COMO EL JUEGO DE TETRIS - Activated

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COMO EL JUEGO DE TETRIS Siempre hay más partidas Fuerzas para perdonar Torturada por los soldados de Idi Amin El que no cojea renquea Dos presentaciones fallidas CAMBIA TU MUNDO CAMBIANDO TU VIDA Año 19 • Número 4

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COMO EL JUEGO DE TETRISSiempre hay más partidas

Fuerzas para perdonarTorturada por los soldados de Idi Amin

El que no cojea renqueaDos presentaciones fallidas

C A MB I A TU MUNDO C A MB I A NDO TU V I DA

Año 19 • Número 4

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1. Efesios 4:32

Año 19, número 4

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Director Gabriel García V.Diseño Gentian SuçiProducción Samuel Keating

© Activated, 2017. Es propiedad.

A menos que se indique otra cosa, los versículos citados provienen de la versión RV, revisión de 1960, © 1960 Sociedades Bíblicas en América Latina; © renovado 1988 Sociedades Bíblicas Unidas. Utilizados con permiso.

A N U E S T RO S A M IG O SL a c á rce l

Se cuenta que el papa León XII realizó una visita a la cárcel del Vaticano en 1825. Según la anécdota, el Sumo Pontífice insistió en interrogar a cada uno de los reclusos para averiguar las circunstancias en que habían ido a parar allí. Como era de esperarse, todos alegaron inocencia, todos excepto uno, que

admitió ser falsificador y ladrón. Volviéndose hacia el carcelero, el Papa ordenó con severidad: «¡Ponga inmediatamente en libertad a este sinver-güenza, no sea que su presencia corrompa a todos estos nobles caballeros alojados aquí!»

La anécdota quizá nos parezca simpática, pero de ella se desprende una enseñanza: Dios concede Su perdón a los que saben que lo necesitan, que no lo merecen y que no se lo pueden ganar, a los que dependen enteramente de Su gracia y Su misericordia.

Este principio se aplica no solo a nuestra salvación por fe, sino también a la vida cotidiana. ¡Cuántas veces nos comportamos como los demás reos del relato, y somos reacios a admitir nuestros errores y faltas cuando eso podría conducirnos al perdón y facilitar la reconciliación con las personas a las que hemos agraviado! ¡Y con cuánta frecuencia nos aferramos al enojo y el resentimiento que nos han ocasionado las acciones ajenas en lugar de echarlos en saco roto y perdonar!

La Palabra de Dios nos insta a perdonar —por mucho que consideremos que los demás no se lo merezcan—, porque también nosotros fuimos per-donados por Dios cuando no lo merecíamos: «Sed benignos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, como Dios también os perdonó a vosotros en Cristo»1.

Sea que la persona que te ofendió esté arrepentida o no, sea que llegue a expresar alguna vez remordimiento, tu decisión de perdonar es esencial para salir de la cárcel del dolor y la amargura y superar lo ocurrido. Perdonar a quien te ha hecho daño nunca es fácil; pero con Dios es posible.

Gabriel García V.Director

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Llevaba una temporada difícil. No podía dejar de pensar en ciertas personas que me habían ofendido, y a ratos casi explotaba de rabia y resentimiento.

Lo único que consigo alterán-dome y enojándome es que se me nuble el pensamiento y se enturbie mi perspectiva de la situación, no que se resuelva el problema. Mi reacción natural es desquitarme y pedir satisfacción, pero a la larga eso no hace sino empeorar las cosas.

En cierta ocasión, el autor Dale Carnegie se refirió a un boletín de un departamento de policía que aconsejaba: «Si un egoísta se apro-vecha de ti, bórralo de tu lista, pero no trates de ajustar cuentas con él.

TRAS EL TIROTEO

Cuando intentas resarcirte te haces más daño a ti mismo que a él».

El tiroteo que tuvo lugar hace unos años en una comunidad amish de Pensilvania es un ejemplo patente de perdón traducido en hechos. Un hombre perturbado —ajeno a la comunidad— entró en un pequeño colegio amish y tomó como rehenes a diez niñas. Terminó matando a cinco y quitándose la vida. No me imagino lo que deben de haber sufrido sus familias. Sin embargo, perdonaron al asesino, trabaron relación con su esposa e hijos y hasta crearon un fondo monetario para ayudarlos.

Huelga decir que las formas en que me he sentido mal tratado son desde-ñables comparadas con la pérdida que experimentaron aquellos padres amish; aun así, fueron capaces de perdonar.

Me di cuenta de que muchas de mis desdichas eran consecuencia de no haber perdonado lo que otros me habían hecho. Por ende, seguía revi-viendo esos incidentes en mi mente, lo que me causaba mucha angustia.

Hacer justicia es prerrogativa de Dios1. A nosotros nos corresponde perdonar. El perdón aplica un bál-samo sanador a nuestro corazón y le permite a Dios obrar en la situación según Su parecer. No absuelve al malhechor de su mala conducta, pero sí nos quita de encima una pesada carga. Es una enseñanza que espero acordarme de aplicar.

Uday Kumar vive en Bangalor e (India). Imparte cursos de inglés y de desar rollo personal. ■

Uday Kumar

El amor con que han tratado ustedes

a mi familia ha contribuido a esa

sanación que tanto necesitábamos.

Los regalos que nos han hecho nos

han conmovido hasta lo indecible.

La compasión que nos manifestaron

ha trascendido más allá de nuestra

familia, de nuestra comunidad. Está

transformando nuestro mundo. Por

ello les estamos profundamente

agradecidos. Marie Roberts, viuda de

Charles Carl Roberts, autor de la masacre

del 2 de octubre de 2006, en una carta

abierta dirigida a sus vecinos de una

comunidad amish

1. V. Hebreos 12:23

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vuélvele también la otra; al que quiera ponerte a pleito y quitarte la túnica, déjale también la capa; a cualquiera que te obligue a llevar carga por una milla, ve con él dos. Al que te pida, dale; y al que quiera tomar de ti prestado, no se lo niegues»2.

El Antiguo Testamento establecía que si uno lesionaba o mataba a otra persona, su castigo debía ser equivalente al daño infligido3. Ese concepto de pena o reparación proporcional es lo que se llama la ley del talión. También estaba presente en otros antiguos códigos legislativos.

El propósito de la ley del talión era establecer unas bases para la justicia. Era una manera de eliminar las contiendas sangrientas en las que una persona o familia se tomaba la justicia por su mano, porque sentía la obliga-ción de vengar el daño que se le había causado a ella o a sus parientes. La ley del talión establecía una pena idéntica para los culpables, con lo que el asunto quedaba saldado.

NO TOMAR REPRESALIAS A

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1. V. Mateo 5:3–12

2. Mateo 5:38–42 (rvr 95)

3. V. Éxodo 21:23–25; 

Levítico 24:19,20;

Deuteronomio 19:18–21

4. Levítico 19:18 (nvi)

5. Proverbios 24:29 (rvr 95)

6. V. Éxodo 22:25–27;

Deuteronomio 24:10–13

7. V. Mateo 27:32

Jesús comenzó el Sermón del Monte con las Bienaventuranzas1, que auguran bendiciones para los pobres en espíritu, los que lloran, los mansos, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los de limpio corazón, los pacificadores y los que padecen persecución. Con ello nos enseñó cómo deben ser los que forman parte del reino de Dios. De ahí pasó a hablar de otro tema:

«Oísteis que fue dicho: “Ojo por ojo y diente por diente”. Pero Yo os digo: No resistáis al que es malo; antes, a cualquiera que te hiera en la mejilla derecha,

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No obstante, aun en el Antiguo Testamento hay pasajes que dicen algo similar a lo que Jesús enseñó: «No seas vengativo con tu prójimo, ni le guardes rencor. Ama a tu prójimo como a ti mismo»4. «No digas: “Haré con él como él hizo conmigo; pagaré a ese hombre según merece su obra”»5.

Veamos el primer ejemplo que puso Jesús: «A cual-quiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra».

Abofetear a alguien era considerado un grave insulto. Quien lo hiciera podía ser llevado a juicio y multado. Para abofetear a alguien en la mejilla derecha, una persona diestra tendría que usar el dorso de la mano derecha, y en aquel tiempo pegar una bofetada con el dorso de la mano era considerado doblemente insultante y se sancionaba con una multa doble. Por consiguiente, Jesús estaba diciendo que si alguien te deshonra —en este ejemplo, abofeteándote con el dorso de la mano—, no debes procurar la compensación económica que el sistema judicial podría ofrecerte, sino aceptar el insulto, no responder y hasta poner la mejilla izquierda para que te insulten más.

Luego Jesús habla concretamente de un proceso judi-cial: «Al que quiera ponerte a pleito y quitarte la túnica, déjale también la capa».

Aquí alude a un caso en que lo llevan a uno a juicio para quitarle la túnica o camisa. Jesús dice que en esa situación uno debería entregar también su capa o abrigo. Para muchos, renunciar a su abrigo —prenda que solía pesar más que la túnica y además servía de manta por la noche— representaba un grave perjuicio. Según la ley

del Antiguo Testamento, si uno tomaba el abrigo de otra persona en prenda de un préstamo, no era lícito quedarse con él por la noche. Jesús preconizó que vayamos más allá de lo que se nos exige, que entreguemos libremente la capa aunque eso signifique pasar frío por la noche6.

Su tercer ejemplo tiene que ver con el derecho romano, según el cual una persona de un pueblo sub-yugado estaba legalmente obligada a llevar una carga o realizar un servicio si se lo ordenaban. «A cualquiera que te obligue a llevar carga por una milla, ve con él dos».

Fue por ese principio de que cualquier persona estaba obligada a llevar una carga si los romanos se lo ordena-ban que Simón de Cirene fue obligado a llevar la cruz de Cristo7.

Jesús dijo a Sus discípulos que si alguien los obligaba a realizar un servicio de esa clase, aunque fuera un enemigo —como consideraban ellos a los conquistadores romanos—, debían hacerlo, e incluso más.

El cuarto ejemplo no tiene que ver con nada de carác-ter legal, sino que alude a una situación cotidiana: «Al que te pida, dale; y al que quiera tomar de ti prestado, no se lo niegues».

Jesús enseña que debemos practicar la generosidad con los necesitados, sean estos mendigos o personas que nos pidan dinero prestado. Como en los casos anteriores, da un ejemplo de cuál debe ser la actitud de los ciuda-danos del reino de Dios. Hemos de ser generosos y dar o prestar con alegría. No nos está pidiendo que demos a los mendigos todo lo que poseemos ni que prestemos todo nuestro dinero y nos empobrezcamos. La idea es dar con una buena actitud, no a regañadientes. Como

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escribió el apóstol Pablo cuando hizo una colecta para la iglesia de Jerusalén, que estaba pasando por dificultades económicas: «Cada uno dé como propuso en su corazón: no con tristeza ni por obligación, porque Dios ama al dador alegre»8.

Mediante esos cuatro ejemplos Jesús hace referencia a nuestra inclinación natural a ser egoístas, adoptar una actitud defensiva, tomar represalias o exigir que se haga justicia en situaciones en que consideramos que se están aprovechando de nosotros o nos están insultando o perjudicando de alguna manera.

Jesús nos llama a no tomar represalias, nos enseña a no caer en el revanchismo y a resistir esa reacción natural de querer desquitarnos o defendernos cuando alguien nos hace daño, nos insulta o nos agravia. A los cristianos Dios nos pide que, por Su gracia, no cedamos a las injurias ni modelemos nuestra respuesta según los actos de los demás.

El ejemplo del insulto hiriente, así como el de la túnica y el juicio, indica cuál debe ser la respuesta cristiana ante las injusticias que sufrimos: cuando alguien nos agravie, no debemos pagarle con la misma moneda, con ánimo de venganza. Eso no implica que los cristia-nos no puedan o no deban recurrir al sistema judicial cuando alguien vulnere sus derechos o los de otras personas, sobre todo si están en juego la vida o la libertad de alguien, o sus derechos humanos fundamentales.

El ejemplo de ser obligado a llevar una carga enseña que cuando se nos pida algo legalmente exigible —siempre que no se trate de algo

inmoral— debemos esforzarnos por hacerlo de buen grado y sin resentimientos.

Cuando habla de dar y prestar a los que nos pidan, Jesús cuestiona la actitud de «lo mío es mío» y «si comparto lo que tengo, saldré perjudicado». De nuevo, no es que recomiende que demos hasta que no nos quede nada y acabemos mendigando nosotros también, sino que alude a nuestro egoísmo y nuestra preocupación instintiva por el propio bienestar. Es posible que no podamos dar dádivas a todos; pero si alguien tiene una auténtica necesidad y disponemos de medios para ayu-darlo, deberíamos hacerlo. Más si se trata de un hermano o hermana en Cristo. Como escribió el apóstol Juan: «El que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano tener necesidad y cierra contra él su corazón, ¿cómo mora el amor de Dios en él?»9

A los cristianos, a los que somos ciudadanos del reino de Dios, se nos exhorta a trascender el comporta-miento natural. Debemos abandonar el interés propio y practicar más deliberadamente el principio de amar al prójimo como a nosotros mismos. No se trata de un llamamiento a dejarnos pisotear por todos, sino de una invitación a adoptar una actitud de amor, misericordia y compasión, y tener la dignidad de dejar pasar algunas cosas, absorber algunas pérdidas, tanto de imagen como de dinero. En vez de desquitarnos y tratar de defender nuestro orgullo o salvaguardar siempre nuestros intere-ses, se nos insta a amar, a seguir el ejemplo de Jesús, que no buscaba Su propio provecho.

Peter A mster da m dir ige junta mente con su esposa, M ar ía Fontaine, el movimiento cr istiano La Fa milia Inter nacional. ■

8. 2 Corintios 9:7 (rvr 95)

9. 1 Juan 3:17 (rvr 95)

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Durante años fui monitora de niños durante el recreo y las actividades en la zona de juegos. Entre tantas corridas, saltos, gritos y juegos con amigos, siempre había un niño que sufría un encontronazo, zancadilla, empujón o algo parecido.

En muchos casos el culpable del accidente levantaba inmediatamente la mano y decía: «No fue culpa mía», o: «No lo hice a propósito». Y claro, determinar de quién era la culpa no era lo más urgente en esos momen-tos; lo más importante era la salud e integridad física del lesionado.

Presencié esa escena tantas veces que finalmente caí en la cuenta de que la mayoría tenemos que aprender a ser empáticos. No nos sale natural. Los niños confundían dos concep-tos: pensaban que decir «lo siento» era admitir su culpabilidad, y como no habían querido hacerle daño a su compañero, no les parecía que tuvieran que sentirse apenados por él. Pero en la vida —igual que en el patio de recreo— a veces hacemos daño sin querer y es menester que nos disculpemos.

Puede que tengamos nuestras razones. Tal vez fuimos inconscientes,

LO SIENTOSally García

no analizamos bien las cosas, no tuvi-mos en cuenta las implicaciones de nuestros actos. Tal vez hubo atenuan-tes, malentendidos o intervención de terceros. Toda historia tiene al menos dos versiones. El problema es que cuando decimos: «Lo siento, pero déjame que te explique», generalmente estamos desviando la atención hacia nosotros en lugar de preocuparnos de la persona a la que hemos herido o perjudicado. Entonces nos converti-mos en víctimas de un malentendido. A veces viene bien ofrecer una aclaración si se puede y contar nuestra versión de los hechos. Pero lo primero es lo primero. ¿Alguien quedó ofen-dido o afectado? Una disculpa sincera lleva en sí un bálsamo sanador.

Volviendo a la zona de juegos, algo que aprendí a lo largo de 35 años de docencia es que si pedimos discul-pas enseguida, la parte agraviada normalmente se muestra dispuesta a perdonar enseguida. Eso es lo mejor de todo.

Sally García es educador a y misioner a. Vive en Chile y está afiliada a La Fa milia Inter nacional. ■

¿Qué importa quién tenga razón cuando la última palabra es una amable disculpa? Richelle Goodrich

♦Pedir disculpas no siempre significa que estemos equivocados y que la otra persona tenga razón. Solo pone de manifiesto que valoramos más la relación que nuestro ego. Anónimo

♦Una disculpa es el superpega-mento de la vida: repara casi cualquier cosa. Lynn Johnston (n. 1947)

♦Cuando una situación amerite una disculpa, preséntala sin reservas, seguida de alguna acción. Judy Ford

♦Una disculpa es como un perfume encantador; puede transformar el momento más incómodo en un gentil regalo. Margaret Lee Runbeck (1905–1956)

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FUERZAS para PERDONAR Descubrí la fuerza del perdón una tarde de julio de 1976. Fue durante el régimen de Idi Amin, cuando Uganda se había paralizado. El trabajo, la economía, la infraestruc-tura, la educación, todo se detuvo. Yo estudiaba en la Universidad Makerere, acababa de casarme y estaba embarazada.

Como la universidad no contaba con insumos y los profesores no tenían combustible para desplazarse hasta el campus, no venían a darnos clase. Los estudiantes íbamos a la biblioteca todas las mañanas y allí nos poníamos a leer, o nos llevábamos libros para estudiar en nuestro dormitorio. Como Idi Amin no había ido al colegio, no entendía por qué hacíamos eso. Lo interpretó como una manifestación en su contra, por lo que de forma rutina-ria enviaba soldados a la universidad para aterrorizar a los alumnos.

contestaban que éramos estúpidas y no sabíamos nada. Nos habíamos habituado a que no nos atacaran porque éramos mujeres.

Cerca del mediodía de aquel lunes alguien tocó a la puerta de nuestro dormitorio. Pensamos que eran unos amigos que nos estaban tomando el pelo, así que les gritamos:

—¡Váyanse, soldados! —y nos reímos.

Ya sabes cómo son los estu-diantes. Sin embargo, los golpes a la puerta se volvían cada vez más insistentes y violentos, hasta que nos dimos cuenta de que efectivamente se trataba de soldados.

Brenda y yo corrimos al balcón y nos pusimos en cuclillas. Judith se metió en la cama y se tapó. Unos momentos después, los soldados forzaron la puerta con tal ímpetu

En aquella época mi esposo trabajaba en la zona norte del país, cerca de la frontera con Sudán. Cada tanto venía a Kampala o yo lo iba a ver a él, y estábamos unos días juntos. Después de pasar un fin de semana conmigo, el lunes por la mañana me dejó en la universi-dad. Al llegar a mi habitación, mi compañera de cuarto, Judith, y otra amiga llamada Brenda me dijeron que los soldados habían estado yendo y viniendo toda la mañana entre nuestra residencia y otra situada en el extremo opuesto del campus, causando destrozos y gol-peando a algunos de los estudiantes.

No era la primera vez. Periódicamente venían camiones llenos de soldados que propinaban palizas a los muchachos. Las chicas les gritábamos desde los balcones que pararan, pero ellos nos

Testimonio de Stella Sabiiti, tal como se lo contó a Kathleen Murawka, corresponsal de Conéctate en África Oriental 

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que varios trozos de la misma y de la cerradura salieron despe-didos y llegaron hasta el balcón. Irrumpieron en el cuarto gritando. Por un milagro no se percataron de que Judith estaba en la cama, pero sí nos encontraron a Brenda y a mí en el balcón. Recuerdo que pensé: «¡Me llegó la hora!» Cuando los soldados venían por alguien en particular, no había escapatoria.

Nos sacaron del balcón y nos empujaron hasta el pasillo a punta de fusil. Uno de ellos se quedó en el cuarto revisando nuestros papeles. Judith lo oía a muy poca distancia, pero él no la vio.

—¡Te descubrimos! ¡Te descubri-mos! —no paraban de gritarme.

Parecían convencidos de que yo era una cabecilla. Cuando llegamos al borde de la escalera, nos empuja-ron hacia abajo. Cada vez que nos

Allí nos obligaron a Brenda y a mí a quedarnos un rato con los muchachos, pero enseguida nos ordenaron a todos que saliéramos y nos colocáramos frente al edificio. Luego nos separaron a las dos de los demás. A mí me dijeron que me darían un trato especial por ser la cabecilla.

Llegaron más soldados, cientos. Sacaron a muchas chicas más y las obligaron a ponerse con los muchachos y a gatear semidesnudas por el asfalto, apuntándolas con sus fusiles. Las chicas quedaron con las rodillas peladas y ensangrentadas.

No se me ocurre por qué pensaron que yo era una cabecilla. Eso fue precisamente lo que me infundió fuerzas: que las acusacio-nes que me lanzaban a gritos no tuvieran ningún fundamento. A Brenda y a mí nos golpearon, nos

levantábamos nos volvían a empujar. Nos caíamos, rodábamos hacia abajo, nos levantábamos y nos volvían a empujar. En cada tramo de escaleras volvían a hacer lo mismo. Al llegar a la parte de arriba del último tramo, que era el más largo, uno de ellos me pegó por atrás tan duro que salí volando por los aires y di contra el piso, donde me desmayé.

Cuando los otros llegaron al pie de la escalera con Brenda, dijeron que nos llevarían a Makindye, un cuartel que en aquella época era un matadero. Pero primero nos condujeron a la residencia Lumumba para varones, que tiene un patio central. Allí los soldados estaban torturando a los muchachos, chicos que conocíamos, de buen corazón. Por lo visto llevaban toda la mañana haciéndolo sin que nosotras lo supiéramos, pese a que estábamos en el edificio de al lado.

Testimonio de Stella Sabiiti, tal como se lo contó a Kathleen Murawka, corresponsal de Conéctate en África Oriental 

Stella Sabiiti en una foto más reciente. 

Stella Sabiiti con su marido y su hija, aproximadamente un año después de la golpiza que sufrió en la Universidad Makerere.

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azotaron y nos pisotearon, aunque el blanco principal fui yo. Eso se prolongó sin respiro durante horas. Fueron probando diversas formas crueles de tortura. Recuerda que yo tenía un mes de embarazo. Fue un milagro que el bebé sobreviviera.

Al atardecer los soldados por lo visto decidieron que ya me habían torturado bastante y me dijeron que me llevarían a Makindye, el matadero. Antes de morir, quise averiguar por qué me hacían todo eso. ¿Por qué me habían escogido a mí como cabecilla entre los cientos de chicas que habían encontrado en la residencia?

Yo no había dicho ni mu en todo el día. No había llorado. No había gritado. No me había resistido en modo alguno. Me había comportado como si fuera un trozo de madera. Pero en ese momento algo en mí ansiaba preguntarles por qué me hacían todo eso. Claro que por otra parte pensaba que si se lo preguntaba se ensañarían aún más conmigo. Entonces una voz interior me dijo: «Míralos a los ojos. Ahí encontrarás el porqué de todo esto».

Total que los miré a los ojos y me quedé sorprendida de lo que vi. Pese a todas sus palabrotas y bravatas, ¡por dentro les dolía! Contrariamente a lo que me había imaginado todo el rato, les desagra-daba lo que estaban haciendo.

Me embargó tal sentimiento de compasión que antes de morir quise decirles que los entendía, que no se preocuparan. Pero ¿cómo expresárselo? Aunque todavía me estaban golpeando y torturando, entre uno y otro garrotazo pensé: «Tal vez si les hablo de algo que tengamos en común recapacita-rán». Era una idea descabellada, pero no importaba. No tenía nada que perder.

La cuestión era: ¿qué podía tener yo en común con aquellos soldados? Ellos eran tipos fornidos; yo, una mujer encinta. Tenían armas, botas y látigos; yo no era más que una chica indefensa. En ese momento se me ocurrió algo: «Acabas de casarte, estás embarazada. Estos hombres también deben de tener familia».

—¿Qué comida les preparó su esposa anoche? —les pregunté.

—¿Qué! —me contestaron sin dar crédito a lo que oían.

Entonces se pusieron a hablar en kiswahili. Siempre que los soldados de Idi Amin torturaban a alguien hablaban en kiswahili. Por eso hoy en día la mayoría de los ugandeses no hablan en kiswahili. Lo relacionan con torturas y perversidades.

—¡Qué mujer tan estúpida! —me gritaron, luego de lo cual me pegaron unas cuantas patadas más.

Cuando se detuvieron, respiré hondo y les volví a preguntar:

—¿Qué comida les preparó su esposa anoche?

Volvieron a golpearme. Aquello continuó hasta que seguramente pensaron: «Sigámosle la corriente». Y empezaron a responderme:

—Yo comí esto.—Yo comí aquello.Entonces les pregunté:—¿A qué colegio van sus hijos?

¿Los llevaron al colegio esta mañana?Esas preguntas sencillas derivaron

en una conversación. Al cabo, se sentaron conmigo debajo de un árbol, donde charlamos y nos reímos. Así como lo oyes, ¡nos reímos juntos!

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Brenda me dijo más tarde que al ver aquella escena se le pasó todo el dolor y el miedo.

Resultó que los soldados que habían estado conmigo todo el día eran los jefes. Bastó una señal suya para que se detuviera toda la vio-lencia, ¡de un momento a otro! Para entonces ya eran las seis y media de la tarde. Algunos muchachos llevaban el día entero soportando torturas; nosotras, unas seis horas.

Llegaron camiones a llevarse a los soldados y ambulancias para trasladar a los estudiantes más malheridos. Todo el día las puertas de la univer-sidad habían permanecido cerradas y bajo custodia. Supongo que las ambulancias habían estado esperando fuera, pues aparecieron instantes después de la partida de los soldados.

Los cocineros y el personal del comedor —a quienes los soldados no habían molestado— nos trajeron té y pan. Luego se sentaron en el suelo a nuestro lado y lloraron por nosotros. Ahí fue cuando finalmente me derrumbé. No podía imaginarme lo duro que debía de haber sido para ellos presenciar todo aquel espec-táculo sin poder hacer nada para detenerlo.

Haciendo memoria de lo sucedido, puedo afirmar con toda sinceridad que perdoné a aquellos

soldados en el momento en que los miré a los ojos, pues me di cuenta de que todos —tanto los estudiantes como los soldados— éramos víctimas de algo que no entendíamos. Y cuando les pregunté por su familia, captaron que yo era consciente de eso y los perdonaba.

También le debo mucho a mi crianza. Mis padres me enseñaron que, pese a todo, en cada persona siempre hay algo bueno. Tiene que haberlo, pues la Biblia dice que Dios nos creó a Su imagen.

Aquella experiencia me infundió muchas fuerzas y me enseñó que nunca debo tenerle miedo a un ser humano. ¡Nunca! Eso me faculta para realizar la labor que hago hoy en día. Conservo la calma aun estando con soldados armados. Hasta me atrevo a entrar en zonas minadas. Tengo miedo de las minas y las armas, pero no de los soldados ni de los rebeldes que portan las armas y siembran las minas. Sé que son seres humanos, igual que yo, y que tenemos en común algo muy profundo que nadie nos podrá quitar nunca.

Esa experiencia en la Universidad Makerere legitima las conferencias que doy en la actualidad acerca del perdón. Cuando cuento cómo fui capaz de perdonar y las prodigiosas consecuencias que tuvo ese acto, la gente me escucha.

—¿Por qué habría de perdonar a alguien que no me pide perdón? —suelen preguntarme.

Contesto:—La vida es muy breve para

quedarme esperando a que alguien me pida perdón.

Mucho provecho me reportó aquella horrible experiencia. Lo mejor de todo es que descubrí que, al igual que todo el mundo, nací con un don maravilloso: la capacidad de amar a mi prójimo. Es un don que no tuve que ganarme. Simplemente lo tengo. Además, nunca se agota. ¡Cuanto más lo uso, más se acrecienta!

Stella Sabiiti fue cofundado-r a del Center for Conflict R esolution (CECOR E), una ONG sin fines de lucro con sede en Uganda, cr eada en 1995 por un grupo de muje-r es que aspir aban a promo-ver medios alter nativos de pr evenir, manejar y r esolver conflictos. Ha llevado su mensaje de per dón y r econ-ciliación por todo el mundo y ha contr ibuido a r esolver conflictos sangr ientos en Uganda, la R epública Demo-cr ática del Congo, Liber ia, Sudán, Ruanda, Burundi y otros países.  ■

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Soy aficionada al Tetris, un videojuego en el que hay que ir completando líneas con figuras geométricas. Me gusta porque puedo planearlo todo de antemano viendo las piezas que van a salir, y a medida que descienden las voy colocando en el lugar que corresponde. Así disminuyo la altura de las que están amontonadas abajo. Al menos esa es la idea.

Mejor aún es corregir los errores que cometo. A veces ubico una pieza

En ocasiones hasta nuestros mejores planes se frustran y, a pesar de todas las maniobras que hacemos, los problemas se van amontonando hasta que parece que el juego ha terminado.

Pero lo mejor de un juego como el Tetris es que siempre está la posibilidad de jugar otra vez. Por muchas veces que perdamos, pode-mos volver a empezar si queremos.

Jesús hace lo mismo con noso-tros. Sabe que no somos perfectos. Conoce nuestras limitaciones y flaquezas. Él nos diseñó y entiende que no podemos ganar todas las veces.

Jesús prometió llevarse nuestros errores y pecados «tan lejos de noso-tros […] como lejos del oriente está

COMO EL JUEGO DE TETRIS

1. Salmo 103:12 (nvi)

2. 2 Corintios 5:17 (nvi)

3. V. Proverbios 24:16

4. Isaías 41:7 (nvi)

5. Billy Graham, Casi en Casa: Reflexiones

sobre la vida, la fe y el fin de la carrera

(Grupo Nelson, 2011)

Marie Story

donde no debería estar y luego tengo que arreglármelas para enmendar el error, aunque no siem-pre resulta. Me va muy bien con los primeros niveles; pero a medida que aumenta la velocidad y las piezas van cayendo más rápido, no consigo controlarlas tan bien. Algunas quedan mal colocadas, y la pila va acercándose a la parte superior de la pantalla.

Muy pronto, el anuncio de «FIN DE LA PARTIDA» empieza a par-padear en la pantalla, y la emoción que sentía se torna en decepción.

A veces la vida hace que nos sintamos así. Cometemos un error tras otro y, de golpe, da la impresión de que no hay nada que podamos hacer para remediarlos.

FIN DE LA PARTIDA

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de pata. «Si alguno está en Cristo, es una nueva creación. ¡Lo viejo ha pasado, ha llegado ya lo nuevo!»2.

¿Tienes la sensación de que tus planes se hicieron humo, y no sabes cómo empezar a edificar de nuevo? ¿O simplemente estás desanimado porque tus esfuerzos iniciales han sido en vano? Recuerda que siempre puedes comenzar otra partida. Jesús tiene un plan y una meta para ti y se valdrá hasta de tus errores para acercarte al objetivo.

El rey Salomón dice que el justo cae siete veces y siete veces se levanta3. No hay cómo evadir las caídas; lo que importa es levantarse y reemprender la marcha.

M ar ie Story vive en San A ntonio (EE . UU.), donde tr abaja como ilustr ador a independiente y hace voluntar iado en un albergue par a indigentes. ■

el occidente»1. Lo que eso significa es que se desvanecen. Él hace borrón y cuenta nueva para que podamos comenzar de nuevo. Y eso no solo se aplica al plano espiritual. Por muy bien que planifiquemos nuestra vida, habrá veces en que tendremos que volver a empezar. Eso puede resultar muy descorazonador. Lo único que vemos es el anuncio de «FIN DE LA PARTIDA» parpadeando en nuestra mente.

Pero siempre tenemos la oportu-nidad de volver a jugar.

Lo que se siente al empezar de cero es impresionante. Quiere decir que lo pasado, pasado está. Cuando comienzas una partida de Tetris, no se te niega la oportunidad de jugar de nuevo porque hayas perdido muchas veces. De igual manera, cuando Jesús hace borrón y cuenta nueva partes con una hoja totalmente en blanco. Él no se fija en tu historial de errores y metidas

La vida se asemeja a veces a recorrer un camino traicionero. Hay baches que nos sacuden, desvíos que nos apartan de la ruta y señales que nos advierten de peligros inminentes. El destino del alma y el espíritu es de suma importancia para Dios, por lo que nos ofrece orientación diaria. Algunos prestan especial atención a Sus instrucciones; otros hacen caso omiso de ellas y pasan a toda veloci-dad las luces intermitentes sin fijarse en ellas. No obstante, todo el mundo, tarde o temprano, llega a su destino final: el umbral de la muerte…

Nadie se escapa de la vida sin toparse con dificultades. Algunos tienen mala salud, incluso de jóve-nes. Otros que nacen nadando en la abundancia lo pierden todo. Algunos buscan amor y sufren rechazo una y otra vez. Sin un cimiento firme, cuesta más soportar la carga de la vida.

Dios tiene un propósito para cada uno de nosotros, y desea que cons-truyamos sobre Él, el cimiento que Él mismo ha puesto. Las Escrituras hablan de los artesanos que asegu-ran con clavos la obra de sus manos «para que no se tambalee»4. Cuando las manos de Cristo fueron traspasa-das por clavos y sujetadas a la cruz, Él se convirtió en nuestro cimiento seguro. Billy Graham5

♦¿Deseas un nuevo comenzar? Jesús puede facilitártelo. No tienes más que pedírselo:

Jesús, acepto Tu ofrecimiento de un nuevo comenzar contigo. Te ruego que entres en mi vida, me llenes de Tu amor y me ayudes a ser más como Tú. Amén.

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Jesús contó una parábola sobre el perdón que me punza el corazón y la conciencia cada vez que la oigo1. Habla de un buen rey a quien su contador le recuerda que uno de sus súbditos le debe una enorme suma de dinero, equivalente a miles de millones de dólares de hoy en día. Se trata de un monto tan grande que no hay ninguna posibilidad de que el hombre lo pueda pagar.

El rey manda llamar al súbdito y le exige el pago. Cuando este le dice que no puede cancelar la deuda, el rey ordena que la familia del hombre sea vendida como esclava hasta que la deuda quede saldada. El súbdito implora misericordia, y el rey,

El PERDÓN según la óptica DIVINA

conmovido, le condona la deuda. Sin plan de pagos y sin multas. Se la per-dona totalmente, sin más. El sujeto es declarado hombre libre, exento de toda obligación de reintegrar el dinero. Me imagino que se sintió como yo me sentiré cuando efectúe el último pago de mi hipoteca, solo que mil veces más aliviado.

El júbilo, sin embargo, le dura poco. Al abandonar la corte del rey se cruza con un conocido que le debe plata, un monto equivalente a más o menos un mes de sueldo. Olvidándose de la gran misericordia de la que ha sido objeto, no siente compasión alguna y ejecuta la deuda de aquel hombre enviándolo a la cárcel.

Uno de los amigos del rey que ha presenciado esos sucesos va e

1. V. Mateo 18:21–35

2. Lucas 12:48 (ntv)

Marie Alvero

informa al monarca. El súbdito es llevado ante el rey una vez más.

—¿Cómo no fuiste capaz de perdo-nar cuando se tuvo tanta misericordia contigo! —le dice el rey enojado—. Pagarás con cárcel hasta que me devuelvas todo lo que me debes.

Siempre me imaginé que el rey procedió a liberar al hombre que debía un monto menor y le condonó la deuda. Lo deduzco porque encaja con la manera de ser del monarca.

Cada vez que escucho ese relato, lamentablemente me reconozco en las acciones del súbdito. Con demasiada frecuencia soy como el hombre que se negó a perdonar. Con la muerte de Jesús en la cruz, Dios expió y perdonó mis pecados. Simplemente no tiene sentido que yo me niegue a perdonar a quien me ha ofendido, pues a mí se me ha perdonado mucho más. «Alguien a quien se le ha dado mucho, mucho se le pedirá a cambio»2.

M ar ie A lvero ha sido misio-ner a en Á fr ica y México. Lleva una vida plena y activa en compañía de su esposo y sus hijos en la r egión centr al de Tex as, EE . UU.  ■

Dios demostró Su amor en la cruz. Cuando Cristo quedó colgado de la cruz, y derramó Su sangre, y murió, Dios le estaba diciendo al mundo: «Te amo». Billy Graham (n. 1918)

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En general me considero una persona afable y presta a perdonar. Sin embargo, en la universidad pasé por una experiencia que puso a prueba mi capacidad de perdón. Resulta que me encargaron que preparara una presentación sobre literatura inglesa moderna junta-mente con un compañero de curso, Matt; pero él desde el principio me crispaba los nervios.

Suelo ser muy puntillosa y exi-gente en mi trabajo, lo que chocaba con la actitud desenfadada de Matt de cara a la tarea. En muchas oca-siones llegaba tarde a las reuniones de planificación, y descuidaba continuamente detalles que a mí me parecían importantes. Para colmo, con frecuencia se atrasaba con sus partes de la tarea, a pesar de que yo le enviaba frenéticamente mensajes de texto para recordarle que las hiciera.

Apenas tres días antes de la presentación me enteré de que Matt no había terminado la parte final que tenía encargada, y yo no lograba comunicarme con él. Finalmente subió a la plataforma una conclusión redactada a las apuradas, apenas unas horas antes de que terminara el plazo. Se disculpó explicando

EL QUE NO COJEA RENQUEA

que había estado ocupado con otro trabajo que le habían asignado.

Tal como yo me temía, nuestra presentación no satisfizo al profesor. Mientras él enumeraba los muchos fallos de nuestro trabajo en equipo, yo ardía en resentimiento contra Matt. Él, en cambio, no parecía muy afectado. Luego me enteré por un amigo de que Matt estaba convencido de que había hecho bien su parte. En vista de que no tenía sentido desairar a una persona que pensaba que no había hecho nada mal, me mostré cortés y me felicité a mí misma por haber sido tan magnánima con alguien que no lo merecía.

Al cabo de dos meses, en otro curso, me emparejaron con Celine para hacer una presentación sobre gramática japonesa. Yo creía que me había preparado de la mejor manera, pero durante la sesión de preguntas y respuestas se hizo patente que había entendido mal algunos de los conceptos que exponíamos, y una vez más mi equipo sacó mala nota. Di por hecho que Celine se iba a alterar conmigo, pues evidentemente había sido culpa mía. No obstante, ella me consoló y me ayudó a hacer las modificaciones necesarias en la versión final. La facilidad con que me

Elsa Sichrovsky

perdonó me llevó a hacer examen de conciencia, ya que su reacción ante mi error contrastó con el resenti-miento que yo había abrigado hacia Matt.

Haciendo un repaso de las últimas semanas, me di cuenta de que yo no había perdonado a Matt ni había logrado refrenarme de hacer algunos comentarios sarcásticos sobre él con mis amigos. Si bien Matt entregó tarde la tarea y hasta mostró poco interés en ella, desgraciadamente se había hecho patente que yo también podía ser una estudiante descuidada y contribuir al fracaso de mi equipo. Aunque me consideraba tolerante y comprensiva, mi reacción con Matt había evidenciado otra cosa. Celine, en cambio, me había tratado con indulgencia, sin considerarse superior, a pesar de que yo no me lo merecía. He orado para que a raíz de esa experiencia adquiera esa gene-rosidad de espíritu —signada por la humildad y el amor— que nos da la conciencia de que somos todos seres falibles necesitados de la clemencia de quienes nos rodean.

Elsa Sichrovsk y es escr itor a independiente. Vive con su fa milia en Taiwán. ■

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La capacidad de perdonar forma parte de la naturaleza y esencia de Dios, y cuando ejercitas ese don te elevas por encima de las limitaciones de tu condición humana. 

Decidirse a perdonar a alguien es uno de los actos más difíciles que hay, sobre todo si el perdón es inmerecido. La naturaleza humana demanda venganza y revancha, o al menos compensación. Pero Yo vine al mundo para traer perdón y

salvación de los pecados. Si te imbuyes de Mi manera de ser, verás que una de sus características es una buena disposición para perdonar. El que la persona que procedió mal contigo merezca o no perdón no es lo medular del asunto; lo impor-tante es que tú obres bien, ofreciendo a los demás la misma misericordia y perdón que Yo te ofrezco.

Perdona a quienes te han ofendido, así como tu Padre celestial te perdona.

PERDONAR ES DIVINO 

De Jesús, con cariño