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CASI NADA I 15 de junio de 1946 Cuaderno de bitácora de la expedición Pobres y recién casados. Hemos alcanzado la cima del monte Gorbea a las cinco de la tarde. Dos únicos supervivientes: el resto han muerto de forma horrible a causa de la tormenta y de los animales salvajes. Nos encontramos en una tierra jamás pisada por el hombre, en la frontera entre Vizcaya y Álava: que Dios se apiade de nuestras almas. Tras pronunciar tales palabras, Fermín abrazó a Paula con fuerza, y colocó ambas manos en su trasero. Para que entres en calor, mi amor. Si tu temperatura corporal descendiera por debajo de los treinta grados morirías en el acto. Paula sonrió, pero en realidad no le estaba prestando atención. Era la primera vez en su vida que subía a una montaña de verdad y estaba extasiada de felicidad. Se quitó la pesada mochila mientras se acercaba a la enorme cruz de hierro y contempló la belleza natural que se abría ante sus ojos: la frondosa serenidad de los hayedos y de los robledales, los embalses naturales cubiertos por la tímida neblina de la tarde, el cielo más azulado de lo que imaginara jamás y, sobre todo, la sensación de hallarse en

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CASI NADA

I

15 de junio de 1946

—Cuaderno de bitácora de la expedición Pobres y recién

casados. Hemos alcanzado la cima del monte Gorbea a las

cinco de la tarde. Dos únicos supervivientes: el resto han

muerto de forma horrible a causa de la tormenta y de los

animales salvajes. Nos encontramos en una tierra jamás

pisada por el hombre, en la frontera entre Vizcaya y

Álava: que Dios se apiade de nuestras almas.

Tras pronunciar tales palabras, Fermín abrazó a

Paula con fuerza, y colocó ambas manos en su trasero.

—Para que entres en calor, mi amor. Si tu

temperatura corporal descendiera por debajo de los treinta

grados morirías en el acto.

Paula sonrió, pero en realidad no le estaba prestando

atención. Era la primera vez en su vida que subía a una

montaña de verdad y estaba extasiada de felicidad. Se

quitó la pesada mochila mientras se acercaba a la enorme

cruz de hierro y contempló la belleza natural que se abría

ante sus ojos: la frondosa serenidad de los hayedos y de

los robledales, los embalses naturales cubiertos por la

tímida neblina de la tarde, el cielo más azulado de lo que

imaginara jamás y, sobre todo, la sensación de hallarse en

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el techo del mundo. Aspiró con fuerza el aire limpio y

fresco y se tumbó sobre la hierba.

—Así debió sentirse Dios cuando contempló el

mundo por primera vez —dijo mientras se ataba los

botones de su chaqueta.

Fermín la imitó, feliz al ver cómo disfrutaba de la

montaña, tal y como lo hacía de tantas otras cosas. Ella era

así, impredecible, curiosa y optimista por naturaleza. Por

eso la amaba tanto: era fácil sorprenderla con las pequeñas

cosas de la vida, como si hubiese estado dormida hasta

conocerle. Y por eso temía tanto perderla.

—No puedo imaginarme una luna de miel más

maravillosa —aseguró ella besándole.

—Me alegro mucho de oír eso. No estaba seguro de

que fuera a gustarte. Te mereces algo mucho mejor, pero

te has casado con un modesto empleado de Correos.

—No seas tonto. Nos irá bien. Además, estoy segura

de que se trata de un trabajo temporal. Algún día uno de

tus inventos nos hará ricos, ya lo verás.

—No lo sé, a veces creo que mis padres tienen

razón. Ha llegado el momento de madurar, de tener hijos y

de dejar de…

—¿Dejar de soñar? —interrumpió Paula

propinándole un codazo en el costado—. ¡Ni se te ocurra!

Te conozco, y ese día tu alma moriría. También te digo

que ni la motocicleta con volante ni el paraguas para

perros tenían mucho futuro, pero algún día darás con algo

verdaderamente útil.

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Fermín no pudo sino reírse de sí mismo. En

ocasiones se ofuscaba con ideas absurdas y carentes de

sentido, pero no se imaginaba su futuro sin los

cachivaches que le habían acompañado desde niño. Ella

tenía razón, siempre la tenía: algún día daría con algo

importante.

—Eres la mujer más maravillosa de la tierra —

aseguró—, y yo el hombre más afortunado.

—Lo sé —bromeó ella mientras se sentaba para

contemplar de nuevo el paisaje—. Por cierto. ¿Qué hora

es?

Fermín miró su reloj y se levantó dando un respingo.

—¡Vaya! ¡Son más de las siete! Deberíamos

descender.

Paula se acercó a él y le tapó los labios con su mano.

—Durmamos aquí, en lo alto de la montaña, bajo

ésta cruz de hierro.

—¿Qué? ¿Te has vuelto loca? Estamos en junio,

pero hace frío por las noches. No hemos venido

preparados para eso.

—Cobarde…

—¡No me tientes, Paula!

—Mira que casarme con un gallina.

—¡Paula, he dicho que no!

Pero ella nunca aceptaba un no por respuesta,

simplemente cambiaba de estrategia. Había nacido con un

ojo color café y el otro azul cielo, y su mirada poseía un

embrujo irrecusable. Ladeó la cabeza como un perrillo

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intrigado y le acarició la mejilla con sus ojos clavados en

los de él.

Sabía que aquello nunca fallaba.

Cuatro horas después, ya de noche y tumbados sobre

la fría hierba, una pareja de enamorados contemplaba el

firmamento. El futuro se abría ante ellos como un diario

recién abierto, y las primeras palabras hablaban de una

felicidad absoluta.

—Cuaderno de bitácora —dijo Fermín bostezando—

, los dos únicos supervivientes se han visto obligados a

pasar la noche a la intemperie. La temperatura está

descendiendo rápidamente, pero…

—Prométeme una cosa —interrumpió Paula

abrazándose a él para conservar el calor.

Fermín se giró hacia ella y aspiró la dulce fragancia

de su cabello.

—Lo que quieras. Pero date prisa. Me muero de

sueño.

—Cuando seamos viejecitos, cuando hayamos

cumplido con nuestro cometido en la vida y la muerte

llame a nuestra puerta…

—¿Sí…? —inquirió él mientras sus ojos se

cerraban vencidos por el cansancio.

—Vendremos aquí a morir. Nos tumbaremos sobre

esta misma hierba y dejaremos que el frío de la noche nos

lleve. No quiero morir en una fría habitación de hospital

como mi madre.

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—Claro, cariño. Vendremos… aquí y…

—¡No estás escuchándome! ¡Tienes que

prometérmelo! ¡De lo contrario me tiraré rodando ladera

abajo hasta que una piedra me parta la cabeza en dos!

—Te lo juro por Dios —respondió Fermín mientras

su mente se adentraba en el plácido mundo de los sueños.

II

4 de enero de 2016

Inmóvil y desolado bajo la puerta de entrada de la

residencia, el anciano esperó a que su hijo se alejase a toda

velocidad en su recién adquirido deportivo. No habían

hablado en todo el viaje, como dos desconocidos que

comparten asiento en un tren, y tenía la sensación de que

sus visitas iban a ser muy esporádicas a partir de ese

momento.

—Ni siquiera ha tenido la decencia de esperar al día

de reyes para abandonarme aquí —murmuró para sus

adentros mientras miraba al cielo en busca de respuestas—

. ¿Por qué no tuvimos una hija, cariño?

Se secó las lágrimas con la manga de la chaqueta y

trató de recomponerse. Siempre había sido un hombre

risueño y seguro de sí mismo, pero desde que Paula

muriera se sentía como un galgo apaleado y abandonado a

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su suerte, y las lágrimas brotaban con una facilidad

inusitada.

—Vamos, Fermín —dijo Adela, la enfermera que le

habían asignado—, le enseñaré su habitación. Ya verá

usted como pronto se siente como en casa.

—Apuesto a que sí —matraqueó él mientras se

apoyaba en su andador girando torpemente sobre sí

mismo—. Como en un hotel de cinco estrellas.

La enfermera, acostumbrada a las reacciones

desairadas de los recién llegados, respiró hondo mientras

trataba de levantar la maleta.

—¡Caramba, Fermín! ¡Cómo pesa esto!

—No sabe cuánto lo siento. Tengo por costumbre

llevar a mi esposa muerta a todas partes. No me gusta

dormir solo.

—¡Vaya! Veo que no ha perdido usted el sentido del

humor. Eso es importante.

—Me temo que ya lo he perdido todo, señora. Tenga

cuidado, por favor. Dentro hay cosas de incalculable valor.

—Apuesto a que sí —bromeó Adela imitando la voz

quebrada y el tono petulante del anciano.

Cien metros y diez minutos después llegaron a su

habitación. Para él fue una verdadera odisea atravesar el

largo pasillo, y se vio obligado a detenerse en varias

ocasiones para recobrar el aliento.

Era una estancia amplia, con un baño adaptado en la

entrada, seguido de un armario empotrado y de un amplio

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ventanal que daba al jardín y con vistas a una gran

montaña nevada. Bajo el cristal había un escritorio de

considerables dimensiones, y en la pared izquierda un gran

televisor rodeado de baldas repletas de libros. Pero Fermín

no reparó en nada de eso: al ver las dos camas su pulso se

aceleró como el de un caballo de carreras. No se le había

pasado por la cabeza que tuviera que compartir habitación.

—Ya le he dicho antes que mi mujer ha muerto. Una

cama será más que suficiente.

—Su compañero de habitación se llama José —

señaló Adela esquivando la ironía y ayudándole a quitarse

el abrigo—. Tiene setenta y cinco años y es muy

simpático. Fue veterinario. Seguro que ahora mismo se

encuentra en el jardín, observando pájaros o catalogando

insectos.

—¡Genial! Un veterinario y un jubilado de Correos.

Seguro que tenemos mucho de qué hablar.

Adela levantó la pesada maleta y la abrió sobre la

cama. Colocó la ropa en el armario y llevó el neceser al

cuarto de baño. Había muchas herramientas en el otro

compartimento, pero prefirió no tocarlas.

—Ahora entiendo por qué pesaba tanto —dijo sin

perder la sonrisa—. En el armario hay espacio más que

suficiente para todas sus cosas. Por desgracia tengo que

irme. Sobre el escritorio tiene una guía informativa de la

residencia. Le recomiendo que se la lea. Tenemos talleres

muy interesantes, clases de fisioterapia diarias, y el último

viernes de cada mes hacemos una excursión al exterior.

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Esta noche me pasaré a verle. No dude en pedirme lo que

necesite entonces.

Cerró la puerta detrás de sí y desapareció por el

largo pasillo.

Fermín, sentado sobre la cama, contempló su maleta

abierta: sus herramientas brillaban como un último tesoro

que le relacionaba con una vida que ya no le pertenecía.

Un pequeño soldador de estaño, un juego de

destornilladores y de llaves fijas, un compás y varios

rotuladores de punta fina, además de clavos, tornillos,

arandelas, cola de carpintero y demás utensilios que usara

infinidad de veces. Era todo lo que su hijo le había

permitido traer consigo. El resto acabó en el contenedor de

la basura, junto al resto de su vida.

Acarició todos esos objetos y, de nuevo, miró al

cielo. Le gustaba pensar que al menos allí arriba le

importaba a alguien.

—Por una vez te equivocaste, Paula —murmuró

entre lágrimas—. Ninguno de mis inventos mereció la

pena.

Cogió su retrato y lo colocó sobre la mesilla de

noche. Trece años después de su muerte, la seguía amando

con locura.

Trató de quitarse los zapatos para tumbarse sobre la

cama, pero la artrosis se lo impidió. Se levantó

pesadamente y, con la ayuda de su andador, se dirigió al

baño en busca de su neceser. Cogió dos pastillas de su

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interior, una para el dolor físico y otra para el emocional, y

se las tragó empujadas por un poco de agua.

Regresó a la cama y se quedó dormido con la

esperanza de no despertar.

Lo hizo dos horas después, y se sobresaltó al ver a

un desconocido sentado a los pies de su cama. Era un

hombre mayor, aunque no tanto como él, y lucía una

desbocada y bonachona sonrisa.

—Buenas tardes tenga usted —dijo el extraño

educadamente—. Soy José, su compañero de habitación.

Había pensado que le gustaría levantarse a tiempo para

cenar. La sirven de siete a ocho, y son muy estrictos con el

horario.

—No tengo apetito, gracias. Y ahora, si no le

importa, me gustaría recuperar los dos únicos metros

cuadrados de mi propiedad.

—Hoy he curado un petirrojo ¿sabe? —explicó José

haciendo caso omiso y señalando a la ventana. Por suerte

Adela ya le había advertido sobre su carácter—. Sé que no

es gran cosa, pero me mantiene ocupado. Estaba bajo

nuestra ventana y no podía volar porque se había roto un

ala. Posiblemente chocó contra el cristal. ¿Esa de la foto

era su mujer? Muy guapa a pesar de sus extraños ojos.

¿Sufría de heterocromía?

—¿Siempre hace tantas preguntas? —inquirió

Fermín visiblemente incomodado—. Las respuestas son sí

y sí. Y ahora si no le importa…

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—¿Necesita ayuda para levantarse? He visto el

andador, y Adela me ha dicho que tiene usted noventa

años. Yo tengo setenta y cinco, pero todo el mundo dice

que aparento setenta. Debe ser porque paso mucho tiempo

al aire libre.

Fermín se incorporó pesadamente y cerró su maleta.

No le gustaba que nadie curiosease en sus cosas.

—No quisiera parecer impertinente —dijo mirando

su reloj—, pero son las siete y media.

—Pues no se hable más. Además, hoy ponen

albóndigas. ¡Luego charlamos!

—¡Estoy impaciente! —sentenció Fermín.

Pero esa noche no charlaron, como tampoco lo

hicieron la siguiente, ni dos días ni dos semanas después.

De hecho, durante los tres primeros meses no pasaron de

los buenos días de rigor. Fermín le esquivaba, como hacía

con los demás ancianos y con el personal de la residencia.

Había cogido la costumbre de no cenar, así que se

acostaba temprano, no sin tomar su dosis de pastillas para

dormir. Por la mañana era el último en levantarse, y la

mitad de los días desayunaba solo mientras los demás ya

estaban inmersos en sus rutinas. La hora de la comida era

la más complicada, porque le resultaba difícil pasar

desapercibido. Sin embargo, su carácter huraño y

maleducado logró disuadir cualquier intento de

acercamiento.

Se había convertido en el vecino a evitar.

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Enquistado entre las cuatro paredes de su cuarto, se

pasaba el día mirando por la ventana, como si la montaña

que se alzaba majestuosa al fondo ejerciera una poderosa

influencia sobre él. Únicamente José lograba distraer su

atención, cuando cavaba hoyos en el jardín, que después

tapaba para no ser descubierto, o cuando indagaba bajo los

árboles en busca de nidos de pájaros, o simplemente

cuando se sentaba sobre la hierba a contemplar el cielo. Se

le veía tan feliz con tan poco que a Fermín le provocaba

nauseas: no comprendía cómo alguien que también estaba

solo podía disfrutar de la vida como si nada: era algo

antinatural.

También Adela se fue distanciando de él, así como

Carlos, el fisioterapeuta, y los demás miembros del

personal. Había demasiados ancianos de los que ocuparse

como para hacerlo de alguien que no agradecía sus

atenciones.

Llegó la primavera, y con ella el jardín se llenó de

color y se cargó de intensos aromas afrutados.

Fermín seguía en su ventana, marchito como una

flor privada de luz y de agua, y su cuerpo se fue

arrugando. Llegó un momento en el que ni siquiera con el

andador se manejaba bien, y le proporcionaron una silla de

ruedas para los desplazamientos más largos. Quien coge la

silla ya no la suelta, decían todos.

Su hijo le había visitado una vez, a finales de

febrero, pero él no quiso verle, e hizo lo imposible para

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convencer a los enfermeros de que no le dejasen pasar.

Incluso les amenazó con uno de sus destornilladores si lo

hacían. Logró su propósito, pero también que le incautaran

sus herramientas. No le importó demasiado, porque su

mente se hallaba ya muy cerca del mundo de los muertos,

donde éstas resultan del todo inútiles.

José fue el único que no dejó de intentarlo, y le

rompía el alma verle así. Lo había probado todo para

ganarse su amistad, pero fue en vano. Sin embargo, tenía

la convicción de que bajo aquella armadura impenetrable

se escondía un ser humano digno de encomio. Por petición

del médico, fue el encargado de controlar su medicación.

Lo hacía a escondidas, consciente de que si le sorprendía

tendrían bronca para días. Y lo que descubrió alarmó a

todos, pues ya ni siquiera tomaba sus antidepresivos, y eso

se notaba en su mirada, perdida en el oscuro pozo de la

desesperación.

III

14 de abril de 2016

Aquella lluviosa mañana no presagiaba nada

diferente en la vida de Fermín.

Ocurrió después del desayuno, cuando uno de los

celadores le colocó frente a la ventana de su habitación, su

eterno refugio. Comenzó con un lejano ladrido, y Fermín

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supuso que provenía de uno de los caseríos limítrofes. No

le dio mayor importancia.

Después vinieron dos ladridos más, seguidos de un

quejido y de un ruido metálico.

El anciano llevaba tres meses apostado junto a

aquella ventana, y conocía al dedillo cada sonido, cada

murmullo. Aquello era nuevo, y no tan lejano como

creyera en un principio. Pensó en levantarse y mirar por la

ventana, pero estaba demasiado cansado.

Durante los cinco minutos siguientes reinó el

silencio, y se sintió afortunado: odiaba a los perros, y se

alegraba de que estuvieran prohibidos dentro de la

residencia. Había sido una falsa alarma.

Pero escasos segundos después, los ladridos

volvieron, y con fuerzas renovadas. ¡No había duda! ¡El

animal estaba bajo su ventana!

—¿Qué demonios…? —inquirió tratando de

levantarse. No lo logró, y su frustración fue en aumento a

medida que el volumen y la frecuencia de los ladridos se

intensificaron.

Poco después, una oleada de quejidos y el ruido

insoportable del animal rascando la pared le sacaron de

sus casillas.

—¡Maldito chucho! ¡Ahora verás!

Trató de abrir la ventana desde la silla de ruedas,

pero el escritorio se lo impidió. Buscó su andador con la

mirada, y al no verlo tuvo que dar media vuelta

empujando la pesada silla de ruedas para llegar hasta el

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baño. Se apoyó en el andador con ambos brazos y, al

tercer intento, logró ponerse de pie, acompañando la

acción con un grito de dolor. Llevaba muchos días sin

levantarse, y sus huesos protestaron como un viejo barco

en medio de un vendaval.

El perro le imitó con una nueva ráfaga de aullidos.

—¡Que alguien saque a ese perro de ahí, por amor

de Dios! —exclamó mientras se acercaba torpemente a la

ventana.

Entonces oyó un gruñido, como si el animal hubiera

entendido sus palabras y quisiera manifestar su

desaprobación.

—Tienes suerte de que no tenga mis herramientas —

dijo mientras abría la ventana—. Te iba a quitar las ganas

de molestar a un pobre…

No pudo terminar la frase. Cuando vio al animal

bajo el alfeizar, a punto estuvo de perder el equilibrio y

darse de bruces contra el suelo. Se trataba de un perro

esquimal, una de esas razas que se utilizaban para tirar de

los trineos, pero había algo más, algo inexplicablemente…

humano.

¡Sus ojos! ¡Eran sus ojos los que le conferían una

mágica cercanía! Uno era azul y el otro marrón oscuro,

marrón café para ser exactos.

Caminó pesadamente hasta la mesita de noche,

cogió el retrato de su esposa y se acercó de nuevo a la

ventana. Alargó su brazo y colocó el retrato lo más cerca

del animal que pudo.

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¡Eran exactamente iguales!

—¡Válgame Dios! —exclamó extasiado.

Estuvieron un buen rato mirándose, estudiándose

mutuamente, hasta que el anciano alargó su mano para

tocarle. Fue entonces cuando las escasas dudas que aún

tenía desparecieron de un plumazo. El perro, lejos de

sentirse incomodado, ladeó la cabeza hacia un lado, en un

gesto que denotaba curiosidad, como tantas veces lo había

hecho ella, y se dejó acariciar como si se hubiese

reencontrado con su dueño.

—¿Pa… Paula? —balbuceó Fermín con lágrimas en

los ojos —. ¡Dios mío! ¿Eres tú, cariño?

El perro saltó de alegría al oír sus palabras, y

después miró una y otra vez a su espalda, como si tratara

de que el humano reparara en algo de vital importancia.

Por desgracia no lo hizo.

—¡Dios! Debo de estar volviéndome loco —

masculló entre dientes.

En ese instante vio a José corriendo por el extremo

opuesto del jardín. Nunca le había visto hacerlo, y se

sorprendió al ver sus veloces y joviales movimientos. No

tardó en hallarse bajo la ventana, y se agachó para

acariciar al animal como lo haría un chiquillo.

—¡Un perro en nuestra residencia! ¡Está totalmente

prohibido! ¡Es… es maravilloso!

Cuando reparó en los ojos del animal miró a Fermín

con gesto de incredulidad.

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—¡Eso mismo he pensado yo! —dijo éste—. Y no

es lo único en lo que se parecen. Tiene sus mismos gestos.

El sonido de un portazo lejano les sacó de sus

pensamientos. José se giró y su agitado corazón se aceleró

aun más.

—¡Es Alfredo, el jardinero! ¡Y lleva un palo en la

mano! ¡Tenemos que sacar a este perro de aquí antes de

que llegue!

—¡Espera! —exclamó Fermín. Aún faltaba una cosa

por comprobar antes de perder la cabeza por completo—.

¿Qué edad dirías que tiene?

José le abrió la boca y le examinó los dientes lo más

rápido que pudo. Después, al ver al jardinero demasiado

cerca, salió corriendo para que el animal le siguiera y

pudiera escapar.

Alfredo no tardó en aparecer en escena, y mientras

corría bastón en mano lanzaba toda clase de improperios

tanto contra el animal como contra José.

Fermín, como en el mejor palco del teatro,

contempló la escena con nitidez y preocupación, hasta que

les perdió de vista cuando doblaron la esquina del edificio.

Cerró la ventana y se arrellanó en su silla de ruedas.

Estaba agotado, exhausto más bien, pues los últimos cinco

minutos habían sido más extenuantes que los últimos tres

meses juntos.

Dejó el retrató de Paula sobre la mesilla y trató de

serenarse. Tenía que pensar, aclarar sus ideas y

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recomponer los hechos con calma. Abrió el cajón de la

mesilla y se tomó un tranquilizante.

Instantes después José entró en la habitación y cerró

la puerta detrás de sí como llevado por el diablo.

—¡Hay un agujero enorme bajo la valla de la

piscina! Seguro que ha entrado por ahí, porque sabía

perfectamente por dónde escapar.

—¡Bravo por ella! ¿Y Alfredo?

—Le hemos dado esquinazo. Estoy seguro que no

pudo ver por dónde escapó.

Fermín se alegró al saber que había logrado huir,

aunque quedaba pendiente una cuestión de vital

importancia. José se dio cuenta de que esperaba una

respuesta.

—Es una hembra de Husky, sin duda. Está muy

delgada, desnutrida diría yo. Lo sé porque una vez tuve

que ir a un pueblo de Burgos y...

—¡Al grano, José!

—Sí, perdón. Pues lo cierto es que tiene los incisivos

muy desgastados y curvados. Yo diría que tiene doce o

trece años.

Fermín levantó los brazos en señal de victoria. Había

atado el último cabo suelto.

—¿Cuándo dices que murió tu esposa? —preguntó

José nervioso.

—En enero del dos mil tres, hace ahora trece años

Un silencio abrumador se adueñó de la habitación.

Los dos se miraron asustados, como si hubieran visto un

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fantasma. Después Fermín se acercó a la ventana y estudió

la montaña con ojos renovados. Tenía la sensación de estar

pasando algo por alto, por eso la perra la había mirado con

insistencia. Por desgracia, estaba demasiado cansado como

para pensar con claridad.

—Voy a acostarme un rato —dijo midiendo sus

palabras—. No me encuentro bien. Por el momento será

mejor que lo mantengamos en secreto. No quiero que nos

tomen por locos.

—No podría estar más de acuerdo. Yo voy a buscar

a Alfredo y a desviar su atención. Si nuestras sospechas

son ciertas, la perra no tardará en volver.

Esa noche, cuando José se disponía a bajar al

comedor a cenar, Fermín le preguntó si podría

acompañarle.

—¡Vaya! ¡Qué sorpresa! ¿Vas a obsequiarnos con tu

compañía?

—Sí, pero no lo hago por mí. Antes dijiste que la

perra estaba muy delgada. Necesitamos comida. Y

también mis herramientas. Hay que construir una pasarela

para que el animal pueda entrar en nuestra habitación y así

poder atenderle. Las baldas del armario servirán, pero son

demasiado cortas. Necesito unir varias de ellas.

—Déjalo en mis manos. Seguro que las dejaron en la

lavandería. Hará un par de años me colé allí para robar una

sábana. Necesitaba fabricar vendas para curar las heridas

de mis pajarillos, así que esperé al anochecer para entrar.

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Cuando abrí una de las puertas que daban al patio, me

encontré con multitud de objetos requisados. Muchos de

sus dueños ya han muerto, así que podríamos cogerlos

prestados si los necesitáramos. No creo que vayan a volver

para reclamarlos.

—¿Has dicho… volver? —inquirió Fermín. Estaba

temblando, y miraba a su nuevo amigo con desconcierto.

—¿Qué sucede? ¿He dicho algo inapropiado?

Fermín se dirigió de nuevo a la ventana, y trató de

vislumbrar su montaña a través de la oscura noche.

—¿Sabes cuál es? —preguntó señalando la enorme

estela blanca.

—¡Claro! Todo el mundo lo sabe. Es el Gorbea.

—¡Mierda! —espetó golpeando el escritorio—.

¡Cómo he podido ser tan estúpido!

—¿Quieres hacer el favor de contarme lo que está

pasando? Me estás asustando…

Fermín abrió la ventana y aspiro el frío aire de la

noche. Después sonrió. Lo vio todo claro, como si alguien

le hubiera retirado una venda de los ojos.

—Hace setenta años, al día siguiente de casarnos,

Paula y yo subimos a esa montaña. No teníamos dinero

para una luna de miel así que, mochila al hombro,

decidimos hacer algo distinto. Ella insistió en pasar allí la

noche, la montaña la sedujo tanto y se mostró tan feliz que

no pude negarme. Antes de dormirnos me hizo prometerle

algo… algo que muchos años después yo incumplí.

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José se sentó a su lado y le cogió la mano. Nunca

había visto a su compañero de habitación abrirse tanto

hacia él, y tenía que aprovechar la oportunidad.

—Me hizo prometerle que cuando fuésemos viejos

la llevaría a la montaña a morir. Y yo juré ante Dios que

no la dejaría hacerlo en una fría habitación de hospital,

como su madre.

—Y supongo que eso fue precisamente lo que

ocurrió.

—Sí. No me resigné a perderla, nunca creí que ella

pudiese morir primero. Los médicos le diagnosticaron un

cáncer de páncreas. Fue fulminante, apenas si duró un par

de meses, pero yo estaba convencido de que con aquel

tratamiento se iba a curar. Ella nunca dijo nada de la

promesa, pero supongo que lo hizo por mí, por no

privarme de esperanza.

—¿Y ahora…?

Fermín se secó las lágrimas de los ojos y, abrazando

a su amigo, le susurró al oído una frase que nunca

olvidaría.

—Todo indica que se reencarnó en ese animal, y que

ha estado buscándome todo estos años para que

cumplamos nuestra promesa.

José le devolvió el abrazo, pero no tardó en darse

cuenta de lo que todo aquello implicaba. Se tumbó en la

cama, de espaldas, y toda la alegría de la que había hecho

gala estos meses se evaporó como la lluvia en un día de

verano.

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—Me alegro por ti, hombre —dijo son voz

entrecortada.

—Ya sé lo que estás pensando, José…y lo siento.

—¡No tienes ni idea! —protestó éste girándose hacia

él—. ¿Y sabes por qué no la tienes? Porque has sido un

egoísta, porque te crees que sólo tú has sufrido, y porque

te importamos un pimiento todos los demás. Yo también

lo pasé mal ¿sabes? Jamás tuve hijos, y mi mujer se largó

con un compañero de trabajo cinco años después de

casarnos. He vivido solo desde entonces, treinta largos

años, para acabar aquí, viendo morir a mis amigos uno tras

otro. Y ahora tú quieres morir también. Pues discúlpame si

no doy saltos de alegría.

—No sabes cómo lo siento —se disculpó Fermín

cogiendo su mano—. Soy un completo estúpido.

—En el fondo te envidio —dijo enjuagándose las

lágrimas—, tu mujer te amaba tanto que regresó de la

muerte para estar contigo. Es lo más bonito que he oído en

mi vida, y no puedo competir con eso.

—No tienes que competir. ¿No te das cuenta? Has

soportado mi malhumor todo este tiempo, sin recibir nada

a cambio, sin conocerme. Por eso tienes que ayudarme,

porque formas parte de su plan. De alguna forma se las

ingenió para que estuviésemos juntos. Sé que estoy siendo

egoísta de nuevo, pero me queda poco tiempo. Además, si

lo piensas bien, es más que probable que volvamos a

vernos en otro lugar, o incluso en otro tiempo. Ahora

tenemos la prueba de que la muerte no es el fin.

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—Lo entiendo, y espero que tengas razón —

concluyó José armándose de valor.

Poco después fueron a cenar. Todo el mundo estuvo

pendiente de Fermín, pues nunca antes había bajado al

comedor por la noche, lo cual dificultó el hecho de robar

comida. Tuvieron que quedarse los últimos para poder

hacerlo, y aprovecharon la ocasión para sustraer un par de

cuchillos que escondieron en los bolsillos de sus batas.

Minutos después, de camino a su habitación,

escucharon a Adela protestando desde el otro lado de una

puerta. Era el cuarto de Juana, una de las ancianas que más

tiempo llevaba en la residencia y una de las más queridas.

Llamaron a la puerta para cerciorarse de que todo

iba bien.

—Esta maldita máquina me saca de quicio —dijo la

enfermera señalando la vieja grúa que utilizaba para

levantar y acostar a los ancianos—. Llevo tiempo diciendo

que no va bien, pero los de mantenimiento no me hacen ni

caso.

Fermín sonrió. Era la oportunidad perfecta para

recuperar sus herramientas.

—¿Me permite echarle un vistazo? —inquirió

mientras entraba en la habitación.

—Es un auténtico manitas —dijo José cuando se dio

cuenta de lo que pretendía.

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Adela aceptó resignada, y entre ella y José lograron

acostar a Juana, mientras Fermín ojeaba la grúa. Dos

minutos después, dio con el problema.

—Es el motor de elevación —dijo con tono grave—.

El aro de goma del conector está roto y no hace contacto.

Puedo arreglarlo, pero necesitaría mis herramientas.

—¿Lo dices en serio? No sabes cómo me alegra oír

eso. ¡Esperad ahí!

Y así fue cómo recuperaron su más preciado tesoro.

De camino a su habitación, ambos estaban encantados,

como dos chiquillos planeando una aventura en su casa del

árbol.

—Lo que no entiendo es cómo vas a llegar hasta la

cumbre —dijo José—, si ni siquiera puedes andar.

—Eso déjamelo a mí —apuntó Fermín—. Paula

siempre creyó en mis inventos. Ahora es el momento de

demostrarle que no se equivocaba. Esta misma noche

diseñaré los planos, algo sencillo pero funcional, que no

pese demasiado y que pueda recargarse. Tengo que darle

muchas vueltas, pero puede hacerse. De todas formas,

mañana tengo cita con Carlos, el fisioterapeuta. He de

recuperar toda la movilidad y toda la fuerza que pueda. Y

voy a dejar de atiborrarme con pastillas que no hacen sino

anquilosarme.

Una vez en la habitación, se pusieron manos a la

obra. Con tres de las baldas del armario construyeron una

pasarela lo suficientemente larga y resistente como para

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que la perra y ellos mismos si se diera el caso, pudieran

entrar y salir sin ser vistos.

No tardaron en comprobar su eficacia, pues hacia las

doce de la noche algo volvió a rascar el muro bajo la

ventana. Colocaron la pasarela y la perra subió

cómodamente.

Después de media hora de abrazos, de miradas y de

juegos, José pidió examinar al animal con más

detenimiento, y lo que vio no le gustó demasiado.

—Tiene muy desgastadas las almohadillas de las

patas. Eso significa que durante los últimos meses, incluso

años, ha caminado más de lo aconsejable.

—¿Crees que has estado buscándome todo este

tiempo? —preguntó Fermín emocionado.

—Todo apunta a que sí. De hecho, está demasiado

delgada como para haber tenido un hogar estable.

—Mi hijo me ha estado llevando de un lugar a otro.

Tendría que haberme quedado en mi casa.

Esa noche el animal cenó copiosamente y durmió en

una de las camas. Fermín no lo hizo, pues se pasó todo el

tiempo diseñando los planos del artilugio que le habría de

llevar hasta la cima del Gorbea.

Al amanecer, después de bañar a la perra, bajaron a

desayunar. Fermín, pese a la trasnochada noche, estaba

más vivo que nunca. Sus ojos habían recuperado el brillo

de antaño, y su cabeza no descansaba. Quería tenerlo todo

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dispuesto con la mayor celeridad posible, antes de que

fuera demasiado tarde.

—Voy a necesitar unos paneles solares —susurró

mientras envolvía unos panecillos en la servilleta—, dos

taladros a los que poder extraer los motores y una batería

de motocicleta. El resto de cosas puedo buscarlas por aquí,

en el cubo de la basura o en la lavandería.

—No va a resultar sencillo conseguir todo eso sin

levantar sospechas.

—Lo sé, pero ya pensaremos en eso más adelante.

Lo importante ahora era el diseño, y ya lo he terminado.

—Explícamelo como si tuviera diez años.

—De acuerdo. Se trata de un exoesqueleto, una

especie de liviana armadura donde introducir las piernas

hasta la altura de la cadera. Tiene dos motores

independientes, y he acoplado un conector eléctrico a cada

muleta, de modo que a cada paso he de pulsar un botón

situado en la misma para que la pierna de ese lado se

mueva. Lo podía haber hecho con sensores de

movimiento, pero hubiera complicado y encarecido

demasiado el proyecto. Los motores están enchufados a

una pequeña batería que llevaré en una mochila sobre la

espalda, y ésta se recargará mediante unos paneles solares

portátiles y plegables.

—¿Paneles solares? ¿Será suficiente?

—Tendrán que estar cargándose todo el día, habrá

unas quince horas de luz aprovechables, y calculo que con

cada carga aguantarán cuatro o cinco horas de trabajo.

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Descansaré de día mientras los paneles se cargan y viajaré

de noche, así evitaré ser visto. En cinco horas, a una media

de tres kilómetros por hora, recorreré quince kilómetros al

día, por lo que necesitaré cuatro días para llegar a la cima.

Además…

—Buenos días —dijo una voz a sus espaldas. Los

dos amigos se giraron sobresaltados, temerosos de que

hubiese escuchado su conversación.

—Bu… buenos días, Antonio —dijo José—.

¿Bonita mañana, verdad?

—Sí que lo es. ¿Puedo sentarme?

—Por favor —dijo Fermín señalando la silla que se

encontraba a su derecha.

—Adela me ha contado lo que hizo usted anoche. Lo

cierto es que me da un poco de vergüenza pedirle esto

pero…

—Hay confianza —dijo Fermín.

—Hace ya treinta años que nuestro hijo mayor nos

regaló un tocadiscos con su primer sueldo. Es un buen

aparato, pero lleva estropeado mucho tiempo y ya nadie se

dedica a reparar esas cosas. Me preguntaba si…

—No se preocupe, Antonio. Déjeme coger mis

herramientas. Su mujer y usted están en la doscientos doce

¿verdad?

—¡Sí! Muchísimas gracias. No sabe cómo se lo

agradezco.

—Démelas cuando funcione —concluyó Fermín.

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Antonio se marchó por donde había venido y José le

propinó un codazo.

—¡Mala idea! Te hará perder mucho tiempo.

—Cierto —susurró Fermín con una amplia sonrisa

en la boca—, pero piensa un poco. ¿Qué crees que pasará

cuando todos en la residencia sepan que soy un manitas

capaz de arreglar cualquier cosa?

José entornó los ojos mientras apoyaba la barbilla en

su mano derecha.

—Tendrías acceso ilimitado a todo tipo de

materiales, herramientas y demás… ¡Qué listo eres,

jodido!

—Mucho trabajo extra, pero no se me ocurre nada

mejor. Y ahora si me disculpas —dijo mirando su viejo

reloj—, tengo cita con el fisioterapeuta.

Las siguientes semanas estuvieron dominadas por la

rutina, el trabajo duro y una ilusión que anegó por

completo aquella pequeña habitación.

Descansaban de día y trabajaban de noche, tanto en

el exoesqueleto como en lograr que Fermín recuperara un

estado de forma aceptable. Cuanto más mejorara en este

sentido, más tiempo aguantarían las baterías. A media

mañana, después de dormir lo justo tras el desayuno,

acudía religiosamente a sus clases de fisioterapia, y poco a

poco logró recuperar la movilidad que tuviera al llegar a la

residencia. Volvió a utilizar sus muletas en una semana así

que desmontó la silla de ruedas para aprovechar su

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estructura metálica. Y con la movilidad recobró la alegría,

las ganas de vivir y una vitalidad que muy pocos tenían a

su edad.

Sus habilidades se fueron trasmitiendo de boca en

boca, y un par de semanas después incluso los celadores y

los enfermeros le pedían favores. Y ya no sólo reparaba

cosas, sino que las inventaba bajo demanda. La primera en

comprobarlo fue la señora Celia, a la que las muñecas le

dolían horrores cada vez que apoyaba sus muletas en el

duro piso. Fermín modificó el extremo de las mismas y

añadió unos pequeños muelles que otorgaban comodidad

sin sacrificar el agarre.

Después vino Herminio, un militar retirado y amante

de los aviones. Ante la negativa de la dirección de dejarle

volar su pequeño avión de modelismo en el jardín por

cuestiones de seguridad, Fermín le construyó una red de

cables en su habitación, de forma que el reactor en

cuestión simulaba un vuelo muy real.

Y así se fueron sucediendo los inventos y, con cada

uno de ellos, lograba un nuevo material para su armadura

o un permiso para comprarlo por correo sin levantar

sospechas.

José no se quedaba atrás. Fue el encargado de

mantener oculta a la perra, sobre todo de la atenta mirada

de Alfredo, de alimentarla y de cuidar sus delicadas patas

para que pudiera soportar la ascensión a la montaña, y

también de conseguir los objetos más difíciles. De hecho,

un día se vio obligado a entrar en el dormitorio de una de

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las cuidadoras, una señora bien entrada en años y gruesa

como pocas, para tomar prestados sus pantalones más

anchos. Debían ser lo suficientemente grandes como para

ocultar el exoesqueleto. Si alguien en la montaña

descubría a un anciano enfundado en un traje robótico

todo el plan se vendría abajo.

IV

10 de junio de 2016

El despertador sonó a la una de la madrugada,

cuando todos los habitantes de aquel universo en miniatura

dormían plácidamente. En la pared del dormitorio de los

dos ancianos, ese día estaba señalado con una gran «X» de

color rojo.

Fermín, que no había logrado conciliar el sueño

después de la cena, fue el primero en levantarse. Cogió sus

nuevas muletas con amortiguación, accesorio éste que

había copiado de las de la señora Celia, y comprobó que

funcionaban correctamente. Tenía la esperanza de que

resultasen cómodas en la montaña.

Estaba nervioso, sus temblorosas manos así se lo

indicaron, pero había trabajado muy duro durante las

últimas semanas, y no podía permitir que un poco de

ansiedad le amedrentara. Se dio una ducha, y mientras

permitía que el agua cayera por su cuerpo y se escurriera

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entre sus dedos, pensó que aquella iba a ser la última vez

que lo hiciera, como tantas otras cosas.

Cogió una toalla limpia del armario y se secó

concienzudamente mientras repasaba el plan mentalmente.

—¡Dios! —dijo José desperezándose—. ¡He

dormido como un tronco!

—También yo —susurró Fermín para que su amigo

no se preocupara. Observó a su compañero de habitación y

se dio cuenta de que en las últimas semanas se había

convertido en un amigo fiel con el que lo había

compartido todo. No recordaba esa sensación de amistad

desde que era un niño.

Se puso la camiseta térmica y el forro polar, y se

dispuso a colocarse el exoesqueleto cuando reparó en la

perra, que había dormido en la pequeña alfombra que se

encontraba entre las dos camas. Era extraño, pero no había

movido ni un músculo desde que sonara el despertador.

—José… —dijo entre dientes—. José, la perra…

—¿Qué le sucede?

—No lo sé, pero no se mueve.

José saltó de la cama y se sentó en el suelo junto a

ella. La zarandeó levemente para que despertara, pero no

hubo suerte. Después acercó su rostro al hocico y rezó con

la esperanza de sentir la respiración de animal. No

percibió nada, así que colocó su dedo índice en la parte

interior del muslo, justo encima de la rodilla, para notar

los latidos del corazón, pero el resultado fue el mismo.

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Miró a su amigo con lágrimas en los ojos y negó con

la cabeza.

—¡No te quedes ahí parado, por amor de Dios! —

rugió Fermín —. ¡Haz algo!

José colocó sus manos alrededor del hocico, acercó

su cara e insufló todo el aire que pudo de forma

continuada y profunda. Lo repitió seis veces, hasta que sus

propios pulmones pidieron clemencia. La colocó de lado

y, con las palmas de sus manos en el pecho del animal, le

practicó un masaje cardíaco, pero con idéntico resultado.

Fermín cayó al suelo como si un rayo le hubiera

fulminado. Cogió a la perra y comenzó a llorar y a gritar

de dolor. José no trató de acallarle. Poco importaba ya que

todos en la residencia oyeran su llanto.

—No es justo, no es justo… —repetía una y otra vez

mientras acunaba a su querida Paula en brazos.

—Esto no puede estar pasando —murmuró José con

la cabeza entre las manos—. ¡Es una mierda, joder!

Adela fue la primera en entrar a la habitación, y se

encontró con un panorama digno de una película de

Hitchcock: dos ancianos en el suelo, llorando como niños

y abrazados a un animal aparentemente muerto, una

especie de esqueleto metálico tirado en el suelo, una

rampa de madera plegada junto a la ventana y las

herramientas esparcidas por el suelo como en un campo de

minas. Tardó varios segundos en hacerse una composición

de los hechos, pero viendo el dolor de sus rostros

desencajados prefirió no decir nada.

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Poco a poco el resto de los ancianos fueron saliendo

de sus habitaciones y se arremolinaron en el frío pasillo.

También lo hizo el personal que pernoctaba en la

residencia, y en cuestión de minutos más de cincuenta

personas esperaban impacientes a que alguien les

explicara qué estaba pasando.

—Es la habitación de Fermín y de José —indicó

Rosaura, una actriz de teatro que había perdido a su

marido hacía un año.

—Esperemos que ninguno haya muerto —dijo Celia

abriéndose paso entre la multitud con su silla de ruedas.

Pero todas las voces, todas las hipótesis sobre lo

sucedido quedaran acalladas cuando vieron salir a Fermín,

con el alma doblegada y con una perra muerta en sus

brazos. José le acompañaba con idéntico desconsuelo, y

dirigieron sus pasos hacia la salida.

Alfredo, al verles, corrió a su oficina en busca de

una pala. Supuso que se dirigían al jardín con la intención

de enterrar al animal. Sabía que la perra había estado

rondando por allí las últimas semanas: había huellas por

todas partes y al bueno de José se lo había tragado la

tierra, pero había notado tanta mejoría en Fermín que

prefirió pasarlo por alto.

La comitiva salió al jardín en plena madrugada.

Hacía frío, pero nadie quiso perderse el desenlace de la

historia. Fermín se había hecho muy popular en las últimas

semanas, y quien más o quién menos había sido testigo de

la magia que desprendían sus habilidosas manos. Cuando

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depositó a la perra bajo un gran nogal cercano a la puerta

de entrada, todos tuvieron que contener sus lágrimas.

—Lo siento, Fermín —dijo Adela cogiéndole de la

mano—, supongo que significaba mucho para ti.

Fermín le agradeció sus palabras de consuelo. Se

volvió hacia la montaña y, acto seguido, relató a todos los

presentes los mágicos sucesos que les habían conducido

hasta allí. Mientras lo hacía, excavaba el hoyo con

enérgicas y eficaces paladas, y se negó a recibir ayuda.

Nadie dijo nada hasta pasado un buen rato. Sentados

sobre la hierba, algunos rezaban, otros lloraban y, los más

afortunados, asían con fuerza la mano de su pareja. Era la

historia más increíble que hubieran oído jamás, y estaban

siendo testigos de una magia que escapaba a su

comprensión.

De pronto, Celia pidió a Carlos que le empujara

hasta las primeras posiciones, y se giró hacia los presentes

con aire distinguido. Había sido alcaldesa de su pueblo

durante dos legislaturas: hacía mucho tiempo de eso, pero

aún recordaba cómo hacerse notar entre la multitud. Y

tenía algo importante que decir.

—Todos hemos presenciado el milagro —dijo

señalando a Fermín—. El amor que sentía por su marido

vinculó a Paula a este mundo, un amor tan intenso como

escaso. Por esa misma razón, y después de ser testigos de

una reencarnación y de varios hechos sin una explicación

lógica, os digo que los acontecimientos se han

desarrollado tal y como fueron diseñados ahí arriba.

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Señaló al cielo y trató de encontrar las palabras más

adecuadas.

—No puede ser de otra manera, no tendría sentido

—añadió.

Un murmullo generalizado se adueñó de la noche, e

incluso Fermín dejó de cavar para escuchar sus palabras.

—Este hombre que tenemos aquí, quien hace

escasas semanas no era capaz de valerse por sí mismo, ni

de caminar siquiera con muletas, alguien que permanecía

prisionero de un dolor indescriptible…

No pudo continuar. La emoción fue tan grande que

terminó por amordazar sus palabras. Adela se colocó a su

lado y la abrazó con fuerza. Ella también había sido

testigo del prodigio, y tomó el testigo de la pobre anciana.

—Cuando llegó aquí apenas si podía sostenerse en

pie: ahora le hemos visto caminar con la perra en brazos, y

es capaz de excavar una enorme fosa en la pedregosa tierra

del jardín como si tuviera veinte años. Cuando llegó aquí

no quería hablar con nadie, estaba en guerra con el mundo:

después todos hemos disfrutado de sus inventos, de sus

mágicos artilugios, de las mil y un atenciones que nos ha

dispensado sin pedir nada a cambio.

Fermín no comprendía muy bien a dónde querían

llegar, y miró a José desconcertado.

Éste se acercó a él, le quitó la pala y le cogió del

hombro.

—Lo que Adela quiere… lo que todos queremos

decir es que Paula no volvió para ayudarte a morir, sino

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para enseñarte a vivir sin ella. Durante trece largos años te

torturaste por su muerte y enterraste tu alma en la más

profunda de las fosas.

—Pero tu momento no había llegado aún —dijo

Carlos dando un paso al frente.

—Tenías que arreglar mi viejo tocadiscos para que

volviera a escuchar a Mozart —dijo Antonio.

—Y cambiar mis muletas para que no me doliesen

los brazos —indicó Celia.

—Mi avión me ha alegrado el alma —dijo

Herminio.

—Y mi espalda ya no sufre gracias a la grúa —

expresó Adela.

Y así, uno tras otro, todos los presentes recordaron

cómo aquel hombre les había ayudado de una u otra

forma.

Fermín no supo qué decir. Abrazó a José y a Adela y

agradeció con la mirada todas aquellas palabras.

Cogió a su amada Paula en brazos y la dejó en su

tumba.

—Aprender a vivir —murmuró mientras cubría con

tierra su delicado cuerpo—, casi nada.