Clases de baile para oficinistas

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Andrés Burgos

Clases de bailes para oficinistas

Literatura Random House

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La oficina donde estaba parada con un revólver en la mano era la más amplia, la única quellamaban despacho. Despacho, sí, como en las telenovelas mexicanas. Tenía y no tenía unaexplicación para estar ahí. Antes había hecho una estación en su propia oficina, que era también larecepción de esta, y un pequeño contratiempo, como las semillas de las que nacen las grandestragedias, la empujó adentro.

Todavía no empezaban el ruido ni el movimiento. Había llegado diez minutos antes de loacostumbrado. Treinta minutos antes de su hora oficial de entrada por contrato. Quería tener todopreparado para empezar a organizar con don Bernardo la presentación del informe a la juntadirectiva convocada con carácter excepcional para el próximo mes. Excepcional, les subrayaroncon un tonito de esos que ya traen una acusación. Habían tenido y tenían tiempo suficiente paraestar listos, pero él siempre decía que le había surgido algo más importante. Ese día, por fin, sesentarían a hacer la tarea y eso estaba bien porque un descuido y lo suficiente pasaría a serprecario.

Su madrugón tuvo como primera consecuencia que la poca iluminación de la ventana,esmerilada por un aguacero de abril de los que caen en mayo, aún no alcanzara el ángulo idóneopara el paso de una lámina pálida. Oprimió el suiche de la pared junto a la puerta. Los tubos deneón del techo soltaron zumbidos de mosca gorda. Se hizo la luz y con ella el mobiliario. Loconocía tanto que no habría necesitado encender nada.

El computador no arrancó y esto la dejó de pie, desconcertada, mirando la pantalla en negro.Repitió el movimiento apretando más fuerte a ver si era cuestión de énfasis. Nada. Se demoró unpar de segundos en reaccionar. Como alternativa para ahondar en las posibles causas de lo quesucedía, intentó prender la impresora y tampoco hubo respuesta. Ambos aparatos estabanconectados al mismo tomacorriente y le quedó fácil deducir que allá estaba el desperfecto.

Podría haber buscado una extensión que sirviera de puente hasta un enchufe que sí funcionara.Que no hubiera ninguna a la mano, eso lo tenía clarísimo, no representaba un gran impedimento.Después de todo era una empresa de suministros ferroeléctricos. Habría necesitado una larga, talvez dos unidas, porque el que se había dañado era el único de la oficina, que no había sidoconcebida como un espacio laboral sino como el cuarto de alguien que algún día llegaría a ser unatía abuela solterona. Aunque esa coyuntura también habría sido subsanable, decidió no encargarseella misma. Nada de arreglos a medias o temporales. Acaban por volverse permanentes, como

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pasa con todo en Bogotá.Esperó de pie a que se consumieran los minutos hasta la hora de entrada de los empleados. A

pesar de que le supieron eternos, hizo la concesión y el esfuerzo de aguardar noventa segundosmás para marcar la extensión 43, la de mantenimiento. La señal repicó en su oído dos, tres, cuatro,cinco veces, la vida entera. Cuando creyó que le iban a contestar, lo que se activó fue unagrabación donde la voz de Giraldo decía que en ese momento no se encontraban y que por favordejaran el mensaje; se comunicarían en cuanto pudieran.

—Los estoy llamando de la oficina de la secretaria de gerencia porque hay un daño eléctrico —mantuvo un tono tranquilo que no consiguió sonar amable—. Ya era hora de que estuvieranlaborando, ¿no? Llamen o vengan, por favor.

Colgó. Tenía la cara roja por un calor que le habría servido mucho en el trayecto desde la casa.El sofoco repentino le evaporó las gotas remanentes de los hombros y la espalda pero perseveróla más molesta, la equilibrista que le aceleró el parpadeo después de asomarse a la punta de unade sus pestañas sin pestañina.

La discreción de los ojos bonitos y el gesto torvo aumentaban en una década larga sus cuarentay poquitos. Había dejado a un lado los dos o tres encantos que le otorgó la lotería genética de lamisma forma que lo hubiera hecho con un juego de cocina innecesario y elegante, un regalo decumpleaños de algún primo con plata. No faltaba el reproche en las miradas escasas que poralguna extraña razón se detenían a detallarla. Miradas de otras empleadas, mujeres de jeansajustados, pelos rabiosamente alisados con planchas chinas compradas en Sanandresito yaccesorios brillantes que sonaban como panderetas cuando caminaban como si el mundo enterofuera una pasarela. Mujeres de la misma raza de las asistentes de los magos y de las coristas deorquesta tropical, una subespecie endémica que prolifera en estas latitudes. Decían que aunque lefaltaban cintura y volumen de nalgas podría verse hasta bonita si se lo propusiera, que untoquecito de coquetería no le sobra a ninguna, que eso ya era dejadez, simplonería. Esto a susespaldas, por supuesto, porque nadie sensato se hubiera atrevido a venirle con semejantescomentarios. Era lógica de supervivencia.

Ella, por su lado, poco se daba cuenta y nada le importaba lo que pudiera decirse. Andabaocupada priorizando lo priorizable y su prioridad no era socializar con extraños, que desde superspectiva venían siendo casi todos. Sonreír tampoco se le daba fácil, pero esto en la capital anadie extraña: si alguien pela los dientes con una intención diferente de morder es sujeto desospecha automática.

De repente, sufrió un cambio de temperatura más brusco que los del clima de la ciudad. Perdiótres grados Celsius con la idea de que también hubiera una falla eléctrica en el despacho de donBernardo, con estos afanes, con estos días tan difíciles, con la proximidad del enfrentamiento a lajunta... Se iba a poner furioso. Y tendría toda la razón.

La carrera no duró diez pasos. Entró y se detuvo sin alcanzar el computador del jefe. El

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desorden sobre el escritorio volvió a bloquearla. El nuevo imprevisto era más grave que elanterior, pues estaba ligado a su responsabilidad. O por lo menos así lo supuso.

Aunque no le habían encargado esa tarea, como ella siempre abandonaba la empresa más tardeque don Bernardo, se había asignado la función de restaurar el orden al final de la jornada. Otilia,la integrante más veterana del departamento de limpieza del sector de oficinas ejecutivas yproveedora exclusiva de café para la gerencia, únicamente tenía que vaciar las papeleras, darleuna vuelta a la aspiradora y pasar un trapo para eliminar cualquier mugre mínimo, que para sersinceros, limpiaba ella misma.

Su error había sido no prever las consecuencias de que el jefe hubiera salido después de ella lanoche anterior. Un hecho contra natura. Y le pasaba con estos afanes, con estos días tan difíciles,con la proximidad del enfrentamiento a la junta... El viejo se iba a poner furioso. Y tendría toda larazón del mundo. Ella había confiado en que Otilia iría antes de las siete de la mañana a cumplircon su ronda. Y ahí estuvo la metida de pata. El reguero de carpetas y cuerpos completos delperiódico delataba el chanchullo. Otilia había establecido un cronograma alternativo para nomadrugar a diario.

Alcanzó a recoger una revista de economía en inglés y la sección de deportes de El Tiempoantes de volver a paralizarse. Desplazamiento y pausa, desplazamiento y pausa. Un danzóninvoluntario. Ya se estaba hartando del círculo vicioso. Esto parecía uno de sus juegos conCatalina cuando era una bebé, donde se limitaba a intercalar la quietud con movimientossorpresivos que hacían las delicias de su hija. La acumulación de shocks habría perdido la graciasi este último no hubiera resultado tan efectista: sobre el escritorio de don Bernardo reposaba unrevólver que ella no sabía que existía y que en las presentes circunstancias, con estos afanes, conestos días tan difíciles, con la proximidad del enfrentamiento a la junta, podría significar muchascosas. Ninguna alentadora.

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Aunque lo lógico hubiera sido acercar su mano al arma con la precaución de quien está a punto detocar a un animal bravo, la manipuló como a cualquier objeto de la oficina.

Su papá había sido sargento de la policía y en ese entonces era prácticamente un deber entre losmiembros de la institución enseñarles a sus hijos a estar preparados para defenderse en caso denecesidad. Con ella fue especialmente enfático porque su madre se desmayó del susto después dedisparar por primera y última vez en un polígono. Como hija única, le recayó el deber de velarpor la seguridad en ausencia de él. Lo paradójico fue que cuando un infarto fulminante señaló lapartida definitiva del hombre de la casa, desapareció también el revólver que había dejado parael uso doméstico. La enfermedad de Raquel, un efecto dominó retardado pero efecto dominó al finy al cabo, se manifestó no mucho después. Y con semejante estado mental de su mamá, variablepero funcional, prefirió no mantener un arma de fuego por ahí. No era que se vislumbrara muyposible un accidente de ese tipo, pero nadie como ella para la previsión paranoica.

Como suelen ser las cosas de los ricos comparadas con las de los demás, el revólver de donBernardo era más fino que cualquiera que ella hubiera sostenido. Abrió el tambor y comprobó queen cada una de las recámaras había una inquilina. Ya se iba a enredar con especulaciones cuandooyó entrar al parqueadero el Mercedes Benz modelo 80 del jefe, una joyita con motor y latas muybien mantenidos. Ahí sintió pánico de verdad.

Si la encontraba en esas se iba a poner furioso. Los ataques de ira le quebraban la voz en alto ytiraban puertas. Aunque él se apaciguaba al rato y parecían olvidársele los motivos un segundodespués de volver a la calma, los alrededores seguían vibrando en réplicas traumáticas. Si lapillaba se iba a enojar de una manera que no tenía nombre. Este tipo de fisgoneo rompía el pactotácito que a lo largo de una década los había mantenido uno al lado del otro, piezascomplementarias de una maquinaria engrasada y precisa, con sincronía de pareja veterana debailarines. Ninguno cruzaba el límite de la vida personal más allá de algunas preguntasprotocolarias y gestos significativos y concretos pero eventuales. Si no reaccionaba a tiempo, ibana resquebrajarse sin remedio las bases de una relación armoniosa.

Con una velocidad que más tarde la asombraría, se aseguró de que la red eléctrica funcionara yacomodó todo exactamente como lo había encontrado. En tres zancadas estuvo afuera deldespacho y detrás de su escritorio, justo a tiempo para fingir esa normalidad postiza de los quefingen normalidad, cuando don Bernardo cruzó la puerta.

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Ahí estaba él, enfundado en paño fino sin ostentaciones pero a la medida, afeitado impecable yun nimbo de la Old Spice que no se consigue en el Éxito. El viejo tenía su pinta al estilo de ungalán otoñal que ahora solo interpretaba papeles de dueño de la compañía, de papá de uno de losprotagonistas. Un vistazo fue suficiente para que ella supiera que algo no andaba bien. Debajo delas cejas espesas y oscuras, un desafío a la cabeza completamente sembrada de canas, los ojosestaban anegados de lágrimas que no alcanzaban a descolgarse.

Entre ellos no regía la costumbre tan colombiana de saludarse preguntando por la familia, lasalud, el estado del sueño de la noche anterior, la lista de actividades recientes y cuanta frasevacía se viene a la mente. Los tenía sin cuidado esa seguidilla de preguntas retóricas que en lugarde indagar por información concreta no pretenden más que rellenar con musicalidad verbal unosminutos y demorar el arranque de cualquier actividad productiva. Lo suyo era la eficiencia y estaempezaba en el saludo.

—Jefe, buenos días.—Quiubo —la respuesta entre dientes estuvo a nada de ser un gruñido.Don Bernardo continuó su camino hacia el despacho. El intercambio habría terminado si ella no

hubiera agregado una pregunta. Lo hizo por necesidad, por nervios, ante el riesgo de que seesfumara una vez más la esperanza de cumplir el deber del día.

—¿Empiezo con el informe de...?—No —la cortó a la mitad.Tal vez lo prudente habría sido asentir y dejar así. Pero en la acumulación de irregularidades su

boca se arrogó un derecho desconocido: la espontaneidad.—¿No?Fue solamente eso. Un monosílabo que a pesar de su inocencia la cargó de arrepentimiento

cuando él frenó en seco, la mano sobre el pomo de la puerta, y expulsó un resuello como decaballo brioso. Iba a pagar cara la impertinencia, lo sabía. Pero era parte de su trabajo y no teníapresentación abstenerse por el miedo a las consecuencias, casi siempre imprevisibles, de espolearel mal genio del jefe. Si iba a ser una mártir de la causa, lo sería con altura y profesionalismo. Demodo que se aprestó a ponerle el pecho a la metralla.

—Cancele todas mis citas de hoy. Tampoco me pase llamadas.¿Ninguna?, debería haber preguntado y no preguntó. Estaba tan preparada para un regaño que la

instrucción lacónica la dejó sin respuesta. Ni un Sí, señor. Él lo notó y, pese a que lanzó unsegundo resoplido de impaciencia, se mostró dispuesto a extenderse en lo que consideró unaexplicación.

—Usted se me queda hoy concentrada en que nadie me moleste. No se mueva de ahí por si lanecesito para cualquier cosa. No la quiero ver distraída haciendo nada más.

Esta vez no se pudo aguantar porque la resistencia del cuerpo humano tiene un límite. Si sereprimía, se reventaba. Actuó con la carencia de miedo resignada de los que ya dejaron atrás la

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cornisa con un paso al vacío. Que fuera lo que tenía que ser.—¿Nada?El portazo como respuesta terminante aclaró cualquier ambigüedad. Por más que le incomodara

la orden, por más contraria que resultara a los objetivos laborales, por mucho que traicionara supropia naturaleza: nada era nada.

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Nada, lo que se dice nada, no consiguió hacer. Redactó mentalmente los correos que les enviaría aun par de proveedores para reprogramar las citas apenas el computador volviera a funcionar.Pudo anticipar el puchero de los de la Nacional de Cables cuando les dijera que esta semana noiban a poder presentarle a don Bernardo una nueva línea de extensiones USB-HDMI que, a pesar deno ser el tipo de material que manejaba Suministros Vallejo, estaban interesados en que lesdistribuyera en el Eje Cafetero. Recibió varias carpetas de los de jurídica, transporte y finanzas, aquienes les advirtió que no se hicieran muchas esperanzas de contar pronto con un visto bueno. Yya. Tampoco es que hubiera podido trabajar mucho. En los días previos había adelantado condedicación obsesiva todas las tareas del mes. La idea era que en estas jornadas raras que vivía, yque no sabía que estarían tan enrarecidas, se iba a entregar de lleno a la preparación del informede la junta con don Bernardo. Mejor dicho, se inhabilitó ella misma.

Encauzó la ansiedad en tratar de espiar al jefe. Sacó por la ventana el espejo de unacosmetiquera, que casi nunca usaba pero siempre cargaba, tratando de franquear el muro quedividía las dos oficinas por un camino que no había recorrido en el pasado. La suerte no estuvo desu parte: tenía las cortinas cerradas. Tampoco funcionó lo que había visto en una película: apoyar—con sigilo escénico— su oreja pegada a un vaso contra la pared. Lo único que logró captarfueron los gemidos de un oso con cólicos, los lamentos de la tubería vieja.

Para no sentir que estaba desafiando una instrucción específica de su superior, se dedicó apequeñas actividades paralelas que no representaban relación directa con sus funciones. A pesarde que no era el día señalado para eso, podó la suculenta del escritorio. La matica había crecidorecta a punta de tijeretazos a las ramas de hojas gordinflonas. Alineó pilas de fólderes y carpetasque ya estaban alineados, o sea que lo que hizo fue desalinearlos para volverlos a alinear. Lessacó punta a todos los lápices e inició una purga con los esferos que no tuvieran tinta. Tuvo comoresultado cero víctimas porque desde siempre mantenía un control estricto de estos insumos deoficina. De todos los insumos de la oficina. En un dos por tres se quedó sin oficio.

Llamó una vez más a la extensión de mantenimiento. Cuatro tres. De nuevo le contestó lagrabación, que la hirió como un insulto. Se esforzó para no proferir la amenaza que su sinceridadle reclamaba. Desfogarse con una insinuación metafórica de asesinato, si bien cuenta con unajustificación en múltiples circunstancias, no suele ser apreciado en los espacios laborales. Por esodejó exactamente el mismo mensaje que había dejado con anterioridad. Lo único que varió fue que

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su tono se crispó un tris. Un tris nada más.Lo ingobernable de las circunstancias la llevó a tomar una medida extrema por cuestión de

supervivencia, y solo por esa razón: empleó tiempo de su horario de oficina para un asuntopersonal. Llamó desde su celular a través de WhatsApp, como Catalina le había enseñado. Intuyóque la iba a asustar con la hora tan desacostumbrada y decidió dejarle claro de entrada que nadamalo sucedía. Ensayó un saludo juguetón en inglés. De paso, así ella notaría los progresos queestaba teniendo en su curso multimedia personalizado.

—Good morning. I want to talk to Catalina... —hasta ahí llegó porque la vergüenza le impidiócontinuar—. Hola, hija. ¿Lo dije bien?

Del otro lado, el saludo cariñoso se convirtió en su primera buena noticia del día. Un bálsamopasajero, eso sí: Catalina estaba entrando a clase.

—Ah, bueno, entonces no la molesto. Hablamos por la noche... No, no me llame antes que meagarra ocupada. En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo...

Fileteó en el aire la bendición con la que siempre se despedía de ella y colgó. Se le disolvió ladulzura y regresó al limbo. Ahora, para acabar de ajustar, tenía la sensación de haberle faltado ala verdad con eso de que iba a estar ocupada, una mentira que no era ni siquiera piadosa, más bienrefleja, pues era lo que decía siempre porque siempre estaba ocupada. Menos hoy, evidentemente.No supo si sentirse mal o no. Ya estaba pensando bobadas. Ese era el problema de quedarsemanicruzada.

En el caldo de cultivo del ocio retoñó la muchachita que había sido antes de que el nacimientode Catalina la convirtiera en la mujer más responsable del mundo y sus alrededores. A veces sealcahueteaba retos al sistema, a ella misma, porque nadie iba a salir herido con unos paréntesis enun comportamiento que el resto del tiempo era intachable. Se sentía bien. En ocasiones,demasiado bien.

La primera oportunidad surgió cuando entró la llamada. Se asustó porque parecía que lainmovilidad general había reclutado al teléfono para su causa y ya se iba acostumbrando alsilencio.

—Suministros Vallejo, gerencia... —contestó con automatismo—. ¿Don Bernardo? ¿Quién losolicita? Un segundo, por favor...

Dejó la llamada en espera y a quien hubiera al otro extremo de la línea en manos de lagrabación corporativa que combinaba mensajes de autosuperación con el eslogan de SuministrosVallejo, una copia descarada de la línea de Taxis Libres que don Bernardo había pretendidomejorar contratando al locutor estrella de Melodía Estéreo, la decana en las emisoras de músicaambiental.

La esperanza es una flor que esparce su polen al soplo de las ilusiones —música de RichardClayderman de fondo—. Suministros Vallejo, su mejor alternativa en soluciones ferroeléctricas.

Ella mientras tanto se paró y caminó con parsimonia hasta el botellón de agua que vivía de

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cabeza en un rincón. Seleccionó con cuidado uno de los vasos desechables apilados a un costado.Lo miró y sin motivo lo cambió por otro. Abrió la llave del dispensador y en el proceso de llenarel vaso la cerró un par de veces, como si temiera que el líquido pudiera sorprenderladesbordándose en una creciente repentina. Pero no había riesgo porque sus movimientos fueronprecisos. Simplemente lo hizo así. Después contempló el recipiente y vio cómo, a contraluz, elcontenido oscurecía el color crema hasta casi la parte superior. Ladeó la cabeza en un gestoreflexivo y procedió a tomar con lentitud, saboreando pequeños sorbos. No lo acabó. Volvió alevantar el vaso contra los tubos de neón y le pareció medio lleno. Solo entonces, satisfecha,regresó al escritorio.

La distancia hace al amor lo que el viento al fuego: apaga al pequeño y aviva al grande.Suministros Vallejo, su mejor alternativa en soluciones ferroeléctricas.

Regó la mata con lo que le quedaba y descubrió que en la tierra, al borde del tallo, reposabauna hoja muerta que había pasado por alto. La levantó con sumo cuidado, usando sus uñas, y lallevó hasta la papelera, donde la dejó caer. La hoja húmeda bajó como una bomba. Una lástima, lehabría gustado verla hamacarse en el aire como esas que mostraban en los comerciales detelevisión, símbolos de un otoño que nunca habían atestiguado sus ojos de país tropical.

En la sonrisa de un niño habitan todas las estrellas, porque el universo es del tamaño conque nuestro corazón lo dibuje. Suministros Vallejo, su mejor alternativa en solucionesferroeléctricas.

El vaso se le había quedado atrás y lo tomó para que siguiera el destino de la hoja. Cayó conmás gracia, todo hay que decirlo. Cuando no encontró algo nuevo en qué ocuparse, regresó alteléfono en cámara lenta.

—Don Bernardo acaba de salir de la oficina. ¿Quiere dejarle el mensaje?Le colgaron ipso facto. Se dio el lujo de ofenderse. La gente es muy susceptible. No se había

tratado más que de un intento por empujar un día remolón. Una iniciativa ingenua y sin frutosporque el minutero del reloj de pared apenas si se había movido.

Un atentado verdadero era lo de las mentas. Venía sucediendo de tiempo atrás y sería injustoendilgárselo a la inoperancia del momento. El objetivo era la bandeja de dulcecitos sin envoltura,al estilo antiguo, que se ofrecían desde una esquina de su escritorio como muestra de hospitalidadpara los visitantes que se antojaran de uno. El objetivo militar, en realidad, eran esos visitantes.

Cuando nadie la estaba mirando, agarraba un dulce, se lo metía en la boca y le daba un par devueltas sobre la lengua antes de devolverlo a su sitio. Después de mezclarlo entre los demás yrevolver con una soltura que habría hecho las delicias de un tahúr, quedaba irreconocibletranscurridos unos instantes de secado. Observar a la víctima de turno elegir uno equivalía aasistir a una ruleta rusa, excitante pero aceptable en cuanto carente de cadáveres. Se justificabadiciéndose que Dios no se iba a enojar demasiado.

Acababa de camuflar un dulce modificado en el montón cuando entró Augusto Valentierra, el

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asistente del jefe de mercadeo. Treinta y cinco años, pelo engominado, camisa color mandarina yactitud de ganador coqueto con cualquier empleada que orbitara la veintena, Augusto intercalabael tono profesional y la lambonería. Quien tenía una conversación telefónica con él se loimaginaba rematando cada oración con el guiño de un ojo. Llegó apurado. Se preocupaba muchopor parecer siempre de afán.

—Alicita, buenos días —el uso de los diminutivos era otra de sus características.—Buenos días.—¿Será que puedo hablar con el jefe?—Don Bernardo no ha llegado todavía.Augusto suspiró para que a ella no le quedara ninguna duda de su contrariedad.—Es que necesito que me firme esto con urgencia.Sacudió un par de papeles aprisionados con un clip. Lo hizo con solemnidad, como si

sostuviera el sentido de la existencia humana y no importara nada más en el mundo. Sin embargo,en respuesta solo recibió una supinación de impotencia.

—Estas son todas urgencias también —le señaló una de las columnas de papeles dispuestos enlo que iba de la mañana.

Augusto no se intimidó y le alargó su carga.—¿Me lo pone encima de las demás para que él le dé prioridad, Alicia?Parecía un ruego, pero en la cordialidad había mucho de mandato y advertencia, como si una

nota al pie de página dijera Usted de esto no sabe, hágame caso. Ella recibió el encargo con unadocilidad que habría levantado sospechas en cualquiera que no fuera Augusto y lo colocó en eltope de la torre.

—Sí, claro. Cómo no —acompañó la complacencia con la que lo hizo.—Bien —aprobó Augusto exhibiendo una sonrisa condescendiente, y se dispuso a girar para

dar por terminada la conversación.—¿Un dulcecito?El ofrecimiento retardó la salida. Él eligió uno con gusto y se lo llevó a la boca. Con el dulce

aprisionado entre los dientes y la vocalización limitada, dijo Gracias de paso, también Hastaluego, y caminó hacia afuera saboreando. Saboreando el instante se quedó ella y no le quitó lamirada maliciosa de encima hasta que desapareció. Habló para nadie, porque ya no la podía oír.Acudió a una musicalidad de barista entrenado en saludos afectados, en la que no se habríapodido distinguir jamás el trasfondo que reclamaba que ya era suficiente, que después de seismeses en la empresa era hora de que tuviera claras algunas cosas. Una muestra de mínimaeducación.

—Amalia —corrigió al interlocutor ido—. Es Amalia.Se desahogó y siguió con lo suyo, que por ahora era nada.

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La historia de Suministros Vallejo no habría encajado mejor en la fábula de los negociosfamiliares exitosos si se la hubieran encargado a un publicista. Había empezado como unaferretería sencilla en un garaje. Era un local que a lo máximo daba para pagar su propiosostenimiento y llegó con otro apellido a manos de don Gilberto, el papá de don Bernardo, comoparte de pago por la venta de una finca lechera. El patriarca, después de años en los que la únicareforma que le había hecho era ponerle su propio apellido, estaba considerando su venta, tal vezel cambio de razón social a una cafetería con énfasis en empanadas, cuando la muerte se leatravesó y truncó cualquier transacción. Es que a la parca también le gusta hacer sus propiasapuestas mercantiles.

En la repartición de bienes entre los cuatro hijos de don Gilberto, Suministros Vallejo fue unaespecie de patito feo. No despuntó con el atractivo de las tierras que se descolgaban desde los dosmil seiscientos metros de altura de la sabana bogotana hasta el nivel del mar, donde la abundancia—suele decirse en la capital— va de la mano con el aumento del calor y las actitudesincivilizadas de los provincianos, gente buena de tierra caliente pero afecta a costumbresfrancamente salvajes. Ninguno de sus dos hermanos varones protestó cuando don Bernardo pidióla ferretería. Sin preguntarse el porqué de tan curiosa decisión, se la concedieron casi como unfavor y a cambio solamente le exigieron agregar algunas hectáreas más a lo que correspondería asor Gloria, la única hembra, monja hacía décadas y cuya porción iría a engordar losinconmensurables activos de la Iglesia católica.

Don Bernardo era el tercer hijo. No merecía los privilegios evidentes del primogénito ni losmimos del benjamín. Tampoco era la mujer. Lo suyo fue siempre un cuarto plano de atención, algomuy parecido al anonimato del personaje al que nadie le descubría todavía un talento o unaexcentricidad dignos de mencionar. Sus cualidades, que se resumían en un excelente olfato paralos negocios y ya, despuntaron a la vista y al asombro de todos cuando en un lapso admirableconvirtió la ferretería en una máquina de multiplicar la plata.

El garaje se quedó chico y expandió sus dominios de bodegaje y atención al lote de unachatarrería con la que compartía edificio. En pocos años, a medida que se necesitaron espaciospara oficinas de administradores y empleados que nada tenían que ver con la venta deherramientas, Suministros Vallejo se desplegó a izquierda y derecha como la raíz que no encuentraprofundidad en la capa vegetal. Don Bernardo, necesitado de inversionistas, vinculó a sus

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hermanos para impulsar el crecimiento definitivo.Con los Vallejo reunidos en equipo, fueron suyas las casas colindantes, tradicionales y

espaciosas, a las que los nietos no volvieron y quedaron vacantes cuando los dueños murieron ose fueron a otros sitios más acogedores, donde todavía hubiera más vecinos humanos queempresas que habían imitado a la que alguna vez fue una ferretería de barrio. La cuadra enterahabría alojado a los doscientos empleados directos del negocio familiar de no ser por el foco deresistencia que representaba la barbería de un par de viejos que nadie sabía bien si eran hermanoso pareja. Los clientes no les sobraban, debido a las fallas progresivas en su pulso, pero los quehabía eran suficientes para abrir.

A lo mejor habría bastado una oferta sensata para que la barbería dejara de alimentar la falaciade la perdurabilidad. Pero es que ahora Suministros Vallejo se preguntaba también si no habíaalgo de terquedad en seguir existiendo, o por lo menos si sus prácticas no representaban uncapricho nostálgico de sostener lo insostenible. En la última junta de socios, conformada por sushermanos y algunos sobrinos, dueños del otro cincuenta por ciento, don Bernardo se había vistocontra la pared. Tuvo que defender como un gato patas arriba su manejo patriarcal, de hacendadocercano que se sabe el nombre de los empleados y mete la nariz hasta en el último detalle, cuandoempezaron a bombardearlo con el cuento de las certificaciones internacionales, las reingenierías yla cultura corporativa. Sin las cifras de su parte, acudió a uno de sus clásicos arrebatos de furiarecordándoles su capacidad para hacer negocios, su experiencia y el respeto que se le debía. Soloasí consiguió un período de espera hasta la próxima reunión. Una tregua que ya estaba a punto deculminar. Y parecía no importarle. Mientras tanto, Amalia había sido condenada a vegetar afueradel despacho sin saber qué más hacer.

La mañana fue para ella como una sopa vieja. Espesa y desabrida. Incapaz de abandonar laoficina para ir a buscar a sus antagonistas de mantenimiento por miedo a que precisamente en esemomento se le ocurriera a don Bernardo solicitar su presencia, y con la imaginación agotada en elesfuerzo sobrehumano de darle sentido al tiempo solitario sin oficio, acumuló llamadas a laextensión 43 con una compulsión sicótica. El resultado siempre fue el mismo, de modo quecelebró la hora del almuerzo porque le daba un margen de libertad para ensayar otraaproximación.

Aceleró por uno de los corredores, que comunicaba con una de las casas vecinas, y al llegar alcuarto sin ventanas que servía como oficina de los de mantenimiento se dio de narices con lapuerta cerrada. Nadie respondió a sus golpes. Los muy descarados, para rematar, se habíanescapado a almorzar temprano. Como sabía que ellos salían a comer a los restaurantes decorrientazos del barrio y que una persecución por fuera de los límites de Suministros Vallejoresultaría tan agotadora como infructuosa, se limitó a dejar una nota perentoria. En mayúsculas ycon abundancia de signos de exclamación les demandó aparecer cuanto antes. El énfasis que pusoen el mensaje hizo que la punta del bolígrafo atravesara un par de veces el papel, que dejó

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colgado entre la puerta y el quicio.Sin otra alternativa, fue por su comida para seguir hacia el comedor colectivo. Por ahora la

única meta era alejarse de su propia oficina, un ansia de emancipación que no habíaexperimentado antes. Le urgía verse con Hernandito, el jefe de recursos humanos y amigo suyo,para ponerlo al tanto de la situación.

Se contuvo mientras hicieron la fila, cada uno con su tupperware, esperando a que les llegara elturno de usar el microondas. Respondió a medias al chiste de siempre de Hernandito cuandomarcaba cifras exóticas que esquivaban los números redondos. Tendría que esperar el final de lacomida para entablar la conversación que necesitaba tener con ese sesentón de eleganciaanacrónica al borde de la naftalina, modales impecables, corrección a prueba de todo yenamorado de una esposa que lo doblaba en peso.

Cuando solo los separaba un arroz con leche para compartir, dividido con una rectitud quedejaba clarísimo el apego de los dos a la justicia, Amalia decidió que había llegado el momentode contaminar un espacio que Hernandito, para mantener a raya su intensidad, le había pedidodejar libre de temáticas laborales. Se disculpó de antemano en el mismo tono bajo que sostuvierondurante la charla intrascendente en el trámite del almuerzo. Habían adoptado esta costumbre desdeque el resto de los empleados empezó a hablar cada vez menos al mediodía. Las cabezas clavadasen los teléfonos habían ido ganando terreno hasta proscribir las conversaciones. Los escasosdiálogos casi siempre iban referidos a lo que sucedía en alguna pantalla, ya fuera un gato quetocaba el piano o un niño chino que se renovaba cada semana ejecutando un prodigio. La falta dellargo aliento de los parlamentos fragmentarios, generalmente atados al video de turno, hacía queel comedor pareciera una biblioteca comparado con la algarabía de años atrás.

Amalia y Hernandito, tímidos cada uno en su especie, albergaban el temor de que una palabrasuya resonara solitaria en el eco y, sin importar lo que se estuviera diciendo, terminara por atraerlas miradas del resto de la gente. Con el tiempo fueron acomodándose a un volumen exclusivopara el comedor que les daba a sus conversaciones un aire de conspiración o de discusiónprivada, lo que rara vez era el caso. Aunque a lo mejor en esta ocasión sí lo era.

—Hernandito, usted sabe que a mí no me gusta quejarme, pero tengo que informarle que los demantenimiento no contestan el bendito teléfono.

—No pueden contestar porque acá ya no hay departamento de mantenimiento.La voz aterciopelada de Hernandito podría estar sentenciando a la pena capital y nadie dudaría

de que se trataba de la mejor manera de decirlo. Su delicadeza y mesura habrían servido de aliviopara muchos males, menos para el choque que sufrió Amalia y que la llevó a defenestrar de lacuchara un grumo con varios granos de arroz y una astilla de canela.

—¿Qué?—Los recortes de personal —la cara de Hernandito fue toda lástima—. Ayer tuve que

liquidarlos. Ahora esos trabajos se encargan afuera.

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—¿Y yo por qué no me había enterado de eso?—Fue una cosa así —chasqueó los dedos—. Usted sabe cómo es don Bernardo cuando lo

agarra el afán.—¿Y qué va a pasar con Giraldo?—Parece que va a abrir una panadería en su barrio.Amalia se echó otra cucharada de postre a la boca, sin placer pero con necesidad, como si de

eso dependiera recuperar el aliento.—¿Y entonces?En el aturdimiento no sabía si estaba preguntando lo que debía preguntar, sobre todo porque

tampoco atinaba a esclarecer qué era lo que iba a preguntar. Él continuó con la normalidad que lehabría correspondido al más pertinente de los interrogantes.

—Está jodido el asunto —se lamentó—. ¿Usted necesita que le arreglen algo en la oficina?Amalia a duras penas logró asentir.—Dígame qué necesita y yo pongo a Gladys a que lo pida afuera.Ella articuló un agradecimiento y una solicitud prácticamente inaudibles. Le había subido a la

cabeza un mareo que le traspapeló el tema del revólver del jefe y le duró el resto de la tarde.

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5

Más que un mareo fue algo así como un recorte presupuestal de la sintaxis. Un estado deprecariedad que todos hemos experimentado en algún momento de la vida. Incluso no se habríaconstituido en una novedad de no ser porque se le instaló en la raíz. El extravío de las palabras nohabía seguido el protocolo: en la mente hacen fila y en el trayecto hacia la boca sufren un tropezónpara terminar apelmazadas en algún sinsentido.

En esta ocasión era distinto porque cualquier estructura mínima que pretendió armar le naciócon malformaciones desde su corteza cerebral. Sus frases se atascaron como los pasajeros de unbus en hora pico. Entre empujones, reclamos, zancadillas y apuro desistieron del abordaje sinhaber llegado a la puerta. Lo que pasa es que. Mejor dicho. ¿Si uno tiene un revólver listo sobre elescritorio no es para? Porque extremo como lo de los despidos masivos. ¿Giraldo sabe hacer pan?Podría el informe a la junta sin embargo. Pero no. Uno no en estas. Lo absurdo es cruzar los ojos.Cerrar los brazos. Y el computador sin. ¿Así quién? Sobre todo.

Como no hay mal que por bien no venga, la bullaranga de su cráneo sirvió para mantenerlaocupada y olvidar las angustias de no tener ocupación. Nadie entró a la oficina y la única llamadaque respondió fue de Hernandito. Quería informarle que en el transcurso de la tarde vendríaalguien a arreglar el daño. En la enajenación solventó lo que restaba del día laboral más largo delmundo, al que ningún solsticio de verano podría haberle hecho competencia. Supuso tempranera lasalida de don Bernardo hasta que comprobó cuánto había avanzado el reloj durante su ausencia sinausencia. Volvió en sí.

Antes de irse, le quedaba resolver un dilema para dar su jornada por concluida. ¿Limpiar o noel despacho? Si no lo hacía, la tarea recaería en Otilia. El problema era que si delegaba en laanciana, ella iba a encontrar el arma, en caso de que todavía continuara allí. La posibilidad de queeso sucediera le pareció una intromisión en la privacidad del jefe, que también era su trabajoresguardar. Y no solo por el aspecto personal. Semejante información, en las manos incorrectas,desataría un caudal de chismes y especulaciones sobre la situación de Suministros Vallejo.Limpiar y ordenar, a lo mejor dejar cerrada la oficina con llave, era lo que tenía que hacer. Unaprioridad corporativa. Pero por otra parte, si despejaba ella misma el caos del despacho, elrevólver iba a quedar al descubierto y don Bernardo se enteraría de que lo había visto. Su trato seenturbiaría. Tenía que encontrar una solución.

Arropada con el heroísmo que se espera de una secretaria de gerencia, entró al despacho

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dispuesta a dejar todo impecable. Llegado el caso, afrontaría lo que fuera que le dijera el jefe.Mejor ella que Otilia. Por fortuna, no encontró nada debajo del manto de papeles y periódicos quele estaban dando al escritorio un aire de tugurio. El arma había desaparecido. Quiso comprobar sidon Bernardo se la había llevado y buscó en los cajones. La encontró en el último de la derecha,reposando de costado como un perro bravo dormido, y le volvió la preocupación. Nadie actúa concompleta desprevención si le cuentan que hay un cocodrilo en el salón de al lado.

Sin embargo, tuvo un respiro. Una conversación incómoda con el jefe no sería inevitable. Coneste aliciente, limpió la oficina y se dio permiso para largarse. Cuando iba a salir, el portero delturno de la noche ya ocupaba la caseta de vigilancia. Pachito, todo arrugas y sonrisas, parecía unamomia metida en una vitrina para el goce de los turistas. Se despidió de él como lo había hechosiempre, con el mismo cliché aprendido de Raquel las veces que durante más de veinte años laacompañó a la oficina. Pachito, en vez de su consuetudinario deseo amabilísimo de quedescansara y pasara una buena noche, le tenía una noticia.

—Doña Amalita, la estaba llamando. Un señor la busca.—¿Un señor? ¿Quién? —la extrañeza iba implícita en su voz.Pachito señaló a un tipo con overol entre las sombras de una noche que había madrugado. Un

mulato aproximadamente diez años mayor que ella, contextura de oso mediano, entre rollizo ysólido, extendió una mano voluminosa que ella estrechó con desconfianza. Lázaro se presentóconsecuentemente como Lázaro sin obtener mucha atención. Agregó un apellido que tampoco ellase preocupó por registrar. Le dedicó tres parpadeos continuos que conllevaban una pregunta.

—Me enviaron de Opciones Locativas.—¿De qué?—La empresa de mantenimiento externa.Amalia entendió y resopló mirando su reloj, a pesar de que tenía perfectamente clara la hora sin

un margen de equivocación mayor a un minuto.—Vea —su tono fue decente pero categórico—: yo a esta hora ya no lo puedo atender. Lo

siento.Lázaro la miró con esa falta de solemnidad de la gente de sitios con mucho sol y atardeceres

cursis. Donde un diálogo entre bogotanos se habría convertido en un pulso pasivo-agresivo, élpuso una sonrisa.

—Usted tiene toda la razón.Antes de que Amalia pudiera reaccionar al giro de tuerca, él desplegó su explicación.—Es que me demoraron más de lo que esperaba en otro encargo.No lo dijo como una excusa. Habló como el que llega a la casa y cuenta cómo estuvo el día en

el trabajo.—Vuelva mañana en la mañana.—Sí, claro. Pero, por favor, ¿me podría firmar la planilla para que quede constancia de que

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vine?Se apuró a decir que sí, porque quería que se acabara esa conversación lo antes posible.—Muestre a ver.Lázaro abrió, sin quitárselo, un morral gigantesco de lona gruesa que traía terciado. Amalia

pensó que ella podría caber adentro. También que el contenido pesaba más que ella. Después nopensó nada, porque una de sus pesadillas se materializó. Sus tripas sufrieron la misma revolturaque le producía asomarse a ciertos embalajes en la bodega de Suministros Vallejo, donde lastachuelas o los tornillos se embutían en canecas como una masa de puntas múltiples, caótica, y noen cajitas con una alineación que respondiera al tamaño y a la forma; ojalá al color.

Como palas en un nido de insectos metálicos, las manotas de Lázaro removieron de acá paraallá olas de herramientas. El sonido de campanillas desafinadas se repitió cuando reacomodótambién una agenda, un libro de tapa dura con encuadernación de biblioteca pública, una loncheracompacta y varios objetos más que no alcanzó a distinguir. Desde el inicio del segundo ciclo deregistro era evidente que así no iba a encontrar lo que buscaba.

Amalia, sin darse cuenta, terminó inclinándose hacia adelante para tener un mejor ángulo devisión. La impaciencia la tentó a arrebatarle el morral, preguntarle qué era lo que había queextraer y hacerlo ella misma. Solamente la disuadió vislumbrar que la carga habría sido superior asus fuerzas. Caería en el interior como un marinero que resbala de la borda en medio de unatormenta. Y ahí se iba a quedar viviendo si el encargado de rescatarla era el mismo tipo que noconseguía encontrar lo que estaba buscando.

Sobrevino como un paliativo que Lázaro cambiara el sistema de exploración. Ahora ibasacando cosas al azar y las acumulaba entre las manos, las articulaciones de los brazos y lasaxilas. Pero fue una solución a corto plazo. En segundos no le cupo nada más y perdió todamovilidad del tren superior, a excepción del cuello, que usó para estirar la cabeza como unatortuga y comprobar con frustración que lo que buscaba seguía escondiéndose. Amalia sedesesperó.

—¿Le ayudo? —en su voz había más reproche que solidaridad.Lázaro agradeció y le pasó la carga de uno de sus brazos. Fue suficiente para dejarla a ella con

las manos llenas, pero por lo menos liberó una de las suyas para continuar la exploración erráticadentro del morral. Los resultados se hicieron esperar pero emergieron. Lázaro abrió con los dedosuna agenda que ya había pasado tres veces frente a los ojos de Amalia y sacó un papel rosado. Loagitó moviendo la muñeca, pues de algún modo misterioso el brazo que había vaciado se le volvióa ocupar.

—¡Aquí está! —celebró.Ella habría compartido el alivio si el puchero contrariado que vino a continuación le hubiera

dado tiempo.—Pero no tengo lapicero —dijo él.

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Maniatado, Lázaro se miró el cuerpo de arriba abajo como si así pudiera reemplazar el tanteode rigor en todos los bolsillos. También imposibilitada, Amalia miró en dirección a Pachito,buscando ayuda. Pero el viejito había desaparecido. Andaba en la cocineta anexa preparando elcafé con leche para su guardia nocturna. Estaban a su suerte y si ella no hacía algo jamás verían laluz al final del túnel.

Amalia halló espacio para acomodar los objetos que iba sacando de su bolso y despejar elcamino hacia el fondo. Lázaro hizo lo propio para ayudarle. Recibió su carga aumentada. Amaliadesenfundó una pluma y tuvo que agarrar ella misma el papel para firmarlo porque la capacidadde él ya estaba desbordada. Para quedar libres fue necesario un trasbordo más, donde cada unoreacomodó como pudo el contenido original en su respectivo empaque.

Aunque se quitó un peso de encima, continuó con el lastre del día en la cabeza. Ningún remezónadicional iba a sacarla del cansancio. Deshizo sus pasos de la mañana automáticamente. Algunosnegocios ya estaban empezando a cerrar y dejaron ver los grafitis sobre las rejas metálicas. Eranpárpados con maquillaje recargado. Los ignoró limitando su campo visual a las decisionesaprensivas de sus zapatos. Hizo lo mismo en el bus repleto. El arrullo le sirvió para ignorar a undegenerado que acercaba su bulto demasiado a las colegialas. Era una imagen que en otromomento le habría parecido por lo menos impactante, pero ahora, como todo lo referente a sujornada, como todo lo que no fuera llegar a la casa y dejar atrás el mundo, le generaba una infinitapereza. La afortunada indolencia que concede el agotamiento.

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6

Desde siempre hubo objetos condenados a la inmovilidad. Adornos, muebles e inclusoherramientas. Si una fuerza externa no se apiadaba para cambiarlos de lugar o posición, debíanresignarse a la pasividad. A alojar el polvo que dibujaría sus croquis sobre las superficies. Lasentencia inapelable de la quietud.

Ha existido para ellos, sin embargo, el consuelo del espejismo que da movimiento a sussombras. La luz, al tropezarse con sus figuras, las ha expandido y desplazado en proyecciones. Loha hecho con el recorrido del sol que empuja un lindero entre la noche y el día, un derrotero tanparsimonioso y predecible que no alcanza a emocionar. La sensación vívida la tuvieron cuando laluz manipulada por los hombres fue fogata, fue antorcha, fuego en todo caso, y los puso a mecersecontra las paredes, no pocas veces a bailar. Tiempos felices que se quedaron en nostalgia porquelas fuentes de iluminación cambiaron para abandonar titubeos y todo volvió a su lugar. O mejordicho, todo se quedó en su lugar.

Unos pocos afortunados pudieron continuar disfrutando de esa relativa libertad en las noches,ya fuera asomando cabezas desdibujadas en rincones irregulares o rascándose los lomos comogatos entusiasmados contra el suelo. Los muebles de la sala de Amalia y Raquel, por ejemplo.Ungidos por lucecitas de colores titilantes todo el año, compartían con los arreglos navideños unafiesta que se negaba a terminar. El interior de una maraca llena de sombras sinuosas diferenciabasu casa de las otras del barrio, a pesar de tener la misma fachada de proyecto masivo de clasemedia con cincuenta años de construcción.

Frente a la puerta, Amalia no encontró sus llaves. Le dio tres repasos concienzudos y nerviososa su bolso sin ningún éxito. Si el ventarrón helado no hubiera empezado a colársele por la nuca, sehabría quedado ahí parada. Timbró resignada. No podía acordarse cuál era la última vez que lohabía hecho. Piña le abrió con la extrañeza esparcida por la cara.

—¿Y eso?Dos segundos de Piña bastaban a cualquier desconocido para rendirse a su espontaneidad de

niña propensa a las carcajadas y olvidarse del impacto inicial del fenotipo de bulldogacercándose veloz, corriendo sin premeditaciones, para repartir cariño rudo a propios y extraños.Piña, amiga desde la infancia, ropa machorra que hacía honor al lugar común de una dama quegusta de las damas, artista plástica de proyectos sin futuro ni pretensiones, acumuladora detrabajos absurdos y adolescente eterna, se encargaba de cuidar a Raquel durante el día. Nadie

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mejor que ella.—No encuentro mis llaves.Que no encontrara algo por una vez en su vida igualó a Piña en la perplejidad que Amalia ya

traía. La seguidilla de preguntas que se le vinieron a la cabeza no se consolidó porque Amaliasiguió hacia adentro. Pasaron frente a la sala donde la Navidad ejercía soberanía permanente yanclaron en el comedor. Raquel, una proyección de Amalia con canas y arrugas pero más belleza,esperaba sentada calladita mirando una miga de pan sobre la mesa. Amalia le dio un besocariñoso en la frente. No consiguió nada a cambio.

—Quiubo, mamá.Sin descolgarse el bolso del hombro, recogió un par de pocillos, enderezó los individuales,

alineó las frutas de plástico del centro de mesa y limpió las migas. El desalojo no rompió laparticular concentración de Raquel. Piña rindió el informe del día.

—Olguita se tuvo que ir más temprano porque hoy era la entrega de notas de la niña en elcolegio, pero planchó toda la ropa. Dijo que hay que comprar detergente.

Amalia escuchó mientras dejaba su bolso en un perchero, no sin antes darle un último repaso.—¿Dónde habré dejado mis llaves? —su preocupación fue breve; era hora de otros temas y

señaló a Raquel estirando los labios hacia ella—. ¿Cómo estuvo hoy?—Perfecta, regia. Conversamos un par de veces.—¿Habló?La voz de Amalia casi delató la decepción. Para disimular, se giró hacia Raquel.—¿Estuvo muy conversadora, mamá?—Me contó de cuando era niña y vivía en el campo, ¿verdad? —continuó Piña.Ni la mención ni la sonrisa encontraron eco en Raquel, quien reforzó la vigilancia en el

espectro de la miga desaparecida. Piña de repente recordó algo cuando Amalia le extendió dosbilletes con un agradecimiento.

—¡Ah! Ya se me iba a olvidar. Se fundió un bombillito de una de las extensiones.—¿Cuál? Venga muéstreme.Después de guiarla hasta el árbol de Navidad, le entregó una lágrima de cristal ahumado.

Amalia la descartó y la reemplazó por una nueva, que sacó de un cajón donde guardaba enperfecto orden cientos de repuestos de bombillos con todas las referencias necesarias para lasinstalaciones de la casa. Piña se asomó boquiabierta.

—¿Qué? —Amalia no entendió la curiosidad.—Nunca había visto ese cajón.—Bueno, pues ya sabe dónde están en caso de necesidad.—¿Ahí hay repuestos para cuánto tiempo?—Yo calculo que varios años.—¿Y si Raquel vive cien años?

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—Ojalá. Siempre se pueden comprar cosas nuevas.—¿O sea que usted sí estaba hablando en serio cuando dijo...?—Yo siempre hablo en serio, Piña.La reiteración de lo que ya sabía trastocó el anonadamiento de Piña en obviedad. Sin más que

agregar, repartió su despedida entre Amalia y Raquel y se fue para su casa. No mucho más tarde,ya estaban madre e hija en sus camas gemelas, habitación compartida, a tres pasos de distancia ycon las cobijas cubriéndolas hasta el cuello. La oscuridad las homogeneizaba, pero cada unaandaba en un universo opuesto. Raquel cayó fundida. Dormía plácidamente desde que se habíaconfinado a sí misma. Era como si se ahorrara pasos en la soltura de las amarras: le bastaba conapoyar la cabeza en la almohada. Su hija se quedaba mirándola, admirada y con envidia, tratandode adivinar si el tramado de sus sueños sería el mismo que desfilaba durante el día en su cabeza oqué matices podrían diferenciar su ensimismamiento con la mediación de los párpados.

A Amalia esta vez la mantuvo despierta una preocupación concreta. Las llaves. ¿Dónde lashabía dejado? Quiso reconstruir su día en reversa, pero el cansancio le dio la consistencia de unaverdura olvidada en un caldo. Por donde lo agarraba, se le deshacía. Además, después de un parde asociaciones mentales, solo pudo pensar en los crímenes probables de quien tuviera su llavero.La cabeza se le llenó de la crónica roja en la que se habían convertido todos los noticieros, unrecuento de sangre donde salieron a relucir las historias que contaba su papá cuando se tomabaunos tragos y le daba por hablar del trabajo. Por primera vez lamentó haberse deshecho delrevólver doméstico.

Con un arma como la de don Bernardo se habría sentido segura, incluso con la puerta abierta.Ensayó diferentes opciones para reaccionar a un posible ataque hasta que no aguantó más y selevantó. Salió del cuarto tomando precauciones innecesarias para no despertar a Raquel yemprendió un repaso minucioso por todos los costados vulnerables de la casa. Se aseguró de quela puerta de vidrio que daba al jardín de atrás estuviera bien cerrada. Comprobó que ningunasombra extraña recortara el chorro de luna, más allá de las ramas del brevo, contra el muro quedaba a las casas vecinas. Revisó las ventanas de la habitación que seguía intacta esperando lavisita de Catalina y de la que fue suya hasta que decidió dormir junto a Raquel. Todo parecía enorden.

Solo después de inspeccionar repetidamente las trancas de la puerta de la calle y esperar unrato sentada en el comedor, con la nalga helada y los oídos a la captura de una amenazainexistente, se concedió el regreso a la cama. Raquel elongó una cadena de suspiros quedecrecieron hasta desaparecer. Lo mismo hizo la paranoia de Amalia y pudo conciliar el sueño. Oalgo muy parecido.

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7

Amaneció lloviendo en Bogotá y fue como si alguien trapeara sin haber barrido. La ciudadincomodaba a sus diez millones de inquilinos con la sevicia de un niño alborotando unhormiguero. Hordas de gente malacarosa y apurada con ropa más oscura que el cielo gris. Muchasmujeres que habían olvidado sus paraguas tuvieron que improvisar caperuzas con bolsas plásticaso bufandas para que las gotas heladas no les echaran a perder el cepillado y se les encrespara elpelo. Amalia no. Ella, siempre precavida, antes de salir de la casa había dispuesto en su bolso unabanico de opciones para responder a las exigencias del clima esquizofrénico.

Abrió el paraguas afuera de la estación de Transmilenio en la Caracas con 63. Desplegó así elúnico asomo de color que se permitía fuera de la blusa que generalmente quedaba escondidadebajo de las chaquetas de paño liviano y oscuro que rotaba para ir a la oficina. Cruzó una calletaponada por un tráfico que no reconocía carriles a cargo de conductores que preferían pitar envez de frenar. La separaban todavía siete cuadras de su destino. Siete manzanas bajando por laruta que elegía por concurrida, porque estadísticamente reducía las posibilidades de lidiar solacon un loco callejero, mueco, oloroso y de retinas vidriosas por el consumo de basuco pidiendoplata supuestamente para comida y no para vicio.

Ella se movía por la ciudad en la que había nacido y crecido como lo habría hecho un mamíferonervioso que corre de una madriguera a otra a través de un campo sin dios ni ley, a merced de losdepredadores. Los ladrones eran su obsesión, una amenaza ubicua con la que nunca le habíatocado cruzarse directamente pero que le ocupaba la mayor parte de su concentración cuandocaminaba, los nudillos blancos de apretar con fuerza su bolso contra el pecho.

Su prevención y sus músculos se relajaron cuando dejó atrás la feria del espanto paradesembocar en una seguidilla de casas que enmarcaban un parque bonito y que habrían hecho lasdelicias de cualquier jubilado. Un lugar casi seguro, territorio donde ya se empezaba a intuir lacivilización que habitaba detrás de las murallas de Suministros Vallejo, donde sus problemas eranotros.

Don Bernardo llegó sin lágrimas en los ojos, le dijo que cancelara cualquier cita, que no lepasara llamadas, y se encerró en el despacho. Pensó que esta segunda parte de la nada leresultaría más digerible porque ya sabía a qué se enfrentaba. Sin embargo, el transcurso de lajornada la contradijo. Ahora tenía la certeza de que los paliativos no funcionaban y tampocovinieron nuevas ideas en su auxilio.

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Abandonó lo de los dulces después de chupar un par, la suculenta no había alcanzado amarchitar hojas nuevas que pudiera podar y resultaba imposible enderezar los fólderes con mayorprecisión. La mitad de una mañana que pareció durar varios días la encontró poniendo a girar unlápiz sobre el escritorio con la intención de que por lo menos algo se moviera a su alrededor. Loúnico que la libró de la locura fueron las recapitulaciones a las que el tiempo libre la indujo.Resolvió el acertijo y ansió la llegada del tipo de mantenimiento. Él no había terminado de entrara la oficina y ella ya estaba instándolo a que apoyara su morral sobre el escritorio y lo abrieracuanto antes.

—Usted se quedó con mis llaves ayer —fue directamente al grano.—¿Perdón? —Lázaro trató de entender.No le respondió porque andaba concentrada buscando adentro de la tula. Sacó el manojo de

llaves con un movimiento que compaginó el triunfo y el alivio.—¡Acá están!—Yo nunca las habría encontrado tan rápido —admitió Lázaro.—De eso estoy segura —repuntó Amalia sin mala leche, con simple objetividad.Y como esa conversación ya no daba para más, se limitó a señalar un rincón.—Ese enchufe de allá se quemó.Lázaro acató, trasladó su carga, se sentó en el suelo en las proximidades del daño, a un par de

metros de Amalia hacia un lado, y se puso a trabajar. Ella fingió estarlo haciendo también y asícontinuó unos veinte minutos, hasta que se percibió ridícula y en riesgo de ser descubierta poralguien que no la estaba observando ni parecía estar interesado en nada diferente de los cables dela pared. Para darle matices reales a su interpretación, levantó el teléfono y marcó.

—Jefe, ¿necesita algo?Los gritos desde el despacho opacaron a los que vibraron en la bocina junto a su oreja.—¡Amalia, ya le dije que no quiero que nadie me moleste y eso la incluye a usted!—Sí, señor, disculpe. No vuelve a pasar.Después de un encogimiento trémulo, Amalia volteó a comprobar la reacción de Lázaro. En el

fondo estaba dispuesta a desquitarse con él diciéndole que no se metiera en lo que no le importabay que lo mejor era que se concentrara en lo que estaba haciendo. Pero él andaba consagrado a sulabor con una impavidez de armario antiguo. Cualquiera diría que no se había enterado de nada.Ella regresó a lo suyo, que no tenía muy claro qué venía siendo en ese momento. Se olvidó de élun buen rato. Incluso durante la llamada.

—Suministros Vallejo, gerencia, buenos días... No, el señor Vallejo se encuentra por fuera delpaís... Sí... Está en una feria. Sí, en República Checa... ¿Quiere dejarle la razón? A su regreso yole informo. Sí, deme un segundo tomo nota.

A sus manos nunca llegaron ni lápiz ni papel. Se limitó a mirarse las uñas para comprobar queel esmalte seguía en una condición impecable. Con el teléfono sostenido entre su oreja y el

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hombro, limó una rugosidad mínima en el extremo de su índice derecho mientras hablaba.—Ajá... Catálogo de venta de propiedad raíz en Miami... Sí, perfecto... Y su teléfono es... Sí...

—incluso alargó algunas sílabas para sonar dubitativa—. ¿Ocho cinco? ¡Nueve cinco! Muy bien.Hasta luego.

Colgó, paladeó brevemente un gustico malvado sin imaginarse lo que venía a continuación.—¡Qué crack!La voz de Lázaro delató a un testigo indeseado. Se giró a mirarlo para disfrazar la vergüenza de

reconvención, pero en sus ojos había un aplauso que no halló cómo manejar.—Usted debería ser actriz. Hasta yo me tragué el cuento.Ninguna mordacidad, ni ironía, ni siquiera un mínimo asomo de chiste. Era una afirmación

depurada de cualquier subtexto, tan transparente que Amalia solamente pudo replicar con uncarraspeo huérfano de mordacidad e ironía, pero que exudaba una falta obvia de significado.Lázaro pasó por alto la respuesta absurda con una tranquilidad que le permitió a ella deshacer elgiro y cubrir la vergüenza. De ahí en adelante le iba a quedar imposible olvidarse de que el tipoestaba ahí.

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8

Aunque nació en Barquisimeto, Venezuela, en 1944, muchos piensan que Pastor López escolombiano. Quizá esta confusión se deba a que fue en Colombia donde su fama alcanzó nivelesmitológicos. El Indio, como también se le conoce, cuenta con una base sólida de fanáticos enEcuador y Perú, pero en ningún otro lugar sus éxitos adquirieron el estatus de un evangelio quepermeó varias generaciones y capas sociales.

Sería interesante hacer el experimento en la fila de un banco lleno de gente. Entonar el versoLas caleñas con su ca-mi-nar me hacen de-li-rar... y atestiguar cómo de alguna parte vendría elcomplemento Son rosas de un jar-dín de -a-mor que al-guien plan-tóóóóóóó de parte de un coroque podría estar conformado por una anciana en la cola preferencial, a lo mejor su nieta, unmensajero en sus veintes, la gerente de la sucursal y el vigilante de la puerta. Cada uno tendría unafamiliaridad con la canción en mayor o menor medida, pero igualmente respondería al estímulodesde un pliegue del hipocampo encargado de archivar los recuerdos de fiestas familiareseternizadas en un pasado benévolo.

Y no se trata solamente de Las caleñas. Está la que dice Lloró mi corazón de pena y de dolor...O Vamos a brindar por el ausente, que el año que viene esté presente... O Solo un cigarro...También Golpe con golpe yo pago, beso con beso devuelvo... El repertorio es amplio comodetonante nostálgico de una fiesta que empezó alrededor de 1973, se extendió por décadas y acada rato se cuela en las fisuras de noches gobernadas por músicas más contemporáneas. Conespontaneidad posterior y mucho sentido de la onomatopeya se le bautizó como chucuchucu a esteritmo con raíces de gran orquesta venezolana e injertos de cumbia, esa manifestación autóctonadel Caribe colombiano que luego se esparciría hasta apoderarse del sentir popular de Argentina aMéxico para llevar a geografías lejanas y gentes ajenas a las playas blancas y aguas tibias noticiasde ese mar, esa brisa y esas palmeras, ahora ocupadas con otros sentires musicales.

Precisamente era de Pastor López la melodía que estaba silbando Lázaro mientras trabajaba enel tomacorriente fundido, que resultó más que eso y lo obligó a seguir un alambre maltrecho pordentro de la pared como si se tratara de un hilo de Ariadna, a ratos mohoso, a ratos quebradizo, enuna tarea que iba a requerir más horas de las que había pronosticado. Fue precisamente de PastorLópez la melodía que le contagió a Amalia hasta desesperarla.

—Señor... —empezó y se quedó en blanco. La impaciencia la había hecho girarse tanrepentinamente que no recordó su nombre.

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—Lázaro —la ayudó él.—Eso, Lázaro —se animó a continuar entre la diplomacia firme y el regaño—. ¿Podría dejar de

silbar? Este es un ambiente laboral y necesito silencio para concentrarme en mi trabajo.—¡Huy, sí! Perdone. No me había dado cuenta. La intención no era molestar.—No se preocupe, simplemente deje de silbar y cada uno vuelve a su trabajo.—Sí, señora —remató Lázaro como un recluta obediente y dispuesto.El silencio renovado intensificó en Amalia la conciencia de la inacción, como si al esfumarse

el silbido se hubiera marchado también una trinchera que la resguardaba. Tuvo la necesidadurgente de brindar una explicación no requerida.

—Mi trabajo incluye pensar y en este momento estoy pensando —agregó.Lázaro, que ya había regresado a lo suyo, hizo una pausa. Procesó la justificación que no

esperaba mirándola interrogativamente. Amalia, imposibilitada para censurarse a esas alturas,buscó en las gavetas de su raciocinio una salida a lo que ella no debería haber iniciado. Sinembargo, por orden lógico de la estructura de un diálogo, y para no empeorar el absurdo, lecorrespondía esperar a que él dijera algo. Y Lázaro se estaba tomando el mismo tiempo que lehubiera llevado rumiar un aforismo.

—Mi trabajo no es pensar.Ya. Perfecto. Ahí estaba la brecha. A Amalia le bastaría emitir la primera respuesta que le

nació. Entonces no piense y siga trabajando, iba a decir, una sentencia grosera, es cierto, perocontundente. Sin embargo, una vacilación para dar con una frase menos antipática le dio a Lázaroel espacio —y por consiguiente la autorización— para que continuara.

—Pero mientras lo hago me queda mucho tiempo para pensar. El problema es que termino conla mente en cosas muy raras. Por ejemplo... —tomó impulso, ya no había cómo detenerlo—, ¿ustedalguna vez ha visto un japonés albino?

El talento de Amalia para soltar respuestas categóricas las cerraba sobre sí mismas. Eranventanas clausuradas de repente que daban por terminada cualquier interacción. Su eficacia habíasido comprobada con pordioseros, vendedores y Testigos de Jehová. Y había alcanzado elmáximo esplendor en sus años de trabajo como cancerbera de don Bernardo. Todo el mundoquería tener acceso directo al jefe y ella, con un apego espartano a la agenda, echaba mano sinesfuerzo de un repertorio inacabable de filtros que ponían límite a cualquier justificación racionalo emotiva. Era como un campeón mundial de pimpón siempre listo para responder el juego delcontrincante sin importar el efecto que trajera. Pero esta vez el envío llegó tan absurdo que fuecomo si la bola le pegara en la nuca.

En lugar de adoptar la distancia que requiere el delirio de un desconocido, de un enajenado quepiensa en voz alta y piensa cosas muy raras, recogió el ovillo de la memoria tratando de recordarsi había visto algún ser como aquel por el que se le preguntaba. No importaba que fuera japonés ocoreano o chino, la aproximación habría sido racista pero suficiente.

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—No.—Yo tampoco. Pero debe ser muy raro, ¿no?Y antes de que Amalia alcanzara a darle la relevancia merecida al tema de conversación, o sea

ninguna, él ya había agarrado un impulso que lo tenía reflexionando con solemnidad.—¿Sabe qué no he visto nunca tampoco pero que igualmente debe ser muy raro? —la miró

fijamente para acentuar el suspenso.—¿Qué? —Amalia preguntó con miedo.—Un elefante enano.—¿Usted está hablando de un elefante bebé? —ella intentó encontrarle un ángulo lógico a la

conversación.—No, no. De un elefante adulto pero enano. Con cabeza grande y patas corticas. Así como hay

humanos enanos debe haber animales enanos también, ¿no le parece?Amalia, fanática de la iglesia del diálogo funcional, de repente se vio como un pez desorientado

en una red. Cualquier chapaleo, menos uno, iba a enredarla más. Ahora él agregaba a susreflexiones a las mujeres del Medio Oriente con burkas que solo les dejaban al descubierto losojos: ¿sonreían para las fotos? Su libertad dependía de una única balota de salida. Era el todo o lanada y no dudó al jugarse su carta.

—¿Sabe qué?, siga silbando.Lázaro, como si estuviera atendiendo la solicitud más consecuente del mundo, simplemente

volvió a los cables de la pared. También retornó a su propio arreglo instrumental de Las caleñas,al que le siguió Sorbito de champagne para evolucionar después en un paseo por los hitos másimportantes de la carrera de Pastor donde se disolvieron las junturas entre las canciones. Ejecutóun popurrí de esos que se convierten en una maratón tortuosa para los bailarines sin compromiso,pero que en Amalia, para su propia extrañeza, tuvo un efecto narcótico. La llevó en brazos hasta lahora del almuerzo, donde la salida intempestiva de don Bernardo impuso de nuevo el silencio.

—No vuelvo más hoy, Amalia.Apenas con este aterrizaje y la llamada de Hernandito se dio cuenta de que estaba atrasada diez

minutos en su cita diaria para almorzar. Miró a Lázaro. No parecía tener conciencia del tiempo. Nide su presencia. Ni de nada ajeno a su labor.

—¿Le falta mucho ahí? —tanteó.—El daño está más complicado de lo que pensé. ¿Por qué?En el juego de escoger las palabras Amalia era una novata y se le notaba.—Lo que pasa es que ya es hora de almorzar, pero yo no me puedo ir y dejarlo a usted solo

acá... —de repente tuvo pudor y se corrigió—. No es que esté desconfiando de usted niacusándolo de nada de antemano, lo que pasa es que, ¿cómo le digo?, así son las cosas...

Lázaro, sin inmutarse, dejó las herramientas y sacó una lonchera de su morral.—No se preocupe, yo entiendo. Además ya me están sonando las tripas a mí también.

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—¿También?—Sí, ya oí las suyas cantando hace rato.En la mesa todavía seguía tratando de dilucidar si el comentario de las tripas le había parecido

ofensivo. Estaba tan distraída que no reaccionó en la medida esperada cuando Hernandito leinformó que como parte de los recortes presupuestales se cancelaban las clases de inglésprometidas a los empleados. Ni a la indolencia llegó su reacción con la pérdida de un beneficioque la tenía ilusionada. El dueño de su curiosidad en ese preciso instante era Lázaro, que en unrincón alejado interpretaba un cuadro nunca antes escenificado en Suministros Vallejo.

Hernandito le preguntó si sucedía algo y ella simuló negando. No habría tenido cómo explicarel magnetismo que le generó la delicadeza con la que Lázaro maniobraba los palitos de maderapara llevar los medallones de sushi desde la lonchera hasta su boca. Su deleite ensimismado, y laexcentricidad de semejante plato en un territorio dominado por la carne frita, el arroz y las papas,le daban un aire de niño que juega solo en el recreo, suficientemente complacido, porque elmúsculo de sus fantasías le basta. Se habría quedado tomando nota de cada detalle si Hernanditono hubiera perseverado con nuevos datos.

—Van a reemplazar las clases con un programa de pausas activas.—¿Y eso qué es?—Ni idea.Hernandito iba a agregar algo pero Amalia lo detuvo estirando su mano para pedirle que le

diera un segundo, que tenía algo importante para decir. Y sin embargo, no lo hizo inmediatamente.Se cercioró de que nadie pudiera escucharlos, una precaución innecesaria. Resultaba obvio paraambos que a los demás empleados no les interesaba nada diferente de las pantallas de losteléfonos.

—Don Bernardo tiene un revólver cargado en la oficina.Hernandito no se congració con la atribulación de Amalia. Incluso se atrevió a esbozar una

sonrisa burlona. Le explicó casi paternalmente que esa era noticia vieja, que todos sabían que elviejo andaba armado desde hacía más de diez años, poquito antes de que ella se posesionara en elpuesto de su mamá, cuando había despachado a unos atracadores haciéndolos correr a plomazos.

—Usted sabe que el jefe es muy discreto y seguramente no ha vuelto a tener razones paradesenfundar.

—¿Entonces no se está pensando suicidar?El discurso con propiedades curativas que le soltó Hernandito la invitó a que no fuera

alarmista. Hasta tuvo algo de hipnótico. El final de la hora de almuerzo, aunque no la dejócompletamente tranquila, le bajó a su preocupación. Su miedo se había trocado en algo parecido ala confusión o el acaloramiento; no supo distinguir pues estaba confundida. O acalorada.

Se decidió por el acaloramiento. Este y Lázaro la escoltaron a la oficina, donde el técnico dereparaciones se concentró en sus herramientas y el acaloramiento mutó en enojo. Como un

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alucinógeno traicionero, la indignación le hizo efecto con retraso. Su expectativa por las clases deinglés no estaba fincada tanto en un emprendimiento personal: era un escalón disfrazado hacia unnivel al que ella, tan recelosa frente a los cambios, se había ido aproximando paulatinamente,como quien no quiere la cosa. Si se sentía segura comunicándose en el idioma, tendría una excusamenos para evadir una visita a Catalina a Estados Unidos. Estaba ante un evidente sabotajeamangualado con su autosabotaje.

El chivo expiatorio de la furia iba a ser Valentierra. La actitud con la que llegó lo alejaba de seruna víctima inocente. Recibiría su merecido así le correspondiera de rebote por razones ajenas asu pedantería.

—Alicia, buenas tardes. ¿Me tiene alguna noticia de la tareíta que le dejé? ¿Lo que le pedí quele pasara al jefe?

—Lo siento mucho pero ha sido imposible aterrizar a don Bernardo por estos días.La explicación de Amalia vino sincera. Por eso el reproche subsiguiente cobró el doble de

valor.—Pero ¿usted sí le ha puesto voluntad a la tareíta?Había molestia en la voz de Valentierra y para Amalia fue como si le clavaran la primera

banderilla.—¿Perdón? ¿Usted qué me quiere decir con eso?—Es que a veces para que las cosas funcionen tenemos que poner de nuestra parte, Alicia.No supo categorizar lo que más le molestó: el tono condescendiente o el plural mayestático y

pedagógico. Y dio igual. La consecuencia fue la misma. Augusto Valentierra sería el recipiente deuna fuerza demoledora, acumulada en incontables frustraciones que derivaban y se concentrabanen una clase de inglés cancelada antes de su existencia. Un curso de capacitación que para acabarde empeorar se había convertido en una burla descarada, en una figura abstracta y caricaturesca:pausas activas. La potencia del disgusto que estaba a punto de impactar a Valentierra daría parahacerlo trizas a él y a varias de las generaciones que lo antecedieron en su árbol genealógico. Loúnico que lo salvó fue la intervención oportuna de Lázaro.

—Amalia.No era un llamado, se trató de una aclaración escueta que sin embargo sirvió para que los otros

se fijaran en él con la cara que le habrían dedicado a alguien que entrara blandiendo un florete.Lázaro ni los miró.

—Amalia, ella se llama Amalia. No Alicia.Fue todo. Volvió a la búsqueda de un destornillador esquivo y Amalia y Valentierra volvieron a

ellos.—Amalia, ah... —Valentierra repitió para sí y cubrió su repliegue de cheveridad para eximirse

de una disculpa—. En todo caso le pido que me ayude con eso, gracias.Antes de agarrar un dulce, depositarlo en su boca y fugarse, guiñó un ojo, chasqueó los dientes

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y disparó una pistolita imaginaria, presuntamente cómplice, que tenía a su índice como cañón. Lavacuidad de la retirada habría aumentado el enojo de Amalia si ya no se hubiera olvidado de él.Estaba ocupada mirando estupefacta la espalda ancha de Lázaro, una muralla imprevista al finalde una calle cerrada.

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—Bueno, problema solucionado.A la tarde todavía le quedaba un buen tramo. Lázaro se sacudió las manotas con algo parecido a

un aplauso celebrativo y empezó a recoger sus herramientas, que se habían regado por el suelohasta rincones remotos.

—Préndalo si quiere verificar que todo está bien —le pidió a Amalia.Antes de que el computador soltara un acorde de organeta barata, ella también prendió la

lámpara que dependía del mismo enchufe y la luz de la oficina se hizo menos mortecina. La vidavolvía a su cauce. Con un asentimiento le mostró a Lázaro la satisfacción.

—Noté que la puerta de la oficina está un poco colgada. Si quiere se la arreglo de una vez.Amalia miró interrogativamente a la puerta como si ella misma pudiera opinar. De repente le

pareció muy difícil encontrar una respuesta: un laberinto de procedimientos la enmarañó.—Pero eso no está indicado en la orden de trabajo.—No importa. Yo lo puedo hacer porque sí, simplemente por arreglar lo que está dañado. Eso

no va a costar más ni hay que informarlo.Amalia se tomó el tiempo que le habría llevado una multiplicación simple, de números de dos

cifras, un resultado que no se le iba a escapar pero exigía concentración.—Mmm... Mejor no. Eso después es para problemas. —Y luego, suavizando—: Hagamos el

proceso como debe ser. Yo pido que la persona encargada solicite otra orden de trabajoespecíficamente para eso.

Lázaro se mostró comprensivo. Su camino hacia la despedida empezó estirando, a manera desolicitud, la mano hacia los dulces.

—¿Me puedo comer uno de esos?—¡No!La premura en la negativa de Amalia los asustó a los dos. Él escondió instintivamente la mano

en su espalda.—Es que esos están... viejos, secos —Amalia justificó como pudo su reflejo.Buscó en un cajón del escritorio el paquete donde originalmente venían y se lo pasó a Lázaro.—Mejor estos —dijo con lógica, sin obsecuencia.Lázaro se echó uno a la boca y chupó con gusto.—Gracias. Hasta la próxima —se despidió.

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—Que esté bien —dijo Amalia y fue la última palabra que pronunció en la tarde.El resto del tiempo lo pasó dentro de su cabeza.

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Amalia caminó las cuadras que separaban a Suministros Vallejo de la estación donde tomaba elbus. Durante el último tramo, antes de subirse, sus pies prácticamente no tuvieron que hacerningún esfuerzo. La multitud comprimió sus costados y la desplazó a su antojo. Olor a ropahúmeda y trajinada. El perímetro rígido de pasajeros vecinos no varió en el recorrido de lasprimeras diez paradas, que con el tráfico lento equivalía a media hora de sacudones colectivos.Quince minutos y ocho pausas más tarde, con una mínima reducción en el apretuje, se bajó en subarrio. Las seis manzanas hasta su casa le sirvieron para reacomodar los huesos entumecidos porel viaje.

Con el saludo a Raquel y Piña levantó un par de pocillos de la mesa en la que ellas estaban sinpreguntar si habían terminado. Cuando el teléfono sonó dentro de su bolso, simplemente tuvo queestirar la mano para sacarlo porque aún no lo había descargado. Era Catalina. Por fin iban a tenerla conversación que venía aplazándose. Saludos vinieron, saludos fueron, incluidos los de Piña,que se inclinó a unos centímetros del celular agitando la mano como si pudiera verla. Apenas ibana entrar en materia cuando un timbrazo adicional separó el teléfono del oído de Amalia para quepudiera mirar la pantalla e identificar la procedencia.

—¿Qué pasó? —Piña notó la irregularidad.—Mija, la llamo en un minuto que don Bernardo me necesita.La explicación a Catalina era extensiva a Piña, quien suspiró sacudiendo la cabeza. Después de

una bendición rápida a modo de despedida, Amalia recuperó el porte de secretaria solícita.—Don Bernardo, buenas noches, dígame...Las preguntas que Piña hizo con mímica tuvieron que esperar.—Ajá, ajá... Esos datos no los tengo acá a la mano. Pero en algo así como cuarenta minutos, una

hora, se los puedo dar. Sí, señor, como diga. —Colgó.Como el único efectivo que tenía disponible era para el pago de Piña, Amalia no consideró la

posibilidad de pedir un taxi. Caminó las seis manzanas hasta la estación. Tuvo que esperar másporque ya había pasado la hora pico y por lo tanto la frecuencia de los buses se había reducido.Esto trajo el milagro de acceder a una silla vacía. Estuvo sentada doce de las dieciochoestaciones de un recorrido que se tardó diez minutos menos gracias a la reducción en la densidaddel tráfico. Bogotá se comprimía y estiraba porque sí. En el camino hacia Suministros Vallejo sucorazón latió perceptiblemente más rápido porque aceleró los pasos, en parte por el apuro, en

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parte por la ansiedad que le produjo el cambio de la gente que empezaba a transitar a esa hora.Aunque el entorno no se manifestaba particularmente amenazante, los transeúntes habitualesescasearon y ahora asomaban otros seres con vocación más nocturna que la ponían en alerta.

—¿Se le quedó algo, doña Amalita? —para Pachito cualquier novedad en las horas gélidas desu turno era un acontecimiento.

—No, trabajo de última hora que no falta.El vigilante manifestó su resignación solidaria abriéndole paso y Amalia siguió hacia adentro.

No necesitó luz en los corredores vacíos y tampoco en su oficina. Con una carpeta en la mano,marcó el número de don Bernardo. El jefe no le contestó. Le dejó un mensaje diciendo que ya letenía los datos. No se atrevió a volver a llamar. Esperó un cuarto de hora hasta que finalmente,cansada, tomó una decisión práctica. Se llevó la carpeta. Hizo otra vez el recorrido sin molestia,ni siquiera con un cuestionamiento. Así era la vida, así era el trabajo. Gajes del oficio.

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—Buenas, señorita.El saludo de Lázaro y la respuesta de Sasha hicieron que Amalia levantara la cabeza. De otra

forma tal vez la habría agarrado fuera de base la aparición de la muchacha. Su figura etérea y laparadoja de sus pasos, caricias livianas que al mismo tiempo se enraizaban con solidez en elsuelo, le otorgaban un sigilo involuntario.

Amalia abandonó el acicalamiento que le estaba dando con mayonesa a la matica. Casi todaslas hojas ya relucían vivaces, listas para una foto de calendario. La sesión de maquillaje habíasido el placebo del día para no pensar en que don Bernardo seguía encerrado con el arma en eldespacho, sin dar señales de vida, y ella continuaba atornillada ahí, atolondrada por laimpotencia.

—Hola, Amalia —saludó Sasha con un acento sacerdotal, titubeante entre geografías, de yoguique casi ha conseguido borrar su impronta bogotana con años repartidos entre Nueva York yNepal.

—Buenos días, señorita Sasha. Regáleme un segundito, ya la anuncio.A continuación, Amalia redujo el volumen de su voz a un nivel confidencial, no sin antes echar

una mirada alrededor para asegurarse de que no hubiera testigos indeseados. Incluso la presenciade Lázaro, que se veía muy concentrado en el arreglo de la puerta, le generó una pequeña duda queterminó por descartar.

—Es que su papá me ordenó que le dijera a todo el mundo que no está. Pero me imagino queeso no incluye a la familia —casi susurró.

—No, no hay necesidad, yo no vengo a verlo a él.—¿Ah, no?Amalia se quedó con el teléfono levantado en el aire y los labios separados. Sasha sonrió y le

refulgió la cara blanquísima hasta el marco de un pelo al que se le notaba la inversión enproductos nutrientes de primera calidad.

—¿A ti no te hablaron de las pausas activas? —Sasha era el único ser en el universo quetuteaba a Amalia.

—Pues algo oí... Pero, la verdad, no estoy muy enterada.Amalia se sonrojó como una estudiante aplicada que por una vez no había repasado la lección.

Sasha, quien no albergaba un gramo de grasa ni de malicia en el cuerpo, la miró beatíficamente.

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Después vinieron una explicación sucinta, un puñado de indicaciones simples y la primera asana.Amalia quedó frente al escritorio para acometer la misión imposible de pararse igual que Sasha,la persona con la espinal dorsal más recta del mundo. Cruzó los dedos bajo su cumbamba, a laaltura de la papada, e imitó el movimiento en el que los codos subían hacia los costadosdelimitando con un paréntesis la cabeza.

—Este ejercicio de respiración nos va a llenar de prana, que es la energía vital.Mientras inhalaba y exhalaba siguiendo las instrucciones, Amalia sintió que en lugar de llenarse

de prana lo estaba haciendo de vergüenza: Lázaro había abandonado su trabajo para mirar elespectáculo sin disimulo. Una perla de sudor que había resbalado por su sien derecha hizo elcamino en reversa cuando tuvo que llevar la cabeza hacia atrás mientras sus brazos, ahoraestirados y con las palmas unidas, apuntaban hacia el techo. Era la tercera o cuarta posición, nosupo definirlo, porque el sofoco le empezaba a difuminar el raciocinio.

—Aprieta las nalgas para proteger la parte baja de la espalda mientras te inclinas tratando defijar la mirada en la pared posterior.

El tono apaciguador de Sasha no surtió ningún efecto. Sus pulsaciones aumentaron, más que porel esfuerzo físico, debido al pensamiento repentino, absurdo y perturbador de que el hombreencargado de la reparación de la puerta sabría con certeza que en ese preciso instante ella estabaapretando las nalgas. El paso de aire quiso detenerse en su garganta, así que fue casi un alivio lainterrupción.

—Disculpen... —se entrometió Lázaro con un recato que ella habría agradecido también en supostura como espectador.

—¿Sí?Sasha lo miró con la disposición de quien siempre está dispuesto a brindar ayuda. Amalia,

ocupada en aspirar un par de bocanadas de aire extra, no tuvo tiempo de mirarlo feo. Dirigirle asíla palabra a la hija de don Bernardo evidentemente estaba por fuera de las funciones que lorequerían en la oficina.

—¿Será que yo también puedo participar del ejercicio?Amalia parpadeó con fuerza para ahuyentar la línea de sudor que ahora merodeaba la comisura

de su ojo. Sin esperar la indicación de Sasha, abandonó la posición en la que se había mantenidofirme. El exabrupto requería su intervención y habría sido incómodo llamar al orden con losbrazos arriba, estirados y pegados a sus orejas, las manos unidas en un apretón y los índicesapuntando al cielo.

—Lo que pasa es que, según tengo entendido, lo de las pausas activas es un programa deSuministros Vallejo para sus empleados de planta —retornó con facilidad al lenguaje corporativo—. No creo que sea aplicable a los proveedores externos.

—Claro, claro... Ya veo. Pero si uno lo piensa lógicamente, que haya una o dos personas en lapausa activa, aunque una de ellas no sea un empleado de planta, no va a representar un costo

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adicional para la empresa, ¿no?La respuesta de Lázaro rebosaba coherencia e inmediatez. Amalia buscó una refutación que

nació muerta porque él siguió, esta vez apropiándose del papel que le correspondería a ellamisma.

—A menos que... Acá la señorita profesora...—Sasha —pidió Sasha que la llamara.—A menos que la señorita Sasha, acá presente, cobre por alumno. Ahí sí la historia sería otra.—No, yo no cobro.—Bueno, es que también es una cuestión de orden y de procedimiento —Amalia se aferró al

rigor como argumento.—Ah, no, si es por ese lado está clarísimo. Yo decía porque no pensé que fuera a ser un

problema para nadie. Pero las cosas como son. Ustedes disculpen.Lázaro empezó a recular en una concesión honesta a los valores empresariales que defendía

Amalia y ella se dispuso a alzar los brazos. Sin embargo, el arbitraje de Sasha tuvo la últimapalabra en la discusión.

—Pero es que no hay ningún problema —dictaminó, contenta de aumentar su grey—. La energíafluye mejor cuando se trasciende lo individual.

—¿Ah, sí? —dijo Amalia. O Lázaro. Da lo mismo. Ninguno esperaba esa carta blanca.En un abrir y cerrar de ojos estaban Amalia y Lázaro, codo con codo, sentados en sillas

invisibles con los brazos estirados para mantener el balance. Utkatasana, les dijeron que era elnombre de lo que corporizaban. Él asumió el ejercicio con concentración y seriedad. Ella pudonotarlo porque su mente no consiguió quedarse en blanco, como le pidió Sasha, y a cada ratogiraba los globos oculares para vigilar a su vecino.

—Aprieten el estómago para afianzar su centro de gravedad. ¡Chupen la barriga y tensionen losglúteos! ¡Duras esas nalgas!

La temperatura de sus alumnos subió. La de Lázaro por la dificultad. La de Amalia también, porlo menos en parte. Le pesaba otra vez la referencia al grado de tensión en su culo y la ineludiblecerteza de que se trataba de una condición compartida, una coreografía con un tipo que lo quehabía venido a apretar eran las bisagras de la puerta.

De ahí pasaron a estar de rodillas, el tronco inclinado hacia adelante y siguiendo la instrucción,nada fácil de cumplir, de apoyar la nariz en el piso con los brazos extendidos al frente. Amalia ledio un nuevo repaso a Lázaro, quien tenía atención solamente para el ejercicio. Su vergüenzahabía comenzado a diluirse. En cambio, sintió crecer en su orgullo el espíritu de competenciadespués de que en alguna posición ese hombre con contextura de gorila logró un punto deflexibilidad que a ella le quedó inalcanzable.

Tras varios pujidos, resuellos y el traqueo de los huesos de ambos en una figura absurda queSasha bautizó con voz angelical como Trikonasana, quedaron boca arriba, acezantes y rendidos.

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—Buen trabajo. Ahora permanezcan así, en silencio, mínimo tres minutos. Esto se conoce comoShavasana, lo que traduce “posición del cadáver”, y permite que la sangre fluya por el cuerpoarrastrando toxinas...

La salida de don Bernardo del despacho amenazó la armonía lograda a través de la rutina deejercicio y respiración. Amalia, asustada, amagó con levantarse palanqueada por un antebrazo y lavergüenza de que el jefe la encontrara acostada en el piso. Una indicación de Sasha la interceptópidiéndole que volviera a dejarse caer. Shavasana, a pesar de ser una postura inmóvil, era tan omás importante que las demás. En todo caso, don Bernardo no se inmutó.

—¿Nos vamos, hija?El jefe le informó a Amalia el fin de su agenda despidiéndose hasta el día siguiente. Sasha

felicitó de nuevo a sus alumnos, les aconsejó permanecer así un rato más, en silencio, y salió condon Bernardo.

—Namasté —fue lo último que dijo.—Namasté, Sasha. Namasté, don Bernardo —contestó Lázaro.Recuperados el aliento y la conciencia de su situación, las miradas de ambos deambularon por

la oficina. Chocaron en algún punto y se rechazaron como imanes enfrentados por polos iguales.Optaron por las narices dirigidas al cielorraso.

—¿Cuánto más nos tenemos que quedar así? —Lázaro quebró el silencio.—Ella dijo que por lo menos tres minutos. Falta uno y medio —no necesitó consultar el reloj

para saberlo.Quince segundos eternos después, Lázaro volvió a abandonar el mutismo.—¿Cómo le pareció el ejercicio?—Mmm… —resumió su opinión Amalia.—A mí me gustó. Me parece que tiene claros beneficios espirituales y físicos. Sobre todo Adho

Mukha Svanasana.Semejante declaración hizo que Amalia volteara la cabeza para corroborar si estaba siendo

sarcástico. Y no.—Aunque, la verdad, yo soy de otro estilo —complementó él.—¿De otro estilo cómo?—Yo para ejercitarme prefiero bailar. Desde que enviudé, eso me mantiene sano el corazón y

contenta el alma... —Después, a quemarropa—: ¿Usted es casada? ¿Comprometida?Amalia, de repente emboscada por la incomodidad, apenas negó con la cabeza.—¿Y le gusta bailar?—Yo nunca fui muy de fiestas.—¿Y eso?—Ehhh, yo soy madre soltera. Tuve una hija muy joven y me tocó criarla a mí sola con la ayuda

de mi familia. Después mi papá se murió, mi mamá se enfermó y así... Una cosa detrás de otra. Las

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responsabilidades nunca me dejaron tiempo para andar en esas.—¿Y ahora? ¿Sigue igual de ocupada?—Ahora es más relajado. Mi hija vive en Estados Unidos, estudia allá con una beca que se

ganó y mi única responsabilidad es mi mamá. Somos ella y yo solas.—Entonces puede ser un momento para desquitarse y empezar a pasar bueno, ¿no?Para entender lo que pasó a continuación hay que tener en cuenta la complejidad del

apareamiento entre los oriundos de la capital colombiana, un proceso tan complicado como el delos pandas. En los bogotanos confluyen el carácter extremadamente reclusivo del indígena —desconfianza con obvias razones colonialistas— y las maneras de los conquistadores españolessometidos a la falta de oxígeno en una meseta trepada tan lejos del nivel del mar como nuncahabían estado.

En sus genes predominan las limitaciones del indio paramuno y del hombre blanco para abordarespontáneamente cierta interacción humana y las artes danzatorias. Hizo falta en el mestizaje másde la contribución africana que dotó de caderas generosas, risa fácil y sentido del ritmo a otroshabitantes de la república de acuerdo con su cercanía a las costas.

Un ejemplo de esta infortunada coyuntura de los bogotanos se manifiesta cuando un individuomasculino pretende acercarse a uno femenino, en medio del fragor de una fiesta, con la intenciónde establecer un contacto inicial que debería llevarlos a la danza en pareja. Quizás al coito.

Lo lógico sería que el ritual de seducción se diera con sencillez dada la información atávica ybiológica que los rige como mamíferos. Pero resultan más fuertes los condicionamientos genéticosde sus ancestros y los lastres culturales. Emborracharse no protege ni al que se acerca ni a la quelo ve acercarse de una tensión que crece proporcionalmente con la reducción de la distancia entreellos. A menudo acaban estrellando sus hombros, y siguiendo el mismo protocolo de la nave quefalla acoplándose a una estación espacial, deciden abortar la misión. Desvían el rumbodisimulando sus intenciones.

El encaramiento y la comunicación verbal tampoco aseguran ningún éxito. La mayoría de lasconversaciones mueren antes de empezar porque parten de un chiste incomprensible, dictado porlos nervios, o un par de frases inconexas que derivan en enojo mutuo. Pronto uno de los dos segira bruscamente para darle la espalda al otro y cada uno regresa a su grupo original, donde sededica a hablar mal de sus paisanos del sexo opuesto.

Esto no quiere decir que todos los intentos desemboquen en fracasos. Ciertas circunstanciasfacilitan el final feliz de algunos procesos y el verbo se vuelve carne. Sin embargo, las cifras deéxito no están acordes con lo que debería esperarse de una alta población de individuos con frío.Gran parte de la responsabilidad en los ayuntamientos recae sobre los inmigrantes de otrasregiones colombianas, que son en su mayoría seres más tocados por el sol del trópico y oídos consensibilidad para la música de tambores.

La vida para los machos bogotanos se facilita cuando una hembra de diferentes latitudes los

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elige. Ante el embate frontal, aprendido en los calores de la provincia, ellos solamente tienen queobedecer sus propios instintos: ser presas fáciles y felices. Otro muy distinto es el panorama parael provinciano o extranjero que decide posar sus ojos en la mujer bogotana. La reserva herméticade la capitalina se mantiene inquebrantable frente a los nuevos enfoques de aproximación. No esque ella sea negada a los caprichos del cortejo, resulta simplemente que su sensibilidad semanifiesta receptiva a detalles y tonalidades lejanos de los usos de esta tierra que le tocó habitar.

A la sutileza de esos semitonos apunta esta digresión. Para comprender los mecanismos de ladanza, debemos abordar la esencia del apareamiento entre seres humanos. Porque la danza esvida, metáfora de las búsquedas entre individuos, bembé, tumbao, dembow, chachachá,sandungueo, ras tas tas, son, paseo, descarga, reguetón, charanga, trap, elemento aglutinador de laspulsiones y lenguaje sensorial trascendente. Sobre todo en estas tierras donde la forma como seagiten las nalgas suele condicionar más el destino de alguien que las palabras que salen de suboca.

Quien pretenda acercarse a la bogotana, en los prolegómenos de la danza o en la vida, tiene quecomprender que se trata de un ser perceptivo y asustadizo. Un cervatillo tímido del bosque queante la primera señal de alarma pondrá sus orejas en punta y no dudará en escapar en direcciónopuesta. Para la aproximación es menester cuidar el volumen de la voz y prescindir de losmovimientos amenazantes. Nada la espanta tanto como el agitar de hombros masculinos en francainvitación a bailar. El que haga esto solamente verá su espectro sumergiéndose a lo lejos en lavegetación. Cualquier tipo de estridencia es enemigo.

Las palabras y los gestos deben ser cautelosos y lentos para confirmar que no existe ningúnriesgo. Pisar una rama seca equivaldrá a la silueta de la capitalina encogiéndose en el horizontecon saltos de gacela. En ocasiones habrá que prescindir del contacto visual para estirar la manocon paciencia, la palma arriba, y permitir que ella, llena de aprensión, olisquee simbólicamente elofrecimiento, descarte estar ante un presunto atacante y se muestre dispuesta a encontrar la miradaque el oferente debe levantar con lentitud. Así nace el instante propicio. Quien no se apresurepodrá recorrer —en la vida, en la conversación, en el baile— los meandros de uno de los seresmás delicados del hábitat latinoamericano. Ese instante no había surgido aún para Lázaro, comoiba a comprobarlo enseguida.

—Entonces puede ser un momento para desquitarse y empezar a pasar bueno, ¿no?Amalia tuvo un respingo imperceptible para él, un fruncimiento de alguien que acaba de

recordar que dejó abierta la llave del gas cuando salió de la casa.—Yo creo entender que la posición de Shavasana tiene que ser en silencio.Lázaro, como disculpándose, se mostró de acuerdo y los dos se quedaron callados mirando

hacia arriba los segundos que les quedaban.

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12

Sus diálogos con Raquel no eran realmente diálogos. Amalia le tenía envidia a Piña por esasconversaciones cortas de las que le contaba, esas lucideces esporádicas que rescataban a su mamáy afloraban durante el día, casi nunca delante de ella. La tristeza se le apoltronaba en el pecho alverse limitada a soliloquios con Raquel en plan de audiencia desinteresada. Pero vislumbrar unamínima interlocución, como si atisbara el vuelo de un pajarito entre las ramas de un bosque,bastaba para llenarle el día de luz. De modo que seguía insistiendo. ¿Qué más podía hacer?

Ya no le hablaba con la determinación de los primeros meses, cuando estaba convencida de quele bastaría con el estímulo permanente y la fuerza de la voluntad para sacarla de donde fuera queanduviera. Pensó que con su apoyo traería de vuelta a esa mujer de lengua rápida e inteligenciaaguda que siempre tenía una respuesta afilada para dejarla gagueando, derrotada y admirada, perotambién agradecida de ser el recipiente de sus mandobles con cariño desprovisto de cualquierzalamería. Un trato condescendiente habría equivalido al abandono y la indiferencia.

Todo empezó el día en que le dedicó una burla inocente sobre algún olvido, una instrucción querepetía dos minutos después de haberla formulado, y su mamá, que ahora tenía la pelota en sucampo, en lugar de ostentar el juego de palabras ingenioso al que la estaba convocando,simplemente se quedó sin respuesta. O sin respuesta propia, mejor dicho. Después de un silencio,en el que pareció mirarse hacia adentro, Raquel contestó ofuscada, con la torpeza de una malaimitadora que consigue copiar el tono exacto de la voz pero no el espíritu del personaje.

—¡Sí, me estoy haciendo vieja y qué!Y se fue a otro cuarto. Amalia sintió una culpa tan grande como la de dos décadas antes cuando

tuvo que confesarle que estaba embarazada de un profesor de su colegio, mucho mayor que ella y,como si fuera poco, casado, que había huido a Venezuela para evadir cualquier responsabilidad.Después de flagelarse, entregada a su forma particular de reunir fuerzas para darle la cara, corrióa pedirle perdón. Raquel la trató como a esa adolescente llena de miedo a la que le acababa decambiar la vida para siempre. Le restó importancia al incidente achacándoles sus nervios eintemperancia a los problemas en el trabajo.

Sin embargo, no se trataba solo de que se estuviera haciendo vieja ni de que las cosasanduvieran particularmente difíciles en Suministros Vallejo. Para Raquel el episodio fue laconfirmación de que en su cabeza había puentes que empezaban a desmoronarse. Recuerdoscerteros, caminos hacia palabras precisas y el orden en la sucesión de los hechos recientes se

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desleían. Eran la pintura de un aviso encarando al sol. Por momentos, el presente parecía ser loúnico que tenía.

Como no era mujer de quedarse quieta quejándose, una característica que le legó a Amaliaprácticamente sin variantes, puso en marcha el plan que le permitiría hundirse con algo detranquilidad resignada en el pantano que le licuaba los sentidos. Además de su rapidez mental,Amalia invocaría este frenesí de los días previos al cambio cuando añorara en ella, ahoraconvertida en la encarnación misma de la pasividad, esa determinación constante para tomaracciones concretas.

Sin entrar en detalles de diagnósticos médicos hasta que fue absolutamente necesario, Raquel laapremió a renunciar a su trabajo en el departamento de contabilidad de Repostería Colombianaltda. Necesitaría aprovechar cada minuto para las intensas jornadas que venían. Bajo su guía y conel permiso de don Bernardo, Amalia aprendió hasta el último detalle del funcionamiento de lasecretaría de la gerencia de Suministros Vallejo. Si la fe ciega en la palabra de su mamá la guiabaa través de profundidades insondables como la preadolescencia de Catalina, no había una razónpara dudar de que lo haría en un asunto tan terrenal como un cambio de trabajo.

El relevo se compaginó y Amalia estuvo preparada para lidiar con las necesidades de donBernardo cuando Raquel emprendió una retirada discreta y definitiva. Suministros Vallejo tuvouna nueva secretaria de gerencia, a la que en las noches esperaba en la casa la antigua secretaria,cada día más en enclaustrada en el silencio. Amalia se demoró meses en atreverse a cambiar desitio objetos en la oficina o emprender algún proceso según su propio criterio. Lo mismo se tardóen entender que no iba a rescatar a Raquel aunque se dejara la vida en propuestas deconversaciones y estímulos. Igual siguió hablándole todo el tiempo, pero por razones diferentes.

Amalia siguió hablándole a Raquel porque no siempre lo contrario a la falta de esperanza es lanada. Siguió hablándole porque cómo no hacerlo. Porque las palabras aterrizan mejor en la pielque en las paredes. Siguió hablándole ya no para sacarla adelante sino para sacarse adelante. Paraencontrarle un poquito de solidez al espejismo de tener compañía.

En las noches le contaba historias de la oficina. Traía novedades sobre peleas cotidianas entrelos empleados o le consultaba decisiones que apuntarían a mejorar su productividad, preguntasque por supuesto se quedaban sin respuesta. Pero desde que la situación se había puesto rara, condon Bernardo encerrado y la fecha de la presentación a la junta aproximándose, había optado porevitar cualquier camino que trajera a colación la crisis de Suministros Vallejo. No queríacontagiarle su angustia. No sabía si podía hacerlo y aun así la idea de que fuera precisamente unamala noticia lo que saltara la tapia que separaba a Raquel del mundo bastaba para sumarlepreocupación a su preocupación. Se limitó a comentar en detalle los programas de televisión yradio que antes se limitaban a ser telones de fondo en el arrullo.

Los fines de semana la comunicación se simplificaba en un libreto aprendido. Los sábadossalían a dar una vuelta, a comer afuera o a cine, y el barullo externo se ocupaba de llenar la

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hendidura entre las dos. El domingo, después de la iglesia, las horas del día se sabían reservadasa la jardinería.

Para alcanzar la serenidad aparente de los jardines armónicos, Amalia debía arremeter con laviolencia puntual y decidida de un autócrata. Solo así se iban a alzar flores delicadas y hojasrubicundas alrededor del brevo del patio de atrás o bordeando el caminito de acceso a la fachada.Armada de objetos afilados mutilaba, escarbaba, disuadía y reeducaba con amarras el albedríovegetal en un ritual donde un espíritu imaginativo habría encontrado los fragores de una batallacon gritos y detonaciones.

A lo mejor un espectáculo así era lo que veía Raquel sentada a su lado, la mirada pendiente decada movimiento. Imposible saberlo. Amalia quería creer que el asombro le debía mucho a lanarración con la que adobaba sus acciones y que con la práctica había ido adquiriendo lacomplejidad de una saga. En un relato con tintes bíblicos, la actualizaba sobre la relación de losdos sanjoaquines hermanos, que inicialmente había sembrado juntos, pero que tuvo que separarporque el de la izquierda, egoísta y ambicioso, estaba acabando con el otro robándole todos losjugos vitales. La distancia había sido benévola con el más débil, que ahora repuntaba y empeñabatodos sus esfuerzos en dejar de ser un chamizo. El otro, con la melena frondosa de un león, sepavoneaba desde un montículo al lado opuesto y crecía indiferente a las miradas rencorosas de suhermano paria. Amalia ahondaba en el drama mientras cortaba de raíz una maleza sana y bonita ala que, sin embargo, su naturaleza de forastera no deseada condenaba a la persecución. Le dabamuerte con la falta de melindres de un depredador inveterado. Igual suerte correría el sanjoaquínmás débil si no conseguía alcanzar un mínimo de vitalidad y belleza. Sería condenado al destierrodefinitivo porque las reglas del jardín eran inapelables. Nada se podía hacer. Se escudaba en unasupuesta impotencia, como si esos designios no provinieran de ella sino de una deidadtodopoderosa, quizá el árbol de brevas, macho alfa en medio de todo, de quien obligaba a losdemás a mantener una distancia reverencial porque ni arbustos ni plantas florales ni enredaderasparecían dignos de compartir el mismo círculo. Y mientras tanto, Raquel, sin dar muestras deentendimiento pero tampoco de distracción o aburrimiento, la seguía con ojos neutrales hasta quecon la llegada del riego las envolvía el efluvio de la tierra mojada como remate de la faena. Poreso, porque era el diálogo más largo que tenían aunque no fuera un diálogo, y por la honestaentrega de Amalia al cuidado de esa manigua encarcelada, era que las sesiones de jardineríaduraban tanto como lo permitía la luz natural.

La tacañería con la que la vida le concedía accesos a la voz de Raquel los cargó de tanto valorque la conmoción le pellizcó los pulmones cuando la oyó empezar un discurso fluido al teléfonocon Catalina. Le había alcanzado el celular como de costumbre para poner a abuela y nieta encontacto sin mayor expectativa. Su meta no iba más allá de que Catalina le dijera algunas palabrasde buenas noches que esperaba, deseaba, resonaran en esa buhardilla recóndita.

—Le voy a pasar a la abuelita para que se despida de ella.

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—¿Aló? ¿Amalia? —empezó Raquel con mucha propiedad.El premio repentino de volver a oír la voz que en sus peores pesadillas temía olvidar le dio

carácter de minucia al error. Con una aclaración cautelosa bastaba para no irla a espantar.—Mamá, es Catalina, su nieta, que le quiere hablar.Raquel la calló con la mano en alto, sin mirarla. Esa interrupción era una molestia.—Amalia.—No, ella es Catalina, Amalia soy yo.Raquel ignoró el nuevo intento de corrección para seguir al teléfono como si tuviera una

oportunidad única y breve.—¿Vio, Amalia? Yo le dije que ese hombre no le convenía, que la quería solamente para eso.

Todo por no hacerme caso. Pero usted se lo buscó. Ahora le va a tocar responder por ese bebésola.

Cualquier residuo de emoción inicial que hubiera en Amalia migró hacia una angustia tan realcomo la que sintió la primera vez, y hasta entonces única, que escuchó esas palabras.

—Igual sabe que yo estoy ahí —remató Raquel con una inflexión concluyente.Para que no quedaran dudas, separó el teléfono de su oreja y se lo extendió. Amalia necesitó un

instante para recibirlo. Receló del aparatejo antes de hablar. Del otro lado, Catalina se encontrabaen una situación equivalente.

—Catalina...—Mamá...La voz de ambas fue un mismo chorrito frágil e incómodo. Si hubieran estado frente a frente

habrían sido incapaces de mirarse a los ojos. La historia no era tabú, pero se trataba de un temasuperado que les daba tan pocas ganas de reactivar como aquella charla falsamente coloquialsobre la reproducción humana que Catalina nunca había solicitado y Amalia se empeñó en dictar.

—Por lo menos habló, ¿no? —fue lo primero que se le ocurrió.—Sí, señora —respondió Catalina no muy convencida.La resignación optimista actuó por ensalmo. Agotado el tiempo que le llevó a cada una tragar

saliva, Catalina le pidió que le contara cómo iba el jardín y Amalia le contó cómo iba el jardín.Lo hizo con tanto detalle que cuando colgaron casi se habían olvidado de Raquel, que dormía conla tranquilidad de los que no cargan ninguna culpa.

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Esa mañana también llovió en Bogotá y el reflejo de los charcos deformó a una ciudad ya de porsí contrahecha. En el camino a la oficina, si Amalia hubiera estado vigilante como siempre, atentaa las señales que anunciaran rateros, habría recopilado instantáneas no solicitadas: un filete depescado seco navegaba los rápidos rumbo a una alcantarilla, un paraguas desfigurado parecía unamano famélica implorando no ser succionada por una caneca rebosada de basura y la tos crecientede un anciano amenazaba con derivar en un gargajo aterrador; postalitas capitalinas.

Menos mal que traía la cabeza en otro lado, copada con una idea fija que no se diluyó durante lapausa activa, a pesar de que Sasha fue particularmente insistente con lo de vaciarse depensamientos. Estuvo ahí mientras permaneció acostada boca arriba sobre el tapete y seguía lasinstrucciones de doblar la rodilla y llevar el muslo hacia su pecho, esquivando la caja torácica. Yse mantuvo cuando repitió el ejercicio con las dos piernas sujetas por el candado del cruce de susbrazos. Incluso se negó a desaparecer durante la conversación breve con la que contaminó elsilencio y la quietud que requería un Shavasana.

—Señorita Sasha, yo sé que no es el momento, pero tengo que preguntarle por su papá. Es quehoy no he sabido nada de él. ¿Está enfermo?

—No —fue la respuesta extrañada—. Él salió esta mañana de viaje para Medellín. ¿No tecontó?

—No.—Qué raro. Debió habérsele olvidado. Anda muy distraído últimamente.Y con la complacencia de alguien que ha resuelto a satisfacción todas las dudas, Sasha retomó

el tono litúrgico de su clase.—Ahora concentrémonos en lo nuestro: estiras los brazos sobre la cabeza y, apretando los

músculos alrededor del ombligo, vas a hacer un levantamiento abdominal.Amalia, constreñida en la respiración, no hizo otras preguntas. Aplazó sus sospechas hasta el

almuerzo con Hernandito.—Esto no es normal —Amalia desnudó su inquietud después de informar lo del viaje a

Medellín.—Al jefe lo debe tener muy angustiado la presentación ante la junta. Se lo van a comer vivo.—Pero si son sus hermanos...Hernandito se encogió de hombros.

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—¿A usted no le parece grave que no estemos avanzando en el informe? —Amalia buscósolidaridad.

—Quién sabe qué se le estará pasando por la cabeza a don Bernardo. Yo nunca había visto unasituación tan complicada.

—Entonces estamos graves.—Gravísimos.Aguardó lo suficiente para que su anzuelo pareciera un rescate al callejón sin salida en el que

había caído la conversación. Tres cucharadas y un trago de jugo después, habló. Ahora restabaejecutar el plan que le hacía cosquillas en el cerebro desde que se había separado de la almohada.

—Hernandito... ¿A usted no le parece burocrático que yo tenga que encargar cualquierreparación en mi oficina a través de su asistente? Eso va contra la eficiencia.

Él se zampó la carnada entera, sin masticarla.—Sí —respondió—. Esos son los problemas que traen los procesos nuevos. Pero usted no tiene

que hacer eso.—¿En serio?—La dirección puede gestionar esos trabajos directamente. Ventajas de trabajar con el jefe.—Ah, bien.Quedaba conseguir con cualquier excusa que Otilia le abriera la antigua oficina de

mantenimiento, ponerle una tarea lejos para quedarse sola, agarrar una pinza y un destornillador,regresar a su oficina, verificar que nadie viniera, desmontar el tablero de uno de los interruptoresde la luz, separar los cables, cortarlos con cuidado de no electrocutarse, asustarse con un pequeñochispazo, ver cómo disminuía la iluminación del cielorraso, tomar una copia de la orden detrabajo que había dejado Lázaro, marcar el teléfono y comunicarse con Soluciones Locativas. Así,tal cual, sucedió.

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Bess Mendieck fue una visionaria. A finales del siglo xix viajó a Europa a estudiar escultura, perosu vocación siguió un camino inesperado. Impactada por las malas posturas de las modelos en susclases, se dedicó obsesivamente al estudio de la anatomía, que devino medicina y terminó porconvertirla en una de las primeras doctoras acreditadas en el viejo continente. Sus investigacionesen kinesiología y musculatura derivarían en lo que se denominó “El método Mendieck”, que lerepresentó un amplio reconocimiento en Alemania, Holanda y los países nórdicos.

Su primer libro, conocido en inglés como It’s Up to You, enseñaba a las mujeres a hacerejercicios que mejorarían su tono muscular a través de repeticiones y modificaciones simples enlas posturas durante las tareas del hogar. Fue así como las labores domésticas cobraron un valoradicional e incluso atrajeron a aquellas que solían delegar estos oficios en la servidumbre. Lasrutinas propuestas rápidamente afianzaron la autoestima de amas de casa que se miraban al espejo,maravillaron a maridos desprevenidos y beneficiaron a la industria de la cortinería, porque loideal era el abordaje del método con ligereza de ropa o en desnudez total para asegurar una mayorlibertad de movimiento. Las fotografías de mujeres en ropa interior que traía el libro ledificultaron encontrar un editor en Estados Unidos. El conjunto de leyes Comstock castigaba aquien publicara cuerpos desnudos hasta con un año de cárcel o una multa de mil dólares, una cifraastronómica para la época. A pesar de los tropiezos, el método se afianzó cuando lo acogieron enambientes liberales y propicios como la Costa Oeste y, posteriormente, la República de Weimar.

En Latinoamérica es poco probable que la obra de la doctora Mendieck haya llegado. Y dehaberlo hecho, seguramente no trascendió los salones estrechos de algunas élites cosmopolitas. Detodas formas habría resultado innecesaria, cuando no redundante, porque muchas mujeres aquí yapracticaban su propia versión espontánea del método. Aferradas a sus escobas, traperos, esponjas,plumones y cucharones; condenadas a trabajos que en algunas regiones colombianas fueronbautizados genéricamente como “hacer el destino”; duchas en el manejo de las herramientas delimpieza para desterrar hasta la última partícula de polvo, revolver caldos milagrosos o golpearsin distinción a hijos inquietos y mascotas entrometidas, estas precursoras supieron transformar endanza las horas del jornal. La evolución de la gracia consiguió que hoy en día, al ver a algunaslatinoamericanas barrer un corredor, el observador pueda confundirse y en lugar de entrar enreflexiones sobre los roles del modelo patriarcal o la explotación laboral termine embelesado conmovimientos sinuosos que no buscan más que endulzar un trago que de otro modo se delataría

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demasiado amargo. Y es que en la construcción del espejismo propio o ajeno consiste también laesencia de la danza.

Amalia, por supuesto, se mantenía al margen de esta coreografía continental. Las tareasdomésticas las acometía con la eficiencia seca del operario ejemplar en una cadena deproducción. En su adolescencia, ese período mutante donde se forman y deforman las bases de losrasgos físicos, morales y musicales que nos acompañarán el resto de nuestra vida, estuvo deespaldas a las tonadas que invitaban al baile.

Fue víctima de uno más de los flagelos que deben enfrentar tantos otros hijos de esta naciónaporreada: se ha extendido la idea de que ser colombiano es, por obligación, ser sabroso. Es unaimagen tan arraigada como el arquetipo del narcotraficante o el de la víctima de una violenciaatávica impulsada por décadas de desigualdad social, e incluso comparable con el paradigma másamable y abstracto, aquel que prefieren los cazadores de citas, el del cuento de Borges donde sedice que “ser colombiano es un acto de fe”. Algo de razón hay que concederle a cada referencia,pero para el tema que nos atañe nos enfocaremos en el tópico de la sabrosura.

Los medios globales enfocan los reflectores sobre los compatriotas que triunfan en losescenarios del mundo, con sus meneos, sonrisas fáciles, canciones fiesteras y trajes coloridos. Lasmasas foráneas aman a los futbolistas que celebran los goles con danzas y coreografías. No hayvisitante que salga del país sin haber tenido que sacudir las caderas. El mundo está convencido deque somos una gente alegre, continuamente dispuesta al baile y a la parranda. Y sí. Pero no.

A la situación actual la ha precedido un sangriento proceso de dominación cultural del que pocoo nada se habla. Nos vanagloriamos de nuestro presente haciendo oídos sordos al camino desacrificios que recorrimos para conseguir nuestro prestigio contemporáneo, e infundado en buenamedida, de bailarines encantadores. Somos como las naciones que han decidido ignorar elexterminio completo o el marginamiento de grupos étnicos en pos del florecimiento económico ode un esquema determinado de sociedad. Abrazamos el arquetipo de represión histórica, pero conel baile.

Como país engastado en la esquina superior de Suramérica, aprisionado entre la cordillera delos Andes y dos mares, Colombia siempre vivió cierta bipolaridad. Su personalidad indecisafluctuaba entre los alborotos costeros del Caribe y del Pacífico enfrentados a la relativa sobriedadde la gente del interior. Las tensiones se resolvían generalmente a través de la indiferencia entrelas partes, pero el transcurso del siglo xx propició una invasión que pasa inadvertida a la hora delos recuentos de guerras civiles anteriores y posteriores. Guerras civiles perennes yomnipresentes.

Ejércitos en forma de orquestas, discos de acetato y ondas de las radiodifusoras ganaronterreno hasta tomarse la fría y lejana capital. Los focos de resistencia, que antes fueron bastionesde músicas heredadas de los colonizadores e indígenas, terminaron por caer o convertirse enguetos sin fuerza representativa. Las danzas delicadas capitularon frente al ímpetu de bailes

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eufóricos que emulaban en diferentes medidas el acervo de negros africanos en trance. Se instauróasí la dictadura de la rumba, que fue aclamada por pobres y ricos, blancos e indígenas, y consagrósin ambages el país a la sabrosura.

Las fiestas mejoraron, por supuesto. Pero esto cobró muchas víctimas. La imposicióninapelable de los nuevos sones no tuvo miramientos con quienes, a pesar de su buena voluntad, noestaban preparados para menearse al ritmo de tambores y trompetas. El entusiasmo arrolladorignoró las limitaciones de gente que cargaba en sus células una información genética más propensaa los tragos estáticos, melancólicos y reflexivos, que a los vaivenes —literales— de la pachanga.Surgió así otra presión social que vino a sumarse a las de rigor, como la belleza o el dinero, y dioorigen a un nuevo grupo de excluidos: los que no sabían bailar.

Dirán que estos marginales han existido siempre y estarán en lo cierto. Sin embargo, hay queentender que semejante discapacidad tiene unas consecuencias mucho más graves en un país quede repente decide abrazar el absolutismo y convertirse en una teocracia. No habría sido tan graveen un territorio donde el baile permaneciera restringido a ámbitos banales o la mayoría de lapoblación compartiera las limitaciones.

Un niño alemán o chino siempre tendrá otros valores a los cuales aferrarse. El colombianoprobablemente no. Desde muy temprano en la vida hay que jugarse el futuro en la pista de baile. Yese niño no necesariamente tiene un talento que le viene por naturaleza. La estadística dicta quehabrá un alto porcentaje poblacional sometido a una imposición. Muchos connacionales se venimpelidos a comportarse como si el ritmo corriera por sus venas, un reto superior a sus fuerzas.Ciudadanos inocentes, madres, padres, hijos, mucha gente buena, saben sobre sus cabezas laespada de Damocles de la exigencia y el juzgamiento. Les piden sabor, como si fueran cubanos odominicanos que reciben el don de la danza con la leche materna, cuando ellos, en realidad, sesienten afines al carácter de naciones vecinas más tranquilas y afortunadas porque sus habitantesno cargan con el reclamo del ritmo porque sí.

Lo de Amalia fueron las baladas románticas que aún no alcanzaban el sonido estereofónico.Habitantes del longplay. Cantantes mexicanos, argentinos, brasileños, españoles e italianosmonopolizaban sus tímpanos. Voces masculinas que parecían haber condensado toda latestosterona del orbe y voces femeninas, repartidas entre los pájaros más dulces y las gatas encelo, la invitaban a acompañarlos a media luz. Ella correspondía con quietud, párpadosintensamente sellados y el puño apretado. Piña se le unía, a puerta cerrada, en un dúo quedesesperaba a Raquel, donde invocaban con las gargantas enrojecidas amores y desamorestormentosos que todavía no conocían y que cuando lo hicieran las iban a dejar sin ganas de cantar.Ese fue todo su espectro sonoro. Semejante homogeneidad, aunada a su falta de vocación y elretiro de la actividad social al que la llevó la maternidad temprana, la marginó del tren del baileque abordó su generación con resultados variopintos. Algunos viajaron en primera clase, otroscolgados del último vagón, pero casi todos felices, castigando baldosa, mientras ella y otros

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relegados les decían adiós desde alguna estación intermedia y olvidada.También estaba lo del condicionamiento genético y cultural que ya hemos planteado. ¿Sería que

Amalia había salido limitada también por herencia? Como no recordaba ninguna viñeta particularque le pudiera dar una pista, quiso salir de dudas la noche en que el tema empezó a ocupar en suselucubraciones el mismo espacio que la crisis de Suministros Vallejo.

—Mamá, ¿usted sabe bailar?Que no hubiera respuesta no le impidió ahondar en la indagatoria.—Yo no me acuerdo de haberla visto bailar nunca.Raquel continuó a su aire.—Vamos a hacer una cosa...Amalia se decidió por la vía empírica. Encontrar música bailable no le costó tanto como creyó.

No fue sino que dejara atrás su emisora favorita de noticias, de donde jamás se movía el dial, paraacceder a una oferta amplia de percusiones. El mundo estaba lleno de convocatorias a la danza yella simplemente se había limitado a ignorarlas.

Escogió una canción vieja, que Raquel pudiera conocer, algo de Lucho Bermúdez. Fue unacierto, al parecer, porque su mamá se dejó guiar hasta el centro de la sala, como si hiciera elrecorrido hacia una pista de baile, y adoptó naturalmente la posición cuando Amalia la tomó porla cintura con una mano mientras mantuvo la otra en alto agarrada a la suya. También ejecutó unpar de pasos seguros.

—Se nota que usted sí sabe bailar. ¿Qué bailaba? ¿Salía con mi papá a bailar?Raquel respondió retomando un bailecito simple, controlado, que entusiasmó a Amalia hasta el

punto de intentar seguirlo. Pero para sus pies resultó imposible alcanzar la sincronía. De verdadque parecían ajenos a la voluntad de su cerebro. Cuando llegaba a un costado, ya era hora de ir deregreso, así que se apuraba. Pero entonces se adelantaba demasiado. Podría jurar que la música ysu pareja estaban conspirando en su contra, evadiéndola, mientras compartían un secreto en unlenguaje cifrado. Perseveró confiando en que la voluntad, la observación cuidadosa y la imitacióndarían sus resultados. Raquel no tuvo la misma fe. Se detuvo de repente con una interjecciónfrustrada.

—¡Usted no sabe! —acusó y se retiró.Amalia se quedó sola, parada en medio de la sala, sin atreverse a moverse. Desconfiaba de que

esas extremidades traidoras pudieran llevarla a puerto seguro. La música siguió sonando en otracanción a cargo del acordeón y la voz de Lisandro Meza en algo que no era vallenato ni cumbia niningún género identificable, simplemente era Lisandro Meza siendo él mismo, inconfundible,llamando a la alegría y al sabor. El mensaje no tuvo ningún efecto en Amalia porque en esepreciso instante todo le sonaba a acusación y burla. Lo suyo, una vez más, fue la balada sombría.

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Lázaro encontró rapidísimo la raíz del desperfecto. Amalia lo vio aplicar en sentido contrario suspasos hasta dar con los dos muñones de cable. La llamó para mostrárselos y ella, adrede, noreaccionó de inmediato. Le preguntó si le estaba hablando, aunque no hubiera nadie más en laoficina, y después de la aclaración se acercó a mirar con sorpresa fingida.

—Estos dos cables se partieron por la misma parte. Eso nunca pasa. Es muy raro —conjeturóLázaro en una pose detectivesca.

—Rarísimo.—Es extraño pero muy fácil de arreglar. En un dos por tres está listo.—¿Ah, sí? —Amalia no pudo evitar que se le saliera un dejo de decepción.—Sí...Y se dividieron un silencio. Lázaro le dio un segundo aire al diálogo para que no se marchitara.—Yo tengo una sospecha.—¿Cuál? —Amalia sintió la paranoia correrle pierna arriba.—Esto va más allá.—¿Más allá?—Se trata de un daño de fondo. Yo creo que cubre toda la red de la oficina. Es que este es un

circuito viejo y desgastado.Ya con la guardia baja, Amalia se permitió una curiosidad pertinente.—¿Y eso a dónde nos lleva?—Pues que se podría dejar así y a lo mejor nada pasa en un tiempo. O podría cambiarse por

completo y así estar seguros de que todo va a estar bien. Usted decide.—Yo creo que los problemas hay que atacarlos desde la raíz.Lázaro repasó con la mirada los límites interiores de la caja que los contenía. Le quedaban

dudas por agregar.—Lo que pasa es que ese arreglo significaría que yo tendría que venir cada día durante varios

días —dijo entre la disculpa y la advertencia—. Yo no sé eso cómo pueda afectar su trabajo.—Pues seguramente afectará mi productividad. Pero si eso es lo que corresponde hacer, habrá

que hacerlo, ¿no le parece? —se puso su mejor máscara de tolerancia.Lázaro asintió, ella se mostró de acuerdo y cada uno volvió a lo suyo. Fue como si se hubieran

estrechado las manos para sellar un trato.

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A Raquel no le dio demasiada curiosidad ver a su hija inmersa en una actividad nocturna tan rara.Aun así, cada tanto le echaba un ojo. Amalia estaba concentrada recortando papeles en forma dehuellas de pies, según se lo indicaba la pantalla de su laptop. Cuando tuvo cuatro pares, losnumeró, movió unos muebles para abrir un espacio y repartió las siluetas por el suelo,intercaladas entre izquierdas y derechas, separadas aproximadamente un paso entre ellas. Cuandose sintió preparada, puso a rodar el video tutorial que había encontrado en internet.

Xenia, una exótica mulata cubana, llenó el espacio con su sonrisa. Presentó a su compañero,Norberto, y dio inicio a su discurso. Fue como si sonara un bongó.

—Hola, amigos de todo el mundo —el entusiasmo de Xenia resultó tan contagioso que Amalianotó su sangre circular más rápido—. Bienvenidos a “Danzar con sentido”, el tutorial de bailemás popular en toda Latinoamérica. Con nuestro método ustedes estarán en capacidad de abordar,desde una conciencia técnica, el arte de la danza...

Xenia tomó a Norberto, Amalia hizo lo mismo con una pareja imaginaria. Después de unavacilación, ajustó las dimensiones a un presunto acompañante más voluminoso. Raquel, ahora sí,la miró con atención, especialmente cuando empezó a caminar sobre las huellas de papelsiguiendo las instrucciones de la profesora virtual. Del uno al dos, del dos al tres, del tres alcuatro y vuelta atrás, después de muchos esfuerzos entró en sincronía con lo que se le proponíadesde el computador. Llevó a su compañero invisible entre los extremos de la sala con correcciónrítmica, pero con la rigidez y frialdad de un desfile militar.

Tal vez era cuestión de tomarse confianza, de relajarse. El goce desprevenido llegaría porañadidura. El merengue, con su conteo binario, se le facilitó más que la salsa y la bachata.Pretendió organizar un camino inductivo propio a partir de su compatibilidad con los diferentesgéneros que le proponían. Pero el brote de un tañido que llevaba años sin oír la frenó en seco.Raquel ahora no podía apartar los ojos de ella, lo que habría sido una buena noticia si su risainicial no se hubiera inflamado hasta una carcajada tan honesta que se volvió ofensiva. Amalia semordió los labios para no responderle con algo a la altura de la humillación que estaba sintiendo.Tampoco estaba segura de que sirviera para algo más que anidar una culpa posterior. La burlahabía adquirido una inercia y un peso tales que Raquel se tuvo que agarrar del marco de unapuerta para mantenerse de pie. Amalia cerró el portátil con rabia, recogió casi todos los papelesdel suelo arrugándolos de paso y se marchó perseguida por los picotazos de la risa. Todo con una

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fluidez tan visceral que Xenia o cualquier instructor mediamente sensible la habrían felicitado congusto.

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Al día siguiente, Bogotá despertó soleada y sus habitantes fueron una sola incomodidad. Lospeatones iban agobiados por el lastre de una sombra recién estrenada. Resultaba fácil distinguir alos inmigrantes de los nativos. Los primeros, celebrativos y nostálgicos, se expusieron sinambages. En cambio los bogotanos, vencidos por el calor, perdieron sus prendas tradicionales conlas dudas de quien se tiene que desnudar para un público adverso. Y no les faltaba razón: el sol dealta montaña era un novato que no conseguía medir su fuerza y hería al primer contacto sus pielesde rana nocturna.

Don Bernardo había llegado más temprano que Amalia por primera vez en la historia yreafirmaba con su encierro la falta de interés en el informe para la junta. El enfurruñamientotrasnochado de ella, que debería haber seguido creciendo, misteriosamente no lo hizo cuando sevio rodeada por lo que antes habría sido un manjar para su neurosis.

En Suministros Vallejo nada parecía caducar y las cosas se apilaban siguiendo la filosofía de unabuelo acumulador reacio al descarte. Un arqueólogo habría tenido un orgasmo desentrañandocada paso en el crecimiento de la empresa simplemente con sistematizar las capas que hablabande décadas de evolución. Convivían el ayer y el hoy plasmados en objetos que se cruzaban,superponían y vigilaban, no sin cierta tensión de por medio. Todo en perfecto orden, eso sí. Nuncaantes como en la década del gobierno de Amalia en esa república anexa había habido una armoníaasí; con el perdón de Raquel. La pulcritud, el orden, las líneas rectas, los ángulos de noventagrados y la simetría gobernaban. En semejante escenario iba obviamente a delatarse el desordende Lázaro, que habría resultado notorio incluso en medio de las ruinas de un terremoto.

Las herramientas se regaron por el suelo y le dieron a la oficina la apariencia del cuarto dejuegos de un niño. De pronto eran tantas que le costó creer que el morral inmenso, de donde lasvio salir, fuera suficiente para contener semejante despelote. La placa que alojaba losinterruptores saboteados ahora levitaba en el aire, sostenida por un único alambre con raíz en unazanja que aspiraba a cruzar toda la pared. Los martillazos fueron tan delicados como puede ser unmartillazo y marcaron los compases del canto distraído de Lázaro. Y ni así Amalia sintió latentación de agarrar cuanto instrumento afilado había a la mano y clavárselo para dejarloconvertido en una especie de san Sebastián de las ferreterías. La contuvo un mantra.

Epestepe cipigaparripillopo mepe quepe mopo lapa ropo papa. Amalia quedó atrapada desde laintroducción silbada por Lázaro a la que su memoria acompañó en silencio con Ajá quién me

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adivina… este trabalenguas, clarito lo digo... Y no hubo vuelta atrás después de epestepecipigaparripillopo mepe quepe mopo lapa ropo papa, que en su archivo cerebral estaba guardadocon la voz de Eliseo Herrera, que para ella era anónima porque no tenía idea de que había sido unvocalista destacado, gracias a su capacidad para la jeringonza, dentro de la selección de grandescantantes de Los Corraleros de Majagual, a quienes apenas recordaba haber oído mencionaralguna vez a pesar de ser una orquesta legendaria. Ellos, con su mezcla entre el conjunto vallenatoy la banda papayera, habían contagiado con una especie de virus tropical a multitudesinternacionales, que terminaban convulsionando al calor de canciones que no pedían permiso nidaban explicaciones para alojarse en los cuerpos. Algo por el estilo le estaba sucediendo a ellacon ese trabalenguas musical que en algún juego espontáneo de infancia había tratado de descifrar,sin suerte.

—¿Qué dice esa canción?—Epestepe cipigaparripillopo mepe quepe mopo lapa ropo papa —cantó Lázaro con precisión

admirable.—Sí, eso oí. Pero a lo que me refiero es si usted sabe qué significa.—Ah, sí, dice “este cigarrillo me quemó la ropa” —aclaró como si se tratara del asunto más

sencillo del mundo y continuó cantando, concentrado en su trabajo. Ella se acogió al tranceprofundo que generan algunos descubrimientos triviales.

“Epestepe cipigaparripillopo mepe quepe mopo lapa ropo papa” fue el vaivén pegajoso que lahizo desprenderse del resquemor que le producía la risa burletera de Raquel, también de lasrarezas de don Bernardo, del maldito sol que alcanzaba a filtrarse por la ventana y le dabaprotagonismo al polvo flotante pese a los cuidados de Lázaro para no ensuciar más de lonecesario. Fue consciente de que su alivio venía de ahí y se giró a observarlo para tratar deencontrar qué la apaciguaba en ese hombre cuyas características, de entrada, no deberíangenerarle más que instintos asesinos. Terminó mirando fijamente el límite inferior donde suespalda se dividía en dos porciones de redondez descarada. Una franja había quedado aldescubierto cuando él se acomodó en cuclillas con la parte alta del overol desabotonada. Laextensión de la camiseta que llevaba debajo no alcanzó para cubrir la insinuación de un vallepronunciado. Para su propio horror, Amalia se descubrió detallándolo con un gusto subrepticioque hasta entonces solo le deparaba el jueguito de los dulces. Súbitamente volvió a las cosas desu escritorio, presa del pánico por no poder dilucidar cuánto tiempo se había quedado en esas. Unarañazo le bajó por la nuca al abrigar la posibilidad de que él la hubiera sorprendido.

Era como si Lázaro viviera siempre en diciembre. O en Navidad, daba lo mismo. Pero no lacelebración cinematográfica de países fríos, con recogimiento y pequeños círculos familiaresalrededor de una chimenea. El diciembre que derramaba ese hombre por cada poro era el fin deaño del trópico: escandaloso, indiscreto, de puertas abiertas, calor y música estridente. Un oasisasegurado en el calendario al que se justificaba llegar, aunque fuera arrastrándose, para sacudirse

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con baile, celebración y trago los agobios de la pobreza, de las dificultades y de la melancolía. Oquizá no sacudírselos, porque seguirían como una marca de nacimiento y se harían más visibles,como los kilos ganados, al comienzo del nuevo almanaque, pero en la tregua cambiarían elsemblante, se volverían incluso danza de conjuro ya que nadie como nosotros baila con tantafelicidad las tristezas, se matizarían para interactuar como el vecino que el resto del tiempomantiene una actitud distante y en ese mes se acerca con los ojos achispados y una sonrisa de ropanueva a ofrecer aguardiente y expresar los mejores deseos para toda la familia. En diciembrepululan los seres poseídos por la bondad y las buenas intenciones, según reza el cliché, perotambién por un duende hedonista listo para acompañar melodías bailables con un movimiento depies o de cadera, marcando el compás con la argolla matrimonial contra el tubo para sostenerse enel bus o chasqueando la lengua de modo que estalle como un platillo sin importar la hora del día oel lugar donde se encuentren y sin que importe tampoco el género o la procedencia de la músicasiempre y cuando suene un poquito a playas, a sentir negro, e invite a disfrutar el presente porquenada más está asegurado, nada más resulta tan relevante cuando se compara con la finitud de lavida, y hay una buena tajada de responsabilidad individual en la decisión de llegar al cierre deltelón amargado o en gozo, como ya lo dijeron repetidamente Raphy Leavitt y El Gran Combo dePuerto Rico desde la Isla del Encanto, el Combo los Tupamaros, el Binomio de Oro, el Joe, LosGraduados y Los Hispanos desde Colombia, La Billo’s Caracas Boys y Los Melódicos, con ladeliciosa Liz al canto, en Venezuela, infinidad de dominicanos y cubanos y cuanta agrupación ocuanto solista se impusieron como destino prender la fiesta desde barrios, tablados, antros ysalones sociales de estas tierras mestizas que no sabrán hacer bien muchas de las cosasimportantes pero que esta, quizá la más importante de las que no se dan ínfulas de importantes, laejecutan con una maestría sin igual.

Amalia concluyó esa mañana que Lázaro era más o menos así casi todos los días, o algo por elestilo. Su presencia llenaba el aire de reminiscencias de fiestas familiares donde aún todosestaban vivos o presentes, consanguinidades que se estiraban hasta conjunciones ridículas,casonas de abuelos con patios y muchas habitaciones para que cupiera el barullo repartido entrecomensales, bebedores, fumadores, habladores compulsivos y, especialmente, bailadores que senutrían de colecciones de discos de Los 14 cañonazos bailables que exhibían descaradamente amujeres en bikini en la carátula y recopilaban lo más granado de géneros ortodoxos y bastardospara poner al público al tanto de lo candente de la temporada y resucitar canciones quepermanecían en silencio todo el año pero despertaban renovadas cada diciembre, en unahibernación inversa, dispuestas a inocular por igual a adultos y chicos, unos bañados en alcohol yotros repartidos entre los juegos infantiles y los descubrimientos prohibidos de la adolescencia,con la calidez del abrazo de la tribu en unos tiempos que gracias a la distorsión de la nostalgiasiempre serían mejores y que ella intentaba que no fueran pretéritos, por lo menos para Raquel, laúnica que tal vez tenía cómo saltar enteramente hacia el pasado y quedarse a vivir en su época

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favorita, con la decoración perenne de lucecitas y el árbol y el pesebre con el hijo de Dioseternizado en su nacimiento, unos estímulos que Amalia soñaba le reprodujeran a su mamá aunquefuera una porción de la vivacidad que la tomaba a ella misma por asalto cuando últimamentebajaba la guardia y la envolvían las excentricidades de ese desconocido, como el silbido decanciones anacrónicas o un mantra tan absurdo como epestepe cipigaparripillopo mepe quepemopo lapa ropo papa.

Epestepe cipigaparripillopo mepe quepe mopo lapa ropo papa. Epestepe cipigaparripillopomepe quepe mopo lapa ropo papa: una y otra vez. Se le saturaron las autopistas de la sinapsis. Elresultado fue una impermeabilidad temporal. Repelió por un buen rato la preocupación quenormalmente debería desprenderse de que don Bernardo siguiera encerrado con el revólver y lacuenta regresiva del enfrentamiento con la junta tuviera cada vez menos cifras. Se acortaba elcamino hacia el patíbulo, pero en ese momento Amalia solo pudo pensar en que epestepecipigaparripillopo mepe quepe mopo lapa ropo papa. O no pensar, para ser precisos. Le habíasido concedida una amnistía.

Por eso, a la hora del almuerzo, no la sacudió tanto como lo habría hecho en otra situación lanoticia de que Valentierra había recibido la carta de despido. Hernandito no tuvo que entrar endemasiadas justificaciones para explicarle que nada tenía que ver que ella no le hubiera entregadoa don Bernardo los papeles que el tipo le había solicitado. El jefe no habría mirado losdocumentos de él ni los de nadie. Su suerte estaba echada desde antes. El nuevo recorte depersonal había sido previsto semanas atrás. Lo bueno fue que Valentierra, muy a su estilo, seencargó de enterarlos de que ya tenía otro trabajo, un plan de emergencia que había venidoamasando ante las señales de alarma; de modo que seguramente en ese preciso momento andabatratando con actitud condescendiente a alguna otra secretaria con un nombre que jamás seaprendería.

El vacío en su cabeza siguió acompañándola durante la pausa activa y le mereció unafelicitación de Sasha, quien se mostró encantada de verla progresar. Superó a Lázaro en variasposiciones sin envanecerse y no se empeñó en desmenuzar críticamente la invitación de laprofesora a meditar dejando de lado cualquier pensamiento, una propuesta que contrariaba lo quele habían enseñado las monjas que la educaron en el colegio de María Auxiliadora. En realidad separecía más a repetir epestepe cipigaparripillopo mepe quepe mopo lapa ropo papa y dejar que lavida siguiera su curso. Tal vez su destino, como el de Valentierra, ya estaba escrito y nada podíahacer.

O bueno, alguna cosa sí podría hacer en su propio beneficio. Aprovechar el tiempo, porejemplo. Un poco de estudio no empañaría por completo la orden de inacción que había recibido.Suministros Vallejo no se iba a despeñar porque ella le diera un repaso a las conjugaciones de losverbos irregulares del inglés, el módulo del curso multimedia que más dificultad le daba. Solo así,y con algo de pesar, dejó atrás la melodía que Lázaro le había infundido. Pero no a Lázaro, que

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atisbó por encima de su hombro y estuvo a punto de matarla de un susto cuando habló.—Ahí el verbo es “are”.—¿Cómo? —si ella hubiera tenido un cortapapeles a la mano, lo habría desenvainado para

exigirle retroceder.— Ahí es “are”, no “is”, porque es plural. “People” es plural y por eso se conjuga con el verbo

“ser” en plural, o sea “are”. Es que uno se confunde porque en español es diferente —le explicó,didáctico.

—¿Y usted por qué sabe eso?—Porque yo estuve muchos años en Nueva York buscándome la vida.—O sea que usted domina el inglés.—Era el idioma en que hablaba con mis hijos.—¿Hablaba?—Sí, hace mucho tiempo no tenemos contacto —aclaró Lázaro como disculpándose, la cara

ensombrecida.—¿Pasó algo? ¿Se pelearon? —algo del efecto narcótico continuaba en el organismo de Amalia

y no paró a preguntarse si estaba siendo imprudente.—No, simplemente nos alejamos y dejamos de llamarnos. Usted sabe cómo son las cosas...—¿No los extraña?—Mucho.—¿Y por qué no los llama?Antes de dar con la respuesta, Lázaro tuvo que impulsarse remando en el aire.—Buehhh, es que yo no sé si quieran hablar conmigo. Si no, ya me habrían llamado.—¿Pero usted los ha llamado?—No.—Entonces no se justifique si usted tampoco ha hecho su tarea. El papá es usted.La aceptación reflexiva de Lázaro y su regreso al trabajo silencioso le dejaron a Amalia el

gusto de tener la razón, pero también se convirtieron en un espejo que la llevó a preguntarse si ellamisma no había estado también evadiendo, con tantos aplazamientos y requisitos, una visita aCatalina. Se gastó el resto de la tarde sembrada en un mutismo introspectivo.

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18

La noche parecía predecible. Era cuestión de llegar a la casa, saludar, recibir respuesta de Piña yno de Raquel, organizar de paso el desorden que pudieran haber dejado, tener una cortaconversación con Piña, despedirse de ella, comer algo liviano con su mamá, ver televisión un ratocon ella, ponerle la piyama, ponerse la piyama ella misma e irse a dormir las dos, ojalá temprano.El cierre del día iba a ser un remanso habitual, cuando a la altura de la corta conversación conPiña llegó la pregunta:

—Amiga, ¿qué es esto? —Piña levantó una de las siluetas de pies que había conseguidoescapar a su recolección la noche nefasta.

—¿Eso? —intentó ganar tiempo.—Lo encontró Olguita mientras limpiaba debajo del sofá. Me lo pasó porque no tenía ni idea de

qué era y pensó que podría ser importante.—Yo tampoco sé. Nunca lo había visto.—Raro.—Lo debió sacar mi mamá de alguna parte.La explicación fue poco satisfactoria y la rigidez de Amalia nada natural, a pesar de que la

rigidez era lo que se le daba con mayor naturalidad. Piña, aunque no se mostró muy convencida,no insistió. Simplemente inclinó la cabeza en una especie de refrendación y se dispuso adespedirse. Lo que la detuvo y cambió su postura fue la risa de Raquel. Empezó bajita, casi unsusurro, y se hinchó a medida que sus ojos se afianzaban más y más en la huella solitaria. Habíaquedado sobre la mesa, aparentemente inofensiva.

De nada sirvió que Amalia le lanzara una mirada regañándola. La delación de la risa ganóresonancia. Piña, toda curiosidad, solamente necesitó apoyar sus manos en la cintura, haciendo desu torso una jarra, para que su pregunta volviera a formularse sin formularse. Amalia seguíaenganchada con Raquel.

—¡Ay, mamá! No empiece otra vez con eso —reclamó.La petición fue ignorada. Ya fuera debido al extraño mecanismo que activaba sus recuerdos o

una retaliación por haber sido culpada injustamente, la carcajada de Raquel duró lo que se le diola gana. El aliento le alcanzó para permanecer de fondo durante las explicaciones embarazosas aPiña.

—Está bien. Voy a decir la verdad. Eso es de una clase de baile que estaba viendo por internet.

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Un tutorial. Pero no funcionó.Su frustración fue recibida sin burla o juzgamiento.—Cuando quiera le enseño.El llamado a la acción tuvo una acogida tan inmediata que Piña nunca alcanzó a proponer un

inicio diferente al aquí y al ahora.—Perfecto. Acuesto a mi mamá y empezamos. ¿Le parece?Amalia ya estaba alejándose con Raquel remolcada rumbo a la cama mucho más temprano de lo

estipulado. La pista de baile improvisada a duras penas alcanzó a estar lista para el regreso deAmalia, ya empiyamada por cuestiones de comodidad. Se agarraron de las manos y cinturas. Sonóla música e intentaron ponerse de acuerdo. Los compases transcurrieron entre pisotones y malosentendidos. Piña, que vio sus indicaciones y conteos desperdiciados, probó el enfoquemotivacional.

—Relájese. Sienta el ritmo.—Eso estoy haciendo.Los pies de Amalia contradecían a su boca. Su amiga probó con un poco más de teoría sin

detener el movimiento.—Yo voy a hacer el papel del hombre. Déjese dirigir.—¿Por qué? —protestó Amalia.—No sé, porque así se hace.—¡Pero eso es machismo!—Amalia, déjese llevar.—Está bien.Mentira. Involuntaria, pero mentira. Una resistencia intrínseca de su cuerpo, terca como una

piedra afianzada por los siglos de los siglos en el suelo, doblegó los esfuerzos de Piña, quien sesoltó, le bajó a la música y rugió frustrada:

—¿Usted quiere aprender o no?—Claro que sí.—Entonces déjese enseñar.—Eso estoy intentando.—¿Para qué quiere aprender?—Eso no importa. ¿Me va a enseñar?—Sí, pero tiene que relajarse.—¿Usted es que no me conoce o qué?Touché. Piña tuvo que darle la razón. Había que encontrar una salida diferente.—Vamos a tener que tomar medidas radicales —dijo.—Lo que sea necesario —Amalia acató con determinación.Exhumaron una botella de ron a la que poco se acudía pero que desde el fondo de un gabinete

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esperaba paciente situaciones de emergencia para venir al rescate. Se quemaron con los primerostres tragos, uno empujando al otro. El apremio del objetivo no les permitía detenerse a saborear.Se consultaron mutuamente y decidieron sumar otros dos. Ahora les ardía también el estómago. Yadeberían estar listas.

—¿Relajada? —consultó Piña.—Relajada —afirmó Amalia con la lengua tan pesada que prácticamente convirtió la palabra

en una única sílaba.Un zigzag breve las puso de nuevo en la pista. Optaron por iniciar con una canción suave que

simplificara el trabajo didáctico. El vaivén lento iba a permitirle a Amalia comprender no solo lamecánica de los pasos sino sentirlos, interiorizarlos, para que luego se ajustaran espontáneamentea cualquier velocidad. Alcanzó el final de una pieza y continuó con la siguiente sin perder elritmo. Ya solo necesitaba seguir a Piña, que la iba encauzando en silencio. Debería haber sido unmotivo de celebración. Sin embargo, había algo que no funcionaba completamente. En algúnmomento los tragos y la música llevaron a Piña a otra parte, quizá a ese lugar que no eraprecisamente físico y que Amalia conocía muy bien porque no lo había visitado.

Se vio de nuevo en la misma situación donde la ponían las invitaciones de Piña a llorar cuandoeran niñas. Sí, a llorar. Durante el tobogán de la adolescencia, uno de los entretenimientosfavoritos de su amiga era entregarse al llanto. Como las baladas adoloridas que cantaban a dúo noeran suficientes para el caudal de lágrimas que Piña podía desatar, ni las penas reales resultarontantas, tuvieron que recurrir a nuevos estímulos. Vino entonces una racha interminable de películasdramáticas, que abarcaron todos los ángulos del dolor humano. Sesiones de tristeza profunda yberridos que dejaban a Piña extática de placer, con los ojos encogidos detrás de túmulos carnososy la nariz colorada por la congestión. Amalia, a quien a lo sumo se le humedecían las pupilas enlas escenas más desgarradoras de campos de exterminio nazi, tuvo que desarrollar mecanismos dedefensa, tanto para evitar señalamientos como para mitigar la conciencia de su enajenación, lasensación de estarse perdiendo algo que se hallaba al alcance de los demás, gente que era capazde dejar de ser ella misma para ser más feliz incluso poniéndose muy triste. Seres que flotaban engozo como querubines a su alrededor mientras ella permanecía con el mundo como grillete. Era lamisma alienación que sentía al bailar con Piña, al verla disfrutar del instante, separado del tiempoy del espacio, lejos incluso de ellas mismas. Empañaba un progreso del que debería estarorgullosa.

En esos antiguos festejos del llanto, Piña a cada rato se volteaba a mirarla. Quería comprobarque ambas estuvieran gozando igual del sufrimiento: sentirse acompañada. Y Amalia,comprometida sin entender muy bien por qué, aplicaba su talento para la previsión y así estar a laaltura. Imaginaba la muerte de Raquel o de su papá, que cuando ocurrió realmente no le arrancódemasiado llanto, para que un par de lagrimones espesos se le instalaran en las mejillas. Pero elartificio no era más que eso, no la acercaba al desprendimiento que su amiga conseguía con una

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autenticidad tan profunda. Definitivamente había sido privada de algún tipo de privilegio en larepartición de los dones.

Porque algún premio tenía que haber en liberarse del peso corporal y dejarse columpiar por lamúsica, como si todo el movimiento dependiera de una polea y unos cables invisibles, de la manode un titiritero sutil. Envidió como nunca el abandono de Piña: recostada en su hombro, con losojos cerrados, parecía haberse olvidado de quién era y con quién estaba, una suposición queconfirmó lo que hizo a continuación y sus disculpas inmediatas. En un impulso repentino giró lacabeza, tomó a Amalia de la nuca y la besó en los labios. E inmediatamente abrió los ojoshorrorizada, angustiada como si se hubiera despertado con un cuchillo ensangrentado en la mano yun cadáver a su lado.

—Perdón, perdón, perdón...La petrificación de Amalia le dio tiempo para balbucear decenas de lamentaciones y darse

golpes de pecho, donde se le alcanzó a entender a medias que no sabía qué le había pasado, queno quería dañar la amistad, que por favor no se fuera a enojar, que se odiaba por idiota, que porfavor no la castigara privándola de su trabajo y de la compañía de Raquel. La letanía operáticaestuvo a tono con su actitud de heroína trágica cuando huyó. Amalia no encontró que decir, así quese limitó a perseguirla y a invitarla, con una mano en su hombro, a sentarse.

—Amiga, perdóneme, se lo ruego, dígame que me perdona —aunque Piña ya se había calmadocasi completamente, aún no daba espacio para las interpelaciones—, no sé qué pasó. Es que aveces se me sale la hembra alfa, especialmente cuando bebo, y me vuelvo una animal, jueputa, yodio que eso me pase. Tengo que dejar de cosificar a las mujeres. Yo soy un desastre, usted sabe.

Amalia se limitó a acariciarle un par de veces el brazo en consolación, de la misma forma quelo habría hecho con un niño que se acaba de caer al piso y solo tiene una raspadura.

—Pero dígame algo, por favor, cualquier cosa que me quite este peso de encima —insistióPiña.

Amalia procedió como se hubiera esperado de ella. Cambió el tema para darlo por superado.—Voy a viajar a Estados Unidos a visitar a Catalina.Lo dijo como decía todas sus cosas. Fue Piña quien les asignó una grandilocuencia inspiradora

a sus palabras. Dadas las circunstancias, se presentaron como la mejor de las noticias y el másmilagroso de los remedios.

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19

Haber sido capaz de tomar la decisión del viaje colmó a Amalia de un optimismo vaporoso que seestiró en pequeños sucesos. En el camino a Suministros Vallejo se quedó distraída un rato, paradaen medio de la acera, mirando a una vigilante afuera de un edificio moderno de oficinas. La mujerno era muy alta y el golden retriever que la acompañaba le llegaba casi a la cintura. Hasta ahínada digno de observación detallada. El paisaje habría sido absolutamente corriente si la vigilanteno tuviera uno de sus brazos arriba, estirándose hasta donde se lo permitía el acartonamiento deluniforme, mientras giraba para convertirse en el eje alrededor del cual el perro daba vueltas conla cabeza en alto y las patas delanteras suspendidas lejos del suelo.

Amalia se acercó a descifrar el espectáculo inusual y comprendió la trama de esa obra callejeraque a ningún otro peatón le interesó. La vigilante buscaba alejar de su compañero a una mariposaque había aterrizado en su mano. Era una cacería, pero también una danza. A la curiosidad ahorase sumaba el suspenso. Estuvo en vilo hasta el final feliz, donde el vuelo de las alas coloridas lasseparó definitivamente del hocico del perro. Quiso seguir el recorrido completo de la mariposa,pero el cielo gris claro la encandiló. Cuando recuperó la visión, empantanada con iridiscencia, lamujer y el animal habían retornado a su postura solemne. Sin embargo, parecían renovados para lamonotonía de las horas que les quedaban por delante.

La racha de triunfos mínimos continuó con el agradecimiento que le tenía reservado Lázaro. Suspalabras del otro día lo habían puesto a recapacitar y se animó a llamar a sus hijos. Le fue muybien, dijo. Habían conversado como en los viejos tiempos y organizarían la forma de versepronto. En todo caso, seguirían en contacto permanente.

Amalia no le contó de su paso equivalente con Catalina con lo del proyecto de viaje. Se limitóa decir que se alegraba con la noticia y a degustar una satisfacción que, si bien no le alcanzó paraolvidarse de don Bernardo, por lo menos la indujo a considerar como favorable el hecho de queningún disparo se hubiera sobrepuesto a los tarareos que ahora eran parte de la oficina.

Si el optimismo de Amalia llegó a sufrir alguna mancha, tuvo su sanación en la pausa activa. Yaempezaban a rendir frutos las enseñanzas de Sasha para controlar la respiración en posicionesincómodas. Un vaho de bienestar trepaba usando sus costillas como escalera hasta anidársele enel pecho durante las contorsiones más absurdas. Esa tarde, un estiramiento le concedió una razónadicional para vanagloriarse. En la posición que la hija del jefe denominó de forma irrepetibleDandayamana-Bibhaktapada-Paschimotthanasana comprobó que su frente se acercaba más al

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suelo: había desaparecido la ventaja que le llevaba Lázaro en sesiones anteriores y que la teníasinceramente preocupada.

La seguidilla de refuerzos positivos la catapultó el sábado siguiente al evento definitivo.Raquel no reaccionó al alargamiento de la semana, un día más o un día menos con Piña la tenía sincuidado. Y Piña no hizo preguntas. Todavía la atormentaba la culpa. Como no encontrabasuficientes actos de contrición para resarcirse, básicamente se había vuelto una feria de lacomplacencia. Amalia, aprovechando la oportunidad, y tras una concienzuda investigación, fue adar al segundo piso de una de la esquinas más transitadas de la carrera Trece. Primero seequivocó de puerta y entró a una sala de masajes para caballeros. De allá salió corriendo asustadacuando la recepcionista le recitó las condiciones de reclutamiento pensando que venía a buscartrabajo. El error la llevó a confirmar por su propia cuenta que estaba donde quería, estudiando losdetalles que la rodeaban, antes de dejarse conducir por una asistente al departamento de docenciay dirección. A diferencia del salón de clases, todo ventanales, la oficina no tenía vista hacia lacalle. Para distraerse mientras esperaba en soledad, recorrió la historia narrada por los trofeos,diplomas, fotografías y recortes de periódicos que se abarrotaban en paredes y anaquelessiguiendo una secuencia armónica, significativa y profunda, como todo lo referido a la academiade danza y estudio del cuerpo Roberto de la Cuesta.

Seguramente se imaginaba otra cosa. Por eso fue su asombro al tener al frente a un cincuentónque se mantenía en perfecta forma, dueño de una estructura ósea inseparable del concepto de laexpresión corporal. El hombre recordaba más a la concentración de testosterona de un bailaorflamenco que a la dispersión de esta misma hormona a la que tienden los practicantes del ballet.Edwin Albeiro Pirateque, natural del municipio de Mosquera, Cundinamarca, quien por razonesde mercadeo y eufonía había adoptado el nombre artístico de Roberto de la Cuesta, con el quebautizó la academia que se convirtió en su proyecto de vida, reconocido pero no losuficientemente reconocido investigador ajeno a los estrechos corredores de la educación formal,autor de las teorías más arriesgadas sobre la esencia conceptual y espiritual del baile tropical quese hayan lanzado en Colombia, generó un impacto mayúsculo en Amalia.

—¿Está segura de que quiere hacer esto? —le preguntó sin saludarla después de leer sus datosen la ficha de inscripción. Era el primer reto.

—Sí... Sí, señor —sonó intimidada.—Es importante que sepa que acá las cosas no son como en otras partes.Esperó a que agregara algo, pero se mantuvo en silencio mirándola fijamente.—¿Y cómo son?—Acá son desde el corazón —se sobresaltó con las palmadas contundentes que se dio en el

pecho.—Ah... Bien.No tenía nada que decir. Evidentemente no entendía lo que estaba pasando. Se quedaron

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callados un rato. Ella sentada y él de pie.—Ahora váyase.—¿Perdón? —el pedido repentino la tomó fuera de base.—Váyase a su casa, Amalia. Piense bien si está dispuesta a asumir un compromiso de estas

dimensiones.—Pero...—¡Hasta pronto o hasta nunca! Son las únicas dos opciones.Amalia caminó hacia la salida siguiendo la ruta que le indicaba la firmeza de un índice calloso.

El lunes llegaría puntual para su primera clase.

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20

La zanja de Lázaro siguió avanzando y ramificándose por la pared. A Amalia le parecía el cortetransversal de hormiguero que había visto en alguna revista. La vida se contagió por esos días delavance natural de las reparaciones. En Bogotá continuó lloviendo y los vidrios de las ventanaspermanecieron afectados por un salpullido traslúcido y crónico. Don Bernardo no modificó suconfinamiento y ella tuvo tiempo de extender las conversaciones sincopadas con Lázaro.

Después de las pausas activas, y aprovechando la predisposición a la apertura que estas lesdejaban, se permitían preguntas sueltas. Ahondaban en el retrato mutuo. Amalia, envalentonadapor el interés que él le dedicó a su folletín jardinero, como si le estuviera contando el más afinadode los relatos de suspenso, le habló también de la Navidad permanente en su casa y reconoció lasdudas que albergaba. Su esfuerzo podría no implicar ninguna diferencia para Raquel. Lázaromanifestó su desacuerdo. Claro que se daba cuenta. Se mostró tan convencido que cualquierahubiera creído que hablaba desde el conocimiento irrebatible.

—Esas cosas de una forma u otra se sienten.Él le aclaró el misterio del sushi y otros preparados exóticos que ella le había visto sacar de su

lonchera durante los almuerzos. En su errancia laboral por varios restaurantes de Brooklyn yManhattan había aprendido recetas que ahora cocinaba con ingredientes locales. Mencionó platosque a ella le produjeron un respingo simplemente por su sonoridad. Amalia se negó a darles unaoportunidad aunque él se los describió de la manera más atractiva y poética que le permitió suvocabulario. Ella hizo de la comida criolla una trinchera inexpugnable y Lázaro, para no entrar enpolémicas, no tuvo empacho en abrazar también las banderas patrióticas. Amalia cambió de terciodespués de un par de recomendaciones que evidenciaron también su inferioridad en los terrenosde la gastronomía local y sus variantes, que igualmente la horrorizaron.

En otras ocasiones prefería descubrir por sus propios medios nuevos ángulos de la vida deLázaro. Se felicitaba por sus méritos investigativos si conseguía extraer una ficha que encajara enel perfil o en la cronología que había ido construyendo. Por eso se aguantó las ganas de preguntarcuando él sostuvo con Sasha la conversación sobre la India. La muchacha, queriendo ampliar elcontexto de un ejercicio, tomó como ejemplo la meditación cotidiana en algunos países. Hizo unapregunta que habría sido ofensiva si no hubiera venido de alguien tan ingenuo.

—¿Ustedes han estado en la India?—No he tenido todavía la oportunidad —respondió Amalia, incapaz de desprenderse de una

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mordacidad que ni Sasha ni Lázaro registraron.—Yo estuve un par de veces —dijo Lázaro.Amalia casi se desnuca al ladear la cabeza para mirarlo desde su posición Adho Mukha

Svanasana, que algunos facilistas prefieren llamar del perro, con las manos y los pies apoyadosen el suelo y el resto del cuerpo al aire, el coxis en el punto más elevado. De nuevo, Sasha y él semantuvieron indiferentes a su reacción.

—¿Y cuál fue tu impresión, Lázaro? —Sasha amplió el interrogatorio.—Pues... básicamente, que muy linda pero huele a popó.Como necesitaba las manos para evitar irse de bruces, Amalia no pudo aplaudir la respuesta.

Cuando estuvo liberada con una nueva posición, el asunto ya había quedado atrás. Ninguno de losotros le dio relevancia porque una de las premisas de la clase era desprenderse con tranquilidaddel instante una vez se convertía en pasado. Prefirió emularlos, a medias. En conversacionesposteriores con él reunió a cuentagotas un dato fundamental para enriquecer su currículo: Lázarohabía trabajado unos años en la marina mercante; tenía en su haber una vuelta y media al mundo abordo de un carguero.

Lo más lejos que ella había llegado era Cartagena, a una hora de vuelo, hacía cinco años.Raquel estuvo feliz en vestido de baño a la orilla del mar, como se lo demostraron el aumento enla frecuencia de sus lucideces y la sonrisa instalada en todas las fotos. Eso fue suficiente para queAmalia declarara las vacaciones como exitosas sin importar que los dos más grandes flagelos delturista se hubieran ensañado con ella y solamente con ella. Las ampollas de las quemaduras delsol caribeño y las picaduras de los mosquitos se repartieron su piel, que adquirió la refulgencia yla temperatura de un ascua.

Cartagena, la distancia máxima que alguna vez se había separado de su jardín, se quintuplicaríacuando fuera a visitar a Catalina siguiendo el impulso centrífugo de la última semana, el mismoque la había metido en proyectos antes impensables, especialmente las clases en la academia,donde se presentó sin falta con la puntualidad y la disposición de un alumno ideal. Su ropa era lamisma que usaba para las labores de jardinería. El pantalón de sudadera de un equipodesaparecido de voleibol de colegio y la camiseta promocional de Suministros Vallejo jamáshabrían conseguido el visto bueno de un ortodoxo, pero desde una perspectiva técnica lebrindaron el confort suficiente para abordar los ejercicios propuestos sin preocuparse por nadamás. Desde la lección inaugural entendió que lo importante se desligaba de la armonía engañosade las formas.

Se unió a la procesión del libre albedrío de las caderas de quienes aspiran a entrar en contactodirecto con el Alma, así, con mayúscula. Se encaminó a aquello a lo que un grupo de científicosapuntó involuntariamente al preguntarse si los animales podían bailar. Tenían como antecedenteslos rituales de apareamiento comunes en diversas especies. Se suponía que danzaban las aves, lospeces y las abejas en su vuelo. Cundían además los videos en internet donde casi cualquier

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espécimen coordinaba sus movimientos con una pista musical. Pero ¿esto era de verdad un baile?Es sabido que los animales ejecutan rutinas o movimientos aislados con una gracia que podría

confundirse con la búsqueda estética de la danza, y no pocas veces es la inspiración directa deesta. Sin embargo, para que este comportamiento adquiera la etiqueta debe cumplir con criteriosadicionales. El más evidente: la capacidad para acomodarse, sin una guía humana, a la velocidadque propone el patrón musical. Así de simple, ir más rápido si la propuesta viene de un pericoripiao o entregarse a la cadencia retozona de una balada.

El caso de estudio de los científicos en mención fue el de Snowball, la cacatúa que se hizofamosa por menearse alegremente cuando sonaba la canción Everybody de los Backstreet Boys. Elsuyo no era un video más. No se trataba de un montaje burdo de edición. El inicio y final de susreacciones coincidían con el cruce fronterizo entre el silencio y la música. También daba laimpresión de mantener el ritmo propuesto por los compases. Esto atrajo el interés del grupoinvestigativo y Snowball fue sometida a un experimento que buscaba dar con una conclusióndefinitiva.

Con un programa informático, los científicos prepararon una lista donde versiones de la mismacanción fluctuaban entre un veinte por ciento más lento y un veinte por ciento más rápido. Cadauna de las velocidades sonó para el sujeto de estudio. ¿El resultado? El ave acertó siguiendo elritmo una cuarta parte de las veces. El setenta y cinco por ciento restante se adelantaba, seatrasaba o se detenía aunque la música continuara sonando. Aun así, el equipo investigadorconsideró significativo el número de coincidencias y en el artículo publicado en la revistaCurrent Biology se declaró a Snowball el primer “bailarín no humano”. Su entusiasmo se debió aque la cifra resultaba superior a las que habían arrojado experimentos con otras especies.Snowball superaba a perros, primates y delfines.

Pero sus datos no fueron suficientes para consolidar una teoría seria. Configuraba un acto de feque los científicos, con tan poco respaldo, se apresuraran a saltar a la conclusión de que losanimales pueden bailar. En nada se diferenciaron de quienes opinaban que el baile es unaactividad inherentemente humana.

Los místicos que han percibido la danza como elemento unificador del homo sapiens son unacomunidad, pese a no reconocerse como tal e incluso tener supuestas diferencias irreconciliablesentre sus miembros. De más está que la búsqueda venga bajo la perspectiva científica, mística,filosófica, política o de la educación física. Los motiva el mismo grial. Jung lo perseguía conexperimentaciones para posibilitar el diálogo entre el consciente y el inconsciente, inclusoexpandiéndolo a través de nuevas dimensiones del cuerpo y las sensaciones físicas. San Juan de laCruz señaló su paradero cuando dijo que si un hombre desea estar seguro del sendero que recorredebe cerrar los ojos y caminar en la oscuridad. Proust lo revistió de poesía al escribir que“nuestros brazos y piernas están llenos de memorias durmientes del pasado”. La anarquista EmmaGoldman lo declaró elemento insustituible al manifestar enojada: “Si no puedo bailar, tu

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revolución no me interesa”. Unos y otros son tripulantes de una nave que apunta a un puertoañorado e interior: el Alma, de nuevo con mayúscula. Ese órgano inasible, no la conformación delcerebro, no la habilidad para la construcción de herramientas, no la capacidad para laabstracción, es lo que nos separa de los otros organismos de este planeta. En dicha medida, loshumanos tenemos Alma; Snowball, por simpática —o simpático— que nos resulte, no. El baile esla evidencia, no única pero sí fundamental, de su existencia. Hasta los humanos con mayoreslimitaciones para acompasarse, las Amalias del universo, pueden encontrar un ritmo, su ritmo. Elderrotero lo marcan las condiciones individuales pero también las geográficas y culturales: losderviches lo hacen en su gozo giratorio mientras a nosotros, los homínidos de los trópicosamericanos, nos corresponde hacerlo al son de melodías cargadas de versos que declaran que nohay cama pa t́anta gente pero hay fuego en el veintitrés, estaba la tortuga debajo del agua,mataron al negro bembón, songo le dio a borondongo, el meneíto ahí, sacúdelo que tiene arenao te volviste loco, Wilfrido, y continúan señalando el mismo rumbo. El Alma habita allí también yaflora con cada paso, pirueta o simple sacudón que va trazando caligrafías sinuosas en el piso,pintura rupestre y papiro de un testimonio colectivo, de gente anónima y corriente en la que laimprenta de la historia oficial no reparará, pero que así escribe los avatares de sus vidas con latinta etérea que destila la alegría temporal. El Alma.

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El Alma puso Amalia desde el inicio acatando sin problema el silencio que ambientó la primeraclase. Aceptó con muchos menos reparos que el resto de los alumnos la invitación a sacudir sucabeza al compás de una canción que solo podrían oír ellos, una tonada mental evocativa, la quequisiera cada quien. Esas no eran las notas propias que cargaban como muescas del genoma, peroayudarían a comprender la dinámica. Era el éxodo que empezaban a transitar hacia la tierraprometida de la melodía interna.

En su aceptación iba implícito el compromiso de quien no se iba a conformar con unaexploración a medias. Estaba decidida a darse una oportunidad sin importar lo absurdas queencontrara algunas propuestas; aunque augurara una acumulación de decepciones. No fingiría unarevelación e incluso se resistiría a aceptarla a menos que se le manifestara sin atenuantes. En elfondo rogaba en silencio que le derribaran los pilares de su aprensión.

Con la obediencia de los que confían emprendió los ejercicios posteriores donde hubo músicaexterna pero no indicaciones para el baile en pareja. Supo ser paciente. Recorrió con minucia lasetapas individuales bajo la secuencia de coreografías tontas y divertidas de éxitos de verano,golondrinas efímeras que se recordarán por siempre en el olvido de la intrascendencia, y no seretrajo cuando la práctica tocó el extremo que más distaba de su carácter: asumió el descontrol alque la convocaban el mapalé y el pogo punk como un itinerario que no debía evitar si queríallegar donde debía llegar. Con el ceño arrugado de la máxima concentración, pateó, saltó y sesacudió. Así la vieron los curiosos que cada tanto detenían su marcha en la calle para presenciarel espectáculo que brindaban los ventanales generosos de la academia: gente contoneándose alamparo de una música que desde afuera no se escuchaba —a veces tampoco desde adentro—, unacuario humano, un respiro visual, una benevolencia inesperada de esas que a veces se permiteuna ciudad cabrona y mezquina. Amalia se estaba preparando a conciencia, con resultadosencomiables, para afrontar una invitación de Lázaro. Un evento que creía inexorable hasta quellegó el incidente.

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No llegó a las nueve como lo hacía todos los días. Tampoco a las diez. Ni a las once. No llamó adar explicaciones. El mal genio de Amalia se horneó en unas horas que se volvieron rápidamentelas más procelosas que hubiera vivido esa oficina. Encontraba un irrespeto por donde lo abordara.Se enojó hasta un punto en que la otra ausencia de esa mañana, la de don Bernardo, fue apenas unaanécdota a la que no le dedicó ni un minuto, porque estaba ocupada en darle vueltas a lo mismo.Prefirió dejar intacto el almuerzo. No había poder humano que se lo hiciera bajar por la garganta.Le dijo a Hernandito que tenía un ataque de gastritis y se valió de la misma disculpa para retirarseantes a la oficina. Quería verle la cara a Lázaro cuando llegara.

La vio y era mala. Nada daba cuenta de un minuto de sueño. Habría sido para preocuparse, a lomejor hasta inclinarse a aceptar una excusa medianamente verosímil, si él mismo ya no se hubierasentenciando con su encogimiento culpable. Y ni hablar del tufo alicorado que se diseminó cuandosoltó una voz de ultratumba.

—Buenas tardes. Perdón.—¿A usted le parece que estas son horas de llegar?—No, es mi culpa y lo reconozco. Esto no tiene presentación.—¡Y está oliendo a trago! ¿Llegó tarde porque se emborrachó? —lo de Amalia ya era

indignación.—Sí, y estoy muy arrepentido. Pero no pude evitarlo.No era una justificación. En Lázaro solo había remordimiento. Mantuvo los ojos en sus zapatos.—¿No pudo evitarlo? —Amalia pasó a la mordacidad teatral—. Ah, fue el destino. ¿Qué pasó?

¿Una botella se le metió a la fuerza al cuerpo?Lázaro levantó una mirada opaca y habló con tranquilidad de derrotado.—Vea le explico. Yo desde hace diez años básicamente no tomo alcohol. Solo lo hago una vez

al año. El día que se cumple el aniversario de la muerte de mi esposa. Eso fue ayer. No es algo delo que esté orgulloso. Pero me puede la tristeza.

Para encubrir su conmoción, Amalia ponderó durante un par de segundos.—Si usted quiere quejarse con mis jefes, yo la entendería.Nada más lejano a un ruego. La honestidad y la disposición para aceptar las consecuencias

impacientaron a Amalia.—Váyase. Vuelva mañana descansado para que pueda hacer bien las cosas —rezongó.

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—Sí, señora.Lázaro se fue con el rabo entre las patas y ella se dejó caer en la silla. Quiso retomar el

refunfuño que hasta hace unos minutos sentía tan perfecto y fluido, pero no lo consiguió. Sucantaleta había perdido la magia.

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No mencionaron más el desencuentro. Los días siguieron como venían. En Bogotá llovía conpereza y la ciudad adquirió la textura de una manzana acaramelada caída al piso. Quedaban sietedías hábiles para el encuentro con la junta y don Bernardo continuaba en la misma tónica. La zanjade la pared ahora retrocedía con el revoque y ya no parecía más la sombra de un árbol sin hojas.Amalia persistió en las clases a pesar de que en un ataque de alarmismo llegó a pensar que laposibilidad de una invitación a bailar se había ido al carajo.

Pronto estuvo preparada para uno de los puntos de quiebre fundamentales del método deRoberto de la Cuesta. Haría parte del grupo de elegidos que irían a la salida de campo, que decampo no tenía nada porque probablemente se trataba de la experiencia más urbana de laacademia. Se comprometió bajo juramento, al igual que sus compañeros, a no faltar a la próximasesión. El evento requería absoluta seriedad y entrega. La convicción con la que manifestó suasistencia hablaba de sus nuevas prioridades. La práctica le había fortalecido el músculo deldiscernimiento.

Este progreso se le notó también cuando Piña, en el acto culminante de su redención, le teníauna noche la sorpresa de que ya había adelantado su registro en la embajada gringa. Su cita para lasolicitud de la visa contaba con una fecha. Le entregó el recibo con orgullo de gato que ofrenda supresa al dueño, pero también con la noción de que podría horrorizarla.

—Fue un proceso muy sencillo. Los primeros documentos eran facilísimos de conseguir y ustedlos tenía casi todos acá. Hasta yo me animé y pedí cita para mí. Lo importante es que para laentrevista tenga el certificado laboral. Mi hermana me va a falsificar uno de su floristería.

—¿Y usted cómo supo que yo tenía esos documentos? —Amalia se quedó atrancada en undetalle.

—Su mamá me los mostró —respondió Piña sin encontrarle lo raro.—¿Mi mamá?La anterior Amalia habría naufragado en una disquisición sobre la conciencia caprichosa de

Raquel y si acaso esta no era un castigo, un mensaje cifrado para hablarle de alguna incomodidadque le hubiera provocado; a lo mejor estaba enojada porque no la había tenido en cuenta comoacompañante para el viaje. Pero en la nueva Amalia primó el reconocimiento de la ayuda que leprestaba su amiga librándola de un trámite. Su crecimiento no tenía reversa. Debía afrontarlo delmismo modo que lo había hecho con su formación en danza, porque en ambos casos lo que

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importaba era el fondo, sus metas personales, y no las coyunturas en las que la atención de sumamá o una invitación de Lázaro afectaran su curso.

De cualquier manera, el trato se normalizó en cuestión de horas. Él, incapaz de sostener elretraimiento avergonzado, después de una vigilia breve volvió a tararear. La renovación delimpulso satisfizo tanto a Amalia que una mañana tomó la iniciativa y organizó en la pantalla de sucomputador una exposición de fotos bajadas de internet con elefantes enanos, japoneses albinos ymujeres con burka tomándose selfies. Él continuó verbalizando cuanta barbaridad se le pasaba porla cabeza. Por ese camino llegó a una posibilidad que a Amalia le sonó tan pavorosa como elrevólver que yacía una pared de por medio.

—Amalia... ¿Usted se ha puesto a pensar que tal vez su jefe anda encerrado y así de raro porqueestá bebiendo? —Lázaro señaló hacia la puerta que don Bernardo había franqueado hacía mediodía y no presentaba modificación.

—¡Noooo, cómo se le ocurre! —el reflejo fue defensivo.—¿Por qué no?—Yo lo conozco. En los años que llevo trabajando para él, y súmele los que mi mamá fue su

secretaria, él jamás hizo algo así. No tiene ni una botella por ahí —la seguridad al final de sudeclaración había perdido ímpetu.

Lázaro movió la mandíbula sin separar los labios. Literalmente mascullaba una idea.—Yo lo decía era porque en mi época más dura de problemas con el trago esas eran las cosas

que hacía.—No creo, no...—Espere me fijo.Nunca había sentido tanto miedo. Cada centímetro que él recorrió hacia el despacho fue una

cuota para el infarto.—No, ¿qué está haciendo? No... —su imploración fue desoída en parte porque Lázaro iba muy

decidido y en parte porque la angustia le anudó las cuerdas vocales.Él abrió sigilosamente la puerta y metió la cabeza. Amalia quiso taparse los ojos pero lo hizo

con mediocridad. Creyó que se iba a morir. Solo se atrevió a respirar cuando Lázaro cerró sinproducir ningún sonido. Quiso reclamarle pero los arrestos habían abandonado completamente suorganismo. Usó su último aliento en un monosílabo.

—¿Y? —le preguntó mientras cruzaba frente a ella de regreso a su puesto.—Está bebiendo —respondió sin detenerse.Si hubiera tenido con qué, Amalia se habría puesto a llorar.

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Lázaro esperó un par de días y sendas sesiones con Sasha para que a Amalia se le pasara laalteración. Cuando bajó la espuma de los acontecimientos se atrevió a dar el paso, que no llegó deinmediato. Complicó el primer intento y después de captar su atención desvió su discurso a untema absurdo, incluso para él. Esto condujo a que ella se diera cuenta de sus intenciones y secontagiara de su inseguridad. Para el segundo lance ambos titubearon y se embarcaron en unaconversación divergente de la que terminaron saltando como si lo hicieran de un edificio enllamas. Tuvieron que esperar a que transcurriera la tarde para reunir fuerzas de nuevo.

—Am… alia… —el miedo hizo que Lázaro partiera las sílabas incorrectamente.—Sí, dígame —a ella le salió una voz de operaria de línea de atención al cliente.—Yo… Este… ¿Cómo le dijera? La cuestión es que me gustaría extenderle una invitación…—¿Una invitación? —para que no se hiciera evidente el parpadeo de su voz, ella se limitó a

repetir.—Sí… ¿Se acuerda de este sitio de baile del que le hablé, al que me gusta ir, Rumbantana?Pero ella no le permitió ir más allá. Superada por los nervios, amontonó el agradecimiento por

la invitación con la excusa de que no tenía quién le cuidara a su mamá y una fórmula de escapepara meterse a la oficina de don Bernardo, en ese momento vacía. Se preocupó por aclarar sinaclarar del todo que no se trataba de una negativa. Era algo más parecido a un aplazamientoprudente de un asunto que no era para tomarse a la ligera y que le gustaría que abordaran concalma en un momento más apropiado donde pudiera prestarle la atención que requería y etcétera.En resumen, se despidió hasta al otro día y procedió a encerrarse en el despacho, donde apoyó suespalda contra la puerta. Buscó tranquilizarse y bajarles a los latidos en su pecho. Tenía miedo deque pudieran escuchar desde la otra habitación.

Tratando de ocupar la cabeza en una tarea diferente, le dio un repaso panorámico al despacho.Ahora don Bernardo no se preocupaba por ocultar la botella de whisky mermada. Sobresalíacomo la torre de una iglesia entre los papeles dispersos que poblaban su escritorio. Se acercó aorganizar y no le llevó mucho despejar el panorama. Husmeó en el cajón donde había visto porúltima vez el revólver. Continuaba ahí, como un cazador paciente. Amalia sacó las balas deltambor, se las echó en el bolsillo y volvió a dejarlo exactamente en la misma posición en la que lohabía encontrado. Sin ser una solución definitiva, serviría para torpedear un acto impulsivo yllevar a un segundo pensamiento. Ojalá al arrepentimiento. Revisó hasta el último rincón para

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asegurarse de que no había a la mano ninguna munición de repuesto y, ya completamente segura deque no se cruzaría con Lázaro a la salida, se retiró.

El sueño de esa noche fue magro. A la mañana siguiente no se percató de nada en el camino a laoficina. No recordaría si había amanecido lloviendo o no. Saludó a don Bernardo como un trámiteirrelevante. Respaldada por el sosiego de saber las balas en su casa, se olvidó de él. Se centró enno complicar la labor de Lázaro y la paciencia le alcanzó para gastar buena parte del díaintercalando conversaciones evasivas. Apreció el largo rodeo mutuo. Hasta que no pudieronaplazarlo más.

—Amalia. ¿Me regala un minuto?Ella fue toda atención. Y tensión. Lázaro le dio la vuelta al desorden de sus herramientas.

Diseminadas por el suelo recordaban a las construcciones con las que los castores represan lacorriente de los ríos. Así ganó un par de segundos para inhalar oxígeno hasta los talones y afrontarlo que se venía.

—Quería hablar de lo de la invitación que empecé a contarle ayer…En el lapso que tardó escogiendo sus palabras, se abrió la puerta del despacho. Don Bernardo,

de todos los momentos de esos días, escogió precisamente ese para asomar la cabeza. Fue tanrepentino que ninguno de ellos alcanzó a reaccionar como habría querido. Se quedaron dondeestaban, que era el limbo entre ponerse de pie y volver a sus lugares.

—Amalia —llamó el jefe sin reparar en la presencia de Lázaro; para él ya hacía parte delinventario.

—¿Señor?—Venga hágame el favor.En una milésima de segundo don Bernardo alcanzó a perder la paciencia.—Amalia, ¿me oyó?—Sí, señor. Claro.La inmediatez del requerimiento apenas le permitió dedicarle a Lázaro una mirada donde iban

implícitas una explicación y una disculpa. No supo si la captó y tampoco pudo hacer más. El jefeesperó en el umbral del despacho a que ella entrara, la escoltó y cerró la puerta. Cuando sesentaron, don Bernardo le extendió la carpeta principal del informe a la junta directiva. Ella laabrió y la miró simplemente para darle continuidad a la acción. Sabía de memoria su contenido.

—Amalia, las cifras de los resultados que tenemos que presentar están realmente graves.—Sí, señor.—Pero de todas formas necesito que las revisemos enteras con mucho detalle para comprobar

que no son peores.—¿Ya mismo? —la decepción de Amalia se vistió de imprudencia.—Sí, ¿por qué? ¿Tiene algo mejor que hacer o qué?—No, claro que no.

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La irritación de don Bernardo fue un crescendo continuo. Durante cinco horas la tuvo repasandounos números que, a pesar de su contundencia, le ordenó repetir una y otra vez, como tratando dedespojarlos de su sentido. Sin llegar al final, se hartó y la despachó del despacho. Era tan tardeque resultaba obvio que al salir ya no estuviera Lázaro. El único rastro de su presencia eran elhoyo mínimo en el que había cicatrizado la zanja y una nota escueta donde él, con una caligrafíaadmirable, le anunciaba que al día siguiente retomarían la conversación.

La agenda de vicisitudes de Amalia estaba lejos de culminar. Esa noche debía asistir alencuentro grupal en la academia para la salida de campo. Su juramento lo había elevado a laaltura de compromiso moral y pese al desánimo nunca le pasó por la cabeza la posibilidad defaltar. Así manipula el destino nuestras supuestas elecciones. Tuvo que correr para compensar elretraso que había acarreado la reunión con don Bernardo.

El tránsito de la academia al punto de llegada imbuyó a la romería de un halo de peregrinación,que era en lo que se estaban embarcando. Ofrendaban su visita a un templo del baile. Cuandollegaron, Amalia se rezagó del grupo. Se quedó un rato mirando la fachada del cuchitril acogedor.Dudaba si proseguir o no. El nombre que anunciaba un cartel sobre el ladrillo avejentado, y quenadie se preocupó por adelantarle, era el mismo que Lázaro había mencionado: Rumbantana.

Entró. Iba sojuzgada por la inseguridad y con los sentidos embotados. Sorda a músicas externase internas. Solo la acompañaba un pito taladrante en los oídos. Aunque el local no estabaparticularmente lleno, tropezó confundida con un bailarín de corredor y se arrinconó al paso deuna mesera acostumbrada a esquivar obstáculos. Demasiado color. El abigarramiento deldecorado se descolgaba por las paredes. Partía en las cometas que parecían danzar en el techo,rodeaba los cuadros con carátulas de discos y se esparcía por el mosaico de las baldosas, al quepor momentos superaban en geometría calidoscópica los zapatos de los bailarines. Necesitó de unsegundo aire para continuar.

Los sentidos turbios le impidieron el reconocimiento instantáneo. Percibió la pista como siestuviera bajo el agua. A cuentagotas se fueron solidificando las mesas perimetrales, Roberto dela Cuesta, sus compañeros de la academia que permanecían como espectadores en una zona detransición y quienes poblaban la pista de baile. Los protagonistas de la noche. Entre ellos, Lázaro,que no estaba solo. Bailaba muy pegado a una mujer de carnes abundantes y más años de los quetransmitía su melena salvaje. El embeleso en su cara, la plenitud que los aislaba a él y a su parejaen una burbuja, golpearon a Amalia en el estómago como un tronco, un tronco que hacía parte dela carga de un camión maderero, un camión arrastrado por la ola rabiosa de un tsunami, un tsunamide aguas putrefactas que arrasa una aldea de chozas. Dio media vuelta. Con pasos enfáticos buscóla salida. Iba tan demudada que fue evidente que algo no estaba bien. Nada bien.

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Se contuvo hasta cierto punto. La farsa del saludo medianamente cordial se le agotó en un silencioresentido, donde cortó con monosílabos los emprendimientos de Lázaro. Él, resignado a que noestaba en un buen día, se dedicó a culminar su labor. Sin pretenderlo inflamó la ofensa. Su silbidole llegó a Amalia como una provocación cínica que requería una respuesta, ojalá contundente perocon elegancia y altura. Ella prendió la máquina para picar papeles. En el afán de hacer ruido paracontrarrestar a su oponente, llegó a destrozar un documento que no estaba destinado a convertirseen serpentinas. El mensaje no caló. Después de un par de pausas, él iba a interpretar algo quepodría haber sido una cumbia o un son cubano. Amalia nunca lo supo porque ejecutó lainterrupción definitiva: levantó la pila de carpetas que delimitaba uno de los bordes de suescritorio y la dejó caer con fuerza de nuevo sobre su base. El golpe seco resonó más fuerte de loque esperaba y temió que don Bernardo se asomara. Pero la única reacción vino de Lázaro, que secalló y la miró asombrado.

—¿Está bien, Amalia?—Divinamente.Le respondió sin mirarlo pero con la voz llena de púas. Lázaro se acercó preocupado. La rodeó

a medias tratando de encontrar su mirada, sin conseguirlo. Ella había girado la cara en un ánguloabsurdo.

—Usted está rara, no me ha hablado en todo el día.—Es que tal vez si acá se hablara menos, el trabajo rendiría más.—¿Usted por qué me está tratando así? ¿Le pasa algo? ¿Hice algo?—No me pasa nada —cada músculo de Amalia la contradijo—. Y le pido que baje la voz que

va a molestar a mi jefe. ¿Ya terminó ahí?La desorientación de Lázaro devino molestia. Bajó el volumen pero habló con firmeza.—¿Sabe que sí? Ya terminé.Con manotazos ofendidos llenó su morral en segundos, se lo colgó al hombro y caminó hacia la

puerta.—Con permiso.Amalia, que fiscalizó cada paso, no había terminado. Susurró un epíteto que disfrazó de

comentario para sí misma.—Descarado.

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Transformado en una res atada por una cuerda, Lázaro frenó en seco. Ejecutó un medio mutispara enfrentarla.

—¿Perdón? —dijo indignado.—Hágase el bobo, bien pueda.—Si tiene algo para decirme, hágalo directamente. Se lo solicito.Aunque susurraban, no cabía la menor duda de que se estaban gritando.—Me parece el colmo que usted me haya estado invitando a bailar cuando ya tenía con quién

entretenerse. Le gusta jugar a varias bandas, ¿no?La perplejidad de Lázaro lo amordazó. Así que se limitó a mirarla interrogativamente.—Ayer lo vi muy feliz en ese tugurio donde le gusta ir a bailar.Ese fue el fin de la diplomacia.—La descarada es usted.Ahora fue Amalia quien perdió toda capacidad de réplica. No podía creer lo que estaba

oyendo. Lázaro arreció.—Ya entendí que lo que usted quiere es tenerme ahí detrás solamente para su ego. Como una

medallita.—¿Qué?La temperatura de la discusión subió sin que nadie alzara la voz.—Usted nunca se ha mostrado ni un poquito dispuesta a verme por fuera de esta oficina. Yo la

intenté invitar dos veces.—Eran las circunstancias —se justificó ella.—El que quiere encuentra cómo.—Usted no entiende nada —el orgullo de Amalia era una bóveda cerrada.—Yo sí entiendo. Usted no quiere nada conmigo pero es lo suficientemente egoísta para no

querer que alguien más se me acerque.—No hable de lo que no sabe.—El trabajo, en todo caso, ya está listo. O sea que no tengo nada más que hacer acá. Así le

ahorro la molestia de tener que verme.—Haga lo que se le dé la gana.—Eso estoy haciendo.Antes de desaparecer, Lázaro soltó un colofón.—Y le digo una cosa más. Usted sabe que esto no tiene nada que ver conmigo.Inmersos en la frustración airada, los brazos de Amalia se sacudieron impotentes, ansiosos de

golpear algo con los puños. En vez de eso, tomaron una decisión inexplicable. Cuando ella se diocuenta de que tenía la boca llena de un puñado de dulces sacados de la vasija, los escupió sobresu palma derecha y los arrojó contra el vacío donde había estado parado Lázaro por última vez.Rebotaron en el suelo como las cuentas de un collar roto. Tic. Tac. Tac.

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Esa noche faltó por primera vez a la clase a pesar de que la rabia se le pasó con una velocidadinesperada. Subsistió solamente un remordimiento robusto en la duermevela. El amanecer del díasiguiente se presentó sin lluvia. Estuvo a tono con su ánimo, seco pero frío, opaco e intranquilo,difícil de definir. El decaimiento la acompañó hasta la oficina y nada más existió en el entretanto.De nuevo Suministros Vallejo, don Bernardo cerca aunque lejos, la incertidumbre como únicarespuesta a la junta y la pausa activa con Sasha, que no reaccionó ante la reducción de su grupo dediscípulos. Todo fue una invitación desabrida pero cómoda a seguir con la rutina. Antes la habríaaceptado, pero las cosas ya no eran así.

Leyó señales del destino en el alicate que Lázaro dejó olvidado. La herramienta, un cachorroabandonado por la manada, se refugiaba debajo de un archivero y apenas se atrevía a asomar unapata temerosa. A Amalia le bastó levantarlo para dar con la solución a su entuerto. Sinpreocuparse por mantener ninguna apariencia, cortó con el mismo alicate el primer cable que se leatravesó.

—¿Dónde tiene la cabeza? ¿Se le quedó encerrada con el jefe en la oficina? —Era de esperarseque Hernandito notara que escasamente había abierto la boca, para comer o hablar, durante elalmuerzo.

—También —producto de su énfasis en el carácter urgente de la reparación, le prometieron queesa misma tarde enviarían al técnico.

—¿También?—Despuesito hablamos.Abandonó precipitadamente la mesa y no supo, no le importó, si Hernandito alcanzó a decir

algo más. De nuevo en su escritorio, vigiló la puerta de entrada con un ojo mientras con el otro seaplicaba un toque de labial. Repitió varios ensayos porque entró en pánico cada vez que lepareció que el color era demasiado llamativo. Practicó también un diálogo natural donde ellareconocía su parte de culpa, que consideró proporcional a la de él, quizá menor, pero dado queestaban entre adultos sensatos, nadie se iba a detener en esos detalles irrelevantes.

Se giró cuando lo escuchó venir. Que la encontrara de espaldas, concentrada en cualquier otraactividad, dotaría al reencuentro de la casualidad que esperaba. Abrió su libro de inglés en unapágina con una lección que hacía rato había superado y aguardó. Tres golpecitos tímidos en elmarco de la puerta entreabierta se sincronizaron con el temblor de su pierna derecha. Cuando miró

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hacia allá, tuvo una reacción más espontánea que todas las reacciones espontáneas que habíapreparado.

—¿Quién es usted? —Un tipo vestido con el uniforme de Lázaro la estaba mirando.—Buenas tardes. Vengo de Soluciones Locativas. Soy el encargado de arreglar el daño que hay

en la oficina. Es un problema eléctrico, ¿no?—¿Dónde está Lázaro?—Lázaro renunció. Parece que le salió un trabajo nuevo.Amalia, atónita, iba a extender la ausencia de reacciones hasta el absurdo cuando la llamó don

Bernardo. Despertó parándose como si su silla fuera una parrilla en rojo. Su cara apuntó en dostiempos a la puerta del despacho y al reemplazo de Lázaro, ambos objetos inanimados para ella enese instante. Repartió un sartal de instrucciones arrebatadas.

—El daño es este. A la lámpara se le cortó el cable. Es una bobada. Solo hay que pegarlo.Cierre la puerta al salir —fue lo que el hombre pudo inferir de su retahíla.

No había superado el incidente y ya tenía que afrontar un reto adicional. Se sentó como se loindicó don Bernardo. Entre ellos mediaba una botella nueva de whisky. Él no se preocupó porjustificarla a pesar de que Amalia le dedicó más tiempo de contemplación que a la carpeta delinforme. A cambio, habló casualmente. Desplegó una ambigüedad que aspiraba a ocultar el fondoinquisidor de su pregunta.

—Amalia, ¿usted movió algo de mi oficina?—No, señor. ¿Le falta algo? Si quiere le ayudo a buscarlo —ella misma se impresionó con su

manejo aguzado del interrogatorio.—No, no vale la pena. Mejor concentrémonos en lo que importa. —Don Bernardo desistió de

indagar y se reacomodó en su sillón—. Necesito que me preste atención a lo que le voy a decir,que es muy importante.

—Estoy muy atenta.Amalia corroboró su disposición separándose del espaldar. Iba a tomar nota pero el jefe le

indicó que no era necesario. Él carraspeó una incomodidad evidente. Dio la partida a su discursocon un manotazo sobre el escritorio.

—Estas cifras no se pueden presentar a la junta así como están. Vamos a tener que... ayudarles.—¿Qué quiere decir con “ayudarles”?—Es algo temporal. Necesitamos ganar tiempo —ahora era todo eufemismo y rodeos—. Hay

demasiadas cosas en juego.—¿Ayudarles?Amalia repitió tratando de entender. Es decir, tratando de entender que entendía. Quería darle,

desde la comprensión, una oportunidad de rectificar diciendo que no era más que un chiste malo.Uno muy malo. Él permaneció en silencio. Entonces la angustia habló en nombre de ella.

—Cuando yo llegué a trabajar a esta oficina, Suministros Vallejo también estaba pasando por

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una crisis grave y usted sacó la empresa adelante. Seguramente que ahora también...Tuvo la constancia de que estaba emitiendo un ruego ingenuo cuando se sorprendió buscando su

mirada esquiva. Aun así perseveró.—Si usted vende una de las casas que ocupa la bodega, si a este lado se acomodan unidas

varias oficinas... Digo, ese terreno debe costar un montón, ¿no? —lo suyo no eran propuestas sinopeldaños flojos.

Don Bernardo, ahora sí, la miró a los ojos. Habló directo y serio.—Amalia, le voy a hacer una pregunta concreta. ¿Usted está dispuesta a ayudarme con esto o

no?La garganta no le estaba temblando como creyó. En su incapacidad para creer lo que oía había

un clamor, pero también una reafirmación.—Don Bernardo... Usted me vio crecer... Usted estuvo en mi primera comunión... Me conoce.Era todo lo que podía decir. Él suspiró, derrotado. Tampoco tenía nada para agregar. Sin

preguntarle acercó dos vasos y le sirvió un trago con la expresión más triste que ella le hubieravisto jamás.

—¡Viejo hijueputa! —casi gritó Hernandito, descompuesto, cuando ella terminó de contarletodo en la oficina de recursos humanos.

—Ya pasó, Hernando. No vale la pena —el estoicismo de Amalia no parecía de este mundo.—Yo de usted le ponía una demanda por despido injustificado.—De todas maneras iba a renunciar. Él solo se me adelantó.—Pero es que usted le ha entregado la vida a esta empresa. Y su mamá antes de usted... —a

Hernandito le costaba retener las lágrimas.—¿Qué tengo que firmar? —Amalia nunca pensó que semejante frase le fuera a salir con tanta

dulzura.Hernandito le pasó unos formularios con una mezcla de resignación y rabia.—Yo me encargo de que se le cumpla hasta con el último centavo. La indemnización va a ser

muy buena. Por lo menos le va a salir caro al viejo miserable ese...—¿Eso es todo? —Amalia le devolvió los papeles.El asentimiento afligido de Hernandito la animó a ponerse de pie para dar por concluido el

trámite. Él hizo lo propio y la abrazó con fuerza. Pasado un impacto inicial, Amalia lecorrespondió. Era ella quien lo consolaba.

—Nos vemos en estos días, gracias por todo —dijo y se marchó.

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Piña no podía creer que a ella, con ahorros mínimos, ninguna propiedad raíz, una carta dudosa devinculación laboral con una floristería y la palabra inestabilidad económica tatuada en la cara lehubieran dado la visa pero a Amalia no. El trastrocamiento del orden lógico universal y laimplosión silenciosa de su amiga la dejaron sin herramientas para abordar el tema. En el caminode regreso de la embajada ensayó varios acercamientos, pero los canceló antes de que fueran algomás que una onomatopeya. Solamente estalló cuando ya estaban en la casa, sentadas alrededor deuna comida desperdiciada, en ensimismamientos con los que se pusieron a tono con Raquel.

—¡No me cabe en la cabeza que se la hayan negado!—Era de esperar.—¿De esperar? Yo eso no me lo trago. Si a mí, que…—Piña, yo no presenté ningún certificado laboral. Era normal que no me dieran la visa.Cuando Piña pensó que no le cabría un choque más, surgió la información que Amalia se había

guardado el día anterior, cuando fingió salir a trabajar y terminó dando vueltas ociosas por laciudad para quemar las horas. Su narración del despido tuvo una ecuanimidad que casi justificabala decisión de don Bernardo. Puntualizó que la liquidación de su contrato se había hecho dentrodel marco legal.

—Como sea, pero para lo del certificado de trabajo, ¿no había otra solución? —Piña trataba decomprender, en voz alta, cada vez más alta, sin conseguirlo.

—¿Otra solución de qué tipo?—Hernandito es su amigo, él podría haberle dado una carta donde pareciera que usted todavía

trabajaba allá.—Si la cuestión fuera ponerme a hacer cosas incorrectas, habría empezado por hacer lo que

don Bernardo me pedía, ¿no le parece?El silogismo de Amalia debería haber cortado de tajo cualquier justificación, pero transitaban

terrenos tan fértiles para la indignación que a Piña la rabia le floreció imparable después de unsegundo de asimilación.

—¿Y no va a hacer nada?—¿Qué voy a hacer, Piña?—No sé, vengarse… A usted ese señor la acorraló. Tome justicia por sus propias manos.

Busque un poquito de equilibrio cósmico.

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—Yo no sé nada de equilibrio cósmico.Que Amalia no rechazara de entrada la posibilidad de una revancha abrió una portezuela para

el discurso justiciero de Piña.—Vea, yo creo que las personas comunes y corrientes tenemos un compromiso con la historia.

No podemos permanecer pasivos con las injusticias que cometen los poderosos. Esos hijueputasno pueden ganar siempre, no pueden ir por la vida usando a las personas como si fueran fichas.¡La gente no es desechable, Amalia!

Piña contaba con años de entrenamiento en las asambleas estudiantiles universitarias,experiencia fugaz en un grupo de tendencia marxista leninista maoísta línea presidente Gonzalo yun talento especial para avivar a las masas que habría hecho morir de la envidia a un predicadorcristiano. En una coyuntura efervescente era capaz de contagiar de su espíritu incendiario hasta alos seres más racionales, Amalia incluida.

—La gente no es desechable, eso es verdad —rumió Amalia.—Por culpa de ese señor usted no puede ir a visitar a Catalina. Y usted solamente hizo lo

correcto. ¿Le parece justo que eso pase?—Pues no.—Pero le apuesto lo que sea a que ese viejo corrupto sí tiene visa.—Se la pasa en Miami.—¿Vio cómo son las cosas? Hay que hacer algo, no se puede quedar de brazos cruzados.Amalia se debatía entre la sensatez, en franco retroceso, y la rabia. Su permeabilidad

aumentaba.—¿Eso qué significa?—Después de tantos años de trabajar allá, seguro que usted sabe muchas cosas, tiene que

conocer dónde le duele.—Bueno, si yo cambiara un par de carpetas de lugar le podría traer muchos problemas a don

Bernardo si le hacen una auditoría.—¿Y puede hacerlo?Amalia pensó, pero no para entrar en razón. Buscaba un flanco de ataque para su sabotaje.—Es probable que el portero de la noche todavía no sepa que yo ya no trabajo allá.—¡Eso es! —se entusiasmó Piña.—Pero ya no tengo las llaves de la oficina.—Mierda.Raquel, de quien se habían olvidado por andar inmersas en el complot, se puso de pie

repentinamente y salió hacia su cuarto. La reacción inesperada aumentaría más adelante lasespeculaciones de Amalia acerca de cuándo su mamá estaba presente escuchando y cuándo no.Apenas alcanzaron a preguntarse qué estaba sucediendo y ella ya volvía con un manojo de llavesviejas. Amalia las reconoció de inmediato, Piña reconoció el reconocimiento y no necesitaron

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más.—Esta es una señal del destino. Hágalo. Hágalo por usted. Hágalo por todos los sometidos del

mundo.La inyección de adrenalina le duró hasta que estuvo a cinco pasos de la portería de Suministros

Vallejo. Se sintió desfallecer mientras golpeaba la puerta de metal con tanta debilidad que llegó apensar que no había producido ningún sonido. No la tranquilizó que Pachito ignorara lairregularidad de su presencia.

—Señora Amalita, buenas noches, ¿le va a tocar trabajar tarde otra vez?—Un par de arreglos que me pidió el jefe, usted sabe cómo son las cosas.—Así es la vida.—Qué se le va a hacer.Se iba a delatar con solo abrir la boca. Quiso salir huyendo, pero nada extraño sucedió y antes

de lo que canta un gallo estuvo caminando por los corredores vacíos, que recorrió empinada.Había precaución y desconfianza en cada uno de sus movimientos. Al entrar a la oficina noprendió la luz y aun así dio fácilmente con lo que necesitaba. Tenía dos carpetas al frente: la quecontenía las cifras que había preparado para el informe y una adicional que don Bernardo lepropuso para la presentación. Era cuestión de intercambiar un par de páginas internas. A primeravista todo iba a parecer igual.

—Señora Amalita.El corazón, detenido, se le enroscó como una persiana. Estuvo a punto de estirar los brazos al

frente para que le esposaran las muñecas de una vez.—¡Pachito! Casi me mata de un susto.—Discúlpeme, no quería asustarla. ¿Por qué tenía la luz apagada? —Pachito presionó el

interruptor y los tubos de neón brillaron.—Solo tenía que organizar un par de cositas y no la necesitaba. Era por ahorrar y cuidar el

planeta. ¿Qué necesita?—Yo vine porque le quería pedir un favor, a ver si me ayuda con algo, que estoy confundido.Pachito, después de explicarle que no sabía muy bien cómo llenar un par de casillas, le pasó un

formulario. Era su solicitud de jubilación. Los datos consignados hicieron que Amalia se olvidarade lo que había venido a hacer.

—Ayer don Bernardo me invitó a tomarme un trago por acá cerca y me explicó todo —Pachitole dibujó el contexto—. Como él se va a retirar en dos semanas y sus sobrinos se van a encargarde todo, me quería dejar asegurado con una pensión decente para que los que vienen no pudierancambiar nada. Vea la cantidad de platica que me entra mensualmente.

Amalia, de repente contenta, comprobó que era un muy buen arreglo para el viejo. Le pidió quele diera unos minutos. Ella se encargaría de lo que le faltaba. Cuando se quedó sola, volvió a lascarpetas. Una en cada mano, como si comparara su peso. Repartió la mirada entre ellas con un

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titubeo que había desaparecido cuando le devolvió a Pachito, de salida, los documentoscumplimentados. La duda quedó lejana, un par de cuadras más allá, mientras levantaba decidida lareja de una alcantarilla y dejaba caer el revólver de don Bernardo. Se lo tragó casi sin ruido laoscuridad del agua varios metros más abajo.

—¿Se aseguró de no dejar huellas digitales? —fue lo primero que preguntó Piña. Abrió lapuerta de la casa antes de que Amalia alcanzara a meter la llave en la cerradura.

—Piña, después de tantos años trabajando allá hay huellas mías por todas partes.—Bueno, eso tiene lógica. ¿Cómo le fue?—No fui capaz.Piña se desinfló como un zepelín con un balazo.—Qué alivio. Su mamá y yo nos habíamos quedado muy preocupadas y arrepentidas. La

llamamos al celular para que no hiciera nada pero a usted en los embolates se le olvidó acá.—No hay de qué preocuparse. No hice nada.—Menos mal.—¿Entramos? Está haciendo frío.Le contaron a Raquel y no se refirieron más al tema. Piña se fue a su casa y las otras dos a sus

respectivas camas. Sin embargo, Amalia nunca consiguió alcanzar el sueño que puso a su mamá decara a la pared. Salió del cuarto. La silla de la cocina por lo menos no hacía las falsas promesasde comodidad del colchón. La botella de la otra noche merodeaba todavía por ahí y al segundotrago lo que dolía empezó a doler diferente. El alcohol intensificó su pena apartando de la vista, otrasformando, cualquier otra sensación. La incertidumbre, la indignación, el estupor, todo sedestiló en pesar. Un padecer amable al que únicamente le faltaba música para llegar a serplacentero.

Antes de permitirle identificar una balada, el dial de la amplitud modulada de un radio viejo leofreció un par de emisoras, una con llamadas de noctámbulos solitarios ansiosos de ser oídos yotra dedicada a consultas de hechicería. El lamento de Amanda Miguel alcanzaba el tono de unapuerta necesitada de aceite. A pesar de que se presentaba como la opción ideal, Amalia no estuvoconforme. Varios saltos faltaban para que alcanzara su objetivo: música triste pero bailable.

No era un bolero, pero algo de eso había en los arreglos. Era una de esas canciones letárgicasde final de la noche, de parejas que no tienen ningún afán de irse a acostar y se circunscriben a unabaldosa, unida tanta superficie de sus cuerpos como les resulta posible, las cabezas doblegadaspor el cansancio acumulado de toda una vida pero aferrados a la única opción de no estar solosmientras afuera transcurren la nada, el frío y el silencio. Pudo tratarse de una melodía antillana, deDaniel Santos o Benny Moré, que cuando se ponen melancólicos te hacen sentir el ser mássolitario del mundo. O tal vez algo criollo, como Alfredo Gutiérrez o incluso El Combo de lasEstrellas, gente que no suele frecuentar la tristeza y por eso se le va la mano cuando la entona. Locierto es que sonó una de esas músicas que convierten cualquier espacio en cantina y no queda

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otra opción que beber, fumar y mirarse para adentro.Amalia se echó otro trago antes de abrir un gabinete alto y tantear detrás de los frascos del

azúcar y los granos. La abolladura en el paquete de cigarrillos hablaba del estado de ánimo con elque lo había desterrado ya hacía bastante tiempo. Con la botella sostenida en la axila, el pucho enla boca y las manos cruzadas sobre el pecho en algo parecido a un abrazo, cerró los ojos y bailó.Y lloró. Lloró como Piña habría querido que lo hiciera. Lloró despacio, respetando el tempo, conun ritmo impecable y paciente. Sus pantuflas se movieron sin levantarse nunca del suelo,persistentes sin embargo, negándose a la derrota. Tenía arrestos. Estaba lista para su noche lanoche siguiente. El espectáculo de una sonrisa inédita, nacida de las más profundas entrañas,brotaría sin amarras al calor de su música propia, desenterrada finalmente como una gema, en lapuerta de Rumbantana. Pero por ahora, cuando volvió a separar los párpados, Raquel estaba a sulado, en piyama también, siguiendo sus pasos. Sin detenerse, su mamá la miró y le quitósuavemente el cigarrillo de los labios para llevárselo a los suyos. Después bailaron abrazadas.Siguieron así un rato, dilatando el presente hasta que los vidrios de la ventana se empañaron.Afuera empezó a llover y fue como si Bogotá recibiera una pátina de barniz barato.

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Se avecina una junta directiva crucial y Amalia, la secretaria de gerencia, está másnerviosa que nunca. Su jefe, don Bernardo, le ha dejado claro que su única misiónen esos días es que nadie lo moleste, y ella obedece al pie de la letra: su rutina seestrecha del todo y, como su vida, pasa a oscilar entre el aburrimiento y una tensiónvacía. Pero el contratiempo más nimio, un enchufe averiado, da pie a que la sacudauna feliz convulsión.

“Una ingeniosa y divertida historia sobre dos seres grises, habitantes promedio de la gran ciudad,que coinciden para ponerle a sus vidas un poquito de color”.

Pilar Quintana

“Esta novela tiene guaguancó, tiene tumbao, y mucho humor”.Antonio García Ángel

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ANDRÉS BURGOS

Nació en Medellín, Colombia, en 1973. Es escritor, cineasta y showrunner para series televisivas.En 2011 fue destacado por la Feria del Libro de Guadalajara como uno de los veinticinco secretosmejor guardados de la literatura latinoamericana. Ha publicado las novelas Manual de pelea(2004), Nunca en cines (2005), Mudanza (2008) y Sofía y el terco (2012) y escribió y dirigió doslargometrajes: Sofía y el terco (2012) y Amalia, la secretaria (2018), adaptación para la granpantalla de Clases de baile para oficinistas.

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Título: Clases de bailes para oficinistasPrimera edición: junio de 2018

© 2018, Andrés Burgos, by arrangement with Literarische Agentur Mertin Inh. Nicole Witt e. K.,Frankfurt am Main, Germany© 2018, de la presente edición en castellano para todo el mundo:Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. S.Cra 5A No 34A – 09, Bogotá – Colombia.PBX: (57-1) 743-0700www.megustaleer.com.co

Diseño de cubierta: Penguin Random House Grupo Editorial / Patricia Martínez LinaresIlustraciones de cubierta modificadas: © Gettyimages.com y iStock.com

Penguin Random House Grupo Editorial apoya la protección del copyright. El copyright estimula la creatividad,defiende la diversidad en el ámbito de las ideas y el conocimiento, promueve la libre expresión y favorece unacultura viva. Gracias por comprar una edición autorizada de este libro y por respetar las leyes del copyright al noreproducir, escanear ni distribuir ninguna parte de esta obra por ningún medio sin permiso. Al hacerlo estárespaldando a los autores y permitiendo que PRHGE continúe publicando libros para todos los lectores.

ISBN 978-958-54-5829-1

Conversión a formato digital: Libresque

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