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COMPAÑEROS DE VIAJE EN EL FURGÓN DE COLA Modernismo vs. Generación del 98: una nueva lectura. de José Escánez Carrillo profesor de Lengua Castellana y Literatura en el I.E.S. “Martín Gª Ramos” de Albox (Almería). 1. Introducción: Es larga ya la controversia acerca de qué factores inciden en la distinción clara entre Modernismo y el grupo de escritores que formaron la Generación del 98. Larga y prolija. Da la sensación de que a los críticos y estudiosos patrios que desarrollaron su labor durante la dictadura de Franco les hubiese molestado reconocer que en la historia literaria de nuestro país existieran escritores con influencias del fin de siglo francés, con una sensibilidad exacerbada, ‘afeminada’ (que es como ellos interpretaban el gusto por lo bello, lo exquisito y refinado, y, tal vez también, lo superficial e insustancial). Lo cierto es que a esta tendencia literaria, tan extendida en la Europa finisecular, que pretendía huir a un tiempo del exhibicionismo romántico y del prosaísmo naturalista, ellos han opuesto tradicionalmente una concepción de la creación literaria supuestamente más viril y comprometida con su tiempo, menos sensiblera, encarnada por los autores del grupo del 98. Muchos recelos de los varones literarios españoles tuvo que soportar Azul de Rubén Darío a su llegada a España en 1888, sobre todo de Clarín y de Juan Valera que la aceptó con ciertos reparos morales. De concepción absolutamente novedosa, pero sin prescindir en absoluto de la tradición clásica española, la obra de Darío abrió una verdadera guerra literaria entre detractores y partidarios; lo que es lo mismo que decir los nuevos escritores y los ya consagrados, que se mostraban renuentes a un cambio tan drástico. Es necesario decir que entre los diez años que separan la publicación de Azul y el ‘desastre’ del ejército español en Cuba, con la subsiguiente pérdida de las últimas colonias, el nuevo estilo desató un gran entusiasmo entre los escritores jóvenes que abrieron, por fin, sus expectativas literarias y escaparon del influjo de autores mediocres como Echegaray, Benavente, Palacios Valdés, o Nuñez de Arce y Campoamor, entre otros. Asimismo, enriquecieron gracias a este nuevo planteamiento literario el lirismo intimista de Bécquer y el temple narrativo del propio Clarín o de Galdós. Los más influidos fueron Salvador Rueda, Manuel Reina, Alejandro Sawa, Francisco Villaespesa, Manuel Machado, un joven Juan Ramón Jiménez, y en los primeros estadios de su evolución, Antonio Machado y Valle-Inclán. Como podemos ver, salvo los tres últimos nombres, el resto son muy poco conocidos, no forman parte del acervo cultural mayoritario de los españoles, y se pasa sobre ellos en los planes de estudios como si fueran mera anécdota, como ejemplo de vida bohemia, curiosidades históricas, raros en definitiva; por no hablar del lastre que ha supuesto para la figura del Manuel Machado ‘poeta’ ser el hermano de Antonio, su supuesta fidelidad a los planteamientos modernistas y, finalmente, su adhesión al régimen franquista.

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COMPAÑEROS DE VIAJE EN EL FURGÓN DE COLAModernismo vs. Generación del 98: una nueva lectura.

de José Escánez Carrilloprofesor de Lengua Castellana y Literatura

en el I.E.S. “Martín Gª Ramos”de Albox (Almería).

1. Introducción:Es larga ya la controversia acerca de qué factores inciden en la distinción clara entre Modernismo y el grupo

de escritores que formaron la Generación del 98. Larga y prolija. Da la sensación de que a los críticos y estudiosos patrios que desarrollaron su labor durante la dictadura de Franco les hubiese molestado reconocer que en la historia literaria de nuestro país existieran escritores con influencias del fin de siglo francés, con una sensibilidad exacerbada, ‘afeminada’ (que es como ellos interpretaban el gusto por lo bello, lo exquisito y refinado, y, tal vez también, lo superficial e insustancial). Lo cierto es que a esta tendencia literaria, tan extendida en la Europa finisecular, que pretendía huir a un tiempo del exhibicionismo romántico y del prosaísmo naturalista, ellos han opuesto tradicionalmente una concepción de la creación literaria supuestamente más viril y comprometida con su tiempo, menos sensiblera, encarnada por los autores del grupo del 98.

Muchos recelos de los varones literarios españoles tuvo que soportar Azul de Rubén Darío a su llegada a España en 1888, sobre todo de Clarín y de Juan Valera que la aceptó con ciertos reparos morales. De concepción absolutamente novedosa, pero sin prescindir en absoluto de la tradición clásica española, la obra de Darío abrió una verdadera guerra literaria entre detractores y partidarios; lo que es lo mismo que decir los nuevos escritores y los ya consagrados, que se mostraban renuentes a un cambio tan drástico.

Es necesario decir que entre los diez años que separan la publicación de Azul y el ‘desastre’ del ejército español en Cuba, con la subsiguiente pérdida de las últimas colonias, el nuevo estilo desató un gran entusiasmo entre los escritores jóvenes que abrieron, por fin, sus expectativas literarias y escaparon del influjo de autores mediocres como Echegaray, Benavente, Palacios Valdés, o Nuñez de Arce y Campoamor, entre otros. Asimismo, enriquecieron gracias a este nuevo planteamiento literario el lirismo intimista de Bécquer y el temple narrativo del propio Clarín o de Galdós. Los más influidos fueron Salvador Rueda, Manuel Reina, Alejandro Sawa, Francisco Villaespesa, Manuel Machado, un joven Juan Ramón Jiménez, y en los primeros estadios de su evolución, Antonio Machado y Valle-Inclán. Como podemos ver, salvo los tres últimos nombres, el resto son muy poco conocidos, no forman parte del acervo cultural mayoritario de los españoles, y se pasa sobre ellos en los planes de estudios como si fueran mera anécdota, como ejemplo de vida bohemia, curiosidades históricas, raros en definitiva; por no hablar del lastre que ha supuesto para la figura del Manuel Machado ‘poeta’ ser el hermano de Antonio, su supuesta fidelidad a los planteamientos modernistas y, finalmente, su adhesión al régimen franquista.

No obstante, es difícil mantener que, en un momento de coexistencia, no se diesen intercambios entre autores, e incluso deslizamientos de un autor de una actitud estética a otra, y aún más, que determinados autores integraran el lenguaje modernista con la preocupación socio-política de la época que derivó en una preocupación existencial; y ello lo revela la propia trayectoria literaria de Rubén Darío que culmina con Cantos de vida y esperanza, una obra que no abandona el lenguaje modernista y sin embargo incorpora temas que no son propiamente de este movimiento en una suerte de revisionismo personal que, según algunos críticos, ha salvado a este autor de la fatuidad literaria.

Ésta es la tesis que nos proponemos demostrar en el presente artículo; básicamente, que la clara distinción que nosotros percibimos entre un movimiento y otro, no se corresponde plenamente con la conciencia literaria del momento, y que las excepciones de Unamuno, Baroja y Azorín no deben ser consideradas como la norma literaria dominante de entonces, que es la visión que ha promovido la crítica anterior.

Han sido muchos los intentos de clarificar, mediante clasificaciones, la distinción entre ambos movimientos, con dos de los términos más polémicos que conoce la periodización de la historia literaria española.

Desde los que han defendido que modernistas son los poetas, en tanto que los prosistas pueden ser considerados noventayochistas, sin tener en cuenta a Alejandro Sawa, o la evolución poética de un Antonio Machado que, incluso en su primera época modernista, depende menos de los aspectos fónicos del lenguaje y centra su atención temática en la representación de sus estados anímicos mediante el esencialismo atemporal bergsoniano que acapara su vena simbolista, ni que uno de nuestro mejores prosistas, Valle-Inclán, es netamente modernista hasta el alumbramiento de Luces de Bohemia.

Otros, haciendo uso de criterios inclasificables, defendieron que los modernistas eran americanos mientras que adscribían a los escritores españoles al grupo de 98. No deja de ser curioso, en este caso, que el propio Azorín, que fue quien acuñó el término de ‘generación del 98’, incluyera en su nómina a Rubén Darío. Cierto es que el modernismo tiene su génesis y su mayor predicamento en América, además de ilustres precursores: José

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Martí, Manuel Gutiérrez Nájera, Asunción Silva y Julián del Casal, que inician un trabajo de actualización de la lengua ―principalmente en la prosa, aunque también en el verso― muy fijos al modelo español que culmina en 1888, cuando Rubén Darío publica su libro Azul, en el que ya se han realizado grandes innovaciones en la palabra poética y que consolida el modernismo como movimiento continental convirtiéndose en su síntesis más brillante; aunque sea con la edición de Prosas Profanas en 1896 cuando se oficializa el modernismo en Hispanoamérica dando como resultado una segunda generación modernista, Leopoldo Lugones, Ricardo Jaimes Freyre, Amado Nervo, y Julio Herrera y Reissig. Pero ya hemos nombrado a un nutrido grupo de escritores españoles que siguieron el ideal modernista prácticamente desde su llegada a España porque vieron en este movimiento estético la variante hispánica de las modernas tendencias francesas, parnasianismo y simbolismo, de las que ya había dado cuenta en España Alejandro Sawa antes de la llegada de Darío. A este influjo no pudo escapar ninguno de los escritores del momento; la renovación del lenguaje literario era una necesidad, no una cuestión de moda: muchas de las nivolas unamunianas tienen una gran carga simbolista, las novelas autobiográficas de Azorín están impregnadas de esencialismo bergsoniano, la obra poética toda de los Machado, el refinamiento aristocrático y mordaz de Valle-Inclán, etc. Todos, excepto Baroja, desarrollan ese gran voluntarismo estético que es propio del modernismo, acercándose en mayor o menor grado, según el temperamento de cada cual, a esa suerte de esteticismo que tanto ha horrorizado a algunos críticos.

También consideramos falsa la concepción de los noventayochistas como hombres serios y trascendentes en oposición a los modernistas, frívolos, despreocupados y superficiales, preocupados sólo por la estética, que se nos ha transmitido normalmente. Son muchísimas las anécdotas que sitúan a los escritores del 98 en el centro de la bohemia, abanderando actitudes rebeldes y excéntricas, y muchos los testimonios que nos hablan de las preocupaciones sociales y políticas de los modernistas, que procuraban no mezclar con su actividad creadora. Todo esto forma parte de una mitología teórica que no queremos admitir como cierta: tómese como referencia el aspecto físico de Valle-Inclán o la propia vida de Alejandro Sawa frente a un joven Azorín que salía a la calle con un paraguas rojo haciendo encendidas proclamas anarquistas, o la normalidad academicista y funcionarial de los hermanos Machado en medio de la bohemia nocturna madrileña.

Sí podríamos admitir dos actitudes creativas distintas derivadas del voluntarismo estético que antes hemos mencionado: la necesidad de renovación del lenguaje literario durante la última década del siglo XIX va a promover que las técnicas modernistas se instauren como modelo expresivo común: gran exigencia en la forma, ampliación del vocabulario literario, experimentación con los recursos ya existentes, incorporación de ópticas creativas novedosas, renovación de los tropos y de la adjetivación, etc. Pero en España, como en Europa, se van a desarrollar de forma autónoma las dos grandes corrientes literarias en boga: simbolismo y parnasianismo.

El simbolismo va a permitir al escritor realizar una introspección subjetiva que habrá de dar forzosamente resultados morales, expresando indirectamente el estado anímico del autor, cuyas motivaciones podrán ser leídas entre líneas; una suerte de esteticismo moral que propone al lector el rastreo de las inquietudes personales del autor a través de un texto cuidadosamente labrado hasta el último detalle.

Por su parte, el parnasianismo propone una estética ajena a la propia subjetividad del escritor, que se oculta por completo tras un texto esencialmente trabajado en la forma, colorista, sensual y musical; básicamente artístico y sin una necesaria conexión con el mundo real. Esto es, una moral estética, un planteamiento creativo que se aleja de la realidad, que expresa no tanto el mundo en el que vive el autor como en el que le gustaría vivir, creando así un espacio estético que le permita huir de lo normal, de lo habitual, de lo rutinario.

2. Estación de partida:Todos los escritores españoles de este período (1890-1900) que, no lo olvidemos, están en una fase de

formación, debieron de sufrir la misma consternación y desconcierto cuando España perdió sus últimas colonias, todos debieron de acusar la sensación de decadencia y de falta de recursos sociales y políticos para superar la crisis y, finalmente, todos debieron de percibir la pérdida del supuesto prestigio que España ‘conservaba’ en el concierto internacional, y viajar juntos en el vagón de cola de Europa.

Un simple dato cronológico puede servirnos para ubicar la problemática. Aunque Alejandro Sawa había viajado a Francia con anterioridad y ya conocía a Verlaine, el simbolismo y el parnasianismo, no es hasta 1899, con la llegada de Darío a España, cuando es plenamente conocido el modernismo en España, si bien su imposición es rápida y al año siguiente ya existe la primera generación de modernistas españoles. Si a esto unimos que la fecha de 1898 es sólo una referencia historiográfica, ya que la problemática derivada de estos sucesos no inspira sino fuertes y encendidos alegatos contra la clase política del país por parte de Azorín, Maeztu y Baroja, los cuales no pueden ser considerados siquiera como parte de la obra más conocida de estos autores, ni como la más representativa, deberíamos exigirnos más a la hora de hacer una distinción clara entre modernistas y noventayochistas, y no proponernos únicamente el desastre del 98 como catalizador de toda una generación de escritores. En realidad, exceptuando a Unamuno, que desde 1895 con En torno al casticismo hasta sus últimas obras se preocupó insistentemente por los problemas nacionales en la misma línea que lo habían hecho Ganivet y Costa, el resto de los autores incluidos bajo el rótulo de generación del 98 sólo manifestaron esta preocupación

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esporádicamente, con posterioridad a los hechos referidos (1900 en adelante)1 y con un tono más filosófico que pragmático.

La primera referencia significativa a la nueva generación («nacida intelectualmente después del desastre») no se dará hasta 1908 y procede de Maura. En 1912, Andrés González Blanco sugeriría el nombre de “Generación del desastre”. Sin embargo, la denominación definitiva la debemos a un miembro de dicha generación, Azorín, que en 1910 y en 1913, afirma su existencia en una serie de artículos. Sin embargo, también sabemos que en la nómina de la generación incluía, curiosamente, a Rubén Darío y a Jacinto Benavente, que Baroja, uno de los generacionables, negaba la existencia de dicha generación en 1926 y que Unamuno no se sentía parte de ella. Por otro lado, Antonio Machado no fue incluido en ella y Valle-Inclán era, por entonces, un furibundo modernista. Todos coincidían en señalar el carácter idealista de los escritores que en la época sentían preocupación por la justicia social y una hostilidad acusada por la clase rectora, pero esto no excluye a los modernistas 2, aunque su labor creativa fuera por otros derroteros. A esto hay que añadir el escepticismo y el pesimismo, la sensación de fracaso y ausencia de metas comunes, y las múltiples referencias a la vida bohemia como vía de escape a una realidad insatisfactoria.

Desde nuestro punto de vista parece evidente que, de un modo u otro, todos los escritores de finales del siglo XIX y principios del siglo XX compartieron este ambiente, estas sensaciones, y que, en virtud de la necesidad de renovación del lenguaje literario, compartieron también un ‘modus operandi’ o un posicionamiento similar ante el hecho literario, el ya citado más arriba voluntarismo estético, que los obligó a mirar fuera del ámbito literario español, primero hacia las tendencias novedosas que se daban en Francia y después hacia el modernismo hispanoamericano, movimiento sincrético que aglutinaba la tradición clásica española, el gusto por la experimentación y renovación de las formas clásicas y los dos grandes troncos de la literatura finisecular europea, simbolismo y parnasianismo. Así pues, el modernismo podemos decir que es el escenario3, el telón de fondo sobre el cual se van desenvolver los escritores españoles de la época, y que las circunstancias históricas y sociopolíticas de nuestro país debieron condicionar, indudablemente, el talante personal y creativo, en un momento u otro, de todos ellos, ya que podemos decir sin lugar a dudas que en España no existieron parnasianos puros.

A todo lo expuesto hasta ahora hemos de añadir que todos mantienen una actitud rebelde contra los políticos y la clase dominante, y lo muestran vulnerando constantemente la moral al uso de la burguesía (por lo menos al principio) con actitudes escandalosas muchas veces, con declaraciones irreverentes y manifiestamente ateas. Es un inconformismo con un sistema social que ya valora la importancia de los saberes según su rentabilidad, un mundo en el que se ha impuesto el positivismo y su secuela técnica, la revolución industrial, y que relativiza el valor de los saberes humanísticos. La incomprensión del medio en el que se desenvolvían, incluso la falta de apoyo de la industria editorial, que seguía anclada en lo que era más rentable desde el punto de vista económico, los folletines realistas y la novela erótica decimonónica, motivó que reaccionaran contra un mundo que ellos consideraban anquilosado y recalcitrante, cada uno a su manera: los modernistas huyendo, refugiándose en una actitud esteticista, creando un espacio estético ideal en el que se siente un aristócrata frente a la zafiedad del mundo que le rodea, y los noventayochistas afrontando esta realidad y ofreciendo ‘soluciones’ tan idealistas como puedan considerarse los mundos esteticistas de sus coetáneos.

Este espíritu indómito también se mostró en el mundo literario con una reacción en bloque contra el prosaísmo realista y naturalista, y contra la pacatería que dominaba el teatro burgués. Todos, sin excepción, protestaron el Premio Nobel que se otorgó a Benavente y a Echegaray, y se manifestaron abiertamente contra ello a las puertas de la Real Academia de la Lengua Española. Ese carácter heterodoxo, antiburgués y libertario se transformó en muchos casos en anarquismo literario, que tenía más que ver con un acendrado individualismo (y, en algunos casos, cierto personalismo que desemboca en una ruidosa exaltación del yo en los modernistas o en la angustia existencial de los noventayochistas) que con una posición política sólida.

Literariamente todos se caracterizan por su amor por los clásicos, sin prejuicio de la necesidad de innovar técnicamente. Son bastante autodidactas en su formación, y este eclecticismo coadyuva con su feroz individualismo a que no se sientan partícipes de un proyecto común. Van a sentir una especial atracción y afinidad por algunos aspectos del romanticismo: la exaltación de lo sentimental, el idealismo, el subjetivismo

1 El más temprano, con Unamuno (aunque su obra ensayística sobre el tema El sentimiento trágico de la vida data de 1913), es Azorín con su ensayo El alma castellana de 1900, seguido del resto de su obra ensayística, Los pueblos (1904) y Castilla (1912) y novelística (autobiográficas) La Voluntad (1902), Antonio Azorín (1903) y Las confesiones de un pequeño filósofo (1904); la trilogía La lucha por la vida de Baroja se publica en 1904, y su novela más noventayochista, El árbol de la ciencia, en 1911; Antonio Machado se mantendrá dentro del Modernismo simbolista con Soledades de 1903, reeditada 1907 (Soledades, galerías y otros poemas), y sólo lo podremos adscribir a la Generación del 98 en 1912, con Campos de Castilla; y de Valle no nos atrevemos a catalogarlo como noventayochista hasta 1920 con la publicación de Luces de bohemia.

2 El propio Alejandro Sawa dejó muestras de ello en estas declaraciones: "Vivir no es someterse constantemente, sino muchas veces resistir". Indignado por su visita al hospicio de Madrid escribe: "He visto a los niños descalzos. No me lo han contado; lo he visto yo, y digo que he visto descalzos a los niños a quienes en aquella casa se había ofrecido protección y asilo".

3 Según Juan Ramón Jiménez, el Modernismo no es sino la manifestación hispánica de la crisis cultural de fin de siglo europea, que afectó a todos los órdenes de la vida, y que artísticamente revolucionó las formas de expresión y la percepción del arte como un hecho autónomo.

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intimista bécquerianos serán comunes a todos ellos, aunque los modernistas busquen objetos poéticos remotos y raros, y se manifieste con más sobriedad en los noventayochistas.

Para terminar con este apartado, que recoge nuestras impresiones acerca de lo que debió ser el ambiente literario de España durante, aproximadamente, la última década del siglo XIX, queremos dejar claro, con Blanco Aguinaga, que «en esta etapa de la historia española, coincidiendo con un momento clave de desarrollo económico e industrial, y con gran cantidad de conflictos sociales, amén de otras fracturas políticas de una España que aún no se ha incorporado plenamente a los nuevos tiempos, aparece un grupo de intelectuales jóvenes (la juventud del 98) radicalmente antagónicos al sistema dominante, y que a diferencia de modernistas puros, mantienen una visión del mundo que, hasta cuando es estética, es decididamente política.» De lo que cabe deducir una secuela lógica: dada una situación nacional de la que debió ser prácticamente imposible abstraerse, tal y como hemos apuntado antes, los modernistas españoles estuvieron bastante lejos de ser parnasianos absolutos, y se dejó notar en su ánimo y en su creación la preocupación general por la situación de España como de alguna manera intentaremos demostrar en el último tramo de este trabajo, pero su consideración de la obra artística como una realidad autónoma cuyo fin primordial ha de ser la creación de belleza los condiciona de manera que, incluso hasta cuando hacen crítica socio-política, son decididamente estetas.

3. Estaciones de paso (y transbordo):Habrán de transcurrir 10 años más para que se produzca en los noventayochistas un verdadero rechazo por la

estética modernista y adquieran conciencia de los factores que los separan de ellos. En realidad, interpretando las declaraciones de cada uno de los miembros de la generación del 98 acerca de

los modernistas, «esos sastres de la lengua» según Unamuno, y la virulencia que éstas contienen, creemos que no es sólo una cuestión de tipo moral (como se ha venido insistiendo) debido a la asepsia ideológica y a la ausencia de compromiso con la realidad socio-política ya proverbial en los modernistas, sino sobre todo factores de tipo sociológico y literarios bastante definidos. Leamos esta declaración poética de Antonio Machado:

Adoro la hermosura, y en la moderna estéticacorté las viejas rosas del huerto de Ronsard;mas no amo los afeites de la actual cosmética,ni soy un ave de esas del nuevo gay-trinar.Desdeño las romanzas de los tenores huecosy el coro de los grillos que cantan a la luna.A distinguir me paro las voces de los ecos,y escucho solamente, entre las voces, una.

Parece claro que D. Antonio reconoce su afición a la belleza, afición que compartía con el resto de los escritores de su tiempo, y que reconoce haber sido modernista («corté las viejas rosas del huerto de Ronsard»), sin embargo se aleja manifiestamente de un ‘nuevo grupo’ que entiende la belleza como algo artificioso, cargado de afeites físicos, cuya ‘presence’ feminoide y afectada («un ave de esas del nuevo gay-trinar») es una carta de presentación que los aleja de la ‘hermosura’ que él adora. Si para colmo nada aportan técnica ni moralmente («Desdeño las romanzas de los tenores huecos / y el coro de los grillos que cantan a la luna»), hemos de concluir que se está refiriendo a malos imitadores de Rubén Darío, la ‘voz’ que Machado escucha entre los ‘ecos’, los epígonos del Modernismo. Muertos o en el declive de sus vidas Alejandro Sawa, Francisco Villaespesa, Salvador Rueda, Manuel Reina y los demás de la primera generación modernista, subsisten Darío, un joven Juan Ramón Jiménez que se mantendrá fiel a este estilo hasta 1915 (aunque él considere su poesía como un todo orgánico, una Obra consagrada a la creación de la Belleza máxima fundamental del modernismo) y toda una pléyade de poetas epigonales, secuelas de un modernismo ya decadente contra el que arremete violentamente tanto Machado como Valle-Inclán en Luces de bohemia (éste va mucho más allá, al hacer morir a Max Estrella y al colocar en su entierro al Marqués de Bradomín, su personaje más definitivamente modernista, ya decrépito, y a un ridículo Rubén Darío, superficial y obtuso, está dando muerte literaria al modernismo). Queda la excepción de Manuel Machado, al que su hermano jamás consideró exclusivamente modernista y al que rendía una admiración sincera basada no sólo en el cariño que se profesaban sino, sobre todo, en un quehacer poético de una pulcritud intachable, esteticista (hasta cierto punto), pero colindante siempre con las preocupaciones propias de su tiempo (búsqueda de la espiritualidad española en la hondura de lo popular, idealismo simbolista, etc.) que, curiosamente, lo va a hacer coincidir en su trayectoria vital con la mayoría de los miembros de la generación del 98, a la vez que lo aleja de la de su hermano Antonio.

Debe quedar claro, entonces, que contra lo que reaccionaban los noventayochistas es contra la decadencia, el deterioro, y la falta de decoro intelectual de la segunda hornada de poetas modernistas, entre los que únicamente Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado y su hermano Manuel, guardan celosamente el legado de Darío, enriqueciéndolo con sus aportaciones, haciéndolo evolucionar cuando se va apreciando un cierto cansancio de la formulística modernista. Sobre todo a partir del cambio de mentalidad que va a producir el estallido de la I Guerra Mundial en Europa, justo cuando Antonio Machado comienza ‘el camino de ida hacia su noventayochismo’ (hay que identificar este acercamiento a las preocupaciones de los autores del 98 con un

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compromiso socio-político que se va haciendo cada vez más evidente, pero desde presupuestos ideológicos que sus compañeros de generación ya estaban abandonando, y que quizás ya estaba latente desde su relación con los krausistas, en su etapa de formación) y Valle-Inclán ha iniciado con sus Comedias bárbaras una nueva etapa que desembocará en el esperpento, en la proclamación de la muerte del modernismo en 1920, cuando su obra Luces de bohemia connota la falta de sentido del esteticismo a ultranza y su falta de adecuación a un tiempo tumultuoso y cruel (léase la escena en la que, estando Max Estrella con D. Latino de Hispalis en un mesón, pasa en una manifestación que protesta por el precio del pan una mujer con un niño muerto en los brazos; o la conversación que Max Estrella mantiene en la cárcel con un anarquista condenado a muerte).

Entonces, si en 1917 Antonio Machado critica lo que quedaba del modernismo, si en 1915 Juan Ramón Jiménez abandona el lenguaje y la técnica modernista, si en 1920 Valle-Inclán proclama la muerte del modernismo, deberíamos plantearnos cuál es el momento en el que el modernismo, considerado en los términos que la crítica tradicional lo ha tratado, tuvo plena vigencia.

Si hacemos un repaso por la primera producción de estos tres grandes poetas (A. Machado, M. Machado y Juan Ramón Jiménez) sin dejarnos influir por las etiquetas literarias en las que nos han formado, nos daremos cuenta de que, al margen de los lógicos tanteos verlainianos de los hermanos Machado y la exacerbada melancolía becqueriana de Juan Ramón, los tres desarrollan poéticas que, en fondo y forma, guardan grandes concomitancias: los tres coinciden en el tono intimista melancólico de la lírica becqueriana, en su subjetivismo simbolista y en su interés por los materiales poéticos que extraen de la tradición popular española, con sus metros cortos, temas, dramatismo, etc. Simbolismo y exploración de la base poética tradicional en busca de un espíritu remoto de la tierra, la pulcritud estilística de la técnica modernista (sin estridencias expresivas), y el acendrado individualismo y el escepticismo senequista que ya estaba en el carácter español son los ingredientes que les hacía falta para completar el cuadro de las preocupaciones noventayochistas sin necesidad de abandonar sus anhelos artísticos. No se le puede pedir más a una supuesta lírica del 98. No es la poesía un género en el que se puedan hacer largas disquisiciones filosóficas en busca del alma castellana, ni en busca de soluciones para una realidad maltrecha, sino más bien un género de evocación, de alusiones veladas mediante la descripción de paisaje, los cuadros familiares, objetivación simbólica de un estado anímico provocado por las experiencias vitales del escritor que se traducen en una suerte de hastío por la vida y el destino del hombre.

Haciendo un resumen de las preocupaciones de los escritores del 98 caracterizaremos claramente buena parte de su producción inicial: podríamos apuntar que el deseo de reformar radicalmente España política y socialmente se manifiesta tan sólo mediante la búsqueda de su esencia, sus raíces fundamentales, su espíritu nacional, con el fin de modificar la mentalidad del pueblo español y ofrecerle un norte al que dirigirse y unos modelos a los que imitar. Cabría, en este apartado, hacer una distinción entre las dos etapas fundamentales del grupo del 98: en la etapa de juventud, los escritores del 98 coincidían en su análisis en que era necesario gestar un cambio revolucionario de la sociedad española mediante acciones concretas que dieran pulso a la organización social y política del país, para, así, hacer que creciera la actividad económica y como consecuencia el bienestar del pueblo y el prestigio internacional, y pretenden participar de forma activa en la transformación de España con las armas que les eran dadas, es decir, desde la literatura, desde los periódicos, lanzando verdaderos alegatos anarquistas desde la prensa, y con una actitud política claramente definida desde la izquierda; sin embargo, en la madurez, todos estos escritores experimentan un cambio de actitud que viene dictado por el desengaño y la desesperanza, y empieza a manifestarse ahora un viraje hacia posiciones más espiritualistas, planteando un idealismo que consiste en la búsqueda de los valores eternos de una España que fracasó, pero que tenía una apariencia externa de poder bastante consolidada. Esta postura idealista se adopta frente al positivismo y materialismo propios de la mentalidad de época, y erige, como eje fundamental la búsqueda de motivos por los que estar orgullosos no motivos materiales, sino de una índole espiritual. Los cambios políticos y sociales quedan en un segundo plano, para dar más importancia a la conciencia moral de los españoles. El problema de España se analiza desde una actitud contemplativa y un escepticismo pasivo.

La búsqueda de esa identidad española mediante el idealismo se materializa en: Búsqueda en la historia, pero no a la historia de los grandes acontecimientos, sino a lo que Unamuno

denominó la intrahistoria; es decir, los pequeños hechos, la vida diaria del pueblo, de los hombres que no hacen la Historia, pero que tienen la suya propia.

Búsqueda en el paisaje y fundamentalmente en el paisaje castellano, pero trascendiendo la pura realidad objetiva para subjetivizar una naturaleza, que es el núcleo de esa España del pasado y que debe ser del futuro.

Búsqueda en las corrientes filosóficas irracionalistas (Kierkegaard, Nietzsche, Schopenhauer) como consecuencia de su propia desconfianza en la razón y su desilusión vital y en esto coinciden con los modernistas.

Y de esta forma empiezan a centrar su temática como sus propias actitudes vitales en el sentido de la vida y el destino del hombre. A esto hay que añadir el profundo individualismo de estos escritores, el pesimismo latente en todos ellos y la preocupación por forjar un medio de expresión adecuado y eficaz.

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Cuidan el estilo minuciosamente, y huyen del prosaísmo realista con una clara voluntad estética pero antirretórica. Esto se manifiesta en un sentido de la sobriedad característico del grupo que huye de los excesos modernistas, pero que no niega, en absoluto, su evidente voluntad de estilo, hasta el punto de que no tienen empacho en utilizar los mismos recursos que los modernistas, moderando su tendencia histriónica y culturalista sustituyendo, por ejemplo, el gusto por el vocabulario rebuscado y exquisito de los modernistas por el uso de un vocabulario castizo y tradicional que entronca con la búsqueda del alma de España en los paisajes y la historia de Castilla, en la literatura de los clásicos, con el deseo de encontrar el espíritu inmortal de las cosas, en lugar de quedarse en lo físico y convencional, más propio de un estética no manchada de ningún tipo de sentimiento humano (hay que recordar en este momento que la denominada poesía pura de J. R. Jiménez pertenece a la ‘etapa intelijente’ y a la ‘etapa suficiente’ o verdadera, muy posterior al momento histórico en el que estamos, y que son poéticas que se dan ya bajo el auspicio de las teorías estéticas de Ortega y el novecentismo de la generación del 14).

Podríamos decir, pues, que la poesía que la crítica tradicional ha considerado meramente modernista, la de Manuel Machado, la de la ‘etapa sensitiva’ de Juan Ramón y la del Antonio Machado de Soledades, es, en buena parte, la poesía del 98.

Pero de todo esto, lo que más curioso resulta es la eterna catalogación de Manuel Machado como poeta netamente modernista frente a su hermano Antonio, considerado noventayochista a pesar de sus inicios ‘modernistas’. Alma de Manuel y Soledades de Antonio se publican con unos meses de diferencia. El primero, arrasó. El segundo, anonadó. El de Manuel tenía la gracia del modernismo pasado por Triana, la hondura del flamenco con dejes de Verlaine. Antonio salía también del modernismo tal y como lo recreó Rubén Darío, pero se adentraba en una nota grave, tan sencilla y profunda como no se veía desde Jorge Manrique o Fray Luis de León. Tuvo más éxito de público Manuel, aunque en el de crítica le superase Antonio, pero ambos ganaron de golpe crédito de poetas grandes con estilos no siempre distintos. Hay poemas en los que no se adivina el autor. En los que se transcriben a continuación resulta muy difícil de establecer:

¡Jardín sin jardinero! ¡Viejo jardín, viejo jardín sin alma, jardín muerto! Tus árboles no agita el viento. En el estanque, el agua yace podrida. ¡Ni una onda! El pájaro no se posa en tus ramas. La verdinegra sombra de tus hiedras contrasta con la triste blancura de tus veredas áridas... ¡Jardín, jardín! ¿Qué tienes? ¡Tu soledad es tanta, que no deja poesía a tu tristeza! ¡Llegando a ti, se muere la mirada! Cementerio sin tumbas... Ni una voz, ni recuerdos, ni esperanza. ¡Jardín sin jardinero! ¡Viejo jardín, viejo jardín sin alma!

Manuel Machado.

Amada, el aura dice tu pura veste blanca... No te verán mis ojos; ¡mi corazón te aguarda! El viento me ha traído tu nombre en la mañana; el eco de tus pasos repite la montaña... No te verán mis ojos; ¡mi corazón te aguarda! En las sombrías torres repican las campanas... No te verán mis ojos; ¡mi corazón te aguarda! Los golpes del martillo dicen la negra caja; y el sitio de la fosa, los golpes de la azada... No te verán mis ojos; ¡mi corazón te aguarda!

Antonio Machado.

La afinidad de estilo, la cercanía en el tono, la coincidencia en los temas y en las formas en estos dos libros, más decadente Manuel, más ‘filosófico’ Antonio, no pueden ser entendidas sólo como una mutua influencia, una especie de retroalimentación poética familiar. Es cierto que, como hermanos, debieron compartir experiencias, gustos, andanzas, pero también que en el período de gestación de estas dos obras Manuel había sido enviado a Sevilla por su familia para aliviarle un lío de faldas, y que 1899 sale hacia París, donde residirá hasta su vuelta en 1901, y que ya en 1902 aparecen Alma y Soledades cargadas de tantos puntos de encuentro como de divergencias. La crítica tradicional afirma que se parecen porque ambas obras son modernistas: sin embargo, el modernismo de Manuel es verlainiano, decadente, fatalista, con más gusto por los efectos fónicos del lenguaje, mientras que Antonio es profundo, sosegado, sencillo. Todo esto, sin dejar de ser cierto, es un tópico cimentado en una lectura parcial de la obra de Manuel, cuya obra ha tenido la mala suerte de haber sido valorada más por razones políticas que por razones literarias. En efecto, durante la dictadura de Franco, la obra modernista de Manuel Machado fue repudiada por su inmoralidad y por la ausencia de valores patrios –fue valorado como intelectual afín a la causa nacional, pero no excesivamente como poeta–; y más tarde, entre los años que van de finales de los 60 a mediados de los 80, fue repudiado por un grupo de intelectuales de la resistencia antifranquista que apartaban sistemáticamente a todos aquellos escritores que se hubiesen acogido o hubieran sido auspiciados por el régimen impuesto por Franco al finalizar la Guerra civil, y se solapó su obra poética en

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beneficio de la de su hermano, republicano convencido y, casi, mártir de las libertades. Pero de su calidad literaria habla bien a las claras la declaración de Borges cuando se le preguntó sobre qué opinaba de Antonio Machado, a lo que contestó: «¡Ah! ¿Pero Manuel tenía un hermano?», y la propia consideración en la que lo tenía su hermano –«el mejor poeta de España, tal vez el de Europa»–. Además, son muchas sus composiciones de esta época que muestran el mismo tono sencillo y sosegado, y tan profundo como quiera percibir el lector que no esté sujeto a prejuicios. Si a esto le sumamos la existencia de poemas como Cantares o el que transcribimos a continuación, su recreación de algunos temas del romancero o la serie sobre Velázquez y la familia de Felipe IV, no podremos negar la temprana preocupación (1902) de Manuel Machado por buscar ese espíritu nacional que anhelaban los escritores noventayochistas; más temprana que la de su hermano (de 1907 a 1912 con Campos de Castilla):

CASTILLAA Manuel Reina. Gran poeta

El ciego sol se estrella en las duras aristas de las armas, llaga de luz los petos y espaldares y flamea en las puntas de las lanzas. El ciego sol, la sed y la fatiga. Por la terrible estepa castellana, al destierro, con doce de los suyos, —polvo, sudor y hierro— el Cid cabalga. Cerrado está el mesón a piedra y lodo... Nadie responde. Al pomo de la espada y al cuento de las picas, el postigo va a ceder... ¡Quema el sol, el aire abrasa! A los terribles golpes, de eco ronco, una voz pura, de plata y de cristal, responde... Hay una niña muy débil y muy blanca, en el umbral. Es toda ojos azules; y en los ojos, lágrimas. Oro pálido nimba su carita curiosa y asustada. «¡Buen Cid! Pasad... El rey nos dará muerte, arruinará la casa y sembrará de sal el pobre campo que mi padre trabaja... Idos. El Cielo os colme de venturas... En nuestro mal, ¡oh Cid!, no ganáis nada». Calla la niña y llora sin gemido... Un sollozo infantil cruza la escuadra de feroces guerreros, y una voz inflexible grita: «¡En marcha!» El ciego sol, la sed y la fatiga. Por la terrible estepa castellana, al destierro, con doce de los suyos —polvo, sudor y hierro—, el Cid cabalga.

Alma, (1902)

Y en cierto sentido mucho más afín a los intelectuales del 98 que su hermano si comparamos la evolución ideológica del grupo. Los escritores más importantes del 98, Unamuno, Baroja, Azorín y Maeztu, en un principio coincidían en sus actitudes y pensamientos. En esta primera etapa todos se muestran rebeldes y revolucionarios. Unamuno y Maeztu se decantaron por el socialismo, y Baroja y Azorín se manifestaron anarquistas. Estos cuatro autores, por tanto, en su primera etapa adoptan un izquierdismo más o menos radical, si bien Unamuno no se compromete con las acciones y proclamas radicales de los otros tres.

En 1901 Azorín, Baroja y Maeztu difunden un manifiesto en el que se percibe un cambio de conducta. Pasan a ser reformistas en lugar de revolucionarios. Unamuno adopta también otro rumbo y empieza a preocuparse más por problemas espirituales y religiosos.

Una vez ya en la madurez, los escritores noventayochistas manifiestan un nuevo cambio de rumbo de claras connotaciones existencialistas, que en el caso de Unamuno será el precedente de la parte más interesante de su obra, y que conecta de una forma singular con el existencialismo europeo. Es hacia 1910 cuando estos autores comienzan a preocuparse por el sentido de la vida, y enfocan el tema de España con un tono más subjetivo. Se manifiestan actitudes existencialistas que ellos llamarán "angustia vital" o "angustia metafísica".

Azorín evoluciona desde el escepticismo y el deísmo (relación personal del hombre con Dios) hasta el existencialismo, que supone, en su caso, una actitud de rechazo de todo planteamiento fundamentado en la razón

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positiva y la aceptación incondicional de una doctrina inexplicable desde estos preceptos. En Azorín la angustia vital se tipifica en la preocupación por el paso del tiempo. Siente nostalgia del pasado, al cual intenta atrapar literariamente en el paisaje. Al final de su vida se confesó católico furibundo.

La evolución de Maeztu fue mucho más radical: del anarquismo pasa a un catolicismo tradicional de tintes fascistas.

Baroja mantiene durante toda su vida un convencido escepticismo, que derivará en un profundo desencanto. En este autor encontramos también algunas preocupaciones existenciales y filosóficas de una forma más material, sobre todo en lo referente a la extrema crueldad de una sociedad no solidaria, que no dispone de mecanismo que humanice las relaciones entre los hombres.

Unamuno es quien sufre la transformación más compleja. Se definió a sí mismo como “hombre de contradicción y pelea”. Pasa del socialismo a un hondo existencialismo, cuando se cuestiona los problemas del alma, la inmortalidad y Dios, conductas morales y religiosas, y, aunque jamás abandona su actitud razonadora ante todo, hay que señalar que en algunos momentos son extremadamente delicados en su evolución ideológica y es necesario tratarlos dentro de su contexto para no deformar cuál fue su temperamento intelectual. Nos estamos refiriendo a que Unamuno abandona su fe racionalista cuando llega a la conclusión de que el socialismo debería ser un sistema de organización de las relaciones interpersonales, algo así como una religión, desposeyendo a esta doctrina de todos sus tintes económicos y políticos. A partir de aquí, su ideología se torna esquiva en cuanto a lo político porque no encuentra en ello los mecanismos que puedan salvar a España, y sólo el cuestionamiento de la realidad personal le resulta atrayente en su quehacer intelectual. Pero el cuestionamiento de la realidad personal le aleja de la realidad común, de esa cosa que él mismo llamó intrahistoria, y ello lo aboca a posiciones menos definidas y más obtusas.

El final de su trayectoria muestra una actitud ambigua con respecto a lo político, y no termina de mostrar con claridad cuál es su postura frente al alzamiento nacional. Parece ser que lo apoyó en un principio, pero cuando entrevió las intenciones y el tipo de ideología que traía consigo el nuevo régimen, se colocó inmediatamente enfrente, y de una manera que deja poco lugar a dudas. Este enfrentamiento le acarreó un arresto domiciliario, durante el cual murió el 31 de Diciembre de 1936.

El factor esencial que determina la evolución ideológica de los autores del 98, es el existencialismo. Su fijación por solucionar los problemas políticos y sociales del momento lleva a los noventayochistas a la reflexión sobre el hombre y su existencia. Algunos encontrarán como respuesta a la angustia vital un marcado catolicismo y un retroceso hacia posiciones socio-políticas más reaccionarias al querer encontrar la esencia del espíritu del país, lo que hace que tomen actitudes neocasticistas.

Casos distintos son los de Valle-Inclán y Antonio Machado, los cuales partiendo de posiciones conservadoras y tradicionales, el primero –se declaró «carlista en literatura»–, o de una ideología moderada identificada con las posturas socio-políticas propias de una clase intelectual orgánica y reformista comandada por los Krausistas, el segundo, evolucionan hacia posturas claramente progresistas, y su conciencia social se va consolidando con una labor crítica estimable. Poco a poco se identificarán con sistemas sociales abiertos en los que tenían cabida actitudes solidarias y comprometidas con la libertad y la igualdad. Decididamente republicanos, demostrarán una y otra vez, desde su labor literaria o desde sus actos, su adhesión a la causa de la libertad, y criticarán, en el espacio literario, cualquier tipo de huida, ya se trate de una huida estética –modernistas– o de una huida teórica y filosófica. Son, en su etapa de madurez, una clara superación de los preceptos literarios e ideológicos de la generación en la que se les incluye.

Quizás no sea, entonces, adecuado hablar de generación del 98 y de modernismo, por lo menos en los términos en que lo hemos hecho hasta ahora en el sentido que es posible decir que las concepciones estéticas y las preocupaciones del 98 son el modernismo español, al margen del dictado de la moda que llevó a algunos poetas a imitar, con mejor o peor fortuna, a Verlaine o a Darío.

4. Estación de destino:Pero no queremos que la reflexión realizada en el presente trabajo quede en un mera formulación teórica que,

por su corta extensión y sus escasas aportaciones documentales, nada aporte al debate. No era nuestra intención hacer un trabajo culturalista e historiográfico sobre el período literario que hemos tratado (1890-1920), sino realizar una nueva disposición de los datos a través de una lectura objetiva de los textos que puedan resultar significativos.

Por ello, a continuación desarrollamos un comentario de texto sobre un poema de pretensiones parnasianas, decididamente esteticista, de Manuel Machado.

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VELAZQUEZL A I N F A N T A M A R G A R I T A

Como una flor clorótica el semblante,que hábil pincel tiñó de leche y fresa, emerge del pomposo guardainfante,entre sus galas cortesanas presa. La mano ámbar de ensueño entre los tulesde la falda desmáyase y sostieneel pañuelo riquísimo, que vienede los ojos atónitos y azules.Italia, Flandes, Portugal... Ponientesol de la gloria, el último destelloen sus mejillas infantiles posa...Y corona no más su augusta frentela dorada ceniza del cabello,que apenas prende un leve lazo rosa.

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El título es una buena forma de empezar a hacer una lectura de este texto, el cual comienza a suscitar la necesidad de realizar una lectura profunda nada más ponerse ante él.

‘Velázquez. La infanta Margarita’. El principio lo que podemos entrever en este título es que M. Machado se ha basado en un cuadro de Velázquez, una obra de arte, para componer su poema, otra obra de arte; de lo que cabe esperar una mera descripción visual de aquello que ve el poeta, o quizás un encadenamiento de sensaciones e impresiones que el poeta ha recibido con la contemplación del cuadro. En el primero de los casos, de confirmarse la primera impresión, cabría definir el poema como parnasiano al más puro estilo modernista. Pero, como veremos más adelante, esto no llega a ser cierto, como es cierto que resulta difícil percibir los rasgos subjetivos que lo adornan.

Dado el carácter del texto que nos ocupa, por mimesis, este comentario podría quedar reducido a una mera enumeración descriptiva de los elementos formales que lo componen. No obstante vamos a intentar no quedarnos en el análisis formalista al que nos invita siempre un texto modernista a causa del viejo tópico que pesa sobre el modernismo acerca de su virtualidad estética y su casi inexistente contenido moral. Según nuestro punto de vista, todo discurso literario, además de estético, es un discurso ideológico, interpretable si lo contextualizamos en el tiempo y en el lugar en el que fue concebido. Dar, pues, una explicación únicamente formalista a este poema sería castrar en lo esencial su sentido último, sería tendencioso y poco ‘científico’.

Hay algo que nos gustaría destacar: el poema es bloque, una estructura prácticamente fotográfica. Posee una unidad casi visual que nos hace tener una sensación palpable de realidad, de una realidad que no deja lugar a interpretaciones de índole romántica. El poeta describe un cuadro, un retrato, y lo recorre desde la cara a las manos para después ascender hasta la cabeza. Nos cuenta exactamente lo que él ve; se trata por lo tanto de un poema de aspiraciones parnasianas, enclavado en una estética y una intención modernista. Vamos a comprobar, a grandes rasgos, esta afirmación estudiando el texto como realidad física con el fin de adscribirlo o no al modernismo literario, verificando si las características formales del poema coinciden con las propias de este movimiento literario. Más tarde podremos hacer un análisis menos objetivo y, por supuesto, más arriesgado.

4.1. Aspectos métricos, fónicos y morfosintácticos:Tras una primera lectura parece claro que nos encontramos ante un soneto: 14 versos endecasílabos

agrupados en dos estrofas de cuatro versos y dos de tres versos encadenados por rimas consonantes. Bien, pues los versos son endecasílabos con rima consonante, y hasta ahí la ortodoxia, porque lo ortodoxo sería que las dos estrofas de cuatro versos fuesen cuartetos con rima idéntica (ABBA / ABBA), y, sin embargo, la primera estrofa es un serventesio (ABAB), y la segunda, que sí es un cuarteto convencional, no coincide en rima con la estrofa anterior como es preceptivo en los sonetos clásicos. De manera que el esquema de las dos primeras estrofas sería (ABAB / CDDC).

Los tercetos encadenados, más flexibles en la distribución de la rima, se inscriben dentro de la ortodoxia, aunque el encadenamiento sólo lo percibimos en la repetición del esquema de la rima (EFG / EFG) y en la presencia de la conjunción copulativa con que comienza el 2º terceto.

El ritmo es desigual, aunque se aprecia una unidad acentual determinada: el primer endecasílabo y cuarto son sáficos, segundo y tercero, heróicos; heroico es el 5º verso y los tres siguientes son melódicos. Los tercetos no muestran regularidad alguna. Estamos, entonces, ante un típico producto del gusto modernista por la experimentación y renovación de las formas métricas clásicas.

En cuanto a la sustancia fónica, no se observa a simple vista y de forma inmediata la gran proliferación de figuras estilísticas de orden fónico que cabe esperar de un texto de estas características, aparte, claro está, de las propias de la rima consonante que el poema tiene. No obstante, si prestamos un poco más de atención podremos comprobar cómo la dominante de algunos sonidos consigue dotar al texto de valores cromáticos de acorde con el tono de lo que el poeta desea expresar en cada momento:

- es curioso, por ejemplo, la abundancia de nasales a lo largo de toda la composición, usadas para conseguir un tono dulzón, melódico y suave, tal vez en consonancia con el motivo infantil que la ocupa (en el texto señaladas con negrita y subrayado).

- es notorio, también, la dosificación de consonantes líquidas (/ l /, / r / y / s /), todas ellas de suaves efectos sonoros, unas veces en posición explosiva (comenzando sílaba), otras en posición trabada (tras consonante) y la mayoría implosivas (cerrando sílaba), y que a continuación se marcan con negrita y cursiva:

Como una flor clorótica el semblante,que hábil pincel tiñó de leche y fresa,

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emerge del pomposo guardainfante,entre sus galas cortesanas presa. La mano ámbar de ensueño entre los tulesde la falda desmáyase y sostieneel pañuelo riquísimo, que viene

de los ojos atónitos y azules.Italia, Flandes, Portugal... Ponientesol de la gloria, el último destelloen sus mejillas infantiles posa...Y corona no más su augusta frentela dorada ceniza del cabello,que apenas prende un leve lazo rosa.

Pero este ritmo se rompe varias veces por la repentina acumulación de interdentales oclusivas sordas (/ t /), sobre todo en la segunda estrofa y en los dos versos iniciales del 1er terceto (‘entre tules’, ‘sostiene’, ‘atónitos’, ‘Italia’, ‘Portugal’, ‘Poniente’, ‘último’, ‘destello’), y dotan a estos pasajes con un ritmo entrecortado y nervioso, apenas soslayado por la presencia, sabiamente distribuida, de sibilantes palatales ( / ñ /, / ch /, / ll / y /y/’tiñó’, ‘leche’, ‘ensueño’, ‘desmáyase’, ‘pañuelo’, ‘destello’, ‘mejillas’, ’cabello’), por los encabalgamientos suavísimos que se observan en el cuarteto y en el primer terceto, ni por la clarísima aliteración de laterales (/ l /) del 1 er terceto y del último verso del poema (‘Italia, Flandes, Portugal... Poniente / sol de la gloria, el último...’; ‘...leve lazo rosa.’ que está claramente emparentada con el famoso verso de Darío ‘Bajo el ala aleve del leve abanico’.), ni siquiera por el ligero hipérbaton (figura expresiva de orden morfosintáctico que afecta a la sustancia fónica) que hay en los 2 primeros versos del cuarteto (‘la mano desmáyase entre los tules de la falda’).

Son estos últimos rasgos, algunos de ellos buscados concienzudamente por el poeta, otros producto del azar de las palabras, los que hacen que, a mi modesto entender, el cuarteto y del 1er terceto sean lo más brillante del soneto desde el punto de vista fónico, sin olvidar por ello que son precisamente los rasgos fonéticos que afectan a todo el poema los que hacen posible que se pueda prescindir de un sistema rítmico acentual ya que consiguen, por sí solos, una composición melódico-rítmica adecuada al tema central y objetivo del poema, la niña, la infanta Margarita.

Morfológicamente destaca el intensivo uso de adjetivos especificativos en la descripción (‘clorótica’, ‘hábil’, ‘pomposo’, ‘cortesanas’, ‘presa’, ‘riquísimo’, ‘atónitos’, ‘azules’, ‘poniente’, ‘último’, ‘infantiles’, ‘augusta’, ‘dorada’, ‘leve’, ‘rosa’); y es destacable porque ninguno de ellos es un epíteto (adjetivo explicativo), todos añaden una noción semántica que no está contenida en el sustantivo, y a pesar de que se distribuya equitativamente la posición antepuesta o postpuesta al sustantivo, ello no indica que alguno cumpla con función explicativa; si acaso, podríamos suponer que las galas son cortesanas, y por tanto, riquísimo el pañuelo, que los ojos eran azules, que las mejillas infantiles ya que tratamos de una niña, y que como tal el lazo había de ser rosa. Y de los restantes, sólo dorada tiene un carácter concreto, frente a los demás, de semántica ciertamente abstracta. A ello habría que añadir los recursos adjetivos que despliega el autor, también especificativos: proposiciones inordinada de relativo (‘...que hábil pincel...’; ‘...que viene...’; ‘...que apenas prende un leve...’); el uso de un Suplemento para caracterizar al núcleo del antecedente

(‘...el semblante que hábil pincel tiñó de leche y fresa...’) antecedente C.D. Sujeto verbo suplemento

Proposición inordinada adjetiva de relativo

el uso de adjetivos con la función de C. Predicativo (‘presa’); el desplazamiento al C. del Nombre de la base semántica del sintagma nominal, dejando que la cualidad se erija en núcleo de dicho sintagma (‘la dorada ceniza del cabello’); o el uso de la aposición que encabeza el cuarteto (‘ámbar de ensueño’). Todos estos recursos expresivos cumplen una misión bien clara: crear una atmósfera impresionista, casi etérea, que le da a la descripción una calidad parecida a la de un cuadro de amplias pinceladas inconexas que componen una imagen descifrable a simple vista del modo clásico, e interpretable en su profundidad si nos acercamos a ver los tintes que la componen, como ya veremos más adelante.

En cuanto a la ordenación sintáctica del texto, pocas cosas parecen ser destacables si hacemos una lectura superficial, salvo, quizás, el asíndeton que salta a los ojos en el primer verso del primer terceto (‘Italia, Flandes, Portugal... Poniente / sol de la gloria,...’). Sin embargo cabe hacer un análisis más

Obsérvense las sinfonías vocálicas que se producen con las vocales tónicas (é-á-á-é) ‘é-ntre sus g-á-las cortes-á-nas pr-é-sa’, y en (e-é-o-i-í-i-o-é-e) ‘e-l pañ-ué-l-o r-i-qu-í-s-i-m-o que v-ié-n-e’.

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pormenorizado que nos permitirá ver la voluntariedad de determinados rasgos que van a afectar al ritmo y al sentido mismo del poema.

Situados sobre el serventesio inicial, tenemos que remontarnos hasta ‘emerge’ para hallar una forma verbal que nos permita ordenar con coherencia el mensaje, y ahí se nos presenta la primera duda: ¿cuál es el sujeto que emerge en esta primera estrofa? A simple vista el sujeto ha de ser ‘el semblante que hábil pincel tiñó de leche y fresa’ que ‘emerge como una flor clorótica del pomposo guardainfante’; sin embargo, ‘presa’ es un adjetivo que hace la función de C. Predicativo, y como tal ha de concordar con un sujeto femenino, y ‘semblante’ no lo es. Hemos de suponer entonces la existencia de un sujeto elíptico ‘Ella’ que ‘emerge’ con el complemento (equívoco C.C.M. que no aclara cómo se realiza la acción de emerger, sino con qué, condición que lo convertiría en un Suplemento) que ha perdido su preposición de enlace (otro asíndeton) ‘con el semblante, que hábil pincel tiñó de leche y fresa, como una flor clorótica del pomposo guardainfante, presa entre sus galas cortesanas’.

Otro problema de ordenación sintáctica lo podemos observar en el cuarteto: un ligero hipérbaton que ya comentamos anteriormente, y que visto con más detenimiento no es más que otra anadiplosis (anástrofe), ya que el vocablo que rige la preposición ‘entre’ es el verbo ‘desmáyase’, habiéndose producido una inversión sintáctica que, en connivencia con el uso un tanto arcaizante del pronombre personal reflexivo postpuesto (enclítico) y la consecución de un vocablo esdrújulo, consigue el tono, entre aristocrático y rancio, que conviene al tema central de la composición y que tanto gustaba a los modernistas.

El mismo fenómeno de ordenación sintáctica lo vemos aparecer en el 1er terceto. El gusto modernista por lo clásico, unido a su brillantez estructural para escapar de lo común y vulgar en la expresión, lleva a M. Machado a colocar el verbo, en esta ocasión ‘posa’, al final de la frase, produciéndose un hipérbaton fácilmente descifrable si reparamos en que el sujeto de tal verbo es ‘el sol poniente de la gloria’.

Todo ello coadyuva a que tengamos sensaciones de reminiscencias clásicas cuando leemos el poema, claramente estetizante, ya que, aparentemente, no hay ningún indicio de contenido socio-político o moral. Innovador y clásico a la vez, el poema parece inscribirse sin discusión en el voluntarismo estético de esta generación finisecular, que se procura una moralidad ambigua y frívola, carente de todo compromiso que no sea con la belleza, una moral estética que los aleja del mundo y los problemas que lo sitian. Pero...

4.2. Análisis semántico:Defendemos desde este modesto comentario que resulta en exceso taxativa la separación que

habitualmente se ha venido haciendo de modernismo literario y generación del 98, arguyendo razones tan endebles como la falta de contenido moral de aquéllos, que se preocupan más de la forma, frente al esteticismo moral de la mayoría de los miembros del 98. Creemos que puede ser válida como etiqueta pedagógica, pero no se sostiene si observamos, primero, que todos los escritores en lengua castellana de finales del siglo pasado son producto de la misma problemática social, una crisis intelectual que tuvo muchas manifestaciones, al decir de J. R. Jiménez, y que parte de un desengaño ante el mundo moderno que ha desplazado los saberes humanísticos al rango de disciplinas no rentables y prescindibles, lo que se une, en el caso de España e Hispanoamérica, a una situación política bastante peculiar (si España pierde hegemonía colonial, los países hispanoamericanos ganan en soberanía nacional, y tanto la una como los otros sufren el imperialismo económico de los EE.UU. que atosigan ya con su influjo en el orden internacional); segundo, que todos ellos usan, de una u otra forma, los recursos expresivos del llamado modernismo, y que éste se eleva a la categoría de lenguaje generacional, apoyado por el simbolismo; y por último, que son diferencias básicamente éticas las que dan el marchamo de modernista o noventayochista a una obra o a un autor, sin tener en cuenta las oscilaciones ideológicas de los escritores, que evolucionan de lo meramente estético hacia lo moral –el propio Darío en Cantos de vida y esperanza–, o simultanean ambos modos de producción –uno de los precursores del modernismo, José Martí, es uno de los grandes ejemplos, por no nombrar a la mayoría de los modernistas españoles–. Lo cierto es que podemos afirmar un carácter ligeramente diferenciador del modernismo español, más trascendente, más melancólico y más sutil –quizás por la conciencia de decadencia de España en el concierto internacional, por la sensación de haber perdido todo el prestigio con la pérdida de las últimas colonias españolas–, y un ejemplo claro de la conciencia y de la inquietud social-nacional de los modernistas españoles la tenemos en el poema que nos ocupa.

Para empezar, el poeta, con templadísima mano, nos pone ante una comparación, en la que el término comparado real está al final del verso, ‘el semblante’ que es como ‘una flor clorótica’. La inversión de los términos comparados provoca que, de alguna manera, la carga semántica mayor recaiga sobre el término Obsérvese que en el verso original se había producido una anadiplosis o anástrofe, una inversión del sintagma preposicional con respecto a la palabra que lo rige (‘entre sus galas cortesanas presa’), y que ello ha hecho posible la ambigüedad sintáctica de esta estrofa.

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con el que se compara al término real, ‘la flor clorótica’. Y cabe hacerse una pregunta: ¿cómo es posible que un poeta parnasiano empiece su descripción por algo tan irreal como el semblante, que es el gesto, lo intangible, lo subjetivo, lo interpretable desde el punto de vista del que lo ve, en vez de por algo sencillamente palpable y comprobable, visible, que no dé lugar a posibles interpretaciones subjetivas? Más, teniendo en cuenta la siguiente reflexión: el semblante, el gesto, es una flor, con todas las connotaciones románticas que ésta tiene y que aluden a la belleza, a la delicadeza y a la suavidad. Pero el adjetivo ‘clorótica’ matiza el significado del sustantivo al que modifica. La clorosis es una enfermedad de la sangre, una especie de anemia, con lo cual, M. Machado está dotando al gesto de la niña con matices que inducen a pensar en lo enfermizo, en la debilidad, que pudiera tener que ver con la palidez de una piel joven y sobreprotegida en las sombras de palacio, o con la degeneración familiar de los Austrias y su política de casamientos entre familiares cercanos por conveniencias políticas. Sin embargo, utiliza todo el segundo verso para adjetivar al semblante, que está teñido con una figura sinestésica que afecta a la sustitución de los colores (rojo y blanco) por sustancias como la fresa y la leche, que afectan al gusto, pero que tienen esos colores por antonomasia. Como por antonomasia, la metonimia ‘hábil pincel’ (no es hábil el pincel sino quien lo maneja), sólo podía referirse a Velázquez, pintor de cámara del cuarto de los Felipes, padre de la infanta Margarita, y objeto del cuadro. No es el color del semblante a lo que se refiere el poeta al nombrar la ‘flor clorótica’ pues el gesto no tiene color, es algo más profundo de connotaciones claramente nocivas, ya que el ‘pincel’ parece engañarnos con su habilidad para ‘teñir’ la realidad, para no ‘pintar’ la realidad. Si no es el color de la cara, ¿qué es lo que Machado quiere poner de manifiesto? Algo mucho más cruel que la mera palidez y que quizás liga con el emerger del rostro de la infanta de un rígido vestido, presa entre unas galas cortesanas que parecen pesarle. Quizás esto cobraría sentido en la supuesta intención del poeta de mostrar en el rostro de la niña la enfermedad que ya afectaba al Imperio español, una anemia, una rigidez en el gesto que resta flexibilidad y naturalidad a sus representantes; y que esa enfermedad pesa en la infanta, a la que le gustaría, quizás y siempre desde la expresión de Machado, liberarse del peso del vestido, escapar del boato y de la rigidez de su responsabilidad, ser sólo la niña que es. Además, la rotundidad del final de la estrofa, que acaba con el adjetivo ‘presa’, parece indicarlo así, y deja en el aire esa sensación de inquietud que siempre provoca en nosotros la imagen de un niño que sufre, bien porque le han puesto unos ropajes excesivos para posar, bien porque está atrapada por la presión de una responsabilidad que no comprende y que afecta al reinado de su padre, tradicionalmente considerado como el comienzo de la decadencia del Imperio, con sus cuatro quiebras y sus consecuentes suspensiones de pagos.

En la segunda estrofa, el cuarteto, lo primero que llama la atención es la aclaración que el poeta hace refiriéndose a la mano de la infanta, mediante una aposición que él coloca entre guiones. No sabemos qué característica quiera denotar el poeta. Por mor del carácter parnasiano del poema debiera ser el color. Y si es el color de la mano lo que el poeta quiere matizar, lo hace con una metáfora muy extraña, ya que el ámbar es una sustancia que se caracteriza por ser dura y marrón, translúcida, que se produce al endurecerse la sabia de algunos árboles. De lo que deducimos que no puede ser el color sino la suave textura del ámbar lo que toma prestado Machado para adjetivar la mano de la infanta. ¡Curioso poema parnasiano éste que describe lo que nadie podría ver en el cuadro! Nadie salvo M. Machado.

Pasa esta segunda estrofa por la descripción de una mano lánguida que la infanta deja caer sobre la falda sosteniendo un pañuelo riquísimo, que según Machado, parece venir de los ojos, a los que modifica con dos adjetivos de carácter bien diverso: que los ojos sean azules es una realidad objetiva, física; pero que estén atónitos es una cualidad pasajera, temporal, y –a vueltas con el subjetivismo– algo interpretable de distinta forma por quien contemple el cuadro. Llama, además, la atención sobre sí este adjetivo por su naturaleza esdrújula, tan cara a los modernistas. ‘La mano desmáyase...’, otro signo de debilidad, de hartazgo en la niña, que según Machado trae la mano desde ‘los ojos atónitos’. Creemos que ese movimiento de la mano que Machado cree ver, y apoyándonos en el significado del adjetivo ‘atónitos’ (espantados o asustados de un hecho o suceso raro), presupone la existencia de llanto en la niña. Está claro que eso M. Machado no puede verlo en el cuadro, ni el movimiento, ni el desmayo de la mano, sin embargo lo da a entender. Es un llanto subjetivo que se produce en la mente del poeta, el llanto de una niña que enjuga sus lágrimas sobre la riqueza de un pañuelo. Pero el pañuelo no parece cumplir esa misión en el cuadro, sino la misma que el ramito de flores que la infanta lleva en la otra mano; es decir, la función de adorno. Pero Machado ve el pañuelo, no las flores. Machado ve el llanto de una genuina representante de la monarquía imperial española; llanto que en la mente del mayor de los Machado coincide con la pérdida de las últimas colonias españolas, Cuba, Puerto Rico y Filipinas. Un llanto que es reforzado por el tono entrecortado al que me refería antes, causado por la acumulación de interdentales

Observad que las palabras clave, desde el punto de vista connotativo, de este poema son, asimismo, esdrújulas: ‘clorótica’, ‘desmáyase’, ‘riquísimo’, ‘atónitos’, y más adelante ‘último’ destello de la gloria.

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oclusivas sordas y por los encabalgamientos suaves que se producen en esta estrofa, imitativos de hipido que se produce con el llanto.

¿Qué produce el llanto de la infanta que tantas reminiscencias modernistas nos trae a la cabeza? Esto, posiblemente nos lo aclare un primer terceto que comienza con la enumeración de territorios que habían pertenecido a la corona española. Enumeración que se suspende con unos lacónicos puntos suspensivos para reiniciarse, en su afán descriptivo, con algo que tampoco llegamos a ver de modo objetivo en el cuadro: el sol poniente de la gloria que posa su último destello en las mejillas infantiles. Ya nos estamos habituando a este modo de operar de M. Machado, que pretende describir como un parnasiano, y se conduce como un simbolista que proyecta su estado anímico, sus preocupaciones morales, sociales y políticas en una composición que no rompe los cauces modernistas, pero que (¡oh, contradicción!) está tan preñada de su preocupación por España como lo pudiera estar cualquiera de los poemas de su hermano, el indiscutido noventayochista, Antonio. Es la angustia de Machado por la pérdida de las últimas colonias la que se ha posado en el rostro de la niña, en esa cara que está en el cuadro, incólume, ignorante de la tragedia que vive su antiguo imperio, testigo mudo de una gloria de la que ya no queda ningún vestigio, salvo ella misma. E incluso, nos atreveríamos a decir, metiéndonos en el siempre esquivo y difícil mundo del psicologismo, que no es casual la eleccción del tema de la composición, y que, voluntaria o involuntariamente, M. Machado ve el cuadro sugestionado por la terrible experiencia del desastre del 98, tras la guerra contra los EE.UU. por la hegemonía comercial en el Mar Caribe; lo describe de esa forma absorbido por la sensación de decadencia nacional, manifiesta en la búsqueda de un indicio de realeza –la corona, que no encuentra– en la cabeza de la niña; sólo ‘un leve lazo rosa’, como en cualquier niña, prende de la metáfora de un cabello que es ‘dorada ceniza’, el esplendor ardido, devastado de la antigua corona.

La experiencia del desastre y su preocupación por España existe; como existe contenido moral en gran parte de su obra y en la de otros, modernistas como él, que no se manifiestan explícitamente, sino a través del arte, porque al fin y al cabo, lo ideológico no puede –ni debe– poner coto a lo artístico, por mucho que cualquier discurso artístico conlleve una posición ideológica intrínseca por afinidad o por rechazo. De hecho, si tenemos en cuenta que entendemos como poema parnasiano aquél en el que el tema permite al autor inhibirse de mostrar la más mínima emoción personal, huir de los excesos exhibicionistas de los románticos, de cualquier matiz intimista, aquéllos en los que se busca una objetivación total para que el texto sea lo que ellos consideran artístico, es decir, aséptico y puro, hemos de entender que este texto sólo cumple con el parnasianismo en la máxima de la elección de una obra de arte para crear otra obra de arte, y en la pretensión –lograda– de crear algo esencialmente bello. El resto, recreación de un cuadro de Velázquez, consciente o inconsciente, en la que pone en juego un credo estético bien definido (el simbolismo modernista), pero también una gran gama de sentimientos y emociones que sólo un español consciente del tiempo que le tocó vivir podía haber sentido.

Recuérdense los versos de Darío: ‘La princesa está triste... ¿qué tendrá la princesa? / Los suspiros se escapan de su boca de fresa, / que ha perdido la risa, que ha perdido el color.’