COLECCIÓN DE CUADERNOS JORGE CARPIZO NÚM. 13 LAICIDAD Y TEORÍA POLÍTICA. ERMANNO VITALE. 1a. ed....

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colección de cuadernos jorge carpizo

para entender  y  pensar la laicidad

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ColeCCión

de Cuadernos“Jorge Carpizo”

C o o r d i n a d a p o r

Pedro salazar ugartePauline Capdevielle

instituto de investigaciones JurídicasColección de cuadernos “Jorge Carpizo”.Para entender y pensar la laicidad, Núm. 13

Coordinadora editorialElvia Lucía Flores Ávalos

Coordinador asistenteJosé Antonio Bautista sÁnChez

Diseño de interiores

Jessica Quiterio

padilla

EdiciónMiguel lópez ruíz Formación en computadoraJessica Quiterio padilla Diseño de orro

Arturo de Jesús Flores

Ávalos

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universidad nacional autónoma deméxico

cátedra extraordinaria Benito Juárezinstituto de investigaciones Jurídicas

instituto iBeroamericano de derecho constitucionalM é x i c o • 2 0 1 3

Ermanno vitale

(Russell y Bobbio)

aicidad,y teoría políticaL

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Primera edición: 14 de marzo de 2013

DR © 2013, Universidad Nacional Autónoma de México

instituto de investigaciones Jurídicas

Circuito Maestro Mario de la Cueva s/nCiudad de la Investigación en Humanidades

Ciudad Universitaria, 04510 México, D. F.

Impreso y hecho en México

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VII

contenido

Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . IX

dos PersPectivas del siglo xx soBre la laicidad.Bertrand russell y norBerto BoBBio

I. Defniciones y trampas conceptuales . . . 1

II. Russell, la laicidad como agosticismo . . . 7

III. Russell y el padre Copleston, o bien cómose derrota a los jesuitas . . . . . . . . . . . . . . . 12

IV. Bobbio, la laicidad como hábito intelec-tual y moral . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 20

1. ¿Cultura laica o espíritu laico? . . . . . . . 24

2. La laicidad del Estado y la centralidad dela escuela . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 31

3. El flósoo laico ante la ciencia y el mis-terio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 38

 Notas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 48

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IX

A la laicidad no solo es difícil ponerla en práctica, sino

que también cuesta trabajo pensarla. Me reero al he-cho de que —probablemente más que otras palabras/ clave de la ciencia política y del discurso público— laidea de la laicidad suele confundirse y sobreponersea otras, que indiscutiblemente tienen una relación deparentesco con la laicidad; ideas como secularización,

tolerancia, relativismo, antidogmatismo, por mencio-nar solamente algunas. Pero también tenemos ateísmoy agnosticismo si pensamos a la laicidad como un con-cepto que se opone a la fe religiosa. También la fechade nacimiento de la laicidad es motivo de incerteza,así como es complicado asociarla de manera precisacon un determinado fenómeno histórico-político (¿elcomunismo es laico o es una forma de religión inma-nente?). Podemos establecer su nacimiento, como pro-blema, en el seno de la modernidad política, cuandouna concepción individualista comienza a reemplazara una visión holística de la sociedad, pero es difícildeterminar si la autonomía de la política frente a la

moral (Maquiavelo) es una expresión de laicidad o desecularización. Podríamos platearnos preguntas simi-lares si pensamos en la tolerancia religiosa que defen-día Locke o en la libertad que defendían Kant y losilustrados en general. Y —otra pregunta relevante—podemos cuestionarnos si la democracia es una forma

introducción*

*  Traducción de Pedro Salazar Ugarte.

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     i     n     t     r     o     d     u     c     c     i      ó     n

X

de gobierno que necesariamente pretende la laicidad de

las instituciones o no.Otro aspecto de la cuestión tiene que ver con los

sujetos de los que se predica o se quisiera predicar eladjetivo laico. ¿La laicidad se reere a las personas, asus comportamientos y a sus acciones y, por lo mis-mo, se reere a su esfera moral, o se reere princi-

palmente a las instituciones sociales y políticas —enprimer lugar al Estado— y, por lo mismo, en primerainstancia a una cuestión de teoría y práctica política?

Una historia razonada y universal de la laicidad —una especie de enciclopedia de la laicidad— no soloresultaría oportuna, sino también muy necesaria. Entanto se escribe propongo retomar las reexiones so-bre el tema de la laicidad de dos grandes lósofos (ydefensores del pensamiento laico) del siglo XX —Ber-trand Russsell y Norberto Bobbio— para orientarnosen el tema.

En el primero de ellos prevalece una dimensión dela laicidad como agnosticismo; en el segundo, esa di-

mensión está enriquecida, por un lado, con el recono-cimiento del misterio (aunque no en clave religiosa)en el que está inmersa nuestra existencia e inteligen-cia; por el otro, con un análisis ponderado y articu-lado de los criterios de laicidad de las institucionessociales y políticas.

Pero antes de adentrarnos en las reexiones de Rus-sell y Bobbio, quizá convenga intentar, una vez más,delinear una denición que escape de las trampas queplantean las distinciones puramente ideológicas y, encuanto tales, engañosas.

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1

cuaderno 13

Ermanno vitale

i. definiciones y tramPas concePtuales

La primera denición de laico, que se encuen-tra en cualquier buen diccionario, es la de unapersona que no pertenece al clero (reprodu-

ciendo en términos generales la oposición de la eti-mología griega: laòs , pueblo, masa, multitud; kléros ,en un origen “suerte”, pero también, “afortunado”,“herencia” y, por tanto, por extensión, en el Viejoy en el Nuevo testamentos “parte elegida del pue-blo”, “sacerdotes”).1 Pero como segundo signicado

el atributo indica que su sustantivo se inspira en con-cepciones de autonomía o indiferencia respecto dela autoridad eclesiástica: ejemplo por antonomasia,el Estado laico. Un estudiante medianamente exper-to, con una simple consulta al diccionario, se daríacuenta de que las cosas no son tan simples. Sobre el

término laico surgen otros términos, como laicidady laicismo, laical y laicista, cuyas diferencias de sig-nicado no son tan claras. Si queremos profundizaren cuestiones de polisemia, podríamos echar manode instrumentos un poco más sosticados, como elDizionario di Filosofa y el Dizionario di Politica, o

el Dizionario delle idee politiche .2

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   l   a   i   c

   i   d   a   d    y

   t   e   o   r    í   a

   p   o   l    í   t   i   c   a

2

El tema se presenta bajo la voz “laicismo” en el

Diccionario de Abbagnano y de Bobbio-Matteucci,bajo la voz “laicidad” en el diccionario de las ideaspolíticas de Berti-Campanini (que tiene una clara in-clinación católica). El “laicismo”, sin distinción con lalaicidad, es denido por Abbagnano como «principiode la autonomía de las actividades humanas, esto es,

como la exigencia de que dichas actividades se desa-rrollen siguiendo reglas propias»;3 y, se continúa, noestá orientado a tutelar la autonomía del Estado anteel clero, sino universalmente, puede invocarse comouna defensa de cualquier actividad humana legítima.La doctrina del papa Gelasio I (V siglo), de las “dos

espadas”, es un ejemplo clásico de la primera refe-rencia al laicismo, aunque sea con nes exactamenteopuestos a los que comúnmente se piensa: Gelasioquiere armar la autonomía de la actividad religiosaante el poder político. Los verdaderos adversarios dellaicismo son, concluye Abbagnano, los «proyectos

políticos totalitarios».La voz del Dizionario di Politica no se aleja dema-

siado de esta perspectiva, aunque utiliza (sin una de-nición precisa) el término de laicidad en lugar del delaicismo: en su desarrollo —sobre todo de narrativahistórica—, la voz parece estar losócamente inspi-

rada en la posición de Guido Calogero, para el cualel laicismo no es una losofía particular o una ideolo-gía política, sino el «método de convivencia de todaslas ideologías y losofías posibles, y el principio laicoconsiste en la regla “no pretender que se posee la ver-dad más de lo que otro pueda pretender poseerla”.4

En el diccionario Berti-Campanini esta voz, con-siderablemente más extensa que las anteriores, seorienta sobre dos puntos: la reivindicación de la lai-

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   l   a   i   c

   i   d   a   d    y

   t   e   o   r    í   a

   p   o   l    í   t   i   c   a

3

cidad como tema con raíces antiguas, presente desde

el cristianismo de los primeros tiempos, y no comoun fruto solo moderno, en particular ilustrado; la dis-tinción entre laicidad y laicismo, a partir de la cual laIglesia desarrollaría, en la segunda mitad del siglo XX,primero una lúcida elaboración teórica y, después,poco a poco, una práctica coherente. Mientras el lai- 

cismo  es una «mentalidad de oposición sistemáticaa cualquier inuencia por parte de una jerarquía re-ligiosa y en particular de la iglesia católica sobre loshombres” y, en cuanto tal, debe ser rechazada; la lai-cidad como «proclamación de la soberanía autóno-ma del estado en su propio ámbito y como condición

político-institucional para la tutela de la libertad reli-giosa»5 era denida por el papa Pío XII como “sana”y “legítima”. Como inciso, la preocupación de incu-rrir en una actitud laicista en lugar de laica, de caeren una autocontradicción aparente de un fanatismo odogmatismo laico, también fue albergada por Norber-

to Bobbio, que se distanció del lenguaje demasiadovirulento de un conocido Maniesto laico , ello a pesarde que compartía sus razones ideales y políticas.6

Pues bien, por aquí pasa la distinción, yo me denolaicista y no laico, aunque comparto la idea de Bob-bio en el sentido de que debemos evitar un lengua-

 je de (contra)cruzada que no corresponde al “hombrede razón”. Me parece que esa distinción es solamenteuna trampa nominalista que “el hombre de fe”, pro-bablemente preocupado por la suerte de lo sagradoen los tiempos de la secularización, utiliza para des-concertar al “hombre de razón”, con la intención desacudirlo desde sus fundamentos y desequilibrarlo enel punto que constituye su autodenición y autorre-presentación; su gloria intelectual y su punto débil.

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   l   a   i   c

   i   d   a   d    y

   t   e   o   r    í   a

   p   o   l    í   t   i   c   a

 4

Si el hombre de razón es, por denición, el hombre

de la duda, resulta provocador insinuar (con intencio-nes luciferianas, se podría decir) la duda de que seaun “fanático de la razón”. El efecto sicológico de estacontradicción es notable: el hombre de la duda se nosmolesta, y el temor de incurrir en el extremo de adorara la “Diosa razón” lo conduce hacia una trampa. Pero

si observamos con atención, se trata de un argumentofalaz, porque el concepto de razón crítica conlleva laconciencia de sus propios límites. Basta con recordarla conocida idea kantiana: en el sentido más general, éldene al fanatismo como una “transgresión, a partir deciertos principios, de los límites de la razón humana”.7

Por lo tanto, desde una perspectiva teórica laica, ladistinción entre laicidad y laicismo debe abandonar-se. Esto no por amor a las paradojas, sino porque laautocontradicción de que se acusa al laicista es, pre-cisamente, solo aparente. Intento explicarme mejor:aunque podemos encontrar soluciones de compromi-

so en cada coyuntura histórica, el motivo último deuna batalla intelectual laica debe ser la derrota, o porlo menos la denuncia, del prejuicio y de la supersti-ción que son, como nos recuerdan algunos grandesautores de la modernidad, la esencia de las religioneshistóricas y de la tradición (si se observa con aten-

ción, el “inujo de las jerarquías religiosas” consisteen certicar como verdades trascendentes algunas su-persticiones y en rechazar otras como falsas, paganaso inauténticas, según sea el caso).8

Si releemos a Bayle, a Voltaire y a Diderot, e in-cluso a Montesquieu en las Cartas Persas , encontra-remos armaciones que en su momento generaronreacciones airadas del parti d évot , y que constituye-ron un primer momento estelar del uso público de la

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   l   a   i   c

   i   d   a   d    y

   t   e   o   r    í   a

   p   o   l    í   t   i   c   a

5

razón, pero que para una koiné (supuestamente) post-

moderna, promovida por moines  camuajeados dedefensores de la tolerancia interreligiosa, interétnica,intercultural, etcétera, solo son curiosas antigüedadesanticlericales. Montesquieu, más allá de algunas pro-vocaciones sobre la conducta del clero —de los tresvotos de los curas: obediencia, pobreza y castidad,

“se dice que el primero es el más respetado de todos,porque puedo asegurarles que el segundo nunca esobservado, y dejo que cada quien juzgue si el terce-ro se respeta” (lettera LVII)—, puede considerarse unmoderado. Sin embargo, no duda en calicar comoimposturas del papa, tanto al dogma de la trinidad

como al de la eucaristía (lett. XXIV). ¿Cuántos pensa-dores se atreverían hoy a calicar al papa como un“viejo ídolo que se adora por la fuerza de la costum-bre” (lett. XXIX)?

¿Buscamos otro ejemplo? Veamos la cuestión delalma. Diderot la enfrenta magistralmente desde un

punto de vista laico. Después de revisar las inútilesinvestigaciones cientícas que buscaban la sede delalma en el cuerpo, y que decían haberla encontradoen el “cuerpo calloso”, en la voz “Alma” de la Ency- clopédie , concluye lo siguiente:

Así que el alma se encuentra en el ‘cuerpo calloso’;eso hasta que la experiencia no la obligue a mudar-se y obligue a los siólogos a buscar otro lugar paraubicarla. Por lo pronto, notemos que sus funcionesdependen de nimiedades: una bra fuera de lugar,una gota que se derrama de un vaso, una inamaciónmenor, una caída, un golpe; y adiós al juicio, a la

razón. Todo el discernimiento del que los hombrespresumen se reduce a una vanidad atada a una brabien o mal ubicada, sana o enferma.9 

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   l   a   i   c

   i   d   a   d    y

   t   e   o   r    í   a

   p   o   l    í   t   i   c   a

6

A menos de que nos reramos a funciones sio-

lógicas, lo cierto es que nadie sabe en dónde está elalma. Eso es lo que concluye Diderot: hasta que nose le encuentre no es posible —al menos no razona-blemente— decir que exista. Y es una trampa decirque el alma existe mientras subsista la idea del alma,porque eso signicaría que existen los Pegasos, como

nos enseñó Quine. El ejemplo sirve para preguntarnoscuántos dogmas o supuestas “obviedades”, no soloreferidos a cuestiones religiosas, entran en conictocon el análisis crítico de la experiencia.

Siguiendo parcialmente a Pascal, podemos decirque creer con rmeza en aquello que menos se co-

noce es la postura antilaica por excelencia. Para ac-ceder (laicamente) a un determinado discurso públicoes necesario poder sostener una argumentación racio-nal que sea, al mismo tiempo, refutable en ese mismoplano: de lo contrario se esfuman las distinciones en-tre el químico y el alquimista, entre el estadístico y el

adivino, entre el lósofo y el (¿falso?) profeta, el magoy el cientíco, el chamán y el médico, y así sucesi-vamente. Hasta aquí todo parece claro: las propias

 jerarquías religiosas se empeñan en evidenciar a la“competencia” menor (invitando a sus eles para quedescubran la falsedad de los magos y de las hechice-

ras, o de la llamada New Age . Pero si nos disponemosa cuestionar con la crítica de la razón algunos de susdogmas o a impugnar la legitimidad de alguna pro-puesta de las jerarquías eclesiásticas, entonces, dispa-ramos en nuestra contra la acusación de laicismo, deintolerancia laicista, etcétera.

Dicho en otros términos: si la invocación al mila-gro, o al credo quia absurdum , y la argumentaciónracional se ubican en el mismo plano, precisamente

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   l   a   i   c

   i   d   a   d    y

   t   e   o   r    í   a

   p   o   l    í   t   i   c   a

7

en el plano de la fe y de las creencias, entonces el

laico —el “hombre de razón”— lo ha perdido todo.Laicismo o laicidad signican adhesión al espíritu dela ilustración, que se puede resumir de la siguientemanera: no recurrir al principio de autoridad, no iura- re in verba magistri , no confundir la reelaboración crí-tica del pensamiento que nos precede históricamente

con formas de sincretismo, dando por buenas o porverdaderas, mediante una simple yuxtaposición acrí-tica, todas las doctrinas, o muchas de ellas. En esteejercicio, en esta negación del principio de autoridad,Russell y Bobbio fueron ejemplares.

ii. russell, la laicidad como agosticismo

Bertrand Russelll, como es bien sabido, era unode esos lósofos que entendía su trabajo como unacrítica al poder constituido, a las tradiciones, a lascostumbres sociales tan consolidadas como cuestio-nables si se les sometía al análisis de la razón. La mis-ma razón que se aplicaba a la esfera de la lógica, delas matemáticas y de la losofía del lenguaje y de laciencia podía; de hecho, debía usarse para analizarlos fenómenos sociales y para orientarse en la esferade la ática y de la política. Esta actitud lo condujo aenfrentar con fuerza, en diversas ocasiones, al poderpolítico y a las “mayorías morales”, compuestas porignorantes, pusilánimes y retóricos, que se escandali-zaban por un comportamiento anticonformista o por

un razonamiento que no entienden y no por las víc-timas de sus sociedades supuestamente bien ordena-das. ¿Escandaliza más un hombre desnudo o un hom-bre famélico?

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En estos tiempos de conformismo renovado y ante

tantos “intelectuales” —supuestamente liberales—que se pelean por defender de manera capciosa a losarcana imperii y no a las razones de la democraciacomo “poder público en público”, hace falta una plu-ma vigorosa e intransigente como la de Russell.

Y, más de una vez, experimentó en su propia piel

lo que signica ser en verdad anticonformista y co-herente. Podemos recordar, para retomar la senda denuestro tema, los acontecimientos de 1940, cuandoRussell fue nombrado profesor en el City College deNueva York y, posteriormente, como respuesta a laspresiones de la Iglesia protestante episcopal y de una

coalición de supuestos defensores de la moral públi-ca, se le retiró el nombramiento mediante una absur-da sentencia emitida por un juez llamado McGeehan.Vale la pena recordar que lo que Russell debía ense-ñar en el City College eran conocimientos sobre lo-sofía de las matemáticas y de la ciencia, no ciencias

prácticas. Y que la señora que inició la causa legal encontra de Russell argumentó que su hija podía quedarperturbada por las doctrinas morales sostenidas por ellósofo inglés. Lástima que en esa época las mujeresno podían entrar en los cursos que Russell deberíahaber enseñado.

Pero nada pudo en contra de aquella ola de fanatis-mo y mojigatería colectiva. A los que le preguntabansi no habría sido mejor renunciar al cargo, Russell lescontestaba:

Si hubiera considerado solamente mis intereses par-

ticulares y mis tendencias, me habría retirado de in-mediato. Pero por más sabia que hubiese sido dichadecisión desde la perspectiva personal, habría sido,me parece, una decisión cobarde u egoísta. Muchos,

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al ver amenazados sus propios ideales, los principios

de tolerancia y de libertad de expresión, deseabanansiosos que la controversia continuara. Si me hubie-ra retirado habría defraudado su casus belli y, tácita-mente, habría aprobado a sus opositores que estabanconvencidos de que los grupos dominantes deben serlibres para alejar de las ocinas públicas a los indi-viduos que tienen opiniones, razas o nacionalidadesque no les gustan. Mi renuncia habría sido inmoral.

Me parece que las razones de su decisión son com-pletamente transparentes.

Tomo esta cita del bello ensayo escrito porPaul Edwards “Come fu vietato a Bertrand Russelll’insegnamento al City College di New York” que se

encuentra en el apéndice de la traducción italiana delvolumen escrito por Russell en 1957, y que ha sidomuy difundido, Why I am not a Christian. La traduc-ción al italiano que utilizo es la de la editorial TEAde 1989, con una introducción de Piergiorgio Odi-freddi, bajo el título Perché non sono cristiano  (enItalia ya existía una traducción anterior de Longaneside 1960).10 Las citas que hago del texto provienen dedicha edición.

El libro, que toma su título de un discurso pronun-ciado en 1927, recoge los ensayos que Russell dedicó—en un sentido amplio, es decir, descubriendo unabuena parte de las razones del conformismo social yde la persistencia obtusa de tradiciones que habíanperdido toda justicación racional— al fenómeno re-ligioso entre 1925 y 1954 (más un ensayo de juventuddatado en 1899). Se trata en su mayoría de textos eintervenciones que pueden considerarse “losofía po-pular”. Esto signica que estaban orientados a un pú-blico no especializado. Sus posiciones sobre el papelde la religión y sobre sus causas en una amalgama de

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temores, ignorancia y costumbres acríticas, y, por lo

mismo, sobre la importancia del espíritu laico comoantítesis a la religión que coincide con la superstición,son muy conocidas, y con facilidad pueden recons-truirse en el prefacio del propio Russell:

Creo que todas las grandes religiones del mundo —el budismo, el hinduismo, el cristianismo, el islamy el comunismo— son a la vez falsas y dañinas. Esevidente por cuestión de lógica que, ya que estánen desacuerdo, sólo una de ellas puede ser verdade-ra. Con muy pocas excepciones, la religión que unhombre acepta es la de la comunidad en la que vive,por lo que resulta obvio que la inuencia del medioes la que lo ha llevado a aceptar dicha religión (...).

Hay un argumento entre ellos —los que sirven parademostrar la existencia de Dios— que nos es pura-mente lógico. Me reero al argumento del designio.(...) Aparte de la fuerza de los argumentos lógicos,para mí hay algo raro en las valoraciones éticas delos que creen que una deidad omnipotente, omnipre-sente y benévola, después de preparar el terreno du-

rante muchos millones de años de nebulosa sin vida,puede considerarse justamente recompensada por laaparición nal de Hitler, Stalin y la bomba atómica.[…] Con respecto a la clase de creencia, se conside-ra virtuoso el tener fe, es decir, tener una convicciónque no puede ser debilitada por la evidencia contra-ria. Ahora bien, si esa evidencia induce a la duda, sesostiene que debe ser suprimida. Mediante semejantecriterio, en Rusia los niños no pueden oír argumen-tos en favor del capitalismo, ni en Estados Unidos enfavor del comunismo. Esto mantiene intacta la fe deambos y lista para una guerra sanguinaria. La convic-ción de que es importante creer esto o aquello, inclu-so aunque un examen objetivo no apoye la creencia,es común a casi todas las religiones e inspira todos

los sistemas de educación estatal. La consecuenciaes que las mentes de los jóvenes no se desarrollan yse llenan de hostilidad fanática hacia los que deten-

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tan otros fanatismos y, aun con más virulencia, hacia

los contrarios a todos los fanatismos. (11-12).11

La conclusión de Russell —tal vez un poco ingenuao, si se preere, inspirada en una especie de optimis-mo incurable, que podría parecer retórico— es que el“mundo necesita mentes y corazones abiertos, y éstos

no pueden derivarse de rígidos sistemas ya sean viejoso nuevos”.12 Por más de acuerdo que esté con Russell,debo reconocer que no se trata de una gran novedadlosóca, ni pretendía serlo. Son argumentos clásicosque se encuentran en la historia del pensamiento oc-cidental, desde Demócrito hasta Epicuro, desde los

libertinos hasta los ilustrados, pasando por Hobbesy Spinoza. Y me parece oportuna, la conclusión dela introducción de Odifreddi, en donde nos recuerdaque, en el fondo, este es un libro de lectura oportunano tanto por su originalidad como porque nos recuer-da que Europa y Occidente se fundan en la edad de la

Ilustración, con lo que sirve como vacuna y antídoto“tanto para los Estados Unidos como para Italia ennuestros días, en donde los cultores del teo-con haninvadido parlamentos y ministerios, desde donde in-fectan los medios de comunicación y las escuelas consus ‘teologías conneries’ que les ofrecen nombre”.

Por lo que hace especícamente al cristianismo,Russell arma que para ser cristianos es necesariocreer en los inteligibles; primero, contra toda lógicay experiencia, es decir en Dios y en la inmortalidad;en segundo lugar, por si no bastara, en la idea de queCristo es Dios. Mientras para Russell se trató solamen-

te de un hombre excepcional. De hecho, si ponemosatención, ni siquiera se trataba de un hombre excep-cionalmente bueno, porque muchos de sus actos y

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armaciones tienen sustento en una visión poco iré- 

nica del hombre y de su naturaleza. Russell comentacon ironía la parábola de la higuera —Jesús se acercaa una planta esperando encontrar frutos, pero solo en-cuentra hojas, y la manda secar, según da testimo-nio Pedro: “Esta es una historia muy curiosa, porqueaquella no era una temporada de higos, y en realidad

no se podía culpar al árbol”—.13

iii. russell y el Padre coPleston,o Bien cómo se derrota a los Jesuitas

Quisiera concentrar la atención en un aspecto con-creto del concepto de laicidad según Russell. Se tratade un concepto que surge bajo la forma de losofíapopular, pero con un excelente nivel de argumenta-ción, en la que me parece la mejor aportación de Por qué no soy cristiano. Me reero a la transcripción deldebate radiofónico que tuvo lugar en el Tercer Progra-ma de la BBC en 1948 entre Russell y el padre jesuitaCopleston. El tema: “La existencia de Dios”.

Este debate reeja con claridad, al menos desde miperspectiva, que la idea de laicidad en Russell esta-ba estrechamente ligada a su conocido agnosticismoque, a su vez, se originaba en el arma argumentativamás losa de su instrumental losóco: los estudiosde lógica. Sorprendentemente, en el momento en elque el tono del discurso exigía ser más popular, Rus-sell, provocado por Copleston, recuperará los argu-

mentos lógicos que había relegado intencionalmenteen su ensayo de 1927, y que da título al volumen.Russell casi siempre ofrece respuestas breves, agudas

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y victoriosas: el diálogo parece un combate de esgri-

ma, durante el cual cada uno de los espadachines in-tenta ensartar a su oponente mientras este lo esperaen su sitio, sin perder la compostura, para esquivar elataque y avanzar su estocada intentando aprovecharel anco abierto por el ataque de su oponente. Soloen una ocasión, como veremos, Russell se encuentra en

dicultades: pero su oponente no sabe aprovechar laocasión.

Pero vayamos en orden, siguiendo el debate en susaspectos más signicativos. Es el jesuita quien iniciael intercambio cuando intenta orientar la discusióna partir de una denición (que Russell comparte) so-

bre Dios como “un ser personal, supremo, distintodel mundo y creador del mundo”.14 La existencia deeste ente, agrega inmediatamente Copleston, “puedeser probada losócamente”.15 El jesuita le preguntaa Russell si se considera ateo, para quienes la exis-tencia de Dios no puede demostrarse, o simplemente

agnóstico. Obviamente, la respuesta es “mi posiciónes agnóstica”.16 Una vez que se aclara este punto, yque le impide al jesuita pedir a su interlocutor que in-tente demostrar la inexistencia de Dios, y que, por lomismo, le impone la carga de demostrar su existencia,el diálogo se orienta hacia los intentos por lograr la

demostración. El primer intento pasa a través del ar-gumento “metafísico”; el segundo, por el “argumentomoral”.

El argumento metafísico establece una relación deimplicación necesaria entre la esencia y la existenciade Dios: “puesto que existen objetos y acontecimien-tos, y, como ningún objeto de experiencia contienedentro de sí mismo la razón de su existencia, esta ra-zón, la totalidad de los objetos, tiene que tener una

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razón fuera de sí misma. Esta razón tiene que ser exis-

tente […] con el n de explicar la existencia, tenemosque llegar a un ser que contiene en sí mismo la razónde su existencia, es decir que no puede no existir”.17

Russell responde simplemente que, desde su perspec-tiva, los términos utilizados por el jesuita, los términosde la lógica aristotélica, no signican nada: “La pala-

bra ‘necesario’, a mi entender, solo puede aplicarsesignicativamente a las proposiciones. Y, en realidad,solo a las analíticas, es decir a las proposiciones cuyanegación supone una contradicción maniesta Yo po-dría admitir un ser necesario si hubiera un ser cuyaexistencia sólo pudiese negarse mediante una contra-

dicción maniesta”.18

La réplica de Copleston se funda en negar que la“lógica moderna” (la lógica proposicional) sea el cri-terio que discrimina dogmáticamente lo que es admi-sible de lo que no lo es, como el objeto de una dis-cusión losóca apropiada: “¿Va usted a decirme que

la proposición ‘la causa del mundo existe’ carece designicado? Puede decir que el mundo no tiene cau-sa, pero yo no veo cómo puede decir que la proposi-ción ‘La causa del mundo existe’ no tiene sentido”.19 La contrarréplica de Russell es demoledora:

Bien; realmente la pregunta ‘¿Existe la causa del mun-do?’ es una pregunta con signicado. Pero si dice: ‘Sí,Dios es la causa del mundo’, emplea a Dios comonombre propio; luego ‘Dios existe’ no será una ar-mación con signicado; ésa es la postura que yo de-endo. Porque, por lo tanto, se deduce que no puedenunca ser una proposición analítica decir que esto

o aquello existe. Por ejemplo, supongamos que tomacomo tema ‘el circulo cuadrado existente’; pareceríauna proposición analítica decir: ‘El círculo cuadradoexistente existe?, pero no existe.20

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Es posible concebir construir enunciados lingüísti-

cos que no solamente no existen, sino que ni siquierasuperan el principio de no contradicción.

Copleston intenta llevar la discusión hacia la bús-queda de una causa primera del universo, preguntan-do: “Pero, ¿me va a decir que no podemos o que nodeberíamos siquiera plantear la cuestión de la exis-

tencia de esta lamentable serie de cosas (...) de todoel universo?”.21 “Sí. No creo que tenga ningún senti-do”, contesta Russell.22 Y más adelante explica con unejemplo divertido la irrelevancia de buscar la causao razón de ser de un objeto o fenómeno como in- dividuum y la (inexistente) de un nombre colectivo:

“Puedo ilustrar lo que me parece su falacia por exce-lencia. Todo hombre existente tiene una madre y meparece que su argumento es que, por lo tanto, la razahumana tiene una madre, pero evidentemente la razahumana no tiene una madre”.23 

Copleston insiste en que cada cosa que existe tiene

que tener una causa, porque a la mente humana le re-sulta inconcebible la existencia de un objeto sin cau-sa. Russell replica que “los físicos nos aseguran que latransición del quantum individual de los átomos care-ce de causa”;24 y ante la objeción de que esta sea unasimple hipótesis replica que, como quiera que sea,

”demuestra que las mentes de los físicos pueden con-cebirlo”.25 El último ataque de Copleston se reere a labúsqueda de los cientícos, que, desde su perspecti-va, presupondría la existencia de un orden del mundoy, por lo mismo, la existencia de una causa primeraordenadora: cuando el cientíco “experimenta paraaveriguar alguna verdad particular, detrás del experi-mento se esconde la suposición de que el universo noes simplemente discontinuo. Existe la posibilidad de

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averiguar una verdad mediante el experimento. […] Y

esto me parece que presupone un universo ordenadoe inteligible”.26 Recibe una respuesta lapidaria: “creoque está generalizando más de lo debido. Sin duda elcientíco supone que la hallará y con frecuencia esasí. No da por supuesto que la hallará seguro y éstees un asunto muy importante en la física moderna”.27

De esta manera concluye, en términos generales,la discusión metafísica sobre la existencia de Dios.Por lo que se reere a nuestro tema especíco, la lec-ción que se obtiene es que, independientemente de lacuestión sobre la existencia de Dios, la laicidad paraRussell es el uso apropiado del lenguaje: uno que lo-

gre evitar las trampas —los ignes atui , diría Hobbes—de la retórica. Y ser agnósticos signica sobre todoesto, más allá de la dimensión exquisitamente religio-sa: no evadir al tribunal de la razón, que es ante todoun examen de consistencia lógica de las proposicio-nes que constituyen una argumentación y, con mayor

razón, un sistema de pensamiento que pretende ex-presar una visión articulada y exhaustiva del mundo.

Copleston pasa ahora al argumento moral sobre laexistencia de Dios, abordando desde la experienciareligiosa, que describe tout court como una experien-cia mística: “una apasionada, aunque oscura, con-

ciencia de un objeto que irresistiblemente parece alsujeto de la experiencia algo que lo trasciende, algoque trasciende todos los objetos normales de expe-riencia, algo que no puede ser imaginado ni concep-tualizado, pero cuya realidad es indudable, al menosdurante la experiencia”.28 A Russell le resulta fácil res-ponder que el argumento que se derive de nuestrosestados de conciencia con respecto a algo fuera denosotros es un asunto muy peligroso”,29 y que, para

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escapar de las trampas de la alucinación, es necesario

el testimonio coincidente de muchos sujetos, es decir,una cierta forma de intersubjetividad; por el contra-rio, estas experiencias religiosas son “muy particula-res”.30 Y al jesuita, que insiste en el éxtasis místico y locompara con algunas formas de total contemplacióncomo las que provoca la poesía, el arte, y que sostie-

ne que se enamora de alguien, no de nadie; Russellle recuerda que los novelistas japoneses nunca creenque han conseguido su objetivo “hasta que gran can-tidad de seres reales se han suicidado por amor a laheroína imaginaria”.31 

En suma, personajes de fantasía pueden inuir en la

vida de los hombres de carne y hueso, inclinarlos ha-cia el bien o hacia el mal, pero eso no constituye unademostración de la existencia de dichos personajes.Y agrega que existen muchas personas convencidasde haber visto o escuchado diablos, ángeles y otrascosas, como una conrmación de que la experiencia

mística y el campo de lo sobrenatural son territorioscerrados para el hombre de razón. Para evitar equívo-cos, Russell sostiene que no pretende armar dogmá-ticamente que Dios no existe, pero que “no sabemosque lo haya”.32 Sin embargo, con eso es sucientepara anular las distancias entre la religión y la supers-

tición y encauzar la primera hacia la segunda.Llegamos al punto que, como he anticipado, pone

en problemas a Russell. Ese punto se reere directa-mente al argumento moral; es decir, al fundamentode la distinción entre el bien y el mal —fundamentoque, obviamente, según Copleston, se sustenta en elreconocimiento de la existencia de Dios—. Lo que esbueno es, en último análisis, un reejo de Dios en elmundo. También, en este caso, Russell logra recha-

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zar esta premisa como una tesis forzada —“yo amo

las cosas que son buenas, que yo creo que son bue-nas, y odio las cosas que creo malas. No digo que lasbuenas cosas lo son porque participan de la divinabondad”—,33 pero ante la pregunta del jesuita sobrecuál es el criterio para distinguir lo bueno de lo malo,se adentra en una especie de relativismo absoluto y

oscilante: “no necesito justicación alguna, como nola necesito cuando distingo entre el azul y el amarillo.¿Cuál es mi justicación para distinguir entre el azul yel amarillo? Veo que son diferentes”.34

Copleston logra replicar: “estoy de acuerdo en queésa es una excelente justicación. Usted distingue el

amarillo del azul porque los ve, pero ¿cómo distinguelo bueno de lo malo?”.35 Y Russell responde: “por missentimientos”. Acto seguido, agrega que, a diferenciade lo que sucede con los colores, ni la física ni laciencia han ofrecido una respuesta satisfactoria a estapregunta, porque “no ha sido estudiada del mismo

modo y no se la puedo dar (una respuesta)”.36 Muybien, pero la cuestión de la conducta moral y de la

 justicación de los actos y de las normas, tanto mo-rales como políticos, a diferencia de la cuestión de laexistencia o inexistencia de Dios, no puede orientarseni reenviarse al momento en el que, suponiendo que

exista, seremos capaces de ofrecer una respuesta quí-mico-físico-biológica a la cuestión. El jesuita, de he-cho, plantea el tema delicadísimo del nazismo y delos campos de concentración, sosteniendo que, a partirde la simple sensibilidad individual, lo que a algunosles puede parecer el mal absoluto, a otro le puede pare-cer algo positivo, o por lo menos una necesidad atadaa la consecución de un n superior.

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Para contestar, Russell si adentra en una agotadora

distinción entre las acciones y sus efectos, y sostieneque es necesario tener en cuenta “los efectos de losactos y los sentimientos hacia esos efectos”. Por lotanto, “puede decir muy bien que los efectos de lasacciones del comandante de Belsen fueron dolorososy desagradables”.37 Seguramente lo fueron para los

prisioneros y quizá también para muchos otros dota-dos de cierta sensibilidad, pero no se puede dar pordescontado que la misma sensibilidad fuera comparti-da por el comandante de Belsen, responde Copleston(creo que con éxito). Russell se ve obligado a sostenerque el deber moral y las obligaciones y, en general la

distinción entre el bien y el mal, es una cuestión cul-tural, depende de la educación y en última instanciade las “mayorías morales”, que son la derrota de lalaicidad, como el caso del City College demuestra. Searriesga por lo tanto de incurrir en la contradicción desostener que lo justo es lo que resulta útil al más fuer-

te. Pero en este punto, Copleston, en lugar de derribara Russell en este campo, cae en la tentación de buscaral autor de las leyes naturales universales como hacíaSanto Tomás; es decir, como un reejo de las leyes di-vinas que regulan el cosmos, permitiéndole a Russellesquivar el golpe y protegerse con la antropología y la

historia, que demuestran la pluralidad de costumbresy de tradiciones, con lo que logra un punto a su favor.

Insisto: probablemente la pregunta “traviesa” que sepodía plantear a Russell era si no pensaba que, siguien-do sus argumentos y aun a su pesar —haciendo unasimple referencia a la sensibilidad moral individual—,se dejaba a los individuos y a la colectividad en lasmanos de esas mayorías éticamente aborrecibles queél tanto despreciaba. Es decir, si la consecuencia de

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rechazar todos los criterios objetivos no era sacricar

a los individuos y a las minorías que disienten, comolo había entendido muy bien John Stuart Mill. Russell,en realidad, tenía una respuesta mejor a la mano: noexisten los criterios objetivos y metafísicos-teológicospara distinguir el bien del mal, pero el agnosticismono impide apelar a criterios intersubjetivos razona-

bles. Los derechos humanos, como sostenía Bobbio,son esos criterios universales en tanto intersubjetivos,al ser ampliamente aceptados y capaces de traspasarlas barreras culturales, dejando atrás a las tradicio-nes oscurantistas. Me parece que, aun con todas lasreservas que pueden plantearse, las teorías sociales,

políticas y jurídicas basadas en derechos humanos re-presenta, aunque sea por aproximación, la deniciónde criterios de justicia necesarios para el pensamientoy la práctica laicos.

El intercambio de ideas entre el padre Copleston yRussell concluye aquí. ¡Cómo sería grato contar con

medios e intelectuales capaces de llevar a cabo deba-tes de ese nivel! Pero, al menos en Italia, es un sueñocon los ojos abiertos.

iv. BoBBio, la laicidad 

como háBito intelectual y moral

También existe otra Italia. Y debe ser tomada encuenta. La Italia laica que cree que la convivenciase funda en el espíritu crítico de cada ciudadano. Dequienes condenan los integrismos ideológicos o re-ligiosos. De quienes están decididos a respetar y adefender las reglas de la tolerancia y del diálogo. (...)De quienes encuentran repugnante querer imponer a

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los demás, sobre todo a las nuevas generaciones, va-

lores únicos y verdades reveladas. (...) Estamos muypreocupados por las insistentes y descaradas reivin-dicaciones clericales, desde su injerencia abierta enlas cuestiones públicas, pero sobre todo por la obse-quiosidad y claudicación de parte de las fuerzas po-líticas y culturales que tienen, o deberían tener, va-lores pluralistas contrapuestos al fundamentalismo.Corremos el peligro, producto del cinismo renovadoe imperante, de que se meta mano a nuestra Consti-tución y a los principios laicos que fundan al estadomoderno. Solamente las concepciones ancladas enla Edad Media pueden seguir concibiendo al indivi-duo sometido a unas autoridades ideológicas ajenasal pluralismo como sumatoria de sistemas cerrados eimpuestos.

Desde mi punto de vista, estos son los párrafos mássignicativos del Maniesto laico que en 1998, Nor-berto Bobbio decidió no rmar. Sin embargo, comose lo hizo saber Enzo Marzo en su momento, sonpárrafos impregnados de las enseñanzas bobbianas:

“muchos de nosotros —le escribió Marzo, hemos de-lineado nuestras convicciones laicas a partir de tustesis—”. Bobbio le contestó que no rmó por el tonode cruzada que contradecía, en el mismo momentoen el que querían armarlo, al espíritu laico:

lo que no me gustó de su maniesto laico y que ex-plica por qué no lo he rmado, te lo digo con fran-queza, fue el tono de batalla al que recurrieron quie-nes lo redactaron: un lenguaje insolente, de viejoanticlericalismo, irrespetuoso. ¿Puedo decirlo en unapalabra?: no laico. Sino más bien, emotivo y visce-ral, que no se expresa mediante argumentos y, por lomismo, parece rechazar cualquier forma de diálogo.Y ello desde sus primeras líneas, que me predispusie-ron a leer el resto sin apertura: ‘repugnante’ la tesiscontraria; ‘descarado’ el defenderla.

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Más adelante el propio Bobbio corrige su respuesta

y evita caer él mismo en una reacción visceral: “en-tendámonos bien, las razones por las que no rméson más de forma que de sustancia. En la sustanciaestamos de acuerdo”.

Esta frase podría parecer una especie de adhesión,si bien a posteriori y conservando las reservas de for-

ma, a las preocupaciones sustantivas expuestas en elmaniesto. Una aproximación, sin duda crítica, des-pués de un severo desencuentro inicial, siguiendo un es-tilo de diálogo que era típico de Bobbio cuando sentíaaprecio y respeto por sus interlocutores, en particularsi eran sus amigos y sus alumnos. En realidad, me pa-

rece que existe otra dimensión del asunto. Creo queBobbio mantenía reservas también sobre la sustancia.Para aclarar las razones profundas de ese disenso anteun laicismo “de parte” y lograr denir la manera pe-culiar en la que Bobbio concebía a la laicidad y evi-taba convertirla en algo para idolatrar, sería necesario

recurrir a toda la obra bobbiana (desde sus ensayosmayores hasta sus entrevistas de prensa). Por fortuna,el propio Bobbio nos ayuda a orientarnos, aunque seaparcialmente, en el laberinto de su obra. De hecho,la respuesta a Enzo Marzo hace referencia a dos en-sayos en los que él mismo traza las coordenadas de

su concepción de la laicidad: Cultura laica, una terzacultura?  (1978) e Libertà nella scuola e libertà dellascuola (1985).

En el primer ensayo, Bobbio enfrenta el tema de lacultura laica, un tema que en Italia había sido despla-zado por el debate estrictamente político (desde el nde la Segunda Guerra hasta los años setenta del siglo

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XX) sobre los partidos laicos como una fuerza alterna-

tiva al Partido Comunista y al Partido de la Democra-cia Cristiana. De esta forma, en ese ensayo, Bobbioplantea el tema universal de la laicidad como oposi-ción a cualquier ortodoxia, de conocimiento doctri-nal o dogmático. En el segundo ensayo, en cambio,centra su atención en la distinción entre Estado laico

y Estado confesional; una distinción que encuentra unterreno idóneo en la normativa de la escuela. Lo queofrezco a continuación es un intento por analizar, enlo individual y en su conjunto, ambos ensayos. Lo queemergerá es una concepción rigurosa y exigente —seme antoja decir: intransigente— de la laicidad como

un ejercicio decidido del espíritu crítico dentro de loslímites de la razón. En este punto, Bobbio, parece lle-var hasta sus últimas consecuencias las conclusionesy la más genuina tradición de la Ilustración europea.Pero sobre todo en los últimos años de su vida, Bob-bio investigó una tercera dimensión de la laicidad;

la que se reere a la relación del “no-creyente” con lafe religiosa. Su texto Religione e religiosità (2000) esel ejemplo de ello. Al reexionar —no sin cierta an-gustia— sobre las cosas últimas —en una especie deanda y viene entre la confesión autobiográca y lapreocupación por el destino de la humanidad—, Bob-

bio pone en discusión la razonabilidad de un pensa-miento laico que no sepa reconocer, a pesar del (otal vez precisamente gracia al) progreso cientíco ytecnológico, sus propios límites y que no es capaz dedetenerse ante el misterio que rodea a la vida de losseres humanos.

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1. ¿Cultura laica o espíritu laico? 

Vayamos al ensayo de 1978, en el que Bobbio co-mienza combatiendo la tesis que sostiene que la “cul-tura laica es un tertium genus entre la cultura marxistay la cultura católica”. Este “equívoco” provenía de laconfusión entre el plano de la política (o, quizá paramayor precisión, de la situación política de la época)y el de la cultura. A este respecto, Bobbio invitaba atomar en cuenta que en la realidad

la identicación entre marxismo y partido comunis-ta, por un lado, y entre catolicismo y partido demó-

crata cristiano, por el otro, peca por exceso y pordefecto: por exceso porque son muchos los que sedeclaran marxistas (...) y que no votan por el partidocomunista; y muchos los católicos (...) que no votanpor el escudo cruzado (símbolo de la DemocraciaCristiana); por defecto, porque el partido comunistaen la medida en la que aumentan sus electores seva convirtiendo en un partido pragmático que aceptavotos de personas que no comparten y no conocen ladoctrina marxista; así como el partido democristianoes apoyado por un electorado que no lo apoya porrazones de fe sino por sus intereses.

De esta confusión en el plano de la política nacio-

nal emergía la equívoca identicación entre la culturalaica y los partidos liberales, republicanos, socialde-mócratas y socialistas.

Pero incluso despejando el campo de conicto en-tre la esfera política y la de la cultura, que termina sub-yugando al intelectual ante la política o, por el con-

trario, por alimentar el “viejo mito del Rey-lósofo”,el equívoco según el cual la cultura laica es un tercergénero entre el catolicismo y el marxismo no puede

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superarse. Ello, sobre todo, porque mientras el mar-

xismo y el catolicismo son, en su esencia “ismos”, esdecir, dos concepciones globales, omnicomprensivas,del mundo que los hombres han creado, la cultura lai-ca pierde su naturaleza si se transforma en laicismo:con esta pretensión, de hecho, “se pierde su inspira-ción fundamental, que consiste en no cerrarse en un

sistema de ideas y de principios denitivos de una vezy para siempre”. En segundo lugar, porque es impreci-so y, por lo mismo, equivocado hablar de una culturalaica tout court : bajo este sombrero genérico puedencolocarse losofías y movimientos de pensamientoabsolutamente diferentes, y que, en los dos últimos

siglos, han librado una batalla en el plano de las ideas:el idealismo y el positivismo, el existencialismo y elpragmatismo, el empirismo y el neoiluminismo. Entretodos estos “ismos” que se presumen laicos existen,como es bien sabido, formas y declinaciones diferen-tes. Y no hay quien no vea que el mismo marxismo

pertenece, en cuanto losofía que resuelve todo en lainmanencia, a la cultura laica.

Por lo tanto, concluye Bobbio, podemos confor-marnos con la idea de que la cultura laica o, indi-ferentemente, la laicidad o laicismo, es un mantelque cubre y abarca todos los sistemas de ideas o los

movimientos de pensamiento secularizados; es decir,que no están anclados a ninguna confesión religiosay rechazan todas las dimensiones trascendentes. Perosi aceptamos esta denición, quedamos con una ideasupercial de la laicidad, la confundimos con el fe-nómeno de la secularización, y dejamos escapar susignicado más profundo, que no consiste solo en laoposición a las religiones históricas y a las creenciasen lo sobrenatural, sino en la oposición a cualquier

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forma de dogmatismo u ortodoxia. La oposición a las

religiones y a las creencias es una consecuencia delrechazo, por parte del laico, de la pretensión de aque-llas por fundarse en una revelación y restringirla a unaortodoxia accesible solo a los intérpretes que se au-toproclaman como tales. Pero en este sentido, todaslas losofías que se convierten en “ismos” se limitan a

sustituir la Revelación por la autoridad terrenal, peroindiscutible de un “maestro” carismático o por la au-toridad de una tradición, históricamente consolidada,en la mayor parte de los casos de forma sincrética,mediante estraticaciones doctrinales posteriores.

Sin embargo, no existe ninguna duda de que, en

el plano de la historia de la cultura, en la Italia de lallamada Primera República (1946-1992), el área laicase consideró como una especie de neoilustración. Ytanto a los marxistas como a los católicos les resultabacómodo reducir la cultura laica a la Ilustración. Bob-bio no desconocía esta herencia, pero rechazaba su

reducción a la “mediocre medianía de quien ocupa unespacio en medio de dos corrientes de pensamientoque lo enfrentan desde dos dimensiones y pretendenencontrarse una vez que lo superen”: la Ilustración,o, mejor aún, el espíritu ilustrado, es “una grande,rica y amplia corriente de ideas” que, en su expresión

auténtica, se distingue de otros “ismos” precisamenteporque no es, en estricto sentido, un “ismo”, con susdogmas, su doctrina, su ortodoxia. Se trata del uso pú-blico de una razón que es consciente de sus límites,que en la medida en la que progresa toma concienciade sus limitaciones, así como de su carácter irreem-plazable. En este sentido, superando una visión histo-riográca que es, al mismo tiempo, rígida y deforme,acerca de lo que fue el “Siglo de las Luces”, es posible

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armar que la Ilustración se identica no tanto con la

cultura laica, como con el espíritu laico. La laicidad,decía Bobbio, debe considerarse “más bien como unmétodo y no como un contenido”: un método quedebe protegerse también —aclaraba— de “aquellasculturas que se dicen laicas en contraposición al mar-xismo y al catolicismo”, pero que tienen dentro de sus

seguidores “a sus propios sacerdotes; es decir, quie-nes se encierran en una concepción del mundo dog-mática que se contrapone de manera sectaria a todaslas demás y terminan defendiendo una cultura laicacomo tertium genus ”.

Esta concepción de la laicidad como método no

estaba desprovista de una dimensión histórica; porel contrario, pretendía rescatar su importancia en losorígenes teóricos e históricos de la modernidad. In-virtiendo la objeción historicista, Bobbio considerabaque era más adecuado —si se quería “conservar elconcepto ‘laico’ en toda su dimensión histórica”—

“hablar de espíritu laico en lugar de referirse a una‘cultura laica’”. Aunque haya sido identicado con elanticlericalismo, el anticonfesionalismo, la irreligio-sidad o el ateísmo, “históricamente, el espíritu laico,ha producido una de las más grandes conquistas delmundo moderno, la tolerancia religiosa, de la que ha

emanado la tolerancia de las ideas en general y tam-bién de las opiniones políticas”.

A continuación —con subrayados que surgen de lasorpresa y casi de la irritación al encarar una verdadobvia y, sin embargo, ignorada—, Bobbio, enuncialas dos grandes consecuencias de la tolerancia queencierra el espíritu laico: sin tolerancia no sería posi-ble la revolución cientíca, que presupone un saberantidogmático; dispuesto a colocarse del lado de la

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razón y de someterse a la prueba de la experiencia;

sin tolerancia no habría sido posible el largo procesode transformación de la convivencia civil que con-duce a la forma política del Estado democrático dederecho, en donde las cabezas no se cortan sino secuentan, y las constituciones garantizan las “cuatrograndes libertades de los modernos” (personal, de

opinión, de reunión y de asociación). Y para subrayarcómo el constitucionalismo representa la traducciónen el derecho positivo del método o espíritu laico,Bobbio señalaba:

Entendido de esta manera el espíritu laico ha permea-do en todas la sociedades modernas y civilizadas. Lerinden homenaje las declaraciones de derechos queconstituyen la base irrenunciable de los estados enque preferimos vivir. Se le oponen todas las formasde adoctrinamiento y de negación del disenso quecaracterizan a los regímenes que queremos dejaratrás. El espíritu laico no es una nueva cultura sino lacondición de todas las culturas.

La antítesis verdadera del espíritu laico se encuen-tra en el fanatismo que proviene cuando elegimos lasegunda de estas actitudes: “crítico y dogmático, tole-rante e intolerante, abierto y cerrado, disponible e in-transigente, humilde y arrogante; actitudes mediante

las cuales todas las formas de ideología y de visionesdel mundo pueden vivirse, aceptarse y revelarse”. Encambio, para elegir de manera correcta la segunda ac-titud, que no se reduce a la indiferencia cínica ni a lainclinación vulgar hacia el relativismo de los valores,practicando la laicidad como un método, es necesa-

rio seguir la dinámica impuesta por estos tres verbos:discutir, comprender y tolerar. El espíritu o métodolaico impone que las ideas de los demás primero se

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discutan —es decir, que se sometan a la balanza de

la argumentación racional en lugar de descartarlas apriori —; ello supone un esfuerzo para entenderlas, loque implica tener capacidad para escuchar y dialo-gar, pero también para comprender las razones histó-ricas y existenciales del otro (intentando incluso po-nerse en su lugar). Solo cuando se llega a este punto,

después de un camino sin atajos, si se piensa que unacuerdo es posible, la práctica de la tolerancia serála expresión de un espíritu laico auténtico. Si, por elcontrario, se anticipa el verbo “tolerar” —con lo quese convierte en el único verbo porque, entonces, essuperuo escuchar y discutir— se asume la actitud de

un ser magnánimo que concede al otro el derechode vivir en el error; sin poner en duda su propia ver-dad, la superioridad de su propia visión del mundo.Entendida de esta manera, la “tolerancia” impide tan-to la discusión como el entendimiento: quien practicaesta forma de tolerancia no es un laico, sino un faná-

tico en estado potencial. Basta un pretexto cualquierapara que el “tolerado” se convierta en un bárbaro, enun enemigo que debe aniquilarse.

Esto nos permite ver cómo es que Bobbio no secansa de subrayar el tema fundamental de los límitesde la tolerancia. ¿Es preciso tolerar también a los into-

lerantes o se les debe aplicar una intransigencia queconlleva (implícita) toda concepción de la toleranciaque no equivalga a la indiferencia? Y si planteamosla cuestión en el plano especíco de las institucionesdemocráticas, que no pueden no ser  laicas, ¿es ne-cesario protegerlas de los partidos antisistema; es de-cir, de quienes quieren conquistar democráticamenteel poder para cancelar la vía democrática? O, acaso¿tampoco en este supuesto debe cancelarse el prin-

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cipio de la tolerancia? Como en muchos otros casos,

prima acie las reexiones de Bobbio parecen ser sim-ples y fáciles, pero si las observamos con atención,evidencian las tensiones y las interrogantes que sonconstitutivas del método o espíritu laico. Prima acie ,como ya adelantaba, la respuesta de Bobbio es neta:“la tolerancia debe alcanzar a todos salvo a quienes

niegan el principio de la tolerancia, de manera mássintética, debe tolerarse a todos menos a los intole-rantes”. Pero, un poco más adelante, Bobbio advierteque las cosas, tan simples en abstracto, se complicanen la realidad, que ostenta muchas manifestacionesde intolerancia. Además, aunque sea indiscutible en

abstracto, responderle al intolerante con intoleranciaes “pobre éticamente e incluso políticamente inopor-tuno”: en este modo, de hecho, el intolerante podríaconsiderar hipócrita al tolerante y difícilmente cam-biará de idea, convirtiéndose en un liberal. Así “puedevaler la pena poner en riesgo la libertad beneciando

con ella incluso a sus enemigos, si la única alternativaposible es restringirla corriendo el riesgo de asxiarlao, por lo menos, de no permitir que rinda frutos. Siem-pre será mejor una libertad en peligro pero expansivaque una libertad protegida pero incapaz de renovarse.Una libertad incapaz de renovarse se transforma tarde

o temprano en una nueva esclavitud”. Sostengo quepodemos sustituir la palabra ‘libertad’ con la palabra‘laicidad’ o ‘democracia’: una laicidad protegida ouna democracia protegida corren el riesgo de trans-formarse tarde o temprano en su opuesto, en formas,tal vez nuevas, de fanatismo o dictadura.

Pero tampoco esta es la última palabra de Bobbiosobre el tema. Desde la perspectiva de las institucio-nes, la defensa del constitucionalismo, de los univer-

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sales procedimentales de la democracia, constituye

una clara e intransigente defensa de las condicionesy precondiciones laicas de la misma: una vez que selimitan los derechos de libertad, y sobre todo cuan-do se limita su disfrute por parte de los gobernados,la democracia se vuelve aparente, se reduce a unaautocracia disfrazada de democracia. Pero, todavía

antes, desde la perspectiva moral y existencial, la in-transigencia sobre el principio de laicidad —que debeentenderse como espíritu o método laico— se expresaen la obra de Bobbio como el rechazo sin reservas ha-cia los fanáticos: como escribió en la introducción allibro Italia civile , “detesto a los fanáticos con toda el

alma”. Entiéndase bien: no se trata de una frase aisla-da que provenga desde la emoción o de un desplantede oratoria; se trata, en síntesis, de su maniesto laico.Un maniesto que no se expresa en proclamas, sinoen una galería de guras que pertenecieron a la Ita-lia civilizada que se opuso frontalmente al fascismo;

a aquel proyecto totalitario de un Estado ético queconstituía la total aversión del Estado laico. Ante elreto que puso en juego los principios de la libertad,de la laicidad y de la democracia, la admiración deBobbio, sin dejar de ser crítica, se dirigía a aquellaspersonas que —como Monti, Gobetti, Ginzburg, Ca-

lamandrei— supieron ser moralmente intransigentesante el fascismo.

 2. La laicidad del Estado y la centralidad de la escuela

Según Bobbio, el problema de la protección de la“libertad” de los gobernados —o bien, de la laicidad

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del Estado y de su forma democrática— no encuentra,

entonces, una solución convincente si los límites a latolerancia frente a los intolerantes se piensan y se co-locan solamente dentro del derecho positivo. Protegera la libertad “por decreto”, con medidas excepciona-les en sustitución o en derogación de los derechosconstitucionales —que, por su naturaleza, terminan

siendo iliberales— parece ser una buena manera, máso menos intencional, para cortar las alas a la libertadque supuestamente se protegería. Por otro lado, el pre-sidio de la libertad y, de nueva cuenta, de la laicidaddel Estado, no puede dejarse solamente en las manosde guras excepcionales, capaces de denunciar con

intransigencia férrea las la desviaciones (recurrentes)hacia el Estado ético. Figuras como las que Bobbioenunciaba, y que son personajes ejemplares, modelosde virtudes laicas. El espacio natural en el que se for-man los ciudadanos capaces de practicar, si bien den-tro de las fronteras de un aurea mediocritas , el méto-

do laico —enfrentando las controversias de la vidacolectiva mediante el espíritu crítico que se orienta adiscutir, entender y tolerar— deberían ser las institu-ciones escolares del Estado democrático de derecho.En este ámbito —que no es inmediatamente jurídico,aunque sus reglas dependen del derecho vigente— se

podrían formar individuos conscientes de los peligrosque conlleva la intolerancia y el fanatismo, evitandode esta forma la contradicción a la que se expone unademocracia constitucional que protege la libertad delos ciudadanos y la laicidad del Estado —de cara a losintolerantes— mediante normas jurídicas.

Bobbio no se ilusiona con el desempeño de lasinstituciones educativas de las democracias reales:la educación civil de los gobernantes es una de las

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promesas no cumplidas de la democracia, tal como

lo arma en uno de sus ensayos más conocidos, pu-blicado en su libro Il uturo della democrazia (1984).Sin embargo, al cabo de un año de la publicación deaquel ensayo, Bobbio se dedica a estudiar el proble-ma de la laicidad del Estado, concentrando su aten-ción en las instituciones educativas, y volcándose con

pasión en la (permanente y nunca superada) polémicasobre el nanciamiento de las escuelas no estatales.Como si en esa promesa incumplida se jugara unaapuesta oculta, todavía no perdida, pero tampoco ga-nada, y por lo mismo una promesa —al menos par-cialmente— sostenible; y vale la pena agregar: tal vez

una promesa que, si se incumple completamente, po-dría llevar consigo de manera denitiva la derrota dela concepción bobbiana de democracia.

Ante las constantes protestas desde el mundo cató-lico que reivindican la libertad de todas las familiaspara elegir la escuela en la que quieren educar a sus

hijos, pretendiendo la obtención de nanciamientoestatal para la escuela privada, Bobbio analiza la dis-tinción entre la “libertad en la escuela” y la libertadde la escuela”. ¿Qué entiende por “libertad en la es-cuela”?

Libertad en la escuela —sostenía Bobbio— signi-ca que al interior de esa institución especial que esla escuela los dos sujetos de la relación educativa–los profesores y los estudiantes- no deben estar obli-gados, y mucho menos constreñidos, a abrazar unacreencia, una doctrina losóca, una ideología ex-clusiva e impuesta como exclusiva; sino que tienen

el derecho de dar y recibir diferentes creencias, di-ferentes losofías, diferentes ideologías; de darlas yrecibirlas críticamente.

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En otros términos, en la escuela pública, aunque

sea de manera imperfecta, se ofrecían —por derechoy de hecho— las condiciones de fondo del pluralismoarticulado que hacía imposible, a lo largo de los añosde estudio de un alumno, una formación unilateral,un adoctrinamiento completo. Para resumir la idea enuna frase: en la escuela pública de la Italia republica-

na han enseñado, desde siempre, muchos docentescatólicos que han tenido la misma libertad de cátedraque sus colegas no católicos o no creyentes.

A este modelo de escuela laica, organizada en tor-no de la idea de libertad en la escuela, se le agrega ose le contrapone el modelo fundado en la “libertad de

la escuela”. El que fuera un agregado o abierta con-traposición dependía del signicado que se le dabaa la expresión. Si con la expresión “libertad de la es-cuela” se entendía el derecho de crear escuelas dis-tintas a las escuelas públicas, entonces, simplementese reconocía la posibilidad constitucional de instituir

escuelas privadas, porque el Estado no se reservaba elmonopolio de la educación. Cuando, en cambio, porla expresión se entendía no solo y no tanto la liber-tad de crear dichas escuelas, sino el derecho de losestudiantes (y de sus padres) de escoger una escueladiferente a la del Estado, entonces, las cosas se com-

plican. Ciertamente, los dos aspectos de la libertadde la escuela (la libertad de crear escuelas y la liber-tad de elegir) se implican mutuamente: no existiría laoferta si no existiera la demanda, y viceversa. Desdeesta perspectiva, también la libertad de elección delos alumnos (o, mejor dicho, de sus familias, que noes lo mismo) entra en la denición de una sociedadabierta que se gobierna bajo la forma de un Estadodemocrático de derecho. Pero la contraposición surge

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porque es dudoso que en las escuelas privadas exista

el pluralismo interno: dicho de manera explícita, lalibertad de enseñanza que garantiza la constituciónde un Estado laico. Se preguntaba Bobbio,

¿En la libertad de la escuela se incluye la libertad delos profesores? Y respondía: no necesariamente. […]Una escuela libre en el sentido de la libertad de la

escuela no es necesariamente libre en el sentido dela libertad en la escuela. Las cosas son así: la liber-tad de crear escuelas y correlativamente de acudira ellas no implica la libertad en la escuela como seha delineado (antes). De hecho, uno de los nes decrear escuelas diferentes a la escuela pública puedeser restringir o de plano limitar la libertad de ense-

ñanza; esa libertad de enseñanza que se encuentragarantizada por la escuela libre en el sentido de lalibertad en la escuela.

Bobbio llegaba a la conclusión de que

en un estado laico en el que la escuela libre se en-

tiende es aquella en la que se garantiza la libertadde enseñanza —y también de aprendizaje— resultauna contradicción el reconocimiento de una escuelaen la que la libertad de enseñanza no se admite; enla que los enseñantes están obligados a profesar unadeterminada religión o a uniformar su cátedra a unadeterminada ideología política.

Y, de nueva cuenta, planteaba la cuestión medular:“¿Es posible reconocer la libertad de la escuela a quienno acepta la libertad en la escuela?”. Se replantea unacuestión análoga a la que conllevan las preguntas queya conocemos: ¿debemos tolerar a los intolerantes?,¿debemos proteger a la democracia de los antidemo-cráticos? Pero se trata de una cuestión análoga enapariencia, porque en este caso estamos hablando dela institución —la escuela— a la que se le confía la

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tarea de no reprimir o excluir de la participación po-

lítica a los intolerantes, sino de buscar la manera deinvolucrarlos en la discusión pública, invitándolos adialogar con los “demás”. La democracia, que impli-ca un espíritu laico y la tolerancia, no debe cerrarsesi no quiere parecerse a las diferentes formas de fa-natismo. Pero ¿acaso puede darse el lujo de privarse

del vehículo más importante con el que cuenta parasocializar su modelo de convivencia civil, la escuelapública, que constituye el mejor espacio para el diá-logo democrático? ¿Hacerlo no equivaldría a entrar ala pelea con las manos atadas? El propio Bobbio —sinabandonar el método laico que implica la discusión y

la comprensión de las razones de los adversarios— seinclina abiertamente por la libertad en la escuela: “laprincipal, me parece, es la libertad en la escuela”. (Hayque decir que ni siquiera en este punto Bobbio da unmanotazo sobre la mesa como lo harían algunos añosdespués los redactores del maniesto laico: quizá se

deba a que los laicos en el fondo son “profetas desar-mados”).

Por el contrario, la idea de la prioridad de la libertadde la escuela corresponde a una sociedad en la queya prevalecen —o se pretende que prevalezcan— lasapariencias comunitarias cerradas. Cada comunidad

se da su propia escuela con la nalidad de transmitira las generaciones futuras su propia concepción delmundo. Y en una sociedad como esa, en la que latolerancia se reduce a una relación entre “Iglesias”,la no pertenencia a una Iglesia puede ser peligrosa.Ciertamente, advierte con cautela Bobbio, en princi-pio es posible que una democracia no cuente con unsistema de escuela pública, pero no puede renunciar

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a la garantía y protección de la libertad en la escuela;

es decir, a la libertad de enseñanza y de aprendizajemediante criterios abiertos para seleccionar a los pro-fesores y currículos también abiertos a los diferentespuntos de vista, a las diferentes losofías, a las diver-sas visiones del mundo. Por ejemplo, en un Estadolaico, todas las escuelas, públicas o privadas, confe-

sionales o no, deben incluir dentro de sus programasde estudio la teoría de la evolución.

El ejemplo no es fortuito. Con frecuencia, cuandoleo los escritos de Bobbio, me sorprende el alcance desu mirada. Un Estado puede declararse aconfesional,en el sentido de no tener ninguna religión de Estado,

aunque privilegie una determinada losofía y, por lomismo, una determinada doctrina política:

Que el estado no deba ser confesional pero sí teneruna losofía propia que se tradujo durante el fascis-mo en una doctrina política era la tesis que defendíaGentile para oponerse a Salvemini […] cuando se

formó la Federación de los profesores de la escue-la secundaria, antes de la primera guerra mundial,y lo condujo a proclamar al estado-maestro, al es-tado-educador, al estado-pedagogo, en una palabraal estado-ético que es una forma de estado confesio-nal, aunque distinto al estado confesional tradicio-nal pero igualmente inspirado en el principio de la

enseñanza con una orientación denida en una soladirección.

También la escuela pública, que debería ser pordenición un nicho del método laico y de la demo-cracia, puede convertirse, a pesar de lo que diga laConstitución, en un nicho del fascismo.

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 3. El flósoo laico ante la ciencia y el misterio 

He intentado distinguir entre el peculiar concep-to de la laicidad que defendía Bobbio y otras formasde laicidad o laicismo que terminan convertidas endogmatismos que combaten a otros dogmatismos. Lohe hecho siguiendo sus puntos de vista sobre dos te-mas que han tenido mucha relevancia en el ámbitode la Italia republicana: el tema de la laicidad comoun “tercer género” o “tercera fuerza” y el tema de lalaicidad en las instituciones republicanas, con parti-cular referencia a la escuela. Pero existen otros dos

ámbitos, seguramente más universales, en los que sepone a prueba el espíritu laico que Bobbio defendía:el progreso cientíco —que en el siglo XX tuvo un de-sarrollo vertiginoso y puso en duda todos los referen-tes morales existentes, incluidos los de la laicidad— ylas preguntas extremas, de naturaleza genéricamente

religiosa, que el progreso cientíco plantea al hombrede razón que ejerce una duda laica.Se trata de temas que Bobbio enfrentó en los últimos

diez años de su vida. En 1995 escribió el ensayoScienza, potere e libertà, en el que reexionaba sobreel progreso moral y el progreso cientíco; en 2000

publicó el texto Religione e religiosità, en el que seencuentran sus reexiones sobre la “religiosidad” queestá implícita en una laicidad auténtica. El marco delas dos reexiones fue delineado por el propio Bob-bio cuando, en el contexto de una entrevista de 1999,ante la pregunta sobre la relación que existe entre la

fe y la razón, contesta:no creo que el gran problema del futuro de la huma-nidad sea la relación entre fe y razón en el sentido de

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la razón losóca. El gran enfrentamiento del fututo

no será entre fe y razón losóca sino entre la fe y larazón cientíca […] Hoy lo que está transformandoal mundo es la ciencia y el producto directo de laciencia que es la técnica. Enfrentamos una transfor-mación de tal magnitud, de tal enormidad, que nosabemos absolutamente nada de los que será el mun-do el próximo milenio.

Y a continuación enlistaba las transformaciones delos medios de comunicación, de la duración de la vidahumana, de la destrucción del ambiente, de la produc-ción de armas cada vez más mortíferas, de la glo-balización salvaje y de la creciente desigualdad queesta produce, y concluía: “estos son los grandes temasde enfrentamiento entre laicos y católicos”. El término“católicos” se explica porque hablaba con un interlo-cutor católico, pero podemos traducirlo como “cre-yentes”. Si intentamos desarmar esta armación deBobbio, creo que podemos formular dos preguntas

que no ofrecen una clave de lectura de los dos ensa-yos mencionados: en primer lugar, ¿el faro del progre-so cientíco permite abandonar la linterna de la razónlosóca o, por el contrario, una luz tan deslumbran-te genera penumbras profundas y terrorícas en regio-nes que solo pueden iluminarse con la luz de la razón

entendida como el método laico? En segundo lugar, sies verdad que estas transformaciones serán el terrenoprincipal del enfrentamiento entre laicos y creyentes,¿acaso no demandan una reexión renovada sobre elsignicado del espíritu laico y del espíritu religioso,de la laicidad y de la religiosidad?

En el ensayo sobre el progreso cientíco y moral,en el que Bobbio intenta una especie de balance den de siglo y de n de milenio —si bien reconociendo

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la simple convencionalidad de estos periodos tempo-

rales— reaparece el tema de la relación entre las “dosculturas”. Esta vez no se trata del enfrentamiento-des-encuentro entre el catolicismo y el marxismo, sino delque se presenta entre la cultura losóco-humanista yla cultura cientíco-tecnológica, ambas entendidas ensu sentido más amplio (e inevitablemente genérico).

Una de las principales batallas del nal del siglo giróen torno a las bondades y malecios que el progresocientíco y técnico acarrearía a la humanidad. Si biencon matices y acentos diferentes —por lo mismo “conuna cierta aproximación”, sostenía Bobbio— el parti-do de los humanistas, en el que se encuentran laicos

y creyentes, se inclina hacia una visión apocalípticade los resultados del progreso cientíco del siglo XX.Para ellos, el progreso trajo un sentimiento de poderbasado en instrumentos mortales de destrucción y demanipulación del hombre y su naturaleza. Pero, pre-cisaba de inmediato,

cada moneda tiene su contracara. Intentemos miraral mundo con los ojos del cientíco y del técnico yno con los ojos del moralista, del lósofo, del teólogoo del profeta de las desgracias. Es decir, miremos almundo con la mirada de quienes tienen en sus ma-nos las llaves que abren las puertas del conocimiento

cientíco, de la aplicación de técnicas nuevas y de laproducción de nuevas mercancías que provienen dela combinación entre el descubrimiento cientíco ylas innovaciones tecnológicas. Nuestros oídos escu-charán una música muy distinta: el lamento fúnebrese convierte en un himno de victoria.

Los cientícos saben que no nos encontramos enel mejor de los mundos posibles, pero seguramentepiensan que para alcanzarlo nos hace falta más cien-cia, no menos. Y también pensarán que las miserias de

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la colectividad humana provienen de la superstición,

de la ignorancia o de las elecciones políticas equivo-cadas; sobre todo, mirarán con horror, como si se tra-tara de una justicación culta de la superstición, a losintentos por poner límites a la investigación cientícaque promueven algunos lósofos, moralistas, teólo-gos y profetas de desgracias.

Ambas posturas, ambos “partidos”, son decitariosen materia de laicidad si por esta entendemos al mé-todo que se opone al dogmatismo (un método del queel ensayo de Bobbio es un excelente ejemplo). Los pri-meros, los humanistas apocalípticos, parten de la pre-misa de que la ciencia moderna tiene algo de diabólico,

y concluyen en una concepción terrorista de la histo-ria, profetizando el n de la civilización occidental;los segundos, los cientícos “cientistas”, se confíandemasiado en las virtudes salvadoras de la ciencia,y se inclinan hacia un optimismo que no correspon-de a la realidad, con lo que se resisten a considerar

seriamente cuál es la responsabilidad moral que lescorresponde y que ellos delegan en sujetos indetermi-nados, como “la sociedad en su conjunto”, olvidandoque fue la armación de la tolerancia lo que permitióel desarrollo de la investigación cientíca.

De nueva cuenta, Bobbio se propone comprender

las razones de las “dos culturas”, con lo que preten-de superar la contraposición dogmática, lo que no leimpide adoptar una posición clara e incluso intransi-gente sobre un punto que, como lósofo, considera-ba decisivo. Intentar frenar el progreso cientíco queaparece como la más alta manifestación de la curio- sitas que está inserta en la naturaleza humana resultauna empresa inútil y contraproducente; pero tambiénes verdad que la ciencia es un gran poder, y que, al

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menos desde la perspectiva laica y liberal, como to-

dos los poderes, debe ser limitada por el derecho siqueremos evitar que la humanidad caiga en el “es-pantoso futuro orwelliano”: “La ciencia es un inmen-so instrumento de poder. Cuando pronuncié esta frasealgunos cientícos protestaron. No quería decir quehiciera de los cientícos hombres poderosos, sino que

crea instrumentos para aumentar el poder de quien seencuentra en condiciones para aprovecharla”.

El camino indicado por Bobbio —sin ningún triun-falismo e incluso con cierta reserva sobre su viabili-dad en virtud de la velocidad del progreso cientíco,tecnológico, económico— es la del constitucionalis-

mo mundial; es decir, de un “nuevo ethos mundial”de los derechos humanos, que sirva para reducir losefectos perversos de esa aceleración irresistible, yque permita distribuir los frutos del progreso cientí-co “entre poderosos y débiles, entre ricos y pobres,entre quien tiene conocimiento y quien no lo tiene”.

Esta es la tarea —y en este punto Bobbio se vuelve in-transigente— que le corresponde a la razón losócalaica, que pretende distinguirse de la razón cientícay de las especulaciones metafísicas: ayudar mediantela duda a la conciencia moral de todos y de cada uno,del creyente y del no creyente, para asumir como idea

orientadora la suma de “tres grandes metas que la hu-manidad siempre se ha propuesto y nunca ha alcan-zado: la justicia, la libertad y la paz. Podría agregartambién el bienestar, pero el bienestar llega después,no basta. Sería un error colocar el bienestar comoobjetivo”. Si, por el contrario, la razón losóca seencierra en elucubraciones metafísicas a las que la ra-zón cientíca ha declarado irrelevantes y se abstienede discutir y entender las grandes transformaciones

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sociales, económicas y antropológicas que producen

la ciencia y la técnica, entonces, se condenará a lainsignicancia, quedará como un ejercicio superuoy con tintes de oráculo. Bobbio nos ofrece un buenejemplo de la razón losóca inútil cuando señala:

Retomando una célebre armación de Heidegeer ensu última entrevista, publicada de manera póstumaen la revista ‘Der Spiegel’, Quinzio dice haber llega-do a la conclusión de que “solo un Dios puede sal-varnos”. Desde que esta frase se hizo pública me hepreguntado si no hubiese sido más cercano a la esen-cia de la losofía el ‘silencio’ de Wittgenstein cuandola respuesta, como aquella de Heidegger, es vaga ybanal. ¿No podíamos esperar algo más que un aigi-

do llamado del humillado, del que no puede escaparde sus preocupaciones, cuando quien hablaba era elmás grande (y, para quienes no lo consideran el másgrande, el más inuyente) lósofo de este siglo?.

Para evitar que la ciencia y su rendición ante lalógica del poder condenen el mundo a la catástro-

fe, Bobbio pensaba que era mejor formar concienciascríticas capaces de salvar al mundo; conciencias ca-paces de dudar y de imponer la ética de la responsa-bilidad sobre la ética de los principios. Me parece queesta prioridad de la ética de la responsabilidad sobrela ética de los principios es la columna vertebral de lalógica bobbiana, o, mejor dicho, de su moral laica; desu aversión a todos los fanatismos. Ya desde 1954, alresponder un cuestionario de la revista Il Ponte sobreel caso del físico americano Oppenheimer, que fueinvestigado por resistirse a seguir investigando en vir-tud de las consecuencias devastadoras del uso de lasbombas nucleares, Bobbio escribía sin titubear:

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Por más que yo sea un admirador de los grandes des-

cubrimientos en el campo de la ciencia, admiro conmayor reverencia la nobleza de la conciencia moral.[…] Y, de hecho, desconozco cuál es el benecioque pueda acarrearle algún día a la humanidad eldescubrimiento de la bomba de hidrógeno. Lo que sí sé —y lo sé con certeza— es que podemos obtenerun enorme benecio, en este mundo dominado porla lógica del poder, del ejemplo de un cientíco queha sabido escuchar, a la voz discreta de la concien-cia. […] De una manera más drástica: no estoy segu-ro de que la bomba de hidrógeno salvará al mundo,podría destruirlo. Estoy seguro de que la concienciamoral no solo no lo destruirá —si un día será destrui-do—, sino que lo salvará.

En conclusión, me propongo repensar las nocionesde laico y de creyente ante la irreversibilidad de lastransformaciones cientíco-tecnológicas que sucedenante nuestros ojos con una velocidad nunca antesvista, y que están acompañadas por una cascada deconsecuencias —ambientales, sociales, económicas,

políticas y antropológicas— igualmente vertiginosas.El aspecto paradójico, de inmediato identicado porBobbio, que encierra esta aceleración del conoci-miento histórico, precisamente gracias al ejercicio dela razón losóca como método laico, es que el ex-traordinario aumento del conocimiento cientíco nodisminuye el ámbito de lo desconocido; de hecho loaumenta en una medida directamente proporcional alaumento del propio conocimiento. La Ilustración, ysobre todo el positivismo ingenuos, son contradichospor sus propios éxitos. Ante esta evidencia, ante estehecho, ante la región de lo desconocido que aumentasus dominios, el laico, en cuanto hombre de la razóny de la duda, no puede evitar sentir una incomodidadexistencial, un profundo movimiento interior:

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Yo no soy un hombre de fe —armaba Bobbio— ,

soy un hombre de razón y desconfío de todas las fe;pero distingo la religión de la religiosidad. Religiosi-dad signica para mí, simplemente, tener sentido detus propios límites, saber que la razón del hombre esuna luz tenue, que ilumina un espacio ínmo respec-to a lo grandioso, a la inmensidad del universo. Laúnica cosa de la que estoy seguro, siempre dentro delos límites de mi razón […] es que a lo sumo vivo elsentido del misterio , que es compartido por el hom-bre de razón y por el hombre de fe. Con la diferenciade que el hombre de fe llena ese misterio con reve-laciones y verdades que provienen desde arriba y delas que no llego a convencerme. Pero sigue siendofundamental este sentido proundo del misterio, quenos rodea, y que yo llamo sentido de religiosidad.

Este sentido del misterio o de religiosidad —“estefondo religioso que me asedia, me agita, me atormen-ta”— no suponía, obviamente, que Bobbio callara susobjeciones a las religiones positivas —y en particulara la católica— que le parecían articios humanos con

nalidades consolatorias, orientadas a una consola-ción que incurría en la misticación, en el engañocomo instrumento para calmar las conciencias. Enla entrevista de 1999 se acaloraba: “¿pero cómo sepudo dominar al mundo con el miedo al inerno?”Con estos diablos que durante siglos han perseguido

a los hombres. Pero, ¡caramba! Esta es una blasfema,una ofensa al hombre. Y, de inmediato, respondiendoa la ofensiva del interlocutor católico, según la cualun gran teólogo como Von Balthasar ha reconocidoque el inerno está vacío, remataba: “¡Pero, enton-ces, ustedes han engañado a millones y millones de

personas!”.Es más, si en verdad queremos encontrar algo dia-

bólico, algo “luciferiano”, para Bobbio, esa es la idea,

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compartida por todas las religiones, de que se posee

una verdad absoluta. Y, sin embargo, el sentido delmisterio, o de religiosidad, no desaparece ante este ar-gumento racional. Para traducir ese estado de ánimoen reexiones, el propio Bobbio proponía una revi-sión “revolucionaria” de las categorías tradicionalesde laico como “no creyente” opuesto a creyente y, en

consecuencia, un reacomodo de las guras de ateo yde agnóstico ante la laicidad (que comúnmente se en-tiende como un concepto genérico del que el ateísmoy el agnosticismo son especies).

Un día le dije al cardenal Martini —recordaba Bob-bio en Religione e religiosità— que, para mí, la dife-rencia no reside entre creyente y no creyente (¿quéquiere decir ‘creer’?, ¿en qué cosa?), sino entre quiénse toma estos problemas con seriedad y quién no lohace: existen los creyentes que se conforman conrespuestas fáciles (y también existen no creyentes —que quede claro— que se conforman con simplezas).Alguien dice ‘soy ateo’, pero no está seguro de lo

que eso signica. Creo que la verdadera diferenciaestá entre alguien que, para dotar de su sentido a suvida, se plantea con seriedad estas preguntas y busca la respuesta, aun cuando no la encuentre y alguien aquien nada le importa, a quien le basta con repetir loque le dijeron desde que era un niño.

Si nos detenemos en estas ideas del último Bobbio,descubrimos que en ellas está presente la oposiciónradical entre laico y fanático. Laicos son los pocosque asumen con seriedad los problemas de la vida,del sufrimiento y de la muerte, que tienen el senti-do del misterio y de la búsqueda siempre inacabada

como tragedia humana; pueden ser, ante las religio-nes históricas, creyentes o no creyentes, pero compar-ten la inquietud de la duda, independientemente de

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cómo resuelvan sus dudas existenciales. Por el con-

trario, los fanáticos —o, mejor aún, los fanáticos po-tenciales— son todos los que no se toman en serio es-tos problemas y viven su vida de manera inconscientesiguiendo usos y costumbres que les enseñaron o que,de plano, se aprovechan de ellos de manera cínica yconsciente. Se trata de la gran mayoría de los seres hu-

manos. Para Bobbio, en este conjunto se encuentranla gran mayoría de los eles por costumbre, y tambiénquienes han convertido al ateísmo en una verdad sim-ple y absoluta. Tal vez incluso los agnósticos, comoRussell, se conforman con una respuesta intelectual-mente honesta, pero de solidez aparente. En el plano

existencial, de hecho, es difícil pensar que podemoscerrar de una vez y para siempre las reexiones sobreel sentido del misterio con una respuesta que se redu-ce a la simple lógica, según la cual la posibilidad deun dios no implica su existencia. En el plano existen-cial, debemos convivir con el misterio.

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notas

1 Con el término kléros también se referían las propiedades inalienablesde los espartanos, la aristocracia que estaba en la cúspide de la sociedad decastas propia de la antigua Esparta.

2 Las referencias bibliográcas completas son las siguientes (ediciones

en italiano): Abbagnano, N., Dizionario di flosofa, 2a. ed., Turín, UTET,1971; Bobbio, N. et al ., Dizionazio di politica, 2a. ed., Turín, UTET, 1983;Berti, E., Campanini, G., Dizionario delle idee politiche , Roma, Editrice Ave,1993.

3 Abbagnano, op. cit., p. 517.4 Bobbio et al ., op. cit., p. 575.5 Berti, Campanini, op. cit., p. 421.6 Marzo, E. y Ocone, C. (editado por), Maniesto laico , Roma-Bari, Later-

za, 1999; en el volumen se encuentra la carta de Bobbio en la que explica

por qué no rmó el “Manifesto laico” (pp. 123-134).7 Kant, I., Critica della ragion pratica, I, I, 3, las cursivas son mías. N. A.8 La consideración es de Rusconi, op. cit., p. 11.9 Vitale, E. (editor), Ragione e civiltà. La visione illuministica del mondo 

nell'Encyclopédie di Diderot e d'Alembert, Milán, Baldini&Castoldi, 1998,p. 169.

10 En castellano existe una traducción bajo el título de Por qué no soy cris- tiano , editada en España por la editorial Edhasa en 1999. Esta traducción, queserá la que utilizaré para reproducir las citas de la obra de Russell que hace

Ermanno Vitale, también contiene el ensayo de Paul Edwards. N. T.11 Op. cit ., pp. 14 y 15.12 Cit ., p. 16.13 Cit ., p. 36.14 Cit ., p. 253.15 Idem .16 Op. cit ., p. 254.17 Op. cit ., p. 256.18 Idem .19 Op. cit ., p. 260.20 Op. cit ., p. 261.21 Op. cit ., p. 264.22 Idem .23 Op. cit ., p. 267.24 Op. cit ., p. 268.25 Idem .26 Op. cit ., p. 270.27 Idem .28 Op. cit ., p. 272.29 Op. cit ., p. 273.30 Idem .31 Op. cit ., p. 274.

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32 Op. cit ., p. 275.33 Op. cit ., p. 279.34 Op. cit ., p. 280.35 Idem .36 Idem .37 Op. cit ., p. 282.

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Colección de cuadernos “Jorge Carpizo”. Para entender y pensar la laicidad , núm. 13, Laicidad y teoría política,editado por el Instituto de Investigaciones Jurídicas dela UNAM, se terminó de imprimir el 14 de marzode 2013 en Impresión Comunicación Gráfca, S. A. deC. V., Manuel Ávila Camacho 689, col. Santa MaríaAtzahuacán, delegación Iztapalapa, 09500 México, D. F.Se utilizó tipo Optima de 9, 11, 13, 14 y 16 puntos. Enesta edición se empleó papel cultural 70 x 95 de 90kilos para los interiores y cartulina couché de 300 kilos

para los forros; consta de 1,000 ejemplares (impresiónoffset).