Comentarios de Texto Novela Realista

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L:a técnica del comentario de textos se ha aplicado preferentemente - en nuestro país y fuera de él- a la poesía. De ahf el interés especial de este volumen. que presenta nueve comentarios, realizados por conocidos especialistas, sobre textos de lo.s principales narradores realistas españoles: Fernán Caballero, Alarcón. Valera, Pereda, Galdós (Episodios Nacionales· y Novelas Contemporáneas). Clarín, Pardo Bazán y Blasco lbár"ez. Asl, se ofrecen ejemplos de comentarios de indudable utilidad para el profesor y el alumno de literatura española. Y, a la vez, un modo nuevo de acercarse a la narrativa española dé la segunda mitad del siglo XX. Andrés Amorós, Mariano Baquero Goyanes, Laureano Bonet, Angel Raimundo Fernández, Ricardo Gullón, José Marra MartJnez Cachero. Marina Mayoral, Julio Rodríguez Luis y Gonzalo Sobejano I.S.B.N .: 84·7039· 319·7 " 1' El comen tano de textos, 3 La novela realista

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L:a técnica del comentario de textos se ha aplicado preferentemente - en nuestro país y fuera de él- a la poesía. De ahf el interés especial de este volumen. que presenta nueve comentarios, realizados por conocidos especialistas, sobre textos de lo.s principales narradores realistas españoles: Fernán Caballero, Alarcón. Valera, Pereda, Galdós (Episodios Nacionales· y Novelas Contemporáneas). Clarín, Pardo Bazán y Blasco lbár"ez. Asl, se ofrecen ejemplos de comentarios de indudable utilidad para el profesor y el alumno de literatura española. Y, a la vez, un modo nuevo de acercarse a la narrativa española dé la segunda mitad del siglo XX.

Andrés Amorós, Mariano Baquero Goyanes, Laureano Bonet, Angel Raimundo Fernández, Ricardo Gullón, José Marra MartJnez Cachero.

Marina Mayoral, Julio Rodríguez Luis y Gonzalo Sobejano

I.S.B.N.: 84·7039·319·7

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La novela realista

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UNIVERSIDAD COMPLUTENSE DE MADRID BIBLIOTECA

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A tiéndase a la fecha escn'ta en último lugar.

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EL COMENTARIO DE TEXTOS, 3

LA NOVELA REALISTA

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LITERATURA e Y SOCIEDAD

DIRECTOR ANDRÉS AMORóS

Colaboradores de los primeros volúmenes

Emilio Alarcos. 1aime Alazraki. Earl Aldrich. Manuel Alvar. Andrés Amorós. Enrique Anderson­lmbert. René Andioc. 1osé 1. Arrom. Francisco Ayala. Max Aub. Mariano Baquero Goyanes. Giuseppe Bellini. Rubén Benítez. Alberto Blecua. 1ean-Franfois Botrel. Carlos Bousoño. Antonio Buero Vallejo. Eugenio de Bustos. Richard 1. Callan. Xorge del Campo. 1orge Campos. 1osé Luis Cano. Alfredo Carballo. Helio Carpintero. 1osé Caso. Elena Carena. Gabriel Celaya. Víctor de la Concha. Maxime Chevalier. 1ohn Deredita. Mario Di Pinto. Manuel Durán. 1ulio Durán­Cerda. Eduardo G. González. Luis S. Granjel. Alfonso Grosso. Miguel Herrero. Pedro Laín. Rafael l.apesa. Fernando Lázaro. Luis Leal. C. S. Lewis. Francisco López Estrada. Vicente Lloréns. 1osé Carlos Mainer. Eduardo Martínez de Pisón. 1osé María Martínez Cachero. Marina Mayoral. G. McMurray. Seymour Menton. Franco Meregalli. Martha Morello-Frosch. Antonio Muñoz. 1ulio Ortega. Roger M. Peel. Rafael Pérez de la Dehesa. Enrique Pupo- Walker. Richard M. Reeve. Hugo Rodríguez-Alcalá. Emir Rodríguez Monegal. Antonio Rodríguez-Moñino. Serge Salaün. Noel Salomon. Gregario Salvador. Alberto Sánchez. Manuel Seco. 1uan Sentaurens . Alexander Severino. Gonzalo Sobejano. Francisco Yndurain. Alonso Zamora

Vicente.

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El comentario \) .

de textos, 3 La novela realista tt · · · u irl~~~]r~~~iw~~!l[l~~~~~~~i~r

5310229188 ANDRÉS AMORÓS, MARIANO BAQUERO GOYANES, LAUREANO BONET,

ANGEL RAIMUNDO FERNÁNDEZ, RICARDO GULLÓN, JOSÉ MARÍA

MARTÍNEZ CACHERO, MARINA MAYORAL, JULIO RODRÍGUEZ LUIS

Y GONZALO SOBEJANO

Nota Preliminar de

ANDRÉS AMORÓS

'SEGUNDA EDICIÓN

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Copyright © Editorial Castalia, S. A., 1989

Zurbano, 39 . 28010 Madrid - Tel. 419 58 57

Cubierta de Víctor Sanz

Impreso en España - Printed in Spain Talleres Gráficos Peñalara. Fuenlabrada (Madrid)

I.S .B.N.: 84-7039-319-7 Depósito Legal: M. 22.633-1989

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esl<' libro . su inclusión en un sistema informático, su transmisión en cual quier forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico. por fotocopia, registro u ot10s métodos, sin el permiso previo

y por escrito de los titulares del Copyright

SUMARIO

Andrés Amarás: Nota Preliminar ........ .

Julio Rodríguez Luis: La novela de costumbres: un texto programático de Fernán Caballero . . . . . . . . , , . . . . . . . . . ..

Mariano Baquero Goyanes: Un marco para «El sombrero de tres picos» .. . .. . .. . .. . .. . .. . .. . .. . .. .

7

9

41

Andrés Amarás: Juan Valera: «Doña Luz>> ... ... ... ... ... 77

Laureano Bonet: La caricatura como deshumanización del personaje novelesco (José María de Pereda, «La puche-ra», capítulo V) .. . .. . .. . .. . .. . .. . . .. .. . .. . .. . .. . .. . 97

Ricardo Gullán: «El terror de 1824», de Galdós .. . .. . .. . 143

Gonzalo Sobeiano: Muerte del solitario (Benito Pérez Gal-dós: «Fortunata y Jacinta», 4.•, II, 6) .. . .. . .. . .. . .. . .. . 203

José María Martínez Cachero: Doña Berta de Rondaliego en Madrid (Leopoldo Alas: «Doña Berta», VIII) . . . . . . 255

Marina Mayoral: Emilia Pardo Bazán: «Pena de muerte». 279

Angel Raimundo Fernández: Vicente Blasco Ibáñez: «La pared» ....................... . 293

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Nota Preliminar

Se incorpora hoy un nuevo tomo a la serie «El comen­tario de textos», que tan favorable acogida ha tenido. Si subrayo este éxito no es por vanagloria, sino por creer que esta serie ha cumplido realmente la finalidad para la que fue concebida: en un momento en el que se ha sentido de modo generalizado, en nuestro país, la nece­sidad de insistir en el comentario de textos como vía ha­bitual de acceso a la obra literaria, esta serie ha ofrecido -y piensa seguir haciéndolo-- ejemplos muy variados de comentarios realizados por conocidos especialistas espa­ñoles.

El primer tomo, que alcanzó rápidamente tres edicio­nes, comprendía prosa y poesía, sin delimitación de siglos ni estilos. El segundo volumen, que también ha sido re­editado, se centraba ya en un género y época: la prosa, de Galdós a García Márquez. En éste que hoy presen­tamos, nueve profesores comentan cada uno un texto de los principales novelistas realistas españoles de la segun­da mitad del siglo XIX. Como excepción que creo fácil­mente justificable, se han incluido dos comentarios de textos de Galdós: uno sobre lo~ Episodios Nacionales y otro sobre las novelas contemporáneas.

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8 NOTA PRELIMINAR

La razón de esta elección parece clara: en nuestro país, la lectura comentada de textos narrativos posee mucha menos tradición que la de poemas. Por ello, este libro pretende ser útil a los profesores, a los estudiantes y, en general, a todos los que hoy siguen disfrutando con la lectura de nuestras grandes novelas del XIX.

ANDRÉS AMORÓS

La novela de costumbres: un texto programático de Fernán Caballero

JuLIO RoDRÍGUEZ Lms

A la memoria de José Montesinos

HA e I A 1845 la novela española empieza a salir de un estancamiento que duraba ya casi dos siglos, o des­de el agotamiento de los géneros picaresco y cortesano. Aunque se cultiva con frecuencia después de esa fecha y aun antes la novela histórica, la sentimental, la senti­mental de tendencia socialista, no es co" sus autores (Fernández y González, Nicomedes Pastor Díaz, Ayguals de lzco) 1 que se asocia el renacimiento de la literatura de ficción española, sino con Cecilia Bohl de Faber -Fernán Caballero (1796-1877)-, cultivadora de un tipo de novela que por proponerse la descripción de las costumbres contemporáneas, se abre camino decidida­mente hacia el realismo de la novela de la Restauración y se asocia, por tanto, con las tendencias dominantes en­tonces en la literatura novelística de Francia y de Ingla­terra; de ahí que algunos críticos extranjeros compara­sen a Fernán incluso con Cervantes, para sugerir, a través de una cima literaria, la reintegración de la novela espa­ñola con la europea. 2

La gaviota fue la obra con la que Fernán Caballero, después de aproximadamente treinta años de escritura secreta, 3 se lanzó a la carrera literari~ como profesional.

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10 JULIO RODRÍGUEZ LUIS

La novela estaba en proceso de composición en 1845, según una carta donde la describe como destinada a «di­bujar la situación actual de la sociedad, esta época de transición en que lo antiguo es desterrado con burlas por lo nuevo aún no maduro». 4 En 1848 la envía a José Joaquín de Mora, director de un diario importante de Madrid, El Heraldo {1842-54), y antiguo amigo de su madre, acompañada de una carta en la que señala cómo falta a la literatura española «un género que en otros países tanto aprecian y a tan perfección han llevado . Esto es, la novela de costumbres» , y tras describir la obra que tiene acumulada en forma de cuatro novelas, dice de la que le envía que «Está llena de actualidad . .. y creo pinta la sociedad del día con exactitud». 5 La no­vela estaba escrita en francés, idioma en el que se había educado Cecilia, y aunque ya para 1845 no lo dominaba mejor que el español, confiaba en que le facilitaría el acceso al público europeo. 6 El propio Mora tradujo la novela, que se publicó en el folletín de El Heraldo en­tre mayo 9 y julio 14 de 1849, y fue seguida en el mis­mo diario por La familia de Alvareda y Una en otra, en tanto que La España publicaba Elia y varias novelas cortas aparecían en otros diarios y revistas . En 1856 salió en libro, como el primer tomo de las Obras com­pletas de Fernán (Madrid: Mellado), revisada cuidado­samente por la novelista con la ayuda del académico don Fermín de la Puente -ayuda no siempre acertada, pues, según quejas de la novelista en su correspondencia, aquél quería hacer «pulcro y académico el lenguaje de las gen­tes de campo andaluzas, que yo he aprendido con tanto estudio y tanto amor» (Epistolario, Obras completas [Madrid: CEC, 1912], XIV, p. 69).

Aunque otras novelas de Fernán Caballero son más ricas en intriga (La familia de Alvareda y Elia, ambas anteriores por lo menos en una década a La gaviota en

LA NOVELA DE COSTUMBRES: FERNÁN CABALLERO 11

su versión original), y Clemencia y Un verano en Bar­nos, por ejemplo, están mejor escritas, La gaviota con­tinúa siendo su obra mejor conocida, por ser la primera publicada, pero también porque en ella se definen los ideales artísticos de la autora con singular claridad de mi­ras , según se evidencia en el texto seleccionado, donde se trata de determinar cómo debe ser la nueva novela.

SEGUNDA PARTE, CAPÍTULO IV 7

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Pero, añadió Rafael viendo entrar a Stein, aquí viene la más preciada de las piedras preciosas; 1

piedra melodiosa como Memnón. 2 D. Federico, ya que sois observador fisiologista, 3 admirad cómo en todas las situaciones de la vida son inaltera­bles en España la igualdad de humor, la benevo­lencia y aun la alegría. Aquí no tenemos el schwer­mut de los alemanes, el spleen de los ingleses, ni el ennui de nuestros vecinos. ¿Y sabéis por qué? Porque no exigimos demasiado de la vida; porque no suspiramos en pos de una felicidad alambicada.

-Es, opinó la Marquesa, porque solemos te­ner todas las aficiones propias de nuestra edad.

~ «Stein significa en alemán, piedra.» (Nota de la autora.) Heraldo: la que cura sólo con tocar. Por la estatua sonora de

ese hé~~, hijo de la Aurora. Fernán es autora de una Mitología para nznos.

3 «En e~ vocabulari? de nuestra autora la palabra 'fisiología' apa­rece repetidamente, srempre con el sentido de estudio de caracte­res, de examen de tipos humanos algo CQmo lo que m~s tarde se ll~mar.á psicología» (Montesino', F6,.11ÚII Cltl,allero. p. n). Lis fl­szologzas son un género crl!'ado por Ra.I211C que l]oreciq l¡acin 1840. Las hay sueltas y también inch.Jidas eu novd:¡s lurgas (Montesi· nos, pp. 76-79).

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12 JULIO RODRÍGUEZ LUIS

-Es, dijo Rita, porque cada uno hace lo que le da la gana.

-Es, observó la Condesa, porque nuestro her­moso cielo derrama el bienestar en nuestro ánimo.

-Yo creo, dijo Stein, que es por todo eso, y además, por el carácter nacional. El español po­bre, que se contenta con un pedazo de pan, una naranja y un rayo de sol, está en armonía con el patricio que se contenta casi siempre con su des­tino, y se convierte en noble Procusto moral de sí mismo, nivelando sus aspiraciones y su bienes­tar con su situación. 4

-Decís, D. Federico, observó la Marquesa, que en toda España cada cual está satisfecho con lo que le ha tocado en suerte. ¡Ah Doctor! ¡Cuán­to siento decir que ya no somos en esa parte lo que éramos! Mi hermano dice que en la jerigonza del día, hay una palabra inventada por el genio del bien y del orgullo, especie de palanca a que no resisten los cimientos de la sociedad, y que ha ocasionado más desventuras a la especie humana, que 5 todo el despotismo del mundo.

-¿Y cuál es esa palabra, preguntó Rafael, para que yo le corte las orejas?

-Esa palabra, dijo la Marquesa suspirando,6

es la noble ambición.

4 H.: Tiene V. razón, doctor, dijo Rafael, o si no, que lo digan nuestros antiguos y legítimos poetas castellanos; los que sabían hablar al mismo tiempo al entendimiento y al corazón. Compáre­los V. con los modernos. ¿Qué simpatía excitan, que noble senti­miento despiertan esos fraseólogos, lacrimosos y declamatorios, imi­tadores rastreros, copistas serviles de Byron y Lamartine?

5 H.: el despotismo de Tamerlán. 6 H.: que ha hecho más víctimas que la fiebre amarilla y el

cólera.

LA NOVELA DE COSTUMBRES: FERNÁN CABALLERO 13

-Señora, dijo Rafael, es que a la ambición le ha entrado la manía general de nobleza.

-Tía, exclamó Rita, si nos metemos en la po­lítica, y os ponéis a repetir las sentencias de mi tío, os advierto que D. Federico va a caer en esa quisicosa alemana, Rafael en el spleen inglés, y Gracia y yo en el ennui francés.

-¡Desvergonzada! dijo su Tía. -Para evitar tamaña desgracia, dijo Rafael,

hago la moción de que compongamos entre todos una novela.

-¡Apoyado, apoyado! gritó la Condesa. -¡Tal desatino! dijo su Madre. ¿Queréis es-

cribir algún primor, como esos que suele mi hija leerme, en los folletines que escriben los fran­ceses?

-¿Y por qué no? preguntó Rafael. -Porque nadie la leerá, respondió la Marque-

sa, a menos de anunciarla como francesa. -¿Qué nos importa? continuó Rafael. Escri­

biremos como cantan los pájaros, por el gusto de cantar, y no por el gusto de que nos oigan.

-Hacedme el favor a lo menos, prosiguió la Marquesa, de no 8 sacar a la colada seducciones ni adulterios. Pues ¡es bueno hacer a las muje­res interesantes por sus culpas! Nada es menos interesante a los ojos de las personas sensatas que una muchacha ligera de cascos, que se deja sedu­cir, o una 6 mujer liviana que falta a sus deberes.

7 H.: -¡Qué idea tan disparatada! dijo su madre. ¿Quieren Vds. escribir un bonito cuento, como esos que suele mi hija leer· me, traducidos del francés?

8 H.: dar interés a su historia sal picándola de seducciones y adulterios.

9 H.: jamona casada infiel a sus deberes.

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14 JULIO RODRÍGUEZ LUIS

No vayáis tampoco, según el uso escandaloso de los novelistas de nuevo cuño, a profanar los tex­tos sagrados de la Escritura. ¿Hay cosa más escan­dalosa que ver en un papelito bruñido, y debajo de una 10 estampita deshonesta las palabras mis­mas de nuestro Señor, tales como: «mucho le será perdonado, porque amó mucho» o aquellas otras: «el que se crea sin culpa, tírele la primera pie­dra»? ¡Y todo ello para justificar los vicios! ¡Eso es una profanación! ¿No saben esos escritores bo­quirrubios que aquellas santas palabras de mise­ricordia recaían sobre las ansias del arrepentimien­to y los merecimientos de la penitencia?

-¡Cáspita! dijo Rafael, ¡qué trozo de elocuen­cia! Tía está inspirada, iluminada; votaré por su candidatura a diputado a Cortes.

-Tampoco vayáis, continuó la Marquesa, a in­troducir el espantoso suicidio, que no se ha co­nocido por acá hasta ahora, que ha logrado enti­biar, si no desterrar la Religión. N a da de esas cosas nos pegan a nosotros.

-Tiene Vd. razón, dijo la Condesa; no hemos de pintar a los españoles como extranjeros: nos retrataremos como somos.

-Pero con las restricciones que exige mi Se­ñora Marquesa, dijo Stein, ¿qué desenlace roman­cesco puede tener 11 una novela que estribe, como generalmente sucede, en una pasión desgraciada?

-El tiempo, contestó la Marquesa; el tiempo, que da fin a todo, por más que digan los novelis­tas, que sueñan en lugar de observar. 12

JO H.: viñeta obscena, 11 H.: en una novela con pasión desgraciada? 12 ed. 1861: ; además, ¿no puede haber más tema que una pa·

sión desgraciada?

LA NOVELA DE COSTUMBRES: FERNÁN CABALLERO 15

-Tía, dijo Rafael, lo que estáis diciendo es tan prosaico como el gazpacho.

-¿Te matarás si me caso con Luis? le pregun­tó Rita.

-¡Yo verdugo, y de mi propia, interesante e inocente persona! ¡yo mi propio Herodes! ¡Dios me libre, bella ingrata! contestó Rafael. Viviré para ver y gozar de tu arrepentimiento, y para reemplazar a tu Luis Triunfos, si se le · antoja ir a jugar al monte con su compadre Lucifer en su reino.

-No hagáis ostentación en vuestra novela, pro­siguió la Marquesa, de frases y palabras extranje­ras de que no tenemos necesidad. Si no sabéis vuestra lengua, ahí está el Diccionario.

-Bien dicho, replicó Rafael: no daremos cuar­tel a las esbeltas, a las notabilidades ni a los dan­dies; perversos intrusos, parásitos venenosos, y peligrosos emisarios de la revolución.

-Más verdad dices de la que piensas, repuso la Marquesa.

-Pero, Madre, dijo la Condesa; a fuerza de restricciones, nos pondréis en el caso de hacer una 13 insulsez.

-Me fío de tu buen gusto, respondió la Mar­quesa, y en lo que es capaz de discurrir e inven­tar Rafael, para que as-í no sea. Otra advertencia. Si nombráis a Dios, llamadle por su nombre, y no con los que están hoy de moda, Ser Supremo, Suprema Inteligencia, Moderador del Universo, y otros de este jaez.

-¡Cómo, señora Tía! exclamó Rafael, ¿negáis a Dios sus poderes y sus prerrogativas?

13 H.: cosa trivialísima.

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16 JULIO RODRÍGUEZ LUIS

-No por cierto, respondió la Marquesa; pero en el nombre de Dios se encierra todo. Buscar otros más altisonantes es lo mismo que platear el oro. Lo mismo me parece eso que lo que aquí se hace de tejas abajo, quitando al poder el título de Rey para llamarlo Presidente, Primer Cónsul o Protector. Estoy cierta de que antes de haber c;onsumado del todo su rebeldía, Lucifer nombra­ba a Dios el Ser Supremo.

-Pero Tía, no podréis negar, observó Rafael, que es más respetuoso y aun más sumiso.

-Anda a paseo, Rafael, contestó con impa­ciencia la Marquesa. Siempre me contradices, no por convicción, sino por hacerme rabiar. Dale a Dios el nombre que se dio El mismo, 14 que nadie ha de ponerle otro mejor.

-Tenéis razón, Madre, dijo la Condesa. De­jémonos de flaquezas, de lágrimas y de crímenes, y de términos retumbantes. Hagamos algo bueno, elegante y alegre.

-Pero, Gracia, dijo Rafael; es menester con­fesar que no hay nada tan insípido en una novela como la virtud aislada. Por ejemplo, supongamos que me pongo a escribir la biografía de mi Tía. Diré que fue una joven excelente, que se casó a gusto de sus Padres con un hombre que le con­venía, y que fue modelo de esposas y de Madres, sin otra flaqueza que estar un poco templada a la antigua, y tener demasiada afición al tresillo. Todo esto es muy bueno para un epitafio; pero es me­nester convenir qu(' .~s muy sosito para una novela.

14 H.: pues dudo que nadie acierte con otro mejor.

LA NOVELA DE COSTUMBRES: FERNÁN CABALLERO 17

-¿Y de dónde has sacado, preguntó la Mar­quesa, que yo aspiro a 15 ser modelo de heroína de novela? ¡Tal dislate!

-Entonces, dijo Stein, escribid una novela fan­tástica.

-De ningún modo, dijo Rafael: eso es bueno para vosotros los alemanes, no para nosotros. Una novela fantástica española sería una afectación in­soportable.

-Pues bien, continuó Stein: una novela heroi­ca o lúgubre.

-¡Dios nos libre y nos defienda! exclamó Ra­fael. Eso es bueno para Polo. 16

-Una novela sentimental. -Sólo de oírlo, prosiguió Rafael, me horripilo.

No hay género que menos convenga a la índole española, que el llorón. El sentimentalismo es tan opuesto a nuestro carácter como la jerga senti­mental al habla de Castilla.

-Pues entonces, dijo la Condesa, ¿qué es lo que vamos a hacer?

-Hay dos géneros que a mi corto entender nos convienen: la novela histórica, que dejaremos a los escritores sabios, y la novela de costumbres, que es justamente la que nos peta a los medias cu­charas, como nosotros.

-Sea, pues; una novela de costumbres, repu­so la Condesa.

-Es la novela por excelencia, continuó Rafael, útil y agradable. Cada nación debería escribirse

15 H.: constituirme heroína de una novela? Tengo un gusto algo más delicado.

16 H.: El poeta de quien se ha estado burlando antes Rafael, A. Polo de Mármol, probablemente basado en un literato contem­poráneo.

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18 JULIO RODRÍGUEZ LUIS

las suyas. Escritas con exactitud y con verdadero espíritu de observación, ayudarían mucho para el estudio de la humanidad, de la historia, de la mo­ral práctica, para el conocimiento de las localida­des y de las épocas. Si yo fuera la Reina, mandaría escribir una novela de costumbres en cada pro­vincia, sin dejar nada por referir y realizar.

-Sería por cierto una nueva especie de geo­grafía, dijo Stein riéndose. ¿Y los escritores?

-No faltarían si se buscaran, respondió Ra­fael, como nunca faltan hombres para toda em­presa, cuando hay bastante tacto para escogerlos. La prueba es que aquí estoy yo, y ahora mismo vais a oír una novela compuesta por mí, que par­ticipará de ambos géneros. 17

-Así saldrá ella, dijo la Marquesa. D. Federi­co, ya veréis algo parecido a Bertoldo.

-Puesto que mi Prima quiere algo bueno y sencillo; mi Tía algo moral, sin pasiones, flaque­zas crímenes ni textos de la Escritura, y mi prima Rit'a algo festivo, 18 voy a tomar por asunto la vida honrada y moral de mi Tío el General Santa María.

Alrededor del lecho de convaleciente del hijo de la condesa de Algar, se reúnen su madre, la marquesa de Guadalcanal, madre de aquélla, su prima Rita, otro pa­riente, Rafael Arias, oficial del ejército, y Federico Stein, el médico alemán esposo de «la gaviota», quien ha cu­rado al niño. Los objetivos principales del capítulo son:

17 Es decir, el hist6rico y el costumbrista. La frase falta en H_ ts H.: para poder reírse a sus anchas,

LA NOVELA DE COSTUMBRES: FERNÁN CABALLERO 19

1) Demostrar la abnegación propia de una madre, a través del modo en que la joven condesa, estrella de la sociedad sevillana, abandona sus diversiones por la cabecera del enfermo, y del escándalo que tal devoción provoca en sus amigos aristócratas extranjeros (el barón de Maude dice «que en Francia se permite a las señoras hacer muy bonitos versos sobre este asunto; pero no tolerarían que una madre joven expusiese su salud, mar­chitando la frescura de su tez», y el mayor Fly se asom­bra de que las casas españolas carezcan de nursery). H

2) El afán de la burguesía por emular a la aristocra­cia (añadiendo «des», que aquélla no siempre lleva, a sus apellidos, según acaba de hacer un poeta conocido de todos).

3) Cómo debe ser la novela ideal, a propósito de lo cual se discuten algunos cambios en las costumbres y se critican los gustos literarios contemporáneos, representa­dos principalmente por los folletines de argumentos me­lodramáticos y lacrimosos que se traducían entonces del francés.

Rafael comienza una novela en broma basada en la biografía de su tío el general Santa María, se narran varias anécdotas históricas y heráldicas, y se ridiculizan las nociones de su propia nobleza que tiene la Guadal­canal. Entra entonces el general, enfadadísimo, así que todos creen que ha estado escuchando a Rafael, pero su enojo lo provocan los ejercicios de trompeta del inglés que vive enfrente de su casa.

La condesa de Algar es una imagen idealizada de la propia novelista, quien entre 1822 y 1836 brilló en la sociedad de Sevilla como marquesa de Arco-Hermoso. Modelo de belleza romántica (cabello rubio «en tirabu­zones a la inglesa»), «niña mimada»,

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20 JULIO RODRÍGUEZ LUIS

sin grandes facultades intelectuales, [Gracia] tenía el talento del corazón; sentía bien y con delicadeza. Toda su ambición se redu· cía a divertirse y agradar sin exceso, como el ave que vuela sin saberlo y canta sin esfuerzo (II, 1; ed. cit., p. 255).

Más adelante nos enteramos de que la condesa ha pen­sado en «meterse a autora (lo cual podrá suceder, por aquello de que de poeta y loco, todos tenemos un poco)» -y sugería ya el fragmento seleccionado--. La reflexión la provoca Dumas , a quien aclara la Algar que no qui­siera conocer, pues «los grandes hombres son al revés de la estatuas, porque éstas parecen mayores, y aqué­llos más pequeños, a medida que uno se les acerca»; en tanto que ella tendrá «la ventaja de que me oirán sin verme, gracias a mi pequeñez, a la escasa brillantez de mi pluma y a la distancia» (II, V, p. 330).

Esta declaración de modestia, tras de la cual se oculta una mezcla de temor a la crítica y de prejuicios sociales contra el escritor y en particular contra la escritora, ex­presa no sólo cómo deseaba Cecilia Bohl que la juzgasen en aquellos años en que escribía con relativa constancia, pero sin atreverse todavía a publicar, sino ideales a los que se mantuvo fiel hasta el final de su carrera, preten­diendo que no se supiese quién se ocultaba bajo el seu­dónimo, no yendo jamás a Madrid y restringiendo sus actividades a un círculo de amigos principalmente locales, lo bastante próximos como para identificar siempre sus sentimientos: «temería verle desmentir [a Dumas] las ideas y los sentimientos que expresa, y entonces se disi­paría el encanto, porque al leer lo que me había arreba­tado, no podría apartar de mí la idea de que el hombre lo había escrito con la cabeza y no con el corazón» (ibid.).

Rafael Arias es un excelente joven, leal, juicioso y no­ble (en II, 15, cuenta cómo ayudó a bien morir a Stein), mas con el carácter «más antisentimental que entre otros ·

LA NOVELA DE COSTUMBRES: FERNÁN CABALLERO 21

muchos resecó el Levante indígena» (II, 1, p. 268); con­dición ésta que probablemente estima Fernán como esen­cial en el novelista. Esa caracterización se refiere a la pasión que siente Rafael por su prima Rita, seria en vez de «lacrimosa y elegíaca» (ibid.); la que mejor corres­ponde al carácter de la propia Rita, reservado, irónico e igualmente firme: «con su firmeza de temple y su per­severancia de española ... aguardaba tranquilamente, sin quejas , suspiros ni lágrimas, que llegase el día de cum­plir veinte y un años, para casarse sin escándalo» (ibid.) con el pretendiente al que se opone su familia, por juga­dor -y quien más tarde, como era de esperarse, se re­forma enteramente.

La marquesa y su hermano representan las virtudes y los excesos del conservadurismo de la buena sociedad española de la época, especialmente el general Santa Ma­ría, quien carece del espíritu bonachón de su hermana. De él dice el prólogo que pertenece «a la raza antigua: hombres exasperados por los infortunios generales, y que, impregnados de la quisquillosa delicadeza que los reve­ses comunican a las almas altivas, no pueden soportar que se ataque ni censure nada de lo que es nacional, ex­cepto en el orden político. Éstos están siempre alerta, desconfían hasta de los elogios, y detestan y se irritan contra cuanto tiene el menor viso de extranjero» (p. 64), y el texto ofrece abundantes muestras de su nacionalis­mo y su antiliberalismo; a veces en tono positivo, gra­cias al contraste que ofrecen con la exagerada frivolidad de los extranjeros y de los españoles extranjerizantes.

Stein es el verdadero protagonista de la novela. Con él da comienzo la narración, cuando a bordo del barco que los lleva a España, el duque de Almansa se interesa en él al ser testigo de su generosidad. En el capítulo II lo encontramos en Andalucía, a donde llega huyendo de los horrores de la guerra carlista, 9 y toda la primera parte

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de la novela transcurre en derredor de su estancia en la aldea de Villamar, en la provincia de Huelva, junto a la familia del guarda de un convento desamortizado. Allí. dice el capítulo IX en la versión del Heraldo, «el fre­cuente trato con aquellas gentes sencillas, buenas, gene­rosas y prácticas en las realidades de la vida, había dado ensanche y estímulo a sus sentimientos, reconciliándolo con la existencia y con los hombres». Stein se casa luego con Marisalada, hija de un pescador a quien ha enseñado música después de curar, y bajo la protección del duque de Almansa, excitado por l:J voz de María, se trasladan ambos primero a Sevilla y finalmente a Madrid. Mientras que en I, Stein es testigo de las costumbres campesinas -lo que incluye abundantes ejemplos de sus deforma­ciones lingüísticas, coplas, refranes y cuentecillos-, en II se trata también de ilustrarlo, ahora sobre la historia de Sevilla (capítulo III) y la sociedad española aristocrática, incluida su lengua (capítulo IV). De ambas tratan tam­bién los capítulos I, V, VI y VII, para beneficio del lector en general, pues Stein no es personaje activo de ellos.

Que el personaje cuyo apodo da título a la novela no aparezca en esta escena, es indicio de su ninguna impor­tancia para la intención costumbrista de La gaviota. Ma­ría Santaló, Marisalada o «la gaviota» es sólo la excusa argumental para el desarrollo de la novela de costumbres que aspira a ser aquélla. De hecho, la autora siente ver­dadera antipatía por su protagonista, 10 y aunque en al­guna ocasión tiende a justificar que se case con Stein sin amarlo, su absorbente pasión por la música o su amor por el torero Pepe Vera, especie de alma gemela, no ahonda en ninguno de estos aspectos del carácter de Ma­ría, sino que nos pinta una «Gaviota» egoísta y basta de sentimientos, el reverso, en fin, de Stein, a quien no merece.

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Los amores de María con el torero, la corte que le hace -a pesar de sí mismo-- el duque, el descubrimiento del adulterio de la cantante (María es ya para entonces so­prano famosa) por Stein, el desengaño de Aln:ansa, la muert~ de Pepe en el ruedo y la pulmonía y pérdida de la voz de «la gaviota» constituyen el último tercio de II; final «romancesco», como hubiese dicho Fernán -melo­dramático o folletinesco, diríamos hoy-, sobre el cual la novela pasa rápidamente (con breves vueltas a Villamar y a Sevilla para en~erarnos de lo que ?a sucedido ~ otros personajes), empleándolo como el vehtculo necesano para castigar a la protagonista, quien concluye regresando a su aldea y casándose con un barbero.

El texto seleccionado no presenta dificultades forma­les. Se trata de un diálogo entre cinco interlocutores, cuyo vivaz intercambio de ideas demuestra lo bien que sabe Fernán manejar la conversación entre personajes de las clases altas lo mismo que entre aldeanos. Es en el diálogo y no en las descripciones, las cuales le suelen resulta_r tan pronto engoladas como chabacanas, sean ~e se~tl­mientos o de la naturaleza, que demuestra Fernan me¡or su talento de escritora. El empleo de la segunda persona familiar del plural como forma de respeto constituye una falsa elegancia que el teatro había popularizado para per­sonajes nobles, pero que la novela rechazaría muy pronto, pues no se usaba ya en la conversación. La versión del Heraldo, por Mora, emplea la forma «Vd.)>, y es proba­ble que Fernán reemplazara ésta por consejo de amigos académicos, aunque a veces se le escapa la otra forma, que usa entre los personajes populares y domina,. por tanto, en I. La preocupación de los presuntos novehstas por eliminar del lenguaje literario extranjerismos y fra­ses rimbombantes, afirma, en cambio, y también como parte del contenido preceptivo de la escena, la voluntad de naturalidad de Fernán.

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Aunque se trata de una escena didáctica y los hablan­tes se hallan además fundamentalmente de acuerdo en su crítica de la literatura contemporánea, el curso del diá­logo introduce variaciones importantes entre sus juicios respectivos. La marquesa, como la más conservadora del grupo, juzga la novela ideal desde un punto de vista ex­terno, moral y religioso; su hija, la más al día en litera­tura, parece a veces inclinada a escribir una novela a la moda; las pocas observaciones de la reservada Rita mues­tran su sentido común; Stein, educado en la cuna del ro­manticismo, no se conforma a romper con éste. 11 Es a Rafael, gracias a la combinación de buen humor y rea­lismo que distingue su carácter, que corresponde definir «la novela por excelencia».

La primera dificultad que encontrará la obra se refiere al público: el no ser francesa -no pertenecer a la litera­tura dominante- reducirá su difusión; obstáculo insal­vable que facilita el escribir la novela ideal ( «Escribire­mos como cantan los pájaros.») La marquesa impone en­tonces una serie de restricciones morales, lingüísticas y argumentales, las cuales sus sobrinos sólo aceptan a me­dias, pues tal novela sería «tan prosaica como el gazpa­chO>>. Dos virtudes al menos poseerá la nueva novela, según la Algar: «no hemos de pintar a los españoles como extranjeros; nos retrataremos como somos», y: «Dejémo­nos de flaquezas, de lágrimas y de crímenes, y de térmi­nos retumbantes. Hagamos algo bueno, elegante y alegre.» Stein, actuando en representación del romanticismo eu­ropeo, opone una grave objeción: «Pero con esas restric­ciones, ¿qué desenlace romancesco puede tener una no­vela que estribe, como generalmente sucede, en una pa­sión desgraciada?» (por ejemplo, la de él mismo y el duque por María, y la de ésta y Pepe Vera); a lo cual responde tajantemente la Guadalcanal: «El tiempo, que da fin a todo, por más que digan los novelistas, que

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sueñan en lugar de observar; además, ¿no puede haber más tema que una pasión desgraciada?»

Así, en abierta oposición a la literatura sentimental y seudorromántica entonces en boga, se define la nueva no­vela, la cual no cede en rigor objetivo al ideal de la novela histórica. La descripción de sus ventajas por Ra­fael termina, no obstante, por limitar de tal modo su contenido a las costumbres locales, que Fernán reacciona contra su propio ímpetu preceptivo a través de la obser­vación irónica de Stein: «Sería, por cierto, una nueva especie de geografía ... ¿Y los escritores?»

La definición de la novela ideal como relativa a las costumbres de los hombres en un determinado lugar y en la época presente, supone un definido acercamiento del género al realismo y explica con creces el éxito inicial de Fernán Caballero y el interés que despertó en la crítica extranjera -en particular la francesa- que admi­raba el roman de mceurs de Balzac (1799-1850) -el cual, sin embargo, resulta mucho más romancesco en sus intri­gas y desenlaces de lo que permitirían la Guadalcanal y compañía. 12 Por los mismos años en que Fernán se pre­paraba para lanzarse a la arena literaria, George Sand (1804-76) iniciaba la bogá del roman champétre (La mare au diable, 1846), novelas regionalistas inspiradas en pai­sajes y tipos campesinos, y cuyo propósito -socialista en opinión de la autora- era acercar a los hombres a través de la pintura de nobles y delicados sentimientos. 13

La gaviota es ante todo la novela de las costumbres y las tradiciones de una aldea andaluza y de la buena so­ciedad sevillana entre 1838, fecha en que sucede el se­gundo capítulo -el primero, dos años antes, es una suerte de prólogo-, y 1848. 14 El subtítulo de la obra es «Novela original de costumbres españolas», y el pró­logo explica cómo no aspira «a los honores de la novela. La sencillez de su intriga y la verdad de sus pormenores

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no han costado grandes esfuerzos a la imaginación. Para escribirla, no ha sido preciso más que recopilar y co­pian>, pues

en verdad, no nos hemos propuesto componer una novela, sino dar una idea exacta, verdadera y genuina .de España, y especial­mente del estado actual de su sociedad, del modo de opinar de sus habitantes, de su índole, aficiones y costumbres. Escribimos un ensayo sobre la vida íntima del pueblo español, su lenguaje, creencias, cuentos y tradiciones. La parte que pudiera llamarse novela sirve de marco a este vasto cuadro, que no hemos hecho más q~e bosquejar ... sólo hemos procurado dar a conocer lo na­tural y lo exacto, que son, a nuestro parecer, las condiciones más esenciales de una novela de costumbres. Así es que en vano se buscarán en estas páginas caracteres perfectos, ni malvados de pri­mer orden, como los que se ven en los melodramas; porque el objeto de una novela de costumbres debe ser ilustrar la opinión sobre lo que se trata de pintar, por medio de la verda.d; no extra­viarla por medio de la exageración (p. 63).

Lo mismo que la de Rafael, esta definición de la nove­la de costumbres en el prólogo de La gaviota subraya el aspecto costumbrista hasta hacer de «la novela por exce­lencia» una pintura de intención folklórica. Fernán cono­cía bien la obra de Balzac y entendía, por tanto, que mceurs no eran para éste los hábitos sociales de un grupo humano perfectamente localizado en la geografía de Fran­cia, sino el estudio de la persona en el marco de la convi­vencia social; sin embargo, un complejo de factores culturales y temperamentales, el más importante de los cuales es quizá su consciencia de que es preciso afirmar las virtudes antiguas que la época de transición en que vive está destruyendo, la arrastra sin remedio lejos del roman de mceurs balzaciano, el cual a su vez estaba ya para entonces abandonando su vestidura romántica por el amar­go realismo de Flaubert: Madame Bovary. Mceurs de Province es de 1856. 15

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La descripción del mundo familiar a la novelista no constituye, en cualquier caso, una mera sucesión de cuadros costumbristas al modo de las colecciones de Meso­nero Romanos y de Estébanez Calderón, sino una novela; es decir, que esas escenas de costumbres aparecen soste­nidas por la interacción de varios personajes dentro de una intriga amorosa. Fernán aspira a que la parte novela sea sólo «marco», para lo cual le hubiesen servido mejor personajes como Rafael y su pri~a Rita, siet_Tipre en con­trol de sus emociones, que aquellos -Stem, Almansa, María- que un espíritu todavía romántico la lleva a crear como protagonistas, pero cuyos sentimientos -es­pecialmente los de «la gaviota»- se resiste luego a des­arrollar.

La explicación de esto último según la propia Fernán, es que no es novelista, ni por vocación artística delibe­rada ni por temperamento. En un prólogo de 1857 defi­ne muy acertadamente el roman de mceurs como «esen­cialmente análisis del corazón y estudios psicológicos», y más adelante como «miniaturas», contrastándolo con las nouvelles o relaciones, en las que el trazo es breve y no detallado y en las que, para «causar efecto», está justi­ficado y es fácil «emanciparse de la estricta probabilidad sin adulterar su esencia ni faltar a su objeto». A pesar de lo cual, concluye, «aun para la creación de las relacio­nes nos confesamos tímidos, como tan instintiva e indes­prendiblemente apegados a la verdad>~; 16 apego que c~ns­tituye el lado positivo de la incapacidad de la no~ehst~ para la invención característica de la literatura de tmagt­nación: «No tengo genio creador»; «Mis novdas, como novelas valen bien poca cosa. No tengo imaginación crea­dora así carecen de intriga, de interés, y su lectura no despierta la curiosidad ni fija la atención». 17

Estas declaraciones, al igual que el texto mismo de La gaviota, dejan sin resolver el problema de la aproxima-

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c10n de Fernán a la «novela de costumbres», pero «no­vela» al fin y al cabo, y tampoco «novela costumbrista», término que implicaría una relación más directa con el cuadro de costumbres. Porque aun si se trata de emplear la novela como marco en vez de contenido, no cabe duda de que alcanza el proyecto de una novela de costumbres, incluso dentro de la limitada definición de Rafael el concepto original del roman de mceurs; proyecto v~go, cuyas perspectivas Fernán sólo entendía a medias, mas para el cual estaba, pese a sus distingos y autocríticas, tan bien dotada como el que más en 1845: de ahí que sea novelista en vez de costumbrista, y novelista además en la trayectoria del realismo.

Será menester plantearse brevemente el papel del ro­manticismo dentro de la obra de Fernán. Ésta posee una concepción idílica del mundo: la civilización corrompe, en tanto que la cercanía de la naturaleza revela lo mejor del espíritu de un pueblo; convicción típica del primer romanticismo y en particular del alemán, empeñado en la busca del espíritu nacional que anima las creaciones más auténticas de una literatura. Fue en esas ideas que se educó Cecilia Bohl: la futura novelista nació en 1796, estuvo siempre muy unida a su padre, gran entusiasta del romanticismo, y discípulo del pedagogo Campe, se­guidor de Rousseau, y pasó además su adolescencia -los años entre 1805 y 1813- en Alemania, junto a Juan Nicolás.

Cecilia, sin embargo, es una mujer práctica, muy con los pies en la tierra, según lo prueban abundantemente su correspondencia y las peripecias mismas de su vida; con poca fantasía y muy observadora. Este temperamento se une al espíritu artístico recién descrito para atraerla a la pintura de las costumbres como proyecto literario central, en un momento en que el romanticismo ruge, gime y sangra en todas partes (el primer boceto de La fa-

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milia de Alvareda es de 1829) -y cuando en España, según demuestra Montesinos en su Introducción . .. , no se hacía otra cosa que traducir incesantemente la litera­tura extranjera romántica y seudorromántica.

Pero Fernán no quiere tampoco escribir cuadros cos­tumbristas, cayendo en el pintoresquismo deformador de ese género cuya popularidad en España duró hasta bien entrada la segunda mitad del siglo, sino crear una trama como marco o sostén de la descripción de costumbres. El proyecto es decididamente original, sobre todo en 1830, mas para llevarlo a cabo Fernán acude como fuente de inspiración a la literatura romántica de tipo sentimental representada por esos autores de segunda y tercera fila cuyos nombres decoran sus obras al pie de innumera­bles lemas, pero también por Madame de Stael, Chateau­briand, Vigny, Hugo. El manuscrito encuadernado de La familia de Alvareda, el de Elia, los relatos «Magdalena», «Sola», «La madre o el combate de Trafalgar», todos an­teriores a 1835, son al cabo más románticos que costum­bristas, y de un romanticismo melodramático y llorón.

Mas para 1845, cuando escribe La gaviota, Fernán tiene casi cincuenta años, y en su madurez de escritor in­tenta con renovada energía el nuevo género -esta vez interpretación de sus lecturas de Balzac y de los costum­bristas (las novelas de aquél empiezan a aparecer des­pués de 1830; el proyecto de una comedia humana es de 1842)-, género en el cual dominará el análisis (no sólo la pintura) de las costumbres sobre el de las almas, género a salvo por fin del romanticismo. Y, en efecto, La gaviota se divide en dos partes, la primera dedicada al campo, la segunda a la ciudad, y su costumbrismo no se limita a refranes y tipos pintorescos, sino que trata de ser científico (abundan las notas de la autora). Fernán no deja tampoco que su conservadurismo la ciegue, y aun­que lo lamente, no oculta cómo el paso de los tiempos

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ha, ~fectado la sociedad campesina tanto como la aristo­cratlca: Manuel, el guarda del convento discute a veces con su piadosísima madre y rechaza las s~persticiones del past~r; Rafael se burla de los desplantes nacionalistas de su t10 Y de las creencias heráldicas de su tía. Al cabo la as~iración de la novelista es un término medio qu~ permita a España alcanzar al resto de Europa. 18

Tod? marcha bien en tanto se trate de personajes se­cundanos o de escenas independientes del conflicto argu­mental (factores que coinciden en la seleccionada donde sólo Stein es personaje protagónico) , pero cuand; se tra­ta de de~arrollar el marco novelesco, el espíritu objetivo de Fernan Y el horror que siente para estas fechas por lo romancesco, entran en conflicto con su deseo de com­batir el materialismo contemporáneo y mejorar la moral de los lectores a través de los ideales del volksgeist. Una­mos a estas aspiraciones la relativa falta de imaginación creadora de nuestra novelista, y tendremos la explicación de. lo que sucede en la trama de La gaviota, donde se ev1tan algunos de los aspectos más característicos de la intriga a la manera romántica (fantasía sorpresas trucu­lencias), se pasa ~e ~oslayo sobre otro~, como la' pasión amorosa o. las coincidencias extraordinarias, y se trata de sonar s1~mpre na~ural -sólo las muertes (la del pa­dre de Mana, la cog1da de Pepe) excitan brevemente la v_ena melodramática en Fernán-, pero donde al mismo tlempo no se profundiza en las pasiones escogidas para «marco» de la novela, pues la autora no comprende, al modo que lo harán años después Valera, Galdós y hasta Pereda (el más cercano a ella entre los realistas) cómo puede ahondarse en aquéllas fuera de la exageración ro­mántica que detesta.

El resultado novelístico excede la subordinación de la intriga al costumbrismo (lo cual ocurre también) pues éste queda a la postre como separado del texto, :specie

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de elemento independiente cuyo valor, sobre todo a la distancia de un siglo, resulta erudito: coplas, refranes, chascarrillos, tradiciones, la forzada descripción de Sevilla en II, 3. De la novela misma, en tanto, tendemos a ol­vidarnos, como no sea para rechazar sus excesos senti­mentales y melodramáticos.

Fernán estaba muy consciente de estas dificultades, se­gún lo demuestra el texto mismo del capítulo IV de la segunda parte. La novela que quiere Rafael parece geo­grafía más que novela, objeta Stein, y pregunta en segui­da si habrá escritores dispuestos y capacitados para em­prenderla; es decir, para llevar a feliz término esa combinación de costumbrismo y roman de ma:urs que quisiera Fernán. La respuesta de Rafael debiera ser un ejemplo de novela de costumbres donde la trama fuese marco de aquéllas, pero lo que en cambio hace es relatar el esqueleto de una novela jocosa, la biografía caricatu­resca de su tío, reliquia a su vez del siglo pasado (el re­calcitrante general hizo sus primeras armas en la campa­ña del Rosellón de 1793).

Es su propia evolución hacía el realismo la que al cabo corta para Fernán el camino de la nueva novela , al entrar en conflicto con ideales demasiado arraigados en ella y cuyo anacronismo aquél tendría necesariamente que subrayar, siquiera en el «marco» de la «novela por exce'lencia». Tras el éxito inicial de 1849, la novelista refuerza su conservadurismo moral, religioso y político; 19

se concentra en ambientes campesinos, los cuales le parece que son mejor sostén de su romanticismo; espiri­tualiza cada vez más sus descripciones y análisis (desapa­rece así de la versión definitiva de La gaviota aquel salu­dable efecto que tuvo sobre Stein su convivencia con campesinos prácticos: I, 9), 20 y deja por fin el género por las relaciones, el artículo más o menos costumbrista, y las recopilaciones de cuentos, proverbios y coplas.

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Al lector acostumbrado a relegar a Fernán Caballero ·e de lt'mbo anterior a la verdadera novela, e a una espect

incluso a algunos estudiosos de la novela del XIX, no podrá dejar de sorprenderles lo consciente que estaba ya en 1853 de su fracaso en relación al proyecto expuesto en La gaviota:

Mucho he dicho en mis prefacios para disculparme de una fal­ta que tengo bastante tacto para conocer, y por eso he repetido en ellos muchas veces que no pretendo escribir novelas, sino cuadros de costumbres, retratos, acompañados de reflexiones y descripciones . . . No obstante, mis escritos se presentan como nove­las porque no hallo otro nombre que darles, y por lo tanto no los reivindica mi disculpa [ ... ] Al poetizar la verdad, que es todo mi afán y mi alta moral, temo que no aparezca en todo su esplendor esta verdad que amo. 21

Esta actitud, en la que Fernán se refugia cada vez más tercamente, explica su posición dentro de la historia de la literatura española, como una especie de abuela entre ñoña y regañona a quien verdaderamente no hace falta leer . Pero aunque Val era y Pereda la criticaron y Galdós la ignorase; 22 aunque -lo que es más grave- no sea sólo el tiempo, como dice la marquesa, quien ponga :fin a las pasiones en La gaviota, sino el tiempo dirigido .por Fernán para castigar el brutal realismo de su,protagonis­ta, 23 el ideal que elaboran los dialogantes de nuestro texto de una novela que retrate a los hombres y sus costumbres tal cual son, representa ya en 1849, o cuando España temblaba todavía bajo los efectos del huracán romántico, el modelo de la novela realista que esos mis­mos críticos perseguirán luego en dirección opuesta a la de su primer vocero, pero la cual tardará aún un par de décadas para afirmarse.

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NOTAS

1 P:1ra cl c~tudio de~ ren:tcimieolo de 13 JJóvela española y su l.'Volución hncia c.! .realismo, son fundumcnta1cs dos obras de José F. Monresin ; l11ttoducdón a 1111t1· bistO!'ifl di! la novela m Espa­IÍtJ (!/1 el siglo xrx (Mndríd : Casrnlia, l9:55) y Costumbrismo y n:11eln (lkrkcky: Univcrsity of Cnlífol·nht l'rcss, 1960). Otros es­tudios importantes son los de Reginald F. Brown, La novela espa­ñola, 1700-1850 (Madrid: Dirección General de Archivos y Biblio­tecas, 1953); Salvador García, Las ideas literarias en España entre 1840 y 1850 (Berkeley: University of California Press, 1971) ; Juan Ignacio Ferreres, La novela por entregas, 1840-1900 (Madrid : Tau­rus, 1972); Iris Zavala, Ideología y política en la novela española del siglo XIX (Salamanca: Anaya-Las Américas, 1971). Para un estudio detallado de la bibliografía sobre el tema, y en particular de los libros de Zavala, Ferreres y García, véase Peter B. Goldman, «Towards ll Sociology o.{ the Modern Spanish Novel : The Early Years», Modcm Lmgrtogt: Notes, 89 (1974), 173-90, y 90 (1975), 183-211. Monte inos es también autor ·ael primer libro moderno sobre Fernán Caballero: Fernán Caballero. Ensayo de justificación (México: El Colegio de México y University of California, 1961).

2 Véanse los artículos de Charles de Mazade, «Le roman de mceurs en Espagne: Fernán Caballero et ses récits», Revue des Deux-Mondes (nov. 15, 1858), 352-80; Antaine de Latour, «Litté­rature espagnole. Fernán Caballero» , Le Correspondan!, (ag. 25, 1857), 605-34; Adolf Wolf, «Über Fernán Caballero und ihren iucnromnn» 1 Wieut!r Zi~tmg :Oulío 18, 18~9); 1~el'dinand Wolf,,

«Üb r de-n reo.li üs hen Romno Spaniens~>, ]r1brbach frtr R.otmmi • cbu 1111d E"pfisciJI! Llleml t~r, J (1859.) . 247-97; «Obras complcms d ' Fc:.rruin. ~ballcM> , 'fbe Edinburth ·Rcvicw, CX1V (/'ulio d 1861}, 99-U9. T:tnro lll R.evuc di!S Dl!ux-Momle.s com :1 TJ.din­burgiJ 'R.eview fueron pubUcndones en rmcmente influyentes en el siglo XtX. Muchas de los novelas de fcr.ná.n se tradujeron al fran­cés y n1 jnglés, y hay también l11111 l'rtlducción alemana de las obras completas (1859-64). La obra de Javier Herrero (Fernán Caballero: un nuevo planteamiento [Madrid: Gredos, 1963]) contiene una bibliografía muy completa de estudios sobre Fernán.

3 La obra de Montesinos, y muy en especial la de Herrero, in­vestigan el problema de los orígenes de la actividad literaria de Fernán. La novela corta «Magdalena» es, según una carta de la propia novelista, de hacia 1816. Otra carta, de 1824 aproximada­mente, menciona que trabajaba en una colt:cción de cucnros infan­tiles . A principios de 1829, Washington Jrvinp, lee en Sevilla unó primera versión de La fam ilia de Alvateda, en 183 cl pndce de Cecilia le escribe a un amigo que uqul!lla tiene escdras dos novelas (La familia .. . y Elia) . En t'835 el influ)l ntc pcrióllico ro-

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mÁntico E( Artisln, de Madrid, publica, finnndo con l:~s inic: les I<C. B.», «La madre o d combate de Trafnlgs.r». Ü :cilin escribió cm nccs· una carta l\ los cditot-cs (que: Uo~maonn In teJ\ci6ll en unn notn sobre lo cxtmordlnnrio de que una mujer ~ d<:diciiSC n Jn litcrntum CJI EsJ; nñn) protestnndo de que no fue eUn quien les c.nvi6 el relato, pues sabe que lo que escribe «por vía. de j)Q~a­Liempo y clHUI;Iio no me I!CC ni un lug:u· en su dis tinguido periódi­co, ni aur;¡ Urun r· In ncenti6n de n'adic; pero s br • todo poJ:C!ue tet1g por fmimo convendmieoto que el éfrcu l que forma lu C!S· fc~a de una mujer, mient1:as miÍs estrecho, más odccuado ¡¡ su ft.1icidnd y a la de lns pc:ts na. que In rodean, y rtsí jnmÁs tratnté de ensancharlo, dcbl ndo a este :~istema la fdicldnd dé. que he gozndo en mi vidn», pues oo es senJ; to que una muje~· <;~quiet·:i SRc:rificar lo sólido a lo briUantc, una vittlld a un nd tnO», cuando el «sexo fuerte», con «severidad e intoleranda~ hn dispuestó que sean «incompatibles las calidades domésticas y las in linncion ' Jj. terarias» (Fr. Diego de Valencina, Cartas de Fr.móu CrtblliJCI'() [Madrid: Sucesores de Hernando, 1919], p. 44¡ M ntesinos, Fcr­JiÍm Cabo/tero, p. 144).

4 CnrtR d 2 de julio de l845, dil'i&ida al doaor J ulius, de Htu:nbul'go1 vleio nmigo de .Toan Nicolás Bchl. Reproducen la ca•· ca, en alem1tn, Camille l?i~ollet, «Les premiCl's ~~~¡~ liuéntircs de Fcmán Cabcllct'O», 1Julleti11 Hispa11iqm•, X (1908), 286·92, y en versión cspnñ !A, Santiago Montoto, Fer-nán Caballero. Algo más que tma biograflit (Scvllla: Gráficas del Sur, 1969), p. 366 y ss.

5 Valencina, p. 15 y ss. Sólo se conserva el borrador de la carta, escrito al dorso de una esquela que anuncia el fallecimiento de Lista, el 5 de octubre de 1848.

6 En su carta a Julius, explica Cecilia que no escribió las nove­las de que le habla en español porque «la lengua española no sirve para las novelas --es raro, pero es así- por muy bella que sea para la poesía, las comedias, la historia y lo jocoso o satírico, para las novelas es torpe e inflexible, porque en seguida parecen amaneradas o lacrimosas -prefiero así escribir en francés>> (Mon­toto, p. 366). En 1860 le cuenta al crítico Latour que escribió La gaviota en francés «no para imprimirla, sino por si acaso la quería leer algún extranjero, como escribí La familia Alvareda en alemán [en una versión desaparecida], como de tal suerte estaba persua­dida que nada nacional podía pasar aquí, ni lograr más que la burla y la calificación de chabacano, ganso y ordinario, vulgar y trivial» (A. Morel-Fatio, Etudes sur l'Espagne, 3." serie [París: Bouillon, 1904], p. 34.3). El Artfculo de 1849 de Eugcni de Ochoo sobre La gaviota (induido como pr61 go en In edición dt 1856) insiste é.Jl c6mo el público culro dcscof.lfía u desdeña lns novdllS CSJ?añ 1111 I'<Originllles», y V: Jcm, en 1879, explica que n ha lddo a Gald6s «pOr ese <:x~mño recelo tu solemos tcnct' lo cspañ les de que vn o ser unn tontería o un r fléjo conu'ahecho c.le llteratunl

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de onos país~ too llb«? huevo c.'ptlñol que leamos.» (Montc.~i· nos, llflrodm;cu5n .•. , ccl. 1972, p. 132, nota 3.56). .

7 flernán c.~bn~ero. (Cccilia . .Bob~ von P'nbcr), La gavioJ.a, ed. Ju·

ho ]{odrlgut'Z·LUJs, lexws Hi~plfmoos Modernos, nú111• J.8 (Bar~ lona: ~r, .197.7.), P~· ~00-307. La edición reproJuce lt de 1856 ~o IH · prtne.~pnlcs. ~ar.:mte¡; de las de:: 18t19 y U!6l. Para c.:st!J cdi. c1ón ~ hn m.Ciderll17.1ldo y corll'gido la orrografra , indu,Ye.tltÍo J¡¡ ele voces exrra.~l¡ctrns (nlem:ma~ e ín¡.¡lclilis), y reducido el nlimero de Jmtas y Vntl(lntes.

~ «_f\!flrtl!y es en lll.S casas inclesas el depar·tam.cnro de Jinn lo a los m~os Y a Jru; personas que los cuidnn, qu <.'StÁ r~tirndo y en otro P lSO.» (No/a de la autora.) }=:SoR cxtmnjeros, lo mismo que ?t~ que transeurn:n p r In& pagmas de lA ¡rac,iol# (un noble m&l~, un prfnclpe uqliano),. 11firmnn el ntracdvo de Scvilhl para los Vl:lj ros c.u.t'Ope~s, atrucrtvo que illcru12a ~ ~~ cima, .sin c:ml:l rgo, en lu d~cnd~ nntcnor .a u.quclJa en que succd • !11 cción de In 110• vela (W11S~mgton Irvtng pasó unos m !.!Ses en Sevilla ente· 1828 )' 1829, Vscr~r Hugo en J.834, etc.), .En Clemencia, un inglés y un fl'llncés COtlCJ:lll a l~t hero!.nn. El barón Mande dl!: La gnvióltl pn· n!'CC . :rer unn alusión al barón lsidote Taylor JI rcrato y hombre públ1c0 francés que CStU\~0 e11 Andalud.1 vari:tS vc-c~:s y publicó ~~o1~}~ un Voj•ligc piuori:!(Jfil! en J;.~pagJJe ... (Herrero, TI, capf·

9 En noviembre ~e 18~6, si comenzar la I\CCi6n Stcin se fírig a. N~vann eon la 1o.renci6n d hnUar cmll.{é~ como ciruj no del c¡érclto .real. El segundo cap[tulo comicrum en octub!:e de .1838, con Ste.tn 11travc.snndo una dehesa del condndo de Njebhl (en el capftulo liT se explictt que viene desde Nnvnrm por vf:1 d~: .Ex­treml\dum Y btiSCa un. puerro dc.:sdc dond • cmbarau'l!e para C:'idiz Y de alJf para Alcn•u¡~J a) , pues por ·cuntr a un herido del parúdo contrarto lo 11,10 arT?JOO~ de su ~~·go. La cnusa caclistn, que ¡¡J. cau7.11 us mn)'On!S vsctortus el otono de 1836 iba ya _parn enton· ces d_c veocida (el convenio de ycrg:rra es de ~gos1·o de 1839). L11s :m:oodndcs de nmbos bando.~ diM<>n lugar la gestión dirtctn de: I.~glaterl'? Y In . fm:na clcl _pa~t~ EJIJot ({lbril de 1835) pnra gnran· Uzru: canjes perJ{rdtcos de prtstoneros, eJ respeto n los heridos etc

JO S ' j l . • . , egun t ec ron v:was cartas: «eso hor1•lble Gaviota y el ordí-llnt'IO Pepe ycra Jos he ~azado de mal1t. gana y con coraje y por­&uc ero pltt1SO» (Valenona, p. 2J); ~<:~'11 I'OCtl !Osea Marfa SnJa. < a · .. Ha)' <::1rru:tcr · que nc<:esiltln un fino mosaico p:ttd pintttr ·e ---;P"tU OIJ'OS que sólo se pueden pintar n brochazos: pon:Jtle ellos f!liSnlOs no se dan ':lienta de su scntit• y obron: por mcrós ins· untos brutales, o a unpulsos de Ull!l, ~ang~e nrdientc. En ellos Jn r~cxló!l se r~:ducc a mezquinos cálculos de e oísmo» (BulleliJI HISptunqul!, XXVl [19.24] , 71); «Cuando cscríbf J_¿¡ gaviota, ese tipo de la repugoo.nte vulgaridad qnc o;tdn puede ronoblcce~~; «El t~mt? de la Gavtota no ~ra, 11un s(cndo mujer, ni lista, ni vivn, ru alegre. Era frfa.~ tranquilo, solapada, dura y seca)) (Carlos inó.

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ditas, ed. Santiago Montoto [Madrid: S. Aguirre Torre, 1961], páginas 202 y 205).

11 Dos franceses que han estado tratando de escuchar la con­versación (en latín) donde Stein le cuenta al duque cómo salió de su hogar por no hallar trabajo cerca de él, comentan que «el mozo rubio y pálido se me figura una especie de Werther llorón, y he oído decir que hay en la historia un poco de Carlota [la hermana de Stein se llama Lotte], amén de los chiquillos, como en la novela alemana. Por dicha, en lugar de acudir a la pistola para consolarse, ha echado mano del ponche, lo que si no es tan sentimental, es mucho más filosófico y alemán» (I, 1, p. 96). El Werther (1774) no se tradujo al español hasta 1802, pero fue re­chazado por la censura, por «poco adaptable al genio y gusto es­pañol, porque ni divierte ni instruye» (Montesinos, Introducción ... , ed. cit., pp. 25-30). ·

12 Sobre la caracterización de la novela anterior a Flaubert y el concepto de un realismo romántico, véase Donald Fanger, Dos­toevsky and Romantic Realism: A Study of Dostoevsky in Relation to Balzac, Dickens, and Gogol (Cambridge: Harvard University Press, 1966).

13 Fram;ois le Champi es de 1847 y La Petite Fadette de 1849. La primera en particular gustó mucho cuando niño al protagonista de A la recherche du temps perdu, asiduo lector de Sand, y desem­peña por lo tanto un papel importante en la estructura de la obra de Proust (véase especialmente Le temps retrouvé, pp. 883-886 y 1044, ed. Pléiade). Fernán probablemente sólo conocía las novelas románticas de George Sand, como Lélia (1833), y la es­candalosa vida de la novelista; de ahí que la horrorizase el que la compararan con su colega francesa, cuyo seudónimo le sugiere un desierto moral (por sand, arena en alemán): véase Montesinos, Fernán Caballero, pp. 19-20. '

14 La segunda parte comienza un mes de julio en Sevilla. Aun­que no se menciona fecha, según se hace para los capítulos I y II de la primera parte, tiene que ser 1844, sumando a 1838, fecha de la acción del segundo capítulo, los tres que transcurren hasta la proposición de matrimonio de Stein a Marisalada (capítulo XII), y los otros tres que pasan hasta la llegada del duque. El capí­tulo XV sucede aproximadamente un año después de los aconte­cimientos de II, 1, y el XVI y último, <<Después de cuatro años, es decir, un día de verano de 1848>> (p. 433); sólo unos meses antes de enviarle Fernán la novela a Mora (vide nota 5). En julio de 1843 Sevilla se alzó contra Espartero y fue sitiada y bombar­deada durante nueve días, ocasión que los sevillanos comparaban a los sitios de Numancia y Zaragoza, pero Fernán evita mencionar, quizá por parecerle demasiado cargada de implicaciones políticas. Las alusiones históricas en su obra (las guerras carlistas, la desamor­tización, etc.) poseen siempre un carácter general en vez de concreto.

.LA NOVELA DE COSTUMBRES: FERNÁN CABALLERO 37

IS M~ntcsiliOS sugíe;:r q~e ..:n In confusión <.ie Fernáo re$pcc{O nl romn11 de ma:urs i.n.tcrv1enc fu. inlluencia de los COliturnbrist:n; e~l~ ikdes cuyo objetO son tambt~n .Iiglll'as t:fpicas.. Sin c::mbntgo, rnientt1tS que la conlribu ió11 de :;l.tjuétlos al déSarrollo de lil novdn es ,$6lo indirecto --<lcspienan ul In te ·és del p(rbliC<l eo 1:g cir­cunsrancio espaiioln coo.temperónea-, con Ja npzu·íción de- Fmmán ..:In novela cspaii.ola ra.mbin ·de rumbo ... n partir de gud momen­to empieza a haber novela española>> (Fernán Caballero, p. 30 y siguientes). La carta a Mora antes citada también ayuda a enten­der cómo interpretaba Fernán la novela de costumbres: <<algún espíritu de observación, muchas ocasiones de estudiar en la espa­ñolísima Sevilla las costumbres de la sociedad, mucha paciencia para recoger en el pueblo de campo dichos, usos, cuentos, creen­cias, chistes, refranes, etc., me han hecho hace años recopilar un brillante mosaico, que creo debe tener interés para todo el que quiera conocer este pueblo poético y esta sociedad tan poco co­nocida>> (ed. cit., p. 454).

16 «Dos palabras al lector>>, Relaciones, Obras completas (Ma­drid: BAE, 1961), II, p. 303. Sobre la admiración de Fernán por la comédie humaine y el genio de Balzac, basados en buena me­dida en los alardes de conservadurismo del novelista, véase Mon­tesinos, Fernán Caballero, pp. 16-18. Sobre las relaciones, ibid., página 83 y ss.

17 Epistolario, Obras completas, p. 42, y Valencina, Cartas, pá­gina 191. La primera carta citada dice también que Walter Scott, con quien se la comparaba a menudo, no tenía genio creador, y <<por eso inventó la novela histórica>>.

18 «La cuarta clase [de españoles contemporáneos], a la cual pertenecemos, y que creemos la más numerosa, comprende a los que, haciendo justicia a los adelantos positivos de otras naciones, no quieren dejar remolcar, de grado o por fuerza, y precisamente por el mismo idéntico carril de aquella civilización, a nuestro her­moso país; porque no es ése su camino natural y conveniente: que no somos nosotros un pueblo inquieto, ávido de novedades, ni aficionado a mudanzas. Quisiéramos que nuestra patria, abatida por tantas desgracias, se alzase independiente y por sí sola, contando con sus propias fuerzas y sus propias luces, adelantando y mejo­rando, sí, pero graduando prudentemente sus mejoras morales y materiales y adaptándolas a su carácter, necesidades y propensio­nes. Quisiéramos que renaciese el espíritu nacional, tan exento de las balandronadas que algunos usan, como de las mezquinas pre­ocupaciones que otros abrigan>> (Prólogo de la autora, ed. cit., pá­gina 65). La primera clase de españoles es la de los nacionalistas, la segunda la de los extranjerizantes esclavos de la moda, la tercera la de quienes rechazan por igual lo de fuera y lo nacional. Fernán propone, en fin, para lograr su propósito, dar a conocer <<nuestra nacionalidad>>, cuyo retrato lo hacen hasta ahora extranjeros que no conocen el original --es decir, la España de pandereta de la

11 , r ' "H

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.lirctatum romiínú~. Unn frase de l11 versión dcl prólogo en El Reroltlo -::«P8ltt . esto e1; indispcn abl que, en lugar .d<: juzgnr a los espanol pmtados por mnno el/lr:ulas :~p.rcnoo.n Jos ott·os ~ucb1 s a juzgarlos pinta los pot· ·1101 mismo 1>- part.'C · Wl;l lu· st?n a la cékb:t- lit;ric de r muos de tilXI~ sociales, Los españoles pmlados por s1 rmsmor (1843 ), CJ1 la cual cobboraron ~.:scritorcs muy impottanres del ~rloclo y fue dcsp11és jmimJo. lo.rgatn<!lltC,

. 1~ ?e:rruin Lendfa en Jlol!tiCtl hacia los m áemd~?S y no fue nuncn « rün ~. por rc:spcro n. lq volunhld del rey, . tecto n In fnmília reru (era visita hceucnte de la iofanw l..uis:a Fernandn y el duque de Mootpc.nsier en el palado de s~n Tdrno en Se •illn, y Cll 1856 Isabel n .Je .concedló unn Cl\$:1 en d r~nto dcl Alcl:r.ar), y uu11bién por ~nvl~ción m • 1: «por máS que. lo ptiucipios de O. Cl)rlos me &Jmpaozasen más qtae lo· de la reina Cristina ... no he podido me~os de senti.t: hondamente que el carlismo, que muda tranquilu y dlgo:uncnte ln muerte narurrtl, se hnyn lcv:mtAclu d su 1 ho de muerte para alejar de su tumba todo cl respeto de lo.s gCJHCS hon­t;L~,., (Vruenciun, p. 222). La <:Hrta el! de 1860, tJSf q_uc: debe aludi~ a la segunda gucrro. carlista (1846-48). Véa5c sobre el modo en que: los conservadores aprovcchru:on 1 .fama de Fetruín1 el deseo de ésta de mnntenerse :1.! n1at•gc11 dé In luchn J?ó]hic:1 y cl modo en que puso ~iempre su intcrC-s tJ\ 1 indlviquo por encimo de c!J~ones ideológicas, M ntesinos, Fernán Caballero, pp. 10'8 y stgu1entes y 120 y Sll.

20 ..Stein estaba compltt:lm lte rcstabk·ddo. Su fnd le bcnévo­ln, sqs mocl tAS inclinncioncs1 sus n.aturale.~ simpatfa~ le npegoban CKia di:t m.~ n1 _pnclfico dr<:ulo de gentes buen~1l, scndiJns y _gc· nerosas en que viV'in. DisipábaSc gradun.lmentc su om:1'l'go desalien­to, y su a.Lrrut revjvía y so recnncil iahll cordialmei!LC e n In cx:istcm:ia Y con los hombres» (p. 170). El énfasis se halla ahora en la modestia de ambiciones romo ideal de vida.

21 «T<>do Jo novelesco tiende il exaltar a b cri~tura · yo bnsco ablandarla, excluyendo o poniendo en mala lu?. t dn, ~s p:~sio­nes», continúa la rni$mn cnrta (VnléJ1clna, p. 8). El p pó$iio fun · drun!!l.'f!il d~ ésta es defcnders~: ante sus amigos de In cl'ftic:a qu~.< le d1Ilgt6 V1cente Dnn:antcs . en :enero de 1853 n Ctenu:ncia, a poco de aparece~ esta novcln~ «S1 b~tn pone Vd. con muchn delicadeza la rcg¡alru:id.1d de formns 1 verdad, la falta d nlg llll:tSionnd y de l'Ofi1!1$1CCSCO y cxtrao~oarío, como c.1u!1n que le impedii·(ñ a Clem~m:ia ~c..r popular, yo la cousidero como un dc.fecro capi.t-al ~ una novela. Tkue Vd. mil ttrl.oncs, y mi exccsivn timi IC'- para mventar, nú puritilllismo de verdad, son trabns que: m· impcdir;in siempre salir de un drculo clrcun:;criro y elevarm 11 la esfe~1 del geni<?» (ibid.~ . . En su carta abierta a Ban:antes, Pemán dcficnd~.: sus Ideas re.ligaosas y morolcs, pero :tC.epta intÜt<!Ctruncnrc la ob­jeción del crítico de que a Ia protagonista le fah·n vida, cuando declara que ni el libro es una novcln ni Clemench1 «nt:rofnn ro­mancesca», sino «el ideal femenino traído a la realidad» (citado

LA NOVELA DE COSTUMBRES: FERNÁN CABALLERÓ 39

por Iris Zavaln, IdcJOlogfa y polieica •. • , pp. 284-98¡ vC"IIse tmnbién José Sánchez, «Fom:ín Cahallcro-Darranrc:s Corcespondnnce» His· pani.c Re~iew, lX [1941]. 402-404, y para las cartns que Í:ratm ~ ~ crlucn de Bammtcs y cuestiones :úines, Vnlcncinn, p. 35 y siglllentcs). Después de Clenu:ncia Pem~n. s6Jo publicó ól:rli novela latgn, Un vcrar1o t ll Dorno.s (185}), donde la form11 epi:aotar 111 prot.esc ~e lo rom.a11cescp y ¡; ermite c¡ue el análisiS' Jnorol no pro· vcngl! duect.a!l'ent<:: de. b. uutorn. Señala !'Aonl~nos c6m plU'a Femtm «poctlZill'?> no s1grufica_ (lhnccr ¡)()éueo , smo <~descubrir la _pocs(a larcntc bn¡o alguna relll1dad» (p. 41).

22 Vnlec;l y Fcrcdn e ClCUpnron r spectivrunenre de Ú1 gaviota y de C(!!IIICIICia como c.rlticos. Aquel fue bus·tanlC doro ron el afán carcquizru:lor de l.t novclistil, aunc¡1,1c coincide con Pereda en cck­b!'llr la. frescura de Sl.IS C1_Jildros popul 1'\:l!. Valen respondió ~ram­ba n 1 nrúculo de In Edmburgh Review tn loor de ferndn. Mu­chos nños después de su critica a Clemencia, Pereda refleldonJJba. sobre cómo eJ gusto todavin romé:ntico de 1852 pl'efcrfa «cl amo!' cmpalagoSó e lnvero$ÍD'Iil <le quciJa sensible y );tc.rlmOsa lu:tofnn ... a l s sabrosos 1'asiljes y cuAdro$ llenos de color y de verdad en los cunles elllron <.-om JiS\la:RS de primer término Don Mllrtfn, [etc.]. Esro se clt!St>cbaba por vulgnr y poco elegante y sin em· b~rgo era 1:! miS!' tl~.¡ ú1gcnio de Fcrnán; lo qu ha' hecho que vavn y no muem Jtlmas esa nov.eln, C:OJ(lO no morlrár¡ /.A gav;ota ni oLras muchas de ln ilusu~: autom, preciSllmen.tc por est:rr Heons d.c 'vulgaridades' por 1 csdJo». También McnéndC'.'. y Pelayo, lla· c1cndo la salvedad de que oo tolera «las novelas co¡•tac:bs por ln.rgos sermones, v. gr., l~s de Fctnáo Cnb;illero, con se~· d mi devoción», le recon~ «el mérito supt·emo de huber Cl"elldo Jn novelo moc:lema de cos umb.tcs españolns, la novela de sabor local, siendo en este concepto discípulos suyos cuantos hoy la cultivan y, CJltre cllos; Pcrecln, que, nffn ad más por SU$ ideas con las d Fern6n, se ha gl~ria lo siempre de semejante filiación imclcclmif . Véase sobre todo esto, y lo mucho que moles tó n Fern;Íh la crbicn de Valcra, Montesinos, op. dt., pp. 123.-29 y 133•38. Ga.Id6s mcn­cion.'\ en C6diz n 105 Bohl de Fabt:~, pero H11mA <tTilisn>> a In no· vdista a quien atorgn un mt'Ciíníco clogio: «a quien debemos In~ mejores y más bellas pinturas de las costumbres de Andalucía, novelista sin igual y de fama tan grande como merecida dentro y fuera de España».

23 En la versión del Heraldo se dice simplemente que Stein, habiendo decidido quedarse en Villamar, manifestó «SU inclinación a unirse con María», y de ahí se pasa al efecto de la noticia en varios personajes y la escena de la boda. Fernán decidió pues, por consejo de amigos, escribir una escena en que Stein se le decla· rase a la muchacha, lo cual hizo en 1849, con vistas a la publi­cación de la novela en libro. Curiosamente, o a pesar de lo mucho que detesta a su protagonista (encarnación Quizá de un oscuro antagOnismo con alguien que identifica con ella), Fernán justifica

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40 JULIO RODRÍGUEZ LUIS

CD esa c:sccn" del capitulo xn 1 t re(IC~Ón ~~ Mari dent~? .ele un context $0Cia1 y psicológic.v que no tiene nada que c:nv1d1 l'le :s 1 s cnrllclc:rísi icos de Fl u crt. l>rc: esa es~nn, nsi corno s0br~ e.l modo . , que Mnría tnL'"ama un espfriru r 1guro ltmetuc: rcru~~a. v6lse ml ardculo ((.La gaviCitl: Fernán 0tbnUcro enD"e t:Omanuas. mo y re;llísmo>>, A 1udes Galduiiauos, V lli ( L97;3)¡ 12.)..36.

Un marco para El sombrero de tres picos

MARIANO BAQUERO GoYANES

E N la obra narrativa de Pedro Antonio de Alarcón no parece adecuado buscar la usualmente llamada «calidad de página»; no porque ésta falte totalmente, sino porque los valores literarios decisivos residen en otra parte, y no están tanto en la brillantez estilística como en la seguri­dad del ritmo narrativo y en el dominio de 1"5 estructuras por éste generadas.

Sabido es que Alarcón, formado literariamente en el periodismo de la época, escribía rápidamente, con una gran capacidad de improvisación. Y así, la más famosa y popular de sus novelas, El escándalo, fue prácticamente escrita en solo un mes, en el verano de 1875. Un año antes, en 1874, Alarcón había escrito en solamente una semana la que pasa por ser su obra maestra, la que aho­ra va a centrar nuestra atención : El sombrero de tres picos.

Pero si esto es verdad, también lo es que Alarcón, a la par que tenía conciencia de su capacidad de impro­visación -y a ella aludió, con complacencia, en la Histo­ria de mis libros-, la tuvo asimismo de sus riesgos. De ahí su relativa desconfianza en las obras tan rápidamente escritas y su obsesión por revisarlas y corregirlas incan-

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sablemente. 1 Dan fe de esto las sucesivas, a veces profundas, a veces pintorescas, variantes que fue introdu­ciendo en las reediciones de El escándalo, desde 1875, fecha de la primera edición, a 1891, fecha de la undéci­ma última aparecida en vida del autor; o las diversas

' o 2 redacciones de El sombrero de tres pzcos en 1874. Quiere decirse que Alarcón no era un escritor tan des­

cuidado como pudiera hacernos creer su gusto -muy romántico-- por la improvisación y la rapidez. Es más, hubo una época, en la evolución literaria de Alarcón, en la que éste se sintió atraído por ciertas experiencias esti­lísticas -más bien desafortunadas- de inspiración fran­cesa: el llamado estilo Karr, del que se contagió Alar­eón, recién llegado a Madrid desde Guadix, a través del entusiasmo que por aquel escritor francés, Alphonse Karr, sentía Agustín Bonnat. En la Historia de sus libros alude Alarcón a tal estilo como correspondiente a la, por él llamada, segunda manera literaria. El gusto por las ora­ciones muy cortas, por el punto y aparte, los párrafos apretados y crepitantes, las pretendidas ingeniosidades verbales, «el estilo cortado, bíblico, lapidario», según fra­se del propio Alarcón, dio origen a algunos cuentos como El abrazo de Vergara (1854), Los siete velos (1855), etc., y pronto fue superado por una mejor orientación litera­ria del escritor guadijeño. El episodio Karr, insignificante en cuanto a sus consecuencias literarias, sirve, no obstan­te, para subrayar una inquietud estilística alarconiana, pese a lo mal orientada de la misma. 3

Aunque la manera Karr fuese la más transitoria 4 y, por supuesto, la más deleznable literariamente, algunos aspectos de la posterior producción alarconiana parecen acusar resabios o ecos de esa artificiosa etapa. Tales ven­drían a ser el gusto de Alarcón por los diálogos con el lector, su constante preferencia por la frase corta, por los períodos en que predominan las oraciones breves, la

UN MARCO PARA «EL SOMBRERO DE TRES PICOS» 43

estructura sintáctica ágil y nerviosa, e incluso la manera de titular los capítulos. Bastaría fijarse en los de El som­brero de tres picos para ver hasta qué punto en este as­pecto, el de elegir títulos tan adecuados como llamativos, Alarcón pudo ser reconocido como un verdadero maestro. 5

Con referencia a ésta, considerada obra maestra del autor, El sombrero de tres picos, ha podido decir Vicen­te Gaos:

En el estilo de El sombrero, que en la actualidad se nos antoja escasamente artístico y farragoso, hay -aparte el descuido com­prensible en una obra escrita a vuela pluma (aunque limada en dos ocasiones)- cierta voluntad de pastiche: Alarcón pretendió remedar hasta cierto punto un estilo que ya entonces resultaba arcaico, para armonizado con el ambiente de «aquellos tiempos» -principios del siglo xrx- en que transcurre la acción de la obra. 6 ~

Me pregunto si entra en esa «voluntad de pastiche» no sólo el remedo del estilo arcaizante que señala Gaos, sino también el de alguna otra manifestación literaria, típica de la primera mitad del XIX y próxima, en más de un aspecto, a la sensibilidad de Alarcón, como pudo ser el folletinismo. 7

En cualquier caso, El sombrero de tres picos posee los suficientes valores formales como para permitir el comen­tario de algunas de sus páginas. Las aquí elegidas corres­ponden al comienzo del relato y se caracterizan por su condición de cuadro, por la inmovilidad de lo presenta­do, en contraste con el vertiginoso dinamismo de que la acción se irá cargando en los capítulos siguientes. El som­brero es una narración de ritmo rápido, agilísimo, y ello explica el que el autor pudiera emplear nada menos que treinta y seis capítulos para distribuir una acción que se sujeta casi a la normativa clasicista de las unidades pro­pias de la comedia: acción, lugar y tiempo, 8 y que da

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lugar a un relato de tan breve extensión que muchas ve­ces ha podido ser considerado como un cuento. 9

Evidentemente no lo es , por rebasar su extensión la que es propia del género -compárense, por ejemplo, las páginas de que consta El sombrero con las de cualquier auténtico cuento alarconiano, v. gr., La comendadora o El carbonero alcalde- y por incidir más bien en la del qu solemo Uamar 'wvela corta. Como quieta qu sea, bay uo s.ignificariv contraste 1tre el dinami mo de qu va catg{md s 1~ a ción de El sombrero n partir del capi­tulo V1ll ~en c:uya:; primeras Hne s se nos da la primera indicación horaria del relato: «Eran las dos de una tru:de de octubre»- y el estatismo de los siete capítulos ante­riores. Considérese cuán significativo resulta precisamente el final del capítulo anterior, del VII, dedicado a comple­tar la semblanza del tío Lucas, el Molinero:

Er~, en fin, un Otelo de Murcia, con alpargatas y montera, en el pr1mer acto de una tragedia posible ...

Pero ¿a qué estas notas lúgubres en una tonadilla tan alegre? ¿A qué estos relámpagos fatídicos en una atmósfera tan sere­na? ¿A qué estas actitudes melodramáticas en un cuadro de gé­nero?

Vais a saberlo inmediatamente. 10

Por un lado, Alarcón se sirve de referencias inequívo­camente teatrales sobre la acción de El sombrero. 11 Por otro, alude a su condición de «cuadro de género», con lo cual nos da una inequívoca clave de su tonalidad costum­brista, especialmente referida a esos siete primeros capí­tulos, cuyo total supondría efectivamente un «cuadro» que, en seguida, va a resolverse en acción en movi-miento . 12 '

E~ la imposibilidad de ofrecer, para su comentario, la totahdad de ese «cuadro», dado por los siete primeros

UN MARCO PARA «EL SOMBRERO DE TRES PICOS» 45

capítulos de El sombrero -pues ello consumiría más pá­ginas de las previstas-, contentémonos con el arranque del mismo:

I

De cuándo sucedió la cosa

Comenzaba este largo siglo, que ya va de ven­cida.- No se sabe fijamente el año: sólo consta que era después del de 4 y antes del de 8.

Reinaba, pues, todavía en España Don Carlos IV de Barbón; por la gracia de Dios, según las mone­das, y por olvido o gracia especial de Bonaparte, según los boletines franceses.- Los demás sobe­ranos europeos, descendientes de Luis XIV, ha­bían perdido ya la corona (y el Jefe de ellos la cabeza) en la deshecha borrasca que corría esta en­vejecida Parte del mundo desde 1879.

No paraba aquí la singularidad de nuestra pa­tria en aquellos tiempos. El Soldado de la Revolu­ción, el hijo de un obscuro abogado corso, el ven­cedor en Rívoli, en las Pirámides, en Marengo y en otras cien batallas, acababa de ceñirse la corona de Cario Magno y de transfigurar completamente la Europa, creando y suprimiendo naciones, borran­do fronteras, inventando dinastías, y haciendo mu­dar de forma, de nombre, de sitio, de costumbres y hasta de trajes a los pueblos por donde pasaba en su corcel de guerra como un terremoto anima­do, como el 'Antecristo', que, le llamaban las Po­tencias del Norte ... - Sin embargo, nuestros pa­dres (Dios lo tenga en su Santa Gloria), lejos de odiarlo o de temerle, complacíanse aún en ponde-

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rar sus descomunales hazañas, como si se tratase de un héroe de un Libro de Caballerías, o de cosas que sucedían en otro planeta, sin que ni por aso­mos recelasen que pensara nunca en venir por acá a intentar las atrocidades que había hecho en Fran­cia, Italia, Alemania y otros países. Una vez por semana (y dos a lo sumo) llegaba el correo de Ma­drid a la mayor parte de las poblaciones importan­tes de la Península, llevando algún número de la Gaceta (que tampoco era diaria), y por ella sabían las personas principales (suponiendo que la Gaceta hablase del particular) si existía un Estado más o menos allende el Pirineo, si se había reñido otra batalla en que peleasen seis u ocho Reyes y Em­peradores, y si NAPOLEON se hallaba en Milán en Bruselas o en Varsovia ... - Por lo demás n~es-

' tras mayores seguían viviendo a la antigua espa-ñola, sumamente despacio, apegados a sus rancias costumbres, en paz y en gracia de Dios, con su Inquisición y sus Frailes, con su pintoresca des­igualdad ante la ley, con sus privilegios, fueros y exenciones personales, con su carencia de toda liber­tad municipal o política, gobernados simultáneamen­te por insignes Obispos y poderosos Corregidores (cuyas respectivas potestades no era muy facil des­lindar, pues unos y otros se metían en lo temporal y en lo eterno), y pagando diezmos, primicias, al­cabalas, subsidios, mandas y limosnas forzosas, ren­tas, rentillas, capitaciones, tercias reales, gabelas, frutos-civiles, y hasta cincuenta tributos más, cuya nomenclatura no viene a cuento ahora.

Y aquí termina todo lo que la presente historia tiene que ver con la militar y política de aquella época; pues nuestro único objeto, al referir lo que entonces sucedía en el mundo, ha sido venir a parar

tJN MARCO PARA «EL SOMBRERO DE TRES PICOS» 47

en que el año que se trata (supongamos que el de 1805) imperaba todavía en España el antiguo régi­men en todas las esferas de la vida pública y par­ticular, como si, en medio de tantas novedades y trastornos, el Pirineo se hubiese convertido en otra Muralla 9e la China.

II

De cómo vivía entonces la gente

En Andalucía, por ejemplo (pues precisamente aconteció en una ciudad de Andalucía lo que váis a oír), las personas de suposición continuaban le­vantándose muy temprano; yendo a la Catedral, a Misa de prima, aunque no fuese día de precepto; almorzando, a las nueve, un huevo frito y una jíca­ra de chocolate con picatostes; comiendo, de una a dos de la tarde, puchero y principio, si había caza, y, si no, puchero sólo; durmiendo la siesta después de comer; paseando luego por el campo; yendo al Rosario, entre dos luces, a su respectiva parroquia; tomando otro chocolate a la oración (éste con biz­cochos); asistiendo los muy encopetados a la tertulia del Corregidor, del Deán, o del Título que residía en el pueblo; retirándose a casa a las ánimas; cerran­do el portón antes del toque de la queda; cenando ensalada y guisado por antonomasia, si no habían entrado boquerones frescos, y acostándose inconti­nenti con su señora (los que la tenían), no sin hacer­se calentar primero la cama durante nueve meses del año ...

¡Dichosísimo tiempo aquel en que nuestra tierra seguía en quieta y pacífica posesión de todas las te-

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!arañas, de todo el polvo, de toda la polilla, de todos los respetos, de todas las creencias, de todas las tra­diciones, de todos los usos y de todos los abusos santificados por los siglos! ¡ Dichosísimo tiempo aquel en que había en la sociedad humana variedad de clases, de afectos y de costumbres! ¡Dichosísimo tiempo, digo ... , para los poetas, especialmente, que encontraban un entremés, un sainete, una comedia, un drama, un auto sacramental o una epopeya de­trás de cada esquina, en vez de esta prosaica uni­formidad y desabrido realismo que nos legó al cabo la Revolución Francesa! - ¡Dichosísimo tiem-

'1 po, s1. ... Pero esto es volver a las andadas. Basta ya de

generalidades y de circunloquios, y entremos resuel­tamente en la historia del Sombrero de tres picos.

II

Do ut des

En aquel tiempo, pues, había cerca de la ciudad de ~dd' un famoso molino harinero (que ya no exis­te), situado como a un cuarto de legua de la pobla­ción, entre el pie de suave colina poblada de guindos y cerezos y una fertilísima huerta que servía de margen (y algunas veces de lecho) al titular inter­mitente y traicionero río.

Por varias y diversas razones, hacía ya algún tiem­po que aquel molino era el predilecto punto de llegada y descanso de los paseantes más caracteri­zados de la menciorda ciudad ... - Primeramente, conducía a él un camino carretero, menos intransi­table que los restantes de aquellos contornos.- En

UN MARCO PARA «EL SOMBRERO DE TRES PICOS» 49

segundo lugar, delante del molino había una plazo­letilla empedrada, cubierta por un parral enorme, debajo del cual se tomaba muy bien el fresco en el verano y el sol en el invierno, merced a la alter­nada ida y venida de los pámpanos ... - En tercer lugar, el Molinero era un hombre muy respetuoso, muy discreto, muy fino, que tenía lo que se llama don de gentes, y que obsequiaba a los señorones que

·solían honrarlo con su tertulia vespertina, ofrecién­doles ... lo que daba el tiempo, ora habas verdes, ora cerezas y guindas, ora lechugas en rama y sin sazonar (que están muy buenas cuando se las acom­paña de macarros de pan y aceite; macarros que se encargaban de enviar por delante sus señorías), ora melones, ora uvas de aquella misma parra que les servía de dosel, ora rosetas de maíz, si era invierno, y castañas asadas, y almendras, y nueces, y de vez en cuando, en las tardes muy frías, un trago de vino de pulso (dentro ya de la casa y al amor de la lum­bre), a lo que por Pascuas se solía añadir algún pes­tiño, algún mantecado, algún rosco o alguna lonja de jamón alpujarreño.

-¿Tan rico era el Molinero, o tan imprudentes sus tertulianos? --exclamaréis interrumpiéndome.

Ni lo uno ni lo otro. El Molinero sólo tenía un pasar, y aquellos caballeros eran la delicadeza y el orgullo personificados. Pero en tiempos en que se pagaban cincuenta y tantas contribuciones diferen­tes a la Iglesia y al Estado, poco arriesgaba un rús­tico de tan claras luces como aquél de tenerse ganada la voluntad de Regidores, Canónigos, Frailes, Escribanos y demás personas de campanillas. Así es que no faltaba quien dijese que el tío Lucas (tal era el nombre del Molinero) se ahorraba un dineral a fuerza de agasajar a todo el mundo.

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-«Vuestra Merced me va n dar una puertedlln vieja d la casa que ha derribado», dedal a uno.­«Vuestro Se.iíoóa (decíale a otro} va a mand:~r que me rebajen el subsidio, o la akabala, o la rontci­buci6n de úutos-civiles».-«Vuesrra Reverencia me va a dejar coger en la huerta del Convento w la poca hoja para mis gusauos de scda>.>.- «Vuestra I lustrí­sima me va a dar permiso para traer una poca lefut del monee X» .~<Voe:Stra P ternidad me va a po­nerdos letras pru:a que me permitan cortar una poca madera en el pinar H>> .- <<Es mene ter gue me J1aga Usarcé una esc:citurilla que no me cueste nada».­<illstc año no pueda pagar el censo»·.-«Espero que el pleito se falle a rnj favor».- <rHoy le he dado de bofetadas a uno, y creó que deb ir a la cá cel por haberme provocado».-<<¿Tendrfa su Merced tal cosa de · sobra?>>.- «¿Le sirve n U ed de algo tal tra?»---«¿Me puede p1·esta.r la mula?»--«¿Tie­ne ocupado mañana el ca.t·ro?»--<<¿Le parece que envie por el burro ... ?»

Y estas canciones se repetían a rod s ho.ras, ob­teniendo siempre por contestación un generoso y desinteresado <<C6mo se pide>>.

Conque ya véis que el tía Lucas no estaba en camino de arruinarse.

IV

Una mujer vista por fuera

La última y acaso la más poderosa razón que te­nía el señorío de la Ciudad para frecuentar por las tardes el molino del tío Lucas, era ... que, así los clé­rigos como los seglares, empezando por el Sr. Obis­po y el Sr. Corregidor, podían contemplar allí a sus

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anchas una de las obras más bellas, graciosas y ad­mirables que hayan salido jamás de las manos de Dios, llamado entonces el Ser Supremo por Jovella­nos y toda la escuela afrancesada de nuestro país . . .

Esta obra ... se denominaba «la señá Frasquita». Empiezo por responderos de que la señá Feas­

quita, legítima esposa del tío Lucas, era una mujer de bien, y de que así lo sabían todos los ilustres visitantes del molino. Digo más: ninguno de éstos daba muestras de considerarla con ojos de varón ni con trastienda pecaminosa. Admirábanla, sí, y re­quebrábanla en ocasiones (delante de su marido, por supuesto), lo mismo los frailes que los caballeros, los canónigos que los golillas, como un prodigio de belleza que honraba a su Criador, y como una dia­blesa de travesura y coquetería, que alegraba ino­centemente los espíritus más melancólicos :-«Es un hermoso animal», solía decir el virtuosísimo Prela­do.-«Es una estatua de la antigüedad helénica», observaba un Abogado muy erudito, Académico correspondiente de la Historia.- «Es la propia es­tampa de Eva», prorrumpía el Prior de los Francisca­nos.-«Es una real moza», exclamaba el Coronel de rnilicias.-«Es una sierpe, una sirena, ¡un de­monio! », añadía el Corregidor .- «Pero es una bue­na mujer, es un ángel, es una criatura, es una chi­quilla de cuatro años», acababan por decir todos , al regresar del molino atiborrados de uvas o de nue­ces, en busca de sus tétricos y metódicos hogares.»

(El texto se ha transcrito según la cit. ed. de V. Gaos, en «Clásicos Castellanos», pá­ginas 11-23.)

Este arranque de El sombrero de tres picos (que se prolonga, como tal, hasta el capítulo VIII, El hombre del

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sombrero de tres picos, con el inicio de la acción: <<Bran los dos de una tarde de octubre>>) funciona como intro­ducción o marco del relato; como lo que, en tél'núnos mu­sicales, poddamos llamar obertur'r de la obt·a, o bien Sin· jonia; voc~;~blo d 1 que se sirvió precisamente Alarcón para design r las páginas i'nn·oductivas de El Niño de la Bola. 13

Si la Obertura· de una ópera a la manera italiana -de las tan admiradas por Alarcón- trata de situar al espec­tador emocionalmente frente al espectáculo por ella intro­ducido y, en cierto modo, anticipado (una anticipación de temas musicales y, sobre wdo, del que va a ser tono -dramático, cómico, her ico, según los casos- domi­nante de la obra), la manejada por Alarcón en los prime­ros capítulos de El sombrero pretende, antes de intro­ducir al lector en el vivací imo ritmo del relato, preparar el marco temporal y espacial del mismo, mediante una serie de referencias tan ligeras como eficaces.

Ante todo, no debe perderse de vista que aunque Alar­<;Ón no se propusiera, en esos capítulos de arranque, hacer sociología ni ~1\.da parecido, de hecho, el contenido de los mismos, dirigido c<:>mo iba a los lectores españoles de 1874, ríen en <ruenta la historia más próxima y la evo­lución que su impacto ha producido en la sociedad de la época. A Alarcón le importa situar rempo almenre su relato dentro del antiguo régimen, bacía 1805, cuando aún no habían tenido lugar en España hechos can d~isivos como la guerra de la Independen ia, las Cortes de Cádiz con la Constitución de 1812, y todo lo que vino des llés, hasta rematar en la relativamehte p róxima -para un lec­tor de 1874- revolución de 1868, la llamada «Gloriosa» .

Los cambios sociales han sido ran grandes que Alal:CÓn se cree obligado a ofrecer una pe.csonal y simplificad¡¡ ima· gen de lo que fue el régimen ab olutisra en su momento de mayor pureza -de su casi inocente pureza-, para en él encajar el símbolo y título de El sombrero de tres pi-

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cos. En el capítulo VITI, aquel en que ptopiamente s inicia la acci6n, con el caminar «a las dos de lma tarde de ocrubre>~ del Conegidor D. Endque de Zúñiga h~cia el Molino, con ánimo de seduci1· a la Moliueta, AJarcón aptov chariÍ la ocasi6n pa(a d sc1·lbh·nos al personaíe y para evocar lo que eran p ra él, de oiñ;o en Guadix, nque­Uns prendas: «el negro sorob1·ero en.cilna y la capa roja debnjG-, formando una especi d espectro del Abso­lu tísmo».

Luego ocd.tri.ra ue el tal D . Enti ue, por más que amenace con mandar a Ja horca :1 todos Jos que se le op(m· gn.n, acabe p r ser desobedecido po.r todos, al bacel'se con el mando -en el c. pítulo XXXV, Decreto Imperiat-- su esposa la Corregidora. Pe1·o, aun as(, el cuidado irónico puesto por Alatcón en la evocaci6n del régimen nbsolu· tisla como marco de Bl sombrero de tres picos, y la iden· t.Hicaci n de talpre,oda -el somb rero- con ral período, dan al arranque del relato, a esos p1:imeros capítulos el valor de un marco y ~omo el propio auror dice-- de «un cuadro de génerm> .

En principio se nos ofrece el marco histórico, a través de una evocación de lo q~1e Napoleón e.t·a para los espa­ñoles de entre 1804 y 1808. La pet·spcctiva adoptada por el escritor pam esa evocación, é.•pllca el carácter deli· beradamente Ingenuo, puetil .y provinciano de la úl.Ísma. Es \ tn Napoleón visto desde la incomunicada, atrasada y rancia E$paña que e tá aislada de Btll'Opa por esa otra «Muralla de la China» que es el Pir ineo. Desde ella --o, mejor dicho, tras ella, desde d-entro de España- la cam­biante y agiLada E uropa napoleónica parece teducirse a ese pintoresco inven tario de acontecimientos que se jni­cian con «El Soldado de )a Revolución, el hijo de un obscuro abogado corso», etc. Los paréntesis de que A.lat· eón comienza a servirse en esas páginas, van marcando otras tantas connotaciones más menos .iróni.cas que su·

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ponen algo así como la presencia y la voz del narrador: «Sin embargo, nuestros padres (Dios los tenga en su santa Gloria)»; «Una vez por semana (y dos a lo sumo) llegaba el correo de :Madrid a la mayor parte de las poblaciones importantes de la Península, llevando algún número de la Gaceta (que tampoco era diaria), y por ella sabían las personas principales (suponiendo que la Gaceta hablase del particular)»; «Obispos y poderosos Corregidores (cu­yas respectivas potestades no era muy fácil deslindar, pues un~s y otros se metían en lo temporal y en lo eterno)», etcetera.

Tales paréntesis suponen otras tantas explicaciones -necesarias o simplemente irónicas-, y su reiterada uti­lización en estos primeros capítulos del relato define algo así como el rápido regreso desde el tiempo histórico evo­cado -la España de 1805- al presente del autor y de sus lectores -la España de 1874-. Sirven también tales paréntesis para mantener el relato en la atmósfera que éste -un cuento, un romance- parecía requerir: una at­mósfera hecha de no demasiadas precisiones, de cierta ambigüedad o vaguedad en cuanto al pormenor. Por eso en las primeras líneas se nos indica que «No se sabe fija­mente el año: sólo consta que era después del de 4 y antes d~l d~ 8». A punto de cerrar ya el capítulo, y entre pa­rentests, Alarcón se atreve a precisar un poco más «(su­pongamos que el de 1805)». Este tono de suposición se mantiene en las primeras frases del capítulo II: «En An­dalucía, por ejemplo (pues precisamente aconteció en una ciudad de Andalucía lo que váis a oir)»; ciudad que no se precisa en el inicio del capítulo III, al escamotearse su nombre con tres asteriscos, pero que se ha venido iden­tificando con la natal de Alarcón, Guadíx. ~i demasiadas precisiones temporales ni tampoco ex·

cestva concreción espacial. Alarcón se contenta con situar la acción hacia 1805 y en una ciudad andaluza. Importa-

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ha, eso sí, alejar suficientemente del presente tal acción, y en ese empeño preteritista o pasadista el título del relato jugaba ya una primera baza, al evocar una prenda no usa­da en 1874, pero asociable aún, en esas fechas, a lo que fueron los poderes y abusos de un Corregidor en la Es­paña absolutista de comienzos de siglo.

Situada la acción en el pasado, Alarcón no necesitará luego de excesivos toques descriptivos o de referencias con las que reforzar la imagen del añejo mundo evocado. 14 Se contentará con los datos temporalizadores que suponen las descripciones de la índumentnria de los personajes, y con alcunas otras breves p ro sjgtli:ficativas alosioue . 15

Y es que, en de.fi.nitiva, a Alarc6n ,te int resaba no el ob­tener una reconstmcción his tórica d rnasiada deml.lada, sino simplemente situar la acción de su relato en un pa­sado que se antojaba ya remoto a los españoles de 1874, por virtud de las tremendas mutaciones que se habían producido en España desde 1805 a esa fecha.

Como quiera que sea, todo ese arranque de El som­brero en que Alarcón nos ofrece las coordenadas espacio­temporales en que situar el relato, trae al recuerdo los comienzos de no pocas novelas históricas de las que en el XIX se pusieron de moda, a partir del Romanticismo, caracterizadas por dedicar justamente el primer o prime­ros capítulos a la fijación y caracterización del pasado his­tórico en que se situaban los acontecimientos. En esa lí­nea, y tal vez con un cierto deje paródico, está la obertura de El sombrero, cuya trama y tono nada tienen que ver, por supuesto, con los propios de un genuino relato histó­rico. Se diría que, por el contrario, Alarcón buscó en esos primeros capüulos (dedicados a evocar y resumir lo que fue la agitada E uiOpa de las conquistas napoleónicas) el conseguir un festivo efecto de cootr.as te, ·al oponer la gravedad y alcance de la dinámica histórico,política de la E uropa d 1805, el quieto mnndo lugareño de esa ciud d _

...

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en que transcurren los divertidos hechos de El sombrero. Esto -parece decirnos Alarcón- es lo que sucedía o po­día suceder en la plácida y atrasada España absolutista de 1805, mientras más allá de esa especie de «Muralla de la China» que eran los Pirineos, rugía la tormenta. Y lo que sucedía era esa historia del Sombrero que, por su animación y sus enredos, trae al recuerdo las caracterís­ticas de alguna comedia de ese tipo -enredo-- de las que fueron frecuentes en nuestro teatro clásico. Para obtener una imagen de la estructura y sabor teatral que presenta El sombrero es necesaria la lectura total de la obra alar­coniana. Regresemos, pues, a los textos ahora elegidos, para ver cómo en ellos se combina, junto al ya citado esquema -tal vez paródico- de un relato histórico o seu­dohistórico, el colorido propio de un «cuadro de género»; considerado éste en su doble vertiente pictórica y litera­ria. Con referencia a la primera, la crítica ha señalado una y otra vez los valores plásticos de El sombrero. En lo que a la segunda se refiere, el color costumbrista, combinado con la evocación histórica, traen al recuerdo colecciones tan populares en su tiempo como la serie de artículos de Antonio Flores, Ayer, Hoy y Mañana, o la Fe, el Vapor y la Electricidad. Cuadros sociales de 1800, 1850 y 1899, cuya primera parte, publicada en Madrid en 1853, su­ponía precisamente una serie de estampas costumbristas de la vida española medio siglo antes, situadas en la Es­paña de principios del XIX.

Pero al Alarcón de El sombrero no le interesaba hacer costumbrismo evocador, y si se sirvió de él en los prime­ros capítulos del relato fue para construir el marco en que situar la vertiginosa acción del mismo. Una vez que ésta se pone en marcha, van evaporándose o, por lo menos, adelgazándose los elementos costumbristas que se amon­tonan en los capítulos de obertura y, en especial, en el n, De cómo vivía entonces la gente.

UN MARCO PARA «EL SOMBRERO DE TRES PICOS» 57

Con todo, ese amontonamiento se resuelve no en des­cripciones prolijas, sino en enumeraciones rápidas y sin­tetizadoras, del tipo de la que abre precisamente ese ca­pítulo, cuando, tras suponer que, «por ejemplo», la acción tuvo lugar en una ciudad andaluza, se nos resume en qué consistía la vida de aquellos habitantes mejor acomodados social y económicamente. Obsérvese cuán irónicamente resume Alarcón ese vivir como un sucederse de metódicas, de repetidas actividades que se desarrollan a toque de campana, como algo muy reglamentado y rutinario, en que se alternan e involucran -según los casos- dos pre­dominantes quehaceres: el religioso y el gastronómico; re­zos y comidas, devociones y pucheros, para rematar en ese ir a la cama, tan fría en las vecindades alpujarreñas que había de ser calentada previamente «durante nueve meses del año».

La sintética descripción del cómo vivía la gente en 1805 supone una sucesión de gerundios: yendo, almorzando, comiendo, durmiendo, paseando, tomando, asistiendo, re­tirándose, cerrando, acostándose, que introducen otras tan­tas actividades --o inactividades-; cuya suma o total desemboca en un cuadro que lo mismo admitiría el cali­ficativo de envidiablemente plácido que de insufriblemen­te tedioso. De hecho, el que sean formas nominales del verbo las que introducen esos quehaceres de los guadije­ños acomodados de 1805, y precisamente gerundios -con la inevitable connotación de ramplonería y pobreza que los mismos suelen entrañar- comunica a la totalidad del cuadro un algo de quieto, de inmóvil; como si el tiempo no transcurriera pese a ese rápido sucederse de referen­cias temporales, dadas por los distintos toques de las cam­panas: toque de la primera misa del día, toque para el rosario, del Angelus, de Ánimas, etc.- y como si el mo­verse de las gentes de un lugar a otro desembocara más que en verdaderos movimientos, en una congelación de

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é ros,. ~ In petrificación de un cuadro de quietud y de ab~r~emo, no exento, sin embargo, de los posibles y xtranos cnc;mtos que el narrador reseña seguidamente.

Alarc6n s definió en 1858, en un artículo publicado en forma de Carta a Emilio Castelar, como «un hombre de lo presente; enemigo de lo pasad por instinto». ¿Re­sultaba esto válido par. el Alarcón qu en 187.11 public6 Ef sombrer~ o para el que, un año después, en 1875, hn­bia ~e publ icar El escándalo? Sabido es que tal novela y su dis_curso ~e ingreso en la Real Academia E pañola, en ese mi~mo ano, sobre La morat en el arte, atrajeron sobre el es~ntor. numerosas críticas, en las que se le acusaba de reacctonano, ultramontano o -{:Omo entonces se decía­neoc~tólico. D_esde entonces, hasta su muerte, Alarcón fue considerado siempre c~mo escritor situable en el polo opu~sto a cuanto supusiera progresismo 0 renovación.

Yien~ tod~ ~sto a cuento, a propósito de la ambigua actitud Ideologica que se percibe en ese capítulo II de El s~mbrero, al que ahora nos estamos refiriendo. Parece ob­VIO que Alarcón no simpatiza en modo alguno con el sis­tema ~bsolutista . y con los abusos de poder que el mismo supoma (denunaados en el capitulo I del elato, a través ~e aquel PMaie en que se aludé a Jas carencia «de toda libe_nad municipal o política», al gobierno arbitrarjo de O~J po · Y de Corregidores, y a In increíbl cantidad de mbutos que agobian a las pobres gentes metidas a tales p deres}.

E~ que . a?ora, en el capítulo TI, tras reseñar Alarcón el_como vivian los guadijeños de 1805, introduzca tm pa­saJe de. tan claros eco· cervantinos como es el que comien­za <<¡~1chosísimo tiempo aquel en que nuestra tierra .. . !>. t6

pennue plantear en todo su alcance tal cuestión. El tema de la Edad de pro -ya que no otro es el manejado por Al_arc6n en-~ CLtado pasaje-- tiene en el capítulo XI del ptllllcr Qw¡ote (1605) una entonación retórica pero sin-

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cera, expresado como estaba por una víctima de la Edad de Hierro en que le había tocado vivir, por un ser tan añorante del pasado como lo era D. QuijotCL Quiere, pues, decirse que en su boca, ese tema, aunque; sea objeto de un tratamiento retórico y hasta convencional, posee la emoción de lo plenamente vivido y sentido. No es éste el caso de Alarcón, al situar tal tema no en .la boca de un personaje del reláto, sino en la suya propia, como distan­ciado e irónico narrador de los sucesos y presentador o ma­nipulador de su marco.

Cuando uno de los más ilustres escritores españoles del xvm, José de Cadalso, coloca ese tema de la Edad de Oro al frente de su satírica obra Los eruditos a la violeta, lo hace con una intención totalmente irónica y acorde con el artificio manejado a lo largo de ese libro: el del mundo al revés, al obligar al lector a leer negativamente cuanto se le ofrece, interpretando los elogios como censuras, y éstas como elogios. En ese contexto, el que el burlesco profesor de los eruditos a la violeta (de aquellos que quie­ren hacerse con todos los saberes en sólo una semana) considere que es el suyo un tiempo espMndido para la cultura y el saber, una nueva Edad de Oro, cantada como tal, no puede engañar a nadie en cuanto a la estimativa cadalsiana. No hay tal Edad de Oro, sino más bien su triste reverso.

¿Es éste el mismo caso de Alarcón al cantar en el ca­pítulo II de El sombrero el « ¡Dichosísimo tiempo!» es­pañol de 1805? En cierto modo sí, ya que mal podía de­searse que volviera un tiempo histórico caracterizado por la «quieta y pacifica posesión de todas las telarañas, de todo el polvo, de toda la polilla, de todos los respetos, de todas las creencias, de todas las tradiciones, de todos

¡ los usos y de todos los abusos santificados por los siglos». Sin embargo, esa misma enumeración de rasgos definido­res del «dichosísimo tiempo» produce cierta perplejidad,

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al comprobar que no todos son burlescamente negativos, ya que junto a las telarañas, poLvo, polilla, hay creencias y tradiciones. Cualquier conocedor de la ideología de Alar­eón podría sospechar entonces que tales palabras no en­trañan necesariamente connotaciones negativas, sino más bien todo lo contrario, de no verlas seriadas junto a los abusos, el polvo, las telarañas, etc. Más perplejidad sus­citan aún las exclamaciones que siguen, en las que si se mantiene el burlesco tono retórico, al repetir la frase « ¡Di­chosísimo tiempo!», se expresa una cierta añoranza por el color novelesco de ese desaparecido pasado, en contras­te con la «prosaica uniformidad y desabrido realismo» de los tiempos presentes .

La ironía alarconiana acaba por conformarse como am­bigüedad; consecuencia tal vez de la ideología del autor por esas fechas. Se diría que Alarcón se burla de un pa­sado que bien pasado está, y echa de menos, a la vez, cier­tos aspectos de ese pasado; en función de una óptica pin­toresca y literaria, esa que le lleva a envidiar a los poetas que eran capaces de encontrar en cada esquina motivo de inspiración . (Dicho sea de paso, la alusión al auto sa· cramental no puede resultar más chocante, habida cuenta de su prohibición y desaparición como género en la época histórica evocada.) El sombrero de tres picos vendría a ser ese entremés, ese sainete o, incluso, esa comedia que cabía encontrar en cualquier esquina del «dichosísimo tiempo». Fijados, pues, los rasgos del mismo, cabía pasar ya -y ese paso lo marca el capítulo III- al escenario concreto de El sombrero. Desde la gran panorámica generalizante se llega al pequeño escenario de la acción.

Con referencia a ésta conviene recordar que se desarro­lla en un ámbito relativamente reducido, dado por una innominada ciudad -Guadix- y por un lugar próximo a la misma, que sólo así -Lugar- aparece nombrado. Concretando más, la acción de El sombrero transcurre en

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un triángulo cuyos vértices vendrían a ser el Molino, el Lugar y la Casa del Corregidor. El escenario realmente importante y decisivo será el del Molino. Frente a él, po­larmente, está la Casa del Corregidor, en que tendrá lugar el divertido desenlace de la acción; trocados los papeles e indumentarias del Molinero y del Corregidor.

En definitiva -por más que no nos corresponda ocu­parnos de este aspecto y sí únicamente de su repercu~ión en los capítulos ahora comentados- El sombrero esta en buena parte organizado como un juego de dualidades, de contrastes y de oposiciones; en el cual desempeñan un papel muy importante los dos contrapuestos mundos del Molino y del Palacio del Corregidor. De esa estructura dual algo parece quedar anticipado en la elaboración del marco de la acción, dado por los primeros capítulos del libro, los que ahora estamos comentando. Obsérvese que, en los hasta ahora vistos, se nos ofrecen un cuándo y un cómo. O, en otro plano, una panorámica general y un re­ducido cuadro de «género». Considérese también el ritmo dual, alternante y antitético de los quehaceres de la gente guadijeña: rezos y pucheros, devociones y comidas. O el más complejo dualismo y contraste de la irónica y ambi­gua manipulación del tema de la Edad de Oro.

El solo título del capítulo III sugiere también una imagen de vaivén, un ritmo dual y alternante, Do ut des, un dar y tomar, un toma y daca. Considerado el capítulo en la estructura general del marco del relato, es fácil com­probar cuán suavemente encaja dentro de la organización total de ese conjunto. Si en el capítulo I se nos ofrecía el cuándo, y en el II el cómo, prometiéndose al final de éste entrar «resueltamente en la historia», en el III se produce el paso de lo general a lo concreto, contrayéndose ya los límites o contornos del marco a los propios del ám­bito de la acción, centrada en la innominada ciudad, de la que se nos describe, ante todo, el que ha de ser eje del

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enredo, gozne decisivo de su complicada y divertida mecá­nica: el Molino del tío Lucas.

Alarcón aunque ha troceado y dividido nada menos que en siete capítulos introductivos la materia descriptiva del que viene a ser marco de El sombrero, no perdió nunca el hilo conductor y vertebrador del mismo, manteniendo una ordenada fluencia expositiva. Así, en este capítulo 111 va pasando ordenada revista a las razones o motivos por los que el Molino «era el predilecto punto de llegada y des­canso de fos paseantes más caracterizados de la mencio­nada Ciudad ... » En este capítulo 111 se nos ofrecen hasta tres razones de esa preferencia. La cuarta y decisiva será presentada en el capítulo IV, una mujer vista por fuera. Con ello se produce un evidente encabalgamiento de tales capítulos 111 y IV, por cuanto este último es prolonga­ción o continuación de la materia del 111. Pero, a la vez, el dedicar un capítulo aislado a esa cuarta razón, expresa suficientemente la capital importancia concedida a la mis­ma; el hecho de que, en definitiva, ésta sea la verdadera y casi única razón de la preferencia de los más distin­guidos personajes de la Ciudad por acudir a las tertulias del Molino: la belleza y atractivo de la Molinera.

Se ve, entonces, que el gusto de Alarcón por trocear tan menudamente la platería de El sombrero, es algo li­gad~ a una concepción muy decimonónica del capítulo; senudo como algo más que una pura y convencional di­visión mecánica, sentido, más bien, como unidad estética de gran importancia, por cuanto permite dosificar, gra­duar, matizar los distintos efectos que al narrador le inte­resa ir manejando a lo largo del relato.

El capítulo 111 de El sombrero, aunque suponga ya el paso de las referencias generalizantes al concreto escena­rio del Molino, aún puede ser considerado, a efectos es­tructurales, como parte del marco de la acción, más que como componente de ésta; si bien algo de la misma y de

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sus personajes comienza ya a hacerse presente en las pá­ginas de Do ut des. (El solo título parece ya aludir a un movimiento, a un esquema de acción.)

Con todo, la que vendría a ser primera parte de ese ca­pítulo 111 posee aún las calidades pictóricas e inmóviles de un cuadro, ocupado ahora por la descripción de la «pla­zoletilla» que hay delante del Molino, y por los obsequios que el Molinero solía ofrecer a sus contertulios. La enu­meración de los mismos da lugar a un cambiante y ani­mado bodegón en el que figuran vegetales, bollos pueble­rinos -los «macarros de pan y aceite» a que se alude en el texto--, frutas del tiempo, vinos, dulces y «jamón al­pujarreño». Es un bodegón adobado con una sintaxis tra­dicional y con algún dejo arcaizante -ora ... ora ... -, pes­punteado por los típicos paréntesis alarconianos e inte­rrumpido por el no menos típico recurso alarconiano -tan romántico-- del diálogo con los lectores, cuya presencia y opinión cristalizan en esa imaginada y posible pregunta que los mismos podrían dirigir al autor a la vista del denso bodegón ofrecido:

-¿Tan rico era el Molinero, o tan imprudentes sus tertulia­nos? -exclamaréis interrumpiéndome.

La respuesta permite al autor prescindir de los breves paréntesis explicativos (correspondientes a su voz y pre­sencia de narrador omnisciente), para darnos una explica­ción más amplia, que se conecta, estructuralmente, con el trecho final del capítulo 1, en el que se hacía recuento de los numerosísimos tributos, impuestos y diezmos que las gentes de 1805 habían de pagar. Ahora Alarcón vuelve a recordar las «cincuenta y tantas contribuciones diferen­tes» que se pagaban «a la Iglesia y al Estado», para expli­camos cómo a fuerza de humildes obsequios, el tío Lucas

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-pues tal era el nombre del Molinero, según se nos es­pecifica en el oportuno paréntesis- «se ahorraba un di­neral al año».

El pasaje que sigue es uno de los más interesantes, es­tructuralmente considerado, por presentar un recurso del que Alarcón gustó mucho siempre. Me refiero a la presen­cia en su obra narrativa de lo que, como posible conse­cuencia de las aficiones musicales del autor, cabría consi­derar un equivalente de lo que en las óperas y zarzuelas de su tiempo solía ser el coro. 17 En el caso de El som­brero de tres picos, una lectura total del relato nos per­mitiría comprobar cómo, a lo largo del mismo, intervienen varios coros, reducidos, pero de una cierta entidad. El primero de esos coros es justamente el aludido en el c~­pítulo III, que ahora estamos considerando, formado por los encopetados personajes, seglares y eclesiásticos, que asisten todas las tardes a la tertulia del Molino.

Otro coro es el presentado en el capítulo IX, cuando el Corregidor, a primeras horas de la tarde, se encamina, acompañado del alguacil Garduña, al Molino, suscitando su paso diferentes comentarios entre los labradores y lu­gareñas que contemplan la escena. Sus anónimas voces recogen algo así como la opinión pública respecto a las pretensiones del Corregidor frente a la señá Frasquita. Otro coro, este exclusivamente de alguaciles de la casa del Corregidor, es el que se ofrece en el capítulo XXV. Según el relato va acercándose al final y todos los per­sonajes del mismo van convergiendo y reuniéndose en la casa del Corregidor, el coro resultante va siendo más nu­trido y su importancia, el sonar de su voz, va creciendo en intensidad. Así, en el capítulo XXXI, la Corregidora informa a su marido (vestido ahora con las ropas del Mo­li~ero) que el Corregidor está ya en casa y que de ello puede dar fe la servidumbre:

UN MARCO PARA «EL SOMBRERO DE TRES PICOS» 65

Los criados y alguaciles que me escuchan se levantaron, y le sa­ludaron al verlo pasar por el portal, por la escalera y por el reci­bimiento. Cerráronse en seguida todas las puertas, y desde enton­ces no ha penetrado nadie en mi hogar hasta que llega~on us­tedes . -¿Es esto cierto? -Responded vosotros ...

-¡Es verdad! ¡Es muy verdad! -contestaron la nodriza, los do­mésticos y los ministriles; todos los cuales, agrupados a la puerta del salón, presenciaban aquella singular escena. IS

Pero será en el capítulo XXXIV donde este coro al­cance su máxima importancia, al confiarle la Corregidora el contar --con voz plural, colectiva- todo lo que ha ocurrido en el palacio, desde que llegó el tío Luca~, v"es­tido de Corregidor. La Corregidora se dirige a «los do­mésticos y ministriles», y les invita a que cuenten lo ocu­rrido:

Avanzó el cuarto estado, y diez voces quisieron hablar a un mis­mo tiempo, pero el ama de leche, como la persona que más alas tenía en la casa, impuso silencio a los demás, y dijo de esta manera: 19

Rotatoriamente la voz narradora va desplazándose, ya que los distintos personajes del coro se interrumpen unos a otros, quitándose la palabra, quebrando y retomando el relato. Así, tras el ama de leche, interviene un alguacil, seguido del portero, etc. Si literariamente este desplaza­miento se configura perspectivísticamente, en otro plano, el musical, la forma conseguida con esa rotatoria y plural intervención de los solistas de un coro reducido vendría a ser lo de uno de esos típicos concertantes que los com­positores de óperas solían colocar al final de los actos.

Aunque todo esto pueda ofrecer algún interés --conec­tado con lo advertible en tantas y tantas páginas de la obra alarconiana; así, en El Niño de la Bola, en El escán­dalo, etc.-, conviene regresar ya al capítulo III de El sombrero, para ver cómo en su segunda mitad o trecho

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final, se nos ofrece, indirectamente, una primera aparición del primer coro del relato, el integrado por los asistentes a la tertulia del Molino. Obsequiados todos ellos por el tío Lucas, se convierten a su vez -Do ut des- en favo­recedores del Molinero, como lo revela ese párrafo en for­ma de reiteradas peticiones a otros tantos asistentes a la tertulia -seglares y eclesiásticos-, que se inicia con la fórmula: «Vuestra Merced me va a dar una puertecilla ... », y que concluye con una serie de preguntas: «-¿Tendrá su Merced tal cosa de sobra?»- «¿Le sirve a Usted de algo tal otra?»- que no son sino otras tantas e indirec­tas peticiones. No es la voz plural del coro de contertulios la que escuchamos, evidentemente, sino la del tío Lucas, pero el que esas «canciones» suyas obtengan siempre «por contestación» una respuesta favorable, nos permite indu­cir a través de las mismas la presencia silenciosa pero muy nítida de los personajes integrantes de ese coro, a los que el tío Lucas va dirigiéndose con los apelativos y trata­mientos correspondientes a los cargos y categorías de cada uno de ellos: «Vuestra Merced», «Vuestra Señoría», «Vuestra Reverencia», «Vuestra Ilustrísima», «Vuestra Paternidad», «Usarcé», etc. Sumadas todas esas invisibles presencias dan como resultado un coro, que va a hacerse presente y visible como tal poco más adelante.

Muy hábilmente, pues, Alarcón introduce la presencia de ese primer coro a través de la voz singular del tío Lucas, situado frente a todos y cada uno de sus compo­nentes. Técnicamente considerado, el recurso trae al re­cuerdo algunos de aquellos pasajes del Corbacho del Ar­cipreste de Talavera, en los que desde una persona y una voz singular -la de la mujer vanagloriosa, la de la que alborota· la vecindad por la pérdida de una gallina- se llega a un concierto plural de voces, gestos, actitudes y personajes. Evidentemente, cuando el tío Lucas pide a un contertulio --designado como «Vuestra Señoría»- que

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«le rebaje el subsidio, o la alcabala, o la contribución de frutos-civiles», no está pidiendo todo eso a la vez, sino en diferentes momentos; unificados, sin embargo, a efec­tos de sintética contundencia en la concentrada petición (suma de peticiones).

A través de la voz del tío Lucas nos vamos adentran­do ya en uno de los componentes de la acción de El som­brero, ese primer coro, impreciso y nítido a~la vez, puesto que si no se nos dan sus bultos ni sus voces, se nos dan -y es lo que importa en el contexto de El sombrero y, sobre todo, de su marco- sus categorías sociales, defini­das por los diferentes tratamientos que encabezan las pe­ticiones del Molinero.

El capítulo III se cierra con una nueva apelación del autor a sus lectores -«Conque ya véis que el tío Lucas no estaba en camino de arruinarse»-, derivada de la imaginaria pregunta que éstos habían hecho sobre la ri­queza del Molinero o la imprudencia de sus tertulianos. Dada ya cumplida respuesta, el autor puede cerrar el ca­pítulo para, en el siguiente, continuar con la enumeración de las «varias y diversas razones» que hacían del Molino frecuentadísima tertulia, ofreciéndonos la más «poderosa» de ellas: el encanto de la Molinera, cuya semblanza se nos ofrece en el capítulo IV, titulado Una mujer vista por fuera.

Por comprensibles razones de espacio, no nos ha sido posible transcribir completo tal capítulo ni mucho menos los que le siguen --'hasta el VIII- y que constituyen -sumados todos ellos- el que venimos llamando marco de El sombrero. Con todo, para una mejor interpretación de ese capítulo IV, titulado Una mujer vista por fuera, conviene recordar que el siguiente, el V, dedicado a la semblanza del tío Lucas, lleva por título Un hombre visto por fuera y por dentro. Tal distinción o diferenciación pa­rece relacionarse con el juego de dualidades y contrastes

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que hemos señalado como muy característico de la estruc­tura e intencionalidad del relato. Fuera-dentro supone un vaivén como el ir y venir desde la casa del Corregidor al Molino o viceversa, o como el vestirse el tío Lucas de Corregidor y el Corregidor de Molinero ... Importa mar­car un ritmo, el propio de un juego que, en ocasiones, casi parece el infantil del escondite: en el capítulo XIX, por la noche, la Molinera va en burra hacia el Lugar, y el Molinero regresa desde éste, en burra también, al Moli­no; se cruzarán en el camino sin reconocerse, aunque sí se reconocerán, rebuznando, sus cabalgaduras. Y ese ritmo alternante o de vaivén está presente incluso en observacio­nes descriptivas tan nimias como la contenida en el ca­pítulo III, a propósito de la plazoletilla del Molino en que se reunía la tertulia, «cubierta por un parral enorme, debajo del cual se tomaba muy bien el fresco en el ve­rano y el sol en el invierno, merced a la alternante ida y venida de los pámpanos ... »

Fresco-sol, verano-invierno; ir y venir alternante de es­taciones, que se diría marcado por el ritmo de esa «alter­nada ida y venida de los pámpanos», y que, descriptiva­mente, dará lugar al ya comentado bodegón de alimentos y frutos propios de cada estación del año.

Con todas estas observaciones quisiera hacer ver que, aunque la plena captación del ritmo alternante y dual de El sombrero sea algo que sólo puede conseguirse con la lectura total de la obra, algo de ese ritmo está ya infil­trado en los capítulos de arranque que ahora estamos co­mentando, pese a no contener acción, movimiento, sino más bien componentes de lo que venimos llamando marco de tal acción.

La descripción de la señá Frasquita permitirá a Alar­eón introducir una nueva y leve referencia temporaliza- ' dora que sumar a las ya ofrecidas en el capítulo l. Me refiero a esa alusión a «las manos de Dios, llamado en-

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wnces el Ser Supremo por Jovellanos .y toda la escuela afrancesada de nuestro país ... », record a toria de que el año evocado era, aproximadamente, el de 1805.

Lo que hemos reproducido aquí del capítulo IV corres­ponde a su arranque y no a la descripción física de la Molinera que ha quedado fuera, por las ya apuntadas ra­zones de falta de espacio. Nos interesaba más que co­mentar una convencional descripción de una belleza feme­nina, fijarnos en la visión perspectivista que de la misma tienen los distintos asistentes a la tertulia del Molino.

El pasaje es introducido por una de esas habituales fórmulas alarconianas de imaginado diálogo con el lector: «Empiezo por responderte de que la señá Frasquita», para, en seguida, presentar nuevamente al coro de asistentes a la tertulia del Molino, sugerido ya en el capítulo ante­rior, de forma indirecta, a través de las peticiones que a sus diversos componentes solía hacer el tío Lucas. Si en­tonces lo único que se ofrecía al lector era la voz de éste, ahora escuchamos las antes silenciosas voces de los con­tertulios, presentadas rotatoriamente para, a través de sus impresiones, obtener una primera y cambiante imagen de la señá Frasquita. En principio se alude a ese coro de manera vaga y genérica -«lo mismo los frailes que los caballeros, los canónigos que los golillas»-, pasándose luego a la determinación individual, a través no de los nombres de sus componentes, sino de sus categorías es­peciales o profesionales: «el virtuosísimo Prelado», «un Abogado muy erudito», «el Prior de los Franciscanos», «el Coronel de milicias» y, finalmente, «el Corregidor», del que, más adelante (en el capítulo VIII), se nos ofre­cerá una circunstanciada descripción, así como su nombre

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Cada uno de esos momentáneos y rotatorios solistas del ... :· i.J ~$-;_·..,r~ coro expresa su personal opinión sobre la Molinera, su ~ " -~í ' ( l. punto de vista o particular perspectiva. Se trata de un re- ], 1.:''~,1 ;-!;.

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cu.tso bastante uúlízado en la novelística del XIX, por vic· tud del cual el nartador pnrece renunciar -de momento, al menos- a ofrecern s una directa descripción de un determinado person!\je, sus_tiluyéndola p r la prismática malÍi'.ada y aun llena de oposid nes que pu da supon:r la swna de parciales descripcio11es qlle de tal personaJe ofrecen tr s del mismo relato. 20 Muy (t·ecuente.lllCllte el empleo de tal recur o está enderezado ~ obt ner no tanto una d~scrip ·6n del personaje enjtliciado desde distintos puntos de vista, como de us variados y dispares enjui· ciad res. más bien, una convergencia y fusión de am­bas desc.ripciones: a la par que un personaje es d scri~o por otros, 1 s ro dos descriptiv s gue éstos emplean _su·­ven para autodescribirl s, para decirn s ya algo de ellos; tal y como ocurre en el pasaje nlarc niano que ahora co· mentamos. No es tanto un~ imagen d 1 Molinera lo que ahora parece importar -en eJ resto d 1 captatl IV Alar· c6n tendrá oe11si6o de describírnosla cumplidamente­como una visión d 1 coro itW~grad por 1os ilustres vi i­tantes deL Molino». A o:avés de las v ces de algunos de ellos, Alarc6n nos va informando de ~u al a condici6n social, de sus peculiares esti111t1tivas, pers pectíuas cultu· t'áles o profesionales. A 1, el «Ahogado muy er dito, Ac:..t· démico correspondiente de la H istorin» recurre a una da· sicista y estética compa.ración para ponderar la belleza de la señá FrMquita, en tamo que «el C tonel de milicias» emplea una fa_mi liar expresión muy de e erpo de guardia

de sala de bandera~, o <<el Prior de los Franci canos» recurre ingenuamente a la comparación bíblica.

El perspectivismo es, pues, tan poco vat-iado como ele­mental) carente de los llllltices y coroplicacion.es que tal .recurso adquitiní en otras manos y al servicio d otras intenciones (tal y como ocunc en el ejemplo citado en nota de Balzac). Allltc6n no pxesenta opiniones dispares

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sobre la señá Frasquita, sino más bien notas complemen­tarias que se resuelven en entusiasta unanimidad.

Y es que, en definitiva, al escritor parece importarle, una vez más, no el dato psicológico, sino la estructura musical en la que se inserta el juego perspectivístico de las variaciones sobre un tema: en este caso, el encanto, la belleza de la señá Frasquita. Variaciones muy poco varia­das, resueltas en forma de musical concertante, ya que, rotatoriamente, diversas voces, diversos solistas del coro se destacan y adelantan para cantar su frase, producién­dose al final la convergencia, la plural concurrencia de voces en el remate del dispositivo coral, cuando todos parecen decir a la vez: «Pero es una buena mujer, es un ángel, es una criatura, es una chiquilla de cuatro años, acabaron por decir todos». Lo que a continuación añade Alarcón, para cerrar la escena con el abandono de la mis­ma por parte del coro, sirve para contraponer eficazmente dos de las zonas en que transcurre la acción de El som­brero de tres picos: la animada, alegre y vital del Molino, y la tediosa, aburrida y rutinaria de la Ciudad. Cuando a ella regresan los contertulios del Molino, van «atiborra­dos de uvas o de nueces, en busca de sus tétricos y me­tódicos hogares». Y obsérvese que tras la referencia de esos significativos adjetivos -«tétricos y metódicos»­están, por lo menos, los «hogares» de los solistas que han intervenido en el coro y de los que se ha hecho explícita mención: el Prelado, el Abogado, el Prior de los Fran­ciscanos, el Coronel de milicias y el Corregidor.

El Molino se configura entonces, por obra y gracia so­bre todo del encanto ejercido por la Molinera, como el amable contrapunto y consuelo de esas tediosas existen­cias pueblerinas, como el luminoso alivio con el que escapar momentáneamente de «los tétricos y metódicos hogares», como la invitación a la aventura. El que el Co-

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rr idor quie1-a realizar plenament rnl aventura y acabe pm fracasar en u empeñ , res't!ltando el burlador bur­ladn dar:llugar a la qu propiamente es la trama, la ac­ción de El. sombrero de lres picos; iniciada en el capítu· lo VIII, tras la meticulosa preparación del marco en que consisten los siete capítulos anteriores.

Alarcón necesitó, pues, bastantes páginas para elaborar lo que, tal vez, podría haber sido una introducción más breve. La calidad musical de obertura o la plástica de rico y significativo marco que el autor quiso asignar a esas páginas hacen que las misrnns p;rrticipcn del encanto ge­neral que del lib.ro se desprende. Algunos de los más de­cisivos oompoi1entes estl'uctutal ·· de éste se perciben ya, adelantados, en las páginas del tnarco, ·ral y como ocurre con los juegos de al ernan ias y dualismos, con lo · artili­cios petspecdvistas y, sobre todo, con las mt!Sical !\ u'li­li l'..aciones de coroJ y coucertantes. No poco, p~;~es, del ritmo de que sé va a cargar Ja acción de El sombrero de tre picos se filtrará en el quiet espacio del «cuadro de géner-o>~, en bs apnrenreme:nté inm6vHes estrocturas de un marco que pierde condición ancilar para alcanzar otra más alta.

Utilizando una comparación musical que quizás hubie­ra resultado grata al propio Alarcón, podríamos recordar los casos de aquellas óperas -entre ellas no pocas de un autor tan admirado por Alarcón como lo fue Rossini­en las que lo más bello y recordado han llegado a ser precisamente sus oberturas. No quiero decir con esto que en El sombrero de tres picos la obertura valga más que lo que viene tras ella. Simplemente, se trata de sugerir que tampoco vale menos y que, más bien, está a su mismo nivel. Lo cual no es poco decir para un marco, cuando lo por él introducido o señalado es una de las obras maes­tras de la narrativa breve del XIX.

UN MARCO PARA «EL SOMBRERO DE TRES PICOS» 73

NOTAS

1 Sobre este punto véase la obra de José F. Montesinos Pedro Antonio de AZarcón, Zaragoza, 1955, en la que se estudi~n «las muchas variantes» que las series de novelas cortas y de cuentos de Alarcón presentan.

2 Sobre estos puntos véase mi edición de El escándalo, dos vo­lúmenes en «Clásicos Castellanos» de Espasa-Calpe, Madrid 1973 y la edición de Vicente Gaos de El sombrero de tres pico~, tam: bién en «Clásicos Castellanos», Madrid, 1975.

3 Sobre el «estilo Karr» de Alarcón véase mi obra El cuento es­pañol en el siglo XIX, C. S. I. C., Madrid, 1949, pp. 435 y ss.; o las de mi Introducción a la cit. ed. de El escándalo, pp. LXX y siguientes.

4 José F. Montesinos considera que «ese contagio debió de ser rapidísimo, y, como todo en Alarcón, extremoso», ob. cit., p. 22.

5 Dice Andrés Soria a este respecto que El sombrero de tres picos supone un ejemplo de «verdadera maestría al titular» (A. So­ria Ortega, «Ensayo sobre Pedro Antonio de Alarcón y su estilo» en Boletín de la Real Academia Española, XXXI y XXXII 1952, página 60). '

6 Ed. cit., p. XLVIII. 7 El estilo de folletín aparece en no pocas páginas de El som­

brero de tres picos. Así, el final del capítulo XI .r cuando el Mo-linero llega a su casa cargado de sospechas: '

«Siguió caminando el tío Lucas, atravesando siembras y mato­rrales, hasta que al fin, a eso de las once de la noche, llegó sin novedad a la puerta grande del molino ...

¡Condenación! ¡La puerta del molino estaba abierta! ... » (edi· ción citada, p. 94).

O en el capítulo siguiente, el XX: «Luego continuó subiendo ... hasta llegar a la puerta misma de]

dormitorio. Dentro de él no se oía ningún ruido. -¡Si no hubiera nadie! -le dijo tímidamente la esperanza. Pero en aquel mismo instante el infeliz oyó toser dentro del

cuarto ... ¡Era la tos medio asmática d~l Corregidor! ¡No cabía duda! ¡No había tabla de salvación en aquel nau­

fragio! El Molinero sonrió en las tinieblas de un modo horroroso.

¿Cómo no brillan en la oscuridad semejantes relámpagos? ¿Qué es todo el fuego de las tormentas comparado con el que arde en el corazón del hombre?» (ed. cit., p. 101).

O también en el mismo capítulo XX: «Otra risa diabólica contrajo el rostro del Molinero» (ibid.), etc.

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¿ e tL<:atn .~'C!almente de un pastiche, d~l estilo folletinesco! d un ir6nioo reme(! de algunos- de sus top1cos o modos expreSI~Os, o es alg (;onm\~urt~J nl c~ti lo de· Alarcón y qu ~· te nQ crn capaz de evitaí·? Cutmdo en lns t~ovelas serias del aut 1: -V. gr. ru as­cándalo o El niño de la bola- encontramos giros o frases por el estilo de las que hemos transcrito de El sombrero de tres picos, resulta obvio que no hay en su empleo ninguna intención ~aró­dica o burlesca. Percibir ésta en El sombrero ... sí parece pos1ble, por más que, en ocasiones, el lector se 'Juedc d~:Sronc rt;1d ron J'cicr<mcia 1\ !:1 int!!rpretación que ha de dar ·a tules pnsa¡es; Asf, en cl cnpflulo x:xxi, cuiind la Molihcrn se inuig.na ame las sos­pechas de su matido 1{1 d · erípcl6n d · sus g ~ros cla lugnt il u"a nueva aparic::i6n dcl <:stilo /a/Jelilfes¡;o, que uno n snb si tornar en scci como· píWodia:

(~¡Hubo que vct· clltonccs u lu ll:lV~u:ra! Tiró e la m ntiUa atrás. levantó h1 frente con sobcrnnfa de. leona, y, clavnndo 'n el 'falso corregidor dos ojos como dos puñales:

-¡Te desprecio, Lucas! -le dijo en mitad de la cara. Todos creyeron que le había escupido. ¡Tal gesto, tal ademán y tal tono de voz acentuaron aquella

ú~scl"' (cd. cit., p. 149). . s S.ob¡:e este puntó véase O. ~clic> «El sai!Jbrero de tl-'t:S _prcp~.

como cstructl.Jrn épica» en Anóluis e.stmcturlll de texl?s blSPtlm­cos, PrcmSD Española, Madrid, 1969, pp. 115 3 141.

9 Así Erñilía Pardo Bazún en u Nuevo Te11tro c,·1Jico, n.iím ... o. octlubn:' de 1891, l1111na a lil sombl'cro de /l't S /JÍCQS «:rey de lo_s cnentos españoles». Menéndez: y Pelnyo lo .JI mó ~:~~mplén ~$·a)pt­tncntado cuento» (Esturlios y discursos de critica hist.6rico y liltml­ria, Ed. Nacional, tomo V, p. 89).

1o Ed. cit., p. 36. 11 Sabido es que Alarcón, conocedor del tema tradicional, vivo

en romances y canciones, del Corregidor y la Molinera, pensó inicialmente en un tratamiento teatral del mismo y se lo ofreció 11 Zorrillo. Por perCZíl, por de:;gl\nA. o pot·c¡ue no acabara de ver claras las posibilidades de convertir tal cnnci6n c:n materia teatral, lo cierto c:s que Zorril)a no aprovecb6 la idea; rec.ogiénd?la, en­tonces, AlarcÓfl pnru escribit· El sombrero 1/.c tréS ptcos. D1ce bas­tnntc de su intuición attfsi!Íctl cl que el cscritOl' guadijeño viese cl asunto dcl Corregidor }' la- Molioel's como susceptible de trnta· miento rcatrnl. Un nnóllim sainct~ popular d 1862 - reprodu­cido como .apéndice en la. cit. cd. de V. Gnos-, pese a su nulo valor attlstico expresaba las lJOSibUidades dramáticas dcl temo, ltlego explotAdas en obras tnn conocidas como el fámoso ballet de Falla o la 1meva versión . escénica de A. C:Json{l.

12 Esos valores plásticos, pictóricos, de gran cuadro, han sido puestos de manifiesto en diferentes ocasiones y por diversos crí­ticos. Así, V. Gaos en la Introducción de su cit. ed. dice: «A lo

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que aspü·a Alal'cÓn es fl csdlizar l t•cilicktd, a insinuar solo su ¡)c;rfll , 11 ev()C¡l_rl:t en caprid1os C!~CO 7.0. Con un ' sombrero de tres picos' bl15ta. Y en cl("CtO:, dd. C:Om:gidqr, w im~gen que primero hiere al lt! :tor, lo que cl.cspués 6 jn cl recuenlo, es ésta: un gran tricornio afilado, urut lucog11 c~pn. Embozado de Goya, figura de cuadro impresionista. El título destaca certeramente lo mucho que de puramente plástico hay en la obra» (p. XXXI).

13 Sobre las aficiones musicales de P. A. de Alarcón, su devo­ción por la ópera y el servirse frecuentemente de estructuras y de recursos de origen claramente musical, me permito remitir al lector a las páginas de Introducción a mi cit. ed. de El escándalo. Sobre la estructura musical de El sombrero de tres picos, véase el estudio «Pedro Antonio de Alarcón: Armonía y contrapunto de las super­ficies» en el libro de Matías Montes Huidobro, XIX: Superficie y fondo del estilo, Valencia, 1971. A Montes Huidobro El som­brero ... le parece «un gran ballet. Los aciertos parciales se basan en un juego contrapuntístico alarconiano que por momentos nos recuerda la musicalidad de Mozart. Novela en donde predomina el diálogo, la técnica sobresale marcadamente en los mismos. Los diálogos aparecen construidos mediante este constante contrapun­to, que alterna con encadenamientos temáticos y rítmicos».

14 Sobre este aspecto merece la pena citar lo dicho por V. Gaos: «Y de haber situado la acción en el pasado nace ese ambiente de cuadro histórico, tan maravillosamente evocado. Entre el pasado y el presente se levanta un muro que cerca en el tiempo la acción y la recluye en un antaño irreal. Paralelamente, el espacio es bien limitado y concreto: el perímetro de una localidad provinciana, y dentro de ella, el núcleo del molino. El medio ambiente de una población semirrural, con sus dignidades eclesiásticas y civiles, y sus pequeñas rencillas, y la recoleta monotonía de sus vidas, está captado de modo magistral, logrado, y posee ese encanto de 'lo­calismo' que perfuma, por ejemplo, Le curé de Tours de Balzac» (ed. cit., p. XLII).

15 Así, en el capítulo XII, la tertulia que se reúne en el Molino del tío Lucas discurre «sobre la probabilidad de una nueva guerra entre Napoleón y el Austria» (p. 62). En el XIII, cuando esos contertulios regresan a sus casas, se alude a la falta de alumbrado público en las calles de la ciudad, por las que circulaba «tal o cual linterna o farolillo con que respetuoso servidor alumbraba a sus magníficos amos» (p. 65), o bien a cómo, aprovechándose de esa oscuridad, un canónigo «siguió avanzando lentamente hacia su casa; pero, antes de llegar a ella, cometió contra una pared cierta falta que en el porvenir había de ser objeto de un bando de policía» (pp. 67-68).

16 Sobre el cervantismo alarconiano en El sombrero ... véase la citada Introducción de V. Gaos a su ed. de la obra, especial­mente pp. XXX, XXXIV-XXXV y XLII.

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76 MARIANO BAQUERO GOYANES

17 Sobre este punto me permito remitir al lector al capítulo xp, «Papel del 'coro' en las novelas de Alarcón» de mi Introducctón a la cit. ed. de El escándalo, pp. XC y ss .

ta Ed. cit. , p . 146. 19 l d., p. 158. 1 20 Balza ., por ejeólj,lo, se si rvió ele ~ reeurs~ en . su n ve a

corta Mlldm11o Firmirmi, :1! ofrerot una Jrnagcn prtsmáucn y cr:tm­binnte:: de esto señora, vista por \ID positi\lis ta, por un c:tlicJCl'O de:iocupado, por un arisr6crem_ despechado, por un fmuo, llOI' un nficion do al art.c, J,l()r una muJer .. .

Juan Valera: Doña Luz

ANDRÉS AMORÓS

Con la ausencia de don Jaime, que no debía pro­longarse más de un mes, quedó doña Luz algo me­lancólica, si bien de dulce melancolía, pero con el espíritu más libre y sereno para volver a sus anti­guos amigos, en los ratos en que a solas no se re­creaba con el recuerdo del dueño ausente.

Doña Luz había vivido como en éxtasis, y ahora volvía en sí, y no sólo pensaba en su amor y sabo­reaba toda su ventura, retrotrayéndola reposada­mente a la imaginación, sino que sentía, según sue­len sentir las personas todas que se juzgan felices, la necesidad de expansión y el prurito de estar ama­ble, como si quisiera hacerse perdonar el bien que poseía; bien que, por ser tan poco y tan raro en la Tierra, siempre parece que a costa de alguien se disfruta.

Ello es que la tertulia de casa de don Acisclo volvió a renacer, trasladándose a casa de doña Luz.

Los íntimos asistían a ella todas las noches, a sa­ber: don Acisclo, don Anselmo, el cura, Pepe Güe­to , su mujer y el padre Enrique.

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78 ANDRÉS AMORÓS

La p a ada anlml\ i6n renació también con la ter-ulia. Don Anselrno, excitado, volvió a desenvolver

sus doctrinas d positivismo, y el padre, cediendo a las ins t:u:¡cins de doñ:;¡ Luz y de su amiga volvió a discutir <:on su acostumbrada dulzura, tra~quilidad y sosiego.

El padre Enrique ni estaba más pálido, ni más flaco , ni má caido que ames. En su voz no s no. taba jamás La menor alteración: nada de violento ni de atOl:menrado en sus 1.1demanes nl en su gesto.

Doña Luz solía mirade, y aun examinarle, con inqltiCtud y disimulo; y no descubriendo el meo r síntoma de la pAsión que algunas veces había su­puesto en él se sosegaba y alegraba desechando todo recelo, si bi 1 con una suúlfsima y apenas percep­ti ble mortificac16n de o mor propio. Se diría que doña Luz procuraba taparse Jos oídos interiores del alma, y que, a pesar de esto, oía a veces una voz honda delgada y penetrante, que la zahería, diciendo: « ¿E~ posible que hayas sido tan vana que hayas imagi­nado que te amaba este bendito siervo de Dios? ¿No es ridículo que te hayas atormentado de puro presuntuosa, calculando los estragos de un mal in­voluntario que suponías haber hecho? ¿No temes que el diablo se ría de ti, y que Dios también se ría, si en Dios cabe risa , cuando miren en lo interior de tu conciencia y vean cuánto te halagaba, a la

.Par que te asustaba, la fatua invención de que ibas a matar de amor y de celos a ese pobre fraile? Mira qué impasible está. Desengáñate: él piensa en sus devociones, en su Jibros, en sus estudios, en las obras que escrib , y nada se le importa de que es­tés casada o de que e 1és oltera. ¡Buen castillo de humo levantó tu orgullo ! ¡Curiosa leyenda de amo-

JUAN VALERA: «DOÑA LUZ» 79

res románticos y desesperados forjaste allá en tus adentros!»

Doña Luz, a1 ofr sut malvada voz, que era, sin duda, voz del infierno tenia miedo a gue le pesara de que el amor del padre Encique, y ·sus celos, y su desesperación, fuesen ilusorios .

Por dicha, doña Luz era buena, y era, además, enérgica y briosa de voluntad, y pronto imponía si­lencio a la voz y apaciguaba en su pecho la turba­ción y alboroto que la voz causaba.

Lo más sano y lo más razonable era dar por se­guro que el padre no habría 1 ensado en ella jamás sino como :¡e piensa en un p.t:6jimo predilecto y que de esto debía ella alegrarse de corazón, y que de esto se alegraba.

Doña Luz, pues, quiso que en lo exterior, en sus relaciones con el padre, en sus conversaciones y tra­to con él no se introdujese novedad. Toda novedad le parecía acusadora de que antes había habido un sentimiento ilícito que ella había extirpado de su alma, y que, sí aún existía en la del padre, era más ilícito y feo .

Pudo tanto en doña Luz esta idea, que casi extre­mó más que nunca sus muestras de cariño y pre­dilección hacia el padre Enrique . Le tomaba la mano, le miraba con indecible ternura , le sonreía embele­sada, le aplaudía como sentencias punto menos que divinas todas sus frases, y buscaba su conversación y se hechizaba con ella.

El padte tenía el don raro y fw1esto de ve!; en el fondo de los corazones, y veía en el de doña Luz, Y ya, advertido por el de engáílo, coooda cl ningún valor amoroso que toda aquclJas demosh·aciones te­nían. Pero así las dulzuras de las demostraciones

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80 ANDRÉS AMORÓS

como el pensamiento de su pertinaz y mal pagado amor le destrozaban el pecho.

¿Qué sabemos si esto procedía de soberbia o de virtud cristiana o de ambas cosas a la vez, ya que en el espíritu del hombre se mezclan y combinan a veces los buenos y los malos instintos, y combaten ángeles buenos y malos, movidos por encontradas razones y conspirando, no obstante, al mismo fin? Lo cierto es que ni en una queja, ni en un suspiro, ni en una mirada, ni en una palabra, por sutilmente que quisiera interpretarse, reveló jamás el padre Enrique, ni dejó entrever a los curiosos y ávidos ojos de doña Luz, la tempestad oculta en el centro de su alma.

No acudir a la tertulia como hasta allí había acu­dido, e irse del lugar o a Filipinas o a otro país cualquiera, apenas doña Luz casada, parecíale al pa­dre mísera flaqueza y confesión pública de su pasión criminal. Imaginaba que retrayéndose de todo o fu­gándose iba a dar escándalo, iba a hacer creer lo que hasta allí nadie tal vez hacía creído. El padre tenía vergüenza de que nadie, vivo él, llegase a adi­vinar su profano amor; pero de nadie tenía más vergüenza que de doña Luz. «Muera yo, Dios mío, muera yo -decía-, antes que ella sepa que la he amado, que todavía la amo.»

Para lograr esto, el padre empeñó consigo mismo la lucha más atroz. Era menester más dominio so­bre la natural condición para vencer en esta lucha que el del esparciata que, sin verter una lágrima y sin lanzar un quejido, se dejó desgarrar el cuerpo por las uñas de una fiera . Ni enojo, ni envidia, ni celos, ni amor se r•·)puso mostrar el padre Enrique, sino amistad finísima e inalterable como siempre. Y lo consiguió de tal modo, que doña Luz acabó

JUAN VALERA: «DOÑA LUZ» 81

por deseéhar toda sospecha de que el padre la hu­biese amado nunca. Entonces le juzgó muerto para cuantos afectos vienen a nuestro ser por los senti­dos; le creyó inaccesible a cuanto no pasa directa­mente de Dios al espíritu. Así explicaba mejor, dejando a salvo su vanidad, que el padre no la hubiese amado.

Entendía también doña Luz que allá en su pen­samiento había ofendido al padre, imaginándosele enamorado. Y así por desagravio, como por la su­perior admiración que su impasibilidad le causaba, como por el convencimiento más firme cada vez de que no habría de enamorarle, hiciera lo que hiciera, se dejó llevar de su afición a prodigarle finezas y a darle las pruebas más lisonjeras de amistad profun­dísima.

El espíritu es fuerte y lo sufre todo; pero nues­tro cuerpo es débil, y el espíritu que encerrado en él acomete empresas inhumanas, superiores a las fuerzas del cuerpo, acaba por matarlo.

(Obras Completas, tomo I, 5.• ed., Madrid, Ed. Aguilar, 1968, pp. 97-99.)

U N os pocos datos para enmarcar el fragmento: Doña Luz es la última novela de la primera etapa narrativa de don Juan Valera. Se publicó en 1879. Según los episto­larios con Menéndez Pelayo y Laverde, parece ser que concibió la idea inmediatamente después de Pepita Jimé­nez, en Doña Menda, en octubre de 1875, pero se le cruzaron luego otros proyectos . La escribió en el verano de 1878 y la fue publicando por capítulos, como es ha­bitual en él, en la Revista Contemporánea. Se atascó dos veces: después del capítulo VIII y del XIII. Finalmente,

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82 ANDRÉS AMORÓS

el 18 de abril de 1879 manda ya un ejemplar a su amigo Menéndez Pelayo.

En un pueblecito andaluz, Doña Luz y el Padre Enri­que tienen una relación sentimental de perfiles poco pre­cisos: amistad, influencia, afecto espiritual. .. Pero ella conoce a don Jaime y se casa con él. Las dudas de si es amor lo que siente por el Padre Enrique le impulsan a entregarse a don Jaime: «El mismo amor de ella hacia don Jaime aclararía lo que en su inclinación hacia el padre podía haber dado ocasión a dudosas interpretacio­nes. Esto la impulsaba a creerse y a sentirse enamorada de don Jaime. Amando a don Jaime, desaparecía a sus ojos todo lo que hubiera podido tener de raro su amistad con el misionero» (p. 84). Nótese que Doña Luz busca justificarse ante los demás pero, sobre todo, ante sí mis­ma: «a sus ojos ... »

Muchas veces se ha señalado la conexión de esta novela con otras de la misma época, aproximadamente, que tra­tan el tema del sacerdote enamorado: La faute de L'Abbé Mouret de Zola, O crime do Padre Amaro de E~a de Queiroz, La Regenta de Clarín o La Fe de Palacio Valdés. Incluso, para poner al día estas viejas agrupaciones te­máticas, se ha hablado de la posibilidad de constituir un «metagénero» de novelas con esta situación límite común, de acuerdo con los esquemas de la semántica estructural de Greimas. Bueno ... Lo importante -me parece- no es la terminología tradicional o novedosa. Este tipo de agrupaciones son lógicas y hasta necesarias desde un pun­to de vista pedagógico, pero se revelan gravemente insu­ficientes cuando se profundiza un poco. Para el crítico literario, no interesa tanto el parecido argumental como la singularidad de Valera, al tratar de ese tema .

Hasta el capítulo XVI, hemos visto el conflicto -me­diante un narrador omnisciente- desde el punto de vista de Doña Luz. En ese capítulo, cambia bruscamente la

JUAN VALERA: «DOÑA LUZ» 83

perspectiva. Quiere el autor que el lector conozca bien lo que sucede en el alma de don Enrique. ¿Cómo lograr­lo? Un recurso habitual en Valera sería el de la conver­sación con una persona de confianza: confesor, amigo, criado ... Para este tipo de revelaciones, sin embargo, no es fácil encontrar un confidente adecuado. Por eso, Valera descarta esta vez ese procedimiento y vuelve, con una pequeña variación, al favorito suyo: el propio personaje se confiesa por escrito. Aquí no se trata de una carta con un destinatario preciso, sino de una especie de confesión íntima.

Gracias a ella, el lector sabe más que doña Luz: el amor del Padre Enrique es, pura y simplemente, amor humano, que incluye lo espiritual pero también lo mate­rial y hasta los celos: «¡Ay!, la muerte ... , la muerte ... , antes que llegue el día en que se casen» (p. 94).

Pero doña Luz se ha casado. Pocos días después, su marido marcha a Madrid. Al novelista se le plantea ahora un problema no muy fácil: ¿Qué sucederá cuando vuel­van a encontrarse Doña Luz, ya casada, y el Padre Enri­que? ¿Qué tipo de relación surgirá, ahora, entre los dos? Es, justamente, lo que plantea y desarrolla el capítulo cuyo fragmento inicial vamos a comentar. Debemos ser conscientes de que se trata de un momento difícil, si el relato no va a despeñarse --cosa que no sucederá, con toda seguridad, siendo su autor Valera- por los abismos del folletín, el libelo anticlerical o el puro romanticismo desencarnado. Quizás esta dificultad estimula al narrador Valera y le permite lucir su talento en su terreno prefe­rido: el de los sutiles matices psicológicos, los movimien­tos complejos y contradictorios que se producen en el in­terior de los seres humanos .

Comencemos con el texto: «Con la ausencia de don Jaime, que no debía prolongarse más de un mes, quedó doña Luz algo melancólica, si bien de dulce melancolía,

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pero con el espíritu más libre y sereno para volver a sus antiguos amigos, en los ratos en que a solas no se recrea­ba con el recuerdo del dueño ausente.»

Planteem s, antes de nada, una cuestión previa y bá­sica : ¿A qu ién estamos oyendo? ¿Quién es el que habln? No se trata d dé Juego, de ningún pCl'SOnaj . Es Ja voz del oanado1·, que coincide, sin disrancin ninguna, con 'In vo~ de don Juan V :<llera. Todo el reJa lo e.<;tá visto a rravé de su perspectiva. Todo está matizado por él, comentado por él, sugerido por él. La narración, por tanto, rezuma subjetivismo. Esto supone la adopción de un lenguaje, un ritmo narrativo, un tono absolutamente peculiares y personales .

En su tiempo, la crítica señaló repetidamente éste como el gran defecto del Valera narrador: la incapacidad --de­cían- de alcanzar el relato impersonal, objetivo. De ahí derivaban las acusaciones de que los personajes hablaban como su autor, de que las criadas «discreteaban» dema­siado.

El hecho es cierto, pero puede ser enjuiciado de dive~­sas formas. Ante todo, en cuanto al lenguaje. Leamos, por ejemplo, los dos pr'imcros párrafos del fragmento elegido. No cabe duda de q1.1e Vt~lera acepta las fórmula tradicio­nales de la narración¡ el período amplio, el vocabulario escogido y algo libresco. Pero junto a eso, no dejará de incluir ocasionalmente, fórmulas coloquiales andaluzas . Y, sobre todo, la posible pedantería del estilo académico s verÁ d s ruida soJapadamente, desde dentro, por la iro­nía, l reticencia, la alusión, la ambigüedad ...

Un ejemplo muy cono;eto: «Con la ausencia de don Jaime, que no debía prolongarse más de un mes ... » No es prurito esrolar pregun arse i ese «debía» pertenece a ln sel'i.e del deber moral («deben>) o a la de la simple probabilidad («deber de»). Qui2á la sugerencia abarca a los dos. EvidentementeJ un recién casado al que su mujer

85 LERA . «DOÑA LUZ»

JOAN VA .

debe ausentru·se más de tul mes ni es probable ndota 0 - ~ · · d alé • ue lo hnoa. Pcto qui7..á V aJera est.<t sugu:J;rt : o, m vo-q] •nte qu nada de e o es segu ro: al .reves, parece pro-ame , . . . b"ble que ~on Jaime va a pr longar su ausen~a, ~ coLl tt ~ de lo p ·ev•slble y de l0s d.eb res conyugal.es ... ~Nos P~

de listos atribuyéndole ~ Valera mLe.oc10nes d•-sllDlos · b' · simuladas? Es posible. El que lo conozca 1en, sm em-bargo, tenderá a este tipo de so~pecha~ en vez de quedarse en la apariencia de bonachona mgenUldad.

Así pues, el estilo es el personal de Vale~a, cu~ndo habla el narrador o cualquiera de los p~rsona¡es .. ~u~os siempre la voz de Valera, con su pecuhar ,tono 1romco. ·Cómo calificaremos hoy este rasgo? La busqueda de. la ~bjetividad impersonal no es, ya, el único ideal narrau~o

'11'do Por supuesto disfrutamos con la sequedad ob¡e-va · ' , 1' ' tiva de Dashiell Hammett, en el genero po 1c1aco,. pero también puede gustarnos reconocer una voz .pecuhar de narrador al leer un relato. Así sucede, por e¡emplo, con Dickens con Unamuno, con Proust. No cabe hoy, me pa­rece, da~ normas generales, sino describir tipos de relato . «ÜÍr mucho» la voz del narrador puede resultar ~m~a: choso para algún lector; para otro, en cambio, const1t~1ra un placer suplementario: reconocer la voz de ~n amtgo, del que conocemos el sentido del humor, los «tlCS» Y has­ta los trucos. Así se plantean las cosas con Valera: cada lector habrá de decidir si esta voz peculiar le divierte o le

fastidia. . . . En este fragmento, nos hallamos, en prmc1p1o, ante un

narrador omnisciente; pero esta técnica se utiliza con la libertad que le es más cómoda al narrador, que penetra

0 no en el interior de sus personajes según le convenga

más en cada momento. Sigamos leyendo. Una vez más , dentro de la ~br~ .de

Valera estamos en un pueblo andaluz, cuya base h1stonca es fácámente identificable. En su vida azacaneada por las

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m1s10nes diplomáticas, Valera siente nostalgia de su co­marca natal, de una vida más sencilla y clásica, acorde con la naturaleza. Pero cuando vuelve a ella, a los pocos días, se aburre. A la hora de escribir, sin embargo, casi siempre localiza allí sus relatos. Eso les proporciona au­tenticidad humana, a la vez que sirve de contraste, con su irónico costumbrismo, a los elevados problemas morales que se plantean.

Como suele suceder en Valera, nos encontramos en este fragmento --en esta novela- con una figura femenina excepcional, que resalta más sobre el panorama del pue­blo: doña Luz. En buena medida, es hermana de Pepita Jiménez, de Juanita la Larga.

En el texto nos encontramos también con la habitual tertulia, como en ]uanita la larga, en la que pueden coin­cidir tres elementos:

- la base costumbrista andaluza, recreada irónica­mente;

- el tema típico de la novela realista, con el contraste entre ideas positivistas (don Anselmo) y religiosas (el Padre Enrique). Recuérdese, por ejemplo, la figura de M. Homais en Madame Bovary;

- el escenario colectivo, donde pueden coincidir con naturalidad los diversos personajes. De ese modo, a la vez, la tragedia íntima de los protagonistas se desarrollará --claroscuro típico de V aleta- delante de los demás, pero sin que éstos sepan comprenderla.

El primer problema que se plantea al comentar un texto narrativo es el de delimitar el fragmento. Por supuesto, cualquier elección supone traicionar, en cierta medida, la continuidad del relato. El fragmento que aquí he elegido marca una indudable transición, en su comienzo. (Ya ve­remos luego el final): empieza un nuevo capítulo. Se pro­duce un cambio de lugar y de tiempo. Asistimos a una nueva situación: el reencuentro de los dos ¿enamorados?

JUAN VALERA: <~DOÑA LUZ» 87

después de la boda de ella. Doña Luz ha cambiado, co­mienza una nueva etapa vital: «había vivido como en éx­tasis y ahora volvía en sí. .. »

A lo largo del texto nos encontraremos, aquí y allá, con ejemplos de lenguaje religioso y aun de vocabulario místico. El título del capítulo alude a la muerte del Padre Enrique como «glorioso tránsito». A Valera le gusta el juego de contrastes, cercanos a los opósítos del que está embebido en el amor divino: «quedó doña Luz algo me­lancólica, si bien de dulce melancolía, pero con el espíritu más libre y sereno ... »

Más adelante, de forma más clara: «Doña Luz había vivído como en éxtasis, y ahora volvía en sí. .. » Nótese, por supuesto, que el «éxtasis» se aplica al amor humano, no al religioso. Más adelante, leemos en el texto que doña Luz «oía a veces una voz honda, delgada y penetrante»; es decir, una expresión en la que no es difícil encontrar ecos del lenguaje de Santa Teresa.

Todavía un detalle más: el Padre Enrique se consume en un amor que no quiere recompensa ni corresponden­cia, ni siquiera busca manifestarse. Leemos en el texto: «Muera yo, Dios mío, muera yo -decía- antes que ella sepa que la he amado, que todavía la amo.» El lector de los místicos recordará fácilmente el puro amor a Dios que no busca premio, que se suele resumir en la fórmula «Diligam te» y se manifiesta en la literatura española con belleza excepcional en el conocido soneto «No me mue-ve, mi Dios, para quererte.» ·

¿Por qué utiliza Valera este tipo de lenguaje? Recor­demos que ya lo hizo en Pepita Jiménez, como han es­tudiado pormenorizadamente Lott y Luciano García Lo­renzo. En una declaración que se hizo famosa, decía el novelista que su intención era escribir un florilegio de los místicos ... Me parece que ésta es una más de las bromas de V aleta v que sólo hay que prestarle crédito en muy

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limitada medid:t. esde luego que Pepita ]imé~~ez, bási. cnrnen_tc, m) es un florilegio de los místicos. Pero sí pa. rece CJerto q1.1e, a la hora de pla 111al' el t·_ lato utilizó no pocas fórmulas exp¡·esivns tomadas pel lengu.aje teligioso y mfstic .

Recorderu s que Pepita ]imétt~:t. e os ti uy6 no ·sólo uo 1ogr~ estético, :>ino un verdfldero éxito popular: eJ tlnico, en Cierro modo de Valera, qu t.l'rtt6 de 1·epetirlo, incan­sablemente, 11 lo larg . cJ su v-ida. Porque, aunque le ~roporciontua !Joco dinerc:> (bien conocidas son SliS que­Jas), el éxito de Pepito ]iménez Je dio una timación c~mo e critor ante 1:1 sociedad, ante su mujer y anre sí m1smo.

Con Doña Lrq, e pccialmente¡ Valem inte.nr.a repetir eJ éxito ~e PepittJ ]iménez. P.ara Montesi.rios, Doña Luz «es, en CJerto modo, Pepita J;ménez repensada y vuelta del1·evés». Y~ vetemos, luego cóm ~tiendo }'o esto. Lo que no ~be duda es de qlle Valera vuelve al terreno en el qu cree ser más fuerte: la sut~les conexiones entre el amor humnno y el divino. y; al hacerlo, vuelve a empl~ el lé. ico religioso y místic : por eso lo hemos hallado, cuidadosameme entretejido -disimulado, si s prefiere-, en .l.a w-dimbre clásica de sus largo períodos.

Doña Luz «sentín, según suelen enti.t las personas to­d~ que se juzgan felices ... >.>. No se nos dice que Doña Luz sea feliz, sino que cree sedo. Estamos ya aquf, ~le; namente en el rerr no propio de Valera: la n.ovcla p.rico· lógica. O, si se sabé entender bien la expresión, sin mora· linas coov ndoruúes, la novela moral.

Por 1-ato que pueda sonar, me parece que Valera no está ahera, muy lejos de la preocupación de Una.mun0 por el misterio de la personalidad humana. Al personaje ce.ntt·al, inteligente y .reflexivo, Doña Luz, le preocupa lo gue los o!'ros creen y opinan de ella. 'Eero· sobre todo, le p1·cocupa -y le inOuye- lo que e11.a cree que debe

JUAN VALERA: «DOÑA LUZ» 89

ser 0 sentir, en una dete~mina.da ~~i:uMtahcia. Usando - L6rtmlla frewente en anglés, wbat 1 mp supf)osed lo

úOll .1:' • •1 d Jo. Ltt vida o~ial- nos fi ja llX:Os pat:.t·oaes n? ~o~o, e com-

01.tar:nlenro, Sino de pensam~ence, d: sent:.tn:uent~ ... Una p 'én cas¡¡da <<debe» ser fehz y Dona Luz se s1ente fe. reC-1 - h' l . Pero Valera aparentemente tan bonac on, tan con-¡z. ' 1 formista, nos va a mostrar en este texto, en esta nove ~' cómo la espontaneidad natural tira de nosotros, por debaJo de la costra de convenciones sociales y, algunas veces, nos arrastra.

Notemos, de pasada, el pesimismo de Valera: ser fe­liz es un «bien que, por ser tan poco y t~n raro ~n la Tierra, siempre parece que a costa de algmen se dtsfru­ta». Me interesa señalarlo porque, a mi juicio, no ~e. ha entendido suficientemente cómo una de las leyes bas1c~s del temperamento de Valera es la tensión e~tr~ el ~ptl­mismo voluntario, el amor a la vida, y el pes1m1smo irre­mediable del hombre inteligente que no ha sufrido poco en la vida, por debajo de la apariencia despreocupada Y frívola.

Vuelven las tertulias, vuelven los dulces coloquios en­tre el misionero y la mujer. Ella le ve a él desde fuera:

El Padre Enrique ni estaba más pálido, ni más flaco, ni más caído que antes. En su voz no se notaba jamás la menor al~era­ción; nada de violento ní de atormentado en sus adema~es 1_11 en su gesto. Doña Luz solía mirarle, y aun examinarle, con m~,metud y disimulo; y no descubriendo el menor síntoma de la paston que algunas veces había supuesto en él. ..

Como ya he dicho, el lector goza del privilegio de la omnisciencia para conocer las tormentas interiores que afligen al Padre Enrique por debajo de su impasibilidad exterior.

A la vez, el narrador (y el lector) ve a Doña Luz ~es de dentro. ¿Qué encuentra? Poco más o menos, lo mtsmo

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que en don Luis de Varga , el se.Jninru·ist:1 ele Pepita ]i­ntén~-. Ame todo,. dudas, vacil~ciones. Una complicad"­tran~I~l6n ue va, sm éo1·te apru- nte, del amor al prójilllo (espmwal sólo o también ~"ama!) al amor de Dios Y_, cotno ingrediente que acaba de em:edaclo todo, la vn~ mdncl:

¿Es posible que h_ayas _sido tan vana que hayas imaginado que te amaba este bendito stervo de Dios? ¿No es ridículo que te hayas atormentado de puro presuntuosa ... ?

J?at•a dar concreción n la cottieot del pensamiento de ? ñ. L~z, imagina Vruera qu ciJa dialoga con una vo4 tma&'lnana que na e d ella misma. D spués el narrado . . ' r mten7tcnc, comenrlindo y q JiGcando de acuerdo con los moldes más vetustos dé la nal'i'aliva tradicional : «esta malvada v z, que era, sin dl1da, v.oz d 1 jnfie rno ... » También juzg" n su per oa je: «Por dicha, doña Luz er~ buena, Y e~.·a, adcmá~;, enécgica y briosa de voluntad . . . » Parece, a prin~et:a vista, que estemos en el 1·eioo del e­l ~tto infantil, ·omónrico o del folletín. P ro, como suele _uceder con ~alees, la apariencia, aqu{, también es cnga­nosa. La cealtdad es más compleja.

¿Qué es lo que le dice esa voz intima? Que el su­puesto amor del Padre Enrique n existió, fue sólo ilu-i6n vanidosa de la mujer. DejMc;lo apru:te 1~ verdod o

no de e!lo (el 1ccto · sabe que no : cier to), ¿basta eso para calificarla como «mn.lvada VQZI>, «voz del infierno»? Desde u r~. punto de vista motaJ, ¿no seda peor la voz que le dijera que toda esa historia de amor fue verda­dera?

¿Para quién es mala la voz que oye la protagonista? ~o para la conciencia moral de Doña Luz, desde luego, ~mo para_ ~u vanidad de mujer enamorada. Según eso, la mtervencwn del narrador no es tan ingenua ni infantil

]IJ¡\Ñ VALERA: «DOÑA LUZ» 91

mo parecía, sino que está reflejando -sin decirlo-- la ~cci6n hu~lina que siente Doña Luz, aunque ella mis­mB no lo qure.J:a confe -ar.

Asi., pues, el pe1·s nnj está ya preso en una madeja de contradicciones. Lo gpe <cte bahtgab:m es tnmbjén lo qu (<te asustaba» . Lo que tJ:anquiJiza Ll conciencia, hie­re su vanidad. Sin deda.rar1o e:presameme, VaJera nos ha in Lroclucido n el cemro de este nvd de con ¡:adic­ciones. Y, sitl bncer paoflecos, nos ha mostNid la en­sion · fntimas que: st~ú un alma sensible, tiraneada, a la vez, por los instintos naturales y por la educación mo­ral que ha recibido.

¿Cómo salir de este laberinto? El narrador parece ape­lar al buen sentido, al sentido común: «lo más sano y lo más razonable era ... ». Una vez más, Valera tiende una trampa al incauto lector, porque esto, que él mismo cali­fica de sano y razonable, no sólo es objetivamente falso, sino que, en la práctica, no es eficaz. Y acaba siendo con­traproducente. Veámoslo.

«Doña Luz, pues, quiso que en lo exterior, en sus re­laciones con el padre, en sus conversaciones con él no se introdujese novedad.» Al llevar a la práctica este propó­sito, «casi extremó más que nunca sus muestras de ca­riño y predilección hacia el padre Enrique».

El lector ingenuo puede preguntarse: ¿qué ha pasado aquí? Tratemos de desmenuzado un poco. Es frecuente, en Valera, mostrar cómo el personaje más listo es el que más yerra. Dicho de otra forma: que de poco valen la inteligencia y la razón contra los ataques de los instin­tos, de la naturaleza, de las fuerzas irracionales.

Doña Luz es, aquí, el personaje que encarna, dentro del pueblo, la inteligencia superior. En este caso -ya lo hemos visto-- se equivoca, se basa en un presupuesto falso: no reconocer cuáles son sus auténticos deseos y atribuir a «voz del infierno» lo que verdaderamente sien-

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92 ANDRÉS AMORÓS

te, pero no lo quiere admitir: su deseo de que el Padre Enrique estuviera profundamente enamorado de ella.

A partir de esta contradicción, decide adoptar una ac­titud que al narrador le parece «lo más sano y lo más razonable» y que se traduce en esto: «que en lo externo, en sus relaciones con el padre, en sus conversaciones y trato con él, no se introdujese novedad». Pero, en la prác­tica, al ir a realizar este propósito, sin saber cómo, ya varía y hasta se invierte de signo:

casi extremó más que nunca sus muestras de carmo y predilec­ción hacia el Padre Enrique. Le tornaba la mano, le miraba con indecible ternura, le sonreía embelesada, le aplaudía corno sen­tencias punto menos que divinas todas sus frases , y buscaba su conversación y se hechizaba con ella.

El lector, automáticamente, piensa: ¿cuál sería la reac­ción del Padre Enrique, ante todo esto? Valera nos dice que «conocía el ningún valor amoroso que todas aque­llas demostraciones tenían». Pero sólo sugiere cómo estas muestras de afecto encenderían más el amor carnal del pobre religioso. Es decir: lo contrario de lo que ella que­ría. ¿O no? ¿O esto es, en el fondo, lo que de verdad quería ella, de modo más o menos inconsciente? Un psi­quiatra -me parece- no dudaría.

Al bucear en las sutiles transiciones que separan -que unen- el amor humano con el puramente espiritual y el divino, Valera ha hallado y nos ha mostrado algo muy concreto: la coquetería de la mujer, que desea ser ado­rada por un varón al que, por otra parte, nunca se en­tregará del todo (ni nunca abandonará del todo). En la experiencia erótica de Valera, esto puede ir unido -me parece- al recuerdo de lo que hizo con él la actriz Ma­deleine Brohan, y es motivo de permanente pesimismo.

Claro que esto se debe, en gran medida, a principios morales sobrepuestos. Nótese el paralelismo de estas dos

JVAN VALERA : «DOÑA LUZ» 93

frases: «y qu~ de ·esto debía ella alegrarse de corazón, y que de esto se rue.gtabí.l>> . Lo . que Doña Luz siente q';le debe hacer, lo hace. Ha m se liDpone lo que debe senur. pero t da estas normas morales y prevenciones resultan ·nútiles ante el tirón de las pasiones humanas. 1 , 1

Desde el lado opuesto, el Padre Enrique «conocta e ningún valor amoroso que todas aquellas demostraciones tenían». El reconocer que no hay amor le hace sufrir rnás . Pero, ¿es seguro que no hay amor? Como de cos­tumbre, el irónico Valera nos deja en la incertidumbre, no podemos estar seguros de nada. Lo único seguro -ése es el pesimismQ-,- es el sufrimiento de hombres y mu-

jeres. El novelista especializado en el análisis psicológico pro-

clama su fracaso: no podemos saber, de verdad, lo que sucede en el interior de los seres humanos. Ni de los personajes literarios, construidos a su imagen y semejan­za. Llegamos a un párrafo muy importante:

¿Qué sabernos si esto procedía de soberbia o de virtud cristia­na o de ambas cosas a la vez, ya que en el espíritu del hombre se' mezclan y combinan a veces los buenos y los malo~ instintos, y combaten ángeles buenos y malos , movidos por encontradas ra­zones y conspirando, no obstante, al mismo fin?

Es éste -me parece- un texto clave para entender Doña Luz y todas las novelas de Valera. Podría interpre­tarse -igual que se ha hecho con otros textos de Gal­dós- como una anticipación del psicoanálisis, procla­mando la existencia de elementos subconscientes y su papel decisivo como determinantes del comportamiento humano. Pero hay más, creo. No se trata sólo de que en mi interior haya ángeles y demonios. Lo revolucionario de la declaración de V alera es que aunque estén «movi­dos por encontradas razones», en la realidad acaban

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94 ANDRÉS AMORÓS

«conspirando, no obstante, al mismo fin». Cada acto hu­mano es el resultado de una madeja de motívacíones tan intrincada que nadie podrá separarla. A la vista de todo esto ¿.quién se atreverá 11 p oe1· la frontera ent(e Jo mo­ral y lo inmoral? Para wl e p!ti u liberál como es Va. lera, en vez d juzga1· y cond nar Ja acciones humnnas, habrá que contemplarlas y ·atar de comprenderlas.

El rcxto ha akamado ya su cumbre máxima e juicia un suave antíclímax. Recurre el autor a comparacíones clásicas:

Era menester más dominio sobre la natural condición para ven­cer en esta lucha que el del esparciata ...

Caminamos hacía la conclusión lógica. V alera no nos ha presentado un amor romántico, imposible. A pesar de su listeza, Doña Luz ni se entera de lo que sucede en el interior del Padre Enrique y decide creer algo que deja «a salvo su vanidad». A la vez que --como hemos vis­to- sigue coqueteando con él, conscíentemente o no, y hacíéndole sufrir más. Pero «le juzgó muerto para cuan­tos afectos ... ».

Eso es lo que sugiere el pesimista Valera: el Padre Enrique está ya muerto. No hay salida para él. Se ha equi­vocado en querer someter la naturaleza a una norma mo­ral. Eso -nos dice Valera- es una lucha inútil. Te­niendo en cuenta la popularidad de las novelas de Valera y su apariencía suave, sin aristas, el crítíco, hoy, no pue­de por menos de preguntarse si el lector o la lectora de entonces advirtieron el carácter profundamente subversi­vo que todo esto tíene.

Aparece de nuevo en primer plano el narrador e in­serta en el relato un comentario que puede servirnos para cerrar el texto seleccionado:

JUAN VALERA: «DOÑA LUZ» 95

El espíritu es. fuerte y lo sufre tod~; pero nuestro cuer~o es 'b"l y el espírttu que encerrado en el acomete empresas mhu-

de 1' 1 b 1 superiores a las fuerzas de cuerpo, aca a por matar o. manas,.

El personaje del Padre Enrique ya está condenad~ a erte aunque a continuación se nos relate cómo cmda rnu ,

1 ,

salud desde ese momento. El capítu o nos contara su su ' d , d , 'd muerte (su «glorioso tránsito») es pues e una rap1 a «enfermedad psicológica» similar a las que suele presen­tarnos Galdós.

Uno de los críticos que mejor estudió a Valera fue «Clarín». No es de extrañar, por tanto, que, por debajo de las apariencias opuestas, podamos señalar puntos de contacto. La lección de este texto, por ejemplo, la pode­mos formular en términos de La Regenta: «somos frígi­lis», no somos ángeles, estamos hechos de cuerpo y es-píritu. . .

Notemos la referencia a lo inhumano: el clasicismo vivo de Valera supondrá, siempre, la defensa de la mesu­ra humana, de la armonía.

Sobre una situación frecuente en la literatura de la épo­ca hemos podido advertir la peculiaridad de V alera: có~o se demora en el análisis sutíl de los movimientos psicológicos, de las motivaciones ocultas que se entrecr,u­zan; cómo apunta y se retíra, sugiere y se vuelve atras, mantiene la voluntaria ambigüedad, contempla todo con ironía ... Es decir, su estilo.

El propio autor era consciente de ello, mientras es­cribía la novela. Así, escribe a Menéndez Pelayo: «El asunto me enamora; pero reconozco que todo depende de la ejecución, del primor del estilo.» Valera quedó sa­tísfecho. Algún tiempo después, escribe a su mujer:

Ahora acabo de leer de nuevo Doña Luz, como si fuera de otro. Es mi vigésima lectura, lo menos, y lo hallo todo tan bien, y tan elegantemente hecho, y tan hondamente pensado, que leo

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96 ANDRÉS AMORÓS

sin poder dejar el libro, hasta que termino. Perdona , no te rías de esta franqueza de mi orgullo. '

A partir de la Dcdicat ria d la novela, la cótica la 1nterpret6 como una defensa del amor p latónico, espiri~ tualizado, tal como se exp n en El Cortesa11o. Incluso críticos tan agudo· como Montesinos y Carmen Bravo Vi­JJasante han creído <¡u Dona Lut predica la huida de J ten't!no y que, en ell tod se supedita aL ideal religi so· es decir, al revés JUe Pepíta jimé11ez.

No soy yo de la misma opinión y me pal'c • qu la lectura d~l texto que acabamos de hacer me coofirm en mi opinióú . reo que la lección de Doiia Luz es la misma que la ele Pepita ]iménez o de Asdupige11ia. M patee Cjue en Valera hay un{'l tendencia puesta: por un lado, a ln e: pil'iruaUzación del amor al platonismo· por otro, a que no se espiritua lice tan to qu caiga en Ja mfslica, que le parece un egoísmo. Asf pues., u ideal es realm · n­te clásico: Armon1a con la NaruraiC'ta. D ísfl'uta r de las cosa alegres de e te mundo. Moderación en todo. Espi· ri ua lizar lo material pero no huir del sano ideal hu­mono de amor en plenitud se11timental y fís ico.

Eso hemos vist en el texto. Y, como siempre, las di­ficul tades (y el plac r) de seguir la surileza psicológicn la sutilezn eKprcsivá de Vnlera por esos vericuetos del cora­zón humana d nde- los á.ng le y los demonios conspiran al mism.o 6.n .

La caricatura como deshumanización del personaje novelesco

(José María de Pereda, La puchera, capítulo V)

LAUREANO BONET

Por el médico don Elías se conocen los princi· cipales rasgos del carácter y de la naturaleza física de este mozo. Poco queda que añadir aquí para terminar su retrato de cuerpo y de alma. Aquél era grandote, más por lo macizo y relleno que por lo alto, aunque lo era bastante; relleno y macizo de tal suerte, que en cualquiera porción de él en qu~ se fijara la vista predominaba la curva cerrada, cas1 hasta la circunferencia; los pies, las manos, los hom· bros, el pescuezo, la cara: otros tantos círculos mal hechos; bollos híspidos, más chicos o más gran­des; aquí uno por uno, allá sobrepuestos o acopla· dos; pero siempre el bollo, particularmente en la cara, que se componía exactamente de dos, uno más pequeño que otro, unidos de golpe, quedando hacia abajo el más grande y correspondiendo las sienes y parte de las orejas a la mayor depresión de los perfiles laterales . Sin embargo, la cara no resultaba fea, porque los ojos eran grandes, negros y expresivos, y la boca y la nariz muy regulares. El color, ordinariamente, moreno limpio, de nariz y mejillas arriba; y de allí para abajo, incluyendo

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98 LAUREANO BONET

la papada y cuanto se veía del pescuezo, el negro agrisado del cisco, resultante ae la gran espesura y fortaleza de su barba rapada. Digo que ordina­riamente era moreno limpio su color, porque cada movimiento del ánimo le transformaba en verde bilioso, así como a la habitual dulzura de su mi­rada, en celaje fulmíneo.

E L texto que encabeza el presente comentario está in­cluido en La puchera, novela de José María de Pereda publicada en 1889, 1 y forma parte del capítulo V del mismo libro titulado Continuación del anterior. 2 Te­niendo en cuenta qu la novela consta de l cinta y un capítulos xesulta evidente -aparte d que así lo ·indica el ptopio texto- de qu oos hallamos nte la prcse111a­ci611 de un determinfldo pe1·sonaje, recurso típico, no lo olvidemos, de la nam~tiva decimonónica en la que, a modo de 't.arj ta de visita', el narrador solía ofrecer en las primeras páginas del relato la historia retrospectiva, los rasgos morales y físicos, de cada uno de los protago­nistas del libro para una mayor eficacia en la reelabora­ción imaginativa por parte del lector.

Es importante insistir en este punto, pue-s conslitu~e una de las claves del presente texto y de su emplaza­miento, tanto en el espacio 'material', tlpogt·áfico, como en la temporalidad 'ficticia' del relato. Si utiU.zam s el símil de los campos magnéticos de fuerzas nos encon­traríamos que en la novela ochocentista -recordemos La Rege11ta o Fortunatn y ]aci11ta- los p.rime.c s capítulos de un relato están por lo gener 1 imantados chacia aa:ás', hacia un tiempo pretérito umamente ~tb tracto, inmóvil , si tuado 'fuera de las peri pecias que, en un presente pro· gresivo constituyen el z~calo temporal en que s apoya el relato. Precisamente el an:ai o de w1 pretéri to abstrac­to e 1b.istórico', un presente progresivo y un futuro má

«LA PUCHERA», CAP. V 99

y más cercano al que la acción de forma trepidante, me­lodramática, se precipita ya mediado el relato , es uno de los rasgos estructurales más visibles de La puchera. 3

Y utilizo de manera consciente la sinonimia forma tre­pidante-forma melodramática: precisamente el melodrama como fórmula expresiva es aspecto importante en la pre­sente novela, aspecto que impregna tanto la movilidad 'exterior' de los personajes (sus actos, incluso sus mismos movimientos corporales) como su activismo 'interior', psi­cológico (los altibajos emocionales, las rigideces tempera­mentales que, a modo de resortes un tanto mecánicos, disparan al personaje-muñeco hacia una sentimentalidad muy poco matizada .. . ). 4

EL PERSONAJE Y SU PAPEL EN EL RELATO

Pero situemos ante todo el presente texto --como primera etapa de nuestro comentario- en el interior de la 'historia' que narra La puchera. El título de la novela nos informa ya de manera emblemática sobre el conteni­do de la misma y, por otra parte, actúa como frase mu­sical que aparecerá una y otra vez en el relato, ya sea en boca de los personajes o del narrador: constituye cier­tamente la raíz ideológica del libro, la 'filosofía' que se desprenderá de las diversas acciones de los protagonis­tas y que será asumida como corolario moral por el mismo narrador. Recordemos, en efecto, que asegurar la puchera es expresión del habla popular santanderina y.

equivale a ganarse el sustento, luchar por la existencia. José María Quintanilla, crítico siempre puntual de la pro­ducción literaria de Pereda, captó ya el vínculo ideoló­gico y estructural existente entre título e 'historia', afir­mando que

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lOO LAUREANO BONET

así en el libro tan perfectamente titulado obran todos los perso­najes de modo casi alegórico: unos con avaricia indomable para multiplicar su caudal y, si no para dar gusto al cuerpo, para saber a todas horas que pudiera dársele si su ruindad lo permitiera; otro, con esperanzas de un premio para sus miserias, atento al fin del estómago y no a las prostituciones que le costó un día y al crimen manso de entonces y al desesperado del final; el semina­rista, para asegurarse la vida y poder revolcarse tranquilo en concupiscencias ( ... ); el indiano para llegar, con un matrimonio ventajoso, al descanso de su juventud, a donde no alcanzaron sus trabajos de veinte años; Don Elías, por salvar con industrias ac­cesorias las deficiencias de una carrera infortunada, la cual le obliga a conservar la levita hecha girones por la pobreza; el Le­brato y su hijo, resignados cristianamente ( ... ). Todos ellos buscan la puchera, de mejor o peor modo, con más virtud o con más artificio; todos se mueven por este impulso, para el trabajo o para la usura, para el matrimonio o para la cura de almas. 5

Estas líneas de José María Quintanilla delimitan muy bien los principales comportamientos encerrados en La puchera, así como algunos de los fatum que atenazan a sus protagonistas. La novela, en efecto, narra las vicisi­tudes de los habitantes más representativos de una aldea santanderina, a la vez campesina y marinera, hacia 1870: 6

la lucha por la vida es su sino y así, siempre tras la difícil puchera, viven o malviven los personajes del rela­to. Unos de manera honrada, mediante el trabajo, la lucha con una naturaleza muchas veces arisca para arran­carle unos pocos frutos: éste es el caso del Lebrato, 7

el viejo y avispado pescador, y de su hijo el Josco, H

que empuña tanto el horcón como los aparejos de la bar­quía. Pero otros personajes, por el contrario, andan a la caza de la puchera por caminos ilegales, esquivando el trabajo, mediante la explotación económica del prójimo, la holgazanería, el engaño. Así acontece, por ejemplo, con el Berrugo, 9 tirano de aldea, usurero que, poco a poco, como parásito cada vez más grueso, usurpa la ri­queza ajena, tal como le ha ocurrido al Lebrato, al que

«LA PUCHERA», CAP. V 101

le ha ido succionando el dinero, las propiedades, incluso los utensilios del trabajo. A su lado, y formando una curiosa tríada de personajes 'negativos', tenemos a la Galusa, 10 su criada y ex amante, y Marcones, 11 sobrino de ésta, con la cual ingenia la operación de seducir a Inés, la hija del Berrugo, para de este modo apropiarse del dinero. Precisamente en Marcones está centrado el texto que encabeza el presente comentario: Marcones, mal seminarista puesto que aborrece su condición 'natu­ral' de campesino -el status es muy importante en una mentalidad reaccionaria como la de Pereda- abandona la clerecía para montar con la Galusa las red~s que, por muy poco, atraparán a la ingenua Inés.

También alude José María Quintanilla a otros dos ca­racteres de notable relevancia en La puchera. Por un lado don Elías, el médico de la aldea, que parece transi­tar por una tercera vía narrativa, ni honesta (el Lebrato, el }oseo), ni 'negativa' (el Berrugo, la Galusa, Marco­nes), sino socialmente neurótica. Don Elías en efecto malvive en permanente zozobra, esquivando ~na realidacl siempre arisca mediante alucinaciones más y más absur­das, en las que incluso cae algún otro personaje, como el propio Berrugo. Este desequilibrio psicológico es, por cierto, fruto del problema en que se halla atrapado el personaje y al que se refiere José María Quintanilla: se trata de un burgués sin dinero que está supeditado a la imagen social 'prestigiosa' que los campesinos han ela­borado de él, dado que viste levita, a pesar de que el magro sueldo de médico rural no le da lo suficiente para sostener a su familia. De ahí que don Elías se halle su­mergido en las aguas tan ambiguas, psicológica y social­mente hablando, del esnobismo, y esa ambigüedad le crea una cierta esquizofrenia, puesto que rebota una y otra vez entre la apariencia y la realidad, hasta quedar lasti­mada su propia psique.

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102 LAUREANO BONE1'

Pero al lado de don E.üas tenemos a Tomás Quica­nes, el indiano, con un desarr llo narrativo muy poc satisfacto~io dado que en su intetior cohabitan el tipo c~sl.umbnsta, el _ esquema mentill segregado por los pro­pro. recel clastst~<> de Pereda y un 'crecimiento' psico­.I6gJco re&·enado en todo momento por este esquema ini­cial. Para una mentalidad es tamental como Ja del autor el i~dia?~ era, efectivamente, una figura sociológica p~ o stmpatlca, puesto que rompiendo con su condición 'inna­ta' de campesino, se evade de clase y de país -la Mon­taña- p<tra iostalorse en una casta superior. 12 Ello no cas~ba con una visión inmqvilizaclora .de la H:istoria y Ja sooedad e mo la que tenía Pereda, en la que, conse­cuen t , además, con una ideol0gía cris riana conservadora cl h0mbre tiene que aceptar su status social, nunca rebe~ larse con tra él, y, de este modo, acogerse a la resigna­ción: a lo sumo dulcificar los aguijones de la pobreza medjame la aceptación de la caridad, o sea, mediante un11 nueva rprov idencia', proyectada ahora desde un más fJrrib(r clasjsta (ésta, p r cierto, será la clave ideológica de Sotileza ... ). 13 •

Todo esto, insisto, puede aclarar el catácter desvaído y, al mismo tiempo, repleto de tics costumbristas de Tomás Quicanes. El otr elemento que p dr.fa expÚcar­nos la escasa densidad psicológica de este indiano es el hecho de que se trata de un pe.r onaje-comod1n, co lo~do en el relato para solucionar el cotlilicto de inter es y de sentimientos planteado por el cuarteto consti t ido pot· ~1 Berrugo, la Galusa, Marcones e L1és. in embargo, JUsto es reconoc ··r que en alguno de sus e ~sos buenos momentos -en los qucy lo importante no es su pobre den­sidad temperamental, sino su 'voz' dialéctica- Tomás Quicaoes puede tal vez transparentar algún rasgo ideo­I6gico llbel'al, 'anglosajón ', de Juan Agapito, el hermano ruayot· de Pereda, muerto co.ando nuestro autor era aún

«LA PUCHERA», CAP. V 103

·oven y que ejercería un papel 'paterno' ante una perso­~alidad como la de José María, propensa siempre a re-

1 ' 'fi d 14 fugiarse en 'e austros gratl ca ores.

LOS PERSONAJES Y SUS DIVERSAS TENSIONES

DIALÉCTICAS

Hasta aquí he llevado a cabo un recuento de los pro­tagonistas de La puchera, mediante rápida pincelada de sus respectivos 'papeles' en la novela. Pero veamos ahora -siempre en función del texto que encabeza el presente comentario-- cómo estructura Pereda el relato, de qué manera pone en movimiento a estas figuras vistas inicial­mente en abstracto. Cabe destacar que la historia con­tenida en la presente novela es bimembre y, hecho curio­so este doble filamento narrativo encierra siempre una in~encionalidad moral, con ciertos ribetes maniqueos. Por un lado tenemos la antes citada tríada 'negativa', el Be­rrugo, la Galusa y Marcones. A este grupo, y a modo de contraste, hay que añadir a Inés, hija del primero, como ya he indicado más arriba. Frente a los tres prime­ros se levanta la tríada 'positiva', representada por el Lebrato, el ]oseo y la Pilara, novia del segundo. Ambos filamentos narrativos son paralelos: los puntos de enlace de los dos grupos están constituidos por la explotación económica a que el Berrugo somete al Lebrato, el he­cho de que el J oseo sea temporero en la hacienda del propio Berrugo y la amistad un tanto paternalista que Inés guarda con Pilara.

Polarizadas alrededor de Inés tendremos una serie de tensiones económicas y sentimentales: sobre todo el ase­dio socarrón, hipócrita, de Marcones a través de las artes celestinescas de la Galusa. Más adelante, en la segunda mitad del relato, la irrupción de Tomás Quicanes que

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'(

104 LAUREANO BONE:r

hace (!) plotar dichas tensiones, med'ante movimientos a. ·ico y bet·vores melodramáticos uc. culmioanin con ln hw.ida de lttés a casa dcl Lebrato. Dé este modo la tríada 'negativa' queda aislada y se llllt el struye: Mru:cones y la G lusa expulsados d la ensena del Berrugu tra ata­carse vi.olentamente entre sí. El propio Berrugo bse­sionado po · el utópico tesoro del pirata 15 que le ha pre-entado don Elífls, p1·ecipüáodose por lo~ acantilados que

dan al Atlántico. La par e 'negra' del relato concluye así con evidentes laliguiUos moralistas: el pecad ¡· ha de re i­bir justo castigo.

El OtrO hiJo de la bistocia, protagonizado1 répito pot los pers. najes cposiüvos', mantiene un curios vaivén en­tr lo realista y Jo jd lico que, a la po ·tre, concluirá en fa. vo¡· de este último: imew.t lect.io 111oralis perediana c.n el sentido, ahora, de que los buenós d corazón ban de recibir jus.ta premio. Ideali2ación extrema que malogra· cá Jas páginas rea.li tas del relato, aquéll.a que nos nar1•an, a veces desde unR perspectiva coral, la dru:a l ucha de los habitantes de la nldeR por ru:.r:tncar de la naturaleza unos bienes casi siempre párvos: tal como ocw-re n el p1·imer capítulo -'explicación' vi$ual del propio tirulo-- con los pescad res le la aldea hundiéndose lentamente én la rfa con us retuelles. El trabajo, en swua, es et obligado mó­vil de e te g¡:upo humano 'positivo': siroplememe part\ sobrevivir, para pagar los interes s al Be:rrago, para in· tenLAr dominar lll1 mar bravío, en al!!\Jn momento con desgo de sus propias vidas. No ob tante, insisto, el tra­bajo oomo lucha pot la exist ncia, como acción dialécLica entre el hombre y la naturaleza, queda a medida que avanzan las páginns más y más 1·eblaodeddo por la histo· ·ria sentimental del JoscO, huraño y {Jnido, y la Pllara, la campesina fuerte y noble. Asi en otro de los capítulos claves de 1a novela el titulado «El ~gosto del Berrugo» lo que hubiera p elido constituir un va1ios1simo docu-

pUCHERA» , CAP. V «¡,/.

105

d 1 _ ~_clones de explotación económica entre toe asreu~ . le 'b áso

IJleP .¡ no se reduce a s~mp s· atJS os m el sOlO y sus co ' . " la l:u:ga dulcifieados por la

desazonsnte pe~o " • ' p·1 O:ertos enti~enta\idad q\!C irradian el Josco y la ) a.~a, uer~a . lid d que incluso llegará momentáneamente a

, 0wneota s s~ lver al propio Berrttb'O de sus negi'Uro . • a so a he indicado. antes~ el texto qU. estoy co

Según y- ue lleva a cabo la presen,taciÓn de Mar-Dlent:mdo Y q _1 1 1 . V de La puchera. Hit ta

[ert nece tu cap tu o 1 . . eones-: · · la 'historia' se había desn.rrollado de ¡gulen-cstAS p:.n~ primer capítulo nos ohcce el Iusru: ~eogtá· te roo . . a ieo·ra el relato asf como una VISIÓn no-(ko en q1.1c se • ·1 J "" do n lá ti del Lebrato y e oseo pes~.n tablemeo~e p s ca . y el segundo capítulo: tras la r1 . Esta escena prepata . a el L b, -t y el Josco se

·¿ de algupos peces, e Ia o ~irir;~g~ :u casa. E~ el caldero el J seo separa ell p;: cado en dos -grut os: la pa ·re que ha de entr:gar a. el

. . o de su sumi i6n económlca ante rru o -te umom f < 1 PUara

. y los que t.ím.idrunente o recc. .a l'l a · prestAl'nl a- . d : ·i ales cottfliclos del Tenemos nnuoc.~ados as{ los os pone .l' el o idt· relato, uno dramático, 1-epleto d~ tcnston ~· y otr habfa

lico Antes en las pcime.l'as pág.tnas del libro, n~s ' del • · ' • • < • t ·os pe ·ttva . 'údo el narrador lma notlcw ¡e r

~:~::~ y el Josco, y de su respectiva índole tempera­ntal Luego en este segundo capítulo , el Josco se

md·e· . de la Pilara para ofrecerle el regalo, pero mge a casa ' 1 apítulo

sin atreverse a confesarle su am~r . En e tercer e . el mismo personaje s encaminara a la casona del Berrug !

d ·t de peces Aparecen as1

a ent.teg¡trle la segun a sat a . .. ' Tras por vez primera en escena el tlsurero y su biJa Inés. d

li . d"' esta casa el Josca encuentra en la Clllle a on sa r " > ' • na fun Elías quien ejerce en estas primeras pagi~as u 1 -ción 'meramente informativa: dicho personaJe nos rever rá las antiguas relaciones existentes entre el Berrugo y a

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106 LAUREANO BO!'{l!l'

Galusa, así como trazará un primer retrato -notici . a r~ trospecttva, a su vez- de Marcones . . En el ca.pítulo rv, e insistiendo eA plan earuos me.

clinut amplios flash-backs la · diversas 'biografías' d 1 . 1 e os pto~a~onrstas, e. nartado!" nos ofrece una porruen01·izac:1a uoucul ?e la v~da, cl carácte.L·, hts relaciones públicas y clandesonas del Ber.rugo (sobre codo Sll conexión hticin1 con ht GaJosa, de cacácter veladamente erótico) El ,. 'tul V · .. a. .p1 o :nsand~a aún más la biografía de este pet 008•

J~ y, nl miSrn ae.mpo, emplazado el le cor ante la itua­~ón actual de Ja Galusa --anhelo pol" apt·opiar-Se de fas t~tquezas del Becrugo . las puertas ya d la vejez-, ana. liza clc nuevo la personalidad de Marcones JUÍen s• .. ·' , el . ' .... a as• . mstl'u~~enro que man je la criada 1 aJ;a saciar sus pr i)Jas ambtcwnes, meclianre la seducd6n de la hjja del Benugo. Fragmenta de esta nueva 'noticia' s bre Mar­eones és,. p.cecisamente, e1 te;o¡to ql.le encabeza eJ p.resetue coruentauo.

Tenemos .hasta aquí un breve hi torial de cada uno d lo~ protagonista de La ptiG·bera, así como su emplaza­mlento en el relato, su st.atus, su significación moral. TaJ vez estas acla~ciones previas puedan parecer demasiado elementales · . sin emba~·go, alcanzan plena just.incación, sobre todo 1 nos colocamos en el marco e tético en que fue. elaborada la obt'a. No olvidemos que una novela, es­p~CJal~cnte para el público del pasado siglo, era una h1Storlf1. Ol'denada, coherente qt1e aspiraba a t·cmedar la vida, a i.mitat• Ja Historia entendida como un fluir del individuo y la sociedad a Jo largo del tiempo: 16 basta tal punto, que. mediante la vetosíoúlitud -término clave para el .realismo decimonónico- la ficci6n se mezclase con la vidaJ. sin ode.1· el lector di tinguit cl hiato que separaba an1bos mundos. De esta manera una novela s conv~rt:Ía parn el leetor en un conjunto de peripecias, emocrones, actos, que se confundía con la trama de n¡.i-

«LJ\ pUCHERA», CAP. V 107

5 sen ioliento , cóclig~s ·ettetos · públicos1 de su

r~pjn existencia individual; 17 d hecho debeúrunos ba­f L~t.r de una co11taminación lllutua entre la atmósfera fi . · '·~a que exl1ala un relato y ht propin nrmósfex:a ' eal 1

tJ e constituye el mundo imag;intlrio d 1 lector, con sus ~opresiones y apetitos de todo orden (precisamente ls ¡~c:tc!.a d ambas atm6sferas sería la lectura entendida 11

0mo ope.ración intelectual). La rica y al mismo tiempo e eligrosa -por psicológicamente alienante-- ambivalen· ~a surgía del hecho de que 1lo ilusorio' fuese ·tornado involuntariamente por verdadero y, de esta manera, la atmósfera ficticia, tras rasgar la tenue membrana nove­lesca, contaminase la imaginación del lector y, a la larga, su misma conducta en la vida 'real'. Estos fenómenos pueden explicarnos la suma importancia que el novelista otorgaba a las primeras páginas de sus relatos: interesaba ante todo siluetear bien a cada personaje, escarbar en sus antecedentes, emplazarlo finalmente en diversos status psicológicos, sociales, culturales. La lucha de estos status, sus respectivos hundimientos o elevaciones, su postrer emplazamiento al término de la singladura narrativa, cons­tituía precisamente la historia a contar, síntesis siempre dramática de las diversas y contrapuestas 'historias' indi­viduales.

EL PERSONAJE COMO NOTICIA

Todo lo dicho hasta aquí aclara el dibujo que Pereda nos ofrece de Marcones y, con el dibujo, su particular colocación en las páginas iniciales de La puchera. Este personaje, por el momento, aún no ha comenzado a vi­vir: es una figura inmóvil, semejante a aquellos insectos atrapados en el interior de una placa de resina, de los que captamos hasta sus menores líneas, pero no el zig-

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108 LAUREANO BONE'r

zagueoh, la movilidad, que otorga la existencia Ob mos a ora con una mayor cet'C.""' da . serve. ras '""'111 ca ttno de ·

gos que constituyen la silueta inm'vil d M . estos el texto, como veremos, es mucho m ~rcones: que aparenta tanto por lo que . :í compleJO de lo sona?~ias' imaginativas, concept:;:r~:sa rcomo. por las 're. pretento narrativo aún cercano R' p ve~entes de un otra parte, lanza el propio text~· esooanCfdas que, pox de signos q · se trata e una sed 'f , ue, como veremos más t~u·de sal tan h . e

uturo y en este fu turo 1 . , aCJa el cha- se repiten se repro -d a nan-aaón pl"opiamente cli-

. , ucen UJ10 a otros allad propw comportamiento del 'e.r . < . , o del ofrecernos un altorreliev l SO!la!e hasta, a la postr poco . e < enso, VJvo del mismo ,

a poco, Y medtante vectores án . . . , que encauzarán la imaginación del sh ~tcos uuificantes, nadas líneas recreadoras. uto.r acJa unas detenni-

Inicialmente la v z del novelist 1 el lector se ha fnm üiarhado a e~ a ude al hecho de que personalidad psicológica ·, .t< Y d n algunos rasgos de la

· ' ) IJSlca e Marcones E t · f maaon, recordemos hab' "d f . . s a m or­por otro persona¡·e don ~al' st opo reClda anteriormente

' tas: « or el médic d El' se conocen los principales ras o d 1 ' o on las turaleza física de est g s e caracter y de la na-

e mozo [o sea M ] percatamos de Jns diver'S.. f. il" ¿' .a. rcones .» Para

1 .. s nm 1as e s1g¡1

tan e p resente texto con el •¿· ' . que canee­don E lías veamos al""n f lsdcur o JOtroductorio de

- , . r>~ .as ra es éste An d senalar, no obs taDt qt d Elú · te to o cabe ci6n' inicial de Matc~n~e _ 0~ ' ·as en esta 'presenta­conocimien to del . . pnmer eslabón para nuestro

semmartsra- interpt· t • ramente funcional· en la , . e a un papel pu-. praw ca e 1 · quien nos dirige la palabra un li

5 e P,r?~to narrad r

guaje nos permitiría ver Y. . gero a~ahsts de su len-

hablar del personaje se c~~;l ~~mpr~ ;o~o el modo de propia manera de nar d 1 1 e estthsucamente con la

rar e autor Por t recordar que don Elí . ·

0 ra parte cabe as e¡erce aquí un simple papel de

f09 «LA pUCHERA», CAP. V

. .Jor,uante gracitlS a que el 'lectm• at~n no sabe práctit:a­,~~~11te nada de él: es, po' el momemo, un personaje ins-1rru1nentalizado por el autor, del cual poco más sabemos qye es médico de la nldc.a o que u:~scurre elt·elato.

En es1a escena don Ellas se cllrige al )osee ofreciéndole

00

,matl! jo de noticias sobre el seminl\~:ísta Marcon s. ¿Se d!rlg" realmente al Josco? D e hecho, com podemos ~di­viJlllr tr~ lo sug rido en el p<~trafo anterior, dialoga con el propio lector: nos hallamos· -<:abe insis h· en cllo-1u1Le un pdmel.' segmCI'ltO novelesco en el que lo que inte­resa es la mulútud de d<u s 'funcionales' que se prop<ll1e'.\1 al lector, a 6n·de t>oder esrublecer este los inidale moldes que luego, mediante su .recorrido por el relato, rellenará con los 'tlsgos vivos el · cada personaje. El .informante don Elf s pregunra, p ejemplo, lo siguiente acerca 'del scminaristll : «·¿No cooo~s tú a Jvlarcones el de Lumia­cos, ts de donde es lambién la Galusah . t

9 Lo que p0r

su ·propio peso e impone tp'I!J este preámbulo es el es­bozo de un breve árbol gcneal.ógico. Así ocurre, en efec­to: el nan :ador, en boca de don Elias, afi rma neto seguido que <(Marcones es sobrino carnnl de ella [la Galusa], hijo de una hermana casada alH [el pueblo de L umia­cos] >>. 2IJ A e nt i.lluaci6n el propio médico justifica el au­mentativo Marcones con qllc los aldeanos dcl luga ~: han bautizndo al semh1acista: <<Este Marcos, o MaL·cone.'\, como le llaman las gentes de acá y de allá por lo gtandote que es>.> . 21 Y Jueg añade on aspecto fundamental dé su personalidad y no menos importante, ideoló icamente, para el mismo autor , puesto que es la raíz del trata­miento cadcatmesco con q1.1.e ~ste sacrifica al mozo: Mar· eones rehúye su condición de labriego y, por tanto -como ocurría con el indiano-=-, Pereda considera que es un tránsfuga pecaminoso que altera el orden social. Don Elías apunta someramente: «desde muchacho [Marco­nes] tomó en aborrecimiénto las labranzas de su casa».

22

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110 LAUREANO BONET

La primera 'huida' que llevará a cabo el mozón frente a su status natural será la clerecía: «buscando un modo de ganarse la puchera sin quebrantarse los lomos, discu­rrió estudiar para cura». 23

EL PERSONAJE COMO 'FISONOMÍA'

Más adelante pasnm s ya a otro nivel psicológicO· mo ·al (en e] qu empieza a illtrars ci rta actitud sos­pechosamente sarcástica po:r parte del narrador): hemos dejado los simples --nunque imprescindibles- datos 'his­tóricos' pata ·adentrarnos en la propia .fisonooifa del p t ­

so~.aje, entendiendo aquí el término fi 011omía e mo un coilglomerado de rasgos psico omátícos que, en mu ua relaci61,'1, semántica, nos ofrecerán a modo de s1ntcs1s la identidíld del carácter. Observemos, pot ejemplo, cómo el narrador nos brinda las primeras notas temperamenta­les de Marcones, que lo sitúan autornáúcamente en un plano 'negativo', en esta zona sombría de La puchera po­blada por el Berrugo y la Galusa. L1dica, efectivamente, don Elías que

el Marcenes era díscolo rebeldote y soez, como un demonio; Y armaba en casa cada c~tacumba porque tardaban en cumplirle el gusto de irse al seminario, que tiritaba san Pedro ... 24

Ten.emos as{ ·fijados varios datos p icomorales a rete· ne~ pata el presente c0mentario: Marco•'es eS violento, gro~o y .rebelde, dat9s 'enunciativos', conceptuales, que postetiotme.nte qu darán metaforizados por unos muy concretos esquema geométricos y determjnadas manchas cromáticas.

Tras estos apuntes caracteriológicos de nuevo vuelve don Elías y/ o el narrador a ofrecernos algunos retazos

«LA PUCHERA», CAP. V 111

'históricos' del personaje, todos ellos imprescindibles para que el lector capte mejor tanto su idi.osincrasia como, por otra parte, los diversos hilos de la trama. En efecto

' El asunto es que Marcones fue al seminario bien provisto de

todo, y que estuvo por allá dos años. Al cabo de ellos volvió a Lumiacos a pasar unas vacaciones, gordote como un tocino, casi cerrado de barba y empleando más los ojos en mirar a las buenas mozas que en leer los libros sagrados; porque, amigo, el cqrpazo aquel no se domaba sólo con latines, y Marcenes no se apuraba mucho por contrariarle. 25

El texto, como podemos observar, encierra una mayor complejidad que los presentados anteriormente: es ya el primer resumen semántico de las frases emitidas hasta aquí, por cuanto aparte de los datos 'biográficos' --el recuento de unos hechos- tenemos en conexión con és­tos nuevas insistencias sobre la índole somática y psíquica del personaje, así como de manera más desvelada, rasgo tan típico en Pereda, unos visibles juicios sarcásticos. El lexema corpazo, con el sufijo aumentativo-despectivo -azo, es aquí crucial. Poco a poco va aumentando en am­plitud y densidad la inicial silueta de Marcones mediante datos conceptuales, 'biográficos', y alguna pincelada plás­tica. Nos hallamos además ante una nueva, e importante, nota que acrecienta el 'dibujo' temperamental de Marco­nes: su lujuria, en íntima relación con la masculinidad, y que ejercerá un papel fundamental en el relato.

Será, por cierto, esta lujuria la que empujará al per­sonaje a abandonar el seminario y la que active, a la postre, la operación celestinesca ingeniada por el ama del Berrugo. Veamos, así, el siguiente fragmento 'biográfico':

Lo que tenía que suceder, sucedió. Marcones no podía con la medí~ sot~na, porque las carnazas le pedían cosa muy diferente; y un d1a, bien fuera porque se hartó de aquella cárcel [el semina­rio], bien porque le echaron de ella, o por los dos motivos jun-

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112 LAUREANO BONET

tos ( ... ), tomó el trote para Lumiacos, y desde Lumiacos se plan­tó aquí [la aldea en que transcurre el relato] y tuvo una ence­rrona larga con su tía. 26

P1·ecisamente en esta encerron·n ingeniará la Galus la operación de seducir a Inés, pata a í ap :opiarse ella y Ma.rcones del dinero de u amo. Obsérv<;se cómo describe don Elfas esta sed ucci 'n apañada con la arres celestines­cas de la ya madura ama del Betru!to:

con el pretextQ de Sé!"" amOJ"O!;Q ~obrlno de ~u tfa y muy rndttdclo a los favores de su 1\Jn(), dio [Ma.rconcsJ en cJU.rar n est:1 cas,t 3 menudo, pero con intención bien hecl1a dt. ir ncerclndosc a nés Y obligándola pqco tt pOco con 1a nyuda el 1ll culcbrona [lll G¡t­lusa]. 27

Una de las d s Unea · de CJLte .cortsta La puchera, repi­t01 sed la hisroda de ·sta bien tramada educción por parte de la Ga.lusa y Marrones, utilizando para ello las má! sibilinas artes, una cuquería típicamc.nt~ nlde~ha y una grosera mezguJndad seducción que, a Jn latga, coerá estrepltQSarQente aJ suelo con la cou·ada en escena de Tomás QLiicanes, el indiano del qoe se enamora Iné .

Ten mos esohu:ccida así la primer3, frase del texto e­rcdinno que encabeza las p ·esemes ¡:¡á.ginas: «por el mé· dico don Elías se t"Onocei\ los principales rasgos del ca­rácter y de la natw:aleza física de este moZO>>. Dicho conjunto léxico, jnsisto, apunta hacia llO pasado narrativo aún cercano, fresco [c.l parlamento de don Elfss y/o el narradOl"], qu era preciso resc11tar p rfiJando al misn1o tiempo cada uno de los signos que ·enciecr:a y que apull­tau a siluetear la fisonomía de Marcones. Ahora, uando en cl capítulo V principia el cerco a Iné.<> por part del seminar•ista el hartador uelve a hacer hinc~pié en eJ retrato de Marrones, sobre rodo a partir de la imj?tesióh que éste Cl\l1Sa en la. muchacha. De ahí qu el autor diga

«LA PUCHERA», CAP. V 113

acto seguido: «Poco queda que añadir aquí para termi­nar su retrato de cuerpo y alma.» Lo que efectivamen­te se indica en las líneas siguientes será una confirma­ción del esbozo inicial trazado por don Elías. Confirmación no tan importante en lo cuantitativo como, sobre todo, en lo cualitativo. Lo que era simple noticia, conjunto de datos proporcionados al hilo de la conversación de un personaje --el médico- con otro --el }oseo-, se con­vierte ahora en el planteamiento de un retrato: la noti­cia, simplemente funcional, cede el paso así a una elabo­ración artística del personaje. Este no es ya un nuevo conglomerado de datos, más o menos dispersos, sino que aparece como una unidad fisonómica, en la que las di­versas líneas plásticas y psíquicas sugieren una determi­nada coherencia. Marcones, a partir de ahora, deja de ser una simple silueta para convertirse en altorrelieve que brota desde el interior de un texto en el que cada lexema se justifica en función de esta síntesis fisonómica para así, sin dejar de ser 'noticia', ser al mismo tiempo vo­luntad estética.

Pero vayamos paso a paso. El 'discmso' del narrador prosigue del siguiente modo:

Aquél [el cuerpo de Marcones] era grandote, más por lo maci· zo y relleno que por lo alto, aunque lo era bastante.

Por ahora nada nuevo: una insistencia de datos cuan· titativos familiares ya para el lector, emitidos anterior­mente por don Elías (y que confirman la coincidencia de éste con un narrador aparentemente invisible). El predi­cado grandote -reparemos en el sufijo -ote, a la vez au­mentativo y despreciativo-- encaja sin la menor vacila­ción con el vocablo corpazo, ya conocido por nosotros. Pero el salto cualitativo, estéticamente hablando, de pa-

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114 LAUREANO BONE'l'

sar de un esu-ato informativo a un estrato superior d carácter artístico, tiene lugar en el siguiente grupo · e

·á · Stn-tag_m ~Jco y ello· --cabe destacarlo- mediante una nota-ble fluidez narrativa:

relleno Y macizo de tal s.uerte, qu.e en cualquiera porción de él [Marcones] en que se fi¡ara la vtsta predominaba la curva ce­rrada.

Relleno y macizo son, en efecto, lexemas puramente enunciativos, con muy escasa densidad estética. Por el contrario, curva cerrada, aun brotando semánticamente de aquellos vocablos, es ya metáfora y, como tal, encie­r~a un evidente voluntarismo creativo. En su seno va pre­cisamente a reproducirse en forma de fascinante cres­cendo plástico un espeso racimo de submetáforas del mismo cuño que, como conjunto, como sistema de 'signos', que se apoyan unos a otros, ofrecerá al lector una audaz s~ntesis geométrica, casi cubista: Marcones = conjunto de czrculos. La respuesta estética al inicial enunciado emitido por don Elías -Marcones-+- «gordote como un toci­nO>>-:- es evidente: lo que era simple 'mensaje' se ha con­vertido en sugestiva imagen. El 'salto cualitativo' repito ha s~do _Ya realizado. Marcones, grueso, enorme,' es un~ ampha ~Ircunf:re~cia en cuyo interior anidan, se reprodu­cen, mas y mas circulos, como señala el propio texto:

en cunJquicra porción de él en que se fijara la vista predominaba lo curva cenada, casj hasta la circunferencia; los pies las manos los hombros ·cl I?esaJ-~.Q la cara: otros tantos círcdlos mal he: chos; bollos hl'..'l})1dos, más chicos e) 1nás gr'Mdes; .aquí uno J.>O ~no, allá sobrcvucstos o acoplados; pero siempre c:1 bollo par­tlculaoncntc en Ja cara, que se compbnln cxactnm nte d : dos u~o. m~s pequcl'lo que ouo, unidos de golpe, quedando haci; 8 a!o cl más grande y correspondiendo Jas sienes y parte de las ore¡as a 1!1 mayor depJ:éslón de los perfiles laterales.

«LA PUCHERA», CAP. V 115

LA CARICATURA COMO ABSTRACCIÓN GEOMÉTRICA

Podríamos definir este procedimiento -por cierto, tan típicamente perediano- como de caricatura geométrica. La abstracción lineal entendida como correlato metafórico de unas determinadas facciones humanas es evidente en la primera mitad de nuestro texto: el autor levanta unos esquemas geométricos a partir de un rostro, un cuerpo, evitando así el riesgo de un detallismo microscópico (que precisamente Pereda no sabría sortear en muchas de sus descripciones ambientales). 28 Esta síntesis geométrica de Marcones en la que las líneas circulares se acoplan, se mezclan o se sobreponen entre sí, sólo quedará parcial­mente quebrada por la presencia de bollos híspidos, ima­gen demasiado 'material'. ¿Experimentó Pereda el miedo a que este espeso racimo de círculos fuese excesivamente abstracto? Lo cierto es que el autor de Sotileza tenía una natural propensión por la caricatura geométrica, es decir, por la reproducción sintética de los rasgos fundamen­tales que constituyen el 'esqueleto' de una determinada fisonomía. Muchas veces no logra --o no pretende- este ritmo lento que muestra en su retrato de Marcones: se trata de un movimiento, un gesto, una mueca, que es cap­tado por los ávidos ojos del autor y rápidamente trans­formado, aun en su nerviosa vibración, en línea hiperbó­lica, estirada. Son momentos ágiles, casi brincos geomé­tricos, que contrastan curiosamente con la espesa hoja­rasca descriptiva o dialogal que suele lastrar incluso las mejores páginas peredianas. Gestos, actos,, rostros, entre­vistos en una porción de segundo y que, abstraídos en rápido trazo, recuerdan las actuales técnicas gráficas del cartoon o el comic: es la misma exasperación visual, el mismo descoyuntamiento de estructuras ...

La crítica literaria de la Restauración se percató ya de la habilidad visual que Pereda mostraba en el dibujo

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Ll6 LAUREANO BONE'r

caricaturesco (observemos que el mismo retrato de Mar­eones encierra una alusión a los ojos del observador en­tendidos como punto de referencia: «en cualquiera por­ción de él en que se fijara la vista . .. ») . Así Emilia Pardo Bazán alude en un inteligente artículo al realismo visual de Pereda, señalando que éste «tiene la fuerza en el apa­rato óptico» . 29 En algún otro texto insiste la escritora gallega en este rasgo tan típico de la narrativa peredia­na: por ejemplo, al hablar de los diversos libros de nues­tro autor señala efectivamente que todos ellos «son un fenómeno de endósmosis; la inspiración en él viene de fuera, de los objetos exteriores, y de la exterioridad de los objetos». 30 También comparando las respectivas téc­nicas narrativas de Galdós y Pereda indica Pardo Bazán que este último «ve admirablemente, como nadie, ese mo­vible panorama, superficial y pintoresco, que cada año se modifica ( ... ). Pereda, enfoca» (subrayado por Pardo Ba­zán). 31 Advirtamos en las tres citas cómo 'lo visual' al­canza primacía semántica: todos los términos apuntan directamente a ello. Tenemos así expresiones como apa­rato óptico, objetos exteriores, exterioridad de los obje­tos, ve ... Cabe insistir otra vez: uno de los principales rasgos de la ficción perediana es este predominio de lo óptico, así como la índole epidérmica de su realismo (re­sultado lógico de la premisa anterior), carente de la intros­pección analítica y la metátesis simbólica --en que lo objetual se mezcla con lo ideológico hasta convertirse en alegoría- que, por ejemplo, encontramos en las mejo­res páginas galdosianas.

De ahí que la caricatura, como ejercicio artístico, se apoye siempre en la mirada del observador: en los ojos perspicaces que captan en un santiamén las líneas prima­rias que 'sostienen' un cuerpo, un rostro, una fisonomía . Ello, lógicamente, encierra un proceso de síntesis, lo cual significa una cierta abstracción, imprescindible en toda

«LA PUCHERA», CAP. V 117

caricatura y evidente, repito, en el retrato de Marcones. pero ¿sólo esto? No lo creo y aquí tocamos ya el resorte básico a partir del cual se dispara el proceso caricatu­resco. Este resorte es la actitud del caricaturista, las raí­ces ideológicas, incluso emotivas, que, en cierto modo, condicionan su mirada siempre voraz. En esta última frase he colocado dos términos con plena premeditación dado que son, a mi juicio, cruciales en cualquier proceso cari­caturesco: la emotividad y la voracidad.

La caricatura, en efecto, es fruto de un determinado estado emotivo de sarcasmo, agresividad, del observador respecto al modelo, el cual, así, se convierte muchas veces en víctima de aquél. Estado de ánimo, además, impreg­nado de corpúsculos ideológicos, rígidas actitudes men­tales a favor o en contra, lo que, en suma, podríamos definir como conjunto de 'emociones ideológicas'. 32 El escritor santanderino sería sin duda un buen ejemplo de ello, y así lo advirtió Galdós en su prólogo a El sabor de la tierruca al destacar la inflexible parcialidad peredia­na en su enfoque de la realidad humana o social (no olvidemos que toda caricatura resulta siempre 'interesa­da': una mirada fría, ponderada, no sirve al caricaturis­ta). Señala, efectivamente, Galdós que

gran parte de aquella flagelante y despiadada inquina contra cier­tas instituciones desaparecería si el espíritu de nuestro autor no estuviera enviciado y corno engolosinado en la observación de los infinitos tipos de ridiculez que sabe ver y calificar corno nadie, tipos que él atribuye, con ingeniosa parcialidad, al sistema político dominante en todo el mundo. 33

Y acto seguido alude Galdós a los elementos de cruel­dad, incluso de sadismo, encerrados en la caricatura pe­rediana, la cual aspira, ,como término de su proceso des­humanizador, a la conversión del individuo en muñeco,

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118 LAUREANO BONET

es decir, a su destrucción. Indica así el novelista canario que Pereda posee

una perspicacia genial, vista milagrosa y olfato sutil que le per­miten penetrar hasta donde no puede hacerlo la grosera observa­ción de la mayoría. Y luego que descubre la pobre víctima ( ... ), la coge en la poderosa zarpa, juega con ella cruel, la destroza, la arroja al fin hecha pedazos. 34

Reparemos, en suma, lo que el autor de Misericordia destaca en la caricatura perediana: en primer lugar, en plena coincidencia con Pardo Bazán, su carácter óptico (vista milagrosa) y, en segundo lugar, un cierto sadismo estético que, a la postre, desintegrará a la víctima blanco de escarnio. Como veremos, este proceso de deshumani­zación se cumple plenamente en Marcones a lo largo de su triste tránsito por La puchera.

EL CROMATISMO Y SU FUNCIÓN SIMBÓLICA

Pero volvamos tras este amplio -aunque imprescindi­ble- inciso a nuestro texto de la novela. Acaso en mo­mentáneo contraste a lo dicho en estos últimos párrafos, Pereda se muestra acto seguido halagador con Marcones. Señala, efectivamente, que su «cara no resultaba fea, porque los ojos eran grandes, negros y expresivos, y la boca y la nariz muy regulares». No obstante, tras esta breve tregua, surgen otra vez en el texto signos 'nega­tivos', aunque sin alcanzar la tensa hostilidad que refle­jaba la 'instantánea' gráfica incluida en primer lugar. Di­ríase que la brillante pirotecnia ofrecida antes -Marco­nes = conjunto de círculos- deja paso de nuevo a un texto noticioso en el que interesa más el simple dato que la imagen brillante. Sin embargo, todo lo dicho en estas últimas líneas guarda una enorme importancia para el pos-

«LA PUCHERA», CAP. V 119

terior desarrollo caracteriológico de Marcones: encierra nada menos que los 'signos' fisonómicos de orden cro­mático que forman parte del código de valores plástico­morales del autor y que éste ofrece al lector para que, en su recorrido por el libro, pueda interpretar con rapidez los diversos estados de ánimo de Marcones, así como --en visible apoyo semántico del inicial retrato carica­turesco-- las corrientes de hostilidad, de destrucción, que el narrador adoptará frente a su personaje-muñeco. En cierto modo (y ello constituye otro ingrediente im­portantísimo en toda caricatura) el novelista obliga al lector a 'tomar partido' ante la víctima escarnecida: para que una caricatura funcione es preciso que la parciali­dad que segrega el autor se retransmita íntegramente al espectador. Planteado de otra manera: el lector no pue­de adoptar una postura neutral, distanciada, y su risa será un nuevo indicio del proceso de destrucción a que está sujeta la víctima convertida ya en muñeco ...

Veamos, por ejemplo, cómo la mancha cromática que impera en la fisonomía de Marcones es 'lo oscuro' [ne­grura]: more.no limpio y, sobre todo, negro agrisado del cisco. El texto, efectivamente, dice así:

El color [de Marcenes], ordinariamente, moreno limpio, de na­riz y mejillas arriba; y de allí para abajo, incluyendo la papada y cuanto se veía del pescuezo, el negro agrisado del cisco, resul­tante de la gran espesura y fortaleza de su barba rapada.

Estos 'signos' -moreno limpio y negro agrisado- bro­tarán una y otra vez a lo largo del relato, ampliados se­mánticamente y con una curiosa insistencia rítmica: puede ser tanto la oscuridad de la tez como la negrura de la barba mal rapada o de alguna prenda aún eclesiástica que continúa vistiendo el ex seminarista (no olvidemos, ade­más, que ya antes el propio don Elías había aludido al

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120 LAUREANO BONE'r

rostro fosco de Mar eones : «casi cerrado de barba») . Y, por o~ro lad , en estas líneas aparece algún que otro lexema degracbcol'io qu acentuará aún más, mediante breves sedimentaciones conceptuales, los rasgos poco atractivos, algo grotescos, del personaje: papada, pes­cuezo ...

También en el último tramo del texto podemos ras­trear un nuevo signo cromático de enorme importancia para nuestra delimitación de la figura psicológica de Mar­eones: es el verde bilioso que empaña su tez cuando el personaje sufre una de sus habituales explosiones coléri­cas. Recordemos gue en la 'presentación' que del semi­narista hizo dou EIIns ya ést había sugerido su tempe­rall1 nre colérico: «era díscolo, rebe.ldote y soez, como un demonio; y atmába en cas& cada cato umba ( ... ) que tiritaba San J>edt-o .. . ». EI verde, jnsisto, será otra de Jas Irulnchas Cl'omáricas que con cierta asiduidad -y, por Jo gc~1ctal junro al uegro-- aparecerá en el relato. El narrador, al aludir a él, escribe así:

Digo que ordinaria,;tente era moreno limpio su color, porque cada movimiento de ánimo le transformaba en verde bilioso.

Sin duda Pereda utiliza de manera consciente o incons­ciente un código de 'signos' cromáticos típicos en la cul­tura ew·opea, e jnteligibles en los más amplios y popu­lares niveles colectivos, con lo que se favorecía (y se medü.1 tlzaba) la 'reconstrucción', por parte del lector, de la índole psicológica de Mac ones.

Tal vez sea útil subrayar, para tma mejor delimitación conceptual del si11tagma verde bilioso que, en primer lugar, la bilis es un «Liquide visqueux ( ... ), tres amer, d'une couleur variant enue Ie jaune d'o.t et le brun­vert»:

35 precisamente Pereda jugará en el relato con la

disemia amarillo-verde al aludir a las cóleras de Marco-

« LA PUCHERA», CAP. V 121

De todos son conocidas, por otra parte, diversas nes~esiones castellanas en las que entra el término bilis ex:p d · · ·' ' • '1 ' ' frt'm1'ento mo-0 sinónimo e 'trntacwn, co era o su com 1 b'l' 1 l·eprimido' por eJ·emplo, «exaltársele a uno a llS» ra ' f · · · [irritarse], «tragar uno mucha bil~s» [su nr m:erwr-

ente muchos sinsabores y contranedades] . Es mtere­m nte observar además que el término cólera procede del sa d h l ' 'bT ' t riego cholera, derivado a su vez e e o e, 1_1s , pues o ~ue los griegos creían que la ira ~ra pr?ductda por la exacerbación de este humor. Al m1smo tlempo, y como nuevo dato significativo, resulta curioso, recordar que ~a iconografía medieval presentaba como s1mbolo de la co­leta a una joven con un puñal o una espada en la mano, teniendo como atributos a un león enfurecido y un es­cudo con una antorcha, emblemas de la venganza. E;ta joven vestía de rojo y la tonalidad de s~ cara, contratda por el coraje y abrillantada por_ unos OJOS centelleantes, era precisamente de color amar~llento.. .

Pero, por otro lado, el amanllo enc1erra una nca po­lisemia que nos interesa destacar aquí, puesto que p~r­mite enjuiciar la personalidad de Marcones desde algun otro ángulo, sobre todo a partir del. tr~tami~nto degrada­dar a que le somete Pereda (y que, ms1sto, mt;~ta repro­ducir en el lector mediante unos sernas cromat1cos com­partidos, dado que pertenecen al mismo patri.moni? cul­tural). Así, aparte del signo 'cóler~',. e: ~mar~l~o, ~1spa;a también unos signos morales de 'env1d1a , avanCla , egms­mo', que, en suma --cabe subrayarlo para _nu_estra lec­tura de La puchera-, avivarán unos sent1m1entos de 'desagrado', 'incomodidad', en el espectador. En u~a pa­labra, el amarillo, como el negro --otro color perstst:~te en la fisonomía de Marcones-, es símbolo cromatlco envilecedor. Y cabe destacar al respecto cómo la ecua­ción amarillo = ignominia es constante en Europa des_de la Edad Media hasta nuestros días. La Universal Jewzsh

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122 LAUREANO BONE'r

~n?clopedia señala, por ejemplo, que el círculo que los ¡udws porta~an. cosido en la capa o en el gorro, siguien­do las prescripciones del Concilio de Letrán de 1215 era d 1 '11 36 • ' e co or aman o. Posterwrmente esta marca sería res-tablecida en 1940 por los nazis en forma de brazal ama­rillo y aplicada de nuevo a toda persona de raza hebrea: «~os propósitos [de dicho brazal] serían exactamente los ~Ismos que en el medioevo, es decir, degradar a los ju­dws y separarlos de los no-judíos». 37

Todas estas explicaciones, en fin, pueden esclarecernos un poco más el tratamiento que sufre Marcones por par­te ?e Pereda y, en consecuencia, recalcar mejor su tipo­logia. Como hemos observndo, la fisonomía del semina­rista queda ya perfilada desde los primeros capítulos de La puchera por el cromatismo y los esquemas geométri­cos. Respecto al primer aspecto, cabe destacar que los colores apuntados inicialmente se repetirán durante todo el relato, dibujando así la índole colérica, ambfciosa con­cupiscente, astuta, rencorosa, grosera, de Marcones' me­d~ante u~ tratamiento sintético del cromatismo q~e as­pira a estimular la antipatía del lector hacia e! personaje. Pero aparte de estas referencias 'negativas' de carácter temperamental, los colores sugerirán también la índole física, siempre desaliñada, sucia, de Marcones, en un pa­ralelismo -tan típico en la novela ochocentista- entre signos desagradables de orden moral y físico, pata así converger, en último término, en una fisonomía degrada­da e ingrata.

RECUENTO LÉXICO E INTERPRETACIÓN SEMÁNTICA

Veamos, acto seguido, como segunda parte de nues­tro comentario, y a modo de justificación 'pragmática' 'estadística', de este planteamiento inicial, algunos sin~

«LA PUCHERA», CAP. V 123

tagmas enunciativos y cromáticos que perfilan muy bien la personalidad tanto plástica como psicológica de Mar­eones: los vectores semánticos que se crean brotan en un primer momento del texto perediano que encabeza las presentes páginas, se amplían --en un sentido cuantitati­vo y cualitativ~ a lo largo de la novela y, en último término, rebotan de nuevo hacia atrás potenciando la inicial 'presentación' ante el lector de nuestro semina­rista.

A) Sintagmas enunciativos

Tenemos, en primer lugar, un amplio árbol de sintag­mas que llamaré enunciativo-descriptivos, con incidencia léxica de carácter conceptual o figurativa, aunque bastan­te desteñida esta última de simbología cromática: como veremos, algunos vocablos pueden lanzar de modo obli­cuo algún destello cromático. Así ocurre, por ejemplo, con el serna 'negro-oscuro': «cerrado de barba», «ma­naza velluda», «su corte, medio eclesiásti.:o», «[petaca] de suela, muy resobada y con mugre», etc. En esta se­masía cromática 'indirecta' y, repito, un tanto difumina­da, lo negro expresa 'suciedad', 'fealdad' 'masculinidad­lujuria' en la persona de Marcones, así como 'barrera eclesiástica' por conectar sentimentalmente con Inés, ras­gos todos ellos que se amplían y reproducen en muchos más grupos léxicos, como vetemos acto seguido. Lógica­mente estos vectores simbólico-cromáticos convergen con la lexía abiertamente cromática que estudio en el apar­tado B y, de modo dialéctico, son también acrecentados por ésta.

Veamos, ya, una colección de sintagmas enunczatzvo­descriptivos, perfiladores todos ellos de la fisonomía físi­ca, moral y psicológica de Marcones. Desde luego no se

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124 LAUREANO BONE'J:'

traro de un 'muestreo ' e.xhaustivo y sr simplCJncnte indi. cativo: ltts arb rescencias léxicas que recub1·en y poten. dan semánticamente a este personaje de Ltl pucbera son .muchísimo más amplias . De hed1o sólo he recol)ido. la que creo más sigui.licativas, a .fin de na la rar exagera­datneme el pres0ntc comentad de texto. Interesa tnm. bién destacar, en segundo ]uga.r - y d sde el punto de vista de la propia arquitectura narrativa d llibro- qu estos rasgos pcr niíic:~d .t:éS de Mart-ones constituyen vo. ces' emitidas d · de muy diversos án •u1os: opiniones del oauador com altarios de 1 s personajes en trato· direct con el seminari ta, monólogo d l propio in ter ado . . . Lo cuti so es obs I'VAt In plena cóincidcncia en 1. s paxu­ceres de unos y olms dentro del conjunto potif6nico cons~ !.huido (.)01· roela .la 'sociedad' hun1ana que puebla el relato: demosu;ación, una vez más, de que Pe.~.·eda ttuiebra un:~. de las leyes estéticas fundamentales del naturalismo ochocentista cual era ln. impersonalidad nan:ativa.

Los sintagmas y grupos sintagmáticos enunciativo-des­criptivos que he extraído del texto narrativo son, efecti­vamente, los siguientes:

«gordote como un tocino». 38

«casi cerrado de barba». 39

«el corpazo aquel». 40

«saco de iras y de rencores>>. 41

«las carnazas le pedían cosa muy diferente». 42

«odre de iras y concupiscencias». 43

«tu sobrino es puerco». 44

«con su manaza velluda». 45

«le sudaba la mano y le olía muy malla ropa». 46

<<se le había desbordado la bilis». 47

«estaba hinchado como una véjiga dé hieles» . .;,~ «hecho un jnbalf por puntos de poc momento!>. 49

«respondió Marrones dcvonmdo oleajes d ira>~. so «bramó nqtú cl rnown de Lumiacos».sa «salpicando el chaleco del pobre cura con las espumas de su rabia». 52

«LA PUCHERM>, CAP. V 125

«Se sentó, estiró las piernas que parecían dos postes, metió las manazas en los bolsillos, dejó caer toda la papada sobre el pes­cuezo». 53

«¿por qué era tan gordo Marcos?, ¿por qué había estudiado para cura?, ¿por qué se afeitaba tanto y no gastaba el pelo con raya y el vestido de color?» 54

«¡Y si viera usted cómo me han crecido desde ayer acá los deseos de vestirme de color y dejarme los bigotes, para ser el mejor mozo de la Ribera». 55

«mascando hieles corrompidas». 56

«comparando su corte, medio eclesiástico». 57

«la voz iracunda y retumbante de Marcones>>. 58

«sacó él otra [petaca] de suela, muy resobada y con mugre». 59

«le dijo, eructando». 60

,das estomagadas de bilis que estaban martirizándole». 61

,das bilis acumuladas». 62

«el gandulote». 63

«con sus arreos de diario, arranciados y sebosos». 64

«después de haber arrojado el hongo roñoso contra la pared». 65

«Se tumbó sobre la cama de su tía , y comenzó a revolcarse allí y a morder las almohadas de coraje». 66

«con ese geniazo de perro de cabaña y ese corpachón de fardo mal atao». 67

«todo mugre y veneno». 68

«el sobrinazo gandul». 69

«rugió como un oso acorralado». 70

«ronco de ira». 71

«Y mientras Marcones daba patadas en el suelo y se golpeaba las nalgas con los puños cerrados, y castañeaba los dientes y echaba espumarajos por la boca entre apóstrofes bravíos». 72

1) Términos abstractos, de contenido moral o psicológico

Veamos ahora, dentro de esta familia de lexemas enun­ciativo-descriptivos, los términos de mayor abstracción, todos ellos con un fuerte contenido moral o psicológico. Por lo general estos términos, tan poderosamente con­ceptualizados, se vinculan a lexemas que a su vez des­prenden una vigorosa semasia de orden 'figurativo' (saco, oleajes, ronco ... ), formando así un compuesto metafórico.

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126

«saco de iras y rencores». «odre de iras y concupiscencia». «oleajes de ira». «espumas de su rabia». «morder las almohadas de coraie». «con ese geniazo de perro de cabaña». «ronco de ira».

LAUREANO BONET

2) Términos figurativos (e iluminante-comparativos)

En orden a conseguir una mayor precisión en la 'fiso­nomía' de Marcones, veamos los siguientes subgrupos de grosor e ira.

a) Grosor.

«gordote como un tocino». «piernas que parecían dos postes». <<corpanchón de fardo mal atao».

b) Ira.

«saco de iras y rencores». «odre de iras y concupiscencias». «hinchado como una vejiga de hieles». «hecho un jabalí». «oleajes de ira». «mascando hieles corrompidas». «estomagadas de bilis». «las bilis acumuladas». «este geniazo de perro de cabaña». «rugió como un oso acorralado».

En algunos de estos 'fi urativo-ilumjoan_tes' la 6sono­~a humana es a~imllada a esquemas .zoom l'licos, pnra a 1 *lceururu: plástJcameote los rasgos psicos m!lticos de Marcones. Todas estas imágenes son desagrad~bles. {eas,

«LA PUCHERA», CAP. V 127

degradadoras, en suma (desprenden abiertamente signos de 'grosor', 'ira', 'concupiscencia'): tocino, jabalí, perro de cabaña, oso ...

Es preciso destacar también algún caso de metáfora cosificadora: postes, fardo mal atao, saco, odre (obsérve­se, no obstante, cómo estas dos últimas imágenes han de conectar, para que tengan plena vigencia, con los sin­tagmas «iras y rencores» e «iras y concupiscencias»).

También es oportuno subrayar asimilaciones a alguna imagen fisiológica y que desprenden una aureola figura­tiva de 'cólera', 'resentimiento'. Por otra parte, estas asi­milaciones enlazan directamente con la simbología cro­mática de carácter moral utilizada por Pereda, como ya veremos en su momento (verde, amarillo, rojo, como si­nónimos de ira, envidia y rencor). Tenemos, por ejemplo, las imágenes bilis, vejiga de hieles, hieles.

En algunos sintagmas el proceso degradador se acen­túa aún más con sernas contenidos en los adyacentes y que sugieren a su vez, de manera cuantitativa o cualita­tiva, 'fealdad', 'cólera', 'bestialidad', 'suciedad', 'masculi­nidad-lujuria'. Por ejemplo: «manaza velluda», «hieles corrompidas», «voz iracunda y retumbante», «bilis acumu­ladas», «oso acorralado» ...

Cabe destacar en función también del cromatismo sim­bólico, la semasia de 'masculinidad-lujuria', 'fealdad', 'su­ciedad', 'impedimento clerical por conectar con Inés', ya sugerida antes ['negrura= masculinidad-lujuria' y/o 'suciedad' y/o 'vestimenta clerical']. Veamos, efectiva­mente, los siguientes conjuntos léxicos:

«casi cerrado de barba» [negrura = <<masculinidad-lujuria»] , «manaza velluda» [negrura = <<masculinidad-lujuria»]. «le sudaba la mano». «le olía muy mal la ropa». «dejó caer toda la papada sobre el pescuezo».

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128 LAUREANO BONE'l'

«¿por qué se afeitaba tanto?» [recordemos que el rostro rasurado era en el siglo xrx «signo» sacerdotal: la carencia de barba es así «interposición» eclesiástica entre Inés y el asedio de Mar­eones] .

«¿por qué ( ... ) no gastaba ( .. . ) el vestido de color?» [o sea, im­posibilidad de gastar ropas de color, secularizadas, eróticamente «activas», dado que Marcones, como seminarista que es aún, usa el negro eclesiástico] .

Como réplica volitiva, 'afirmativa', véase frente a es­tas negaciones clericales las siguientes -y dolidas- ex­clamaciones de Marcones dichas ante la Galusa y en fun­ción siempre de su difícil asedio a Inés: «¡cómo me han crecido ( ... ) los deseos de vestirme de color y dejarme los bigotes!» [aquí 'lo negro' surge como contraste ante el anhelo por unos colores que segreguen una determi­nada semasia erótica. Obsérvese también cómo el negro desprendiendo un signo de 'masculinidad' -«dejarme los bigotes»- se opone al negro 'clerical' que despide el conjunto sintagmático anterior]. Pero prosigamos con los conjuntos léxicos antes enunciados y supeditados todos ellos al cromatismo simbólico.

«su corte, medio eclesiástico». «con el hongo mugriento» [negro= suciedad] . «[petaca] de suela, muy resobada y con mugre» [negro = SU·

ciedad] . «y le dijo, eructando». «con sus arreos de diario, arranciados y sebosos» . «el hongo roñoso» [negro = suciedad] .

A su vez la categoría verbal contiene algunos sernas, de mayor o menor plasticidad, intensificadores de la mo­vilidad física y psicológica de Marcones, es decir, suge­ridores de 'ira', 'desconyuntamiento', 'desmesura', 'rabia'. He aquí algunos ejemplos:

« LA PUCHERA», CAP. V

«Se le había desbordado la bilis». «estaba hinchado como una vejiga de hieles». «devorando oleajes de ira».

129

«salpicando el chaleco del pobre cura con las espumas de su rabia». «mascando hieles corrompidas». «comenzó a revolcarse allí y a morder las almohadas de coraje».

3) Morfemas aumentativo-despectivos

Es útil destacar algunos morfemas que, a su vez, si­luetean con notable precisión la fisonomía de Marcones desde un ángulo despectivo-aumentativo (sufijos que tam­bién desprenden fundamentalmente signos de 'grosor', 'holgazanería\ ' ira', ' tabia '). Veamos, por ejemplo, los siguientes:

manaza

gordote gandulote

corpanchón

mozón

espumarajos

4) Prosaísmos

-aza (sufijo aumentativo-despectivo).

-ote (sufijo aumentativo-despectivo).

-anchón (sufijo aumentativo-despectivo -ancho + + sufijo aumentativo -ón).

-ón (sufijo aumentativo).

-arajos (sufijo indicador de «abundancia» -ar + --ajos, sufijo éste claramente despectivo).

Obsérvese en nuestro cuadro léxico diseñador de la fiso­nomía de Marcones numerosos vocablos vulgares que tienden a acentuar aún más la semasia totalizadora de grosor, fealdad, grosería . __ Cabe, no obstante, destacar que el prosaísmo formaba parte del propio sistema lin­güístico, en último término estético, de la novela natu-

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130 LAUREANO BONET

ralista-realista, de la cual era eco -aunque mixtificado­el propio Pereda. Algunos de los prosaísmos más persis­tentes en la silueta de Marcones son, por ejemplo:

«gordote como un tocino». «piernas que parecían dos postes». «dejó caer toda la papada sobre el pescuezo». «corpanchón de fardo mal atao». «Se golpeaba las nalgas».

B) Sintagmas cromáticos

Como en el caso anterior he hecho una simple selec­ción de aquellos conjuntos léxicos que segregan una se­masía cromática de orden simbólico, la cual, a su vez, ejemplifica -y, a la postre, acentúa- la personalidad somática y psíquica de Marcones. Conjunto de colores por otra parte que, insistamos, aspiran a estimular emo­ciones de antipatía en el lector frente al seminarista de Lumiacos . La: caricatura -tanto en su vertiente grotesca como melodramática : de ambas participa Marcones- exi­ge, como ya he indicado anteriormente, un 'compromiso' en el lector, compromiso controlado en todo momento por el propio novelista. Cabe destacar a su vez que los personajes que rodean al seminarista entran también en las mismas reglas de juego: el verde, el amarillo, el rojo y, sobre todo, el negro [=suciedad, fealdad, impedimento clerical] provocan idénticas corrientes de hostilidad, an­tipatía, en Inés -la principal implicada-, el Berrugo, don Elías e incluso la Galusa. Veamos ahora una breve lista de sintagmas cromáticos, lógicamente más abundan­tes en el texto original (cabe destacar de nuevo la reitera­ción de este tipo de sintagmas cromáticos : su persistencia casi rítmica en todo el relato creará a la larga en el lector esta imagen 'negativa' de Marcones).

...

«LA PUCHERA», CAP. V 131

«el ttegro agrisado del cisco, resultante de la gran espesura y for­taleza de su barba cerrada» [negro == masculinidad-lujuria]. 73

«Cada movimiento de ánimo le transformaba en verde bilioso» [verde == ira]. 74

«empañóle una oleada de bilis el blanco de los ojos y el rojo sucio que le matizaba entonces los mofletes» [verde-amarillo ( bi­lis)-rojo == ira]. 75

«brotaban sangre sus ojos, y era verde podrido el color de su cara donde no la cubría el negro sucio de su barba cerdosa» [rojo (sangre)-verde-negro ==ira] . 76

«esas corajinas que te ponen verde y con los ojos en llamas» [ver­de-rojo (llamas) == ira]. 77

«Sin apartar sus compasivos ojos de los sanguinolentos de Marro­nes» [rojo (sanguinolento) == ira]. 78

«gordo, grasiento, mofletudo, con la cabeza rapada, vestido de negro sucio, teólogo de balandrán y casi cura» [negro == suciedad­impedimento eclesial]. 79

<{Mnrt:Os scrfa C9(lO lo gordo, todo /() fJ UJ?,ro y todo lo teólogo que se quisiem)) [m~·gro == impedirmmto ed/Jsial; sobresale en este con­junto intagmático un uso sintético del color, típico en la estilís­tica pecediíma, corno ya he sugerido nJ11cs]. so

«en la rdátiva pequeficz de aquella habit~td6n, p~~.rccín un cs­panraj éOlosul 1eiiido con hollín de In chimcn~ [11tgro (ho­llfn) == masculillidnd-sllciej/¡td·impedimell/0 eclesial, rasgos todos ellos que se reúnen aquf en ona totalidad t.ip iftcncloro. de Marro­nes. Condene este ~in tagmu unn Imagen irnportnntfsima del semi· naristo, algo ns[ como cl «ojo del 1Ulr:1eáni> eadcattU'esCó y, en tíltimo término de!ihuman iz:~dor, a. qu~: lo somete Pereda).IÍI

«aún le halló mucho más gordo, más oscuro, más poroso» [negro (oscuro)== fealdad: tenemos también aquí un tratamiento sintéti­co del color]. 82

«gordinflón, negrote, puerco de uñas y de ropa, poroso y medio eclesiástico» [negro == suciedad-impedimento eclesial]. 83

«Inés estuvo a pique de descubrir el detestable efcctQ que In produJo la repc.ntlna aparición de aquella 1111be ton 11egra» [ !tE­

gro = imagen sintética de Matoones, sin duda una de las m~s import:lmcs en cl relato y que nsumc los «sigoos» de fealdad-gran­dllra·impcdimento eclcsiáJitco.sudcdotl, «Signos» vistos aquf como Impacto emotivo en la sensibüidad de Inés). &f

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132 LAUREANO BONET

«1:.1 ca.ra de: tigre mciscado que: tiene: el seminarista» [negro (cis­<:o) = mctáfotll conrarri.ínads sem:uuicamente por el signo «ira» q1.1e despicnde cllcxéll'lll ti¡;rc + cl signo «suciedad» contenido en d adyac~n te eucisc1tdo]. ss «Marcones, verde y convulso» [verde = ira]. 86

«Entró en la casa ( ... ) como un gatazo negro, golosón y ratero» [gatazo negro = imagen sintética de Marcones en la que de nue­vo encontramos, de manera más o menos implícita, signos de «grandura», «suciedad», «impedimento eclesial». Esta metáfora es sutruU'Tlcmtc importante: puesto gue, !\parte del adyacente, el sus­tamivo alimcnm- con nuevos sc:lllllS 1\ la figura del seminarista, que se ncuplan a la pcrfccci6!3 con el comporwmiento de éste: sernas de rupacidad» y «astuci:ll>, complérocnradns a su vez por el sub­grupo sintagmático golos6n y ttrtcro] . 87

«Venía verde, y sudaba hollín con azufre» [verde-negro (hollín)­amarillo (azufre) = ira-fealdad]. B8

Com vemos en estos rcta~os sintagmáticos, el cro­matismo simbólico -apoyado sicmpte en una escala de valqres culturales, colectivos, que posibilitan su fácil 'des­e dificaci6o' por parte del lec OE- ejerce un papel fun~ damental en la organización de los diversos rasgos plasti~ cos, morales, psíquicos, que componen la fisonomla de Marcone$. Hay que destacar, poc otra parte, una palpa­ble coove:rgencia de vectores serruímicos entre estos sin­tagmas cromáticos y los sint¡¡gmas cnunci tivo-de ·cripti­vos antes analizados, convergenci gue, insisto, dibujará a lo largo del relato las facciones del seminarista, el tipico pattem de 'clérigo enamorado' que, por transgredír las normas estabkcidas pot· Jn ociedad, es caricaturizado, de­gradado en ruanos de ona mentalidad fuertemente esta­mental como la de Pereda.

En est s sin~mas cromáticos, p .r lo tanto, Ja mancha de color (urúficll (y al mismo tiempo es 'ideologizada' por ellos) lexemas abstrattos de contenido moral o psicológi­co, términos 'figurativos', vulgarismos e incluso un de· terminado tratamiento morfológico encaminado a ridicu-

«LA PUCHERA», CAP. V 133

!izar aún más la figura de Marcones. Veamos algunos ejemplos.

l. Lexemas abstractos

a)

b)

2.

De contenido moral: «Entró en la casa ( ... ) como un gatazo negro, golosón y ratero.» Ya hemos observado que estos lexemas, implícitos por otra parte en la aureola metafórica gatazo negro, segregan a su vez -aparte de los signos más amplios de •grandor', 'su­ciedad' e 'impedimento eclesial'- los signos de 'as­tucia' y 'rapacidad'. Desde luego estos -y otros­lexemas morales representan una clara intromisión enjuiciadora del narrador respecto al personaje mo­tivo de escarnio.

De contenido psíquico. Son muy numerosos. Por ejemplo: «esas corajinas que te ponen verde y .~o~ los ojos en llamas». Como observamos, el serna 1ra contenido en corajinas queda visualizado con la pre­sencia cromática verde y en llamas, al mismo tiempo que alimenta conceptualmente a estos dos términos. Veamos también el siguiente grupo sintagmático en el que lo conceptual aletea con gran poderío en todo el conjunto léxico: «con la voz muy temblona Y, el color verdinegro, señal de las cóleras que le bat1~n interiormente». El vector semántico es muy claro, m­cluso demasiado elemental: cóleras (fenómeno psíqui­co 'interior') alimenta ideológicamente a verdinegro y al adyacente temblona, ambos 'huellas' exteriores, públicas, de aquéllas.

Términos 'iluminantes' (plásticos)

«verde bilioso». «negro sucio de su barba cerdosa».

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134

3.

LAUREANO BONET

«ojos sanguinolentos» (sintagma en el que el signo cromático 'rojo', segregado por el término fisiológico sanguinolentos, tiene, sin duda, primacía). «gordo, grasiento, mofletudo, con la cabeza rapada». «espantajo colosal teñido con hollín de la chimenea». Como ya he dicho, esta metáfora es importantísima para entender el proceso de degradación, objetualiza­ción, que sufre Marcones: éste deja ya de ser una fisonomía psicológica para convertirse en un simple muñeco. También aquí el término hollín exhala cier­ta polisemia, a causa del papel que juega dentro del compuesto metafórico: alude al conjunto de rasgos psicosomáticos de Marcones ya conocidos por noso­tros ('fealdad', 'mugre', 'barrera eclesiástica', 'mascu­linidad-concupiscencia' ... ). «más gordo, más oscuro, más poroso». «gatazo negro, golosón y ratero». De nuevo tenemos aquí un caso de polisemia metafórica. Y a he aludido antes a la importancia semántica que encierra el sus­tantivo gatazo y su adyacente negro.

Morfemas

Podemos rastrear algunos sufijos despreciativos y au­mentativos, con clara intención sarcástica, en los gru­pos léxicos antes citados, que aún acentúan más el tratamiento hiperbólico, expresionista, a que Pereda somete a Marcones. Sobresalen, por ejemplo:

negrote ----- -ate (sufijo con valor aumentativo­despectivo).

gordinflón -ón (sufijo con valor aumentativo­despectivo-irónico).

gatazo ------ -azo (sufijo con significación aumen­tativa-despectiva).

«LA PUCHERA», CAP. V 135

4. Prosaísmos

Abundan al respecto tanto para acentuar el carácter grosero de Marcones como, según he indicado pági­nas atrás, por pertenecer La puchera a la línea rea­lista vigente en la narrativa de la Restauración. Te­nemos, por ejemplo, los siguientes prosaísmos:

«el rojo sucio que le matizaba entonces los mofletes». «el negro sucio de su barba cerdosa». «gordo, grasiento, mofletudo». «gordinflón, negrote, puerco de uñas y de ropa».

CONCLUSIÓN

Hemos visto así, con este registro (y subsiguiente des­composición) de las diversas arborescencias léxicas que recubren, definen, a Marcones, cómo existe una adapta­ción mutua entre un inicial enunciado teórico, más o menos hipotético, y un desarrollo vivencia! 'activo', del personaje en el relato. En un primer momento, efecti­vamente, el narrador nos ofrece una noticia de la 'fiso­nomía' psico-somática de Marcones en la que se hallan implícitos los posteriores desarrollos plásticos, morales, psíquicos, del personaje. Con estas pautas tenemos ya los 'signos' que la imaginación del lector hará suyos y que posteriormente, a través de su recorrido por el texto del relato, corroborará con nuevos datos cuantitativa y cua­litativamente más amplios sobre el personaje. Surge de este modo un proceso dialéctico de signos semánticos que se apoyan unos a otros, brotan entre sí, se reproducen a lo largo de la novela y cuya suma nos dará la plenitud fisonómica de Marcones. Ahora bien, la estructuración de estos signos conceptuales y plásticos no es objetiva, asép­tica, por parte del autor sino que éste proyecta siempre

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136 LAUREANO BONET

en ellos sus prejuicios, sus prevenciones ideológicas contra Marcones, dando como fruto un tratamiento caricatures­co del personaje que exige, a su vez, idéntico compromiso 'bélico' por parte del lector. Marcones, así, será sacrifica­do paralelamente por el novelista y por el lector: indicio de este sacrificio es su conversación de 'psicología' en muñeco guiñolesco, su lenta -y en algún momento san­grienta- deshumanización, sin duda fascinante, pero muy alejada de los presupuestos planteados por la poética na­turalista del momento.

NOTAS

t La pru:herp salió a Jo luz pública en lns primeros semanáS dt 1889, siendo publicad:t, como era habitual en nuestro autor~ por .la imprenta ele M. Tdlo. Pnm el prc:scrue comc;ntarlo he uclJi:zrtdo In segunda edición d · ht novcla, ~omo XJ de lns OC del escritor sanronde1~no (Tcllo, Madrid, 1889). egún atesti ua José /Ylnria ~e: Cossfo, las OC ofr<.~en cl texto delini llvo de In Mrrlltiva peredta­na, revisado por d propio ntwelÍsl'a y con <Üíls máxill'IIIS garnn_dns de gcnuidnd~> (Co ~o, p rólogo a Pcred11., Pedro Sdnt·b.ez, ClásiCOs Cas1ellanos, núm. 144, &pasn·Cnlpe .Madrid , 1958, p. XXXVlll). Alguna carta de Peredn confirma, efectivamente, el exqui ito cuí­dudo con que ésre llevaria a cnbo ranto la revisión ~itcrori COI!tO la soluc~ón a muy diversos P.roblemas de orden téc'mco o matewú de la$ OC. En relación con eL presente texto de La p11cbera no .:xistc ninguna ,variante entre la cditfo princeps y la _ de las OC, salvo algllil JcVJ.simo retoque c.n los .St8nos d punUJnct6n, d muy poca monta, como el uso de Ja L'Oma en In lfnca 10 en ~:t del punto y coma («tlqu{ uno por uno; allá sobrepuestos ... », que pre­senta la ptimera edici.ón). En mi transcripción del texto he pres­cindido de acentuar «a» y «O», a fin de respetar las actuales nor­mas de ·¡¡ccnluadón.

2 Este cexto abarca las páginas 95-96 de la cd. OC de lA puche· ra. A partir de nquf rodas lns citas que haga de otros textos de la misma novela irán indicadns con las siglas OC. El capítulo que antecede n Contimurá611 dei anterior tiene cl C.jJfgr:úe de ~Fise· hombre» (OC, pág. 81).

3 Utilizo el término presente progresivo en un sentido metafó­rico para subrayar así la importancia del conjunto de vectores se-

«LA PUCHERA», CAP. V 137

máncicos disparatados COUSL3llttnwntc:: <thncí11 cl futuro» h . brtppy ending o un unbtlppy emling, que por lo genQta¡' er:c•n ll.ll todo rclatO deciu,onónil:(). Ello no contradice cl hecho dcerl:llba desde tul punto d~ ~,~ism d;= Ja estructura v rbaJ, La p1¡chc:-r

11 e que,

l{pica novcl11 realista, este monmcla sobre un diapasón rc:~~:m¡ que oscila constlmtcmcnrc emre el indic:ulvo lmpedecto (m ~~ rcmpol".ll del relnto)1 el indica1ivo perfecto simple y c·l indica~· ~., pluscuampetfecto. Es interesan te rt.-cord.a.r que cl im¡x:.t{-ecto es ~vo forma verb~l que -como .s~:1la Alan.'OS Llol'tlcll-;- <.<nos PtcsC!l:;: uru1 . ~otcna:t tcmporll.l te·al.tz.,d;~ en parle ~ _renhzabJ!! tn PttrLc» (Ea;libo Alarc<lS Llor!l h: Esludtos d11· ~NlmalfC« ft~fJCJOnal del es­pano!, Gredos, Madrid, L973, p. 63). Es deor, cl &m)?cl·fceto CSit'i abierto constantemente hacia cl futuro., pucsro que e un <iJH'O­ceso s.in indi~ción ~e su t~lho» (ibidcm, p. 63 ), .lo wa.J du, aparte de la Jmpr<,~&.nd!bl /l!¡anin éprc11 re~pccto aJ tiempo «pre­Sente» en que se halla sl~uado el lector, U.llll movilidad· e.ncami­U!lda hacia un futuro imagioruio· implicito en d r~lnto qu~ insisto coincide con ln .íronrcra último dcl ttnding. De n~l{ que c:sa oonstilnt ' movilidad qu • cncierrn cl imperi«~o renga, en cl interior de ¡11 Ucci6n nnr.rativa, un papel nlgo parecido al tiempo «presente de incliclltivo>> en nuesttll vida. real: el lmperfucto namnl.vo sume de un pasado •·cmoto, ya concluido (.pcrfecro simple o indiCfttivo nn­!eprctérito), y 11 l11 par los abarc.a com9 contexto remporaJ gl'llé­rico, «.épiCO>>. E~ curioso señal.-tr .:n· n11estro texto de Ú1 pt1cb1Jr(l que las introOlÍ5iones del .onrtador escdn signiúcaLivnmente hechos en tiempo pr<.o.scnte, con el {u<:rre contráStc qu ciJo. repr;esema J'cspecro al imp tf(!.C.tO, tcnicntlo lugar ns{ unn v•gOJ'OSa -y mo­mentánea- deignrrndurtJ en el ritmo l1t1ttadvo. «Se conocen 1 s principales ¡·asgós del cnrácter y de la naturaleza fisicn de cs1e m(l7.0», .«Digo que ( . .. ) er.a moneno limpio su color .•. » formas vCI'­baJes -t·dacion:ldns siempre con cl personaje- como era, se compo1tín, 110 rt>sultt1b11, c!IIJ!Ilo .fe ·veía, se disuelven n través d nuestra lecwm (y nuesrt¡¡ rucmor.ia) en Ja «lejanía» rempornl en q~•c se holl11 empla7..ado el rcln.to¡ por cl con't!lldo, formas verba.­lcs como las ant'' clt11dtlS; .se conoám, digo, ro.mpcn bruset~mence esa J):Crspccliva temporal nmplia e imaginaria.

4 La desmesutn y ri&idez en lns. emociones .de. ulgonos persona­jes de La. p11chem -asr corno su transcl'ipcióo ílsica en gestbs a veces crispados- eren una visible ambivalénci¡¡ mclOdram tie<H:ll· ricaturclca, sln duda ins.atisfactorht desde un ángulo naturalista, pcto gue otorga n1 rela tO· pcrcdiano un cu.rioso ~traclivo, que los años atín han ncrcccnto.do más-. Esta runbrvalcnaa fue:: ya cap· tada pC?r ]l:lan S!'U'dá al :tdvc:rtir cómo el cnfóque hipet·bólico de In ~Iidnd da lugar en el novellsta santanderino a una doble cru:icnturn, una trágica (rnelodrnmn) y Otrll cómica: «una de las tendc.ncias camcteristicas de su temperamento literal'io [es) la de la caricatura, caricatura por la exageración dd clemcnto cómko, o caricatura por la cxagcrild6n del elcm.e.nro trágico>~ (Jtum ordá:

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138 LAUREANO BONET

«La puchera. Ultima novela de don José María de Pereda», en Obras escogidas, tomo II, Librería de F. Puig y Alfonso, Barce­lona, 1914, p. 266).

5 José María Quintanilla [«Pedro Sánchez»]: «De La puchera. Notas sueltas», El Atlántico, 29-I-1889. El joven crítico Quinta­nilla, protégé de Pereda, firmaba sus artículos con el seudónimo de <<Pedro Sánchez», en honor de su maestro. José F. Montesinos ha aludido también al hecho de que el título se convierte en el «tema estructural que le da [al libro] unidad de tono e inten­ción» (José F. Montesinos, Pereda o la novela idilio, Castalia, Madrid, 1969, p. 208).

6 Por diversos datos históricos fáciles de rastrear en el texto creo que poddamos 1ocallza.r Ja acción de LP puchera entre 1865· 1870, «scgmcnro cronológico» al-rededor del cual graviUUl por cierto divers · nov ·1~ pcrediana~, c:amo Don Gonzalo Gonzdlez de Id Gonza/(frtt y De tal palo, tal as.ti/Jn entre otras. Es p~edro tener en cuenta que 1868, afio de lo xevolución l.ibeml, cOnstitü.irfn pam Pe­reda el «blanCO!> de sus iL1lS rradicionalistas, y es Ic:chs, ndcmás, que marcara significnrivnmentc otros miembros de su generación, romo Na~'Cfs Oller, Gald6s o Leopoldo Alas. Sobre esras cuestio­nes, nsf como In loaalización geográfica de La PIICht:rn {Suonces, Polanco y la ría de San Ma.rtfo de Jo .A1:ena), véase mi edición crfticn de estn novc:la, de inmiJIC:nte npnrici6n en Clásicos Castalia..

1 F..n el dln1c:cto stmtnnde.cino se llruna lebrato [dwv. de /itJbre] a un individuo «ágil despejado y . aswto» (G. Adtiono Garcfa-I:o­mas, El lenguaje popular de fa Cantabria mo11tañesa, Al.dw¡1 S. A., Santander, 1966, S. v.). Rec_uérdcse que la onomástica wnb6licl (.'S

una de las técnicas rriils perSistc:nrcs en PeredA, demostnttiva, a le< más, de J3s fu rtes rafee costumbristas de su narrativa. Para una mayor profundización en el tema puede consultarse José F. Mon­tesinos, Costumbrismo novela, Castalia, Madrid, 1960, especial­mente _pp. 64-65.

g Es muy rorriente en el santanderino la aspiración de la h, inicial o imerna1 convirtiéndola en una j parecida a la andaluza: josco (ho.rco1 nuevo caso en nuestro relato, de simbolismo ono­mástico), itJiar (llalat·), jitar (hilar), etc.

9 Nuevo mote perediano, conteniendo una rl 1 polisemia que caracteriza muy bicp, desde diversos ángulos psicol6gicos y mora· les, a este perstmnje <<negativo». El Diccionario aca.dém.ico registra en 1899 el término verruga como «hornbre tacaño y avaro» y en 1970 añade la acepción de «prestamista, u uret:Q». García-Lomas observa también que el santanderino berrugo es <iliombre adusto y recel so que se distingue po.r su poca i_nteligeuda y por su ter­quedad» (op. cit. en nota 7, s. v.), nuevas propiedad atribuible!S 11 m1el:itro personaje. A su vez eldste el santanderino nuemtgr¡rse (recogido por García-Lomas), con la ncepcióo de «obcecurse», que puede muy bien subrayar cl pro~ívo ofuscamie.uto que padece cl Berrugo por el hi_potético tesoro del pirata -uno de los «mi·

«LA PUCHERA», CAP. V 139

tos» que impregna la sustancia imaginativa de La puchera- y que a la postre, le causará horrible muerte. ' • 10 Tnl ve; Galu~,¡ -~podo. ~e simboliza la personalidad plluiÍ­

sun., mczquma, suc•n, de lo cnadtt del Berruso-~ derivación de gallofo, d «po!>retón gue sin r.enec cnfc:tm«ln 1 se and11 holgazán Y ocoso, ncudtendo a .lRS . hotas de come :1 J.as -porterlns de los cpnven~ , ~lot~de o_.rdmmamc:orc se .hncc cnndad» (Covarrubias, s. v.~ . ¡;;1 Dtcc•on.ar:o académico recoge c.n 1956 galln/tfar como ~ed~r. h~o~~~· viVIendo vaga y ociosament-e, sin apliCilrsc n tra­baJo m e¡ero~10 nlgunc»>.

u El sufijo -Dflt!S tipificn, como indico más adclautc un impor­t~nte. rasgo de este personaje: su desmesura ffsica, Ja ¿ual, al mis­mo ocmpo, sugiere, de mnncrn llsim~ólica~>, iclé.nrico desmesur11 P~Íq'!lcn, b1·e codo CJ~ unru; Une:ls de e:<trem11 ambición, jra y l u¡u~u1 . Es111 ~berancJ•t ?e rasgo~ propicia, por cierto Ja con­~<:~ón de l.a /~.>onom1a p~u:o-somáttca de Mnr ones en cnricntu01. muneco, ob¡ero dcshumanl7.4tdo . ..

n El p[oragoni~ta homónimo de Don Got~zalo Gon.tlilet. cil! Id C!onzalern es u~ bu n . eje_mplo de c:tricalUriznción distorsionndn y s~mamcnt. hostil cleJ md•ano. Como s!ntOmll de la inquina pe_re.. dum~ Imela los mon.t:a~cses que traicionan ;¡ su p!UI:ra, .rc:cuéJ·dese rambiéu qu~ la '«P~'OVIdcnclnl~> catástrof~ del buque Cabo .i\facbi­cbnco cm_puJnrá 11 un Pach!n GonzáJez rodend~ de mu rte y trn· gcdln n no emigrar :1 CubJI. Así nnte lo pregunta de su madre en qué g~edn el prop<Ssito de i;se a América, responde P.tclún que r.al ~rastwfe hn s1do un «áVJSO~> de Dios y por cllo -prosigu~ ~qu1cro _volverme nntcs con nore,s, a ttllbninr _pnm usté ... , pnro los dos, mAJAndo .t:rrones corn. los mnjó mi padtc, que, trabajando asf, bonrado VIVIÓ • •• » (Pachm Gou:cólez; Obnn Comp/(!tns Aguil r Madrid, 1943, p. 2242). ' '

13 _En Sotilt•za tene.mQ. clc::!entrnñndos con unn ruc:losa rrnnspn­renon ~ s resortes oc11ltos de ~te plltemalismo: cJ núdco «misc:­rnble~> del relnto (constituido por tío Michelío tia Sidora y oti· lez.a) está p~otegido, amparado·, por el mkleo 'ríro (Pedro Colin­drc&, su múJer Andt·ea y Andrés, hijo de ambos1 miembros todos ellos d Jo eme medin nav.iet:a de Sanrnnde.r). Ahota bien -y nquf surge cl crudo clasismo que tant11s cosas explica acerca del popolismo ~teticism_ de P~da--, cuando csci punto de frnguar­s.e un~ rciJICIÓn trórJco-senum ntal_ cmre. Sotll~za y Andrés, el p:t­t~tnalisml) se .encoge, se retrae:, e Jttumpen bruSO!meute los mecll· n1~m~s de In nurodefensn de la <{pureza de siDgre» clasista: In relam6n cnt~e :Jmbos muchachos es vista como fii!CIIIIIillosa... Sin embargo,. mn..~ tarde, y prc_vl? alejamiento po~ pttrlC de André.o; de ~las l1g~reu}S Y. entrctentmtcnto ele. antes» (op. cit. en noto U P..ásmn L43l). {unctonam de nuevo Ja sombrilla patemnl. del núdco t:JCO sobre el núdeo proletario n modo de ·«ptovidenciM eoonómi­c:t. Quedtt en suma dcsenmns~rnda la Cllri.dap com~ saJvagun~in de ln ~pure:.:a» le. un cln!ie SOCIAl poderosa frente n otm inferior ...

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140 LAUREANO BONET

1-1 lli hispanista J~:an Le Bouill ofreció en cl coJ9<1uio de Pnu de 1975 la &ug stivn ponencia El propit:tllrio iltlflrado o patriaren ~~ la obr(l ele !'~:nula, nún no publi da, y en ln qu cstudi11 lu fig~,trl\ libe1.11l y progt·esbtn, mmo en un sentido polftie como, sobre todo· conómico, técnico, de Juan Ag:1pito.

15 on est.."l leyendn sobte los presunt s 1csoros que un pir.lln escondió en la cueva de un acnntilndo ceromo a Sull.nceS, par ec aludir Pereda o un:~ de tantas sobre el remn y qut! no $Ue.lcn escasear en la cosra dímabr:1, desde los tiempos de los galeones de 1us 1I1dins. 'El tesoro cleL pirllliJ ·l'a, p.rtdsnmcnte, uno d • los foeos dé polari.lmdón más vi~orqso~ el sedimento fnntásrlco, _pq­puliSt.ll d • LiT puchera, sedimento por cieno muy fre<:ueme en la narrativa peredLma y que esconde curiosas ramificaciones folkl6ri­cas aún no cst_udiadns por los· c-ciclcos (r cuérdesc, en este sctllido, lll1ll novcb de notable :ci.qucl.ll eUlog~ó.ficn como El sabor de ltt tíe­rruct/1 en In que lo filntdstico, comó segrcs~ción ele una imaginn­c¡ón colectiva, rutnl, ct>ndici na el comportarnitnto de la mllyorJa­de los person¡~jcs dd relato).

11• He nnnli;mdo la novell\ realista decimonónica romo «histori:b~ y, a la ve-t., como nndJla d 1 Hís1oria en rni ensayo De .Gnldós.- n R.obbe-Grillat (1'autus, Mndrid, 1972, espcdalmcntc p_p. 29·64).

17 Prccisamcnt · esta me7.cln de las ~pcricndas Iictici s (novela) con .las t•xpc.tienci·as reales (existencia individual del lecror) con ti­toy un() de los temas más imporhtntes de Lo puchero. Recorde­mos que ln pcrson:ilidnd de lr¡ts empcw:á a supci':lr l. nlit:nnd6n reptesom quc, •a causa del mnblentc familiar, viene padeciendo des­de pequci'ia, cuando len los novdones que le hn préstado Mn.r<.'O· 1\CS: la ficdóo ~e convicrre nsl en «puuu.» de la vida (cuando prc­d,¡;amcnte, en cl. primer estadio de la aucorfn, todo relato re~tlistn aspimba_ n imitar lo propia vidti ... ). Como afirma el nncrador con ecos ccwnntino:> tan cocrientcs, ad mús, n la novda ochocentista -recuél'd~e :1 Galdós-, «por muurse allf de cosas· muy hac.:cde­rns en 1'1 _Rráctica de 1n vida 1mc P:CI'souajes d,e cn;nc y hueso, . no tomó (Inés] los asumos de Los lihi'OS como ficoones ele una fanrasía miÍs o meno:; ~l~cd!l.> sin como rc.lntos .fieles de aven· turos realés y verdnderns» (0~..;, pp. 329-330).

¡¡ De nuevo eocontrnmo~ nquf o~ra alusión semántiea • la mn.l· dad, repulsión, dc.l binomio Mu~oones-Galusa. E l 1opóniruo ficúcio Lw11incos prO<:cdc cl santandcri110 lumiaco, 1/umittco, «limaza, brt­bosa». Se utili2.1 tnrnhién en el sentido figurado de «mczguino, ruin h\ixSccitn, solapado». Para unn ampliación de est s concepto -a~í como de on a.n.-fli&is de lns .t::.úces núticns de lumia-, véas~ G. -Adriano García-Lomas, Mitologla y•s11peri ticioues de Cnntabría Diputación Provincial, Saotand r, 1964, pp. 8 ·87.

JO OC, p. 54. , · 20 oc. p. 54. 21 oc, p. 54. 22 oc, pp. 54-54.

«LA PUCHERA», CAP. V

23 OC, p. 55. 24 OC, p. 55. 2s OC, p. 55. 26 OC, pp. 56-57.

141

27 OC, p. 57. . La puchera donde las descripciones 28 No suele ocurnr eso en ' , · 1 ' caso

ambientales son p~r. lo general e~iñ!~::; :~:u::~tal~s.a ~~n ahí 1~ y siempr~ en. f.un~¡od de las t t pque al lado de Pedro Sánchez, curiosa dmam1c1da e est; re a o o elesc~» escrita por Pereda. Por es sin du?a la novela l'bas d~l v autor el puntillismo descr~ptivo el contrano, en otros 1 rls . e convierte en una s1mple llega a t~l extremo que e Páfi~~naAci~rta por ejemplo, Leopoldo excrecencia del entornElgeof de. la tier:uca es «un paisaje de­Alas al afirmar que sa or

11 adorno más» (Leopoldo

sierto» en .el que losLhmPbbticid~d <Barcelona, 3-IX-1882). Este Alas, «Pahque», en a u.bl a g'ran parte de la narrauva pe­juicio puede hacerse extenst e

re1~aE~ilia Pardo Bazán, «Polé~ical/ beslld~ad~~dra~~~i: ~.b~~ Completas, vol. VI, Imp. A. Perez u ru ' '

30 Ibidem, p. 82. 31 Ibidem, p. 78. . . rólo 0 a The Liberal 32 Según sugiere Lionel Tnlling y sk l953 g sobre todo pági-

Imagination, Anchor l~ookls, Nutevaco::er~ión d~ las ideas en sen­na IX, en la que a~a t.za a mu ~a timientos y los sent1m1entos en 1dJeas; M ' d Pereda El sabor

33 B. Pérez Galdós, prólogo a ose anB e lona l882 pági-de la tierruca, Biblioteca «Arte '! Letras», dar~e l Überali~mo ... na VI. El «sistema político dommante», es ectr, e

34 Ibidem, ~· VI. .1 M N' ole H Lambert Dictionnai-35 A. Manutla, L. Manut a, : 1~ ' · París' 1970, s. v.

re franr;ais de médecine. ehtEde bz¡log:J.~ ~~s~~¡n~nd W~gnalls Com-36 The Universal Jewzs ncyc ope ! '¡ d J Badge}>

pany, Nueva York, s. a. Véase art. Utu a o « ew . 37 Ibidem. 38 oc. p. 55. 39 oc. p. 55. 40 oc, p . 55. 41 oc, p. 56. 42 oc, p. 56. 43 oc. p. 96. 44 OC, p. 216. 4s OC, p . 229. 46 oc, p. 241. 47 oc, p. 252. 48 oc, p. 256. 49 oc, pp. 258·259. 50 oc, p . 259 .

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51 oc, p. 260. 52 oc, p. 260. 53 OC, pp. 266-267. 54 oc, p. 284. 55 oc, p. 299. 56 oc, p. 344. 57 OC, p. 359. 58 oc, p. 385. 59 oc, p. 398. 60 oc. p. 398. 61 oc. p. 398. 62 OC, p. 398. 63 oc, p. 401. 64 oc. p. 429. 65 oc. p. 435. 66 OC, p. 435. 67 OC, p. 438. 68 oc, p. 525. 69 oc, p. 525 . 70 OC, p. 561. 11 OC, p. 563. 72 oc, p. 564. 73 oc, p. 96. 74 oc, p. 96. 75 oc, p. 245. 76 oc, p. 247. n OC, p. 259. 78 oc, p. 274. ?9 oc. p. 284. 8o OC, p. 285. 81 oc, pp. 291-292. 82 oc, p. 293. 83 OC, p. 339. 34 OC, p. 355. 85 OC, p. 376. 86 OC, p. 386. 87 OC, p. 533. 88 oc p. 560.

LAUREANO BONET

El terror de 1824, de Galdós

RICARDO GULLÓ~

Capítulo V

Desde el 5 de Noviembre á las diez de la mañana gustaba D. Rafael del Riego las dulzuras de la ca­pilla. Aquel hombre famoso, el más pequeño de los que aparecen ingeridos sin saber cómo en las filas de los grandes mediano mi!lrar y pésimo p0lltico, ptueba viva de l:~s Jocur~s de la fama y usurpador de una celebridad que habríll cuadt;ado mejor á otros caracteres y nombres condenados hoy nl olvido, aca­bó su breve canera si_n decoro ni gr<~ndeza. Un noble mocir habría dado á su frgura el realce heróico que no pudo alcanzar en tres nños de impaciente agitación y bullanga; pero can desgraciada era la libertad en nuestro pais que ni al mot'it bajo las soece¡¡ uñas del absolutismo, pudo alcanzar aquel hombre la dignidad y el prestigio de la idea qu se avalora sucumbíendo. Pereció como Ja p ~re ali­maña que espira chillando entre los dientes del .gato.

La causa del revolucionario más célebre de su tiempo fué un tejido de inquietudes y de absurdos jurídicos. Lo que importaba era condenarle emb<:>­rronando poco papel, y así fué. Desde que le leye­ron la sentencia el preso cayó en un abatimiento

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144 RICARDO GULLÓN

lúgubre, hijo, según algunos, de sus dolencias físi­cas. Creeríase que confiaba hasta entonces en la cle­mencia de los llamados jueces, ó del Rey, que es todo el caudal de inocencia que puede caber en es­píritu de hombre nacido. A diferencia de otros que en horas tan tremendas se atracan de los ricos man­jares con que engorda el verdugo á sus víctimas, no quiso comer, ó comió muy poco. Ningún amigo pudo visitarle, porque la visita hubiera sido quizás el pri­mer paso para compañía perpetua hasta la eterni­dad; pero le vieron muchos individuos particulares de categoría, deseosos de hartar sus ojos con la vista de aquel hombre que conmovió con su nombre á toda España; sacerdotes que solícitamente se pres­taban á encaminarle al cielo; hermanos de diversas hermandadas; personas varias, en fin, compungidas las unas, indiferentes otras, curiosas las más; pero en tal número que no dejaban al preso un momento de descanso.

Estaba frío, caduco, los ojos fijos en el suelo, amarillo como las velas que ardían junto al Crucifijo del altar . A ratos suspiraba, parecía vagar en sus labios la palabra perdón, acometíanle desmayos, y hacía preguntas triviales. Ni mostró apego á las ideas políticas que le habían dado tanto nombre, ni dió alas á su espíritu con la unción religiosa, sino que se abatía más y más á cada instante, apareciendo quieto sin estoicismo, humilde sin resignación. Cha­perón y otros de igual talla gozaban viendo llorar, como un alumno castigado, al General de la liber­tad, al pastor que con la magia de su nombre arras­traba tras sí rebaño de pueblos. En el delirio de su triunfo no habían ellos soñado con una caída seme­jante que les dese1. .6arazara, no sólo de su enemigo mayor, sino del prestigio de todos los demás .

«EL TERROR DE 1824>>, DE GALDÓS 145

La retract,ación del héroe de las Cabezas fué una de las más ruidosas victorias del bando absolutista. ¡Qué mayor triunfo que mostrar á los pueblos un papel en que de su puño y letra había escrito el hombre diminuto estas palabras: «Asimismo publi­co el sentimiento que me asiste por la parte que he tenido en el Sistema llamado constitucional, en la re~olución y en sus fatales consecuencias, por todo lo cual pido perdón á Dios de mis crímenes ... » Han quedado en el misterio las circunstancias que acom­pañaron á este arrepentimiento escrito, y aunque el carácter de Riego y su pusilanimidad en las tremen­das horas justifican hasta cierto punto aquella ge­nuflexión de su espíritu, puede asegurarse que no hubo completa espontaneidad en ella. El fraile que le asistía, Chaperón y el escribano Huerta sabrían acerca de este suceso cosas dignas de pasar á la pos­teridad, porque á ellos debieron los absolutistas el envilecimiento del personaje más culminante, si no el más valioso de la segunda época constitucional. Ahora, cuando ha pasado tanto tiempo y la losa del sepulcro les cubre á todos, ahorcadores y ahorcados, no podemos menos · de deplorar que los que asistie­ron en la capilla á D. Rafael del Riego en la noche del 6 al 7 de noviembre, no hubieran hecho públi­cos después los argumentos empleados para arran­car una abdicación tan humillante.

El 7, á las diez de la mañana, le condujeron al suplicio. De seguro no ha brillado en toda nuestra historia un día más ignominioso. Es tal, que ni aun parece digno de ser conocido, y el narrador se siente inclinado á volver, sin leerla, esa página sombría, y á correr tras de una ficción verosímil que embellezca la descarnada verdad histórica . Una víctima sin no­bleza, arrastrada al suplicio por verdugos feroces, es

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el espectáculo tnás tdsre '(Ue pueden ofrec t' las mi-erla~ humanas; es el mal puro sin pocci6~1 ninguna

de b1en, de es bien moral que apaccce más 6 me­nos claro aun en los más horrendos exceso del fu­rot político y en los martiti á ~ue es o m cid 1 ln inocencia. Una víctima cobarde pf.u.·cce que enaltece al verdugo, y al hablat de cobardia no es que cebe­mos de menos la an gancia fanfnl.'l'ona con que al­gunos desgraciados han queddo da:r realce teatral á su . pos;rel· In~tante, s.in l.a dignidad personal que, utu~a a la rcstgn~(.::l6n religi u, rodean al m¡írci · ju­lidJ_co de: ~na brdlame aul'eola de simpatÍas y com­past6n. Nmguna de n<Juellas especies de valor tuvo en su ·desa.sttoso fin el General Riego, y c.reel'Ínse al verle que víctima y jueces se habían confabulado para cubrir de vilipendio el último día de la liber­tad y hacer más negro y trist su crepúsculo. La grósería patibularia y el refioatnien to en las fóttnu­las de degradación empleadas por los uno. parece que guardaban repugnante Mmonía ~on la abjuta­ción del otro.

Sacáronle de la cárcel por el callejón del Verdu­go, y condujéronle por la calle de la Concepción Jerónima, que era la carrera oficial. Como si mon­tad e.n botcic:o bubiera ido signo de nobleza, lle­vábanle en un sér6n qu anastra.ba el mismo animal. Los l1crmau s de la Paz y Cacidad le .sostuvieron durante todo el t~·tíasi.to para que con la sacudid¡¡ no padeciese; peto él, ubier ta la cabe;:za C(:ln su go· ~¡ere .oe~to, l loraba como un niño, sin c:lejal' de besar a cadn msrante la estampa goc sostenía entre sus atadas manos. ·

Un gentío alborotador cub.tia la carrera. La plaza era un amasijo de carne bumat,a. ¿PartiCiparemos de esta vil curiosidad, atendiendo prolijamen e á los

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accidentes de tan repugnante cuadro? De ninguna manera. Un hombre que sube á gatas la escalera del patíbulo, besando uno á uno todos los escalones; un verdugo que le suspende y se arroja con él, dán­dole un bofetón después que ha espirado; una ruín canalla que al verle en el aire grita: «¡Viva el Rey absoluto! ... » ¿Acaso esto merece ser mencionado? ¿Qué interés ni qué enseñanza ni qué ejemplo ofre­cen estas muestras de la perversidad humana? Sí toda la historia fuese así, si no sirviera más que de afrenta, ¡cuán horrible sería! Felizmente, aun en aquellos días tan desfavorecidos, contiene páginas honrosas aunque algo obscuras, y entre los miles de víctimas del absolutismo húbolas nobilísimas y al­tamente merecedoras de cordial compasión. Si el historiador acaso no las nombrase, peor para él; el novelador las nombrará, y conceptuándose dichoso al llenar con ellas su lienzo, se atreve á asegurar que la ficción verosímil ajustada á la realidad docu­mentada, puede ser en ciertos casos más histórica, y seguramente más patriótica, que la historia misma.

Cap. XXVIII

El alcaide le saludó, enmascarándose también con la carátula de piedad lastimosa que pasaba de rostro en rostro, conforme iban entrando persona­jes. Después separáronse todos para dar paso á un hombre obeso, algo viejo, vestido de negro, cuyo aire de timidez contrastaba singularmente con su horrible oficio: era el verdugo, que, avanzando ha­cia el reo, humilló la frente como un lacayo que recibe órdenes.

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D. Patricio sintió en aquel momento que un rayo frío corría por todo su cuerpo desde el cabello has­ta los pies, y por primera vez desde su entrada en la fúnebre capilla sintió que su magnánimo cora­zón se arrugaba y comprimía.

-Sí, sí: perdono, perdono á todo el mundo -balbució el reo, fijando otra vez toda su aten-ción en los ladrillos del piso.-Vamos ya ... ¿No es hora?

Pero su ammo, rápidamente abatido, forcejeó iracundo en las tinieblas y se rehizo. Fue como si se hubiera dado un latigazo. La dosis de energía que desplegara en aquel momento era tal, que sólo estando muerta hubiera dejado la mísera carne de responder á ella. Tenía Sarmiento entre las ma­nos su pañuelo; y apretando los dedos fuertemente sobre él y separando las manos, lo partió en dos pedazos sin rasgarlo. Cerrando los ojos murmuraba:

-¡Cayo Graco! ... ¡Lucas!. .. ¡Dios que diste la libertad al mundo ... !

El verdugo mostró un saco negro. Era la hopa que se pone á los condenados para hacer más irri­sorio y horriblemente burlesco el crimen de la pena de muerte. Cuando el delito era de alta traición, la hopa era amarilla y encarnada. La de Sarmiento era negra. Completaba el ajuar un gorro también negro.

-Venga la túnica-dijo preparándose á ponér­sela.-Reputo el saco como una vestidura de gala y el gorro como una corona de laurel. ,.,

* Estas palabras las dijo el valeroso patriota ahorcado el 24 de agosto de 1825. Su noble y heroico comportamiento en las últi­mas horas, da en cierto modo carácter histórico al personaje ideal que es protagonista de esta obra.

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Después le ataron las manos y le pusieron un cordel á la cintura, á cuyas operaciones no hizo re· sistencia, antes bien, se prestó á ellas con cierta ga­llardía. Incapacitados los movimientos de sus bra­zos, llamó á Sola y le dijo:

-Hija mía, ven á abrazar por última vez á tu viejecillo bobo.

La huérfana lo estrechó en sus brazos, y regó con sus lágrimas el cuello del anciano.

-¿A qué vienen esos lloros?-dijo éste sofo­cando su emoción.-Hija de mi alma, nos vere­mos en la gloria, á donde yo he tenido la suerte de ir antes que tú. De mi imperecedera fama en el mundo, tú sola, tú serás única heredera, porque me asististe y amparaste en mis últimos días. Tu nombre, como el mío, pasará de generación en ge­neración ... No llores: llena tu alma de alegría, como lo está la mía. Hoy es día de triunfo; esto no es muerte, es vida. El torpe lenguaje de los hombres ha alterado el sentido de todas las cosas. Yo siento que penetra en mí la respiración de los ángeles in­visibles que están á mi lado, prontos á llevarme á la morada celestial. .. es como un fresco delicioso ... como un aroma delicado ... Adiós ... hasta luego, hija mía ... no olvides mis dos recomendaciones, ¿oyes? Vete con ese hombre ... ¿oyes? ... los apun­tes ... Adiós, mi glorioso destino se cumple ... ¡Viva yo! ¡Viva Patricio Sarmiento!

Desprendieron á Sola de sus brazos; tomóla en los suyos el alcaide para prestarle algún socorro, y D. Patricio salió de la capilla con paso seguro.

El Padre Alelí le ató un Crucifijo en las manos, y Salmón quiso ponerle también una estampa de la Virgen; pero opúsose á ello el reo diciendo:

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- Con much gusto llevaré conmigo In im11gen de mi Redc.nto , cuyo ejemplo sigo· pc.r no espl!­ren Vues tras Paternidades que yo vaya p r la carre­t:a besando una estampi ta. delante.

Al llegar á la calle presentáronle el asno en que había de montar, y subió á él con arrogantes mo­vimientos, diciendo:

-He aquí la más noble cabalgadura cuyos lomos han oprimido héroes antiguos y modernos. Y a es­toy en marcha.

Al llegar á la calle de la Concepción Jerónima y ver el inmenso gentío que se agolpaba en las ace­ras y en los balcones, en vez de amilanarse, como otros, se creció, se engrandeció, tomando extraor­dinaria altitud. Revolviendo los ojos en todas di­recciones, arriba y abajo, decía para sí:

-Pueblo, pueblo generoso, mírame bien, para que ningún rasgo de mi persona deje de grabarse en tu memoria. ¡Oh! ¡si pudiera yo hablarte en este momento! . .. Soy Patricio Sarmiento, soy yo, soy tu grande hombre. Mírame y llénate de gozo, porque la libertad, por quien muero, renacerá de mi sangre, y el despotismo que á mí me inmola pe­recerá ahogado por esta misma sangre, y el princi­pio que yo consagro muriendo, lo disfrutarás tú viviendo, lo disfrutarás por los siglos de los siglos.

El murmullo del pueblo crecía entre los roncos tambores, y á él le pareció que toda aquella música se juntaba para exclamar: · -¡Viva Patricio Sarmiento!

El Padre Alelí le mostraba el Crucifijo que en su mano llevaba, y le decía que consagrase á Dios su último pensamiento. Después el venerable fraile re­zaba en silencio, no se sabe si por el reo ó por sus jueces. Probablemente sería por estos últimos.

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Al llegar á la plazuela, Sarmiento extendió la vista por aquel mar de cabezas, y viendo la hor­ca, dijo:

-¡Ahí está!. .. ahí está mi trono. Y al ver aquello, que á otros les lleva al pos­

trer grado de abatimiento, él se engrandeció más Y más sintiendo su alma llena de una exaltación su-

' blime y de entusiasmo expansivo. -Estoy en el último escalón , en el más alto

-dijo.-Desde aquí veo al mísero género huma-no, abajo, perdido en la bruma de sus rencores Y de su ignorancia. Un paso más, y penetraré en la eternidad, donde está vacío mi puesto en el lumi­noso estrado de los héroes y de los mártires.

Al píe de la horca, rogáronle los frailes que ado­rase al Crucifijo, lo que hizo muy gustoso, besán­dolo y orando en voz alta con entonación vigorosa.

-Muero por la libertad como cristiano católico -exclamó.-¡Oh! Dios á quien he servido, acóge-me en tu seno.

Quisieron ayudarle á subir la escalera fatal; pero él, desprendiéndose de ajenos brazos, subió solo. El patíbulo tenía tres escaleras: por la del centro subía el reo, por una de las laterales el verdugo Y por la otra el sacerdote auxiliante. Cada cual ocu­pó su puesto. Al ver que el cordel rodeaba su cue­llo, Sarmiento dijo con enfado:

-¿Y qué? ¿no me dejan hablar? Los sacerdotes habían empezado el Credo. Ca­

llaron, Juzgando que el silencio era permiso para hablar, el patriota se dirigió al pueblo en estos tér­minos:

-Pueblo, pueblo mío, contémplame y une tu voz á la mía para gritar: ¡Viva la ... !

Empujóle el verdugo y se lanzó con él.

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Cayeron de rodillas los sacerdotes que habían permanecido abajo, y elevando el Crucifijo, excla­maron consternados:

-¡Misericordia, Señor! La muchedumbre lanzó el trágico murmullo que

indicaba su curiosidad satisfecha y su fúnebre es­panto consumado.

El Padre Alelí dijo tristemente: -Desgraciado, sube al Limbo.

(Edición Hernando, 1916, última publicada en vida del autor.)

EPISODIO Y NOVELA

D -o h chos fundamentales se imponen al comentar en tod o én pane, un <<Episodio Nacional» de Galdós, 1 En p.d:mer [énulno el hecho m ismo de su rorul'\ci6n, que lo adscri a un gén ro, o subgénero, distinto del género «novela>.>, altetnatlvamente pracúcado p ¡: el auLOr; en segundo lugar, la condición de sex el episodio, en singu­lar, par e de uo conjunto que. lo engloba , número de una seríe a su vez incluida en un pr yecto toral.

Episodio quiere decir acontecimiento p_ tceprible com unidad cparadt\ pero .nexa con una t talid.ad a la que es incidental. Po1' eso es Imperativo entenderlo (leerlo en función de un conjunto cuya carga gravira sobre el texto y por su propio peso dirige la lectura. El que cada serie tenga un protagonista único (con excepciones de to­dos conocidas; Gerona, Zumalacárregui . . . ) importa en cuanto factor unificante, y no menos lo es la circuns­tancia de que de una serie a otra cambie el protagonista para ajustarse al modo de acción en ella descrito (o , me­jor dicho, cambie por exigencias de la acción) .

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No cambia el tema : es siempre «España» o, si se pre­fiere, la preocupación por España y por lo español. Ésta es la razón de que junto al protagonista individual se dibuje la presencia de un protagonista colectivo invaria­ble, criatura y creación de la Historia, sufridor y autor del drama registrado en estos capítulos.

Un sencillo mecanismo opera en el texto: el agente individual actúa en el plano romancesco según su per­sonal situación y en el nivel histórico como figuración de pasiones colectivas ; en este sentido , Araceli, Monsa­lud, Calpena ... , son representativos sin por eso perder carácter, pues lo llamado «carácter» es, hablando en tér­minos de literatura, un resultante de la acción en que el ente ficticio interviene.

Sin discutir ahora la compleja cuestión de los géneros literarios , me atendré simplemente al hecho de que par­te la lectura. Entre dos volúmenes puestos al alcance del lector, a uno le llama el autor «novela», al otro, «Episo­dio Nacional». Parece evidente que para él se trata de objetos sustancialmente distintos , aunque por razones complejas , derivados de la evolución de los modos de es­critura, las diferencias genéricas tiendan a borrarse, o, por lo menos, sean puestas en cuestión: novelas poemá­ticas, novela - ensayo, ensayo - novelado, novela- reportaje, etcétera, son híbridos de existencia palpable. Están ahí y eso basta para justificarlos.

Esto sentado, y volviendo a Galdós, es él y no el crí­tico quien distingue entre dos tipos de productos que considera entidades diversas, siquiera no falten zonas de coincidencia y analogías en concepción y escritura . La dis­tinción, válida como es, se atenúa en las últimas series, donde es mayor el predominio de la fantasía. Tal es la razón de que puesto a seleccionar para el análisis un texto de los episodios, haya preferido buscarlo en las primeras

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series y en alguna página que permita ver bien lo pecu­liar de estas obras.

Antes de atender a lo que sean y a sus rasgos especí­ficos, prefiero recordar lo que de puro obvio tiende a ser olvidado: la primera nota registrada por el lector, aun antes de empezar la lectura, el hecho de que lo que va a leer sea novela, ensayo, poema, drama, etc., determina su actitud frente al texto, al sugerir las expectativas que la calificación y clasificación de la obra impone. Si el tér­mino novela condiciona para la ficción que se espera, «Episodio Nacional» anuncia el relato de algo ocurrido a la nación, por tanto algo histórico y no inventado. La cubierta tradicional de los episodios, la bandera española en que se arropaban fue otro indicio en la misma di­rección. El nombre del autor, Benito Pérez Galdós, de quien el lector sabe que no es historiador sino novelista, señala que las páginas escritas por él podrán ser históri­cas, pero sujetas a tratamiento ficcionalizado. Este dato cualifica el anterior y matiza las expectativas.

Así, desde antes de abrir el libro, diversos signos fun­cionan como indicadores de la actitud lectora. Vamos a leer una obra escrita por un novelista, el inventor de El Audaz y de Doña Perfecta, pero tal obra no se ofrece, conforme éstas se ofrecieron, como pura invención, sino como narración de sucesos ocurridos. Los títulos lo co­rroboran: Trafalgar, Zaragoza, Gerona, La Corte de Car­los IV, traen a la memoria hechos de que cada quien tiene noticia, seguramente bastante precisa. Y así hasta el final: Amadeo I, La primera República, Cánovas ...

Los títulos de la primera serie se refieren casi todos a la guerra del pueblo español con el enemigo de fuera, inglés o francés ; la siguiente a la lucha con el enemigo de dentro, con el hermano-disidente que el español lleva consigo como complementario y adversario. Esta pugna, que divide el país en dos mundos ideológicos irreconcilia-

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bles, empieza a contarse en la serie segunda y de ella tomé el fragmento que me propongo comentar.

Diré también que, según lo ya apuntado, el episodio nacional es fusión de novela e historia , medio atrayente para un novelador realista, como Galdós lo era, intere­sado en escudriñar desde el sótano al desván los recove­cos del pasado y el presente nacional. La sociedad es su materia y la sociedad fluctúa en el tiempo, cambiando a medida que éste transcurre, y no puede ser asimilada y entendida sin atender a ese perpetuo flujo tan propia­mente llamado histórico. En novelas como Fortunata y ] acinta se expone la crónica de la burguesía madrileña con un criterio en que lo historicista se declara en la na­rración novelada de los hechos. La diferencia entre tales obras y los Episodios estriba en ser ficticios todos los per­sonajes de aquéllas e inventadas las situaciones de que se habla.

Es un problema de dosificación, sobre todo. En la no­vela predomina la ficción; en el episodio parece que do­mina la historia; en mi opinión, no es así: lo novelesco predomina siempre, pero aquí con infiltraciones de lo histórico. Esto resulta cierto aun en ejemplos como Ge­I'Ona donde el protagonista es la ciudad sitiada, pues su heroísmo y padecimientos se exponen en un despliegue imagniativo que utiliza el dato exacto, pero incorporán­dolo a una corriente de invención que transfigura el es­pacio en cuerpo viviente y activo. Un crítico injustamente olvidado, Gaspar Gómez de la Serna, estudió los episo­dios como versión literaria de la historia, 2 idea que no es por completo infundada, pero lo épico, tan insinuante en ciertas páginas de la primera serie, especialmente en la obra recién citada, se convierte en muy otra cosa en las series siguientes (aunque reaparezca con diversas modali­dades en libro tan aislado y notable como lo es Zumala­cárregui, inicial de la tercera serie).

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La «historia como suceso» es el tema del episodio dijo el mismo cdtico, 3 y tal e el quid de la cuestión: Tema constir..uido por la manera de Lratarlo y alterado por el tratamiento, tema que determina una forma y ar­moniza 1 diversos: lo ocurrido y lo imaginado. La at­monía no es difícil, pues la reh1ci6n entre uno y ot o tl

es de oposición, sino de e mplememariedad en tre mate. ria e instrumento (no es Jo mismo que lo qu en el pa­sado se Uam6 f0nclo y · rma), w1idos e.o simbi sis in­destructibl . L:'! trama del pi 0dio está tejida con hilos de la hist rin , per n sólo con el los, y . la f rmaJ según creo haber mostrado en otr 1s ocasjone , J 'S ran noveles­ca como en las novelas propiamente dichAs .s an las de In primera época, sean las contemporáneas: la ficción pica­rcs.ca , la comedia de magia, el folletín, la página costum­brista se dan en el Episodio con tanta frecuencia como en las obras d pura invención, in que el elemento fan­rástico d · je d aparecer en aquél con igual libertad que en éstas.

Según Galdós fue adelantando en la redacción de los Episodios su presencia en ellos cambió de carácter. Es cuestión de cronología: los temas y tas figuras de que habla en los últimos siguen · iendo históricos, pero a la vez son incidentes cercanos al tlntor, vivencias que le im­presionaron y le acompañan en la memoria hasta 1 linal de su vida. «Datos» , seguramente, y a J¡¡ vez re uerd s operantes en el momento de la escri tura. La distancia entre el documento y el narrador es mayor psicoló ·ca­mente que la existente entre éste y las sombras de la me­moria.

Recuerdos, documentos, imagiJ1aciones s roe'¿cJan, y en los casos más afortunados· se funden en la escritura, corriente que vive de sí misma (se gen. ra, partiendo, en este tipo de obras, de un punto sitUado al comienzo) y fluye con libertad que no es infidelidad al dato sino :6de-

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lidad a la condición imaginativa de su fluir. Alterados por su inmersión en la corriente narrativa, .los hechos «reales» se contagian del impulso que al registrarlos los re-crea, re-creación que por fuerza es creación. Por el fe­nómeno de contagio que hace años llamé vibración, lo histórico se sustancia y por contigüidad e impregnación de lo novelesco cambia el signo de su operación y de su postulación. En la novela histórica (y a ella se parecen los episodios, aparte distinciones que ahora señalaré) lo decisivo es el sustantivo; el adjetivo, de acuerdo con su función propia, califica, es decir , «caracteriza» un tipo de obra, un subgénero en el que se busca un lector a quien interese la información «histórica» presentada con la ame­nidad y el interés generalmente atribuidos a la nove~a:

El curso del discurso se modifica en cuanto a utiliza­ción en la trama del incidente y de los personajes de ma­nera ajustada a la Historia. Similitud que, como siempre en la novela, es coherencia, pero también verdad a secas. Si el Fernando VII de la historia es miserable y felón, su miseria y felonía deben estar en la novela al servicio de una acción que no por ficcionalízada deja de inspirarse en la realidad . Del equilibrio realidad-invención depende el Episodio, y decir que lo uno domina lo otro es tan erróneo como asegurar que la seda domina la túnica o el acero la espada. Escritos a partir de la historia, el punto de partida no queda muy alejado del de la ficción . ¿Será por equívoco de la historia misma, que acaso no testi­monia de lo cierto, sino de lo dudoso, que tal vez no es sino una perspectiva compatible con otras, por no decir enfrentada con otras? El esfuerzo del novelista para do­cumentarse fue sin duda meritorio, pues manifestaba vo­luntad de ajustar la narración a «lo verdadero», y este propósito influyó en la selección y composición de los

textos.

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Lo cierto y lo Wso son categorías poco signifi .aLivas en cl istema novel ese 1 donde todo · s ca principio inse­guro y v cado a la cerridumbr · que la lóglca d 1 tt>xto mismo !e atribuya. Es el texm qui~1 impone ht. ley al discurso, cuyas ndulacioues y zigzagueo van en el Epi­sodio encaminados a un didactismo que pat·cce .inherente al género y 1 desde luego, Jo s en Jos jemplos galdosi.'l­na:s: 6 aprenda el español n las lecciones del pasado a con cer sus cualidades, p sitivas y negativas para re Lifi­car inclinaciones y conducta amoldándo]ss a un esquema suger.ido por el espíritu liberal del autor.

Escrita la paJabra «liberal>>, 1·esulra obligado plaol(Ulrse la cuestión de cómo y bas.tn qué punto la ·ideología enlta en la novela, com parte de la estructura o com() infra­estructura, n invisible ni siguiera di imulada, y act~s con tanta relevancia en cuanto a S\J funcionamiento en e.l texto, como en Gloria y Doíia Perfect(l. La dísto.rsióo es inevirob1e (y v lvemos a la cu stión de la perspectiva), pues el narrador habla desde un pun~o d vista p ·rfecta­meoté definido, desde esa ideol gin que le constimyc. No es, claro está, la distol·sión expresionista luego prac­tic.'lda por Valle-Inclán pero s( Ja p1·opia de quien, como tú y como yo, no puede salt.ar obre la propia sombra. Seguramente es lnnece lll'io reiterar lo consabido sobre la d formación lnvolLmtaría en que e.l cronista incurre al e · cribir su crónka y s bte las inse ruridsde de todo tes­timonio.

Tras la novcla, digo, tras el Episodio, está la isroria, y abara no me reúex-o a ht historia como rcfere.nte, sino como Te."<to otro, ·crito por otro -el .Historiador, da-1'0- con quien dialoga la ruu'!'ación. Será err r pensarlo fuente documento; no es tnl cosa., sino Imagen de u11a verdad di tinta de la verdad histórica, ahada fre.nre a su réplica, su alternariva. Ese otro Texto no recuerda la existencia de una verdad manifiesc d una. verdad pro·

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!,aclu y J?roclamada fuerii de la Utct-atu.ra, y q,ue como esta se esfuerza en· poner --o imponer- un cierto orden en los acontecimientos. J1 ente a los sucesos visLos en dis­pet:sión, regidos .P r lo arbirrario olóticos, deJa vida his· tórica, el profesional ha c~c.rito medianre documentación y c.dtica, un ' xto bien trabado que se p opone como lmagen del rigor.

Rico en documentación, detallado, peto aun así sclec­t.ivo e ínt rpret11tivo, el Texto, llamada aJ Orden, es uno no único, y su existencia estim'UJ , n pauta. Puede el novelista, sin ignorarlo, anr s teniéndolo muy presente, <ltender a otra cosa como GaJl;lós hizo Ctlnndo puso el oíd sobre la uealidad española, afanánd se por escuchar el latido de su dimensión ·ecreta . Entender esa realédad .medionte un sfuerz dé p nett·ación c-apaz de descubl'ir bajo los hechos Ja 1·az6n determinante de su acaecer, y descubierta la causa recon tnlir 'lo sucedido en fot·ma que todo - lo absutdo, Jo contt·ad.ictorio lo delirante- que­de explicado con sólo mosttar cómo los sucesos ocurrfan y la · gente se conducían aprem..iadas por cl1 s.

Montesinos puso el dedo en la llaga d es::t Cil.usa pro­funda: «España es una pura paranoi111 , dijo, y añadió: «mi idea es que la exposición de Cli extraño fenómeno es lo qu el novelista se propone». 'l La conciencia de una perturbación colectiva y !a constatación de que sin corre­.girla no podria tegenerarse la Pa ría, insufla en la obro galdosiana y sobre todo en los Epis dios el didactismo a

ue me .refet1 hace on m mento. Moder.ado por temperameot , tole.ranre por inclinaci6n

s lógico que a Galdés la xtremosidad española le pat·e· ciera temible en pot ncia y dañina en acto. Curu1d s • u·ata de mostrnr al español ac. uando en situS~cione extre­mas, esa extremosidad (y no es caprichoso juego de pa­labras) se revela demencial en la conducta y trágica en los resuJtado . No se olvide que el autor a la vez vivía la

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realid~d Y lt (' l't:,lh ' com .. una obligación , : o quJeo, obre escribir, cumpl e . CLvJca, Y m s un deber d '

r eaCJ6J'l pl'Oblelllática enea .' d .e COOClcncia. · 'd mma a a provocar 1·

a lllCettt umbres compartJ·d, el 1 espuesta "6 .. s con ector S6J 1 •

e• n 1\.l'tfsr:.ica, buceando en ho d . . o {a tllvcn. cnc.-oiltrnr sentido a lo que o ' was Y sombras, podría · · e . patec¡a DO tenerlo y d

Slqulel'a '~cttciamCiile lo deso ·d d or oar, realidad. ' 1 oa 0 Y perturbado en la

Decir «la guerra civil como foc.oJa de vidm> . , J"lO,n~ ~na _fórmula bastante aceprable ·de Jo d~cl:~ pro-os prsodtos. No hace fa lta d 0 é.n

ciones de la frase: odios t elexrCidl Cl~se ~n Jas implica. · · ' e u a m1 CJ'Ja f·ren"' ' d

I,J'UCtiVO y eh SUID" · • d J.' • .'"SI es-' " > VlVU' e Jr lOte J

Montesino ' «pu.ra paran ia» D c~ -~·dcomo eemos én d 1• . . · ermtol se Ia paran · como e JtJO SIStematizado en .E , • OJa

pañola es e·em 1 . orma Cl'on¡ca, la vida es-siglo xrx y Jgra! ~a:;~Yd~r~~101 de .r~ perturbad' r¡, El m• · . ...: r • "' os 'V'IVJÓ nuesu·o paf ~~erra ClvJJ ablerta o Jacen(e adeciénd . s en en amenaz,a constante d los, l,. . 1 -ola o temJéndoJa, versa. UIOs Y S troyanos y vice-

Tal es la dedaración d 1· E . . nan te de s os PISOdtos Y lo d<:ret.mi-

u esu·uctura r a se d . . final de J . . . ... gun 11 serre com~CJ1Za con el a guena con t.l"~ lo f a (El

Re1' José) Y abarca el '. d ~ nceses et¡uip(lje del

de~preciable que d~ la ;:~~: ~é l~sFe;_r;fr~o VII,. sujero la mayocl.a de su súbdi . d P . dia segurda por Histot:ia que es suc ión tdos stn .. ema lada repugnancia,

e tra1crones y crueld d no pue~e Jee!·se sío sonroio, a<!titud (bien lo sé ~ . es q~e del ccíuco liretario pero di'' ·¡ d . ) l!Dpropra

"d ~¡o e evnru· por u. h conocr o ocasiones no mcn q 1eJ1 a P r Galdós . 0 amarga ' qu las descritas

y desde e ta consrataci6 al S j" . d < n me aventut:o a sugetir que

o tclta o por el texto de 1 • d' . a tma 1ecLUr-a arti . . os ept~o . tos se le conv<i>ca taron, a un ti:o dec.ti~:~::fiCil ~~s sentrbmre?ros q~e los dic-

1 1caCl n esra lec.rda a nrveJ extra

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estético. A él se llega por éste, deslizándose a través de una textura cuya persuasividad se debe a la retórica del discurso, calculado para mover y conmover, para suscitar simultáneamente conmoción y convicción.

Lector desinteresado en principio y en teoría, apasio­nado al entrar en materia. Sobre el hombro de los per· sonajes y dejándoles hablar y actuar en la situación, el narrador se esfuerza por convertir el desinterés en pasión, poniendo en la lectura giros que llevan de lo ficticio a una realidad que es historia y es vida.

Aun sin aventurarme en el mal explorado territorio de la sociología literaria, será permisible preguntarse si la audiencia de los Episodios siempre extensa y no recorta­da por los años (un siglo ha transcurrido desde las fechas de publicación, 1875-1879, de la segunda serie) se man­tiene por la resonancia emocional provocada por la lec­tura. 8 Este, a mi juicio, será el caso cuando el lector sea, según el didactismo parece exigir, un lector español (o compenetrado con lo español) capaz de recibir en la san­gre y en el cerebro «el mensaje» de la obra.

No sólo me doy cuenta de la irrupción súbita de here­jías críticas sino que, debo confesarlo, procedí delibera­damente, con temeridad manifiesta, a su acumulación: en primer término recurrí a lo figurativo para sugerir esta­dos de ánimo difíciles de revelar en otra forma; aludí después al sentimiento cuando hablé del modo emocional de recepción propio del lector conocedor del otro Texto y del referente vital y que por hallarse (triste cosa) en cir­cunstancias potencialmente no muy distintas de las allí descritas apenas logra distanciarse como sabría hacerlo tra­tándose de ficciones menos vinculadas a su situación. Ade­más, mencioné el «mensaje», término deslucido y hoy apenas circulante, pero que en la coyuntura sintetiza con bastante aproximación lo que la pretensión didáctica llev?. conmigo. Y por si esto fuera poco, hasta pensé que el uso

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de un término así serviría para incitar, por el efecto de extrañeza que causa al lector actual, a una reflexión sobre la singularidad del Episodio galdosiano.

Ahora, y antes que crezca la irritación del ortodoxo, me apresuraré a declarar que la convocatoria a la identifica­ción en el ámbito del sentimiento corre paralela, aunque por otro plano, a la llamada de atención sobre el delicado proceso de vitalización artística a que se somete el mate­rial y a los recursos utilizados para dar al discurso la fluidez y el equilibrio que lo hacen estéticamente válido. Pues, lo recordaré de nuevo, estamos hablando de obras de ficción y no de otra cosa, de páginas en que los ma­teriales históricos son eso, materiales nada más (aunque con frecuencia tan inmediatos al corazón del lector que parecen extraídos de él).

Las situaciones y los personajes históricos son transfi­gurados por el uso de la perspectiva ficcionalizante. El narrador contempla con idéntica mirada a históricos y fic­ticios, y con ellas, como el Dios de que hablaba Unamuno, les hace vivir, les confiere realidad y existencia «noveles­ca» en el texto, donde no hay diferencias de sustancia entre ellos. Expuse este punto y el fenómeno de asimila­ción de la materia por la invención en anterior oportuni­dad y ahora bastará recordarlo, insistiendo, eso sí, en que la igualdad de textura es condición exigida por el sistema novelesco, que sólo relaciona figuras parejas y partícipes de idéntica sustancia. Araceli no es menos histórico que Churruca y la entidad de Monsalud es equivalente a la de Calomarde. Mezclados y dialogantes, el discurso los igua­la y el texto los incorpora sin diferenciarlos. Creaciones todos en el espacio literario donde los encontramos, aun si el lector, sobre todo el lector «español» tiende a si­tuarlos ambiguamente más allá de la letra. Se esfuerza el narrador por retener al lector en el texto, y a la vez sus reflexiones y comentarios, irreprimibles según parece,

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actúan como fuerzas centrífugas, hasta cierto punto dis­gregadoras del sistema, y como invitaciones a salir del campo de acción de la obra.

Por naturaleza pertenecen los Episodios al tipo de no­vela extrovertida, menos por lo contado que por la ma­nera de expresarlo, por la impulsión narrativa de dentro a fuera, tan contraria al modo de concentración en el texto que hoy se practica. No podría ser de otra manera. La simbiosis ficción-historia es completa cuando el personaje ficticio habla de la Patria. Al final de la segunda serie (Los Apostólicos) se oyen a Monsalud palabras que lanzan al lector no ya fuera del texto sino fuera del tiempo en que habla el personaje y del tiempo en que el autor escri­be: «Una ley ineludible arrastrará mal de su grado, a Es­paña, por el camino que ha tomado la civilización. ( ... ) Hemos de pasar por un siglo de tentativas, ensayos, do­lores y convulsiones terribles: -¡Un siglo! ... » ¿Cómo leer, en 1978, esta profecía tremenda (que, con todo, se quedó corta) si se recuerda y ello es inexcusable, que fue escrita en 1877 y se la supone pronunciada cincuenta años antes?

Lanzado extramuros, hacia el porvenir, contrariamente a lo que sucede en la novela histórica, donde la impul­sión remite al ayer, idealizado o no, pero en todo caso sin relación con lo presente, con los problemas y situa­ciones de que se parte. Esta diferencia separa al Episodio de la novela histórica, y nadie lo concretó mejor que Ama­do Alonso cuando después de indicar que ésta representa «un modo de vida pasado, caduco, heterogéneo con el actual», añade:

En los Episodios Nacionales, al revés. Una necesidad de cono­cer mejor el funcionamiento de la sociedad española contemporá­nea impone a Galdós la tarea de novelar el pasado inmediato de donde el presente está saliendo con movimiento orgánico. 9

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De ahf la e mplejidad de los Episodios: la presencia del pasado s sentida y e;-.,'])res~da con tal acuidad que parece e. tar viv en el pcesente. Esa vitálida 1 y fuetwta de presencia indujo a alguno críticos a escribir q1.1e esas bras, sobre todo las de Jas últimas series, donde se cuen­

tan sucesos correspondientes a la juventud del autor, eran una especie de memorias, afirmación no sé sí seductora a primera vista pero desvirtuada en la confrontación con los textos mismos .

Los recuerdos entran, cuando entran (por ejemplo, en La de los tristes destinos, fusilamiento de los sat·g ntos del cuartel de San Gil), 10

, como ingrediente¡ n.o com determinante de la forma, que, al contral'io, los somete -como había de ser- al mismo proceso de integración que a los restaurantes materiales, filtrándolos en la narra­ción a través de cualquiera de los actuantes en ella.

LA SEGUNDA SERIE

Convenía a mi propósito seleccionar un Episodio que permitiera destacar alguna escena o escenas reveladoras del modo galdosiano de tratar el incidente real y el inven­tado, observando cómo ambos se funden en una misma corriente. Sí además lo escogido tiene significación estruc­tural precisa, el comentario podrá abarcar aspectos inte­resantes del sistema narrativo .

Escogí un episodio de la segunda serie, el séptimo, El terror de 1824, por varias razones: unas accidentales (como el hecho de que nunca haya sido comentado con el detalle que merece) 11 y otras de fondo: en él se enfren­ta el lector con una fusión de lo histórico y lo imaginado muy lograda; el ente ficticio pasa de la ficción a la histo­ria por obra de la historia misma y de sus agentes, y esa transfiguración es presenciada por el lector, ocurre ante

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us ojo , dando a la pág:lna unn intensidad propiamente dt·amñtica. Además .el pro tagonista ejemplifica con admi­rable pl'opiedad la paranoia colectiva de que habla Mon­tesinos en el punto t:i tado más arribn.

Aun ofrecía este Episodio una ventaja suplementa­ria: la de registrar un incidente histórico de los más so­nados en el turbulent siglo Xlx spañol: la ejecución del general Rafael del Riego en la plazll d la Cebada en Madrid. Como illí, y de la misma mllerte pt.c:r(lce el per• sonaje novelesco, la yuxtaposición entre el JmrribJe fmal del uno y el del otro se imponía. Cediendo a la conve­niencia de comparar las págillas pertinentes, he selcccio­rutdo no uno sino los Eragment0s de El terror, tcrrodficos bastante, un de1 capítulo 5, descripción d la muerte 1~ Ric~o; OLro del capítulo 28, presentación del a e inat legRl d D. Patricio ar01icnto, figura d quien n s guida dat-emo notícia.

Antes de examinar esas páginas es necesario conocer sus antecedentes . Veamos cómo los expone el novelista, en exposición que es a la vez explicación. Un triste perío­do de nuestra historia, final de la guerra de la Indepen­dencia y comienzos del reinado de Fernando VII consti­tuye el espacio histórico de la serie. Ahí está el prota­gonista colectivo, el pueblo español, no idealizado, como en par e: Jo eswvo en In pt·imera serie, donde la lucha por la pa~l'ia cubrí6 y disimuló hechos y actitudes iJ1c6modl1. de mira t, sino en movimientos muy confus s, dividid polítiCllmeme y cindído mora.lment (no correspondién­dose siempre estas divisiones). Galdós, digámo lo al paso, dis íngue netamente entre ideologías y comportltmientOS¡ en tre fines y medios y no es hombxe para justificar los últimos en consideración a la xcclencia d los primeros.

Comienza la sede co¡¡ un episodio, Bl equipa¡e del R (ty José, que sirve de gó%ne entr ella y Ja ame:dor. Es n la vez. remate y epQo •o d~ la prime11a e in troducción a

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la segunda. Se cierra aquélla con la derrota de los fran­ceses en la batalla de Vitoria, espléndidas horas de con­fusión y anarquía en que ya, como antes en Madrid, se anuncian calamidades que no tardarán en suceder. Las primeras notas del nuevo tema se oyeron en las calles de la capital cuando el protagonista individual Salvador Mon­salud, servidor del rey intruso, es amenazado por parti­darios de Fernando. Más tarde, en los campos de Alava, la melodía impone su trágica resonancia en los enfrenta­mientos sucesivos entre Monsalud y su padre natural, entre aquél y su novia-amante, Genara, y, con acento simbólico en el duelo Monsalud-Garrote, el liberal afrancesado y el absolutista patriota, figuras en que la pugna política se individualiza y extrema, pudiendo más el odio ideológico que los lazos de la sangre.

En El equipaje del Rey José se acumulan incidentes melodramáticos encaminados a intensificar el interés de la trama, por momentos cercana al folletín y siguiendo sus pautas. El descubrimiento de los orígenes de Monsalud, los esfuerzos de éste para salvar a su padre (ignorando y no queriendo creer que lo es), el amor de los dos her­manos por la misma mujer ... Héroe oscuro y predestina­do, el protagonista circula por la novela con la aureola trágica de los de su estirpe.

Este planteamiento se diluye en los volúmenes siguien­tes: Memorias de un cortesano de 1814 y La segunda ca­saca constituyen un interludio donde la lucha en campo abierto cede a la intriga política. Un personaje, primero episódico, Juan Bragas, pronto convertido en Pipaón, pasa a primer plano, suplanta al narrador y oscurece al prota­gonista. Las Memorias son, como dice el título, las de un cortesano, el propio Bragas, típico representante de un grupo social de permanente vigencia e improbable extin­ción: el de los oportunistas, sin escrúpulos y sin ideolo­gía, adaptable y floreciente en todas las situaciones, ca-

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maleónico por constitución y sólo constante en una cosa: el servicio de sí mismo. Las Memorias dejan ver el fun­cionamiento de la corte fernandina o, dicho más exacta­mente, el de la camarilla del restaurado. La vileza del.rey felón no se declara directamente; se manifiesta en actos a cuya ejecución él incita o consiente. Es necesario leer la serie íntegra para percatarse de la malignidad del suje­to y de los procedimientos de disimulo, provocación e in­sidia que le fueron habituales.

El memorialista reporta fielmente cuanto ve, oye o ave­rigua, que no es poco; su amoralismo le permite describir como natural la corrupción y como recomendable la intri­ga. Al no aparecer sorprendido por las vilezas de que es testigo, su narración produce un efecto revulsivo que aca­so no lograría la retórica del incorruptible. Lo que cuenta va inserto en un relato de apariencia neutral, y eso lo hace más horrible. A través de él va descubriendo el lec­tor los resortes de la baja política con que gobernó el rey absoluto.

¡Qué acierto encomendar a uno de sus partidarios la redacción de estas páginas! Cuando al final de La segunda casaca apunten los ruidos precursores del alzamiento libe­ral, el cortesano, que al oír campanas sabe bien dónde suenan y a qué tocan, aconsejado por el instinto y por algún buen amigo, cambia de casaca, con descaro a lo Fouché, operando tan a la vista, sin recatarse apenas, que el cambio parece del todo lógico (y lo es, dada la contex­tura del personaje).

La intriga amorosa, mezclada con la política, devuelve al lector a la forma folletinesca. En las últimas escenas de La segunda casaca se reitera el choque entre el liberal y el absolutista, choque ideológico y pasional, pues otra vez la mujer, la misma mujer, les une y les separa. Mujer y España, causas paralelas de la discordia fraternal.

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La fusión de lo folletinesco y lo histórico impone un tipo de lectura; todo está atado y bien atado para sujetar al lector en los hilos de una trama que da sentido a los acontecimientos en cuyo desarrollo no ha sido parte el autor: los históricos. La historia fue como fue y al nove­lista no le cabe sino atemperarse a ella, patrón al que se ciñe el incidente ficticio. Aquélla conocida, ignorados los remolinos y el desenlace de éste, la combinatoria es sencilla y cada uno de sus elementos en el conjunto una función precisa: el histórico, elimina o atenúa la presencia autorial; el folletinesco aporta el excitante (suspense) que anima a seguir leyendo. El narrador-personaje contribuye a la credibilidad de lo contado por contarlo desde dentro de la escena misma, y su condición de memorialista, aun si establece una distancia entre el cuándo de la ocurrencia y el momento de registrarlo, parece autentificar la narra­ción por su cercanía a los hechos. La dialéctica alejamien­to (en el tiempo)-proximidad pues los hechos son viven­cias) configura la peculiaridad de las Memorias y de la parte de La segunda casaca en que se continúan.

Comienza El gran Oriente, cuarto episodio de la serie, con la presentación de quien en él y en los ulteriores hará apariciones intermitentes, hasta llegar a El terror de 1824, que será todo suyo: el dómine don Patricio Sar­miento, uno de los nada escasos «anormales» del mundo galdosiano, maestro de escuela por profesión y tontiloco por naturaleza. A lo largo de cuatro episodios (aunque en uno su actuación es nula) se le va viendo, insensato siempre, maligno en ocasiones y, al final, transfigurado por gracia del heroísmo desplegado en una situación dra­mática que su locura hace trágica.

Forzoso decir algo más del personaje para que el lector cuente con la información necesaria y sepa cómo se llega a esa situación. Más adelante entraré en detalles, pero ya ahora anticiparé algunas observaciones. Sarmiento se re-

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siste enérgicamente a ser reducido a la condición pretex­tual que algún crítico (Gaspar Gómez de la Serna, por ejemplo) quiso atribuir a los personajes del Episodio na­cional.

No sería exacto afirmar que sujetos así carecen de «Ca· rácter», o al menos no sería exacto hacerlo si quien habla lo hace como crítico literario; ya quedó advertido que literariamente hablando el carácter es resultante de la ac­ción, la función que ésta le atribuye.

Considerable parte de la crítica (considerable no sólo por el número, sino por lo incitante de sus ideas) se acer­ca al ente novelesco como entidad susceptible de ser sometida a los rigores del psicoanálisis. D. Patricio Sar­miento, por la minuciosidad de la presentación y por el predominio en ella de la mimesis seguramente se pres­taría bien a tal ejercicio, que, me apresuro a decirlo, cae lejos de mis intenciones y competencias. Según digo, el carácter depende de la función y es obra suya, y la fun­ción de este individuo consiste en oponers;:; (no en la fá­bula sino en la estructura) a la figura historica, al general Riego.

La invención del personaje responde a esta exigencia y el sumergirlo en la historia viene impuesto también por ella: héroe novelesco, será el acontecimiento histórico lo determinante de su creencia y de su alteración. Y el Epi­sodio nacional, por su misma naturaleza híbrida, exige la acentuación de los rasgos realistas, acomodados a la re­construcción de una peripecia y un espacio de cuya exis­tencia real, en el pasado, nadie duda.

A Sarmiento le constituyen ideología y circunstancia, inseparables. Situado en un momento histórico muy agi­tado, ese momento y esa agitación le van empujando a actuar de manera exaltada y a ver el mundo y los hombres desde esa exaltación que va siendo delirante. A medida que sus ideas se afirman en la incertidumbre del período,

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ciertas tendencias se agudizan . Forjado por los aconteci­mientos, su estupidez se convierte de modo inesperado, pero lógico, en grandeza. Luego lo veremos.

Volveremos un instante a El grande Oriente para re­cordar que en él ofrece el narrador vistas devastadoras de la masonería y de la sociedad comunera en escenas harto gráficas que asocian a los históricos con los ficticios con el folletín amoroso y político agitando al fondo s~ larga cola. Allí y en El 7 de Julio (donde hay una página y un personaje extraordinarios: la «batalla» de Boteros entre la guardia real y los milicianos nacionales, y don Benigno Cordero, encarnación de otro tipo de heroísmo que, si el espacio lo consintiera, sería bueno contrastar con el de Sarmiento; el uno encarna la cordura el otro la locura y ambos la dimensión heroica de la per~ona que sólo una situación extrema pondrá de manifiesto), algo oblicuamente, el folletín coincide con «el romance» --en el sentido anglosajón del término-- tentaciones del autor Y del protagonista, Monsalud, ho~bre de buenas fortu­nas con. las mujeres, colocado entre la sirena bellísima y el ángel de amor, arquetipos románticos que convienen a su figura de Byron mesocrático, con el byronísmo atenua­do por rasgos de buen hijo y buena persona.

Vencedor el folletín, la fuga de Monsalud con Genara (de quien dice el narrador la hermosura con una delec­tación que su pluma no suele permitirse) cierra El 7 de julio. Contar esta aventura queda reservado a Genara mis­ma, en Los cien mil hijos de San Luis; allí Galdós se aco­ge al manido recurso del manuscrito llegado por azar al autor. Manuscrito incompleto («Sólo dos fragmentos sin enlace entre sí llegaron a nuestras manos»), que obliga al narrador omnisciente a llenar los huecos del relato.

Memorias, pues, como las de Pipaón, pero más rápi­das en la narración, más apasionadas, y no menos since­ras. Como que en ellas la mujer se descubre innoble y

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dispuesta a la bajeza, consciente también, y así lo dice, de estar viviendo una «novela romántica» de que Monsa­lud es el héroe y ella la heroína, trastornada por los ce­los. En este episodio sólo fugazmente se entrevé un ins­tante a Sarmiento, pues lo contado sucede casi todo en el Norte y en Andalucía.

EL PERSONAJE HISTÓRICO Y EL NOVELESCO

Desde la primera página de El terror de 1824 el viejo dómine vuelve a escena. Derrotado, destrozado, es otro. Busca noticias de su hijo entre los vencedores, mandados por Garrote, el hermanastro de Monsalud, y cuando ave­rigua que el hijo ha muerto apenas quiere oír la causa (una violenta calentura), considerándole caído en la lu­cha por la libertad. Así lo incorpora a su delirio («fin lamentable, pero glorioso»), inmune a la vulgaridad de lo real.

Con calculada destreza el autor reúne en ese momento al héroe ficticio con el héroe histórico. En otra carreta del convoy en que es transportado el miliciano que vio morir al chico de Sarmiento, viaja encadenado, enfermo y herido el general Riego. No se atreve Sarmiento a acer­carse y la razón de su falta de osadía queda sin explicar. No será por miedo, pues poco antes, en tono elegíaco declaró a los absolutistas su dolor por la caída de la Libertad. Sí el encuentro no se produce, tal vez es porque Sarmiento prefiera no ver el espectáculo del guerrero vencido.

Cargado de piedad por la víctima y de indignación ha­cia sus verdugos, el discurso presenta a Riego de muy otra manera que lo hallará el lector en la hora del supli­cio final. De momento lo descrito es <mna horrible mez­cla de bacanal, entierro y marcha de triunfo», presagio

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de lo que más ndelaote ocurrirá. No puedo analizar aquí la trcrn .nda e~cena; cl lector debe comprobar por s! mis-1~0 la v10l~nc1a verbal del fragmento y descifror, co o fá­a l, la beligerancia más moral que política revelnd11 c.n ella. Prosa del desprecio par11 decir la: nimalidacl de la masa : «un pedazo de poprdacbo de esos que, desgarrán­dose, se separan del cuerpo 1 la nación soberana para correr solos, manchaudo y envil~ciendo cuanto tocan em­pe~ó a gritar con el gruñido de la cobardía que se flnge vahente fiando en la impunidad». (Los subrayados son míos , claro.)

Sarmiento, alejándose del convoy, oye el «rechinar ás­p.ero _Y melancólico de los ejes» (de los carros) en un sde~c10 que es in~vitablemente «tétrico», y se entrega, segun uso del delirante, a un soliloquio que más tarde parecerá dramáticamente ambiguo. Pues el anciano a quien acabamos de oír cuando decía al miliciano: «¿Qué mayor honra que morir por la Libertad y ser mártires de tan sublime idea?», no duda que Riego alcanzará en el suplicio la gloria, subiendo «a la morada de los justos entre coros de patrióticos ángeles que entonen su himno sonoro». Esto, a la luz de lo ocurrido en el trance pos­trero, sonará irónico, pero no así el deseo, a continuación expresado, de «compartir tu martirio y entrar contigo en la cárcel y oír juntos la misma sentencia y subir juntos a la misma horca».

Desesperado deseo que se cumplirá, aun si no literal­mente y según lo imagina. En esta escena, el loco monolo­g~nte anticipa la página histórica que se propone escri­bu. Cuando afirma, frenético: «Quiero morir gloriosa­mente; quiero ser víctima sublime; quiero ser mártir de la Libertad, quiero subir al patíbulo . .. », 12 entra en ello (~~í se ha dic~o antes) el desconsuelo por la pérdida del hiJo, pero mas la voluntad de vivir su delirio heroico· sólo en él podrá mudar de estrafalario a respetable, ha~

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ciéndose el que quiere y cree ser. No se pueden echar a barato estos alardes ; ya el narrador advierte que «su furor no tenía nada de risible». Cómico para el especta­dor indiferente; trágico en la determinación que le lleva aceleradamente al cumplimiento de su destino.

De la oscuridad pasa el personaje al proscenio, donde el foco narrativo le sigue y le ilumina de lleno. Su prota­gonismo, visible desde el comienzo de El terror, culmina en las escenas finales . Su muerte confirma, subraya y pre­cisa la forma de su alteración como ente novelesco, su tránsito de la novela personal al espacio de la Historia. Así como muy frecuentemente la figura histórica, Rey o Roque, es vista a través del incidente novelesco (amoríos fingidos, por ejemplo) , el personaje inventado se natura­liza e integra en el suceso histórico. No es difícil aceptar la hipótesis de que Sarmiento funciona en el texto de modo ambivalente: como individuo y representativamen­te. El autor lo pensó hombre; la circunstancia lo convir­tió (como a don Benigno Cordero) en representativo. No diré en símbolo, pero su representatividad es clara: está en la novela como continuador de la mentalidad y el espíritu de los ingenuos doceañistas que vieron en la ins­tauración de la ideología liberal una panacea para reme­diar los males de la Nación. Representativo, dentro de su estamento, de los oscuros e insignificantes, de los equi­valentes al intrahistórico, a quien Unamuno daría consis­tencia al darle nombre. Y este hombre pequeño, este in­sensato, acabará con una dignidad y un valor que no siempre mantienen los grandes o supuestamente grandes.

Ya en algún episodio de la primera serie, como, por ejemplo, Gerona, trazó Galdós un paralelo entre el héroe histórico, don Mariano Alvarez de Castro, y el ficticio, Andresillo Marijuán, paralelo que, como otros, tendía sus­tancialmente a reforzar la amalgama, la simbiosis, la equi- t.~t.11 '(:t'.F. paración, y estructuralmente a fortalecer la unidad d ~ i:l

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relato . .tleJ: aUi el ptuttleüsmo no encapsula una :ultí~e­si : Álv~rez d' Castro tiene cicrrarnente eJ temple del Héroe, y po.r <!so Gerona e· en tantos sentidos la epope· ya que las crónicas de la segunda setie no ,pueden ser. Lo épico e difícilmente compatible con lo político y si Jos tiempos son otros también serán ot-ras ltts formas del discurso. El marerinl exigí~ iferente tratamiento, una presentación distinta. Los ruines de Ja camarilla y lo intrigantes d las logia oo podían ser rrat:ádos e mo los guerreros de Zat·~oza o los soldados de Bouapar e. De ahí el trán ito a fórmulns expresivas de la diferencia y reveladoms ele la diferencia; el trist Rafael del Ric <,>,

¿cóm podrín segujr la falsilla épica cuando las dtcuns­rau ia le soro tfan aJa comedia política y a un fina l mi­·erable?

S ha dicho qu en los ticm.pos modernos eJ berof mo es dificil y en algunas ocasiones jm_posible. Pensando en los jofiernos concentrncionario , en los t rcurados y ase­sinados en calabozos pevdido ·, en los desaparecidos sin dejar rastro ni nombre, Ja afirmación parece indiscutible. Sumergidos en Ja ola y parte d ella, Jos perseguidos por grande que sea su valor ·e les niega la posibilidAd de una muel'te h ·oica. Ní es(os sublimes ni frases me­morables cabe¡;~ CJl' su destino horrible. Pcr ¿ te arloni­mato· en cl padecer, sen imposibilidad de dar testimonio público de dignidad contra hados advet·sos no se dio ya en épocus ~~)teriores? Mllertes e.n apa·r:iencia «perdidas», sacrificios in futuro de los cuales rara vez quedt~ me­moria. Cuando Galdós pone a armiemo en manos del vel'dugo no es para darle muerte, sino para salvarle ins­cribiendo su nombre en los anales de un Ten r (cl del título) que no s6lo mató, sl~o destruyó al hé.roe ru o6-dante como tal n una 1 ágina anterior de Ja histm:ia.

Indlqué que Sarmiento llega a ser J:epresen tativo de los anónimos que igr;¡oran su capacidad de heroísmo, pero

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que están dispuestos a morir por la Causa cuando el caso llegue. También dije que no me parece personaje-símbolo. Antes de cerrar esta sección debo matizar un poco más. Personaje-símbolo, no ; personaje simbólico, sí; lo prime­ro le reduce, lo segundo añade un dato caracterizador a su personalidad, sin disminuida. Es, lo he repetido, pro­ducto de la acción y en ella aparece institucionalizado, encarnación visible de un grupo social, sin restarle nada de su entidad individual. Estamos ante un ente de fun­cionamiento simbólico en un discurso que dirige a la lectura trascendente de ese mundo en que la discordia se impone como clave de su sentido.

DIALÉCTICA ESTRUCTURAL

Se esfuerza el novelista en poner orden en la vida, en hacer inteligible el caos. La creación de un personaje como Sarmiento, y sobre todo su final, responde, creo yo, a ese estímulo y a la exigencia de equilibrar lo que la vida desequilibra. Si la cobarde muerte de Riego tiene sentido en el desorden de la historia, al atribuírsela en el texto convenía compensarla (en la acepción cardioló­gica del vocablo) con el ademán heroico de Sarmiento. La coherencia del ente ficticio es también coherencia en la estructura y, por el equilibrio conseguido, restaura­ción del orden perturbado.

Al aproximar dos fragmentos separados por veinticua­tro capítulos y más de ciento cincuenta páginas, el crítico quiere sugerir una comprensión· del texto y de lo que está más allá; quien la alcance en aquél, logrará la de esa prolongación que es el contexto: comprensión por intui­ción de una lógica que lo es del tex~o mismo, pero tam­bién, en otra perspectiva, de esa cosa amorfa y rara vez reductible a la razón, que es la vida.

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Los fragmentos seleccionados cuentan dos muertes y, en consecuencia, concluyen respecto a los personajes de que tratan. Los escogí pensando en que cierran historias paralelas y ofrecen con el paralelismo el contraste, mar­cándolos con etiqueta definitiva. Son irreversibles y reve­ladores. Víctimas del mismo antagonista y de idéntica vesanía, los dos protagonistas mueren «teatralmente» en el cadalso-escenario, representando un drama ritual en el que cada participante tiene fijados de antemano sus mo­vimientos. Que uno desempeñe malamente su papel, de­fraudando expectaciones fundadas en el ser que se le atribuye, y el otro, en cambio, represente según los me­jores modelos -con cierta dosis de histrionismo- es diferencia postulada por el sistema de antítesis que la no­vela (realista) implanta, a imitación de la vida. Actores a la fuerza, si el destino les situó en el centro de la escena, les dejó libres en cuanto al desempeño para que achicán­dose o estirándose dieran la medida de su talla.

La simetría estructural es evidente: víctima, sacerdotes, verdugos, público-coro se ordenan en idéntica disposición:

Riego Sarmiento

Sacerdotes Verdugos Sacerdotes Verdugo

Coro Coro

y esa simetría destaca las diferencias de actitud de los sujetos en su pas10n y muerte, diferencias conducentes a la desmitificación del histórico y a la inmediata miti­ficación del anónimo.

Una conexión inicial se establece en El grande Orien­te (cap. III), cuando el narrador informa de que Sar­miento tiene en su escuela un retrato de Riego y le con­sidera igual a los más claros varones de la antigüedad. Lo ocurrido después tiiíe de ironía esta admiración, como colorea el soliloquio comentado más arriba. Será don

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Patricio quien actúe como se supone que debía actuar el general, rectificando sus desfallecimientos y caída.

La dialéctica estructural del Episodio exigía equilibrar los finales: la situación descrita en el capítulo V postu­laba su paralelo y contrario, y en el capítulo penúltimo la tuvo. También por razones estructurales Riego había de ser personaje de funcionamiento simbólico, entidad huera, palabra que incidentalmente fue acto y que más tarde, en la hora de la prueba, se revela inane. Su fracaso es el de un tipo de persona más dado a la retórica que a la efectividad. Pero es a la vez el fracaso (momentáneo) de una idea en que cree el autor, y para reivindicarla será preciso que alguien sustituya al héroe y desempeñe la función a que éste parecía destinado.

Pocas veces el humanísimo Galdós fue tan severo con sus personajes como lo fue con Riego. Durísimo trato el que le inflige el discurso, en verbalización peyorativa de obvia finalidad degradante, que expondremos más adelan­te. No parece dudoso que la cobardía y, sobre todo, la retractación de la figura histórica determinan en el narra­dor una revulsión, manifiesta en el encrespamiento esti­lístico. El talante narrativo trasluce la presencia del autor explícito, Benito Pérez Galdós, formado en una tradición que considera el valor como rasgo definitorio de la digni­dad humana, esencial, desde luego, en el militar. Saber afrontar la muerte es propio de las almas nobles. Así, con tal énfasis y tal grandilocuencia hubiera afirmado el novelista su convicción.

Venía de explorar con detalle los incidentes de la gue­rra contra Napoleón y estaba escribiendo los avatares, más bien repetitivos que variados, de la guerra civil. Y en todos registraba ininterrumpida la conciencia y la prác­tica del valor como justificante de la persona; con ente­reza, muchos y en muy diversas circunstancias se habían enfrentado con la muerte. Los notorios como los deseo-

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nocidos, los de este bando y los de aquél coincid ' . 1 •an en no senttr, o por o menos n mosrrar temor a la ......

y h b' , •uUerte

f a tal otrabrazd~n dpnra .que el aütor sintiera como l"lll~

a renta a co ar ta e R1cgo. :f:ste era liberal romo él luchador contra la tiranía. Su envilecimiento Je af""'t b;> .. , . ... ... a a como una tratcton y su retractación le dolíit como u . d

·, 13 na _ sercton.

Explicaciones «psicológicas» no muy rigurosas d · "bl · · , pero a mtst es st se ptensa en el escritor a quien se refi

El , h' . , eren. texto esta a 1, pero tambten está, visible, no disimu-

lada, declarada en tono y acento y exhibida en el com tario, la indignación del autor. No estoy pues sal.:n-d ' , ten-o~e del texto y de lo escrito, sino leyéndolo como d

quten en múltiples pá?inas dio testimonio de su modo d~ pensar en estas cuestiones .

Cierto que no faltan cobardes en el mundo de los epi­sodios, como no faltan en el mundo real. En las Me­morias d~ un cortesano de 1814 el medroso Bragas aban­dona Y mega a Monsalud en cuanto lo ve en peligro. El cobarde es necesario para destacar el comportamiento del valiente. Estructuralmente se postulan y complementan Y en episodios sucesivos se irá viendo la utilidad funcio­nal de Bragas, cuya cobardía se asocia con defectos pa­ralelos que la explican, defectos del todo opuestos a la constitución y sustancia de su diferente, Monsalud.

El narrador se aproxima a la descripción de la muerte de Riego reco?iendo datos puntuales, aun si incomple­tos, sobre el ttempo y la forma, intercalando en la des­cripción el comentario . El discurso mezcla descripción, comentario y reflexión . Tanto como a la víctima se re­fiere al narrador, que no vacila en meterse en la página Y confesa~ s~s perplejidades, la tentación del silencio y 1~ ~e sustttutr «la verdad histórica» por «la ficción vero­stmtl». No habrá sustitución, pero sí compensación si­tuando «la ficción verosímil» en un punto clave y r~ma-

«EL TERROR DE 1824», DE GALDÓS 179

tando el Episodio con la impresión exaltada del heroísmo delirante.

«Página sombría» aquella en que la palabra víctima, eJ{citante de la piedad, va seguida de cualificaciones que la anulan, o por lo menos modifican peyorativamente su sentido: «sin nobleza», «cobarde», «confabulado [con sus jueces] para cubrir de vilipendio el último día de la Li­bertad». Las palabras son signos que marcan la dirección del discurso y la aquí apuntada es inequívoca . No es du­doso que este discurso quebrante la dramatización, pues la escena es reducida a hilachas y el enfrentamiento de los opuestos queda en «repugnante armonía» entre de­gradantes y degradado. Armonía, término que suele real­zar la situación a que se aplica, opera de modo negativo en este caso; el adjetivo «repugnante» la destruye, al aludir a lo visceral de la repulsa.

Discurso reductor, por un momento parece como si fuera a abrirse a la descripción pura; no es así, el narra­dor no puede sustraerse a la tentación del comentario. Entre el no querer y el deber contar lo sucedido, el dis­curso adelanta contra sí mismo, como si fuera empujando un obstáculo, la materia verbal, que se resiste a marchar , girando obsesivamente en torno a quien no quisiera decir nada que añadiera oprobio a la ignominia y se clausura en la condena en lugar de abrirse a la descripción. El desgarro entre función y sentimiento produce una forma narrativa entrecortada en que el hablante se interroga sobre su conducta y sobre la necesidad de contar. Si a lo largo del capítulo cuestiona tácitamente los límites de su función, en el párrafo final el cuestionamiento es visible en las tres preguntas que se hace y hace al lector.

Preguntas retóricas, llamadas de atención hacia la res­puesta obligada, contradicha, sin embargo, por las pala­bras siguientes. Dialéctica de la negación y de la afirma­ción. No ... , y el sí declarándose en el texto: «¿Partid-

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p<ll·cm s de es1'11 vil curiosidad ... ?)>, por upueslo que no pero . . -: «Un bombl!e <. ue sub a gatas la e calera del parfbulo besaodo uno a tmo todos los peldaños ... » '(

11 . ttf dicho. En el decir que ruega la J>Crlincncia de decir. lo se incluye lo e encial y Jo bnstame de lo detalles com para. qu cada cual ju~gu p r s( «de lan repugnante cuadro».

Pues, en de mitiva, e! narrador .no puede dejar d ha. e r Jo <.Jue exige cl papcl: proporciouru· datos ·Jementos de juicio que ciJectot· necesita para darse id ~- E ta xi­gencia PLOfesional y fuo ionaJ Ja umple a regañadientes. Ciertas páginas de la hist ri t serfa mejor olvidarla;;. Como raJ olvido es imposible, el novelador pata decir toda la Verdad Y 00 sólo una parte recurrÍnÍ a Ja ncción V ro­sfmif>), p nícndo junw n ln experiencia recordada la ex­peri. ncia creada y fundiendolas en un rexto que las cqLHpnra. Verdades p. rdidas en la hi toria serán recupe­radasJ puesrns en circulación y salvádas en l texto: al nombrarlns y com, rlas les dará vida, vida artística «más histórica ... que Jn historia misma».

As:f se a6rmn la superioridad de la (icción obre la cró­nica: la verdad «indocumenrarll\», imaginada, es más ver­dadera c¡ue la reflejada en 1 daro_, p ue es una quinra­csencia, una s!nte is de 1 que está en el aire e impregna In novela con su difu a reaLidad. ·

Condenada ru silencio, ht víctima se expresa e.n des­mayos, en Lígrimas, e¡1 ge tos; será el narrador quién asuma la carga de la prueba, tan desfavorable al perso­naje. Dei tiempo y el lugar dice lo ba tante, puc en capítuLos aotcriore se dio información detallada de fe~ chas y espacio geográfico. La ejecución ocu rre el dia 7 (de n vicmbt•e de 1823) y en la pl~za (de -la Cebada). En el capfllllo IV se describió csra plaza mientras los opcrar~o . levaotaban b horca y por ocdcn del juez po­nfan e n 1 s palos de mayor tamaño. En ese capítulo en-

«EL TERROR DE 1824», DE GALDÓS 181

tra lo relativo al escenario y a los preparativos de la ejecución; luego, como ha vi~to el lector,. se habla del «gentío alborotador» en las vias del calvano y de «ama-

sijo de carne humana» en la plaza. . . . La descripción se anima por su negatividad misma, por

1 deshumanización de esa humanidad reducida a «car-a 1 .

ne» animalizada y sin vida («amasijo»). Amasijo, a usivo a U:asa, que hace p nsar en aquel despectivo, «a la masa que la parta un rtlyo>~, de AntOnio Machado. No se halla en este pasaje la palabn1 pueblo, f uéS pueblo para Gal­dós era muy otra cosa, reunión de individuos qu: al juntarse no pierden su individualidad, excluyen~e de upos como el «ruin canalla» que al ser ahorcado Riego corro­bora el bofetón del verdugo con la bofetada verbal el «¡Viva el Rey absoluto!» que en contexto es un aplauso. Un instante la masa tiene voz y lo aprovecha para alcan­zar al reo desde lejos con ese último insulto. 14

TEATRO, ESCENARIO Y DRAMA

El auto de fe es la forma histórica del mal que aflige hace siglos a la sociedad española . Un mito, a ,c~ya con­solidación ha contribuido poderosamente Amenco Cas­tro, da por supuesto un periodo ca i paradisiaco de f~a­ternidad hispánica: ti mpos y lugntes en que c.l rollo (ideaüzantc) sé hizo reruidad. ¿Fue .n f? P~rec~ ~udos~, aunque sea ·ierto que la emergencia del rnquJsJdOl' 1 -galizó e incluso sacralizó corrientes ha~ta entonces menos visibles. La institucionalización del odw. .

Quizá esto empezó en un deslizamient? que conviert: al diferente en el disidente, al adversano en el ene~l­go, y de ahí en el perturbador de la paz, en el dem~nta­co en la encarnación del mal, en el Mal. Destruirlo, ,

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182 RICARDO GULLÓN

pues, será un deber (tal vez enojoso, tal vez placentero, o ese algo de ambas sensaciones fundidas en el acto: sa­domasoquismo dicen ahora), una exigencia a la vez moral y social, imperativo categórico al que sería vicioso resis­tir. Y la destrucción debe hacerse en público para que en ella participen, siquiera vicariamente, todos. La mano eje­cutora puede ser una, pero el impulso que la mueve es soberano: la del soberano público que aplaude y sanciona la decisión condenatoria.

Se quema o, más moderadamente, se ahorca al Mal, o al poseído por él, lo que es lo mismo, pues ¿quién separa al invasor del invadido? Deshumanizado, inhumanizado, cosificado el reo, su castigo pu~de ser visto con la indi­ferencia justiciera de quien asiste a la destrucción de un animal dañino. (La quemazón de las ratas, en una novela de Juan Benet, se describe como una curiosa competición deportiva.)

Esa indiferencia, y más, el placer que a no pocos pro­duce el auto de fe, es consecuencia de la formalización de la ocurrencia y de su conversión en espectáculo: el sufri­miento dramatizado, explicado y justificado, puede con­templarse sin dolor y sin remordimiento. Quizá vacilará un momento la mano obligada a castigar, pero la dinámi­ca del acto no tardará en vencer las resistencias del ac­tuante.

Dramatizado, el suplicio . se hace inteligible, pues se desarrolla conforme a un ritual en que cada quien sabe lo que de él se espera. El rito pide sumisión en el reo, reconocimiento de culpa y recepción de la pena como me­recida. Cuanto más abyecto y desintegrado, más fácil in­ducir en el público la idea de que deshacerse de él es una medida de higiene social (como reveladores de la Sa­lud Pública se presentaron alguna vez los inquisidores, y en nombre de ella encendió Hitler sus hornos).

«EL TERROR DE 1824», DE GALDÓS 183

La plaza es escenario del gran teatro del mundo don­de el drama se representa. Drama que apela, como siem­pre, a las emociones del espectador, a lo más entrañable, a lo que es más visceral que intelectual, y apela sin me­diador alguno, en enfrentamiento directo, casi físico, en­tre quien habla, se mueve (o se muere) y quien escucha y mira, individualizado o no. El espectador es testigo y, si el drama le apasiona, toma partido, en el silencio o en el grito, según aquí es el caso.

Este drama concluye un acto de la áspera lucha espa­ñola, drama dentro del drama general inacabable en que el espectador (y el lector) de algún modo participan. Por eso el distanciamiento de representantes y representados es nulo: la ambigüedad de ciertos términos indica que quien escucha se siente de veras «representado», por unos o por otros, por la víctima o por los victimarios; tal es la razón de que no permanezca indiferente. Se le fuerza a una toma de conciencia que en el narrador produce, por el contrario, una revulsión distanciadora, una nega­tiva a participar al nivel del espectador, a quien, desde su situación privilegiada (omnisciencia) está viendo como otro de los elementos del drama.

Dije «gran teatro del mundo»; preciso, sin rectificar: gran teatro de España, espacio de una tragedia de siglos, en que el pueblo es agonista constante. Sería fácil citar las innumerables ocasiones en los Episodios que presen­tan al pueblo de la capital y de las provincias protago­nizando la Historia, unas veces contra el absolutismo y otras defendiéndolo. La algarada, el motín, gritos, can­tos, destrucciones, saqueos, muertes ... , son formas de ese protagonismo. Y hasta pudiera decirse que España entera se constituye en escenario de una tragedia cuyo desenlace Galdós no logró ver y que ni siquiera nosotros, a un siglo de distancia, estamos seguros de si debemos situar-

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........

184 RICARDO GULLÓN

lo en el pasado o en el futuro. Y escribo «tragedia» por­que los actores, españoles todos, están unidos por aque­llos lazos familiares de patria y sangre que Aristóteles considera característicos del género. 15

Tragedia y danza de la muerte que en algún momen­to reviste el aspecto de una venganza inescapable. Antes hablé de un ritual. El vencedor inmola al vencido, se­guro de que invertida la circunstancia éste le sacrificaría a él. Y la danza es como un paso de lanceros en que quienes bailan cambian de posición según indican la mú­sica y el director invisible. El narrador levanta acta y se aleja para no dejarse arrastrar a la zarabanda terrible. De quedarse correría riesgo de entrar en ella, como entra­ban, quieras que no, los oyentes del flautista de Hamelin.

Dos palabras más respecto a la posición del narrador, tan peculiar: está en la escena afirmando la realidad de ésta, pero queriendo negarla. Los personajes le obsesio­nan; son de «los suyos» y no puede quitárselos de en­cima, peso abrumador que ha de soportar y verbalizar creando imágenes de horror que justifiquen la repulsa, su negativa a dejarse llevar. La creación justificará a sus ojos y a los del lector la negativa a seguir estando allí, la decisión de alejarse para escapar a la danza y no decir del drama que le hiere . Esta actitud es moralmente una condena que el giro estilístico declara hasta excesivamen­te. La distanciación es ante todo ética y le aleja tanto del protagonista como de los antagonistas: «día ignomi­nioso», mejor será «volver, sin leerla, esa página som­bría», «¿participaremos de esta vil curiosidad ... ?» No, no. Hacerlo sería enrolarse en el envilecimiento general. Ya se dijo así de la víctima; ahora se dice de los espec­tadores (y por implicación, ¿del lector?). El silencio será el mejor medio de guardar las distancias, si no de esta­blecerlas.

«EL TERROR DE 1824», DE GALDÓS 185

IMBÉCIL SUBLIME

La exigencia de «la ficción verosímil» impondrá un cambio notable en la figura de Sarmiento, con cuidadoso aprovechamiento de lo que en la escena de presentación, al comienzo de El grande Oriente, pudo parecer extra­vagante: la asimilación de la situación en la Roma de los Gracos a la ocasión fernandina y los tribunos de la plebe a los oradores del trienio liberal. La utilización del delirio enlaza el final con el comienzo; quien primero dio lecciones de historia a unos chicuelos, ofrecerá al mundo entero una lección magistral al precio de su propia vida.

En el mundo galdosiano pululan tipos así, fronterizos entre la normalidad precaria y el delirio incipiente. Ha­blando de Sarmiento señaló Montesinos cómo la «inca­pacidad de ver las cosas como son», entre otras causas, le lleva «a magnificar cuanto le afecta» 16 y, precisamente por esto, a constituirse en héroe, a practicar el heroísmo como parte de su papel en un drama desde el comienzo previsto y explicado. La inserción en la historia no sólo le engrandece, le transfigura también. Quien convierte el cadalso en «trono» ya no es el mismo que ha vivido sirviendo de hazmerreír a los ociosos , el tontiloco de ca­lles y plazuelas.

La frecuente aparición del delirante configura el espa­cio y parece contagiarlo de su demencia. Creación del per­sonaje, según bien se sabe, el espacio de la vida española en el siglo xrx es el espacio del delirio individual y colec­tivo, del que la mejor expresión es la guerra civil. Nadie escapa a su ley, a su sistema, que convierte a la gente en ruedas de un mecanismo, demencial también y aniqui­lador de toda tentativa de armonía . Quienes decretan la muerte de Sarmiento, a sabiendas de su locura, están tan inmersos como él en el terrible delirio colectivo, impreg­nados de la atmósfera y del ambiente que se respira,

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e~emigos y en el fondo tan semejantes. Trágico escena. no en que cada quien puede ser, según el caso, víctirn o verdugo, mártir o inquisidor. a

Para el cspecrador situado en oLro plano, ob ervado desde fuera del delido, la dllda x 'P !Cto a la incerida ~ de armjcnto es r,x>sible; para el lector que ve simult;_ neameme a los dudadore y al delirante, la sinceridad d éste -y la ~e aquéll 5o- no ofrece duda. La s spe­chas del especrnc.l r no cat·ecen de hmdrunent . Casti lla del Pino, distinguido esp cialista en enfermedades me11•

cales, clice:

«un producto fantás tic:o, m1 como unll 11lucinncl6n o un delirio rc:iul1 ·r un enunciado fa lso, si se tomn como t fcrcmc a un' objeto de 1:~ realitbd <:lltcrna al ct1al lo adherimos, pero es, a su v~.:, vcrdadllro nivel de la rCJuidad iurerna, concrct:tm ncc 11 mvc.l de [3 rco.lldnd del d<.-sco. 17

Corrobora el científic<.l h, intuiciones del novelista que anticip6 la . i.nceridnd del viviente en el ·delirio y reali­zado en : por creerse héroe, llega a ed o. ¿No fue Coctean quien dij que Vfct r Hugo e a un loco que !IC

crefA Víct 1' 1-Iugo? En d deUrant >, e] defuio no sólo es auténtico, constituyente también; su conducta respon­de a una lógica, la suya y, además de tener sentido, en el caso tratado es imposición del argumento. Sarmiento interpr ta cuanto t ca, y empie-.la por in terpretar e a sí mismo en el contexto de una circunstancia que cree mo­di licable p r la predjcci6n y 1 ejemplo.

Ort a señaló Ja integración de lu situación n el ser la circunstancia como componente del yo. No s nece a~ rio sali r del texto pnra valornr cl yo d l enle novelesco; el narrador d este Episodio y de los inmediatamente anteriores fue proporcionando la información precisa para explicar al personaje en relación con los sucesos. El con­texto está en el texto, y el referente verbalizado desde

«f.L TERROR DE 1824», DE GALDÓS 187

las Memorias de un Cortesano de 1814 y volúmenes si­

guientes. Tan cercano está el delirio de la visión como la causa

del efecto; el delirante puede identificarse con la figura lucinada que forja el delirio mismo. Actor del drama, es

: mbi n espectador de él, viéndose en el escenario com? quien alcanzó la ocasión de repre~entar 1~ ~uerte ?erot­ca a que se prescnL{I\ llamado . Anos y pagmas atras ~a­bís dich a Monsalud qu~ le probaría que estaba dts­puesto a morir defendiendo a la patria, según j~ró hacer en la sociedad de los comuneros (El grande Orzente, ca­pítulo Il) . En 1821, tal decir sonaba a hueco, a .baladro­nada no pocas veces oída, pero cuando al comienzo de El terror lo repite ante la soldadesca absolutista y luego lo reitera diciéndole a Solita una y otra vez que ha de morir po; la libertad y conseguir la gloria por el marti­rio el lector lo escucha de otra manera; no puede por me~os, pues está viendo cómo la muchacha retiene en casa al viejo demente para que no desafíe temerariamen­

te a sus enemigos. En un párrafo anterior a los fragmentos seleccionados

evocó el personaje a los héroes de la antigüedad y al hijo víctima de la guerra en términos que no dejan lugar a dudas: «-Cayo Graco, Harmodio y Aristogiron, Bruto ... , héroes inmortales pronto seré con vosotros; y tú Lucas, hijo mío, que estás en las filas de la celestial infan~ería, avanza al encuentro de tu dichoso padre.» No ve m oye o no quiere ver ni oír la realidad, atento a visiones como ésta en que el hijo muerto se le aproxima, para llevarle

a la inmortalidad. Como advierte el personaje mismo, quienes no ven el

rostro de su espíritu no entienden lo que ocurre : el ca­rácter alucinado de la escena, tan real y tan dramática . Ya en capilla oye, eso sí, la campana de una Iglesia to­cando a muerto y la exaltación le hace oírlas tocando a

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gloria: «Ya veo tus torres , ¡oh patria inmortal, Jerusa­lén amada! ... » Lo horrible de la situación le acerca por momentos a la cordura, pero es sólo una ráfaga. La invo­cación de Graco, del hijo y del Dios de su creencia, le reintegra al mundo alucinado, a su mundo, y puede reci­bir hopa y gorro como «vestidura de gala» y «cot·ona de laurel». 18 Todo, testimonio de la capacidad transfigura­dora ya indicada, alternante con las llamadas al orden, a la realidad.

La escena registra esa oscilación entre el sí y el no , os­cilación integradora en que la paranoia es defensa y coraza que envuelve al buen hombre en la niebla de sus ilusio­nes y en una esperanza de inmortalidad que es tanto protección como sustento. Cuando al comienzo del capí­tulo el confesor le acusa de mentir «por sistema» (y ob­sérvese el acierto de la expresión), de haber desempeñado «un papel engañoso con la terquedad del hombre más perverso» y de fingirse demente para engañar a las auto­ridades , Sarmiento le rechaza y se dirige directamente a Cristo que sabe de su «misión» en el mundo.

En momentos tales, signos externos señalan la oscila­ción cordura-locura, o, si se prefiere, fingimiento-since­ridad. Queda expuesta en dos puntos de vista conflicti­vos , el de los sacerdotes que consideran al condenado simulador o mentecato («más tonto que hecho de encar­go», <<necio de capirote >~ ) y el de la víctima, entregado a su fe redentora.

El esfuerzo de los sacerdotes para que se confiese fin­gidor es inútil, pero con inutilidad estructuralmente sig­nificativa, pues ilumina algo antes dejado en sombra : las causas de la retractación de Riego. En el capítulo V, leyó el lector: «Han quedado en el misterio las circunstancias que acompañaron a este arrepentimiento escrito», y se aludió, «al fraile que le asistía» como uno de quienes pu­dieran explicarlo . Tal sugerencia, hecha de pasada. tiene

« E L TERROR DE 1824», DE GALDÓS 189

un sentido más preciso cuando sobre ella se proyectan las luces de lo ocurrido entre Sarmiento y los curas.

Buen ejemplo de la moderación narrativa de Galdós. Calla primero, limitándose a una insi~uación, p~ra que posteriormente los hechos hablen por el. No sera el au­tor sino el lector, quien relacione uno y otro momento; verdad es que el modo de organización d~rige, la lect_ur~ hacia una asociación que sólo el muy d1strmdo de¡ara

de ver. y con la asociación, el contraste. Si Riego cedió a_ las

presioc • , (uesen las que fueren, Sal'mknto las res1ste, unque siendo creyente la amenaza de negarle la absolu­

ción no p0dla menos de afc~:ta1'10 . No recibirá «el pan eucarís~ÍCO>}, pero no claudicará. Hasta muy _al final se obstina el confesor, presentado , y ello es un ac1e:to, como hombre bueno y deseoso de ayudar a la vícuma, pero entendiendo esta ayuda como presión para que abandone «su papel de héroe» y renuncie a la « fa~farronería tea­tral». El empeño será tanto má persuastvo cuanto me­jor intencionado sea el insistente, afectado, eso sí,_ de una ceguera de principio re pec.lo al_ c~nd~ r~ado, que s1 acepta la muerte es por considerar la UlJUStlCla parte de los de-signios d la Providencia y no castigo. .

Instalados en la posición del lecto.r que es a la ve'l. es­pectad r del dt·ama, en la inevirabi'lidad de un_ de do­blamiento ¡ue 1 p.ermit ver e en cJ texto, p1~a ~el mecani rno ¡ue alll funciona, se dvierte que ln oscila­ción del personaje, ·u verdad en la locura y su verdád en la cordura presentan una antítesis en que reconocemos la sustancia de la teatralidad, y su ambigüedad: la re~re­sentación es cierta y el representante al actuar la v1Ve, pero al fin todo es actuación y repre_s~ntación .

Cuando lo narrado es representacwn, el lector drama­tizado enfrenta la duplicidad de lo teatral en que lo ve:­dadero parece falso y lo falso es genuino, en sustanc1a

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190 RICARDO GULLóN

Y en forma: Su perspectiva n es la del protagonista ni la de sus asistentes, pero las entiende poLY'IUC las in 1 · · ' d 1 · · ~J e uye

smtten o as como nece~ana en la dia.léctica del choqu ' tan puntualmente recogida en el discurso. e

Aceptado el supuesto de la dualidad cierto-falso predicado de J. vjsión del lector en esta escena se ccolllo

' ons-tata qu~ .«~ran teatro», <~escenn», «drama» son locuci _ n~ tcobtdas en u literalidad . y como metáforas . Sa~­mlc~to representa 1~ muerte del héroe y representándola la vtvc. La zona delirante de su pensamiento queda regis­trada en el te>..1:0 por metonimias que desplazan el dis­~urso de una. tigu raci6n a l11 siguiente, dejando en sus Junturas espaao para qu emerja la realidad abominabl

El reo , como Cristo, antes de morir perdona al verd~~ go ~ «a tod~ el mundo». A Solita, que le acompaña en la cnpllb , le p1de que s alegre con él puesto gue sus nom­bres van a ~asar juntos a la po tcridad (esta par ticipación en la Glot·~a es ·1 mod con que piensa cor_respondet· a los cuidados de la muchacha). La muerte es vida el d' d 1 b' . d ' Ia , e opto 10, Jorna a triunfal. Lo que el lenguaje, «el tor-pe !enguaje de los hombres», adulteró, el personaje lo restituye, Y en el suyo, restaurador de la verdad se alza la visión .a~ resplandor culminante de un deliri; que le asegura vivir en la Gloria del nombre («¡Viva yo! ·Viva Patricio Sarmiento!») 1

Y siempre como hilo conductor la dialéctica estructu­ral: la negación de la negación. Dos detalles más la con­firman. El general, arrastrado en un serón desde la cár­~el a la plaza, fue llorando «sin dejar de besar a cada mstante la estampa que sostenía entre sus atadas manos»· Sarmiento acepta el crucifijo que le entrega uno de lo~ frailes, pero rechaza la estampa de la Virgen ofrecida por el otro: «no esperen vuestras paternidades que yo vaya por la carrera besando una estampita».

« EL TERROR DE 1824», DE GALDÓS 191

Al subir al cadalso la actitud del viejo enmienda otra vez la plana a quien tan lamentablemente escribió la suya. Subió Riego «a gatas la escalera del patíbulo, besando uno ~ uno todos los peldaños» («a gatas», que por con­tigüidad sugiere lo animalesco). A don Patricio «quisie­ron ayudarle a subir la escalera fatal , pero él, despren­diéndose de ajenos brazos, subió solo».

Sutilmente desliza el narrador algo omitido al descri­bir la primera ejecución. El cadalso tiene tres escaleras: por la del centro sube el reo, por las laterales el confesor y el verdugo. Ya en el trágico escenario «cada uno ocupó su puesto», modo de sugerir que el espectador ve a la víctima flanqueada por dos figuras . El dato sería irrele­vante si a lo largo del capítulo no hubiera ido insinuán­dose una cierta similitud con el arquetipo del Redentor. Algo se traslució al hablar del perdón a los verdugos, o cuando vimos a la víctima recordar ante el crucifijo la misión que cumple en el mundo. Al confesor que notó su temblor y sudor frío le recordó: «el que era hijo de Dios sudó sangre; yo, que soy hombre, ¡no he de sudar siquiera agua! . . . », y más adelante : «con mucho gusto llevaré conmigo la imagen de mi redentor , cuyo ejemplo sigo». Al pie del cadalso pide al Padre que le acoja en su seno . Con anterioridad el narrador había asociado a Cris­to con Sarmiento a través del inicuo juez que le condena: «acababa de llegar del Gólgota ( . .. ), aún le dolían las ma­nos de clavar el último clavo en las manos del otro» (ca­pítulo XXIII). Estos índicios preparan el momento en que ya no un personaje, sino la voz narrativa, le sitúa como a Cristo en el Calvario.

Para hacer más rápido el estrangulamiento, el verdugo se lanza al aire con don Patricio, pero le ahorra la última ignominia, el bofetón dado a Riego después de muerto. La entereza, parece indicarse, merece un respeto de que la cobardía no es digna. Y otra diferencia, la última y

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192 RICARD~ GULLÓN

acaso Ja Jn¡f signi.6ca ti va: en vez del grito del «tu· 11 . 1 . In cana a» qu Vtcorea a ascstno cuando la víctima expi

1 , 1 d 1 ra, o que a(HIJ se oye es a voz e os sacerdotes «conster. nadas», pidiendo misericordia.

AMBIGÜEDADES

, Cierra la novela unA frase d l confesor !'\Caso no bi n mterprerada por el n:H-r.ador: <<Desgraciado sube al Liru. bo~> , sfmcsis en medin lfnea de Jo experimentado y vivído desde 1t p~s~:ctiva de quien poco n poco fue ganado por In convJCCJ n de qt!é el reo, además d inocente era e? verdad «·!no.c~nte» , flJf!ltte-capttJS privada de la ~pa· crda~ de l'acrocliuo. Y en numer0sas páginas le1m s refe­rencias a su conducta que justifican esas palabras.

Montesinos habla de quijotismo 1 ~, y no le falta razón, en cuanto Sarmiento y Quijano coinciden en el deseo de ordenar el mundo conforme al ideal y en verlo todo des­~e la paranoia que les constituye, pero hay diferencias Insoslayables. Sarmiento es con frecuencia maligno y has­ta cruel . con sus enemigos, como cuando niega el agua a su vecmo preso (El grande Oriente, cap. V), 0 cuando trata groseramente a Solita (El 7 de julio, cap. I). ~n s~ conocido ensayo «Sobre: la teotía d Ja prosa»,

B~ns Etkhenbaum señaló que en !11 novela «el punto cuJ­mmante de la acción principal debe c.oco.ntrarse en algu­na parte antes del fin». 20 Pam confirmar un A vez más est~ opinión pudiera citarse El terror de 1824, pues el capitulo que estamos comentando no es el último. Queda otro, el XXIX, donde no hay acción, sólo reflexión. Es un largo párrafo en que el narrador comenta la frase final del padre Alelí para contradecirle, o por lo menos para poner en duda su aseveración.

«EL TERROR DE 1824», DE GALDÓS 193

No rehuía Galdós los finales ambiguos. Lo he señala­do en otra parte, y son casos conocidos y citados: Angel Guerra y Torquemada en la Cruz, por ejemplo; a ellos se anticipa el del Episodio comentado. La intervención del narrador, tal vez ~xtemporánea, tal vez superflua, subraya esa ambigüedad, cogiendo de la mano al lector y llevándole a· la orilla' de una lectura determinada. Es, en cierto modo, una suplantación de funciones, con men­gua de las reservadas al lector.

Pues ese final explicita lo que casi inevitablemente im­pone el texto: «¿Qué sabía él?» (el sacerdote). Ni él ni nadie sabe si Sarmiento subió al cielo de que su fe he­roica le hizo digno, o se instaló en el Limbo al que el buen Padre le consigna. Y el narrador dice retóricamen­te, pues la respuesta está en la pregunta: «¿Quién puede afirmar adónde van las almas inflamadas en entusiasmo y fe?» Y sigue de este modo, constatando, como el lector haría, que la Historia no recogerá la página escrita por Sarmiento. El heroísmo no bastó para darle acceso a ella, mientras, por ironía del destino, allí está, envuelto en resplandores de leyenda, el General de la retractación y la mala muerte

Hasta ahí lo explícito y lo implícito en la voz narrati­va. Todavía es preciso descifrar el texto globalmente, incluyendo este capítulo último de reflexiones e inte­rrogantes. Si pareció superfluo, mirado de nuevo y relacionado con el resto seguramente no lo es. Al reco­nocimiento de que la Historia puede ser arbitraria y hasta caprichosa, el novelista opuso, como compensación para los oscuros, la seguridad de que él podía ofrecerles otra clase de vida perdurable. La de la novela que los crea y restablece «la verdad». La ficción es más cierta que la historia, y el poeta más de fiar que el historiador. Al identificar belleza y verdad, Keats estaba en la buena vía y el apartado siguiente ayudará a probarlo.

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194 RICARDO GULLÓN

VERBALIZACIÓN DEL SISTEMA

Bajo el imperio de la dialéctica estructural, el discurso aparece sobrecargado léxica e imaginísticamente. No hace falta entrar en demoradas reflexiones para demostrarlo; la contundencia de los datos es tal que con recopilar las series verbales que se refieren al persona histórico y al flicticio y ponerlas una detrás de otra será suficiente: el efecto de la acumulación es devastador.

Para hablar de Riego no se escatiman términos peyo­rativos que transmiten sensaciones de penosa degrada­ción; la beligerancia narrativa va del desdén al denuesto, de la tristeza a la cólera, todo vivazmente reflejado en un discurso de pulso alterado que, según leímos, por ne­garlo todo hasta se niega a sí mismo. He aquí lo más significativo de la serie verbal referida a Riego:

«hombre... pequeño», <<mediano militar», <<pésimo político», <<Usurpador de una celebridad». «Clltl'eta sin decoro ni grande­za>>, <<agitación y bullang11~>, «pobre ®maña», «expira chillando», <<abatidamente lúgubre», <<friO, cnduco amarillo», «suspiraba», «desmayos>>, «Se abatía», <<humilde sin resignación», <<lloran>, <<alumno castigada>>, «retractación>>, <<hombre diminuto», <<per­dóm>, <<mis crímenes», <<pusilanimidad», <<genuflexión de su es­píritm>, «envilecimiento», <<abdicación humillante», <<día ignomi­niosa>>, <<página sombría», <<víctima sin nobleza», <<arrastrada al suplicio», <<víctima cobarde», «cobardía», «desastroso fim>, <<con­fabulada>>, «vilipendio», <<lloraba», «besaba la estampa», <<sube a gatas», <<besa los peldaños», «espectáculo triste», <<horrendos ex­cesos», «furor político», «grosería patibularia», «fórmula de de­gradaciÓn>>, <<repugnante armonía», <<repugnante cuadro» ...

Sin detenernos más que a tomar aliento después de la recia sarta de negatividades colgada al cuello de la víc­tima (otro modo de ejecución, por la palabra), pasaremos a las locuciones dedicadas a Sarmiento. Contraste enor­me: donde antes cerrado, ahora abierto; donde primero

«EL TERROR DE 1824», DE GALDÓS 195

tajante, ahora ambiguo, el discurso trata de lo que es vin­dicación y exaltación, nuevo «elogio de la locura» en que con sólo describir, sin ocultar nada, el narrador da en­trada al heroísmo mudando el insensato a secas en in­sensato sublime. La prueba está en el texto:

<<nO soy de alfeñique», «ley moral>>, <<libertad», <<contricción sin­cera», <<cariño ardiente)>, <<amargo desdén», «corazón», <<libre» <<misión», <<espíritm>, <<puro», <<ángeles», «claridad», «liberación»: <<heroicos esfuerzos», «morada celestial», <<valiente», <<ave mori­bunda», <<amarga ironía», <<tristeza», «verdad» <<entereza» <<no­ble», <<nobilísimo fim>, <<cristiana>>, <<héroes i~mortales», ,;dicho­so», <<triunfa>>, «patria inmortal>>, <<magnánimo corazÓn», «ener­g_ía», <<vestidura de gala», <<corona de laurel», «gallardía», <<glo­ria», «fama», <<alegría», «triunfa>>, «morada celestial», <<ángeles invisibles», <<fresco deliciosa>>, <<aroma delicado», <<glorioso desti­no», <<paso seguro» ... 21

La significación de estas series se halla en razón di­recta de su funcionalidad; a nadie se le oculta que su interrelación contribuye al organicismo del sistema y a su vitalidad. Lo mismo ocurre con las imágenes: en su inter­dependencia y relacionadas con la totalidad de la cons­trucción son el mejor medio de controlar la estructura profunda del discurso. Desde la metáfora y por su efecto revelador se dirige al lector a niveles de significación no alcanzados por la expresión directa. Sin aparente que· branto de la objetividad descriptiva, la imagen facilita insólitas percepciones de las cosas, que en la mente lec­tora se asocian sin violencia con el resto.

Cuando el narrador penetra en las infames covachue­las donde se fragua la condena de las víctimas, su mirada se desliza por un recinto oscuro y siniestro: las «ante­salas de la horca» son «negras, tristes, frías» y su atmós­fera «formada de lágrimas y suspiros». Da un paso atrás para ver mejor el recinto y he aquí el comienzo de la descripción:

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196 RICARDO GDttól\¡

En rodas l;~s &rnndts pobJnci n y en todas hiN é~ ha . tido siemPI·e un infi ·no de J>npcl sellado compuesto de j <:~ 1 en v.ez de llamas y de oficinns en vez dt cavernas, donde ~-~1 . su rcsidcncitt unn lalnn8 no pec¡uc.iin d demonios b

11j0

In (~'ene de olguncilc;s, escribanos, pmcu dores, nbog:¡dos Jos cualés :~~ plum.1s PQr riz0ncs: Y. cuyo fic:io ~s fréit :1 la hltmonidad ~ Sta~~ des calclcr:ts de ht i'Vle.ntc palnbrarerfa que lliunan nutos. 1 · fiemo de . c¡uciJa époc.1 era el más inf<:rnul que puede itnQgi;~ la llum!Ulll fn nmsfn (cap. XIV).

Ello es el comienzo, nadn más. La imllgcn se cstiru y prolonga con incursiones en metátor11s, subordinadas

11 la principal (el amarillento color de lo d monios «m.uv se.mejanres a hombres» y J?O al revés, es re ultado «d­una inyección de esencia de ple.i to que se fom'la de Jn bilis, 1 sangre y Jos lágrimas del géneto humano») y con. uuentes en la función t•eveladora. N es dudoso que

tan co·hcrente y extensa de$cdpción tt·as ln.de al Jecrot· a un espacio de honor en ue ln bumanidad ya no s sine falaz apariencia de Jo infet'mtl.

Ciñéndome a las línea copiadas, señalaré varios pun. ros de ingular pertir¡eJ1ciu para la inteligibilidad de los f.ragmencos analiz-ados: cl primero, ya registrado, es el de la uoiversalid~d del Mal. No e necesario insistir. El se~ gundo, el de la forma de ese Mal; su legruhaci6n en p.ro­cesos, causas, pretextos pat:a disimula.r la urdimbre de­moní ca de las actividades persc_cutoria . La últim frase, iefda hoy, se nos antoja indu o optimista; los limites del infierno son tan flexibles queJa imaginación del narrador no pudo ver las posibilidades de dilatados reservadas al Eul'Ul·o .

Quien e~ llevado a ta les cavernas y acosado por las fuerzas prote.rvas, pierda todu esperanza: «nefandas rú­bricas» scl latán su destino que, dada la condición de los verdugos, sólo puede ser de muerte. En el capítulo XXI leeremos que la semejanza de esas «diabólicas regiones

OR DE 1824» DE GALDÓS 197 EL TERR '

« b ¡ imr:>G>sibilidad de el infi rn . «Se completa n por a d 1¡;- . ten)a, ru~da con . b ntro e sts qué ~alldera~~;sa~~~;;~~~o:~;·<(el inoceJltC» y C :idsto ~~ s pler e . . . , úa uiénes on los vel ugos . rcfucr'l.<lO cuando . se ltlSIQI s q tr s los qué pl\rcciendo los .mismos ele stcmprc, lo son en figura y movim~ento. como los uno~ solamente como la sustancia se mamfiesta

¿Y .qué dem ~~! :~~a~o Lobo (nombre simbólico), se· en la Imagen? E Ic ' gran cefalópodo que estaba · d 1 · ez «parecla un fi cretarw e JU ' . de chupársela» · su « gu-1 d vícttma antes ' , contemp an o a su [1 covachuela] como el cerm-. b tal marco a b' ra enca¡a a en d d declaración menos am Iguo calo en su nido», m~ o e osición burocrática. La am-que la trivial referencia a sdu p d ir cómo habla un

d d d ce cuan o para ec bigüe a esapare . bl 1 rador recurte a este · · mmuta e e nar 1 tipo sangumano e 1' de su boca como sa en símil vigoroso: «las pal~;ras ;a ~nlor sin que el edificio de una cárcel lo~ alan o.s 'ded doe un rostro se describe , · ll La mexpresivi a na m ore». 1 bl neo en cuya super-en otro símil: «era comobun pa~~ uana frase una línea,

. la 0 servac10n ' . ficie busca en vano y 1 superfluo de la divaga-un rasgo, un punto» .d ~ s~ ve ~ puede de golpe, dar la ción psicológica cuan o a Image '

fisonomía moral de 1~ pe~~t:~ítico literario, la invasión Desde la perspect.lva la razón técnica de

. 1 Imagen es acaso del discurso por a l . l'dad que por otras ra-. d' tenga a vita 1 que el Epls.o I? man calabozo está oscuro. Bien para la zones le atribUimos .. El 1 'mpregnación. Entonces: información, insuficiente para ha I por el enrejado venta-

! 'd d se entra an d «ciertas e an a es ... b idas de miedo y embo~a as nillo temerosas y so recog de telarañas. Dichas

. . t en espesas capas l mistenosamen e d 1 dro'n el techo y as

' on pasos e a 1 claridades recornan e 1 los negros rincones y a d · b con caute a a

pare es, muadanl d o las tres volvían la espalda para · a eso e as os L · en

piso, y . d 1 f' bre pieza a oscuras». a Imag retirarse de¡ an ° a une

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198 RICARDO GULLÓ¡.,¡­

escudriña, como la dudosa claridad, el espacio novelesco e ilumina sus sombras.

No hacen falta más ejemplos. Sólo aportaré otro, de­mos rativo de como el o.·ymo,ron define una situación ·n forma compensada y cooLUndente:: «moribundo sano» << .vivo de cuerpo presente» es el reo de muerte en capiJJa: Toda lmagen es un modo d condensación además de uná modalidad de percepción, y L<t proclividad a su empleo lao'to prue~Y,l la imaginación creativa como la cnpacidad vetballzante. Que ambas se dan de alta-eu el mejor dis­curso galdosiano es cosa que a estas alturas parece probado.

Las vinculaciones del léxico y d ln imagen e n la trama no son ornamentales ni gratuitas, sino funcionales· obedecen al principio de inte.rrelación entre los compo­nentes del sistema semántico. El factor vivi.ficanrc es pre­cisamente la relación integradora. La prolongada imagen del infierno, ahora mismo comentada, anticipa y califica los sucesos siguientes, y el nuevo campo de percepción que presenta se incorpora a las estructuras mentales del lector y determina la direcdón y el sentido de la lectura.

NOTAS

1 Por no Plll'ececne nccesatio para mí prop6 ito d • hoy no cmrnré en el examen de antecedentes y consecu ores del subsé· n ro llamado Epi~odio Nacional. ,Los nombres d~ Alarcón ~aro. ja y Vnlle Incido, por limitarme a e~pnñoles¡ se ptopollcn ' ni co· menta:rio tílll p.rooto como urge la cuesr.ión y scrí ioreresnnte comparnr lo hecho por Gtüdós ni novelar ln histocia con las ob¡·as de lo's autores ci tlldos (o con Pedro Sálfc/)(:t, de J?eredn, y Pot fm Id ·gtlcrl'll, d Unamuno) en que se tn<!l'.clan c:n distinra manera y con diferent imención historia y ficción. El paralelo pqdrfa re· sultar escl~.r:ecedor d~ las pcculiarid~des de estilo y de cómo forma Y perspecuva dctctnitnM la sustanCJn nun si los «CODlenidos» son

«EL TERROR DE 1824», DE GALDÓS 199

idénticos. No es lo mismo el Empecinado de Galdós que el de "Barojo, la Isabelll de aquél que la de V~l~e . .

2 Opinión de que, incluso no COI'I_lp11rllendola! no debe p_rescm­di.rse a ht ligc~. Vénse~ dcl autor ~1tndo, Espana en su epzsodzos 11acionald Eduorn Nacaonnl, Mnd.nd, t954.

3 E11tre;r¡miO/Ies " otras ensayos, Editora Nacional, Madrid, 1()69, p . 264. . . . . Ph' ¡ ·

4 Ric:lrdo Gull6n «L6s Epzsodws: la pnmera sene»,. zlo ogt-cdl QttnU:rly, vol. L , 1972; «La Historia como ~atena .novela· ble», Annle.r GaldosítJIIOS, vol. V, 1970, y «Ep:sodws _N~cw'!~les: problemas d estmcrurn», Letras de Deusto, num. 8, Juho-dtctem-brc d<l t974. , .

> P!·opuse una cxpHcacióll dt: cs.te; fenómeno en Una poetzca para Alllonio Mnc/Jc:do, Gredos, Madrid, 1970. .

6 Joaqu{n Cas11lducro escribió hace años: ,«Alumbra~ la concte,n­cln lústó.rica dcl pueblo cspnñol contemporaneo, servtrle de guta, darle onn p¡¡utn, h•: nquf cl propósito que incita a Galdós a c;_rear su obra la ual responde n la pregum : ¿Cómo es Espnn:~?» (Vida y 'obrll de Galdás, -1.• edición, Greda$, Mndrid, 1974 p. 45).

7 José F. Montesinos! ~ald6s, I, ~s.tali~, Madrid, 1968, p. XIX 8 Recuérdese In rccdu:tón de JQS Eptsodios en plena úlrima gu ·

rrn civil e mo estímulo y ejemplo. Rosa Cbn<:cl, <m «Un nombre al fi·C!J1~: ~ld6s" (flora de Espaiia, núm. 2, febrero de 1937), esccibi6: «El que quiera cobrnr alientos en la lucha ar~ada, el que ncccsire scmh· en cl CO.l"'ll'.Ón g~inar una firmeza, al~tvamen­rc espomnnCjl, $ustanciil1mente propm, huodn su pens~mtento en las pá!!,ÍniiS gnldos.innas, láncese ~~ atravesar esa cxtc:nS!Ón· ~ue es, :~1 mismo tiempo y en cada uno d su. P.Uil i()S, s~lvn .Y pru:~o.l) Con ella coincide Rafael Al~ú q1,1e ~11: «Un cp1sod•o nacaonal: Gerond» (Cursos y con/erem;i,Jsj núms. 139-1·41 , Buenos Alr<:s, octubre-diciembre d 1943), cXll tn el va.lor de est11S obras pqr encima de lo que S0n cotno productos clitétlcqs.

'9 Amado Alonso, «Lo español y lo unive:rsnl. en la obrn de Geldós» Materia y fon!la en pocsln, Gtcdos, Madl1d, 1965, p. 245.

to Lo; capftulos en que se describe el !u i la~ícnto y ta .csct:~1'1 subsigujente fueron :JcJm?r!lblcmcnte comcn~aclos por un bJStor~~t· do con excelentes condtcroncs para Jn crtuca. V6!sc ~osé Ma:cl~ Jover Z;Utlocn, «Bcni_ro l?ét-e:e Gnldós: L~ de /o.r /rutes deslr· t /QS)> en El comet~tnrra de textos 2, Castnhn, Madrid, _1974.

11 'Mesoncro Romnnos prÍilcipal (-uen! · de: informactón pam ln ~gunda secic. y que en . u juventud hobf•1 vivido ,no poc? de lo en clln contacló esc;rihl6 "(O u Gn1d6s: « ... No quzcro d~lllr pntn nuestro ent revjna el pince de felidtllr n Vd. por su último pre­cioso episodio El terror de 1824, t¡u ~ no dejé de 1n !Jl"~O hasln doblar su l.lltimn hojn: ranlQ fue el LQterés y Jn admtrac16n que en m[ ¡)roduj , ec:imo los III)[C{Ío~s . f ... ] Sobre. tod?•. es sorprcn· d~:mc, y IJU~ par.1 mf que para mogun otr()¡ !n mtuiCJÓn c011 que: se apodera Vd. de épocas , escenns y pcr·onnJCS qu no ha cono·

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200 RICAltDO GtJLtóN

ciclo y que, sin cmbn111o, !otogr:iffn con Ulla verdad prt-cursora (Cartas de _Gald6J 11 Mesc>lltJTO Romanos, J\rt s Gnifi s MuniC"~ paJes, Madr1d, 194.3, p. 27).

J2 TodiiS lns citas de csrn sección conespondtn ni caphul ll de El lfmor dú 1824.

1l ~ ~ docum~otndo estudio, <~Bc~ito Pére2 Gal~6s y la no. vela h1.'it6pca cspm1oln», 1nsula, Madnd 1966, Anton1o Rcgll]lldo pii!DSa que: en Jo .rdntivo a Riego sigue cl <lu tor ht opinión d~ los moderndos y cmr~:eomilla el u:nníoo <~libcrnlismo», cuando l"cie Jido u ¿¡ (pp. 103 y 105), pero su. argumcmo no invalld¡ll'\, ere~ yo, cl h1.'Cho de que al escribir los Episodi_ s nnciOIIOlt:s, aun es. forz-ándose por ser objerivo paro salv11guardar J~ vcrdnd artística y Lt oua, éstñ claro qu sus símpnt.í s, como n distinto proJ1Qs¡

10 vio Pereda, dd lado n que e inclinabn, él liberal No pucd() etlltnl" en un exrunc.n fond de problema lnn complejo. Lo gue Ocurre Io cesumió muy bien )os~ M:trfn ]Ove¡ Znmorn: «P~•esto a cxpli~ car rnrionolmc:me el proceso tle nue Lrn historia e nremporánea n fu nci6n de sus bases · odales, cl libero! Benito Pére2 Gnldós no puede tl j:fr d ve~· en Jns clases medias la fuc:r.M motl'iz de ral rm>­ccse» (nJttfculo y obm citada, p. 59).

14 He a ¡uf cómo describe on hi-stodad~r Jn mu 'l'te de Riego:

<cA 1M die-t de la mañann del misma dJa (del 5 de noviembr • en qlte fue sehtcriciado) le fue notificada Ja scmencia y se ~e puso en capilla. Dcbilicndo por los pndccilnicntos de su largo y 1 naso viaje, y _por las nmn1·guras de J prisión .Riego cayó Ch gmn pos. tración y desaliento, y ftlltólc ónimo pnru mirar con sercnidnd él próximo fin de S\1 cxistend:~ . Ent.rcgado a las i:nsph-ncioncs d JOs que le rodc~bna, hiciéÍ:onle escribir cst la n ht: del 6, vísper:¡ de su mue1•te, unn ca.·ut en 1n que: reeonocín y pedf:~ le fu~en perdo­rutdos los excesos y dclitos cometidos en 1 época pasada, i\1 si· gaicnte dín y u la hom fata l fue ncado de Lot cárcel y conducido al paúbulo del moda ignominioso que la scmcnci d~ín, :tbatido él y ~¡ ex.inime, contrastando su cslado con 1:1 bullid sa vocin­glcclo d l populncho que con taoro fren,esJ le hnbia aclamado y vitoreado antes y ahora :teúdl en t¡-opel a goz-ar con u1 espcctlfcu­lo de su muerte. Des6 Riego la escalcrtr del ettda!s . y a 1 pocos momentos dejó de e..•-istir entre los vivos al Rey absolut,o el qt.tc h~bfa sido {dolo del pueblo, de nquel pucbl que hnbfa hech el grito de ¡vlva Riego! cl desahogo de sus regocijos, el símbolo y la c:xprcslón de su entusií\Smo, la significac-ión d · su delirl ¡X>r la libertad, si que el pueblo cntoncts sabítl ni en una Qct~S ióo ni en Otra lo que: gr.itabn» (Modesto Lnfucnte, Historia gt!lltJral de &p111/a, tomo XIX Monrnnct y Sim6n, Batcelon:~ , 1890, pp. 122· 123).

El vocn))u lnrio del historiador al h:tblar de Ril!go merece ln pena de anotarse, pam que cl lector pueda compas'al"lo con cJ del no­velista: «irrdlexivo», {(arrebatado», puerllmentc vanidoso», «C!Sro· res y cxtravfos», «generoso¡¡ , \<no inclinado a In mnldad».

«EL TERROR DE 1824», DE GALDÓS 201

Otro historiador, basándose en buena pa_rte en, los Recuerdos li­terarios de Patricio de la Escosura, descnbe mas de~alla~a~er:te los hechos: «El 7 de noviembre de 1823 se perpetro el ¡undsco sesinato del scnml Riego . .Espronccdn, Ese<>sura, Vega y otros

:e hallaban agrupadós, Hvíclos, p:ú~itnnt~, deJan~ de la puerta principal de los Esludios de S1lll Tscdro su1 pro(cor un solo acen-0 Una muchc:dumbre de nmnolos y mao·olas, la hez del pueblo ~a-jo, se extendía hasta la plaza de la Cebada en .que se hallaba la horca. Una especie de oleada de la concurrencia y un rumor semejan te al de los mares, les hizo vol ve~ la cabeza a 1~ derecha

contemplar por medio de la calle, f11:etldo en un seron de _es­;arto del que tiraba un macilento polhno, a un ho!llbre, v,es_uda la negra hopa, y en la cabeza un fatal birrete, p~hdo , ex~mme , medio cadáver, al que misericordiosamente . suspendian en vilo los hermanos de la Paz y la Caridad para evitar que lleg~ra destr?· zado al cadalso. Le asediaban los frailes con sus exhortacwnes,_ mas pavorosas que consoladoras y el son destemplado ?e las .ca¡as Y la salmodia de la filantrópica cofradía, ~e tal modo !11?-presiO?ar?n a aquellos niños, que a ese estupor debiose que no hi~Ieran mn~m movimiento o dieran una voz que acabase c~n sus vidas» (E. 0 ·

dríguez Solís, Espronceda. Su tiempo, su vtda Y. sus obras, lm· prenta de Fernando Cao y Domingo de ya~,, Madnd, 18,83, p. 67).

Apenas hace falta decir que la,. descrspcwn de Rodnguez So!Is tiene el calor de lo testimonial, mientras la d~ Laflfente, 1~ ob¿e­tividad de quien no está escribiendo una bwgrafia apaswna a, sino una Historia. ,

15 Aristóteles, Poética, traducción de Valent:n Garcia Yebra , Gredas, Madrid, 1974, pp. 174-175.

16 Galdós, 1, p. 152. . , . 17 Carlos Castilla del Pino «Aspectos epsstemologlCos de la cul-

. ' d · ' - 1 d Anne tura psicoanalítica», apéndice en la ,t~a ucc1?n espano a . e Clancier, Psicoanálisis, literatura, crzttca, Catedra, Madnd, 1976, p. 286. 1 d

18 La inserción en este punto de una nota en que e au~~r a -vierte que las palabras puestas en boca de Sarmiento las d1¡o «el valeroso patriota don Pablo Iglesias», y o?serva que el ~<noble. Y heroico comportamiento [de éste] da en .cierto modo caracter hts· tórico al personaje ideal que es protagonista de esta obra», _le ~ue censurada por Mesoneros Romanos recién publicado ,e~ EpisodiO: «desapruebo, por completo, la nota estampada en la pagina 343, ~e· ferente a las palabras del tirador de oro [ ... ] en. ~uanto a.l colgar­selas al interesantísimo personaje ideal Don Patnc1o Sarm1ent? re­vela usted inoportunamente otra identidad, robándole el caractc;r histórico con que ya le habíamos aceptado» Al c_ontestar, G~ldos reconoció el desliz: <<lo de la nota fue una tont~na que yo mT~? no comprendo» (Cartas ... , pp. 28 y 21). Recientemente V? VIO

Montesinos a condenar el error (ob. cit., p. 160), reaparec1ente

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202 RICARDO GULLórv

en el .volumen I de Obr.as compleJas A ú1 J 1 p:lgtnft 185 de fu edición de Alianza' Edll?lt ~r,l y a, rti (1976) en

~ ~ Obr~ 1 . d ooa . 21l , ".YVO u~~ C'l ~a Os, J?· 152.

Tcod~~u l~o Üc:n PJhi.s¿ol'te ~de la lillénUttre, editado p r l'zv . 21

v, _· eu , .- ar , l9o5, p. 203. · CC'o~n . La perspectiva -y 1 convicción- de 1 fr il

dchr~o tc , rrnns¡nu·cnta us , liuctuacione:; en o~J i ~ .~s ~spond al gll llCla», «Pillle] CDjl"3ÓOSO» «S fi , CXI.CO. «~'<1 V(l. carn», «.h:l&il hisnión» ~~conf!iÓ~!e»~~~~•to~ «engaño», «más. do», «necio de c.apit·ot~», «mentcca;o de • ~», ~<tonro», «nsesi,oa­de vnlon>, «papel de héi'QC» «funrn ~ un;¡ PlezJI», «acepcnc:.tón «desazonado.~>, <•Inquieto». • rronc,da tearm.l.», <mervioso~.

Muerte del solitario: (Benito Pérez Galdós: Fortunata y Jacinta, 4.a, 11, 6)

GONZALO SOBEJANO

Y tras el mundo de los Episodios Luego el de las Novelas conociste: Rosalía, Eloísa, Fortunata, Mauricia, Federico Viera, Martín Muriel, Moreno Isla, Tantos que habrían de revelarte El escondido drama de un vivir cotidiano: La plácida existencia real y, bajo ella, El humano tormento, la paradoja de estar vivo.

(Luis Cernuda, «Díptico español», Desolación de la Quimera, 1962.)

1 Comió con regular apetito en compañía de su hermana y de Guillermina. Cuando concluyeron dijo a ésta que había dado orden en el escritorio de que le entregaran el sobrante de su cuenta perso­nal; con cuya noticia se puso la fundadora como unas castañuelas, y no pudiendo contener su ale­gría, se fue derecha a él y le dijo: «¡Cuánto tengo que agradecer a mi querido ateo de mi alma! Si­gue, sigue dándome esas pruebas de tu ateísmo, y los pobres te bendecirán . . . ¿Ateo tú? ¡Ni aunque me lo jures lo he de creer!» Moreno se sonreía

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tristemente. Ta! entusiasm le entró a la santa, que le dio un beso ... «Toma, perdido, masón, luterano y anabaptista; ahí lienes el pago de tu limosna.»

Sentíase él tan pro¡ enso a la emoción, que cuan. do los l ~tbios de la santa tocaron su frente le entró una leve congoja, y a punto estuvo de darlo a cono. cer. Esu·ech6 uav mente a la santa contra su pe­cho, diciéndole: <1Es que lo uno no quita lo otro; y aunque yo sea incrédulo, quiero tener contenta a mi rala eclesiástica por lo que pudiera tronar . Supongamos que hay lo que yo creo que no hay ... podría ser . .. En ronces rni querida rata se pondría a roer en un rincón del cielo para hacer un agujerito, por el cual me ·colaría yo ... »

-Y nos colaríamos todos -indicó la hermana de Moreno, gozosa, pues le hacían mucha gracia aquellas bromas.

-¡Vaya si le haré el agujerito! -dijo Guiller­mina-. Roe que te roe me estaré yo un rato de eternidad, y si Dios me descubre y me echa una peluca, le diré: «Señor, es para que entre mi so­brino, que era muy ateo . . . de jarabe de pico, se entiende, y me daba para los pobres.» El Señor se quedará pensando, un rato, y dirá: «Vaya, pues que entre sin decir na,da a nadie.»

A las diez est¡tba el misántropo en su habita­ción, disponiéndose para acostarse. «¿Se te ofrece algo?», le dijo su hermana.

-No. Trataré de dormir ... Mañana a estas ho­ras estaré oyendo cantar el botijo e leche. ¡Qué aburrimiento!

-Pero hombre, ¿qué más te da? Con no com­prárselo si no te gusta . .. Si esa pobre gente vive de eso, déjales vivir.

GALDÓS: «FORTUNATA Y JACINTA», 4.', II, 6 205

- No , si yo no me opongo a que vivan todo lo que quieran -replicó Moreno con energía-. Lo que no quita para que me cargue mucho, pero mu­cho, oír el tal pregón ...

- Vaya por Dios ... Otras cosas hay peores y se llevan con paciencia.

Después llegó Tom, y la hermana de Moreno se retiró, a punto que entraba Guillermina co~ la misma cantinela: «¿Quieres algo? ... A ver s1 te duermes, que no es mal ajetreo el que vas a llevar mañana. Mira: de París telegrafías, para que sepa­mos si vas bien . .. »

Daba algunos pasos hacia fuera y volvía: «Lo que es mañana no te llamo. Necesitas descanso. Tiempo tienes, hijo; tiempo tienes de darte golpes de pecho. Lo primero es la salud.»

-Esta noche sí que voy a dormir bien -anun­ció don Manuel, con esa esperanza de enfermo que es gozo empapado en melancolía-. No tengo sue­ño aún; pero siento dentro de mí un cierto presa­gio de que voy a dormir.

- y yo voy a rezar porque descanses. V er~s, ve­rás tú. Mientras estés allá , rezaré tanto por tl , que te has de curar, sin saber de dónde te viene el re­medio. Lo que menos pensarás tú, tontín, es que la rata eclesiástica te ha tomado por su cuenta y te está salvando sin que lo adviertas . Y cuando te sien­tas con alguna novedad en tu alma, y te encuentres de la noche a la mañana con todas esas máculas ateas bien curadas, dirás «¡milagro, milagro!»; Y no hay tal milagro, sino que tienes el padre alcal­de como se suele decir. En fin, no te quiero ma­re~r, que es tarde ... Acuéstate prontito, y duérme­te de un tirón siete horas.

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Le dio varios palmer112os en los hombros, y él la vio salir con desconsuelo. Habría deseado que le acompañase algún tiernp más, pues sus palabras le producían mucho bien. , -Oye una cosa ... Si quieres llamarme tempra­

no, hazlo ... Yo te prometo que mañana estaré más formal que hoy.

-Si estás despierto, entraré. Si no, no -dijo Guillermina volviendo-. Más te conviene dormir que rezar. ¿Necesitas algo? ¿Quieres agua con azúcar?

-Ya está aquí. Retírate, que tú también has de dormir. Pobrecilla, no sé cómo resistes ... ¡Vaya un trabajo que te tomas! ...

ba a decir «¿y codo pru·a C¡ué?>>, pero se con­tuvo. Nunca le había sid Lao gt·atn la persona de u tía como aquella o.oche, y se sintió attaído nacia

ella por fuerza h·¡·csistibJe. Por ·fin se fue la santa y a poco Moreno 01-denó a su criado que se r.e~ tlt·m:a. «Me acostaré dentro de un mtito --dijo el caballero-; pues aunque creo que he de dQl·­mü·, todav!a no tengo ni pizca de sueño. M sen­taré aquí y revisaré la li ta de regalos, a ver si se m.e queda algilllo ... ¡Ah!, conviene no olvidar las mantas. La hermana de Morris se enfadará si no

le JJevo algo de mud1o ca:l'ácter .. . «La idea de las mantas llevó a su mente, por encadenamiento, el recuerdo d algo que babfa visco nque11a tatde. Al jr .a .la tienda de la Plaza Mayor en busca de aquel ~rtgrnal artículo, tropezó con una ciega que pedía limosna. Era una much cha, acompañada por un viejo guica.trisra, y cantaba jotas con tal gracia )!

maestría~ que Moreno no pudo menos de detener· se un rato ante ella. Era horriblemente fea, andra-

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josa, fétida, y al cantar parecía que se le salían del casco los ojos cuajados y reventones, como los de un pez muerto. Tenía la cara llena de cicatrices de viruelas. Sólo dos cosas bonitas había en ella: los dientes, que eran blanquísimos, y la voz pu­jante, argentina, con vibraciones de sentimiento y un dejo triste que Ilenaba el alma de punzadora nostalgia. «Esto sí que tiene carácter», pensaba Mo­reno oyéndola; y durante un rato tuviéronle en­cantado las cadencias graciosas, aquel amoroso gor­jeo que no saben imitar las celebridades del teatro. La letra eran tan poética como la música.

Moreno había echado mano al bolsillo para sa­car una peseta. Pero le pareció mucho, y sacó dos peniques (digo, dos piezas del perro), y se fue.

Pues aquella noche se le representaron tan al vivo la muchacha ciega, su fealdad y su canto bo­nito, que creía estada viendo y oyendo. La popular música revivió en su cerebro de tal modo, que la ilusión mejoraba la realidad. Y la jota esparcía p~r todo su ser tristeza infinita, pero que al prop1o tiempo era tristeza consoladora, bálsamo que se ~x­tendía suavemente untado por una mano celestlal. «Debí darle la peseta», pensó, y esta idea le pro­dujo un remordimiento indecible. Era ta? gran~e su suceptibilidad nerviosa, que todas las lmpreslO­nes que recibía eran intensísimas; y el gusto o pena que de ellas emanaban, le revolvían lo más hondo de sus entrañas. Sintió como deseos de llorar ... Aquella música vibraba en su alma, como si. ésta se compusiera totalmente de cuerd~s armomosas. Después alzó la cabeza, y ·se dijo: «¿Pero estoy dor­mido o despierto? De vcxas qlle debi darle la pe­seta... ¡Pobrecilla! Si m'<lfiana tuvje1-a tiempo, la buscaría para dársela.»

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3B El reloj de la Puerta del Sol dio la hora . Des-pués Moreno advirtió el profundísimo silencio que le envolvía, y la idea de la soledad sucedió en su mente a las impresiones musicales. Figurábase que no existía nadie a su lado, que la casa estaba de­sierta, el barrio desierto, Madrid desierto. Miró un rato la luz, y bebiéndola con los ojos, otras ideas le asaltaron. Eran las ideas principales, como si di­jéramos las ideas inquilinas, palomas que regresa­ban al palomar después de pasearse un poco por los aires. «Ella se lo pierde .. . -se dijo con cierta convicción enfática-. Y en el desdén se lleva la penitencia, porque no tendrá nunca el consuelo que desea ... Yo me consolaré con mi soledad, que es el mejor de los amigos. ¿Y quién me asegura que el año que viene, cuando vuelva, no la encontraré en otra disposición? Vamos a ver ... ¿por qué no ha­bía de ser así? Se habrá convencido de que amar a un marido como el que tiene es contrario a la naturaleza; y su Dios, aquel buen Señor que est3 acostado en la urna de cristal, con su sábana de holanda finísima, aquel mismo Dios, amigo de Es­tupiñá, le ha de aconsejar que me quiera. ¡Oh!, sí; el año que viene vuelvo ... En Abril ya estoy an­dando para acá. Y a verá mi tía si me hago yo mís­tico, y tan místico, que dejaré tamañitos a los de aquí ... ¡Oh! ... mi niña adorada bien vale una misa. Y entonces gastaré un millón, dos millones, seis millones, en construir un asilo benéfico. ¿Para qué dijo Guillermina? ¡Ah!, para locos; sí, es lo que hace más falta . .. y me llamarán la Providencia de los desgraciados, y r>asmaré al mundo con mi de­voción ... Tendremos uno, dos, muchos hijos, y seré el más feliz de los hombres ... Le compraré al Cris-

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to aquel tan lleno de cardenales una urna de pla­ta ... y ... »

Se levantó, y después de dar dos o tres paseos volvió a sentarse junto a la mesa donde estaba la luz, porque había sentido una opresión molestísi­ma. Las pulsaciones, que un instante cesaron, vol­vieron con fuerza abrumadora, acompañadas de un sentimiento de plenitud torácica. «¡Qué mal estoy ahora! ... Pero esto pasará, y me dormiré. Esta no­che voy a dormir muy bien .. . Ya va pasando la opresión. Pues sí, en Abril vuelvo, y para enton­ces tengo la seguridad. de que ... »

3C Tuvo que ponerse rígido, porque desde el cen-tro del cuerpo le subía por el pecho un bulto in­menso, una ola, algo que le cortaba la respiración. Alargó el brazo como quien acompaña del gesto un vocablo; pero el vocablo, expresión de angustia tal vez o demanda de socorro, no pudo salir de sus la­bios. La onda crecía; la sintió pasar por la garganta y subir, subir siempre. Dejó de ver la luz. Puso am­bas manos sobre el borde de la mesa, e inclinando la cabeza apoyó la frente en ellas, exhalando un sordo gemido. Dejóse estar así, inmóvil, mudo. Y en aquella actitud de recogimiento y tristeza, expiró aquel infeliz hombre.

La vida cesó en él a consecuencia del estallido y desbordamiento vascular , produciéndole conmo­ción instantánea, tan pl'Qnto iniciada como extin­guida. Se desprendió de la humanidad; cayó del gran árbol la hoja completamente seca, sólo soste­nida por fibra imperceptible. El árbol no sintió nada en sus inmensas ramas. Por aquí y por allí caían en el mismo instante hojas y más hojas inúti-

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les; pero la mañana próxima había de alumbrar innumerables pimpollos, frescos y nuevos.

4 Y a de día, Guillermina se acercó a la puerta y aplicó su oído. No sentía ningún rumor. No había luz. «Duerme como un bendito ... Buen disparate haría si le despertara.» Y se alejó de puntillas.

S r N más que suprimir los acentos de los monosílabos que hoy no los exigen, y reemplazar «D. Manuel» por «don Manuel», se reproduce aquí exactamente el texto de la edición: Madrid, Librería de los Sucesores de Her­nando, 1915-18, vol. IV, 1918, pp. 149-157. Ofrece mejor puntuación qtJe la edición primera (Madrid, La Guirnalda, 1886-87, vol. IV, 1887, pp. 150-158), res­pecto a la cual la única diferencia que no es de mera puntuación consiste en escribir «torácica» donde se leía «toráxica». No contando con la edición limpia de defec­tos y cuidadosamente anotada que Fortunata y Jacinta reclama, parece discreto atenerse a la edición de 1915-18, publicada todavía en vida del autor y a todas luces más correcta que la primera.

El texto escogido, subcapítulo en sí completo, no plan­tea problemas en cuanto al significado de las palabras. Convendría advertir, si acaso, que «Comió» quiere decir aquí 'cenó', «peluca» equivale a 'reprimenda', y que to­mar «agua con azúcar» era en aquellos tiempos un míni­mo remedio doméstico. Abundan, en cambio, alusiones que sólo un recuerdo inmediato de la novela puede acla­rar. Para facilitar esta aclaración y situar el texto en el conjunto de la obra se hace a continuación un informe, puesta la mira en el personaje que protagoniza el texto, don Manuel Moreno-Isla, cuyo apellido se transcribe aquí con guión de enlace por ser la forma en que regularmen-

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te aparece escrito, salvo pocos casos, en la edición uti­lizada.

l. DE LA NOVELA AL TEXTO

Fortunata y Jacinta (Dos historias de casadas) se com­pone de cuatro partes. La Parte Primera, que abarca once capítulos (cada uno, como en las restantes partes, distribuido en un número variable de subcapítulos) es la «historia de casada» de JACINTA. La acción principal va de diciembre de 1869 hasta febrero de 1874. Genealogía de los Santa Cruz y los Arnáiz, juventud de Juanito San­ta Cruz, boda con su prima Jacinta Arnáiz, viajes de no­vios, primeros años de matrimonio. El amor de Jacinta a su esposo saca del olvido la aventura anterior de éste con Fortunata, y su frustrado anhelo maternal la induce a adoptar a un niño que ella cree fruto de esa aventura hasta que Juan la desengaña. Finaliza esta Parte cuando Santa Cruz anda buscando a Fortunata dispuesto a reco­brarla ahora que la sabe mujer de mundo.

La Parte Segunda, siete capítulos, es la «historia de casada» de FoRTUNATA. Trallscurre de principios de 1874 hasta el otoño. Historia y retrato de Maximiliano Rubín, quien conoce a Fortunata, se enamora de ella, la libra de la prostitución, trata de educarla, consiente que pase una temporada de «purificación» en las Micaelas, y se casa con ella. En las Micaelas, Fortunata ve por primera vez a Jacinta, visión que le despierta el ansia de emularla. Apenas casados Maxi y Fortunata, Juanito encuentra por fin a ésta y la hace caer de nuevo en sus redes. La recién casada deja el hogar.

La Parte Tercera (siete capítulos; acción principal, de fines de 1874 a junio de 1875) pone a FoRTUNATA Y JA­CINTA FRENTE A FRENTE. Coincidiendo con la Restaura­ción monárquica, se verifican dos restauraciones: la vuel-

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ta de Juanito a Jacinta tras abandonar a Fortunata, y el retorno de ésta a Maxi después de haber merecido el amor y los sensatos consejos del viejo coronel retirado don Evaristo Feijoo. Tales restauraciones precipitan el en­frentamiento de las dos casadas, que tiene lugar primera­mente de una manera breve y áspera en casa de la ago­nizante Mauricia la Dura (VI) y después en forma de violento altercado en casa de la conciliadora Guillermina la Santa (VII). Aquí es donde el problema queda plan­teado: esposa angelical estéril frente a amante ilegítima fértil. La «idea» que ahora anima a Fortunata es que, si la virtuosa Jacinta no puede tener hijos, ella, que ya dio a Juan un heredero (malogrado), se lo puede volver a dar. Y esta Parte acaba con el nuevo encuentro de Fortunata y Juan, que reanudan sus relaciones.

La Parte Cuarta (seis capítulos; acción principal, des­de el verano de 1875 a la primavera de 1876) establece la IDENTIFICACIÓN DE FORTUNATA Y JACINTA. El honra­do regente de farmacia Segismundo Ballester protege al enloquecido Maxi y ama y sirve a Fortunata sin que ésta le haga caso. La hija de la dueña de la farmacia, Aurora Fenelon, infunde a Fortunata la sospecha de que Jacinta sea infiel a su marido con don Manuel Moreno-Isla. Tal sospecha sugiere a Fortunata una primera (falsa) igual­dad con la esposa de Juanito. Abandonada otra vez por éste, y encinta, deja nuevamente el hogar recogiéndose en su antigua vivienda, inquietada por el visionario Maxi y atendida por el leal Segismundo. El descubrimiento de que Juan es infiel a Jacinta y a ella con otra mujer, Auro­ra, crea entonces una segunda (auténtica) igualdad entre ambas malcasadas; igualdad que Fortunata lleva a iden­tificación al legar su hijo recién nacido a Jacinta, antes de morir, y confesarse ella también «mona del cielo», o sea, idéntica a su antigua rival. La amante ilegítima fe­cunda, convertida en ángel por aspiración a su modelo

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de bien, entrega el fruto de su vientre a la esposa angeli­cal estéril, haciéndola madre. Junto a esta conclusión -confluencia de los destinos de las dos malcasadas- se destacan la liberación espiritual del loco-cuerdo Maxi, el castigo de Juan a merecer por siempre la indiferencia de Jacinta, y la frustración paralela, aunque distinta en mo­dalidad, de Segismundo y de Moreno-Isla, cuya soñada felicidad la muerte hace imposible.

Si Juanito, que abre la Parte Primera, es seductor de Fortunata y esposo de Jacinta; si Maximiliario, que abre la Parte Segunda, es esposo y aspirante a redentor de For­tunata; si Feijoo, con el cual se abre la Parte Tercera, ac­túa como amigo y consejero de ésta -ambas mujeres coinciden no sólo en el error de amar a Juan, sino en haber tenido cada una un enamorado que hubiera podido ser el fiel compañero de sus vidas; pero la vida es una enredadera de errores sin más consuelo que la continui­dad vital en la sangre o espiritual en la memoria. Con Ballester y Moreno se abre precisamente la Parte Cuarta, que concluye en un largo capítulo donde no faltan indi­cios de lo que hubiera podido ser: Jacinta piensa que en el niño que Fortunata le ha dado se mezclaban sus pro­pias facciones con las de

un ser ideal, que bien podría tener la cara de Santa Cruz, pero cuyo corazón era seguramente el de Moreno ... , aquel corazón que la adoraba y se moría por ella ... Porque bien podría Moreno haber sido su marido ... , vivir todavía, no estar gastado ni en­fermo (VI, 15).

Y hablando de Fortunata, confiesa Segismundo a un amigo:

se me metió en la cabeza la idea de que era un ángel ( ... ) . Será un delirio, una aberración; pero aquí dentro está la idea, y mi mayor desconsuelo es que no puedo ya, por causa de la muerte, probarme que es verdadera ... Porque yo me lo quería probar ... y, créalo usted, me hubiera salido con la mía (VI, 16).

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Reduciendo el esquema propuesto a sus términos ele­mentales, podría enunciarse así: 1) Historia de la mal­casada Jacinta, que incluye retrospectivamente la historia de la seducción de Fortunata. 2) Historia de la mal­casada Fortunata. 3) Oposición circunstancial de Fortuna­ta y Jacinta. 4) Identificación esencial de una y otra. O más escuetamente: Línea de Jacinta y primer tramo de la de Fortunata; línea consecutiva de ésta; conflicto entre las dos; igualación de ambas.

En el plano de la acción se dan los triángulos cam­biantes señalados por Ricardo Gullón, 1 pero sustancial­mente no parece que haya sino dos triángulos: Fortunata aspira a ser ángel a través de Jacinta, y ésta anhela ser madre a través de Fortunata. 2 En otro excelente estu­dio sobre esta novela Agnes Moncy Gullón ha analizado como motivos estructurantes el de los pájaros y el que llama motivo «introductorio»: 3 cada parte de la no­vela introduce a un protagonista masculino de importan­cia decreciente para el destino de Fortunata: Juanito (Parte l.a), Maxi (2 ." ), Feijoo (3.") y Ballester (4.a). Pero en realidad la Parte Cuarta no sólo introduce a Ba­llester, sino también introduce, o reintroduce destacándo­lo, a Moreno. Por otro lado, si es importante cómo em­pieza cada Parte, no lo es menos cómo termina: la Pri­mera finaliza cuando Juanito anda en busca de Fortunata; la Segunda acaba cuando aquél encuentra a ésta y desba­rata su matrimonio; la Tercera termina con otra recaída de Fortunata en poder de Juan, y fa Cuarta concluye evo­cando lo que hubiera podido ser, para Fortunata y para Jacinta, y proclamando la libertad del espíritu frente a la materia (Maximiliano). A diferencia del final reincidente que caracteriza las tres primeras partes (búsqueda de For­tunata, encuentro con Fortunata, nuevo encuentro con Fortunata), la parte última se distingue por su final no mecánicamente reiterativo y obstructor, sino generativo y

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abierto: Moreno difunto sobrevive en la memoria de Ja­cinta; Fortunata muerta pervive en la sangre de su hijo y en la memoria de Jacinta, de Segismundo y de Maxi­miliano; éste, recluido, trasvive en la libertad de su con­ciencia: «Resido en las estrellas» (VI, 16).

Supuesto que el esquema anterior posea alguna vali­dez, siquiera como enmarque del texto, veamos somera­mente el papel que desempeña en la novela don Manuel Moreno-Isla, sólo nombrado al resumir la Parte Cuarta.

En la Parte Primera Moreno es mencionado entre los miembros del linaje burgués de su apellido como socio principal de la casa de banca que antes fue propiedad de su familia (VI, 2). Se le retrata y se le presenta conversando, en casa de los Santa Cruz, el día de la abdi­cación del rey Amadeo. Excelente persona, célibe, riquísi­mo; vivía en Londres la mayor parte del añ¿; alto, del­gado, de mal color por su endeble salud. Moreno llama a su tía Guillermina rata eclesiástica porque todo lo re­gistra para sacarle dinero, y ella le increpa de usurero, pillo, etc., pero reconociendo que su corazón está forma­do de «pasta celestial» (VII, 2) . Ante la baja de las acciones con motivo de la abdicación del rey, Moreno se expresa dispuesto a marcharse a Londres luego de vender las suyas, y el narrador perfila su semblanza de ricacho soltero y extranjerizado a quien todo lo español le parecía de una inferioridad lamentable (VII, 3). Con ocasión de la cena de nochebuena de 1873 en casa de los Santa Cruz, se sabe que Moreno «no fue aquella noche» (X, 5). Si Guillermina representa salud, postulación, desprendimien­to y actividad, Moreno-Isla asoma en esta Parte como portador de correspondientes contravalores: enfermedad, negación, riqueza conservadora, inhibición. Aunque su bondad queda fuera de duda, su manía antipatriótica, burlescamente exagerada, le hace parecer un personaje plano y monocorde, propicio a la caricatura.

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En la Parte Segunda Moreno sólo es el nombre de un ausente. Se alude a él como persona influyente que po­dría hacer diligencias para sacar de la cárcel a Juan Pablo Rubín (VII, 5).

En la Parte Tercera se insiste en cualidades ya conoci­das, pero se descubre un dato, su amor a Jacinta, de ma­nera más delicada porque no procede de información del narrador, sino que se desprende del diálogo. El 15 de ene­ro del 75, recién vuelto de Londres, M9reno sube despa­cio y jadeante la escalera y, al ver a Jacinta, exclama: «¡Oh puerta del paraíso! ¡Qué manos te abren!» (II, 4). Gira la conversación en casa de los Santa Cruz sobre los acosos pecuniarios de Guillermina, la mala salud de Mo­reno, su extranjerismo en el vestir y en el hablar, y los defectos de España: plagas de pulgas, casas inhabitables, pereza, pobreza, malos modos del pueblo que pueden no­tarse al subir a un tren («Por Ia mañana, cuando despier­to en la Sierra y oigo pregonar el botijo e leche me siento mal»), etc. Guillermina advierte a Jacinta que su sobrino viene más hereje qu~ nunca («no sabes bien lo protestan­te y calvinista que viene ahora»), pero reafirma que «en el fondo es un buenazo». En el capítulo que sigue (III, 2), Fortunata ante la casa de los Santa Cruz ve entrar y salir gente, entre otros un caballero con botines blancos que parecía extranjero y que se detuvo un momento a mirarla. Se alude más adelante a que don Manuel, uno de los Morenos ricos, visitaba alguna vez a la viuda de Samaniego, una Moreno pobre (VI, 7). En el capítulo final, dialogando Moreno con su tía, lamenta los «desve­los horribles» que le aquejan, y en el ya habitual juego del daca y toma con Guillermina, amenaza con hacerse «protestante, judío, mormón» para que la postulante no le abrume con sus demandas. Al aparecer en la casa Ja­cinta con Patrocinio, hermana de don Manuel, éste pide ayuda a Jacinta, que, aliada de 1~ fundadora, reitera en

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parecido tono bromista sus reproches, colaborando a la piadosa sonsaca, mientras el caballero miraba embelesado «tan pronto la cara de la mendicante como su mano de ángel, sonrosada y gordita» (VII, 1). Cuando, en fin, se produce el violento altercado entre Jacinta y Fortunata en casa de Guillermina, el criado inglés de Moreno pone en la calle a la segunda, en tanto la primera sufre un desmayo, y Moreno reconoce que tales cosas le ocurren a su tía «por meterse a fundadora» (VII, 3). última apa­rición, aunque muda, del personaje: Fortunata ve desfi­lar hacia la calle de Toledo un entierro, en cuyo séquito pasaban «los Villuendas, los Samaniegos, Moreno-Isla» (VII, 5).

Al acabar de leer la Parte Tercera, el lector puede reco­nocer que Moreno-Isla no es ya un tipo de fácil carica­tura. Vuelve a señalarse ahí la bondad de su carácter, pero sobre todo se descubre su respetuoso amor a Jacinta, lo que suscita cierta expectación.

La Parte Cuarta responde a esa expectación y lleva al personaje a su pleno relieve. Aurora Fenelon, hija de la dueña de la farmacia regentada por Ballester y prima de Moreno, confía a Fortunata que éste se encuentra de ve­raneo en Francia acompañando a los Santa Cruz (I, 4, 5), y más tarde, al anunciarle el regreso de los veraneantes, procura infundir a Fortunata la sospecha de que Moreno haya podido conquistar a Jacinta; sospecha que Fortunata se niega a admitir (I, 8). Refiere entonces Aurora a sú amiga su lejano amorío con Manuel Moreno trece o ca­torce años atrás, y le pinta como un «solterón estragado» que la persiguió casada y la menospreció viuda y que aho-ra, hastiado y enfermo, frecuenta a la esposa de Juanito. .• · · • Resultado: Fortunata empieza a dudar de Jacinta, para .· .. _. ella hasta allí el modelo de virtud (I, 12). En este punto - ¡ ;?, t-;;~ se abre el capítulo al que pertenece, como subcapítulo 5 ~ 1

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Ese capítulo II se titula «<n omni »: moti'lto s btcs:r. liente es la imposibilidad de concilia · el sueño. que J~adec Moreno-Isla. Las seis unidades q1,1e lnt g 1:11.U el capímlo se disponen de modo que las tres primeras abarcan un día de octubre: mediodía 1 l'arde / noche¡ y las otras ttes el día siguiente: mañana 1 tard / noche. •

l. A las doce del primer día, Moreno regresa a su casa «de vuelta de un paseíto por Hyde Park .. . , digo, por el Retiro», equivocación que, como en el texto los «peniques» por las «piezas del perro», responde a la per­turbación del personaje. Caminando por las calles, soli­loquia sobre motivos que le obsesionan o le salen al paso, entre ellos su mala salud, las hordas de mendigos, las horribles carrozas funeraria~¡ . Ya en casa, tras encargar a su criado Tom que ponga en agua unos nardos, More­no-Isla («Llevo más de diez noches sin pegar los ojos») escucha a su primo, el doctor Moreno-Rubio, recomen­darle bajo peligro de muerte la renuncia a cavilaciones y apetitos locos. A la ansiosa pregunta del enfermo sobre su capacidad para tener hijos , el doctor le replica que podría pero que debiera haberlo pensado antes.

2 . Por la tarde Moreno ha estado haciendo visitas y después cena en casa de los Santa Cruz. Vuelta al tema de los defectos de España. La madre de Jacinta intenta aproximar a Moreno a una hermana de ésta, pero él sólo está pendiente de Jacinta, con quien dialoga de un modo premioso y pueril. Háblale ella con ternura maternal re­fuerza los consejos del médico y termina invitándoÍe a que vuelva a Inglaterra, busque mujer y tenga hijos: «Me contento con ser madrina del primer Morenito que naz­ca.» Al despedirse, Jacinta nota en él una expresión de persona completamente trastornada.

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3. Por la noche del mismo día, en la soledad de su habitación, Moreno, desvelado, rememora sentimientos e impresiones: su amor a Jacinta («si fuera soltera .me ca­saría con ella»), la ilusión de hacer de dos desgraCias una felicidad («su marido es un ciego y desconoce la joya que posee»), la imagen de la amada (cara graciosa, expresió? celestial, ojos serenos y risueños, cabellera oscura con ra­fagas blancas: «¡Pobre ángel! Su única pasión es la ma­ternidad, sed no satisfecha, desconsuelo inmenso. Su pa­sión se me comunica y me abrasa: yo también quiero tener un hijo, yo también»). Y, después de sentir el golpe de la sangre, nace en el alma de Moreno la esperanza de curarse si Jacinta le quisiera. Surge entonces, como una alucinación, la figura de un mendigo cojo al que aquella mañana dio parva limosna por librarse de visión tan re~ pugnante: «Si lo veo mañana, le doy un duro. ¡Vay~ s1 se lo doy!» Sin sueño, va contemplando luego la hablta­ción y sus objetos, oye el chorrear de la fuente de Pon­tejos y el rumor de algún coche por la Puerta del Sol, evoca impresiones londinentes y el paso de todo y la es­tela que deja ese paso. Horrorizado ante la idea de que le lleven a enterrar «en esos carros tan cursis», resuelve marcharse de Madrid: tal vez así Jacinta piense en lapo­sibilidad de quererlo y tener hijos suyos . «Dentro de mí», imagina el infeliz, «anida este convencimiento como un germen de esperanza.» Acostado de nuevo, vuelve a su memoria la lejana infancia: la voz de su padre («A su madre no la había conocido, porque murió siendo él muy niño»), el día en que se perdió su hermanita y él creyó morir del susto, otro día en que trotando sobre el burro de un aguador cayó y se abrió la cabeza. Transportado a tan remoto ayer, le sorprende el alba y el ruido de la rata eclesiástica preparándose a sus siete misas.

A esta altura el personaje, antes plano o casi plano, aparece enriquecido de facetas y matices : intensamente

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enamorado, capaz de conmiseración, fértil en esperanzas y .recuerdos·. Y los ues caPítulos que siguen, paralelos a lo ot:J.·os tres, confirman la densid.1d de esa conciencia y la llevan a u destino de malogfO.

4. Guille rlniua toca en l;1 pu na y entra a ver a su sobrino. Moren,o se pto ooe pen:sat más en Dios y dedi­carse a obras de piedad. Re_p.rocbale su tía huir del calor familiar y él maniúes[a que si le quisieran se quedaría Y protegería la devoción. Aprovechando este conato, Gui­llermina le lleva a San Ginés, donde el misántropo, oída una misa y mientras su tía escucha la segunda, pasea por el templo como en un museo. Estaba contemplando <mna imagen yacente, encerrada en lujosa urna de cristal», cuan­do apareció el servicial Plácido Estupiñá y le informó de aquella escultura. A la salida, Guillermina le afea su falta de respeto y sng.iel'e al arrepentido que emplee dinero y espíritu en una obra santa, «por ejemplo, un gran ma­nicomio». «Sí, no me parece mal. Y lo estrenaríamos tú Y yo ... », responde Moreno, sonriendo «de un modo que le heló la sangre a su generosa tÍa».

5. Regresa Moreno, encarga a su criado y a Estupiñá la compra de regalos para sus amigos ingleses: pandere­tas, acuarelas, mantas, moñas de toros algún cacharro «de carácter». Empaquetados ya unos regalo baja Mo­reno al escritorio de la banca y dispone que entreguen un sobrante de los alquiletcs de sus casas a Guillertnina. Y aquella tarde, después de haber acudido a las cinco a una tienda de la Plaza Mayor en busca de «mantas gra­nadinas», se encuentra, al regresar a su casa, con Jacinta. Muéstrase ella enterada de la misa de aquella mañana, y él le promete volver al día siguiente si ella también va; Jacinta le pregunta si es que no se marcha de España, y él deja la decisión en manos de su amiga, que no se atreve

GALDÓS: «FORTUNATA Y JACINTA», 4.", II, 6 221

a aconsejarle. Llegados al piso, Moreno se retira mientras Jacinta visita a Guillermina. Cuando aquél se entera des­pués de que Jacinta no ha hablado una sola palabra sobre su encuentro, siente como una onda glacial y lo que dice lleva el signo de la desesperación: «Yo no creo en nada, en nada, en nada.» Entre bromas y veras, su tía le re­prende por no volver a Dios los ojos, y el caballero «es­taba tan abstraído que ni siquiera la sintió salir».

6. Texto. Muerte del solitario. Se comenta en seguida.

Antes, conviene aclarar dos puntaos: el porqué de este capítulo protagonizado por Moreno-Isla y la huella del personaje en el resto de la novela.

Desde el punto de vista de la trama, la motivación podría ser ésta. Al final del capítulo anterior (4.a, I, 12) Aurora había insinuado a Fortunata la sospecha de que Jacinta fuese infiel a su marido con Moreno-Isla. El ca­pítulo II se abriría entonces como un intento de explicar la realidad oculta tras esa sospecha. Sería como si el na­rrador dijese al lector: '¿Has oído tal insidia y entiendes lo importante que es para Fortunata saber si Jacinta es virtuosa, y por tanto superior a ella, o no lo es, y por tanto igual o inferior? Pues he aquí la verdad: Moreno corteja a Jacinta más que nunca, pero mira cómo nada consigue, mira cómo sufre y muere sin 'conseguir nada.' Y el capítulo posterior empezará precisamente mostrando cómo Fortunata llegó a engañarse tanto con la calumnia de Aurora que la usó de argumento frente a los desde­nes de Santa Cruz, sin lograr más que herir el amor pro­pio de éste y precipitar así su alejamiento.

Pero, aun si el capítulo II resulta oportuno para acla­rar la cuestión de la virtud de Jacinta poniendo de re­lieve el nefasto engaño de Fortunata, hubiera podido ser más breve e incluso reducirse a unas líneas. La virtud de

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Jacinta y la veracidad del amor que Moren le ptof son datos sobre lo"S que el lector no alberga la rn esa d d S. 1 . . • enor

u a. tmp e conventena.as de la trama no ¡'us•:c el w:tcan

pues, capítulo. u longitud y 1a proftmdidad con. • Jo t·o el . ¡· que v perso.oa¡e o lgan a pénsar en otta raz n·

llnc-··' ' o o 1 . r.tas . " ~o ap:axeeer mtet•mne~temente, e autor ha lleg.ado a tnteresan;~ por 1 pers n ¡e hasta tal pumo que, 1 or un 3cto .d ltbt·c voluntad creativa, desea entrar en su coa. c•cna~ y desvelar el secreto de su vida: no el en· m _ · Jaci.cta, sino el de Moreno-Isla. Si los amantes efec~

hvos de Fortunata le han mereci o prolongada at nció al , l o f . o, 1~ra sera? os rne ectrvos enam -rados de aquélla y d

Jaanta qmenes auaigan su curio ·idacL La esperanza el ensueño el proye~to _Uusion:.~do pu deA' ser tan dignos' d; novela como la e!1c-ac1n la conquista, el cumplimiento.

Aunque muc;:rto, M reno-Isla no desllpat·ece totalmc.n. te de .la novela. F rl-urtata, i1ldudda por Aurora, calumnia a Jacmra ante su esposo con la ingenuidad con que lo hace todo: «tu mujer te ha faltado con aquel señor de M t·cno, que se rnw·i6 de t·epe!lte: una noche» <da mono del Cielo le quería tamhíéu, y tenían sus citas ... , no sé dónd . . . , pero las tenian>> (Ili 1). Abandonada FortU· nata por Juan nuevamente, Aurora se retracta ante ella de la ·ospecha <Jlle sembró en su ánimo y le refiere de paso, el dia del funeral por Moreno (15 de noviembre)) la alarma que produjo la muerte de su (lcimo y c6mo ella misma le vio ensangrentado y con los ojos abie,rtos: <~Hay que reconocer que ese hombre tenía que concluir de mala manera; pero eso no quita que una le tenga lástima» (III, 2). Ahora Fortunata se aferra de nuevo a la idea de la virtud de Jacinta: «si oo fuera honrada esa mujer, a mí m pare_ceda que no hay homadez en el mundo y que cada cual puede hacer Jo que le dé la gana».

Ya embarazada, Fortu.oata se recoge a vivir en la casa de Ja Cava: <esta casa era de don Manuel Moreno-Isla,

GALDÓS: «FORTUNATA Y JACINTA», 4.', II, 6 223

que el año pasad le di la administración a d o ~hkido.}) (Ill. 7). Alll t davia la asaltan las dudas s bre SI «hnbw falrado Jacinta con cl señor de Moreno» (IV, l). Y .ya

0 el lecho d mu rt cu.tndo uUiermina confirme la ~noc.encia de Jacinta, F r~unata e scnúrá feliz de hab ;

8g ·edld a Aurora: <(Uno clt! los motivos p_or que Le pegue

fue el haber dicb.o eso, el haberme encaJado la. bola ~e que Jacilltll era como n sotras» (VI, 11): Pr6xuna a la agortí.a, cumple Fortlillnta su pol' tanto_ ucm~o alc~utada «id~» al legar su hijo n Jacinta1 mummdo ¡cJenuficada con ésta. Y JaciOl'a, condenando a su sposo a la más completa indiferenci'<l, sueña, como q~ed:t clíc~o, que Mo· reno bien podría haber sido su mando: «VIVir todaví11 no es_rat gastado ni enfc.rmo, y tener la misma cara que ren1a el Delfín, ese fa lso maln. persona ... 'Y aunque no la tuvieta, vamos, ·aul}quc no la tuviera ... ¡Ah!, el mundo entonces sería como debía se:r, y D() pasatíno las mu~has cosas malas que pasan! .. .'>> (VJ, 15). .

Dentro de la novela, Moreno-Isla, personaJe secunda­rio pero deswcndo, cumple, pues, dos !un~?nes, amba apuntadas ya por Ricnrcio Gulló~: · «Opostcu6w> r~pe ~ to a uillermina y de «confirmación» respecto a Jacmta. Representa muy ptiocipalmeme otra: la d posibl~ esposo p rfecto de Jacinta fonci6n pí.ualela ~ la _de C0 tsmundo respecto a Fortwlnta en csra doble h1stona de error ma­tl'imonial. Pero, sobre todo, lo que agnmda Sll ·figura hasta aproximarla al grupo de los protago~stns, . consiste en que Moreno, que empje7..a como un (<:1pO)> VJ to. por hle­-ra, es pt'ogtesivamenie acercado a la ~1ra~a del lector has­ta lograr que éste penetre é.l1 la conaenc1a de la pers~nn contemplada por d~ntro. Todo el cap1t~o «lnsommm está saturado de la pt•esencia dd persona¡e, de 1 cons· tanda de su drama ,íntimo. Ha querido el narrador con­sagrarle ese capítulo entero que es como una pequeña novela dentro de la novela mayor, conexionada con ésta

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a través del destino de Jacinta. No se trata de un caso único: otros personajes secundarios obtienen el privilegio de un capítulo a ellos dedicado y aun titulado con su nombre: «Estupíñá» (l.", III), «Guillermína, virgen y fundadora» (l.a, VII), «Doña Lupe la de los pavos» (2.", III), «Nicolás y Juan Pablo Rubím> (2.", IV). Pero hay una diferencia notable: estos personajes merecen sendos capítulos al aparecer por vez primera o muy cerca de su primera aparición, con lo que adquieren esos capítulos calidad de retratos previos ; Moreno-Isla, en cambio, en­cuentl·a su capítulo al final, cuando va a desaparecer, y este carácter enclítico de la unidad a él dedicada cobra así el sentido de una revelación 5

.

2 . EL TEXTO

Consiste en una sucesión de cuatro escenas separadas por elípsís sin marca gráfica:

l . Hasta donde se lee «A las diez estaba» ocurre la primera escena. El lugar no nombrado ha de ser el co­medor. La hora, entre las seis aproximadamente (por lo que se dice en 4.\ II, 5) y las diez. Los agentes -Mo­reno, su hermana y Guíllermína- están hablando después de cenar. Hablan de una limosna dada por Moreno a Guí­llermina y de la posibilidad de salvarse el limosnero por la gratitud de la favorecida. Se trata de una esperanza de salvación para el incrédulo.

2. «A las diez estaba el misántropo», inicia la segun­da escena. Otra hora: las diez. Otro lugar: la habitación de Moreno. Otra disposición de los agentes: primero es­tán allí Moreno y su hermana; luego llega Tom, sale la hermana, entra Guillermina; después ésta se va, y More-

i GALDÓS: «FORTUNATA Y JACINTA», 4.", II, 6 225

no, ordenando al criado que se retire, queda solo. Se conversa a dos voces: Moreno y su hermana, Moreno y Guíllermína (el criado no habla). Se trata en estos breves coloquios de una esperanza de cu1·ación del enfermo, tam­bién aquí fomentada por la agradecida Guíllermína.

3. «Me acostaré dentro de un ratito», puede ser el final de la segunda escena si este decir ocurre antes de retirarse el criado, presunto destinatario de tales palabras, o el principio de la escena tercera sí son palabras de Moreno a solas. En el primer caso, con «La idea de las mantas» empezaría este fragmento del texto en que su protagonista, físicamente solo, recuerda, imagina, proyec­ta, pasea, y se sienta para morir. Escena que viene sig­nada por la soledad del personaje en el mismo lugar que la anterior y a lo largo de un tiempo nocturno indefi­nido. Tres puntos se destacan en esta prolongada unidad: A) esperanza de reparación caritativa para la mendiga ciega; B) esperanza del amor de Jacinta (a quien no se nombra), y C) acometida de la muerte en el instante de más firme esperanza.

4. Cinco líneas últimas. Otro tiempo: «Ya de día». Otro espacio: «se acercó a la puerta». Otro protagonista: Guillermina, que cree dormido al muerto. Se verifica aquí la confusión de muerte y sueño. El insomnio de la vida de Moreno-Isla ha acabado en el sueño de la muerte.

Para puntualizar las escenas se ha aplicado el criterio de las unidades dramáticas: tiempo, lugar y acción. El tema dominante viene definido por los términos denota­tivos de upa porción de mundo formalizada: esperanza de salvación (1), de curación (2), de caridad (3A), de amor (3B), muerte en la cumbre de la esperanza (3C) y confusión muerte-sueño ( 4). Considerando las variaciones

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.de la . peraoza en Jos tres primeras escenas com tno­yecciones de la conciencia insomne la confusión de Gui. llcrmina al suponer do:rmido a quien está muen ton1a el significado de una igualación: mucrt = s-ueño. y c1 subcapítulo en total puede apreciarse en su sentido uni­tario como el pas de la esperanza acompañada a la es­peranza solitaria y de ésw a ltl muerte. O en la superficie: como el pASo del insomnio al sueño (se trata de l.a unidad última de un capítulo ciculad «Ins. mni01 ). 6

El hallazgo de la actitud desde la cual se vive el tema es cuestión más delicada. Depende del ritmo, la entona­ción, los valores connotativos y alusivos de ciertas pala­bras y de la intensidad de ciertas expresiones descrip­tivas que pueden ser pocas en número pero decisivas para sugerir el temple anímico. Abreviadamente: la actitud del protagonista en las escenas en que interviene como sujeto actuante, recorre esta escala : tolerancia más bien irónica respecto a [a esperanza de salvación propuesta por Gui­Jlermina .(1) , gozo melancólico en el presagio de dormir bjen aquella noche y desconsuclo al sentir que se retira la pen¡ona 'lUe acaba de dibujarle un futuro de salud tan difícil de creer (2), embellecimiento de la realidad gracias al poder de la música que invade el alma del personaje como una tristeza infinita pero consoladora (3A), miti­gación de la soledad por una creciente emisión de pro­yectos amorosos que, tras el primer embate cardíaco, aún logran afirmar una seguridad (3B); y, en esto, sobreviene la muerte, precedida de angustia y recibida con inmovili­dad y silencio, en una «actitud de recogimiento y tris­teza» (3C). Es la tristeza el estado de ánimo que preside las escenas. Pero esa tristeza, clarividente al principio puesto que la esperanza de salvación y de curación no es del incrédulo e incurable sino de otm pe.rsona1 s va de­jando ofuscar por la ilusión: la mís-era reali ad d Jamen­diga ciega queda embellecida por la música; el amor de

GALDÓS: «FORTUNATA Y JACINTA», 4:, II, 6 227

Jacinta se dibuja como una posibilidad acariciada con cre­ciente urgencia de consuelo. Al formular la más rotunda expresión de esperanza («tengo la seguridad de que ... ») es cuando la muerte deshace esa esperanza y el sueño in­finito pone fin al insomne esperar.

Si la actitud del personaje es una tristeza que pasa de mayor a menor clarividencia según progresa la esperanza, la actitud del narrador es al principio simpatizante y al final distanciada. A lo largo del texto se suceden algunas anotaciones de inmediata empatía: «con esa esperanza de enfermo que es gozo empapado en melancolía», «Eran las ideas principales, como si dijéramos las ideas inquilinas», «en aquella actitud ( . .. ) expiró aquel infeliz hombre».

7

Pero el párrafo penúltimo del -texto contiene una expli­cación distante, a modo de síntesis: «Se desprendió de la humanidad; cayó del gran árbol la hoja completamente seca», etc. La imagen parcial de la hoja «seca», de las hojas «inútiles», parece suscribir un veredicto negativo al final de un destino estéril: la infecundidad es un motivo de la novela, presente en Jacinta, en Maximiliano , en Feijoo y, hasta cierto punto, en Segismundo y en la mis­ma Guillermina; presente también en el malogro del pri­mer hijo de Fortunata y en la absoluta inutilidad social de Santa Cruz. Pero la imagen total del «gran árbol» que cada mañana alumbra nuevos pimpollos , restablece la es­peranza; y la novela entera, en su significado y en su for­ma, se levanta como artística reproducción de la vidq arbórea, de ese «dilatado y laberíntico árbol, que más bien parece enredadera, cuyos vástagos se cruzan, suben, bajan y se pierden en los huecos de un follaje densísimo» (l.", VI, 1). Ni es casual que este subcapítulo, cuyo tema es la esperanza y cuya actitud se cifra en una tristeza vincu­lada a distintos grados de clarividencia, acabe con otro hecho que tiene que ver con la clarividencia y la espe­ranza: al suponer Guillermina que su sobrino duerme,

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realiza un acto de ofuscación (faltn de d ativldCJ1cia) ins­pirado por la esperanza: por la esperanza de que ni 6n haya podido el sueño aliviar el sufrimiento del ins mné.

Reconocidos así la estructura (cuatro escenas de la com­pañía a la soledad y de ésta a la mueJ· te), cl t~n (p.to­yección de esperanzas) y la actitud (tríste-~oa que va per­diendo clarividencia en el p rotagonisra), cnb proceder a un análisis del lenguaje, señalando los ca" •os de cada es­cena que, por repetición, rareza, o contraste, 8 parezcan característicos a la luz de la actitud, el tema y la estruc­tura propuestos.

l. La primera escena es un diálogo precedido, y lue­go entrecortado, por breves frases narrativas y descripti­vas o por incisos denotadores de estilo directo.

Las frases iniciales del primer párrafo narran lo que sucedió: «Comió», «Cuando concluyeron dijo», «con cuya noticia se puso la fundadora como unas castañuelas». El giro «como unas castañuelas» exhibe en lenguaje familiar la alegría de Guillermina. La cual, «no pudiendo conte­ner» tal alegría, «se fue derecha» a su sobrino. En con­traste con los perfectos simples de actividad, resalta la frase pasiva y durativa «Moreno se sonreía tristemente», y en contraste con «no pudiendo contener su alegría», el párrafo segundo consigna que al interpelado le entró una leve congoja «y a punto estuvo de darlo a conocen>. Des­bordamiento en Guillermina, contención en Moreno. Si aquélla se va derecha a éste exclamando, exhortándole, lanzándole una elíptica pregunta de asombro seguida de nueva exclamación y, en su entusiasmo, «le dio un beso» acompañado de mimosos improperios, el caballero (en el párrafo segundo) modérase otra vez: «Estrechó suave­mente a la santa contra su pecho». Y las palabras que pronuncia forman otro contraste con las proclamadas por Guillermina: empiezan como la trémula aclaración de una

GALDÓS: «FORTUNATA Y JACINTA», 4.", II, 6 229

aparente paradoja («Es que»), siguen enunciando una captación de voluntad («quiero tener contenta a mi rata eclesiástica») enmarcada entre una concesión («aunque yo sea incrédulo») y una hipótesis («por lo que pudiera tro­nar») y prosiguen y terminan en la pura hipótesis: «Su­pongamos», «podría ser», «Entonces mi querida rata se pondría a roer», «me colaría yo». Aclaración, concesión, hipótesis descubren más que la propia esperanza la espe· ranza ajena, en la que el sujeto trata momentáneamente de instalarse por condescendencia y no por convicción. Para estar convencido aún es demasiado clarividente su tristeza.

El gesto afectuoso de ponerse en la ajena conciencia no sólo se manifiesta en la admisión irónica de la posibi­lidad de salvarse, sino en el contagio de la palabra del desconfiado por la palabra de la creyente. Si Guillermina había dicho «mi querido ateo de mi alma», aquél dice «mi querida rata», habla del «agujerito» en el rincón del cielo (imagen y diminutivo dignos de la santa) y se ex­presa en el tono familiar de ésta («por lo que pudiera tronar»). Guillermina, efectivamente, prodiga los giros coloquiales ya en su primer parlamento y, más aún, en el último de esta escena: «¡Vaya si le haré el agujerito! », «Roe que te roe» , «me echa una peluca», «jarabe de pico», «Vaya, pues que entre». Tal es su estilo, de timbre mon­ji!, con el que afirma en futuro de diligente insistencia lo que el sobrino había apuntado en imaginario modo po­tencial.

2. No hay trans1c10n explícita de la primera escena a la segunda; pero cotejando el comienzo de aquélla ( «Co­mió con regular apetito») y el de ésta («A las diez estaba el misántropo en su habitación») y notando la elipsis en­tre una y otra y la brevedad de ambas, se reconoce un ritmo rápido, como si estas escenas fuesen preparatorias

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de algo más importante. Y así es: estos instantes de com­pañía dialogada constituyen apenas los preámbulos de la larga escena monologa! que viene después.

Puntúan este segundo preámbulo tres preguntas: «¿Se te ofrece algo?», « ¿Quieres algo?», « ¿Necesitas algo?». Ahora se trata del enfermo y su salud.

Al principio de la escena, dialogando Moreno y su her­mana, aquél expresa más que su esperanza de dormir su esfuerzo por lograrlo («Trataré de dormir»), pero en se­guida se le viene a las mientes la repetición tediosa de lo consabido: volverá a oír, en el tren, el pregón popular que aborrece. Al argumento caritativo de su hermana pa­rece replicar con la irritación de quien ha olvidado la ética por la estética, la caridad por la elegancia.

La llegada de Guillermina cambia el malhumor del pri­mer momento en un temple de nerviosa solicitud por su parte («Daba algunos pasos hacia fuera y volvía») y de creciente ilusión por parte del enfermo. Las frases fami­liares de la tía, llenas de esa virtud estimulante de los lugares comunes maternales («Lo primero es la salud»), conducen al enfermo a exhibir una esperanza ya tan poco lúcida que es más bien oscuro presentimiento: «Esta no­che sí que voy a dormir bien», «siento dentro de mí un cierto presagio de que voy a dormir». Presagio que Gui­llermina aprovecha para desplegar un alentador futuro que ahora funde la salud y la salvación en otra especie de cuentecillo milagrero, el del ateo salvado por las oracio­nes de la persona que le quiere: «Verás, verás tÚ», «di­rás '¡milagro, milagro!'». El parlamento de Guillermina se produce con su acostumbrada abundancia de coloquia­lismos: «tontín», «la rata eclesiástica te ha tomado por su cuenta», «de la noche a la mañana», «y no hay tal mi­lagro, sino que tienes el padre alcalde» (expresión que hace ver al enfermo, por un momento, como un niño fa­vorecido por especial recomendación), «no te quiero ma-

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GALDÓS: «FORTUNATA Y JACINTA», 4.', II, 6 231

rear», «prontito», «duérmete de un tirón siete horas>>; y, gestualmente, los «palmetazos en los hombros», como zarandeando al abatido para sacudirle la tristeza. Pero es ahora cuando una incomportable tristeza se apodera de su ánimo: «la vio salir con desconsuelo».

La despedida se prolonga todavía un poco, y nueva­mente el caballero se refrena para no mostrar a Guiller­mina el escepticismo con que contempla sus afanes: «Iba a decir '¿y todo para qué?', pero se contuvo.»

3A. Cuando Moreno-Isla se queda solo, la comproba­ción de que su presagio no se confirma le lleva desde la observación del presente (lista de regalos, mantas) a la rememoración de un suceso experimentado aquella tarde. Para lo presente, o inminente, el narrador deja expresarse al sujeto en directo monólogo informativo, como de ac­tor que hubiese quedado solo en escena (si es que estas palabras no van dirigidas al criado): «Me acostaré», «Me sentaré», «revisaré», «a ver si», «¡Ah!, conviene no ol­vidar». Para lo rememorado, toma el narrador la tutela interponiendo entre el personaje y el lector, mediante el estilo indirecto, una distancia descriptiva que aleja al su­jeto memorante y al objeto memorado a un fondo de con­templación panorámica.

Tal descripción se reparte en un primer momento ocu­pado por la figura de la mendiga y un segundo en que, sin desaparecer ésta, lo principalmente descrito son los efectos de la música. Entre ambos, como gozne, está el párrafo breve de la donación de la limosna.

Predomina en el primer momento el contraste fealdad­belleza. La «gracia y maestría» del cantar de la ciega obligan a Moreno, inducido por su sentido estético, a dete­nerse. Pero en seguida se le impone la figura infrahuman~, al principio en sus aspectos de fealdad y pobreza ( «hom­blemente fea, andrajosa, fétida») y después como un em-

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blema de la muerte, casi una naturaleza muerta: «se le salían del casco los ojos cuajados y reventones, como los de un pez muerto»; las cica trices de las viruelas deshu­manizan aún más aquella faz. Hecha así, crudamente, la descripción del monstruo, una piedad todavía estética ex­ceptúa de tan disforme criatura «dos cosas bonitas»: los dientes «blanquísimos» (limpieza, salud) y la voz «pujan­te, argentina» (vitalidad, armonía); y la estética se hace ética cuando se habla de «sentimiento» , «punzadora nos­talgia», «carácter» y «amoroso gorjeo», y se dice que «la letra» -el argumento humano de la canción- era «tan poética como la música».

En ese instante en que la fealdad ha quedado embe­llecida y la belleza tiende a profundizarse en emoción hu­mana, es cuando se produce el ademán caritativo -inten­ción de dar una peseta- pronto corregido por la parca y británica entrega de solos «dos peniques».

Y el episodio, relatado ya como vivido, se reproduce a continuación como figuración revivida, en el ámbito de soledad de la casa. El «canto bonito», casi un requiebro, prevalece sobre la fealdad y la extingue. El filtro del re­cuerdo obra de modo que «la ilusión mejoraba la reali­dad». Y bajo los efectos de esta ilusión la misma tristeza llega a sugestionarse, convirtiéndose en bálsamo «suave­mente untado por una mano celestial». Es otra vez una emotividad de signo estético, la embriaguez de la música en el recuerdo, lo que engendra en el ánimo del caba­llero el remordimiento por su escasez en la limosna y la tardía resolución de repararla con una obra de caridad más cuantiosa: «De veras que debí darle la peseta ... ¡Po­brecilla! Si mañana tuviera tiempo la buscaría para dár­sela» (decisión gemela a la adoptada en el caso del men­digo cojo, II, 3). Que esta esperanza de reparación no brota de pura misericordia, sino de un estado de ánimo hiperestésico procreado por la música y la memoria, que-

GALDÓS: «FORTUNATA Y JACINTA>>, 4.', II, 6 233

da de manifiesto en la acumulación de términos superlati­vos que delatan sobreexcitación de la sensibilidad: tristeza infinita, mano celestial, remordimiento indecible, impre­siones intensísimas, lo más hondo de sus entrañas, alma compuesta totalmente de cuerdas armoniosas. 9 Grande es la tristeza del sujeto, pero es una tristeza ahora menos clarividente («¿estoy dormido o despierto?») que, cada vez con más ímpetu, lo seduce y lo exalta.

3B. Del recuerdo de la música, o de la mus1ca del recuerdo, trae al ensimismado a la realidad circundante el son dcl 1·eloj que da la hora. No St! especifica ésla, pet el < t:Spués>> ubsigui<!!utc sugiere una hora Jo bastante larg:~ pan1 ser escud1ada dw:ante un rato : las once, las doce. Desaparecen las impresiones musicales y queda sólo el silencio, y en él la soledad. La comprobación de la soledad se verifica como un movimiento de lo próximo y estrecho a lo amplio y lejano: «nadie a su lado», «la casa estaba desierta», «el barrio desierto», «M~~rid desierto» (el adjetivo se reitera con la desengañantP diafanidad de un eco). Pero la conciencia siente horror ante el vacío, y pronto, cobrando fuer-.Ga en la luz a ~ l'avés de los ojos, se ve asaltada por ott:as jdeas. La tmagén «Íde1ls inqui­linas, palomas que regresaban al palomar» pr long a la noción domiciliar sefin.lada poco antes (casa deslert!!,). Ante el vacío, la conciencia horrorizada recobra aquellas ideas habitualmente alojadas en su seno que no pueden perma­necer mucho tiempo fuera del nido en que nacieron y al que vuelven leales.

A partir de ahí, puesto que se trata de la esperanza más íntima del enfermo, es su voz misma, en pleno mo­nólogo, el cauce e!~ la ilusión. Al principio el sujeto habla para sí como aquel que, rechazado, confía en ciertas ven­tajas de las que carece la persona que lo rechaza. Es como ese 'tú te lo pierdes' del niño que ha propuesto a otro

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algún juego y, para ocultar la humillación de la negativa, pretende hacer creer que, solo, jugará más a sus anchas. Pues es falso que Moreno piense consolarse con su so­ledad, «el mejor de los amigos». La soledad es su ene­migo más temible: lo dio a entender el narrador cuando indicó que Moreno vio salir a Guillermina «con descon­suelo» y habría deseado «que le acompañase algún tiem­po más», y lo ha dado a notar al traerlo bruscamente desde el recuerdo al desierto de su habitación, casa, ba­rrio y ciudad. Lo da a sentir el personaje cuando, apenas ha apuntado el sofisma de la soledad consoladora, se lan­za, cada vez menos clarividente para la razón de su tris­teza, a un falaz «crescendo» de esperanzas. Este incre­mento se expresa en la estructura sintáctica mediante preguntas de implícita respuesta afirmativa, exclamaciones ansiosas y futuros (o presentes en función de futuros) tan expeditos como los de Guillermina en los preámbulos: «¿Y quién me asegura que ( ... ) no la encontraré?», «Va­mos a ver ... ¿por qué no había de ser así?», «Se habrá convencido», «¡Oh!, sí; el año que viene vuelvo», «En Abril ya estoy andando para acá», «Y a verá mi tía», «¡Oh! ... mi niña adorada», «Y entonces gastaré», «¿Para qué dijo?», «¡Ah!, para locos», «Sí . e;. lo que hace más falta», «Y me llamarán», «y pasmri1 ~», «Tendremos», «Seré», «Le compraré» . A la vez sintáctica y semántica­mente, ese «crescendo» de esperanzas se expresa también en la tríada ascendente de sentido superlativo o numeral: «y su Dios, aquel buen Señor ( ... ), aquel mismo Dios», «místico, y tan místico, que dejaré tamañitos a los de aquí», «gastaré un millón, dos millones, seis millones», «Tendremos uno, dos, muchos hijos» (cursiva G. S.).

Si en 3A la ilusión mejoraba la realidad embellecién­dola, en 3B la ilusión elimina la realidad rehuyendo la evidencia de sus obstáculos.

GALDÓS: «FORTUNATA Y JACINTA», 4.', II, 6 235

Pero los obstáculos se imponen seguidamente en forma de física amenaza. A pesar de ello, la esperanza ha con­seguido ya trastornar de tal modo al solitario que aún puede éste ratificar su presagio de que esa noche va a dormir bien. Desde el otoño afirma la primavera: «Pues sí, en Abril vuelvo, y para entonces tengo la seguridad de que ... » 10

3C. De los dos párrafos que integran este último mo­mento de la escena tercera, ambos a cargo de la voz na­rrativa, el primero relata el asedio de la muerte, y por cierto a un ritmo de triplicación intensiva, paralelo (pero de significado opuesto) al incremento de la esperanza en el momento anterior: «le subía por el pecho un bulto in­menso, una ola, algo», «el vocablo, expresión de angustia tal vez o demanda de socorro», «La onda crecía; la sintió pasar por la garganta y subir, subir siempre», «Dejóse es­tar así, inmóvil, mudo» (cursiva G. S.). Es la invasión del sueño de la muerte atajando la evasión del insomnio de la esperanza.

El párrafo segundo agrega una explicación al relato del primero. Este iniciaba la mayoría de sus frases con per­fectos simples cuyo sujeto era siempre el agonizante: «Tuvo que ponerse rígido», «Alargó el brazo», «Dejó de ver la luz», «Puso ambas manos», «Dejóse estar». Era el hombre intentando parar con todo su cuerpo el golpe de la muerte, y sucumbiendo. El segundo párrafo, como ex­plicación de lo relatado en el primero, conserva un mo­vimiento verbal parecido, pero el sujeto no es el hombre concreto sino algo más grande que en él habita («La vida cesó en él», explicación médica) y algo que a él lo sim­boliza («cayó del gran árbol la hoja completamente seca», explicación cósmica). Y ahora el narrador contrasta la pérdida instantánea y recién cumplida de esa hoja que , al desprenderse, no perturba las ramas, con dos imágenes,

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una de simultaneidad durativa («Por aquí y por allí caían en el mismo instante hojas y más hojas inútiles») y otra de futuro inminente y de equilibradora esperanza : «pero la mañana próxima había de alumbrar innumerables pim­pollos, frescos y nuevos»; expresando así, con la misma tranquilidad del árbol, la permanencia de la vida en su ciclo de extinción-renovación.

4. La escena final ofrece un ritmo elíptico, compro­bativo, antidimárico, que funciona en delicado juego con el empuje retórico de los párr fo anrerí l'CS. «Y a de día» (cláusula Lcmporal absolu ta) Guiller.mina <(Se acercó a la puerta y aplicó su oído.» as frases se suceden cortas, yux· blpuestaS1 sin verbos rcctort!S, s_in fórmttlas de e tilo di­r cto, en eseu ta inmediatez: <tNo sentía ning6n rumor. 1 No habín luz. / <Duerme e roo un b ndito ... . 1 Buen dís· para te bar la si l · despertara'./ Y se alejó de pnntill¡ts» . De tah parcas· constataciones dedúcese, primero el cariñ de esLa mujer hacia su d ·graciado -obdno (ese doble cuidado de ~cercan;e n la puerta ln Uam11r y de alejru·se sin hacer ruido), y segundo, el propósito del narrador de sug rir por medio d la co,nfusión de Gu'illermjna, a la vez que 1a e peranza de ésta en el deso1nso del enfenuo, la iden tidad de sueño y muert para quien ha émpleado su pertinaz insomnio en as~rse a espenm;:as hnp ibles.

3. DEL TEXTO A LA NOVE LA

Crecimiento y duración de la esperanza del hombre en presencia de la muerte, sería el significado entrañado en el texto. La esperanza del hombre dura tanto como el latido de su corazón. Pero el narrador, pasando en cierto momento del relato a una especie de glosa metanarrati­va, 11 condensa en el párrafo penúltimo una conclusión

GALDÓS: «FORTUNATA Y JACINTA», 4.', II, 6 237

simbólica a través de la metáfora del árbol que pierde y renueva su follaje. Y este simbolismo explícito plantea la cuestión de si el autor, al distanciarse de su personaje y verlo «tel qu 'en Lui-méme enfin l'éternité le change», lo condena como criatura inútil, o si contempla su caída con la misma objetividad con que el proceso biológico evocado se cumple .

Para tratar de resolver la cuestión, es menester apreciar al personaje según ha sido presentado en la ficción: como imagen de un individuo perteneciente a una sociedad de­terminada en una época determinada. Y es necesario verlo como el narrador lo ha presentado desde su propia pers­pectiva y desde las perspectivas de otros personajes.

El resumen informativo trazado al principio, da hecha la tarea. Sólo importa extraer los resultados. El lector sabe que para todos los que le conocen, Moreno-Isla, a pesar de sus defectos, pasa por un hombre bueno, querido de todos y por todos bien recibido. La única persona que lo juzga negativamente, Aurora Fenelon, lo hace así por resentimiento, y mal juez de un soltero entretenido en cortejar casadas durante cierta época de su juventud, pue­de ser una mujer que no encuentra más tarde inconve­niente alguno en calumniar a otra con cuyo marido ella misma está en furtivo adulterio.

Más valor sintomático tiene la estimación explícita del narrador. En la Parte 1.• se destaca el antipatriotismo de Moreno como una manía, y el dato de que, ante la baja de las acciones, sólo piense en vender las suyas y mar­charse, denota egoísmo, aunque el narrador haya adelan­tado que era «excelente persona» (1.\ VII, 2). Cuando en la Parte 3." se descubre la devoción sentida por Mo­reno hacia Jacinta y en la 4 .• se lee que se hubiera casado con ella de ser soltera, el personaje gana a los ojos del lector común valores sentimentales y morales. Advierte también el narrador que el anglicismo de Moreno en el

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vestir y un poco en el hablar no era por afectación sino por hábito (3.", II , 4) y da a sentir el cariño que profesa a la fundadora y el gozo infantil que experimenta hacién­dose de rogar para, al cabo, entregarle cuanto le pide . La misma insistencia en criticar a España con afirmaciones tan peregrinas como las que profiere hace parecer esta

' ' ~ama como resorte de conversación eutrapélicamente uti-lt~ado para epatar a sus comensales; 12 y esa y otras iro­mas pueden retratarle como un sujeto caprichoso, pero están a mucha distancia del britanismo pedante de otro personaje galdosiano como el Marqués de Feramor en Halma (1895) . Finalmente, en la Parte 4.", Moreno re­sulta ya tan interesante para su creador, que lo convierte en protagonista de todo un capítulo, buceando en su con­ciencia de manera que el lector, gracias al estilo monolo­ga! o paramonologal, llega a conocerle tan directamente como a Fortunata o a Maximiliano. Aumentan la simpa­tía ~'el lector con el personaje la soledad de éste, la agra­vacwn de su mal, su timidez ante Jacinta, su anhelo de tener un hijo, su orfandad, su aprensión de que nadie le quie:e_, los esfuerzos que hace por secundar desde su ag­nostlclsmo la fe de Guillermina, su sed de esperanzas su indefensión ante la muerte. '

El narrador mismo revela su apreciación del personaje a través de algunos epítetos . Al principio se refiere a él como «uno de los Morenos que atan perros con longa­niza» (1.", VI, 2) y si le llama «excelente persona», poco después le señala como «aquel ricacho soltero» ( 1.", VII, 3 ). Todavía en la Parte 3 ." los epítetos serán más bien irónicos : «el forastero» (II, 4), «el rico avariento» (VII , 1). Pero en la Parte 4." van adoptando una temperatura cada vez más compasiva: «el caballero», «el enfermo (II , 1), «el misántropo», «el infeliz caballero» (II, 2), «aburri­do caballero», «buen caballero» (II, 3) , «el buen señor»

GALDÓS: «FORTUNATA Y JACINTA»', 4 .' , JI, 6 239

(Il, 5) , «el misántropo», «el caballero», «aquel infeliz

hombre» (Il, 6). . . , Dos circunstancias pueden hacer pensar en una ~t~ton

má bien negativa p . r par te del narrador: la .estenl~dad de M reno que no ha reado familia, y su ~t~a octosa, qu

00 ha cl'cado riqueza sino que la ha rectbtdo. Y de

hecho M reno- sla es en la novela uno de los represen­tames d la burguesía aciludalada que no produce: ~ue vive del capital. A esta doble esterilidad, familiar y soctal, pued refcdrse la jmagcn de la <1ho ja compl~ta.mt!O.~e seca» y de las «ho.ias inútil s», 11 y acaso n c.:sta _últ.una mfecu~­didad social a untan las duda entre la peseta Y les pen~­ques (catidad limosnera, ignorante de la urgente necesl· dad de justicia) y 1 p royectos de devoción y e~pleo de millones a condición de alcanzar el amor ,d Jscmta. .

Como ello sea, y la matización no hace sino in:Euncür más vida a estas páginas, don Manuel ~ore.uo-!sla pue~e parecer un individuo e_gocénuico, _e ·~puco, SOJ~~or V1C·

tima de la alienación, como en dtsuntas proy cCJ~~e.'l lo son José Maria Buel)o de Guzmán en .Lo prohzbrdo Y Tomás O rozco y Federico Viem en Realzdad. Pero no es un calavera envilecido como J uanito Santa Cru~ : es una «excelente persona», un «infeliz hombre»; lo dtce el na­rrador, lo piensa Jacinta, lo comprende el lector menos

benévolo . 14 •

Abundan en el texto los indicios económicos y soctales , creenciales e ideológicos: sobrante de una cuenta per.so­nal limosnas, Guillermina fundadora de empresas canta­ti~s. supuesto ingreso en el cielo del r ico que da p~ra los pobres, rústicos lecheros q!J.e en~adan _al ~osm~p ht~ elegante, un criado silencioso, rec?mendaCJ6n .~ ~tos po1 parte de la devota, imagen ob~esM\ de _la ~m sena. calle­jera percu.tiendo en la conciencHt ~el cantat~vo v,n:Uame, punzadora nostalgia del ~antipatnota» al o1r ~ustc~ ??­puJar de su pa.tria horas antes de abandonarla, dtspos1c1on

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a gastar millones en un asilo benéfico, urna de plata para el Cristo de San Ginés. Pero más importante es el hecho formal de que el proceso expresado en esta unidad capi­tular consista en unos coloquios triviales (lugares comu­nes a propósito del incrédulo y del enfermo) seguidos de una larga instancia monologa!. Aquí el monólogo, indirec­to o directo, revela el aislamiento de la persona que, sin­tiendo rotas sus ataduras con el mundo, trata de recupe­rarlas por medio de esperanzas quiméricas construidas desde el mirador de la soledad y barridas de un golpe por el oleaje de la muerte. 15

Dice el narrador casi al principio de su historia: «por doquiera que el hombre vaya lleva consigo su novela» (l.a, III, 3). En este momento de su carrera literaria, Gal­dós no considera la novela como vehículo de una tesis polémica (así en Doña Perfecta) ni como revelación de la vida a través de un pensamiento educativo cuyo men­saje quiere hacer llegar al lector (así en La desheredada). Ahora la novela es para él captación al vivo de todo un mundo y fiel reflejo -hasta donde ello es posible me­diante la palabra escrita- de la vida misma en su tota­lidad, en su simultaneidad y en la complicación de sus entrelaces sociales.

Fortunata y Jacinta es, como dijo bien Menéndez y Pe­layo, «un libro que da la ilusión de la vida». 16 Pero la vida no es nunca línea, melodía, retrato, sino entrecruce de innúmeras líneas, conjunto de armonías y disonancias, vasto cuadro en cuya composición dependerá de la mirada del espectador quiénes sean los protagonistas . En esta composición, Moreno-Isla cumple las funciones ya indica­das, pero es ante todo un personaje en quien el autor ha querido fijarse por un momento para convertirlo en protagonista de esa pequer:a novela que de pronto se alum­bra dentro de la novela mayor. Novela de novelas es For­tunata y Jacinta, y en esta maraña de novelas, en este

GALDÓS: «FORTUNATA Y JACINTA>), 4.", II, 6 241

árbol, tal personaje es como una hoja seca intensamente iluminada en su caída por un mortuorio rayo de luna.

Manuel Moreno-Isla es un personaje de novela de la desilusión: un héroe pasivo, una víctima inconsciente de la alienación engendrada por la misma burguesía capita­lista de la que es miembro. Padece más que actúa, siente más que convive, piensa más que obra, sueña más que realiza, y está solo. Por estarlo, habla para sí, llegando a dudar si sueña o está despierto, y esfumando en la pe­numbra de su imaginación los contornos de una realidad que no le responde.

Lo más nuevo en este personaje es su pasividad, la complejidad que lo inutiliza para la acción, la inquietud desiderativa que le hace ver estrecho y pobre cuanto no sea especulación de su conciencia condenada al insomne cultivo de unas esperanzas irrealizables.

Pertenece Moreno-Isla a la familia de soñadores a la que pertenecen también Frédéric Moreau y la Re~enta. «Lo que se desea no se tiene nunca» (4.a, II, 3), dtce; y también, pensando en su amada: «Seré para ella como un sueño, y los sueños suelen herir el corazón más que la realidad» (ibídem) . Así perdura Moreno-Isla , ya que no en la sangre, en la memoria de Jacinta. Y así queda vibrando en la memoria del lector: como el insomne ha­

bitante de su propio sueño. Joaquín Casalduero hace comenzar con Fortunata y Ja­

cinta el período del conflicto entre materia y espíritu den­tro de la producción de Galdós. 17 Cabe decir, desde luego, que esta novela, constituyendo la más amplia y animada descripción de la realidad social que salió de su pluma, es también la primera en que demuestra una poderosa voluntad de penetración en la verdad espiritual de las personas como medio de inquirir en la finalidad de la exis­tencia. Tal empeño lleva al escritor a tratar de expresar

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aquella búsqueda de la verdad en momentos de intensidad n:áxima; Cuanto ~ás se fortalezca en él semejante propó­sito, mas necesano se le hará recurrir al diálogo tensivo Y al monólogo solitario, y menos importante contar pro­cesos, describir circunstancias exteriores y reproducir con­versaciones. La técnica dramática alborea como exigencia de estas n~evas preocupaciones: verdad personal, poderío de la conCiencia, esencialismo, intensidad, concentración.

. ~n la. materia humana de Fortunata y Jacinta puede drsttngurrse el plano de los valores sociales concretos y el plano de los valores personales que, no menos concre­tos, aparecen movilizados en persecución del sentido de la vida.

Socialmente, la novela es un vastísimo cuadro de la clase burguesa y del pueblo en los años que siguen a la revolución de 1868 y al principio de la Restauración. La sociedad madrileña aparece como una inmensa «enreda­dera familiar» , pero aunque Galdós ve en este régimen una democracia natural, lo cierto es que en su novela bur­guesía y pueblo se aproximan sólo por frivolidad o por caridad, no en .justicia. «El nacimiento no significa nada entre nosotros, y todo cuanto se dice de los pergaminos es conversación. No hay más diferencias que las esencia­les, las que se fundan en la buena o mala educación, en ser tonto o discreto, en las desigualdades del espíritu, eternas como los atributos del espíritu mismo. La otra determinación positiva de clase, el dinero, está fundada en principios económicos tan inmutables como las leyes físicas, y querer impedirla viene a ser lo mismo que in­tentar beberse la mar» (1.", VI, 1). Tal escribe el narra­dor, y así la identificación entre Fortunata y Jacinta re­sulta ser exclusivamente moral, no social: socialmente Jacinta queda donde estaba y Fortunata sucumbe. 18

Sobre la materia social se alzan direcciones individuales hacia una posible verdad salvadora. Cuatro personajes son

GALDÓS: «FORTUNATA Y JACINTA», 4:, II, 6 243

portadores de ese esfuerzo : Jacinta, Fortunata, Maximi­liano y Moreno-Isla.

La pasión de Jacinta es la maternidad, no como ejecu­toría familiar, sino como natural amor. Trae al hogar cual­quier niño para semi.r la nlegr!a d una cr.iatura, por ne­cesidad de creación. Fortl1nau1 s mueve por fid lidad al p.cinÍer amor y por . tracción h~cl t~ el bien verdadero, visto por ella en Jacim a. Reconocidaruente, s Fc;>rtunnta el per­!IOnaje de más porosa conciencia en 1a n v la y de pre­set1cill más enriquecedora p3ra qu ienes la u·~tao y para el guc lec. 19 Su muer te es J.a culminación de su densi ad personal. Ma~imil.iano lud1a también: Juch¡t pQr superar él azar mediante una no1·ma purametHe humana que lo redima y por desprenderse de todos los in tereses mat -t·ial , y él es quien dice: «La maldad eogendm y los bue­nos se aniquilan en la cstcri ljdad» ( 4 .o., Vl, 3.) «vivo en la pura idea», «No encerrarán ent.re murallas mi pensa­miento. Resido en las ·trella ·}_> (4.3

, VI, 16). A estos personajes profundos hay que añadir a Moreno-Isla: su naturaleza problemática, su desarraigo, su orgullo, su sed de lo difícil o imposible, su soledad, le hacen excepcional y, al fin, digno de compasión.

La superior fuerza interna de estos personajes se evi­dencia en el hecho de que, cuando monologan y cuando no, parecen estar solos ante su destino . Jacinta, sola en su maternal cuidado, monologa cuando escucha a los gatitos ahogándose y cuando, adetmecida en la ópera, sueiia con el bljo imposible. POl' tunata, ola en su conciencia es· pentáoes. del bien oaLural y del bien moral, tiene la visión de lo que va a sucede~Je y se recoge con frecuencia en su prisiones. Maximiliano, solo en su progresivo desasi· miento de Ja familia, de Ja amada y de su propia xealidad corpórea, siempre está hablando consigo mismo aunque parezca hablar a otros. Moreno-Isla muere solitario, cer-

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cado por las sombras de la noche, en medio del caos de la vida.

Como vio con gran lucidez Casalduero, en Fortunata y Jacinta da muerte está presente constantemente» : 20

muere el primer hijo de Fortunata y pasan entierros de niños y de ancianos, muere horriblemente Mauricia la Dura, los niños juegan al viático, Moreno fallece de re­pente, Fortunata retorna a su escondrijo de la Plaza Ma­yor para morir. En esta espesura selvática de la sociedad que parece tener cerradas las salidas a la libertad intentan abrirse paso, en rebeldía contra la inercia, en busca de una verdad absoluta que pudiera satisfacer las necesidades más hondas de su espíritu, los mencionados personajes. Con parecida rebeldía actuarán en novelas inmediatas del mismo autor el cesante Villaamíl, que escapa hacia la muerte voluntaria en delirantes soliloquios (Miau, 1888, capítulos XLII-XLV) , el abnegado Orozco y el decadente Viera, ambos escindidos en su conciencia y entre sí sepa­rados por la desconfianza y el secreto, y el segundo tam­bién suicida (Realidad, 1889), la imaginativa Tristana en sus cartas al ausente (Tristana, 1892), el usurero Torque-

, mada, que se evade del cerco de su engrandecimiento re­gresando por libre decisión (soliloquia!) al mundo humilde de su infancia, donde se da un hartazgo que parece un suicidio (Torquemada y San Pedro, 1895, Parte 2 .\ VIII) , más los iluminados activistas Angel Guerra y Leré, Na­zarín, Halma, Benina. A partir de Fortunata y Jacinta lo que más importa a Galdós es el hombre en su esfuerzo por elevarse a un ideal trascendente, llámese caridad, li­bertad, maternidad, amor verdadero, lealtad al propio ser, sublimación, retorno a los orígenes, fe, santidad, misti­cismo o locura. Abundan entonces los videntes, los te­merarios, los enajenados, los suicidas. El estilo se hace psicodramático, y la voz que se distingue entre los ru­mores de la multitud es la voz de la conciencia aislada,

GALDÓS: «FORTUNATA Y JACINTA>>', 4.", II, 6 245

puesta frente a su verdad íntima en el reducto -oscura­mente diáfano- de la soledad.

4. REFLEXIONES Y COROLARIOS

1. Los versos de Luis Cernuda antepuestos como lema condensan la intención de este comentario: ponde­rar la capacidad de Galdós para descubrir la existencia real y, bajo ella, «el humano tormento, la paradoja de estar vivo».

2. Partiendo de la impresión de que Fortunata y Ja­cinta es una novela multilateral, en la que tanto como el conflicto entre las dos protagonistas vale la presentación de todo un mundo, he creído oportuno abordar la novela lateralmente, fijando la ,atención en un personaje que cum­ple en la trama ttt1a fu nción en apariencia muy modesta . Los principales trabajos que obre esta novela conozco atienden ante rodo a Forrunata y sus hombres.

3 , He procedido conforme a los modos de análisis 21 p 1 , textual expuestos en otra parte. or ta razon no pun-

tualizo aquí, como allí hice, los sucesivos pasos. Si los repito no es porque los crea infalibles , sino P?rque La Regenta y, l'ortmtata y Jacinta son novelas estnctamente coetáneas, porque Galclós admiraba La R egenta,

22 y por­

que la escena de Ana Otores en la soledad de su casa la rarde de Todo Jos Santos; y la de Moreno-Isla en la so­ledad de la suya una noche de octubre encierran notables semejanzas.

4. El resumen de la novela será considerado super­fluo por quienes la recuerden bien. Está hecho para los que no dispongan de un recuerdo tan inmediato.

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246 GONZALO SOBEJANO

5 · Tal resumen tiene por objeto la trama fictiva se­gún se ofrece en las cuatro partes de la narración. He procur~do n?, olvidar el título completo de la novela y hacer hmcapte en el final de cada una de las partes. Siendo el punto de arranque un texto protagonizado por Ma­nuel Moreno-Isla, dicho resumen pone de relieve el co­metido principal de este personaje, paralelo al de Segis­mundo Ballester y olvidado o silenciado en otros análisis de la obra.

23 La entrevisión de 'lo que pudo haber sido '

al fondo de 'aquello que fue' me parece importante para comprender la novela en sus aspectos de error y frustra­ción . 24

6. Registr~r en el citado resumen las apariciones y aun las aus~nctas del personaje hasta el momento en que accede al pnmer plano, puede ilustrar acerca del modo de :rabajar G~ldós con sus personajes secundarios. ¿Hay para el persona¡es secundarios? , cabe preguntarse. 25

7. El extracto del capítulo «Insomnio» en las cinco unidades que preceden al texto, quiere llamar la atención sobre la simetría observada por el autor. Los subcapítulos 1 Y 4 se corresponden: curación (1: Moreno enfermo, con el médico) , salvación (4: Moreno incrédulo con Gui­llermina en el templo). Los subcapítulos 2 y 5 'se corres­ponden .igualmente: tristeza por amor (2: Moreno dialoga con Jacmta en casa de ésta), esperanza de amor (5: Mo­reno dlaloga con Jacinta en las e calera de su p,ropia casa) . En fin, los subcnpftulos 3 y 6 son gemelos: Moreno solo en su habitación de n che, sueña en Jacinta, evoca al mendigo cojo, rememora, y decide marcharse de Mn­~rid: hasta que, al alba, oye a Guillermina ( 3), y al día s1gmente por la noche, Moreno, luego de haber conver­sado de salvación y de curación con su tía, queda solo, evoca a una mendiga ciega, sueña en Jacinta, monologa, se

GALDÓS : «FORTUNATA Y JACINTA», 4.' , II, 6 247

llena de esperanzas, y es m·reb;uado poi' la muerte, mieo­tr~s, ya al nlba, Guillermina, que e pretlara para salir, )e cree dormido (6) . La unidad 6 resulta pues, una recapitulación de 1 y 4 de 2 y 5, y una reiteración. in­tensHicativa de 3. Así no consrruy.e un pro ador tdma­rio: así compone un artista.

8 . El clipitulo ptotagonizado por Moreno-Isla no se justifica por exigencias ele la tl'ama, sino por una ~~zón de amor: Gilldó s ha cncariñ, lo con este personaJe Y lo destaca pata individ~a lizado y hacer ver «el. escondido drama de un vivir 'cotidiano». El n veli$rn ti.ende a obrar de esta manera con ~ do. sus pei'sonajes: t dos son para él dignos de prota onizar Sll la ente ~ovela: Moreno como Ballcste , Guillermjna com. Mauricia, <.loña Lupe como Fei joo, M:ná como JtHmlto, Jatinta. lo mjsmo que ~ort~l­nata. En esta novela, Ja pasión por l'evela · la conciencJa y el destino de sus criaturas llega a pl nit;ud.

9. Aptc.hender Ja esttucmra, el t ma y la actitud ?e un texto sólo pu de hacerse, ohviamen.te, eu elleng~• a¡e. Se trata de una operación conjunta. de pel·c ~ión. Pero el análisis hace acons jable precisar en pcimet· térmill la disposición, exte,rna e in terna, de las pa.rt:s del tQdo (es­tructura) determinur luego el tema dom.mante en cada parte desde el punto de vista de su función en el c0~1 jwlto (temática) y recohocer después, como sostén arm: nico, 1a aeti tud. Si el lenguaje como objeto de examen mt­llucioso se deja pam el úlúmo luga · es para dcmostta1: su naturaleza fundamentante .

10. Tres o ·iterios permiten descubrir el es tilo pecu­liar de un texto: repetición rareza, con rastc. Para m[, repetición quieJ;e deci r que becho5 de lenguaje idéntico ,o e¡nejantcs (f6nicos, morfosinrácticos, semánticos o poé-

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248 GONZALO SOBEJANO

ticos ) se dan más de una vez en el texto mismo o en el contexto (capítulo, parte, obra, producción toda del au­tor). Por ejemplo : «gastaré un millón, dos millones, seis millones» y «Tendremos uno, dos, muchos hijos» (3B) constituye un caso de repetición de la tríada numeral in­tensiva (mismo esquema sintáctico: tríada asindética; par­cial identidad de los lexemas: numerales cada vez más altos) . Rareza significa que un hecho de lenguaje, pre­sente en el texto, no se da en éste más que una vez o se da escasamente en él o en el contexto más amplio. Por ejemplo : el sintagma «ideas inquilinas» (3B) me parece poco previsible en la lengua literaria en general y raro en la lengua de Galdós (lo que, desde luego, puede de­berse a ignorancia mía), pero me parece ya menos raro a la vista del contexto inmediato, pues la idea de 'inqui­lino' debe estar en relación con la imagen anterior de «casa desierta» . Lo repetido y lo singular sólo se hacen notar contrastando el hecho de lenguaje con el contexto, es decir, tomando éste como comprobante. Pero «contras­tar», además de 'ensayar, comprobar', significa 'mostrar notable diferencia , o condiciones opuestas, dos cosas, cuan­do se comparan', y en esta acepción más restringida pienso cuando señalo que otro criterio estilístico es el contraste. Así, en la escena 1, la expresión «no pudiendo contener su alegría» (Guillermina) contrasta con «a punto estuvo de darlo a conocer» (Moreno): es una oposición semántica: desbordamiento/ contención.

11 . En el texto no he notado efectos fónicos inten­cionados, de esos que con tanta frecuencia se hallan en páginas narrativas de Azorín, Valle-Inclán o Miró. ¿Sig­nifica esto que la prosa de Galdós no posee suficiente eficacia artística? En modo alguno. Recuérdense ciertos rasgos apuntados en el comentario: familiaridad contagio­sa de los coloquialismos (1 y 2); ritmo acelerado de las

GALDÓS: «FORTUNATA Y JACINTA», 4 .' , 11, 6 249

e:;cenas pi·>Uminal'es; paso del mon6)ogo directo 1 indi­r ct y olra vez al directo, adaptado n1 vaivén espe[anza­recuetd -e peranza d la escena 3; acumulación de super­lativos c..-omo índic • de exaltación de la conciencia {3A); triplicación intensifi~dora qu" opone a la fuerza de ht esperanza la {uer-ta d la muerte (3B, 3C); metáforas efi­caces aunqut ·elativamente previsibles: «pez muerto;> ~bálsamo» , «cuerdas armoniosa!!>? «palomas» la «ola~) le

la muerte, la «hoja» desprendida del grnn árbol; el an· ·iclímnx de la escena con sus desgmnacla!i frl\SCS breves. Podría decirse que la belleza de la prosa galdosiana se encuentra sobre todo en el nivel sintáctico y en el supra­sintáctico, y menos en los niveles fónico y léxico. Pero belleza la hay. 26

12. Sobre el valor del texto como índice del creciente interés de Galdós por los personajes singula1·es, l'odrfan hacct·se otras y mejores apreciaciones. Me importaba s6lo apuli~ar el val 1' ele la expresión monologal y pal'a.mon lo­gal en Foriunat'a y Jacinta. En est nove1a practica Galdós ca i tod.<ts las premisas técnicas del o<ttorati5Jno: documcn· tación, mímesis, totalidad, acción sencilla, personajes con­cretos en su carácter y en relación con el medio social, composición abierta , propiedad en los diálogos , relativa impersonalidad del narr. dor, lenguaje poco aparente; pero l'lCCll l Úa aspectos y técnicas .q ue inician ya Jo que suéle el nominal' e· su . crÍ do espiritualista : pcxspectiva artísti­ca que a veces u·ans6oura la relUidad, preocupación filos6-fica, problemáticA moral trascendente, presentación de lo perlionajes no sólo por fucra sino pm den.tro, uso del estilo indirecto libre y del monólogo en proporción llU\·

yor. 27 El monólogo implica soledad, y la soledad presu­pone diferencia. Tratando de conocer a cada ser humano de cerca y por dentro se prueba que lo que se llama «la

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gente» es una ilusión verbal. Manuel Moreno-Isla no había visto bien a la mendiga ciega; desde el recuerdo la ve y la compadece. El lector no había visto bien a Manuel Moreno-Isla; el narrador se lo aproxima, le des­cubre su drama, y entonces el lector puede reconocerlo como protagonista. No hay la gente: hay personas. Tal parece la más fecunda lección, humana y artística de Gal­dós en Fortunata y Jacinta y en sus mejores nov~las.

NOTAS

1 Ricardo Gullón, «Est.tucturn y c!isciio en Forltwata y ]acirl­tm~, en Técnit-as df! Gl11d6r, M:~dt•icl, Tantus, 1970, pp. 135-220. . S~crmatl H. Eoff 11La d<:UiCllci~n d 1 prot-e.~o rons lente. ,Be. tm~ E érc?. G1tlc!6s», en El PeJJft:tllllt:llltJ mod,•mo y la novela cr­pano1la, B.1tttdona, Sdx Bnrr:U, 1965, pp. 125-151, csnt más cerca d~ o. aqu( cxp~ado, cuando obscrv:J «un d spla't.amicnto en la dJr<!CCt6n el In tmport ntin en un tri;ingulo c11 d que un. mujc~ ·Va _tmnsfor!l'ánd :¡e grudualmcnt desde ht eucmistnd a la amistlld hacia su -~tva!, olvidando prácticamente al hombre que justifica esta relacton» (p. 143). Nota asimismo cómo Fortunata <<va des­a:rrollan~o su ncútucl simp~ti~ante pt·oyectada :;obre w antngonista, retroccdtcndó :tlgun!I.S v~ce:; . n niveles precedente y, a ~l)r de ello, fom1 ndo unn conctcncta nueva y a'lda vez mtís tcfioada» lo cuu~ .scrvltfa como «ejemplo concreto de la teoría de 1:t cvoh.tclón CSJclit!tUal Je Hegel» (p. 144). Sobre 1 «d~'O trinngula~9: R.cn.é Gu·nrd, Mc11ronge. YOIIItl.ll/iquc : '. vbité romanes que, P••r!s, Gr:ts­~e;, ·l961. ~n El stmboiwno rclzp,eoso en las ttOtJe/fiS ele Pércz Gn/­dos (Madnd, Gredos, 1962, pp. 113-114), Gustavo Correa recuer­da el afán de Fortunata respecto a Jacinta (<<me gustaría parecer­me a ella, se; como el~a») y el hecho de que, al dar a luz, For­tunata «estara en capactdad de ser conjuntamente madre y ángel».

3 ;\gnes Moncy_ Gullón, «The Bir~ Motif and the Introductory Mottf: Structure 10 Fortunata y Jacmta», Anales Galdosianos 9 1974, pp. 51-75. Este estudio contiene enriquecedoras persp~cti~ vas, aunque parece desorbitada la importancia que tanto su autora com~ Rogcr L. . Utt, en la tnisrrut re ista y número (<<'El pájaro vo16: Obscrvncll)nCS sobre. un lái!IIOii/. en Fortuna/a y Jacinta>>, PP· 37-50) conceden al motivo l'llltológu:o, planteado ya con cier-1'11 d &mesu.rn por Stephen Gilmnn, «''he Birth of Fortunata>>, ll11alus Cllldosianos, 1, 1966, pp. 7 1-83.

GALDÓS: «FORTUNATA Y JACINTA», 4.', II, 6 251

4 En su yn citado c¡;Ludio sob(e la cstntttunl de esm nov h! RiCllrdo Gu!lón d ~dit'n unn p:ig.ina (h• 204) a More1to·lsln. lo11 al lmcallvos u le. 11plka s n muy ptecisos: fnnt:usmnl», «3is.lnclo y quieto~. La fu nción d~: poslbll! esposo perfcct ) de j;lcinln qul:cl11 insinuad:.~ 1 incluido en «un rrMngul~ io:erulz.tble {con tituido por cllá, é:l y Junn)í> . Otros U':lbnios impol'tantcs sobtc h est:ntc­~ura de la novcln: Sut.:Jnnc Rapl\ilcl, .,;Un >:Wiño viaj de no· vios~. A11alus GaMosit:tnp., 3, 1968, pp. 35-49 (mucst.rn 1.'Óntó 1 c·n· pitulo V de la Parte Pr.i-mc.rn contiene cl gctmen y determina cl ritmo de toda la novela, cl cuál consistt! en. la «oscibci6n de Jun· ni lo», «el bnlonceo de otros mucb~S» y <i.c.l vacilar de un l socie­dnd, de un pueblo»), y StcpbC!l1 G ilman, «Nntriuive l'rcscnl'a tion in Fortwurta )> .]acinla», Reui.Tta flisp!í1lir.tt Modenltl, )4, t968, pá­ginas 288·301 (imcrpr tn e.l car!Íctc.r histórico d · lo Parte .l?l'im 'hl y cl éxpcriel'lcial de los (lUi l pnrtes hnsru <}lLC la vid¡¡, lt~h!l p re­sente en cl l11s, viene a d eml>ocnr en «lh.<: succcsful outc()mc [ Portunata's que5t for vulue», quedan l as1 In hist ria Lrnscendida en ero: el I!Cto de su muerte fecundn).

S No se comprende. cómo Sbcrmon H. Eoff mcdc llmn;IJ: pcr -najes «secundarios» ·o Mrudnúlinno, lclo dd agrario y Moreno­Isla, y a estos dos úlrlmo cotalmc.nl · insígniil.camcs» (op. cit., p. 140). ¿Personaje secund11rlo Maxlmiliono? ¿PersQI'I<lj insigrilli­cante Moreno-Isla? Para Galdt>~ cu!!lquier ¡ ersonaje puede scr principal y ninguno es insignificante.

6 En La desheredada (1881), el capítulo XI de la Primera Par­te se titula «Insomnio número cincuenta y tantos»: monólogo de Jsitlora oyendo sonnr las horas de: Ja noche, cmbJ:ingnndos de uc­ños, ambiciones, cspct'1107.as y temores, presa de irrepamblc agita­ción. Ccrtcl'M páginus c.kodiell Ria'11:cl GullÓI'I a los insomnios de lsidom, Mo~;eno, 01:(>7..1."0 y Ang_l GuC:IT~ . n Gnlilós, novl!li t11 modemo (Madrid, 'l'aurus, 1960, pp. 192-198), litííala.ndo <¡Ue el insomnio no pon en dato la rcalid,td por medio do In refle."Xión ino gracias :1 lllS «impr.cvistu perspectivas->> qu • ht íma.glnaci6n

crea (p. 193) . 7 La cursiva es mía e indica las expresiones de <<discursO>> que

se salen del «relato». Véase: Gérard Genette, <<Frontieres du ré­cit>>, en Figures II, París, Seuil, 1969, pp. 63-67.

8 Un buen criterio para identificar los hechos de lenguaje que dotan al texto de una fisonomía peculiar es el propuesto por Mi­chacl Riffater¡·c: ·cJ co1ltcxm cstilísli¡¡o, definido como «Un pat· tem rompu par un ék~cnr imprévi 'ible» (M, Riliarc.rre, E.rmis dt: st)r/i.rtique struclflralt!, Parfs, Hammnrion, 1971, p. 6.5) . .El pro· ccdimicnto de estilo es ~contexto/cootntste», yo se tro te d con­tex to mínimo inmediato (i) de contexto periférico medi11n . Sobre la repetíci6n hncc achu-aciortes muy sensatas Dilvid lodgc, La11g11age /a Ficüo11, Nueva York. Colwnbia Univctsicy Press, 1967, pp. 82-87.

9 ~ta cscenn en que músk y ~nthnicnto se fusionn!) en el re· cuerdo del personaje, poclrfa compru:nrse con otrn de f.n derhe1't:-

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252 GONZALO SOBEJANO

dtuitl (Pat:tc 1.•, TX): In Marquesa de Aransis evocn a su hija muertn mtentras suena al plano rnúska de Beedlovcn y es el nn­rrndor quien va dcscribicnd pnralclruncnre JOs seor:ü~icnros de: la damn y IOi rnovhr. icntos .• ausicales, sin que ella ha~a 01so en nin­g6n instante d(! lu músi01 que lk'gll '' sus ofdos.

10 ((Los fragmentos de ],abJa qu anteceden inmcdi ramcntc al

croa: de l:¡ froutct'll mortal son Jos mds intensos de todo cl Jj. bt'O», . obsc.rva St plwn. Gílmnn¿ <rLa p:dabrn bablnda y Fnrtmtnltl Y [~t"mln», Ntteoa Reuuta d~ Nlologla Hi pánic#, 15 J%1 (rcpro. du.C'Jd<? en: Doug{nss M. Rogers, crl •• Benito Pérez G111J6s, Ma­d.od, faurus, 1973, p. 229). Si algún lector encuentra artificiosos ~~r~os momentos monol gnlc:s del texto, por ejemplo cl Jiloquio tni.C!al en 3A, pod1:d recordar lo noutdo por Germán Guflón en ~t.l P':-'Ciso y útil libro El tlflrrttdor 11 ¡,, IIOVI!ltJ del iglo XIX M:idnd, Taurus, .1976, p. 138: « tiende hoy 11 ddideñ:u cJ rno· nólogo 'J:I(l interior', el monólogo no joyceano. pcro cSé dc..wén es llnacrónico e in)ustifbdti.~

11 _Eropl:<> nquJ . el té'r~o <'<rnct:rnRrrativo!> pam !:1 t:<J?r si6n

no d1scurstva, smo narrauvn todavfn ( «&ay6 del gron 1ÍJ:bol Ja boja completamcmc: SCCII.D) que rrnduc:e o dcscifr.a el scnrid gener:~l (~qui no abs!-tUcto, sin . lig!Jrndo) de otra expl'esi6h narrativa par­tJCU11lt .( ~exptró _nq~;:el.mfchz hom_br ~). De In misiruJ mnnem que lu funaón mctalmgüisuca no roñsrstc en mentar uo r fe nte smo e~ vedfica! el cócJ..igo mi$mo d 1 ~ lengua, asf, pcm en formn n~n n.~ tn.rlva, explica el not•mdor que «expi.r6 aquel infcl~ h m­brc» ~llllicn, desde un purlto de vista e<Ssmico <<C:nyó del gran á1·bol l11 hojn seca>>. '

l2 Con sumo adcno observa Michael Nimerz ncerca de Moreno­Isla; «Fl'i¡; misarithropy is el nk for loncllnes$ - he is truly :m 1slo- 31\d poor be~tlth» (Humor iu Gflldór, Yrue Univct•$ity P~css , New Hnvcn and London, 1968, p. 43).

B El mism Mic:hael Nlmctll, que nl registi'llr la casi total ausen­cia ·d s.átira ~odal en FortutJaln y. }acima n lll <.-ómo Mot'Cn0-1 In, perfecto coment;ttlar irónico en potcnda., en vC7. de eso viene

ser «thc ~nly sludy of loncline$$ in thc: Novelns conremporá­~eas» (op. crt., p. 1~~). apunta más tarde cl relieve que )¡¡ fnmi­Jrn y los wlorcs fa:mJitares alcanzan en la n vdn con la única ex­CCJ;~d6n de ~orcno: «Ir is significnnt rhat [bis c0$mopolitc, an c:rule by choice and n lonely roan, is thc one J)c~s· n in rhe J10vd wbos~ de:ub ~s compnrcd 10 thc: fnlling of o leaf froru a tree ( ..• ). If th1s tree .L$ che ~ft!e u:ce of Madrid menlioneu earlicr, cu1c can peJ'hnps undcrstand why Fortuna/4 }' ]11á111n is ~uch n very mnsc:rvarive novel. lt is a pnean in pmisc of tmtli.tiona.l panish valuC1i, which derive much of thcü stJ'Cflgth from the solid;u·it of lhe f11miJ~ u!lit. M?reno-Isl:t _i$ an expatrilllc who, in rejectmg the geogi'Hphtc. msulal'lly of Sp:un, symbolically rejects his family. Thus uprooted, he stlffe from and dies of a weak hcllrt» (p . 208).

GALDÓS: «FORTUNATA Y JACINTA», 4.", ·II, 6 253

14 La actitud cdtica de Ga1c16s, d.ice bien Joaquln Ctlsaldu~r , «no es un obsr:ículo p3ra que se acerqoe e rdi~ y comprenswA· mc.nt o ese mund que t nsut·a, 1~ cunl le p4!_rmHc ve.do ~n to<:Ja. su gmuc\e-t:l tr;~gicn» '{«llmt T{flrCI/IIIrl y l{~aftdadi> Dull~·tm J-lzs­panique, 39, 1937; tcprodu4.:ido en: D. tvr. lloger:s, 131!mto P6rc:c GaJd6s ctL cit., p. 229). .

Js Rcliriéndo e a In. espCI'Ilnza.~ de Moreno de conscgut r cl amor de Jseiil(n y 1cnct· hi jos, Ju!l Rodrígucz-~uértOh1s a~mu que es~c pen;onajc «muere en me,dio de UJ\3 .t tt~l mco!npren. tÓJl de In r • Jid:adi> (GdldtJs: 13tiJ'J;(WJra )' rl1t,oluctóll, Mndr1d, Turncr, 1975, pá·

glnn 86). ld6 D' 1 'd 16 Mcnénc;leh y Pclnyo, Pér da, Pórc% a s, tteu~ro~ cr os ame la Rcnl Academia Española en hlS l'«tpC::I nes pub.ltcas dd.l 7 y 21 de ícl>l'Cio de 897, Madrid, ' 'cltoh 18<)7, p . 88.

17 Joaquln Cltsalduc:ro, VidiJ y obra de uoltlós (1843-1920), Mn· drid Gre<;!.os, 2;" cl\. numenmcls., 1961, p. 9.3 . . •

15 'Pare<;e jrrcbadble la cqpc1u$ión que Jlc:,g Ju lio Roti1·1~ucz Puértolas (op. cit., p. 55) al decir qu~: en l·.ortmlnltl Y Jllclllll1 <tuna burguc.sfn nvasalladot~>, con ·su nmnúno9o poder, <<COniL'OI(I tpdo el muncl social de la é.pbciú> y que nadi~ escaPll o c'se con· trol: <mi slquicn' el liijo de Fortun~ta y Juan.lto, c.ntrc&\ldO. Gn:tL­mence a Jacinta, y en el que yn n pode1!'os ver -otra ten_tn 16n-­l~ sfntcs.is optimisra dcl confliClo d taléctJce Fortunm~/Jnttnt;n, Na· tumlcza/ Soc:ledad, Pucblo/Bw·gucsfa1>. Para este cr[tJ.co . la 1~ov~a e.~ dialéctica desde su mismo tfrul , pero «el proceso cllatécl'lco es incompleto, por falta de la npropiad;~ sfntesis . f~,. (~.55, nota 6Q). Antes que Rodríguez-Poércolas, h~bfa .hecho .ilumtn~doros ~~1-slones sobre «the dinlcctica.l rclnU()Il.Ships fiction-rcal~ty ar) e n· ractcr·society» Carlos Blanco Aguinqta, «Üh 'The ,~trth of Por· tunatn '» Am1lt!s Galdosia11o.r, .3, 1968, pp. '13·24, 1-él.Jllcn. al artfcu· lo de GÍ!man a~r titulado.

19 «<n Fottunaca' s Cll.se ( ... ) Gnld6s ser out m explore n com· pl tcly bcnlthy <.'OJ\Scl~~sncss, i~ptrvlous ~o cducaríoJ~, i~tme to socicty without amb1t10n, tel!J tllnt to Justory -A e ~sesousncs. which, in spicc of passionate exccss and gross crrors of ¡udgCtf!Cnt, gtows, flollnshcs, exercisc:s (re~.:dom, creares values, n11d r:tdintcs ttuth» (Stephen GUm'an. «Tla! Conscionancs~ of Fortunata», .Alta· les Galdoria11os, 5, 1970, pp. 55·65; p. 65.) .

20 J. .Cawduero, op. cil., p. 92. Aqof mismo, ·con OOlSI6n ?el nntipntriotis~o de M reno-lsln, co~sagra Cusruducro tma nd~if~: ble página ni con~rastc cnu·c: &pana y el mur~do eorop<.'O CtVJ.li zado y ordenado bnsta cl m~:nor detalle.

ll Gon~o obcjano, «La inadaptada (Leopoldo Alas, I..a Regen­ln, capítulo XVI)», cn: Alar«>s, Alvilr, Amor6s ct al., El comenta· río de. te.xlos, Mndrid , C;lstillia. J .• ed ., 197}, pp. 126-166.

21 A este propósito véase: tephen G~mnn, «ÚI nov~l~ como diá:lo o: Lo Regenta y Fortwwla y j acmla'», Nueva Rtvsstd d~ Fifo!ogla Hísptítlica, 24, 1975, pp. 4)8-448.

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D • 61o llicnrdo ,ullón, que yo I'CCIIC!J'de, ínainú11 est <:urtnclo menciona jun~ s los nmores ideall~ado del boticario .Ballestet de Ml'lrcno·l'sla» (Ga{d6s; 11ovelisto modr:rrro, cd. cir., p. 90) . En cambio, un crítico tan entendido y tan cntus:iasta de GaJdó (.'t)III

]osé 1:'. MoJUes.inós sólo mt!ncionn un:1 vez, y t.l· (;111! adn. ·,l M rcno-lsln c.n lns sct<:ntn y cu lfO r':fglnns que dcdicn a la novela e.n su Gttld6s, voL Il, Madrid, Casralia, J969, p. 247. ~ Nucvnmeote es Nimetz qoiCJ1 rccon ce, con s:~g ddad según

m.'O cxa:pcion:.tl, la imponáncio. el csh.: otro aspc.'Cto, que él (.'Qil·

sidc:ra «ooe of the major lhcmes of Forlllnnta JI jacinta» y del que dice: . «Tbc: J nglng Jor whnt. mi~bt h11vc becn is fcl~ ve.ry k~coly hy M reno-l~>la, Fe~¡oo, Mllln, Fonumtra, and espe<:1nlly Jaonta\> (op. cit., p. 202). Véase ran1bién: Amhony Z:.tl1nrcns. «The Tmgic Scn~e ín Forlunala y ]acinln», Symporium, 19, 196.5, pp. 38-49 .

.25 Montesinos (o p. cit., p. 249) observaba que canto los perso­najes sOC!mdnt.ios como .los mmparsas -«tic.nen una vida propin digna de atención como toda vida hurmtnru>; y ;tñad{á: «EIJo puccl ser 6ptÁmo, J)LICS COn! ribuyc a dar a estas novcl:¡s un enorme prcs· t.ÍgiQ de reJtliilacl, pe¡'Q ciece cl inconveniente d nlargadas 1Uás de Jo debido.» !'ero también la vida es la rgu: debidamente y a gusro de la inmensa mnyotía .

21. Entre lo escasos estudio dedicados al lenguaje de G. ldó no quisié!I'D. dejar de mcndo.nnr el dé James Whiston, «T.Alogua~c :md Sirun~i n in P:1rt r of Fonunota 1 JacinttN , Aludes G11ldoua· TIOS, 1, 1972 pp. 79-!>l. Su conclusi6n es guc en esta novela «!.he cthic of rolerancc, imbucd wiúl irt>ny, bccomes an ncslhctic» (p. 91).

7:1 En lfO lugar he intcntlldo di!Siittar y o(dl!nm:, extroctaudo ideas dcl pdmero, los factores naturatistas y los cspidtuaUstaS que Lcopoldo Alas• y Benito Pércz Gnld6s compartían: Loopoldo Alas («Clarfn» , La Regcma, edkíón, pl'Ólogo y notrul de Go.nzolo qbe· ~no, Dnrcclonli, Noguct, 19'16, pp. 19·27 (CMskos Hispánicos No­gu r, vol. 9). A pt'Op6slto de monólogo interior, y mmenmndo Otm escena protngoniz:tda por .Mo.rcno•Isla, dice GC!úffrty Ribbans en su recomendable monogrllflA Foi'JiuJata y Jacinta (Lopdre , Cr-Jtll and Cutlc:r, 1977, <~Ctiaicru Gui<:lC:S 10 Spanish TexLs, 21», pá· gina 44): ~¡ is 11 rnost rc:mark:tble nncicipation of tbc 1 st~crun of

onsciOUSiless' tc:clmiquc of random nssociations c.'Camplilicd by Vil·ginia \\í'oolf and James Joycc~.

Doña Berta de Rondaliego en Madrid (Leopoldo Alas: Doña Berta, VIII)

JosÉ MARÍA MARTÍNEZ CAcHERO

E N junio de 1891 La Ilustración Española y Americana ofrecía a sus lectores, en forma de inserciones semana­les el texto de Doña Berta: «una nouvelle [ · ·.] que cr:o es de lo que me ha salido menos malo»;

1 en los

primeros días de febrero de 1892 apareció como volu­men, junto a Cuervo y Superchería. El conjunto así fo~­mado lo dedicó su autor a Tomás Tuero, entrañable aml· go desde la adolescencia, y en la dedicatoria consta que «este libro [es] el que más quiero de los míos», pero si del conjunto pasamos a una de las piezas integrantes , Doña Berta era ésta al decir de Adolfo Posada, <mna de sus hijas pr~dilectas>:. 2 Y, sin embargo, la ac~gida. ~rítica inmediata no correspondió a semejante predtleccwn, ya que, por ejemplo, Ortega Munilla destacaba en su r~seña de este libro 3 el relato Superchería, aun reconoctendo que Doña Berta era <mn original y precioso estudio, lle~o de melancolía y ternura»; el maldiciente Bonafoux, m· desmayable en su hostilidad a «Clarín», estimaba

4 q~e Cuervo es «el menos malo de estos cuentos»; Y Palae1o Valdés, amigo y colega en el cultivo de la literatura ~a­rrativa y crítica, se inclinaba también por Supercherta,

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pues «en Doña Berta me parece la factura superior al fondo». 5

Cae Doña Berta "(anticipada ya en 1891), en cuanto a cronología «clariniana» atañe, dentro de una época cer­cana a las postrimerías de su autor. Diríase que ha fene­cido aquella otra denunciadora e impiadosa de La Re­genta y del agresivo crítico de tantos y tantos paliques para dejar paso -el fluir irreparable del tiempo, la en­fermedad que apenas le concede tregua, pérdidas muy sentidas en la familia y entre los amigos, aquella voz que amonestaba en sueños: «No engendres el dolor ... », como posibles causas promovedoras del cambio- a una mayor y melancólica serenidad. Pensares y sentires hon­dos y altos, bien ajenos a la trivial e hiriente cotidiani­dad, son los suyos de ahora cuando ha vuelto sobre sí y dentro de sí, humilde y religiosamente, se consuela. Son los años en que aparecen coincidentemente libros na­rrativos -la segunda y última novela extensa de Leopol­do Alas, Su único hijo (1891); las tres novelas cortas de 1892, El Señor y lo demás son cuentos (1893)-, de crítica literaria -Ensayos y Revistas (1892) , recopilación de artículos menos ocasionales y de más enjundia que los del volumen Palique- y ensayos -como el folleto lite­rario octavo, Un discurso (1891), comentada oración uni­versitaria de Leopoldo Alas en torno a la enseñanza y la educación-, todos ellos como impregnados de un im­preciso pero evidente hálito espiritualista. De él participa Doña Berta, narración «clariniana» dividida en once apar­tados, de los cuales he .elegido el octavo para mi comen­tario.

VIII

Amanecía, y la nieve que caía a montones, con su silencio felino que tiene el aire traidor del an-

LEOPOLDO ALAS: «DOÑA BERTA», VIII

dar del gato, iba echando, capa sobre capa, por toda la anchura de la Puerta del Sol, paletadas de armiño, que ya habían borrado desde horas atrás las huellas de los transeúntes trasnochadores. To­das las puertas estaban cerradas. Sólo había una en­treabierta, la del Principal; una mesa con buñue­los, que alguien había intentado sacar al aire libre, la habían retirado al portal de Gobernación. Doña Berta, que contemplaba el espectáculo desde una esquina de la calle del Carmen, no comprendía por qué deja an freír buñuelo , o, por lo menos, ven­derlos en d portal del Ministerio; pero ello ra que por aUí había d saparecida la meso., y tras ella d s .guardlas y uno que parecín de rel4grafos . Y que­dó 19 plt~Zil sola : $ lAs doña Berta y Ja nieve. Es raba inmóvll la vitjn ~ lo pies, calzado,· con chanclos hundidos en la blandura; el · par~guns, abiet·to cual forrado de tela blanca. «Como allá», pen­saba, «así estad el Aren.>> Iba a mi a de alba. La iglesia era u refugio· s6lo allí encono·aba algo qu se par ciese a lo de allá . S6Jo se sentíu unida a sus seme}nmes de la corre por el vínculo religio. o. <<Al fin>> se. decía, <<todos cat 'licos, todos herm.a­nos.» Y es to [eflexi6n le quitaba algo del miedo que le inspiraban todos los desconocidos, más qu~ uno a uno, considerados en conjunto, como multl­tud, como gente. La misa era como la que ella oía en Zaornín, en la hijuela de Piedeloro. El cura decía lo mismo y hacía lo mismo. Siempre era un consuelo. El oír todos los días misa era por esto; pero el madrugar tanto era pot otra cosa. Contem­plar a Madrid desierto la reconciliaba un poco con él. Las calles le parecían menos enemigas, más se­mejantes a las callejas; los árboles, más semejantes a los árboles de verdad. Había querido pasear por

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las afueras .. . , ¡pero estaban tan lejos! ¡Las pier­nas suyas eran tan flacas, y los coches tan caros y tan peligrosos! .. . Por fin, una, dos veces llegó a los límites de aquel caserío que se le antojaba in­ac®able .. . ¡ pero renunció n tales d scubrimientos, porque el campo no era campo era un desi rto; ¡todo pardo!, ¡rodo seco! Se le apretaba el corazón y se tenía una lástima úúinita . «¡Yo debía haberme muerto sin vel' esto, sin saber que había- e la deso­lación en el mundo; para una pobre vieja de Susa­casa, aquel rincÓil de la verde alegría es demasia­da pena estar ran lejos del ve1·dadcro mundo, de la ve dadera tierm, y estar separada de la frescura, de la hierba de las ramas por estas leguas y le­guas de p iedra y polvo.» Mirando las tristes lon­tananzas sentía la impresión de rnascat· polvo y manosear tierra seca, y se le crispaban las manos. S sentía tan extnuia. a rodo lo que la todeaba, que a veces, en mitad del anoyo, tenfa que con­tenerse para no pedir socorro, para no pedir que por caridad la llevasen a su Posadm:io. A pesar de tales tristezas, andaba por Ja calle sonriendo, son­riendo de miedo a la multitud, de quien era corte­sana, a la que quería halagar, adular, para que no le hiciesen daño. Dejaba la acera a todos. Como era sorda, C:Juerfa adiv inar con la mirada si los ttan· seúmes con quienes tropezaba le dedan a\go; y por eso sonreía, y saludaba con c:'8bezadas e.'<presivas , y murmuraba excusas. La multitud debía de siro· patiznr con la pobre anciana, pulc,ra, viva:racha, ves­tida de seda de colo · de tabaco; muches le son­rclan también le dejaban el paso fJ:anco; nadie· la había robado ni pretendido estafar. Con todo, ella no petcUa el miedo, y n o se sospe.charía, al verla detenerse y santiguarse antes de salir del portal de

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su casa, que en aquella anciana era un heroísmo cada día el echarse a la calle.

Temía a la multitud . .. , pero sobre todo temía ser atropellada, pisada, triturada por caballos, por ruedas. Cada coche, cada carro, era una fiera suel­ta que se le echaba encima. Se arrojaba a atravesar la Puerta del Sol como una mártir cristiana podía entrar en la arena del circo. El tranvía le parecía un monstruo cauteloso, una serpiente insidiosa. La guillotina se le figuraba como una cosa semejante a las ruedas escondidas resbalando como una cu­chilla sobre las dos líneas de hierro. El rumor de ruedas, pasos, campanas, silbatos y trompetas lle­gaba a su cerebro confuso, formidable, en su mis­teriosa penumbra del sonido. Cuando el tranvía lle­ga~a por detrás y ella advertía su proximidad por s~nales que eran casi adivinaciones, por una espe­Cie de reflejo del peligro próximo en los demás transeúntes, por un temblor suyo, por el indeciso rumor, se apartaba doña Berta con ligereza ner­viosa que parecía imposible en una anciana; dejaba paso a la fiera, volviéndole la cara, y también son­reía al tranvía, y hasta le hada una involuntaria re­verencia; pura adulación, porque en el fondo del alma lo aborrecía, sobre todo por traidor y ale­voso. ¡Cómo se echaba encima! ¡Qué bárbara y refinada crueldad! .. . Muchos transeúntes la habían salvado de graves peligros, sacándola de entre los pies de los caballos o las ruedas de los coches· la cogían en brazos, le daban empujones por libr~rla de un atropello... ¡Qué agradecimiento el suyo! i Cómo se volvía hacia su salvador deshaciéndose en gestos y palabras de elogio y reconocimiento! «Le debo a usted la vida. Caballero, si yo pudiera algo ... Soy sorda, muy sorda, perdone usted; pero todo

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lo que yo pudiera ... » Y la dejaban con la palabra en la boca aquellas providencias de paso. «¿Por qué tendré yo tanto miedo a la gente, si hay tan­tas personas buenas que la sacan a una de las ga­rras de la muerte?» No la extrañaría que la mu­chedumbre indiferente la dejase pisotear por un caballo, partir en dos por una rueda, sin tenderle una mano, sin darle una voz de aviso. ¿Qué tenía ella que ver con todos aquellos desconocidos? ¿Qué importaba ella en el mundo, fuera de Zaornín, me­jor, de Susacasa? Por eso agradecía tanto que se le ayudase a huir de un coche, del tranvía .... Tam­bién ella quería servir al prójimo. La· vida en la calle ~ra, en su sentir, como una batalla de todos los días, en que entraban descuidados, valerosos, todos los habitantes de Madrid: la batalla de los choques, de los atropellos; pues en esa jornada de peligros sin fin quería ella también ayudar a sus semejantes, que al fin lo eran, aunque tan extr~­ños tan desconocidos. Y siempre caminaba ojo avi­zor' supliendo el oído con la vista, con la atención pr~pada con sus pasos y los de los demás. En cada bocacalle, en cada paso. de adoquines, en cada plaza había un tiroteo, así se lo figuraba, de co­ches y caballos, los mayores peligros; y al llegar a estos tremendos trances de cruzar la vía pública, redoblaba su atención, y, con miedo y todo, pen­saba en los demás como en sí misma; y grande era su satisfacción cuando podía salvar de un per­cance de aquéllos ·a un niño, a un anciano, a una pobre ·vieja como ella; a quienquiera que fuese. Un día, a la hora de mayor circulación, vio desde la acera del Imperial a un borracho que atravesaba la Puerta del Sol haciendo grandes eses, con mil cir­cunloquios y perífrasis de los pies; y en tanto, tran-

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vías, ripperts y simones, ómnibus y carros, y ca­ballos y mozos de cordel cargados iban y venían, como saetas que se cruzan en el aire ... Y el borra­cho, sereno a fuerza de no estarlo, tranquilo, ca­minaba agotando el tratado más completo de cur­vas, imitando toda clase de órbitas y eclípticas, sih soñar siquiera con el peligro, con aquel fuego gra­neado de muertes seguras que iba atravesando con sus traspiés. Doña Berta le veía avanzar, retroce­der, librarse por milagro de cada tropiezo, perse­guido en vano por los gritos desdeñosos de los cocheros y jinetes ... ; y ella, con las manos unidas por las palmas, rezaba a Dios por aquel hombre . desde la acera, como hubiera podido desde la cos­ta orar por la vida de un náufrago que se ahogaba a su vista.

Y no respiró hasta que vio al de la mOIJa en el puerto seguro de los brazos de un polizonte, que se lo llevaba no sabía ella adónde. ¡La Providencia, el ángel de la guarda velaban, sin duda alguna, por la suerte y los malos pasos de los borrachos de la corte!

Aquella preocupación constante del ruido, del tránsito, de los choques y los atropellos, había lle­gado a ser una obsesión, una manía, la inmediata impresión material constante, repetida sin cesar, que la apartaba, a pesar suyo, de sus grandes pen­samientos, de su . vida atormentada de pretendien­te. Sí, tenía que confesarlo; pensaba mucho más en los peligros de las masas de gente, de los co­ches y tranvías, que en su pleito, en su descomunal combate con aquellos ricachones que se oponían a que ella lograse el anhelo que la había arrastrado hasta Madrid. Sin saber cómo ni por qué, desde que se había visto fuera de Posadorio, sus ideas . y

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su corazón habían padecido un trastorno; pensaba y sentía con más egoísmo; se tenía mucha lástima a sí misma, y se acordaba con horror de la muer­te. ¡Qué horrible debía de ser irse nada menos que a otro mundo, cuando ya eran tan gran tor­mento dar unos pasos fuera de Susacasa, por esta misma tierra que, lo que es parecer, ya parecía otra! Desde que se había metido en el tren, le ha­bía acometido un ansia loca de volverse atrás, de apearse, de echar a correr en busca de los suyos, que eran Sabelona y los árboles, y el prado y el palacio ... , todo aquello que dejaba tan lejos. Per­dió la noción de las distancias y se le antojó que había recorrido espacios infinitos; no creía imposi­ble que se pudiera desandar lo andado en menos de siglos ... ¡Y qué dolor de cabeza! ¡Y qué fugi­tiva le parecía la existencia de todos los demás, de todos aquellos desconocidos sin historia, tan in­diferentes, que entraban y salían en el coche de segunda en que iba ella, que le pedían billetes, que le ofrecían servicios, que la llevaban en un co­checillo a una posada! ¡Estaba perdida, perdida en el gran mundo, en el infinito universo, en un uni­verso poblado de fantasmas! Se le figuraba que ha­biendo tanta gente en la tierra, perdía valor cada cual; la vida de éste, del otro, no importaba nada; y así debían de pensar las demás gentes, a juzgar por la indiferencia con que se veían, se hablaban y se separaban para siempre. Aquel tejemaneje de la vida, aquella confusión de las gentes, se le anto­jaba como los enjambres de mosquitos de que ella huía en el bosque y junto al río en verano.

Pasó algunos días en Madrid sin pensar en mo­verse, sin imaginar que fuera posi~le empezar de algún modo sus diligencias para averiguar lo que

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necesitaba saber, lo que la llevaba a la corte. Posi­tivamente, había sido una locura. Por lo pronto, pensaba en sí misma, en no morirse de asco en la mesa, de tristeza en su cuarto interior con vistas a un callejón sucio que llamaban patio, de frío en la cama estrecha, sórdida, dura, miserable. Cayó enferma. Ocho días de cama le dieron cierto valor; se levantó algo más dispuesta a orientarse en aquel infierno que no había sospechado que existiera en este mundo. El ama de la posada llegó a ser una amiga; tenía ciertos visos de caritativa; la miseria no la dejaba serlo por completo. Doña Berta empe­zó a preguntar, a inquirir ... ; salió de casa. Y en­tonces fue cuando empezó la fiebre del peligro de la calle. Esta fiebre no había de pasar como 1a otra. Pero, en fin, entre sus terrores, entre sus ba­tallas, llegó a averiguar algo: que el cuadro que buscaba yacía depositado en un caserón cerrado al público, donde le tenía el gobierno hasta que se de­cidiera si se quedaba con él un ministro o se lo llevaba un señorón americano para su palacio de Madrid primero, y después tal vez para su palacio de La Habana. Todo esto sabía, pero no el precio del cuadro, que no había podido ver todavía. Y en esto andaba; en los pasos de sus pretensiones para verlo.

Aquella mañana fría, de nieve, era la de un día que iba a ser solemne para doña Berta; le habían ofrecido, por influencia de un compañero de pupi­laje, que se le dejaría ver, por favor, el cuadro fa­moso, que ya no estaba expuesto al público, sino tendido en el suelo, para empaquetarlo, en una sala fría y desierta, allá en las afueras. ¡Pícara casua­lidad! O aquel día, o tal vez nunca. Había que atravesar mucha nieve ... No importaba. Tomaría

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un simón, por extraordinario, si era que los deja­ba~ circular aquel día. ¡Iba a ver a su hijo.' Para estar bien preparada, para ganar la voluntad divina a fin de que todo le saliera bien en sus atrevidas pretensiones, primero iba a la iglesia, a misa de alba. La puerta del Sol, nevada, solitaria, silencio­sa, era de buen agüero. «Así estará allá . ¡Qué lim­pia sábana!, ¡qué blancura sin mancha! Nada de caminitos, nada de sendas de barro y escarcha, nada de huellas ... Se parece a la nieve del Aren, que na­die pisa.»

Antes de este amanecer nevado en la madrileña Puer­ta del Sol, Alas ha presentado muy completamente a doña Berta de Rondaliego, en el seno de su familia de señores rurales y de un paisaje campesino hermoso, puro y ,no menos familiar --el arroyo innominado, el prado Arén, Susacasa, Posadorio, Zaornín-. El vivir de espal­das a los demás lugareños, actitud que sistemática y hasta gozosamente practican desde tiempo atrás los Ron­daliego -«los Rondaliego no querían nada con nadie»-, se quiebra sin-estrépito inicial pero con escándalo final a partir del día en que un capitán 'liberal o cristino llega fugitivo y malherido a Posádorio, donde doña Berta y sus cuatro hermanos varones, todos carlistas, le recogen y atienden solícitamente. Cuando el capitán, ya curado, vuelve a su ejército, se despide prometiendo regresar lo antes posible para casarse con doña Berta, que espera un hijo. Nace éste y los hermanos de doña Berta, esclavos del honor, de «la sangre noble inmaculada», le arreoatan la prueba viva de la infamia y la e~tregan para su custo­dia a manos mercenarias y lejanas; el capitán no vuelve porque sin duda ha muerto en el campo de batalla. Pasa

.el tiempo, mucho tiempo, y cuando doña Berta es ya una

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anciana sorda y sola en Posadorio, pues han muerto sus hermanos, otra vez se quiebra su alejamiento con la lle­gada, también casual, a aquellos parajes de un pintor, famoso por un cuadro de éxito reciente que representaba la muerte en acción bélica de un valentísimo amigo suyo y, a lo que parece, el hijo de doña Berta y del capitán liberal, capitán como su padre, igualados uno y otro tanto en el heroísmo de su muerte como en el amor de doña Berta, la cual, cuando cree haber llegado (por medio de lo que el pintor le ha referido) a la seguridad de que el joven capitán del cuadro era su propio hijo, sólo vive para ver esa pintura (que está expuesta en Madrid) y para adquirirla (en competencia con unos «ricachones»). Vende sus bienes y viaja a Madrid. Tiempo después de la llegada sucede lo referido en este apartado VIII, trás el cual ocurre que la anciana satisface su deseo de ver el cuadro e intenta vanamente compráselo al rico habanero que pujó más que el Gobierno para su posesión y ganó; llegado el día decisivo, después de no pocas idas y ve­nidas desde su pensión a donde la pintura espera ser embalada para el traslado fuera de España, el día del milagro para doña Berta, ésta {cómo si fuera una premo­nición cuanto se dice de su temor al tranvía: «monstruo cauteloso», . «serpiente inisidiosa», en VIII) es arrollada por uno de ellos y muere en la calle.

El apartado VIII aparece en el decurso narrativo como separación clara entre lo que ha sido --que se cie­rra en la última línea de VII- y lo que va a ser --en parte, anticipado o preludiado en él mismo VIII-. Ha sido (desde I a VII inclusive) una acción larga en el tiempo -casi todos los años de la vida de doña Berta de Rondaliego, ya anciana, con leves referencias a su fa­milia que, en ocasiones, retrotraen la historia a época todavía más lejana-; acaecida en un espacio físico redu-

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ciclo en extensión y aislado por la geografía y, también, por el deseo de sus propietarios -lugar intacto, «adon­de no llegaron nunca ni los romanos ni los moros»-; protagonizada por doña Berta, con acompañamiento a veces decisivo pero no continuado de otros personajes ~1 capitán liberal, el pintor, Sabelona, hasta, si se quie­re, el prestamista Pumariega-. El relato, hecho más de recuerdos y de sentimientos que de peripecia efectiva (Alas soslaya algunos momentos difíciles: la entrega amo­rosa de doña Berta, vgr.), produce la impresión de gran lejanía cronológica, impresión rota a la altura del apar­tado VII (y aun de parte del VI) porque ahora la ac­ción se ofrece más cercana respecto del desenlace de la historia y, aparentemente, más movida y externa. Será después --desde el VIII al apartado último-- una ac­ción de marcha más rápida y, consiguientemente, con un ritmo narrativo más vivo, de hechos mínimos -idas y venidas de doña Berta por Madrid tras el logro de su deseo-- y más despojada de sentimientos, para cuya con­sideración no hay ahora vagar; el espacio físico de la misma ha cambiado radicalmente --como de un paraíso a un infierno: de Susacasa («aquel rincón de la verde ale­gría») a Madrid («aquel infierno que no había sospecha­do que existiera en este mundo»)- y la anciana es en estos apartados finales protagonista indiscutible entre y frente a la anonimia de la muchedumbre y de algunos seres individuales designados sólo por su oficio -los mo­zos que recogen los cuadros de la exposición o el ama de la posada, unos y otra compasivos a su modo--. Esta: mos viviendo aquí un tiempo próximo, presente a ve­ces, pero con salidas a un pasado más bien cercano -aun­que el autor, todopoderoso, habla desde su personal presente y así preteriza todo, cualquiera sea su coloca­ción en el tiempo.

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El fragmento elegido es una imagen detenida que no supone adelanto notable en la acción narrada : la prota­gonista, que va a misa en el amanecer de un día con nieve, contempla desde una esquina de la calle del Car­men la casi total soledad y el silencio absoluto de la Puerta del Sol. Unos pocos y leves pasos de avance al principio del fragmento --desde su primera palabra hasta «iba a misa de alba»- y, a seguido, la inmovilidad de lo actual y la marcha hacia atrás por el mundo de los recuerdos: madrileños y recientes, marcha que constituye el núcleo del contenido; indirectamente, de mano del au­tor omnipresente y omnisciente, se ofrece lo que suce­dió desde la llegada de doña Berta a Madrid hasta el momento presente, lapso temporal corto pero no breví­simo -formado por la suma de esos «algunos días [que pasó en Madrid] sin pensar en moverse», de los «ocho días de cama», acaso de algún otro--. Muy pocas líneas antes del final -«Para estar bien preparada [ ... ] La Puerta del Sol, nevada, [ ... ] »- cesa dicha inmovilidad y, sin que se produzcan nuevos pasos de leve avance, queda restaurado el imperio de lo actual para mostrarse con plena evidencia en el apartado siguiente. 6 Así, pues, una mínima apertura hacia el progreso lineal de la acción que pronto es interrumpida, y que al término del frag­mento se reitera (no se continúa); entre unas y otras escasas líneas, el extenso espacio concedido a la reme­moración, equivalente casi a la necesaria información sobre lo recientemente acaecido.

La estructura interna (o disposición de partes en el conjunto que nos ocupa) resulta, por tanto, bien senci-lla: A) la obertura-cierre -«Amanecía [ ... ] Iba a misa de alba» - «Para estar bien preparada [ ... ] que nadie pisa»-; B) el núcleo del contenido --desde «La iglesia era su refugio [ ... ] » hasta « [ ... ] ¡Iba a ver a su hijo!»-, extenso pasaje cuya partición insinúa el autor

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con la distribución úpográlka en varjos párrafos y con-· firma más cviden~emente cuando distribuye la materia ar­gume.ncal con un cierto orden y se ocupa asf: 1) de la pugna ~ofi Berta-Madrid (111ultitud) -<<La iglesia era su rclug¡o [ .. . ]» a << ... 1 el echarse a la calle», donde el punto y aparte cierra el· párrafo; 2) de la pugna doña Berta-Madrid (tranvía) -«Temía a la multitud .. . , pero sobre todo temía ser atropellada [ ... ] » 7 a « [ ... ] los malos pasos de los borrachos de la corte! », 8 y 3) de la pretensión de la protagonista (o doña Berta, pretendien­te en Madrid) -desde «Aquella preocupación [ . . . ] » a «[ ... ] ¡Ibaa ver a su hijo.'»-. Bl, B2 y B3 resultan sec­ciones de longitud sensiblemente análoga.

La obertura-cierre es una unidad cuya secuencia se r<:>111pe muy enseguida del comienzo de VIII para dejar paso, dutante xteuso espacio, a la intercalación de lo que denomino núcleo del contenido, aparentemente la zona más importante; digo que aparentemente porque la ober­tura-cierre lleva las únicas r~ferencias a la acción actual. Son unas pocas líneas meramente situacionales relativas a un lugar de paso a otro y, por lo mismo, no 'objeto de descripción en ninguna de sus dos separadas partes; la Puerta del Sol, la calle del Carmen el Ministerio de Gobernación ·. aparecen nada más que' como menciones, muy diferentemente a lo que Leopoldo Alas hizo en los apartados I y II con el Arén, el prado de Susacasa, aho­ra también . -sólo mencionado. Soledad - y silencio: casi todo lo que la protagonista deseaba en el poblado y rui­doso Madrid; la inmovilidad de la cámara presentadora y las «paletadas de armiño» intactas sirven de apoyo. La cámara, o la palabra del autor, todopoderoso como buen realista decimonónico, que hace use) de ella para situar al. lector en un espacio con determinados rasgos carac­terizadores -amanecer, nieve, blancura silencio soledad

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con sólo una persona, doña Berta precisamente- y des­cubrir al tiempo algo de su ánimo; tipográficamente des­taca lo que es pensamiento o sentimiento de la protago­nista , pero revelado por el narrador, haciendo uso de las comillas que enmarcan las supuesta~ palabras ajenas . De ello hay brevísima muestra en la obertura y ejemplo algo menos breve en el cierre, referidos una y otro a la misma realidad y explicitada la analogía con la repetición del topónimo Arén.

Quien narra está como recordando desde su personal presente, desligado del tiempo o tiempos de la acción na­rrada, y por eso todo cuanto contempla o, verosímilmen­te (llevado de la omnisciencia), inventa, colóquelo en un pasado más y menos lejano o en un muy próximo futuro (caso de las líneas que van desde el comienzo del párrafo último de VIII hasta «¡Iba a ver a su hijo.'»), apare­ce como ya sucedido y ofrece en la expresión conside­rable abundancia de pretéritos, imperfectos más -frecuen­temente. Once cuento en la llamada obertura, que se refiere a algo que está sucediendo ahora mismo -presen­te actual-; en tanto que en el llamado cierre cuento ocho imperfectos (repetido algúno) junto a dos potencia­les simples (-«dejaría», «tomaría») y un imperfecto de subjuntivo en -ra («saliera»), 10 los cuales indican la fu­turidad inmediata (para ese mismo día, dentro de sólo unas horas) de la acción, futuridad a la que pone con­trapunto de lejanía más que geográfica la evocación com­parativa que doña Berta hace en las postreras líneas de vni.

Desde «la iglesia era su refugio [ ... ] » hasta « [ .. . ] el echarse a la calle», va la primera de las tres secciones -Bl- que integran el núcleo del contenido. La iglesia como refugio para sentirse en comunidad con los d_emás es trasunto, a lo que creo, de una vivencia del propio

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Leopoldo Alas a su llegada a Madrid desde la provincia natal en octubre de 1871 para doctorarse en Leyes y cursar Letras: «De mí [ .. . ] sé decir [que] en aquel Ma­drid [ ... ] encontraba algo parecido al calor del hogar [ · · . ] en el templo. Me consolaba dulcemente entrar en la iglesia, oír misa, ni más ni menos que en mi tierra, Y ver una multitud que rezaba lo mismo que mis paisa-

. 1 . d 11 nos, rgua que mr ma re.» El mismo lugar como refu-gio, id~ntica sensación de hermandad efectiva y, fuera de ese recrnto propicio, análoga impresión de hostilidad, de batalla diaria e ingrata; continúa Alas refiriéndose 12 a «aquel Madrid que me parecía tan grande y tan enemigo en su !ndiferencia para mis sueños y mis ternuras y mis creencias [ ... ]». Pasados los años, nuestro autor, que nunca llegó a sentirse gustosamente en Madrid, recuerda Y traslada a un personaje suyo impresiones y sentimientos no olvidados. Así como, añadiremos, la complicada exal­tación del campo -no lo hay en Madrid, donde «el campo no era campo [ ... ] »- y su recuerdo por doña Berta (en las líneas finales de VIII) constituyen, a mi ver, no un ejemplo más en el tópico repertorio «Menos­precio/ Alabanza», sino la declaración indirecta a través del mismo personaje, de un sentimiento-vi~encia de nuestro escritor, siempre feliz en su finca de Guimarán lugar tan cercano en el asturiano concejo de Carreña a lo~ topónimos menores (barrios, prados, arroyos) que com­parecen en esta su novela corta. (Con lo dicho no se pretende una identificación o equivalencia creador-perso­naje.)

En B1 se ha suspendido la marcha hacia adelante de la acción actual para informar -selecta y no anecdótica o noticiosamente 13

- de lo acaecido a doña Berta desde ~a llegada a Madrid, destino de sus afanes. Hay como un Juego temporal (e incluso espacial) de cerca-lejos porque la batalla librada por doña Berta con (más que contra)

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la multitud madrileña era realidad presente e inmediata que conducía a la protagonista, muy derechamente, a evo­car una realidad anterior y en otro sitio; eso indica la mención de los t<>pónimos aldeanos - lejos en el espacio y leja ya en· el tiempo--, incrustados en cl avasallador conjunto que es Madrid, cuya frta indiferencia es que­brada, aéá y allá el Bl, por la iJ'Itetvención -- en dos ocasiones bastante próximas, iniciando c11usula y con idéntica fórmula expresiva: «Se le apretaba el cora­zón [ ... ] », «Se sentía tan extraña [ .. . ] »-, del omnis­ciente narrador y, también, por la reflexión --Qtras dos veces, señaladas tipográficamente p · r comillas enmarca­doras del presunto monólogo interior~ «Al fin», se de­cía [ .. . ] » o, más du·cctamente aúo, << ¡Y o debfa haberme muerto [ ... ] »- de la p¡·otagonista. C11atro vocablos en cursiva a lo largo de esta primera sección del núcleo éon­tribuyen a reforzar semejante juego espacio-temporal de cerca-lejos. Dos de ellos -seme;antes [sus] y gente­aluden a la distinta consideración afectiva que merecían a doña Berta unas mismas personas según el lugar físico en que ella se encuentre y los encuentre situadas, de don­de procede, en un· caso., la hermandad y, en otro, el miedo que siente ante ellas; la utilización de otros dos vocablos -verdad [árboles de] y campo [el]- así des­tacados corrobora la hostilidad de la protagonista a un medio que le desplace, DO medi.o :falso por comraposición al suyo habitual, verdadero -a más de emrañabl .

Parejo a tal juego de p.r0xim.ickd"lejanía existe en Bl ou·o de iosolidaddad-soUdacidad que protagoniza doña Berta y en el que pa .. ticipa esa muchedumbre m drileña de la que po se individualiza wstr alguno. Nada tiene q ue ver ella con ellos; pues «se sent ía tan extraña a todo lo que la .rodeaba [ . . . ]», pero, llevada del miedo que experim nta, deja la acera, ~;onde, saluda, se dis­culpa; esta su .acritud , unida a la apariencia - «[ . .. ] la

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pobre anciana, pulcra, vivaracha, (sorda]>.>- produce el milagro de la simpatía y engendra análogas acciones recí­procas. ¿Algún intencionado sentido subyace en semejan­te constatación? ¿Acaso todos hermanos y, además, her­manados en la indefensión, creando hostilidad, indiferen­cia cuando menos, como actitud defensiva, pero, asimis­mo, capaces de simpatía mutua y hasta de cariño a los otros? Suponer esto, o algo aproximado, en el talante de Leopoldo Alas hacia los últimos doce, diez años de su vida no lo estimo ningún despropósito.

B2 -«Temía a la multitud ( ... ] » hasta « ( ... ] los bo­rrachos de la corte!»- es sección dedicada,. deqtro del núcleo del contenido, a la presentación de otra batalla librada por la protagonista como consecuencia de su es­tancia en Madrid: «la batalla de los choques, de los atro­pellos», concentrada en el tranvía cuya presencia como objeto temeroso constituye un aviso o premonición de lo que sucederá en el desenlace. Continúa interrumpida la acción actual; permanece el miedo en el ánimo de la pro­tagonista, engendrado ahora por otro enemigo. Se repiten aspectos ya destacados: Zaornín y Susacasa, los topóni­mos rurales. entrañablemente unidos a la existencia de doña Berta quien, recordándolqs por medio del narrador que conoce y expresa sus .pensamientos, marca su ajena­miento a y su alejamiento de lo desconocido -Madrid­y los desconocidos -sus pobladores-, que vuelven a comparecer tal como ocurría en Bl y vuelven a respetarla y ayudarla, y vuelve ella, agradecida -«agradecía tanto que se le ayudase a huir de un coche, del tranvía-, a corresponder con los demás -«un niño», «un an<!Íano», «una pobre vieja» o «un borracho -que atravesaba la Puer­ta del Sol»-. (Como la constatación es la misma, cabe pensar en sentido idént .:o al que señalé para Bl o, me­jor, en su reiteración).

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Si por este lado apenas existe diferencia entre B2 y Bl, tampoco en los niveles técnico y expresivo encontramos ahora novedades llamativas. Dos breves muestras de mo­nólogo interior directo (habla la protagonista), que son un par de líneas cada vez, colocadas casi juntas, ya que, en definitiva, son miembros desgajados del mismo todo y con analogo relieve afectivo: gratitud hacia el desco­nocido salvador, tranquilidad al saber que aún quedan entre «la muchedumbre indiferente», «personas buenas». Cuatro vocablos en cursiva, tres de los cuales se refieren al borracho que doña Berta salva con sus oraciones, y que iba, irónicamente, sereno; con andar anormal eviden­tísimo por (precisión también irónica) las eclípticas que describía; víctima de una mona, palabra casi de argot que forma parte de la nutrida lista de apelativos para desig­nar la borrachera. Dos comparaciones, con nexo expreso una --el consabido como: «Se arrojaba a atravesar la Puerta del Sol como una mártir cristiana podía entrar en la arena del circo»- y con verbo indicador de seme­janza, la otra -«El tranvía le parecía un monstruo cau­teloso, una serpiente insidiosa»; caso de geminación en el segundo término, con estructurá sintáctica análogo (artícu­lo-sustantivo-calificativo) y con paso de lo menos _ con­creto y más general (monstruo) a lo concreto y particular (serpiente)-. Cronológicamente seguimos en el pasado, un pasado bastante inmediato a la actualidad presente, por lo que abunda en cantidad notoria el imperfecto de indicativo; el juego cerca-lejos que advertíamos en Bl ha desaparecido con la sostenida permanencia de la acción evocada en las calles de Madrid y la inexistente escapada hacia otros lugar y época.

En B3 continúa interrumpida la acción actual, pero va produciéndose un acercamiento a la misma -«y en esto andaba [doña Berta] ; en los pasos de sus preten-

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siones para verlo»- que termina enlazando con el pá­rrafo último de VIII -«Aquella mañana [ ... ] se le de­jaría ver [ ... ] el cuadro famoso [ ... ] ». Hay en los dos párrafos integrantes de B3, netamente deslindados por Alas -en cuanto a contenido argumental, y tipográfica­mente por la separación que supone el punto y aparte-, el mismo juego de cerca-lejos ya advertido, pues se va desde el viaje de la protagonista a Madrid hasta las vís­peras de la mañana en cuestión, ordenándose aproxima­damente así el tiempo transcurrido entre ambos jalones cronológicos: viaje y llegada a la gran ciudad; «algunos días» de casi inacción, atenazado su ánimo por el pen­samiento de que había cometido una locura; «ocho días de cama» en la posada donde se albergaba y, después, re­puesta ya, preguntas, indagaciones, salidas a la calle don­de libra esas dos descomunales (para ella) batallas (pala­bras éstas utilizadas por nuestro escritor) cotidianas (en Bl y B2); hasta que alcanza la posibilidad venturosa que realizará «aquella mañana». Pasado más lejano --doña Berta en el coche de segunda clase que la trae a Ma­drid-, que señalan algunos indefinidos -«perdió [ ... ] », «se le antojó [ ... ] »- y algunos pluscuamperfectos -«se había metido [ ... ] », «le había acometido [ ... ] », «estaba perdida [ ... ] »-, alternando con imperfectos. Pasado algo menos lejano -ya, en Madrid, correspondiente al recuento numérico antes efectuado-, y que va acercán­dose al presente a medida que el párrafo segundo de B3 se aproxima a su final, con presencia de indefinidos (has­ta nueve) que alternan con algún pluscuamperfecto (tres) y con trece imperfectos. Junto a este pasado lejano y menos lejano, junto al presente actual que se recupera tras larga interrupción, hay en el cierre una insinuación de futuro muy próxima --cuestión de horas, diríamos, a la tarde de aquel día a cuya mañana se hace repetida

LEOPOLDO ALAS: «DOÑA BERTA», VIII 275

referencia-, indicado verbalmente por potenciales -«de jaría [ ... ], «tomaría [ ... ] ».

Las dos batallas cotidianas, si bien continúan siendo libradas por doña Berta, ceden en B3 de su protagonis­mo en favor del asunto que la había traído a Madrid y que la convierte en un pretendiente más de un peculiarí­simo pleito (ambos vocablos, pretendiente y pleito, van en cursiva). 14 Se trata de una tercera batalla, acaso más difícil que sus compañeras, en la que doña Berta (adelan­tando los acontecimientos porque el desenlace del caso no figura en VIII) será vencida, ya que el ricachón haba­nero no va a acceder a las pretensiones de la protagonista y ésta morirá atropellada por el tranvía. Ni los ricos, ni los artilugios del progreso material parecen capaces de piedad y por eso cada uno de ellos hiere a su modo y ~ortalmeote· sólo aquellos transeúntes indiferentes de las j rnadas madrUeiias de doña Berta simpatizan con ella y la contemplarán, por último, cadáver sobre el asfalto, con «más simpatía que lástima». ¿Resulta verosímil y aceptable esta apuntada intención que deducimos apo­yando lo que va escrito en VIII con sucesos y palabras del desenlace en XI?

* -1: *

Ni resumue ni repetiré en este remate cuanto queda dicho o sugerido en el comentario que precede a un tex­to fragmentario, un solo apartado de un conjunto que consta de once. Sí me interesa recordar ahora que la ac­tividad literaria de Leopoldo Alas, intensa, nutrida y va­riada a lo largo de un lapso de tiempo no muy dilatado (vivió cuarenta y nueve años), no fue sólo la del popu­lar, de ordinario agresivo y a menudo desvergonzado crí­tico de los «paliques» ni, tampoco, la del novelista de

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La Regenta, ese considerable monumento de la novelís­tka decimonónica donde tan impiadosamente son fla­gelados personajes, vicios y actitudes, sino, también, la del autor de buen número de páginas narrativas -nove­las cortas y cuentos-, situadas cronológicamente ha­da 1890 y años que siguen (aunque haya excepciones que desbordan tal señalamiento); referidas humanamen­te a pobres gentes indefensas ante la existencia, víctimas de ella y de sus prójimos; locativamente desarrolladas en medios ciudadanos (con preferencia Madrid) y rurales (el campo de su Asturias adoptiva). Una cordial simpatía liga al creador con estas sus criaturas, por él amadas, compadecida , disculpadas o enaltecidas si hay ocasión propicia d hacerlo · el don de lágrimas o-la ~endmenta­lidad de' buena ley que Le poldo Alas poseía encuentra aquí pretexto para manifestarse, máxime si a tal desaho­go sirve de marco un paisaje natural conocido y querido. Es entonces cuando nuestro narrador obtiene, a mi ver,

, los máximos logros y Doña _Berta, modelo de novela cor­ta en la literatura española, se me antoja muestra rele­vante de ello.

NOTAS

1 Alas, en carta a Galdós, de fecha 17-VI-1891, desde Ovie­do (p. 260 del volumen Cartas a Galdós, Madrid, Revista de Oc­cidente, 1964).

2 El testimonio de Posod , rompañero de claustro universitario y compañía casi diaria de Lcopoldo Alas en Oviedo, testimonio, pues, de pri.mem m11no se completa COn· )11$ siguientes palabras: «[ .. . ) fue escrita [Doña Dtrla] casi d un tirón. Pocns veces vi a Lcopoldo tl'ln stttisfecho del resultado de u esfuerzo como el día en que escribió Doña Berta» (p. 174 de Autores y libros, Va­lencia, 1909).

· 3 Publicada en El Imparcial, Madrid, número del 29-II-1892.

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4 Huellas literarias (1894), pp. 119-127. 5 Palacio Valdés en carta a «Clarín»: Madrid, 20-II-1892 (pá­

gina 152 de Epistolario a Clarín, l, Madrid, Ediciones Escorial, 1941). o o

6 El primer párrafo de IX -Doña Berta en la tglesta, oyendo misa como en anteriores mañanas madrileñas- tampoco supone avance c:-xplícito de la acción nctunl y, por lo mismo, podría se.c considerado c:orno pcrtcnedente n VIII cet't3n.do más el rcm:\le de ésle; sólo a parrir de ~salió de ·la. i~lcs'a [ ... )•, con el uso bien significativo de un ve[bo de. movtmtento, p~cde habla~ de guc pt"Qsiguc cl il'ltnnce de 1 nco611 ncm~. (Copto cl pátra~o en c:ucstíón: «En 11 iglc:sla, o u u:a, fr{a, solitatJn, óc:upó un nncón ~)uC )'tJ tenin por suyQ. L11S luces del allar y las lámpnr~s le lleva­b:m un calordllo familiar, de hogar qoerid , al fondo del nltnn. Los murmullos del latín del cura, mezclados con toses del asma, le scmaban a gloria, a cosas de allá. Lils imúg ncs de los altare~, que e perdfnn vagnmente en la penumbs-a, baQlnban co~ su st­lcndo de Jn solidaridad del cielo y In tierra, de Jo. constancia de la fe, de la unidad dcl mundo, que ero Jn idea que pcrdla püña Be.rt~ (sin darse cuenta de cllo, es claro) en Sllll h~ms ~e nuedo, 1tou­míl!lltO, desesperación. fl Snll~ de: la lgles~a arum~d , valiente, dispuesta. a Juchar por su <:Ilusa.~ (Separo ns! por tru cuenta.)

Más rclevanre (en Jo que ~ ~cfiere a adelnn~mient? efcct~vo o no-ndel. ntnmiento de la a.cCJ6n) que la presencia de! m~cfinido ncupó y cl Clll~bio de lugar - Pucrtll del So.l, antc.:s; !giCSin, ¡¡bcr ra-, considero cl hech de que cl párnúo trnnsqn9 se~ u~a me-rtt rcircroción.;cxplanaci6n de la idea d • doiia Berta: la t¡tlestn como un refugio (indicada ya en las pr~eras lineas de VIIIl, y que ademlÍs se trnte de un neto consabido, lo culll npoya d stn­to~n <eocuP6 un rincón que ya ten1a _por suyo~t (subrayo).

7 El propio autor, al sciialar expUcitamente los temores. de la protagonist'J jont:indolos y contraponiéndolos; m.arca, ;"-demás de con el punto y apattc, lll ordenada y sucesiva p¡esemaa6n de una y ou:a pugna. . . ,

3 El punto y aparte tras «[. .. ] se ahogaba o. .su VIS~ e ~e­diatnmente nn«:s de «Y no respiró [. .. ]» creo resulta mnecesano, pues rompe artificialmente ]a unidfd del p~s~je en cuestión. ¿Eo:a· ta de imprenta] Consultada lo pnmer11 edición, c:uyus p.tUebas co-rrigió Alas, cncueJltrO la misma scparocl6n tipográfica. .

f Sucede al comienzo de este pasaje otro tanto de lo advertido en la nota 7, esto es: el autor señala explicita mente que unil pre­ocupnci6n insoslayable -Madrid: su multitud y SU!! tranv(as , (Bl y B2)- 1>re'illÜcci6 basta ahora sob~e la preocupa~n que doña Berta trata consigo desde la. alde.1 natal, pt"COCOpact6n que so~· mente a partir de ahora tendrá n.comodo (B3). . ~--•

to Hay que añadir en este juego de tiempos . v~ales Y ~es la presencia del pluscuamperfecto «~bfan efrecJdo», que ~cs•gna hecho pns·ndo, tal ve! bastan1c prólWllO, respecto de la aca6rt ex-

,

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pr 5!ldn pur los imperfectos, y sólo anas horas menos próximo qu~ la insinuada como (utura por potenciales y subjuntivo.

_Repárcsc en que la nea:sidad d ofrca:r en el aspecto que aho(n ¡rusmo nos O<Jupa un todo cpntlnu(:) lltvn u ·cantrndecir u olvidar ln disposición de partes poco anks i ndic;adn en cl rexw del co­mentario por lo que se refic.rc nl final d · B3 y al t"Umienzo del llamado cJcrre.

IJ P~gihns 404J ~Pollcto l!Lemri VI», Rafael Calvo y el tea-Jf() e¡-poílol (Madcld, 1890).

U .Página 41 «Ídem» ldem. 13 Digo sdcctn y no anccd&ica o notícioSllrncntc J?!).tquc la Jn­rm~ci6n que se dn til!lldc a unos cuantos hecho , ffsJcos y psi-

cológicos, fundall\\!flUlles, y no a minucias o pormenores de escasa significación. Ocur.rc o lro tanto en B2 y B3.

14 Otros seis casos de <:_tttSiva, fúcilmentc: explicables, xistcn en BJ, a saber: cuatro de cllos t!Ú\ ligado~ a la oposición Mn­diid/Cumpo que doña Berta establece y que ltCOnt:lOÍR su ttnimo ~!El ln villa y ~rt~ - «otro mundo», que p:u:n ella lo et:a Mndrid frente al suyo de siempre»; «los m.yos (Sabclona· y CX~mpuñía), perfecta y cntrañablemcmre conocidos, frente a «nqucUos descO­nocidos sin histqría», d~ exisrcncin /1111./liva o de ninguna manera vlnj:ulnda .u la de: dofin B<!!:ta-; batallas es un modo enfático de nombrar las peripecias mndrilcñns de la nncitlnn protagonista; «ynda depositado [d c:uailio]» que doií.'l 11crta deseaba ver y ad­quirir, jndiea L10 sólo In situaci~n mnreríal del mismo en ((UD caserón cerrado al público», sino· que tnmbién a!udé n la muerte que representa el lienzo, a la muerte que por la pretensión de la protagonista va a producirse uo tn1·dando e, igualmente, a] destino de no-utilidad pública o para muchos guc la ob~:\ del pjntor Va­lencia conocerá en manos de su deo c:omprodor.

Emilia Pardo Bazán: «Pena de muerte»

MARINA MAYORAL

-Casualmente la víspera -empezó a contar el sargento de guardias civiles, apurado el vaso de fre~­co vino y limpios los bigotes con la doblada servi­lleta- había ya caído en la tentación, ¡cosas de chiquillos!, de apropiarme unas manzanas muy gor­das, muy olorosas, que no eran mías, sino del seño­rito; como que habían madurado en su huerto. ~es metí el diente; estaban tan en sazón, que me suple­ron a gloria, y quedé animado a seguir cogiendo con disimulo toda fruta que me gustase, aunque proce­diese de cercado ajeno.

Cuando el señorito me llamó al otro día, sentí un escozor: «Van a salir a relucir las manzanas», pensé para mí; pero pronto me convencí de que no se trataba de eso. El señorito me entregó su escopeta de dos cañones, y me dijo bondadosamente: .

-Llévala con cuidado. Mira que está cargada. S1 te pesa mucho, alternaremos.

Le aseguré que podía muy bien con el arma, Y echamos a andar camino de las heredades. En la más grande, que tenía recentitos los surcos del ara­do (porque esto sucedía en noviembre, tiempo de siembra del trigo), se paró el señorito· y yo tam-

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bién. El levantó la cabeza y se puso a registrar el cielo.

-¿No ves allí a esa bribona? -me preguntó. -¿A quién? -A la «garduña» . . . -Señorito, no. Son cuervos; hay un bando de

ellos. En efecto, a poca altura pasaban graznando cien­

tos de negros pajarracos, muy alegres y provocati­vos, porque veían el trigo esparcido en los surcos y sabían que para ellos iba a ser más de la mitad. (¡Pobres labradores!) El señorito me pegó un pes­cozón en broma, y me dijo:

-Más arriba, tonto; más arriba. Allá, en la misma cresta de las nubes, se cernía

un puntito oscuro, y reconocí al ave de rapiña, quie­ta, con las alas estiradas. Poco a poco, sin torcer ni miaja el vuelo, a plomo, la ¡;,arduña fue bajando, bajando, y empezó a- girar no muy lejos de donde nos encontrábamos nosotros.

-Dame la escopeta --ordenó el señorito. Obedecí, y él se preparó a disparar; solo que la

tunanta, de golpe, como si adivinara, se desvió de la heredad aquella, y cortando el aire lo mismo que un cuchillo, cátala perdida de vista en merios que se dice.

.......:...Nos ha oído la maldita --exclamó el señorito, incomodad~. El jueves, que no traía yo escopeta, estuvo más de una hora burlándose de mí. Sólo le faltó venir a comer a mi mano. Fija a diez pasos, muy baja, haciendo la plancha y clavando el ojo en un sapito que arrastraba la barriga por el surco, hasta que se dejó caer como un rayo, trincó al sapo entre las uñas y se lo llevó a lo alto de aquel pino que se ve allí. ¡Buena cuenta habrá dado del sapo!

EMILIA PARDO BAZÁN: «PENA DE MUERTE»

Y hoy, en cambio, ¡busca! Nos va a embromar la condenada ... ¡Calla, que vuelve!

Volvía, y tanto volvía, que se plantó lo mismo que la primera vez, recta sobre nosotros. Sin duda, le tenía querencia al sitio, y en la heredad aquella encontraba la mesa puesta siempre. El señorito tuvo tiempo· de apuntar con toda calma, mientras la ra­piña abanicaba con las alas , despacito , avizorando lo que intentaba atrapar. Por fin, cuando le pa­reció la ocasión buena, el señorito largó el tiro .. . ¡Pruum! A mí me brincaba el corazón, y al ver que el pájaro «hacía la torre», dando sus tres vueltas en redondo y abatiéndose al suelo lo mismo que una piedra, pegué un chillido y por nada me caigo tam­bién.

-¿Qué haces, pasmón, que no portas? -me gri­tó el señorito.

Eché a correr, porque ya usted ve que no podía desobedecerle; pero me temblaban las piernas y se me desvanecía la vista. ¿Sabe usted por qué? Por la conciencia negra; porque se me venían a la me­moria las manzanas ; y me escarabajeaban allá dentro el miedo al castigo. Recogí el ave, y al levantarla me acuerdo que me espanté de reparar que estaba ya fría por las patas y el pico. Era un animal so­berbio; medía tres cuartas de punta a punta de las alas; la pluma, canela claro con unos toques cas­taños primorosos; el pico, amarillito, y las uñas, retorcidas y fuertes , que parecía que aún arañaban al tiempo de agarrarlas yo. Le miré a los ojos, porque sabía que estos bichos tienen una vista atroz, finísima, como la luz. Los ojos estaban consu­midos, deshechos y alrededor se notaba una hume-dad .. . , a modo como si el animalito soltase !~gri-mas .. .

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-Venga aquí esa descarada ladrona -ordenó el señorito-. La vamos a clavar por las alas para ejemplo. ¿Qué es eso, rapaz? Se me figura que te da lástima la pícara .

Me eché a llorar como un tonto. Usted dirá que no es creíble. Pues nada, me eché a llorar; pero no por la muerte del pájaro, sino porque me miraba en aquel espejo, y creía que también iban a pegar­me ~ mí un tiro on perdigones, y (Jue me despata­narfa en el semhrA o, con el hocico .fclo y los ojos viddado y d l'l'etidos casi: Vefn a mi madre llegar dand alnridos a recogCJ·me, y a mis hermanas que al descubrir mi cuerpo s arrancaban el pelo a tiro­nes, pidicnd por Dios que al menos no me clava­sen en un palo para escarmiento de los que roban mam~¡mas. ¡Ay, clnvarme, nol ¡Sería una vergüen?.a tan gr:ande pant mi familia y hasta para la parroquia!

Admirado el s iiorito de mi allicci6n, y creyendo que la causaba el triste fin del avechucho, me pasó la mano por cl carrillo y me dijo riéndose:

-¡Vaya un inocente! ¡Tanto sentimiento por la raída de la garduña! ¿Tú no sabes que es un bicho ruin, que se merienda a las palomas? ¿No viste las plumas de la que se zampó el domingo? De los ladrones no hay que tener compasión.

En vez de quitarme el susto, estas palabras me lo redoblaron, y sin saber lo que hacía ni lo que decía, me eché de rodillas y confesé todo mi delito; creo que si no lo hago así, en seguida, reviento de angustia. El señorito me oyó, se puso serio, me le­vantó, me colocó en las manos la escopeta otra vez y, dejando el ave muerta sobre el vallado, me dijo esto (juraría que lo estoy escuchando aún):

-Para que no te olvides de que por el robo se va al asesinato y por el asesinato al garrote ... , anda.

EMILIA PARDO BAZÁN: «PENA DE MUERTE» 283

aprieta ese gatillo ... y pégale la segunda perdigo­nada a la tunantona. ¡Sin miedo!

Cerré los ojos, moví el dedo, vacié el segundo cañón de la escopeta ... y caí redondo, pataleando, con un ataque a los nervios, que dicen que daba pena mirarme.

Estuve malo algún tiempo; el señorito me pagó médico y medicinas; sané, y cuando fui mozo y aca· bé de servir al rey, entré en la Guardia Civil.

(«Pena de muerte», en Historias y cuentos de Galicia, Obras Completas, tomo I, Madrid. Edi­torial Aguilar, 4.• ed., 1964, pp. 1352-1354.)

EL cueoto, que no es de 1 s mejore..'> de la Pardo Bazán, ni siquiera .de los más conocidos , es, sin mbargo, . ~n buen ejemplo de su habilidad narrativo y de su domuuo de la técnica.

La nuto1'a nos hace oír la voz de un nanado_·J que es· el protagonista del relato . Voluntariamente se eQ~a doña Emília tras su personaje, y su toma de pastura ante los hechos se limlt11, casi exclusivamente, a conced 1· la pala­bra a es homb1·e. Pero lij ~monos bien en cómo lo bace, porque en tod buen narrador -y la Pardo Bazán ·lo es­la estructura está potenciando uno deteoninado conte· oídos.

Nosotros vamos a ser tes tigos, pOl' obra y gracia de la estructu ra narrativa, de .una conversación ajena, probable­mente familiar. ¿Quién es ese «usted» (<<Ya usted ve que no podia desobedecerle»; «¿Sabe usted por qué?» ) a quien se Hrige el sargento? No 1o sábemos, ~:>ero, desde luego, no somos nosotros, que esmmos abí romo el co· mcnsal aburrido y solitario que, en un restau~·ante, escu­cha a sus vecinos de mesa1 sin intervenir en la conversa­ción, pe ·o, na tu ·almeme, sacando conclusiones de lo qu

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oye. La habilidad de la autora se ve en la forma de im­plicarnos en el relato de una manera indirecta, sin diri­girse, en apariencia, a nosotros.

¿Dónde se encuentra ese sargento de la Guardia Civil? La ~eferencia a la «doblada servilleta» nos aleja de un ambtente de cuartel o taberna y nos lleva más bien hacia una reunión casera o amistosa, de sobremesa («Apurado el vaso de fresco vino»).

La primera palabra que llega a nosotros ( «Casualmen­te») va a atraer nuestra atención sobre un punto que des­pués se revelará fundamental: el azar. La coincidencia temporal de dos acciones («La víspera», «Al otro día») condicionará la vida futura del que habla._No' es arbitra­rio el qde esa palabra sea la que abre el relato.

Vamos a centrar nuestro comentario en el análisis de la estructura narrativa de este cuento.

. Un adverbio modal («Casualmente») constituye un ,Prtmer marco para el relato, al que sigue inmediatamente otro marco temporal: «La víspera», es decir, el día ante­rior a algo que se ha mencionado antes y a lo que se volverá a aludir más _ tarde. Nótese cómo esa «víspera» produce el efecto literario de estar asistiendo a un frag­mento de conversación en el que se alude a realidades que no conocemos. Esta técnica fragmentaria será uno de los rasgos de la literatura del siglo veinte.

Todas las referencias temporales son relativas, sitúan temporalmente la acción respecto a otra («la víspera» - «al otro día») perono de una forma absoluta. Lo mismo su­cede con la expresión «cosas de chiquillos», que sitúa la acción en un tiempo pasado, pero también sin referencia concreta a una época determinada. Este rasgo lo ánaliza­remos más adelante, poniéndolo "en conexión con otros.

Tras ese marco temporal relativo, viene la presentación del personaje (sargento de la Guardia Civil) y del lugar en el que se habla; aunque, más que de lugar, dada la

EMILIA PARDO BAZÁN: «PENA DE MUERTE» 285

escasez de notas descriptivas, hay que hablar de alusiones ambientales (el vaso. de vino y la servilleta). Hay que se­ñalar la ¡·apidez con que se na hecho la presentación del narrador y de l<:~s circunstar1cias que le .rodean. Este «tero· po» narrativo rápido contrastará con los detalles que en­riqu cen el relato pdncipal, el de la CAZil de la garduña. Antes de e.Ot..rar en éste, se nos ha dado también de forma rápida, el relato de lo sucedido la víspera: el robo de las manzanas. A continuación, con la apoyatura de un nuevo marco temporal («Al otro dln>>) se nos da el relato de la caza del ave de rapifia . E.'lte segund relato se des­dobla, desde el pun. o de vista de la estructura natrativa, en dos series de acciones que ueO(!Jl lugar simultánea o sucesivamemc. Por una parte, se refieren las acciones que poddam s llamar externas: movimientos y diálogos del señorito y del niño. Por otro lado, se nos da el reflejo de esas acciones en el interior del niño: lo que piensa, lo que siente ante los hechos que están sucediendo. Esta aventura interior tiene como antecedente inmediato el primer relato.

La doble serie se presenta, unas veces, en forma simul· tánea («Cuando el señorito me lla'U16.. . pensé para mí»), pero, más frecuentemente, en forma sucesiva¡ poJ' ~jem· plo, el señorito dispara contta la garduña, y, a co~nnua­ci6n, se nos da ]o que siente el muchacho («Creta que (ambién iban a pegarme a mí un tiro»).

El na.n·ador interrumpe varias veces su historia Y' vuel­ve al presc.nte mediante referencias o interpelaciones al silencioso interlocutor («Ya usted ve que no podln des­obedecerle»; «¿sabe usted por qué?»; «Usted dirá que no es creíble»), la primera de las cuales se produce casi jus­tamente a mitad del relato. Esta interrupci6o creo que obedece a múltiples motivos.· En primer lugar, nos re­cuerda la ficción narrativa del comienzo, el esque~a de fragmento de conversación y nuestra pqstura de oyentes.

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Sitve t~mbién para implicamos en el relato, porque muy bien 1 o ltí.amo ser nosotros ese usted que no coruprehde o se ·traña de las reacci nes del muchacho. Y, n.o cab e duda, es.as interrupciones tienen una función «dramática», de .animaci6o. El salto bru co del pasado al pr sentc, la llparición de m1 interlocutor, de Otl'a per ona a quien se habla, tod ello da dinamismo ~ll·elato.

Ya cerca del !ioal, la!l dos acciones (CtlZa y aventura in­terior) s un n y se e nvienen en una soJa («me eché de rodillas y confeté tód mi delito»). Desde ese momento desaparee del relato todA referencia :1 los sentimientos del muchacho, s nos dan sólo lns acciones, las palabras, lo ges~os de 1 s dos protagonistas , pero ha de ser el lec­tor quien int rprere lo que sucede por dentro («cerré lo ojos, m ví 1 cled , vacié el segundo cañón de la escope­t(l .. . y cai redondo»). La visión desde fuera se acentúa con la aparición del impersonal «dicen que» .. . Esta su­presión de la intimidad del pr tagonista, que ha ta enton­ces se n s había dado, no es arbitJ.-al'ia· a la auto ta le interesa que sea 1 lector cl qu~ saque las consecuencias de e os actos q~1 c se le exponen .

Un indicio de que ~e avecina el final es la vuelta a un «tcmpo>> narrativo simi lar al del comienzo, muy rápido. Con eres frases se oos da todo el proceso de la enfea·mec dad: «Estuve malo algún tiempo· el señorito me pagó mécüco y medicinas; sané». Una nueva referencia tempo­ral ( «Cunnclo fu i mozm>) anuncia el tercer episodio de la vida del narrador que, contrariamente a los otros dos, .aJ del b de las manzanas y al de la caza de la arduña, no va a desarrollar sino, simplcm~1.te, enunciar; «Entré en la Guardia Civil». Desde el punto de vista del conte­nido en el cuento se nos presentan tres episodios de la vida de un personaje. Podemo~ resumir la estructura diciendo que se trata de

un fragmento de conversación en la que un hablante ex-

"' EMILIA PARDO BAZÁN: «PENA DE MUERTE»

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pone tres episodios de su vida. ~stos tres episodios est~n relacionados en_tre sí por conextones temporales («la ViS­

pera>> _ «al otro día» . «cuando fui mozo») y todos ellos aparecen enmarcados por una circunstancia expresada por el adverbio «casualmente». Veamos ahora el esquema ,

para mayor claridad:

Primer marco .... .... . . . . · · · · Marco temporal ... · .. · · .. .. Sujeto narrador . ..... . .. ·· ·

Protagonista ....... · · .. .. · .. ·

«Casualmente» «la víspera» «comenzó a contar el sar-

gento» «había yo»

PRIMER RELATO: ROBO DE LAS MANZANAS

Segundo marco temporal .. . «cuando al otro día»

SEGUNDO RELATO: LA CAZA DE LA GARDUÑA

Lo externo

(Ambiente, gestos, diálogo) . Descripción de la heredad los cuervos y la garduña incidentes de la caza

REFERENCIA AL PRESENTE ;

Descripción de la garduña muerta

Lo interno

(sentimientos, ideas)

«sentí un escozor» «pensé que ... »

«Ya usted ve que no podía desobedecerle»

«¿Sabe usted por qué?» «se me venía a la me­

moria» «el miedo al castigo»

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REFERENCIA AL PRESENTE: «Usted dirá que no es creí­ble»

Se unifica el relato .......... . .

«me miraba en aquel .espejo»

«creía que» «sería una vergüenza

tan grande»

«Me eché de rodillas y con­fesé mi delito».

(Sólo lo externo: palabras del señorito y gastos del mu chacha.)

«Para que no te olvides» «cerré los ojÓs, moví el dedo»

TERCER RELATO: ENFERMEDAD Y JUVENTUD

«estuve malo, sané y . . ~»

Tercer marco temporal .. .................. «cuando fui mozo» «entré en la Guardia Civil»

Hay que señalar también, como ~lemento importante de la narración, la desnudez en la presentación de los personajes, la ausencia de referencias indi~idualizadoras. «El señorito» aparece designado siempre así, por su po­sición social respecto. al otro personaje; no se menciona su nombre ni cualquier rasgo físico o de carácter. Su ac­titud global puede calificarse de paternalista; tiene poder y manda, pero también protege.

Tampoco el protagonista-narrador está individualmen­te caracterizado: Es sólo «el sargento de la Guardia Civil» o, por -bocá del señorito, «tonto», «pasmón», «rapaz» e

l

EMILIA PARDO BAZÁN: «PENA DE MUERTE» 289

«inocente». El único rasgo· físico, los bigotes, es dema­siado genérico y no basta para darle individualidad.

A esta desnudez de detalles en la descripción de los personajes, hay que añadir la falta de referencias_ ambien­tales, tanto presentes como pasadas, y la care?eta d~ un marco histórico para los hechos narrados: ¿donde vtven esos personajes? ¿Quién es este señorito? ~Dónde están esas heredades? También tenemos que relaciOnar esto con la vagu·edad de las referencias temporales y su carácter relativo tal como vimos al comienzo. Todo ello da al re­lato un' aire de fábula, de cuento moral, no vinculado a un espacio y un tiempo determinados, sino válido para cualquier lugar y época.

Pasando ya a los contenidos, yo señalaría que el cuento se nos presenta como un hábil alegato a favor. ?e ~a ~ena de muerte. Hábil, porque es una argum~ntacton mdtrec­ta, que no parece defendida por la autora ~ino que se deduce de la exposición de los hechos. El mtedo al cas­tigo, a la pena máxima, la muerte, es lo que a~arta a aquel rapaz del mal camino: «para que no te ol~tdes de que por el robo se va al asesinato y por el asesmato al garrote ... » . . .

Antes de esa declaración de pnnctptos, la autora nos ha enfrentado de forma espléndida con el fenómeno de la muerte. El contraste entre la belleza y la fuerza de_ la garduña, viva y poderosa unos segundos antes, y la f~tal­dad y acabamiento del cuerpo que el muchacho sostten~ en sus manos, le impresiona a él y también al lector. Ft­jémosnos bien en que, en ese primer momento, lo que se nos comunica es sólo una vivencia de horror a la muerte: La idea del castigo está aún lejana . Esto queda claro ~~ ló comparamos con «la segunda perdigonada», qu~ ,senti­mos como una ejecución, y ante la cual la reaccton de rechazo es bastante común. En el primer momento eso no sucede, lo que nos impresiona es el hecho de la muer-

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te; o qmza s.ería mejor decir la Muerte, con mayúscula. La admiración del muchacho (y de doña Emilia) por la garduña es evidente: «Era un animal soberbio»; «la plu­ma, canela claro con unos toques castaños primorosos; el pico, amarillito, y las uñas, retorcidas y fuertes». En seguida veremos repetirse el diminutivo afectivo: «como si el animalito soltase lágrimas». Con gran economía de medios, consigue dar la impresión de la muerte súbita, del hilo que se rompe brusca e inesperadamente {las uñas, «que parecía que aún arañaban»), y esos ojos húmedos, como de lágrimas, nos remiten inmediatamente a la esfera de lo humano.

Es, pues, la Muerte, el hecho físico de la muerte de ese animal fuerte y hermoso, lo que en primera instancia nos impresiona. Después, casi en seguida, esa muerte se nos presentará como un castigo, algo que no hubiera su­cedido de no haber sido el ave una «descarada ladrona» . Por boca del señorito se remachará esta idea: «La vamos a clavar por las alas para ejemplo». Y, a partir de aquí, entran ya las otras consideraciones sociales: «¡Sería una vergüenza tan grande para mi familia y hasta para la pa­rroquia!» Vemos así que el temor, primero, y luego la vergüenza, el deshonor, son los frenos que actúan sobre el posible delincuente.

Hasta aquí todo parece claro. Los problemas, desde el punto de vista ideológico, comienzan al interpretar esa actuación de verdugo a la que el muchacho es obligado por el señorito: «Para que no te olvides ... anda, aprieta ese gatillo y pégale la segunda perdigonada a la tunanta­na». ¿Qué relación guarda este hecho con la posterior decisión de ingresar en la Guardia Civil? Analizando lo que tenemos delante, vemos que la crisis le lleva más allá del --digamos- terreno neutral y le hace pasar de la­drón a policía. Pensemos que la experiencia podía haberle servido muy bien para convertirse en un honrado cam-

EMILIA PARDO BAZÁN: «PENA DE MUERTE» 291

pesino, respetuoso de los bienes ajenos. Pero no es así, sino que hay una exacerbación de posturas y, frente al ladrón, nos encontramos al guardia civil, y, por medio, esa crisis de nervios: «Caí redondo, pataleando, con un ataque a los nervios». Siguiendo el hilo del razonamiento podríamos pensar que este sargento de la Guardia Civil es un ladrón reprimido, es un hombre que, por sentir más fuertemente que otros la inclinación al robo, necesita extremar la postura de vigilancia. Un poco al modo de aquellos inquisidores que tenían sangre judía. Y no olvi­demos que no fue sólo la muerte de la garduña, sino la ejecución por su mano, la que condicionó su destino fu­turo.

El tema de la pena de muerte es, por definición, polé­mico y discutible; creo que Doña Emilia toma, ante él, una postura a favor, pero cautelosa. Cautela me parece el que no sea la voz de la autora sino un personaje el que cuenta la historia. Ante un ataque ideológico, siempre se puede alegar que no es el escritor quien habla, sino un hombre que sufrió una fuerte conmoción en su infancia; no un ciudadano corriente, sino alguien que ya ha toma­do postura previamente. Es decir, se trata de una defensa de la pena de muerte desde un punto de vista muy par­ticular: el de un sargento de la Guardia Civil.

Más significativo para la comprensión de la visión del mundo de doña Emilia me parece el encadenamiento ca­sual de los hechos, la presencia del azar como fuerza que mueve la vida humana. Si no se hubiera dado esa coin­cidencia temporal entre las dos acciones (el robo de las manzanas y la caza de la garduña), si el marqués de Ulloa no hubiera confundido a Nucha con Rita (Los Pa­zos de Ulloa), si Miranda no se hubiera olvidado la car­tera en la fonda (Un viaje de novios), si la marquesa viuda de Andrade no hubiera ido a San Isidro (Insolación) ... la vida de esos seres hubiera ido por otros derroteros. En

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el universo de la Pardo Bazán, por encima de lo:> condi­cionamientos ambientales, de su inclinación al naturalis­mo, sopla muchas veces un viento azaroso, una extraña y misteriosa fuerza que pone en marcha la aventura o la tragedia~-

Vicente Blasco Ibáñez: «La. pared»

ÁNGEL RAIMUNDO FERNÁNDEZ

Siempre que los nietos del tío Rabosa se encon­traban con los hijos de la viuda de Casporra en las sendas de la huerta o en las calles de Campanar, todo el vecindario comentaba el suceso. ¡Se habíari mirado!. . . ¡Se insultaban con el gesto!... Aquello acabaría mal, y el día menos pensado el pueblo su­friría un nuevo disgusto.

El alcalde, con los vecinos más notables, .predi­caba paz a los mocetones de las dos familias ene­migas, y allá iba el cura, un vejete de Dios, de una casa a otra recomendando el olvido de las ofensas.

Treinta años que los odios de los Rabosas y. Cas­porras traían alborotado a Campanar. Casi en las puertas de Valencia, en el risueño pueblecito que desde la orilla del río miraba a la ciudad con los redondos ventanales de su agudo campanario, repe­tían aquellos bárbaros, con un rencor africano, la historia de luchas y violencias de las grandes fa­milias' italianas en la Edad Media. Habían sido gran­des amigos en otro tiempo; sus casas, aunque si­tuadas en distinta calle, lindaban po¡ los corrales,

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294 ANGEL RAIMUNDO FERNÁNDEZ

separados únicamente por una tapia baja. Una no­che, por cuestiones de riego, un Casporra tendió en la huerta de un escopetazo a un hijo del tío Rabosa, y el hijo menor de éste, porque no se di­jera que en la familia no quedaban hombres, consi­guió, después de un mes de acecho, colocarle una bala entre las cejas al matador. Desde entonces las dos familias vivieron para exterminarse, pensando más en aprovechar los descuidos del vecino que el cultivo de las tierras. Escopetazos en medio de la calle; tiros que al anochecer relampagueaban desde el fondo de una acequia o tras los cañares o riba­zos cuando el odiado enemigo regresaba del cam­po; alguna vez, un Rabosa o un Casporra, camino del cementerio con una onza de plomo dentro del pellejo, y la sed de venganza sin extinguirse, antes bien extremándose con las nuevas generaciones, pues parecía que en las dos casas los chiquitines salían ya del vientre de sus madres tendiendo las manos a la escopeta para matar a los vecinos.

Después de treinta años de lucha, en casa de los Casporras sólo quedaba una viuda con tres hijos mocetones que parecían torres de músculos. En la otra estaba el tío Rabosa, con sus ochenta años, inmóvil en un sillón de esparto, con las piernas muertas por la parálisis, como un arrugado ídolo de la venganza, ante el cual juraban sus dos nietos defender el prestigio de la familia.

Pero los tiempos eran otros. Y a no era posible ir a tiros, como sus padres, en plena plaza, a la salida de misa mayor. La Guardia Civil no los perdía de vista; los vecinos los vigilaban, y bastaba que uno de ellos se detuviera algunos minutos en una senda o una esquina para verse al momento rodeado de gente que le aconsejaba paz. Cansados

• VICENTE BLASCO IBÁÑEZ: «LA PARED» 295

de esta vigilancia, que degeneraba en persecución y se interponía entre ellos como infranqueable obs­táculo, Casporras y Rabosas acabaron por no bus­carse, y hasta se huían cuando la casualidad los po­nía frente a frente.

Tal fué su deseo de aislarse y no verse, que les pareció baja la pared que separaba sus corrales. Las gallinas de unos y otros, escalando los montones de leña, fraternizaban en lo alto de ·las bardas; las mujeres de las dos casas cambiaban desde las ven­tanas gestos de desprecio. Aquello no podía resis­tirse; era como vivir en familia, y la viuda de Cas­porra hizo que sus hijos levantaran la pared una vara. Los vecinos se apresuraron a manifestar su desprecio con piedra y argamasa, y añadieron algu­nos palmos más a la pared. Y así, en esta muda y repetida manifestación de odio, la pared fué subien­do y subiendo. Ya no se veían las ventanas; poco después no se veían los tejados; las pobres aves de corral estremecíanse en la lúgubre sombra de aquel paredón que les ocultaba parte del cielo, y sus cacareos sonaban tristes y apagados a través de aquel muro, monumento del odio, que parecía amasado con los huesos y la sangre de las víctimas.

Así transcurrió el tiempo para las dos familias, sin agredirse como en otra época, pero sin aproxi­marse; inmóviles y cristalizadas en su odio.

Una tarde sonaron a rebato las campanas del pue­blo. Ardía la casa del tío Rabosa. Los nietos esta­ban en la huerta; la mujer de uno de éstos, en el lavadero, y por las rendijas de puertas y ventanas salía un humo denso de paja quemada. Dentro, en aquel infierno que rugía buscando expansión, esta­ba el abuelo, el pobre tío Rabosa, inmóvil en su sillón. La nieta se mesaba los cabellos, acusándose

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como autora de todo por su descuido; la gente arremolinábase en la calle asustada por la fuerza del incendio. Algunos, más valientes, abrieron la puerta; pero fué para retroceder ante la bocanada de humo cargada de chispas que se esparció por la calle.

-¡El agüelo! ¡El pobre agüelo! -gritaba la de los Rabosas, volviendo en vano la mirada en busca de un salvador.

Los asustados vecinos experimentaron el mismo asombro que si hubieran visto el campanario mar­chando hacia ellos. Tres mocetones entraban co­rriendo en la casa incendiada. Eran los Casporras. Se habían mirado cambiando un guiño de inteligen­cia, y sin más palabras se arrojaron como s_alaman­dras en el enorme brasero. La multitud los aplau­dió af verlos reaparecer llevando en alto, como a un santo en sus andas, al tío Rabosa en su sillón de esparto. Abandonaron al viejo sin mirarle si­quiera, y otra vez adentro.

-¡No, no! -gritaba la gente. Pero ellos sonreían, siguiendo adelante: Iban a

salvar algo de los intereses de sus enemigos. Si los nietos del tío Rabosa estuvieran allí ni se habrían movido ellos de casa. Pero sólo se trataba de un pobre viejo al que debían pr;oteger, como hombres de corazón. Y la gente. los veía tan pronto en la calle como dentro de la casa, buceando en el humo, sacudiéndose las chispas como inquietos demo­nios, arrojando muebles y sacos para volver a me­terse entre las llamas.

Lanzó un grito la multitud al ver a los dos her­manos mayores sacando al menor en brazos. ,Un madero, al caer, le había roto -una pierna.

-¡Pronto, una silla!

• VICENTE BLASCO IBÁÑEZ: «LA PARED» 297

La gente, en su precipitación, arrancó al vieJo Rabosa de su sillón de esparto para sentar al herido.

El muchacho, con el pelo chamuscado y la cara ahumada, sonreía ocultando los agudos dolores que le hacían fruncir los labios. Sintió que unas manos trémulas, ásperas con las escamas de la vejez, opri­mían las suyas.

-¡Fill meu! ¡Fill meu! 1- gemía la voz del tío Rabosa, quien se arrastraba hacia él.

Y antes que el pobre muchacho pudiera evitar­lo, el paralítico buscó con su boca desdentada y profunda las manos que tenía agarradas y las besó, las besó un sinnúmero de veces, bañándolas con lágrimas.

* * *

Ardió toda la casa. Y cuando los albañiles fue­ron llamados para construir otra, los nietos del tío Rabosa no los dejaron comenzar por la limpia del terreno cubierto de negros escombros. Antes te­nían que hacer un trabajo más urgente: derribar la pared maldita. Y, empuñ¡tndo el pico, ellos die­ron los primeros golpes.

1896.

La pared, de V. Blasco Ibáñez, es un relato incluido en el volumen La Condenada y otros cuentos. Cierra el li­bro y tras él va la fecha de 1896.

1 ¡Hijo mío!

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Unos años antes había escrito otras narraciones, Cuentos valencianos, 1893. Ambos libros, que abren el primer tomo de Obras Completas, 1 tienen mucho en común.

Blasco había nacido el 29 de enero de 1867. Sus afa­nes literarios fueron tan tempranos como los políticos. A los quince años publicó su primera narración, La torre de la Boatella, año de 1883, antes de su primer viaje a Madrid. El relato apareció en el Calendari de Lo Rat Penat, sociedad cultural que trataba de impulsar la Re­naixen~a valenciana. Un año después, 1884, apareció en la misma publicación un segundo relato, Fatimah, que había sido escrito en octubre de 1883. 2 Estos dos cuen­tos, junto con Lo darrer esfor~ y En la porta del cel, 3

forman la contribución de Blasco al cultivo de la lengua valenciana, que no era la suya materna. Nos interesan estas cuatro narraciones porque son el primer testimo­nio de su estilo de contar, y porque en ellas, dentro de su inmadurez, encontramos rasgos comunes con La pared (lo romántico, lo legendario, lo moralizador).

Al mismo tiempo que escribe las novelas regionales aparecen los dos primeros volúmenes citados al comien­zo. Blasco había fundado en esos momentos el periódico El Pueblo, que él mismo dirigía. Y para este periódico escribió el primer volumen, publicado en su sección de folletones. 4 Los Cuentos valencianos revelan su entra­ñamiento en el mundo rural que cercaba la ciudad, mun­do conocido desde su niñez y época de estudiante («Si no asistía a la aulas universitarias, en cambio me pasa­ba las mañanas, las más de las veces, vagando por los caprichosos senderos de la vega valenciana . . . »). Este sentimiento hacia lo rural se continúa en el segundo vo­lumen, que también fue escrito para ser publicado en los periódicos. 5 Afirma J. Just 6 que a Blasco le sedujo siem­pre el espectáculo del campo valenciano por la fuerza

VICENTE BLASCO IBÁÑEZ: «LA PARED» 299

elemental de sus habitantes. Fue un enamorado de los seres sencillos, fuertes y violentos. Con cualquier motivo salía a la huerta «pels camins exornats de moreres». Le agradaba escuchar a los labradores historias de la huerta, de fantasmas y aparecidos, de brujas. Y alternar en las tabernas de la huerta.

Con estas notas tenemos ya el ambiente en el que sur­gió La pared, 7 que a su vez es testimonio de lo afirmado, pues revela:

1. Un entrañamiento con la huerta. 2. Devoción por la historia legendaria. 3. Interés por los tipos violentos y de fortaleza

física . 4. Que acaso la narración surja de un núcleo de re­

lato popular, revelado en su mismo aire recitado, y que Blasco pudo oír en alguna taberna de Cam­panar.

5. Que entronca con la primera tendencia moraliza­dora de sus primeros relatos en valenciano.

6. Que estos cuentos tenían como destinatario un amplio público lector de folletones.

Dejando a un lado, porque no es del caso, al Blasco novelista y reportero, periodista y conferenciante, nos in­teresa sumar otro apunte que se refiere a sus primeras lecturas y a los autores que él confiesa han influido en su obra. Según propio testimonio, el primer libro leído fue el de Los novios, de Manzoni, de historia legendaria. Que también leyó tempranamente a W. Scott, a Lamar­tine y a Víctor Rugo. 8 Su influencia queda patente en lo legendario, lo fantástico, la magnificación de hechos y personas.

Acaso estas líneas aclaren luego algo de lo que dire­mos en los apurtados siguientes . Nuestra intención no ha

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sido la de ofrecer una introducción general sobre el au­tor, que para eso hay otros libros y ocasiones. Sólo hemos traído lo que parece oportuno, y acaso menos conocido, para que sirva al comentario, enmarcándolo, sin añadirle nada exterior y sobrepuesto. Porque el co­mentario debe hacerse desde el texto y con el texto.

Análisis del texto

l. Desde un punto de vista estructural, el relato se divide en dos partes:

A. La enemistad y el odio. B. La reconciliación.

Cada un~ de estas dos partes comprende las siguien­tes secuencias o unidades de sentido:

A

Al

A2

b) Los enfrentamientos («Treinta años... para ma-

a) El encuentro («Siempre que ... ofensas»). tar. a los vecinos»). -

a) Persistencia del odio y el juramento («Después de treinta años ... la familia»).

b) El aislamiento («Pero los tiempos eran otros ... inmóviles y cristalizado~ en su odio»).

Bl El incendio («Una tarde .. . en busca de un salvador»).

B2 El r-escate («Los asustados vecinos... entre las lla­mas»).

BJ El percance («Lanzó un grito la multitud... al he-B rido»). ·

B4 El perdón («E~ muchacho... bañándolos con lágri­mas»).

B5 El derribo («Ardió toda la éasa... lós primeros gol­pes»).

VICENTE BLASCO IBÁÑEZ: «LA PARED» 301

2. Primera macrosecuencia

Dentro de su proceso hay dos perspectivas tempora­les: una lejana que abarca treinta años y queda forma­lizada en las microsecuencias de Al. Dentro de ella, la Ala supone un anticipo situacional, ya que cronológica­mente es posterior. Esta anticipación cumple una fun­ción de crear. el clima y de sumir al lector en un ambiente de expectación. La segunda perspectiva, más cer­cana, tiempo presente de narración, abarca las microse­cuencias A2a y A2b (la persistencia del odio y el jura­mento de la venganza) .

En la A2b (el aislamiento), y dentro de un único valor funcional, concurren dos planos: la descripción directa de ese aislamiento, por un lado, y el símil que lo simboliza, por otro (la pared). La similitud entre odio-aislamiento y pared (que aísla) es evidente. Pero hay que aclarar que cada uno de los planos cumple su propia función semán· tica, que no hay desvío alguno en la isotopía del ,texto y que el segundo refuerza o subraya la función del pri­mero,. No obstante, hay que advertir que desde el punto de vista del narrador y de la propia estructura del relato el segundo plano (símil) adquiere tal relieve que se elige para dar sintéticamente título al- OJento, que, por tanto, abre y cierra la narración (en la microsecuencia B5 se cuenta el derribo de la pared). El título no aclara, en primera instancia, el contenido del relato, pero lo antici­pa y sobre todo lo resume. Se entiende el título a me­dida que avanza el relato y sólo dentro de su contexto. Desde el punto de vista narrativo desempeña, primero, una función de indicio que a prio!i puede tener refe­rentes múltiples, y que en el transcurso del cuento se concreta en.uno específico: pared= aislamiento= odio. La inconcreción del comienzo se continúa en los datos

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imprecisos de las primeras líneas, propios de todo relato emparentado con lo legendario.

En esta misma secuencia se constatan abundantes catá­lisis-~ informaciones complementarias. Se justifica esta si­tuacton por la necesidad de:

l. Aportar datos sobre la previa información situa­cional.

2. Mantener la narración en el ritmo lento, propio de un proceso que comienza y del que hay que hacer una exposición.

. !odo relato se estructura no sólo en la trama y dispo­slcton de las secuencias, sino apoyándose en el marco de un tiempo y un espacio. Ya hemos indicado la im­porta~cia q~e desempeñan los informantes temporales («Tremta anos ... Desde entonces ... Después de treinta años, etc.) que dan una doble perspectiva a esta prime­ra parte. Añadamos ahora que se trata de indicaciones poco precisas, tal como sucede en los cuentos tradiciona­les, pero suficientes. Cumplen la misión de distanciar al lector del tiempo pasado (anterior a la narración propia­mente dicha) y del tiempo presente narrativo, ambos dis­tintos del tiempo de la escritura y de la lectura.

En cuanto al espacio, esta primera parte se inserta en la tradición de la novela y el relato de la segunda mitad del siglo XIX (una ambientación concreta llamada realista --que lo es aparentemente- y que re~ponde a una ~eografía que Blasco conocía con detalle, pero que magmfica y sobre la cual nos ofrece datos seleccionados: «Campanar, a las puertas de Valencia, a la orilla del río, el campanario, la huerta, las acequias, los cañaverales, los ribazos, las casas de campo y los corrales»). De todos modos, Y aun teniendo en cuenta que tal realismo es

VICENTE BLASCO IBÁÑEZ: «LA PARED» 303

selectivo, esta primera parte difiere bastante de la fanta­sía espacial de los cuentos más tradicionales.

3. Segunda macrosecuencia

Y a hemos indicado que se compone de cinco unida­des. Coincide la primera de ellas (la Bl) con el clímax del relato desde el aspecto actancial (el incendio, la im­posibilidad física, el pedir ayuda). De esta unidad depen­den todas las demás de esta segunda parte; determina su proceso, y es, por tanto, un núcleo dentro de la narra­ción. La ausencia de catálisis en la unidad que estamos analizando contribuye al mayor dramatismo y tensión, sub­rayados por una sintaxis lineal, de períodos cortos, yux­tapuestos.

En la unidad B2 se continúa el clímax de la acción, pero con mayor abundancia de explicaciones complemen­tarias que subrayan las acciones de: entrar, salir, resca­tar, entrar, salir, etc. En la B3 sube de nuevo el clímax. Es una secuencia muy breve, pero importante porque suministra un dato de importancia que matiza el perdón y la reconciliación (generosidad con daño propio). Tam­bién la B4 y B5 son unidades sintéticas. Tras la lentitud de la primera parte y la lentitud pormenorizada del co­mienzo de la segunda, el relato se precipita. El lector o el oyente ha perdido interés una vez que ha adivinado el desenlace. Por eso el autor abrevia y cierra con la lección moral del mensaje.

Los informantes (tiempo y espacio) tienen menos re­lieve en esta segunda parte: una tarde, algún tiempo des­pués (segunda perspectiva temporal que está eludida en la narración, pero introducida por Y cuando los albañi­les). Los espacios: la casa, las calle, la casa que figuran

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en modo estrictamente enunciativo sin añadir ningún ele­mento descriptivo.

La trama es lineal y lógica : los acontecimientos avan­zan dentro de un tiempo cronológico (del antes al des­pués, del efecto a la causa. Hemos ya indicado alguna salvedad en estas perspectivas). La secuencia B5 tiene el carácter de epílogo, indicado, además, por el asterisco que se emplea en la impresión del texto y que debe res­ponder a una disposición del propio autor . Recordamos de nuevo que este epílogo se relaciona estrechamente con la secuencia A2b, completándose así el proceso simboli­zador del símil de la pared.

4. Las esferas de la acción

Hay tres esferas claramente separables y con funcio­nes diferenciadas:

A. Esfera de la familia de los Rabosas (tío Rabosa, la nieta, los nietos).

B. Esfera de la familia de los Casporras (viuda, los tres hijos).

Ambas cumplen el papel d~ protagonistas del relato, se enfrentan y al final se reconcilian.

C. E~ vec~n~ario (los notables: cura, alcalde. Los guar­dtas ctvtles. La multitud) . La función de esta ter­cera esfera se proyecta sobre las dos anteriores Y es activa en la primera parte y· comienzos de 1~ segunda para convertirse en espectadora en la re­solución del conflicto, aúnque participando con sus aplausos y !!probación.

VICENTE BLASCO IBÁÑEZ : «LA PARED» 305

La relación prin'!ttria entre Ca pona y Rabosas es ho¡­tilidad. L del vecindario, vigilancia y expectaci6n. De este predicado de bas , primado, se deriv. ]a rela ión se­cundaria d 1 (llejamicnto entre los protagonistas. Todo ello dentro de la primem parte. En la segunda, el predi­cad . básico s pedir ll}' lldo por parre d los Rabo as y r~scatar por la de 1 s Ca~porra del que ~e deriva la relación secu ndaria deJ tlgradecimiento y la ,·econciJia­ci6n. Ya h~mos indicado que el vedndério pasa de la nctividad primera n una expectaci6n asombráda.

La narraci6n se articula pues, simétricamente sobre dos predicados de base primarios que generan a su vez otros secundarios, todo ello enmarcado en el ámbito de otras dos acciones que lo simbolizan: levantar la pa­red vs. de rribar la pared .

Los per onajes aparecen caracterfzados sólo con deta­lles ex remo· y siempre a través de las palabt~s del na­rrador; se cle6nen, además, por sus acciones y por la relación que an te ellos ado-pta el veciná ario (censu ta vs. aplausos). Destacamos entre sus rasgos: la capacidad d • odio, el vigor físico, la capacidad para el pera6n :asen· tada sobre un fondo de honradez rústica.

Los indicios integradores de la narración, que se re­fi ren :J esa caracterización apun'tada antes, están enhe· vi tos en forma superficial) sin detalles interiorizadores, hecha a base de signos externos y de ~cciones descri tas a grandes rasgos . Esta si tuaci6o , que en nnrraciones lar­gas podría ser con_ iderada como una ausencia revelado1·a de pobreza y limitaciones, queda aquí paliada por Ja mis­ma· brevedad de lo contlldo y justi6cada por la síntesis necesaria en un corto espacio narrativo. No obstante, es reveladora la ausencia total de datos psicológicos que concuerda con la escasez que encontramos también en los relatos largos de Blasco Ibáñez, seiialada ya por casi

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todos los críticos. Esta situación hay que sumarla a la superficialidad antes indicada.

Hay otra ausencia o vacío importante: la falta de pro­ceso que justifique, o al menos insinúe, la evolución de los personajes. Se parte de una situación de odio a muerte (y con muertes) y se llega a otra final de perdón. Pero al lector no se le suministra ningún indicio o dato que lo justifique. Queda sorprendido no por lo que su­cede, sino por su formulación. No por el final en sí, por­que el lector ya está habituado a ese tipo de desenlaces, frecuente en los cuentos tradicionales, en los que lo maravilloso es elemento corriente. Pero aquí, el realis­mo en que se inserta lo narrado es obstáculo para ese salto que el lector daría de buen grado con otra formu­lación. Pero, además, el lector no sabe bien a qué ate­nerse: ¿se trata de perdón o de orgullo en el bando de los Casporras? Los datos son confusos: «un guiño de inteligencia», «sonreían», «iban a salvar algo de los in­tereses de sus enemigos», «si los nietos del tío Rabosa estuvieran allí ni se habrían movido ellos de casa». La generosidad queda así empañada por las reservas que su­ponen esos datos. Y aun suponiendo que dentro de los ambientes rurales se pueden dar estas situaciones contra­dictorias en las que el orgullo y el perdón pueden andar juntos, hemos de afirmar que la última parte del relato resulta un tanto truculenta por la contraposición de deta­lles magnificadores de los «héroes» frente a la formu­lación del proceso. Se busca más el efectismo final que la lógica de las acciones, desembocando en ese didactis­mo propio del vulgarizador que fue Blasco Ibáñez. Una última consideración paliativa: si aceptamos el supuesto de que el narrador se dirige a grandes masas -tal como parece evidente dentro del contexto de toda su obra-, la superficialidad supondría el camino de lo fácil y la comprensión con el mínimo esfuerzo, lo cual supone, a

VICENTE BLASCO IBÁÑEZ: «LA PARED» 307

su vez, que tampoco se aspira a una auténtica promoción del lector, sino simplemente a entretener, buscando el objetivo inmediato de una amenidad narrativa sin ulterio­res preocupaciones. ¿Radica en ello la popularidad cons­tatada del autor?

5. La narración

El relato, como sucede en la forma tradicional, es guiado siempre por el narrador. Él es el que sabe todo sobre los personajes y sobre las acciones: cuanto han he­cho, hacen, sienten y piensan. Recoge fisonomías, gestos, algunas palabras y muy pocas vivencias. El único punto de vista es el suyo. Sólo en tres momentos presenta a esos personajes hablando ante el lector, pero en dos apos­tilla con su intervención el diálogo: «gritaba», «gemía la VOZ».

En alguna ocasión nos anticipa sus propias conclusio­nes: «aquello acabaría mal. .. », «aquello no podía resis­tirse ... ».

En cuanto a los modos del relato, alternan narración y descripción, pero ésta siempre al servicio de aquélla, nunca formando unidad propia, sino diseminada en pe­queños detalles, salvo un párrafo del comienzo: «Casi en las puertas de Valencia, en el risueño pueblecito que des­de la orilla del río miraba a la ciudad con los redondos ventanales de su agudo campanario.» De tal modo que el predominio de la narración hace que el relato adquiera una continuidad sin suturas, contribuyendo a mantener la atención del lector prendida en los hechos ininterrum­pidos. Ya hemos indicado que el ritmo es más lento en la primera parte y se precipita tras d incendio.

Se evidencian unas dotes naturales de narrador, de sa· ber contar. Se maneja la historia con habilidad, se dispo-

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nen efectivamente sus partes, poniendo a su servicio un lenguaj sencillo como cumple a una narración popular. En ese lenguaje se entremezclan expresiones y notas mag­nificadoras; apuJltes irnpt·ecisamente misteriosos como «re­petían aquellos bárbaros con un rencor africano, la histo­ria de luchas y violencias de las grandes familias italianas en la Edad Media» .

La fluidez es patente y adaptada a una narración oral de los hechos tanto como a su simple lectura. El lector tiene siempre la sensación de estar escuchando la voz del narrador, contribuyendo a ello las apoyaturas de las pausas que marcan las transiciones de las secuencias y los comienzos de los párrafos: «Treinta años ... Una noche .. . Después de treinta años . . . Tal fue su deseo de aislarse .. . Así transcurrió el tiempo ... Una tarde sonaron a rebato las campap.as del pueblo ... », etc. En esos ·comien~os es la voz del ~arrador la que pondera y mide, con sus inflexio­nes, la historia. Esros rasgos puramente narrativos y tra­dicionales, se incrementan con las reiteraciones, tan típi­cas de las «historias.» : «la pared fue s~4biendo y subien­do ... », "<<las bes6, las besó» . .

Hablamos de fluidez y añadimos que es lenta y sose­gada en la primera parte, deslizándose sobre la bimem­bración o las parejas con la misma función en el orden distribucional de la frase: «en las sendas o en las calles» , «una senda o una esquina», «aislarse y no verse», «y así en muda y repetida manifestación de odio», «sus cacareos sonaban tristes y apagados», «con los huesos y la sangre», «inmóviles y cristalizados», «rendijas de puertas y venta­.nas», «manos trémulas, ásperas», «boca desdentada y pro­funda», etc. La presencia de estas parejas, que reiteran funciones sintácticas pero añaden matices expresivos y se­mánticos, se da cuando la acción se remansa. En cambio, en los momentos cruciales de la historia {primeros asesi­natos, el incendio y la salvación) la sintaxis es tensa y

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cortadn: «Una noche, por cuestiones de riego, un Ca.s­parnt tendió en la huerta de un escopetazo a un hijo .. del do Rabo a, y el hijo menor de éste , porque no se cliJet·a que en la famllia no quedaban hombres, consi uió des­pués de un me- d acecho colocarle una bala en~re l~s cejas al llll\t,adon>, p . j ., entre otros. A esta sullalus rectilú1ea se suma la li i6n de los intcJ·Iocutores y de los verbos «dicendi» en las frases que corresponden a esos momentos álgidos del clímax: «¡Pronto una silla!» « i Fill 111eu! ¡ Hll me u!»

Algunas fra es «literarias» frente a expresiones vulga-res y coloquiales. Entre las primeras: la descripción del pueblo, ya indicada más arriba, en la que además de la almósfern traspuesta de la realidad se da una prosopope­ya: puebl que miraba con los ventanales de su agudo campanarío (lo inanimado recibe las cualidades de lo hu­mano). Además el párrafo exige unas inflexiones tonales, no propiamente pausas, que marcan un ritmo acentuado.

El vigor de ciertas comparaciones: «mocetones que pa­recían torres de músculos», «como un arrugado ídolo de la venganza», «paredón que parecía amasado con los hue­sos y la sangre de las víctimas», «como un santo en sus andas», «como inquietos demonios», «como salamandras». Este es el procedimiento usual. Pócas veces otras expre­siones más sintéticas: «cristalizados en su odio», «(ma­nos) ásperas con las escamas d la vejez»·. Se t.rata en ambos casos de expresiones llenas de fuerza, gráú.cas, Y muy dentro del contexto que se presupone en el ámbí.to de los sucesos. En una ocasión: «lúgubre sombra» a.dje· tivación que junto con alguna expresión ya señalada an­tes, nos recuerda que Blasco se inició en las hueUas del romanticismo. (Su primer libro, FatJtasías - Leyeudas Y tradiciones, 1887, es una imitación de Bécquer, más en los tópicos románticos que en su esencialidad. Puede ade-

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310 ANGEL RAIMUNDO FERNÁNDEZ

más constatarse el aire legendario de todo el relato que venimos comentando.)

Frente a lo literario, las expresiones populares y rea­listas: «camino del cementerio con una onza de plomo dentro del pellejo», «colocarle una bala entre las cejas», «escopetazos», «el tío Rabosa», «¡agüelo, agüelo!», «¡Fill meu! ¡Fill meu!», que sirven para situar la acción en su contexto social y geográfico.

6. Contexto social y geográfico

El ambiente geográfico es el de los alrededores de Va­lencia, en el pueblo de Campanar, que ayer era huerta Y hoy es ciudad. La descripción tiene un fondo de rea­lidad.

El relato parte de una situación social rural en la que se expone la conducta de dos familias fuertemente con­dicionadas por la tradición y los vínculos de sangre, que administran justicia por su cuenta. Situando La condena­da y otros cuentos, obra que se cierra con. La pared, en 1896, tal situación rural es verosímil para la primera mi­tad del siglo XIX, ya que el comienzo nos retrotrae a tiempos anteriores. El cuento ofrece un proceso evolutivo de esa sociedad, debido sobre todo al cambio de las cir­cunstancias externas que impiden, luego, la mutua agre­sión. Se pasa, en la historia, de los buenos oficios del cura y el alcalde a un status socio-jurídico diferente: «Pero los. tiempos eran otros. Ya no era posible ir a tiros, como sus padres, en plena plaza, a la salida de la misa mayor». Aparece un elemento nuevo, la guardia civil, que cumple una misión de vigilancia del orden social. Esta nueva si­tuación puede ser considerada como un reflejo de una mayor estabilidad y de una tendencia intervencionista del régimen político del momento, en los problemas soci~les.

VICENTE BLASCO IBÁÑEZ: «LA PARED» 311

Pero tampoco, en este aspecto, va Blasco más allá de una presentación superficial de ciertos problemas que ade­más se resuelven no tanto por ese orden nuevo como por el «milagro» final. Blasco no es aquí ni siquiera el «revo­lucionario demagógico» que habla desde la burguesía .

Si alguna ideología hay que atribuirle al texto es la que se deriva de la confrontación de odios y muertes frente al perdón final. Pero más que a una auténtica ideología habría que referirse a modos de vida vistos desde fuera y enmarcados en un didactismo fácil, para lo cual se ma­nipulan unos hechos con más visos de extraordinarios que de reales. Y esa es la contradicción entre el marco y el mensaje del cuento.

7. Final

Lo más evidente, tras lo que venimos diciendo, es el modo áspero y violento de tratar estos temas rurales. El culto que rinde a la violencia y al vigor físico entra den­tro de los esquemas personales y literarios de Blasco lbá­ñez, de su modo de estar en la vida y de contarla. En este caso concreto de nuestro cuento ha elegido un tema trá­gico -pero añadamos que abundan tanto en sus narra­ciones como en sus novelas-; unos seres intolerantes (pri­mera parte) que destacan también por su vigor físico. Lo trágico se nos ofrece a través de una potencia plástica in­negable, manifestada en las descripciones de ambientes y personajes. Todo queda un tanto desmesurado (la falta de mesura es una de las constantes del propio Blasco) y por ello a veces incide el narrador en lo declamatorio o, al menos, corre ese riesgo.

La economía del diálogo, patente, es un acierto en es­tas narraciones cortas. Lo poco que se habla es de un gran contenido emocional, desgarrado. Se logra así un efectis-

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312 ANGE~ RATMUNDO rERNÁNDEZ

mo, que culmina en el desenlace muy válido para qui en pida emociones a la historia.

Cuento poco profundo, pero ameno. Se dice con for­mas exuberantes lo puramente externo y quedan ausentes bs in teriorizaciones de los hechos.

No seríamos justos si no afirmáramos que todas estas limitaciones pueden ser disimuladas tratándose de una na­rración corta y que se compensan con otros aciertos ya indicados.

NOTAS

1 Blascn Ib~ñez, Obras completas, Edic AguiJar; M .. 1972. ' Alfons Cucó, V , Blasco Ibáñez, narracions valenciancs. C:n­

kccicín Garbi/3, Valencia, 1967. ' ~Qrración incluida, en versión castellana, en Cuento¡ r<~it'll ­

< tanos ~ Testimonio de B. Ibáñez publicado por C. Pitollct, 13 llisp,

1928. ' ' <<En aquella época compuse ,y publiqué en ,-arins rcriódicos los cuentos que han venido a formar la colecci6n de L.t Conde­nada.»

' T. J ust .. Blasco 1 háñez · i Valencia, Valencia. 1929 7 La pared es una de las pocas narraciones en castellano que

posteriormente ha sido traducida al valenciano en Publicaciones del Archivo Municipal. Vid. A. Cucó, ob. cit .

«Otro autor hn inlluido más ¡xx!cros;TmCntc (qu¡crc decir más que Zola o BaJ.z.uc) y n die ló hn visto. Víc10r Hug • con sus no­v~las problemátié:~s.» V 14. prólogo de las OC citnd de una carta 11 Julio Cejador cnvlada por Blasco lbnñcz

~1 II·.R\l i:SÓ DE 1\lPRIC\!IR F.ST.-\ ED!C:I Ó:S

r:J . lli.-\ 2 DE SI::PT!E:.!BRE DE 1989

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4

LITERATURA ~ ·~;,

Y SOCIEDAD

TfTULOS PUBLICADOS

1 / E milio Alarcos. M nud Alvar , Andrés Amorós, Francisco Aya.la , Ma­rsano Baquero Goy2nes. Jo é tanud Bleco~. Carlos Bi.x159ño, Eugenio Bus­tos, Alfredo Ca.rballo. Helio u pintcrl>, Elena Catena, Pedro L'lin . Rafl\cl Lapcsa. Fern ndo Láuro Carrc:ter. Fran isco López Estradlt, Eduardo Mar tinc:z d Pi ón, M rina Mayorlll . C regono Salvador, Manuel Seco, •Qnzal Sobcjano y Alonso Zamora Viec:nlc:

EL COMENTARIO DE TEXTOS (T erura f'dlción)

Z 1 Andrés Amorós

VIDA Y LITERATURA EN •TROTERAS Y DANZADERAS• Prf'mio Nacional df' Crític.z Lllerar¡a «Emilia Pardo Bazán», 1973

l 1 J. Alazraki, E. M. Aldrich . E, Anderson Imbcrt , J. Arrom, ] . ]. Callan, J Campos, J . Deredita. M. Dur.ín, ]. Durán-Cérda, E. G . Gonl!ález, L L. Leal , G . R. McMurray, S. Mcnton. M. Mo~eJlC>-Frosch, A. Muñoz, J. Ortega, R. Peel. E. Pupo-W.alkcr, R. Rceve, H . Rodrígu~·Aicalá, E. Rodríguez M<>­ncgal, A. E. Sevc:rino, D. Yt téS

EL CUENTO HISPANOAMERICANO ANTE LA CRITICA

4 1 José María Martínez Cachero

LA NOVELA ESP~OLA ENTRE 1939 Y 1969 (IUstorta de una aventura)

5 1 Andrés Arnor6s, René Andioc, Max Aub, Antonio Buero Vallejo, Jean­Fran~is Bou·d , José Luis Cano, Gabriel Celaya, Maxime Chevalier, Alfonso Grosso, J~ C11rlos Maíner. Rafael P ércz de la Dehesa, Serge Salaün, Noel Salomon. Jcan Seoraurcns y Francisco Ynduráin

CREACION Y PUBLICO EN LA LITERATURA ESPAlQOLA

Page 160: Comentarios de Texto Novela Realista

6 1 Vicente Lloréns

ASPECTOS SOCIALES DE LA LITERATURA ESPA!Q"OLA

7 1 Aurora de Albornoz, Manuel Criado de Val, José María Jover, Emilio Lorenzo, Julíán Marías, José María Martínez Cachero, Enrique Moreno Báez María del Pilar Palomo, Ricardo Senabre y José Luis Varela '

EL COMENTARIO DE TEXTOS, 2 (De Galdós a García Márquez)

8 1 J osé Marí:.1 Martíncz Cachc:ro, Joaquín Marco, José Monleón, José Luis Abellán, J ~tís Bustos, A.nd1•t< Amorós, Pedro Gimferrer, Xesús Alonso Mon­tero, )org~: C.1mpos, Antonio Núñez, Luciano García Lorenzo. Apéndices documen.tnles: Premios literario

EL AIQ-0 LITERARIO ESPA.IQOL 1974

9 1 Robert Escarpit

ESCRITURA Y COMUNICACióN

lO 1 José-Carlos Mainer

ANALISIS DE UNA INSATISFACCióN: LAS NOVELAS DE W. FERNANDEZ FLóREZ

11 1 José Luis Abellán, Xesús Alonso Momero, Ric3Tdo de la Cierva, Pere Gimferr~r. Joaquín Marco, José Maríll Marún<.oz Cachcro, José Monleón. Apéndices documentales: Premios literarios y E ncuesta

EL A.IQO LITERARIO ESPA.IQOL 1975

12 1 Darío Villanueva, Joaquín Marco, José Monleón, José Luis Abellán, Andrés Berlanga, Pere Gimferrer, Xesús Alonso Montero. Apéndices docu­mentales : Premios literarios

EL A.IQO LITERARIO ESPA.IQOL 1976

13 1 Miguel Herrero García

OFICIOS POPULARES EN LA SOCIEDAD DE WPE

14 1 Andrés Amorós, Marina Mayoral y Francisco Nieva

ANALISIS DE CINCO COMEDIAS (Teatro español de la postguerra)

15 1 Margit Frenk Alatorre

ESTUDIOS SOBRE L1RICA ANTIGUA

., 16 1 María Rosa Lida de Malkiel

HERODES : SU PERSONA, REINADO Y DINASTiA

17 1 Juan Cano Ballesta, Antonio Buero \'allejo. l\lanuel D~rán, Caorid Berns, Roben :vlarrast . .Ja,·¡er Her~e ro. \lan~a Ma~oral. Flcm:nce Delay, Luis Felipe \'ivanco. i\!ane Chevalher Y Serge Salaün

EN TORNO 1\ MIGUEL HERNÁNDEZ

18 1 Xesús Alonso Montero . André; Berla~ga . Xavier Fábregas, Pere Gimferrer, Joaquín Marco, Jose i\lonleon ~ Darío Villanueva

EL AÑO LITERARIO ESPAÑOL 1977

19 1 Xcsús Alonso Montero. Andrés -~mo rós. ;\ndrés Berlanga, Xa,:ier Fábregas , Joaquín :\!arco. Jose :..!onleon .. laume Pont. Xavicr Tusdl y Darío Villanueva

EL AÑO LITERARIO ESPAÑOL 1978

20 1 José María Martínez Cachero

HISTORIA DE LA NOVELA ESPAÑOLA ENTRE 1936 Y 1975

21 1 Andrés Amorós, Mariano Baquero Goyanes.,Laur~ano Bo~et, An el Raimundo Fernández, Ricardo Gullón .. Jose Mana Mart~nez Ca;hero, Marina Mayoral. Julio Rodríguez Luts y Gonzalo Sobe¡ano

EL COMENTARIO DE TEXTOS, 3 (La Novela Realista)

21 1 Andrés Amorós

INTRODUCCióN A LA LITERATURA

23 1 Vicente Lloréns

LIBERALES y ROMANTICOS

2.4 1 José Luis Abc::Uán, Xtsús Alonso Montero, A!'_dr& ~m~~·ojnt~fs Berlanga, José Maria CasteU~t . Xavíer, Fábregas, +ulia~ ~le& , José Mon­Guarner Raúl Guerra Gnmdo, JoaquSom .MarcDo, ¡ o~J.u nu~:· león, Ja~me Pont, José María Vu de to Y aro • .Q •

EL AIQ-0 CULTURAL ESPAIQOL 1979

25 1 Leda Schiavo

HISTORIA Y NOVELA EN VALLE-INCLAN. PARA LEER «EL RUEDO IB-e.RICO•

Page 161: Comentarios de Texto Novela Realista

26 1 Ramón Pérez de Ayala

50 AIQOS DE CARTAS :INTIMAS 1904-1956. A SU AMIGO MIGUEL RODRtGUEZ.ACOSTA Edición y Prólogo de Andrés Amorós

27 1 Andrés Amorós, Ricardo Bdlveser, Juan Cueto, Xavier Fábregas Fernando G . Delgado, Raúl Guerra Garrido, Eduardo Haro Tecglen, Jaum~ Pont, Fanny Rubio, Jorge Urrutia y Darío Villanueva.

EL AIQO LITERARIO ESPAIQOL 1980

28 1 Víctor G. de la Concha

NUEVA LECTURA DEL LAZARILLO

29 1 Rodolfo Cardona y Anthony N. Zahareas

VISif:)N DEL ESPERPENTO. TEORtA Y PRACTICA EN LOS ESPERPENTOS DE VALLE-INCLAN

30 1 Francisco López Estrada PANORAMA CRtTICO SOBRE EL «POEMA DEL CID»

31 1 Emilio Alarcos Llorach ANATOM:fA DE «LA LUCHA POR LA VIDA» (y otras divagaciones)

32 / Fnnclsco L6pe:t Estrada, José Filgueir11 Vslverck, José Jesús de Bus. tos T.n.var, .ran M1chad, Isabel Urin Mat¡u.a, Carlos Alvnr, Manuel Alvar, FranciSco Mat·cos Madn Mnnucl Criado de Val, Agustfn G:~rcla Calvo Rnfnel Lapcsn, Stepbcn Gi lmnn, Nicnsio S!ilvador Miguel José M ría Alín' ]vi!<? Roclrfguez-Puértólas, EmiJio Garcia Gómcz, Miguel Ángel Pércz. Pl'icgÓ y D1ego CatnJán

EL COMENTARIO DE TEXTOS, 4 (Poesía medieval)

33 1 Alberto Blecua

MANUAL DE CR:fTICA TEXTUAL

34 1 Gonzalo Sobejano CLARiN EN SU OBRA EJEMPLAR

35 1 Giuseppe Bellini HISTORIA DE LA LITERATURA HISPANOAMERICANA

36 1 Noel Salomón LO VILLANO EN EL TEATRO DEL SIGLO DE ORO

37 1 M. Martínez Cachero

LA NOVELA ESPAIQOLA ENTRE 193~1980 (Historia de una aventura)

38 1 Robert J ammes LA OBRA POI?.TICA DE DON LUIS DE GONGORA Y ARGOTE

39 1 María Eulalia Montaner GABRIEL GARCtA MARQUEZ: «CIEN AIQOS DE SOLEDAD», GU:JA DE LECTURA

40 / Francisco .Javier Díez de Revenga PANORAMA CRtTICO DE LA GENERACION DE 1927

41 1 Andrés Amorós, Darío -yma~ueva.,Vfcror Gard11 de In Conchn, A~to­nio Sánchez Zamarreño, Jose Lms Abdh\n, Pablo Jauralde, Co~stJmtm_?. Bértolo, Jaume Pont, Basilio Losada, je,slÍS M:ula L, ~ngabastcr, Jav&er Gom

LETRAS ESPAI\IOLAS 197~1986

42 1 Robert L. Nicholas

UNAMUNO,NARRADOR

43 / Rene Andioc TEATRO Y SOCIEDAD EN EL MADRID DEL SIGLO XVIII

44 1 Francisco Abad Nebot, Andrés Amor.ós, Alex Br~h, Antoni~ Colin~~· Carlos . Galán, Miguel García Posada, Luts Alonso Gtrgado, Javter Gom, Pablo Jaurslde, Jon Kortazar LETRAS ESPA~OLAS 1987

45 1 Geoffrey Ribbans y J. E. Varey . DOS NOVELAS DE GALOOS: «DO~A PERFECTA)) y «FORTUNATA Y JACINTA,. (Guía de lectura)