Castigo y crimen

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CASTIGO Y CRIMEN La cabeza de Jonás González estaba recostada sobre un árbol de manzanas. No, mentiras, tenía a sus costados dos bolsas de plástico llenas de desechos, y estaba sobre la acera. A semejanza de un perro estaba tirado sobre el suelo. No tenía ningún tipo de interés en continuar con la vida plana, -“flat” le habría dicho Mr. Anderson-, que llevaba. Levantarse, trabajar, comer, dormir, procrear. Esas actividades les estaban reservadas a los de ambiciones estéticas cortas. Jonás desde luego, no era uno de ellos. Se acercó, de repente, un pequeño perro de la calle a su costado, a lamerlo. El perro después de probar el bocado siguió su curso. La semejanza de las arenas de un desierto con el lugar donde estaba Jonás pronto se hizo notar. Dunas, remolques, el calor sofocante. Sostenía en sus manos un cuento de Ambrose Bierce, por el que prodigaba admiración. La mordacidad del cuento le llenaba de placer. Un placer que producía una risa carnal, de oreja a oreja, una risa malévola, sin que algún mal tuviera entre sus intenciones. Pensándolo bien, si tenía un mal previsto.

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Versión personal y súper-compacta de la majestuosa novela "Crimen y Castigo" de Fiodor Dostoievski.

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CASTIGO Y CRIMEN

La cabeza de Jonás González estaba recostada sobre un árbol de manzanas. No,

mentiras, tenía a sus costados dos bolsas de plástico llenas de desechos, y estaba sobre

la acera. A semejanza de un perro estaba tirado sobre el suelo. No tenía ningún tipo de

interés en continuar con la vida plana, -“flat” le habría dicho Mr. Anderson-, que

llevaba. Levantarse, trabajar, comer, dormir, procrear. Esas actividades les estaban

reservadas a los de ambiciones estéticas cortas. Jonás desde luego, no era uno de ellos.

Se acercó, de repente, un pequeño perro de la calle a su costado, a lamerlo. El perro

después de probar el bocado siguió su curso. La semejanza de las arenas de un desierto

con el lugar donde estaba Jonás pronto se hizo notar. Dunas, remolques, el calor

sofocante. Sostenía en sus manos un cuento de Ambrose Bierce, por el que prodigaba

admiración. La mordacidad del cuento le llenaba de placer. Un placer que producía una

risa carnal, de oreja a oreja, una risa malévola, sin que algún mal tuviera entre sus

intenciones. Pensándolo bien, si tenía un mal previsto. Quería matar a una vieja usurera.

Quería asesinarla. Ese era a priori su deseo; es decir, una sensación inmanente, una

especie de ardor en la garganta, una especie de gemido y grito inaudible.

Jonás pensaba de manera recurrente las mismas cosas: “qué mamera esta vaina. Siempre

el mismo ardor. Siempre el mismo gemido. ¡No puedo gritar!... Tengo llena la voz de

cascajo, de dolor, de un lenguaje destruido”. Si quería, Jonás podría haber ido al

médico. Pero esto significaba que debía darle la razón a su madre. A su madre querida.

No pensaba hacer tal cosa.

Jonás, en una palabra, se odiaba a sí mismo. No con complicidad, no con un odio

complaciente. Se odiaba de una manera inconsciente.

Pasó un camión lleno de basuras a su lado. Se bajaron los trabajadores.

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-La basura Wilson, la basura hombre que nos tenemos que ir.

-Esperate hombre ¿No ves que hay un tipo aquí que no me deja recogerlas? -El

trabajador hacía un ademán de molestia, tomándose el cuello y mirando hacia el suelo. -

Señor, ¿me da permiso por favor?

Jonás González se despertó con rabia. No tenía la menor intención de moverse. No tenía

las fuerzas suficientes para hacerlo. Se rehusó. El trabajador hizo un gesto de rabia que

parecía universalmente conocido, porque ahora, el conductor, Jonás, el trabajador y la

dueña del local de enfrente hacían el mismo gesto de rabia. Algo andaba mal. El

trabajador quitó bruscamente las bolsas de basura. Jonás reaccionó violentamente. Se

despertó y se paró al frente del hombre en gesto de desafío.

-¡Pero si le dije hermano que necesitaba que se moviera y usted se queda ahí parado!-

dijo el trabajador como tratando de evitar una querella. Jonás se abstuvo de una

discusión que tampoco quería entablar.

-Qué pena hermano. Tiene la razón.

-Fresco, suerte.

Jonás se fue para la pensión donde vivía. Sentía un poco de ardor en la garganta. El

eterno ardor. No sabía porque sentía ese odio, si él no quería sentir eso. Se fue para un

restaurante. Había dos estudiantes hablando.

-¿Te digo algo?, mi mamá me tiene mamado hermano.

-Pero no digás eso, viejo Alber.

-No, es que es verdad, es que no puedo más con eso. Me quiero ir. A veces tengo unos

pensamientos que si te digo te horrorizás.

-No te fijés en eso. Todos pensamos lo mismo alguna vez. ¿Creíste que eras el único?

-Pero es que si te digo. - Se tomó la cabeza. Tenía un agotamiento en el respirar que era

fácilmente perceptible por los ahí concurrentes.- A veces quisiera matarla - los hombres

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de alrededor giraron con horror. Un silencio sepulcral inundó la estancia.

-No, pero cómo se te ocurre...

-No, pues yo sé; no es que lo vaya a hacer, pero sí siento un malestar, una fiera en el

esternón, en el esófago, una suerte de reflujo sentimental.

-Mirá a un doctor -. El estudiante sonrió. Los dos se miraron como en gesto de risa.

Mejor era así. Jonás también rió para sí. Todo lo escuchaba.

Se fue para la pensión. Había en la cocina un hacha. Había un cuchillo, había toda clase

de objetos cortopunzantes. Echaba una mirada a la cocina y se iba. Se decidió a entrar.

-Doña Alfonsina, ¿qué hay hoy de almorzar?- preguntó Jonás mientras inspeccionaba el

lugar en busca de toda clase de objetos que hicieran una incisión.

-Fríjoles- dijo la mujer sin voltear el rostro.

-¿Otra vez?

Doña Alfonsina le respondió con un suspiro. Ese gesto de desaprobación era suficiente

para que Jonás se subiera a su cuarto. A veces le asaltaba la duda de si realmente él

podía asesinar a una persona. ¿Cómo? Eso solo sería posible si hubieran maltratado a su

hermana. Tal no era el caso. La dueña de la pensión no era una mujer mala. Ni siquiera

hablaba mucho, tal vez eran las manías lo que Jonás detestaba. Detestaba los chismes

que la anciana mendigaba con éste y el otro. Detestaba las mentiras que le decía a su

hija para pedirle más dinero.

Estaba sobre su habitación recostado. Había ingerido alcohol abundantemente el día

anterior. Probablemente estaba siendo golpeado por un dolor de estómago. Así y todo,

así y que el silencio deseaba con preponderancia por sobre lo demás, entró Ramirez.

-¿Qué, un partidito de fútbol?

-Uy no viejo, qué pena, otro día...- se cubrió el rostro como intentando indicarle a

Ramirez que su presencia no le interesaba ahora. Ramirez no entendió el gesto.

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-Ay Jonás hágale, hágale que estoy que me juego.

-¿No tiene esta ciudad siete millones de habitantes?

-Tranquilo hermano. Hágale. Después.

Se fue como para no incomodar a Jonás. Al salir por la puerta, Ramirez se encontró con

Alicia. La notó muy callada y cabizbaja. El aura del lugar le producía malestar,

repugnancia. Por cierto tipo de asociación anómala, confundía un objeto estético, con un

objeto ético. Si el lugar apestaba, algo andaba “mal”. Para Ramirez, la vida era sencilla:

un partido de fútbol los miércoles, una “bebeta” con sus amigos los viernes, los

domingos de sacar al perro y estar con sus papás, los lunes, los martes y los jueves, de

trabajo duro.

Jonás, hacía más de tres meses que había dejado de hablar con su madre y su hermana;

se había ido a la capital a estudiar cualquier carrera profesional, cualquiera; el deseo que

en realidad tenía no era el de estudiar -le bastaban sus lecturas-, el objetivo real de estar

en la capital era huirle al lugar donde vivía. Jonás llego a la ciudad dejándose seducir

por las particularidades que la misma tenía. Si al caminar se tropezaba con la gente era

porque no estaba acostumbrado a transitar por vías espaciosas. Aprendió a valorar el

tiempo por encima de cualquier intangible. Un, dos, tres, cuatro... resonaban los

números naturales sobre su cabeza con un eco simétrico y preciso.

Ya en su cuarto, despierto y confundido, recibió una carta que venía marcada con las

iniciales de una persona conocida. Se le aceleró el corazón. Deseaba ansiosamente leer

esa carta, que le habían enviado su madre y su hermana.

La carta contenía entre otras cosas un compendio de palabras de ánimo, un compendio

de fórmulas para ser feliz, que Jonás se sabía de memoria y que no le importaban en lo

más mínimo; le importaba ver tras las palabras la forma de su madre personificada, le

importaba construir a la manera de los sueños una imagen de su hermana escribiendo

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esas palabras. Leyó entre líneas como buscando algún artificio lingüístico, pero en vez

de encontrarse con lo que buscaba (absurdo, por demás), se encontró con una

afirmación que le enervó.

“Ana va a estudiar Medicina”, decía la frase que se erigía como un epígrafe ante sus

ojos. “¿Pero por qué carajos hace esto esta niña? ¡Aj! ¿Por qué no hace lo que quiere,

porque no busca hacer algo que la haga feliz?”. Este tipo de disertaciones le suspendían

el lenguaje. Le suspendían el actuar. “Parezco un animal…” pensaba Jonás; le fatigaba

pensar, y sin embargo escuchaba su voz replicada por todo el cuarto, negándole que

fuera un animal, afirmándole que era un animal, reprochándole que criticara a su

hermana, adorándole por hacerlo.

Si su hermana Ana estudiaba medicina no era porque precisamente le gustara, sino

porque se había autoimpuesto sacar adelante a su madre. No podía defraudarla, no podía

defraudar el deseo de su madre de verla estudiando la profesión más “segura”, más

“hermosa”, más “clásica”. En todo caso, si su hermana iba a estudiar medicina -como

sabía que sucedería-, se iría a estudiar a la capital, y él, seguramente, tendría que correr

con los gastos de vivienda, comida, etc… de ella. Le fastidiaba tener que hacer eso, no

porque no amara a su hermana, a quien seguramente amaba más que a nadie en el

planeta, sino porque lo haría únicamente por capricho de su madre. Ana podía estudiar

gastronomía, que era lo que la apasionaba, pero tendría que discutir largamente con su

madre para hacerle entender que eso la haría feliz. Seguramente, su madre no la

entendería. Su madre no lo aceptaría. Así, y aunque Ana siempre podía tomar la

decisión de irse, de repudiar el egoísmo de su madre y dejarla sola, Ana prefería

quedarse con ella. Prefería abrazarla, prefería que no se quedara sola, prefería

complacerla, con la ingenua idea, que algún día a ella también la complacerían de esa

manera. Sin embargo, pese a su amor, la realidad le mostraba su cara más compleja: la

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de la ironía, la de la mezquindad. Ana era una prostituta. Con ese salario, y con las

migajas de sus clientes, Ana pagaba la universidad de su hermano, su comida, su ropa,

su vivienda, y sostenía a su madre. La Ana amorosa, convertida en objeto de placer,

abundaba, pese a su trabajo, en más amor para con su madre, más amor para con su

hermano. Tenía que amarlos, porque para ella, el amor sería un deseo que solo se tiene

para con la familia. Para ella el amor, sería la palabra más complicada de pronunciar, la

menos útil y la menos compasiva.

Jonás se retractó de sus pensamientos. Si su hermana iba para la capital a estudiar

medicina, fuera por una u otra razón, había sido su decisión y él, ahora consciente de

ello, se la respetaría.

Afuera de su cuarto había un eco producido por muchas voces. Le fue imposible

ignorarlo.

Al salir del cuarto, se encontró con un sujeto que anestesiado por la dicha de las drogas

o por un complejo de identidad, se había pegado sobre su propio cuerpo las plumas y los

algodones que tenían las almohadas de su cuarto. La señora reconvino al inquilino

diciéndole que disminuyera el ruido. En nada le reconvino que se quisiera parecer a una

gallina, a un pavo, o una oveja.

Jonás no tenía ni la menor intención de seguir escuchando al hombre-oveja hablar

acerca del bien y del mal, de la calidad nefasta del agua, de lo improbable de una utopía

humana, pero si ciertamente habría que escoger entre el trombón desafinado del vecino

y la imagen simbólica del hombre gallo enfrente de él, ésta última ganaba.

Un poco de televisión tenía que mejorar el ambiente saturado por lo ruin, lo bajo, lo

instintivo, lo feo. Repasó los diversos canales y solo le generaron más repudio.

Consideraba que el pueblo, el país en el que vivía, estaba constituido por especímenes

brutos, monigotes, gorilas maniqueos llevados por pasiones bajas y ruines, llenos de

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estupidez y de malicia. Le aburría casi todo. Para dar una idea del hastío que sentía,

imagínese la imagen siguiente. Domingo en su cénit, algo así como una de la tarde, y

Jonás sobre su cama; un libro de Ambrose Bierce en la mano, una colección de Poe,

Borges y algunas películas de Fellini o Bergman en su estantería. Tomaba por destellos

la decisión irrevocable de hacer algo, entonces se paraba y miraba como qué hacer y de

repente nada hacía. La lectura, actividad que le producía fascinación, le era insuficiente

ahora. El malestar crecía, se ahondaba. Si alguien lo hubiera provocado, le habría

argumentado por qué ese alguien era un pusilánime, le habría colgado el yugo de los

fracasos del país, le habría maldecido.

Salió para la calle con una actitud resuelta a dejarlo todo, resuelto a beber a cántaros

alcohol puro, sugestionar a la gente acerca de que la vida es una ilusión, estorbar a los

presurosos, discutir con los altaneros, maldecir a los odiosos, y resolver todos los

problemas con una canción de Ray Barreto y un aguardiente “de mi tierra”; se encontró

en una calle desierta y al mirar la ausencia de carros gritó fuertemente queriendo sacarlo

todo afuera. A ese grito le respondió un pito que venía de atrás de él; una moto en

contravía le reconvenía el estar en la mitad de la calle.

Pronto, lo abandonó la idea de asesinar a la anciana, nunca más pensó en eso. Sentía por

ella misericordia, incluso complacencia.

-¡Jonitas!, ¿cómo vas? - le dijo un extraño que se cruzó por la calle al caminar sin

dirección.

-¡Qué más Hugo!, aquí, bien será – suspiró. El desconocido inmediatamente reconoció

en el gesto, incomodidad, insuficiencia.

-Si querés te invito a algo por aquí cerca y hablamos un rato- le dijo sonriendo su

amigo.

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Al llegar a la tienda, Jonás hizo un gesto de saludo. Conocía a todos los ahí presentes.

-¿Qué más de cosas viejo?- le preguntó Hugo.

-Pues viejo Hugo, ahí vamos. No es que tenga los mejores días de mi vida – miró a

través de un vidrio de la tienda a un mendigo pidiendo pan.- Al menos no estoy como

ese de ahí – dijo Jonás señalándole a Hugo el mendigo. Sacó de su costado un cigarrillo

lacerado por las incisiones de la punta de la esquina de su cama.

-Pues sí. Pero en medio de todo usted y yo somos privilegiados Jonitas. Imagínese la

situación de estos hombres. Cualquiera de ellos le cambiaría todas sus aflicciones –

señaló Hugo a Jonás – por un misérrimo bocado de pan…

-No, yo no niego eso -lo interpeló Jonás.- De cualquier forma todos tenemos nuestros

problemas ¿no?, el uno porque no consigue lo que quiere, el otro porque no sabe lo que

quiere, el otro porque no sabe, el otro porque sí, el otro porque no. Eso es de épocas

Hugito. Yo creo eso. En unos años serán otras mis inquietudes, otros mis pesares y mis

remordimientos. Al menos eso quiero pensar- rió Jonás a contraluz de una humareda de

cigarillo.

-Sí, es cierto Jonitas... ¿Y qué más de la vida? ¿Qué andás haciendo? ¿Tenés algo

pensado, algún proyecto, algo?

-No que yo sepa, la pregunta que me hago de forma recurrente es: ¿debería tenerlo?

-Pues no es que sea -dijo Hugo, como incomodado por la pregunta- una necesidad

humana insubsanable, pero... te da una especie de guía, creo yo.

-¿Por qué?

-Es como darle una directriz a tus actos. Si no lo hacés te vas a preguntar

indefinidamente las mismas cosas. Es como si tenés un problema, digamos lógico, y le

das solución. No lo anotás. De repente tenés una situación similar y se te ha olvidado el

problema que habías resuelto: te vas a desgastar solucionando nuevamente el problema,

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y entonces te vas a maldecir por no haberlo anotado. Al darle una directriz, o un orden, a

tus actos, evitás caer en incertidumbres que son ridículas, o que al menos así parecen

serlo; tenés un programa de actos y te proponés algo (lo que sea), y entonces le das un

propósito a tu vida.

-¿Pero por qué le tenés miedo al ocio?- le decía Jonás a Hugo, mientras miraba al

horizonte.

-Yo no le tengo miedo al ocio…

-Fresco, no te preocupés, es broma. No, yo te entiendo lo que me estás diciendo, pero

me parece que el hecho mismo de decidir cuál sería el “propósito de mi vida” es difícil

de decidir, precisamente, valga la redundancia. Yo me tomo las cosas con calma, no me

proyecto en el futuro, vivo ahora y según lo que me aparezca. Así, estoy menos

angustiado por esas cosas. Pero bueno, cada cual piensa como quiere… ¿Y vos qué,

cómo vas, qué estás haciendo Huguito?

-Soy disque inspector de policía- dijo Hugo con una sonrisa.

-¿Esos son los de las películas? ¿Los que resuelven crímenes y asesinatos?

-Algo así. Pero naturalmente sin tanta pompa. Las condiciones son mucho menos

deseables que en un cuento de Poe por ejemplo. A lo sumo dos de los inspectores están

en esta profesión por gusto a su labor; los demás lo requieren con urgencia. Los casos

son a veces triviales, que una pelea entre unos borrachos aquí, que un robo a un

supermercado allá, etc....

-Veo- se tomó las dos manos y como descargando una pequeña parte de ese peso que

sentía, se asinceró un poco con su amigo- Yo hubiera querido ser detective. Perseguir a

los criminales, a los asesinos; resolver los acertijos que un crimen tiene. Hubiera

querido perseguir a los malos, para poder asegurarme de que soy uno de los buenos.

Pero ya ves que soy un pinche estudiante de literatura… ¿vos hubieras querido ser

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ingeniero cierto? - Hugo no evitó la risa y el tambaleo de su cuerpo.

-En parte sí, pero estoy conforme con lo que tengo. No me quejo. Me pagan bien, estoy

ahorrando para comprarme una casa. Voy lento pero seguro. ¿Y vos?

-¿Yo qué? ¿No te acabo de decir que no estoy conforme?

-¿Y entonces que estás haciendo para cambiarlo?

-No he podido. Mi hermana me mantiene, y a mí me desprecian hasta los guardas de los

bares de mala muerte de la zona. No conseguiría un trabajo ni en mil años, sin antes

graduarme. Además, es un decir, yo siempre he querido ser literato.

-¡Entonces de qué te quejás, dejá de ser tan pendejo!

-Tenés razón. Pero a veces las cosas no son tan fáciles de solucionar, y menos, de

explicar.

-¿Qué cosas? – preguntó Hugo, quien había adoptado el papel de inquisidor.

-Pues todas, cualquier cosa. Te nombro un ejemplo que me perturba todo el tiempo.

Quiero mejorar. Quiero ser menos contestatario, menos iracundo e irascible. Me

apaciguo un tiempo. Hago las cosas con paciencia. Cago todos los días, ordeno el

cuarto, lavo la ropa, en una frase, hago todo lo que un hombre común y sensato haría.

En ese momento aparece el amigo fastidioso y te dice “qué, ¿te tomás un guarito con

nosotros?”; le decís que no únicamente porque estás cansado, porque querés descansar y

dormir un rato, etc… Entonces, tu amigo te responde “mirá como te has vuelto, parecés

un monje pendejo”. Te contenés. No le decís nada. No lo desaprobás. No querés gritarle

que es un maldito prejuicioso y un estúpido fanfarrón. Pensás entonces, que aunque no

se lo digás, lo estás pensando, y que por esa razón, no tiene ningún sentido ya, callarlo:

lo callabas porque querías ser paciente, no irascible, pero te demostraste que sos un

irascible, con el solo hecho de pensarlo. Tu mente te dice esas cosas. Repensás las

cosas, y creés que callás la maldición, para evitar un problema, para no tener que

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enfrascarte en una discusión que ahora no querés entablar, porque estás cansado. Pensás

entonces, que sos un utilitarista. Que hacés las cosas simplemente por conveniencia. “Es

un pensamiento egoísta”, te dice tu mente. “Es estúpido”, pensás vos. “¿Ves que

todavías sos un pobre irascible?”, te dice tu mente. Querés que tu mente se personifique,

para poder pegarle un puño, querés reprenderla, querés insultarla, pero te das cuenta,

que tu mente sos vos mismo. Eso plantea la idea de que o sos un loco, o efectivamente

existe otro ser dentro de vos. Ambas posibilidades te condenan a ser un loco. Estás

mamado de pensar, querés detenerte. Te acordás que tenés que trabajar, hacer tus tareas.

Te acordás que aunque las hagás te van a llamar mediocre por hacer lo que hacés, por

ser un estudiante de literatura, en la universidad más mala de la capital. Aparece tu

amigo, nuevamente, diciéndote que sos un gay. No te aguantás más los prejuicios y la

“inmadurez” de este sujeto. Lo mandás a la mierda. “¿Es que te las das de muy maduro,

viviendo a costa de tu hermana?”, te dice tu mente. No lo aguantás más. Tu mente es tu

más versátil opositor, conociendo de antemano lo que querés, para darte lo contrario.

Solo pasaron dos minutos durante la escena relatada.

-Definitvamente es así- dijo con soberbia Hugo.

-Listo. Entonces tenés ese problema con tu mente. El punto es que empezás a pensar

que es algo patológico, y por alguna extraña idea de locura, te complace saber que sos

un loco en medio de un mundo de cuerdos que viven como si alguien les diera pedal o

los manipulara. Pero ser un loco no te da de comer ¿no? Ser un loco te confina a ser

despreciado, a ser objeto de burlas, ser un loco te condena a ser clasificado con los

cobardes, con los “perdidos”. ¿Y qué se les da a los “perdidos”? Se les da

conmiseración, se les da lástima.

-Pero no seas tan fatalista. A mí me pasa lo mismo, o algo similar, y yo me pongo a

pensar, “¿no será que esto es parte de lo que yo tengo que vivir?”, “¿no será que...?

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-Sí, pero por qué no se puede...

-Esperate termino. Dejame terminar. “¿No será que en realidad así somos los seres

humanos, llenos de estas constantes contradicciones?”, pienso para mí. Ahí es cuando

me abandono a la idea de que es lógico, o quizá no lógico, pero sí natural, hasta

armonioso, que esto suceda. ¿Y sabés una cosa? Tan pronto pienso eso y continúo con

otro tipo de oficios, se me olvidan este tipo de cosas.

Jonás tenía la mano derecha puesta sobre su boca, tenía también una expresión clásica

de asentir, que Hugo interpretaba como un voto a su favor. Tenían en la mesa unas

bebidas que estaban a medio camino; tomaron sus bebidas, y se hacía tarde. No era un

lugar muy seguro para estar de noche. O tal vez sí lo fuera, pero daba la impresión de

que no. Jonás se convenció de que no existía violencia en ese lugar.

-Una preguntica Jonitas: ¿no es peligroso por la noche por acá? -La pregunta incomodó

al extremo a Jonás. No sabía que responderle; urdía un argumento para falsear la

realidad, y al mismo tiempo se molestaba de esa necesidad de adjudicarle a un espacio

el calificativo de violento.

-Pues Huguito....La verdad no sé.

-¿Pero no vivís pues acá?

-Pues es que, ¿qué es que sea violento este lugar?

-¿Cómo así? Que saliendo de este lugar, aparezcan unos sujetos y me pidan que me

“baje de todo lo que tenga”, que yo me rehúse y que entonces me maten. Luego que se

vayan y en la siguiente esquina repitan el mismo episodio, con el pleno consentimiento

y la mirada cómplice de la comunidad.- Hugo también sentía malestar de qué le hicieran

ese tipo de preguntas, porque sentía que le preguntaban algo que él conjeturaba

evidente.

-Ay yo no sé eso viejo -decía mientras se dibujaba en su rostro una especie de rictus de

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odio-. Andate a cualquier esquina de la ciudad y te pasa lo mismo. Eso es muy relativo

Hugo. Yo creo que nos llenamos de una cantidad de pendejadas que cohíben nuestros

actos; no es que sea peligroso o no, el punto es que el estigma de lo peligroso pesa de

forma desigual sobre unos y otros lugares...

-Pero no podés negar los hechos. Los altos índices de violencia son incuestionables en

unos lugares. A menos que dudes de la validez de las cifras, estás condenado a admitir

que unos lugares tienden a ser más violentos que otros, ¿no creés?

-Puede ser.

El diálogo se extendía y Jonás (recapacitando) no veía apropiado ser ciego ante la

apreciación hecha por Hugo.

-Huguito, creo que es mejor que te vayás. Tenés razón. Evitémonos problemas.

Se bifurcaron los caminos de los dos amigos de antaño. Llegaron a sus respectivos

lugares.

Lo esperaban su madre y su hermana. Vaya sorpresa que se llevaba Jonás al verlas ahí, y

él sin haber preparado nada para decirles, indefenso.

-¡Jonitas!- exclamó la hermana de Jonás. -Tiempo sin verte mi hermanito querido.

Jonás se dejó abrazar, no oponiendo resistencia, pero tampoco siendo muy caluroso en

su abrazo.

-Cierto hemanita. ¿Cómo estás?- le dijo mientras le acariciaba el rostro, y la abrazaba

ahora con mayor nostalgia. Al tiempo que sucedía esto, la madre se acercaba y con un

gesto de felicidad y llanto veía a los dos hermanos como por el retrovisor de un carro.

Esperaba el saludo de su hijo con ansia; sin embargo, no se unía al festejo de los

hermanos, aislándose por su indecisión. Jonás vio a su madre y no pudo evitar saludarla

con amor y una sonrisa en los labios. Durante todo ese tiempo, se preguntaba

insistentemente si era un hipócrita. Se preguntaba si la sonrisa que mostraba era un

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molde de colección o si verdaderamente tenía la vivacidad y el amor suficientes para

blandirla.

-Te extrañamos hijo. Vinimos a visitarte, ¿no ha sido inapropiada nuestra visita cierto?

-De ninguna forma, madre. Vengan les muestro la alcoba, se van a llevar tremenda

sorpresa.

-Me imagino todo en desorden- dijo su hermana con espontaneidad y entre chanzas.

-Bien haces.

Jonás se disculpó por el desorden, y su madre naturalmente le redactó oralmente una

síntesis de los argumentos más plausibles de porqué debía permanecer su cuarto aseado.

Jonás asentía a todo, con la característica habitual: la respiración pesada y un ademán

recurrente de evasión en sus manos y en sus ojos. La situación importante radicaba en

que habrían de conseguirle a su hermana un lugar para vivir. Habrían de vivir juntos los

dos. Al pensar en esto, Jonás sintió un golpe en la cara de una precisión inmejorable. De

cualquier forma calmó su ímpetu y cedió a la fatigosa búsqueda.

Les cedió su espacio a sus parientes y se ubicó en un rincón del cuarto con una sábana,

reclamando como único objeto intransferible la almohada de su cama. Se durmieron, y

pese a que su madre y su hermana hablaban de frente con Dios en sueños, Jonás

permanecía noctámbulo. El aire de lo fatal lo permeaba a cada compás del reloj; por fin

logró dormir, solo para entrar en un mundo más extraño que el que conocía. Caras

mayúsculas y una multitud que lo rodeaba con un pulgar pesado sobre sus pómulos.

Máscaras y caras que simultáneamente se intercambiaban. Insectos con formas humanas

que se acercaban, ya para ver la cavidad de sus ojos, o lo esbelto de su nariz. Tenía un

sueño que siempre se le presentaba como antítesis de la paz, de la tranquilidad.

En dicho sueño recaía sobre él una acusación. Era acusado de violar a una mujer. No

recordaba todos los sucesos, pero no dudaba que era inocente. En su presunción de

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inocencia se había impuesto la tarea de perseguir cada ademán, cada guiño, cada rictus

del rostro de su acusadora para revelar su engaño. En el estrado de acusación en el que

se encontraba, la acusadora esgrimía los argumentos más veraces jamás vistos. La

mirada de los ahí concurrentes era de rechazo al acusado; Jonás sentía que lo veían

como a un pervertido. En una imagen fugaz recordó lo sucedido. Tenía la posibilidad de

decirlo todo, tenía la posibilidad de maldecir a aquella impostora que lo quería ver

destruido, apocado, vuelto a menos. Se paró. El público se silenció expectante de sus

palabras. Empezó a enunciar los recuerdos que reivindicaban su inocencia; la gente se

reía burlonamente en el fondo. Jonás se acaloraba más y más, y más gritaba. Gritaba con

una fuerza tal, que sudaba sin medida. Empezaba a comprender que sus palabras no

lograban salir de su boca con potencia. Solo se oía un susurro de voz. La voz que se

escucha cuando uno habla en voz baja, pero sin el volumen siquiera de ese tono de voz.

La palabra se le quedaba atorada en la indescifrable estancia, de donde salía

normalmente en cualquier ser humano.

La hermana de Jonás contemplaba los movimientos dramáticos de su hermano; ella,

recostada de lado lo veía en una lucha desigual con un ser que no podía ver y sin

embargo sí podía blandirle una espada y acuchillarle la espalda. Lo veía con

misericordia y un poco de dolor. Jonás se despertó sudando y con fuerza. Se sentó sobre

su lugar y vió a su hermana que lo veía con una mirada angelical.

-¿Desde hace cuánto tienes eso Jonis?-le preguntó su hermana.

-No sé. ¿Tres años tal vez?

-Hay algo mal Jonis. Tú sabes que es así. ¿Qué anda mal hermanito?

-Nada. La comida debe haber sido.

-Jonás.

-No sé hermanita. No sé qué es lo que me pasa. No sé qué es lo que me oprime.

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-Tú sabes en quien puedes confiar.

-¿En quién? ¿En mi cepillo de dientes? – dijo con sarcasmo Jonás.

-¡Jonás! ¡No! Estoy hablando de Dios. Estoy hablando del remanso de amor.

La hermana de Jonás se paró con el evidente deseo de leerle la sagrada escritura. Jonás

comprendió el deseo y al preverlo la interceptó.

-Ni lo sueñes.

-¿Qué pasa? ¿Acaso te va a hacer algún daño? No tiene problema. Mientras descansas

yo leo para los dos. No tiene nada de malo, al contrario...

-Bueno pues. Dale.

Ana se puso a buscar un pasaje que pudiera calmar a su hermano. Le apostó al azar.

Abrió la Biblia en un pasaje cualquiera, que convino en leer. “Aquellos hombres

sintieron un gran temor y le dijeron:

“-¿Por qué has hecho esto?

“Pues ellos supieron que huía de la presencia de Jehová por lo que él les había contado.

“Como el mar se embravecía cada vez más, le preguntaron:

“-¿Qué haremos contigo para que el mar se nos aquiete?

“Él le respondió:

“-Tomadme y echadme al mar, y el mar se os aquietará, pues sé que por mi causa os ha

sobrevenido esta gran tempestad”.

Jonás empezaba a dormirse con naturalidad. La hermana de Jonás por supuesto no había

parado de leer la escritura, esperando que su hermano se durmiera. Ella continuó

leyendo hasta que el alba apareció con sus destellos radiantes preciosos. Se durmió. Al

instante, su madre se levantó. Se fue a servir algo de comer, con esa acción instintiva de

las madres, pese que aquí no había cocina. Jonás se despertó al poco tiempo y acusó

tener que hacer una diligencia, por la cual se retiró rápidamente de su estancia después

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de haber besado a su madre.

Jonás se fue para la tienda. Necesitaba darse un pasón por ahí. La necesidad que en

realidad le convocaba a aquel lugar, era la de respirar un aire diferente, la de tomarse

una gaseosa y comerse un pandebono caliente. Se dirigía a la tienda, como sintiendo un

alivio prometedor en su corazón. Lo interceptó un sujeto al que Jonás había visto en

ocasiones anteriores haciendo cosas indebidas. El sujeto le pidió las cosas.

-No tengo nada, mano -dijo con firmeza Jonás. No tenía ni un ápice de miedo.

-Le digo que me de lo que tiene viejito. No quiera verse en un atáud.

El tipo no aparentaba para nada la profesión de ladrón. Jonás reflexionó sobre eso.

¿Cuál debía ser la apariencia de un ladrón? ¿Por qué?

-En serio no tengo nada. Mire si quiere -. El ladrón buscó, dándose efectiva cuenta de

que su víctima no tenía nada. El ladrón lo dejó. Jonás siguió caminando hacia la

panadería solo que esta vez se rehusó a olvidarse de la cara, la fisionomía, la vestimenta,

el arma, de su agresor; lo seguía con la mirada al caminar. El semáforo estaba en rojo.

Jonás cruzó y recibió el impacto de un camión de tracción de por lo menos cuatro litros

de cilindraje. El camión llevaba atunes y parecía una ballena, de lo colosal. La herida no

era absolutamente mortal. El conductor se escapó rápidamente de la escena… nadie

reparó en perseguirlo, sino que todos acudieron a donde estaba Jonás. Jonás miraba con

complacencia el cielo. La hemorragia le desvanecía la vida y él lo sabía. Mientras la

ambulancia llegaba, Jonás simulaba detener la hemorragia, cuando en realidad la dejaba

fluir. Llegó la ambulancia y se llevó a Jonás.