coleccion +renfe num1(tripas) · paciente las risas, los insultos, las calumnias; enjugó las...

80
> LECTURAS PARA UN VIAJE EN TREN Colección de poesías y cuentos de “Premios del Tren” para clientes +renfe Lecturas para un viaje en tren núm. 1

Transcript of coleccion +renfe num1(tripas) · paciente las risas, los insultos, las calumnias; enjugó las...

Cuentos

Los Trenes NegrosFernando León de Aranoa

LucesAbilio Estévez

Cuentos del trenIciar Masip Orcajada

Los tipos duros sí bailanAccésit

Poesías

Cayo Hueso - DublínRaquel Lanseros

Cinco díasBen Clark

> LECTURAS PARA UN VIAJE EN TREN

Colección de poesías y cuentosde “Premios del Tren” para clientes +renfe

Lecturas paraun viaje en trenLe

ctur

as p

ara

un v

iaje

en

tren

/ nú

m. 1

núm. 1

Lecturas paraun viaje en tren

núm. 1

Fernando León de Aranoa + Abilio Estévez + Iciar Masip + Mercedes de Vega

Raquel Lanseros + Ben Clark

Colección de poesías y cuentos de “Premios del Tren”para clientes +renfe

Fotografía de cubierta: Partier - Renfe

© Fundación de los Ferrocarriles Españoles Santa Isabel, 44 – 28012 Madrid Tel.: 911 511 015 www.ffe.es [email protected]

Editado por Cyan, Proyectos Editoriales, S.A.

Sumario

CUENTOS

Los Trenes Negros Fernando León de Aranoa .............................. 7

LucesAbilio Estévez ................................................ 19

Cuentos del trenIciar Masip .................................................... 35

Los tipos duros sí bailanMercedes de Vega ......................................... 53

POESÍAS

Cayo Hueso - DublínRaquel Lanseros ............................................. 69

Cinco díasBen Clark ....................................................... 75

Los Trenes NegrosFERNANDO LEÓN DE ARANOA

Premios del Tren de Cuento 2006Primer premio

Los Trenes NegrosFERNANDO LEÓN DE ARANOA

Premios del Tren de Cuento 2006Primer premio

FERNANDO LEÓN DE ARANOA

N ació en Madrid en 1968. Licenciado en Ciencias de la Imagen, es guionista, director de cine, escritor y dibujante. Ha dirigido cinco largometrajes, que han sido distinguidos con doce premios Goya de la Academia de Cine, tres de ellos al mejor director. Sus películas han sido galardonadas en festivales nacionales e internacionales, habiendo recibido entre otros, una Concha de Oro a la mejor película en el Festival de Cine de San Sebastián y otra de Plata a la mejor dirección. Ha publicado también varios relatos. Fue Premio del Tren en 2005, segundo en 1993 y finalista en 1995.

7

Los Trenes Negros

Lo decía Samuel, que pasaban cada martes muy despacio, ya de noche, para que los niños no pudieran verlos. Que pasaban más despacio que los otros, el traqueteo lento y dislocado, como de huesos de esqueleto bailando. Se sabía que venían porque el jefe de la estación atenuaba un poquito las luces, anticipando su llegada. Las mujeres se volvían entonces para no verlos y los hombres se descubrían, quitándose gorras, pañuelos, sombreros. A su paso se dete-nían las conversaciones, se entristecía la risa y el gesto, y quedaba en su lugar un silencio extraño, sobrecogido, la suma de muchos silencios pequeños. Y a veces, sólo a veces, adultos que nunca antes habían hablado se cogían de la mano, y en la penumbra de los andenes se podía escu-char a alguno llorar un llanto bajito, avergonzado.

Los llamaban los Trenes Negros, y Samuel nos contó que los vio una vez que era martes y volvía con su madre de visitar a sus tíos en el barrio de la Moncloa. Que se les hizo tarde, y aunque su madre no quería coger el Metro-politano no les quedó otro remedio, porque a esa hora las calles se volvían peligrosas y oscuras, cada vez había más

8

FERNANDO LEÓN DE ARANOA

hombres armados y no era extraño leer en los diarios que en la noche había habido un ajuste de cuentas, un disparo, un muerto.

Dice Samuel que al principio eran apenas dos luces en la boca oscura del túnel. Que al verlos aparecer su madre le cubrió los ojos con las manos, pero él se las arregló para mirar entre los dedos delgados, como hacía cuando jugá-bamos a las escondidas y contaba hasta cien en la parte de atrás del almacén de madera de Almansa. Y que lo que vio entre los dedos de su madre hizo que un ejército de hor-migas le subiera por las rodillas y se quedara allí, en sus muslos, dando vueltas.

Los llamaban los Trenes Negros y eran tal y como nos los habíamos imaginado tantas veces antes, largos, lentos, silenciosos. Sin apenas luz en su interior, aunque Samuel juraba que a través de las ventanillas oscuras había adivi-nado sin dificultad su tripulación horripilante de aparecidos, su feroz pasaje de muertos apretujados: cadáveres boquia-biertos, asombrados aún, levemente ofendidos, como si la muerte les hubiera pillado de improviso, dejándoles el ges-to contrariado, los corazones llenos de citas a las que ya no podrán acudir.

Decía también que el que los ve envejece cien años por dentro. Y que a su paso quedaba en los andenes ese silen-cio que es la suma de muchos silencios y un olor pene-trante y dulzón, como de pólvora reciente o de perfume de mujer mayor.

Regresaban después las conversaciones y las risas, la luz a los andenes, los madrileños a sus rutinas.

Y luego, nada. Nunca, nadie, hablaba de ellos. Nadie en los mercados,

en las plazas, admitía haberlos visto pasar una noche muy despacio, haber contenido a su paso la respiración o el miedo. Se ignoraba su existencia, se negaba como se niega la de un fantasma muy temido, la de un pasado vergonzante

9

Los Trenes Negros

o doloroso; se evitaba nombrarlos, quizá por temor a invo-carlos, como si las palabras no fueran más el modo en que designamos las cosas y sí la puerta por la que vienen, su acceso a la vida.

Sin embargo, cada noche recorría sus vagones en mis sueños. El cadáver de una niña nocturna, las piernitas hue-sudas cruzadas sobre la bandera pirata de su regazo, me sonreía en ellos desde el fondo de su propio abismo, mientras afuera, en el andén de una estación en la que jamás antes había estado, Samuel me hacía gestos y gritaba el túnel, el túnel. Moría yo así también de miedo, incorpo-rándome cada noche, en mis sueños, al pasaje fúnebre de los Trenes Negros.

Una madrugada, sentado en la cama, sudoroso y asus-tado aún, le conté a mi madre lo que nos había dicho Samuel. Me pareció que le molestaba. Pensé que a lo mejor a ella también le asustaban, y por eso no quería saber de ellos ni que cruzaran sus sueños como cruzaban ya, quizá para siempre, los míos.

Al día siguiente, mientras desayunábamos y sin levantar siquiera la mirada de su taza, dijo que los trenes llevaban pasajeros, para eso es para lo que servían los trenes. Que lo demás eran tonterías de críos tontos y que cuanto menos viera a Samuel mejor, el chico ese era un menti-roso, desde que su padre les había abandonado no hacía más que meterse en problemas y bastante difíciles esta-ban ya las cosas sin necesidad de que viniera él a com-plicarlas.

El papá de Samuel había desaparecido. En el barrio decían que había cambiado de bando. Que una mañana, temblando de miedo, había gateado hasta los puestos del enemigo suplicando no me maten, por favor, no me maten. Se lo habían oído decir al padre de Osorio, con el que dicen que compartió batallón sindical en el sur, cuan-do el frente culebreaba ya despreocupado por las calles

10

FERNANDO LEÓN DE ARANOA

obreras del cinturón rojo, en Villaverde. Y se lo decían también a Samuel, por ver si le molestaban. Que su padre era un traidor, por eso los de la Junta de Defensa habían ido tantas veces a preguntarle a su madre y por las noches se la escuchaba llorando bajito al otro lado de las flores del papel pintado, que a duras penas alegraban ya las paredes de la casa. Pero Samuel no les escuchaba. Permanecía en silencio, la mirada perdida en algún lugar entre su pupitre y la pizarra, escuchando a sus Amigos Invisibles, los que le explicaban, ya bien entrada la noche, el Porqué de las Cosas.

Y es que Samuel era el Maestro del Miedo, el amigo de los fantasmas que habitaban nuestros armarios infantiles. A él le confiaban sus secretos y le hablaban de sus odios, de sus amores y sus miedos, porque los fantasmas, decía Samuel, odian y aman y temen como nosotros. Y decía también que le susurraban cosas al oído, por ejemplo, dónde nos escondíamos cuando jugábamos en la parte de atrás del almacén de madera de Almansa, por eso nos encontraba siempre a la primera, no porque hiciera tram-pas cuando contaba apoyado en el árbol, doce, trece, dieciséis, y mirara entre los dedos con disimulo, sino por-que los espíritus, sus amigos, se lo habían dicho bajito, para que nadie más pudiera oírlo.

Fue Samuel el primero en hablarnos también de la Patrulla de los Túneles, un grupo de soldados sin bandera que vagaban por los subterráneos del Metropolitano y se aparecían de vez en cuando, matando hoy a veinte, maña-na a cuarenta, pasado quién sabe. Decía Samuel que dego-llaban a sus víctimas con unos cuchillos que cuando se clavan en el cuerpo humano ya no se pueden sacar sin provocar un daño atroz. Y que antes de que pudieran atraparlos desaparecían de vuelta en la oscuridad de los túneles, donde planearían ya, a buen seguro, su próximo golpe mortal.

11

Los Trenes Negros

Y decía también que su padre no les había abandona-do. Que si había pasado al otro bando es porque era un espía secreto, un agente doble entrenado para una misión importantísima, y que nadie lo sabía excepto él, porque una vez vio su salvoconducto de espía y el radiotransmisor portátil con el que, desde las líneas enemigas, enviaría a sus superiores cada madrugada información secreta, tan secreta que ya no podía decir ni una palabra más, no fue-ran a descubrirle, cambio y corto.

A lo mejor por eso la mañana en la que la palabra Desertor apareció escrita con pintura roja de lado a lado en la pared de su casa, Samuel no se preocupó. Escuchó paciente las risas, los insultos, las calumnias; enjugó las lágrimas de su madre, abrazó su desconsuelo; consultó con sus amigos los espíritus, los que le contaban la Verdad de las Cosas, y al terminar se sonrió para dentro, aunque todos, desde fuera, notamos sin dificultad que sonreía. Esa pintada era parte del Plan Secreto: eran los hombres de su padre los que la habían hecho, conjurados para hacernos creer a todos en el barrio que era un traidor y conseguir que el enemigo así, avisado, confiara sin reservas en él y le revela-ra secretos que después, ya en la madrugada y aun a riesgo de su vida, radiotransmitiría lealmente a sus superiores.

Entre los conjurados, decía Samuel, se contaba Paster-nak el Inconcebible, un famoso mentalista húngaro, briga-dista internacional del que se rumoreaba que había venido a España huyendo de la justicia de su país, donde, harto de sus infidelidades, había hecho desaparecer a su mujer en el transcurso de un espectáculo de magia. Pasternak había actuado en los escenarios más exigentes de Europa. Decían que había hecho cantar en alemán a más de seis-cientas personas una noche de noviembre, en un pequeño teatro de Varennes, aunque la mayor parte de ellas, pre-guntadas más tarde, admitieron desconcertadas descono-cer ese idioma. Que había hecho llorar como un bebé a

12

FERNANDO LEÓN DE ARANOA

un ministro de la guerra, a una mujer decorosa desnudarse ante el público asombrado y a su marido felicitarse des-pués de la belleza de su esposa, porque si antes había sido celoso, el Inconcebible lo transformó aquella vez en cínico y despreocupado.

Ya en España, una vez desmanteladas las brigadas, la Organización Sindical le confió el mando de un batallón de magos. Bajo sus órdenes, trescientos ilusionistas reali-zaron las más grandes proezas que se recuerdan, aquellas de las que con mayor excitación se hablaba en los cafés, en las plazas y en los parques de la ciudad sitiada. Con sus levitas de gala bajo la guerrera, Los Magos, como se los conocía, participaron en la ofensiva de Covarrubias, Hino-jar, La Cañada y Santa Serena de la Rubia. Las balas los evitaban, trazando parábolas imposibles en el aire, para después caer mansamente a sus pies; cortaban a los temi-dos tercios de regulares en partes exactas y luego las remezclaban a su antojo; convertían sus fusiles en palomas manchadas y, a un solo gesto de sus manos, los más fieros legionarios bailaban como tiernos adolescentes en el cam-po de batalla mientras se cubrían el rostro, azorados; adi-vinaban, en fin, los pensamientos del enemigo en el instante exacto en el que se formaban, adelantándose así a sus acciones.

En cierta ocasión en la que Los Magos, cansados y des-provistos ya de municiones, se vieron aislados en una cañada y acorralados por un enemigo furioso, harto de ver a sus mejores soldados ladrar como perros, caminar mila-grosamente hacia atrás, caer desmayados como damiselas ante la sola visión de la sangre, el Inconcebible abandonó su refugio y se plantó, calmadamente, ante una columna de acorazados que amenazaba con volar por los aires su escondrijo. Ante los ojos desconcertados de los tanquistas se quitó la guerrera, la dobló con gran ceremonia y se la entregó a uno de sus hombres, que se hizo a un lado con

13

Los Trenes Negros

ella. Alisó con el dorso de sus delicadas manos las relucien-tes solapas de raso negro de su levita, mostró el envés desnudo de sus muñecas a los artilleros enemigos y levan-tó una mano hacia sus cañones, muy despacio. Pronunció entonces dos palabras en húngaro que nadie acertó a escuchar del todo. Dos palabras que hicieron desaparecer a la división entera. Sus colegas le ovacionaron, eufóricos. No tanto porque acabaran de salvar sus vidas, poco impor-taba eso ahora, como por la calidad extraordinaria, y en verdad inconcebible, del truco. Dicen que algunos de ellos trataron de repetirlo en otras campañas meses más tarde, con desigual fortuna.

A Pasternak se le perdió el rastro en la sierra norte de Ma drid. Se enamoró de una joven de belleza transparente, a la que la tuberculosis y los años de guerra habían confinado en la cama para siempre. El Inconcebible la amó desde el mismo momento en que adivinó sus pensamientos, tan puros. Contradiciendo los severos diagnósticos, cada noche, cuando nadie los veía, la hacía levitar sobre el colchón, y, anudando un cordel de seda a sus delicados tobillos, salía a pasear su amor por las calles solitarias, fantasmales ya, de la ciudad sitiada, ella volando, él también.

Todo esto nos lo contaba Samuel con gesto adulto, infor-mado, mientras al otro lado de las flores azules que adorna-ban las paredes de su casa se escuchaba el llanto limpio, rutinario, de su madre. Y entonces, como quien no quiere la cosa, o mejor, como quien muere de tanto quererla, recordaba que era martes y que los martes pasaban los Tre-nes Negros, ¿os he contado ya que los vi pasar un día?

Nos lo había contado cien veces, pero eso poco impor-taba. De todas, la de los Trenes Negros era su mejor histo-ria, la que nos hacía cogernos de las manos, aterrados, mientras la escuchábamos. Por eso Samuel, que lo sabía, nos la contaba otra y mil veces más: que su revisor es la muerte y los vagones están llenos de serpientes que trepan

14

FERNANDO LEÓN DE ARANOA

por las piernas de los muertos y hacen nidos en las cuen-cas de sus ojos, cómo va a saber él lo de las serpientes, si nunca había estado dentro, pero Samuel decía que lo sabía porque a las serpientes se las escucha silbar desde lejos, y que bajáramos a comprar un helado de corte al puesto de la esquina de Moyano, el que atiende el señor que le falta una mano, ¿os he contado alguna vez por qué le falta una mano?

* * *

Pasaron diez años antes de que volviéramos a encon-trarnos. Sucedió por casualidad, en el café de la Escuela de Ingenieros Industriales de Madrid. Seguía exactamente como le recordaba: el gesto adulto, informado, dibujando circunstancias en el aire con las manos, inventando movi-mientos, personajes con los que atrapaba la atención de un pequeño corro de estudiantes.

Colaboraba en un periódico universitario escribiendo relatos de misterio, amores novelescos que se enrevesaban de manera inverosímil. Seguía mintiendo, a su manera. Confundiendo las cosas que nos suceden con las que tan-to deseamos que nos sucedan.

Compartimos un café junto a una ventana e intercam-biamos recuerdos. Juntos recorrimos, de vuelta, las habita-ciones luminosas de nuestra infancia, su tierno paisaje de revelaciones, el tiempo en el que éramos aún exploradores.

Muchas cosas habían cambiado desde entonces. Sabíamos ya, por ejemplo, que lo que Samuel vio aque-

lla noche de martes entre los dedos delgados de su madre era real. Los Trenes Negros existían. Transportaban los cuer-pos de los milicianos caídos en la Casa de Campo al Cemen-terio del Este, donde eran enterrados. Las estaciones del Metropolitano por las que circulaban atenuaban discreta-mente la luz en los andenes, para que nadie pudiera ver el

15

Los Trenes Negros

interior de sus vagones. Bajo el dulce sudario de la penumbra, los madrileños ofrecían a sus ocupantes un últi-mo y callado homenaje. Los hombres se descubrían, quitán-dose gorras, pañuelos, sombreros; las mujeres se volvían, temiendo reconocer en ellos a un padre, un hermano, a un amor muy querido. Y algunos lloraban un llanto bajito, avergonzado, y guardaban ese silencio que en su presencia era duelo, respeto, despedida enamorada.

Su existencia era el secreto más grande del mundo. Lo guardaba con celo una ciudad entera, conjurada sin saber-lo para negar su dolorosa evidencia, su valor trágico de síntoma. Subterráneo y oculto, el dolor propio recorría las entrañas estremecidas de la ciudad, mientras arriba, en los jardines ya florecidos de la primavera, las madrileñas reían aún, cogidas del brazo de los milicianos, que caían a sus pies, desarmados ante el ejército invencible de sus rodillas; celebrándolas, como si la guerra fuera cosa de otros y no el animal terrible que desde hacía ya más de dos años dormitaba a las puertas de la ciudad; confiados aún en una victoria que se hacía esperar como se hace esperar siem-pre aquello que tanto deseamos, el amor de la mujer ama-da, su regazo, una cita largo tiempo postergada.

Los Trenes Negros. Todos en Madrid los conocían. También mi madre,

porque las madres saben todo lo que pasa y hasta lo que no pasa también lo saben.

Pero el suyo no era, como creíamos entonces, un pasa-je de muerte sólo. En sus vagones, junto a los cuerpos de los milicianos, florecía la dignidad y la vida, el amor que una vez sintieron por sus hijos, por sus mujeres; florecían sus ilusiones y sus sueños, el tesoro ingente de sus cari-cias, la adolescencia quieta, malgastada, que una madruga-da atroz les fue arrancada.

Junto a sus cuerpos, los Trenes Negros llevaban tam-bién lo que fueron en vida, lo que serán siempre en la

16

FERNANDO LEÓN DE ARANOA

memoria de sus hijos, en el recuerdo enamorado aún de sus mujeres, de sus hermanas, de sus madres: sus ausen-cias transitorias, sus billetes de ida sólo, su regreso eterno en el corazón de todos cuantos hoy les deben su muerte.

También la Patrulla de los Túneles existió, aunque no la formaban soldados, sino un inofensivo contingente de borrachos que una noche se perdió en los pasillos del Metropolitano y no supo encontrar la salida hasta varios días después.

Y aunque no había vuelto a tener noticias de su padre, estoy convencido de que Samuel tenía razón. Si gateó has-ta los puestos del enemigo rogando no me maten, por favor, no me maten, es porque era un espía, un doble agente que cada madrugada, a escondidas y aún a riesgo de su vida, informaba a sus superiores de los planes ocul-tos del enemigo, y si todavía hoy se desconoce su parade-ro es porque está lejos, en Méjico, en Moscú, o mejor aún, porque a buen seguro, para protegerle, Pasternak el Incon-cebible le hizo desaparecer una madrugada quieta y le hará reaparecer un día en un mundo mejor, ese que los ocupantes de los Trenes Negros, con su sacrificio eterno, ayudaron en secreto a construir.

Madrid, primavera de 2006

LucesABILIO ESTÉVEZ

Premios del Tren de Cuento 2012Accésit

ABILIO ESTÉVEZ

P oeta, dramaturgo y cuentista cubano (1954) residente en Barcelona, su primera novela Tuyo es el reino, fue galardonada con los premios de la Crítica Cubana (1999) y Mejor Libro Extranjero en Francia (2000). Los palacios distantes fue seleccionada por La Vanguardia como Libro del Año (2004). También es autor de El año del Calipso, El bailarín ruso de Montecarlo, El navegante dormido, Ceremonias para actores desesperados, Inventario secreto de La Habana, Manual de las tentaciones (premios Crítica Cubana 1987 y Luis Cernuda 1986), y El horizonte y otros regresos. Tiene varios textos teatrales, entre ellos, La noche (Premio Tirso de Molina), y los monólogos Ceremonias para actores desesperados. Sus libros se han publicado en inglés, francés, alemán, italiano, portugués, finlandés, danés, holandés, noruego y griego. En 2006 y 2011 obtuvo el segundo premio y en 2010 y 2012 un accésit en los Premios del Tren.

19

Luces

Decidió tomar el tren de Milán, rumbo a Zurich. Quería cumplir el lejano sueño de cruzar (por tierra) varios países, Suiza, Francia, España y Portugal. Había comenzado el viaje en Siena con el propósito de terminarlo en Lisboa. En Milán, antes de continuar rumbo, paseó por la ciudad que no conocía y que le pareció gris, excesiva, bulliciosa. Ad miró el Duomo y se fascinó con el interior del “Teatro alla Scala”, desde cuyo paraíso no pudo conmoverse con un discreto Don Giovanni, aunque sí le bastó tener pre-sente que butacas, lámparas, dorados y cortinajes se ha bían re gocijado con la voz de María Callas. Dos días después, calculó que había llegado por fin el momento de iniciar su caprichosa excursión. Anduvo con calma por la vía Pisani. Por alguna extraña razón, no se percató de que iba de masiado ligero. Se adentró en el tumulto del edificio mussoliniano de la Estación Central. El tren más próximo salía en una hora. Se dirigió a la ventanilla de ventas, com-pró el boleto y sesenta y cinco minutos más tarde, cuando el tren abandonó la Estación (con esa pereza de los trenes que atraviesan viejas ciudades camino de otras viejas

20

ABILIO ESTÉVEZ

ciudades), cayó en la cuenta de que había olvidado el equipaje y de que había caminado tanto por Milán que llevaba más de veinte horas sin dormir.

Casi compuesto únicamente por vagones de segunda clase, el tren iba desbordado. Por suerte, su compartimen-to solo lo ocupaban, además de él, otras dos personas: una chica y un chico. Ella era hermosa y, con toda seguridad, musulmana, puesto que iba vestida de oscuro y llevaba la cabeza cubierta por un velo. Él, valía por dos; un negro alto, que tenía, a pesar de la piel oscura, un pelo rizado y rojizo que le hizo pensar en Malcolm X; las gafas de miope disminuían sus ojos enrojecidos; le llamó la atención asi-mismo que vistiera indumentaria impropia del otoño, un dashiki de lino crudo y que los enormes pies estuvieran únicamente cubiertos con sandalias de cuero. Uno de los dos, la musulmana o el negro, tenía un remoto olor a limón que él tampoco supo si provenía de una fruta o de un agua de colonia. Buenas noches, había dicho en italia-no, a pesar de que aún no había oscurecido. Le gustó el modo en que la chica miró alegre por la ventanilla, pareció querer comprobar la veracidad de lo que iba a responder: Buenas tardes (respondió en inglés). Tenía ojos grandes, oscuros y la mirada audaz. Él también disfrutó el modo silencioso en que el negro se puso de pie para dejarlo pasar a su asiento, junto a la ventanilla, cuando ya el tren comenzaba a abrirse paso por Milán. La delicadeza del gesto, la sonrisa suave, impropia de su tamaño, demostra-ba su juventud. Le habían gustado asimismo los ade manes cariñosos con que la chica dispuso a su lado una gastada bolsa de lona. El joven abrió un pequeño librito, prepara-do al parecer para un viaje largo. Pensó: ella se llama Fátima, es profesora de idiomas; él se llama Salomón y es un poeta africano. Pero los ojos se le cerraban y el agotamiento le impidió concentrarse en otra cosa que no fuera el paisaje. Tenía la esperanza de caer en una cama

21

Luces

cómoda, de sábanas limpias, en algún hostal barato de Zurich.

Antes de dar paso al campo lombardo, Milán comenzó a olvidar su encanto y desplegó su desencanto: se transfi-guró en almacenes, naves industriales, inmensos silos de cualquier cosa, de no se sabía qué. Luego, por fin, fueron fresnos, cipreses, olivos, jardines de terrazas, carreteras negras, vacas pastando, edificios con techos a dos aguas, campanarios húmedos, inmóviles contra el cielo de nubes bajas. Hasta esa mañana, pensó, nunca había hecho un viaje en tren que implicara dos países. No entendía bien el concepto de frontera. Siempre había imaginado una mura-lla interminable, custodiada por banderas y puestos milita-res, una marca dolorosa en la tierra, una grieta. Y si las fronteras son las cicatrices de la historia, ¿qué sucede con los países que carecen de fronteras? Si la frontera es el mar, ¿cuál es la herida?, ¿cuáles son las cicatrices de las islas?

Por extravagante que parezca, mirando el paisaje del norte de Italia, recordó un viaje en tren desde La Habana hasta lo que había sido un cafetal francés del siglo XIX, en la Gran Piedra, junto a una aldea llamada El Brujo, próxi-ma a Santiago de Cuba, en la zona más elevada de la isla. Era enero de 1962, él acababa de cumplir catorce años y hacía solo unos meses que Ernest Hemingway se había disparado con una escopeta, en su casa de Ketchum, Idaho; él llevaba su tímido homenaje en el bolsillo: Green Hill of Africa, en la edición de Scribner’s. Una travesía peculiar: no recordaba haber cambiado de paisaje. Hubo montañas, sí, sobre todo al final del viaje; sin embargo, carecían de nieves perpetuas y eran de un verde blancuz-co, matizado por un sol violento, y los valles se vieron efí-meros, semejantes a desfiladeros. Tampoco había castillos, iglesias románicas, puentes sobre ríos profundos, cumbres borrascosas. Durante las veinte horas desde La Habana has-ta El Brujo, el tren se abrió paso por entre granjas, arboledas

22

ABILIO ESTÉVEZ

idénticas y palmares que parecían sacados del lienzo de un paisajista terco y poco imaginativo. Ningún policía les pidió identificación; no hubo control aduanero: no hacía falta. No se necesitaba pasaporte. El pasaporte era un ar tículo de lujo y, por tanto, innecesario. A nadie se le ocurría tener pasaporte. Y, aunque pueda parecer paradó-jico, quienes lo tenían eran considerados elegidos, perso-nas a las que el destino había dedicado un generoso guiño, ya que indicaba algo de sumo valor: cruzarían el mar. Por tierra, en una isla como la suya, no hacía falta pasaporte. El viaje, cualquier viaje, se resumía a dar vuel-tas y vueltas, incansables vueltas sobre un punto inmóvil. En Cuba, salir y llegar significan lo mismo. Y esa fue la primera revelación de aquel remoto viaje de 1962.

Hasta él mismo se sobresaltó: había sido una declara-ción en voz alta, con cierto ímpetu declamatorio. La chica musulmana, posible profesora de idiomas, lo miró sonrien-te y preguntó algo que él no entendió. Con cara de sorpre-sa, el ceño fruncido, el joven y probable poeta africano sacudió la cabeza en negación que procuraba dar a en tender que no hablaba castellano. De igual forma, él quiso adoptar una expresión de perplejidad y comentó, en su francés inseguro, que estaba cansado. No veo la hora santa de echarme a dormir. Con gesto de comprensión, ella le recomendó, en inglés, que echara una cabezada. El joven habló en francés: él también necesitaba horas de sueño, venía de Brescia, de ver a un hermano que había sufrido un accidente en una fábrica de telas, ya estaba fuera de peligro, gracias a Dios, y, él, Nadir (me llamo Nadir, dijo, o eso fue lo que entendió, nada de Salomón, por supuesto), quería aprovechar ahora para ver a otros hermanos, desperdigados por Europa. La musulmana incli-nó la cabeza, con expresión de susto, declaró a su vez, con solemnidad, que se llamaba Kira, que había salido hacía ocho días de la ciudad de Visegrad, en Bosnia, junto al

23

Luces

Drina, y que aspiraba llegar a París. El joven negro tendió una manaza que él estrechó con emoción inexplicable. Encantado de conoceros, exclamó en italiano. Placer, pia-cere. Mi nombre es Cisco, bueno, no es mi nombre, me dicen así, desde niño, y voy a Zurich aunque ahora mismo ignoro la razón. Kira resolvió que esos eran los mejores viajes, los que carecían de por qué, a trip without a cause, dijo. Nadir, a su vez, lo miró sin confusión, comprendía lo justo de viajar a cualquier ciudad del mundo sin propósito concreto, y reveló, con sorna, que él sí sabía a qué iba a Montbéliard (eso fue lo que entendió). Voy a ver a otro hermano, el mayor, hace más de diez años que no lo veo, dix ans sans le voir. Somos siete hijos, agregó, soy el único que maintenant vive con los viejos en Senegal. Voy a París en busca de trabajo, observó Kira con turbación, y al ins-tante reconoció que siempre había soñado con París, con caminar por París y vivir en París. Nunca he estado en Bosnia ni en Senegal, nunca he estado en África, admitió compungido. No creo que haya nada de bosnio en mi país, sí mucho de africano, indudable, mi país es algo afri-cano, ¿sabe? ¿Es usted español?, preguntó Kira. Un poco, no y sí, un poco español y un poco africano, de ultramar. Hizo una pausa, observó a Kira y a Nadir con cara de “hablo en broma”, e hizo una mueca para dar a entender que no hablaba en serio: ¡qué difícil bromear en una len-gua que no es la propia! Soy cubano, admitió con reti-cencia. Suspiró. Siempre que reconocía su nacionalidad, terminaba suspirando. ¿Cubano de Cuba?, preguntó Kira. ¿Mar Caribe?, preguntó Nadir. Sí, cubano de Cuba, de la Llave del Nuevo Mundo, Antemural de las Indias Occiden-tales. Volvió a suspirar, con mayor énfasis. Miró a través de la ventanilla y pensó: ¿cubano de Cuba?, y tú, ¿eres turca de Bosnia?, y tú, ¿senegalés de Senegal? Me gustaría decir soy cubano de Alaska; estoy seguro de que no suspiraría. Volvió la mirada a los ojos hermosos y negros de Kira

24

ABILIO ESTÉVEZ

y creyó que regresaba de un sueño. Pestañeó varias veces para disipar la fatiga de los párpados que se negaban a mantenerse abiertos. ¿Y si soy yo quien viene de Visegrad? ¿Y si soy yo quien termina en Senegal? Ahora vivo en Sie-na, explicó, desde hace dos años; antes viví en Sevilla, estaba haciendo una investigación en el Archivo de Indias, cinco años en el barrio de Triana, justo al lado del Guadal-quivir, ciudad hermosa, Sevilla tuvo que ser, con su lunita plateada, en verano no hay quien resista el calor, justo decirlo, y lo proclamo yo que de calor conozco más de lo que quisiera, Sevilla es Sevilla. También ahora suspiró. También el verano de Visegrad puede ser sofocante, comentó Kira y extrajo un termo de la bolsa de lona y ofreció café. Café turco, bueno, mejor que bueno, el mejor café del mundo, y su voz tenía una agradable nota de dulzura. Bebieron el café en vasitos de papel. En Cuba solo hace fresco durante los aguaceros, explicó Cisco y, sin transición agregó, maravilloso café, qué razón tienes, sí señor, el café turco de Visegrad. En Senegal el invierno es sofocante, y con eso no hace falta decir más, y, en lugar de suspirar, Nadir lanzó una carcajada potente y el café se derramó sobre su dashiki de lino crudo.

Caía la noche y aparentaba borrarse la diferencia entre el cielo y la tierra. Las nubes bajaban hasta el campo, lo cubrían de bruma, y aunque no hubiera podido asegurar-lo, le pareció que comenzaba a caer una levísima llovizna. Fresnos y cipreses despuntaban por entre las sombras. A ratos se distinguía un muro, una torre. En ocasiones, los cipreses surgían y semejaban torres punzantes entre la niebla de la anochecida. A pesar del cansancio (o provo-cado por él), recordó que en la Gran Piedra, en el cafetal próximo a El Brujo, la noche llegaba del mismo modo, las nubes, el cielo mismo bajaban hasta la Tierra y la cubrían de una humedad impenetrable. Con cada ocaso tenía lugar aquella aniquilación de la realidad, hasta que los primeros

25

Luces

rayos del sol se encargaban de recomponer la apariencia de las cosas. Cierto que, si bien eran las menos, había noches claras, sin nubes ni descendimientos. Momentos de celebración. Adaptadas a vivir entre las nubes, las familias de la sierra permanecían más tiempo del habitual en los sillones de los portales, dejaba de importarles el tiempo, cantaban, conversaban, se abanicaban hasta las doce de la noche, la una de la mañana, bebían café suave, hacían planes de futuro, miraban el cielo brillante, reconocían constelaciones, las descubrían, las bautizaban y paseaban por calles que la luna transformaba en algo esperanzador.

Sucedió una de esas noches despejadas. La tía Vera, hermana de la madre (en aquellos años una muchacha poderosa y llena de ilusiones), le hizo un guiño, lo llamó con un gesto. Subieron por el atajo hasta las ruinas de lo que hacía muchos años había sido la casa de los dueños del cafetal. Él las había visitado pocas veces; nunca, a esa hora. Creyó que, con la noche, las piedras, entre las que ahora crecían helechos arborescentes y que habían sido una casa, con cuanto de protector tenía esa palabra, reavi-vaban el secreto de la vida pasada. En aquel lugar se ha bían refugiado los franceses que habían huido de los jacobinos negros. En el monte habían ocultado su temblor y su miedo. Y, a pesar de ser un adolescente, creyó com-prender qué fracaso, qué importante fracaso había signifi-cado, al fin y al cabo, aquella huida. El caserón, y las vidas mismas que pusieron mar de por medio, habían terminado en un montón de polvo y piedras viejas, vencidas por una maleza donde se escuchaba el silbido de las sabandijas, se descubría el viso fugaz de los cocuyos, se intuían las mari-posas nocturnas, los mosquitos, y se presagiaba el aleteo breve de los sijús plataneros. Dejaron atrás lo que había sido el comedor y la gigantesca cocina. Entre el aroma húmedo de la espesura, aún parecía percibirse el olor del carbón de los fogones. Entre ocujes, palos y jagüeyes, lejos

26

ABILIO ESTÉVEZ

del resto, se alzaba la torre desde donde se divisaba el cafetal y el trabajo de los esclavos. La tía Vera le hizo pasar con una reverencia de anfitriona satisfecha de su amabili-dad. Milagrosamente conservada, la escalera de piedra trepaba torcida, entre escalones concisos. Subieron lentos, como si se propusieran lograr la ingravidez. Ni siquiera se escuchó el sonido de los pasos. En lo alto, en la balcona-da, los recibió la brisa y un espacio de dos o tres metros que había perdido la mayoría de los balaustres; alguno, todavía fijo, daba idea del quiebre salomónico de la made-ra y de la supuesta elegancia de los franceses. Cierra los ojos, le instó la tía. Respira, ordenó, respira fuerte y huele. Por un instante, él supuso que volaba sobre el ce rro. Sintió el olor del monte, de las bestias vivas y muertas, de la tierra empapada; incluso sintió el olor de la lluvia lejana, de las algas, de la sal y del terral que iba y venía del mar. Imaginó también que escuchaba el murmullo de la marea. Con extraordinaria suavidad, la tía le hizo enfrentarse a cada punto cardinal. Luego le ordenó que abriera los ojos. Él vio la noche, es decir, el hondo barranco de la oscuri-dad donde se prendía un brillo de galaxias remotas y se adivinaba una negrura insondable. ¿El mar? El Caribe, res-pondió ella. Sin mirarla supo qué expresión de contento tenía la hermosa cara de la tía. Aguza los ojos, muchacho, hacia allá, hacia el suroeste. No quiso darse prisa. Dejó que la mirada se deslizara lenta por la cerrazón del hori-zonte, donde había barcos seguramente silenciosos. Des-cubrió una luminosidad. No era algo intenso, nada de vigor en aquellas luces, a lo sumo un resplandor, un sim-ple destello, el anuncio de una aurora improbable. La tía lo abrazó. Ahí tienes, Jamaica, son las luces de Jamaica.

Se descubrió solo en el compartimento. ¿Desde cuándo el tren estaba detenido? Miró por la ventanilla. Supuso que estaban en una estación. Policías vestidos de negro, o de un verde oscuro, iban de un lado para otro. Sobre uno de los

27

Luces

portalones acristalados de la estación leyó: Domodossola. Junto a la puerta abierta del tren, una anciana harapienta, hablando por lo bajo, golpeaba con un gajo de fresno el cristal de la puerta. Cosa succede?, preguntó él. Bombar-damenti; siamo in guerra, respondió la anciana con voz jadeante. Ciscó buscó su reloj y se percató de que no lo tenía, debía de haberlo dejado en el equipaje. ¿Qué hora es? La anciana le miró con expresión dolida, se encogió de hombros, o hizo un gesto que equivalía a encogerse de hom bros. Non mi interessa, siamo in guerra, signore. Él sonrió, captaba la broma, en caso de que lo fuera, por su puesto. Parecía tarde. Serían más de las doce de la no che. Hacía frío y la llovizna tenaz y sesgada rompía la inmóvil neblina que ceñía las luces de las farolas. No se veía ningún viajero. Solo los policías, de un lado para otro, sin prisa, con la calma y el empaque de quien se cree dueño de alguna autoridad. Sin pensar en sus sesenta y tantos años, Cisco saltó al andén. Cosa succede? El policía ni siquiera se moles-tó en mirarlo. El tren se confundía con la noche. Una línea apagada, con aspecto bestial, un monstruo muerto. A lo lejos, posiblemente se escuchaba el ladrido de un perro. El silencio, no obstante, se extendía desde la oscuridad de la estación hacia la otra oscuridad de los raíles húmedos y mal alumbrados. Se subió el cuello de la americana y solo por un buen abrigo lamentó haber olvidado el equipaje. Escondió las manos en los bolsillos. Avanzó hacia la puer-ta de la estación. Le abrió un policía joven, parecía un ado-lescente disfrazado para una fiesta. Creyó que en lugar de entrar a una sala, salía a la intemperie. Había un ambiente frío, de luces ofensivas. Cuarenta, cincuenta personas se agrupaban en el centro del salón. Miraban a un lado y a otro, con recelo, y hablaban por lo bajo. Otro policía toma-ba notas en una carpeta. Localizó a Nadir, era fácil descu-brirlo con su enorme estatura, su cara desamparada y su dashiki de lino crudo. Cosa succede? Nadir abrió los brazos

28

ABILIO ESTÉVEZ

en gesto de desaliento. Cisco se dio cuenta, una vez más, de aquella indefensión de Nadir que no se correspondía con su aspecto poderoso de Malcolm X. Kira estaba a su lado. Intentó sonreír y sus ojos grandes la desmintieron. En su comedido inglés explicó que había problemas con los pasaportes, con los visados, con la burocracia policial. The fucking immigration police!, gritó una gorda que parecía filipina. Por instinto, el cubano palpó su documento en el bolsillo interior de la americana; no era un pasaporte cuba-no, por fortuna, sino un passaporto, con la estrella, la rama de roble enlazada con la de olivo, símbolo de la paz y la nobleza de los pueblos. Y no sintió alivio. Tengo hambre, se quejó un hombre de piel aceitunada y turbante blanco. Estamos pagando la culpa de Gavrilo Princip, explicaba un señor de aspecto elegante, intentando ironizar, sin conse-guirlo. Est-ce que c’est le moment de plaisanter? Is it time for jokes? ¿Es momento para bromas? Un niño comenzó a llo-rar. Una voz de mujer lo calmó en castellano. La puerta se abrió. La anciana del bastón gritó con tono teatral: Siamo in guerra. Nadie le hizo caso.

Cisco reconoció que ya no podía más, el cansancio era más fuerte que él, demasiado denso el ambiente de la estación, necesitaba un poco de aire, dijo, salir a la noche, respirar la libertad de la noche de Domodossola y quizá echarse en un rincón, dormir una hora, dos horas, un día entero de ser posible, sin soñar siquiera, un buen letargo que se pareciera a la eternidad. Ahora, para colmo, le dolía la cadera izquierda, como siempre que lloviznaba y hacía frío, la maldita artrosis, los años, la peor enfermedad. Kira y Nadir rieron, asintieron, estuvieron de acuerdo, con la indul-gencia que muestran los jóvenes hacia las quejas de los mayores. Kira observó que ahora solo quedaba esperar qué decisión tomarían las autoridades, si podrían seguir viaje, si los obligarían a permanecer allí, si los enviaban a un “centro para inmigrantes”, ese eufemismo que en realidad

29

Luces

quería significar otra cosa. To wait. That´s the only solution, wait. Esperar. Avec de la patience, on arrive à tout. Salie-ron al apeadero cuando el reloj marcaba las dos de la mañana. Ningún tren esperaba en los andenes. Las nume-rosas líneas de hierro se arqueaban y relumbraban inútiles hacia ambos lados de la noche. Lloviznaba con porfiada prudencia. Volvió a escucharse el ladrido inverosímil de un perro y creyeron sentir el grato olor de la leña que ardía. Había seres humanos satisfechos, claro que sí, seres humanos que habían bebido café con leche y dormían o conversaban con las chimeneas prendidas, pensó Cisco, y eso quiere decir que hay dos, tres, cuatro realidades, y no sotros entramos en otro tiempo, en otro modo de la exis-tencia, como si, en una tarde tranquila, hubiéramos decidido atravesar la pantalla de un cine hacia una vieja película de guerra. Se dijo que la situación y el lugar tenían algo de falso y una tranquilidad frágil como una pieza de cristal. Kira se alzó en la punta de los pies; pareció querer alcan-zar algo que estuviera en lo alto; preguntó a Cisco si él tenía pasaporte italiano. El cubano respondió que sí. Kira y Nadir lo miraron sorprendidos. ¿Y qué haces aquí? Que faites-vous ici? Podías estar en el tren, llegando a Zurich. ¿Qué responder? Alzó las cejas, se encogió de hombros, suspiró, se inclinó en una reverencia que pretendió ser divertida. Por nada, por tener algo que hacer o por darle un sentido a la escena, buscó en los bolsillos de la ameri-cana algo que no tenía y que, por supuesto, no encontró. El negro tocó el hombro de Cisco y este sintió como un corrientazo. También yo, también yo estoy cansado, sí, la verdad, necesito echarme en un rincón y dormir y dormir, reconoció Nadir. Kira comentó que le encantaría estar en su casa de Visegrad, desde cuyas ventanas podía ver el Drina. Y dejaron que se organizara un largo silencio. Y fingieron mirar cómo la llovizna atravesaba los haces de luz de las farolas y cubría los rieles con un largo centelleo.

30

ABILIO ESTÉVEZ

El senegalés cantó con agradable voz de tenor: De l’autre côté des nuages, était un nouveau paysage… El joven poli-cía que aparentaba ser un adolescente disfrazado, emergió de entre las sombras, se quitó la gorra y pareció aún más joven, despreocupado, contento. Porteró il pane, anunció antes de desaparecer otra vez entre las puertas de la esta-ción. Se sentaron en el suelo. Alguien (¿un niño?) hacía equilibrio entre los rieles empapados. Kira desajustó el pañuelo blanco y movió la cabeza en una negación que, en rigor, mucho tenía de afirmación: gesto rápido, simple, que pareció descubrir un deseo largamente reprimido y desple-gó un plácido olor a limón. La cabellera negra se liberó ondulada, hermosa, cayó sobre sus hombros para embelle-cerla más. Cisco sintió deseos de pasar el dorso de su mano por aquel pelo tan negro y brillante. Nadir volvió a cantar: ahora había admiración en su voz. El policía reapareció con una bandeja de cornetti recién horneados. A sus espaldas, una anciana declaró, en francés, que el tiempo cambiaba sus leyes cuando se saboreaba el primer pan de la madru-gada. Comieron sin hablar, sin mirarse, pensaron que el bienestar tenía necesidad de retraimiento, de silencio y de egoísmo. El cierzo frío sesgó aún más la llovizna y levantó las hojas de un periódico que se desplegaron, dieron vuel-tas, ascendieron. Ciscó creyó distinguir algunas cursivas negras, un titular que no entendió, tampoco hacía falta, alguna guerra, claro, un loco que descarga su enajenación en un colegio de Denver, un padre que mata a sus hijos para vengarse de una madre, un bombardeo en Alepo, en Galguduud, algo así, sin duda, el horror cotidiano, los tra-pos sucios, muy sucios, las habituales miserias al alcance de todos, ese horror de todos los días que lleva a un hombre a dispararse en Ketchum o a clavarse una aguja de artesano en el corazón. ¿Por qué, se dijo Cisco, volvía a pensar en Green Hill of Africa? Las hojas del periódico se abrieron aún más, planearon, quedaron detenidas un instante antes de

31

Luces

descender con pesada ligereza. El cubano vio cómo se precipitaban las hojas inofensivas con las noticias aterrado-ras. Y en ese instante, hacia el noroeste, en el sitio donde el periódico se había dispersado, descubrió un resplan-dor que interrumpía la oscura y antigua cicatriz que debía separar Italia de Suiza. Y no llamó la atención de sus compañeros. Tampoco hizo falta: su mi rada fija y su expresión de intranquilidad (¿alegre, aturdida?), hicieron que Kira y Nadir se volvieran intrigados. Olvidados del cansancio, se pusieron de pie. Avanzaron hacia el borde del andén. Nadir abrió la boca y nada dijo. Kira, tan hermo-sa con su pelo suelto, alzó la mano; no se supo (tampoco importó) si esbozaba un gesto de adiós o de acogida. ¿Lograron olvidar dónde estaban? ¿Qué vislumbraron? ¿Qué adivinaron? ¿Tuvieron imágenes de ríos y lagos navegables, de inmensos valles, de cumbres nevadas y paisajes remo-tos? Fue entonces que inmóviles, sin decir palabra, cerra-ron los ojos, como si temieran que la más mínima torpeza apagara las luces de la ciudad dormida tras el macizo de montañas.

Barcelona, 2012

Cuentos del trenICIAR MASIP ORCAJADA

Premios del Tren de Cuento 2005Accésit

ICIAR MASIP ORCAJADA

N ació en Bilbao en 1970. Es arquitecta y ha escrito las novelas Vidas y Colores, Nilo y Maura y varios cuentos infantiles y relatos para adultos. Obtuvo un accésit en los Premios del Tren en 2005.

35

Cuentos del tren

Si el mago del tiempo nos hubiera concedido a todos los que ocupábamos aquel vagón de tren el deseo de eliminar de los calendarios y los relojes un intervalo de tiempo, ninguno de nosotros habría elegido los jueves, ni el mes de agosto o el de diciembre, ni la noche ni la madrugada, tampoco habríamos eliminado el invierno, ni el último segundo, ni el primer día del año; todos, sin excepción, coincidiríamos en deshacernos para siempre de los lunes por la mañana.

Eran aproximadamente las ocho de la mañana de un lunes cualquiera y todos los que llenábamos los vagones del tren a aquella hora tan temprana teníamos, además de un deseo común, un mismo destino: el trabajo. Voluntaria-mente nos encaminábamos hacia donde no queríamos llegar, al menos eso decían los labios prietos y serios y los ojos somnolientos de miradas perdidas de la mayor parte de nosotros.

Como todos los lunes, y como todos los días labora-bles, yo había cogido el tren de las ocho menos diez, el que me permitiría llegar a mi oficina a las ocho y media.

36

ICIAR MASIP ORCAJADA

La rutina diaria me había enseñado que a las siete en pun-to debía sonar el despertador para disponer del tiempo necesario para ducharme, vestirme y desayunar, siempre en este orden, y llegar a la estación exactamente un minu-to antes de que lo hiciera el tren. Cuando éste llegaba, yo subía a él y siempre lo hacía por la primera puerta del primer vagón. Una vez dentro buscaba un sitio donde sentarme, y siempre lo encontraba, porque mi estación era la primera del recorrido; los de la segunda estación y algu-nos de la siguiente también solían ir sentados, pero el resto de los viajeros realizaba el trayecto de pie. Yo por lo tanto era uno de los afortunados, y mi posición me permi-tía sacar un libro para leer o un pequeño cuaderno para escribir. Algunas mañanas, como las de los lunes, el sueño era más fuerte que mi voluntad, y a pesar de tener en mis manos el libro o el cuaderno, mi mente no se podía con-centrar y prefería vagar por el vagón y observar.

La experiencia de llevar realizando durante más de cuatro años el mismo recorrido diario, a la misma hora y en el mismo vagón, me permitía asegurar que aproxima-damente el sesenta por ciento de los que ocupábamos el mismo éramos habituales. Cada día podía reconocer a los personajes fijos que interpretaban aquella pequeña obra de teatro de apenas cuarenta minutos, que siempre era la misma aunque siempre diferente. En la estación en la que yo subía al tren, lo hacía también un matrimonio joven que aprovechaba para leer entre ambos el mismo periódi-co y comentar de vez en cuando alguno de los artículos, había también dos madres con sus respectivos carritos de bebé, de cuyos embarazos yo había sido testigo, y que, por ser obvios los elementos que tenían en común, ha bían desarrollado una curiosa relación de la que sólo son capa-ces las mujeres, pues cada día se contaban detalles y anéc-dotas relacionadas con sus embarazos primero y con sus bebés después, hasta que llegaba la estación en la que una

37

Cuentos del tren

de ellas se bajaba para dejarle a la otra en silencio hasta el final de su recorrido. Había también tres estudiantes de distintas edades que se sentaban en sitios diferentes y que sólo tenían en común un aparato que se conectaban a la oreja para escuchar música. Había unas cuantas em pleadas de hogar extranjeras y varios hombres trajeados y mujeres bien vestidas. Todo lo que sabía de mis compañeros de viaje era información que ellos mismos me aportaban a través de las conversaciones que tenían entre ellos. Resul-taba más difícil averiguar datos de los que, como yo, via-jaban solos y permanecían en silencio todo el trayecto. En estos casos los encuentros ocasionales con conocidos y las llamadas telefónicas eran la mayor fuente de información. Con todo lo que había escuchado, después de casi cuatro años podía trazar un perfil esquemático pero bastante acertado sobre las vidas de cada uno de ellos: sabía en qué trabajaban o al menos a qué tipo de actividad se dedica-ban, dónde pasaban sus vacaciones y si tenían o no pare-ja e hijos, y además de los rasgos generales de sus vidas, conocía detalles de cada uno que ellos mismos habían revelado a través de conversaciones con terceros, pero que no podrían ni imaginar que un desconocido co mo yo supiera: sabía del proceso de divorcio de uno de los hom-bres trajeados, de la enfermedad de la madre de otro, de los tres perros que vivían en una casa con jardín con la pareja que compartía el periódico y de su falta de deseo por tener hijos, de la inclinación política de varios de ellos, de la afición por el tenis de una de las mujeres y por la pintura de otra y de los problemas de las inmigrantes. De este último grupo era del que más datos tenía, pues ense-guida formaban grupos y charlaban sin descanso revelan-do las particularidades de sus duras vidas al tener que sacar adelante a hijos, madres y hermanos.

De alguno conocía incluso el nombre, como el de María, que correspondía a una de las mujeres bien vestidas.

38

ICIAR MASIP ORCAJADA

De ella no había logrado averiguar nada más, quizá porque sólo llevaba unos meses realizando aquel trayecto, pero a través de la simple observación había deducido los rasgos principales de su personalidad: su indumentaria decía que trabajaba en una oficina, sus ojos grandes de mirada esqui-va delataban timidez, su peinado y su maquillaje impeca-bles aseguraban que era coqueta y perfeccionista y su comportamiento que era amable. A esta lista podía añadir su afición por la lectura, ya que siempre viajaba acompaña-da de una novela y cada semana era una diferente, y aven-turándome un poco más allá de la línea que divide la deducción de la imaginación podía suponer que estaba soltera y un poco sola, pero estos últimos adjetivos eran producto de mi intuición, que nunca había sido buena.

Los datos que obtenía a través de la observación no eran objetivos, sino suposiciones, pero para mí tenían el mismo valor que la información revelada por las conversa-ciones, así que me interesaba de igual manera escuchar que observar.

En cada estación subían a mi vagón más personajes, todos similares a los primeros, entre los que destacaban por su estruendo y algarabía los estudiantes universitarios. El número de éstos iba aumentando en cada estación e iban formándose grupos entre los compañeros de clase o facul-tad. Su charla era alegre, continua y carente de pudor, como si sus amigos fueran los únicos ocupantes del vagón y nadie escuchara sus conversaciones. En ellos también se podían distinguir los lunes de los demás días de la semana, pues en lugar de hablar de estudios, exámenes y profesores, se con-taban las anécdotas y vivencias del fin de semana.

A mí me gustaba observar y escuchar. Lo hacía para tomar notas, a veces eran descripciones, otras fragmentos de conversaciones, otras sólo impresiones, y todos esos apuntes me servían para desarrollar en mi tiempo libre relatos cortos, los Cuentos del tren, los llamaba yo, aunque

39

Cuentos del tren

cada uno de ellos tenía su propio título y carácter que los diferenciaba completamente entre sí. Así que además de lo que realmente sabía de cada uno de los ocupantes de mi vagón, conocía cosas que ellos mismos desconocían, pues muchos de ellos habían protagonizado mis historias, ali-mentadas por los pocos datos que había averiguado y completadas con mi imaginación. Cada vez que terminaba uno de mis relatos, me preguntaba lo que pensaría la per-sona que me había servido de inspiración sobre la vida que le había inventado: a la pareja que compartía el perió-dico le había inventado una vida en la que compartían todo, no sólo el trabajo, el coche, los amigos y las aficio-nes, lo que puede darse en numerosas parejas, sino que todo lo que hacían lo hacían a la vez, no sólo leían el mismo periódico en el tren, sino que leían el mismo libro por la noche en la cama, se duchaban juntos, se intercam-biaban algunas prendas de ropa, se ponían enfermos e iban al médico a la vez y, llevando la historia al extremo, compartían también padres y hermanos, lo que desembo-caba en una historia de incesto.

Al hombre de aspecto triste que se había divorciado lo coloqué dentro de una historia de horror en la que de repente se quedaba sin mujer, sin hijos, sin amigos, sin casa y sin trabajo, una historia inquietante por saber que en muchos casos era real.

A las dos madres primerizas les habían tocado en mi ficción vivir dos vidas completamente diferentes en todos los aspectos, el trabajo de cada una de ellas, la relación con sus respectivas parejas, sus problemas y aspiraciones. Sus vidas sólo coincidían en aquellos quince minutos de trayecto que compartían cada mañana hablando de sus niños y en los que cada una se identificaba con la otra des-conociendo que no tenían absolutamente nada en común.

Yo era uno más de los muchos personajes que viajaban en tren cada mañana para ir a su trabajo. Estaba a punto de

40

ICIAR MASIP ORCAJADA

cumplir cuarenta años, vivía sólo desde mi divorcio (hacía ya tres años de eso), y trabajaba desde hacía casi cuatro en una ingeniería, desarrollando una profesión que había ele-gido mi padre por mí, pues, a los diecisiete años, cuando uno tiene que decidir a qué quiere dedicar el resto de su vida, no tiene capacidad suficiente para hacerlo. Al menos ése había sido mi caso, no sabía muy bien lo que hacía un ingeniero, ni un arquitecto, ni un economista, ni un aboga-do, y me hubiera dado lo mismo estudiar una cosa que otra. Lo único que sabía era que no quería trabajar en el bar de mi padre, donde todos los días eran iguales y eter-nos, pues se trabajaba todas las horas de todos los días y algunas de muchas noches. Mi padre también estaba segu-ro de lo mismo que yo, y por eso eligió por mí, y no sé por qué eligió Ingeniería, porque, como a mí, le hubiera dado lo mismo cualquier otra carrera siempre que fuera superior y me diera un título que me abriera puertas diferentes a las de su bar. Así que fui a la universidad y terminé mis estu-dios sin excesiva dificultad aunque sin brillantes calificacio-nes, y después comencé a trabajar en una pequeña fábrica en la que estuve hasta que mi suegro me convenció de que entrara en su empresa. Como ya he dicho llevo tres años divorciado, tras un matrimonio corto y apático. La que me animó a casarme fue mi madre, que me repetía cada día que me hacía mayor, que llevaba ocho años de noviazgo y que no sabía a qué estaba esperando. Lo que no me decía era la ilusión que tenía por casar a su único hijo, por ser la madrina de la boda, por vivir ese día como si ella fuera la protagonista, por comprarse un vestido carísimo y hacerse fotos, por invitar a sus hermanas y contárselo luego a sus amigos. Todo eso no me lo contaba, pero yo lo sabía, y por ser yo su único hijo y ella mi única madre le dije que sí, y luego se lo dije a mi novia, que llevaba años pidiéndomelo. Lo que me pidió después, cuando ya fue mi mujer, fueron un par de niños y esa petición la fui

41

Cuentos del tren

aplazando hasta que ella se cansó de pedírmelo y en su lugar me pidió el divorcio. Aquella petición me sorprendió porque en ningún momento había pensado que nuestra relación fuese mala. No me quedó más remedio entonces que reflexionar para intentar comprender a mi mujer, y no me llevó mucho tiempo darme cuenta de que nuestra rela-ción tampoco había sido buena. No le puse ninguna traba, pues comprendí que hacía bien quien no se conformaba con lo que simplemente no estaba mal y decidía buscar algo mejor. Me resigné a la soledad con la misma facilidad que me había adaptado a la convivencia, aceptándola sin alegrías ni penas, como una etapa más de una vida que no dirigía yo. Y en esa etapa, y no sé si por esa razón o por la idea de cumplir los cuarenta, atravesaba lo que creía que era una crisis, una etapa de sensaciones y sentimientos extraños y preocupantes que no alcanzaba a comprender, aunque tampoco me había detenido a analizar, no quería hacerlo, no quería conocer las razones, descubrir que había cosas en mí que no me gustaban, descubrir que estaba viviendo una vida que no había elegido, y tener que tomar decisiones trascendentes, obligarme a cambiar aspectos de mi vida, que aunque imperfecta, era la mía, y no estaba mal, aunque no fuera lo mismo que estar bien. Creo que por eso me gusta escribir, porque me obliga a observar otras vidas tan distintas a la que yo vivo y tan iguales en muchos aspectos; la escritura me sirve de terapia y la ima-ginación de desahogo, y a través de mis cuentos, que algu-na vez convertiré en novelas, me doy cuenta de que no hay vidas perfectas y de que cada uno tiene que vivir la que le toca de la mejor manera posible.

Aquel lunes empezaba como los demás y no se distin-guía de todos los anteriores, hasta que ocurrió algo que no había pasado en los casi cuatro años que llevaba viajando en el mismo vagón: la persona que ocupaba el asiento contiguo al mío se levantó para abandonar el tren y junto

42

ICIAR MASIP ORCAJADA

a mí se sentó uno de los personajes a los que yo tantas veces había observado, uno de los protagonistas de mis historias; pero lo extraño no fue que se sentara a mi lado, eso sí era algo habitual entre tantos viajes y tantos perso-najes, sino que me diera conversación, que me invitara al diálogo, obligándome a abandonar mi papel de observa-dor, de escritor, guionista o director de la obra, para pasar a ser uno de los actores.

“Hola”, dijo.“Hola”, contesté yo por educación, pensando que el

diálogo se limitaría a un intercambio de saludos y que terminaría ahí.

“No nos conocemos de nada”, añadió entonces, “pero nos hemos visto tantas veces en este tren que parece que fuéramos amigos, ¿verdad?”

“Verdad”, dije yo sonriendo de manera fría pero cortés, sabiendo que lo que decía era cierto. Desde luego yo tenía la sensación de conocerle perfectamente, era un hombre mayor que había pasado sin ninguna duda la edad de jubilación y que sin embargo cogía el mismo tren tempra-no que los trabajadores. Eso era lo que siempre me había llamado la atención de él y lo había justificado con la idea de que, como muchos abuelos actuales, tendría que ir a casa de alguno de sus hijos para hacerse cargo de alguno de sus nietos. Más tarde descubrí que no, ya que al encon-trarse un día con un conocido éste le preguntó por su mujer, y él le contó que estaba como siempre, en la residen-cia, y que él iba todos los días temprano a estar con ella. Por otros retazos de conversaciones también averigüé que después de darle la comida a su mujer, volvía a su casa, y que era por las tardes cuando le tocaba cuidar a alguno de sus nietos, porque sus tres hijos se turnaban para visitar a su madre cuando terminaban de trabajar. Así que, a pesar de no haber hablado nunca con él, sabía de su vida tanto como de la de un viejo conocido.

43

Cuentos del tren

Fue entonces cuando aquel hombre de pelo muy blan-co, de espalda y hombros aún rectos a pesar de la edad, de aspecto saludable y sonrisa fácil me preguntó algo que nunca nadie me había preguntado. “¿Es usted escritor?”

Yo no supe qué contestar, por un momento me quedé en blanco sin entender la pregunta. Él adivinó mi desconcierto y señaló el cuaderno y el bolígrafo que ocupaban mis manos. “Lo digo porque siempre le veo escribiendo o leyendo.”

“Sí”, le dije sin darle importancia a mi respuesta, “me gusta escribir”.

“¿Sabe? Nunca había conocido a un escritor.”Contesté con media sonrisa, pensando que, irónica-

mente, yo tampoco había conocido nunca a ninguno. Esperaba que mi falta de respuesta desanimara a mi com-pañero de asiento a seguir con esa conversación que empezaba a convertirse en absurda, pero no lo conseguí, el hombre parecía encantado por su descubrimiento y estaba dispuesto a seguir preguntando.

“Y, ¿qué es lo que escribe?”“Cuentos”, dije yo.“¿Cuentos para niños?”“No, cuentos para adultos, historias cortas que algún

día alargaré para convertir en novelas.” Ahí me di cuenta de que había dicho demasiado y que estaba alimentando las ganas de charla de mi compañero de viaje.

“Y, ¿sobre qué escribe?”“Sobre gente corriente, historias cotidianas que nos

pueden ocurrir a cualquiera de nosotros”, le dije omitiendo que esas vidas que yo describía eran las de los viajeros de aquel vagón de tren que compartíamos.

“¿Sabe?, me gusta la gente corriente y las historias coti-dianas, y me gusta leer, así que seguro que me gustarían sus cuentos.”

“Quizás algún día le deje leer alguno”, dije animado por el gesto del hombre, que en ese momento se levantaba de

44

ICIAR MASIP ORCAJADA

su asiento, desvelando que llegaba la estación en la que debía apearse. Por supuesto que no tenía ninguna inten-ción de que un desconocido leyera lo que escribía, no era más que una frase amable, carente de significado real y de consecuencias, pues con la despedida terminaba la conver-sación.

“Yo me bajo aquí”, dijo el hombre ignorando las innu-merables ocasiones en las que le había observado hacerlo. “Encantado de haber conocido a un escritor”, añadió con una sonrisa.

“Adiós”, le dije yo enrojeciendo por la culpabilidad que siente el que miente, y deseando que ninguno de los demás ocupantes del vagón le hubiera oído.

Dos estaciones separaban la suya de la mía, así que enseguida bajé del tren, llegué a mi trabajo y me olvidé del incidente. Fue al día siguiente cuando por una casualidad todo comenzó a complicarse. Yo no creía en las casualida-des, pero el martes por la mañana fui víctima de una, cuando el asiento que había junto al mío se libraba en el justo instante en que el jubilado de aspecto saludable y sonrisa fácil entraba en el vagón. La casualidad que nos afectaba a ambos, causó en él tanta alegría como horror en mí, cuando vi que se sentaba a mi lado.

“Qué casualidad”, dijo él.“Sí”, contesté yo.“Veo que hoy no está escribiendo sino que ha preferido

leer”, añadió señalando el libro que descansaba abierto en mis manos.

“Sí, empecé ayer esta novela y es tan interesante que no puedo dejarla”, expliqué con la esperanza de que enten-diera que lo que realmente quería decirle era que me dejara seguir leyendo.

No hubo suerte y el hombre insistió en la conversación. “Supongo que para ser un buen escritor hay que leer mucho.”

45

Cuentos del tren

“Sí, claro, aunque todos deberíamos leer mucho, no sólo los escritores”, contesté intentando desviar la conver-sación del incómodo tema de mi mentira.

“Tiene usted razón. Yo desde luego leo todo lo que pue-do, todo lo que me permite el poco tiempo libre que ten-go. Es que tengo a mi mujer enferma, ¿sabe?” Yo lo sabía, pe ro no le podía decir que sí, así que no contesté y él siguió hablando. “Está en una residencia porque yo no pue- do darle todos los cuidados que necesita. Voy a verla todos los días y pasamos la mañana juntos, le leo el perió-dico y le saco a dar un paseo y después de darle la comi-da me vuelvo a casa.” Aquí paró un instante su narración para continuar con una pregunta repentina. “¿Está usted casado?”, y la pregunta me sorprendió por inesperada y me fastidió por indiscreta, porque a él qué más le daría si lo estaba o no, así que le dije que sí, que lo estaba, porque me costaba lo mismo que decirle que no, y porque quería que me dejara en paz. Pero no me dejó en paz y volvió a preguntar sin ningún pudor “¿Tiene hijos?”. “Sí”, contesté yo, consciente de que esa vez mentía a propósito, por la simple razón de llevar la contraria, y de que con la suma de varias mentiras estaba inventando mi propia vida, “un niño de seis años”. La respuesta que me dio entonces me sorprendió más aún que la pregunta. “Es usted un hombre afortunado”, me dijo, y después comenzó a explicarme las razones que justificaban aquel adjetivo. Me habló de la importancia de la familia, y de la alegría que transmitían los niños, y continuó su charla hablando de su mujer con los ojos llenos de amor y los labios llenos de sonrisas, y mientras lo hacía yo pensaba en lo diferente que éramos aquel hombre feliz y yo, y en lo distinta que era mi vida de la suya.

Aquel día, a pesar de la rutina no pude olvidarme de la charla del viejo. Su recuerdo me obligó a pensar en mis mentiras, en mi falsa vida y en mi vida real, me hizo sentir

46

ICIAR MASIP ORCAJADA

incómodo durante toda la jornada y me impidió dormir bien por la noche, así que a la mañana siguiente, decidí hacer algo que no había hecho en los casi cuatro años que llevaba viajando en el mismo tren y a la misma hora: cons-cientemente, y para evitar encontrarme con él, subí al últi-mo vagón. Y aunque por fuera era igual que el primero, y por dentro idéntico a todos los demás, aquel vagón no se parecía en nada al mío porque sus ocupantes eran otros. En él me sentí un extraño, un figurante en una obra de teatro que desconocía, y la incomodidad que el cambio de escenario me proporcionaba me obligó a pensar en que había huido, en que era un cobarde por no querer enfren-tarme al inofensivo hombre de pelo blanco y charla son-riente. Mi decisión impulsiva de subir a otro vagón me hizo preguntarme qué era lo que temía, qué era lo que me molestaba tanto y me tuvo todo el día absorto en mis pen-samientos, intentando buscar respuestas a muchas pregun-tas que no me había querido hacer antes.

Desde luego que un día no fue suficiente para encon-trar respuestas, ni siquiera para plantear todas las pregun-tas, pero sirvió para que un sentimiento de culpabilidad me obligara a subir de nuevo al primer vagón a la mañana siguiente, y a buscar al hombre del que me había escondi-do, levantándome de mi asiento y acercándome a él, cuan-do llegó la estación en la que entraba en aquel espacio que compartíamos.

“¿Qué tal?”, me saludó él con naturalidad, ignorando que mi ausencia del día anterior hubiera sido un acto voluntario.

“Bien”, le dije, sin saber qué más decir. Nunca he sido un buen conversador, pero afortunadamente mi compañe-ro de viaje sí lo era y no tardó un segundo en iniciar la charla.

“¿Cómo van sus cuentos?”“Regular”, dije con sinceridad.

47

Cuentos del tren

“¿Y eso?”“A veces los escritores nos atascamos y no sabemos

continuar.”“Eso nos pasa a todos, no sólo a los escritores”, contes-

tó riendo.“¿Y cómo sale uno de ahí?”“Pues para adelante, siempre para adelante”, respondió

con una respuesta acertada pero que a mí no me solucio-naba nada.

“¿Sabe?”, le dije confiando a aquel conocido desconoci-do dudas que no había compartido con nadie, “ya no puedo escribir más cuentos, he llegado a un punto en que nece-sito convertir uno de ellos en novela, pero no sé cuál. O quizás debería coger varios de ellos y buscarles un nexo de unión para que puedan formar parte de una misma historia. O quizás debería dejar de escribir”.

“Está usted ante un gran dilema”, dijo él entendiendo sólo en parte el gran dilema al que me enfrentaba.

“Sí”, contesté yo.Y entonces me hizo otra pregunta que no esperaba,

pero que ya no lograba sorprenderme. “¿Cuántos años tiene?”

“Estoy a punto de cumplir cuarenta.”“Cuarenta”, repitió él retrocediendo con su memoria al

pasado, “cuando yo me acercaba a esa edad también tuve una crisis”. ¿Crisis? ¿Cómo sabía él que estaba pasando una crisis, si ni siquiera yo mismo era del todo consciente de ello? Pero él continuó hablando ajeno a mis pensamientos. “Mis padres me metieron en el seminario cuando yo era pequeño y me ordené sacerdote, pero a medida que me hacía mayor, me daba cuenta de que aquél no era mi lugar, de que ésa no era la vida que yo quería vivir, a pesar de que no me disgustaba del todo. Fue muy duro tomar una decisión, y sé que con ella hice daño a mis padres, pero un día, con muchas dudas y miedos, pero con la certeza de

48

ICIAR MASIP ORCAJADA

saber que estaba haciendo lo que el corazón me pedía, dejé el sacerdocio. Mi vida cambió completamente a partir de ahí, me dediqué a la enseñanza, conocí a mi mujer y tuve tres hijos, y hoy, a mis setenta y dos años puedo decir que he sido feliz.”

Yo escuchaba en silencio sin saber qué decir. Mi domi-nio de la palabra escrita resultaba una contradicción frente a mi torpeza con la palabra hablada. Nunca sabía qué decir, pero él sí. “Qué rápido se resume una vida entera, ¿eh?”, me dijo, “como si fuera un cuento, como si durase lo que un trayecto en tren”, y después se despidió riéndo-se de su propia metáfora y diciendo que ya llegaba su estación.

El viernes volví a repetir mi actuación del día anterior y fui a su encuentro cuando subió al tren para proseguir nuestro viaje en pie, pero en compañía. Como siempre fue él quien inició la conversación: “Creo que tendría usted que escribir sobre personas como nosotros, sobre la gente desconocida que se encuentra en el tren y se cuenta sus historias”.

“Y, ¿qué le parece que debería escribir, un cuento o una novela larga?”, le pregunté yo.

“Sin duda una novela, las historias del tren dan para mucho.”

“Entonces, ¿cree que debería seguir escribiendo?”“Yo no tengo ninguna duda de eso, ¿acaso usted la

tiene realmente?”, No, ciertamente no la tenía, es más, estaba seguro de que lo que más me gustaba hacer en la vida era escribir, así que debía buscar la manera de no desanimarme y de seguir haciéndolo.

Y rió y siguió hablando hasta que llegó su parada. Me habló de sus hijos y de sus nietos y de su vida como pro-fesor. Yo me relajé en el papel secundario del que escucha y me olvidé de mi vida y de mi crisis y de mis cuentos e invenciones. Disfruté durante el rato que duró el trayecto

49

Cuentos del tren

de su charla, de su vida feliz y sus historias reales. Cuando llegó el momento de despedirnos me dijo que debía dedi-car mi primer libro a mi esposa, “porque un hombre siem-pre estaba en deuda con su mujer”, explicó, “y porque ellas siempre se lo merecen”, añadió. Sonreí sin decir nada porque no podía darle la razón sin volver a recrearme en mis mentiras. Él dio un paso hacia la puerta, y antes de darme la espalda me preguntó: “por cierto, ¿cómo se llama su esposa?”. Y yo contesté apresuradamente y sin pensar, para que pareciera verdad, para que no se diera cuenta de que pensaba en un nombre que no existía: “María”, dije, y lo dije en un tono de voz ligeramente elevado para que llegara a los oídos de aquel hombre que se alejaba hacia la puerta. Y tras el sonido de esa palabra, se giró la cabeza de una mujer de mirada tímida, y sus ojos grandes buscaron los de la persona que la había pronunciado llamándola sin querer. Y los encontró, reconociéndose enseguida en ellos, mientras entre sus miradas sorprendidas y sonrojadas, sonaba una vez más la voz vieja y sabia del amigo que tan bien me conocía: “Para María”.

Los tipos duros sí bailanMERCEDES DE VEGA

Premios del Tren de Cuento 2014Accésit

AUTOR

Na

MERCEDES DE VEGA

Mercedes de Vega es escritora, licenciada en Sociología y Ciencias Políticas. Cursó estudios literarios en la Universidad Complutense de Madrid y ha participado en numerosos talleres de escritura. Colabora habitualmente en varias revistas literarias y es miembro del jurado del Concurso Resonancias de Cuento. Ha publicado Cuando estávamos vivos (2015), El profesor de inglés (2013) y Cuentos del sismógrafo (2010), y su obra está incluida en varias antologías colectivas de cuentos: El hilo de Sofía (2011), Madrid golpea la crisis (2012) y Madrid golpea la corrupción (2013). Ha sido galardonada con un accésit en los Premios del Tren en 2013 y 2014.

53

Los tipos duros sí bailan

“Solo lamento una cosa, Madden —dijo Regency—. Y es que no nos emborrachemos hablando de filosofía”

Los tipos duros no bailanNorman Mailer

Me vi despertar con el estómago destrozado, solo y despan-zurrado en mi sofá y en compañía del gato de Rebeca. La luz estaba desapareciendo del balcón. Tuve una sensación de desasosiego y sentí compasión de verme derrotado.

Mi ser se desintegraba. Las sienes me latían acosadas por la resaca y el descontrol de la noche anterior, y un terrible presagio me llenó de incertidumbre. El salón olía a mazmorra y el gato se había orinado en uno de mis zapatos. En cuanto pude recobrar la visión, le vi esos ojos traidores, amarillos, como lluvia ácida abrasándome la cara. ¿Por qué el puñetero gato de Rebeca me miraba con el odio que creí ver en sus pupilas, subido y repanchingado en la maleta de mi mujer, que vi entonces en medio del salón? Nunca me gustó ese gato sin raza. No me gustan los gatos. Pero por conservar a Rebeca hubiera hecho cualquier cosa, hasta asesinar.

Esa, esa palabra; no, no quería ni pensar en esa pala-bra: a-s-e-s-i-n-a-r. Tuve un terrible presentimiento. Me venían imágenes desconcertantes a la cabeza. Una sensa-ción de agobio me subía por la garganta reseca del güisqui

54

MERCEDES DE VEGA

con el que debí continuar anoche cuando llegué a casa, porque vi la botella de Johnnie Walker vacía, tirada sobre la alfombra. Y ahí estaba la maleta de Rebeca, bajo el culo del gato. Empezaba a recordar lentamente. Esa maleta ahí, en medio, significaba que todavía mi mujer no se había largado con Eduardo. Me alarmé al verme la camisa que llevaba puesta. Me la regaló alguien en una de esas tontas reuniones de amigo invisible, con unas flores atroces y, que yo en mi sano juicio, nunca me pondría. Ni para estar por casa.

Me incorporé del sofá hecho unos zorros. Me dolía el alma. Otra borrachera descomunal. El gato me seguía observando y pensé en Rebeca. Reconozco que discutía-mos, pero eso le pone de buen humor y a su manera es feliz, sacando las uñas para afilárselas en mi cara cuando esto sucede, demasiado a menudo. Yo le doy cancha y le sujeto las muñecas para acabar haciendo salvajemente el amor con ella. Eso le encanta a mi mujer. El alcohol y las drogas habían pertenecido a nuestro escandaloso pasado como nos pertenece la infancia, pero agua pasada no mue-ve molinos, o eso queríamos creer.

Al espabilarme tuve el fatídico presentimiento de que ya no la volvería a ver. Creí recordar que Rebeca había decidido abandonarme. Una mujer como ella era normal que al final acabara por largarse. Yo soy un don nadie, un tipo burlón y ocurrente, y a Rebeca siempre le hizo gracia que escribiera, aunque fueran libritos de autoayuda para yonquis y subespecies diversas con la soga al cuello en busca de una mano amiga que los ayude a salir del pozo en el que yo mismo había buceado durante algunos años, pero eso también era agua pasada. Ahora, por primera vez en mi vida, disfrutaba de un empleo de oficinista a media jornada, tiempo de sobra para escribir, y lo hacía mejor que nunca, tras pasar por varios talleres de escritura que abandonaba en las tres primeras sesiones, ¡espantado! Rebeca

55

Los tipos duros sí bailan

parecía contenta jugando a ser la esposa de un escritor, sin mucho convencimiento, porque me daba palmaditas en el hombro mientras se pasaba las horas subida a la cinta de correr hasta sudar como si acabara de salir de la ducha. Y con mujeres como ella nunca tienes la certeza de que te estén diciendo la verdad.

La resaca se volvía una feroz angustia en mi estómago. No deseaba presenciar mi fracaso, ni ver cómo mi mujer me ponía los cuernos fugándose con ese tipo, creo que a París; ¡sí a París!; ni volver a oír su estúpida voz en el hipotético caso de que regresa con él a Madrid, en cuanto se aburriese de verle la cara de fantasma, envuelto en su manto de armi-ño, durante día y noche, y se aburriese de su absurdo alien-to a pastillas de menta. Me llamaría desde algún restaurante caro y concurrido, de esos que a uno se le nubla la vista cuando el maître te desliza sobre el mantel de hilo la ban-dejita de plata y ves la factura con tantas cifras que ruegas a Dios que te toque el décimo de lotería que guardas en la americana. Esperaría a los postres y, con los efectos de las dos botellas de champagne que es capaz de beberse mi mujer, sin mojarse los labios, me llamaría al móvil para dar-me en los hocicos su recién comprada y exclusiva felicidad. Rebeca es de ese tipo, siempre le encantó hacerme rabiar y pavonearse para dejarme claro que soy un náufrago resca-tado del Titanic, pero de tercera o cuarta clase.

Y en el fondo de mi ser esperaba que, tarde o tempra-no, ella consumaría el acto de largarse con el primero que le ofreciera una vida mejor. Pero lo que nunca imaginé, ni en el peor de mis sueños, es que yo pudiera ser capaz de llevar a cabo, con bastante exactitud y para evitar la hipo-tética llamada de Rebeca desde el hipotético restaurante, las locas ficciones de una novela, que, por cierto, había leído en dos ocasiones. Siempre me asombró la retorcida fantasía del autor: el viejo y potente Mailer. El Mailer duro y seductor de Los tipos duros no bailan que tanto le

56

MERCEDES DE VEGA

fascinaba a Susana. ¡La dichosa Susana! Ella misma se encargó de regalarme esa novela la famosa noche que vino a cenar a casa con Eduardo, su segundo y rebuscado marido. Nunca supe de dónde narices los sacaba.

Empezaba a comprender. Según se oscurecía el salón, mi cabeza se recomponía lentamente. Tuve la impresión de que Susana ya no era mi gran amiga de juventud. Nos conocemos desde el instituto. Creo que con ella me une (o unía) un vínculo especial desde que nos graduamos, cuando se convirtió, de la noche a la mañana, en una rubia oxigenada y escondió sus zapatos planos para siempre en lo más profundo de su ser. Es remilgada y convencional y nunca sabes lo que está pensando de verdad. Sus ojos brillan como si estuviera siempre a punto de cometer un asesinato. Y durante todos estos años hemos cuidado nuestra amistad con delicadeza, como un jardín en el que no queríamos ni pisar, hasta que le presenté a Rebeca, nada más conocerla. Se cayeron razonablemente bien. Las dos tan rubias, y compitiendo por ser la reina de la noche, me hacía gracia de verdad. De vez en cuando salíamos los tres, y luego con las parejas sucesivas de Susana, hasta que conoció al segundo hombre de su vida (o eso dijo), reen-carnado en la atontada figura de Eduardo. Un tipo con aire de haber salido de un partido de polo, porque juega al polo, y con más dinero que la fábrica de la moneda, su principal y máximo atractivo con las mujeres.

Y, santo Dios… ¿Por qué las navidades pasadas tuve la infeliz idea de invitarlos a cenar a casa? Para mi sorpresa Rebeca se metió en la cocina (algo inusual) y preparó un estofado con chocolate (cuyo ingrediente principal no era el caco si no el hachís). Gracias a ese mágico componente, que los cuatro compartíamos como se comparten los secre-tos, nos estuvimos riendo como auténticos idiotas durante toda la noche, hasta terminar con el mueble bar completo. A las cuatro de la madrugada, Eduardo y mi mujer estaban

57

Los tipos duros sí bailan

tiesos en el sofá y Susana y yo bajamos al Seven de María de Molina a por una botella de güisqui y más ci-garrillos.

Cuando regresamos la habían armado. Rebeca y Eduardo estaban en nuestro dormitorio. Se

apareaban como auténticos cangrejos. Mi primera reacción fue echarme a reír como a quien le cuentan un chiste que no entiende, pero Susana montó en cólera. Jamás la había visto tan fuera de sí. Su rubio y esponjoso cabello se erizó como las crines de un caballo a setenta kilómetros hora. Mi reacción no fue menos veloz pero me lo tomé con cierta filosofía. Susana corrió hacia mi sofá del salón insul-tando a mi mujer, como poseída por el Diablo, y se dejó caer. Se tapó la cara con las manos y comenzó a llorar. Yo la abracé para consolarla.

Creo que el colocón de Rebeca y de Eduardo era más descomunal que el nuestro porque no tuvieron ni el deta-lle de echarse las sábanas por encima en cuanto abrí la puerta con la botella de güisqui en la mano para ofrecerles un trago. Reconozco que yo iba muy, pero que muy borra-cho, y pensé que Susana había perdido el juicio, pues seguía llorando y maldiciendo a mi mujer, a su marido y al pobre gato que huyó de una patada en el trasero que le atizó la buena de mi amiga.

—¡Es una ramera! ¡Jesucristo, cuánto la odio! ¡Quiero irme de aquí, por favor, Rafa, sácame de aquí!

¿Qué podía hacer más que abrazarla otra vez? Cogí las llaves del coche y la llevé a su casa. A mi regreso, Eduardo había desaparecido y Rebeca dormía a pierna suelta sobre las sábanas. Por la mañana, a ninguno de los dos nos ape-teció mencionar el incidente nocturno y corrimos un velo como quien baja el telón de una horrible obra, hasta que ayer Susana lo levantó, y bien levantado.

Desde esa noche dejamos de salir con Susana y Eduar-do y no volvimos a verles, como es natural. Aquella torpeza

58

MERCEDES DE VEGA

de mi mujer supuso un antes y un después en nuestras vidas. De aquello hacía más de diez meses. Y ayer Susana se presentó en mi oficina de los ferrocarriles para invitar-me a almorzar. Estaba seguro. Los exalcohólicos tenemos un olfato especial para oler la verdad que no deseamos ni ver al día siguiente. Empezaba a acordarme con bastante soltura, considerando la borrachera de novato de la noche anterior. El dolor de cabeza me dejaba de atormentar.

Recuerdo que me sorprendido gratamente volver a reen-contrarme con Susana, aunque por su serio rostro, pues se mordía el labio inferior continuamente, algo le preocupaba, y mucho. Bajamos a la cafetería de la estación y nos senta-mos en una mesa discreta, tras pasar por el bufete y pillar-nos un menú de 15 euros. Llevaba una falda negra muy estrecha, tan estrecha que creí que no se la podría sacar esa la noche, y sus ojos negros me parecieron más violentos y atractivos que nunca. Pensé que era una pena no haberme casado con ella. Pero nunca fui su tipo, sobre todo porque mi sueldo no es lo que una mujer de su clase espera de un hombre como yo. Su cabellera rubia y salvaje le caía por los hombros como una promesa de odio. Para mi extrañeza ni tocó el panaché de verduras, porque sacó del bolso, en cuanto nos sentamos, el mismo libro rojo del viejo Norman Mailer que me regaló aquella fatídica y última noche en mi casa que yo no quería ni recordar, porque mi mujer pasó unas semanas insoportables, metiéndose con Susana cada dos por tres, sin mencionar explícitamente su etílico aparea-miento con Eduardo, y me gritaba: “Estúpida amiga tuya…, no sabe aguantar una broma, ¡es una remilgada y una hipó-crita! ¡Menuda mosquita muerta! Pobre Eduardo. A mí por lo menos se me ve el plumero. ¡Que la follen!”.

Yo no entendía el porqué de aquella aversión repentina hacia Susana, si consideramos que fue Rebeca quien forzó la situación. Y así es mi mujer, explosiva e inmisericorde; audaz, tan audaz que creo que tuvimos que pararle los pies,

59

Los tipos duros sí bailan

y con un pasado oscuro y escasa familia, ya desaparecida. Gracias a Dios.

Pero vuelvo al almuerzo con Susana en la estación por-que tengo la impresión de ver otra vez su pérfida cara abriendo el libro de Mailer. Despegó sus labios rosados para decirme que lo estaba releyendo por enésima vez y no dejaba de asombrarse de las ideas que le rondaban por la cabeza. “La cabeza, sí, la cabeza”, dijo, saboreando esas palabras. La miré perplejo por las significaciones que tie-nen las cabezas en la novela. Y lo que a continuación vino a contarme me alarmó completamente.

—¿Qué está pasando? —pregunté.—¿Que qué está pasando? Algo muy de esperar. Tu

mujer se está follando a mi marido. ¿Te parece poco? Y des-de hace tres meses, desde esa escenita en vuestra cama.

Me sentí como aplastado por un tren de mercancías conducido por Susana.

—¿Estás segura? Son acusaciones muy graves. ¿Tienes pruebas? ¿No será el estrés producido por aquella fea impresión de mi casa? Rebeca es una loca pero… Estába-mos borrachos, habíamos fumado, fue una tontería… Ella hace cosas sin sentido, pero liarse con Eduardo…

—No fue una tontería, Rafa, ¡en absoluto!, porque el jodido Eduardo me lo ha confesado esta misma mañana. ¡Está loco por ella y se largan! ¡Se largan! Han estado vién-dose todo este tiempo, los muy… Pobre Rafa, esa guarra te la ha pegado bien pegada. Voy a omitir los detalles de la espantosa discusión con mi marido, pero solo te digo que me ha firmado un cheque por más de lo que le hubie-ra sacado jamás por echarme a un lado y dejarle el camino libre. ¡Pobre imbécil! Nunca nadie me ha humillado de esta forma horrible. ¡Oh, Rafa!, tenemos que hacer algo. ¡Me va a abandonar! Y es la segunda vez que me sucede… ¡No voy a poder soportarlo! ¡Me tenía que haber casado conti-go, mierda!

60

MERCEDES DE VEGA

—Venga, Susi, como en los viejos tiempos, eh, manten-gamos la calma.

Susana lloraba de nuevo ante mí y no supe qué hacer, ni qué decir, pero la volví a abrazar en medio de la cafe-tería sin darme cuenta de que era yo el otro destinatario de aquel engaño. Levantó su bonita mirada con sus ojitos enrojecidos y exclamó:

—Pero ¿no te das cuenta? ¡Se largan mañana! —vi en sus labios el color del pánico—. A las siete de la tarde, en tren, y con destino a París, ¿me oyes? ¡A París! Salen desde Chamartín. ¡Y no pongas esa cara! ¿No te lo crees? ¡He visto los dos billetes con mis propios ojos!

Me llevé las manos a la cabeza y pensé en las veces que Rebeca me había pedido que la llevara a París, en ese mismo tren, y por supuesto en Gran Clase, en cabina individual, coci-nero y champagne, ¡mucho champagne!; y siempre le di lar-gas. París no es una ciudad que me guste, y viajar en tren, después de gastar todas mis mañanas en las oficinas de una estación, no me ilusionaba especialmente. Y se lo habría saca-do al incauto de Eduardo haciendo buen uso de todos sus encantos. El muy estúpido había picado. En el fondo es algo que le pega a Rebeca. A ella le apasionan los trenes nocturnos (es decir: todo aquello que se pueda hacer en la oscuridad) y colarse en las tiendas de una nueva ciudad, a desfalcarlas, si le es posible. Rebeca definitivamente no poseía alma.

Tras las terribles revelaciones del mediodía anterior, e intentando mantener mi cínico escepticismo, solo me podía acordar de que Susana y yo salimos de la estación y nos meti-mos en una de las cientos de tascas del barrio de Huertas y, luego en otra y luego en otra; y un güisqui, y otro y otro, y así hasta perder el sentido. Creo que tomamos un taxi porque un coche blanco con franja roja casi me atropella. Recuerdo un fuerte empujón para meterme dentro, luego me vi danzan-do y danzando como en una pista de baile, y se me ha borra-do de la memoria todo lo que hicimos después.

61

Los tipos duros sí bailan

Me levanté por fin del sillón, medio mareado y dispuesto a averiguar qué había sucedido la noche pasada. Enseguida me llamó la atención el hueco de la estantería. ¡Faltaba el libro de Mailer!, el mismo que me regaló Susana y que había desplegado con aire de triunfo en el almuerzo de la estación, si se puede llamar así lo que hicimos. Los pensa-mientos tenebrosos me llegaban a la cabeza como bombas atómicas. Mi cerebro se convirtió en un banco de niebla. Miré el reloj. Eran las seis de la tarde, faltaba solo una hora para que París me arrebatara a mi mujer. ¿Y si la noche anterior yo había sido capaz de tomar drásticas medidas para evitar ese viaje?, borracho y emporrado para tener valor, empujado por ese tren de mercancías conducido por Susana. ¡No! No me creí capaz de semejante barbaridad. ¡Acabar con la vida de Rebeca! ¡Cortarle la cabeza como en la novela de Mailer! Quizá, esa era la idea retorcida de Susana, con el rollo del libro, para forzarme a hacer algo tan terrible. Llegué a la conclusión de que ciertas mujeres estaban desposeídas de alma. Pero no era el momento de pensar en almas sino en cuerpos, y el de mi mujer no estaba en casa.

Registré frenéticamente todas las habitaciones. Rebeca había sacado sus prendas de los cajones y faltaban zapatos y ropa interior, seguro que todo lo encontraría en su male-ta. Quedé atrapado en un mar de dudas y preguntas des-cabelladas. Estaba seco. Me temblaban las piernas. Fui hacia el mueble bar y me serví una ginebra. Era lo único que había. El trago me despejó enseguida la cabeza y me armé del valor suficiente para acercarme a la maleta de Rebeca, dispuesta en medio del salón, como si alguien la hubiera dejado allí por algún motivo. El gato se había escondido, y fue cuando vi el libro que faltaba de la estan-tería, tirado detrás de la puerta del salón. Me acerqué como quien se acerca a la escena de un crimen y entorné la puerta lentamente dando con el pie la vuelta a la novela.

62

MERCEDES DE VEGA

Para mayor horror estaba manchada como de sangre por los lomos y la di una patada para alejarla de mí como si fuese un inmundo escarabajo. En ese momento sonó un teléfono móvil. Giré la cabeza en dirección a la maleta porque el sonido venía de su interior. Lo dejé sonar y sonar hasta que retornó el silencio más absoluto a mi salón. Ya casi no veía, pues la luz del ocaso estaba desa-pareciendo por mi balcón.

Debía intentarlo. Tenía que salir de dudas. Miré a mi alrededor y no encontré signos de violencia, ni manchas de sangre, ni nada que indicara las ideas macabras que se me pasaban por la cabeza. Así que me acerqué a la male-ta de Rebeca, con la camisa de flores que jamás me pon-dría, para averiguar qué estaba pasando, si es que pasaba algo o toda mi excitación era producto de la borrachera de la pasada noche. Recordé la clave de la cerradura que enganchaba la cremallera. Hizo clic, y la deslicé lentamen-te unos centímetros, los suficientes para meter el brazo y encontrarme con lo que me imaginaba: una bolsa como de basura, atada con su cinta de plástico. Algo por dentro me decía: “¡No, no sigas!”, Pero seguí tocando hasta palpar lo que había dentro. Retiré la mano dando un alarido, pues toqué pelo como apelmazado de una cabeza, y me dije: “muchacho, serénate, mantén la calma”. Respiré hondo y volví a introducir el brazo buscando ahora sin tanto temor, para reconocer al tacto el rostro de mi mujer, su nariz puntiaguda y sus pómulos redonditos y ya rígidos, su duro cabello todo revuelto, y la oreja: ¡su oreja!, con los cinco pírsines que yo mismo le había comprado en el Rastro.

¡No quise saber más! Subí la cremallera y volví a colo-car el candado. Me temblaban los dedos como si estuvie-ran pegados a una taladradora. Caí en el detalle del candado. Quien cerró la maleta conocía el código, y Rebe-ca no pudo ser, estaba claro, y no creo que Susana cono-ciera ese detalle de nuestra intimidad, salvo que se lo

63

Los tipos duros sí bailan

hubiera preguntado a mi mujer antes de asesinarla. “Sí, asesinarla”, eso pensé, ¡loco de mí!

Lo primero que pude hacer fue llamar a Susana. Tras cinco inútiles llamadas solo conseguí escuchar su fría voz a través del contestador automático. Cualquiera que haya leído la novela de Mailer, sabrá que lo que encontró en el zulo del bosque de Truro, en el que escondía la marihua-na, su loco protagonista Tim Madden, no fue solo la cabe-za de su mujer dentro en una bolsa de basura, sino dos, ¡dos cabezas de mujer! Pero yo no iba a ir más allá rebus-cando en la maleta de Rebeca para comprobar si solo estaba su cabeza, o dos, y también la de Susana, y sus cuerpos, o lo que el Diablo hubiera escondido en ella.

¿Y si el Diablo era yo? ¿O era Susana? ¿O ambos? Los dos teníamos motivos para asesinar a Rebeca. Pero yo no soy un asesino; como luego se supo que Tim Madden no cometió los dos homicidios cuyas cabezas alguien escon-dió en su zulo, para incriminarlo.

Me estaba volviendo loco. El tiempo me acercaba a la salida de ese tren con los pró-

fugos amantes. ¿Y si el idiota de Eduardo había corrido la misma suerte? A ver quién explicaba aquello a la policía.

Así que siguiendo mi negro código de conducta de escritor de poca monta y dispuesto a rematar la situación y resarcirme, me puse la americana. Y con esa pinta de prófugo caribeño con la barba crecida y el pelo de pun-ta por las impresiones, cogí la maleta de Rebeca, con su cabeza dentro, y la rodé hasta el garaje, la metí en el maletero y salí hacia la estación de Chamartín. Su teléfo-no sonó en la maleta un par de veces durante el trayec-to, hasta que paró. Mi terror se desvanecía. Abrí la guantera, cogí un porro de mi cajita de emergencia y me lo encendí. Lo necesitaba para idear lo que le diría al marido de Susana en caso de encontrarlo esperando a mi mujer.

64

MERCEDES DE VEGA

Enseguida vi al majadero de Eduardo en el andén, y respiré aliviado al ver que vivía. Porque aunque fuera un estúpido jugador de polo no se merecía morir. Tampoco Rebeca. Pero ahora no podía pensar en ella. Lo encontré apostado sobre una columna llamando por teléfono. Pen-sé en el móvil de Rebeca, pero ya no sonaba. Me paré frente a él con la maleta de mi mujer en la mano, como un imbécil.

Cuando levantó la vista me miró como si se le hubiera aparecido el Diablo en persona. Casi da un alarido.

—Tranquilo, hombre. Vengo en nombre de Rebeca —dije con la voz más convincente que pude encontrar en mi garganta—. Soy un pacifista. No me gustan las escenas —¿pero qué idiotez estaba diciendo? Eduardo me miraba con los ojos abiertos como platos, y proseguí:

—A la madre de Rebeca le ha dado otro ataque. Está en la residencia, y mi mujer acompañándola. Ya te habrá contado… La anciana tiene demencia senil y le dan unos ataques terribles, pero se le pasan en 24 horas. Rebeca se dejó el móvil en casa y llamó para que te avisara. Ella es así. Mañana se reunirá contigo donde tú ya sabes. Eso es lo que me dijo: que cogieras el tren sin ella. Mañana a medio día toma un vuelo para la ciudad que tú ya sabes. Y yo, como buen esposo que quiere recuperar a su mujer cuando se harte de ti, vengo a decírtelo, en son de paz —y levanté la mano como si fuese un indio.

—Rafael, ¿te estás burlando? ¿Qué has tomado?—¡Te lo juro por Dios! Mira, te he traído su maleta, para

que la lleves contigo cómodamente en el tren y así maña-na ella no tenga que facturar en el aeropuerto; te la pongo en bandeja, tío. Yo soy así, generoso. Quiero que regrese a mi lado.

—No sabía que tuviese a su madre en una residencia —la verdad, yo tampoco, me dije a mí mismo, porque hacía más de diez años que había muerto la pobre mujer.

65

Los tipos duros sí bailan

—Sabes tan pocas cosas de ella… —exclamé, subiendo los hombros.

—Eres un perdedor —dijo con saña Eduardo.—Bueno…, ya sabes que soy seguidor de Adam Smith,

y siempre pensé que la riqueza del hombre proviene de su propio trabajo y no del oro ni la plata, ni del capitalismo salvaje.

No sé, me sentía animado y empezaba a decir tonterías. Para mi suerte, escuchamos los dos la partida inminente del tren. Eduardo dudaba. No sabía qué hacer, perplejo y arrinconado, como a quien le meten un gol. Le acerqué la maleta. La cogió y la levantó en vilo; creí que se le caía, pues pesaba lo suyo y se le fue hacia un lado, pero la subió al vagón haciéndose el fuerte, y él detrás, como un autómata al que le han dado cuerda. Y yo había encontra-do la llave.

A modo de despedida, mientras una súbita felicidad acudía a mi encuentro al ver al mentecato de Eduardo subido al tren, con la cabeza de Rebeca en la maleta y vete tú a saber qué más, dije, así de homenaje:

—¡Ah…! Y dile a Susana, si la ves, que los tipos duros sí bailan.

—Vosotros, como siempre, hablando en clave —me contestó, y me dio la espalda con la maleta de Rebeca cogida por el asa haciéndola rodar por la alfombrilla para alcanzar su asiento.

Y viendo partir su tren, de repente, me acordé de todo y salí en desbandada.

Cayo Hueso - DublínRAQUEL LANSEROS

Premios del Tren de Poesía 2011Primer premio

RAQUEL LANSEROS

P oeta jerezana de nacimiento y leonesa de crianza, es licenciada en Filología Inglesa y traductora. Colabora habitualmente en revistas literarias y publicaciones periódicas. Ha publicado los libros de poesía: Poesía ante la incertidumbre, Leyendas del Promontorio, Diario de un destello, La acacia roja, Los ojos de la niebla y Croniria. También ha sido incluida en numerosas antologías y traducida al inglés, francés, italiano, holandés, hindi y portugués. Entre los galardones que ha recibido por su obra poética destacan el Premio Unicaja, un accésit del Premio Adonáis y el Premio Antonio Machado en Baeza. Ha sido finalista de los Premios del Tren en 2007 y 2010, y recibió el Primer Premio en 2011.

69

Cayo Hueso - Dublín

De espaldas se dijera un hombre hercúleomanos inabarcables que a fuerza de apretarse iban deshilachando, pero seguían vacías.

Cuando emigra el futuro, el hambre permanece.

Cansado de zurcir la realidad mugrientaun día decidió postularse ante un sueñoen una isla lejana, nuestra y nosotros de ellatan imbricada y húmeda de historia compartidatoda ascendencia fértil, cimiento de esperanza.

En Holguín mi bisabuelo Zacarías Lanserospasaba al raso noches de paz junto al bohíoempuñando los astros con ese corajede quienes nada tienen y son dueños de todo.

70

RAQUEL LANSEROS

Después vino el brillante regocijo en La Habanala fiesta del vigor, la guayabera nuevaesta fotografía en sepia desde donde me miras con mis ojos a través de los años.

Las palabras son vínculos y son pesados diques.

Hilvanabas los días debajo de un jagüeyal lado de un anciano a quien nunca entendistepadre del capataz americanoal mando del mañana: la línea ferroviaria pionera entre Miami y Cayo Hueso.

Regresaban exhaustos girando el cigüeñalaquellos hombres de tez anochecida:Come on, Zachariah, come on!Cuánto habrías deseado poder hablar con ellos.

Ochenta años después, sobre la hierbade otro país repleto de emigrantesuna chica morena descubre a Seamus Heaney.Cada tarde a las seis su patrona la busca:Come on, Rachel, come on!

Bienaventurados los que depositansu diáfana semilla dentro de la tierraporque de ellos será el reino de los tiempos.

He venido a decirte que vengué tu memoriacomprendiendo el destino en varias lenguas.Igual que, de rodillas, postrada ante tu almaescribo este poema que conjure el olvido.

71

Cayo Hueso - Dublín

¿Qué importa que naciese cuando tú ya habías muerto?La mirada de dios convierte en uno pasado y porvenir. Hay algo ignotoque me permite oír llorar a aquellas víascuando me quedo a solas. El afán de mi sangresigue volviendo a casa cada noche por las viejas traviesas.Con una única vida nunca es suficiente.

Cinco díasBEN CLARK

Premios del Tren de Poesía 2013Accésit

BEN CLARK

P oeta y traductor, de padres británicos, nace en Ibiza en 1984. Entre los reconocimientos recibidos destacan el Premio Ciutat de Palma Joan Alcover, Ojo Crítico, Sloper, XXI Premio de Poesía Hiperión, ex aequo con David Leo García, por su libro Los hijos de los hijos de la ira, y el IV Premio de Poesía Joven RNE por el libro Mantener la cadena de frío, escrito con Andrés Catalán. También ha publicado en 2013 Los últimos perros de Shackleton e Hijos de la bonanza. Antología personal, en 2012 El amor del dodo y en 2011 Basura y La mezcla confusa. Ha sido becario de creación literaria en la Fundación Antonio Gala (2004-2005); en The Hawthornden Castle International Retreat for Writers (Escocia), y en el Château de Lavigny International Writers’ Residence (Suiza). En 2012 y 2013 obtuvo un accésit en los Premios del Tren.

75

Cinco días(1 de enero de 1985)

Un silencio más solo en el silencionormal de esta hora; cuatro menos cuartode la tarde de un martes.Las hormigas conocen los horariosy recorren sin miedo el brillo tibiocon semillas; con trozosminúsculos del últimocaramelo que el último estudiantetiró, sin terminar, por la ventana.

No saben que hoy empieza el gran olvido.Que en una o dos semanas la quietudimpondrá nuevos ritmos, inestables y antiguos,que llegarán de lejos muchos otrosatraídos también por el fulgorque afirman ya no truena;que empezará la guerra del tiempo impredecible;del suspiro de un hombre

76

BEN CLARK

frente a la ventanilla —No, señor,ya no existe esa línea—.

No existe, piensa el hombre y ya no existenlos viernes por la tarde a paso rápidocargado con un libro y un deseo—Uno para el siguiente a —ya no existenlos conjuros obscenos que el paisajejamás revelaría,los planes para el sábado,los besos inmortales del andén.Ella no esperará ni habrá más lágrimasel domingo apurandola paciencia del jefe de estación.Solo son cinco días. Cinco días. Bendito el animalque inventó estas extrañas divisiones.

Ya no existen los días. Los arbustoshan crecido y las lluvias se han cobradolos años que el acero les debía.Hoy las hormigas hablan de un dios muerto,arcano e indescifrable,que venía de quién sabe qué sitio,con quién sabe qué fin y qué deseos.

Cuentos

Los Trenes NegrosFernando León de Aranoa

LucesAbilio Estévez

Cuentos del trenIciar Masip Orcajada

Los tipos duros sí bailanAccésit

Poesías

Cayo Hueso - DublínRaquel Lanseros

Cinco díasBen Clark

> LECTURAS PARA UN VIAJE EN TREN

Colección de poesías y cuentosde “Premios del Tren” para clientes +renfe

Lecturas paraun viaje en trenLe

ctur

as p

ara

un v

iaje

en

tren

/ nú

m. 1

núm. 1