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4/1454 10 cop. Colo y Descolo Del territorio al Estado-nación: el caso de la AOF 1 Catherine Coquery- Vidrovitch Universidad de París VII – Denis Diderot / CNRS* Participar en la apertura de este coloquio es para mí, historiadora francesa, un honor para nada pequeño, y así lo valoro. Vamos a abordar aquí un tema esencial, pero también candente y doloroso, o que fue así para muchos de ustedes, de nosotros. Para los historiadores que somos, no se trata realmente de conmemoración, en el sentido común y sobre todo festivo del término. Eso sería evidentemente impropio. Se trata de entender la palabra en su sentido histórico, aquél de un lugar de memoria –para tomar la expresión propuesta por el historiador Pierre Nora-; es un lugar, es un nombre, es una palabra fuerte de sentidos múltiples, que por lo tanto amerita ser explorada. Nosotros la abordaremos como historiadores del tiempo presente, es decir, como investigadores que han elegido interrogar la historia para comprender mejor la época en la que vivimos: analizar nuestras herencias, desenredar los orígenes complejos y difíciles de los nudos sociales, políticos y económicos actuales, y comprender en qué medida podemos, con nuestras débiles fuerzas, dentro de la brevedad del tiempo corto que nos es impartido, incluso dentro de la coyuntura de la duración promedio de una vida, influir sobre la larga duración de la historia. Se trata entonces de una historia por un lado militante –dentro de su voluntad de comprender y servir al mundo actual-, pero, evidentemente, siempre y sobre todo, de una historia rigurosa y lúcida, es decir, científica. Objetivo normal de los historiadores, legítimo, necesario, pero objetivo eminentemente difícil, particularmente en la historia contemporánea, inmediata. Esta dificultad no nos da miedo, estamos todos aquí para demostrarlo, si eso es necesario. Siendo todos los que estamos aquí diferentes, africanos y europeos, francófonos y franceses, anglófonos y germanófonos, también norteamericanos, jóvenes y viejos, es 1 *“Du territoire a l’État-nation: le cas de la AOF”. En: AOF: esquisse d’une intégration africaine, Commémoration du centenaire de la création de la AOF, 1895-1995, Volume de Communications, Dakar, Coloquio16-23 junio 1995, pp. 9-11. Nota de los editores: hemos conservado en este texto –que sirvió de introducción al Coloquio- su estilo personal y su carácter de clase magistral circunstancial. Ha sido publicado 1/10

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4/1454 10 cop. Colo y Descolo

Del territorio al Estado-nación: el caso de la AOF1

Catherine Coquery- Vidrovitch

Universidad de París VII – Denis Diderot / CNRS*

Participar en la apertura de este coloquio es para mí, historiadora francesa, un honor

para nada pequeño, y así lo valoro. Vamos a abordar aquí un tema esencial, pero

también candente y doloroso, o que fue así para muchos de ustedes, de nosotros.

Para los historiadores que somos, no se trata realmente de conmemoración, en el sentido

común y sobre todo festivo del término. Eso sería evidentemente impropio. Se trata de

entender la palabra en su sentido histórico, aquél de un lugar de memoria –para tomar la

expresión propuesta por el historiador Pierre Nora-; es un lugar, es un nombre, es una

palabra fuerte de sentidos múltiples, que por lo tanto amerita ser explorada. Nosotros la

abordaremos como historiadores del tiempo presente, es decir, como investigadores que

han elegido interrogar la historia para comprender mejor la época en la que vivimos:

analizar nuestras herencias, desenredar los orígenes complejos y difíciles de los nudos

sociales, políticos y económicos actuales, y comprender en qué medida podemos, con

nuestras débiles fuerzas, dentro de la brevedad del tiempo corto que nos es impartido,

incluso dentro de la coyuntura de la duración promedio de una vida, influir sobre la

larga duración de la historia.

Se trata entonces de una historia por un lado militante –dentro de su voluntad de

comprender y servir al mundo actual-, pero, evidentemente, siempre y sobre todo, de

una historia rigurosa y lúcida, es decir, científica. Objetivo normal de los historiadores,

legítimo, necesario, pero objetivo eminentemente difícil, particularmente en la historia

contemporánea, inmediata. Esta dificultad no nos da miedo, estamos todos aquí para

demostrarlo, si eso es necesario.

Siendo todos los que estamos aquí diferentes, africanos y europeos, francófonos y

franceses, anglófonos y germanófonos, también norteamericanos, jóvenes y viejos, es 1 *“Du territoire a l’État-nation: le cas de la AOF”. En: AOF: esquisse d’une intégration africaine,

Commémoration du centenaire de la création de la AOF, 1895-1995, Volume de Communications, Dakar, Coloquio16-23 junio 1995, pp. 9-11. � Nota de los editores: hemos conservado en este texto –que sirvió de introducción al Coloquio- su estilo personal y su carácter de clase magistral circunstancial. Ha sido publicado

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decir, aquéllos que fuimos colonizados y colonizadores, y aquéllos que no lo han sido,

sobre todo para aquéllos que, nacidos después de las independencias, esta primera parte

del siglo XX se ha convertido realmente en historia.

Mi oportunidad, en esta historia, una de las razones sin duda por las que yo me animé a

introducir los debates, es que yo me sitúo en la bisagra: mi infancia se desarrolló en un

mundo de colonización brutal y, en Francia, en un verdadero contexto de guerra civil –

para tomar la expresión del historiador Henry Rousso- ya que, durante la Segunda

Guerra Mundial y bajo el régimen de Vichy, yo era parte de un grupo clandestino de

rebeldes oprimidos, lo cual, en definitiva, fue positivo, con la condición, claro, de haber

escapado de la muerte. Mi adolescencia continuó el ritmo de las guerras de liberación

nacional y de las descolonizaciones y, mujer joven, vi de cerca la guerra de Argelia, ya

que mi marido, como la mayoría de los jóvenes franceses de la época, como los jóvenes

senegaleses de las Cuatro Comunas, fue llamado a cumplir allí con el servicio militar, y

con él ahí mismo me pude reunir en el verano de 1960 para el nacimiento de mi primera

hija. Fue en ese lugar donde yo me encontré directamente enfrentada a la lucha colonial,

a la fuerza y a la esperanza que se desenvolvía entonces en el pueblo argelino. Fue en

ese momento que decidí mi objeto de estudio. Pero yo comencé mi carrera de africanista

con las independencias; esto no es anodino, a pesar de que me haya convertido desde

esos tiempos relativamente lejanos en un “ancestro vivo”, así como -no sin humor-

recientemente me designaran en Estados Unidos durante un coloquio que buscaba

repensar, es decir, en primer lugar, “deconstruir” la historiografía africanista. Es que,

como los otros, yo tengo un punto de vista connotado por mi tiempo.

Así somos todos acá. De allí la riqueza y las promesas de nuestra mirada. Se trata de

una mirada múltiple y entrecruzada. Es este entrecruzamiento, aquí magníficamente

organizado, que debemos honrar antes que nada; ya que todo historiador lo sabe bien, la

historia no hace más que verificar los hechos desde las fuentes; y raramente un sujeto de

la historia contemporánea no se predispone mejor a esta verificación de los hechos que

a aquéllos de la herencia de la pareja dominados/ dominadores.

Una diferencia mayor opone, en apariencia, el punto de vista de los africanos y el de los

europeos; yo no les voy a esconder que, en Francia, el anuncio de este coloquio fue

tomado con cierta sorpresa, que surgieron ciertas sonrisas un poco condescendientes:

¿Por qué nuestros colegas senegaleses –decían ellos- conmemoran una historia

francesa? Este malentendido es revelador. Pues la historia africana y la historia francesa

no coinciden. Para los franceses, la colonización fue un episodio –visto de diferentes

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maneras- , pero en todos los casos un período abierto y después cerrado a la manera de

un paréntesis; es, como lo hacemos para designar los fondos de archivos

correspondientes, aquello que terminó en 1958 y que por esta razón lo llamamos un

fondo muerto, una historia muerta, terminada; una historia, por otro lado, que nadie

quiere revivir, porque esta aventura reciente está todavía en carne viva: mala conciencia,

por una parte, del sollozo del hombre blanco, por el otro, renovación a veces inquietante

del mito nacionalista de la epopeya colonial de antaño; todo esto inquieta, y de eso

tenemos miedo, no queremos hablar de ello.

Pero, para los africanos, esto es diferente. Esta historia no está muerta, en absoluto

(aunque verdaderamente no murió tampoco para los franceses, pero esto es otra

historia). En África, en el África occidental francófona, en Senegal, la historia del

período colonial, aquélla de algunos de los que están aquí, aquélla de sus padres, de sus

abuelos y a veces tan lejana pero a la vez tan cercana, terriblemente viva, e

insuficientemente conocida porque, por razones comprensibles, ella también fue,

durante cerca de una generación, una historia casi tabú. Ahora estamos acá para afirmar

alto y fuerte que este tabú no es más admisible. Al contrario, durante este período

seguramente doloroso, traumático, se produjeron mutaciones, procesos, mediaciones

sociales, culturales, políticas absolutamente irreversibles, que condicionan en gran

medida al presente y que deben entonces –imperativamente- ser estudiados y

comprendidos. Nosotros estamos aquí para hacerlo.

El tiempo pasa rápido por lo que me remitiré a las grandes líneas de mi exposición. Su

objetivo es subrayar cuánto de la historia de la Federación de la AOF2 fue, de cara a las

historias nacionales, ambivalente.

La AOF propone, cierto, una versión de integración territorial. Pero este propósito de

integración resultó falseado desde su base -como lo demostró Pierre Godinec en su

exposición- por un vicio de origen: el de la artificialidad combinada con autoritarismo.

Sin embargo, ni el costado artificial, ni el aspecto autoritario eran en sí mismos

obstáculos infranqueables. Todos los Estados del mundo fueron construidos, en un

momento u otro de su historia, de un modo a la vez autoritario y artificial. Cada uno de

los actuales Estados independientes del África negra fue lo mismo que la Federación, a

la cual ellos sucedieron.

2 N.T: África Occidental francesa.

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Lo que es más serio, es que ni un Estado, ni una federación, y mucho menos una

integración, se deciden por “el hecho del príncipe”. Se necesita de la adhesión de la

nación, de las naciones. Esto requiere su tiempo, mucho tiempo: la intervención del

historiador se revela aquí irremplazable, porque el análisis del día a día ignora o

descuida el factor tiempo, por lo que se revela incapaz de dar cuenta del problema

expuesto3. La imposición de la Federación de la AOF contenía en germen, desde el

inicio, la implosión del proyecto. La balcanización de la AOF no fue decidida en 1958.

Ella estaba inscripta en el origen mismo de la federación.

En efecto, quien dice Federación, quien dice integración, dice integración de

Estados hechos, adultos, constituidos. Paradójicamente, se constata que la Federación

ha contribuido mucho más a la constitución de Estados nacionales distintos que a su

fusión. ¿Por qué? Porque la integración no es posible sino a partir de la adhesión de un

conjunto de Estados-naciones adultos. Entonces el Estado-nación resulta él mismo de

una triple combinatoria:

- aquélla que se refiere a la construcción del Estado;

- aquélla que se refiere a la constitución de una nación, es decir de un pueblo,

de una parte de un pueblo o de una cohabitación de pueblos que

históricamente llegaron a tener una conciencia identitaria común;

- finalmente, aquélla que se refiere a una elección política común, que asegura

la adecuación entre el Estado y la nación en un sistema aceptado por el

conjunto, es decir, grosso modo, democrático: es el contrato social tal como

fue definido por Jean-Jacques Rousseau.

Esta elaboración de Estados-naciones se produjo lentamente en Occidente,

desde el fin de la Edad Media y sobre todo desde comienzo del siglo XIX. Esta

elaboración se forjó a lo largo de siglos, a menudo con furor y sangre. En su conjunto -

salvo excepciones no menores como en la ex Yugoslavia- se alcanzó el equilibrio

relativamente temprano, por lo menos en Europa occidental si se exceptúa también a

Irlanda. En África, al contrario, los tiempos de la construcción del Estado, de la

elaboración de la nación y aquél de la elección política nacional no fueron sincrónicos.

Estas contradicciones multiplicaron los riesgos de golpes y de crisis. Porque, a cada

momento, lo pueblos viven en el presente esa inadecuación fundamental: el tiempo

3 Las implicaciones de esta afirmación son desarrolladas en un artículo reciente: “De la Nation en Afrique noire” (Coquery- Vidrovitch 1995).

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vivido fue hecho de esta superposición de tiempos inadaptados, que hace falta analizar

uno después del otro con el fin de desenredar las interferencias y las contradicciones.

El tiempo del Estado

La construcción nacional en África fue quebrantada en sus comienzos por lo

menos dos veces: por la intervención brutal de operaciones de conquista precoloniales y

después coloniales, que pretendían cada vez construir nuevos Estados contradiciendo el

esfuerzo anterior. Éste fue el caso en África occidental, como lo recordó Abdoulaye

Bathily: en el siglo XIX, la conquista y la constitución de teocracias militares

autocráticas trastocaron el orden anterior. Ahora bien, estas nuevas construcciones

políticas, de apenas medio siglo, se vieron quebradas por la intervención colonial, que

impuso una nueva generación de Estados coloniales.

El tiempo del Estado ha sido entonces despedazado, revuelto, sometido a una

sucesión de incoherencias. Los Estados de conquista del siglo XIX han jugado en parte

un rol de transición porque fueron construidos por gente que estaba relativamente

influida por los imperativos occidentales, pero sobre todo por los contactos económicos

internacionales que se hacían cada vez más apremiantes. Pero la geopolítica colonial

impuso reglas de un orden totalmente diferente, dado que al final del siglo XIX las

fronteras coloniales fueron definitivamente adoptadas; por más que uno lo quisiera o no,

la historia de los Estados por venir había comenzado. Esa historia se inició precisamente

con la imposición de las líneas de frontera cuyo mismo concepto era ignorado antes por

los pueblos o fragmentos de pueblos cercados y partidos de este modo. Estas fronteras

fueron legitimadas en la Conferencia internacional de Berlín (1884-1885) y

minuciosamente revisadas y corregidas por las autoridades francesas a lo largo de todo

el período colonial. De estos territorios se derivan los Estados modernos y las naciones

emergieron a su alrededor: porque estas líneas de división fueron reconocidas, se vieron

reforzadas por los Estados devenidos independientes en la carta fundadora de la OUA

(Organización de la Unidad Africana) en 1963.

Así, el objeto explícito de la colonización de constituir espacios territoriales

sobre el modelo elaborado a lo largo de siglos en Europa -como si la evolución africana

anterior no hubiese existido- fue confirmada por el Estado poscolonial: amalgama

cultural extraordinaria y que ya no puede borrarse del mapa sobre el cual, sin embargo,

los diplomáticos dibujaron sus fronteras sólo un siglo antes. Pero, después de todo, el

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Estado alemán y el Estado italiano no fueron definidos sino hasta 1870, y en especial

varios Estados de la Europa central son todavía más jóvenes, no sólo de la primera, sino

también de la Segunda Guerra Mundial.

La noción de “Estado colonial” es una aberración jurídica, ya que estos

territorios, dependientes, eran privados de toda iniciativa política: en las Federaciones

francesas, no solamente los gobernadores locales, inclusive el gobernador general de la

Federación ejercía su poder por delegación del ministro francés de las colonias. Fue

entonces que intervino el autoritarismo evocado precedentemente, autoritarismo del

gobernador general, pero también de cada uno de los gobernadores y, por debajo de

ellos, de los administradores, que eran llamados “comandantes” o “jefes blancos”. Este

autoritarismo, inventado de manera diferente cada vez, permite aún hoy diferenciar casi

a primera vista los Estados francófonos de los Estados herederos de la colonización

británica, belga o portuguesa, a pesar de los objetivos y de los métodos en gran medida

idénticos de las diferentes potencias coloniales. Permite también, más finamente,

diferenciar cada Estado nacido de cada uno de los territorios.

¿Por qué? Porque cada una de las colonias ha hecho de sus pueblos una síntesis

diferente. Y de esas síntesis diferentes nacieron naciones distintas.

La construcción nacional

La nación resulta, entonces, del hábito de vivir juntos en el mismo territorio, encerrados

en las mismas fronteras y sometidos a las mismas autoridades, aunque esta costumbre se

derive de una limitación original. Desde el principio de la era colonial, se fue forjando

una unidad que, si bien al inicio fue sólo administrativa, progresivamente se convirtió

en unidad política, evidenciada en una cultura común entrecruzada con una cultura

metropolitana. Esta evolución ha marcado varias generaciones. Hemos hablado mucho

sobre la “balcanización” de la vieja AOF al final del episodio abortado de la Comunidad

(1958- 1960) ¿Esto era inevitable? ¿Era indispensable? La verdad es que la geopolítica

colonial lo llevaba en su seno. El ejemplo más sorprendente es el del Alto Volta

(Burkina Faso): su supresión entre 1933 y 1947 (por voluntad de las autoridades

francesas que distribuyeron las partes de este territorio entre las tres colonias vecinas)

no fue sin embargo suficiente para excluir del mapa un Estado que había sido creado

por los militares apenas algunos decenios antes a partir de “pedazos” separados. Una de

las razones de esta voluntad nacional es que, desde el principio del siglo XIX, el

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concepto occidental de Estado-nación fue interiorizado por los intelectuales acriollados,

ya fueran los fanti de Ghana, los yoruba y los ibo de Nigeria, o los créoles de Senegal.

Estos “créoles”, es decir los frutos de una cultura mixta antiguamente enraizada, fueron

excelentes agentes de difusión de la ideología del Estado-nación. Los senegaleses

naturalizados de las Cuatro Comunas fueron vectores poderosos desde la segunda mitad

del siglo XIX. Fueron las élites de aquel tiempo que, lado a lado con los etnógrafos

coloniales, inventaron el dualismo tradición/modernidad4.

Si las naciones no hubieran existido aunque más no sea un poco como resultado de la

voluntad misma de los colonizados, no entenderíamos por qué los Estados miembros de

la OUA, es decir los hombres de la independencia, decidieron no poner en discusión las

fronteras impuestas menos de un siglo antes. No fue por oportunismo político. Fue

simplemente porque ellos creían en esas fronteras.

La nación se construye por su vida política

Todo esto comenzó mucho antes del fin de la fase colonial, desde el inicio del siglo a

pesar y por causa del autoritarismo metropolitano, en una cierta medida. Porque antes

de la Segunda Guerra Mundial el poder colonial era una dictadura; la unidad de los

colonizados fue forjada entonces dentro de la resistencia a la opresión, hecha a la vez

de rebeliones populares y luchas reivindicativas de las élites: vean el caso ejemplar del

África del Sur, tan bien comentado aquí mismo por Crawford Young, en donde una

nación reivindica su unidad fundamental (si uno pone aparte el regionalismo zulú),

negros y blancos reunidos, aunque fue construida en el odio, ante las ansias de poder del

Estado preexistente que pretendía esclavizar y dividir en territorios distintos a los

africanos.

Después de la Segunda Guerra Mundial –con la ayuda de la Carta del Atlántico y la

Carta de las Naciones Unidas, además de algunas buenas guerras de liberación nacional-

, se hace necesario reconocer a los pueblos africanos el derecho de disponer de sí

mismos: de ahí la organización en el seno de la Federación francesa, durante los años

’50, de asambleas elegidas tempranamente por sufragio universal, que abrieron el

camino a una verdadera vida política. Entonces, durante un breve pero decisivo período,

entre 1951 y 1958, los sindicatos forjaron sus militantes, las personalidades políticas

4 Sobre este tema ver Davidson (1992).

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africanas se multiplicaron, las elecciones jugaron su rol y las reivindicaciones políticas

nacionales se enraizaron dentro de lo que hoy llamamos los “territorios”. Sékou Touré,

Houphouët-Boigny, Mamadou Dia y Léopold Sedar Senghor, y también Léon Mba de

Gabón y Fulbert Youlou del Congo, fueron hombres políticos en el pleno sentido del

término. El despojo de las oficinas electorales demostró que estos militantes habían

ganado campañas precisas, en las que los votos estaban lejos de ser “étnicos” o

“tribales”, pero sí políticos y nacionales. La historiadora Florence Bernault (1996) lo

pudo demostrar recientemente con los casos de Gabón y el Congo. Esos años en donde

se sucedieron numerosas elecciones, fueron años de aprendizaje, pero la libertad se

aprende de manera rápida… Hubo, en aquel momento, una adecuación entre la

constitución del Estado y la formación de la nación.

Sin embargo, el momento fue breve. Después de la independencia, los viejos

parlamentarios se convirtieron en jefes de Estado que quisieron acelerar el proceso de

una manera artificial y proclamaron que el tiempo del Estado era el tiempo necesario

para construir la !ación. Este fue el objetivo proclamado del partido único. Ahora bien:

identificar el Estado con la nación significaba negar la segunda en beneficio del

primero. Este concepto de Estado omnipotente demostraba que no era suficiente dotar a

los países de constituciones formales inspiradas en el modelo europeo para crear la

democracia. El régimen presidencial hizo estragos. Muchos de los viejos militantes se

convirtieron en déspotas implacables. Los golpes de Estado aceleraron el pasaje a la

dictadura que volvió con toda prisa, el divorcio entre el tiempo del Estado y el tiempo

de la nación se hizo evidente.

Dicho de otra manera, el primer período de la independencia se transformó en una fase

de regresión política que permitió una serie de derivaciones totalitarias, civiles o

militares.

Es por eso que el actual período de búsqueda de democratización a través de una previa

etapa de multipartidismo reviste una importancia capital. Es por eso que este período

constituye, después de una fase de lenta maduración, la eclosión definitiva de una toma

de conciencia nacional, a través de la voluntad de cambio político. Es la apertura de eso

que se ha dado en llamar sociedad civil.

La evolución fue, ciertamente, más lenta de lo que uno hubiese querido. Pero fue

normal e inteligible. Sin duda había que pasar por la etapa del Estado-nación para

pensar una integración que no fuera ni el bosquejo ni la caricatura, o al menos un sobre

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sin contenido, porque una estructura administrativa o política no es nada si no consigue

la adhesión de los pueblos.

Pero esto no fue lo que pasó en la Federación de la AOF. Ella está hoy, y no ayer, en vía

de construirse. La fase todavía actual de nacionalismo exacerbado está lejos de ser

satisfactoria. Pero sin duda era inevitable. En todos los casos, es el resultado de los

procesos “aofianos”5 más que su negación. Sólo los Estados-nación democráticos

pueden aceptar efectivamente, de común acuerdo y con toda la libertad, desarticularse

para el interés común de algunas de sus prerrogativas de soberanía. Esto no es anodino,

e implica un verdadero contrato tanto social como político que no exige uniformidad,

pero sí de todas formas la tolerancia recíproca que implica una ciudadanía bien vivida

por cada uno de los individuos y las naciones concernientes. Esto, por lo tanto, no puede

ser ni simple ni rápido.

Hoy, la constitución de Estados-nación nacidos de la antigua Federación

francesa se muestra irreversible. ¿Uno debe afligirse por eso o regocijarse? Esto es un

falso problema: no rehacemos la historia. La cuestión actual de la integración está más

cerca del problema similar de la construcción de Europa que de la vieja Federación,

porque se refiere a una construcción real y no impuesta. Como para Europa, más allá de

los Estados-nación, la solución final - ¿pero cuándo? – debería ser aquélla de las

Federaciones capaces de sobrepasar los antagonismos nacionales, lingüísticos y étnicos

poniendo el poder del Estado por encima de autonomías locales fuertes, susceptibles de

restaurar la voz de los pueblos. Esto implica rechazar una visión demasiado romántica

de un pasado que hoy de todas formas es un pasado obsoleto, de no condenar sin

derecho a apelación a los Estados-nación actuales y de no hacerse ilusiones acerca de la

posibilidad de una solución federalista en el corto plazo. En definitiva, se hace necesario

sobre todo constatar la “normalidad” de la historia de las naciones africanas de cara al

resto del mundo, y en particular a Europa6.

5 N.T: “aofien” en el original. Se refiere a los procesos propios de aquellos territorios que fueron parte de la AOF. 6 Ver Hobsbawm (1992).

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Bibliografía

Bernault, Florence. 1996. Démocraties ambiguës en Afrique centrale, Paris, Karthala.

Coquery- Vidrovitch, Catherine. 1995. “De la Nation en Afrique Noire”, Le Débat, 84:

72- 93.

Davidson, Basil. 1992. The Black Man’s Burden. Africa and the curse of the !ation-

State, London, James Currey.

Hobsbawm, Eric. 1992. !ations et nationalisms depuis 1780, Paris, Gallimard.

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