.

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—¡Tampoco eso exactamente! —repite elseñor Guppy—. Muy bien. Entonces, señora,¿fue alguna señora conocida de usted la quetuvo algunas transacciones (dejemos apartede momento qué género de transacciones)con el bufete de Kenge y Carboy o quizá fuealgún señor conocido de usted? No se apresu-re, señora. Ya llegaremos a ello. ¿Hombre omujer, señora?

—Ninguna de las dos cosas —dice la seño-ra Chadband otra vez.

—¡Ah, un niño! —exclama el señor Guppy,lanzando a la admirada señora Snagsby lamirada que los profesionales agudos suelenlanzar a los jurados británicos—. Entonces,señora, quizá tenga usted la bondad de decir-nos qué niño.

—Por fin ha dado usted en el clavo, señor—dice la señora Chadband con otra sonrisadifícil—. Pues bien, caballero, lo más proba-ble es que fuese antes de sus tiempos, a juz-gar por su aspecto. Hube de criar a una niña

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llamada Esther Summerson, que estaba a car-go legalmente de los señores Kenge y Carboy.

—¡La señorita Summerson, señora! —exclama el señor Guppy, nervioso.

—Yo la llamo Esther Summerson —dice laseñora Chadband austera—. Entonces no erauna señorita. Era Esther. «¡Esther, haz tal co-sa! ¡Esther, haz tal otra!», y tenía que hacer-las.

—Mi estimada señora —responde el señorGuppy, que se pone a pasearse por la salita—,la humilde persona que se dirige en estosmomentos a usted recibió a esa señorita enLondres cuando llegó del establecimiento alque acaba usted de aludir. Permítame el pla-cer de estrechar su mano.

El señor Chadband ve que por fin ha lle-gado su oportunidad, hace su señal acostum-brada y se levanta con la cabeza humeante,que se seca con un pañuelo de bolsillo. Laseñora Snagsby susurra:

—¡Chist:

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—Amigos míos —dice el señor Chad-band—, nos hemos alimentado con modera-ción (lo cual, desde luego, no era cierto por loque a él respectaba) con las viandas que senos han ofrecido. Que esta casa viva de lagrosura de la tierra; que en ella abunden loscereales y los vinos; que crezca, prospere, seexpanda, que continúe, que avance. Pero,amigos míos, ¿no nos hemos alimentado deotra cosa? Sí. Amigos míos, ¿de qué más noshemos alimentado? ¿De un alimento espiri-tual? Sí, ¿De dónde procede ese alimento es-piritual? ¡Da un paso al frente, joven amigomío!

Jo, que es el llamado, se balancea primerohacia adelante, luego hacia atrás, despuéshacia cada uno de los costados, y se enfrentaal elocuente Chadband con evidentes dudasde sus intenciones.

—Mi joven amigo —dice Chadband—, pa-ra nosotros eres una perla, para nosotros eresun diamante, para nosotros eres una gema,

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para nosotros eres una joya. ¿Y por qué, jovenamigo mío?

—Yo no sé —replica Jo—. Yo no sé ná.—Mi joven amigo —dice Chadband—,

precisamente porque no sabes nada es por loque para nosotros eres una gema y una joya.Pues ¿qué eres tú, joven amigo mío? ¿Eres unanimal del campo? No. ¿Un ave del cielo? No.¿Un pez de mar o de río? No. Eres un serhumano, joven amigo mío. Un muchachohumano. ¡Qué gloria la de ser un muchachohumano! Y ¿por qué es eso una gloria, mijoven amigo? Porque eres capaz de recibir laslecciones de la sabiduría, porque eres capazde beneficiarte de este discurso que ahorapronuncio por tu bien, porque no eres un pa-lo, ni un leño, ni una piedra, ni un poste, niuna columna.

¡Cuán hermosa y brillante es una odaCompuesta para un muchacho que leve se remon-

ta!

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Y, ¿te remontas ahora, joven amigo mío? No¿Por qué no te remontas ahora? Porque tehallas en un estado de oscuridad, porque tehallas en un estado de sombras, porque tehallas en un estado de pecado, porque te hallasen un estado de servidumbre. Joven amigo mío,¿qué es la servidumbre? Investiguemos, anima-dos por el espíritu del amor.

En esta fase amenazadora del discurso, Jo,que parece haber ido perdiendo gradualmente elsentido, se frota el brazo por la cara y da un bos-tezo gigantesco. La señora Snagsby expresa,indignada, su opinión de que es un siervo delenemigo malo.

—Amigos míos —prosigue el señor Chad-band, cuya gimnástica barbilla vuelve a plegarseen una sonrisa fatua cuando mira a su alrede-dor—, es justo que se me humille, es justo que seme someta a prueba, es justo que se me mortifi-que, es justo que se me corrija. El último Día delSeñor erré cuando pensé con orgullo en mis tres

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horas de edificación moral. Ahora la cuentaqueda saldada a mi favor: mi acreedor ha acep-tado una avenencia. ¡Regocijémonos, regocijé-monos! ¡Ah, sí, regocijémonos!

La señora Snagsby se siente muy impresio-nada. —Amigos míos —prosigue el señorChadband mirando en su derredor para con-cluir—: Pasaré ahora a ocuparme de mi jovenamigo. ¿Querrás venir mañana, joven amigomío, a preguntar a esta amable señora dónde mepuedes encontrar para que te imparta una lec-ción, y volverás cual golondrina sedienta al díasiguiente, y al día después, y después el otro,muchos días placenteros a escuchar mis leccio-nes? —Todo ello dicho con la sutileza de un ri-noceronte.

Jo, cuyo objetivo inmediato parece ser el deescaparse como pueda, asiente mientras se ba-lancea. Entonces el señor Guppy le tira un peni-que, y la señora Snagsby llama a Guster paraque lo acompañe hasta la puerta. Pero, antes deque baje la escalera, el señor Snagsby le da unos

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fiambres de los que han sobrado de la mesa, queél se lleva muy bien agarrados.

Y así es cómo el señor Chadband —de quiensus detractores dicen que no es de extrañar quese pase tanto tiempo para expresar absurdos tanabominables, sino que lo extraño es que algunavez termine de proferirlos tras tener la audaciade comenzar— se retira a la vida privada hastainvertir un pequeño capital de cena en el nego-cio de la grasa de ballena. Jo circula, a lo largo delas vacaciones de verano, por el puente de Black-friars, donde encuentra un rincón ardiente en elque sentarse a comer.

Y allí se queda sentado, mascando y royendo,y contemplando la gran cruz de la cúpula de laCatedral de San Pablo, que brilla sobre una nubede humo teñida de rojo y violeta. Por el gesto delmuchacho cabría suponer que ese emblema sa-grado es, a sus ojos, lo que corona la confusiónde la gran ciudad confusa: tan dorada, tan alta,tan lejos de su alcance. Allí se queda sentadomientras se pone el sol, el río corre rápido y la

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multitud fluye a su lado en dos corrientes para-lelas —todo circula con algún objetivo y algúndestino— hasta que le dan un empujón y le diceque también él «circule».

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CAPÍTULO 20

Un nuevo inquilino

Las vacaciones de verano van avanzandohacia la reapertura de los tribunales, como unrío lento que va recorriendo lentamente unpaís llano hacia el mar. El señor Guppy avanzabienhumorado con ellas. Ha mellado la puntade su cortaplumas y la ha roto, a fuerza declavar ese instrumento por todas las partes desu escritorio. No es que le tenga mala voluntada su escritorio, sino que algo tiene que hacer, ytiene que ser algo tranquilo, que no someta auna contribución demasiado pesada su ener-gía física ni intelectual. Ha llegado a la conclu-sión de que no hay nada que le siente tan biencomo girar un poco sobre una de las patas desu taburete, dar de cuchilladas a su escritorio ybostezar.

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Kenge y Carboy han salido de la ciudad, elpasante licenciado en Derecho ha sacado unpermiso de caza y se ha ido a casa de su padre,y los dos pasantes colegas del señor Guppyestán fuera de permiso. El señor Guppy y elseñor Richard Carstone comparten los honoresdel bufete. Pero, de momento, el señor Carsto-ne está establecido en el despacho de Kenge, locual indigna al señor Guppy. Tanto lo indignaque informa con sarcasmo mordaz a su madre,en los momentos de confidencias mientrascena con ella una langosta con lechuga, en OldStreet Road, que se teme que las oficinas noestén lo bastante bien para los señoritos, y quede haber sabido él que iba a venir un señorito,las hubiera hecho pintar.

El señor Guppy sospecha de todos los quepasan a ocupar un taburete en el bufete deKenge y Carboy que, automáticamente, abrigandesignios siniestros en contra suya. Es evidenteque todas esas personas aspiran a deponerlo. Sialguna vez le preguntan cómo, por qué, cuándo

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o para qué, guiña un ojo y mueve la cabeza. Apartir de esas profundas opiniones, utiliza todosu ingenio para contrarrestar la conspiraciónminuciosamente, cuando no existe tal conspira-ción, y se enzarza en la más intrincada de laspartidas de ajedrez contra un adversario inexis-tente.

Por eso le resulta tan agradable al señorGuppy ver que el recién llegado se pasa eltiempo examinando los documentos de Jarndy-ce y Jarndyce, pues sabe perfectamente que esono puede llevar más que a la confusión y elfracaso. Su satisfacción se transmite al tercerpaseante en Corte que pasa las vacacional deverano en el bufete de Kenge y Carboy, es de-cir, al joven Smallweed.

En Lincoln's Inn se duda mucho de que eljoven Smallweed (llamado metafóricamenteSmall59 o, si no, el Pollito, como para referirse

59 Ahora el juego de palabras es con«Smallweed»=literalmente «pequeña (mala) hier-

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jocosamente a un novato) haya sido jamás niño.Ahora tiene algo menos de quince años, y ya esun veterano del derecho. De él se dice en bromaque está apasionadamente enamorado de unaseñora que trabaja en una cigarrería, cerca deChancery Lane, y que por ella rompió su com-promiso con otra dama con la que llevaba añosprometido. Es un producto típico de la ciudad,de baja estatura y rasgos marchitos, pero se lepuede ver desde mucha distancia gracias alenorme sombrero que lleva. Su máxima ambi-ción es llegar a ser como Guppy. Se viste comoese caballero (que lo trata con paternalismo),habla como él, anda como él, se realiza total-mente en él. Guppy lo honra con su especialconfianza, y de vez en cuando le da consejos(basados en su enorme experiencia) acerca deaspectos difíciles de la vida privada.

ba». Lo llaman «Small»=«pequeño» por su cortaestatura, como se ve casi inmediatamente

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El señor Guppy se ha pasado la mañana mi-rando por la ventana, tras probar todos los ta-buretes uno tras otro y averiguar que ningunode ellos es cómodo, y tras meter la cabeza va-rias veces en la caja fuerte de hierro con la ideade refrescársela. Dos veces ha enviado al señorSmallweed a buscar bebidas gaseosas, y dosveces las ha servido en los dos vasos oficiales ylas ha agitado con una regla. El señor Guppyexpone, para que el señor Smallweed se ilustre,la paradoja de que cuanto más se bebe, más sedse tiene, y reclina la cabeza en el alféizar de laventana en un estado de languidez desesperan-zada.

Mientras así contempla la sombra de OldSquare, Lincoln's Inn, y estudia los insoporta-bles ladrillos y mortero, el señor Guppy percibeunas patillas varoniles que salen del paso apor-talado de abajo y se vuelven en dirección a él.Al mismo tiempo, resuena por el Inn un silbidoleve, y una voz ahogada exclama:

—¡Eh, Guppy!

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—¡Pero qué sorpresa! —exclama el señorGuppy, que despierta—. ¡Small, ahí viene Jo-bling! —Small también asoma la cabeza por laventana y hace un gesto en dirección a Jobling.

—¿De dónde sales? —pregunta el señorGuppy.

—De las huertas de Deptford. No lo aguantomás. Estoy pensando en engancharme en elejército. ¡Te lo juro! ¿Puedes prestarme mediacorona? Te juro que me estoy muriendo dehambre.

Jobling tiene cara de hambre, y también tie-ne aspecto de haberse quedado agotado tras sutrabajo en las huertas de Deptford.

—¡De verdad! Tírame media corona, si tie-nes una que te sobre. Necesito comer algo.

—¿Quieres venir a comer conmigo? —pregunta el señor Guppy, tirándole la moneda,que el señor Jobling atrapa con destreza.

—¿Cuánto tiempo tengo que esperar? —pregunta Jobling.

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—Ni media hora. No hago más que esperarhasta que se vaya el enemigo.

—¿Qué enemigo... ?—Uno nuevo. Quiere ser pasante licenciado.

¿Me esperas?—¿Puedes darme algo que leer entre tanto?

—pregunta el señor Jobling.Smallweed sugiere la Guía del Colegio de Abo-

gados, pero el señor Jobling declara con gransinceridad que «no podría soportarla».

—Puedes leer el periódico —dice el señorGuppy—. Te lo baja éste. Pero más vale que note vean por aquí. Siéntate a leer en nuestraescalera. Es un sitio muy tranquilo.

Jobling señala con la cabeza que compren-de, y está de acuerdo. El sagaz Smallweed lelleva el periódico y de vez en cuando le echaun vistazo desde el descansillo, como precau-ción por si se cansa de esperar y se marchaantes de tiempo. Por fin se retira el enemigo, yentonces Smallweed lleva al señor Jobling albufete.

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—Bueno, ¿y cómo estás?—Por ahí andamos, ¿y tú?Cuando el señor Guppy contesta que no

demasiado bien, el señor Jobling se aventura apreguntar:

—¿Cómo está ella?Lo cual interpreta el señor Guppy como

una libertad excesiva, y replica:—Jobling, existen acordes en el corazón de

los hombres que...Jobling pide excusas.—Háblame de cualquier tema, menos de

ése —implora el señor Guppy, que disfrutamorbosamente con su propio dolor—. Porqueexisten acordes, Jobling...

El señor Jobling vuelve a pedir excusas.Durante este breve coloquio, el activo

Smallweed, que va a ir a comer con ellos, haestado escribiendo con letra cancilleresca:«Volvemos en seguida» en un trozo de papel.Esta nota, dirigida a todo posible interesado,la inserta en el buzón, y después, poniéndose

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el sombrero exactamente con el mismo ángulode inclinación con el que se pone el señorGuppy el suyo, comunica a su protector quepueden marcharse cuando quieran.

En consecuencia, se dirigen a una casa decomidas que hay cerca, de esa clase que losclientes habituales califican de «económica»,cuya camarera, una mocita retozante de unoscuarenta años, es conocida por haber impre-sionado al joven Smallweed, del cual cabe de-cir que es un picaflor al que la edad no le im-porta nada. Aunque resulte precoz, tiene unasabiduría secular, como la de un búho. De su-poner que alguna vez haya estado en una cu-na, debe de haber estado vestido de levita.Tiene la mirada de siglos, de siglos, nuestroSmallweed, y bebe y fuma como un mono, y sepone el cuello rígido dentro del corbatín; nadieva a tomarle el pelo, y está enterado de todo,trátese de lo que se trate. En resumen, en sueducación está tan conformado por el Derechoy la Equidad, que se ha convertido en una es-

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pecie de pícaro fósil, para explicar cuya exis-tencia en la tierra se dice en las oficinas públi-cas que su padre fue Juan Nadie, y su madre laúnica hembra conocida de la familia Nadie, asícomo que el primer mantón que le hicieron fuecon unos restos de arpillera de saca azul dedocumentos.

El señor Smallweed abre el camino en la casade comidas, sin dejarse afectar por el espectácu-lo seductor del escaparate, de coliflores y avesblanqueadas artificialmente, de cestos verdean-tes de guisantes, de pepinos que florecen al soly de patas de cordero listas para el asador. Allílo conocen y le rinden homenaje. Tiene su re-servado favorito, le guardan todos los periódi-cos, ataca a los viejos calvos que tardan más dediez minutos en leerlos. No se le puede ofrecerun pan que no esté recién cortado, ni proponer-le una carne que no esté también recién trin-chada, salvo que sea de lo mejorcito. Y en cuan-to a salsas, es de lo más exigente.

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El señor Guppy, consciente de sus mágicospoderes, y cediendo a su imponente experien-cia, lo consulta acerca de lo que se debe escogerpara el banquete de hoy, y se vuelve a mirarloimplorante cuando la camarera repite el catálo-go de viandas y le pregunta: «¿Tú qué quiereshoy, Pollito?» El Pollito, desde lo más hondo desu astucia, prefiere «Ternera con jamón y judíasverdes; sin olvidarse del relleno, Polly» (con unguiño extraordinario de su ojo venerable); elseñor Guppy y el señor Jobling piden lo mismo,a lo que se añaden tres pintas de cerveza, mitadrubia, mitad negra. La camarera vuelve en se-guida, portadora en apariencia de un modelode la torre de Babel, pero que en realidad no essino una pila de cazuelas con tapas lisas de es-taño. El señor Smallweed, al aprobar lo que leponen delante, imprime un aire de benevolen-cia a su mirada de anciano, y vuelve a hacer unguiño. Después, entre constantes idas y veni-das, carreras, entrechocar de platos y el zumbi-do de la máquina que trae las mejores carnes de

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la cocina, y pedidos a gritos de más de esasexcelentes carnes, que se lanzan por el tubo decomunicación interna, y cálculos a voces delprecio de las excelentes carnes que ya se hanengullido, en medio del vapor y el color ge-nerales de los asados calientes, cortados o no,y de un ambiente generalmente recalentado,en el cual los cuchillos y los manteles suciosparecen estallar espontáneamente en erup-ciones espontáneas de grasa y torrentes decerveza, el triunvirato jurídico va saciando suapetito.

El señor Jobling lleva el traje abotonadohasta más arriba de lo que requiere la meraelegancia. Las alas de su sombrero relucencon brillo especial, como si hubieran sido ellugar favorito de paseo de una multitud decaracoles. El mismo fenómeno cabe advertiren algunas partes de su chaqueta, y sobretodo en las costuras. Tiene el aspecto ajado dequien se halla en dificultades financieras; in-

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cluso las patillas rubias le caen con un aire untanto descuidado.

Su apetito es tan vigoroso, que sugiere quelleva algún tiempo viviendo frugalmente.Termina a tal velocidad su plato de terneracon jamón, que liquida cuando sus compañe-ros se hallan todavía a mitad de los suyos,que el señor Guppy le propone otro.

—Gracias, Guppy —dice el señor Jobling—; no seré yo el que te diga que no.

Y cuando se lo traen, ataca de buena gana.El señor Guppy lo contempla en silencio a

intervalos, hasta que ha dado cuenta de lamitad de su segundo plato y se detiene a sa-borear un trago de su pinta de rubia y negra(también la segunda), estira las piernas y sefrota las manos. Al observar su aire de satis-facción, el señor Guppy dice:

—¡Ya estás hecho un hombre otra vez, To-ny!

—Bueno, todavía no del todo —dice el se-ñor Jobling—. Digamos que he vuelto a nacer.

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—¿Quieres más verduras? ¿Párragos, gui-santes, col verde?

—Gracias, Guppy —dice el señor Jobling—.No seré yo el que diga que no a la col verde.

Se hace el pedido, con la añadidura sarcásti-ca (procedente del señor Smallweed) de: «¡Sinbabosas, Polly!» y aparece la col.

—Me voy haciendo mayor, Guppy —dice elseñor Jobling, que utiliza tenedor y cuchillo conconstancia y delectación.

—Me alegro de saberlo.—De hecho, ya soy un adolescente —dice el

señor Jobling.No dice nada más hasta que ha terminado

su tarea, lo cual logra al mismo tiempo que losseñores Guppy y Smallweed terminan la suya,lo cual significa que ha realizado un tiempoexcelente y ha batido a los dos caballeros men-cionados con toda facilidad, al sacarles unadistancia de una ternera con jamón y una col.

—Y ahora, Small —pregunta el señor Guppy—, ¿qué nos recomiendas de postre?

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—Unos puddings de tuétano —replica ins-tantáneamente el señor Smallweed.

—¡Muy bien! —exclama el señor Jobling conaire perceptivo—. ¡Se ve que es usted un en-tendido! Gracias, señor Guppy, no seré yo elque diga que no a un pudding de tuétano.

Una vez llegados los tres puddings de tué-tano, el señor Jobling añade, bienhumorado,que dentro de poco va a cumplir la mayoría deedad. Después llegan «Tres Cheshires»60 a losque siguen «Tres copitas de ron». Llegada fe-lizmente la culminación del banquete, el señorJobling pone los pies en la banqueta tapizada(pues a él le ha tocado una entera para él solo),y dice:

—Ya soy mayor, Guppy. He llegado a lamadurez.

60 Es decir, tres raciones del famoso quesodel condado de ese nombre

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—Y ahora —pregunta el señor Guppy—,¿sigues pensando..., por cierto, no te importaque hablemos delante de Smallweed...?

—Ni lo más mínimo. Tengo el placer debrindar a su salud.

—¡A la suya, caballero! —responde el señorSmallweed.

—Te quería preguntar si todavía sigues pen-sando en engancharte —continúa diciendo elseñor Guppy.

—Lo que yo opine después de comer —responde el señor Jobling— es una cosa, miquerido Guppy, y lo que opine antes de comeres otra. Pero incluso después de comer me pre-gunto: ¿Qué voy a hacer? ¿De qué voy a vivir?Il fó manyér, ya sabes —dice el señor Jobling,que lo pronuncia como si se refiriese a ese artí-culo tan necesario en los establos ingleses61—. Il

61 La forma macarrónica en que el señor Jo-bling pronuncia la frase francesa «II faut manger»hace que el verbo «manger» suene parecido a lapronunciación de la palabra inglesa «manger», deri-

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fó manyér, como dicen los franceses, y yo nece-sito manyér tanto como los franceses. O más.El señor Smallweed opina decididamenteque «mucho más».

—Si alguien me hubiera dicho —sigue co-mentando Jobling—, ni siquiera cuando tú y yonos dimos aquella vuelta por Lincolnshire,Guppy, hace poco tiempo, y fuimos a ver aque-lla casa de Castle Wold...

—Chesney Wold —corrige el señor Small-weed. —Chesney Wold (agradezco esa voz deánimo a mi honorable amigo). Si alguien mehubiera dicho entonces que iba a encontrarmehoy día en tamañas dificultades, le habría..., lehabría dado un golpe —dice el señor Jobling,tomando un trago de ron con agua y con unaire de desesperación resignada—. Le habríadado una tunda.

vada de él y que equivale a «pesebre de caballeri-zas».

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—De todos modos, Tony, ya entonces teníasproblemas —protesta el señor Guppy—. En elcoche no hablabas de otra cosa.

—Guppy —dice el señor Jobling—, no voy anegarlo. Ya tenía problemas. Pero esperaba quelas cosas se arreglaran.

¡Cuán extendida se halla esa confianza enque se arreglen solas las cosas! No en arreglar-las uno, ni en trabajar en ellas, sino en que «searreglen»! ¡Es como si un lunático confiara enque la Luna «se arregle»!

—Tenía grandes esperanzas de que se arre-glaran, una cosa mala —continúa diciendo elseñor Jobling con una expresión un tanto vaga,quizá tanto como su significado Pero me videsengañado. No se arreglaron. Y cuando em-pezaron a llegar los acreedores a armarla en laoficina, y los clientes de la empresa empezarona quejarse por unas miserias de dinero que yohabía tomado prestado, pues se acabó el em-pleo. Y cualquier empleo en la profesión, por-que si me piden referencias, se volvería a hablar

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del asunto, y adiós. Entonces, ¿qué va uno ahacer? Me he mantenido apartado, gastandopoco allá en los huertos, pero ¿de qué vale gas-tar poco cuando no se tiene dinero? Daría igualgastar mucho.

—Sería mejor —opina el señor Smallweed.—Desde luego. Eso es lo que se hace en el

gran mundo, y el gran mundo y las patillas hansido siempre mis debilidades, y no las disimulo—añade el señor Jobling—. Son grandes debili-dades. ¡Diablo si son grandes! ¡Bueno! —siguediciendo el señor Jobling, tras un tiento desa-fiante a su ron con agua—. ¿Qué puede unohacer más que engancharse en el ejército?

El señor Guppy interviene más a fondo en laconversación, a fin de exponer lo que, a su jui-cio, puede uno hacer. Su tono es el tono grave-mente impresionante de quien no tiene com-promisos definitivos en la vida, salvó en el sen-tido de haber sucumbido a un dulce mal deamores.

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—Jobling —dice el señor Guppy—, yo ynuestro común amigo Smallweed...

El señor Smallweed observa modestamente:«¡A su salud, caballeros!», y bebe.

—... hemos hablado algo de este asunto másde una vez desde el día en que...

—¡Dilo, en que me echaron! —exclama elseñor Jobling con amargura— Dilo, Guppy. Aeso te refieres.

—¡No, no, no! En que cesaron tus serviciosen Lincoln's Inn, Jobling —dice el señor Gup-py—, y he mencionado a nuestro común amigoSmallweed un plan que proyectaba últimamen-te proponer. ¿Conoces a Snagsby, el papelero?

—Sé quién es —responde el señor Jobling—.No trabajábamos con él, y no lo conozco perso-nalmente.

—Nosotros sí que trabajamos con él, Jobling,y yo sí que le conozco —replica el señor Gup-py—. ¡Muy bien! Últimamente le he llegado aconocer mejor, debido a una serie de circuns-tancias que me han llevado a visitarlo en su

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casa. Huelga exponer esas circunstancias en lapresente argumentación. Es posible que guar-den relación, y también es posible que no laguarden, con una persona que quizá haya en-sombrecido mi existencia, o quizá no.

Como el señor Guppy tiene la extraña cos-tumbre de tentar a sus amigos personales conunas escasas migajas de este tema, y, en cuantoellos lo mencionan, de cortarlos con una sere-nidad tajante mediante la cita relativa a losacordes del corazón de los hombres, el señorJobling y el señor Smallweed se mantienen ensilencio para no caer en la trampa.

—Es posible que sea así —repite el señorGuppy—, y es posible que no lo sea. No formaparte del caso. Baste mencionar que tanto elseñor como la señora Snagsby están muy dis-puestos a hacerme un favor, y que durante elperíodo de sesiones el señor Snagsby tienemucho trabajo de copia que repartir. Distri-buye todo el de Tulkinghorn, y tiene muchosmás clientes. Creo que si hubiéramos de lla-

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mar a declarar a nuestro común amigoSmallweed, éste corroboraría lo que he dicho.

El señor Smallweed asiente, y parece an-sioso de prestar juramento.

—Pues bien, señores del jurado —dice elseñor Guppy—, quiero decir, Jobling, quizáme digas que no es mucho para ganarse lavida. De acuerdo, pero es mejor que nada, ymejor que engancharse. Te hace falta tiempo.Hay que dejar que pase algo de tiempo paraque se olviden esos problemillas que has te-nido. Y hay muchas formas peores de dejarque pase el tiempo que hacer copias paraSnagsby.

El señor Jobling está a punto de interrum-pir cuando el señor Smallweed lo frena conuna tos seca y las palabras:

—¡Ejem! ¡Shakespeare!—El tema tiene dos aspectos, Jobling —

prosigue el señor Guppy—. Ése es el primero.Paso ahora al segundo. Ya conoces a Krook, elCanciller, el del otro lado del callejón. Vamos,

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Jobling —dice el señor Guppy, con tono dequien alienta a su testigo—, creo que conocesa Krook, el Canciller, el del otro lado del ca-llejón, ¿verdad?

—Le conozco de vista.—Le conoces de vista. Muy bien. ¿Y cono-

ces a la pequeña Flite?—Todo el mundo la conoce —dice el señor

Jobling.—Todo el mundo la conoce. Muy bien. Y da

la casualidad que últimamente es parte de misfunciones pagar a Flite una cierta suma sema-nal, de la que se descuenta el importe de sualojamiento, importe que he pagado (en cum-plimiento de órdenes recibidas) al propioKrook, regularmente y en presencia de ella.Ello me ha puesto en comunicación con Krook,y me ha hecho conocer su casa y sus costum-bres. Sé que tiene un cuarto para alquilar. Pue-des tomarlo muy barato, con el nombre quequieras, y pasar tan inadvertido como si estu-vieras a cien millas de distancia. No te va a

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hacer ninguna pregunta, y te aceptará comoinquilino si yo le digo algo, y antes de una horasi quieres. Y te voy a decir otra cosa, Jobling —añade el señor Guppy, que de pronto ha bajadola voz y abandonado el tono oratorio—, y esque se trata de un viejo muy raro: se pasa lavida hurgando en un montón de papeles y re-zongando que va a aprender a leer y escribir élsolo, aunque a mí me parece que no avanzanada. Es un viejo de lo más raro, te lo aseguro.No me extrañaría que a alguien le mereciese lapena estudiarlo atentamente.

—¿No querrás decir... ? —empieza a pregun-tar el señor Jobling.

—Quiero decir —contesta el señor Guppy,encogiéndose de hombros con agradable mo-destia— que yo no le entiendo. Exhorto a nues-tro común amigo Smallweed a que diga si nome ha oído decir que no le entiendo.

El señor Smallweed aporta su conciso testi-monio:

—¡Más de una vez! .

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—Yo entiendo algo de la profesión y algo dela vida, Tony —dice el señor Guppy—, y raroes que no logre entender a alguien, mejor opeor. Pero nunca me había encontrado con unviejo tan astuto, tan misterioso, tan agudo(aunque creo que nunca está sereno del todo).Ya sabes que debe de tener un montón de años,y que no vive con nadie, y que dicen que esinmensamente rico, y tanto si se trata de uncontrabandista como de un perista, o un pres-tamista sin licencia, o un usurero (cosas todasque me han parecido probables en momentosdiferentes), quizá te resultara rentable irle co-nociendo. Creo que te convendría hacerlo, dadoque todo lo demás te va de perilla.

El señor Jobling, el señor Guppy y el señorSmallweed ponen los codos en la mesa y seapoyan la barbilla en las manos y miran al te-cho. Al cabo de un rato, todos ellos beben, serepantigan con calma, se meten las manos enlos bolsillos y se contemplan mutuamente.

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—¡Si tuviera yo la energía de antes, Tony! —exclama el señor Guppy con un suspiro—. Perohay acordes en el corazón de los hombres...

El señor Guppy sofoca el resto de su senti-

miento desolado con ron con agua, y concluye

confiando la aventura a Tony Jobling e infor-

mando a éste de que durante las vacaciones, y

mientras las cosas sigan en calma, puede dis-

poner de su bolsa, «hasta un límite de tres, o

cuatro, o incluso cinco libras». Y el señor Gup-

py añade enfáticamente:

—¡Que no se diga jamás que WilliamGuppy le volvió las espaldas a su amigo!

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Esta última parte de la propuesta llegatan exactamente a tiempo que el señor Jo-bling exclama, emocionado:

—¡Guppy, camarada, venga esa mano!El señor Guppy se la da, y dice:—Ahí la tienes, Jobling, compañero!A lo cual el señor Jobling replica:—¡Si es que somos amigos desde hace

muchos años!Y el señor Guppy responde:—¡Es verdad, Jobling!Se dar un apretón de manos, y el señor

Jobling añade con gran sentimiento:—Gracias, Guppy. No seré yo el que no

esté dispuesto a aceptar otra copita pornuestra vieja amistad.

—Allí fue donde murió el último pensionistadel viejo Krook —observa de pasada el señorGuppy.

—¡No me digas! —exclama el señor Jobling.—Hubo encuesta. Veredicto: muerte por

causas accidentales. No te importa, ¿verdad?

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—No —dice el señor Jobling—. No me im-porta, pero preferiría que se hubiera ido a mo-rir a otra parte. ¡Es de lo más extraño que tuvie-ra que irse a morir a mi alojamiento! —Al señorJobling le parece muy mal tamaña indiscreción,y vuelve a referirse a ella varias veces con fra-ses como: «¡Yo diría que hay montones de sitioen los que irse a morir!», o «¡Estoy seguro deque a él no le gustaría que yo me fuera a morira su alojamiento!»

Sin embargo, una vez cerrado prácticamenteel trato, el señor Guppy propone enviar al fielSmallweed a averiguar si el señor Krook está encasa, pues, de ser así, pueden terminar rápida-mente las negociaciones. Como el señor Joblingestá de acuerdo, Smallweed se pone su enormechistera y sale con ella de los comedores imi-tando los modales de Guppy. Vuelve poco des-pués con la información de que el señor Krookestá en casa y lo ha visto por la puerta de suestablecimiento, sentado en la trastienda y«dormido como un lirón».

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—Entonces, voy a pagar —dice el señorGuppy—, y vamos a verlo. Small, ¿qué tene-mos?

El señor Smallweed llama a la camarera conun mero parpadeo y replica de inmediato losiguiente:

—Cuatro terneras con jamón son tres, y cua-tro de patatas, tres con cuatro, y una de colverde, tres con seis, y tres de tuétano, cuatrocon seis, y seis de pan, cinco, y tres de Cheshire,cinco con tres, y cuatro medias pintas de rubiay negra, seis con tres, y cuatro cortos de ron,ocho con tres, y cuatro cortos de ron, ocho contres, y tres pollies, ocho con seis. ¡Ocho chelinescon seis peniques a cobrar de medio soberano,Polly, y quedan dieciocho peniques!62

62 Esta complicada y aceleradísima forma dehacer una cuenta corresponde a las antiguas unida-des sexagesimales británicas, en las cuales la librase dividía en chelines, peniques y farthings. La factu-ra final de la copiosa comida es de poco más denueve chelines.

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Smallweed, impasible tras hacer tan asom-broso cálculo, se despide de sus amigos con ungesto calmoso y se queda atrás para contemplarcon admiración a Polly, si se presenta la opor-tunidad, y leer los diarios, cuyo formato es tangrande en proporción a él cuando se quita elsombrero, que cuando despliega el Times paraechar un vistazo a sus columnas, parece que sehubiera ido a la cama y hubiera desaparecidobajo las sábanas.

El señor Guppy y el señor Jobling se dirigena la trapería y tienda del viejo, donde se en-cuentran con que el señor Krook sigue dur-miendo como un lirón; es decir, respirandoestertorosamente con la barbilla hundida en elpecho, y totalmente insensible a todos los rui-dos externos a él, e incluso a unas suaves sacu-didas. En la mesa que hay a su lado, en mediodel desorden habitual, se hallan una botella deginebra vacía y un vaso. El aire viciado apesta

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tanto a alcohol que incluso los ojos verdes de lagata aposentada en el estante parecen estar vi-driosos cuando se abren y se cierran para con-templar a los visitantes.

—¡Eh, levántese! —dice el señor Guppy,dando otra sacudida al cuerpo relajado del vie-jo—. ¡Señor Krook! ¡Vamos, señor mío!

Pero igual le valdría tratar de despertar a unmontón de andrajos en el que estuviera hir-viendo lentamente una llama de alcohol.

—¿Has visto alguna vez un estupor así, en-tre la bebida y el sueño? —pregunta el señorGuppy.

—Si siempre duerme así —responde Jobling,bastan te alarmado—, me da la impresión deque un día de estos va a tener un sueño dema-siado largo.

—Siempre parece más bien un ataque queuna siesta —observa el señor Guppy, volviendoa dar una sacudida al viejo—. ¡Eh, señoría! ¡Pe-ro si podrían robarle cincuenta veces! ¡Abra losojos!

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Tras muchos trabajos, los abre, pero no pa-rece que vea a sus visitantes, ni nada en absolu-to. Aunque se cruza de piernas y se cruza debrazos, y abre y cierra varias veces los labiosresecos, a todos los efectos prácticos pareceestar tan insensible como antes.

—Por lo menos, está vivo —comenta el se-ñor Guppy—. ¿Cómo está usted, Lord Canci-ller? He traído a un amigo para una cuestión denegocios, señoría.

El viejo sigue sentado, chasqueando los la-bios una vez tras otra, sin enterarse de nada. Alcabo de un rato, intenta levantarse. Lo ayuda, yél se tambalea contra la pared y se queda mi-rándolos.

—¿Cómo está usted, señor Krook? —pregunta el señor Guppy, un tanto inquieto—.¿Cómo está usted, señor mío? Tiene usted muybuen aspecto, señor Krook. Confío en que sesienta usted bien.

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El viejo trata en vano de darle un golpe al

señor Guppy, o al aire; se da la vuelta torpe-

mente y vuelve a encontrarse cara a la pared. Se

queda así un momento, apelotonado contra

ella, y después avanza a trompicones hacia la

puerta de su establecimiento. El aire, el vaivén

de la plazoleta, el paso del tiempo o una com-

binación de todos esos factores, lo reaniman.

Vuelve con paso bastante firme, se ajusta en la

cabeza el gorro de piel y los observa atenta-

mente.

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—A su servicio, señores. Estaba echándomeuna siestecita. ¡Je! A veces me cuesta trabajodespertarme.

—Se diría que más bien, señor mío —responde el señor Guppy.

—¿Qué? Lo han estado intentando ustedes,¿eh? —pregunta el suspicaz Krook.

—Un poco, nada más —explica el señorGuppy.

La mirada del viejo se posa en la botella va-cía; después la agarra, la examina y la vuelvelentamente boca abajo.

—¡Mirad! —exclama como el osito del cuen-to—. ¡Alguien ha bebido aquí!

—Le aseguro que cuando llegamos nosotrosya estaba vacía —señala el señor Guppy—. ¿Mepermite que se la vaya a llenar?

—¡Pues claro que sí! —exclama el señorKrook, muy contento—. ¡Desde luego que sí!¡No hay más que hablar! Vaya a llenarla aquí allado, en las Armas del Sol, y pida la de catorce

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peniques del Lord Canciller. ¡Gracias a Dios,ahí me conocen!

Da la botella vacía al señor Guppy con tan-tas prisas, que este caballero, con un gesto diri-gido a su amigo, acepta el encargo, sale co-rriendo y vuelve corriendo otra vez con la bote-lla llena. El viejo la recibe en brazos como sifuera un nieto bienamado, y le da unas palma-ditas cariñosas.

—Pero escuche —susurra con los ojos entor-nados, después de echar un trago—: ésta no esla de catorce peniques del Lord Canciller. ¡Éstaes de a dieciocho peniques!

—He pensado que le gustaría más —dice elseñor Guppy.

—Es usted un caballero, señor mío —responde el señor Krook tras echar otro trago, ysu aliento tórrido parece dirigirse hacia elloscomo una llama—. Es usted un auténtico caba-llero.

El señor Guppy aprovecha el auspiciosomomento, presenta a su amigo con el seudóni-

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mo de señor Weevle63 y expone el objeto de suvisita. Krook, con su botella bajo el brazo (nun-ca sobrepasa un punto determinado de embria-guez ni de sobriedad), tarda algún tiempo enexaminar a su futuro inquilino y parece apro-barlo.

—¿Quiere usted ver la habitación, joven? —

pregunta—. ¡Ah! ¡Es una buena habitación!

Recién encalada. Recién fregada con jabón de

olor y sosa. ¡Je! Vale el doble de su precio, por

no mencionar mi compañía cuando la desee

usted, y una gata estupenda para ahuyentar los

ratones.

63 Fonéticamente, «Weevle» es igual a

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Con estos elogios de su habitación, el viejo

los lleva escaleras arriba, donde, efectivamente,

encuentran la habitación más limpia que antes,

y además con algunos muebles que ha extraído

de sus inagotables reservas. Las negociaciones

terminan en seguida, pues el Lord Canciller no

puede ser demasiado exigente con el señor

Guppy, dada la relación de éste con Kenge y

Carboy, con Jarndyce y Jarndyce y con otras

causas célebres que lo hacen digno de gran es-

«Weevil»=«gorgojo».

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tima profesional, y se llega al acuerdo de que el

señor Weevle vendrá al día siguiente a tomar

posesión. Después, el señor Weevle y el señor

Guppy se van a Cook's Court, Cursitor Street,

donde se efectúa la presentación oficial del

primero de ellos al señor Snagsby, y (lo que es

más importante) se obtienen el voto y el interés

de la señora Snagsby. Después comunican có-

mo han ido las cosas al eminente Smallweed,

que con la chistera puesta espera en la oficina

sólo para oírlos, y se separan, mientras el señor

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Guppy explica que de buena gana terminaría el

festejo invitándolos al teatro, pero hay acordes

del corazón de los hombres que convertirían la

velada en una burla huera.

Al día siguiente, al atardecer, el señor Weev-le se presenta modestamente en casa de Krook,no precisamente cargado de equipaje, y se esta-blece en su nuevo alojamiento, donde los dosojos de las contraventanas lo contemplan, comoextrañadísimos, mientras duerme. Al otro día,el señor Weevle, que es un joven mañoso paratratarse de un pillo como él, pide en préstamo ala señorita Flite una aguja e hilo, y a su caseroun martillo, y se pone a trabajar en la confec-ción de unos simulacros de cortinas para susventanas y unos remedos de cajones, tras locual cuelga de unos ganchos sus dos tazas deté, su jarra de leche y la poca vajilla que tiene,

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como un marinero que acaba de naufragar y selas arregla lo mejor que puede.

Pero lo que más aprecia el señor Weevle desus escasas posesiones (después de sus patillasrubias, a las que tiene un cariño como el quesólo unas patillas pueden despertar en el cora-zón de un hombre) es una magnífica colecciónde grabados al cobre de esa obra verdadera-mente nacional que son las Divinidades de Al-bión, o Galería de la Galaxia de Bellezas Britá-nicas, que representa a damas con título y a lamoda luciendo toda la diversidad de sonrisasque puede producir el arte, sumado al capital.Con esos magníficos retratos, indignamenteconfinados en una sombrerera mientras él an-duvo oculto en los huertos, decora su aparta-mento, y como la Galería de la Galaxia de Be-llezas Británicas está ataviada con todo génerode vestidos de gala, toca todo género de ins-trumento musical, acaricia a todo género deperros, contempla todo género de panoramas y

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se apoya en todo género de macetas y balaus-tradas, el resultado es imponente.

Pero el Gran Mundo es la debilidad del se-ñor Weevle, como lo era de Tony Jobling. Paraél es de un consuelo inefable tomar prestadopor las tardes el periódico de ayer en las Armasdel Sol y leer lo que ocurre entre los brillantes ydistinguidos meteoros que corren disparadosen todas las direcciones por el cielo del GranMundo. El enterarse de qué miembro de québrillante y distinguido círculo realizó la brillan-te y distinguida hazaña de ingresar en él ayer, ocontempla la no menos brillante y distinguidahazaña de salir de él mañana, le hace tiritar degozo. El estar informado de lo que pasa en laGalería de la Galaxia de Bellezas Británicas, ode lo que va a pasar, o de qué matrimonios secomentan en la Galaxia, y de los rumores quecirculan en la Galaxia, es familiarizarse con losdestinos más gloriosos de la Humanidad. Elseñor Weevle regresa dé esta información a losretratos de la Galería a los que la información

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se refiere, y parece conocer a los originales, yser conocido de éstos.

Por lo demás, es un inquilino tranquilo, lle-no de trucos y recursos útiles, como ya se hamencionado, que sabe cocinar y limpiar por sísolo, además de hacer trabajos de carpintería, yque va manifestando tendencias sociablescuando caen sobre la plazoleta las sombras delatardecer. En esas horas, cuando no recibe lavisita del señor Guppy, o de una miniatura deéste a la que casi no se ve bajo su chistera oscu-ra, sale de su cuarto gris (donde ha heredado elescritorio lleno de manchas de tinta) y charlacon Krook, o «es muy campechano», como di-cen encomiásticamente en la plazoleta de todoel que esté dispuesto para la charla. En conse-cuencia de lo cual, la señora Piper, primeradama de la plazoleta, se siente impulsada ahacer dos observaciones a la señora Perkins: laprimera es que si su Johnny se dejara las pati-llas, ojalá que fuesen como las de ese joven, y lasegunda, «y tome nota de lo que le digo, señora

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Perkins, y no se sorprenda, ¡pero no me extra-ñaría nada que ese joven acabe por ser el here-dero del señor Krook!».

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CAPÍTULO 21

La familia Smallweed

En un barrio bastante feo y bastante malo-liente, aunque uno de sus cerros porta el nom-bre de Monte Agradable, es donde el silfoSmallweed, de nombre de pila Bartholomew, yapodado en familia Bart, pasa la escasa parte desu tiempo que no le ocupan el bufete y las acti-vidades conexas. Vive en una callejuela estre-cha, siempre solitaria, sombría y triste, enladri-llada por todos sus costados como una tumba,pero donde todavía queda el muñón de un ár-bol añoso, que exhala tantos aromas de frescory naturaleza como el señor Smallweed exhalade juventud.

Desde hace varias generaciones, en la familiaSmallweed no ha habido más que un niño. Hahabido ancianitos de ambos sexos, pero no hahabido niños hasta que a la abuela del señor

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Smallweed, todavía viva, se le empezó a re-blandecer el cerebro y cayó (por primera vez ensu vida) en un estado de infantilismo. No cabeduda de que con gracias infantiles tales como latotal carencia de capacidad de observación, dememoria, de comprensión y de interés, la abue-la del señor Smallweed ha aportado la alegría ala vida de la familia.

En la casa también vive el abuelo del señor

Smallweed. Está totalmente impedido de las

extremidades inferiores, y casi totalmente de

las superiores, pero la cabeza la tiene intacta.

En ella caben, con la misma perfección de

siempre, las cuatro reglas de la aritmética y un

cierto número de hechos indiscutibles. En cuan-

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to a capacidad para tener ideas, reverencia,

imaginación y otros atributos frenológicos,

esa cabeza no está disminuida en nada. Todo

lo que se ha metido el abuelo del señor

Smallweed en la cabeza a lo largo de su vida

han sido larvas para empezar y siguen siendo

larvas para terminar. Jamás ha dado a luz una

sola mariposa.

El padre de este agradable abuelo, del ba-rrio de Monte Agradable, era una especie dearaña bípeda con piel de paquidermo y obse-sionada por el dinero, que tejía para atraparmoscas confiadas y después retirarse a suagujero hasta tenerlas bien atrapadas. El Dios

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de aquel viejo pagano se llamaba InterésCompuesto. Vivió por él, se casó por él, mu-rió por él. Cuando sufrió grandes pérdidas enuna pequeña y honesta empresa, en la cual setrataba de que todas las pérdidas las sufrierala otra parte, se rompió algo en su interior(algo necesario para su existencia, luego nopuede haber sido el corazón), y así terminó sucarrera. Como no tenía buena fama y se habíaeducado en una escuela de caridad, en cursosen los que había memorizado perfectamentelos antiguos pueblos de los amorreos y losheteos, solía decirse de él que era un buenejemplo de lo poco que vale la educación.

Su espíritu se transmitió por conducto a suhijo, a quien siempre había aconsejado que se«lanzara» cuanto antes, y a quien colocó deauxiliar en el despacho de un escribano astutocuando cumplió los doce años. Allí fue dondecultivó el joven su inteligencia, que era de índo-le famélica y ansiosa, y al ir desarrollando lascaracterísticas familiares, fue ascendiendo gra-

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dualmente en la profesión de prestamista. Selanzó de joven y se casó de edad madura, igualque había hecho su padre antes que él, y tam-bién él engendró un hijo famélico y ansioso,que a su vez se lanzó de joven y se casó en sumadurez, y fue padre de los mellizos Bart-holomew y Judith Smallweed. Durante todo eltiempo que consumió este lento crecimiento delárbol genealógico, la casa de Smallweed, en laque todos se lanzan jóvenes y se casan madu-ros, ha ido reforzando su carácter práctico, haido desechando todas las diversiones, desapro-bando todos los libros de cuentos, los cuentosde hadas, las novelas y las fábulas, y ha idoextirpando todo género de frivolidades. A esose debe el que haya tenido la satisfacción de nocontar nunca con un niño entre sus miembros,y el que los hombrecitos y las mujercitas que haengendrado se hayan señalado por su parecidocon simios viejos y deprimidos.

En estos momentos, en la salita sombría aunos cuantos pies por debajo del nivel de la

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calle (una salita gris, fea, adornada únicamentepor una tapicería de fieltro de lo más burdo ypor unas bandejas de té del más duro de loshierros, y que en lo ornamental constituye unaperfecta representación de la mentalidad delAbuelo Smallweed), sentados en dos sillas deportero64, de crin negra, negra, el señor y laseñora Smallweed tienen la costumbre de pasarel tiempo vigilando, y en el saliente de la chi-menea entre ellos hay una especie de horca decobre para los asados, que también supervisa élcuando se está utilizando. Bajo el asiento delvenerable señor Smallweed, y protegido por laspiernecillas raquíticas de éste, hay un cajónque, según se dice, contiene sumas fabulosas. Asu lado hay un cojín de reserva, que siempretiene dispuesto, con objeto de tener algo quetirar a la venerable compañera de su respetableancianidad cada vez que ella menciona algo

64 Sillas de respaldo muy amplio, bajo lascuales había un cajón que, al abrirse, servía de tabu-rete, y que podía contener un brasero

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relativo al dinero, tema al cual él es sumamentesensible.

—¿Y dónde está Bart? —pregunta el AbueloSmallweed a Judy, la hermana gemela de Bart.

—Entoavía no ha llegao —responde Judy.—Es la hora del té, ¿no?—No.—Entonces, ¿cuánto crees tú que falta?—Diez minutos.—¿Qué?—Diez minutos —eleva la voz Judy.—¡Vaya! —dice el Abuelo Smallweed—.

Diez minutos.Cuando la Abuela Smallweed, que ha estado

murmurando y meneando la cabeza en la di-rección de los trébedes, oye que se mencionancifras, las relaciona con dinero, y chilla, comoun loro viejo, horrible y desplumado:

—¡Diez billetes de diez libras!Inmediatamente, el Abuelo Smallweed le ti-

ra el cojín.

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—¡Cierra el pico, maldita sea! —exclama elbondadoso anciano.

El efecto de este exabrupto es doble. No sólohace a la señora Smallweed hundir la cabeza enun lado de su silla de portero, y le hace revelar,cuando su nieta la saca de allí, un bonete enmuy mal estado, sino que el esfuerzo realizadorebota sobre el propio señor Smallweed, quecae hacia atrás en su silla de portero, como untítere roto. Como en esos momentos el excelen-te anciano no es sino un saco de ropa revestidode una gorra negra, no tiene un aspecto muyanimado hasta que su nieta lo somete a dosoperaciones, la primera consistente en sacudir-lo como si fuera un enorme frasco y la segundaen golpearlo y aporrearlo como si fuera unaenorme almohada. Cuando por estos medios vaapareciendo en él una semblanza de cuello, él yla compañera del crepúsculo de su vida vuel-ven a quedarse sentados frente a frente en susdos sillas de portero, como un par de centinelas

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olvidados tiempo ha en su puerto por el Sar-gento de las Tinieblas: la Muerte.

Judy, la gemela, es una digna compañera deestos dos personajes. Es tan indudable que setrata de la hermana del más joven de los seño-res Smallweed, que si se fundieran los dos enuno solo apenas si resultaría una persona jovende medianas proporciones, y al mismo tiempoes un ejemplo tan perfecto del parecido de estafamilia a la tribu de los simios, que podría ata-viarse con un vestido y una gorra de lentejuelasy pasearse por la tapa de un organillo sin susci-tar demasiados comentarios como espécimenraro. Sin embargo, en estos momentos sólo lle-va un vestido sencillo y austero de paño negro.

Judy nunca tuvo una muñeca, nunca oyóhablar de la Cenicienta, nunca jugó a nada. Unao dos veces estuvo en compañía de niños,cuando ella tenía unos diez años, pero los niñosno se podían entender con Judy, y Judy no sepodía entender con ellos. Parecía un animal deotra especia, y ambas partes experimentaron

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una repugnancia mutua instintiva. Es muy du-doso que Judy sepa reírse. Ha visto la risa tanpocas veces que lo más probable es que no sepade qué se trata. Desde luego, es imposible quetenga la menor idea de lo que es una risa juve-nil. Si intentara lanzar ella una, le tropezaría enlos dientes, pues imitaría con los gestos de lacara, igual que ha imitado inconscientementetodos sus demás gestos, a su modelo: la mássórdida vejez. Así es Judy.

Y su hermano gemelo sería incapaz de bailarun trompo aunque le fuera en ello la vida. Nosabe quiénes fueron Jack el Matagigantes niSimbad el Marino, igual que no sabe nada de lagente que habita en las estrellas. Sería tan capazde jugar a la rana o a los bolos como de trans-formarse él mismo en rana o en bolo. Pero tienemucha más suerte que su hermana, porque ensu limitadísimo mundo se ha abierto una puer-ta a perspectivas más amplias, como las que sehallan en los horizontes del señor Guppy. De

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ahí su admiración por esa luminaria y su deseode emularla.

Judy, con grandes ruidos y aspavientos, po-ne en la mesa una de las bandejas de hierro ycoloca las tazas y los platillos. Pone el pan enun cesto de hierro y la mantequilla (que no esmucha) en un platito de peltre. El AbueloSmallweed mira fijamente mientras le sirven elté y pregunta a Judy dónde está la chica.

—¿Se refiere usted a Charley? —preguntaJudy.

—¿Qué? —dice el Abuelo Smallweed.—¿Si se refiere usted a Charley?Eso impulsa un resorte en la Abuela Small-

weed, que con una mueca dirigida, como siem-pre, hacia los trébedes, exclama:

—¡Ya cruzó los mares! ¡Charley cruzó losmares, Charley cruzó los mares, los mares cru-zó Charley, Charley cruzó los mares, los mares

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cruzó Charley!65 —todo ello con gran energía.El Abuelo mira hacia el cojín, pero todavía nose ha recuperado lo bastante de su reciente es-fuerzo.

—¡Ja! —exclama cuando se produce el silen-cio—... Como se llame. Come muchísimo. Másvaldría darle algo y que se pagara ella la comi-da.

Judy hace un guiño igual que los de su her-mano, niega con la cabeza y forma un «no» conla boca, sin llegar a pronunciarlo.

—¿No? —replica el viejo—. ¿Por qué no?—Necesitaría seis peniques al día y pode-

mos darle de comer por menos que eso —diceJudy.

—¿Seguro?Judy responde con un gesto preñado de sen-

tido y mientras va untando el pan de mantequi-

65 Alusión a una canción que los partidariosdel Príncipe Carlos («el Hermoso») Estuardo entona-ban en el siglo XVIII cuando este pretendiente altrono británico se exilió en la Europa continental

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lla con grandes precauciones para no malgas-tar nada, y va cortándolo en rodajas, llama:

—¡Eh, Charley! ¿Dónde andas?Una muchachita vestida con un burdo de-

lantal y un gorro enorme, con las manos húme-das y llenas de jabón y un cepillo áspero en unade ellas, acude tímida a la llamada y hace unareverencia.

—¿Qué andas haciendo? —pregunta Judycon un gruñido, como una arpía rabiosa.

—Estaba limpiando el desván de arriba, se-ñorita —replica Charley.

—Pues limpia bien y no pierdas el tiempo.¡Ya sabes que no soporto la vagancia. ¡Rápido!¡Vamos! —grita Judy mientras da una patadaen el suelo—. ¡Cómo está el servicio!

Cuando la austera matrona vuelve a su tareade rebañar la mantequilla y cortar el pan caesobre ella la sombra de su hermano, que mirapor la ventana. Cuchillo y pan en ristre, le abrela puerta.

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—¡Vaya, vaya, Bart! —dice el AbueloSmallweed—. Ya has llegado, ¿eh?

—Ya he llegado —dice Bart.—¿Has vuelto a salir con tu amigo, Bart?Pequeños gestos de asentimiento.—¿Te ha pagado la comida, Bart?Más pequeños gestos.—Muy bien. Haz que te pague lo más po-

sible, y que su tontería te sirva de ejemplo. Espara lo que vale un amigo así. Es lo único deque te puede valer —dice el venerable sabio.

Su nieto, que no recibe ese buen consejo condemasiado respeto, le concede todo el recono-cimiento que pueda caber en un guiño y unainclinación de cabeza, y ocupa una silla a lamesa del té. Entonces, las cuatro caras de viejosse ciernen sobre las tazas, como un grupo dequerubines deformes; la señora Smallweed nopara de volver la cabeza a murmurar algo endirección a las trébedes, y al señor Smallweedhay que agitarlo constantemente, como si fuerauna pócima.

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—Sí, sí —dice el venerable anciano, volvien-do a impartir su sabiduría—. Eso es lo que tehubiera aconsejado tu padre, Bart. Es una penaque no llegaras a conocer a tu padre. Era mivivo retrato —sin aclarar si lo que quiere decires que era particularmente atractivo—. Mi vivoretrato —repite el venerable anciano, que doblaen dos sobre la rodilla su pan con manteca—,un buen contable, y ya hace quince años quemurió.

La señora Smallweed sigue su instinto habi-tual y prorrumpe en:

—Quince veces cien libras. Quince vecescien libras en una caja negra, quince veces cienlibras bajo llave, ¡quince veces cien libras bienescondidas!

Inmediatamente, su digno marido deja a unlado el pan con mantequilla y le tira el cojín, ladeja aplastada contra un lado de la silla y sehunde, agotado, en la suya. Su aspecto, trashacer estas amonestaciones a la señora Small-weed, es especialmente impresionante, y no del

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todo atractivo; en primer lugar, porque el es-fuerzo suele hacer que la gorra negra le caigasobre un ojo y le da un aire de gnomo disoluto;en segundo lugar, porque murmura violentasimprecaciones contra la señora Smallweed, y entercer lugar, porque el contraste entre esas vi-gorosas manifestaciones y su cuerpo inanimadosugieren un espíritu viejo y maligno que, sipudiera, cometería todo género de maldades.Sin embargo, todo ello es tan frecuente en elcírculo de la familia Smallweed que no impre-siona a nadie. Basta con dar una sacudida alvenerable anciano y ponerle las piezas en or-den, con volver a poner el cojín en su sitio, a sulado, y con volver a plantar en su silla a la an-ciana, quizá tras ajustarle el bonete y quizá no,lista para que la vuelvan a tumbar como si fue-ra un bolo.

En esta ocasión pasa algún tiempo antes deque el venerable anciano se calme lo suficientepara reanudar su discurso, e incluso entonces lova mezclando con varias interjecciones edifi-

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cantes dirigidas a su inconsciente cara mitad,que no se comunica con nadie en el mundo,salvo las trébedes. Y continúa diciendo:

—Bart, si tu padre hubiera vivido unos añosmás, podría haber tenido mucho dinero (¡char-latana infernal!), pero justo cuando estaba em-pezando a levantar la casa, después de haberpuesto los cimientos hacía tanto tiempo (¡quédiablos quieres, so cacatúa, so loro, so arpía!),se puso malo y se murió de una fiebre baja, élque siempre había sido hombre ahorrativo yfrugal, que no se ocupaba más que de los nego-cios (¡ya me gustaría poderte tirar un gato envez de un cojín, y si sigues con ésas, te juro quelo hago! ), y tu madre, que era una mujer pru-dente, más seca que una pasa, se fue consu-miendo cuando nacísteis tú y Judy (¡cerda pe-cadora! ¡So cochina!).

Judy, a quien no le interesa escuchar la his-toria por enésima vez, empieza a recoger en untazón varios riachuelos de té, que fluyen de losfondos de las tazas y de los platillos y de la te-

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tera, para la comida vespertina de la criadita.También recoge en la panera de hierro todoslos pedazos de cortezas y corruscos de pan queha dejado sin consumir la rígida economía de lafamilia.

—Tú padre y yo éramos socios, Bart —diceel venerable anciano—, y cuando yo desaparez-ca todo será para ti y para Judy. Es una suerteque los dos os hayáis lanzado de jóvenes: Judyal negocio de las flores y tú al del derecho. Se-guro que no os lo vais a gastar. Os ganaréis lavida sin necesidad de eso, y lo que haréis seráaumentar el capital. Cuando yo desaparezca,Judy volverá al negocio de las flores y tú segui-rás en el del derecho.

Cabría deducir por el aspecto de Judy que sunegocio es más bien de espinas que de flores,pero es cierto que en su infancia fue aprendizadel arte y el misterio de la confección de floresartificiales. Un observador atento quizá podríadetectar, tanto en su mirada como en la de suhermano, cuando su venerable abuelo prevé su

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propia desaparición, una cierta impaciencia porsaber cuándo va a desaparecer, y una opiniónun tanto agria de que ya es hora de que desapa-rezca.

—Y ahora, si todos hemos acabado —diceJudy, que ha terminado con sus preparativos—,voy a llamar a esa chica para que se tome el té.Si se lo toma sola en la cocina seguro que seeterniza.

En consecuencia, se llama a Charley, que,sometida a un bombardeo de miradas, se sientaante su tazón y unas ruinas druídicas de pancon mantequilla. En su supervisión activa deesta joven, Judy Smallweed parece alcanzar unaedad perfectamente geológica y datar de épo-cas remotísimas. La forma sistemática en que lacensura y la critica, con pretexto o sin él, hagalo que haga, es maravillosa; revela un dominiodel arte de tratar a las domésticas raras veceslogrado por los más veteranos en el oficio.

—Vamos, no te quedes como un pasmarotetoda la tarde —exclama Judy meneando la ca-

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beza y dando patadas en el suelo cuando tro-pieza con la mirada que antes exploraba el ta-zón de té—, cómete lo que sea y vuelve al tra-bajo.

—Sí, señorita —dice Charley.—No me digas que sí —responde la señorita

Smallweed—, porque ya sé cómo sois todas laschicas. Si hicieras lo que tienes que hacer y nome dijeras nada, entonces a lo mejor empezaríaa creerte.

Charley da un enorme trago de té en señalde sumisión, y dispersa de tal modo las ruinasdruídicas que la señorita Smallweed le dice queno sea glotona, cosa repulsiva en «todas laschicas», observa. A Charley quizá le resultaríadifícil satisfacer sus opiniones acerca del temade las chicas en general, pero se ve salvada poruna llamada a la puerta.

—¡Mira a ver quién es y no mastiques alabrir la puerta! —grita Judy.

Cuando el objeto de sus atenciones se retiraa cumplir la orden, la señorita Smallweed

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aprovecha la oportunidad para reunir comopuede los restos del pan y la mantequilla y lan-zar al reflujo del cuenco del té dos o tres tazassucias, como sugerencia de que considera pa-sado el momento de comer y beber.

—¡Bueno! ¿Quién es y qué quiere? —pregunta la irritable Judy.

Parece que se trata de un tal «señor George».El señor George entra sin más anuncio ni cere-monias.

—¡Caramba! —dice el señor George—. Vayacalor que hace aquí. Siempre tienen la chime-nea encendida, ¿eh? ¡Bueno, quizá valga la pe-na que se vayan acostumbrando al fuego —estaúltima frase termina diciéndola para sus aden-tros el señor George, mientras hace un gesto alseñor Smallweed.

—¡Vaya, vaya! Es usted —exclama el vene-rable anciano—. ¿Cómo está? ¿Cómo está?

—Vamos tirando —replica el señor George,tomando una silla—. A su nieta ya he tenido

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el honor de conocerla; buenas tardes, señori-ta.

—Éste es mi nieto —dice el Abuelo Small-weed—. No le conoce usted. Trabaja en cosasde derecho y no pasa mucho tiempo en casa.

—¡Muy buenas tardes! Se parece a su her-mana. Se parece mucho a su hermana. Se pa-rece infernalmente a su hermana —dice elseñor George, que subraya mucho el últimoadverbio, con un tono que no es del todo elo-gioso.

—Y ¿cómo le trata a usted el mundo, señorGeorge? —pregunta el Abuelo Smallweed,frotándose lentamente las piernas.

—Como de costumbre, más o menos comosi fuera un balón de fútbol.

Es un hombre cetrino de cincuenta años,de buen porte y buen aspecto; con el pelooscuro y ondulado, ojos chispeantes y anchopecho. Es evidente que esas manos, musculo-sas y fuertes, tan tostadas como su cara, estánacostumbradas a una vida de asperezas. Lo

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que resulta curioso en él es que se sienta en laparte delantera de la silla como si, debido auna larga costumbre, dejara espacio para algode ropa o de arreos a los que hubiera renun-ciado definitivamente. Además, tiene un pasomedido y lento, que iría bien con el tintineo yel entrechocar de un par de espuelas. Lleva lacara completamente afeitada, pero el gesto dela boca es como si durante muchos añoshubiera estado coronada por un gran bigote,y la forma en que se pasa por ella la palma desu manaza da la misma impresión. En total,cabría suponer que el señor George ha sidoen sus tiempos soldado de caballería.

El señor George no tiene nada en comúncon la familia Smallweed. Nunca ha habidoun soldado de caballería acantonado en unacasa más distinta de él. Es como comparar unsable con un cuchillo para las ostras. Él tieneun cuerpo desarrollado, y ellos son canijos; éltiene gestos amplios que llenan mucho espa-cio, y ellos los tienen mezquinos; él tiene una

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voz sonora, y ellos un tono agudo y chillón;todo en ellos contrasta mucho y de formaextraña. Él, sentado en medio de la salitasombría, un poco inclinado hacia adelante,con las manos apoyadas en los muslos y loscodos pegados al cuerpo, da la impresión deque, si se quedara allí mucho tiempo, absor-bería en sí a toda la familia y a toda la casitade cuatro habitaciones, incluida la cocina adi-cionada a la trasera.

—¿Se frota usted las piernas para reani-marlas? —pregunta al Abuelo Smallweed trasechar un vistazo a la salita.

—Bueno, señor George, en parte es porcostumbre y..., sí..., en parte es para facilitarla circulación.

—¡La cir-cu-la-ción! —repite el señorGeorge, cruzando los brazos sobre el pecho,lo que parece duplicar su volumen—. No dala impresión de que circule usted mucho.

—La verdad es que soy muy viejo, señorGeorge —dice el Abuelo Smallweed—, pero

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llevo muy bien los años. Soy más viejo queésa —con un gesto hacia su mujer— y ya veusted cómo está. ¡Charlatana infernal —añadecon su repentino resurgir de su reciente hosti-lidad.

—¡Pobrecilla! —dice el señor George, vol-viendo la cabeza hacia ella—. No le gruña a lavieja. Fíjese, con esa pobre gorra medio caída;y el pobre pelo medio despeinado. ¡Permíta-me, señora! Ya está mejor. ¡Perfecto! Piense ensu madre, señor Smallweed, si no le basta conque sea su esposa —añade cuando vuelve asu silla después de ayudarla.

—Supongo que habrá sido usted un hijoexcelente, señor George, ¿verdad? —sugiereel anciano con una risita.

El rostro del señor George enrojece cuandoreplica:

—Pues no, no lo he sido.—Eso me extraña.—A mí también. Hubiera debido ser un

buen hijo, y creo que quise serlo. Pero no lo

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he sido. A decir verdad, he sido muy malhijo, y nunca le he valido de nada a nadie.

—¡Qué raro! —exclama el anciano.—Sin embargo —continúa diciendo el señor

George—, cuanto menos se hable de ello mejor.¡Vamos! Ya conoce usted nuestro acuerdo.¡Siempre una pipa con los intereses de los dosmeses! (¡Bah! Está todo en orden. No tema us-ted encargar la pipa. Tenga usted el último pa-garé y el dinero de los dos meses de interés,aunque la verdad es que resulta bien difícilconseguir dinero con mi negocio.)

El señor George se queda sentado con losbrazos cruzados, absorbiendo a la familia y lasalita, mientras Judy ayuda al Abuelo Small-weed a sacar de un escritorio cerrado con llavedos estuches de cuero negro, en uno de los cua-les guarda el Abuelo el documento que acabade recibir, mientras del otro saca un documentoidéntico que entrega al señor George, el cual loretuerce y lo deja listo para encender la pipa.Como el anciano, con las gafas puestas, ins-

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pecciona hasta la última letra de ambos docu-mentos, antes de sacarlos de su prisión de cue-ro, y como cuenta el dinero tres veces y obliga aJudy a repetir por lo menos dos veces cada pa-labra que pronuncia, y como sus movimientosy sus palabras son de lo más trémulo imagina-ble, todo el proceso lleva mucho tiempo. Cuan-do por fin termina, y no antes, aparta de losdocumentos sus dedos y sus ojos ansiosos yresponde a la última observación del señorGeorge diciendo:

—¿Que no tema encargar la pipa? No somostan mercenarios, señor George. Judy, encárgateinmediatamente de la pipa y del brandy conagua fría para el señor George.

Los simpáticos mellizos, que han estado mi-rando al vacío todo este tiempo, salvo un mo-mento de absorción con los estuches negros decuero, se retiran juntos, con muestras de gene-ral desdén hacia el visitante, pero dejan a ésteen manos del anciano, igual que podrían dejar

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dos oseznos a un viajero en manos de la osamadre.

—Y supongo que se pasa usted todo el díasentado ahí, ¿no? —dice el señor George con losbrazos cruzados.

—Así es, así es —asiente el anciano.—Y ¿no hace usted nada en absoluto?—Vigilo el fuego, y lo que se pone a hervir y

a asar...—Cuando ponen algo —dice el señor Geor-

ge con tono muy expresivo.—Así es. Cuando se pone algo.—¿No lee usted ni hace que le lean?El anciano niega con la cabeza, con expre-

sión astuta de triunfo.—No, no. En nuestra familia nunca hemos

leído mucho. No rinde. Bobadas. Despilfarro.Tonterías. ¡No, no!

—Pues no hay mucho donde escoger entreustedes dos —dice el visitante en tono dema-siado bajo para el mal oído del anciano, mien-

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tras pasea la mirada entre él y la mujer, y añadeen voz más alta:— ¡Eh!

—Ya le oigo.—Si alguna vez me retraso un solo día su-

pongo que me hará usted desahuciar.—¡Mi querido amigo! —exclama el Abuelo

Smallweed, alargando las manos para abrazar-lo—. ¡Jamás! ¡Jamás, mi querido amigo! Peroquien sí podría hacerlo sería mi amigo de laCity, al que persuadí para que le prestara a us-ted el dinero.

—¡Ah! ¿No responde usted de él? —pregunta el señor George, que termina la fraseen voz más baja, con las palabras: «¡Viejo men-tiroso, sinvergüenza!»

—Mi querido amigo, es imposible contar conél. Yo no confiaría en él. Exige el pago de susdineros.

—Al diablo con él —dice el señor George, ycuando aparece Charley con una bandeja en laque hay una pipa, un paquetito de tabaco y el

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brandy con agua le pregunta:— ¿Qué haces túaquí? No tienes cara de ser de la familia.

—Vengo a trabajar, señor —responde Char-ley.

El soldado (si es que eso ha sido soldado) lequita el gorrito con gran delicadeza para unamano tan fuerte, y le da una palmadita en lacabeza.

—Casi le das un aire sano a esta casa. Lehace tanta falta alguien joven como que entreaire fresco. Después la despide, enciende lapipa y bebe a la salud del amigo de la City delseñor Smallweed: el único capricho de la ima-ginación que el estimable anciano ha tenido ensu vida.

—Así que usted cree que podría ponerse enplan exigente, ¿eh?

—Creo que sí... Me temo que sí. He visto loque les ha hecho a otros —dice imprudente-mente el Abuelo Smallweed— más de veinteveces.

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Es imprudente porque su inválida media na-ranja, que lleva un rato sesteando junto a lachimenea, se despierta inmediatamente y em-pieza a canturrear: «Veinte mil libras, veintebilletes de veinte libras en una caja de caudales,veinte guineas, veinte millones al 20 por 100,veinte.. . », y se ve interrumpida por el lan-zamiento del cojín, que el visitante, a quieneste singular experimento se presenta comouna novedad, le aparta de la cara cuando va aaplastarse contra ella como de costumbre.

—Eres una idiota infernal. Eres un escor-pión... ¡Un escorpión infernal! Eres un sapopurulento. ¡Eres una bruja charlatana y grito-na, habría que quemarte viva! —jadea el an-ciano, postrado en su silla—. Mi queridoamigo, ¿querría usted sacudirme un poquito?

El señor George, que ha estado mirandocomo loco del uno a la otra, toma a su vene-rable conocido del cuello cuando oye su peti-ción, lo pone tieso en la silla de un solo golpe,como si fuera un muñeco, y parece pregun-

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tarse si no debería darle tal sacudida que yano pudiera lanzar más cojines, y seguirlo sa-cudiendo hasta matarlo. Resiste a la tenta-ción, pero le da tales sacudidas que le hacebalancear la cabeza como si fuera un arlequín,y después lo vuelve a sentar de un golpe ensu silla y le ajusta el gorro retorciéndoselocon tal fuerza que el viejo se queda todo unminuto guiñando los ojos.

—¡Dios mío! —jadea el señor Smallweed—. Basta ya. ¡Gracias, mi querido amigo, bastaya! Dios mío, me ha dejado sin aliento. ¡Diosmío! —Y el señor Smallweed lo dice no sin uncierto miedo de su querido amigo, que ahorase yergue sobre él, más amenazador que nun-ca.

Sin embargo, esa alarmante presencia vahundiéndose gradualmente en su silla y se po-ne a fumar a grandes bocanadas, mientras seconsuela con una reflexión filosófica:

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—El nombre de su amigo de la City empiezapor D, compañero, y tiene usted razón cuandodice que exigirá sin falta lo que se le debe.

—¿Dice usted algo, señor George? —pregunta el anciano.

El soldado niega con la cabeza, se inclinahacia adelante con el codo derecho apoyado enla rodilla derecha y, con la pipa en la mismamano, mientras el otro codo, apoyado en lapierna izquierda, traza un ángulo recto al estilomilitar, sigue fumando. Entre tanto, contemplaal señor Smallweed con expresión grave, y devez en cuando disipa la nube de humo con unamano, para verlo con más claridad.

—Según entiendo —dice, sin modificar supostura ni un ápice más ni menos de lo necesa-rio para llevarse la copa a los labios, con ungesto firme y rotundo—, yo soy el único servivo (o incluso muerto) capaz de sacarle a usteduna pipa de tabaco.

—Bueno —replica el anciano—, es verdadque yo no veo a mucha gente, señor George, y

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que no suelo invitar. No me lo puedo permitir.Pero como usted, siempre tan amable, ha esta-blecido la pipa como una condición...

—Bueno, no es por el valor de la cosa en sí,que no es mucho. Me pareció divertido ponerleesa condición. Sacar algo en limpio de mi dine-ro.

—¡Ja! ¡Es usted ingenioso, muy ingenioso,caballero! —exclama el Abuelo Smallweed,frotándose las piernas con gran vigor.

—Mucho. Desde niño —bocanada—. Unaprueba innegable de mi ingenio es que he sabi-do llegar hasta aquí —bocanada—. Y tambiénlo lejos que he llegado en la vida —bocanada—.Todo el mundo sabe lo ingenioso que soy —dice el señor George calmosamente mientrasfuma— Así es cómo he llegado tan lejos en lavida.

—No se desanime, caballero. Todavía puedeusted prosperar.

El señor George se ríe y bebe.

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El señor Smallweed pregunta con un brilloen los ojos:

—¿No tiene usted parientes que le paguenese pequeño principal o que le den un buenaval o dos para que yo pueda persuadir a miamigo de la City para que le anticipe algo más?A mi amigo de la City le bastaría con dos avalessólidos. ¿No, tiene usted parientes con esasposibilidades, señor George? —pregunta elAbuelo Smallweed, con los ojos chispeantes.

El señor George, que sigue fumando calmo-samente, replica:

—Si los tuviera no iría a molestarlos. Ya lescausé bastantes problemas en mi juventud.Quizá sea la penitencia que se merece un vaga-bundo que ha desperdiciado los mejores añosde su vida el volver a casa de una gente buenade la que nunca fue digno y vivir a costa deella, pero ése no es mi estilo. Entonces yo creoque la mejor forma de compensarlos porhaberme ido lejos es mantenerme lejos de ellos.

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—Pero ¿y el afecto natural, señor George? —sugiere el Abuelo Smallweed.

—A cambio de dos buenos avales, ¿eh? —dice el señor George, negando con la cabeza—.No. Ése tampoco es mi estilo.

El Abuelo Smallweed se ha ido hundiendogradualmente en su silla desde la última vezque lo enderezaron, y ahora no es más que unmontón de ropa, del interior del cual sale unavoz que llama a Judy. Cuando aparece esa hurí,lo sacude como de costumbre, y el anciano leordena que se quede a su lado, pues parecetemer que su visitante vuelva a tomarse la mo-lestia de atenderlo como hace un rato.

—¡Ja! —observa cuando vuelve a quedarbien—. Si hubiera usted podido encontrar alCapitán, señor George, habrían acabado susproblemas. Si cuando vino usted por primeravez, en respuesta a nuestros anuncios en laprensa (y cuando digo «nuestros» aludo a loscolocados por mi amigo de la City y a una odos personas más que aventuran su capital

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igual que él, y que tienen la amabilidad de au-mentar algo mis magros recursos); si entonceshubiera usted podido ayudarnos, señor George,habrían acabado sus problemas.

—Yo estaba perfectamente dispuesto a «aca-bar» con ellos, como dice usted —contesta elseñor George, que ya no fuma con la mismaplacidez que antes, pues desde que entró Judyestá un tanto perturbado por una fascinación,no precisamente admirativa, que lo obliga acontemplarla mientras ella se mantiene en piejunto a la silla de su abuelo—, pero en generalahora celebro no haberlo hecho.

—¿Por qué, señor George? En nombre... delInfierno, ¿por qué no? —pregunta el señorSmallweed, con aire evidentemente exasperado(la mención del Infierno aparentemente se la hasugerido la visión de la señora Smallweed, quese halla sumida en su sueño).

—Por dos razones, compañero.—¿Y cuáles son esas dos razones, señor

George? En nombre de...

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—¿De nuestro amigo de la City? —sugiere elseñor George, que bebe plácidamente.

—Si le parece... ¿Qué dos razones?—En primer lugar —comienza diciendo el

señor George, aunque sigue mirando a Judy,como si al ser tan vieja y tan parecida a suabuelo le diera igual dirigirse a la una o alotro—, me engañaron ustedes. Anunciaron quehabía una buena noticia para el señor Hawdon(o el Capitán Hawdon, si prefiere usted; quienha sido capitán siempre conserva ese título).

—¿Y qué? —responde el viejo, con voz cor-tante y chillona.

—Bien —dice el señor George, que siguefumando—. No creo que fuera una noticia muybuena el verse encarcelado por toda la pandillade acreedores y de jueces de deudas de Lon-dres.

—¿Cómo lo sabe usted? A lo mejor algunode sus parientes ricos le habría pagado susdeudas o llegado a algún acuerdo. Además, élnos había engañado a nosotros. Nos debía a

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todos unas sumas enormes. Yo hubiera preferi-do estrangularlo antes que quedarme sin nada.Cuando me acuerdo de él me siguen dandoganas de estrangularlo —gruñe el anciano, le-vantando sus diez dedos inútiles. Y en accesorepentino de furia le tira un cojín a la inocenteseñora Smallweed, pero no acierta y el cojín caeinofensivo junto a la silla.

—No hace falta que me diga —responde elsoldado, quitándose la pipa de la boca duranteun momento, y apartando la vista de la trayec-toria del cojín hacia la cazoleta de la pipa, cuyocontenido empieza a bajar— que gastaba mu-cho y estaba arruinado. He estado muchas ve-ces a su derecha cuando cargaba contra la ruinaa todo galope. He estado con él en la enferme-dad y la salud, en la riqueza y en la pobreza. Lehe dado esta mano cuando ya lo había gastadotodo y destrozado todo lo que tenía..., cuandose llevó una pistola a la cabeza.

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—¡Ojalá se la hubiera disparado! —dice elbenévolo anciano—, ¡y se hubiera reventado lacabeza en tantos pedazos como libras debía!

—Demasiado estallido —replica serenamen-te el soldado—; en todo caso hubo una épocaen que era joven, tenía un gran porvenir y eraatractivo, y me alegro de no habérmelo encon-trado, cuando ya no tenía nada de eso, para verlo que le esperaba. Ésa es la razón número uno.

—Espero que la número dos sea igual debuena —gruñe burlón el viejo.

—Pues no. Es más bien egoísta. Para encon-trarlo, hubiera tenido que ir a buscarlo al otromundo. Era donde estaba.

—¿Cómo sabe usted que estaba allí?—No estaba en éste.—¿Cómo sabe usted que no estaba en éste?—No pierda usted los modales además del

dinero —dice el señor George, que quita calmo-samente la ceniza de su pipa—. Se ahogó hacemucho tiempo. Estoy convencido. Debe dehaberse caído de un barco. No sé si adrede o

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accidentalmente. Quizá lo sepa su amigo de laCity. ¿Conoce usted esta melodía, señor Small-weed? —añade tras ponerse a silbar una can-ción, acompañándose en la mesa con la pipavacía.

—¿Melodía? —pregunta el viejo—. No. Aquíno gastamos melodías.

—Pues es la Marcha Fúnebre del Saúl deHändel. Es la que tocan cuando se entierra a unsoldado, de manera que es el final natural deeste tema. Ahora, si su guapa nietecita (con supermiso, señorita) condesciende a cuidar deesta pipa durante dos meses, nos ahorraremosel precio de comprar otra para la próxima vez.¡Buenas noches, señor Smallweed!

—¡Mi querido amigo! —el viejo le alargaambas manos.

—¿Así que usted cree que su amigo de la Ci-ty me tratará mal si me atraso en un pago? —pregunta el soldado, que lo mira desde arriba,como un gigante.

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—Mi querido amigo, me temo que sí —contesta el viejo, que lo mira desde abajo, comoun pigmeo.

El señor George se ríe, y con una mirada alseñor Smallweed, y un saludo de despedida ala desdeñosa Judy, sale a zancadas de la salita,con un ruido de sables imaginarios y otrosarreos al marcharse.

—¡Maldito sinvergüenza! —dice el venera-ble anciano, con una mueca horrible hacia lapuerta cuando se cierra ésta—. ¡Pero ya caerásen la trampa, ya caerás!

Tras esta amistosa observación, su espírituse eleva hacia esas regiones encantadas de lareflexión que han abierto a su mente su educa-ción y sus ocupaciones, y una vez más él y laseñora Smallweed van pasando sus horas do-radas, como dos centinelas no relevados, olvi-dados como se ha dicho por el Sargento Negro.

Mientras los dos siguen firmes en sus pues-tos, el señor George avanza por las calles conuna especie de contoneo y un gesto grave. Ya

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son las ocho, y está el día a punto de acabar. Sedetiene junto al Puente de Waterloo a leer uncartel de espectáculos; decide ir al Circo de As-tley. Una vez en él, se queda encantado con loscaballos y los números de los acróbatas; con-templa las armas con ojo crítico; desaprueba loscombates porque evidencian un mal entrena-miento en materia de esgrima, pero se sienteconmovido ante los sentimientos que expresanlas escenas teatrales. En la última escena, cuan-do el Emperador de los Tártaros se sube en uncarruaje y se digna dar su bendición a losamantes reunidos, sobre los que se cierne blan-diendo una bandera británica, el señor Georgetiene los párpados húmedos de la emoción.

Una vez terminado el espectáculo, el señorGeorge vuelve a cruzar el río y llega a la curio-sa región que se halla entre Haymarket y Lei-cester Square, que es un polo de atracción dehoteles anodinos y anodinos extranjeros, juegosde pelota, boxeadores, espadachines, vigilantes,vendedores de porcelana vieja, casas de juego,

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exposiciones y una gran variedad de vidas me-diocres y furtivas. Penetra en el corazón de esaregión y llega, por un patio y un largo pasilloencalado, hasta un gran edificio de ladrilloformado por paredes desnudas, suelos, vigas yclaraboyas, en cuya fachada, si es que cabe cali-ficar eso de fachada, campea un letrero quedice: GEORGE-GALERÍA DE TIRO, ETC.

Entra en George-Galería de Tiro, etc., dondehay luces de gas (parcialmente apagadas, demomento) y dos blancos pintados para el tirocon escopeta, un espacio para el tiro al arco,accesorios para la esgrima y además todo lonecesario para la británica arte del boxeo. Estanoche no se practica ninguno de esos deportes,o ejercicios, en la Galería de Tiro de George,que hasta tal punto está desierta que no la ocu-pa sino un hombrecillo grotesco de enormecabeza, dormido en el suelo.

El hombrecillo está vestido de forma que pa-rece un maestro armero, con un delantal y ungorro de fieltro verde, y tiene la cara y las ma-

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nos manchadas de pólvora y grasa, de tantocargar las armas. Acostado bajo la luz, ante unblanco resplandeciente, el polvo que lo recubrebrilla todavía más. A poca distancia de él está lamesa robusta, rudimentaria y primitiva, en lacual se halla el torno con el que ha estado traba-jando. Es un hombrecillo cuya cara está llena deanfractuosidades y que, por el aspecto azuladoy lleno de manchas de una de sus mejillas, pa-rece haber sufrido una explosión en su trabajo,en una o más ocasiones.

—¡Phil! —exclama el soldado con voz pau-sada.

—¡Presente! —grita Phil, poniéndose en pie.—¿Alguna novedad?—Calma chicha —replica Phil—. Cinco do-

cenas de escopeta y una docena de pistola. ¡Yqué puntería! —gime Phil al recordarlo.

—¡Pues a cerrar la tienda, Phil!Cuando Phil pasa a ejecutar esta orden da la

sensación de que está cojo, aunque se desplazacon gran rapidez. En el lado desfigurado de la

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cara no tiene ceja, y del otro lado una ceja negray poblada, y esa falta de uniformidad le da unaire muy singular y más bien siniestro. Las ma-nos parecen haber sufrido todos los accidentesimaginables, aunque ha conservado todos losdedos, pues las tiene llenas de cicatrices, costu-rones y deformidades. Parece ser muy fuerte, ylevanta unos bancos pesadísimos como si noapreciara su peso. Cojea de manera extraña porla galería, con un hombro pegado a la pared, dela que se despega para agarrar los objetos quebusca, en lugar de ir directamente del uno alotro, lo cual ha dejado un rastro en las cuatroparedes, al que se llama convencionalmente «lahuella de Phil».

Este guardián de la Galería de George cuan-do se halla ausente éste concluye su trabajocuando ha cerrado el portón y apagado todaslas luces menos una, que deja muy baja, y sacade un armario de madera dos colchones y ropade cama. Una vez depositado todo esto a am-

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bos extremos de la Galería, el soldado hace sucama y Phil la suya.

—¡Phil! —dice el propietario, que avanzahacia él tras despojarse de la chaqueta y el cha-leco, y en tirantes posee un aire más marcialque nunca—. A ti te encontraron en un portal,¿no?

—En el arroyo —dice Phil—. Me encontróun sereno.

—O sea que a ti el ser un vagabundo te re-sultó algo natural desde el principio.

—Lo más natural del mundo —dice Phil. —¡Buenas noches!

—Buenas noches, jefe.Phil no puede irse directamente ni siquiera a

la cama, sino que considera necesario recorrerdos lados de la galería y después separarse dela pared para meterse en cama. El soldado, trasdar una vuelta o dos por la galería, y contem-plar la luna, ya visible por las claraboyas, va asu colchón por un camino más corto y tambiénse acuesta.

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CAPITULO 22

El señor Bucket

La alegoría parece encontrarse bastantefresca en Lincoln's Inn Fields, aunque la tardees calurosa, porque el señor Tulkinghorn tienelas dos ventanas abiertas, y el despacho tieneel techo alto y está bien ventilado y sombrío.Es posible que estas características no seanmuy deseables cuando llega noviembre consus nieblas y su granizo, o enero con su hielo ysu nieve, pero tienen sus ventajas durante eltiempo caluroso de las vacaciones de verano.Permiten a la Alegoría, pese a sus mejillas son-rosadas, a sus rodillas como ramos de flores ya sus fuertes pantorrillas tostadas y sus brazosmusculosos, tener un aire moderadamentefresco esta noche.

Entra mucho polvo por las ventanas del se-ñor Tulkinghorn, y hay mucho más acumulado

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entre sus muebles y papeles. Hay una capa es-pesa de polvo por todas partes. Cuando seasusta una brisa del campo, que se ha extravia-do y se lanza a ciegas a recuperar el camino,lanza tanto polvo a los ojos de la Alegoría comolanza el derecho —o el señor Tulkinghorn, unode sus más dignos representantes— a veces alos ojos de los profanos.

En medio de su lóbrego montón de polvo,materia universal a la que se reducen sus do-cumentos y él mismo, y todos sus clientes, ytodo lo que existe sobre la Tierra, animal e in-animado, el señor Tulkinghorn está sentadojunto a una de sus ventanas abiertas, saborean-do una botella de oporto añejo. Aunque eshombre austero, cerrado, seco y silencioso,goza como el que más con el buen vino añejo.Tiene una caja inapreciable de oporto en unabodega disimulada ingeniosamente bajo Lin-coln's Inn, que es uno de sus múltiples secre-tos. Cuando cena a solas en su despacho, co-mo ha hecho hoy, y hace que le traigan del

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café su pescado y su bistec o su pollo, des-ciende con una vela a las regiones resonantesque hay debajo de la mansión vacía y, prece-dido de un remoto tronar de puertas, regresagravemente, envuelto en un aire polvorientoy cargado con una botella, de la que vierte unradiante néctar de cincuenta años que se son-roja en la copa al verse tan famoso y llenatodo el despacho con la fragancia de las uvasdel Sur.

El señor Tulkinghorn paladea su vino, sen-tado en el crepúsculo junto a su ventana.Como si el vino le hablase en voz baja de suscincuenta años de silencio y aislamiento, elhecho es que lo deja todavía más encerradoen sí mismo. Más impenetrable que nunca, sequeda ahí sentado y bebiendo, y se va ablan-dando, por así decirlo, en secreto; pondera,en esa hora intermedia, todos los misteriosque conoce, relacionados con bosques umbrí-os en el campo, y enormes casas vacías y ce-rradas en la ciudad, y quizá dedique uno o

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dos pensamientos a sí mismo y a la historiade su familia, y a su dinero, y a su testamento(todo lo cual es un misterio para todo elmundo), y al único amigo que ha tenido ja-más, un hombre de igual carácter que él, tam-bién abogado, que hizo la misma vida que élhasta cumplir los setenta y cinco años y queentonces concibió (según se supone) la ideade que todo aquello era demasiado mo-nótono, una tarde de verano le regaló su relojde oro a su peluquero, se fue andando calmo-samente hacia el Temple y se ahorcó.

Pero el señor Tulkinghorn no está solo estanoche para reflexionar tanto tiempo como decostumbre. Sentado a la misma mesa que él,aunque con la silla modesta e incómodamenteapartada de ella, hay un hombre calvo, re-posado y lustroso, que tose respetuosamentetapándose la boca con la mano cuando elabogado le dice que llene su copa.

—Bueno, Snagsby —dice el señor Tulking-horn—, repasemos esa vieja historia.

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—Como usted quiera, señor.—Me dijo cuando tuvo usted la amabili-

dad de venir aquí anoche...—Por lo cual le pido excusas si me tomé

una libertad excesiva, señor, pero recordé quese había tomado usted un cierto interés poraquella persona y me pareció posible que...quizá... deseara usted...

El señor Tulkinghorn no es hombre que va-ya a ayudarlo a extraer conclusiones ni quevaya a reconocer ninguna posibilidad en asun-tos que guarden relación consigo mismo. Asíque el señor Snagsby pierde el hilo y dice conuna tosecilla tímida: «Le aseguro que lo lamen-to mucho si me he tomado una libertad...»

—En absoluto —responde el señor Tulking-horn—. Me dice usted, Snagsby, que se puso elsombrero y se vino inmediatamente, sin decirlenada a su mujer. Eso me parece muy prudente,porque no es asunto de tanta importancia quemerezca la pena mencionarlo.

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—Bueno, señor —replica el señor Snagsby—,la verdad es que mi mujercita (por no andarnoscon circunloquios) es curiosa. Es curiosa. Po-brecita, le dan espasmos y le conviene tener lacabeza ocupada. Y por eso la ocupa..., deberíadecir en todo lo que puede averiguar, tanto sies asunto suyo como si no..., sobre todo si no loes. Mi mujercita tiene la cabeza muy ocupada,señor.

El señor Snagsby bebe y murmura admiradocon una tos que tapa con la mano: «¡Dios mío,verdaderamente magnífico! »

—¿Por eso no dijo usted nada de su visita deayer? —pregunta el señor Tulkinghorn—. ¿Nitampoco de la de hoy?

—Sí, señor. Ni tampoco de la de hoy. Mimujercita atraviesa actualmente (para no an-darnos con circunloquios) por una fase de reli-giosidad, o lo que ella considera tal, y asiste alos Ejercicios Vespertinos (que es como los lla-man) de un reverendo llamado Chadband. Éstetiene grandes dotes de elocución, sin duda,

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pero a mí no me agrada demasiado su estilo.Pero eso no tiene importancia. Como mi mujer-cita estaba ocupada en eso, me resultó más fácilvenir aquí discretamente.

El señor Tulkinghorn asiente.—Sírvase usted, Snagsby.—Gracias, señor, muchas gracias —

responde el papelero con su tosecilla deferen-te—. ¡Un vino magnífico, señor!

—Ya es difícil de encontrar —dice el señorTulkinghorn—. Tiene cincuenta años.

—¿De verdad, señor? Pero desde luego nome sorprende saberlo. Podría tener... casi cual-quier edad —y tras rendir este homenaje gene-ral al oporto el señor Snagsby en su modestiatose tapándose la boca con la mano como parapedir excusas por beber algo tan precioso.

—¿Podría usted repetirme, una vez más, loque dijo el muchacho? —pregunta el señor Tul-kinghorn, metiéndose las manos en los bolsillosde su descolorido y anticuado calzón corto, y

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repantigándose calmosamente en la silla. —Con mucho gusto, señor.

Y el papelero repite fielmente, aunque conuna cierta prolijidad, la declaración hecha porJo a los invitados reunidos en la casa. Al llegaral final de su narración, da un respingo y seinterrumpe diciendo: «¡Ay, por Dios, ni siquie-ra me había dado cuenta de que estaba presenteotro caballero!»

El señor Snagsby se alarma al ver entre él yel abogado, a poca distancia de la mesa, a unpersonaje que lleva en la mano un sombrero yun bastón, que lo mira atentamente, que noestaba cuando él llegó y que no ha entrado des-pués de su llegada por puerta ni ventana algu-na. En el despacho hay otra puerta, pero susgoznes no han chirriado, ni se han oído en nin-gún momento pasos sobre el suelo. Y, sin em-bargo, ahí está esa tercera persona, con su mi-rada atenta, su bastón y su sombrero en mano ylas manos a la espalda, que escucha silenciosa ycalmosamente. Se trata de un hombre robusto,

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de aspecto sólido, mirada aguda, vestido denegro, de mediana edad. A primera vista notiene nada de notable, salvo la manera fantas-mal en que ha aparecido, y contempla al señorSnagsby como si fuera a hacerle un retrato.

—No se preocupe por este caballero —diceel señor Tulkinghorn con sus modales reposa-dos—. No es más que el señor Bucket.

—Muy bien, señor —responde el papelero,quien expresa con una tosecilla que no tiene lamenor idea de quién es el señor Bucket.

—Quería que oyese este relato —continúa elabogado—, porque siento un cierto deseo (ytengo mis motivos) de saber más del asunto, yeste señor es muy experto en este tipo de asun-tos. ¿Qué dice usted, Bucket?

—Está muy claro, señor. Como nuestra gen-te ha hecho circular a ese arrapiezo, y no se lepuede encontrar en su antigua ocupación, si elseñor Snagsby no se opone a ir conmigo a Tom-solo y señalármelo, podemos traerlo aquí enmenos de dos horas. Claro que también podría

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encontrarlo yo sin necesidad del señor Snagsby,pero me llevaría más tiempo.

—El señor Bucket es agente de policía,Snagsby —explica el abogado.

—¡Ah! ¿Sí, señor? —replica el papelero, cuyo

escaso pelo revela una gran tendencia a poner-

se de punta.

—Y si efectivamente no se opone usted aacompañar al señor Bucket al lugar menciona-do —continúa el abogado—, le agradeceré mu-cho que vaya con él.

Cuando el señor Snagsby titubea un mo-mento, Bucket penetra hasta el fondo de suspensamientos.

—No tema perjudicar al muchacho —dice—.No corre el menor peligro. El chico no tiene porqué preocuparse. No queremos más que traerloaquí a que responda a alguna preguntilla quequiero hacerle, le pagaremos algo en compen-

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sación y después podrá irse. Es algo que le con-viene. Le prometo personalmente que el chicopodrá volver a su casa sin más problemas. Notema perjudicarlo, porque no es eso.

—¡Muy bien, señor Tulkinghorn! —exclama,más animado y tranquilo, el señor Snagsby—.En tal caso...

—¡Sin duda! Y mire, señor Snagsby —continúa diciendo Bucket, que lo toma del bra-zo y lo aparta a un lado, dándole un golpecilloamistoso en el pecho y hablándole en tono con-fidencial—: usted es un hombre de mundo, unhombre de negocios y de sentido común. Eso losabe usted muy bien.

—Desde luego, le agradezco la buena opi-nión que tiene usted de mí —responde el pape-lero con su tosecilla de modestia—, pero...

—Lo sabe usted perfectamente —dice Buc-ket—. Por eso no hace falta decir a alguien co-mo usted, con un negocio como el suyo, querequiere confianza y una persona bien despier-ta y con los—ojos bien abiertos y la cabeza bien

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puesta sobre los hombros (un tío mío trabajabaen lo mismo que usted); decía que a alguiencomo usted no hace falta decirle que lo mejor ylo más prudente es mantener en silencio losasuntillos de este tipo. ¿Me entiende? ¡En silen-cio!

—Desde luego, desde luego —replica elotro.

—No me importa decirle a usted —señala elseñor Bucket con una franqueza cautivadora—que, según parece, es posible qué el difuntotuviera derecho a un pequeño patrimonio, y esposible que la mujer esa esté maniobrando enrelación con ese patrimonio. ¿Me comprende?

—¡Ah! —exclama el señor Snagsby, pero noparece comprender en absoluto.

—Y, sin duda, lo que usted desea —sigue di-ciendo el señor Bucket, que vuelve a darle alseñor Snagsby un golpecito suave en el pecho,como para tranquilizarlo— es que a ojos de laley todo el mundo debe recibir lo que es justo.Y eso es lo que desea usted, ¿no?

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—Desde luego —asiente el señor Snagsby.

—Debido a lo cual, y al mismo tiempo para

hacer un favor a un... ¿cómo se dice en su pro-

fesión, cliente o comprador? No recuerdo cómo

decía mi tío.

—Bueno, yo, por lo general, digo cliente —replica el señor Snagsby.

—¡Exactamente! —responde el señor Bucket,que le da un apretón de manos muy afectuo-so—, y debido a eso, y al mismo tiempo parahacer un favor a un cliente muy bueno, querráusted venir conmigo discretamente a Tomsoloy mantenerlo todo en silencio después, sin de-cir nada a nadie. ¿Entiendo bien que eso es loque usted desea?

—Tiene usted razón, señor. Toda la razón.

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—Bueno, pues tenga usted su sombrero —añade su nuevo amigo, que parece conocer laprenda igual de bien que si la hubiera fabricadoél mismo—, y si está usted listo, vamos.

Dejan al señor Tulkinghorn bebiendo su vi-no viejo sin que una sola onda rice la superficiede sus profundidades insondables, y bajan a lacalle.

—¿No conocerá usted, por casualidad, a unaexcelente persona llamada Gridley? —preguntaBucket, en amigable conversación, mientrasbajan las escaleras.

—No —dice el señor Snagsby, reflexionan-do— No conozco a nadie que se llame así. ¿Porqué?

—Nada especial —dice Bucket—, salvo que,tras dejarse dominar demasiado por los ner-vios, y amenazar a algunas personas respeta-bles, ahora está escondido para que yo no pue-da detenerlo como tengo órdenes de hacer, yme parece lamentable que una persona inteli-gente actúe de ese modo.

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Por el camino, el señor Snagsby observa concuriosidad que por muy rápido que anden, sucompañero siempre parece estar al acecho yalerta de una manera indefinible; también, que,siempre que gira a la derecha o a la izquierda,hace como si tuviera la idea fija de seguir dere-cho, y el giro lo hace abruptamente en el últimoinstante. De vez en cuando, si pasan junto a unagente de policía de patrulla, el señor Snagsbyadvierte que tanto el agente como su guía pa-recen caer en un estado de profunda abstrac-ción al verse, y que parecen no darse cuenta eluno de la presencia del otro, mientras miranfijamente a un espacio vacío. En unos cuantoscasos, cuando el señor Bucket llega ante algúnjoven de baja estatura que lleva un sombreroreluciente, con el pelo brillante aplastado a am-bos lados de la cabeza, lo toca con el bastón,casi sin mirarlo, y cuando el joven se da la vuel-ta, se evapora instantáneamente. Casi todo eltiempo, el señor Bucket observa las cosas, engeneral, con un gesto tan inmutable como el

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gran anillo de luto que lleva en el meñique, ocomo el broche, compuesto no tanto por di-amantes como por un gran engarce que lleva enla camisa.

Cuando por fin llegan a Tomsolo, el señorBucket se detiene un momento en la esquina yrecibe una linterna sorda del agente que estáallí de servicio, que después lo acompaña consu propia linterna sorda enganchada a la cin-tura. El señor Snagsby pasa entre sus dos con-ductores por en medio de una calle sórdida, sinventilación, enfangada y llena de charcos malo-lientes —aunque en el resto de la ciudad lascalzadas están secas—, de la que se desprendentales hedores y visiones que quien haya vividotoda su vida en Londres apenas si puede darcrédito a sus sentidos. De esta calle y sus mon-tones de ruinas salen otras calles y otros calle-jones tan horrendos que el señor Snagsby sesiente mal física y espiritualmente, como si sefuera hundiendo más a cada momento en unabismo infernal.

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—Apártese usted un momento, señorSnagsby —dice Bucket cuando se les acerca unaespecie de palanquín andrajoso, rodeado de ungrupo vociferante—. ¡Es la fiebre que viene porla calle!

Cuando pasa a su lado la víctima invisible,la multitud abandona ese objeto de atracción yse cierne en torno a los tres visitantes como unapesadilla poblada de rostros horribles, y des-pués desaparece entre callejas y ruinas y detrásde unos muros, aunque con gritos intermitentesy silbidos agudos de advertencia sigue recor-dándoles que allí sigue hasta que se marchandel lugar.

—¿Son ésas las casas de la epidemia, Darby?—pregunta fríamente el señor Bucket al enfocarcon su linterna sorda una pila de ruinas malo-lientes.

Darby replica que «todas ellas», y ademásque en toda la fila, desde hace meses, la gente«muere a docenas», y se la llevan, tantos a losmuertos como a los moribundos, «como a ove-

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jas apestadas». Cuando Bucket observa al señorSnagsby, al volverse a poner en marcha, que notiene buena cara, el señor Snagsby respondeque le da la sensación de que le resulta imposi-ble respirar ese aire fétido.

Preguntan en varias casas por un chico lla-mado Jo. Como en Tomsolo son pocas las per-sonas conocidas por su nombre de pila, muchagente trata de averiguar si el señor Snagsby serefiere al Zanahoria, o al Coronel, o al Ahorca-do, o al Cincel, o al Tip el Terrier, o al Flaco, oal Ladrillo. El señor Snagsby lo describe unavez tras otra. Hay diversidad de opinionesacerca del original de su retrato. Unos piensanque debe ser el Zanahoria, otros dicen que elLadrillo. Les traen al Coronel, pero no se le pa-rece en nada. Cada vez que el señor Snagsby ysus conductores se detienen, se forma una mul-titud en torno a ellos, y desde sus filas escuá-lidas le llegan al señor Bucket consejos obse-quiosos. Cada vez que se ponen en marcha ybrillan furiosamente sus linternas, la multitud

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desaparece y revolotea en torno a ellos por loscallejones, entre las ruinas y tras los muros,igual que antes.

Por fin se encuentra una madriguera, en laque suele pasar las noches el Duro, o el chicoDuro; y parece que el chico Duro puede ser Jo.Una comparación de notas entre el señorSnagsby y la propietaria de la casa —una carade borracha envuelta en un pañuelo negro, quesale de entre un montón de trapos caídos en elsuelo de una perrera que constituye su residen-cia particular— desemboca en esta conclusión.El Chico Duro ha ido al médico a buscar unfrasco de medicina para una enferma, pero va avolver en seguida.

—¿Y quién hay aquí esta noche? comenta elseñor Bucket, abriendo otra puerta, que iluminacon su linterna sorda—. Dos borrachos, ¿eh? ¿Ydos mujeres? Los hombres están bien —añade,tras apartar a cada uno de ellos el brazo conque se tapa la cara para contemplarla—. ¿Sonvuestros hombres, chicas?

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—Sí, señor —responde una de las mujeres—.Son nuestros maridos.

—Ladrilleros, ¿eh?—Sí, señor.—¿Qué hacéis aquí? No sois de Londres.—No, señor. Somos de Hertfordshire.—¿De qué parte de Hertfordshire? —Saint Albans.—¿Y os dedicáis a vagabundear?—Llegamos a pie ayer. Allí no hay trabajo,

pero con venir aquí no hemos sacado nada, yme creo que no vamos a sacar nada en limpio.

—Desde luego, aquí no —dice el señor Buc-ket, volviendo la cabeza hacia las figuras queyacen inconscientes en el suelo.

—Y tanto que no —replica la mujer, con unsuspiro—. Jenny y yo lo sabemos de sobras.

Aunque el cuarto tiene dos o tres pies másde altura que la puerta, tiene el ennegrecidotecho tan bajo, que el más alto de los visitanteslo tocaría con la cabeza si se irguiera. Es ofensi-vo para todos los sentidos; incluso el velón arde

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con una llama pálida y enfermiza en ese airecontaminado. Hay dos bancos alargados y otromás alto que hace de mesa. Los hombres yacendormidos en el mismo punto en el que cayeron,pero las mujeres están sentadas al lado del ve-lón. La mujer que ha hablado lleva en brazosun niño muy pequeño.

—¿Qué edad tendrá esa criatura? —pregunta Bucket—. No parece tener más deun día —y ahora habla sin ninguna asperezaal iluminar suavemente al bebé con la linter-na. Al señor Snagsby le trae un recuerdo ex-traño de otro niño, envuelto en un halo deluz, al que ha visto en los cuadros.

—Todavía no ha cumplido las tres sema-nas, señor —dice la mujer.

—¿Es hijo tuyo?—MíoLa otra mujer, que se inclinaba hacia el

bebé cuando entraron ellos en el cuarto,vuelve a inclinarse y le da un beso mientrasél sigue durmiendo.

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—Pareces quererlo tanto como si fuerahijo tuyo —dice el señor Bucket.

—Tuve uno igual que él, señor, y murió.—¡Ay, Jenny, Jenny! —le dice la otra mu-

jer—. Más vale así. ¡Más le vale haber muer-to que seguir vivo, Jenny! ¡Mucho más!

—Bueno, no serás tan antinatural comopara desear que muera tu propio hijo, ¿ver-dad? —exclama el señor Bucket severamen-te.

—Bien sabe Dios que no, señor —le res-ponde ella— Le defendería con mi propiavida si pudiera, igual que cualquier señoro-na.

—Entonces no digas esas cosas —dice elseñor Bucket, que vuelve a ablandarse—.¿Por qué las dices?

—Me vino a la cabeza, señor —replica lamujer, cuyos ojos se llenan de lágrimas—, alver cómo duerme el pobrecito. Si no se vol-viera a despertar, me daría una que me to-marían por loca. Eso lo sé muy bien. Yo es-

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taba con Jenny cuando ella perdió al suyo,¿no es verdad, Jenny?, y sé la pena que ledio. Pero mire usted este sitio. Míreles —contemplando a los que duermen en el sue-lo—. Mire al chico que están buscando, queha salido a hacer una buena obra. ¡Piense enlos chicos que tanto trabajo le dan a usted, ycómo los ve usted crecer!

—Bueno, bueno —dice el señor Bucket—,si le educas para que sea honrado, será laalegría de tu vida y el báculo de tu vejez, yaverás.

—Es lo que pienso intentar —responde ella,secándose los ojos—. Pero esta noche, comoestaba tan cansada y con los dolores de la fie-bre, he estado pensando en todas las cosas conque va a tropezar. Mi hombre se opondrá, y lepegará, y verá cómo me pega a mí, y tendrámiedo de venir a casa, y se puede desviar delbuen camino. Aunque yo me mate a trabajarpor él con todas mis fuerzas, no tengo a nadieque me ayude, y si se hace malo, haga yo lo que

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haga, y si llega un día en que cuando le estévelando el sueño le veo cambiado y endureci-do, ¿no le parece normal que cuando le veodormido en mis brazos piense que más le val-dría morirse, igual que se murió el de Jenny?

—¡Vamos, vamos! —dice Jenny—. Liz, estáscansada y enferma. Déjamele a mí.

Y al tomarlo en brazos desplaza la pañoletade la madre, pero se la vuelve a arreglar rápi-damente sobre el seno herido y contusionadoen el que reposaba el bebé.

—Es mi hijo muerto —dice Jenny, que se pa-sea arriba y abajo arrullando al bebé— el queme hace querer tanto a este niño, y es mi hijomuerto el que hace que ella también le quieratanto y hasta pensar que se le pueden quitar.Mientras ella piensa en eso, yo pienso en lasuerte que sería si pudiera recuperar a mi cari-ñín. ¡Pero las dos pensamos en lo mismo, aun-que no lo sepamos decir bien, porque somosunas pobres desgraciadas!

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Mientras el señor Snagsby se suena la narizy emite una tosecilla de solidaridad, se oyenpisadas fuera. El señor Bucket ilumina la puertacon su linterna y pregunta al señor Snagsby:

—¿Y qué dice usted del Chico Duro? ¿Es és-te?

—Es Jo —dice el señor Snagsby.Jo aparece estupefacto e inmóvil en medio

del círculo de luz, como una figura harapientaen el centro de una linterna mágica, temblorosoal pensar que ha infringido la ley por no habercirculado lo suficiente. Sin embargo, como elseñor Snagsby lo consuela con la seguridad deque «no se trata más que de un trabajo que tevan a pagar, Jo», se recupera, y cuando el señorBucket se lo lleva afuera para sostener una pe-queña conversación en privado, cuenta suhistoria satisfactoriamente, aunque sin alien-to.

—Ya lo he arreglado con el chico —dice elseñor Bucket a su regreso—, y todo está en

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orden. Ahora estamos pendientes de usted,señor Snagsby.

Primero, Jo tiene que terminar su buena obray entregar la medicina que ha ido a buscar, cosaque hace con las lacónicas instrucciones si-guientes: «Hay que tomarlo de golpe.» Des-pués, el señor Snagsby tiene que dejar en lamesa media corona, su panacea universal parauna variedad inmensa de aflicciones. En tercerlugar, el señor Bucket tiene que tomar a Jo porel brazo, un poco encima del codo, para queande un poco por delante de él, sin cuyo ritualno se podría llevar profesionalmente al ChicoDuro ni a ningún otro sujeto a Lincoln's InnFields. Una vez adoptadas esas disposiciones,desean buenas noches a las dos mujeres y vuel-ven a salir a la oscuridad y la fetidez de Tomso-lo.

Salen de allí gradualmente por los mismoscaminos malolientes por los que descendieron aaquel abismo; rodeados de una multitud que vay viene y silba y los acecha, hasta llegar al lími-

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te donde devuelven las linternas al agente. Allí,la multitud, cual un grupo de demonios enjau-lados, se da la vuelta dando gritos, y desapare-ce. Van primero a pie y luego en coche por ca-lles más despejadas y más frescas, por callesque jamás hasta ahora le habían parecido alseñor Snagsby tan claras y tan frescas, hastallegar a la puerta del señor Tulkinghorn.

Mientras suben las sombrías escaleras (pueslas oficinas del señor Tulkinghorn están en elprimer piso), el señor Bucket menciona quelleva en el bolsillo la llave de la puerta de fuera,y que no hace falta llamar. Para una personatan experta en este género de cosas, Bucket tar-da en abrir la puerta, y además hace bastanteruido. Quizá esté advirtiendo de su llegada.

En todo caso, por fin llegan al vestíbulo,donde arde una lámpara, y pasan al despachohabitual del señor Tulkinghorn, donde estababebiendo su vino añejo esta noche. No está él,pero sí están sus dos anticuados candelabros, yel aposento está medianamente iluminado.

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El señor Bucket, que sigue agarrando profe-

sionalmente a Jo, y parece al señor Snagsby

estar dotado de un número ilimitado de ojos,

da unos pasos por el interior del despacho

cuando Jo da un respingo y se para.

—¿Qué pasa? —pregunta Bucket, en susu-rros.

—¡Ahí está! —exclama Jo.—¿Quién?—¡La señora!En medio del aposento, donde cae la luz so-

bre ella, hay una figura femenina, envuelta envelos. Está inmóvil y en silencio. La figura estáfrente a ellos, pero no hace caso de su entrada ysigue erguida como una estatua.

—Ahora, dime cómo sabes que es esa señora—inquiere el señor Bucket, en voz alta.

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—Conozco ese velo —replica Jo, mirando fi-jamente—, y el sombrero, y el vestío.

—No te vayas a equivocar, Duro —advierteBucket, que lo observa atento—. Fíjate bien.

—Me estoy fijando tó lo que puedo —dice Jocon los ojos desorbitados—y es el mismo velo,el mismo sombrero y el mismo vestío.

—¿Y los anillos que me dijiste? —preguntaBucket.

—Son ésos que le brillan —dice Jo, frotándo-se los dedos de la mano izquierda con los nudi-llos de la derecha, sin apartar la mirada de lafigura.

Ésta se quita el guante derecho y muestra lamano.

—Y ahora, ¿qué dices? —pregunta Bucket.Jo niega con la cabeza:—No son esos anillos, ni ná. No es la misma

mano.—¿Qué dices? —repite Bucket, aunque evi-

dentemente se siente complacido, y mucho.

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—La otra tenía la mano mucho más blanca,mucho más delicá y mucho más chica.

—Bueno, y a la próxima me vas a decir queyo soy mi madre —dice el señor Bucket—. ¿Teacuerdas de la voz de la señora?

—Creo que sí —dice Jo.La figura habla:—¿Era mi voz? Seguiré hablando todo el

tiempo que quieras, si no estás seguro. ¿Era mivoz, o se parecía a mi voz?

Jo contempla, sorprendido, al señor Bucket.—¡No se parece ná!—Entonces, ¿por qué dijiste que ésta era la

señora? —replica el temible personaje, señalan-do a la figura.

—Pues —dice Jo, con una mirada perpleja,pero sin sentir su confianza quebrantada en lomás mínimo—, pues porque es el velo, y elsombrero y el vestío. Es ella y no es ella. No esla misma mano, ni los anillos, ni la voz. Pero esel mismo velo, y el sombrero y el vestío, y le

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caen igual que le caían a ella, y es igual de altaque ella, y me dio un soberano y se fue.

—¡Bueno! —dice el señor Bucket pausada-mente—, no nos has valido de gran cosa. Pero,en todo caso, ten cinco chelines. Ten cuidadocómo los gastas, y no te metas en líos. —Cuentafurtivamente las monedas que tiene en unamano y se las pasa a la otra como si fueran fi-chas de juego, cosa que es costumbre en él,pues las usa a menudo para hacer pequeñosjuegos de prestidigitación, y después se las po-ne al chico en la mano en un montoncito y lolleva hasta la puerta, dejando al señor Snagsby,muy poco tranquilo en tan misteriosas circuns-tancias, a solas con la figura velada. Pero cuan-do el señor Tulkinghorn entra en el despacho,se levanta el velo y aparece una francesa debastante buen aspecto, aunque con una expre-sión muy tensa.

—Gracias, Mademoiselle Hortense —dice elseñor Tulkinghorn con su habitual ecuanimi-

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dad—. No la molestaré más con esta pequeñaapuesta.

—¿Tendrá usted la amabilidad de recordar,señor, que actualmente estoy sin empleo? —pregunta mademoiselle.

—¡Desde luego, desde luego!—¿Y de hacerme el favor de darme su influ-

yente recomendación?—Evidentemente, Mademoiselle Hortense.—La palabra del señor Tulkinghorn vale

mucho.—No le faltará a usted, Mademoiselle.—Tenga usted la seguridad de que le quedo

muy agradecida, señor.—Buenas noches.Mademoiselle se marcha con una elegancia

innata, y el señor Bucket, a quien, en caso denecesidad, el papel de maestro de ceremoniastambién le resulta muy natural, la acompañahasta el piso de abajo, no sin una cierta galante-ría.

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—¿Qué le parece, Bucket? —le preguntaTulkinghorn cuando regresa.

—Todo coincide, señor, tal como había pre-visto yo que coincidiría. No cabe duda de queera la otra con el vestido de ésta. El chico fuemuy preciso en cuanto a los colores y todo lodemás. Señor Snagsby, le di mi palabra de quepodría marcharse tranquilo. ¡No me diga queno la he cumplido!

—La ha cumplido usted, señor —contesta elpapelero—, y si ya no le hago falta, señor Tul-kinghorn, creo que mi mujercita se estará po-niendo nerviosa y...

—Gracias, Snagsby; ya no lo necesito —diceel señor Tulkinghorn—. Le estoy muy agrade-cido por las molestias que se ha tomado.

—No hay de qué, señor. Muy buenas no-ches.

—Mire usted, señor Snagsby —dice el señorBucket cuando lo acompaña a la puerta y mien-tras le estrecha la mano reiteradamente—, loque me agrada de usted es que es muy discreto;

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eso es lo que me agrada. Cuando sabe ustedque ha actuado correctamente, lo olvida; acabóel asunto, y no hay más que hablar. Eso es loque me agrada.

—Desde luego, es como me gusta actuar —responde el señor Snagsby.

—No, no se hace usted justicia. No es comole gusta a usted actuar, sino como actúa. Eso eslo que más aprecio yo en las personas de suprofesión.

Snagsby da una respuesta adecuada, y se vaa su casa tan confuso por los acontecimientosde la velada, que no sabe si está despierto o no,duda de la realidad de las calles que recorre,duda de la realidad de la luna que brilla sobresu cabeza. Deja de dudar de todas esas cosas alenfrentarse con la realidad indiscutible de laseñora Snagsby, que está sentada en medio deuna perfecta colmena formada por bigudíes ygorro de dormir, que ha enviado Guster a lacomisaría de policía a informar oficialmente deque han secuestrado a su marido y que en las

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dos últimas horas ha pasado con el mayor de-coro por todo género de desvanecimientos.Pero, como dice con sentimiento la mujercita,¡nadie se lo agradece!

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CAPÍTULO 23

La narración de Esther

Volvimos a casa después de pasar seis se-manas muy agradables en la del señor Boyt-horn. Salíamos a menudo al parque, y rarasveces pasábamos junto al Pabellón en el quenos habíamos refugiado, sin entrar a hablar conla mujer del guardabosques, pero no volvimosa ver a Lady Dedlock más que los domingos, enla iglesia. En Chesney Wold había invitados, yaunque ella estaba rodeada de caras hermosas,la suya seguía manteniendo para mí la mismafascinación que la primera vez. Ni siquiera aho-ra estoy del todo segura de si aquello era dolo-roso o agradable; de si me atraía a ella o mealejaba de ella. Creo que la admiraba con unaespecie de temor, y sé que en su presencia misideas siempre retrocedían, igual que la primeravez, a aquellos tiempos de mis primeros años.

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En más de uno de aquellos domingos llegó aocurrírseme que lo mismo que tan curiosamen-te representaba aquella dama para mí, lo repre-sentaba yo para ella; quiero decir que yo in-quietaba sus pensamientos tanto como ella in-fluía en los míos, aunque de forma diferente.Pero cuando la miraba a hurtadillas y la veíatan compuesta, tan distante e inaccesible, pen-saba que aquello era una debilidad tonta de miparte. De hecho, consideraba que todo mi esta-do de ánimo a su respecto era débil e irracional,y trataba de corregirlo en todo lo posible.

Ocurrió un incidente, poco antes de que nosfuéramos de la casa del señor Boythorn, quedebo mencionar ahora.

Estaba yo paseándome por el jardín, con

Ada, cuando me dijeron que tenía una visita. Al

entrar en la salita donde me esperaba aquella

persona, vi que era la doncella francesa que se

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había quitado los zapatos para andar por la

hierba mojada, aquel día de los truenos y los

relámpagos.

—Mademoiselle —comenzó a decir, mirán-dome fijamente con aquellos ojos tan intensos,aunque, por lo demás, tenía un aspecto agrada-ble, y hablaba sin insolencia ni servilismo—, mehe tomado una gran libertad al venir aquí, perocomo es usted tan amable, Mademoiselle, sabráperdonarme:

—No hay nada que perdonar —repliqué— silo que desea usted es hablar conmigo.

—Eso es lo que deseo, Mademoiselle. Milgracias por darme permiso. Me autoriza usted ahablar con usted, ¿n'est ce pas? —preguntó rá-pida y espontáneamente.

—Desde luego —respondí.

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—¡Es usted tan amable, Mademoiselle! En-

tonces, escuche, por favor. He dejado a Milady.

No lográbamos ponernos de acuerdo. Milady

es tan altiva, ¡tan altanera! ¡Perdón, Mademoi-

selle! ¡Tiene usted razón! —Con su agilidad

mental, se había adelantado a lo que iba yo a

decir inmediatamente, pero no había hecho

más que pensar—. No me corresponde a mí

venir a quejarme de Milady. Pero digo que es

altanera, muy altanera. No diré ni una palabra

más. Eso lo sabe todo el mundo.

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—Continúe, por favor —insté.—Desde luego; Mademoiselle, le agradezco

su cortesía. Mademoiselle, tengo un deseo in-expresable de hallar empleo con una señoritaque sea buena, educada y bella como un ángel.¡Ah, si pudiera tener el honor de ser su donce-lla!

—Lo siento, pero... —comencé.—¡No me rechace tan pronto, Mademoiselle!

—dijo, con una contracción involuntaria de susfinas cejas negras— ¡Déjeme un momento deesperanza! Mademoiselle, sé que este serviciosería menos brillante que el que acabo de aban-donar. Bueno, eso es lo que deseo. Sé que esteservicio sería menos distinguido que el queacabo de abandonar. ¡Bueno! Eso es lo que de-seo. Sé que aquí cobraría menos. Bien. No meimporta.

—Le aseguro —dije, muy inquieta ante lamera idea de tener una doncella así— que yono tengo doncella...

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—Ah, Mademoiselle, pero ¿por qué no? ¡Porqué no, cuando puede usted tener a alguienque le sea totalmente leal! ¡Alguien que estaríaencantada de servirla, que le sería tan fiel, tancelosa de sus cosas, tan leal día tras día! Made-moiselle, deseo con todo mi corazón entrar a suservicio. No hablemos de dinero por ahora.Tómeme tal como vengo. ¡Por nada!

Hablaba con tal fervor que di un paso atrás,casi asustada de ella. Como sin darse cuenta, ensu andar seguía avanzando hacia mí, y hablabarápidamente y en voz baja, aunque siempre concierta elegancia y corrección.

—Mademoiselle, yo soy del Midi, dondesomos de temperamento vivo, y donde quere-mos o no queremos con todas nuestras fuerzas.Milady era demasiado altanera para mí, yo erademasiado altanera para ella. Eso ya pasó, seacabó, ¡se terminó! Recíbame a su servicio, yseré una buena doncella. Haré por usted máscosas de las que se pueda usted figurar. ¡Chist!,Mademoiselle, estoy dispuesta a..., da igual.

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Haré todo lo que me sea posible en todo. Si meacepta usted a su servicio, no se arrepentirá.Mademoiselle, usted no se arrepentirá, y yoseré una buena doncella. ¡No lo puede usted niimaginar!

En la cara se le reflejaba una temible energía,mientras me contemplaba al explicarle yo queme era imposible contratarla (sin considerarnecesario explicarle lo poco que deseaba hacer-lo), lo cual pareció provocar la aparición antemí de una mujer de las calles de París duranteel Terror. Me escuchó sin interrumpirme, ydespués dijo, con su atractivo acento y con vozmuy pausada:

—Bien, Mademoiselle, ya he recibido mirespuesta. Lo siento. Pero ahora tengo que ir aotra parte, a buscar lo que no he podido encon-trar aquí. ¿Tendrá usted la bondad de permi-tirme que le bese la mano?

Me miró con más intensidad al tomármela, y

durante aquel contacto momentáneo pareció

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tomar nota de cada una de las venas que la re-

corrían.

—Me temo haberla sorprendido, Mademoi-selle, el día de la tormenta, ¿no? —preguntó,con una reverencia de despedida.

Confesé que nos había sorprendido a to-dos.

—Hice un juramento, Mademoiselle —dijo, con una sonrisa, y quería dejármelograbado en la cabeza, para cumplirlo fiel-mente—. ¡Y es lo que voy a hacer! ¡Adieu,Mademoiselle!

Así terminó nuestra conferencia, lo cualcelebré mucho. Supuse que se iría del pue-blo, pues no la volví a ver, y no ocurrió na-da que perturbara nuestras apacibles diver-siones veraniegas hasta que pasaron las seissemanas y volvimos a casa, como acababade decir.

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En aquella época, y durante muchas se-manas después, las visitas de Richard fue-ron constantes. Además de venir todos lossábados y domingos, y quedarse con noso-tros hasta el lunes por la mañana, a vecesvenía a caballo, inesperadamente, pasaba lavelada con nosotros y volvía a marcharse ala mañana siguiente. Estaba tan animadocomo siempre, y nos decía que trabajabamucho, pero yo no estaba tranquila a surespecto. Me parecía que todo su trabajoestaba mal orientado. No podía ver que lollevara a ninguna parte, más que a la for-mación de esperanzas ilusorias relativas delpleito, que ya había sido la causa perniciosade tanto dolor y tanta ruina. Nos decía quehabía llegado a la clave del misterio, y esta-ba perfectamente al tanto de que el testa-mento en virtud del cual corresponderían aAda y a él no sé cuántos miles de libras,tenía que aclararse definitivamente, de supo-ner que en el Tribunal de Cancillería existía

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el más mínimo sentido de la Justicia (¡peroqué grande sonaba aquel «de suponer que» amis oídos! ), y que ya no podía faltar muchopara aquella feliz conclusión. Se lo demos-traba a sí mismo con todos los argumentosgastados que había leído en ese sentido, ycada uno de ellos le hacía sumirse más ensu ilusión. Incluso había empezado a fre-cuentar el Tribunal. Nos dijo que allí veía adiario a la señorita Flite, que hablaban yque, al mismo tiempo que se reía de ella, enel fondo de su alma la compadecía. Peronunca se imaginó —¡nunca, mi pobre, miquerido, mi optimista Richard el vínculofatal que se iba forjando entre su propia ylozana juventud y la ajada ancianidad deella; entre sus esperanzas de libertad y lospájaros enjaulados de ella, metida en subuhardilla famélica y víctima de sus desva-ríos.

Ada lo amaba demasiado para desconfiarde él en nada de lo que hiciera o dijera, y

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aunque mi Tutor se quejaba a menudo delviento de Levante y pasaba más tiempo quede costumbre leyendo en el Gruñidero,mantenía un silencio estricto en relacióncon el tema. Por eso, un día en que fui aLondres a ver a Caddy Jellyby, que mehabía llamado, pensé en pedir a Richardque me esperase en la estación de las dili-gencias, con objeto de charlar un rato conél. Allí lo encontré a mi llegada, y nos fui-mos del brazo.

—Bueno, Richard —dije en cuanto mepareció que podíamos hablar en serio—,¿empiezas a sentirte más asentado?

—¡Desde luego, amiga mía! —replicó Ri-chard—. Estoy bastante bien.

—Ya lo has dicho antes, mi querido Ri-chard.

—Y no te parece respuesta, ¿verdad?¡Bueno! Quizá no lo sea. ¿Asentado? ¿Quie-res decir si tengo la sensación de que mevoy asentando?

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—Sí.—Pues no, no podría afirmar que me voy

asentando —dijo Richard, acentuando laúltima palabra, como para subrayar su difi-cultad—, porque es imposible asentarsemientras siga sin asentarse todo este asunto.Cuando digo «asunto», me refiero, natural-mente, a... al tema prohibido. —¿Crees quellegará a asentarse alguna vez? —pregunté.

—No me cabe la menor duda —afirmóRichard.

Seguimos paseando un rato en silencio, ypoco después Richard volvió a hablarmecon su voz más franca y emocionada:

—Mi querida Esther, te comprendo, y teaseguro que me gustaría ser más constante.No me refiero a mi constancia para conAda, pues la quiero mucho, cada día más,sino constante conmigo mismo (no logroexpresar bien lo que quiero decir, no sé porqué, pero estoy seguro de que me compren-des). Si fuera más constante, me habría afe-

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rrado como una lapa a Badger, o Kenge yCarboy, y estaría ya trabajando de manerametódica y sistemática, y no tendría deu-das, y...

—¿Tienes deudas, Richard?—Sí —dijo Richard—, tengo algunas

deudas, mi querida Esther. Y además pasodemasiado tiempo en los billares y sitiospor el estilo. Ahora que te he confesado miscrímenes, seguro que me desprecias, ¿ver-dad, Esther?

—Sabes perfectamente que no —dije.—Eres más generosa conmigo de lo que

lo soy yo muchas veces —me replicó—.Querida Esther, soy un pobre diablo, por noestar más asentado; pero ¿cómo puedo estarmás asentado? Si tú vivieras en una casa sinterminar, no podrías asentarte en ella; siestuvieras condenada a dejar sin terminartodo lo que emprendieras, te parecería difí-cil aplicarte a nada, y, sin embargo, ése esmi caso, por desgracia. Yo nací en medio de

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este litigio inacabado, con todas sus fluc-tuaciones y todas sus posibilidades, y em-pezó a desasentarme antes de que yo pudie-ra comprender la diferencia que hay entreun pleito y un crédito, y ha seguido tenién-dome desasentado toda mi vida; y aquí metienes ahora: consciente a veces de que soyun inútil, e indigno de amar a mi confiadaprima Ada.

Estábamos en un lugar solitario, y al de-cir aquellas palabras se llevó las manos alos ojos y exhaló un gemido.

—¡Ay, Richard —le dije—, no sufras tan-to! Eres de carácter noble, y es posible queel amor de Ada te haga cada día más dignode ella.

—Ya lo sé, amiga mía —replicó, apretán-dome el brazo—, lo sé perfectamente. No tepreocupes por verme un poco débil en estosmomentos, porque llevo mucho tiempopensando en todo el asunto, y a veces me hepropuesto hablar contigo, y unas veces me

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ha faltado la oportunidad y otras el valor.Sé lo que debería inspirarme el pensar enAda, pero no me vale de nada. Estoy dema-siado desasentado incluso para eso. Laquiero con toda mi alma, y, sin embargo, noactúo bien con ella al no actuar bien conmi-go mismo todos los días y a todas horas.Pero esto no va a durar eternamente.Hemos de llegar a una última audiencia, yel fallo nos será favorable, ¡y entonces ve-réis tú y Ada de lo que soy verdaderamentecapaz yo!

Me había angustiado al oírlo sollozar yver que se llevaba las manos a los ojos paracontener las lágrimas, pero aquello me afec-tó infinitamente menos que la animación yla esperanza con que pronunció las últimaspalabras.

—He estudiado bien los documentos,Esther; llevo meses estudiándolos —continuó diciendo, recuperando de golpe sutono alegre—, y puedes creerme si te digo

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que vamos a ganar. ¡Sabe el Cielo que lle-vamos años de retraso, y eso no puede sinoaumentar la probabilidad de que el casotermine rápidamente! De hecho, ya está ins-crito en el calendario de los Tribunales.¡Todo va a arreglarse, y entonces verás!

Recordé que acababa de colocar a los se-ñores Kenge y Carboy en la misma catego-ría que al señor Badger, y le pregunté cuán-do se proponía firmar su pasantía en Lin-coln's Inn.

—¡Vuelta a lo mismo! Creo que nunca,Esther —respondió con un esfuerzo—. Creoque ya me basta de eso. Después de trabajaren Jarndyce y Jarndyce como un forzado, seha saciado mi sed de Derecho, y me he con-vencido de que no me gusta. Además, meda la sensación de que cada vez me des-asienta más el estar constantemente en ellugar de la acción. De manera que, natural-mente, ¿en qué puedo pensar? —terminó

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Richard, que había recuperado su con-fianza.

—No puedo imaginármelo —dije.—No te pongas tan seria —replicó Ri-

chard—, porque, mi querida Esther, es lomejor que puedo hacer, estoy seguro. No escomo si quisiera una profesión para toda lavida. El proceso tiene que llegar a su fin, yentonces tendré una buena posición. No.Para mí se trata de una actividad que es,por su propia índole, más o menos desasen-tada, y, por lo tanto, adecuada para mi con-dición actual... Debería decir la más ade-cuada. ¿Qué es, entonces, lo que estoy pen-sando?

Lo miré, y negué con la cabeza.—¡Qué va a ser, sino el ejército! —dijo

Richard, con tono de total convencimiento.—¡El ejército! —exclamé.—Pues claro que el ejército. Lo que pasa

es que tengo que conseguir un despacho, ydespués ¡estoy colocado! —dijo Richard.

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Y después me demostró, me probó concálculos complicados en su cuaderno de bolsi-llo, que de suponer que hubiera contraído, porejemplo, deudas por valor de 200 libras en seismeses, antes de entrar en el ejército, y que en elmismo período de tiempo no contrajera ningu-na, dentro del ejército, acerca de lo cual estabaperfectamente decidido, esa medida debía im-plicar un ahorro de 400 libras al año, que erauna suma considerable. Y después habló deforma tan ingenua y sincera del sacrificio quehabía hecho al alejarse durante un cierto tiempode Ada, y de la seriedad con la que aspiraba —como verdaderamente pensaba que aspiraba, losé— a devolverle su amor y garantizar su feli-cidad, y a vencer sus propias debilidades, y aconvertirse en el alma misma de la decisión,que me dio gran dolor de corazón. Porque yopensaba: «¿cómo acabaría esto, cómo podríaacabar todo esto, cuando tan pronto y de formatan segura todas sus cualidades viriles estaban

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afectadas por la feroz plaga que destrozabatodas las cosas sobre las cuales caía?

Hablé a Richard con todo mi sentimiento ycon toda la esperanza que entonces no podíasentir, y le imploré que, por amor de Ada, nodepositara ninguna confianza en la Cancillería(en la que nadie confiaba y que todo el mundocontemplaba con temor, desprecio y horror; lesupliqué que la viera como algo tan flagrante ytan perverso que, salvo un milagro, jamás po-dría producir nada bueno para nadie).

Richard asintió complaciente a todo lo que ledije; con un fácil menosprecio del Tribunal y detodo lo demás, y trazó una imagen brillantísimade la vida que iba a llevar, ¡ay!, cuando aquelterrible proceso se resolviera. Nuestra conver-sación fue muy larga, pero en el fondo siemprevolvía al mismo tema.

Por fin llegamos a Soho Square, donde mehabía dado cita Caddy Jellyby, por tratarse deun lugar tranquilo y cercano a Newman Street.Caddy estaba en el jardincillo del centro, y vino

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corriendo en cuanto me vio. Tras unas palabrasalegres, Richard nos dejó a solas.

—Prince tiene un alumno enfrente de aquí,Esther —dijo Caddy—, y nos ha dejado la llave.Así que, si quieres venir conmigo, nos podemosir allí y te puedo decir con tranquilidad por quéquería verte, amiga mía.

—Muy bien, guapa —dije—. Encantada.De manera que Caddy, tras darme un pelliz-

co en la carita, como decía ella, cerró la puerta,me tomó del brazo y empezamos a darnos unasvueltas por el jardincillo.

—Ya sabes, Esther —dijo Caddy, a quien legustaba mucho hablar en confianza—, quecuando me dijiste que estaría mal casarme sindecírselo a Mamá, o incluso mantener en secre-to nuestro compromiso mucho tiempo (aunquehe de decir que no creo que yo le importe mu-cho a Mamá), me pareció que debía mencionartus opiniones a Prince. En primer lugar, porquecreo que debo aprovechar todo lo que me dices

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tú, y en segundo lugar, porque no tengo secre-tos para Prince.

—¿Y estuvo de acuerdo, Caddy?—¡Ah, querida mía! Te aseguro que estaría

de acuerdo con cualquier cosa que tú dijeras.¡No tienes idea de la opinión que tiene de ti!

—¿De verdad?—Esther, pondría celosa a cualquiera que no

fuera yo —dijo Caddy, riéndose y meneando lacabeza—, pero a mí me hace muy feliz, porqueeres la primera amiga que he tenido en mi vida,y la mejor que puedo tener, y nadie puede res-petarte y quererte demasiado para mi gusto.

—Te aseguro, Caddy —respondí—, que par-ticipas en la conspiración general para que yoesté siempre de buen humor. Pero ¿qué me ibasa contar?

—¡Bueno! Lo que te iba a contar —replicóCaddy, cruzando las manos sobre mi brazo, engesto de confianza era que hablamos mucho delasunto, y le dije a Prince: «Prince, como la seño-rita Summerson...»

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—¡Espero que no dijeras «la señorita Sum-merson»!

—¡No, claro! —exclamó Caddy, muy com-placida y con la cara más radiante del mundo—. Dije «Esther». Le dije a Prince: «Como Estherestá muy convencida de eso, Prince, y así me loha expresado, y es lo que repite cuando meenvía esas notas tan amables, que tanto te gustaque te lea, estoy dispuesta a revelar la verdad aMamá en cuanto te parezca bien. Y creo, Prince(añadí), que Esther piensa que yo estaría enmejor posición, más fiel y más honorable entodo, si tú hicieras lo mismo con tu Papá.

—Si, guapita —dije—. Desde luego, eso es loque piensa Esther.

—¡Ya ves que tenía razón yo! —exclamóCaddy—. Bueno, aquello dejó a Prince de lomás preocupado, no porque sintiera la menorduda al respecto, sino porque tiene tan en con-sideración los sentimientos del señor Turvey-drop padre, y temía que el anciano caballerotuviera un ataque, o se desmayara, o le ocurrie-

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ra algo si se lo comunicaba. Temía que el señorTurveydrop pensara que era un desagradecido,y que el golpe fuera demasiado para él. Porqueya sabes, Esther —continuó Caddy—, que elseñor Turveydrop es persona de magnífico por-te, y es sumamente sensible.

—¿De verdad, hija?—Sí, sumamente sensible. Es lo que dice

Prince. Y por eso mi hijito querido... No queríautilizar ese término delante de ti, Esther —seexcusó Caddy, toda sonrojada—, pero, en gene-ral, llamo a Prince mi hijito querido.

Me reí, y también se rió Caddy, ruborizada,y continuó diciendo:

—Eso lo ha dejado, Esther...—¿Dejado a quién, hija?—¡Qué mala eres! —dijo Caddy, con la carita

encendida y riéndose—. ¡A mi hijito querido, sies que insistes! Eso lo ha dejado inquietísimodesde hace semanas, y no hace más que retras-arlo de un día para otro, precisamente por esainquietud. Por fin me ha dicho: «Caddy, si pu-

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diéramos convencer a la señorita Summerson, aquien tanto admira mi padre, para que estuvie-ra presente cuando yo hablara del tema, creoque podría decírselo.» Y yo le prometí que te lopediría. Y además decidí —añadió Caddy, mi-rándome con una mezcla de esperanza y timi-dez— que si consentías, después te pediría quevinieras conmigo a ver a Mamá. A eso me refe-ría cuando te decía en mi esquela que tenía quepedirte un gran favor y una gran ayuda. Y sipudieras hacérmelo, Esther, te estaríamos losdos muy agradecidos.

—Vamos a ver, Caddy —dije, haciendo co-

mo que reflexionaba—. La verdad es que creo

que podría hacer algo más que eso, en caso de

necesidad muy urgente. Hija mía, estoy a tu

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servicio y al de tu hijito querido, en cuanto me

lo digáis.

Caddy quedó transportada por aquella res-puesta mía, pues creo que era tan susceptible ala menor amabilidad o el menor aliento como elcorazón más tierno que jamás haya latido en elmundo, y tras dar otra vuelta o dos por el jar-dín, momentos durante los cuales sacó un parde guantes totalmente nuevos, y se puso lo másresplandeciente posible para no desagradar enlo más mínimo al Maestro del Porte, fuimosdirectamente a Newman Street.

Naturalmente, Prince estaba dando una cla-se. Lo encontramos ocupado con una alumnano demasiado brillante —una muchachita tercacon la frente ceñuda, de voz profunda y conuna mamá descontenta y sombría—, cuyo pro-blema, desde luego, no se resolvió con la confu-sión en la que sumimos a su preceptor. Por finterminó la lección, tras avanzar de la forma más

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discordante posible, y cuando la niña se cambióde zapatos y sumergió bajo varios chales suvestido de muselina blanca, se la llevaron. Trasunas palabras de preparativo, fuimos en buscadel señor Turveydrop, a quien encontramos,junto con su sombrero y sus guantes, comomodelo de buen Porte, en sus apartamentosprivados, que eran la única parte cómoda de lacasa. Parecía haberse ataviado con toda calma,en los intervalos de una ligera colación, y entorno a él yacían su estuche de tocador, suscepillos y demás, todo ello de lo más elegante.

—Padre, la señorita Summerson y la señoritaJellyby.

—¡Encantado! ¡Sumo gusto! —dijo el señorTurveydrop, levantándose con su reverenciahabitual con los hombros levantados—. ¡Permí-tanme! —mientras nos acercaba unas sillas—.¡Siéntense! —mientras se besaba las puntas delos dedos de la mano izquierda—. ¡Qué alegría!—mientras cerraba los ojos y se mecía de costa-do—. Mi pequeño retiro se convierte en un pa-

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raíso —mientras se recomponía en el sofá, co-mo segundo caballero de Europa66. Ya ve usted,señorita Summerson —dijo—, que seguimosutilizando nuestras humildes artes para afinar,afinar. Y el sexo vuelve a estimularnos, y a re-compensarnos con la condescensión de su en-cantadora presencia. Es una gran cosa, en estostiempos que corren (y la verdad es que handegenerado mucho desde los tiempos de SuAlteza Real el Príncipe Regente, mi protector, sise me permite decirlo) advertir que el buenporte no es objeto del total desprecio de lachusma. Que todavía puede gozar con la sonri-sa de la Belleza, señorita mía.

No dije nada, lo que me pareció una res-puesta adecuada, y él aspiró un poco de ra-pé.

66 Al Príncipe Regente (cf. nota 43) se lo co-nocía por el apodo de «primer caballero de Europa».Como el señor Turveydrop lo tomaba por modelo, poreso se convertía él en el «segundo caballero de Eu-ropa».

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—Hijo mío —continuó diciendo el señorTurveydrop—, esta tarde tienes cuatro clases.Te recomendaría un bocadillo rápido.

—Gracias, padre —replicó Prince—. No de-jaré de ser puntual. Padre querido, ¿puedo pe-dirle que se prepare para que le dé una impor-tante noticia?

—¡Cielo Santo! —exclamó el modelo, pálidoy demudado, cuando se inclinaron ante él Prin-ce y Caddy, tomados de la mano—. ¿Qué esesto? ¿Estás loco? ¿Qué es esto?

—Padre —respondió Prince con gran sumi-sión—, amo a esta señorita, y estamos com-prometidos.

—¡Comprometidos! —gritó el señor Tur-veydrop, reclinándose en el sofá y tapándoselos ojos con la mano—. ¡Mi propio hijo me cla-va una flecha en el corazón!

—Somos novios desde hace tiempo, padre—tartamudeó Prince—, y cuando la señoritaSummerson lo supo, nos aconsejó que se lodijéramos a usted, y ha tenido la amabilidad de

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acompañarnos en esta ocasión. La señorita Je-llyby es una dama que lo respeta mucho a us-ted, padre.

El señor Turveydrop exhaló un gemido.—¡No, padre, por favor! Se lo ruego, padre

—exhortó el hijo—. La señorita Jellyby es unadama que lo respeta mucho a usted, y nuestroprimer deseo es considerar el bienestar de us-ted.

El señor Turveydrop sollozó.—¡No, padre, se lo ruego! —exclamó el hijo.—Muchacho —dijo el señor Turveydrop—,

menos mal que tu santa madre no tiene queexperimentar este sufrimiento. Apuñálame sincompasión. ¡En el corazón, hijo mío, en el cora-zón!

—¡Por favor, no diga eso, padre! —imploróPrince, bañado en lágrimas—. Me hiere pro-fundamente. Le aseguro, padre, que nuestroprimer deseo y nuestra primera intención esatender a su bienestar. Caroline y yo no olvi-damos nuestra obligación (pues mis obligacio-

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nes son las de Caroline, como nos hemos dichoel uno al otro muchas veces), y con su aproba-ción y su permiso, padre, nos consagraremos ahacerle agradable a usted la vida.

—¡No tengas compasión! —murmuró el se-ñor Turveydrop—. ¡No tengas compasión!

Pero me pareció que estaba escuchando.—Mi querido padre —contestó Prince—, sa-

bemos muy bien las comodidades a las que estáusted acostumbrado y a las que tiene ustedderecho, y siempre nos ocuparemos, y nos or-gulleceremos, de atender a eso antes que nada.Si nos da usted su bendición, padre, con suaprobación y su consentimiento, no pensare-mos en casarnos hasta que a usted le parezcabien, y cuando nos casemos, siempre tendre-mos a usted, naturalmente, en el primer lugarde nuestras consideraciones. Usted siempreserá aquí Amo y Señor, padre, y creemos quesería antinatural por nuestra parte no reco-nocerlo, ni esforzarnos en todo lo posible porcomplacerle.

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El señor Turveydrop se sometió a un durocombate interno, y volvió a erguirse en el sofá,con los carrillos inflados sobre su corbatín al-midonado: un modelo perfecto de Porte pater-no.

—¡Hijo mío! —dijo el señor Turveydrop—.¡Hijos míos! No puedo resistir a vuestra súpli-ca. ¡Que seáis muy felices!

Su benignidad al hacer levantarse a su futu-ra nuera y alargar la mano a su hijo (que se labesó con un respeto y una gratitud llenos deafecto) fue el espectáculo más extraño que ja-más hubiera presenciado yo.

—Hijos míos —dijo el señor Turveydrop,abrazando paternalmente a Caddy con el brazoizquierdo cuando se sentó ella a su lado, y colo-cando elegantemente la mano derecha en lacadera—, hijo mío e hija mía, yo me encargaréde que seáis felices. Cuidaré de vosotros. Vivi-réis siempre conmigo (lo cual significaba, natu-ralmente: «viviré siempre con vosotros»); enadelante, esta casa es tan vuestra como mía;

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consideradla vuestro hogar. ¡Que viváis mu-chos años para compartirla conmigo!

Tal era la fuerza de su Porte, que verdade-ramente ellos se sintieron abrumados de grati-tud, como si en lugar de imponerles su presen-cia para el resto de sus vidas, estuviera hacien-do un sacrificio grandioso en favor de ellos.

—En cuanto a mí, hijos míos —dijo el señorTurveydrop—, estoy empezando a marchitar-me cual las hojas del, otoño, y es imposible de-cir cuánto tiempo de Porte caballeresco lesqueda a estos viejos huesos, a esta tramadébil y gastada. Pero, entre tanto, seguirécumpliendo con mi deber para con la socie-dad y apareciendo en público como de cos-tumbre. Mis necesidades son pocas y senci-llas. Este pequeño apartamento, los elemen-tos indispensables para mi aseo, mi frugalcomida de la mañana y mi parca cena mebastan. Encomiendo a vuestro afecto filial elatender a esas necesidades, y del resto meencargo yo.

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Volvieron a quedar abrumados ante ta-maña generosidad.

—Hijo mío —continuó diciendo el señor

Turveydrop—, en cuanto a esas cuestiones me-

nores en las que adoleces de algún defecto,

cuestiones de buen Porte que son innatas en el

hombre, que se pueden mejorar con aplicación,

pero que nunca se pueden crear, puedes seguir

contando conmigo. He sido fiel a mi deber des-

de la época de Su Alteza Real el Príncipe Re-

gente, y no voy a abandonarlo ahora. No, hijo

mío. Si alguna vez has considerado con orgullo

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la humilde posición de tu padre, puedes tener

la seguridad de que éste nunca hará nada que

la empañe. Por tu parte, Prince, como tienes un

carácter diferente (no podemos ser todos igua-

les, ni siquiera sería aconsejable que lo fuéra-

mos), trabaja, sé industrioso, gana dinero y

amplía tu círculo en todo lo posible.

—Puede usted contar con que así lo haré,padre, con todo mi corazón —replicó Prince.

—No me cabe duda —dijo el señor Turvey-drop—. No tienes cualidades brillantes, hijomío, pero sí son constantes y meritorias. Y aambos, hijos míos, no deseo sino declarar, ani-mado por el espíritu de aquella santa Mujer encuya vida tuve la fortuna de arrojar, creo, algún

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rayo de luz: ¡cuidad del establecimiento, aten-ded a mis frugales necesidades y recibid mibendición!

Después, el señor Turveydrop se puso tangalante, para celebrar la ocasión, que hube dedecir a Caddy que si queríamos ir aquel mismodía a Thavies Inn, teníamos que marcharnosinmediatamente. Y así nos fuimos, tras unadespedida cariñosísima entre Caddy y su pro-metido, y durante nuestro paseo estaba ellatan feliz, y tan llena de elogios para el señorTurveydrop padre, que yo no hubiera dichonada en contra de éste por ningún motivo.

La casa de Thavies Inn tenía letreros en lasventanas en los que se anunciaba que se alqui-laba, y parecía más sucia, más sombría y másfea que nunca. El nombre del pobre señor Jelly-by había aparecido en la Lista de Quiebrashacía sólo un día o dos, y él estaba encerrado enel comedor con dos señores y un montón desacas azules, libros de contabilidad y documen-tos, tratando desesperadamente de comprender

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sus propios negocios. A mí me pareció que es-taban totalmente fuera del ámbito de su com-prensión, pues cuando Caddy me hizo entraren el comedor, por equivocación, y vimos alseñor Jellyby con sus gafas puestas, arrincona-do tristemente entre la gran mesa y aquellosdos señores, parecía haber renunciado a todo yhaberse quedado mudo e insensible.

Al subir a la habitación de la señora Jellyby(todos los niños estaban gritando en la cocina, yno se veía a ninguna criada), vimos a aquelladama sumida en una voluminosa correspon-dencia, abriendo, leyendo y clasificando cartas,con un gran montón de sobre rotos en el suelo.Estaba tan ocupada, que al principio no mereconoció, aunque se quedó mirándome conaquella mirada curiosa, brillante y distante queel era característica.

—¡Ah! ¡Señorita Summerson! —dijo porfin—. ¡Estaba pensando en algo completamentedistinto! Espero que esté usted bien. Me alegro

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de verla. ¿Están bien el señor Jarndyce y la se-ñorita Clare?

Expresé a mi vez el deseo de que el señor Je-llyby estuviera bien.

—No del todo, hija mía —dijo la señora Je-llyby con toda calma—. Ha tenido mala suerteen los negocios, y está un poco desanimado.Afortunadamente para mí, estoy tan ocupadaque no tengo tiempo para pensar en ello. Yatenemos a ciento setenta familias, señoritaSummerson, con una media de cinco personascada una, que se han ido o están a punto de irsea la ribera izquierda del Níger.

Yo pensé en la familia tan cerca de nosotras,que no se había ido ni se iba a ir a la ribera iz-quierda del Níger, y me pregunté cómo podíaaquella señora estar tan tranquila.

—Veo que me ha traído usted a Caddy —observó la señora Jellyby con una mirada haciasu hija—. últimamente resulta excepcionalverla. Casi ha dejado su antiguo empleo, y

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de hecho me obliga a emplear a un mucha-cho.

—Estoy segura, Mamá.. —empezó a decirCaddy.

—Sabes perfectamente, Caddy —interpuso plácidamente su madre—, queefectivamente empleo a un muchacho, queahora está cenando. ¿Por qué me contradi-ces?

—No iba a contradecirte, Mamá —replicóCaddy—. No iba más que a decir que sinduda no querrías tenerme de mera ama-nuense toda la vida.

—Creo, hija mía —dijo la señora Jellyby,que seguía abriendo sus cartas, echándolesun vistazo con una sonrisa brillante y clasifi-cándolas mientras hablaba—, que tienes anteti, en tu madre, un ejemplo práctico. Ade-más, ¿una mera amanuense? Si tuvieras al-guna solidaridad con los destinos de la razahumana, eso te elevaría por encima de todaidea de ese estilo. Pero no la tienes. Te he

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dicho muchas veces, Caddy, que no tienesesa solidaridad.

—No con África, Mamá. No la tengo.—Desde luego que no la tienes. Y si por

fortuna no estuviera tan ocupada, señoritaSummerson —observó la señora Jellyby mi-rándome dulcemente un momento, mientraspensaba dónde poner la carta que acababade abrir—, esto sería para mí motivo de des-ilusión y de inquietud. Pero tengo tanto enqué pensar en relación con Borriobula-Gha,y es tan necesario que me concentre en ello,que en eso encuentro mi consuelo, como veusted.

Como Caddy me lanzó una mirada de sú-plica, y la señora Jellyby contemplaba la le-jana África por encima de mi sombrero y demi cabeza, me pareció una buena oportuni-dad para entrar en el tema de mi visita, yatraer la atención de la señora Jellyby.

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—Quizá —comencé— se pregunte usted quées lo que me ha hecho venir aquí a interrumpir-la a usted.

—Siempre es una alegría para mí ver a la se-ñorita Summerson —respondió la señora Jelly-by, que continuaba su actividad con una sonri-sa plácida—, aunque desearía que se interesaramás por el proyecto de Borriobula —añadió,moviendo la cabeza.

—He venido con Caddy —dije yo— porqueCaddy piensa, con razón, que no debe tenersecretos con su madre, y supone que la voy aalentar y ayudar (aunque yo no sé cómo) endesvelarle uno.

—Caddy —observó la señora Jellyby, inte-rrumpiéndose un momento en su actividad ycontinuándola después serenamente tras me-near la cabeza—, me vas a decir alguna tonte-ría.

Caddy se desanudó las cintas del sombrero,se lo quitó y, balanceándolo por aquellas mis-mas cintas, exclamó animada:

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—¡Mamá, estoy prometida!—¡Vamos, no seas ridícula! —observó la se-

ñora Jellyby con aire abstraído, mientras mira-ba la última carta que había abierto—. ¡Erestonta!

—Estoy prometida, Mamá —gimió Caddy—, con el señor Turveydrop hijo, el de la Acade-mia, y el señor Turveydrop padre (que es todoun caballero) nos ha dado su consentimiento, yte ruego y te imploro que nos des tú el tuyo,Mamá, porque no podría ser feliz sin él. ¡Deverdad que no! —dijo Caddy, que se olvidó detodas sus quejas de costumbre y de todo lo queno fuera su afecto natural.

—Ya ve usted, señorita Summerson —observó serenamente la señora Jellyby—, lasuerte que tengo de estar tan ocupada comoestoy y de tener la necesidad de concentraciónque tengo. ¡Fíjese, usted, Caddy, prometida conel hijo de un maestro de baile..., mezclándosecon gente que no tiene más solidaridad que ellacon los destinos de la raza humana! ¡Y eso des-

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pués de que el señor Quale, uno de los másdestacados filántropos de estos tiempos, me hamencionado que estaba verdaderamente dis-puesto a interesarse por ella!

—¡Mamá, siempre he aborrecido y detestadoal señor Quale! —gimió Caddy.

—¡Caddy, Caddy! —replicó la señora Jelly-by, abriendo otra carta con la mayor compla-cencia—. No me cabe duda de ello. ¿Cómo po-día no ser así, dada tu carencia total de la soli-daridad que rebosa en él? Bien, si mis obliga-ciones públicas no fueran mis hijas predilectas,si no estuviera ocupada con medidas importan-tes en gran escala, estos detalles mezquinos meentristecerían mucho, señorita Summerson.Pero ¿puedo permitir que la fruslería de unaactitud tonta por parte de Caddy (de quien nopuedo esperar otra cosa) se interponga entremí y el gran continente africano? No, no —repitió la señora Jellyby con voz clara y cal-mada, y con una sonrisa placentera mientras

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seguía abriendo más cartas y clasificándo-las—. Desde luego que no.

Yo estaba tan poco preparada para la per-fecta frialdad de aquella recepción, aunquehubiera debido esperarla, que no supe quédecir. Caddy parecía estar igual de desorien-tada que yo. La señora Jellyby seguía abrien-do y clasificando cartas, y repetía de vez encuando, en tono perfectamente encantador devoz, y con una sonrisa de perfecta compostu-ra: «Desde luego que no.»

—Mamá —gimió por fin la pobre Caddy—, ¿no te habrás enfadado?

—Vamos, Caddy, no seas absurda —replicó la señora Jellyby—, ¿para qué hacesesas preguntas después de que te dicho loocupada que estoy?

—Y entonces, Mamá, ¿nos das tu bendi-ción y nos deseas felicidad? —preguntó Cad-dy.

—Cuando has hecho una cosa así es queeres una tontita —dijo la señora Jellyby—, y

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una pequeña degenerada, cuando podríashaberte dedicado a grandes actividades por elbien común. Pero lo hecho, hecho está, y tehas comprometido con un muchacho, y nohay más que decir. ¡Y ahora, por favor, Cad-dy —pues ésta la estaba besando—, no meretrases en mi trabajo y déjame terminar coneste montón de papeles antes de que llegue elcorreo de la tarde!

Pensé que lo mejor que podía hacer eradespedirme, pero me detuve un momentocuando Caddy me dijo:

—Mamá, ¿no te importa que lo traiga paraque lo conozcas?

—Vamos, Caddy —exclamó la señora Je-llyby, que había vuelto a caer en su típicacontemplación del infinito—, ¿ya empiezasotra vez? ¿Traer a quién?

—A él, Mamá.—¡Caddy, Caddy! —dijo la señora Jellyby,

cansada ya de aquellos asuntos mezquinos—.Entonces tráelo una tarde que no sea la de

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Sociedad de Padres, ni la de la Sucursal, ni dela Ramificación. Tienes que ajustar la visita alas exigencias de mi calendario. Mi queridaseñorita Summerson, ha sido usted muyamable al venir a ayudar a esta bobita.¡Adiós! Si le digo que tengo 58 cartas nuevasde familias manufactureras deseosas de ente-rarse de los detalles de la cuestión del CultivoIndígena y del Café que contestar para maña-na, no hace falta que me excuse por tener tanpoco tiempo libre.

Cuando bajamos no me sorprendió queCaddy estuviera desanimada, ni que se mevolviera a echar al cuello a llorar, ni que dije-ra que hubiera preferido una reprimenda enlugar de que se la tratara con tal indiferencia,ni que me confiara que estaba tan mal de ropaque no sabía cómo se podía casar dignamen-te. La fui animando poco a poco, al insistir enla cantidad de cosas que podría hacer por supobre padre y por Peepy cuando tuviera casapropia, y por fin bajamos a la cocina húmeda

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y oscura, donde Peepy y sus hermanitos esta-ban arrastrándose por el piso de piedra, ydonde jugamos tanto con ellos que para evi-tar que me hicieran pedazos me vi obligada avolver a recurrir a mis cuentos de hadas. Devez en cuando oía voces que llegaban del sa-lón de arriba, y algunos movimientos violen-tos de muebles. Me temo que ese último efec-to lo causaba el pobre señor Jellyby al apar-tarse de la mesa del comedor y abalanzarsehacia la ventana con la intención de tirarse alpatio, cada vez que hacía una nueva tentativade comprender el estado de sus negocios.

Al volver tranquilamente en coche a casapor la noche tras la agitación del día pensémucho en el compromiso de Caddy y me sen-tí confirmada en mis esperanzas (a pesar delseñor Turveydrop padre) de que eso la haríaestar más feliz y contenta. Y si no había mu-chas posibilidades de que ella y su maridoaveriguasen alguna vez lo que era en realidadel modelo de buen Porte, pues tanto mejor, y

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¿para qué desear que abrieran los ojos? Yo nose lo deseaba, y de hecho me sentía medioavergonzada de mí misma por no creer deltodo en él. Y miré a las estrellas y pensé enquienes viajaban por países remotos y lasestrellas que veían ellos, y deseé seguir sien-do siempre tan afortunada y tan feliz para serútil a algunas personas en la modesta escalade mis posibilidades.

Se alegraron tanto al verme de regreso,igual que siempre, que podría haberme sen-tado a llorar de alegría, si aquélla no hubierasido una forma de mostrarme desagradable conellos. Todos los de la casa, desde el más humil-de hasta el más importante, me mostraron unacara tan radiante de bienvenida, y me hablaronde forma tan animada, y estaban tan contentosde hacer cualquier cosa por mí, que supongoque jamás ha habido ser más afortunado en elmundo.

Nos pusimos tan parlanchines aquella no-che, porque Ada y mi Tutor no hacían más que

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preguntarme acerca de Caddy, que seguí charlaque te charla durante mucho tiempo. Por finsubí a mi habitación, toda ruborizada al pensaren lo mucho que había hablado, y después oíun toquecito en mi puerta. Dije: «¡Adelante!», yentró una muchachita muy guapa, vestida to-talmente de luto, que me hizo una reverencia.

—Permiso, señorita —dijo la niña con vozsuave—. Soy Charley.

—Efectivamente —dije inclinándome asom-brada, y le di un beso—. ¡Cuánto me alegro deverte, Charley!

—Permiso, señorita —continuó Charley conla misma vocecita—; soy su doncella.

—¿Charley?—Permiso, señorita, soy un regalo que le

hace a usted el señor Jarndyce con todo su cari-ño.

Me senté con una mano puesta en el cuellode Charley y la contemplé.

—Y le tengo que decir, señorita —dijo Char-ley palmoteando mientras le corrían las lágri-

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mas por las mejillas llenas de hoyuelos—, queTom está en la escuela, ¡y aprende mucho! Y lapequeña Emma está con la señora Blinder,donde la cuidan muy bien. Y Tom habría es-tado en la escuela, y Emma con la señora Blin-der, y yo aquí, mucho antes; sólo que el señorJarndyce pensó que era mejor que Tom y Em-ma y yo era mejor que nos fuéramos acostum-brando a estar separados, porque éramos muypequeños. ¡Por favor, señorita, no llore!

—No puedo evitarlo, Charley.—No, señorita, y yo tampoco —dijo Char-

ley—. Con su permiso, señorita, le traigo elcariño del señor Jarndyce y él cree que a lo me-jor le gusta a usted darme lecciones de vez encuando. Y con su permiso Tom y Emma y yonos vamos a ver una vez al mes. Y estoy muycontenta y muy agradecida, y voy a tratar deser la mejor doncella del mundo —exclamóCharley emocionada.

—¡Ay, Charley, hija mía, no olvides nuncaquién ha hecho todo esto!

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—No, señorita; nunca lo olvidaré. Ni Tom.Ni Emma. Fue todo usted, señorita.

—Yo no sabía nada. Fue el señor Jarndyce,Charley.

—Sí, señorita, pero lo ha hecho todo por ca-riño a usted, y para que fuera usted mi señorita.Con su permiso, señorita, yo soy un regalo quele hace con todo su cariño, y todo lo ha hechopor el cariño que le tiene a usted. Yo y Tomteníamos que acordarnos de eso.

Charley se secó los ojos y se puso en funcio-nes: recorrió mi aposento con su aire de matro-na en miniatura y fue doblando todo lo que seencontraba. Por fin volvió a deslizarse a milado y repitió:

—Por favor, señorita, no llore.Y yo volví a decir:—No puedo evitarlo, Charley.Y ella repitió:—No, señorita, y yo tampoco —así que des-

pués de todo, efectivamente, lloré de alegría, yella también.

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CAPITULO 24

Un caso en recurso

En cuanto Richard y yo celebramos la con-versación que ya he relatado, Richard comuni-có su estado de ánimo al señor Jarndyce. Dudode que mi Tutor se sintiera totalmente sorpren-dido al recibir aquella declaración, aunque lecausó gran inquietud y desencanto. Él y Ri-chard solían encerrarse juntos, a última hora dela noche y primera de la mañana, y pasabandías enteros en Londres, además de tener in-numerables citas con el señor Kenge y de hacerun sinfín de gestiones desagradables. Mientrasestaban ocupados en todo aquello, mi Tutorsufrió considerables incomodidades debidas alas rachas de viento, y se frotó la cabeza con talconstancia que jamás tenía ni un solo pelo en susitio, pero estuvo tan afable como siempre conAda y conmigo, aunque mantuvo una reserva

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constante respecto de aquellos asuntos. Y comotodos nuestros esfuerzos no podían extraer delpropio Richard sino seguridades generales deque todo marchaba a las mil maravillas y deque por fin estaba todo en orden, no nos tran-quilizaba demasiado.

Sin embargo, con el paso del tiempo nos en-teramos de que se había presentado al LordCanciller un nuevo recurso en nombre de Ri-chard, como Menor y Pupilo y no sé qué más, yde que se había hablado mucho de aquello, yde que el Lord Canciller lo había calificado ensesión pública de jovenzuelo malcriado y capri-choso, y de que el asunto habla quedado apla-zado y vuelto a aplazar, y remitido, e informa-do, y sido objeto de recursos, hasta que Ri-chard empezó a dudar (según nos dijo) si, enel caso de que efectivamente llegara a ingre-sar en el ejército, no sería en calidad de vete-rano de setenta u ochenta años de edad. Porfin le dieron hora para volver a ver al LordCanciller en su despacho privado, y allí el

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Lord Canciller lo amonestó severamente porhacerle perder el tiempo y no saber lo quequería —«¡lo cual no deja de tener gracia, meparece, viniendo de él!», comentó Richard— ypor fin se resolvió que se accediera a su solici-tud. Se presentó una instancia en su nombreen la Caballería de la Guardia para solicitarun despacho de Alférez; se depositó ante unagente el dinero de su garantía67, y Richard,con su estilo habitual y característico, se lanzóviolentamente a los estudios militares, y selevantaba todas las mañanas a las cinco parapracticar con el sable.

Así fueron pasando las vacaciones tras elperíodo de sesiones de los tribunales y el pe-ríodo de sesiones tras las vacaciones. A vecesoíamos comentar que Jarndyce y Jarndyce

67 En aquella época, y hasta 1870, los des-pachos de oficiales se podían comprar y vender, areserva de mostrar un mínimo de conocimientos,como cualquier propiedad. El de alférez costaba 450libras esterlinas de la época

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había salido en el boletín, o estaba a punto desalir, o iba a mencionarse, y estaba inscrito enel programa, o salía de él. Richard, que ahoraestaba estudiando con un profesor en Lon-dres, podía pasar menos tiempo con nosotrosque antes; mi Tutor seguía manteniendo lamisma reserva y así fue pasando el tiempohasta que Richard obtuvo su despacho, y conél llegaron las instrucciones de Richard parairse a un regimiento que estaba en Irlanda.

Llegó inmediatamente con aquella infor-mación, y celebró una larga conferencia conmi Tutor. Pasó más de una hora antes de queéste metiera la cabeza en la habitación en laque estábamos Ada y yo y nos dijera: «¡Ve-nid, hijas mías!» Fuimos y vimos a Richard, aquien la última vez habíamos encontradomuy animado, apoyado en la repisa de lachimenea, con aspecto mortificado y airado.

—Ada, Rick y yo no estamos de acuerdo —dijo el señor Jarndyce—. ¡Vamos, Rick, nopongas tan mala cara!

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—Es usted muy duro conmigo, caballero,—respondió Richard—. Tanto más durocuanto que siempre ha sido consideradoconmigo en los demás respectos, y ha tenidoconmigo gestos de amabilidad que jamás ol-vidaré. Sin usted jamás hubiera podido recu-perarme.

—¡Bueno, bueno! —replicó el señor Jarn-dyce—. Quiero que te recuperes todavía más.Quiero que te recuperes más a tus propiosojos.

—Espero, caballero, que me perdone sí ledigo —le dijo Richard, enfadado pero todavíarespetuosamente— que acerca de mis cosascreo que el mejor juez soy yo.

—Y yo espero, mi querido Rick, que meexcuses si te digo —observó el señor Jarndycecon el máximo de dulzura y buen humor—que es lo más natural que lo creas, pero yo noestoy de acuerdo. Tengo que cumplir con mideber, Rick, o si no jamás podrías apreciarmecuando hayas recuperado la sangre fría, y

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espero que siempre me consideres razonable,tanto cuando la hayas recuperado comocuando la pierdas.

Ada se había puesto tan pálida que el se-ñor Jarndyce la hizo sentarse en su propiasilla de lectura y se sentó a su lado.

—No es nada, hija mía —le dijo—; no esnada. Rick y yo hemos tenido una mera dife-rencia amistosa, que hemos de exponerte,pues tú eres el tema de ella. Vaya, ahora te damiedo lo que te voy a decir.

—Ningún miedo, primo John —replicóAda con una sonrisa—, si procede de usted.

—Gracias, hija. Te ruego que me prestesatención durante un minuto, sin mirar a Rick.Y, mujercita, haz tú lo mismo. Hija mía —dijo, poniendo su mano entre las de ella, en elbrazo de la butaca—, ¿recuerdas la conversa-ción que tuvimos los cuatro cuando la mujer-cita nos habló de una cierta relación amorosa?

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—No es probable que ni Richard ni yo ol-videmos jamás su amabilidad aquel día, pri-mo John.

—Yo nunca la olvidaré —dijo Richard.—Ni yo la olvidaré nunca —coreó Ada.—Tanto más fácil me resulta lo que he de

decir y tanto más fácil será que nos pongamosde acuerdo —replicó mi Tutor, con la carailuminada por la bondad y la rectitud de sucorazón—. Ada, pajarito mío, debes saber queRichard acaba de escoger su profesión porúltima vez. Todos sus recursos quedarán ago-tados cuando quede perfectamente equipado.Ha agotado su patrimonio, y en el futuro que-dará ligado al árbol que acaba de plantar.

—Es cierto que he agotado mis recursos ac-tuales, y estoy convencido de ello. Pero lo quehe poseído hasta ahora —dijo Richard— no estodo lo que me pertenece.

—¡Rick, Rick! —exclamó mi Tutor, con unavoz repentinamente aterrada y alterada, y lle-vándose las manos a la cabeza como para ta-

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parse los oídos—. ¡Por el amor de Dios, no bus-ques esperanzas en la maldición de la familia!¡Hagas lo que hagas hasta que estés en la tum-ba, nunca des ni una ojeada al horrible fantas-ma que nos persigue desde hace tantos años!¡Más te vale endeudarte, mendigar, inclusomorir!

Todos nos sentimos impresionados por elfervor de aquella advertencia. Richard se mor-dió los labios, contuvo el aliento y me miró co-mo si comprendiera y supiera que yo com-prendía también lo necesaria que le era.

—Ada, hija mía —continuó diciendo el señorJarndyce, recuperando su animación—, sé quees un consejo muy duro, pero es que vivo en laCasa Desolada y aquí he visto pasar muchascosas. Pero basta. Ya está comprometido todolo que Richard tenía para partir en la carrera dela vida. Os recomiendo a ti y a él, tanto por élcomo por ti misma, que cuando se separe denosotros lo haga en el entendimiento de que noexiste contrato de ningún tipo entre él y tú. De-

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bo ir más lejos. Seré franco. Vosotros habíais deconfiar plenamente en mí y yo he de confiarplenamente en vosotros. Os pido que renun-ciéis totalmente, por el momento, a todo víncu-lo que no sea el de vuestro parentesco.

—Más valdría decir, caballero —interpusoRichard—, que renuncia usted a toda confianzaen mí y que aconseja a Ada que haga lo mismo.

—Más valdría no decir nada por el estilo,Rick, porque no es eso a lo que me refería.

—Usted cree que he empezado mal —replicó Richard—, y es verdad, lo sé.

—Cómo esperaba yo que empezaras y cómoesperaba que siguieras es algo que te dije laúltima vez que hablamos de estas cosas —dijoel señor Jarndyce con tono cordial y alenta-dor—. Todavía no has empezado, pero haytiempo para todo, y a ti te queda mucho; dehecho, no ha acabado de llegar del todo. Em-pieza de nuevo otra vez. Los dos sois primos, ymuy jóvenes, hijos míos. Todavía no sois nada

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más. Lo que llegue de más vendrá como frutode tus esfuerzos, Rick, y no antes.

—Es usted muy duro conmigo, caballero —dijo Richard—. Más duro de lo que suponía yoque pudiera ser.

—Mi querido muchacho —contestó el señor

Jarndyce—, con quien más duro soy es conmi-

go mismo cuando hago algo que te causa dolor.

El remedio lo tienes en tus propias manos. Ada,

es mejor para él que esté libre y que no persista

entre vosotros un compromiso juvenil. Rick, es

lo mejor para ella; mucho mejor; es lo mínimo

que puedes hacer por ella. ¡Vamos! Cada uno

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de vosotros hará lo que sea mejor para el otro,

aunque quizá no sea lo mejor para sí mismo.

—¿Por qué es eso lo mejor? —replicó Ri-chard inmediatamente—. No lo era cuando leabrimos nuestros corazones a usted. No fue esolo que dijo usted entonces.

—Y desde entonces he adquirido más expe-riencia. No te echo la culpa, Rick, pero desdeentonces he adquirido experiencia.

—Quiere usted decir conmigo, caballero.—¡Muy bien! Con los dos —dijo el señor

Jarndyce con voz amable—. No ha llegado elmomento de que os comprometáis en firme. Noestá bien y yo debo reconocerlo. Vamos, mu-chachitos míos, ¡empezad de nuevo! Dejadatrás el pasado y volved una nueva página enla que escribir vuestras vidas.

Richard miró preocupado a Ada, pero no di-jo ni una palabra.

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—He evitado decir una palabra a ningunode los dos, ni a Esther —continuó diciendo elseñor Jarndyce—, hasta ahora con objeto de quepudiéramos ser claros como la luz del día yhablar todos en pie de igualdad. Ahora os rue-go afectuosamente, os aconsejo seriamente a losdos que os separéis igual que cuando llegásteisaquí. Dejad el resto al tiempo, a la verdad y a laconstancia. Si no lo hacéis así, actuaréis mal, yme habréis hecho actuar mal por haberos re-unido para empezar.

Transcurrió un largo silencio.—Primo Richard —dijo Ada por fin, levan-

tando sus ojos azules cariñosamente hacia losde él—, después de lo que ha dicho nuestroprimo John, creo que no tenemos opción.Puedes estar tranquilo por lo que a mí respec-ta, pues me dejarás aquí a su cuidado y po-drás estar seguro de que no me faltará nada,de que estaré en perfecta seguridad si medejo orientar por sus consejos. Yo... Yo nodudo, primo Richard —añadió Ada algo con-

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fusa—, de que me quieres mucho y... no creoque te enamores de ninguna otra. Pero que-rría que también eso lo pensaras bien, puesquiero que seas feliz en todo. Puedes confiaren mí, primo Richard. Yo no soy nada torna-diza, pero tampoco soy irrazonable y no te loreprocharía nunca. Incluso los primos puedenlamentar separarse, y es verdad que lo la-mento mucho, muchísimo, Richard, aunquesé que es por tu bien. Siempre pensaré en ticon cariño y hablaré mucho de ti con Esthery... y quizá tú pensarás un poquito en mí,primo Richard. ¡Así que ahora volvemos a sersólo primos, Richard, quizá sólo por el mo-mento, y rezaré porque mi primo Richardesté lleno de bendiciones, dondequiera quevaya! —terminó de decir Ada acercándose aél y dándole una mano temblorosa.

Me resultó extraño que Richard no pudieraperdonar a mi Tutor por tener la misma opi-nión de él que él había expresado de sí mismoen términos mucho más fuertes ante mí. Pero

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desde luego así ocurrió. Observé con gran pe-sar que a partir de aquel momento no volvióa ser tan franco y tan abierto con el señorJarndyce como lo había sido hasta entonces.Tenía todos los motivos para seguirlo siendo,pero no lo era, y a él únicamente se debió queempezara a surgir un distanciamiento entreellos.

Pronto se sumió en las actividades de pre-pararse y equipararse, e incluso se olvidó desu pena al separarse de Ada, que se quedó enHertfordshire mientras él, el señor Jarndyce yyo nos íbamos a pasar una semana en Lon-dres. La recordaba de vez en cuando, e inclu-so a veces rompía a llorar, y en aquellos mo-mentos me confiaba sus mayores autorrepro-ches. Pero al cabo de unos minutos imaginabaimprudente algún medio indefinible por elque pronto serían los dos ricos y felices parasiempre, y se ponía de lo más alegre imagina-ble.

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Fue una temporada muy ocupada, y yo mepasaba el día trotando con él, comprando lasdiversas cosas que necesitaba. No digo nadade las cosas que hubiera comprado él si se lehubiera dejado decidirlo. Conmigo actuabacon plena confianza, y a menudo hablaba contanta sensatez y tanto sentimiento de suserrores y de sus decisiones firmísimas, ymencionaba tanto el aliento que le dabanaquellas conversaciones, que no podríahaberme cansado de ellas aunque lo hubieraintentado.

En aquella semana solía venir por nuestracasa a practicar la esgrima con Richard unapersona que había sido soldado de caballería;era un hombre de buen aspecto y robusto, deporte franco y confiado, con el que Richardvenía haciendo esgrima desde hacía unosmeses. Tanto había yo oído hablar de él, nosólo a Richard, sino también a mi Tutor, queuna mañana, cuando llegó él, yo me habíaapostado adrede en la sala con mis labores.

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—Buenos días, señor George —dijo mi Tu-tor, que por casualidad estaba a solas conmi-go—, el señor Carstone vendrá inmediata-mente. Entre tanto, estoy convencido de quela señorita Summerson está encantada de co-nocerlo. Siéntese.

Se sentó, un tanto desconcertado por mipresencia, me pareció, y sin mirarme se pasópor el bigote una manaza tostada.

—Es usted tan puntual como el sol —dijoel señor Jarndyce.

—Costumbres militares, señor —replicó—.La fuerza de la costumbre. En mí no es másque un hábito, señor. No soy muy organiza-do.

—Pero me han dicho que tiene usted ungran establecimiento. ¿No es así? —preguntóel señor Jarndyce.

—No es gran cosa, señor. Tengo una gale-ría de tiro, pero no es gran cosa.

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—¿Qué tal tirador y qué tal esgrimista creeusted que es el señor Carstone? —preguntómi Tutor.

—Bastante bueno, señor —replicó cruzan-do los brazos sobre su amplio pecho, con loque me pareció todavía más robusto—. Si elseñor Carstone se dedicara a eso con todassus fuerzas sería muy bueno.

—¿Pero no lo hace, supongo? —comentómi Tutor.

—Al principio, sí, señor, pero después no.No todas sus fuerzas. Quizá esté pensandoen otra cosa..., quizá alguna joven —y mecontempló por primera vez con sus ojos os-curos y brillantes.

—Le aseguro que no está pensando en mí,señor George —le dije riéndome—, aunqueparece que usted sospecha de mí.

Se ruborizó un poco bajo la tez morena yme hizo una inclinación militar.

—Espero que no se haya ofendido, señori-ta. Soy un maleducado.

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—En absoluto —repliqué—. Lo consideroun cumplido.

Si antes no me había mirado, ahora lohizo con tres o cuatro vistazos sucesivos.

—Con su permiso, señor —dijo a mi Tutorcon una especie de timidez varonil—, perome hizo usted el honor de mencionar elnombre de la señorita...

—La señorita Summerson.—Señorita Summerson —repitió, y volvió

a mirarme.—¿Conoce usted este apellido? —le pre-

gunté.—No, señorita. Que yo sepa, nunca lo

había oído. Me pareció que la había visto austed en alguna parte.

—No creo —respondí, levantando la ca-beza de mis labores para mirarlo, y había ensu tono y sus modales algo tan auténtico quecelebré la oportunidad—. Soy muy buenafisonomista.

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—¡Yo también, señorita —contestó él, mi-rándome directamente a los ojos—. ¡Bueno!¿Qué será lo que me ha sugerido esa idea?

Al ver que volvía a ruborizarse bajo lapiel curtida, y que se sentía desconcertadopor sus esfuerzos por recordar su asociaciónde ideas, mi Tutor fue en auxilio suyo.

—¿Tiene usted muchos alumnos, señorGeorge?

—El número varía, señor. Casi siempreson muy pocos, apenas los suficientes parasobrevivir.

—Y ¿qué clases de gente van a su galeríaa practicar?

—De todas clases, señor. Ingleses y ex-tranjeros. Desde señores hasta aprendices. Aveces han venido francesas que son buenastiradoras de pistola. Montones de locos, cla-ro..., pero ésos van a todas las partes quetengan las puertas abiertas.

—Espero que no vaya gente con ánimo devenganza y que proyecten terminar su prác-

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tica con blancos vivientes, ¿no? —preguntómi Tutor.

—No es frecuente, señor, aunque ha ocu-rrido. Casi siempre vienen a perfeccionarse,o a perder el tiempo. Mitad y mitad, más omenos. Usted perdone, pero creo que tieneusted un pleito en Cancillería, si me han in-formado bien —dijo el señor George, quevolvió a sentarse tieso, apoyándose los codosen las rodillas.

—Lamento decir que así es.—Una vez vino un colega de usted, señor.—¿Alguien con un pleito en Cancillería?

—replicó mi Tutor—. ¿Cómo fue eso?—Bueno, aquel hombre estaba tan acon-

gojado y tan preocupado y tan torturado porla forma en que lo mandaban de una ladopara otro —dijo el señor George—, que sequedó perturbado. Yo creo que no se propo-nía disparar contra nadie, pero estaba tanresentido y tan violento que venía, pagabacincuenta disparos y se ponía a disparar has-

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ta que se ponía al rojo vivo. Un día que nohabía nadie más y me había estado hablandocon gran violencia de lo que le habían hecho,le dije: «Si esta práctica es una válvula deescape, compañero, perfecto; pero no meagrada verlo a usted tan absorto en ella ensu estado de ánimo actual; preferiría queprobara usted con otra cosa.» Estaba alertapor si intentaba darme un golpe, dado loapasionado que era, pero lo recibió con buensentido y lo dejó inmediatamente. Nos di-mos las manos y nos fuimos haciendo ami-gos.

—¿Quién era aquel hombre? —preguntómi Tutor con un nuevo tono de interés.

—Bueno, al principio era un pequeñoagricultor de Shropshire, hasta que lo con-virtieron en un toro furioso.

—¿Se llamaba Gridley?—Efectivamente, señor.El señor George me dirigió otra serie de

miradas vivaces, mientras mi Tutor y yo

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cambiábamos unas palabras de sorpresa antela coincidencia, en vista de lo cual le expliquécómo era que conocíamos el nombre. Me hizootra de sus inclinaciones militares, en recono-cimiento de lo que él calificó de mi condescen-dencia.

—No entiendo —dijo al mirarme— qué es loque me pasa otra vez, pero... ¡bueno! ¡Debo detener algo en la cabeza!

Se pasó una manaza por el pelo negro y ri-zado, como para barrerse de la cabeza aquellasideas absurdas y se sentó un poco hacia adelan-te, con un brazo en la cadera y el otro apoyadoen la pierna, contemplando pensativo el piso

—Lamento saber que ese mismo estado deánimo ha puesto a Gridley en nuevas dificulta-des y que está escondido —comentó mi Tutor.

—Es lo que me han dicho, señor —replicó elseñor George, que seguía pensativo y mirandoal suelo—. Es lo que me han dicho.

—¿No sabe usted dónde?

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—No, señor —contestó el soldado, levan-tando la mirada y saliendo de sus pensamien-tos—. No sé nada de él. Supongo que pronto secansará. Se puede atacar a un hombre duranteaños y años, pero al final acabará por rebelarse.

La entrada de Richard interrumpió la con-versación. El señor George se levantó, me hizouna de sus reverencias militares, deseó los bue-nos días a mi Tutor y salió de la sala a grandespasos.

Aquello fue en la mañana del día designadopara la marcha de Richard. Ya no teníamos máscompras que hacer, yo le había terminado lasmaletas a primera hora de la tarde, y estábamoslibres hasta la noche, cuando él tenía que irse aLiverpool camino de Holyhead. Como estabaprevisto que aquel día se reanudara la vista deJarndyce y Jarndyce, Richard me propuso quefuéramos al Tribunal a oír lo que pasaba. Dadoque era su último día y él tenía tantas ganas deir y yo nunca había ido allí, di mi consen-timiento y fuimos andando hasta Westminster,

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donde celebraba entonces sus sesiones el tribu-nal. Pasamos el tiempo hablando de las cartasque Richard había de escribirme, y de las queyo había de escribirle a él, y de muchos pro-yectos esperanzadores. Mi Tutor sabía a dóndeíbamos y, por tanto, no nos acompañó.

Cuando llegábamos al Tribunal, allí estaba elLord Canciller (el mismo al que había visto yoen su despacho privado de Lincoln's Inn) sen-tado con gran pompa y gravedad en el banco,con la maza y los sellos en una mesa roja quehabía debajo de su puesto, y un inmenso ramode flores, como un pequeño jardín que perfu-maba toda la Sala. Debajo de aquella mesahabía una larga fila de procuradores, con mon-tones de papeles en las esterillas que tenían asus pies, y después estaban los abogados consus pelucas y togas, algunos despiertos y otrosdormidos, y uno que hablaba sin que nadieprestara atención a lo que estaba diciendo. ElLord Canciller estaba reclinado en su butacón,con un codo en el brazo acolchado y la cabeza

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apoyada en una mano; algunos de los presentesestaban adormilados, otros leían periódicos,otros se paseaban o murmuraban en grupos;todos parecían hallarse como en su casa, sinninguna prisa, muy despreocupados y como-dísimos.

Al ver que todo procedía con tal calma ypensar en las asperezas de las vidas y las muer-tes de los pleiteantes; al ver tanta pompa y ce-remonia y pensar en el despilfarro, y en la ne-cesidad y la miseria mendicante en que se sus-tentaba aquello; al considerar que, mientrastantos corazones se veían desgarrados por ladesilusión de las esperanzas desvanecidas, estecortés espectáculo continuaba de día en día yde año en año con tanto orden y compostura; alcontemplar al Lord Canciller y a toda la tropade profesionales sentados por debajo de él, con-templándose los unos a los otros y a los espec-tadores, como si nadie se hubiera enterado ja-más de que en toda Inglaterra aquello en cuyonombre se hallaban reunidos constituía una

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burla sangrienta, era motivo de horror, despre-cio e indignación universales; era conocido co-mo algo tan flagrante y tan maligno que nada,salvo un milagro, podía hacer que de ello salie-ra nada bueno para nadie, todo aquello me pa-reció tan contradictorio y tan curioso que, paramí, que lo veía por primera vez, al principioresultaba increíble y no pude comprenderlo.Me quedé sentada donde me había colocadoRichard y traté de escuchar y miré a mi alrede-dor, pero toda aquella escena no parecía conte-ner ninguna realidad, salvo la pobre señoritaFlite, la loca, que estaba de pie en un banco y lacontemplaba con gestos de asentimiento.

Pronto nos vio la señorita Flite y vino a don-de estábamos nosotros. Me dio gentilmente labienvenida a sus dominios e indicó con granagrado y orgullo sus principales atracciones.También vino a hablar con nosotros el señorKenge, que hizo los honores del lugar de formamuy parecida, con la modestia complacientedel que se siente propietario de un lugar. No

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era un buen día para venir de visita, nos dijo; élhubiera preferido el primer día del período desesiones, pero era imponente, era imponente.

Cuando llevábamos allí una media hora, elcaso en estudio (si se me permite utilizar unafrase tan ridícula en aquellas circunstancias)pareció morir de su propia vacuidad, sin quehubiera llegado, ni nadie pareciese esperar quellegara, a ningún resultado. Después el LordCanciller pasó un montón de papeles de sumesa a la de los caballeros que estaban debajo yalguien dijo: «JARNDYCE Y JARNDYCE.»Esto provocó un murmullo, una risa y una reti-rada general de los espectadores, y la llegadade grandes montones y pilas de sacas y mássacas llenas de papeles.

Creo que se trataba de «nuevas instruccio-nes» en relación a una cuenta de las costas, enla medida en que lo pude comprender yo, queme sentía muy confusa. Pero conté 23 caballe-ros empelucados, que dijeron que participaban«en el caso», y ninguno de ellos pareció com-

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prenderlo mucho mejor que yo. Charlaron delasunto con el Lord Canciller, y se contradijerony se dieron explicaciones mutuamente, mien-tras unos de ellos decían que era así y otrosdecían que era asá, y algunos proponían joco-samente leer enormes volúmenes de declara-ciones juradas, y hubo más rumores y más ri-sas, y todos los interesados se hallaban en talestado de diversión desocupada que nadie pu-do comprender nada. Al cabo de una horaaproximadamente de esta actividad, y de quese comenzaran e interrumpieran muchos dis-cursos, quedó «aplazado por el momento», se-gún dijo el señor Kenge, y se volvieron a meterlos papeles en dos sacas antes de que los pasan-tes hubieran terminado de introducirlas todasen la sala.

Cuando terminaron estas actividades deses-perantes miré a Richard y me sentí impresio-nada al ver el aspecto fatigado de su hermosorostro. No dijo más que:

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—No puede durar siempre, señora Durden.¡A ver si hay más suerte la próxima vez!

Yo había visto al señor Guppy traer unospapeles y ordenarlos ante el señor Kenge, y élme había visto y me había hecho una reveren-cia melancólica, que me hizo sentir deseos deirme del tribunal. Richard me había dado elbrazo, y ya nos íbamos cuando apareció el se-ñor Guppy.

—Perdóneme usted, señor Carstone —dijoen un susurro—, y también usted, señoritaSummerson, pero hay aquí una señora, amigamía, que conoce a la señorita y querría tenerplacer de estrechar su mano.

Mientras hablaba él vi aparecer ante mí, co-mo si mis recuerdos se hubieran materializadoen forma corpórea, a la señora Rachael, de lacasa de mi madrina.

—¿Qué tal Esther? —dijo—. ¿Me recuerdas?Le di la mano, le dije que sí y que había

cambiado muy poco.

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—Me pregunto si recuerdas aquellos tiem-pos, Esther —contestó con la misma asperezade entonces—. Todo ha cambiado mucho.¡Bueno! Me alegro de verte y me alegro de verque no eres demasiado orgullosa para recono-cerme—. Pero la verdad era que parecía desen-cantada de que no lo fuera. —

—¡Orgullosa, señora Rachael! —protesté.—Ahora estoy casada, Esther —replicó fría-

mente para corregirme—, y soy la señora deChadband. ¡Bueno! Te deseo buenos días y es-pero que te vaya bien.

El señor Guppy, que había escuchado aten-tamente aquel breve diálogo, me exhaló unsuspiro al oído y se fue abriendo paso con laseñora Rachael entre el pequeño grupito degente que salía y entraba, en medio del cual nosencontrábamos, y que se había congregado alterminar los procedimientos. Richard y yo tam-bién nos íbamos, y yo estaba todavía bajo laprimera impresión de aquel reencuentro tanimprevisto cuando vi que se acercaba a nos-

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otros, aunque sin vernos, nada menos que elseñor George. No hacía caso de la gente que lorodeaba y avanzaba a zancadas mirando porencima de las cabezas de todos hacia el grupodel Tribunal.

—¡George! —exclamó Richard cuando selo señalé.

—Me alegro de verlo, señor —respondió—, y también a usted, señorita. ¿Podrían seña-larme quién es una persona a la que busco?En estos sitios me armo un lío.

Mientras hablaba se dio la vuelta y abrién-donos camino se detuvo cuando nos salimosdel grupo, en un rincón tras un cortinaje rojo.

—Hay una vieja chiflada —empezó a de-cir— que...

Levanté un dedo, pues la señorita Flite es-taba cerca de mí, ya que se había mantenido amis espaldas todo el tiempo y había llamadola atención sobre mí a varios de sus conocidoslegales (según pude oír para mi gran turba-

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ción), al murmurarles al oído: «¡Chitón! ¡Fitz-Jarndyce a mi izquierda! »

—¡Ejem! —dijo el señor George—. ¿Re-cuerda usted, señorita, que esta mañana estu-vimos hablando de una cierta persona?..., ¿deGridley? —susurró tapándose la boca con lamano.

—Sí —contesté.—Está escondido en mi casa. No podía de-

círselo. No tenía permiso de él. Está agotadohaciendo su última marcha, señorita, y quiereverla a ella. Dice que se conocen bien, y queella ha sido casi una buena amiga para élaquí. He venido a buscarla, porque cuando via Gridley esta tarde me pareció oír el redoblarde los tambores de últimas.

—¿Quiere que se lo diga? —pregunté.—¿Tendría usted esa amabilidad? —me

replicó con una mirada un tanto aprensiva ala señorita Flite—. Es la Providencia la queme ha guiado hacia usted, señorita; no creoque hubiera sabido entendérmelas con esa

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señora. —Y se llevó una mano al pecho y seirguió con una actitud marcial mientras yo ledecía al oído a la señorita Flite cuál era el ob-jetivo de la misión caritativa del señor Geor-ge.

—¡Mi airado amigo de Shropshire! ¡Casitan célebre como yo misma! —exclamó ella—.¡Hay que ver! Hija mía, acudiré a visitarlo conel mayor placer.

—Está escondido en casa del señor George—dije— ¡Chitón! Éste es el señor George.

—¡Hay que ver! —repitió la señorita Fli-te—. ¡Es un honor para mí! Es militar, hijamía. ¡Ya sabe usted, todo un general! —mesusurró.

La pobre señorita Flite consideró necesarioser tan cortés y amable, y hacer tantas reve-rencias, en señal de respeto al ejército, que noresultó fácil sacarla del Tribunal. Cuando porfin lo logramos, mientras seguía llamando«mi general» a George, le dio el brazo, paragran diversión de algunos ociosos que nos

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contemplaban, y él se sintió tan desasosega-do, y me pidió con tanto respeto que «no loabandonara», que no pude decidirme a hacer-lo; dado especialmente que la señorita Flitesiempre era amable conmigo, y que añadióademás: «Fitz-Jarndyce, hija mía, claro quenos acompañará usted.» Como Richard pare-cía perfectamente dispuesto a acompañarlo asu destino, e incluso deseoso de hacerlo, con-vinimos en ir con ellos. Y como el señorGeorge nos comunicó que Gridley se habíapasado la tarde hablando del señor Jarndyce,cuando se enteró de que se habían visto aque-lla mañana, escribí apresuradamente una no-ta a lápiz para mi Tutor a fin de comunicarlea dónde habíamos ido y por qué. El señorGeorge la lacró en un café con objeto de pro-teger el secreto, y la enviamos por un portea-dor licenciado.

Después tomamos un simón y fuimos a lazona de Leicester Square. Recorrimos algunoscallejones oscuros, por los que se excusó el

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señor George, y pronto llegamos a la Galeríade Tiro, que tenía la puerta cerrada. Cuandotiró de un cordón de llamada que colgaba deuna cadena junto a la puerta, se dirigió a élun señor anciano muy respetable, de pelogris, con gafas y vestido con un tabardo ne-gro, polainas y un sombrero de ala ancha, yque llevaba un gran bastón con empuñadurade oro.

—Perdóneme, amigo mío —dijo—, pero¿es ésta la Galería de Tiro de George?

—Así es, señor —replicó el señor George,mirando hacia el gran letrero en el que estabapintada esa inscripción en la pared enjalbe-gada.

—¡Ah! ¡Claro! —dijo el anciano, siguiendosu mirada—. Gracias. ¿Ha llamado usted a lapuerta?

—Yo soy George, señor, y sí, he llamado ala puerta.

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—¿Ah, sí? —exclamó el anciano—. ¿Es us-ted George? Entonces, ya ve que he corridotanto como usted. Me fue usted a buscar, ¿no?

—No, señor. No sé quién es usted.—¿De verdad? —contestó el anciano—.

Entonces debió de ser su criado quien vino abuscarme. Soy médico, y hace cinco minutosalguien me ha pedido que viniera a visitar aun enfermo en la Galería de Tiro de George.

—Los últimos tambores —dijo el señorGeorge, volviéndose hacia Richard y hacia míy moviendo gravemente la cabeza—. Tieneusted razón, señor. Haga el favor de pasar.

En aquel momento abrió la. puerta unhombrecillo de aspecto muy singular, vestidocon una gorra y un mandilón de fieltro verde,con la cara, las manos y la ropa totalmenteennegrecidas, y pasamos por un corredorlúgubre a un edificio grande con paredes deladrillo visto, donde había blancos, armas defuego y espadas, y todo género de cosas deese tipo. Cuando llegamos todos, el médico se

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detuvo, y quitándose el sombrero pareciódesaparecer por arte de magia y dejar su lu-gar a otro hombre completamente distinto.

—Vamos a ver, George —dijo el hombre,volviéndose rápido hacia él y dándole en elpecho con un índice gigantesco—. Tú me co-noces y yo te conozco. Tú eres hombre demundo y yo soy hombre de mundo. Comosabes, me llamo Bucket, y tengo orden dedetención contra Gridley. Lo tienes escondidodesde hace tiempo.

El señor George se lo quedó mirando, semordió los labios y negó con la cabeza.

—Vamos a ver, George —dijo el otro queseguía a su lado—, tú eres persona sensata yde buena conducta; eso es lo que eres, sin lu-gar a duda. Y fíjate que no te considero unapersona vulgar, porque has servido a tu pa-tria, y sabes que cuando llama el deber, todosdebemos obedecer. De manera que tú no eresde los que causan problemas. Si yo necesitaraayuda, me la darías; eso es lo que harías. Phil

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Squod, no vayas deslizándote así por la gale-ría —el hombrecillo sucio se estaba deslizan-do con un hombro arrimado a la pared, con lavista puesta en el intruso y un gesto que pare-cía de amenaza—, porque te conozco y no telo permito.

—¡Phil! —llamó el señor George.—Sí, jefe.—Tranquilo.El hombrecillo se quedó inmóvil, con un

gruñido en voz baja.—Señoras y señores —dijo el señor Buc-

ket—, les pido disculpas por cualquier cosaque les pueda parecer desagradable en todoesto, pues soy el Inspector Bucket, de la Fuer-za de Detectives, y tengo una misión quecumplir. George, sé dónde está mi hombre,porque anoche estuve apostado en el tejado ylo vi por la claraboya, y tú estabas con él. Estáahí ahora mismo —dijo, con un gesto de lamano—, ahí es donde está, en un sofá. Tengoque pasar a ver a mi hombre y decirle que se

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considere arrestado, pero ya me conoces, ysabes que no quiero adoptar medidas incó-modas. Si me das tu palabra de hombre (y deviejo soldado, ¡no lo olvides!) de que todoestá en orden entre nosotros dos, haré todo loque pueda por ti.

—Se la doy —fue la respuesta—. Pero noha actuado usted bien, señor Bucket.

—¡Demonio, George! ¿Que no he actuadobien? —dijo el señor Bucket, volviéndole adar en su ancho pecho y estrechándole la ma-no—. Yo no te he dicho que no hubieras ac-tuado bien al esconder tan bien a mi hombre,¿verdad? ¡Ten la misma consideración con-migo, muchacho! ¡Eres todo un GuillermoTell, todo un Shaw68, todo un miembro de laGuardia! Pero, señoras y señores, si es el mo-delo viviente del Ejército Británico. ¡Daría un

68 John Shaw, ex campeón de lucha, perte-necía a un Regimiento de la Guardia, del ejércitobritánico, y en Waterloo mató él sólo a 10 lancerosfranceses antes de morir él.

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billete de cincuenta libras por tener un portecomo el suyo!

Dada la situación, el señor George, tras re-flexionar unos instantes, propuso entrar él elprimero a ver a su compañero (pues así lollamó), y que la señorita Flite entrase con él.Cuando el señor Bucket asintió, se dirigieronhacia el otro extremo de la galería y nos deja-ron allá, unos sentados y otros de pie, junto auna mesa llena de armas de fuego. El señorBucket aprovechó la ocasión para hablar detemas intrascendentes, y me preguntó a mí sime daban miedo las armas de fuego, como lesocurría a casi toda» las señoritas; a Richard, sidisparaba bien; a Phil Squod, cuál de aquellosfusiles le parecía mejor y cuánto podría costaren una tienda, y le añadió que era una lástimaque a veces se dejara llevar por su tempera-mento, pues tenía un carácter tan amable quepodía tratarse del de una damisela; y, en ge-neral, actuó con simpatía.

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Al cabo de un rato nos siguió al otro ex-tremo de la galería, y Richard y yo nos íba-mos a ir discretamente cuando vino detrás denosotros el señor George. Dijo que si no te-níamos objeciones en ver a su compañero, aéste le agradaría mucho que lo visitáramos.Apenas acababa de decir aquellas palabrascuando llamaron al timbre, y apareció mi Tu-tor, «por, si había alguna posibilidad», segúncomentó de pasada, «de que pudiera haceralgo por un pobre hombre implicado en lamisma mala fortuna que él». Volvimos juntoslos cuatro, y entramos en la pieza donde esta-ba Gridley.

Era una habitación vacía, separada de lagalería por unas maderas sin pintar. Como eltabique no tenía más de ocho o diez pies dealto, y no se erguía más que de un lado, sinllegar hasta el techo, se veían por arriba lasvigas del alto techo de la galería, y la clarabo-ya por la que había mirado el señor Bucket. Elsol estaba bajo, a punto de ponerse, y por

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arriba entraba una luz rojiza, que no llegabaal suelo. En un sofá sencillo tapizado de lonaestaba el hombre de Shropshire, vestido casiigual que la última vez que lo vimos, pero tancambiado que al principio no reconocí aque-lla cara pálida.

Había seguido escribiendo en su escondite,y recordando sus agravios, durante horas yhoras. Una mesa y unos cuantos cajones esta-ban cubiertos de papeles manuscritos y deplumas gastadas, junto con toda una confu-sión de artículos análogos. Él y la mujercitaloca estaban juntos, solos, por así decirlo, yformaban una escena conmovedora. Ella es-taba sentada en una silla, dándole la mano, yninguno de nosotros se les acercó.

Había ido perdiendo la voz, junto con suantigua expresión, con su fuerza, con su ira,con su resistencia a todos los males que habíasufrido y que por fin lo habían vencido. Laúnica forma de describirlo es como la merasombra de un objeto lleno de forma y de co-

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lor, la sombra del hombre de Shropshire alque habíamos conocido.

Inclinó la cabeza hacia Richard y hacia míy habló a mi Tutor.

—Señor Jarndyce, es usted muy amable alvenir a verme. Creo que ya no queda muchotiempo para que me vea nadie. Celebro mu-cho estrechar su mano, caballero. Es usted unhombre bueno, por encima de toda injusticia,y Dios sabe cuánto lo respeto a usted.

Se estrecharon las manos cordialmente, ymi Tutor le dijo unas palabras de consuelo.

—Aunque le parezca extraño, señor —continuó diciendo Gridley—, no hubiera que-rido verlo a usted si ésta fuera la primera vezque nos conocemos. Pero usted sabe que hecombatido, usted sabe que he aguantado solocontra todos, y les he dicho lo que eran y enlo que me habían convertido, de forma queno me importa que me vea hecho esta ruina.

—Ha tenido usted gran valor con ellos, ymuchísimas veces —replicó mi Tutor.

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—Así es, señor —con una débil sonrisa—.Y ya le he dicho con qué resultado, cuandodejé de tenerlo, y ahora mire. ¡Mírenos, míre-nos! —y se pasó la mano de la señorita Flitepor el brazo y la acercó más a sí—. Ahora yaacaba todo. De todos mis antiguos conocidos,de todas mis antiguas actividades y esperan-zas, de todo el mundo de los vivos y losmuertos, sólo esta pobre y bondadosa mujerviene naturalmente a mí, y es lógico. Existeun vínculo de muchos años de sufrimientoentre nosotros dos, y es el único vínculo quejamás he tenido en la Tierra que la Cancilleríano ha roto.

—Reciba mi bendición, Gridley —dijo laseñorita Flite, llorando—. ¡Reciba mi bendi-ción!

—Yo creía, jactancioso de mí, que jamáspodrían destrozarme el corazón, señor Jarn-dyce. Había resuelto que no lo lograrían ja-más. De verdad que me creí capaz de ello yde que lograría acusarlos de ser unos farsan-

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tes como lo son, hasta que muriera yo de al-guna causa natural. Pero estoy acabado. Nosé cuánto tiempo hace que me voy apagando;me pareció como si me hubiese hundido enuna hora. Espero que nunca lleguen a ente-rarse. Espero que todos los presentes leshagan creer que morí desafiándolos, siempreperseverante, como he hecho durante tantosaños.

En aquel momento, el señor Bucket, queestaba sentado en un rincón junto a la puerta,ofreció, bondadoso, el único consuelo quepodía brindar:

—¡Vamos, vamos! —dijo desde su rincón—. No se ponga así, señor Gridley. Lo que pasaes que está usted un poco bajo de ánimo. Atodos nos pasa a veces. A mí me pasa.¡Aguante, aguante! Ya volverá usted a perderlos estribos con todos ellos, y más de una vez,y con un poco de suerte volveré a detenerlouna docena de veces.

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El señor Gridley se limitó a negar con lacabeza.

—No lo niegue usted —dijo el señor Buc-ket—. Diga que sí, eso es lo que quiero verlehacer a usted. ¡Pero, Dios mío, cuánto tiempono hemos pasado juntos! ¿No lo he visto austed en la cárcel de Fleet miles de veces,condenado por desacato? ¿No he ido más deveinte tardes al Tribunal sólo para ver cómose aferraba usted al Canciller como un bull-dog? ¿No se acuerda usted de la primera vezque empezó a amenazar a los abogados y sele acusaba a usted de alteración del ordenpúblico dos o tres veces por semana? Pre-gúntelo aquí a esta señora; siempre ha estadopresente. ¡Aguante, señor Gridley, aguante!

—¿Qué va usted a hacer con él? —preguntó George en voz baja.

—No lo sé todavía —dijo Bucket en elmismo tono. Después siguió dándole ánimosen voz más alta—: ¿Acabado usted, señorGridley? ¿Después de escapárseme todas es-

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tas semanas y de obligarme a andar por lostejados como un gato, y a venir a verlo dis-frazado de médico? Eso no es estar acabado.¡Yo diría que no! Le voy a decir lo que le hacefalta. Le hacen falta emociones, ¿sabe?, paramantenerse en forma, ¡eso es lo que le hacefalta a usted! Es a lo que está acostumbrado, yno puede vivir sin eso. Yo tampoco. Muybien, pues; vea usted esta orden obtenida porel señor Tulkinghorn, de Lincoln's Inn Fields,y endosada después en media docena decondados. ¿Qué le parece venir conmigo, con-forme a este mandamiento, y tener una buenapelea con los jueces? Le sentará bien; le daráánimos y le pondrá en forma para otra rondacon el Canciller. ¿Abandonar usted? Me sor-prende oír a un hombre de su energía hablarde abandonar. No debe usted hacerlo. Es us-ted quien da la mitad de su animación al Tri-bunal de Cancillería. George, dale una manoal señor Gridley, y ya verá cómo está ustedmejor en pie que acostado.

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—Está muy débil —dijo el soldado en vozbaja.

—¿De verdad? —contestó Bucket, preocu-pado—. No quiero más que se levante. No megusta ver a un viejo conocido abandonar así.Lo que más lo animaría de todo sería si pu-diera enfadarse un poco conmigo. Que tratede darme un golpe con la derecha y otro conla izquierda, si quiere; no le denunciaría.

Resonó el techo con un grito de la señorita

Flite que todavía me retumba en los oídos:

—¡Ay, no, Gridley! —exclamó cuando éstecayó pesada y silenciosamente de espaldasante ella—. ¡No te vayas sin mi bendición! ¡Alcabo de tantos años!

Se había puesto el sol, la luz se había idoalejando gradualmente de los tejados, y lassombras habían ido ascendiendo. Pero a misojos, la sombra de aquella pareja, una viva yel otro muerto, se hizo más densa cuando se

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marchó Richard que la oscuridad de la másoscura de las noches. Y en medio de las pala-bras de despedida de Richard, oía su eco:

«De todos mis antiguos conocidos, de to-das mis antiguas actividades y esperanzas, detodo el mundo de los vivos y los muertos,sólo esta pobre y bondadosa mujer viene na-turalmente a mí, y es lógico. Existe un vínculode muchos años de sufrimiento entre noso-tros dos, y es el único vínculo que jamás hetenido en la Tierra que la Cancillería no haroto.»

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CAPÍTULO 25

La señora Snagsby lo comprende todo

Reina la intranquilidad en Cook's Court,Cursitor Street. Una sospecha negra se ciernesobre esa pacífica región. La masa de sus habi-tantes se halla en su estado habitual de ánimo,ni mejor ni peor; pero el señor Snagsby estácambiado, y su mujercita lo sabe.

Porque Tomsolo y Lincoln's Inn Fields per-sisten en engancharse, como un par de caballosdesbocados, al carro de la imaginación del se-ñor Snagsby; el conductor es el señor Bucket, ylos pasajeros son Jo y el señor Tulkinghorn, ytodo el carruaje recorre el comercio de la pape-lería de los Tribunales a enorme velocidad, ydurante todo el día. Incluso en la cocinita de laparte delantera, donde come la familia, surgena velocidad de relámpago de la mesa, cuando elseñor Snagsby hace una pausa al cortar la pri-

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mera tajada de la pierna de cordero al hornocon patatas y contempla la pared de la cocina.

El señor Snagsby no puede comprender quétiene que ver él con todo eso. Hay algo que an-da mal por alguna parte, pero lo que no entien-de es qué es ese algo, qué resultado puede te-ner, para quién, cuándo ni de qué sector delque nada sabe ni nada ha oído procederá. To-do: sus remotas impresiones de las túnicas y lascoronas de nobleza, de las estrellas y las jarrete-ras, de aquel resplandor entrevisto a través delpolvo de la oficina del señor Tulkinghorn; suveneración por los misterios custodiados porlos mejores y más conocidos de sus clientes, aquienes todos los Inns de los Tribunales, todaChancery Lane y todo el barrio judicial están deacuerdo en reverenciar; su recuerdo del Detec-tive Bucket y su dedo índice, y sus modalesconfidenciales que era imposible eludir o negar;todo ello lo persuade de que él mismo ha pasa-do a su parte en algún peligroso secreto, sinsaber cuál es. Y la terrible peculiaridad de esa

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condición es que a cualquier hora de su vidacotidiana, a cualquier apertura de la puerta dela tienda, a cualquier llamada al timbre, a cual-quier entrada de un mensajero, o a cualquierentrega de una carta, el secreto puede impreg-narse de aire y de fuego, estallar y hacer quesalte en pedazos... sólo el señor Bucket sabequién.

Motivo por el cual, cada vez que entra en latienda un desconocido (y suelen entrar muchosdesconocidos), y pregunta si está el señorSnagsby o cualquier cosa igual de inocente, elcorazón del señor Snagsby palpita acelerado ensu pecho culpable. Sufre tanto con esas pregun-tas, que cuando quienes las hacen son mucha-chos, se venga tirándoles de las orejas por en-cima del mostrador, preguntando a los mo-zalbetes qué quieren decir con eso y por qué nodicen inmediatamente lo que quieren. Hayhombres y muchachos menos reales que persis-ten en introducirse en los sueños del señorSnagsby y aterrarlo con preguntas inexplica-

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bles; de manera que muchas veces, cuando elgallo de la pequeña lechería de Cursitor Streetestalla como suele hacerlo absurdamente por lamañana, el señor Snagsby se encuentra su-friendo la crisis de una pesadilla, con su mujer-cita que lo sacude y se pregunta: «¿Qué le pasaa este hombre?»

Esa misma mujercita no es la menor de susdificultades. El saber que está siempre ocultán-dole un secreto, que en todas las circunstanciasha de disimular y retener en la boca una muelacareada, que ella con su agudeza está siempre apunto de arrancarle de la cabeza, da al señorSnagsby, ante la presencia de dentista queasume ella, un aspecto muy parecido al de unperro que tiene algo que esconder a su amo, yque mira a cualquier parte con tal de no trope-zar con la mirada de éste.

Todos esos indicios y signos, observados porla mujercita, no pasan inadvertidos a ésta. Lainducen a decir: «¡Snagsby tiene alguna pre-ocupación!» Y así es cómo la sospecha se intro-

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duce en Cook's Court, Cursitor Street. De lasospecha a los celos, la señora Snagsby encuen-tra que hay un camino tan natural como el queva de Cook's Court a Chancery Lane. Y esoscelos penetran en Cook's Court, Cursitor Street.Una vez llegados (y siempre han estado muypróximos), se muestran muy activos y ágiles enel seno de la señora Snagsby, y la impulsan arealizar exámenes nocturnos de los bolsillos delseñor Snagsby, a hacer inspecciones privadasde su Libro Diario y su Mayor, su caja regis-tradora, su caja de reserva y su caja de cauda-les; a mirar por las ventanas, a escuchar detrásde las puertas y a hacer que una serie de cosasverdaderamente disparatadas parezcan encajarunas con otras.

La señora Snagsby está tan perpetuamenteen estado de alarma, que la casa se llena defantasmas, de planchas que chirrían y vestidosque rozan las paredes. Los aprendices piensanque allí debe de haber muerto asesinado al-guien en tiempos antiguos. Guster tiene unos

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átomos de una idea (recogidos en Tooting,donde se hallaban flotando entre unos niñoshuérfanos) de que existe dinero enterrado bajola bodega, custodiados por un anciano de bar-bas blancas, que no podrá salir hasta dentro desiete mil años, porque una vez dijo el Padre-nuestro al revés.

«¿Quién era Nimrod?»69, se pregunta reite-radamente la señora Snagsby. «¿Quién eraaquella dama, aquel ser. ¿Y quién es ese chico?»Ahora bien, como Nimrod está más muerto queaquel gran cazador cuyo nombre le ha atribui-do la señora Snagsby, y la dama no está visible,dirige su mirada mental, de momento y convigilancia redoblada, al muchacho. «¿Y quién»,se pregunta la señora Snagsby por milyunésimavez, «es ese muchacho? ¿Quién es ese...?». Yahí, por primera vez, la señora Snagsby sienteel soplo de la inspiración.

69 Evidentemente, la señora Snagsby con-funde el Nimrod bíblico (véase la nota 42) con elfallecido Nemo

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Él no respeta en absoluto al señor Chad-band. Desde luego que no, y es natural en al-guien así. Naturalmente que no, en tamañascircunstancias. El señor Chadband lo invitó y loconminó (¡pero si lo oyó la señora Snagsby consus propios oídos) a volver, y el señor Chad-band le dijo adónde tenía que ir para hablar conél; ¡y no ha ido nunca! ¿Por qué no ha ido nun-ca? Porque alguien le ha dicho que no fuera.¿Quién le ha dicho que no fuera? ¿Quién? ¡Ja,ja! La señora Snagsby lo ha comprendido todo.

Pero, por suerte (y la señora Snagsby hacetensos movimientos con la cabeza y esbozauna tensa sonrisa), el señor Chadband seencontró ayer en la calle con aquel mucha-cho, y el señor Chadband agarró a aquel mu-chacho, como tema apropiado sobre el cualel señor Chadband desea predicar para grandelicia espiritual de una congregación selec-ta, y lo amenazó con entregarlo a la policía sino mostraba al reverendo caballero dóndevivía y si no contraía, y cumplía, el compro-

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miso de ir a Cook's Court mañana por la no-che; «ma-ña-na-por-la-no-che», repite la se-ñora Snagsby como para subrayarlo, con otrasonrisita tensa y otro tenso movimiento de lacabeza; y mañana por la noche estará aquíaquel muchacho, y mañana por la noche laseñora Snagsby estará atenta a él y a otrapersona, y, «¡Oh, mucho puedes recorrer entus misteriosos caminos», dice la señoraSnagsby con altivez y desprecio, «pero nopodrás engañarme a mí!».

La señora Snagsby no puede hacer que sue-ne un pandero en las orejas de nadie, pero semantiene firme en su propósito, y guarda silen-cio. Llega mañana, llegan los preparativos su-culentos para el Comercio del Aceite de Balle-na, llega la noche. Llega el señor Snagsby consu levita negra; llegan los Chadband; llegan(cuando está repleta la máquina de ingurgitar)los aprendices y Guster, para que el reverendoles predique; llega por fin, con la cabeza baja yarrastrando los pies a derecha y a izquierda,

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con su mínima gorra de piel en la mano emba-rrada, esa gorra a la que va quitando los peloscomo si fuera un pajarito que acabara de reco-ger de la calle, y al que fuera a desplumar antesde comérselo crudo, Jo, el mismo, el mismísimopersonaje al que desea salvar el señor Chad-band.

La señora Snagsby mira escudriñadora a Jocuando Guster lo introduce en la salita. Jo miraal señor Snagsby en el mismo momento en queentra. ¡Ajá! ¿Por qué mira al señor Snagsby? Elseñor Snagsby lo mira. ¿Por qué lo hace, cuan-do la señora Snagsby lo está viendo todo? ¿Porqué pasa esa mirada entre ellos? ¿Por qué tieneel señor Snagsby ese aspecto tan confuso y ex-hala una tosecilla tan significativa tras la mano?Es un indicio transparente de que el señorSnagsby es el padre de ese muchacho.

—Que la paz sea con nosotros, amigos míos—dice Chadband, levantándose y limpiándoselas exudaciones oleaginosas de su reverendafaz—. ¡Que la paz sea con nosotros! Amigos

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míos, ¿por qué con nosotros? Porque —añade,con su fatua sonrisa— no puede ser en contrade nosotros, porque ha de ser con nosotros,porque la paz no es dura, sino blanda, porqueno hace la guerra como el halcón, sino que vie-ne a casa entre nosotros, como la paloma. Porconsiguiente, amigos míos, ¡que la paz sea connosotros! ¡Mi querido muchacho humano, vencon nosotros!

El señor Chadband alarga una zarpa fofa, laextiende sobre el brazo de Jo y reflexiona sobredónde colocar a éste. Jo, que siente grandesdudas acerca de las intenciones de su reveren-do amigo, y que no está seguro de nada, salvode que van a hacerle algo concreto y doloroso,murmura:

—Que me dejen en paz. Yo no he dicho ná.Que me dejen en paz.

—No, mi joven amigo —dice plácidamenteel señor Chadband—. No te voy a dejar en paz.¿Y por qué? Porque soy el que recoge las mie-ses, porque soy un trabajador encarnizado,

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porque me has sido entregado y te has conver-tido en un instrumento precioso en mis manos.¡Amigos míos, permítanme emplear este ins-trumento en beneficio de ustedes, para la edifi-cación de ustedes, para ventaja de ustedes, parabienestar de ustedes, para el enriquecimientode ustedes. Joven amigo mío, siéntate en estetaburete.

Jo, aparentemente poseído de la impresiónde que el reverendo caballero le quiere cortar elpelo, se protege la cabeza con ambos brazos, ycuesta mucho trabajo hacer que adopte la pos-tura requerida, lo que hace con todas las ma-nifestaciones posibles de renuencia.

Cuando por fin queda colocado como unmaniquí de pintor, el señor Chadband se retiradetrás de la mesa, levanta una mano como zar-pa de oso y dice:

—¡Amigos míos! —lo cual es la señal paraque el público, en general, se siente. Los apren-dices se ríen por lo bajinis, y se dan codazos losunos a los otros. Guster cae en un estado de

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contemplación vacua, mezclado de admiraciónasombrada por el señor Chadband y de compa-sión por el proscrito sin amigos, cuya condiciónle afecta en lo más íntimo de su ser. La señoraSnagsby va colocando en silencio las municio-nes en sus bandejas. La señora Chadband secompone sombría junto a la chimenea y se ca-lienta las rodillas, sensación que considera favo-rable para ser objeto de la elocuencia de su ma-rido.

Da la causalidad de que el señor Chadbandtiene la costumbre de los predicadores de mirardirectamente a alguno de los miembros de sucongregación, y de ir lanzando todos los aspec-tos de su argumentación hacia esa persona con-creta, de la cual se espera que de vez en cuandose sienta impulsada a exhalar un gruñido, unsuspiro, un jadeo o alguna otra expresión audi-ble de sentimientos interiores, cuyas expresionesde sentimientos internos reciben el eco de algu-na señora anciana del reclinatorio de al lado, yasí se van comunicando, como la caída de los

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dominós, por el círculo de los pecadores másexpresivos de entre los presentes y van desem-peñando la función de los aplausos parlamenta-rios, lo cual va animando al señor Chadband.Por mera fuerza de la costumbre, cuando el se-ñor Chadband ha exclamado: «¡Amigos míos»,ha mirado de frente al señor Snagsby, y procedea hacer que el infortunado papelero, que ya es-taba lo bastante confuso, sea el receptor de sudiscurso.

—Tenemos entre nosotros, amigos míos —dice el señor Chadband—, a un Gentil y un Pa-gano, a un residente en los campos de Tomsoloy a un vagabundo por la superficie de la Tierra.Tenemos entre nosotros, amigos míos —y elseñor Chadband enfatiza lo que va diciendo conla punta de una uña sucia; confiere una sonrisaaceitosa al señor Snagsby para significarle que leva a poner argumentativamente de espaldascontra la lona, si es que ya no lo está—, a unhermano y un muchacho. Sin padres, sin parien-tes, sin rebaños ni manadas, sin oro ni plata, sin

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piedras preciosas. Ahora bien, amigos míos,¿por qué digo que carece de esas preciosas pose-siones? ¿Por qué? ¿Por qué carece de ellas? —Elseñor Chadband formula la pregunta como siestuviera proponiendo un enigma misteriosísi-mo, lleno de ingenio y de mérito, al señorSnagsby, y encareciendo a este último que no serinda.

El señor Snagsby, totalmente perplejo ante lamirada misteriosa que acaba de recibir de sumujercita, aproximadamente en el mismo mo-mento en que el señor Chadband pronunció lapalabras «padres», cae en la tentación de con-testar: «Yo no lo sé, se lo aseguro», ante cuyainterrupción la señora Chadband lo mira feroz-mente y la señora Snagsby exclama: «¡Qué ver-güenza!»

—Oigo una voz —dice Chadband—; ¿no esmás que una vocecita, amigos míos? Me temoque no, aunque verdaderamente tendría la espe-ranza de que...

(«¡Ah-h-h!», dice la señora Snagsby.)

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—Que dice «yo no lo sé». Entonces voy a de-ciros por qué. Digo que el hermano presenteentre nosotros carece de padres, carece de pa-rientes, carece de rebaños y de manadas, carecede oro, de plata y de piedras preciosas porque lefalta la luz que brilla sobre algunos de otros.¿Qué es esa luz? ¿Qué es? Os pregunto: ¿Qué esesa luz?

El señor Chadband echa atrás la cabeza yhace una pausa, pero el señor Snagsby no va acaer otra vez en su propia destrucción. El señorChadband vuelve a inclinarse sobre la mesa ymira penetrantemente al señor Snagsby paradecirle, mientras usa la uña antes mencionada:

—Es el rayo de los rayos, el sol de los soles, laluna de las lunas, la estrella de las estrellas. Es laluz de la Verdad.

El señor Chadband vuelve a erguirse y miratriunfante al señor Snagsby, como si quisierasaber lo que opina éste después de tamaña frase.

—De la Verdad —repite el señor Chadband,volviendo a golpearlo—. No me digáis que no es

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la antorcha de las antorchas. Yo os digo que loes. Os digo un millón de veces que lo es. ¡Lo es!Os digo que os lo proclamaré, tanto si os gustacomo si no; incluso que cuanto menos os guste,más os la proclamaré. ¡Con un clarín! Os digoque si os levantáis en contra de ella, caeréis, osgolpearéis, os quebraréis, os romperéis, os aplas-taréis.

Como el efecto instantáneo de esa fuga orato-ria (muy admirada por su vigor general por losseguidores del señor Chadband) no es sólo hacerque el señor Chadband se sienta incómodamen-te acalorado, sino representar al inocente señorSnagsby en la guisa de un enemigo decidido dela virtud, con una frente de bronce y un corazónde diamante, el infortunado comerciante se sien-te todavía más desconcertado, y se halla en unestado avanzado de pasión de ánimo, y se sienteen falso, cuando el señor Chadband acaba con élde manera como de pasada:

—Amigos míos —continúa diciendo, tras en-jugarse la cabeza grasienta durante un rato (y la

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cabeza le echa tanto humo que parece encendercon él el pañuelo, que también humea despuésde cada pasada)—, por continuar con el objetosobre el cual tratamos con nuestras humildesdotes de predicar, tratemos con ánimo de amorde preguntar qué es esa Verdad a la que he alu-dido. Porque, mis jóvenes amigos —dirigiéndose a Guster y los aprendices, paragran consternación de éstos—, si el médico medice que lo que me conviene es el calomelo o elaceite de hígado de bacalao, naturalmente quepuedo preguntar qué son el calomelo y el aceitede hígado de bacalao. Quizá desee que se meinforme al respecto, antes de medicarme conuna cosa o con la otra. Y entonces, mis jóvenesamigos, ¿qué es la Verdad? En primer lugar (yllevado del ánimo del amor), ¿cuál es el tipovulgar de la Verdad, su ropa de trabajo, su ropade diario, mis jóvenes amigos? ¿Es el engaño?

(«¡Ah-h-h!», dice la señora Snagsby.)—¿Es la omisión?

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(Temblor negativo por parte de la señoraSnagsby.)

—¿Es la reserva?(Gesto negativo de la señora Snagsby con la

cabeza, muy largo y muy tenso.)—No, amigos míos, no es nada de eso. No se

la puede llamar por ninguno de esos nombres.Cuando este joven Pagano que se halla entrenosotros, que ahora, amigo míos, se acaba dedormir, con el sello de la indiferencia y de laperdición entre sus párpados (pero no lo desper-téis, pues es justo que yo haya de luchar, y decombatir, y de debatirme y de vencer por subien) cuando este joven Pagano endurecido noshabló de una historia rocambolesca de una da-ma y un Soberano, ¿es ésa la Verdad? No. O, silo era en parte, ¿era ésa toda y la única Verdad?¡No, amigos míos, no!

Si el señor Snagsby pudiera aguantar la mi-rada de su mujercita cuando tropieza con susojos, que son el espejo del alma, para penetrar en

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todas sus interioridades, sería otro hombre delque es. Se arruga y se encoge.

—O, juveniles amigos míos —dice Chad-band, descendiendo al nivel de comprensión deéstos, con una demostración ostensible, que ex-presa mediante una sonrisa grasientamentehumilde, de rebajarse mucho a fin de lograrlo—,si el amo de la casa hubiera de aventurarse en laciudad y ver en ella una anguila y volver des-pués y fuera a llamar ante sí al alma de esta casay dijera: « ¡Sara, regocíjate conmigo, pues hehallado a un elefante!», ¿sería eso la Verdad?

La señora Snagsby llora a moco tendido.—O digamos, mis juveniles amigos, que viera

a un elefante y a su regreso dijera: «He aquí quela ciudad está vacía y no he visto más que unaanguila.» ¿Sería eso la Verdad?

La señora Snagsby solloza a gritos.—O digamos, mis juveniles amigos —dice

Chadband, estimulado por esos sonidos—, quelos padres desnaturalizados de este Pagano queduerme (pues no cabe duda, mis juveniles ami-

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gos, de que tuvo unos padres) tras echarlo a loslobos y a los buitres, a los perros asilvestrados ya las ágiles gacelas, y a las serpientes, volvieran asus residencias, y disfrutaran con sus pipas y susollas, con sus flautas y sus bailes, y sus licores demalta, y con las carnes y las aves de su carnicero,¿sería eso la Verdad?

La señora Snagsby responde cayendo en unaserie de espasmos; no como una presa resigna-da, sino aullante y espasmódica, de forma queCook's Court se llena de sus chillidos. Por fin caeen la catalepsia, y hay que subirla por la estrechaescalera como si fuera un piano de cola. Trasunos sufrimientos indecibles, que producen lamayor consternación, los mensajeros enviadosdel dormitorio dicen que ya no sufre, aunque haquedado agotada, en cuyo estado de las cosas elseñor Snagsby, pisoteado y golpeado durante eltraslado del pianoforte, y sumamente tímido ydebilitado, se aventura a salir de detrás de lapuerta de la sala.

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Durante todo este tiempo, Jo se ha quedadode pie, inmóvil, en el mismo sitio en que se des-pertó, sin parar de quitarse pelos de la gorra yde llevársela a la boca, de la cual escupe de vezen cuando trocitos de piel con aire de remor-dimiento, pues considera que está en su carácterser un réprobo irremediable, y que nada valeque él trate de mantenerse despierto, pues biensabe él que nunca va a saber ná de ná. Si bien esposible, Jo, que exista una historia tan interesan-te y tan conmovedora como la tuya, incluso paramentalidades tan cercanas a las de las bestiascomo la tuya, en la cual quedara constancia delas cosas hechas en la tierra por gente del co-mún, que si los Chadband de este mundo, alhacer mutis por el foro, te quisieran mostrarcon un mínimo de respeto, que no sólo la deja-rían sin más prédicas, sino que la consideraríanlo bastante elocuente sin necesidad de su mo-desta ayuda, ello te haría quedar despierto,entonces quizá aprendieras algo!

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Jo no ha oído jamás hablar de ningún librode historia así. A él le dan lo mismo sus compi-ladores y el señor Chadband, salvo que conoceal reverendo Chadband, y prefiere pasarse unahora corriendo para huir de él que oírlo hablardurante cinco minutos. «No vale de ná que sigaesperando aquí», piensa Jo. «El señor Snagsbyno me va a decir ná esta noche.» Y baja las esca-leras arrastrando los pies.

Pero abajo está la caritativa Guster, que estáagarrada a la balaustrada de la escalera de lacocina, y tratando de contener un ataque, enlucha todavía incierta; ataque provocado porlos aullidos de la señora Snagsby. Tiene su pro-pia cena de pan y queso que entregar a Jo, conel cual se aventura a intercambiar unas pala-bras por primera vez.

—Ten algo de comer, pobrecito —dice Gus-ter.

—Gracias, señorita —contesta Jo.—¿Tienes hambre?—¡Más o menos! —replica Jo.

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—¿Qué ha pasado con tu padre y con tumadre, eh?

Jo se interrumpe en medio de un mordisco yse queda petrificado. Porque esa huérfana cria-da por el santo cristiano cuyo santuario se hallaen Tooting le ha tocado el hombro, y es la pri-mera vez en su vida que lo han tocado con ungesto de amabilidad.

—No sé ná de ellos —dice Jo.—Yo tampoco de los míos —exclama Gus-

ter. Está reprimiendo los síntomas típicos de suataque, cuando parece que algo la alarma, ydesaparece escaleras abajo.

—Jo —dice en voz baja el papelero cuando elmuchacho se queda parado en el escalón.

—¡Aquí estoy, señor Snagsby!—No sabía si te habías ido... Ten otra media

corona, Jo. Tuviste toda la razón al decir que nosabías nada de aquella señora la otra noche,cuando salimos juntos. No haría más que crearproblemas. El silencio es oro, Jo.

—¡Comprendido, señor!

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Y se dan las buenas noches.Una sombra fantasmal, en camisón y gorro

de dormir, sigue al papelero a la sala de la queacaba de salir, y se desliza escalera arriba. Y apartir de ese día, dondequiera que vaya, lo se-guirá otra sombra distinta de la suya, apenasmenos fugaz que la suya, apenas menos silen-ciosa que la suya. Y en cualquier lugar secretopor el que vaya a pasar su propia sombra, másvale que todos los preocupados por su secretoestén alerta. Porque ahí está también la obser-vadora señora Snagsby, la carne de su carne, lasangre de su sangre, la sombra de su sombra.

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CAPITULO 26

Tiradores de primera

La mañana invernal, que contempla conojos apagados y la cara cetrina al vecindario deLeicester Square, encuentra a los habitantes deésta nada dispuestos a salir de la cama. Muchosde ellos no son madrugadores ni en el mejor delos momentos, pues se trata de aves nocturnasque se van a la percha cuando el sol ya se halevantado, y que están despiertos y listos parala presa cuando están brillando las estrellas.Tras visillos y cortinas mugrientos, en los pisosaltos y las buhardillas, ocultos tras nombresmás o menos falsos, cabelleras falsas, títulosfalsos, joyas falsas e historias falsas, hay unacolonia de bergantes que yacen en su primersueño. Caballeros de los tapetes verdes quepodrían discursear por experiencia personalacerca de las galeras extranjeras y de las peni-

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tenciarías nacionales; espías de gobiernos fuer-tes que tiemblan constantemente de debilidad yde temores inconfesables, traidores convictos,cobardes, matones, jugadores, fulleros, estafa-dores y testigos falsos, algunos de ellos ya mar-cados por la señal del hierro al rojo, tras susmelenas sucias, con más suciedad dentro deellos que jamás hubo en el seno de Nerón, y conmás delitos de los que encierra toda la cárcel deNewgate. Pues, por malo que sea el Diablo ves-tido de fustán o de levita (y puede ser muymalvado vestido de uno u otro modo), es undiablo más astuto, encallecido e intolerablecuando se pone un alfiler en la corbata, se auto-califica de caballero, apuesta a un solo color o auna sola carta, juega una partida de billar y estáalgo informado de lo que son los pagarés o lasletras de cambio, que ea cualquiera de las otrasguisas que adopta. Y en cualquiera de esasformas lo encontrará el señor Bucket, que siguerecorriendo las vías que conducen a LeicesterSquare, si decide encontrarlo.

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Pero la mañana de invierno no lo busca ni lodespierta. Despierta al señor George, de la Ga-lería de Tiro, y a su acompañante. Se levantan,enrollan sus petates y los colocan ea sus sitios.El señor George, tras afeitarse ante un espejitode proporciones diminutas, sale a zancadas,coa la cabeza y el pecho desnudos, hacia laBomba que hay en el patinillo, y vuelve relu-ciente de jabón amarillo, fricción, agua de lluviay otra agua gélida. Mientras se seca con unatoalla sin fin, resoplando como una especie debuceador militar que acaba de salir a la superfi-cie, con el pelo rizado cada vez más rizado so-bre las sienes atezadas, y cuando más se vafrotando, de manera que parece que jamás sepudiera alisar con un instrumento menos coer-citivo que un rastrillo de hierro o una almoha-za, mientras se frota, y jadea, y se pule, aceza,menea la cabeza de un lado para el otro, conobjeto de frotarse la garganta con más comodi-dad, con el cuerpo inclinado hacia adelante, afin de que la humedad no le moje las piernas

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marciales, mientras ocurre todo esto, Phil estáarrodillado encendiendo el fuego, y mira en suderredor como si con tanto lavatorio en tornosuyo ya fuera suficiente para él, y le bastara,por un día, con absorber toda la salud que lesobra a su jefe y que éste esparce a su alre-dedor.

Cuando el señor George se seca, se va a cepi-llar el cabello con dos cepillos al mismo tiempo,y lo hace con tal aspereza, que Phil, que vaacercándose por la galería, con los hombrospegados a las paredes mientras va barriendo,hace un guiño de compasión. Una vez termina-da esta tarea, pronto acaban las abluciones delseñor George. Carga la pipa, la enciende y sepasea arriba y abajo fumando, como tiene porcostumbre, mientras que Phil, de a cuyo ladosurge un fuerte aroma a café y panecillos ca-lientes, prepara el desayuno. Fuma gravementey marcha a paso lento. Es posible que la pipa deesta mañana esté consagrada a la memoria deGridley en su tumba.

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—¿De manera, Phil —dice George, de la Ga-lería de Tiro, al cabo de unas vueltas en silen-cio—, que anoche estabas soñando con el cam-po?

Phil, efectivamente, había dicho eso mismocon tono de sorpresa al levantarse de la cama.

—Sí, jefe.—¿Y cómo era?—Casi ni me doy cuenta de cómo era, jefe —

dice Phil, parándose un momento a pensar.—¿Cómo sabías que era el campo?—Debe de haber sido por la hierba, creo. Y

por los cisnes —dice Phil, reflexionando.—¿Qué hacían los cisnes en la hierba?—Supongo que se la estaban comiendo —

contesta Phil.El amo sigue dándose sus paseos, y el criado

sigue haciendo sus preparativos para el des-ayuno. No son necesariamente unos preparati-vos prolongados, pues se limitan a preparar undesayuno muy sencillo para dos, y a la friturade dos rajas de bacón en la parrilla ennegreci-

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da, pero como Phil tiene que deslizarse a lolargo de una parte muy considerable de la gale-ría en busca de cada uno de los objetos que ne-cesita, y nunca trae dos de esos objetos a la vez,todo ello lleva un cierto tiempo. Por fin quedapreparado el desayuno. Cuando lo anunciaPhil, el señor George saca de un golpe las ceni-zas de su pipa, coloca ésta en la repisa de la chi-menea y se sienta a comer. Una vez que haterminado, Phil sigue su ejemplo; se sienta a unextremo de la mesita oblonga y se pone el platoen las rodillas. No se sabe si es por humildad, opor esconder las manos ennegrecidas, o porqueésa es su forma natural de comer.

—El campo —dice el señor George mientrasmaneja cuchillo y tenedor— ¡pero, Phil, si creoque nunca has visto el campo!

—Una vez vi los marjales —dice Phil, satis-fecho, mientras se come el desayuno.

—¿Qué marjales?—Los marjales, jefe —replica Phil. —¿Dónde

están?

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—No sé dónde están —dice Phil—, perolos he visto, jefe. Eran muy llanos. Muchaniebla.

Los términos de jefe y de Comandante sonintercambiables, a juicio de Phil; expresan elmismo respeto y la misma deferencia, y noson aplicables a nadie más que al señorGeorge.

—Yo nací en el campo, Phil.—¿De verdad, mi comandante?—Sí. Y allí me crié.Phil enarca su única ceja, tras contemplar

respetuosamente a su jefe para expresar suinterés, engulle un gran trago de café mien-tras sigue contemplándolo.

—No hay un solo trino de pájaro que nosepa yo reconocer —dice el señor George—.No hay muchas hojas ni bayas de Inglaterraque no pueda yo nombrar. Ni tampoco mu-chos árboles que no pudiera trepar si me lopropusiera. En mis tiempos, yo era un ver-

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dadero chico del campo. Mi buena madrevivía en el campo.

—Debe de haber sido una viejecita muybuena, jefe —observa Phil.

—¡Ya! Y no creas que era tan vieja, tam-poco, hace treinta y cinco años —dice el se-ñor George—. Pero apuesto a que a los no-venta estaría más o menos tan erguida comoyo, y que tendría unos hombros casi tan an-chos como los míos.

—¿Es que se murió a los noventa, jefe? —pregunta Phil.

—No. ¡Basta! ¡Descanse en paz, Dios labendiga! —dice el soldado—. ¿Por qué me hepuesto a hablar de los chicos del campo y losfugitivos y los inútiles? ¡Seguro que es culpatuya! Así que nunca has visto el campo, sal-vo los marjales, y en tus sueños, ¿eh?

Phil niega con la cabeza.—¿Quieres verlo?—No, no estoy muy seguro, la verdad —

dice Phil.

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—¿Te basta con la ciudad, eh?—Bueno, mire, mi comandante —dice

Phil—. La verdá es que es lo único que co-nozco, y no sé si no me estaré haciendo de-masiado viejo para empezar a meterme ennovedades.

—¿Cuántos años tienes, Phil? —preguntael soldado, haciendo una pausa al llevarse elplatillo humeante a los labios.

—Sé que hay un ocho de por medio —explica Phil—. No pueden ser ochenta. Perotampoco dieciocho. Es algo por en medio deesas dos cosas.

El señor George baja lentamente el platillosin probar su contenido y empieza a decir,sonriente:

—¡Qué diablo, Phil...! —cuando se detieneal ver que Phil está contando con sus suciosdedos.

—Tenía justo ocho años —dice Phil—, se-gún el cálculo del párroco, cuando me fuicon el lañador. Me mandaron a un recado y

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lo veo sentado debajo de una casa vieja conun fuego para él solo, bien cómodo, y va yme dice: «Hombre, ¿quieres venirte conmi-go?» Y yo voy y digo: «Sí», y entonces él yyo y el fuego nos fuimos todos a Cler-kenwell. Eso fue un uno de abril, me digo:«Bueno, viejo, ya tienes ocho años con ununo más.» Al siguiente uno de abril, voy ydigo: «Bueno, viejo, ya tienes ocho años conun dos más.» Y así va pasando el tiempohasta que tengo ocho con un diez más; ochoy dos dieces más. Cuando fue haciéndosemás, perdí la cuenta, pero por eso sé quésiempre hay ocho con algo más.

—¡Ah! —dice el señor George, volviendoa su desayuno—. ¿Y dónde está el lañador?

—La bebida lo llevó al hospital, jefe, y elhospital le puso... en una caja de cristal, mehan dicho —replica Phil misteriosamente

—Y entonces ascendiste. ¿Te quedaste conel negocio, Phil?

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—Sí, mi comandante. Me quedé con el ne-gocio. Con lo que quedaba. No era mucho: laronda de Saffron Hill a Hatton Garden,Clerkenwell, Smiffeld y vuelta; zona pobre;guardan los pucheros hasta que ya no sepueden componer. Casi todos los lañadoresque pasaban se alojaban con nosotros, y asíera cómo ganaba mi amo más dinero. Peroconmigo no se venían a alojar. Yo no era co-mo él. Él les cantaba canciones muy bonitas.¡Yo no sabía! El les tocaba músicas con cual-quier cosa, con tal que fuera un cacharro dehierro o de estaño. Yo no sabía hacer nadacon los cacharros, sólo arreglarlos o cocinaren ellos... Nunca aprendí ná de música.Además, era demasiado feo, y las mujeres sequejaban de mí.

—Eran demasiado aspaventeras. Tampocoes que llames la atención —dice el soldado,con una sonrisa agradable.

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—No, jefe —dice Phil, negando con la ca-

beza—. Sí que la llamo. Yo era pasable cuan-

do me fui con el lañador, aunque tampoco era

una belleza, pero entre atizar el fuego con la

boca cuando era pequeño, que me fastidió la

cara y me quemó el pelo, además de tragarme

todo el humo, y además con ser tan torpe que

me pasaba la vida tropezando con el metal

caliente y haciéndome quemaduras, y con

pelearme con el lañador cuando fui crecien-

do, casi siempre que él había bebido dema-

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siado (que era casi siempre), la verdad es que

si antes no era una belleza, me fui haciendo

peor, incluso entonces. Y después, con pa-

sarme una docena de años en una forja, don-

de a los hombres les gustaba gastarme bro-

mas, y con quemarme en un accidente en una

fábrica del gas, y con salir volando por una

ventana, cuando estaba empleado en una casa

de fuegos artificiales, la verdad es que me he

quedado como un monstruo de feria.

Y Phil, que se resigna a esa condición conun aire perfectamente satisfecho, pide por

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favor otra taza de café. Mientras se la bebe,dice:

—Fue después de la explosión de los fue-gos artificiales cuando nos conocimos, jefe.

—Lo recuerdo, Phil. Estabas paseándote alsol.

—Iba pegado a una pared, jefe...—Es cierto, Phil..., ibas arrimado a una...—¡Con un gorro de dormir! —exclama

Phil, excitado.—Con un gorro de dormir.—¡Y cojeando con un par de muletas! —

exclama Phil, todavía más excitado.—Con un par de muletas. Cuando...—Cuando usted se para, ya sabe —grita

Phil, que pone en el suelo la taza y el platilloy se quita de las rodillas la bandeja—, y medice: «¡Vaya, compañero, se ve que has estadoen la guerra! » Entonces no le dije gran cosa,mi comandante, porque me tomó por sorpre-sa que alguien tan fuerte y tan sano y tan va-liente como usted se parase a hablar con un

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saco de huesos como yo. Pero entonces vausted y me dice, con una voz de lo más fuer-te, como si fuera un vaso de algo caliente:«¿Qué clase de accidente has tenido? Desdeluego, ha sido algo grave. ¿Qué te pasa, mu-chacho? ¡Ánimo, cuéntamelo! ¡Ánimo!» ¡Yacon eso me sentí animado! Le digo eso, ustedme dice otras cosas, ¡y aquí estoy, mi coman-dante! ¡Aquí estoy, mi comandante! —exclama Phil, que ha saltado de su silla e in-explicablemente ha empezado a andar pega-do a la pared—. Si hace falta un blanco, o sivale para animar el negocio, que me disparenlos clientes a mí. A mí no me van a dejar másfeo. A mí no me importa. ¡Vamos! Si quierenpegar a alguien, que me peguen a mí. Que meden en la cabeza. A mí no me importa. Siquieren un peso ligero con el que pegarsepara entrenarse, conforme al reglamento deCornualles, el de Devonshire o el de Lancas-hire, que me peguen a mí. A mí no me van a

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hacer daño. ¡Ya me han pegado bastante en lavida, con reglamento o sin ellos!

Tras este discurso inesperado, pronuncia-do con energía y acompañado de gestos parailustrar los diversos ejercicios a los que se hareferido, Phil Squod recorre tres lados de lagalería pegado a la pared, y se lanza abrup-tamente hacia su comandante y le da un ca-bezazo, como muestra de su total lealtad a él.Después empieza a llevarse los trastos deldesayuno.

El señor George, tras reír animadamente ydarle un golpecillo en el hombro, le ayuda ensu trabajo y coopera en la tarea de poner enorden la galería. Una vez hecho esto, pasa aentrenarse con las pesas, y después se pesa ély opina que está «poniéndose gordo», tras locual se dedica con gran solemnidad a la es-grima solitaria con el sable. Entre tanto, Philse ha puesto a trabajar a su mesa de siempre,donde atornilla y desatornilla, limpia, lima ysopla en pequeñas aperturas, y se va ponien-

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do cada vez más negro, mientras parece mon-tar y desmontar todo lo que hay de montabley desmontable en un arma de fuego.

El amo y el criado se ven interrumpidos alcabo de un rato por unos pasos en el corre-dor, pasos que suenan de forma rara y deno-tan la llegada de visitantes desusa dos. Esospasos, que van acercándose cada vez más a lagalería, introducen en ella a un grupo que aprimera vista lo hacen irreconciliable concualquier fecha que no sea la del 5 de no-viembre70

Está formado por una figura fláccida y featransportada en una silla por dos personas,acompañada de una mujer flaca con una cara

70 Alusión a la «conspiración de la pólvora»,en la cual los católicos ingleses, víctimas de perse-cución religiosa trataron de volar el Parlamento el 5-XI-1605. El más conocido, aunque no el más impor-tante, de los conspiradores era Guy Fawkes. La fe-cha se conmemora en Inglaterra con fuegos artificia-les y la quema ritual de monigotes.

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de máscara afilada, de la cual cabría esperarque se pusiera inmediatamente a recitar losversos populares conmemorativos de la épocaen que ayudaron a crear la explosión que haríadespertar a la Vieja Inglaterra, salvo que man-tiene la boca firme y desafiantemente cerradacuando la silla queda en tierra, en cuyo mo-mento la figura contenida en la silla jadea:

—¡Ay, Dios mío! ¡Ay de mí! —y añade:—¿Cómo está usted, amigo mío? ¿Cómo está us-ted?

El señor George discierne entonces, en laprocesión, al venerable señor Smallweed, queha salido a tomar el aire, asistido por su nietaJudy como guardaespaldas.

—Señor George, mi querido amigo —acezael Abuelo Smallweed, apartando el brazo dere-cho del cuello de uno de sus porteadores, aquien casi ha estrangulado por el camino—,¿cómo estamos? Veo que le sorprende verme,mi querido amigo.

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—No me hubiera sorprendido más ver a suamigo de la City —replica el señor George.

—Salgo muy poco —jadea el señor Small-weed—. Hace meses que no salía. Me resultaincómodo... y sale caro. Pero tenía muchas ga-nas de verle, mi querido señor George. ¿Cómoestá usted, señor mío?

—Bastante bien —dice el señor George—.Espero que usted también.

—Nunca podrá usted estar demasiado bien,querido amigo —dice el señor Smallweed, to-mándolo de ambas manos—. He traído a minieta Judy. Era imposible dejarla en casa, deganas que tenía de verle a usted.

—¡Jem! Pues parece disimularlas bastante —murmura el señor George.

—Así que tomamos un simón y le metimos

una silla, y al llegar a la esquina me sacaron del

coche a la silla y me trajeron hasta aquí para

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que pudiera ver a mi querido amigo en su pro-

pio establecimiento. Éste —dice el señor

Smallweed, aludiendo al porteador que ha es-

tado en peligro de estrangulamiento y que se

retira, llevándose la mano a la garganta— es el

conductor del simón. No tiene que cobrar nada

más. Llegamos al acuerdo de que estaría in-

cluido en la carrera. Esta persona —el otro por-

teador— la contratamos en la calle de afuera

por una pinta de cerveza. O sea, dos peniques.

Judy, dale dos peniques a esa persona. No esta-

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ba seguro de si tenía usted un criado, mi queri-

do amigo, pues de saberlo no habríamos em-

pleado a esta persona.

El Abuelo Smallweed se refiere a Phil conuna mirada de considerable terror y medio tra-gándose la exclamación de: «¡Ay de mí! ¡Diosmío!» Y tampoco carece de alguna razón esaaprensión a primera vista, pues Phil, que nuncahabía visto antes a la aparición con la gorra deterciopelo negro, se ha quedado inmóvil con unfusil en la mano, cual un tirador de primeroque aspire a matar al señor Smallweed como sifuera un viejo pájaro de la especie de los córvi-dos.

—Judy, hija mía —dice el señor Small-weed—, dale sus dos peniques a la persona. Yaes mucho para lo que ha hecho.

La persona, que es uno de esos especímenesextraordinarios de hongo humano que aparece

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espontáneamente en las calles del Lado Oestede Londres, siempre vestidos con una chaquetavieja y roja y con la «misión» de sostener loscaballos y llamar los simones, recibe los dospeniques sin ninguna manifestación de sentirentusiasmo alguno, tira la moneda al aire, larecoge en el dorso de la mano y se retira.

—Mi querido señor George —dice el AbueloSmallweed—, ¿tendría usted la amabilidad deayudar a llevarme junto a la chimenea? Estoyacostumbrado a estar junto a una chimenea, ycomo soy viejo, en seguida me enfrío. ¡Ay demí!

Esta última exclamación se la arranca al ve-nerable caballero la celeridad con que el señorSquod, como un genio oriental, lo agarra, silla ytodo, y lo deposita junto a la chimenea.

—¡Ay de mí! —repite el señor Smallweed,jadeante—. ¡Dios mío! ¡Cielo santo! Mi queridoamigo, su empleado es muy fuerte y muy brus-co. ¡Dios mío, qué brusco! Judy, apártame unpoquito; se me están chamuscando las piernas

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—como en efecto pueden advertir los olfatos detodos los presentes por el olor que emiten susmedias de estambre.

La dulce Judy, tras apartar un poco del fuegoa su abuelo y darle la sacudida de costumbre, ledestapa el ojo que tenía tapado por su despabi-lador de terciopelo negro, y el señor Smallweedvuelve a repetir: «¡Ay de mí! ¡Ay, Señor! », y trasmirar otra vez al señor George, vuelve a acercarlas manos al fuego.

—¡Mi querido amigo! ¡Qué alegría de verle!¿Y éste es su establecimiento? Es un lugar encan-tador. ¡Toda una estampa! ¿No se disparará na-da por accidente, verdad, amigo mío? —añade elAbuelo Smallweed, muy intranquilo.

—No, no. No tema usted.—Y su empleado... ¡Ay de mí! Nunca dejará

que se dispare nada por accidente, ¿verdad, miquerido amigo?

—Nunca ha hecho daño a nadie, salvo a símismo —dice el señor George con una sonrisa.

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—Pero existe la posibilidad, ya sabe. Parecehaberse herido muchas veces y podría herir aotro —replica el anciano caballero—. Quizá sinquerer... o quizá queriendo. Señor George, ¿que-rría usted ordenarle que deje en paz sus inferna-les armas de fuego y que se vaya?

Phil obedece a un gesto del soldado y se reti-ra con las manos vacías al otro extremo de lagalería. El señor Smallweed, tranquilizado, sepone a frotarse las piernas.

—Y ¿qué tal le va, señor George? —preguntaal soldado, que está en posición de firmes frentea él, con el sable en la mano—. ¿Prospera usted,con la gracia de Dios?

El señor George responde con un gesto fríode asentimiento y añade:

—Siga. No cabe duda de que habrá venidousted para decirme algo.

—Es usted tan ocurrente, señor George —replica el venerable abuelo—. Es usted muybuena compañía.

—¡Ya, ya! ¡Siga! —dice el señor George.

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—¡Mi querido amigo!... Pero esa espada pare-ce tan brillante y tan afilada... Podría cortarsealguien por accidente. Me da miedo, señorGeorge... ¡Maldito sea! —dice el excelente ancia-no en un aparte a Judy cuando el soldado daunos pasos para dejar la espada a un lado— Medebe dinero y podría ocurrírsele quedar en pazen este antro. Ojalá estuviera aquí tu infernalabuela para que le cortara la cabeza a ella.

El señor George vuelve, se cruza de brazos y,mirando desde su altura al anciano, que cadavez se va hundiendo más en su silla, dice calmo-samente:

—¡Vamos a ver!—¡Ya! —exclama el señor Smallweed, frotán-

dose las manos con una risita—. Vamos a ver. Sí.¿Ver qué?

Una pipa —dice el señor George, que congran compostura pone su silla junto al rincón dela chimenea, saca la pipa de la parrilla, la ataca yla enciende y se pone a fumar pacíficamente.

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Eso tiende a desconcertar al señor Small-weed, a quien le resulta tan difícil entrar en sutema, sea éste el que sea, que se exaspera y hacegestos misteriosos de rascar el aire con una ven-gatividad impotente que expresa el deseo dearañar la cara al señor George y desfigurarlo.Como el excelente anciano tiene las uñas largasy duras, y las manos largas y finas, y los ojosverdes y lacrimosos, y además de todo eso, amedida que continúa, mientras sigue echandomanotazos, hundiéndose en su silla y des-haciéndose en un montón informe, se convierteen un espectáculo tan horrible, incluso a los ojosexpertos de Judy, esa joven vestal se lanza haciaél con algo que es más que el ardor del afecto ytanto lo sacude, lo palmotea y lo achucha en di-versas partes del cuerpo, pero especialmente enlos que la ciencia de la defensa propia califica deaparato respiratorio, que en su apuro atormen-tado lanza estertores como un solador en plenafaena.

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Cuando, por esos medios, Judy lo ha vuelto aerguir en su silla, con la cara pálida y la narizhelada (aunque sigue manoteando), la propiaJudy extiende su índice descarnado y le da untoque en la espalda al señor George. El soldadolevanta la cabeza y ella señala con el dedo a suestimable abuelo, y una vez que los ha puesto encontacto de este modo se queda contemplandorígidamente el fuego.

—¡Ay, ay, ay! ¡Aaaghhh! —tirita el AbueloSmallweed, tragándose la rabia—. ¡Mi queridoamigo! (mientras sigue manoteando).

—Voy a decirle una cosa —comenta el señorGeorge—. Si quiere usted conversar conmigo,tiene que hablar en voz alta. Yo no soy dema-siado fino y no puedo andar me con rodeos. Notengo la educación necesaria. No soy lo bastan-te listo. No me va. Cuando se dedica usted aandarme con historias y rodeos —continúa elsoldado, llevándose la pipa a los labios—, ¡queme cuelguen si no me siento sofocar!

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Y llena de aire su ancho tórax como paraasegurarse a sí mismo que todavía no está sofo-cado.

—Si ha venido usted en plan de visita amis-tosa —continúa diciendo el señor George—, selo agradezco. ¿Cómo está usted? Si ha venidousted para ver si hay objetos de valor en el lo-cal, no tiene más que mirar; haga lo que ustedquiera. Y si quiere decirme algo, ¡dígalo de unavez!

La lozana Judy, sin apartar los ojos del fue-go, le da a su abuelo un empujón fantasmal.

—¡Ya ve usted! Ella opina lo mismo. Y ¿porqué diablo no se sienta esa muchacha como unacristiana? —comenta el señor George, mirandocurioso a Judy—. No puedo comprenderlo.

—Se mantiene a mí lado para atenderme,señor —dice el Abuelo Smallweed—. Soy muyviejo, señor George, y necesito ciertos cuidados.Llevo bien la edad; no soy una cotorra infernal—mientras gruñe y busca inconscientemente elcojín—, pero necesito cuidados, amigo mío.

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—¡Bueno! —contesta el soldado, que gira susilla para hacer frente al viejo—. ¿Y qué más?

—Señor George, mi amigo de la City hahecho un pequeño negocio con un alumno deusted.

—Ah, ¿sí? —dice el señor George—. Lamen-to saberlo.

—Sí, señor—. El Abuelo Smallweed se frotalas piernas—. Ahora es un soldadito excelente,señor George, y se llama Carstone. Unos ami-gos suyos lo ayudaron y ahora todo está salda-do honorablemente.

—Ah, ¿sí? —repite el señor George—. ¿Creeusted que su amigo de la City agradecería unbuen consejo?

—Creo que sí, mi querido amigo. Si vinierade usted.

—Entonces le aconsejo que no siga haciendonegocios en ese sector. Ya no puede sacarlesnada. Que yo sepa, ese joven caballero ha teni-do que frenar en seco.

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—No, no, mi querido amigo. No, no, señorGeorge. No, no, señor —reprocha el AbueloSmallweed, que se frota astutamente las pier-nas flacas—. Nada de frenado en seco, creo.Tiene buenos amigos y tiene un sueldo, y siem-pre puede vender su despacho de oficial, ysiempre puede vender su participación en unpleito, y sus posibilidades de compromiso ma-trimonial, y..., vamos, ya sabe usted, señorGeorge. ¿Cree usted que mi amigo podría to-davía opinar que el joven caballero está bienavalado? —pregunta el Abuelo Smallweed,dándole la vuelta a la gorra de terciopelo y ras-cándose una oreja como si fuera un mono.

El señor George, que ha dejado a un lado lapipa y está sentado con un brazo en el respaldode la silla, traza un zapateado en el suelo con elpie derecho, como si no le agradara especial-mente el giro de la conversación.

—Pero, por pasar de un tema a otro —continúa diciendo el señor Smallweed—. Poranimar la conversación, como diría un chistoso.

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Por pasar, señor George, del guardiamarina alcapitán.

—¿De qué está usted hablando? —preguntael señor George, que deja con un fruncimientode ceño de acariciarse el recuerdo de su bigo-te—. ¿De qué capitán?

—De nuestro capitán. Del capitán que sabe-mos. Del Capitán Hawdon.

—¿Ah! De eso se trataba, ¿verdad? —exclama el señor George con un pequeño silbi-do, mientras observa que tanto el abuelo comola nieta lo están mirando—. ¡Ya hemos llegado!Bueno, ¿y qué pasa? Vamos, no estoy dispuestoa que me sigan sofocando! ¡Hable!

—Mi querido amigo —replica el viejo—. Mehan preguntado (¡Judy, dame una sacudida!),ayer me han preguntado por el capitán, y yosigo creyendo que el capitán no ha muerto.

—¡Bobadas! —observa el señor George.—¿Qué ha dicho usted, amigo mío? —

pregunta el viejo, llevándose la mano a la oreja.—¡Bobadas!

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—¡Ja! —dice el Abuelo Smallweed—. SeñorGeorge, ya puede usted juzgar cuál es mi opi-nión por las preguntas que me han hecho y losmotivos que me han dado para hacerlas. Y aho-ra, ¿qué cree usted que quiere el abogado queestá haciendo esas preguntas?

—Un negocio —dice el señor George.—¡Nada de eso!—Entonces no puede ser un abogado —dice

el señor George, cruzándose de brazos con airede total convencimiento.

—Mi querido amigo, es un abogado, y de losfamosos. Quiere ver algún papel escrito por elCapitán Hawdon por su propia mano. No quie-re quedárselo. No quiere más que verlo y com-pararlo con un papel que tiene en su posesión.

—Muy bien, ¿y qué?—Muy bien, señor George. Como dio la ca-

sualidad de que recordó el anuncio relativo alCapitán Hawdon y a toda la información quepudiera darse a su respecto, lo consultó y vinoa verme... exactamente igual que hizo usted, mi

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querido amigo. ¿Quiere usted darme la mano?¡Cuánto me alegré de que viniera usted aqueldía! ¡De no haber venido, no hubiéramos podi-do trabar esta amistad!

—¿Y qué más, señor Smallweed? —vuelve adecir el señor George, tras realizar la ceremoniacon una cierta rigidez.

—Yo no tenía nada. No tengo más que sufirma. Que caigan sobre él la plaga, la pestilen-cia y el hambre, la muerte en la batalla y lamuerte repentina —dice el viejo, que convierteen maldición una de las pocas oraciones querecuerda71, y aprieta su gorra de terciopelo conmanos indignadas—. Tengo un millón de susfirmas, ¡diría yo! Pero usted —recuperandorepentinamente su tono dulce, mientras Judy levuelve a colocar la gorra en la cabeza de bolade billar—, usted, mi querido señor George,probablemente tendrá alguna carta o algún

71 El señor Smallweed deforma una de las le-tanías del Libro de Oraciones Comunes de la Igle-sia Anglicana

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documento que podría valer. Bastaría con cual-quier cosa escrita por su mano.

—Quizá podría tener algo escrito por sumano —dice pensativo el soldado.

—¡Mi querido amigo!—Quizá podría y quizá no.—Ja! —dice el Abuelo Smallweed, alicaído.—Pero aunque tuviera montones, no ense-

ñaría a nadie ni lo suficiente para envolver uncartucho sin saber para qué.

—Señor mío, ya le he dicho para qué. Miquerido señor George, ya le he dicho para qué.

—No lo suficiente —dice el soldado, negan-do con la cabeza—. Tendría que saber algo másy estar de acuerdo.

—Entonces, ¿quiere usted venir a ver al abo-gado? Mi querido amigo, ¿querrá usted venir aver a ese caballero? —exhorta el AbueloSmallweed, que saca un viejo reloj de platamuy plano con unas manos flacas como laspiernas de un esqueleto—. Le dije que era pro-bable que pudiera ir a visitarle entre las diez y

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las once de la mañana, y ya son las diez y me-dia. ¿Querrá usted venir a ver a ese caballero,señor George?

—¡Ejem! —es la grave respuesta—. No meimportaría. Aunque no entiendo por qué leimportan tanto a usted.

—A mí me importa todo, si tengo una opor-tunidad de sacar algo a la luz en relación con él.¿No nos ha engañado a todos? ¿No nos debía atodos sumas inmensas? ¿Por qué me importa?¿A quién le puede importar más que a mí todolo que se refiera a él? No es, amigo mío —diceel Abuelo Smallweed bajando la voz—, quepretenda yo que vaya usted a traicionar nada.Lejos de mí. ¿Querrá usted venir, mi queridoamigo?

—¡Sí! Iré dentro de un minuto. Pero desdeluego no prometo nada.

—No, mi querido señor George, no.—¿Y pretende usted decirme que me va us-

ted a llevar a su casa, dondequiera que esté, sincobrarme el coche? —pregunta el señor George,

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mientras saca el sombrero y sus gruesos guan-tes de cuero.

Esa broma le resulta tan divertida al señorSmallweed que se queda riendo en voz baja ydurante mucho tiempo ante el fuego. Pero mien-tras se ríe echa una mirada por encima de suhombro paralítico al señor George, y lo contem-pla ansiosamente mientras este último abre elcandado de una alacena al otro extremo de lagalería, escudriña acá y allá, lo dobla y se lo me-te en el bolsillo del pecho. Entonces Judy da ungolpecito al señor Smallweed y el señor Small-weed da un golpecito a Judy.

—Estoy listo —dice el soldado al volver—.Phil, puedes llevar a este anciano caballero a sucoche, no te costará trabajo.

—¡Cielo santo! ¡Dios mío! ¡Un momento, porfavor! —exclama el señor Smallweed—. ¡Es tanbrusco! ¿Está seguro de que puede usted cargarconmigo, señor mío?

Phil no replica, sino que levanta la silla con sucarga, se desliza de lado, abrazado ferviente-

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mente por el señor Smallweed, que ahora nodice nada, y recorre rápido el pasillo como si lehubieran dado la agradable orden de llevar alvenerable caballero al volcán más cercano. Sinembargo, como a plazo más corto sólo ha dellevarlo al Simón, allí es donde lo deposita, y labella Judy se sienta a su lado, y la silla pasa aembellecer el techo del coche, mientras el señorGeorge pasa a ocupar la plaza vacía en el pes-cante.

El señor George queda totalmente confusoante el espectáculo que se extiende a su vistaperiódicamente cuando contempla el interior delcoche por la ventanilla que tiene a sus espaldas,al ver que la sombría Judy permanece todo eltiempo inmóvil y que el anciano caballero, con lagorra tapándole un ojo, no hace más que resba-lar de su asiento hacia el montón de paja, y conel otro ojo no cesa de mirarlo, con la expresiónimpotente de alguien a quien hacen sufrir todoslos baches.

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CAPITULO 27

Más de un ex soldado

El señor George no tiene gran distancia querecorrer, cruzado de brazos en el pescante, hastaque llegan a su destino en Lincoln's Inn Fields.Cuando el conductor frena sus caballos, el señorGeorge se apea y al mirar por la ventanilla dice:

—O sea, que su cliente es el señor Tulking-horn, ¿eh?

—Sí, mi querido amigo. ¿Le conoce usted, se-ñor George?

—Hombre, ya sé quién es..., y además creoque lo he visto. Pero no lo conozco, y no creoque él me conozca a mí.

Después llevan arriba al señor Smallweed, locual se hace a la perfección con la ayuda del sol-dado. Lo llevan a la gran sala del señor Tulking-horn, y lo depositan en la alfombra turca ante lachimenea. El señor Tulkinghorn no está ahora

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mismo, pero no tardará en volver. Tras deciresto, el ocupante del reclinatorio de la entradaatiza el fuego y deja al triunvirato que se vayacalentando.

El señor George siente gran curiosidad poresta sala. Contempla el techo pintado, mira losviejos libros de derecho, contempla los retratosde los grandes clientes, lee en voz alta los nom-bres de las cajas.

—Sir Leicester Dedlock, Baronet —lee pensa-tivo el señor George—. ¡Ah! «Mansión de Ches-ney Wold». ¡Jem! —y el señor George se quedamirando largo rato las cajas, como si fuerancuadros, y vuelve hacia la chimenea, repitien-do:— Sir Leicester Dedlock y Mansión deChesney Wold, ¿eh?

—¡Tiene una fortuna, señor George! —murmura el Abuelo Smallweed, que se frota laspiernas—. ¡Es riquísimo!

—¿De quién habla? ¿De este viejo o del ba-ronet?

—De este caballero, de este caballero.

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—Eso me han dicho, y también que sabe al-gunas cosillas, apuesto. Tampoco está mal elacuartelamiento —comenta el señor George,echando otra mirada—. ¡Mire esa caja fuerte!

La respuesta queda abortada por la llegadadel señor Tulkinghorn. Naturalmente, no hacambiado en nada. Va vestido con su ropa des-colorida de siempre, lleva las gafas en la manoy hasta el estuche de éstas está raído. Sus mo-dales son furtivos y secos. Su voz, ronca y baja.Su rostro, observador tras una persiana, comoes habitual en él, no carente de un gesto de cen-sura y quizá de desprecio. Es posible que lanobleza tenga adoradores más fervientes y cre-yentes más fieles que el señor Tulkinghorn,después de todo, si todo se pudiera saber.

—¡Buenos días, señor Smallweed, buenosdías! —dice al entrar—. Veo que me ha traídousted al sargento. Siéntese, sargento.

Mientras el señor Tulkinghorn se quita losguantes y los pone dentro de su sombrero, miracon ojos entornados al otro lado de la sala,

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donde está el soldado, y quizá se dice para susadentros: «¡Me parece que me vas a valer, chi-co!»

—¡Siéntese, sargento —repite al acercarse ala mesa, que está junto a la chimenea, y ocuparsu sillón—. ¡Qué mañana más fría y desapaci-ble! —y el señor Tulkinghorn se calienta ante lareja de la chimenea, primero las palmas y des-pués los nudillos de las manos, y mira (tras esapersiana que, según sabemos, está siempre ba-jada) al trío sentado en un pequeño semicírculoante él—. ¡Creo que ya sé de qué se trata, señorSmallweed! —(y quizá sea cierto en más de unsentido). El anciano caballero se ve sacudidouna vez más por Judy para que participe en laconversación—. Ya veo que ha traído usted anuestro buen amigo el sargento.

—Sí, señor —replica el señor Smallweed, to-talmente servil ante la riqueza y la influenciadel abogado.

—¿Y qué dice el sargento de este negocio?

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—Señor George —dice el Abuelo Smallweedcon un movimiento tembloroso de la manoreseca—, éste es el caballero del que le hehablado.

El señor George saluda al caballero, peroaparte de eso mantiene un silencio total y siguesentado tieso en la silla, como si llevara encimatodo el equipo reglamentario para un día demarcha.

El señor Tulkinghorn continúa:—Bueno, George... Creo que se llama usted

George, ¿no?—Efectivamente, señor.—¿Qué dice usted, George?—Con su permiso, señor —responde el sol-

dado—, pero primero desearía saber qué es loque dice usted.

—¿Se refiere usted a qué recompensa ofrez-

co?

—Me refiero a todo, señor.

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Esto le resulta tan exasperante al señorSmallweed que de pronto empieza a gritar:

—¡Bestia infernal! —y de forma igualmenterepentina pide perdón al señor Tulkinghornpara excusarse por este lapsus y dice a Judy:—Estaba pensando en tu abuela, hija mía.

—Yo había supuesto, sargento —sigue di-ciendo el señor Tulkinghorn, inclinándose haciaun lado de la silla y cruzando las piernas—, queel señor Smallweed quizá hubiera explicadosuficientemente el asunto. Pero eso es lo demenos. Usted sirvió cierto tiempo a las órdenesdel Capitán Hawdon, lo ayudó cuando estuvoenfermo y le hizo muchos pequeños favores, ysegún me dicen gozaba usted de su confianza.¿Es verdad o no?

—Sí, señor; es verdad —dice el señor Georgecon laconismo militar.

—Por consiguiente, es posible que tenga us-ted en su posesión algo, lo que sea, no importa:cuentas, instrucciones, órdenes, una carta,cualquier cosa; algo escrito por el Capitán

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Hawdon. Deseo comparar su letra con unasmuestras que tengo. Si puede usted darme laoportunidad, le compensaré la molestia. Estoyseguro de que consideraría usted suficientetres, cuatro o cinco guineas.

—¡Generosísimo, amigo mío! —exclama elAbuelo Smallweed, que parpadea nervioso.

—Si no es así, dígame lo que le parece,conforme a su conciencia de soldado, quepodría exigir. No es necesario que se deshagausted de los papeles si no lo desea, aunque yopreferiría quedarme con ellos.

El señor George sigue tieso en su silla,exactamente en la misma postura que antes;contempla las pinturas del techo y no diceuna palabra. El irascible señor Smallweed damanotazos al aire.

—De lo que se trata —dice el señor Tul-kinghorn con su aire metódico, suave, ininte-resante— es, en primer lugar, de saber si tie-ne usted algo escrito por el Capitán Hawdon.

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—En primer lugar, sí tengo algo escritopor el Capitán Hawdon, señor —repite el se-ñor George.

—En segundo lugar, de saber qué sumapuede compensarle a usted por la molestia detraérmelo.

—En tercer lugar, puede usted juzgar porsí mismo si se parece en absoluto a esta letra—dice el señor Tulkinghorn, que de pronto lepasa unas hojas escritas y atadas en un fajo.

—Si se parece en absoluto a esa letra. Muybien —repite el señor George.

Las tres veces que el señor George repite loque le han dicho, lo hace de manera mecáni-ca, mirando a los ojos al señor Tulkinghorn, yni siquiera echa un vistazo a la declaraciónjurada en el caso de Jarndyce y Jarndyce quele han dado para que la inspeccione (aunquetodavía la tiene en la mano), sino que siguemirando al abogado con aire de reflexión in-quieta.

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—Bueno —dice el señor Tulkinghorn—,¿qué dice usted?

—Bueno, señor —replica el señor George,que se pone en pie y parece adquirir una esta-tura inmensa—, si no le importa, prefiero notener nada que ver con todo esto.

El señor Tulkinghorn parece quedarse tantranquilo y pregunta:

—¿Por qué no?—Pues mire, señor —responde el solda-

do—, salvo que se trate de una cuestión mili-tar, yo no soy un hombre muy práctico. En elmundo civil soy lo que algunos calificarían deun inútil. No entiendo nada de pluma, señor.Estoy más capacitado para aguantar un fuegocruzado que un interrogatorio. Ya le he dichoal señor Smallweed, hace una hora o dos, quecuando se me plantean cosas de este tipo mesiento sofocar. Y eso es lo que siento ahora —dice el señor George, mirando a los presentes.

Una vez dicho esto, da tres zancadas ade-lante para volver a poner los papeles en la

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mesa del abogado, y otras tres zancadas atráspara volver a ocupar el mismo sitio, que an-tes, donde se queda perfectamente rígido,aunque esta vez mira al suelo en lugar de alas pinturas del techo, con las manos a la es-palda, como para que no se le puedan darmás documentos de ningún tipo.

Ante tamaña provocación, el señor Small-weed tiene su adjetivo favorito tan en la pun-ta de la lengua que comienza a mezclar laspalabras «Mi querido amigo» con las sílabas«Infer...», con lo cual el pronombre posesivose convierte en «Infermi», y parece como si sele hubiera trabado la lengua. Pero una vezpasada esta dificultad, exhorta a su queridoamigo con la mayor dulzura a que no sea im-pulsivo, sino que haga lo que le pide un caba-llero tan eminente, y lo haga con buenos mo-dales, en el convencimiento que debe ser algoimpecable, además de rentable. El señor Tul-kinghorn se limita a intercalar una frase devez en cuando, como «Usted es quien mejor

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sabe lo que le interesa, sargento», o «Asegú-rese usted de que no está perjudicando a na-die», o «Haga usted como quiera, como quie-ra», o «Si ya está usted decidido, no hay másque hablar». Todo ello lo dice con aire de per-fecta indiferencia, mientras ojea los papelesque tiene en la mesa y se dispone a escribiruna carta.

El señor George mira con desconfianza delas pinturas del techo al suelo, del señorSmallweed al señor Tulkinghorn y del señorTulkinghorn a las pinturas del techo, y en superplejidad cambia a menudo la pierna en laque se apoya.

—Le aseguro, caballero —dice el señorGeorge— que, sin ánimo de ofender, entreusted y aquí el señor Smallweed me sientomás que sofocado. De verdad, señor. Nopuedo medirme con ustedes. ¿Me permiteusted preguntarle por qué desea usted ver laletra del capitán, en caso de que pueda encon-trar algún ejemplo de ella?

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El señor Tulkinghorn niega pausadamentecon la cabeza.

—No. Sargento, si fuera usted hombre denegocios no haría falta decirle que existenmotivos confidenciales, completamente ino-cuos en sí mismos, para deseos de ese género,en la profesión a la que pertenezco. Pero siteme causar algún perjuicio al Capitán Haw-don, puede usted tranquilizarse al respecto.

—¡Ah! Pero ya ha muerto, caballero.—¿Ha muerto? —y el señor Tulkinghorn

se dispone tranquilamente a ponerse a escri-bir.

—Bueno, señor mío —dice el soldado, mi-rándose el sombrero, tras otra pausa descon-certada—, siento no haberle sido de más uti-lidad—. Si pudiera serle de utilidad a alguienes que me viera confirmado en mi opinión deque prefiero no tener nada que ver con esto,pues hay un amigo mío que tiene mejor cabe-za para los negocios que yo y que es un exsoldado; estoy dispuesto a consultar con él

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y... me siento tan completamente sofocadoahora mismo —dice el señor George, pasán-dose desesperadamente la mano por la fren-te— que no sé ni lo que puede serme de utili-dad a mí.

El señor Smallweed, al oír que esa autori-dad también es un ex soldado, insiste tan de-cididamente en la conveniencia de que el sol-dado veterano allí presente consulte con él, yespecialmente que le comunique que se tratade una cuestión de cinco guineas o más, queel señor George se compromete a ir a verlo. Elseñor Tulkinghorn no dice nada en un senti-do ni en otro.

—Entonces, con su permiso, caballero, voya consultar a mi amigo —dice el soldado— yme tomaré la libertad de volver aquí con miúltima respuesta hoy mismo. Señor Small-weed, si desea usted que ayude a bajarle porla escalera...

—Dentro de un momento, mi queridoamigo, un momento. ¿Me permite que antes

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hable un momento en privado con este caba-llero?

—Desde luego, señor mío. Por mí no hayprisa —y el soldado se retira al punto másdistante de la sala y continúa su inspeccióncuriosa de las cajas, tanto la fuerte como lasotras.

—Si yo no estuviera más débil que un bebédel infierno, señor —susurra el AbueloSmallweed, haciendo que el abogado se reba-je a su nivel mediante un tirón de la solapa, ycon un fuego medio apagado en su miradafuriosa—, le sacaría a golpes sus papeles. Lostiene en el bolsillo del pecho. He visto cómose los metía en él. Judy también lo ha visto.¡Habla, imagen deforme de una muestra detienda de bastones, y di que lo has visto!

Este vehemente conjuro del anciano caba-llero va acompañado de un gesto tan vehe-mente hacia su nieta que resulta demasiadopara sus fuerzas y se resbala de la silla, arras-

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trando consigo al señor Tulkinghorn, hastaque interviene Judy y le da una sacudida.

—No me agrada la violencia, amigo mío —observa entonces fríamente el señor Tulking-horn.

—No, no; ya lo sé, ya lo sé, señor Pero re-sulta irritante e indignante. Es... es peor queesa cotorra incoherente de tu abuela —dice ala imperturbable Judy, que se limita a con-templar la chimenea— saber que tiene lo quehace falta y se niega a dárnoslo. ¡Que se niegaa dárnoslo! ¡Ése! ¡Un vagabundo! Pero noimporta, caballero, no importa. En el peor delos casos, podrá hacer lo que quiera durantemuy poco tiempo. Lo tengo sometido a unaservidumbre periódica. Y voy a doblegarlo,caballero, voy a doblegarlo. Le aseguro quevoy a doblegarlo. ¡Si no quiere hacerlo degrado, tendrá que hacerlo por fuerza, señormío! ... i Vamos, señor George! —dice elAbuelo Smallweed con un guiño horrorosodirigido al abogado al soltar a este último—.

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¡Estoy listo para recibir su ayuda, mi queridoamigo!

El señor Tulkinghorn se queda de pie en laalfombrilla que hay ante la chimenea y mues-tra algunos indicios de diversión dentro de sutaciturnidad habitual, mientras de espaldas ala chimenea contempla cómo desaparece elseñor Smallweed y devuelve con un gesto dela cabeza el saludo que hace el soldado almarcharse.

El señor George advierte que resulta másdifícil deshacerse del anciano caballero que elechar una mano para transportarlo escalerasabajo, pues una vez vuelto a instalar en suvehículo es tan locuaz acerca del tema de lasguineas, y se le queda agarrado, a uno de susbotones con tanto afecto (pues en realidadmantiene un deseo secreto de rasgarle la ro-pa, de robarle), que el soldado tiene que apli-car una cierta fuerza para efectuar la separa-ción. Por fin lo logra y marcha solo en buscade su consejero.

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Junto a los claustros del Temple, y junto aWhitefriars (sin dejar de echar una mirada alCallejón de la Espada Colgada, que pareceencontrarse en su camino), y junto al Puentede Blackfriars, y el Camino de Blackfriars, elseñor George va avanzando pausadamentehasta una calle de pequeños comercios que sehalla en medio de la maraña de caminos quevan a Kent y a Surrey, y de calles que van alos puentes de Londres, y que se centran en elfamosísimo Elefante que ha perdido su Casti-llo72 formado por mil coches de cuatro caba-

72 Alusión a una famosa encrucijada, que to-davía existe, y que efectivamente se llama Elephantand Castle (elefante y castillo), y que según algunasautoridades (por ejemplo, S. Monod) puede ser unadeformación del francés «A l'Infante de Castille» (ala Infanta de Castilla). Antes de la expansión del fe-rrocarril era un gran centro de salidas y llegadas dediligencias.

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llos arrebatado por un extraño monstruo dehierro más fuerte que él y que está dispuestoa convertirlo en picadillo en el momento enque ose desafiarlo. El señor George sigueavanzando a zancadas hacia una de las tien-decitas de esta calle, que es la tienda de unmúsico, con unos cuantos violines en el esca-parate, unas cuantas flautas de Pan, una pan-dereta, un triángulo y unas hojas de papelpautado. Y cuando se detiene a unos pasos deella, ve a una mujer de aspecto militar con elmandil recogido, que avanza con una artesade madera, y que en esa artesa empieza congrandes chapoteos a lavar algo apoyándoseen la acera. El señor George se dice: «Comode costumbre, lavando las verduras. ¡Salvouna vez que la vi montada en una carreta,jamás la he visto que no estuviera lavandoverduras!»

El tema de esta reflexión está, en todo caso,tan ocupada en lavar verduras que no se dacuenta de que se le acerca el señor George,

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hasta que se levanta junto con su artesa y trasechar toda el agua en la cuneta, se lo encuen-tra a su lado. No lo recibe de forma muyhalagüeña:

—¡George, cada vez que te veo desearíaque estuvieras a cien millas de distancia!

El soldado no hace caso de este saludo y lasigue a la tienda de instrumentos musicales,donde la dama coloca su artesa de verdurasencima del mostrador y, tras darle la mano,pone los brazos en la artesa.

—Te juro —dice—, George, que nuncaconsidero a Matthew Bagnet verdaderamentea salvo cuando te tiene cerca. Eres tan inquie-to y tan vagabundo...

—¡Sí! Ya lo sé, señora Bagnet. Ya lo sé.—¡Y tanto que lo sabes! —replica la señora

Bagnet—. ¿Qué más da? ¿Por qué eres así?—Por naturaleza, supongo —responde el

soldado con buen humor.—¡Ja! —exclama la señora Bagnet con voz

un tanto chillona—. Pero ¿de qué me va a

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valer tu naturaleza cuando hayas tentado ami Mat para que abandone el negocio de lamúsica y se me vaya a la Nueva Zelandia o ala Australia?

La señora Bagnet no es nada fea. De hue-sos bastante grandes, tez áspera y curtida porel sol y el viento, que le han desteñido el peloencima de la frente, pero sana, robusta y demirada animada. Es una mujer fuerte, ocupa-da e incansable, que tiene de cuarenta y cincoa cincuenta años. Limpia, ordenada, hacendo-sa y vestida de forma tan económica (aunquebien) que el único artículo ornamental quelleva parece ser su anillo de bodas, en tornoal cual le ha engordado tanto el dedo desdeque se lo puso que nunca se lo podrá sacarhasta que se mezcle con las cenizas de la se-ñora Bagnet.

—Señora Bagnet —dice el soldado—, ledoy mi palabra de honor de que por mi culpajamás le pasará nada malo a Mat. De esopuede estar segura.

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—Bueno, pues creo que sí. Pero la verdades que sólo de verte se pone una nerviosa —responde la señora Bagnet—. ¡Ay, George,George! Si te hubieras casado con la viuda deJoe Pouch cuando murió él en Norteamérica,estoy segura de que por lo menos irías bienpeinado.

—Desde luego, aquello fue una oportuni-dad —replica el soldado, medio en broma,medio en serio—, pero seguro que ya no voya convertirme en persona respetable. Proba-blemente me hubiera ido bien con la viuda deJoe Pouch, porque había algo, y tenía algo,pero la verdad es que no pude decidirme. ¡Sihubiera tenido la suerte de conocer una mujercomo la que encontró Mat!

La señora Bagnet, que parece, dentro de unestilo virtuoso, tener pocas reservas con un buenchico, pero que también es una buena chica ellamisma, recibe este cumplido tirándole a la cabe-za al señor George una de las verduras que lleva

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en la artesa, y se lleva ésta al cuartito de la tras-tienda.

—¡Hombre, mi muñequita Quebec! —diceGeorge, que la sigue a esa zona cuando ello loinvita—. ¡Y aquí está la pequeña Malta! ¡Venid adar un besito a vuestro Bluffy!

Esas damiselas, que oficialmente no tienenesos nombres de pila aunque en la familia siem-pre las llaman así, por el nombre de los acuarte-lamientos en los que nacieron, están sentadas ensus taburetes; la más pequeña (que tiene cinco oseis años) está aprendiendo las letras en unacartilla de a penique; la mayor (de ocho o nueveaños quizá) se las enseña al mismo tiempo quecose con gran diligencia. Ambas reciben al señorGeorge con las grandes aclamaciones dignas deun viejo amigo, y tras darle unos besos y jugarcon él, colocan sus taburetes al lado de él.

—¿Y cómo está el joven Woolwich?—¡Ah, vamos! —grita la señora Bagnet, vol-

viéndose de sus cacerolas (porque está prepa-rando la comida) con la cara sonrojada—. ¿A

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que no te lo crees? Tiene un contrato en el teatro,con su padre, para tocar la flauta en una obramilitar.

—¡Bien por mi ahijado! —exclama el señorGeorge, dándose una palmada en el muslo.

—¡Y tanto! —dice la señora Bagnet—, Hacede antiguo británico. Eso es, mi Woolwich: ¡unantiguo británico!

—Y Mat sopla en su bajón y todos ustedesson unos civiles de lo más respetable —responde el señor George—. Una familia. Losniños van creciendo. Se escriben con la ancianamadre de Mat, allá en Escocia, y con su padre deusted en otra parte, y les ayudan un poco y...¡bien, bien! ¡Desde luego, no sé por qué no va adesear usted que yo estuviera a cien millas dedistancia, porque no tengo nada que ver contodo esto!

El señor George se va poniendo pensativo;sentado ante la chimenea en la habitación enca-lada, que tiene el suelo enarenado y exhala unolor a cuartel limpio, y que no contiene nada

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superfluo, ni una mota visible de polvo o sucie-dad, desde las caras de Quebec y de Malta hastalos cacharros relucientes del vasar; el señorGeorge se va poniendo pensativo, allí sentado,mientras la señora Bagnet se dedica a sus cosas,cuando vuelven oportunamente a casa el señorBagnet y el joven Woolwich. El señor Bagnet esun antiguo artillero, alto y erguido, con cejas po-bladas y patillas como las fibras del coco, sin unsolo pelo en la cabeza y de piel muy tostada porel sol. Habla con frases cortas, profundas y sono-ras, no muy distintas de los tonos del instrumen-to que toca. De hecho, cabe observar en generalen él un aire inflexible, rígido, metálico, como siél mismo fuera el bajón de la orquesta humana.El joven Woolwich es del tipo y el modelo de unjoven tambor.

Tanto el padre como el hijo saludan anima-damente al soldado. Pasado un rato, éste diceque ha venido a consultar al señor Bagnet, antelo cual el señor Bagnet declara hospitalariamen-te que no quiere hablar de cosas serias hasta

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después de comer, y que su amigo no recibirásus consejos hasta que primero haya compartidoel cerdo hervido con verduras. Cuando el solda-do accede a esta invitación, él y el señor Bagnetse van, a fin de no perturbar los preparativosdomésticos, a dar una vuelta por la callejuela,que recorren a paso medido y con los brazoscruzados, como si fuera un bastión.

—George —dice el señor Bagnet—, ya meconoces. La que vale para dar consejos es la vieji-ta. Es la que tiene buena cabeza. Pero nunca loreconozco delante de ella. Hay que mantener ladisciplina. Espera hasta que se le quiten de lacabeza las verduras. Entonces la consultamos. Tediga lo que te diga, ¡hazlo!

—Eso es lo que me propongo, Mat —replicael otro—. Prefiero su opinión antes que la detoda una Universidad.

—Universidad —responde el señor Bagnet,en frases cortas, como un bajón—. ¿Qué univer-sidad podrías dejar... al otro lado del mundo...sin más que una capa gris y un paraguas... para

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que volviera sola a Europa? La viejita lo haríamañana mismo, si se lo pido. ¡Ya lo hizo unavez!

—Tienes razón —dice el señor George.—¿Qué universidad —continúa Bagnet—

iba a compartir tu vida... con dos peniques decal... un penique de tierra de alfar... mediopenique de arena... y el resto del cambio deuna moneda de seis peniques... por todo di-nero? Así empezó la viejita. En la empresaactual.

—Me alegro mucho de saber que prospe-ran, Mat.

—La viejita —dice el señor Bagnet, asin-tiendo sabe ahorrar. Tiene una media escon-dida. Con dinero. Nunca la he visto. Entonceste dirá lo que sea. Espera a que se le quiten dela cabeza las verduras. Entonces te dirá lo quesea.

—¡Es un tesoro! —exclama el señor Geor-ge.

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—Es más que eso. Pero nunca lo digo de-lante de ella. Hay que mantener la disciplina.Fue la viejita la que descubrió mi talento mu-sical. De no ser por ella, yo seguiría en la arti-llería. Pasé seis años con el violín. Diez con laflauta. La viejita dijo que aquello no iba; bue-nas intenciones, pero falta de flexibilidad;prueba el bajón. La viejita tomó prestado unbajón al jefe de la banda del Regimiento deFusileros. Practiqué en las trincheras. Apren-dí, me conseguí otro, ¡y ahora vivo de eso!

George observa que la señora parece estarfresca como una rosa y sana como una man-zana.

—La viejita —replica el señor Bagnet— esuna mujer extraordinaria. Por eso es como unbuen día. Según pasa el tiempo, se pone me-jor. Nunca he conocido a nadie que se la pue-da comparar. Pero nunca lo digo delante deella. ¡Hay que mantener la disciplina!

Pasan a hablar de cuestiones de poca mon-ta y siguen paseándose por la callejuela, mar-

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cando el paso, hasta que Malta y Quebec losllaman para que hagan justicia al cerdo y lasverduras, que el señor Bagnet bendice breve-mente, como un capellán militar. En la distri-bución de esos comestibles, la señora Bagnet,al igual que en todas las funciones domésti-cas, observa un sistema preciso: se sienta contodos los platos ante ella, asigna a cada por-ción de cerdo su propia porción de caldo, deverduras, de patatas e incluso de mostaza, ylo sirve completo. Tras servir de igual formala cerveza de una lata, y dotar así a la tropade todo lo necesario, la señora Bagnet proce-de a satisfacer su propio apetito, que se hallaen buen estado. Las herramientas de regla-mento, si cabe llamar así a la cubertería, estánformadas sobre todo por utensilios de cuernoy estaño, que han servido fielmente en diver-sas partes del mundo. En particular, el cuchi-llo del joven Woolwich, que es del tipo paralas ostras, con la característica adicional de unfuerte mecanismo de cierre, que se opone a

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menudo al apetito de ese joven músico, y quesegún se dice ha hecho en diversas manostodo el recorrido de los destinos en ultramar.

Una vez terminada la comida, la señoraBagnet, ayudada por los elementos menores(que dejan pulquérrimos sus tazas y sus pla-tos, sus cuchillos y sus tenedores), hace quetodos los cacharros de la comida queden tanrelucientes como antes, y los coloca todos ensu sitio, tras limpiar primero el suelo, conobjeto de que el señor Bagnet y el visitante notengan que esperar a fumar sus pipas. Estastareas domésticas entrañan muchas marchasy contramarchas por el patio y el uso conside-rable de un cubo, que al final acaba por tenerla dicha de servir para las abluciones de lapropia señora Bagnet. Cuando reaparece la«viejita», perfectamente lozana, y se sienta ahacer su labor de punto, entonces y sólo en-tonces (pues hasta entonces no se consideraque se le hayan quitado totalmente de la ca-

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beza las verduras), el señor Bagnet pide alsoldado que exponga su problema.

El señor George procede a hacerlo congran discreción, como si se dirigiera al señorBagnet, pero atento exclusivamente en todomomento a la viejita, al igual que el propioseñor Bagnet. Una vez expuesto completa-mente el problema, el señor Bagnet recurre asu artificio habitual para mantener la disci-plina:

—Eso es todo, ¿no, George? —dice.—Eso es todo.—¿Y harás lo que yo te diga?—No me guiaré más que por eso —replica

George.—Viejita, dile lo que opino yo —dice el se-

ñor Bagnet—. Ya lo sabes. Dile lo que pienso.Lo que piensa es que George tiene que

eludir a toda costa a una gente que es dema-siado astuta para él, y que está obligado aactuar con el mayor de los cuidados en asun-tos que no comprende; que evidentemente lo

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que tiene que hacer es no hacer nada sin asegu-rarse primero, no participar en nada turbio nimisterioso, ni dar un paso sin mirar antes dóndepisa. Ésa, efectivamente, es la opinión del señorBagnet, expresada por su viejita, lo cual aliviatanto al señor George, al confirmar su propiaopinión y disipar sus dudas, que se prepara afumar otra pipa en tan excepcional ocasión, y apasar un rato hablando de los viejos tiempos contoda la familia Bagnet, conforme a la diversidadde sus respectivas experiencias.

Por todo ello sucede que el señor George novuelve a ponerse en pie en la salita hasta que seacerca el momento en que un moderno públicobritánico espera al bajón y la flauta, y como in-cluso al señor George le lleva algún tiempo, ensu papel doméstico de Bluffy, separarse de Que-bec y de Malta, e insinuar un chelín benévolo enel bolsillo de su ahijado, con felicitaciones por suéxito en la vida, cuando el señor George por finpone rumbo hacia Lincoln's Inn Fields ya es denoche.

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«Un hogar y una familia», va pensando mien-tras avanza; «por pequeños que sean, hacen quealguien como yo parezca un solitario. Pero másha valido que nunca me metiera en esa marchadel matrimonio. No hubiera sido para mí. Toda-vía soy tan vagabundo, incluso a esta edad, queno podría conservar la galería ni un mes si fuerauna actividad regular, o si no estuviera acampa-do en ella como un gitano. ¡Vamos! No le hagodaño a nadie y no molesto a nadie; ya es algo.¡Hace muchos años que no hago nada de eso! »

Así que se pone a silbar, y continúa su mar-cha. Una vez llegado a Lincoln's Inn Fields, ytras subir las escaleras del señor Tulkinghorn,resulta que la puerta exterior está cerrada, y losdespachos tienen la llave echada, pero como elsoldado no sabe gran cosa de puertas exteriores,y además la escalera está a oscuras, sigue tan-teando y buscando cuando por la escaleras subeel señor Tulkinghorn (en silencio, naturalmente)y le pregunta airado:

—¿Quién es? ¿Qué hace usted aquí?

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—Mil perdones, caballero. Soy George. Elsargento.

—Y ¿no podía George, el sargento, ver queestaba cerrada mi puerta?

—Pues no, señor; no podía. Desde luego, nolo vi —dice el sargento, un tanto irritado.

—¿Ha cambiado usted de opinión? ¿O sigueopinando lo mismo? —pregunta el señor Tul-kinghorn. Pero ya sabe de antemano la respues-ta.

—Sigo opinando lo mismo, caballero.—Me lo esperaba. Es suficiente. Puede usted

irse. ¿Con que era usted el hombre —dice el se-ñor Tulkinghorn, abriendo la puerta con su llave—con el que se fue a esconder el señor Gridley?

—Sí, yo soy ese hombre —contesta el solda-do, que se detiene dos o tres escalones más aba-jo—. ¿Qué pasa, señor?

—¿Qué pasa? Que no me gustan sus amigos.De haber sabido yo quién era usted, no hubieravenido a mi despacho. ¿Gridley? Un tipo ame-nazador, asesino, peligroso.

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Con esas palabras, pronunciadas en tonodesusadamente alto para él, el abogado entra ensus aposentos, y cierra la puerta con ruido atro-nador.

Al señor George no le agrada en absoluto esadespedida; tanto más cuanto que un pasante quesubía por la escalera ha oído las últimas palabrasy evidentemente cree que se refieren a él. «¡Me-nudo tipo se va a creer que soy»; gruñe el solda-do con un juramento apresurado mientras siguebajando, «¡Un tipo amenazador, asesino, peli-groso!», y al mirar hacia arriba ve que el pasantelo está mirando y observando cuando pasa juntoa un farol. Eso agrava su ira hasta tal punto quepasa cinco minutos de mal humor. Pero se loquita silbando, se olvida de todo el resto delasunto, y va marchando a casa, a la Galería deTiro.

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CAPÍTULO 28

El metalúrgico

Sir Leicester Dedlock ha superado, demomento, la gota familiar, y está una vez másen pie, tanto en el sentido literal como en elfigurado. Está en su mansión de Líncolnshire,pero las aguas vuelven a anegar las tierras ba-jas, y el frío y la humedad se cuelan en ChesneyWold, aunque éste está bien defendido, y calana Sir Leicester hasta los huesos. Las llamas deleña y de carbón —madera de Dedlock y bos-que antediluviano— que crepitan en las am-plias chimeneas y que relumbran en el crepús-culo de los bosques ceñudos, entristecidos alcontemplar el sacrificio de los árboles, no re-chazan al enemigo. Las tuberías de agua calien-te que recorren toda la casa, las puertas y lasventanas con burletes, las pantallas y las corti-nas, no logran suplir las deficiencias de las

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chimeneas ni satisfacer las necesidades de SirLeicester. Por eso, los rumores del gran mundoproclaman una mañana a la tierra que los escu-cha que se prevé que en breve Lady Dedlockvuelva a pasar unas semanas en la ciudad.

Es una triste verdad que incluso los grandeshombres tienen sus parientes pobres. De hecho,los grandes hombres suelen tener más de suparte alícuota de parientes pobres, dado que lasangre rojísima de las personas de superiorcalidad, al igual que la sangre de la de inferiorcalidad ilegalmente derramada, es más espesaque el agua, y acaba por descubrirse. Los pri-mos de Sir Leicester, hasta el enésimo grado,son como otros tantos crímenes, en el sentidode que siempre acaban por descubrirse. Entreellos hay primos que son tan pobres que casicabría decir que sería mejor para ellos no haberfigurado nunca entre los eslabones de la cadenade oro de los Dedlock, sino entre hechos dehierro común para empezar y haber desempe-ñado servicios comunes.

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Pero precisamente lo que no pueden haceres servir para nada (con algunas reservas, debuen tono, pero lucrativas), dado que tienen ladignidad de ser unos Dedlock. De modo quevisitan a sus primos más ricos, y se endeudancuando pueden, y viven pobremente cuando nopueden, y las mujeres no encuentran maridos,ni los hombres esposas, y andan en coches pres-tados, y asisten a banquetes que nunca danellos, y así van recorriendo la vida de la altasociedad. La rica suma de la familia se ha divi-dido entre tantas cifras que ellos son el restocon el que nadie sabe qué hacer.

Todos los que participan de la posición deSir Leicester Dedlock y comparten las opinio-nes de éste parecen estar más o menos empa-rentados con él. Desde Milord Boodle, pasandopor el Duque de Foodle, hasta llegar a Noodle,Sir Leicester, como una araña gloriosa, extiendelos hilos de su parentela. Pero aunque él com-parte pomposamente el parentesco con el GranMundo, es una persona amable y generosa, a su

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aire digno, en su parentesco, con los Don Na-dies, y en estos momentos, pese a la humedad,está soportando en Chesney Wold la visita devarios de esos parientes, con la constancia deun mártir.

De todos ellos, quien más se destaca es Vo-lumnia Dedlock, una jovencita (de sesentaaños) que tiene grandes parientes por partidadoble, pues tiene el honor de ser la parientepobre de otra gran familia por el lado materno.Como la señorita Volumnia exhibió en su ju-ventud un gran talento para recortar adornosde papel de colores, así como para cantar en lalengua española acompañándose a la guitarra,y proponer adivinanzas en francés en las casasde campo, pasó los veinte años de su existenciacomprendidos entre los veinte y los cuarenta demanera bastante agradable. Como entonces sequedó anticuada y se consideró que aburría a lahumanidad con sus frases en la lengua espa-ñola, se retiró a Bath, donde vive frugalmentecon una subvención anual que le pasa Sir Lei-

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cester, y desde donde hace reapariciones de vezen cuando en las casas de campo de sus primos.En Bath tiene muchos conocidos entre ancianosespantosos de piernas flacas y calzones de nan-kín, y ocupa un lugar destacado en esa aburri-da ciudad. Pero es temida en otras partes, de-bido a una profusión indiscreta de colorete y asu persistencia en adornarse con un collar deperlas anticuado que parece un rosario de hue-vos de pajarito.

En cualquier país decente, Volumnia mere-cería claramente una pensión. Se han hechoesfuerzos por conseguírsela, y cuando llegó alpoder William Buffy, todo el mundo esperabaque se le concedieran 200 libras al año. Pero, nose sabe bien cómo, William Buffy descubrió, encontra de todas las previsiones, que no era elmomento adecuado, y aquél fue el primer indi-cio claro que percibió Sir Leicester Dedlock deque el país se estaba yendo al garete.

El resto de los parientes son señoras y caba-lleros de diversas edades y capacidades, en su

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mayor parte amigables y sensatos, y a los queprobablemente les hubiera ido bien en la vidade haber podido superar su condición de fami-lia; de hecho, están casi todos superados porella, y recorren perezosamente caminos sin ob-jetivo ni meta, y parecen estar tan despistadosacerca de lo que deben hacer con sus vidas co-mo el resto de la gente acerca de lo que se debehacer con ellos.

En esta sociedad, como en todas, MiladyDedlock reina majestuosamente. Bella, elegan-te, refinada y poderosa en su microcosmos(pues el universo del Gran Mundo no se ex-tiende enteramente desde un polo al otro), suinfluencia en la casa de Sir Leicester, por altivose indiferentes que sean sus modales, lleva amejorar y refinar mucho la mansión. Los pri-mos, incluso los de más edad que se sintieronparalizados cuando Sir Leicester se casó conella, le rinden homenaje feudal, y el HonorableBob Stables repite a diario a alguna personaescogida, entre el desayuno y la comida, su

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observación original favorita: que es la mujermejor entrenada de toda la cuadra.

Esos son los invitados del salón largo deChesney Wold en esta noche desapacible enque los pasos del Paseo del Fantasma (aunqueaquí no se pueden oír) podrían ser los de unprimo muerto y abandonado a la intemperie. Escasi hora de acostarse. En toda la casa estánencendidas las chimeneas de los dormitorios,que hacen aparecer fantasmas de mueblessombríos en las paredes y los techos. En la me-sa que hay al otro extremo, junto a la puerta,brillan los candelabros para los dormitorios, ylos primos bostezan en las otomanas. Hay pri-mos al piano, primos junto a la bandeja de bote-llas de agua mineral, primos que se levantan dela mesa de juegos, primos reunidos en torno ala chimenea. Al lado de su propia chimenea(porque hay dos) está Sir Leicester. Al otro ladode la amplia chimenea está Milady sentada a sumesa. Volumnia, que es una de las primas másprivilegiadas, está en una silla lujosa entre los

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dos. Sir Leicester contempla con un desagradoolímpico el colorete y el collar de perlas.

—De vez en cuando me encuentro aquí enmi escalera —desgrana lentamente Volumnia,que quizá esté ya pensando en subir por ellahacia su cama, tras una larga velada de charlainane— con una de las mocitas más guapas quehe visto en mí vida, según creo.

—Una protégée de Milady —observa Sir Lei-cester.

—Eso pensaba yo. Estaba segura de que te-nía que haber sido alguien con gran discerni-miento quien la escogiera. Verdaderamente, esuna maravilla. Quizá un poco demasiado comouna muñequita —dice la señorita Volumnia,que defiende su propio estilo—, pero perfectaen su género; ¡jamás he visto tal lozanía!

Sir Leicester parece manifestar su acuerdocon una magnífica mirada de desagrado al co-lorete.

—De hecho— observa lánguidamente mi-lady—, si hay alguien que haya mostrado

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discernimiento en este caso es la señoraRouncewell, y no yo. Fue ella quien descu-brió a Rosa.

—¿Doncella tuya, supongo?—No. No es nada mío en concreto: favo-

rita... secretaria... mensajera... No sé qué.—¿Te gusta tenerla a tu lado como te

gustaría tener una flor o un perrito deaguas... o cualquier cosa igual de mona? —pregunta Volumnia, simpatizante—. Sí, ¡quéencantador resulta! Y qué buen aspecto tie-ne esa deliciosa ancianita de la señoraRouncewell. Debe de tener una edad in-mensa, ¡y, sin embargo, es tan activa y tienetan buen aspecto! ¡Os aseguro que es mimejor amiga en el mundo!

Sir Leicester considera oportuno y apro-piado que el ama de llaves de ChesneyWold sea una persona notable. Aparte deeso, estima de verdad a la señora Rounce-well, y le gusta que se la elogie. Por eso di-

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ce: «Tienes razón, Volumnia», lo cual alegramucho a esta última.

—No tiene hijas, ¿verdad?—¿La señora Rouncewell? No, Volumnia.

Tiene un hijo. La verdad es que tenía dos.Milady, cuya enfermedad crónica de abu-

rrimiento se ha visto tristemente agravada estatarde por Volumnia, contempla cansada loscandelabros y exhala un suspiro silencioso.

—Y eso constituye un notable ejemplo de laconfusión en que hemos caído en estos tiempos,de la forma en que se destruyen los puntos dereferencia, de cómo se abren las compuertas yse desarraigan las distinciones —dice Sir Lei-cester con gran solemnidad—, pues el señorTulkinghorn me ha informado de que al hijo dela señora Rouncewell se le ha invitado a pre-sentarse para el Parlamento.

La señorita Volumnia lanza un chillido.—Sí, es cierto —repite Sir Leicester—. Para

el Parlamento.

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—¡Jamas he oído cosa igual! Dios mío, ¿quéhace ese hombre? —exclama Volumnia.

—Es eso que llaman... creo... un... metalúrgi-co —dice lentamente Sir Leicester, con muchagravedad y grandes dudas, como si no estuvie-ra seguro de que quizá el título adecuado fuerael de fontanero, o de que la expresión correctaquizá fuera otra que denotara alguna otra rela-ción con algún tipo concreto de metales.

Volumnia da otro chillido.—Ha rechazado la oferta, si la información

que me ha dado el señor Tulkinghorn es correc-ta, de lo cual no me cabe duda, porque el señorTulkinghorn siempre es correcto y exacto; peroeso —dice Sir Leicester— no corrige la anoma-lía, que está preñada de graves consideracio-nes... de consideraciones alarmantes, a mi juicio.

Cuando la señorita Volumnia se levanta conuna mirada hacia los candelabros, Sir Leicestercortésmente efectúa la vuelta entera al salón,trae uno y lo enciende en la lámpara con panta-lla de milady.

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—Te ruego, Milady —dice al mismo tiem-po—, que te quedes unos momentos, porqueesta persona a la que acabo de mencionar llegóesta tarde poco antes de la hora de cenar y pidió,de forma muy cortés —explica Sir Leicester, consu habitual respeto por la verdad— el favor deuna breve entrevista, en una nota muy bien re-dactada y expresada, contigo y conmigo acercadel tema de esa muchacha. Como, según pare-cía, se proponía volver a marcharse esta noche,repliqué que lo veríamos antes de retirarnos.

La señorita Volumnia huye con un tercer chi-llido, mientras manifiesta a sus anfitriones:

—¡Dios mío! ¡Más vale deshacerse de...!¿Cómo has dicho?... ¡Del metalúrgico!

Pronto se dispersan los demás primos, hastael último de ellos. Sir Leicester toca la campani-lla:

—Mis saludos al señor Rouncewell, en losapartamentos del ama de llaves, y díganle queya puedo recibirlo.

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Milady, que ha escuchado todo esto con po-cas muestras de prestar atención, observa al se-ñor Rouncewell cuando éste entra. Tiene pocomás de cincuenta años, buena figura, igual quesu madre, y tiene la voz clara, una frente despe-jada con entradas en el pelo, y una cara inteli-gente y franca. Es un caballero de aspecto res-ponsable, vestido de negro, bastante corpulento,pero firme y activo. Actúa con toda naturalidady franqueza, y no se siente en lo más mínimonervioso ante la excelencia de quienes lo reciben.

—Sir Leicester y Lady Dedlock, como ya hepresentado mis excusas por molestar a ustedes,lo mejor que puedo hacer es ser breve. Le agra-dezco que me reciba, Sir Leicester.

El jefe de los Dedlock ha hecho un gesto haciaun sofá que hay entre él y Milady. El señorRouncewell se sienta pausadamente.

—En momentos tan ocupados, cuando estánen marcha tan grandes empresas, quienes comoyo empleamos a tantos obreros en tantos sitios,siempre andamos corriendo de un lado a otro.

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Sir Leicester le satisface que el fabricante con-sidere que no hay prisa allí, en aquella casa anti-gua, arraigada en su parque silencioso, donde lahiedra y el musgo han tenido tiempo para ma-durar y donde los olmos retorcidos y nudosos, ylos robles umbríos están hundidos en medio delos helechos y las hojas centenarias, y donde elreloj de sol de la terraza lleva registrando desdehace siglos el Tiempo, que era tan de la propie-dad de los Dedlock (mientras éstos durasen)como la casa y las tierras. Sir Leicester se sientaen una butaca, y opone su reposo y el de Ches-ney Wold a las idas y venidas inquietas de losmetalúrgicos.

—Lady Dedlock ha tenido la amabilidad —continúa diciendo el señor Rouncewell, con unamirada respetuosa y una inclinación haciaella— de colocar a su lado a una joven bellezallamada Rosa. Resulta que mi hijo se ha enamo-rado de Rosa, y me ha pedido permiso paraproponerle matrimonio, y para comprometersecon ella si ella está dispuesta, y yo supongo que

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sí lo estará. No he visto a Rosa hasta hoy, perotengo bastante confianza en el buen sentido demi hijo, incluso en asuntos de amor. Veo que laforma en que él la representa es cierta, a mi lealsaber y entender, y mi madre habla de ella congrandes elogios.

—Los merece en todos los respectos —diceMilady.

—Celebro mucho oírselo decir a usted, LadyDedlock, y huelga añadir comentarios sobre elvalor que me merece su amable opinión de ella.

—Eso —observa Sir Leicester, con una gran-deza indecible, pues considera que el fabricantees demasiado elocuente— es algo que resultainnecesario.

—Totalmente innecesario, Sir Leicester.Ahora bien, mi hijo es muy joven, y Rosa tam-bién. Al igual que yo tuve que abrirme caminopor mi cuenta, mi hijo debe hacer lo mismo, yes imposible que se case de momento. Pero desuponer que yo diera mi consentimiento a quese comprometiera en absoluto con esa mucha-

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chita, y que esa muchachita quisiera compro-meterse con él, creo que estoy obligado porsinceridad a decir inmediatamente (estoy segu-ro, Sir Leicester y Lady Dedlock, de que mecomprenderán y me perdonarán) que impon-dría como condición que ella no se quedara enChesney Wold. Por consiguiente, antes de se-guir hablando con mi hijo, me tomo la liber-tad de decir que si la marcha de ella provoca-ra en cualquier sentido una incomodidad ouna molestia, le daré a él un plazo razonablede espera y dejaré las cosas exactamente igualque están.

¡No quedarse en Chesney Wold! ¡Imponereso como condición! Todas las dudas de SirLeicester acerca de Wat Tyler y de la gente delas metalurgias que no hacen más que manifes-tarse a la luz de antorchas le caen de golpe en lacabeza como un chaparrón, y de hecho el finopelo gris de la cabeza, al igual que el de las pa-tillas, se le ponen de punta de la indignación.

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—¿He de entender, señor mío —preguntaSir Leicester—, y ha de entender Milady —a laque introduce así en la discusión especialmen-te, en primer lugar como cuestión de cortesía, yen segundo lugar como cuestión de prudencia,pues confía mucho en el buen sentido de Mila-dy—, he de entender, señor Rouncewell, y hade entender Milady, caballero, que considerausted que esa joven vale demasiado para Ches-ney Wold o que es probable que le haga algúnperjuicio al seguir aquí?

—Desde luego que no, Sir Leicester.—Celebro saberlo —dice Sir Leicester en to-

no muy altivo.—Por favor, señor Rouncewell —dice Mila-

dy, advirtiendo a Sir Leicester que no interven-ga con un gesto levísimo de la manita, como siél fuera una mosca—, explíqueme lo que quieredecir.

—Con mucho gusto, Lady Dedlock. Es loque más deseo.

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Milady vuelve su cara compuesta, cuya inte-ligencia, sin embargo, es demasiado viva y ac-tiva para que la pueda disimular ninguna im-pasibilidad estudiada, por habitual que sea enella, hacia la fuerte cara sajona del visitante,imagen de resolución y perseverancia, y escu-cha atentamente, bajando la cabeza de vez encuando.

—Lady Dedlock, yo soy el hijo de su amade llaves, y he pasado mi infancia en esta ca-sa. Mi madre lleva medio siglo aquí, y no mecabe duda de que morirá aquí. Es uno de esosejemplos (quizá uno de los mejores) del amor,la lealtad y la fidelidad de un tipo de perso-nas, de las que Inglaterra puede estar muyorgullosa, pero en los que ninguna de las par-tes interesadas puede atribuirse el mérito ex-clusivo, porque esos casos dicen mucho deambas partes; sin duda de la parte de losgrandes, pero también sin duda de la parte delos humildes.

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Sir Leicester lanza un pequeño respingo aloír cómo se comparten así los méritos, pero,dicho sea en su honor y en el de la verdad,reconoce sincera aunque silenciosamente lajusticia de lo que acaba de decir el metalúrgi-co.

—Perdónenme por decir algo que resultaobvio, pero no quiero que se suponga apresu-radamente —con una levísima mirada haciaSir Leicester— que me da vergüenza la posi-ción que ocupa mi madre aquí, ni que sientala más mínima falta de respeto hacia ChesneyWold y la familia. Desde luego, es posibleque yo haya deseado (y, desde luego, lo hedeseado, Milady) que mi madre pudiera reti-rarse al cabo de tantos años, y terminar susdías conmigo. Pero como he visto que elromper este vínculo tan fuerte sería comodestrozarle el corazón, hace mucho tiempoque he renunciado a esa idea.

Sir Leicester se pone muy digno otra vezante la idea de que alguien pensara en llevar-

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se a la señora Rouncewell de su hogar natu-ral, para determinar sus días con un metalúr-gico.

El visitante continúa diciendo modesta-mente:

—He sido aprendiz y he sido obrero. Hevivido con el salario de un obrero duranteaños y años, y más allá de un cierto punto, hetenido que educarme solo. Mi mujer era hijade un capataz y se educó modestamente. Te-nemos tres hijas, además de este hijo del quehe hablado, y como afortunadamente leshemos podido dar más ventajas que las quegozamos nosotros, las hemos educado bien;muy bien. Una de nuestras principales pre-ocupaciones y de nuestros mayores placeresha sido hacerlos dignos de ocupar cualquierposición.

Su tono paternal adquiere ahora una ciertajactancia, como si añadiera en su fuero inter-no: «incluso la posición de Chesney Wold».

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Por eso Sir Leicester se va poniendo cada vezmás digno.

—Todo ello es tan frecuente, Lady Ded-lock, donde vivo yo, y entre la clase a la quepertenezco, que entre nosotros no son tan in-frecuentes como en otras partes lo que se califi-caría en general de matrimonios desiguales. Hayveces en que un hijo comunica a su padre que seha enamorado, digamos, de una joven de la fá-brica. El padre, que en su juventud también tra-bajó en una fábrica, probablemente se sentirá unpoco decepcionado al principio. Quizá tuvieraotras aspiraciones para su hijo. Sin embargo, lomás probable es que tras averiguar que la jovenes de carácter intachable, le diga a su hijo: «Ne-cesito estar seguro de que vas en serio. Se tratade un asunto muy serio para vosotros dos. Poreso voy a hacer que esa chica reciba una educa-ción durante dos años; o quizá diga: «Voy a co-locar a esta chica en la misma escuela que tushermanas durante tanto o cuanto tiempo, y túme vas a dar tu palabra de que no la vas a ver

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más que con tal o cual frecuencia. Si al final deeste tiempo, cuando ella haya aprovechado tan-to ese favor que podáis estar más o menos en piede igualdad, seguís pensando lo mismo, yo harélo que pueda por mi parte para que seáis feli-ces». Conozco varios casos como los que acabode describir, milady, y creo que me indican elrumbo que debo seguir yo ahora.

La dignidad de Sir Leicester estalla. Pausada,pero terrible.

—Señor Rouncewell —dice Sir Leicester, po-niéndose la mano derecha en la solapa de sulevita azul, con la actitud de estadista en la queestá pintado en la galería—, ¿está usted estable-ciendo un paralelo entre Chesney Wold y una —se le atraganta la palabra— una fábrica?

—No necesito decirle, Sir Leicester, que losdos lugares son muy diferentes, pero para losfines del caso, creo que no es injusto establecerun paralelo entre las dos situaciones.

Sir Leicester dirige su majestuosa mirada poruno de los costados del salón largo, y luego por

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el otro, antes de convencerse de que efectiva-mente no está soñando.

—¿Tiene usted conciencia, señor mío, de queesa joven a la que Milady, insisto, Milady, hapuesto cerca de su persona se educó en la es-cuela de la aldea, al lado del parque?

—Sir Leicester, tengo plena conciencia deello. Es una escuela muy excelente, y genero-samente subvencionada por esta familia.

—Entonces, señor Rouncewell —replica SirLeicester—, me resulta incomprensible la apli-cación de lo que acaba usted de decir.

—¿Le resultará más comprensible, Sir Lei-cester, si le digo —el metalúrgico está rubori-zándose un poco— que no considero que laescuela de la aldea enseñe todo lo que debesaber la esposa de mi hijo?

De la escuela rural de Chesney Wold, intactacomo está este mismo minuto, hasta todo eltejido de la sociedad; de todo el tejido de lasociedad hasta que ese mismo tejido se vea bru-talmente rasgado porque hay gente (metalúrgi-

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cos, fontaneros o lo que sea) que se olvida delcatecismo y se sale del puesto que le corres-ponde en la sociedad (que ha de ser necesaria-mente y para siempre, conforme a la lógica rá-pida de Sir Leicester, el primer puesto que ocu-paron al nacer), y de ahí pasa a educar a otragente para que salga de sus puestos, con lo quese derrumban los puntos de referencia y seabren las compuestas y todo lo demás; así ra-zona rápidamente la mentalidad Dedlock.

—Perdón, Milady. Permíteme un momento—porque ella ha mostrado un leve indicio deque iba a hablar— Señor Rouncewell, nuestrasopiniones de lo que son las obligaciones, ynuestras opiniones de lo que es la posición, ynuestras opiniones de..., en resumen, todasnuestras opiniones son tan diametralmenteopuestas, que el prolongar esta conversacióndebe de ser repugnante para sus sentimientos,como lo es para los míos. Esa jovencita se vehonrada por la atención y el favor de Milady. Sidesea renunciar a esa atención y ese favor, o si

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decide colocarse bajo la influencia de cualquie-ra que con sus opiniones peculiares (permítamedecir sus opiniones peculiares, aunque estoydispuesto a reconocer que no tiene la culpa deellas), que con sus opiniones peculiares quieraque renuncie a esa atención y ese favor, puedehacerlo en el momento que decida. Le agra-decemos la franqueza con que nos ha hablado.No tendrá ninguna consecuencia, en un sentidou otro, para la posición de esa jovencita aquí.Aparte de eso, no podemos establecer ni acep-tar condiciones. Y ahora le rogamos, si tiene labondad, que dejemos el tema.

El visitante hace una pausa para dar a Mila-dy una oportunidad, pero ella no dice nada.Entonces él se levanta y responde:

—Sir Leicester y Lady Dedlock, permítanmeagradecerles su atención y observar únicamenteque recomendaré muy en serio a mi hijo quevenza sus inclinaciones actuales. ¡Buenas no-ches!

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—Señor Rouncewell —dice Sir Leicester, enquien brilla todo el carácter de la hidalguía—,es tarde, y las carreteras están oscuras. Esperoque su tiempo no sea tan precioso para nopermitir que Milady y yo le ofrezcamos la hos-pitalidad de Chesney Wold, por lo menos estanoche.

—Espero que acepte —dice Milady.—Se lo agradezco mucho, pero tengo que

viajar toda la noche para llegar puntualmente aun lugar bastante lejano, pues estoy citado porla mañana.

Con lo cual el metalúrgico se despide; SirLeicester toca la campanilla, y Milady se levan-ta cuando él sale de la sala.

Cuando Milady va a su tocador, se sienta,pensativa, junto a la chimenea y, sin prestaratención al Paseo del Fantasma, mira a Rosa,que está escribiendo en una saleta. Al cabo deun rato, Milady la llama:

—Ven, hija mía. Dime la verdad. ¿Estásenamorada?

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—¡Ay, Milady!Milady contempla la cara bajada y sonrojada

y dice sonriente:—¿Quién es? ¿Es el nieto de la señora Roun-

cewell?—Sí, Milady, con su permiso. Pero no sé si

estoy enamorada de él. No estoy segura.—¡No estás segura, tontita! ¿No sabes que él

sí está seguro de quererte?—Creo que le gusto un poco, Milady —y

Rosa rompe a llorar.¿Es Lady Dedlock la que está ahí, de pie jun-

to a la belleza rural, atusándole el pelo oscurocon ese toque maternal, y mirándola con unosojos tan llenos de interés y curiosidad? ¡Sí, efec-tivamente lo es!

—Escúchame, hija mía. Eres joven y franca,y creo que me tienes cariño.

—Sí, Milady, sí. De verdad que no hay nadaen el mundo que no esté dispuesta yo a hacerpara demostrarle cuánto.

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—Y no creo que quieras dejarme todavía,Rosa, aunque sea por un novio.

—¡No, Milady! ¡Ay, no! —Rosa levanta lamirada por primera vez, aterrada ante la meraidea.

—Confía en mí, hija mía. No me tengas mie-do. Quiero que seas feliz, y voy a hacer que loseas..., si es que puedo hacer feliz a alguien eneste mundo.

Rosa se echa a llorar otra vez, se arrodilla asus pies y le besa la mano. Milady toma la ma-no con la que ha cogido la suya y, de pie, con lamirada fija en el fuego, la acaricia con las dosmanos y la deja caer lentamente. Al verla tanabsorta, Rosa se retira en silencio, pero Miladysigue con la mirada fija en la chimenea.

¿Qué busca? ¿Una mano que ya no existe,una mano que nunca existió, un contacto quepodría haber cambiado mágicamente su vida?¿O escucha el Paseo del Fantasma y piensa aqué se parecen más sus pasos? ¿A los de unhombre? ¿A los de una mujer? ¿A los pasitos de

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un niño pequeño que se acercan... y se acercan?Está sometida a alguna influencia melancólica,pues, si no, ¿por qué iba una dama tan orgullo-sa a cerrar las puertas y sentarse tan desoladaante la chimenea?

Volumnia se marcha al día siguiente, y antesde la cena se han dispersado todos los primos.No hay ni uno solo del montón de primos queno se sienta asombrado durante el desayuno aloír a Sir Leicester hablar de la eliminación detodos los puntos de referencia y de la aperturade las compuertas y de los rasguños en el tejidode la sociedad, todo lo cual manifiesta la con-ducta del hijo de la señora Rouncewell. No hayni uno solo del montón de primos que no sesienta verdaderamente indignado, y que lo re-lacione todo con la debilidad de William Buffycuando estuvo en el poder, y que se sienta ver-daderamente despojado de sus intereses en lanación, o en la lista de pensiones, o en lo quesea, por el fraude y la maldad. En cuanto a Vo-lumnia, Sir Leicester la acompaña por la gran

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escalera, hablando con tanta elocuencia deltema como si existiera un insurrección generalen el norte de Inglaterra para quedarse con lacaja de colorete y el collar de perlas de su pri-ma. Y así, en medio del escándalo que formanlas doncellas y los ayudas de cámara —pues unacaracterística de los primos es que, por difícilque les resulte mantenerse, tienen que mantenerdoncellas y ayudas de cámara—, los primos sedispersan a los cuatro vientos, y el viento deinvierno que sopla hoy hace que de los árbolesal lado de la casa desierta caiga un chaparrón,como si todos los primos se hubieran transfor-mado en hojas.

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CAPÍTULO 29

El joven

Chesney Wold está cerrado, las alfombrasestán enrolladas como gigantescos manuscritosen los rincones de habitaciones desnudas. Eldamasco brillante hace su penitencia encerradoen holandas marrones; las tallas y los estucoshacen penitencia, y los antepasados de los Ded-lock vuelven a retirarse de la luz del día. En tor-no a toda la casa, las hojas caen constantemente,pero nunca de prisa, pues van trazando círculos,con una levedad muerta que es sombría y lenta.Por mucho que el jardinero barra y barra el cés-ped y meta las hojas en carretillas y se las lleve,le siguen llegando a los tobillos. El viento chillóngime en torno a Chesney Wold; la lluvia densagolpea, las ventanas tiemblan y las chimeneasgruñen. Las nieblas se esconden en las avenidas,velan las perspectivas y avanzan funeralmente

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por las lomas. Toda la casa está invadida por unolor frío y blanco, como el olor de una iglesiapequeña, aunque algo más seco, que sugiere quelos Dedlock muertos y enterrados salen a paseardurante las largas noches, y dejan tras ellos elaroma de sus tumbas.

Pero la casa de la ciudad, que rara vez estádel mismo humor que Chesney Wold al mismotiempo, que raras veces se alegra cuando sealegra aquélla, ni gime cuando gime aquella,excepto cuando muere un Dedlock; la casa dela ciudad brilla despierta. Tan cálida y lumino-sa como pueda ser un lugar tan ceremonioso,tan delicadamente lleno de aromas agradablestan distante de la menor huella de inviernocomo pueda conseguirse con flores de inverna-dero; blanda y silenciosa, de forma que sólo eltic-tac de los relojes y el chisporroteo del fuegoalteran la paz de los salones, la casa parece en-volver los fríos huesos de Sir Leicester en lanade color arco iris. Y Sir Leicester celebra des-cansar con satisfacción solemne ante la gran

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chimenea de la biblioteca, mientras ojea con-descendiente los lomos de sus libros u honra alas bellas artes con una mirada de aprobación.Porque tiene sus cuadros, antiguos y modernos.Los tiene de la Escuela de los Bailes de Másca-ras, en los que el Arte a veces condesciende aintervenir, que sería mejor catalogar en unasubasta como artículos varios. Por ejemplo:«Tres sillas de respaldo alto, una mesa y untapete, botella de cuello alto (con vino), unafrasca, un vestido de española, retrato de trescuartos de la señorita Jogg, la modelo, y unaarmadura con un Don Quijote», o «Una terrazade piedra (agrietada), una góndola en la distan-cia, un traje de senador veneciano, completo,ricamente bordado traje de raso blanco conretrato de perfil de la señorita Jogg, la modelo,una cimitarra soberbiamente montada en orocon empuñadura de joyas, un traje complicadode moro (muy raro), y un Otelo».

El señor Tulkinghorn va y viene muy a me-nudo, pues hay asuntos del patrimonio de los

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que tratar, arriendos que renovar, etc. Tambiénve a menudo a Milady Dedlock, y él y ella sontan formales, y tan indiferentes, y se hacen tanpoco caso el uno al otro como siempre. Pero esposible que Milady tema a este señor Tulking-horn, y que él lo sepa. Es posible que él la per-siga obsesiva y tenazmente, sin el menor detallede pesar, remordimiento ni compasión. Es po-sible que la belleza de ella, y toda la pompa y labrillantez que la rodean, sólo sirvan para acica-tearlo más a él en lo que ha decidido hacer, y lohaga más inflexible en su determinación. Seaque es frío y cruel, sea que es inconmovible enlo que ha decidido que es su deber, sea que estáabsorbido por su ansia de poder, sea que hadeterminado que no se le puede esconder nadaen donde ha huroneado en busca de secretostoda su vida, sea que en su fuero interno des-precia el esplendor en el cual él no es sino unrayo distante, sea que esté acumulando siempredesdenes y ofensas en la afabilidad de sus lujo-sos clientes; sea cualquiera de estas cosas, o

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todas ellas, es posible que a Milady más le va-liera tener cinco mil pares de ojos del granmundo sobre ella, llenos de vigilancia descon-fiada, que los dos ojos de este abogado descolo-rido, con su corbatín transparente y sus calzo-nes cortos negros anudados con cintas en lasrodillas.

Sir Leicester está sentado en la sala de Mila-dy —la sala en la que el señor Tulkinghorn leyóla declaración jurada de Jarndyce y Jarndyce—y se siente especialmente benévolo. Milady,igual que aquel día, está sentada ante la chi-menea, pantalla protectora en mano. Sir Leices-ter se siente especialmente benévolo porque haencontrado en su periódico algunas observa-ciones agradables relativas a las compuertas yal tejido de la sociedad. Son tan felizmente apli-cables a lo ocurrido últimamente, que Sir Lei-cester ha venido directamente desde la bibliote-ca a la sala de Milady para leérselas en voz alta.

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—El hombre que ha escrito este articulo —

observa como prefacio, mirando al fuego como

si estuviera mirando a ese hombre desde un

monte— tiene una mente equilibrada.

La mente del hombre no está tan bien equi-librada que deje de aburrir a Milady, quien, trasun lánguido esfuerzo por escuchar, o más bienuna lánguida resignación a hacer como queescucha, se queda distraída y cae en una con-templación ensimismada del fuego, como sifuera el suyo de Chesney Wold y nunca sehubiera ido de allí. Sir Leicester no se da cuentade nada y sigue leyendo con las gafas puestas,deteniéndose de vez en cuando para quitarselas gafas y expresar su aprobación con frasesde: «Una gran verdad», «Muy bien dicho»,«Eso mismo he dicho yo muchas veces», des-pués de cada una de cuyas observaciones pier-

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de invariablemente el sitio y tiene que mirararriba y abajo de la columna para volverlo aencontrar.

Sir Leicester está leyendo, con una gravedady una pomposidad infinitas, cuando se abre lapuerta y el Mercurio empolvado hace este ex-traño anuncio:

—Milady, el joven llamado Guppy.Sir Leicester se detiene, mira y dice con voz

asesina:—¿El joven llamado Guppy?Cuando mira hacia atrás, ve al joven llama-

do Guppy, muy nervioso y que no presentauna carta demasiado impresionante de presen-tación, por sus modales y su aspecto.

—Dígame —se dirige Sir Leicester a Mercu-rio—, ¿qué significa esto de que anuncie demanera tan abrupta a un joven llamado Gup-py?

—Con su permiso, Sir Leicester, pero Miladydijo que quería ver a este joven en cuanto vinie-

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ra. No sabía que estaba usted aquí, Sir Leices-ter.

Con esta excusa, Mercurio dirige una miradadespectiva e indignada al joven llamado Gup-py, que significa claramente: «¿Qué significaesto de que venga usted aquí y me meta a mí enuna bronca?»

—Está bien. Efectivamente, di esa orden —dice Milady—. Que espere ese joven.

—En absoluto, Milady. Puesto que has or-denado que venga, no voy yo a interrumpir —ySir Leicester se retira galante, aunque declinaaceptar la inclinación que le hace el joven alsalir él, y supone majestuosamente que se tratade un zapatero con aspecto de inoportuno.

Lady Dedlock mira imperiosa a su visitantecuando el criado sale de la sala, y lo inspeccio-na de la cabeza a los pies. Deja que se quedejunto a la puerta y le pregunta qué quiere.

—Que Milady tenga la amabilidad de per-mitirme una pequeña conversación —contestaGuppy, todo apurado.

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—Naturalmente, es usted la persona que meha escrito tantas cartas, ¿no?

—Varias, Milady. Varias, antes de que Mila-dy condescendiera a hacerme el favor de res-ponder.

—¿Y no podría usted utilizar el mismo me-dio para hacer que fuera innecesaria una con-versación? ¿No podría usted hacerlo ahora?

El señor Guppy forma con la boca un silen-cioso «¡No!» y niega con la cabeza.

—Ha sido usted extrañamente inoportuno.Si después de todo eso parece que lo que ha dedecir no me concierne (y no sé en qué puedeconcernirme, ni lo creo), me permitirá ustedque le interrumpa con poca ceremonia. Digausted lo que tiene que decir, por favor.

Milady, con un gesto descuidado de la pan-talla de mano que le protege la cama, se vuelveotra vez hacia la chimenea, y se queda sentadacasi de espaldas al joven llamado Guppy.

—Entonces, con permiso de Milady —dice eljoven—, pasaré a ocuparme del asunto. ¡Ejem!

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Como ya dije a Milady en mi primera carta,trabajo en los Tribunales. Al trabajar en los Tri-bunales, he adquirido el hábito de no compro-meterme por escrito, y por eso no mencioné asu señoría el nombre del bufete con el que estoyrelacionado, y en el cual mi posición es relati-vamente buena (al igual, si se me permite aña-dir, que mis ingresos). Ahora puedo decir aMilady, confidencialmente, que el nombre deese bufete es Kenge y Carboy, de Lincoln's Inn;que quizá Milady no encuentre desconocidodel todo, en relación con el caso de Jarndyce yJarndyce.

La figura de Milady empieza a expresar unacierta atención. Ha dejado de agitar la pantalla,y la sostiene como si estuviera escuchando.

—Ahora, permítame Milady decirle inme-diatamente —continúa el señor Guppy, algomás animado— que no es por ningún motivorelacionado con Jarndyce y Jarndyce por lo quetenía tantos deseos de hablar con Milady, con-ducta que sin duda ha parecido, y sigue pare-

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ciendo, impertinente..., por no decir ruin. —Tras esperar un momento, a ver si lo refutan, yal ver que no es así, el señor Guppy sigue ade-lante—: Si se hubiera tratado de Jarndyce yJarndyce, hubiera ido a ver inmediatamente alprocurador de Milady, el señor Tulkinghorn delos Fields. Tengo el placer de conocer al señorTulkinghorn, o por lo menos nos saludamoscuando nos vemos, y si se hubiera tratado dealgo de ese género, hubiera ido a verle a él.

Milady se vuelve un poco hacia él, y le dice:—Más vale que se siente.—Gracias, Milady —y el señor Guppy se

sienta y mira una hojita de papel en la que haescrito notas breves sobre lo que ha de exponer,y que parece dejarlo de lo más confuso cadavez que lo consulta—. Ahora bien, Milady, yo...¡Ah, sí!..., me pongo totalmente en manos deMilady. Si Milady me denunciara a Kenge yCarboy, o al señor Tulkinghorn, por hacerseesta visita, me vería en una situación muy des-agradable. Lo reconozco francamente. En con-

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secuencia, confío en la honorabilidad de Mila-dy.

Milady, con un gesto desdeñoso de la ma-no en la que sostiene la pantalla, le aseguraque él no merece la pena de que lo denuncie.

—Gracias, Milady —dice el señor Guppy—;muy satisfactorio. Pues bien, yo..., ¡malditasea!... El hecho es que he apuntado aquí una odos de las cosas que me pareció que le debíamencionar, y las he escrito muy resumidas yahora no comprendo lo que significan. Si Mila-dy me permite que me acerque un momento ala ventana, entonces.. .

El señor Guppy se acerca a la ventana, setropieza con una pareja de aves inseparables, alos que en su confusión pide mil perdones. Esono hace que sus notas resulten más legibles.Murmura algo, mientras se va ruborizando, ycon el papel pegado a los ojos primero, y des-pués muy alejado de la vista, va leyendo:«C.S.». ¿Qué significa C.S.? ¡Ah! ¡E.S.! ¡Ya sé!¡Claro!» Y vuelve a su sitio, ya más aclarado.

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—No sé —dice el señor Guppy, a mitad decamino entre Milady y su propia silla— si Mi-lady ha oído hablar alguna vez de una señoritallamada Esther Summerson. Milady le miradirectamente a los ojos:

—No hace mucho que conocí a una señoritaque se llama así. Fue en otoño pasado.

—¿Y no opinó Milady que se parecía muchoa alguien? —pregunta el señor Guppy, cruzán-dose de brazos y ladeando la cabeza; y rascán-dose la comisura de la boca con su memorando.

Milady no aparta la vista de la suya.—No.—¿Que no se parecía a la familia de Milady?

—No.—Quizá Milady —dice el señor Guppy— no

recuerda bien la cara de la señorita Summerson.—Recuerdo muy bien a esa señorita. ¿Qué

tiene eso que ver conmigo?—Milady, le aseguro que como tengo la faz

de la señorita Summerson grabada en el cora-zón (cosa que le menciono confidencialmente),

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observé, cuando tuve el honor de visitar lamansión de Milady en Chesney Wold, duranteuna breve excursión con un amigo al condadode Lincolnshire, tal parecido entre la señoritaEsther Summerson y el retrato de Milady, queme dejó con la boca abierta; tanto, que enaquel momento ni siquiera comprendí quéera lo que me dejaba con la boca abierta. Yahora que tengo el honor de estar al lado deMilady (desde entonces me he tomado mu-chas veces la libertad de mirar a Miladycuando pasaba en su coche por el parque,cuando estoy seguro de que Milady ni siquie-ra me veía a mí, pero nunca había estado tancerca de Milady), resulta todavía más sor-prendente de lo que me había parecido.

¡Joven llamado Guppy! Hubo épocas enque las señoras vivían en fortalezas y teníanauxiliares poco escrupulosos a su disposición,cuando esa pobre vida tuya no hubiera validoun comino, si esos ojos tan bellos te hubiesenmirado como lo están haciendo ahora.

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Milady, que utiliza lentamente su pantallade mano como un abanico, le vuelve a pre-guntar qué supone que tiene que ver con ellasu sentido de los parecidos.

—Milady —replica el señor Guppy, quevuelve a consultar su papelito—, a eso voy.¡Malditas notas! ¡Ah, sí! «Señora Chadband.» Sí—y el señor Guppy acerca un poco su silla y sevuelve a sentar. Milady se reclina pausadamen-te en la suya, aunque quizá de manera una piz-ca menos elegante que de costumbre, y no cesade contemplarlo fijamente—. Un... ¡un momen-to, por favor! ¿E.S. dos veces? ¡Ah, sí! Ya veo alo que iba —dice el señor Guppy, tras consultaruna vez más.

El señor Guppy enrolla el papelito comoun instrumento para puntuar su discurso, ycontinúa:

—Milady, existe un misterio en torno a laseñorita Esther Summerson, su nacimiento y sueducación. Estoy informado al respecto porque(y lo digo confidencialmente) lo sé por mi tra-

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bajo en Kenge y Carboy. Bien: como ya he men-cionado a Milady, tengo la imagen de la señori-ta Summerson impresa en mi corazón. Si pu-diera aclarar ese misterio para ella, o demostrarque es de buena familia, o averiguar que al te-ner el honor de pertenecer a una rama lejana dela familia de Milady tenía derecho a ser parteen Jarndyce y Jarndyce, entonces podría, creoyo, aspirar a que la señorita Summerson con-templara de modo más favorable mis propues-tas que hasta ahora. De hecho, no las contemplade modo nada favorable.

En la cara de Milady aparece una especie desonrisa airada.

—Y es una circunstancia muy singular, se-ñoría —continúa diciendo el señor Guppy—,aunque una de esas circunstancias que surgen aveces en la vida de profesionales como yo (ypuedo decirme profesional, aunque todavía noestoy licenciado, pero ya me admiten como pa-sante letrado en Kenge y Carboy, porque mimadre ha avanzado con sus escasos ingresos el

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dinero para el sello, que es bastante caro), quehe encontrado a la persona que vivía como sir-vienta de la señora que educó a la señoritaSummerson, antes de que se hiciera cargo deella el señor Jarndyce. Milady, aquella señora sellamaba señorita Barbary. .

¿Es el color de la muerte el que se ve en lacara de Milady, reflejado por la pantalla, quetiene un forro verde, y que tiene en la manolevantada como si se hubiera olvidado de ella,o es que se ha puesto terriblemente pálida?

—¿Ha oído Milady hablar de la señoritaBarbary alguna vez? —pregunta el señor Gup-py.

—No sé. Creo que sí. Sí.—¿Tenía la señorita Barbary alguna relación

con la familia de Milady?Milady mueve los labios, pero no dice nada.

Niega con la cabeza.—¿No tenía ninguna relación? —exclama el

señor Guppy—. ¡Ah! Quizá es que no lo sabíaMilady. ¡Ah! Pero ¿sería posible? Sí. —Tras

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cada una de esas interrogaciones, ella ha incli-nado la cabeza—. ¡Muy bien! Pues esa señoritaBarbary era muy callada, parece que extraor-dinariamente callada para el sexo femenino,pues las hembras, por lo general (al menos enla vida ordinaria), son muy inclinadas a la con-versación, y mi testigo nunca tuvo idea de sitenía algún pariente. Una vez, y sólo una, pare-ce que se confió a mi testigo, y sobre un solotema, y entonces le dijo que en realidad la niñano se llamaba Esther Summerson, sino EstherHawdon.

—¡Dios mío!El señor Guppy se queda mirándola. Lady

Dedlock está sentada ante él, contemplándolo,con el mismo gesto sombrío en el rostro, con lamisma actitud, incluso de la mano que sostienela pantalla, con los labios entreabiertos, con elceño levemente fruncido, pero por un instantecomo muerta. Ve que recupera la conciencia,que recorre su cuerpo un temblor, como unaonda en el agua, ve que le tiemblan los labios,

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ve que se reanima con un gran esfuerzo, ve quese fuerza a reconocer la presencia de él y lo queél ha dicho. Todo ello con tal rapidez que suexclamación y su momentánea rigidez parecenhaber desaparecido, como ocurre con los rasgosde cadáveres conservados durante muchotiempo, que a veces, cuando se abren sus tum-bas, desaparecen en un suspiro, afectados porla entrada del aire libre como si éste fuera unrayo.

—¿Milady conoce el nombre de Hawdon?—Ya lo había oído antes.—¿Es el nombre de alguna rama colateral o

lejana de la familia de Milady?—No.—Pues bien, Milady —dice el señor Gup-

py—, llego ahora al último aspecto del caso talcomo lo he venido reconstruyendo hasta ahora.Hay más, y los iré reconstruyendo poco a pocoen sus diversos aspectos. Milady debe de saber(si es que Milady no lo sabe ya por casualidad)que hace algún tiempo hallaron muerto en casa

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de una persona llamada Krook, en ChanceryLane, a una persona, copista de los Tribunales,que se hallaba en grandes apuros. Se celebróuna encuesta sobre ese copista, y ese copista eraun personaje anónimo, o sea, que no se sabíacómo se llamaba. Pero, Milady, hace poco hedescubierto yo que ese copista se llamabaHawdon.

—¿Y qué tiene eso que ver conmigo?—¡Sí, Milady, ésa es la cuestión! Ahora bien,

Milady, pasó algo raro cuando murió ese hom-bre. Apareció una señora; una señora disfraza-da, Milady, que fue a ver la escena de la accióny a mirar la tumba. Pagó a un chico de los quebarren los cruces de las calles para que se laenseñara. Si Milady quiere ver al chico para quecorrobore esta declaración, puedo echarle manoen cualquier momento.

El pobre chico no significa nada para Mila-dy, y ésta no desea que se lo presenten.

—Pero aseguro a Milady que es un comien-zo de lo más raro —dice el señor Guppy—. Si

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Milady le oyera describir los anillos que le bri-llaban en los dedos cuando se quitó ella elguante, le parecería de lo más romántico.

En la mano que sostiene la pantalla brillanunos diamantes. Milady juguetea con la panta-lla y hace que brillen todavía más, una vez máscon esa expresión que en otros tiempos podríahaber sido tan peligrosa para el joven llamadoGuppy.

—Se supuso, Milady, que no había dejadotras de sí ni un papel ni un trapo para que se lepudiera identificar con seguridad. Pero sí. Dejóun fajo de cartas antiguas.

La pantalla sigue moviéndose igual que an-tes. Todo este tiempo ella no ha dejado de con-templarlo fijamente.

—Vuelvo a preguntarle, ¿qué tiene todo esoque ver conmigo?

—Milady, mi conclusión es que —y el señorGuppy se pone en pie— si cree Milady que hayalgo en toda esta cadena de circunstancias su-madas: en el indudable gran parecido entre esta

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señorita y su señoría, lo cual es un dato positivopara un jurado, en que la educara la señoritaBarbary, en que la señorita Barbary dijera quela señorita Summerson se llamaba en realidadHawdon, en que Milady conozca muy bien esosnombres, y en que Hawdon muriera como lohizo, que hay algo en todo ello como para dar aMilady un interés de familia en investigar másel caso, le traeré aquí esos papeles. No sé quéson, salvo que son cartas antiguas. Todavía nolas he tenido en mi posesión. Le traeré aquíesos papeles en cuanto los tenga, y los estudia-ré por primera vez con Milady. Ya he dicho aMilady cuál es mi objetivo. Ya he dicho a Mila-dy que me vería en una situación muy des-agradable si se presentara alguna denunciacontra mí, y todo lo digo con estricta confiden-cialidad.

¿Es éste el único objetivo del joven llamadoGuppy, o tiene algún otro? ¿Revelan sus pala-bras toda la extensión y la profundidad de suobjetivo y de sus sospechas al venir a esta casa,

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o, si no, qué es lo que esconden? Puede medirsecon Milady a este respecto. Ella puede mirarlo,pero él puede mirar a la mesa, e impedir que sugesto de testigo en el estrado revele nada.

—Puede usted traer las cartas —dice Mila-dy—, si le agrada.

—Milady no es muy alentadora, le doy mipalabra, y de honor —dice el señor Guppy, untanto herido.

—Puede usted traer las cartas —repite ellaen el mismo tono—, si... hace el favor.

—Así lo haré. Deseo buenos días a Milady.En una mesa al lado de Milady hay un finí-

simo estuche, con barras y candado, como unacaja fuerte antigua. Ella lo sigue mirando, acer-ca la mano al estuche y lo abre.

—¡Ah! Aseguro a Milady que no actúo mo-vido por aceptar nada por el estilo. Deseo unbuen día a Milady, y, de todos modos, le quedomuy agradecido.

Así que el joven hace una inclinación y bajalas escaleras, donde el desdeñoso Mercurio no

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se considera obligado a abandonar su Olimpojunto a la chimenea del recibidor para abrirle lapuerta. .

Mientras Sir Leicester sigue adormilado en-cima de sus periódicos, en la biblioteca, ¿no hayninguna influencia en la casa que lo alarme, porno decir que haga que hasta los árboles deChesney Wold agiten sus ramas, los retratosfrunzan el ceño y las armaduras se muevan?

No. Las palabras, los gemidos, los gritos, noson más que aire, y el aire está tan encerradopor un lado, y tan excluido por el otro en todala casa de la capital, que Milady tendría verda-deramente que lanzar grandes gritos en su sali-ta para que a los oídos de Sir Leicester llegara lamás mínima vibración, y, sin embargo, en lacasa hay alguien, una figura destrozada y arro-dillada, que lanza hacia el techo este grito:—¡Ay, hija mía! ¡Hija mía! No murió en lasprimeras horas de su vida, como me dijo micruel hermana, sino que ella la crió severamen-

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te después de renunciar a mí y a mi nombre!¡Ay, hija mía, hija mía!