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39 39 º º CERTAMEN NACIONAL DE CUENTO

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3939ººCERTAMEN NACIONALDE CUENTO

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39º Certámen Nacional de Cuento· Municipalidad de General Cabrera

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Palabras Preliminares •

El Certamen Nacional de Cuento, organizado por el Área de Cultura de la Municipalidad de General Cabrera, se realiza en forma ininterrumpida desde 1979.

El concurso se pensó en adhesión a los festejos por el 86º Aniversario de la fundación de la ciudad y desde ese momento se sostuvo a pesar de los devenires históricos y los cambios de gestión.

Autores de todas las provincias argentinas parti-ciparon en las distintas ediciones con obras que, en cantidad y calidad literaria, superaron ampliamente las modestas expectativas abrigadas en los inicios.

Agradecemos a todos los participantes e involucra-dos en la organización del Certamen.

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Pablo Natale,Maricel Palomeque Sergio Gaiteri

Jurado •

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Índice •

Las cosas mansasprimer premio

Las fiestas terminan tempranosegundo premio

Doble vidatercer premio

Te quiere, tu hermana Rosaprimera mención

El gran jefesegunda mención

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121921

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Ahora el pueblo son cuatro casas y un perro, todos recostados del mismo lado.

Cada tanto, la tierra se hunde o se parte. Pero antes hubo un arroyo que bajaba de las montañas y se malgas-

taba demasiado lejos. En esa época todo era verde, bullicioso, manchado de pájaros. Ahora no.No hay lluvias, ni estaciones, y salvo por el murmullo de las mu-

jeres sentadas a la sombra, no se escucha otra cosa, ni nada se mueve. A no ser la ráfaga que se acerca.

Cuando el ventarrón, llega, levanta del suelo las sillas con las mu-jeres encimadas y las tira con furia contra la pirca.

En el revoltijo, después de tragar con la boca seca, la más vieja pre-gunta por el perro.

—Le he visto pasar volando—dice el Miguelito, que asoma la ca-beza del otro lado de la pared y señala lejos.

—Andá, andá a buscarlo querido, que de seguro lo dejó tirado— pide la vieja.

El Miguelito se aleja por la calle, mientras el polvo se asienta con un peso que no es de este mundo.

Rápido y a su antojo, el sol y la sombra, trazan una línea perfecta, la única que se puede ver en cien kilómetros a la redonda. El calor agobia.

A lo lejos el Miguelito encuentra al perro todo meado y agarra-do con las patas de una raíz rastrera. Primero lo toca con un palo y después con los dedos. El perro tiene tanto susto que se hace el muer-to apretando fuerte los ojos. El Miguelito se da cuenta de que es teatro, lo agarra de una pata trasera y lo alza cabeza abajo.

El perro se le tira a los brazos. —Salvame, Santo— le pide.

Las cosas mansasGustavo Sassi

Seudónimo: Caballo Blanco

Ciudad Autónoma de Buenos Aires

• primer premio •

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— ¿Y qué queres que haga?—— Hacé milagro, Santito, si vos podés, no te cuesta nada— suplica

el animal.El Miguelito se da vuelta y desde lejos ve el pelo rojo de las mujeres

alzarse como un fuego, son cosas que puede ver y que se calla.—Ya te dije que recés, para que no te ande llevando el viento— re-

sponde.El perro negro, flaco, viejo, se le acomoda debajo de la axila.— ¿Para qué voy a rezar, mi Santo? Si no me escucha. Además así ya

no es vida— y lo mira temblando. El Miguelito alcanza a ver, sin esfuerzo, los ojos negros y perdidos

de las viejas, después la calle de tierra y el pueblo agrio. Siente sobre los hombros el cansancio y el aburrimiento de cada cosa que lo rodea.

—Adentrate— dice.El perro levanta las orejas y mira alrededor sin saber a quién le hab-

la.—Te digo a vos, otario—El perro le busca los ojos y el Miguelito sonríe, mientras, en medio

del pecho, se le abre un hueco grande desplazando carne y huesos. — ¡Milagro de Dios!—dice el perro y se mete adentro emocionado.

El hueco se cierra.El Miguelito escupe una bolita de tierra y saliva roja que se aleja

rodando un rato. Después, mira a las viejas humeando a lo lejos, y murmura: —La puta que lo parió, voy a tener que mentir—

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Nuestra vida, en ese tiempo, era Family Games y chicas...chicas que sólo veíamos en foto y tocábamos en sueño. Sin embargo ese año pasaron dos cosas importantes.

Primero: nuestras compañeras organizaron juntadas y nos invi-taron, siempre y cuando lleváramos las bebidas.

Segundo: al curso llegó un compañero nuevo, se llamaba Daniel pero al toque lo apodaron Doug por la nariz que tenía. Venía de Salta aunque había vivido en Tartagal cuando era chico o algo así. Se sentó junto a nosotros porque lo conocía a mi hermano de no sé dónde. La verdad es que me explicó ciento de veces la relación pero nunca logré entenderla y a mi hermano no se la pregunté porque ese año era su último en la ciudad y se pasaba el día entero en las calles, organizando fiestas, comiendo asados, andando en auto con los amigos con el es-téreo a máximo volumen, visitando distintas chicas, vendiendo rifas para el viaje de egresados y a casa volvía sólo a dormir. Era como un fantasma para nosotros pero supongo que también él, que siempre se preocupaba porque me adaptara a ese mundo de “sueños” que era el secundario, cuando me vio un poco mejor, sin chicas pero con ami-gos, pensó de que era el momento de que siguiera solo.

Así lo hice. La primera fiesta fue un desastre. Nos juntamos en la casa de Gaby

y de las chicas solo estaban Andrea y una prima. La Luli Carrizo y la Diosa Rodriguez llegaron tarde y cuando vieron que la cosa se iba a poner aburrida dijeron que iban a comprar cigarrillos. Las vimos salir por el pasillo con los tacos altos que sonaban en el piso, las polleras cortas, ajustadas y las carteras a tono. Parecían más grandes y actua-ban de esa manera. Fumaban, tomaban, iban al boliche, se maquilla-ban, andaban en auto con chicos que ya habían salido de la escuela y sobre todo eran tan lindas que partían la tierra. Cerraron la puerta y recuerdo que Luchito, uno de mis compañeros, me dijo:

Las fiestas terminan tempranoFabio Gabriel Martínez

Seudónimo: El rey del norte

Ciudad de Córdoba, Pcia. de Córdoba

• segundo premio •

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—Estas minas no se juntan con come bananas. Habíamos comprado cerveza y como nos faltaban envases el se-

ñor del kiosco las volcó en botellas de plásticos. En la mesa del fondo también había recipientes de gatorade con un líquido trasparente que parecía agua pero en realidad era ginebra. Doug, que siempre nos hablaba de una novia de la capital, esa noche llegó con la noticia de que lo había engañado, y con un primo que para él era como un her-mano. Desde el principio me di cuenta de que la cosa iba a terminar mal. Hacíamos chistes y Doug que se reía de cualquier cosa, apenas esbozaba una sonrisa, estaba en un rincón, hablaba poco y tomaba cerveza, mucha cerveza.

Las chicas pusieron música y nos sacaron a bailar. Fuimos pocos los que nos animamos. Bailábamos en ronda, tomados de la mano y salvo la prima de Andrea, que iba a ritmos en un gimnasio de su bar-rio, los demás éramos de madera. Hacíamos pasos de rap mezclados con la caminata lunar pero sin deslizar los pies y el baile del robot mientras sonaban temas de Vilma Palma y Vampiros. Gatito y Hugo eran los encargados de poner la música.

A eso de las dos de la mañana la fiesta terminó, llegó el padre de Gaby del viernes club, apagó el equipo y dijo que era hora de irnos. Habían empezado los lentos pero nadie bailaba. La cerveza estaba caliente y los envases de gatorade vacíos. Doug seguía en la misma silla, en la mano tenía un vaso de cumpleaños, tomó el último trago, frunció el ceño, puso cara de asco y sacó la lengua como si algo le quemara la garganta.

—Vamos—le dije. —Vamos—me dijo. Se intentó levantar y trastabilló. Lo agarré del brazo y volvió a sen-

tarse como si no hubiera pasado nada. Con Gatito le preguntamos si estaba bien y en ese momento fue como si su lengua se anestesiara, como si una papa gigante se metiera en su boca. Hablaba y no en-tendíamos nada, parecía una grabadora que se tragó la cinta. Lo sen-tamos de nuevo y empezaron las arcadas, una atrás de otra, abrió las piernas, agachó la cabeza y vomitó. Pedazos de pan y choclo mezcla-dos con un líquido espeso y claro cubrieron los azulejos. La cara de Gabriela se desfiguró.

—Por favor que no lo vea mi viejo—nos rogó. Como pudimos, lo levantamos y lo llevamos a una pieza que fun-

cionaba como depósito. Había un lavarropas oxidado, una alacena rota con las puertas abiertas y dos bicicletas con las ruedas desinfla-das. El olor a humedad te llegaba hasta los pulmones. Doug volvió a tener arcadas y Gatito puso las manos en forma de fuente para que nada se manchara pero antes de que llegara el vomito la madre de

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Gaby apareció por atrás y nos dejó un balde. Doug vomitó como doce veces en menos de dos minutos. Nunca en mi vida volví a ver a una persona que vomitara tanto en tan poco tiempo.

Al rato volvió Gaby, tenía los ojos llorosos. —Por favor, sacalo de acá—me dijo.Lo llevamos al baño, le limpiamos la boca y le mojamos el pelo y la

cara. Con Gatito lo sacamos por el pasillo como si fuera un campeón mundial, con los brazos sobre nuestros cuellos. El padre de Gaby nos miraba y negaba con la cabeza. Nos acompañó y cuando salió el último cerró la puerta de manera violenta, ni chau, dijo. Escuchamos cómo giraba la llave y las puteadas.

Doug caminó una cuadra, en la esquina la cabeza se le venció ha-cia adelante y las piernas dejaron de responderle. Hicimos una cuadra y descansábamos. Lo apoyamos en un árbol y nos sentamos en el cordón. Como Doug era nuevo nadie sabía con exactitud dónde vivía salvo Hugo que tenía una vaga idea. Caminamos un par de cuadras más, pasamos por la plazoleta, el Colegio de las Monjas, enfilamos para el río y Hugo se detuvo y miró el cielo.

—¿Qué mierda hacés?— le preguntamos. —Me guío por las estrellas, como los marineros— dijo. Pegamos media vuelta y volvimos a pasar por los mismos lugares.

En el camino muchos de los compañeros se fueron. Tenían miedo de que algún familiar o los mismos padres los vieran a las tres de la ma-ñana con un borracho que apenas podía balbucear.

Al final quedamos Gatito, Hugo, Lucho y yo. Encontramos la casa, era de dos pisos, con un jardín en la parte de adelante. Las luces es-taban apagadas. Nuestra gran duda era cómo les explicábamos a los papás el estado de su hijo. A Gatito se le ocurrió que lo dejáramos sentado en la puerta, tocáramos el timbre y nos fuéramos. Hugo dijo que era mejor escondernos al frente, atrás de los autos y esperar a que los padres salieran y lo vieran.

—Por si no escuchan el timbre—explicó Hugo. Discutimos un par de minutos cuál era la mejor idea, si correr o

esperar. Decidimos esperar. Hugo y Gatito lo acomodaron a Doug en la puerta, apoyaron la espalda en la madera y le pusieron la cabeza hacia un costado. Lucho y yo tocamos el timbre y cruzamos al frente. Nos escondimos detrás de una camioneta blanca. Pasó un buen rato, nadie abrió. Salimos del escondite y Doug se había caído. Las piernas seguían flexionadas pero el torso estaba sobre el piso. Otra vez cru-zamos con Luchito. Un hilo de baba se deslizaba sobre el costado del labio de Doug y roncaba como un león. Tocamos el timbre y le dimos varios golpes a la puerta, bien fuertes como para levantar a un ele-fante. Corrimos hasta la camioneta, nos agachamos y la luz del living

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se encendió. Se abrió la puerta y salió la hermana, Lucía. Llevaba una remera vieja y larga y un pantalón muy corto. Estaba despeinada. Lo vio a Doug y trató de despertarlo.

—Daniel, Daniel—le decía y le pegaba con la mano abierta en la mejilla.

Doug no reaccionaba. Lucía se llevó las manos a la cintura y caminó hasta el portón de entrada. Se rascó la cabeza y se estiró el cabello como si quisiera arrancarse un mechón. Miró hacia la esquina y luego a la camioneta un largo rato, agudizó la vista y gritó:

—Vengan a ayudarme. Nos quedamos helados, ¿nos hablaba a nosotros? ¿acaso tenía mi-

rada de rayo X? Hugo me hizo una seña con la cabeza para que saliera. No sabía qué hacer y otra vez escuchamos la voz de Lucía.

—De acá se ven sus zapatillas, mangas de boludos. Salgan— gritó. Fui el primero en levantarme y cruzar la calle. Por atrás me sigui-

eron los chicos. Entre los cuatro lo alzamos a Doug y los metimos a la casa. Lo hicimos sin decir ni una palabra. Lucía nos pidió que lo dejáramos en el sillón. Lo recostamos y ella se puso a buscar algo en los cajones de un mueble. Recuerdo que sacó una manta de hilo y en ese momento se rascó la parte posterior de la pierna y con la mano levantó un poco el pantalón. Vi sus piernas firmes y el comienzo de los muslos. Por segunda vez en la noche me quedé helado. Lucía nos agradeció y nos fuimos igual que habíamos llegado: mudos. Hasta la esquina caminé mirando hacia atrás cada cinco pasos. Imaginaba a Lucía parada al borde de la ventana, con la cortina entre abierta, ob-servando nuestra partida.

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Se trata de Arsenio Morichetti, un señor que por mucho tiempo se dedica a vender repuestos para camiones pero cuando cumple 54 años descubre que la cocina le apasiona. Cocinar, digamos, le provoca placer. Al principio todo sucede en Santa Eufemia, un pequeño muni-cipio de 2000 habitantes al sur de la provincia de Córdoba.

Morichetti cree que es tarde, que ya no hay tiempo para mutar, no hay tiempo para decirle a María Dora que otro Arsenio precisa nacer. No puede cerrar la venta de repuestos ni abandonar Santa Eufemia para rastrear los sabores del mundo. Piensa en, a lo sumo y en el mejor de los casos, embarcarse con hacer una quinta. Sembrar rúcula.

Saltear cebollas y anunciarse en el comedor con una pizza de su autoría. La masa es mía, María Dora. En un comienzo ese es su límite, su fin. Pero la pasión le llega como un torrente y siente que se le meten ratas en la sangre: tiqui, tiqui, tiqui. Entonces, inevitablemente, es mo-mento de duplicarse. Asoma al mundo un hombre nuevo.

Bienvenido número dos, cocinero, delirante, catador de papas peruanas. Un viernes 11 de enero comienza la doble vida de Arse-nio Morichetti, porque los viernes son lindos y los eneros también. Se prepara con varios días de anticipación. Hace un esquema de la semana y especula, diseña un plan. Ahora existen tres planos en su espacio-tiempo:

1) Los días del primer Arsenio. Las horas en que la venta de re-puestos permanece abierta y en las que toma mate con algún cliente simpático. Las noches mirando Discovery. Los almuerzos comunes y corrientes, de fideos con queso.

2) Después tiene que rumiar la dimensión oscura. Todos los minu-tos de humo en los que María Dora piensa, por ejemplo, que viajó al velorio de un amigo hasta entonces desconocido, que le rebotaron un cheque en la Capital, que a Carranza se le quedó el camión en un

Doble vidaGabriela Gastaldi

Seudónimo: Novenka

Ciudad de Córdoba, Pcia. de Córdoba

• tercer premio •

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camino de campo, que si él no va, se pudre el maíz. Esta es la parte negra. El limbo. La mentira como una zona dinámica.

3) Por último, las horas francas. El tiempo para Arsenio Dos, el nuevo cocinero sensorial.

Busca un curso en una ciudad cercana, puede ser en Villa María. Se anota. Toca la piel áspera de un Kiwy y siente placer. Bate huevos, silba Vivaldi. En las clases conoce a una mujer, es arquitecta. No se llama María ni se llama Dora, le dice que quiere abrir un restaurante, viajar a Marruecos, traficar especias. Pasa un tiempo y la vida de Ar-senio Morichetti Dos es un cuenco de sabores. Se enamora y tiene sexo por primera vez, con la arquitecta y en una cama espolvoreada de romero y cedrón. Ella le habla de los organicistas y él piensa que le gustaría llamarse Alvar.

Mientras, en Santa Eufemia, Arsenio Uno está desganado, deprim-ido y tiene la cabeza por las nubes. Con cierta agonía camina hasta la cocina. No encuentra ingredientes. No colabora en la casa y con-testa de mal modo. Cada tanto la arquitecta llama al teléfono fijo y si atiende María Dora, cuelga.

Cuatro años después, los dos Arsenios ya no le tienen respeto a la dimensión oscura. Mienten con naturalidad y se sienten inmunes. Ar-senio Uno lleva a su casa un delantal que le pertenece al Dos, tiene el logo del instituto gastronómico bordado del lado del corazón. María Dora sospecha y reclama. Arsenio Uno está ducho y sale victorioso. Ha transitado tanto el territorio del limbo, que hasta consigue sacar un pasaporte. La arquitecta quiere viajar a Barcelona en excursión y la venta de repuestos se cierra por 9 días. María Dora piensa que se va a la Agroactiva, en Pergamino.

En Europa se le hinchan los pies y cuando vuelve visita a un doctor. Diagnóstico: los dos Arsenios tienen diabetes. Les restringen las

comidas. Al principio lo que más extraña Arsenio Dos es el cordero lechal a la naranja con frutos secos y arroz pilaf. Luego se acostumbra. A causa de la glucosa, también se trunca un proyecto con la arquitec-ta: diseñar una torta de chocolate llamada “pastel imposible de cacao imperial”.

Está cansado. A veces, Arsenio Dos se quiere meter en la cama del Uno para mirar en Discovery un documental sobre animales salvajes de Alaska.

En la casa de Santa Eufemia, María Dora lava los platos con los ruleros puestos y Arsenio Morichetti Uno, misteriosamente, se siente atraído. Los ruleros le despiertan la pasión. Quiere besarla pero ella lo rechaza. Vuelve a intentarlo y descubre que María Dora tiene aliento. Desiste. Envidia la cama del otro Arsenio, espolvoreada de especias.

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Mientras tanto, en Villa María, el número Dos piensa que el desha-billé blanco de la arquitecta se ha vuelto monótono. Se duermen con la televisión prendida y sueñan lo mismo: les salen ratas por la boca, de a una por vez: tiqui, tiqui, tiqui.

Un domingo 11 de agosto muere Arsenio Morichetti, porque los do-mingos son tristes y los agostos también. Muere de un paro cardíaco y creyéndose un hombre entero. Puede ser en Villa María o en Santa Eufemia. Se le nubla la vista y no sabe dónde ni por qué. Entra al pur-gatorio manejando un camión cargado de cilantro y canela. A lo lejos, lo saluda una mujer.

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Al fin puedo sentarme a escribir: ¡Feliz año nuevo hermana querida! Nada en el mundo deseo más que estar ahí. Los extraño tanto que a veces pienso que venirme fue un error, pero no quiero reconocer que mamá tenía razón. Abrazala fuerte de mi parte, decile que estoy con-tenta y que no me importó pasar Año Nuevo en el hospital. Como no tenía con quien festejar me inmolé y le dije a Beatriz que le cambiaba la guardia, fue mi buena acción de Navidad. Ella tiene familia, así que me pareció un buen gesto, pero no te miento si te digo que casi ni me agradeció, se habrá creído que era mi obligación.

A las doce el doctor Márquez me deseó un buen año y me dio un abrazo demasiado apretado para mi gusto, pero acá la gente es con-fianzuda por demás, es normal que se anden abrazando. Ni hablar si antes se tomaron un par de vinos.

Mis compañeras en cambio ni me miraron, se la pasaron hablando por teléfono mientras yo corría aspirando mocos y controlando los goteos. Piensan que tienen más derecho por ser más viejas. Arpías, eso es lo que son, arpías gordas y amargadas.

Cuando por fin pude parar un poco, me di cuenta de que no me habían dejado ni una garrapiñada. Sólo quedaba un pedazo de turrón duro y las migas del budín que yo había llevado. Me arrepiento de no haberle puesto veneno para ratas.

Volví a la pensión y soñé que sonaba la alarma de un respirador, pero eran los hijos de la Cuqui que estaban tirando petardos en la vereda. No me pude volver a dormir y por eso empecé a escribirte, aprovechando que Ricardo pasa con el camión en unos días. Les voy a mandar lindos regalos a los chicos, ya vas a ver. Pero no les digas que se los mandó el niño Dios, no quiero que se lleve el mérito.

Te quiere, tu hermana RosaErica Fernanda Bortni

Seudónimo: Alene

Ciudad de Córdoba, Pcia. de Córdoba

• primera mención •

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2 de eneroAyer al final me quedé dormida pensando en qué les podría com-

prar a los chicos. Tiene que ser algo hermoso, algo que allá no se con-siga. Podría ser un robot o un auto a control remoto para Franquito y una muñeca que habla para Eva. Este mes voy a cobrar bien porque me la pasé haciendo guardias extras. Seguro que antes del invierno junto para tu pasaje. Te mato si seguís jodiendo con eso de que no te animas a venir. Mamá se queda con Ricardo, vos no te tenés que preo-cupar por ella. Ricardo por lo menos trabaja. Y además los chicos la acompañan.

Hoy la llamé, la extrañaba mucho. No es muy amorosa, vos viste, pero me dijo que me quedara tranquila y yo le hice caso. Cuando col-gué me di cuenta de que el flaco del Telecentro me había estado mi-rando todo el tiempo, así que me pasé la manga para limpiarme las lágrimas y puse cara de aquí no ha pasado nada. Después él me regaló un palito de la selva y yo te juro que me puse colorada. Qué divino, lástima que es tartamudo.

3 de eneroLa supervisora me retó porque el viejo de la cama ocho se sacó el

suero y tuvimos que canalizarlo de nuevo. Yo no le encontraba las venas, tuve que pedirle ayuda después de que lo pinchara mil veces. Es un sargento esa mujer, pero ni se mete con la enfermera que hace el turno conmigo, que parece una araña galponera. Encima de que no levanta nunca ese culo gigante del banquito, desaparece cada dos por tres. La supervisora debe tener miedo de que la pique. O de que la aplaste, no sé que sería peor.

Hoy se murió la señora de la siete, la que me dijo que le hacía acord-ar a la nieta. Me hubiera gustado ser su nieta, tendría los ojos celestes. Estoy segura de que la araña galponera se olvidó de hacerle la medi-cación que le tocaba.

Perdón que te cuente estas cosas, pero no tengo con quién hablar.Vi la publicidad de un reloj que dispara un rayo láser, tengo que

preguntar cuánto sale, pero no creo que lo tengan en la juguetería del barrio.

4 de eneroLa araña galponera no vino, dicen que pidió carpeta porque le du-

ele la panza (debe tener un dolor enorme). Ojalá reviente. No, mejor no. Porque si la internan, con la mala suerte que tengo, seguro me toca atenderla a mí.

Vino a reemplazarla un enfermero que no conocía. Estábamos hablando de una paciente que nunca tiene visitas y que está internada

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hace como dos meses. Me da mucha pena que nadie pregunte por ella ni se alegre ahora que al fin se le fue la diarrea (nosotros sí que nos ale-gramos por eso). Él dijo que seguro había sido una muy mala persona y que cuando llega el final cada uno tiene que hacerse cargo de las miserias propias. No sé por qué, pero a mí me hizo acordar a mamá. Mamá tiene mucha miseria y no es capaz de hacerse cargo, por eso la ayudan los vecinos. Y Ricardo. Y vos. Por lo menos se ocupa de los chicos.

Volví a la habitación casi de noche y me puse a pensar: estoy tran-quila porque cuando vengas no voy a estar tan sola. Algún trabajo vas a conseguir, no seas tonta, con lo linda que sos.

También tomé una decisión: voy a cortarme el pelo como varón, para venderlo y juntar más plata. Si me dan bastante me compro unos aros bien grandes, como los que usa la supervisora. Cuando vengas te los presto.

A Eva podría comprarle unos aros abridores de plata. No tiene el agujerito hecho y es una pena que parezca un varoncito.

5 de eneroLa sargento me retó de nuevo porque demoré en llevarle la chata a

la de la cama dos y la muy paspada se hizo encima. Me había quedado dormida en el banquito, aprovechando que la araña galponera no es-taba, pero gracias a Dios de eso no se dio cuenta. Cuando se pone los aros grandes me parece que grita menos.

Hoy casi mato a una mujer, la gorda de la ocho que operaron ayer de urgencia. Nadie me había explicado cómo se prepara la morfina. Suerte que el doctor Márquez me preguntó si la había diluido y no tuve cara para mentirle. Si le dice a la supervisora me echan a patadas. Pero el doctor no se vuelve loco. Hace bromas y yo me río todo el tiempo. En el horario de informes, cuando habla con los familiares, es el único que les da tranquilidad, aunque les esté diciendo que los parientes se les están yendo para siempre y que no hay nada que hacer. Ellos se ponen mal pero entienden y le agradecen, y algunos hasta lo abrazan. Te había dicho que acá la gente es demasiado afectuosa.

Recibí una carta de Perú. Tuya no es porque te conozco la letra y las dos sabemos que mamá no escribe. Los chicos son muy chicos todavía, aunque Franco terminó primero pero es medio duro, como la madre. La voy a abrir mañana, va a ser mi regalo de Reyes.

6 de eneroTengo que ir al Telecentro y no sé si ponerme la remera verde que

era tuya, o el vestido azul que está casi nuevo. No quiero ser tan evi-dente pero me gustaría que el tartamudo me vea. Me lo imagino dic-

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iendo “quequequé preciosa que estás ¿quequequequerés que vayamos a tomar un helado?” y me da un poco de risa, pero ojalá me invite, no me importaría.

La carta era del Lalo, si sabía ni la abría. Me pide que vuelva y que lo perdone. Ni loca, mirá si voy a volver.

Tengo ganas de hacer otro budín, así lo prueba el enfermero nuevo y el doctor Márquez. Y la supervisora, a ver si me agarra cariño. Y la araña galponera también, que coma mucho así el culo le sigue cre-ciendo.

7 de eneroEstoy mal por lo que te dije esta mañana por teléfono, perdoname.

Yo estaba triste porque en el Telecentro me atendió otro chico. Por eso me desquité con vos. Encima no me animé a preguntar cuándo vuelve el tartamudo. De la bronca me saqué el vestido y lo dejé todo arrugado, pero después me arrepentí.

Te dije que no era cierto que tuviera tantos ahorros y te pedí que juntaras un poco vos también. No quiero que llores, no te preocupes, algo se me va a ocurrir, quiero que vengas conmigo aunque tenga que raparme a cero la cabeza y vender los aros que todavía no me compré. Me hiciste poner tan nerviosa que tengo lo dedos lastimados de tanto comerme las uñas. Ya sé que queda feo, no le digas a mamá, pero me angustia mucho cuando lloras.

¿Sabés qué es lo que más extraño? Cuando nos tentábamos por cualquier pavada y los demás no entendían cómo podíamos reírnos así, como dos taradas, sin poder parar. Como esa vez que le dijiste al Lalo “Lalocomotora” y él no entendió el chiste pero se enojó. Se eno-jaba por todo el infeliz. Y me gritaba. Estuvo bien que después de eso le dijéramos “Lalombrizsolitaria”, aunque sea a escondidas

Yo te iba a contar que hoy me mandaron a reemplazar a una com-pañera a la maternidad y tuve que cubrir un parto. Antes había es-tado en unos cuantos, cuando estudiaba enfermería, pero hoy me emocioné como nunca. Estoy sensible, parece. Vos tendrías que verlo, es increíble el momento en el que sale la criatura.

La madre gritaba como una chancha, y Beatriz, que tiene poca pa-ciencia, le dijo que se acordara de ese dolor la próxima vez que abri-era las piernas. Un amor mi compañera, tiene la sensibilidad de una yarará.

Igual todo salió bien y la beba lloró ahí nomás y todos festejaron que tuviera tanta fuerza en los pulmones como la madre. “Apgar de diez”, dijo la doctora traspirando como en un sauna (no entiendo cómo hace para que el peinado que tiene no se le desarme después de tanto trabajo. Eso se llama estilo. Yo parezco siempre un perro apalea-

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do). Le alcancé la bebé a la enfermera de la neo y vi a la madre llorando de felicidad mientras la doctora impecable le suturaba la episiotomía. A lo mejor lloraba de dolor, no sé.

Tenemos suerte las mujeres ¿no?

8 de eneroTengo ganas de volverme a Perú, no creo que pueda aguantar mu-

cho acá. Me duele el pecho todos los días, tengo miedo de morirme de un infarto y que nadie se dé cuenta de que estoy pudiéndome en la última habitación de esta pensión mugrienta. La cucaracha más chica me usa las ojotas porque le da asco tocar el piso. Me roban las cosas de la heladera aunque ponga cartelitos con mi nombre y compre el fiam-bre más ordinario del mundo. Pero lo peor es el ruido: en la estación del subte deben dormir mejor que acá. Si llegas a venir nos mudamos a un monoambiente cerca del trabajo ¿querés?

Todavía no les compré los regalos a los chicos: tiene que ser algo que los haga acordarse de mí. ¿Vos crees que se acuerden?

Estoy pensando en conseguir trabajo en otra clínica. No quiero volver a la Terapia. El jefe es un perverso y hace llorar a la gente. En revista de sala no vuela ni una mosca, pero él se las ingenia para de-jar a todos como idiotas. Incluso al doctor Márquez, que sabe tanto. Hoy le dijo bigotuda a la residente de primero, que tiene problemas hormonales. Yo vi cómo se le llenaban los ojos de lágrimas. Después le hizo una pregunta sobre el electrocardiograma del paciente de la cinco, que tiene una arritmia, y ella estaba tan nerviosa que lo agarró al revés. “Coya oligofrénica”, escuché que le decía. No puedo entender por qué nadie la defendió, pobre chica, estaba más pálida que la se-ñora de la uno, que está pidiendo pista.

Cuando el viejo se fue quedaron solos los médicos de guardia y para aflojar un poco la tensión el doctor Márquez se puso a contar chistes subidos de tono. Un desubicado, pero casi me hago pis de la risa. Hasta Beatriz, que es una pacata, se hacía la escandalizada pero bien que paraba la oreja. En eso traen del piso a un viejito en paro, y nosotros dele chacota, pura carcajada. Y el viejo tenía un piyama de raso, encima. Todos riéndonos del piyama de raso. Púrpura el piyama. Decían que era una mezcla de Mumra y Sandro de América. Todos se reían como dementes mientras al viejo lo intubaban, le hacían la vía central, lo sondaban. La doctorcita, que no llega al metro y medio, se reía como convulsionando y tuvo que subirse a la camilla porque desde el cajón no le daba la fuerza. Se arrodilló en cuatro patas sobre el viejo, el Sandro momificado que no querían dejar ir porque se les acababa la fiesta.

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9 de eneroHoy el doctor Márquez se hizo el vivo conmigo y me pellizcó el

traste. Estábamos reanimando a un paciente, todos corrían y él nos daba órdenes mientras hacía las maniobras. Se nota que disfruta de la adrenalina. Yo me quedé dura y no pude reaccionar. Mis compañeras habrán pensado que me paralicé porque el paciente se moría, pero era yo la que se moría de la vergüenza. Me tomó por sorpresa. No sé si se habrán dado cuenta, pero me parece que sí: vi que la araña galponera me miraba con cara de asesina. Yo no hice nada para provocarlo, pero supongo que estará celosa, con tanta superficie ofreciéndose ahí atrás y justo me pellizca a mí, que soy una laucha.

Pienso en los hijos del doctor, tiene tres, los vi en una foto. Contó hace poco que su mujer está embarazada. Susana, la araña galpon-era, también está embarazada, me enteré hoy. Me da un poco de pena. Qué va a hacer con ese chico si está sola y trabaja todo el día. Me hace acordar a mí, pero yo te tenía a vos y a mamá, y al Lalo, que será un imbécil pero de los chicos se ocupa bastante cuando le toca. Al doctor también lo debe haber sorprendido la noticia, y parece que no le gustó mucho porque hoy anduvo más serio que de costumbre.

Ojalá tenga tiempo de comprar los regalos, pero no creo: Ricardo llamó recién avisando que viene hoy a la tarde y yo justo había de-cidido hacer el bendito budín. El doctor Márquez se lo merece, aunque sea mano larga. Pienso que es una pena que no pueda ir con el vestido azul a trabajar, con lo fresco que es. Extraño la playa de Piura, acá el calor no se aguanta. ¿Llevaron los chicos a la playa alguna vez? Si no te hablo en estos días es porque no quiero ni aparecer por el Telecentro. El tartamudo ya me pone nerviosa: que se joda por lento.

Te voy a mandar con Ricardo una caja de guantes que me traje de la clínica. Usa alguno si necesitás cuando te tiñas el pelo, pero son para los chicos: inflalos y después dibujales una carita (todos se van contentos del consultorio de Pediatría, así que supongo que les van a gustar). Deciles que los amo. Te mando también la remera verde que me diste, me queda muy apretada.

Y una cosita más: no me gusta que te quedes a cenar en la casa del Lalo ¿O ya te olvidaste que es lalombrizsolitaria?

Te quiere, tu hermana Rosa.

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El día que Pío y Fefo nacieron, su mamá contrajo una infección intra-hospitalaria que terminó con su vida en unas semanas. Su padre los crió con esfuerzo y se encargó de fomentar la unión de los hermanos. Desde muy chicos pasaron gran parte del tiempo en actividades fuera del hogar: talleres de arte, música, guarderías, natación, grupos par-roquiales.

Cuando cumplieron diez años fueron de campamento con un grupo de scouts. Compartían una carpa canadiense con dos chicos más que también eran hermanos, aunque no mellizos. Se llamaban Raúl y Aldo. La primera noche después del fogón todos se fueron a sus carpas. Raúl sacó un mazo de cartas de la mochila y les enseñó a jugar al royal. Jugaron algunas manos.

Pío era bueno para los juegos y la partida pronto se inclinó en favor de los mellizos. Raúl era el más grande del grupo, su hermano Aldo tenía la misma edad que ellos y apenas si decía alguna palabra. Pío y Fefo ganaron el juego. Raúl se quedó en silencio un rato y después empezó a decir que habían hecho trampa. Se armó una discusión. Un coordinador abrió el cierre de la carpa y les ordenó que apagaran la lámpara y se durmieran.

Raúl salió sigiloso de su bolsa de dormir. Pasó por encima de su hermano Aldo que se cubrió hasta la cabeza sabiendo lo que estaba a punto de ocurrir. Raúl se arrodillo junto a Pío que tenía ambos brazos dentro de la bolsa de dormir. En la cara sombría del perdedor resp-landeció una sonrisa de dientes torcidos. El primer puñetazo cayó en medio de la nariz de Pío y él sintió cómo su cabeza se enterraba en el suelo. Después hubo más puñetazos, pero ya no los sintió.

El coordinador que antes les había llamado la atención aún estaba cerca. Sentado debajo de un pino con una linterna entre los dientes, se masturbaba mirando una revista. Cuando Aldo y Raúl empezaron a gritar corrió hacia las carpas subiéndose la cremallera y vio la número

El gran jefeEmmanuel Álvarez

Seudónimo: Muñeca Kiwi

Ciudad de Córdoba, Pcia. de Córdoba

• segunda mención •

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trece sacudirse como si dentro hubiese un animal salvaje. La tienda se movía tanto que el coordinador no podía encontrar el cierre. Adentro, los gritos de los chicos eran cada vez más desesperados y el coordina-dor optó por romper las costuras con su navaja de bolsillo. Detrás de él, otros dos coordinadores llegaron corriendo y alumbrando con sus linternas. Los tirantes de la carpa cayeron y los chicos seguían gritan-do y sacudiéndose debajo de la tela. Aldo fue el primero en salir, tenía la cara ensangrentada. Un corte profundo a la altura de la ceja drena-ba sangre fluidamente sobre su cara y su pecho. Los coordinadores se quedaron helados. Uno de ellos agarró a Raúl de las manos y lo tiró hacia afuera. Raúl ya no gritaba, sobre su cuerpo venía aferrado el de Fefo que le daba golpes en la cara sosteniendo dentro del puño su nav-aja americana. A cada golpe que daba abría un tajo en la cara de Raúl y otro en su propia mano. Los dos estaban cubiertos de sangre. Un coordinador resultó herido superficialmente al separarlos. Fefo em-pujó con fuerza y lo tumbó, después salió corriendo hacia el bosque. Los coordinadores le dejaron ir. Aldo lloraba a gritos agarrándose la ceja y tocando el pelo de su hermano que estaba tendido en el suelo cubierto de sangre. Por detrás de lo rojo se lo veía muy pálido. Los chi-cos de todas las carpas se habían acercado y el jefe del campamento se abrió paso con un maletín de primeros auxilios en la mano. Lle-varon a los dos scouts heridos al quincho, olvidando por el momento a los mellizos. Fefo miraba la escena desde la oscuridad inmediata del bosque, no podía dejar de temblar. Además de él, nadie había notado que Pío seguía tirado en el suelo, adentro de la carpa desinflada. Fefo se acercó corriendo a la carpa y la abrió, su hermano lo miró con ojos desorbitados. Tenía los parpados hinchados y los labios partidos por los golpes. Agarraron una mochila y corrieron al bosque. Avanzaron en la oscuridad. Dejaron atrás el campamento y llegaron al arroyo donde Pío le lavó las manos a Fefo y se las vendó rompiendo su propia remera. La tela se tiño de púrpura rápidamente, tenía cortes pequeños pero profundos. Pío quiso buscar algo en la mochila y descubrió que, en el apuro, se habían llevado la mochila de Aldo. La abrió y encontró un pulóver amarillo, se lo puso a su hermano procurando que sus manos no rozasen la tela. Él se puso un sombrero y unas sandalias de Snoopy. Vació la mochila sobre una piedra. Encontró plata, una etiqueta de cigarrillos, un inhalador para el asma, una toalla mojada, un calzoncillo, una cámara de fotos finita y un frasco de mermelada con una lagartija dentro. El reptil estaba tendido de costado y apenas respiraba. Fefo destapó el frasco y puso la lagartija sobre una piedra. Guardó la cámara, los cigarrillos, la plata y tiró el resto al río. Cuando volvió a mirar la piedra el animal había desaparecido.

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Caminaron por la playa veinte minutos y llegaron a un puente que reconocieron. Era el camino por donde habían llegado al campamen-to. Entonces una combi frenó en medio del puente y una cuadrilla de coordinadores bajó del vehículo con linternas y walkytalkies.

Los hermanos se metieron de nuevo al bosque. Nunca habían teni-do tanto miedo. Aquella zona tenía una vegetación más cerrada y les costaba avanzar.

Fefo seguía a Pío y el camino se volvía cada vez más inaccesible. Sintieron gritos cerca, iban a encontrarlos en cualquier momento. Se arrodillaron el uno al lado del otro y rezaron como su padre les obligaba a hacerlo cada noche. Luego de la oración Fefo se aclaró la garganta y dijo: solo te pedimos estar en casa con papá. Los mocos le chorreaban al hablar. Pio asintió al escuchar las palabras de su herma-no y sollozó tratando de no hacer ruido. Entonces Fefo señaló al cielo. No una, sino dos estrellas fugaces cruzaron el azul sobre sus cabezas en dirección al oeste. Los hermanos se abrazaron y dijeron amén sin dejar de mirar hacia arriba.

Salieron juntos del bosque y caminaron hasta la linterna más cer-cana que era la del jefe del campamento. El hombre, que era el único adulto real de todo el grupo, dio un grito de alegría al verlos y corrió a abrazarlos. Alzó a Fefo en brazos y le dijo a Pío que trepara a su espalda. Pío rodeó con los brazos el cuello ancho del hombre y éste comenzó a trotar hacia el vehículo como si fuese un animal de carga. Por encima de su hombro Fefo y Pío se miraron. Cabalgaban a bordo del gran jefe. No dijeron ni una palabra más.

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