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Rostros de la lectura

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Leer para lograr en grande

colección letras

c r í t i ca

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Rostros de la lecturaMarco Aurelio Chavezmaya

ilustraciones: Rocío Solís Cuevas

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Eruviel Ávila Villegas Gobernador Constitucional

Raymundo E. Martínez Carbajal Secretario de Educación

Consejo Editorial: Efrén Rojas Dávila, Raymundo E. Martínez Carbajal, Erasto Martínez Rojas, Carolina Alanís Moreno, Raúl Vargas Herrera

Comité Técnico: Alfonso Sánchez Arteche, Félix Suárez, Marco Aurelio Chávez Maya

Secretario Técnico: Agustín Gasca Pliego

Rostros de la lectura © Primera edición. Secretaría de Educación del Gobierno del Estado de México. 2013

DR © Gobierno del Estado de México Palacio del Poder Ejecutivo Lerdo poniente núm. 300, colonia Centro, C.P. 50000, Toluca de Lerdo, Estado de México.

ISBN: 978-607-495-255-1

© Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal. www.edomex.gob.mx/consejoeditorial

Número de autorización del Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal CE: 205/01/38/13

© Marco Aurelio Chávez Maya© Rocío Solís Cuevas, por ilustraciones

Impreso en MéxicoQueda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, sin la autorización previa del Gobierno del Estado de México, a través del Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal.

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Para doña Agustina y don Melitón,quienes después de ochenta años

siguen leyendo el mundo

Y para la Bellín, el Jon Lobo, el Julius y el Junior,y todos los que también se abandonan

al placer de escribir con los ojos

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¿Por qué no decirle a nuestros niños y a nuestros jóvenes que con los libros pueden viajar por el dolor y la alegría de los seres humanos, y por sus esperanzas, por su soledad, su amor y sus pasiones? ¿Por qué no decirles que con los libros podrán viajar al centro de sí mismos, por los mares de sus conciencias, por las profundidades de sus pensamientos?

Fernando del Paso

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Sé que el título parece ambicioso. Y quizá no lo sea tanto si nos detenemos a reflexionar en las insospe-chadas cualidades de la lectura. La lectura, y aquí recuerdo con afecto al señor Perogrullo, además de espejo, ventana, camino y encuentro, es consuelo, revelación, amor a primera vista, fuen-te de placer y de angustia, búsqueda y condena, artero vicio o enfermedad crónica, y muchísimas otras cosas que cada lector puede identificar y definir sinceramente desde su corazón.

Pero no podría comenzar los comentarios personales que he esbozado sobre el tema, sin antes establecer el perfil de mi lec-tor ideal. Hablaré de la lectura, es verdad, pero debo intentar un retrato, aunque sea parcial, del tipo de lector en el que estoy pensando, en el que yo creo, sin olvidar, desde luego, que, como

Nota introductoria

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expresa Felipe Garrido en su epílogo Cómo aprendí a leer: “Na-die en verdad puede jactarse de haber terminado de aprender a leer”. De manera que haré a continuación dos citas, una de ellas es de Robert Louis Stevenson y la otra de Octavio Paz. Paradó-jicamente, ninguna se refiere al lector sino a su contraparte, el escritor. Dice Paz en El arco y la lira:

El acto de escribir entraña, como primer movimiento, un des-prenderse del mundo, algo así como arrojarse al vacío. Ya está solo el poeta. Todo lo que era hace un instante su mundo cotidiano y sus preocupaciones habituales, desaparece. Si el poeta de verdad quiere escribir y no cumplir una vaga ceremonia literaria, su acto lo lleva a separarse del mundo y a ponerlo todo –sin excluirse a sí mismo– en entredicho.

Ahora bien, les propongo sustituir las palabras “escribir” por “leer” y “poeta” por “lector”. ¿Qué resulta entonces? Permítanme leer la misma cita con los cambios:

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El acto de leer entraña, como primer movimiento, un despren-derse del mundo, algo así como arrojarse al vacío. Ya está solo el lector. Todo lo que era hace un instante su mundo cotidiano y sus preocupaciones habituales, desaparece. Si el lector de verdad quiere leer y no cumplir una vaga ceremonia literaria, su acto lo lleva a separarse del mundo y a ponerlo todo –sin excluirse a sí mismo– en entredicho.

De Stevenson tomo un fragmento de aquella famosa Carta a un joven que se propone seguir la carrera artística, en el que, para abreviar (pues la cita es larga), ya me permití cambiar apenas tres palabras, “escritor” por “lector”, “escribir” por “leer”, y “es-cribe” por “lee”. Así que con esas brevísimas modificaciones el texto epistolar de Stevenson diría:

y es verdad que [el lector] trabaja un material rebelde, y que el mero acto de leer es entumecedor y fatigoso para la vista y el ánimo; pero obsérvele usted en su trabajo, cuando el asunto se desborda encima de él, y abundan las palabras, en qué continua

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serie de pequeñas victorias transcurre el tiempo; con qué sentido de la fuerza, como quien mueve montañas, él dispone sus perso-najes ínfimos; con qué placer, de los ojos y del oído, ve crecer en la página toda su aérea estructura, y cómo desempeña su labor a la que toda su vida contribuye, y que da entrada a todos sus gustos, sus aficiones, sus convicciones y sus odios, de modo que lo que lee es solamente lo que ha anhelado pronunciar.

El propósito de estas dos largas referencias no es gratuito. So-lamente equiparando la propia tarea del escritor he podido en-contrar la dimensión del lector ideal, ese tipo de lector que no duda en arrojarse al abismo, que establece una relación de in-tenso y perdurable amor con la lectura, en lugar del contrato matrimonial que suple el placer por la obligación. De manera que pienso en el lector-amante, en contraposición al leedor que decía Pedro Salinas, o al lector-ginecólogo, como le digo yo y que abunda en nuestros días: ese tipo de lector que casi se colo-ca cubrebocas y guantes y, estableciendo una distancia aséptica, abre un libro, no para leerlo sino para revisarlo, para emitir un

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diagnóstico, una opinión profesional. El tipo de lector-ginecó-logo abre el libro porque es su obligación, porque representa un trabajo que debe hacer. El lector-amante, por el contrario, abre el libro sencillamente para gozar, para amar; el lector-amante abre el libro y se sumerge en el placer de recorrer las palabras con los ojos, sin guantes, sin cubrebocas, saboreando con los labios esa palabra, esa frase, ese párrafo, al que vuelve una y otra vez, como se vuelve a los labios de la amada.

Regreso a Stevenson, quien dice: “En todo aquello susceptible de recibir el nombre de lectura, el proceso tiene que ser absorbente y voluptuoso”. Si repasamos con atención estas dos palabras, ab-sorbente y voluptuoso, la conclusión es que el lector asciende o se abisma o entra (o las tres acciones a un tiempo) a un estado de total enamoramiento: enamoramiento, ni más ni menos.

Fijado, pues, el retrato de mi lector ideal (aunque sea parcial-mente), culmino esta introducción y procedo a continuar con los apartados.

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El lector es un escritor que escribe con los ojos, que hace suyos los personajes y los hace crecer con la mirada intensa, continua y amorosa. Esta virtud arquitectónica de la mirada consiste esencialmente en ir erigiendo a los perso-najes en la superficie ideal del espejo. Los ojos son arquitectos, pequeños dioses, que, en la lectura, van construyendo a los per-sonajes a nuestra imagen y semejanza. El libro es, pues, un espe-jo y el personaje central (o alguno de los personajes principales) se va convirtiendo en el reflejo de la persona que uno quisiera o hubiese querido ser. Marcel Proust, en su texto sobre la lectura, escribe que “Todo lector es, cuando lee, el propio lector de sí mismo. La obra del escritor no es más que una especie de ins-trumento óptico que se ofrece al lector para permitirle discernir aquello que, sin ese libro, él no podría ver de sí mismo”.

La lectura como espejo

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Esto del libro como espejo se me ocurrió tiempo atrás y hace unos meses lo recordé ante la necesidad de dar nombre a esta charla, pero desde luego yo tenía, no la intuición, sino la ab-soluta certidumbre de que a otros muchos autores y poetas y escritores ya se les había ocurrido antes que a mí. Por lo pronto, la encontré en el libro de Juan Domingo Argüelles ¿Qué leen los que no leen?, donde el reconocido autor escribe:

Un libro en realidad es un espejo. Esto lo supo y lo advirtió el gran Lichtenberg. Quiso decir con ello que lo que se refleja en sus páginas es lo que somos, lo que pensamos, lo que apreciamos y aborrecemos. Toda lectura se da incluso desde nuestros propios prejuicios. Lo que leemos es lo que interpretamos desde nuestra propia visión del mundo. Por eso decía con sorna: si un mono se asoma a un libro, no puede ver reflejado a un apóstol.

En Nuevos acercamientos a los jóvenes y la lectura, Michèle Petit lo señala con otras palabras, también plenas de sabiduría: “Leer le permite al lector, en ocasiones, descifrar su propia existencia.

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Es el texto el que ‘lee’ al lector, en cierto modo el que lo revela; es el texto el que sabe mucho de él, de las regiones de él que no sabía nombrar. Las palabras del texto constituyen al lector, lo suscitan”.

Cuántas ocasiones no nos ha ocurrido que, metida la cara entre las páginas, levantamos de pronto la vista para decir en voz alta: “Pero esto que dice fulano, yo ya lo había pensado”. O bien: “Yo siento lo mismo que este personaje”. ¿Y no es verdad que en otras innumerables veces creímos que el escritor se estaba refirien-do precisamente a nosotros al describir las situaciones, venturosas o desventuradas, de su protagonista? Leer a sabiendas, con to-das sus letras, con absoluta entrega, es un ejercicio peligroso, un deporte extremo, porque nos pone frente a frente con nuestra esencia. En este sentido, George Steiner expresó que “leer bien es arriesgarse a mucho. Es dejar vulnerable nuestra identidad, nuestra posesión de nosotros mismos”.

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La lectura y los libros, como un conjunto espejeante, ya lo había señalado también Jean Paul Sartre en su espléndido testimonio titulado Las palabras:

Nunca he arañado la tierra, ni buscado nidos, no he hecho her-barios ni tirado piedras a los pájaros. Pero los libros fueron mis pájaros y mis nidos, mis animales domésticos, mi establo y mi campo; la biblioteca era el mundo atrapado en un espejo; tenía el espesor infinito, la variedad, la imprevisibilidad.

Yo recuerdo muy bien que a la edad de quince años leí aquella obra de Julio Verne Un capitán de quince años. Debo decir que el libro llegó a mis manos cuando tenía catorce pero que, por un prurito de exactitud, esperé para leerlo largos meses hasta cumplir los quince y así establecer, según yo, una identificación especial con el protagonista. Leí el libro tumbado en el viejo gallinero de la casa o bien sobre una barda de adobe, junto a una nopalera. Pero en los instantes de la lectura, instantes anudados lentamente por las palabras que yo iba conociendo, degustando

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a media voz, aquel viejo gallinero o aquella barda junto a la no-palera desaparecían para ceder su lugar a la cubierta del Pilgrim, el bergantín de James W. Weldon, en la que Dick Sand era yo mismo transformado, era yo mismo avisando del barco que ha-bía naufragado, era yo ciertamente el que repetía a gritos “¡ba-llena a estribor!”. Dick Sand tenía mi rostro en esas páginas que yo devoraba y, desde luego, su astucia, su valentía, eran las mías propias. De manera que las aventuras y desventuras de Sand las vivía yo página tras página. Lo leído es tan nuestro como lo vivi-do, dice José Emilio Pacheco. Y en aquellos momentos era yo el que capitaneaba el Pilgrim cuando el capitán Hull ya andaba embarcado en la cacería trágica del ballenato. Y era yo sin duda el que apuñalaba a Harris y el que, al cabo de tantos episodios, de tanto y tanto drama saboreado renglón tras renglón, termi-naba siendo adoptado felizmente por la familia Weldon.

En cambio, también viene a mi memoria que por esa misma época, en la secundaria, me sentaba atrás del salón en las cla-ses de matemáticas y me ponía a leer una historia ilustrada de

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Los tres mosqueteros. Allí todos los personajes estaban a la vista, delineados y diseñados según el gusto o las ideas del dibujante. Tengo muy claro que, en este caso, nunca logré identificarme con D’Artagnan, y menos aún con Athos, Porthos o Aramis. ¿Por qué?, ¿qué sucedía?, ¿qué obstáculo impedía la identifica-ción? La explicación es sencilla y ya la han adivinado: respecto a Dick Sand, el capitán de quince años, yo lo imaginé por com-pleto, lo hice mío, le puse mi rostro, y, al imaginarlo, le daba una dimensión vital que, por el contrario, no podía otorgar a los mosqueteros “ilustrados”. Éstos ya estaban dados, dibujados por otra cabeza que no era la mía, y al ser concebidos y presentados por otro lector, mi propia imaginación no detonaba y permane-cía dormida.

Uno se mira con más verdad en las páginas de un libro entra-ñable, a condición de que el arsenal imaginativo y sensible que habita en cada lector se despliegue y entre en funciones. Esto ocurre, sobre todo, con los libros que llamamos clásicos. Un clá-sico, explica Genevieve Patte, “es un libro que inventa una gran

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aventura, una situación llena de peligros que el niño va a vivir de manera total e intensa. Es un libro que crea personajes ver-daderos”.

La imagen que nos devuelve el libro-espejo es más nítida que la de cualquier espejo, porque es una imagen ideal, una imagen deseada o buscada, aunque sea terrible. Uno es, entonces, ver-daderamente, Tom Sawyer o Edmundo Dantés o Julian Sorel o Romeo Montesco o aun Gregorio Samsa. Vale decir que todo gran personaje es necesariamente un espejo, un referente que, al reflejarnos, nos determina. En su libro Literatura Europea y Edad Media Latina, Ernst Robert Curtius cita a Alanus de Insulae, un escritor del siglo xii, a quien son atribuidos estos versos: “Toda criatura del mundo como libro y como pintura es para nosotros un espejo, señal fiel de nuestra vida, de nuestra muerte, de nuestra condición, de nuestra suerte”.

Eso lo supo asimismo Juan José Arreola, quien en La palabra educación, anota: “Hay poemas enteros que los siento totalmente

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míos porque me dicen a mí mismo, me ayudan a saber quién soy”. Bernard Shaw enunció una frase concluyente al señalar: “Se emplean los espejos para verse la cara; se emplea el arte para verse el alma”.

Y así, el afán que nos guía como lectores es la ilusión de hallar espejos a nuestra medida. ¿No es verdad que adquirimos libros y pasamos sus páginas con fruición en busca del espejito-es-pejito que nos refleje, idealizados, que nos ofrezca una imagen de nosotros mismos en la que seamos los más guapos, valien-tes, terribles, obscenos, comunes, tímidos seres de este valle de lágrimas, exactamente igual que los personajes que contienen? Sergio Pitol expresa que una persona es los libros que ha leído. Y podríamos parafrasearlo diciendo que alguien es los personajes con los que se ha identificado.

Se dice que un texto, en cuanto obra, existe solamente en el momento de su lectura. Tal afirmación contiene tanta verdad como el hecho irrefutable de que un espejo no tiene razón de ser

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si alguien no se refleja en él. La vida de un espejo en un cuarto vacío es tan intensa como la de un libro metido en el estante de un librero. El estudioso alemán Harald Weinrich lo explica del siguiente modo: “La obra literaria como tal existe sólo en potencia cuando no es leída. Es la lectura la que actualiza esta virtualidad. La obra no existe en las páginas impresas del libro, sino que se ‘realiza’ como tal obra en el lector”.

Estamos, pues, ortega-y-gassetianamente, dueños de nuestra circunstancia, cuando de pronto hay un momento mágico en el que todo cambia, todo se suspende: ese momento es cuando ati-namos a tomar un libro y procedemos a mirarnos en ese espejo. Y este espejo que abrimos, que es el libro particular que hemos elegido, nos devuelve una imagen que no es de nadie más que de nosotros, una visión de cómo somos en ese momento, de cómo hemos sido en el pasado o de cómo nos gustaría ser en el porvenir. En palabras de Juan Domingo Argüelles:

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Cada quien se lee en el libro que lee según sean su cultura, su disposición, sus ideas, su temperamento, sus juicios y sus prejui-cios. Cada quien hace la lectura vital que lo configura y lo retrata; también cada quien se refracta en ella y lo que queda, después de leer, es lo que somos ante el lienzo personal, íntimo, que trazamos con cada autorretrato lector.

Para finiquitar este apartado, yo quiero agregar que la lectura no es tan sólo un espejo que nos retrata frontalmente. No, es más que eso. En el espejo del libro que hemos elegido, del libro que nos gusta, miramos nuestra vida, sí, pero asimismo miramos a nuestros muertos, no sólo los familiares muertos, los amigos que se han marchado para siempre, los conocidos que conocimos y que ya no están en este mundo; no, en las páginas que leemos, en ese espejo amable o trágico, están nuestros deseos muertos, nuestros sueños fallecidos; en las historias leídas, en las que lee-mos cuando leemos de verdad, aparecen las palabras muertas que nunca dijimos, las cosas que pensamos y que olvidamos; en la lectura se espejea nuestra vida viva pero también, y a veces

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sobre todo, nuestra vida muerta, la que dejamos ir y que ahora es irrecuperable. Y por eso leemos también, porque leyendo nos abriga de pronto el blando consuelo de que es posible recon-quistar algo de lo que se han llevado los años.

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La lectura como ventana

La Poesía es una ventana…Para mí es la ventana…La única ventana de mi casa

León Felipe

Con este epígrafe a manera de cortinilla, quiero continuar y decir que siempre me ha parecido de una clari-dad asombrosa la metáfora de la hoja abriéndose como la ventila de una ventana. Es verdad que muchos colegas, contemporáneos o del pasado, han dicho que los libros son puertas, siempre abier-tas, para entrar a esos mundos que, de algún modo, ya nos estaban esperando; sin embargo, a mí la acción física de abrir la tapa del libro y pasar la guarda y la primera hoja de un libro que no cono-cemos es una réplica del momento en que abrimos esa ventana que nos permitirá asomarnos a un paisaje novedoso, a un mundo distinto del que solemos ver todos los días.

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“Abrirse al mundo” es una de las metáforas visuales más co-munes y más socorridas, pero en el caso de la lectura adquiere una reverberación diferente en la que está implícita una franca curiosidad por parte del que ejecuta la acción. Si el libro y las hojas del libro son ventanas, entonces el lector es una suerte de viajero consumado que abre la ventana repetidas veces para mirar ese mundo a su disposición.

A diferencia del espejo, la página como ventana nos ofrece, en nuestro carácter de lectores, no la imagen de nosotros sino la vista a un paisaje, a un mundo, a un escenario que está más allá de la pequeña realidad de nuestra habitación. Eso ocurre con los libros de viajes, de aventuras. Pienso en las maravillas de Los viajes de Marco Polo, Las mil y una noches o El Señor de los Anillos, por citar solamente tres ejemplos notables. Leer un libro, entonces, hundirnos en la lectura de un libro que nos ha atrapado, es como hospedarse en un sitio muy grato y abrir a cada momento la ventana y asomarnos a ese bosque, a esa calle, a ese mar sereno, a ese desierto, a ese poblado prodigioso o a

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esa montaña nevada que, eventualmente, se irán haciendo fa-miliares y queridos conforme se vayan acentuando la costumbre y el gesto de abrir la tapa como si fuese de verdad una ventana. Santa Teresa de Ávila ya lo manifestaba de la siguiente manera: “Aprovechábame a mí también ver campo o agua, flores. En estas cosas hallaba yo memoria del Criador, digo que me des-pertaban y recogían y servían de libro”.

El mundo como libro y el libro como imagen del mundo cons-tituyen, asimismo, dos de los tópicos comunes que suelen fre-cuentar los autores expertos y no expertos en cuanto abordan estos asuntos. La visión religiosa que invita a leer y a descifrar el mundo, abierto como un libro ante nosotros, es recurrente. Dicen que Dios, autor del mundo, espera y desea que leamos su Obra. Dejaré de lado, pues, este lugar común para ocuparme del punto de vista contrario, es decir, del que está en el lado exterior de la ventana, sin dejar de reconocer, por supuesto, que es pro-bable que también esté incurriendo en otro cliché.

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Bien, aceptada la metáfora de que la ventana también funciona al revés, imaginemos a alguien que se encuentra en el exterior y que está interesado en acercarse y asomarse y mirar dentro de una habitación, a través de tal o cual ventana que alguien ha de-jado entreabierta. (Desde luego no pienso en esa clase de perso-na que pretende meterse a la casa por la ventana y apropiarse de lo que no es suyo; eso se llamaría plagio, y de ese tema ya esta-mos un poco cansados en estos días.) Pienso en quien, por puro placer libertino, no resiste la tentación de abrir un poco más la ventana para espiar, para fisgonear qué ocurre en ese espacio ce-rrado. Si es verdad que la lectura, como dijo Gabriel Zaid, es un vicio, una felicidad, leer viene a ser sin duda el oficio delicioso de un mirón, de un voyeur impune, que es capaz de emprender socarronas e intrépidas acciones con tal de poder abrir a hurta-dillas una ventana, invadir la intimidad ajena y admirar a la mu-jer que reposa dentro; tal mujer es, ya lo adivinaron, la historia que ese libro contiene.

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La lectura es siempre una intromisión a la privacidad de al-guien. La lectura no es el procedimiento amable para conocer otras vidas sino la herramienta perfecta para espiarlas. Por esa razón, el lector de novelas, diarios, biografías, autobiografías y memorias tiene incluso ese aire escurridizo, taimado, del que subrepticiamente se acerca a una ventana para echar aunque sea una miradita.

¿Cuáles son las ventajas o las recompensas de este oficio con que el mirón pasa sus mejores horas? Por lo pronto, el placer desinteresado de conocer la vida íntima de otros seres, ficticios o reales, que no son él; seres alejados en el espacio y en el tiempo que viven, en apariencia, vidas enteramente distintas a la suya. Recuerdo que una tarde de hace casi tres décadas, en una librería de viejo de Donceles compré en una edición de bolsillo la nove-la Hambre de Knut Hamsun. En el viaje de la ciudad de Méxi-co a Toluca empecé a leer el libro y lo terminé esa madrugada en mi casa. Durante todas esas horas estuve acodado en una ventana invisible de Cristianía, “esa ciudad singular –dice el au-

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tor– que nadie puede abandonar sin llevarse impresa su huella”, oyendo la voz débil del protagonista, que murmura acerca de las penurias de su vida:

Ante los apuros de los últimos tiempos, todos mis efectos habían tomado, uno tras otro, el camino de la casa de empeños […].Me incorporé, fui al rincón de la cama a inspeccionar un paquete, en busca de algún alimento para desayunarme; pero no encontré nada y volví a la ventana.Lo peor de todo era que mi traje estaba tan deteriorado que ya no podía presentarme a ningún sitio en forma conveniente.¡Con qué regularidad, con qué movimiento uniforme, había ba-jado la pendiente! Me hallaba privado absolutamente de todo, ni siquiera me quedaba un peine, ni un libro que leer cuando la vida se me hacía triste.

Un dicho japonés dice que “nadie es feliz sino por compara-ción”. Abatido por la miseria del personaje, yo me sentía, sin embargo, contento de que mi propia situación no fuera tan la-

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mentable como la suya. Yo vivía en la casa de mis padres y pude levantarme y hacerme un café con leche y comerme un pan y calentarme  una cena en forma, a diferencia del personaje de Hamsun que no tenía qué llevarse a la boca. Frente a la des-gracia, el hambre y la atmósfera depresiva que emanaban de las páginas, recuerdo haber devorado con delicia mi cena en la profunda madrugada. Pero, en cambio, como joven escritor, el protagonista de Hambre me llevaba ventaja.

Durante todo el verano rodé por los cementerios o por el Parque del Castillo, o me sentaba y hacía artículos para los periódicos, cuartilla tras cuartilla, sobre las cosas más diversas […] Al termi-nar uno de ellos, preparaba otro y rara vez me dejaba descorazo-nar por el “no” del redactor jefe […] Y, en efecto, cuando estaba inspirado y cuidaba mi artículo, llegaba a veces a cobrar cinco coronas por el trabajo de una tarde.

Por mi parte, yo era incapaz de cobrar un peso por los textos que en ocasiones me publicaban los suplementos dominicales

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de Toluca. Sí, el dicho japonés, según las evidencias, también podía ser adaptado y tener esa variación: “Nadie es infeliz sino por comparación”.

De manera que este fisgoneo profundo, vital, que es la lectura sirve, entre otras cosas, para comprobar cuánto más o menos miserables somos en comparación con los personajes de esos universos cerrados (novelas, diarios o memorias) que nos es per-mitido atisbar gracias a nuestra curiosidad desatada de lectores sin remedio.

La maravilla, la revelación, es que en el transcurso de ese espiar que es la lectura, el mirón va descubriendo que lo que mira se parece mucho a su propia vida. Eso me ocurrió la ocasión en que fui a apostarme en una de las ventanas de la casa de Kafka. ¡Y quién no lo ha hecho! En alguna parte de Carta al padre, Franz cuenta lo siguiente:

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La imposibilidad del trato tranquilo tuvo otra consecuencia más, en verdad muy natural: perdí la costumbre de hablar. Seguramen-te tampoco sin esa circunstancia hubiera llegado a ser un gran orador, pero de todos modos hubiese dominado el lenguaje hu-mano con fluencia normal. Ya muy temprano tú me prohibiste la palabra. Tu amenaza: “¡ni una palabra de réplica!” y la mano levantada al mismo tiempo me acompañan desde siempre.

Debo reconocer con absoluta sinceridad que, en este caso, como lector de ese testimonio, en verdad kafkiano, no me sentí un intruso, sino un hermano del mismo dolor. Profundamente avergonzado, lastimado, me sentí coautor de esas palabras de confesión. La escena que yo había esperado encontrar al aso-marme por la ventana a esa habitación, a ese libro de Kafka, no era ajena a mi propia vida, y más parecía que lo que estaba vien-do era, ni más ni menos, lo que habría podido reflejar la luna de un gran ropero colocado al fondo del cuarto, es decir, mi propio rostro asustado y mudo, es decir, mi propia experiencia personal.

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Se dice y se repite con frecuencia que la lectura es una inmejorable compañera de viaje. Puede ser. A mi juicio no es una compañera ni tiene las virtudes de una acom-pañante, por muy maravillosa que sea; no, para mí la lectura es o puede ser el camino mismo. A la lectura confía uno sus pasos para que nos conduzca hacia un lugar que no se conoce, o bien hacia sitios que, por “conocidos”, ya nos resultan extraños. Por ejemplo, Fernando del Paso dice al final de su hermoso poema “El viaje como imagen de la vida”:

[…]Fueron viajeros Robinson Crusoe y Arthur Gordon Pym.Viajó Gulliver, viajó Simbad, viajó Tartarín y el capitán Ahab.¿Por qué no decirle a nuestros niños y a nuestros jóvenes

La lectura como camino

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que con los libros pueden viajar por el dolor y la alegría de los [seres humanos,

y por sus esperanzas, por su soledad, su amor y sus pasiones?¿Por qué no decirles que con los libros podrán viajar al centro de

[sí mismos,por los mares de sus conciencias, por las profundidades de sus

[pensamientos?

“Viajar al centro de sí mismos”. He ahí la pasión inexplicable que comparte el aventurero que se encamina por sendas y rutas desconocidas, peligrosas. Sobre todo eso: peligrosas. La lectura, y posterior escritura de sus ideas, condujo a Giordano Bruno a la hoguera. La lectura de las Iluminaciones de Rimbaud llevó a Paul Claudel a encontrar su propia iluminación. La Metamorfo-sis de Kafka fue el camino para que García Márquez encaminara sus pasos hacia su vocación de novelista. La lectura de cómo el amor hirió a Lanzarote llevó a Paolo y Francesca al adulterio; y fue también la lectura la alcahueta que condujo los amores ilí-citos de Abelardo y Eloísa. Dostoyevski cuenta en Los hermanos

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Karamazov que una muchacha se quitó la vida “tan sólo por imi-tar o asemejarse a la Ofelia de Shakespeare”. Y del mismo modo no pocos jóvenes, leyendo el Werther de Goethe, se encaminaron hacia el suicidio. Tras la muerte de Beatriz, Dante caminó hacia los brazos del consuelo leyendo el libro de Boecio La consolación de la filosofía (De consolatione philosophiae). Y Jean Paul Sartre, el niño que no buscaba nidos ni tiraba piedras a los pájaros, dice de sí mismo en Las palabras: “Tumbado en la alfombra, emprendía áridos viajes a través de Fontenelle, Aristófanes, Rabelais […] Yo era La Pérouse, Magallanes, Vasco de Gama”.

A Amado Nervo, o al personaje poético de Nervo, la obra del beato Tomás de Kempis, Imitación de Cristo, lo condujo a la en-fermedad, a la tristeza:

Ha muchos años que busco el yermo.Ha muchos años que vivo triste.Ha muchos años que estoy enfermo.¡Y es por el libro que tú escribiste!

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Sí, un libro, la lectura de ese libro, es un país, un bosque, un desierto, una selva. Pero el libro y su lectura es, asimismo, una ciudad o una calle; o es, acaso, por qué no, un barrio que nos atrae especialmente y por el que transitamos de ida y vuelta con la feliz frecuencia del onanista. Yo tenía veintitantos y Rayuela, por citar otro ejemplo querido, representaba para mí una ciudad por la que me fascinaba perderme todos los días, aunque siempre volvía a mi barrio, a mi calle, que era el capítulo 7: “Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca…”.

Pero es, sobre todo, don Alonso Quijano, quien “los ratos que estaba ocioso –que eran los más del año–, se daba a leer libros de caballerías con tanta afición y gusto […] y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas fanegas de tierra de sembradura para comprar libros de caballerías en qué leer”, es, digo, sobre todo, don Alonso Quijano, ya convertido en don Quijote de la Mancha, quien ejemplifica ese camino soberano, impío, misterioso, que la lectura es y que, en su caso, lo condujo gustosa o inevitablemente a la locura. ¿A quién de

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nosotros, alguna vez en la vida, no nos dijeron: vas a quedarte loco de tanto leer?

En su libro El concepto de ficción, Juan José Saer apunta que “a nadie se le ocurriría definir las novelas de Sade o de Bataille como simples novelas eróticas. La sexualidad en Sade y Bataille es un camino personal que lleva al Todo”.

Sin embargo, el camino que el autor plantea o indica o sugiere no es necesariamente el camino por el que el lector avanzará a pie juntillas, a ciegas. El poder del lector consiste, quién lo duda, en la libertad de elegir sendas alternas, atajos, brechas inexploradas.

En su libro Las revoluciones de la cultura escrita, Roger Chartier apunta que:

Según la bella imagen de Michel de Certeau, el lector es un caza-dor furtivo que recorre las tierras de otro. Apropiado por la lectura,

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el texto no tiene exactamente –o en absoluto– el sentido que le atribuyen su autor, su editor o sus comentaristas. Toda historia de la lectura plantea, en su principio, esta libertad del lector que desplaza y subvierte lo que el libro intenta imponerle.

En el mismo sentido, pero con aliento poético, Machado y Se-rrat cantarían al unísono: “Caminante, son tus huellas / el cami-no, y nada más; / caminante, no hay camino: / se hace camino al andar”.

“Caminar entre líneas”, “leer entre líneas”, serían imágenes jus-tas entonces para ilustrar la desobediente libertad del lector que, sin desdeñar la ruta marcada por el escritor, se atreve a diseñar nuevos caminos. En Leer y escribir, Ezequiel Martínez Estrada apunta: “Hay una manera de leer que consiste en ir colaborando con el autor. Muchas veces el procedimiento lleva a leer lo que no está escrito”. Sobre este mismo asunto, Fernando Savater, en su libro La tarea del héroe, expresa lo siguiente:

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si no se hubiese abusado tanto últimamente del término “trans-versalidad”, podríamos utilizarlo ahora para calificar esta forma de lectura que se pretende no lineal, que cruza los textos sin aposentarse definitivamente en ellos y sin seguir dócilmente el itinerario trazado, que levanta la piel de lo escrito para ver hasta dónde llegan las raíces de las palabras y de qué humus se ali-mentan.

Con todo, ante la libertad del lector, hay una pregunta, punzante, ineludible, juguetona, que surge de pronto: ¿Cuán importante es el lugar de destino? La respuesta no es sencilla y, en todo caso, habría una por cada lector. Italo Calvino, en esa belleza que es Si una noche de invierno un viajero, declara: “Para mí, importa el final, de verdad, último, oculto en la oscuridad, el punto de llegada al que el libro quiere llevarte”.

Pero en seguida agrega, y ese enunciado es lo que me interesa subrayar como un pequeño pero vigoroso manifiesto de la au-

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tonomía y libertad que ejerce el lector: “Busco atisbos […] para tratar de distinguir qué se perfila más allá de la palabra Fin”.

A mí me parece, en suma, que el lector anda y desanda por el libro que le gusta, como quien visita a un amigo con frecuencia y sin avisar. “Emprender largos viajes –diría Savater– para en-contrar lugares que ya hemos visitado subidos en el bajel de las novelas”. Y en todo caso lo que realmente importa no es a dón-de se dirige el camino sino las atracciones del camino mismo. Y de cualquier modo, al lector aventurero y rebelde (como deben ser, por cierto, todos los lectores) le da lo mismo un destino que otro. Y, por supuesto, dicho lector no ignora que “al volver la vista atrás”, en el texto, es muy probable que vea una senda “que nunca ha de volver a pisar”, pero no le importa en verdad, pues el lector rabioso, amoroso, inclemente, siempre está dispuesto a seguir caminando o regresando aunque frente a sí haya tan sólo “estelas en la mar”.

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Toda lectura, antes que encuentro con algo o con alguien, es la incertidumbre de no saber qué nos aguarda en las páginas. Toda lectura es promesa, expectativa, una estremecida posibilidad de encontrarse… ¿con quién? ¡Con la vida! Sí, la vida siempre late en la superficie de las páginas; ahí está, latente, potencia pura. Se dice con frecuencia, y con razón, que el lector re-crea la obra al leerla e interpretarla. Es verdad, la vuelve a la vida. Savater piensa que “los libros funcionan a costa de nuestra energía. Somos su único motor”. De manera que un libro cerrado es, por qué no decirlo, como el sepulcro de un vampiro. Al abrirlo, el vampiro vuelve a la vida ante nuestra mirada. Si el vampiro es bueno, quiero decir eficaz, nos hincará en seguida los colmillos y nos convertirá en uno de los suyos, nos contagiará de su vida, dándonos una vida distinta. Un libro, un

La lectura como encuentro

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clásico, digamos, es entonces un vampiro a quien nuestra sangre lectora le añade un poquito más de inmortalidad. Abrir un libro es siempre, al principio, una incesante promesa de encuentro, y en seguida la realización de ese encuentro deviene en una forma de vida diferente a la que uno vive todos los días en la casa, en la calle, en la escuela o en el trabajo. “Porque hay un punto –es-cribe Pedro Salinas– en que el mundo actual y presente debe detenerse: allí da comienzo el otro, el que el libro crea, y al que invita o arrastra al lector, mundo de tiempo distinto y de hechu-ra irreal”.

El libro vive en el instante en que es leído. Podemos recordar en este punto unas palabras de Gabriel Zaid cuando dice que “los libros son letra muerta, mientras no favorezca la animación de la vida”. Las páginas y las historias que los mejores libros con-tienen, lejos de ser piezas de museo, hermosas pero estáticas, se caracterizan por el aliento reverberante de una vida que no cesa de mostrarse ante cada lector y de provocar en él un eco tam-bién vivísimo. Por ello creo que se confundió Walt Whitman al

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decir: “Ya no recibirás de segunda o de tercera mano las cosas, ni mirarás / por los ojos de los muertos, ni te alimentarás de los espectros de los libros”.

Como se confundió también el propio padre Quevedo al excla-mar: “vivo en conversación con los difuntos / y escucho con mis ojos a los muertos”.

No, muertos no, digo yo, porque ese “escuchar con los ojos” los resucita, y el muerto leído ya no es muerto. Aunque, claro, aquí alguno me diría –objeción válida– que hay autores zombis que están muertos en vida: The walking dead.

Y no es menos verdad que un libro es asimismo como un nuevo día en el sentido de que somos incapaces de saber qué nos depara si no lo abrimos, si no lo vivimos. Toda lectura es un encuentro con lo desconocido, de la misma manera que todo nuevo día es un enjambre de pequeñas o enormes sorpresas que incluso pueden modificar de un golpe nuestra vida. La frase dicha por

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un personaje, la opinión del o de la protagonista de una his-toria, equivalen a ese encuentro con lo imprevisto y con cierta frecuencia tienen el poder de cimbrar nuestros pensamientos y hundirnos en una reflexión trascendental que tal vez modifique el curso de nuestra existencia.

Y así, la lectura como encuentro se transforma, sutil pero nece-sariamente, en una lectura como destino. A eso se refiere Savater en su Diccionario filosófico cuando dice que la lectura “constituye un destino excluyente, absoluto y fatal”. La lectura como destino es ese momento terrible y gozoso a un tiempo en que nos unimos a la lectura en un compromiso amoroso que va a durar hasta que la muerte nos separe, pase lo que pase, con una fidelidad a prueba de cualquier tragedia. No la lectura matrimonial, que decía yo antes, en la que el lector se siente forzado a cumplir sus deberes conyugales, no, sino una lectura que privilegia el placer antes que la obligación, una lectura de amantes impostergables, rabiosos, sin remedio; una lectura como evangelio, en la que el lector es un pescador que oye una voz que le dice “sígueme”.

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Y ese “sígueme”, que es menos conversión que seducción y magnetismo, me lleva a concebir un epílogo que no estaba pre-supuestado.

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Creo que al concebir y componer este último y pequeño apartado estaba pensando más bien en hacer mi propio elogio del libro y la lectura. Y así como el borracho enaltece el trago y lo sueña a deshoras, y bebe a escondidas y adora el vicio, su vicio, y no le importa ser un paria o un conde-nado social, así yo quiero compartir con ustedes mi alcoholismo lector. Pero alcoholismo lector no es una frase afortunada, mejor llamémosle lectorismo. Y entonces los celebrantes, practicantes, bacantes todos, seríamos llamados lectóricos.

Imagínense ustedes Centros de Lectóricos Anónimos. “Hola, me llamo Marco Aurelio y soy lectórico”. ¡Qué lugares tan terri-bles serían esos en los que grupos de ebrios de lectura se presen-taran con la mirada baja y, arrepentidos de su vicio, expresaran

La lectura como vicio

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públicamente su promesa de no volver a leer una página en su vida! ¡Ni una página más!

¡No, nada de eso! Preferibles mil veces las cantinas, los centros de perdición. ¡Qué hermosas ciudades serían aquellas donde no existieran las bibliotecas sino las cantinas de libros! Irse a embo-rrachar después del trabajo o, mejor aún, salirse de la oficina en horas hábiles para irse a leer con los amigotes unas páginas de quien ustedes gusten. Hasta parece que los estoy viendo llegar y sentarse, entre risotadas y palmadas en la espalda, y en seguida el mesero solícito que se acerca a preguntar, ¿qué van a leer los señores? A mí me da una quemadita de Borges. No, yo voy a leer un caballito de Marcel Proust, añejado, por favor. ¿Y usted? A mí me trae un mojito de Hemingway.

Por supuesto, a esta clase de cantinas, además de mujeres y hom-bres, entrarían los niños, solos, en parejas o en grupos nutridos. Niños que escapan de la escuela y van a la cantina a festejar el cumpleaños del amigo y en lugar de pastel devoran rebanada

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tras rebanada de Michael Ende o Tolkien o Roald Dahl o Hi-nojosa o Walsh.

La lectura como vicio debe ser una pasión, una imprudencia, una locura a la altura del arte, para parafrasear y recordar a nuestro López Velarde. Lo que dice Juan Domingo Argüelles tiene algo de sentencia: “No hay de otra: quien ha leído lo sabe: leer es un vicio, una inclinación recalcitrante que no admite ex-plicaciones”. Por su parte, Savater asegura que la lectura “es la única adicción verdadera que conozco, la que no tiene cura po-sible”. Y Sartre confiesa su pasión por las novelitas que su madre le llevaba a casa, novelitas de aventuras. Dice en Las palabras: “¿Era leer? No, sino morir de éxtasis”. En De la realidad a la literatura, Sergio Pitol cuenta: “Hace cincuenta y cinco años leí La guerra y la paz, cuando apenas entraba a la adolescencia, y fue una lectura apasionada, una especie de vicio que duró no sé cuánto tiempo, semanas o meses, para leer seis volúmenes de la editorial Málaga”.

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De manera que si leer es un vicio, una enfermedad, la clave para volver entrañable el hábito es emprender una cruzada para su contagio. ¿Pero contagiar cómo?

En este punto no puedo dejar de recordar a mi tía Ofelia que, internada en un hospital, se hizo alcohólica, alcohólica de ver-dad, cuando mi tío Sergio, su amoroso esposo, le donó medio litro de sangre. Mi tío, que era un bebedor como nunca he vuel-to a ver otro, le contagió su alcoholismo con una simple trans-fusión. Esta leyenda familiar es, según mi madre y otras voces autorizadas, absolutamente cierta. Así que, ¿por qué no pensar en un cuento divertido, en el que las personas se contagien del vicio de la lectura con la sangre de los que ya son grandes de-gustadores de ella? Como bien lo dijo alguna vez Savater: “los humanos sólo llegamos a ser seres en plenitud mediante el con-tacto, contagio y modelo de otras personas”. Lo peor que puede pasar es que a algunos les dé leucemia lectora y entonces se vayan por esos caminos de Dios confundiendo también molinos de viento con pavorosos gigantes de largos brazos.

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Por eso todos los lectores deberíamos ser Borges cuando Borges dice: “Que otros se jacten de los libros que han escrito; yo me jacto de los libros que he leído”, como si dijera yo me jacto de las mujeres que he amado o de las botellas que me he bebido. Y así, la frase “¡Quién me quita lo bailado!”, pasaría a ser “¡Quién me quita lo leído!”.

Los libros, como las personas, deben gustarnos para sentirnos bien en su compañía. Eso es lo que tienen los vicios, que nos gustan y por eso los frecuentamos. Y como todo vicio, la lectura tiene el poder seductor de cambiar a las personas. “Somos di-ferentes –señala Juan José Saer– antes y después de haber leído Palmeras salvajes”. Eduardo Casar, con otras palabras, dice lo mismo en su poema “Velocidades”: “El tiempo está cambiando. Ya eres otro lector, / y no el que comenzó / a leer estas letras”.

Por supuesto, existen las lecturas fulminantes, de revelación in-mediata, de iluminación; pero hay otras que, vicios que encar-nan subrepticios, van plantando su semilla en el alma del lector

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y, sin que éste lo advierta, empiezan a germinar paulatinamente con el paso de los años. Son las lecturas de lenta floración y cuyos frutos explotan, mansos y jugosos, en el alma y corazón del lector maduro, vicioso, insalvable. El verdadero vicioso, el lector de buró, el lectórico que ya es un caso perdido, el que lee hasta los papeles que encuentra tirados en la banqueta, con los ojos enrojecidos de tanto leer, siempre dirá, “no, yo leo nada más los fines de semana”, a semejanza del bebedor quien declara que sólo toma una copa en las fiestas o los días sábados, con los amigos, mirando el futbol.

Y aquí se me antoja un par de preguntas pertinentes: ¿Qué sien-te un vicioso de la lectura cuando lee?, ¿qué lo impulsa a no detenerse?

La respuesta parece sencilla: Lo impulsa la felicidad de las pala-bras entrando por sus ojos, la electricidad de esas mismas pala-bras circulando por su sangre. Las palabras se iluminan cuando adquieren significado en las entrañas del lector, cuando resue-

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nan. Y estas sensaciones de iluminación y resonancia nos ayu-dan a entender quiénes somos en este mundo, qué vida es la nuestra y cómo se relaciona con la vida de los demás. Henry Miller se pregunta: “¿De qué sirven los libros si no nos hacen volver a la vida; si no consiguen hacernos beber en ella con más avidez?”. Al lector “iluminado” el propio mundo parece hablarle. Gabriel Zaid, citado por Juan Domingo Argüelles, dice: “¿Qué importa si uno es culto, está al día o ha leído todos los libros? Lo que importa es cómo se anda, cómo se ve, cómo se actúa, después de leer. Si la calle y las nubes y la existencia de los otros tienen algo que decirnos”.

Y para terminar con esta participación (que ha sido por supues-to y en esencia una declaración de amor por los libros y la lec-tura), quisiera compartirles dos citas más sobre los libros y el milagro que representan. Una es lo que dice un papiro egipcio de la dinastía XIX ramsida:

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el hombre perece, su cuerpose vuelve polvo,todos sus semejantes retornana la tierra, pero el libro hará que surecuerdo seatransmitido de boca en boca.

La otra es un dicho tzotzil. Pero para transcribirla debo contar-les antes que hace unos días leí un reportaje en el Milenio Do-minical que me gustó mucho y que se refería al Taller Leñateros, un colectivo editorial chiapaneco, fundado en 1975 por la poeta Ámbar Past, manejado por artistas mayas contemporáneos, que trabajan con materiales reciclados y cuyas publicaciones están entre los 100 libros más bellos del mundo. Hacia el final del texto, la reportera Verónica Díaz pregunta a Maruch Mendes Peres, una de las artistas, “qué representa para ella una publica-

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ción”. Y la mujer responde: “Hay un dicho tzotzil que reza: ‘una persona sabia es aquella que tiene libros en su corazón’”.

Casa de la Enramada, 11 de noviembre de 2012.

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Fui invitado por la Coordinación Nacio-nal de Profesionalización de Conaculta a sustentar la conferen-cia “La lectura como espejo y ventana, camino y encuentro”, en el Encuentro Internacional de Cultura Lectora, durante la Feria Internacional del Libro Infantil y Juvenil 2012. Al final de la charla no pocos promotores de lectura y docentes (la mayoría del público estaba integrado por ellos) se mostraron complaci-dos con la exposición, y externaron su interés por ver publicado el texto. El volumen que el lector tiene en sus manos es, pues, fruto de esa disertación. Agradezco a los interesados sus pala-bras propiciatorias y al Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal el cobijar esta obra, que es un modesto homena-je al esfuerzo de dichos mediadores por acercar la maravilla de los libros y la lectura a los niños y jóvenes del país.

Marco Aurelio Chavezmaya

Epílogo

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índice

11 nota introductoria17 la lectura como espejo 31 la lectura como ventana43 la lectura como camino53 la lectura como encuentro59 la lectura como vicio70 epílogo

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Rostros de la lectura, de Marco Aurelio Chavezmaya, se terminó de imprimir en agosto de 2013 en los talleres gráficos de Diseño e Impresión, S.A. de C.V., con ofi-cina en Otumba núm. 501-201, colonia Sor Juana Inés de la Cruz, Toluca, Estado de México, C.P. 50040. El tiraje consta de 2 mil ejemplares. Para su formación se usó la tipografía Adobe Caslon Pro, de Carol Twombly, de la fundidora Adobe Systems Inc. Concepto editorial: Félix Suárez, Hugo Ortíz e Irma Bastida Herrera. For-mación e ilustraciones: Rocío Solís Cuevas. Cuidado de la edición: Elisena Ménez Sánchez, Cris-tina Baca Zapata, Sandra Oropeza Pala-fox y el autor. Supervisión en imprenta: Rocío Solís Cuevas. Editor responsable: Félix Suárez.