Comunicación política y democracia mediática La...

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Comunicación política y democracia mediática La mediatización de la democracia en la era de la Sociedad de la Información Rafael Durán Muñoz http://www.campusvirtual.uma.es/cpolit/personal/rdm/rdmunhoz.htm [email protected] Decir de la comunicación que es política supera en la significación del concepto comunicación política la apreciación del tipo de comunicación de que hablamos. Es mucho más que un adjetivo calificando a un sustantivo. No es lo mismo hablar de comunicación política que decir que la comunicación, una comunicación dada, es sobre política. Ciertamente, los programas electorales – y, por extensión, las campañas–, sirvan de ejemplo, son comunicaciones políticas; pero no es a este tipo de fenómeno comunicativo al que se limita el concepto en cuestión. De la misma forma, tampoco puede sostenerse que toda comunicación sea política; en tal caso, y aun aceptando la máxima aristotélica de que el hombre es un animal político, un zoon politikón, el adjetivo sería innecesario por redundante. No lo es. La comunicación política es el flujo de informaciones entre gobernantes y gobernados en tanto que tales, lo que incluye las características de aquel y los canales a través de los cuales tiene lugar. Hoy por hoy, la comunicación política alude a la medida en que difícilmente puede entenderse la política sin los medios de comunicación de masas. Hoy, la sociedad es la Sociedad de la Información. Quiere decirse con ello que se ha generalizado el uso de la microelectrónica, de la tecnología de las telecomunicaciones y de las redes de información (la sociedad en toda su complejidad se ha informatizado), así como implica tal transformación, en segundo lugar, que los flujos de información han experimentado un proceso de mundialización o globalización. La información llega a todas partes –aunque no a todas las personas–, al mismo tiempo y aun en tiempo real; se ha producido, más bien, se camina hacia una suerte de desaparición de las fronteras espacial y temporal. En tercer lugar, la información ha dejado de ser un elemento más de la sociedad para convertirse su generación, procesamiento y transmisión en “fuentes fundamentales de la productividad y el poder” (Castells, 1999c, 47). Interesa resaltar al respecto, habida cuenta del objeto de nuestro estudio y en palabras de Melucci, cómo la sociedad de hoy se caracteriza porque en ella “cobran forma nuevas formas de poder y de dominación precisamente mediante el control del lenguaje científico, de la información y de los medios de comunicación de masas. El monopolio sobre el sentido de la comunicación es un modo de suprimir el punto de vista de los otros” (2001, 53; vide ítem Casquette, 2001, esp.14-17). Escaparate y espejo a un tiempo, los medios de comunicación –también ellos, todos, presentes en internet– se han convertido en la fuente de información de referencia e ineludible. En

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Comunicación política y democracia mediática

La mediatización de la democracia en la era de la Sociedad de la Información

Rafael Durán Muñoz http://www.campusvirtual.uma.es/cpolit/personal/rdm/rdmunhoz.htm

[email protected]

Decir de la comunicación que es política supera en la significación del concepto comunicación

política la apreciación del tipo de comunicación de que hablamos. Es mucho más que un adjetivo

calificando a un sustantivo. No es lo mismo hablar de comunicación política que decir que la

comunicación, una comunicación dada, es sobre política. Ciertamente, los programas electorales –

y, por extensión, las campañas–, sirvan de ejemplo, son comunicaciones políticas; pero no es a este

tipo de fenómeno comunicativo al que se limita el concepto en cuestión. De la misma forma,

tampoco puede sostenerse que toda comunicación sea política; en tal caso, y aun aceptando la

máxima aristotélica de que el hombre es un animal político, un zoon politikón, el adjetivo sería

innecesario por redundante. No lo es. La comunicación política es el flujo de informaciones entre

gobernantes y gobernados en tanto que tales, lo que incluye las características de aquel y los

canales a través de los cuales tiene lugar. Hoy por hoy, la comunicación política alude a la medida

en que difícilmente puede entenderse la política sin los medios de comunicación de masas.

Hoy, la sociedad es la Sociedad de la Información. Quiere decirse con ello que se ha

generalizado el uso de la microelectrónica, de la tecnología de las telecomunicaciones y de las

redes de información (la sociedad en toda su complejidad se ha informatizado), así como implica

tal transformación, en segundo lugar, que los flujos de información han experimentado un proceso

de mundialización o globalización. La información llega a todas partes –aunque no a todas las

personas–, al mismo tiempo y aun en tiempo real; se ha producido, más bien, se camina hacia una

suerte de desaparición de las fronteras espacial y temporal. En tercer lugar, la información ha

dejado de ser un elemento más de la sociedad para convertirse su generación, procesamiento y

transmisión en “fuentes fundamentales de la productividad y el poder” (Castells, 1999c, 47).

Interesa resaltar al respecto, habida cuenta del objeto de nuestro estudio y en palabras de Melucci,

cómo la sociedad de hoy se caracteriza porque en ella

“cobran forma nuevas formas de poder y de dominación precisamente mediante el control del lenguaje científico, de la información y de los medios de comunicación de masas. El monopolio sobre el sentido de la comunicación es un modo de suprimir el punto de vista de los otros” (2001, 53; vide ítem Casquette, 2001, esp.14-17).

Escaparate y espejo a un tiempo, los medios de comunicación –también ellos, todos,

presentes en internet– se han convertido en la fuente de información de referencia e ineludible. En

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su balance sobre el último cuarto del siglo XX, el filósofo italiano Gianni Vattimo concluye que “el

elemento más determinante (...) ha sido precisamente la difusión de los medios de comunicación”

(2001), fenómeno al que denomina “mediatización global” (ídem), y fruto del cual vivimos en un

“mundo globalmente mediatizado” (íd.). En fin, de ellos ha dicho Fernando Vallespín que la huida

de su influencia es imposible, porque “quien trata de escaparse de ellos se los vuelve a encontrar

reflejados en la opinión y en la visión del mundo de los demás” (2000, 191).

La constatación de la importancia de los medios de comunicación para entender también la

política no implica que el poder mediático haya venido a sustituir al político. La política no ha sido

sustituida por la comunicación mediática. Lo que ha ocurrido es que la política, en la Sociedad de

la Información a cuyo proceso de conformación asistimos (vide Castells, 1999b), se sirve y aun

necesita de los medios para interrelacionar tanto vertical como horizontalmente a sus actores. La

política es comunicación, y hoy por hoy se comunica, se informa, se desinforma y aun se

subinforma y sobreinforma; se influye y se persuade; se crea y se recrea la opinión pública (tanto la

coyuntural como la estructural o cultura política), a través de los medios de comunicación de

masas. Los medios de comunicación se han convertido en el espacio privilegiado de la política; en

otros términos, “la comunicación y la información políticas han quedado capturadas en el espacio

de los medios” (Castells, 1999a, 344).

Siendo la democracia representativa el régimen político realizado menos malo por

excelencia, el concepto comunicación política alude, pues, a la medida en que nuestra democracia,

por mor de su mediatización, ha devenido o deviene democracia mediática1. Compleja como

realidad y reciente en tanto que objeto de estudio científico-social, a la comunicación política se

producen aproximaciones desde múltiples disciplinas, así como desde múltiples áreas

subdisciplinares de una misma disciplina, y aun no falta quien la postula una disciplina en sí

misma. La perspectiva desde la que nos aproximamos aquí a la profunda y compleja

transformación conjunta de las lógicas política y mediática pretende ser, al tiempo que

necesariamente sintética, esencialmente politológica.

Dos precisiones conceptuales se hacen obligadas en este punto a fin de esclarecer lo que se

entiende por política y por opinión pública. Política es todo proceso de conflicto y de cooperación,

toda actividad a través de la cual los individuos y los grupos humanos se organizan, toman

decisiones y actúan desde o sobre las instituciones estatales a fin de regular la convivencia –un

“status vivendi amplio y global” (Heller, 1996[1934], 76)– y de obtener la satisfacción de sus

reivindicaciones. No sólo consiste, pues, en la toma y ejecución de decisiones, en el ejercicio de lo

que Aranguren denominara “poder funcionalmente especializado” (1985, 198); la política consiste,

1 Ciertamente, puede hablarse también de la comunicación política en los países con regímenes no

democráticos, en los que experimentan procesos de transición a la democracia y aun en aquellos cuyo régimen es democrático desde un punto de vista estrictamente formal. Pero no es objeto del presente trabajo.

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igualmente, en la influencia sobre ese poder, sobre los que han de tomar las decisiones, así como es

político todo comportamiento, en fin, que tienda a alterar –en el sentido de reorganizar– el status

vivendi. Implica, pues, reconocer la bidireccionalidad de las relaciones ciudadanos-representantes

políticos.

La noción “opinión pública” se acuña en la segunda mitad del siglo XVIII, a partir de la

francesa opinion publique. Casi por la misma época surge public opinion en Inglaterra, donde hacía

tiempo que se hablaba ya de general opinion. Con anterioridad, desde finales del siglo XVII, era el

término inglés publicity, derivado del francés publicité, el que se utilizaba más comúnmente

(Habermas, 1986, 64). Siguiendo a Monzón, la opinión pública es “la discusión y expresión de los

puntos de vista del público (o los públicos) sobre los asuntos de interés general, dirigidos al resto

de la sociedad y, sobre todo, al poder” (1987, 137). No es el público el conjunto de la ciudadanía,

sino aquella parte de la misma, variable, que, al actuar como personas privadas, hacen

manifestación pública de su preocupación por (o parecer sobre) determinados asuntos públicos,

esto es, de interés general (vide ídem, 143 ss.). La manifestación de esa determinada distribución y

orientación de las opiniones individuales en el seno de una comunidad es una reacción a elementos

circunstanciales de la política –hechos, propuestas, personajes, etc.– que surgen en el día a día

político y que son difundidos a través del sistema comunicativo.

Un fenómeno, pues, que cambia, acentuadamente dinámico, y –no sólo por ello–

difícilmente aprehensible. Puede la opinión pública manifestarse tanto abierta y explícitamente, a

través de comportamientos mensurables –siempre susceptibles de interpretaciones varias–, como

silenciosamente, vía resultado de las encuestas y sondeos. Un fenómeno, en fin, insoslayable y

crucial. Como ha indicado Sampedro, “[a]l igual que «el pueblo», otro concepto central de la

democracia, la opinión pública no tiene rostro ni voz. Pero a quien ejerza el poder –concluye– más

le vale tenerla en cuenta, porque sólo su apoyo o consentimiento le permitirán conservarlo” (2000,

12).

Opinión pública y democracia liberal

Desde sus orígenes, el régimen representativo moderno es, en palabras de Sartori, “un sistema de

gobierno guiado y controlado por la opinión de los gobernados” (1998, 69). Esa opinión, la pública,

se manifiesta tanto en el momento de elegir a los representantes como a lo largo del período de

ejercicio del poder político que se le confiere a través de las urnas. Dicho en otros términos, los

representantes lo son en la medida en que así lo autorizamos al elegirlos y toda vez que el

Parlamento deviene una transcripción miniaturizada del complejo pluralismo social, esto es, refleja

la constelación de las corrientes de opinión de la sociedad, y puede ser considerado expresión de

esa sociedad a pequeña escala. A fin de garantizar que el régimen representativo se adecuara a las

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exigencias del “régimen de opinión” a que también aludieran los liberales decimonónicos, la

publicidad de las sesiones parlamentarias (tanto de las discusiones como de las votaciones) devino

un instrumento indispensable y jurídicamente garantizado. La opinión del Parlamento es pública y

representativa; los argumentos en él aducidos son públicos o del público en la medida en que

quienes los sostienen apelan al “público racionante” para legitimar sus postulados ante semejante

tribuna (Habermas, 1986, 94)

La representación implica, en tercer lugar, que las autoridades se han de hacer eco a lo

largo de todo su mandato de la opinión que la ciudadanía le haga pública. E implica la

representación que tal opinión pueda publicitarse, es decir, que pueda hacerse pública. De ahí que,

frente al dogmatismo teocéntrico medieval –que pervive durante el absolutismo monárquico–, y

con origen en la necesidad de tolerancia que imponen las guerras de religión del siglo XVI

(recuérdense a Les Politiques), fueran principios consustanciales a la formulación liberal clásica y

pilares fundamentales del Estado liberal desde sus inicios la libertad de conciencia y la libertad de

expresión, directamente ligadas a la libertad de imprenta, y, conformando las tres, la libertad de

opinión. Así se viene plasmando en los textos constitucionales de los nuevos regímenes políticos a

que nos referimos desde la Declaración de Derechos de Virginia, de 1776, la francesa Declaración

de Derechos del Hombre y del Ciudadano, de 1789, y la Primera Enmienda a la Constitución

Americana, en 1791, precisamente para garantizar la libertad de prensa.

Como ha indicado Adhikari, con independencia de que sea más apropiado hablar en la

actualidad de medios de comunicación que de prensa, “la existencia o ausencia de libertad de

prensa sigue marcando un punto crítico que diferencia una democracia de un régimen autoritario”

(2000, 57). Para el liberalismo, la prensa es un instrumento válido y deseable para mediar entre las

instituciones y autoridades estatales y las diversas corrientes de opinión; permite el conocimiento

recíproco de las decisiones y pareceres de unas y otras. En segundo lugar, y respondiendo a la

preocupación liberal por garantizar tanto la transparencia y responsabilidad de las acciones

gubernamentales como su sometimiento a controles, cumple también la prensa la función de crítica

política. A ello se refirió Jefferson al afirmar que prefería “periódicos sin gobierno a gobierno sin

periódicos”. Obviamente, el planteamiento liberal clásico no concebía la crítica arbitraria y sectaria

–de la que nos ocuparemos más abajo–, sino la crítica de la arbitrariedad y el sectarismo de la

acción política institucional, de tal manera que, vigilándose ésta, se defendieran las aspiraciones de

la nación, manifestadas como opinión pública.

La prensa, tribuna de y para la opinión pública

La naturaleza de la relación entre Estado y sociedad, entre representantes y representados en los

regímenes democráticos se ha ido transformando a lo largo de los siglos XIX y XX. De acuerdo

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con lo que Manin ha denominado “metamorfosis del gobierno representativo” (1998, cap.6), habría

pasado éste del “parlamentarismo” a la “democracia de partidos”, y de ésta a la actual forma de

gobierno, a la que se refiere como “democracia de audiencia” (vide ítem Mancini, 1995). No

habiendo dejado de actuar el principio de libertad de opinión pública en cada una de esas formas, la

naturaleza de los canales de la comunicación pública sí que ha experimentado una metamorfosis

paralela e íntimamente ligada a la antes referida, de tal manera que a la prensa liberal le habría

sucedido la partidista, hoy por hoy superada, no ya por la prensa de posguerra, sino muy

particularmente por la propia de la Sociedad de la Información (vide fig.1).

Fig.1

Partidos Gobierno

representativo

Prensa

Partidos de notables Parlamentarismo Prensa liberal

Partidos de masas Prensa partidista

Democracia de partidos

Catch-all parties Prensa de posguerra

Democracia de audiencia

Sociedad de la Información

La segunda mitad del siglo XVII conoce en Europa la publicación periódica de

informaciones. Aquella prensa, sin embargo, es básicamente controlada, cuando no incluso dirigida

por el poder estatal. Concebidos instrumentalmente, para servir los intereses de la Administración,

los periódicos impresos devienen hojas oficiales a través de los cuales conocen los súbditos de las

últimas órdenes, disposiciones y licitaciones reales, al tiempo que se les informaba acerca de los

precios más importantes de los productos propios e importados, de las cotizaciones de bolsa, sobre

noticias de tráfico comercial, sobre el nivel del agua, etc., además de darles conocimiento de las

idas y venidas reales, sobre la llegada de personalidades extranjeras, fiestas, solemnidades de la

Corte, nombramientos, etc. El público, entonces, no es sino el receptor de un mensaje, que se

transmite unidireccionalmente y de acuerdo con una concepción de la política y de las relaciones

sociedad-Estado a la que es ajena la libertad de expresión y aun de conciencia.

Ahora bien: concibiéndose al público como el conjunto de los súbditos, sólo se hace eco

del mensaje oficial transmitido a través de la prensa el público lector, esto es, instruido o ilustrado.

Se trata precisamente de la nueva clase social emergente, ostentadora del poder económico y que,

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enfrentada al poder político, tiene un proyecto alternativo y revolucionario de institucionalización

de las relaciones sociedad-Estado. La prensa, para ellos, es el instrumento a través del cual hacerle

llegar a las autoridades políticas la opinión del público. Se convierte, así, en tribuna de la opinión

pública. Tal y como nos recuerda Habermas, fue en Inglaterra a finales del primer cuarto del siglo

XVIII, habida cuenta de su temprana incorporación a la historia del parlamentarismo y de su

también temprana y paralela abolición o relajación de la censura, donde “la prensa se convierte por

vez primera y de un modo propio en el órgano crítico [y de control político] de un público

políticamente racionante, se convierte en forth Estate, en «cuarto poder»“ (1986, 97; vide ídem

53 ss.).

La opinión pública ejerció presiones a través de la tribuna periodística sobre los distintos

Parlamentos y ejecutivos durante la primera forma de gobierno representativo, y los forzaron a la

discusión de temas que ni habían sido planteados en las campañas electorales ni serían

solucionados por los resultados de los comicios. Tales temas y presiones conllevaban la aparición

de fracturas entre los parlamentarios que no siempre eran coincidentes con las fracturas electorales

y partidistas. De la misma forma, tampoco era extraño atender a situaciones en las cuales las dos

opiniones enfrentadas eran la pública y la parlamentaria. Si las primeras fracturas referidas

obedecen al hecho de que las elecciones seleccionaban a individuos fundamentalmente por la

confianza personal que inspiraban –y no tanto por el partido por el cual se presentaban–, la segunda

tenía su razón de ser en el carácter restringido del derecho de sufragio, y eran entonces

precisamente los excluidos del mismo los que, bajo la forma de movimientos sociales,

conformaban la opinión pública.

La misma situación económica que lleva entonces a las masas (excluidas de la

participación política institucionalizada) a organizarse y movilizarse por la satisfacción de sus

demandas, les impide también alcanzar la instrucción necesaria como para participar al modo y

nivel del lector burgués de periódicos. Por motivos estrictamente comerciales, deudores de una

lógica maximizadora de beneficios, se observa en el desarrollo del periodismo decimonónico una

evolución –no única, pero sí destacada– hacia el sensacionalismo y la despolitización del contenido

que, pareja a la introducción de cuantiosas ilustraciones y de anuncios publicitarios –con la

consiguiente bajada de los precios de venta–, garantizaría el consumo masivo (vide ídem, 18.).

Mucho más importante desde el punto de vista de la comunicación política, sin embargo, es la

transformación de los partidos, hasta entonces de notables, de cuadros o electorales, en partidos de

masas o de integración (democrática). Se trata de partidos que van a organizar, no ya la

competencia electoral, sino incluso la expresión de la, su opinión pública, con independencia de

que el momento político sea o no electoral.

Los partidos de masas por antonomasia son los socialdemócratas, de clase, junto con los

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confesionales, ambos europeos. Son partidos que facilitan y potencian una estrecha y continua unión

extraparlamentaria entre los dirigentes y los afiliados, y, a través de estos, con el grupo social de

referencia. Partidos “de la cuna a la tumba”, al tiempo que ayudan y prestan múltiples servicios a sus

afiliados y militantes –asistenciales, jurídicos, etc.–, llevan a cabo una labor de concienciación,

información e instrucción de sus miembros de acuerdo con su particular ideología, esto es, de acuerdo

con su particular visión del mundo y de su futuro. Elementos destacados de su estructura orgánica son

tanto las instituciones por medio de las cuales luchan contra el analfabetismo y difunden la cultura

intelectual entre sus miembros como las publicaciones periódicas (en especial, el órgano del partido)

a través de las cuales tienen conocimiento de cuanto sucede de interés en el mundo, con

independencia de que existía también un periodismo de opinión o de redacción, a su vez

estrechamente ligado tanto ideológica como personalmente a determinados partidos. Lejos de ser

meros órganos “de transporte de información” (ídem, 211), se trata de diarios “portadores y guías de

la opinión pública, medios de lucha de la política partidista” (Bücher, 1917, 257, en Habermas, 1986,

210).

Se opera, así, un cambio sustancial con respecto al parlamentarismo. La elección de

representantes y la expresión de la opinión pública ya no difiere en sus objetivos, como las

opciones de aquellos no difieren necesariamente de las preferencias de ésta. Con la introducción

del sufragio universal y el advenimiento de la democracia de partidos, la división o divisiones de la

opinión pública vienen a coincidir con la división o divisiones electorales; en otros términos, “las

voces parlamentaria y extraparlamentaria coinciden, pero hay más de un bando” (Manin, 1998,

264), dos, al menos: la del partido con mayoría parlamentaria, que gobierna, y la del partido de la

oposición. Tal y como indica Manin, “[s]e pueden expresar (...) opiniones diferentes de las de los

gobernantes, aunque, tanto en la mayoría como en la oposición, los ciudadanos corrientes no

pueden articular opiniones fuera del control de sus dirigentes. En la democracia de partidos –

prosigue– la libertad de opinión pública adopta la forma de libertad de oposición” (ídem).

Los medios de comunicación de masas, y ya no sólo la prensa escrita, son un referente

ineludible en toda explicación del cambio experimentado por los partidos políticos en las cuatro

últimas décadas. La opinión pública y el papel de la prensa como tribuna vuelven a experimentar

una transformación histórica en paralelo a –e íntimamente relacionada con– la transformación de

los partidos políticos y, más tardíamente, del gobierno representativo. En su análisis del catch-all

party, Kirchheimer (1985 [1965]) ha observado cómo, en líneas generales, los partidos políticos

europeos se han ido adaptando a las condiciones contemporáneas de difusión de orientaciones cada

vez más laicas, de consumo de masas, de desdibujamiento de las líneas de división de clase y de

desideologización (con el consiguiente decrecimiento del número de personas que se identifican de

una manera plena con los partidos políticos) mediante su propia mercantilización: surgida la

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incertidumbre en el escenario electoral, su imprevisibilidad, como consecuencia de la creciente

importancia de la volatilidad, han pasado de ser partidos de integración de determinados grupos

sociales en la vida política a ofrecerse como un artículo de consumo (electoral) de masas. La forma

de gobierno representativo ha seguido siendo la democracia de partidos a lo largo de la segunda

mitad del siglo XX; han cambiado, empero, los partidos que vertebran la representación.

Su auto-promoción con tácticas de marketing comercial, la importancia adquirida por la

propaganda, y la consideración estratégica de los medios de comunicación por parte de los partidos

constituyen la nueva forma mediante la cual se dirigen a la ciudadanía, ora desde el ejercicio del

gobierno ora de la oposición, en un afán tanto por hacer coincidir la opinión pública –toda ella– con

la propia como por convencer de que su opinión coincide con la pública en tanto que demoscópica.

En términos habermasianos, si originariamente “la publicidad garantizaba la conexión del

raciocinio público tanto con la fundamentación legislativa del dominio como también con la visión

crítica de su ejercicio (...)[,] ha ido posibilitando la verdadera ambivalencia que es el dominio del

dominio de la opinión no pública: la publicidad es funcional tanto a la manipulación del público

como a la legitimación ante él. La publicidad crítica –concluye– es desplazada por la publicidad

manipuladora” (Habermas, 1986, 205). Los partidos intervienen, pues, para que la mediatización de

la opinión pública les sea favorable.

No se trata sólo de que los partidos utilicen los medios de comunicación de otra forma.

Fundamentalmente, lo que ha ocurrido es que éstos han forzado a aquéllos a actuar preferentemente

como no lo venían haciendo. Como nos recuerda Panebianco (1990), de la misma manera que a la

transformación de los sistemas de estratificación social y de las actitudes de los distintos colectivos,

también han tenido que adaptarse los partidos políticos al cambio tecnológico, a la reestructuración

del campo de la comunicación política que ha supuesto el impacto de los mass media –en

particular, de la televisión2–. De ahí la creciente importancia de los técnicos de la comunicación en

sentido estricto (los expertos en sondeos, los asesores de imagen y otros especialistas en la lógica

mediática y, por lo tanto, en el uso de los medios, incluidos los tertulianos a sueldo) para el

funcionamiento de los partidos.

2 Sirviéndose de la terminología mcluhaniana (McLuhan, 1964), Castells se ha referido a la

importancia de la televisión sobre el resto de medios de comunicación a partir de su difusión en las tres décadas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial (en tiempos diferentes y con una intensidad variable según los países) afirmando que “creó una nueva galaxia de comunicación” (1999c, 362). Al margen de los datos relativos a la audiencia, el poder real de la televisión es que “crea el marco para todos los procesos que se pretenden comunicar a la sociedad en general” (ídem, 368), cualquiera que sea el subsistema en que pensemos (económico, político, cultural, etc.). La televisión, concluye, “formula el lenguaje de la comunicación” (ídem). Cabe añadir que, desde un punto de vista cuantitativo, si en diciembre de 1959 los periódicos eran la principal fuente de noticias en los Estados Unidos (57% de los encuestados), seguidos de la televisión (51%) y la radio (34%), en 1992 la situación era otra, de tal manera que la televisión resultaba ser la principal fuente (69%), seguida de los periódicos (43%) y la radio (16%) (en Castells, 1999a, cuadro 6.1; vide para España, v.gr., Gunther et al., 1999).

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El proceso ha acabado afectando a la representación de tal manera que Manin observa una

transformación de la democracia de partidos en lo que él denomina democracia de audiencia, el

“gobierno de los expertos en medios” (1998, 269). Así como los medios de comunicación de masas

han venido a sustituir al partido como intermediario directo y constante entre la sociedad y el

Estado, por una parte, y, por otra, entre los candidatos o representantes del partido y su electorado,

igualmente se ha intensificado la sustitución de los activistas políticos y de los burócratas del

partido por expertos en comunicación. Una dictadura en la sombra, estos expertos les dicen a los

cargos públicos y demás políticos profesionales, no ya de qué temas deben hablar, sino cómo deben

presentarlos o cómo deben actuar, y cómo no deben hacerlo. Allí donde los programas políticos de

los partidos pierden concreción y donde gobierno y oposición, representantes ambos, se enfrentan a

procesos políticos impredecibles; y allí donde las clientelas electorales de los partidos se reducen

sustancial y significativamente, y la dimensión reactiva del voto (el voto como respuesta a

estímulos) predomina sobre la expresiva (el voto como expresión), allí, aquí, en las democracias

vigentes, “el electorado aparece, sobre todo, como una audiencia que responde a los términos que

se le presentan en el escenario político” (ídem, 273; vide ídem, 267 ss.).

Democracia mediática globalizada

Siendo el momento electoral esencial a todo gobierno representativo, entiendo, sin embargo, que no

es el electorado, sino la ciudadanía, a lo largo de toda la legislatura, la que deviene audiencia a la

que se dirigen los partidos políticos a través de los medios de comunicación de masas para ganar su

beneplácito, para persuadirlos. De la misma forma, y coherentemente con la concepción de política

de la que partíamos, tampoco la actividad política de los ciudadanos se reduce a la emisión del

voto, como no se reduce, ni siquiera sustancialmente, a la expresión de opiniones políticas que

recogen los sondeos de opinión. También contrariamente a lo que parece sostener Manin, estos

canales de comunicación pública no son sólo instrumentos neutros de los que se sirven los partidos

(o sus dirigentes) en tanto que escenario en el que “proponen los términos de la opción” a “quienes

optan” (ídem, 276) o, de acuerdo con el discurso schumpeteriano que Manin recupera, a través del

cual manufacturan la voluntad del público (Schumpeter, 1975, 263, en Manin, 1998, 276).

La imbricación de los medios de comunicación de masas en el proceso político, con la

consiguiente redefinición de la comunicación política, es mucho más compleja; es

multidimensional y es bidireccional (vide fig.2). Aun más, el lugar que ocupan los mass media en

el sistema político ha pasado a ser central. Han devenido los intermediarios entre la ciudadanía y el

mundo profesional de la política, partidos incluidos, en tanto que productores y lugar de consumo

de los flujos de información, que son la base de la formación de la opinión pública, el voto y la

toma de decisiones políticas. De ahí que entienda que el gobierno representativo actual, sin haber

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dejado de ser en gran medida una democracia de partidos, haya devenido, más que de audiencia,

una democracia mediática; esto es, con un significativo componente mediático. Veámoslo.

Fig.2. Flujos de comunicación política (información y presión)

en la democracia mediática

Instrumentación política de los medios

Partidos políticos y gobiernos dependen de los medios de comunicación para hacer llegar a la

ciudadanía sus propuestas y sus actuaciones, así como le hacen llegar sus interpretaciones tanto de

acontecimientos y datos como de las propuestas y actuaciones ajenas y contendientes en la arena

política a fin de modificar las expectativas públicas a su favor. En tal sentido, los medios de

comunicación devienen el instrumento que se hace eco de su existencia, el espacio cuya mediación

instrumentan permanentemente partidos políticos, autoridades e instituciones, gobierno y

oposición, para acceder al público e intentar conformar su opinión (establecerla o invertirla) y aun

encauzar el sentido de su comportamiento político, sea éste electoral o de otra índole. La relación

con los medios es permanente, y se caracteriza por la retroalimentación; esto es, así como a través

de las encuestas y sondeos de opinión, también en los medios de comunicación encuentran los

políticos la respuesta, mejor, la reacción a sus propuestas, decisiones y actuaciones, en función de

la cual vuelven a comportarse estratégica y mediáticamente. Las propias encuestas han pasado a

estar presentes con relativa frecuencia en los informativos y en la prensa escrita, y aun son los

propios medios los que las encargan, al tiempo que recogen una opinión y un sentir en cuya

formación intervienen, de nuevo, los medios de comunicación masiva.

En última instancia, devienen los media el espejo en el que se miran los políticos para ser

vistos. De ahí, por ejemplo, la relevancia adquirida por las filtraciones y las contrafiltraciones de

información –con independencia de su veracidad–, las ruedas de prensa y otros actos sin más

público que los periodistas desplazados para cubrirlos, la preparación de textos concretos para los

momentos en que los políticos son advertidos de que están en directo (particularmente, a lo largo

de un mitin electoral), los esfuerzos organizativos para garantizar la presencia de un público

aclamador en determinados actos del partido de que se trate, la preocupación permanente por

Actores

políticos

institucionales

Medios de

comunicación

Ciudadanía

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Rafael Durán Muñoz 11

ofrecer a los medios reacciones a toda declaración del oponente político que pueda desequilibrar las

respectivas presencias e impactos mediáticos, la escenificación de encuentros y desencuentros

políticos, la publicitación de una misma medida gubernamental en distintos foros y momentos, la

adopción de iniciativas y/o reformas legales llamativas al calor de los acontecimientos3, la

programación de eventos en función de los horarios televisivos (acciones bélicas incluidas)4, o la

contraprogramación de actos políticos con los que restarle tiempo mediático al oponente, al crítico,

a la vez que se neutraliza el impacto que podría derivarse ora de su protesta ora de su propuesta. El

público que interesa en la dramatización política ya no es primordialmente el real o tangible, sino el

virtual, que es masivo: el público lector de periódicos, el público radioyente y, sobre todo, el

público espectador televisivo5, el público al que se pretende persuadir y/o confundir, manipular

(vide Martín, 2002).

Mediatización de las agendas pública y política

Ahora bien, no es menos cierto que también se da la situación inversa: los medios de comunicación

han pasado igualmente a conformar la agenda política de los partidos y representantes de la

ciudadanía; en particular, de los gobiernos y sus apoyos parlamentarios. La autonomía decisional

de los políticos tampoco es plena con respecto a los medios de comunicación, toda vez que

conjugan éstos a un tiempo su carácter instrumental de actores concretos (gobierno y oposición)

con ser ellos mismos un actor más en el proceso político (vide Graber, 1995). Parafraseando a

Mancini, los medios de comunicación han dejado de ser meros “canales” o “instrumentos”, como

los periodistas han superado la fase de simples “taquígrafos” (1995, 153-55). En el régimen de

poliarquía, continúa más adelante Mancini, “también los medios de comunicación de masas son

sujetos que compiten con los otros para la adopción de opciones que interesen a toda la

comunidad” (ídem, 157).

La relevancia política de las decisiones y acontecimientos de que dan cuenta los medios de

comunicación no suele venir marcada por la sustancia de los mismos, como tampoco por la

voluntad de sus protagonistas, de sus críticos o de cualquier otro actor. Son los medios (emitiendo

por radio y televisión y actualizando las ediciones on-line veinticuatro horas al día) los que

3 Fue particularmente recurrida por los gobiernos conservadores en España durante la legislatura 2000-

2004, y alcanzó su punto álgido con la aprobación de una reforma del Código Penal en diciembre de 2003 por la que podría condenarse con pena de cárcel al Presidente de la Comunidad Autónoma Vasca y al Presidente de su Parlamento en el contexto de la propuesta de aquél de reformar el Estatuto de Autonomía.

4 Recuérdense los bombardeos de la Guerra del Golfo contra Irak (1991) o el desembarco de las tropas norteamericanas en Somalia en 1992. Ambos acontecimientos tuvieron lugar en horario de máxima audiencia estadounidense y fueron retransmitidos en directo por la CNN.

5 Piénsese, al respecto, en la amplitud del impacto de la emisión del vídeo que grabara Osama Bin Laden, el mismo día en que se iniciaban los bombardeos sobre Afganistán con motivo de los atentados terroristas contra Estados Unidos del 11 de septiembre de 2001.

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Comunicación política y democracia mediática 12

establecen el orden del día, ora internacional ora nacional, regional o local; son los medios los que,

en función de razones tanto profesionales como económicas, sin descartar las políticas, determinan

la relevancia de lo que para ellos es, no es o deja de ser a partir de un determinado momento

noticia, como determinan la notoriedad de los propios políticos y aun de sus partidos.

Por todo ello, son los actores políticos institucionales, sean o no gubernamentales, los que

frecuentemente se ven obligados a pronunciarse y a actuar al ritmo que marcan los media; en el

caso de la televisión, al ritmo que marcan sus espacios informativos6. Casos paradigmáticos de la

medida en que tal función puede afectar positivamente a todo proceso político, y, en última

instancia, al propio funcionamiento de una democracia, son las campañas de los medios

estadounidenses durante la crisis del Watergate y, en los años noventa, el apoyo de la mayoría de

los italianos a la campaña judicial anticorrupción. Desde un punto de vista positivo, pues, los

medios devienen una suerte de Cuarto Poder, efectivo aunque no institucional, que vigila, denuncia

y, en tal sentido, controla tanto a los tres clásicos e institucionales como a las presiones ilegales o

ilegítimas de que puedan ser objeto, al tiempo que los insta a proceder en una determinada

dirección. Swanson nos recuerda cómo, asimismo, los “medios independientes” británicos y

estadounidenses vienen esforzándose por “descubrir los esfuerzos de manipulación de la

información por parte de los políticos, con la esperanza de hacer así menos efectiva la

manipulación” (1995, pág.17). De esta manera, el cuarto poder es aquel que encarece o eleva el

coste de guardar silencio sobre o practicar comportamientos reprobables. Cabría añadir que, al

tiempo que fiscalizan acciones impropias, fuerzan los medios de comunicación acciones debidas.

Coincide ésa con la imagen que construyen de sí mismos los medios (vide Ortega y

Humanes, 2000; Uriarte, 2000). Ahora bien, desde un punto de vista negativo, se constata

igualmente cómo no se trata tanto (ni sólo) de que los medios de comunicación nos digan qué

tenemos que pensar, o se esfuercen por hacerlo, sino también, y en primer lugar, sobre qué hemos

de pensar preferentemente, todos, cualquiera que sea nuestra ubicación funcional en el sistema

político. Siempre teniendo en cuenta que hacemos abstracción de acontecimientos, medios de

comunicación y países concretos, basta con observar cómo, con respecto a la ‘agenda del público’,

los temas señalados en las encuestas como los más importantes coinciden significativamente con

los que reciben más atención mediática7. Se deduce de ello que igualmente condicionan el sobre

6 Pese al “escaso valor de entretenimiento o espectáculo” de la política (Vallespín, 2000, 196), los

informativos diarios, el único género o programa que en la actualidad es capaz de interiorizarse en las rutinas diarias de la audiencia, son el lugar donde la televisión construye básicamente la imagen y el discurso de la política y de los políticos. Indicativo de su relevancia es el hecho de que sea un informativo, el Telediario 2, de la cadena estatal TVE, el programa que suele estar entre los espacios televisivos con mayor índice de audiencia diaria en España.

7 Así, por ejemplo, Edurne Uriarte ha comprobado cómo “[p]arece posible establecer una relación entre el consumo de información periodística sobre corrupción con la percepción de la corrupción como problema” (2001, 59; vide Dearing y Rogers, 1996; cfr. Norris et al., 1999).

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Rafael Durán Muñoz 13

qué no, de tal manera que actúan, asimismo, despolitizando temas, cuando no impidiendo que se

politicen o retrasando su politización al momento en que, pudiendo controlarlo, sirva los intereses

perseguidos8.

Cabe observar, en tal sentido, que una de las características del actual momento

globalizador es la concentración de la propiedad de los medios de comunicación. Una tendencia

iniciada a mediados de los años setenta y acelerada en la última década, ha conducido a que un

número reducido de poderosos grupos financieros, tanto en el ámbito nacional como en el

internacional o globalizado, controlen una cantidad cada vez mayor de sectores comunicativos.

Piénsese lo que significa en términos de conformación de la opinión pública y aun de

indoctrinación política de la población –no sólo occidental (vide Dieterich, 1997, 4.)– el hecho de

que la CNN se haya impuesto desde 1995 como la principal productora mundial de noticias9. La

relevancia política del fenómeno es tanto mayor cuanto que a la concentración –oligopólica a

escala mundial– se une la diversificación de los productos comunicativos de los monopolios y

oligopolios mediáticos, toda vez que cuentan entre sus propiedades tanto con cadenas de televisión

como con diarios, semanarios y emisoras de radio, además de productoras y distribuidoras de cine,

sellos discográficos, portales de internet, editoriales y parques temáticos, entre otros.

Si bien hablar de los medios no deja de ser una temeridad por las incorrectas

generalizaciones en que se incurre, hay que reconocer que los medios –los que copan las cuotas de

audiencia, en cualquier caso, sean públicos o privados– cumplen la función de legitimar el sistema

político y económico, y aun el cultural o civilizatorio. Que globalización y pensamiento único estén

estrechamente ligados, y que se observe como tendencia su fusión en una misma cosa, no hace sino

revitalizar el aserto de Marx y Engels según el cual “el pensamiento dominante de cada período

histórico corresponde con el pensamiento de la clase dominante” (1979[1845], en Sampedro, 2000,

108). De hecho, Melucci observa cómo la Sociedad de la Información se distingue de la sociedad

moderna, desde la que transita, por añadir a la exclusión material de colectivos y poblaciones una

nueva suerte de alienación: “la manipulación de la conciencia y la imposición de estilos de vida”

(2001, 60).

8 Serían dignos de estudio, por su alto valor ilustrativo, tanto el tratamiento informativo realizado por la

televisión pública nacional española del proceso judicial iniciado por el juez Baltasar Garzón contra Augusto Pinochet, como de la presencia del submarino nuclear británico Tireless en las costas de Gibraltar, por motivo de una avería en su reactor, a lo largo de parte de los años 2000 y 2001.

9 A juicio de Juan Luis Cebrián, primer director de El País, consejero delegado del Grupo PRISA y presidente de la Asociación de Editores de Diarios Españoles desde noviembre de 2003, los periódicos, “en todo el mundo, son progresivamente más sensibles a los dictados del pensamiento único, impuesto por las cadenas mundiales de televisión dedicadas a informar in situ durante 24 horas” (2001, 377). El proceso de conversión de Al Yazira en la principal fuente de información en árabe y del mundo musulmán, tanto vía satélite como a través de internet, no está necesariamente en contra de tales apreciaciones, pero sí obliga a un análisis más exhaustivo del que permite el formato de este artículo.

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Comunicación política y democracia mediática 14

Así como los medios de comunicación interfieren en la conformación de la agenda política,

esto es, condicionan el sobre qué –y el sobre qué no– de la política, afectan también al cómo de la

misma. Aun en el intento de instrumentar a los medios de comunicación en su propio beneficio,

saben los partidos políticos y los gobiernos que su éxito depende en gran medida de su capacidad

de adaptación al medio. Cada vez más expertos y experimentados en el funcionamiento de la lógica

estrictamente mediática, y sabedores de que ésta se halla íntimamente condicionada por la

económica, que liga en una misma ecuación índices de audiencia, ingresos por publicidad y

rentabilidad, los partidos adecuan su discurso –la forma de su discurso– y su comportamiento a los

medios.

En términos generales, sostienen los expertos mediáticos que se requieren frases breves –a

ser posible, susceptibles de transformarse en titulares y eslóganes–, que el conflicto y su resolución

en términos de vencedores y vencidos prima sobre el diálogo y el acuerdo, como lo negativo (la

descalificación, la denuncia, la acusación) sobre lo positivo, la novedad sobre la explicación, la

estridencia sobre lo pausado, lo emotivo sobre lo racional, lo dicotómico sobre lo complejo, y lo

personal (el rostro) sobre lo colectivo. De ahí la utilización crítica de los conceptos mediocracia y

telecracia con que algunos estudiosos se refieren al fenómeno de la transformación de las actuales

democracias como consecuencia del protagonismo alcanzado por los medios de comunicación10, y

por la televisión en particular. Cabe precisar al respecto que, así como la radio y la prensa disponen

aún de espacios para la exposición de argumentos y aun para el debate, existe la crítica de que

ambos medios vienen compitiendo en los últimos veinticinco años con la televisión en

instantaneidad, superficialidad y culto al espectáculo. A mi juicio, en cualquier caso, siendo

acertado el término mediocracia, no es sino una de las dimensiones de la democracia mediática,

aquella que atiende a la importancia de la telegenia, a la degradación del debate político y a su

cuasi-monopolización mediática.

Decíamos que la relación de los medios de comunicación con los actores políticos

institucionales (gobierno y oposición en última instancia) es inversa a la instrumentación que de

aquellos hacen estos. Acabamos de ver que los medios imponen su ley incluso cuando se les quiere

instrumentar. Sin embargo, la relación no es necesariamente contraria o antagónica –no obstante

los ejemplos aducidos–, como tampoco lo es exclusivamente de sumisión. De hecho, ambas lógicas

se complementan en ocasiones, y aun con frecuencia11. Y es que, pese a la credibilidad informativa

10 Vargas-Machuca, por su parte, nos habla de “bonapartismo mediático y democracia defectiva”

(2001). 11 Norman Birnbaum nos llama la atención sobre un episodio revelador de tal idea: con motivo del

atentado terrorista del 11 de septiembre de 2001 contra las Torres Gemelas, de Nueva York, la CNN suprimió de sus programas de noticias la entrevista que le hicieran en directo a la viuda de una de las víctimas porque, preguntada sobre las represalias, afirmó que era una idea desdichada. Con su decisión de no volver a emitir tales

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Rafael Durán Muñoz 15

(veracidad, si no objetividad, e imparcialidad) de que hacen –y han de hacer– gala los distintos

medios de comunicación, entre ellos y el mundo institucionalizado de la política se dan situaciones

de estrecha relación (o animadversión), ora personal ora ideológica y aun institucional (es el caso

de los medios públicos de comunicación), sin menoscabo de los intereses económicos que la

puedan reforzar (ahora con independencia del carácter privado o público de su propiedad).

En tal sentido, la confluencia de intereses y actores económicos, mediáticos y políticos, y

aun el enfrentamiento entre bloques de los mismos deviene precisamente otra de las grandes

características del actual momento globalizador. Berlusconi en Italia, como Ross Perot en Estados

Unidos, podrían ser, en tal sentido, ejemplos nacionales paradigmáticos y dignos de estudio, tanto

más cuanto que, además, vendrían a encarnar la quintaesencia de la personalización de la política

imperante. En España, y al margen de la existencia de grandes grupos económico-mediáticos

políticamente comprometidos (vide Trenzado y Núñez, 2001), cabría recordar la conspiración

contra el gobierno socialista durante la legislatura 1993-1996, reconocida por el ex director del

diario conservador ABC Luis Mª Ansón y popularmente conocida como Ansonada.

Tener en cuenta tales consideraciones es crucial, toda vez que, siendo el régimen

representativo un régimen de opinión, hablar de opinión pública en la forma actual del gobierno

representativo es hablar en gran medida de opinión publicada; en cualquier caso, es hablar de

opinión mediatizada. Ello es así tanto más cuanto menor es la capacidad cognitiva de los

ciudadanos, así como cuanto menor sea su interés por contrastar y completar las informaciones

recibidas; pero también, cuanto menor es su disponibilidad de tiempo para conformarse una

opinión sobre todos y cada uno de los temas que le interesan y afectan por medio de una búsqueda

personalizada y plural de informaciones. Observe el lector que cuando Vallespín alude al “«exceso

de luz» que padecemos al tener que digerir tanta información «desorganizada»“ (2000, 27) no se

está refiriendo a los ciudadanos, en general, sino a los científicos sociales. La “luz”, así, deviene

aún más “excesiva” para el resto de los ciudadanos. Necesitamos, por ello, acudir a los medios de

comunicación. No obstante la ingente cantidad de información que producen, son ellos los que

hacen la criba, los que seleccionan, jerarquizan y difunden las noticias de las que adquirimos

conocimiento; es a ellos, en fin –a la televisión de forma destacada–, a los que masiva y

crecientemente nos dirigimos para estar informados, para conocer la verdad.

El reverso del razonamiento es que si, tal y como propusiera Gadamer, existir es

interpretar, y viceversa; si somos lo que vemos y aun vivimos, no es menos cierto que, así como,

declaraciones, la CNN, acierta a decir Birnbaum, “estaba claramente cumpliendo con su deber patriótico” (2002). El discurso mediático devenía uno solo con el discurso político oficial, esto es, los medios de comunicación de masas “se han erigido en Ministerio de la Propaganda y manipulan la rabia, la credulidad, la ignorancia y la autocompasión de la opinión pública para fabricar un consenso nacional” (ídem). La cobertura informativa que se hiciera de la subsiguiente intervención militar en Afganistán lleva a Vidal-Beneyto a hablar del silencio informativo en términos de “mordaza antiterrorista” (2002).

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Comunicación política y democracia mediática 16

más allá de lo inmediato, no vemos sino lo que nos muestran, tampoco asimilamos lo que es, sino

como nos dicen que es. En tal sentido, no está de más hacerse eco de unas reflexiones de Sartori:

“No hay duda de que los noticiarios de la televisión ofrecen al espectador la sensación de que lo que ve es verdad, que los hechos vistos por él suceden tal y como él los ve. Y, sin embargo, no es así. La televisión puede mentir y falsear la verdad, exactamente igual que cualquier otro instrumento de comunicación. La diferencia es que la «fuerza de veracidad» inherente a la imagen hace la mentira más eficaz y, por tanto, más peligrosa” (1998, 99).

La comunicación, así, habría perdido su componente participativo. Actualmente, y a la

vista de lo expuesto, la comunicación parece devenir unidireccional e intencionada o dirigida. Más

bien cabría entenderla como sinónimo de propaganda y manipulación. De ahí que Sartori haya

subtitulado su libro Homo videns (1998) con el muy expresivo La sociedad teledirigida. El

politólogo italiano ha centrado su reflexión acerca de los medios, negativa, en la manipulación que

hacen de la realidad. A su juicio, los medios de comunicación, la televisión, en concreto, lejos de

informar (y aun distinguiendo entre “estar informado” o hacer acopio de contenidos, y “saber” o

entender), tienden más a subinformar (informar poco) y a desinformar (informar mal,

distorsionando la información). Pese a que centra sus explicaciones de la subinformación y

desinformación que padecen los ciudadanos como resultado de la lógica profesional o estrictamente

periodística (junto con la crematística) de la televisión, su estructura argumental es perfectamente

aplicable al planteamiento politológico estricto que aquí acometemos (vide ítem Muñoz-Alonso,

1999, 2.). Según han puesto de manifiesto varios análisis empíricos de la cobertura informativa de

la campaña electoral autonómica vasca de 2001 por parte de Televisión Española y de Euskal

Telebista, públicas ambas, una categoría analítica que ha de tenerse en cuenta es la

sobreinformación12.

De los gobernados a los gobernantes, por los medios

Consignábamos más arriba que la comunicación política en estos tiempos de democracia mediática

es multidimensional y bidireccional. Nos referíamos a continuación a las relaciones que se dan

entre los medios de comunicación y el mundo de la política institucionalizada. En fin, hemos

observado cómo el público habría dejado de ser la instancia crítica que reclamaba el liberalismo

para devenir un colectivo, compuesto por ciudadanos política y reflexivamente tanto activos como

pasivos, que se hace eco de la o las opiniones no públicas. Esto es, así como la opinión pública

devendría publicada o, en cualquier caso, mediatizada, un sinónimo alternativo perfectamente

intercambiable sería el de audiencia. Ahora bien, se obvia en tal análisis –como suele obviarse en

12 La sobreinformación es una suerte de desinformación opuesta a la subinformación; se traduce bien en la conversión en noticia de lo que no lo es con los parámetros mediáticos al uso bien mediante la dilatación en el tiempo del informativo de noticias que en otras circunstancias no habrían merecido un tratamiento tan

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Rafael Durán Muñoz 17

los estudios imperantes sobre comunicación política– la instrumentación que, en dirección inversa

y con carácter político, estratégica incluso, también los ciudadanos pueden hacer y hacen de los

medios de comunicación. Que la actual forma de gobierno representativo pueda ser adjetivada de

mediática no implica necesariamente una valoración negativa ni reduccionista.

Con su teoría de la espiral del silencio, Noelle-Neumann (1995) constata que la opinión

pública ya no es la fuerza social tocquevilliana que se mide a través de las encuestas y se expresa

en los medios de comunicación, en tanto que mensajeros de las opiniones, sino que es “hija” de

ambos (Innerarity, 1998, 58; cfr. Sampedro, 2000, 100 ss.). De ahí que Muñoz-Alonso se decante

por denominar a la actual forma de gobierno representativo “democracia sin ciudadanos” (1999,

17). No obstante, nuestro régimen político es representativo, además de por las razones ya

apuntadas, porque las autoridades elegidas se han de hacer eco del sentir popular a lo largo de toda

la legislatura. Así es tanto desde un punto de vista teórico político, normativo, como estrictamente

empírico. La representatividad no se circunscribe 1) al momento de la elección, como tampoco se

agota en 2) la consideración de los datos demoscópicos (vide Sampedro, 2000, cap.7). La

representatividad implica, adicionalmente, 3) hacerse eco de la opinión pública que se moviliza,

esto es, se manifiesta explícitamente entre elección y elección, y también aquí intervienen los

medios de comunicación de facto y de manera destacada.

Así como los ciudadanos somos libres de reaccionar a partir de y aun contra determinadas

informaciones y tratamientos informativos, como somos libres de exponernos selectivamente a las

noticias y al periódico, la emisora de radio y el canal de televisión que nos es o nos son afines, y

que refuerzan nuestras inclinaciones políticas13 –al tiempo que, efectivamente, nos informan (y no

sólo nos desinforman y nos subinforman, de lo cual podemos, a su vez, ser conscientes)–, también

está a nuestro alcance actuar como emisores y hacer del gobierno y la oposición receptores de

nuestro mensaje, que le hacemos llegar (al tiempo que al resto de actores de la politeia) a través de

los medios de comunicación.

Piénsese en el componente mediático del movimiento indígena zapatista en México –

incluida la marcha sobre la capital federal en marzo de 2001– y, en particular, en el componente

mediático de su máximo representante, el Subcomandante Marcos; esto es, en su capacidad para

trascender las fronteras nacionales y para hacerse oír en el propio Parlamento mexicano merced al

papel que desempeñaran los medios de comunicación nacionales e internacionales en la

publicitación de su mensaje, su imagen y su comportamiento. Sin alcanzar la excepcionalidad de

esta “primera guerrilla informacional” (Castells, 1999a, 101), la enumeración de otros ejemplos

sería infinita, particularmente en las democracias consolidadas, y tan innecesaria como imprudente prolongado (vide Durán, 2003a).

13 Subyace a tal razonamiento la pregunta respecto de si son el o los medios –aquellos concretos por los que nos informamos exclusiva o habitualmente– los que condicionan nuestra opinión, o si, por el contrario,

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Comunicación política y democracia mediática 18

habida cuenta de las características y dimensiones de este trabajo. Sí que importa consignar que, así

como parece existir o crear opinión pública sólo aquello de lo que se hacen eco los medios de

comunicación14, sólo aquello de lo que se hacen eco los medios de comunicación parece afectar al

poder público institucionalizado, sea éste infraestatal, estatal o supraestatal.

Reconocida la capacidad que tienen los medios como actores políticos autónomos para

influir o marcar, si no controlar, la agenda de los políticos, constatamos cómo –lejos de ser un mero

receptor pasivo de consignas– también la ciudadanía puede ejercer esa influencia al instrumentarlos

para politizar su problema y encauzar su solución; en última instancia, y aun reconociendo que “la

competición para establecer las agendas no se disputa en igualdad de condiciones” (Sampedro,

2000, 78), la ciudadanía movilizada puede incluir su tema en la agenda política, previa

consideración como noticia; en otras palabras, previa inclusión en la agenda mediática. Devienen

de esta forma los medios de comunicación, no instrumento manipulador, sino altavoz de una parte

de la opinión pública –la de aquellos sectores sociales que, bien es cierto, además de movilizarse,

consiguen ver publicada su opinión.

Devienen los medios, asimismo, escenario preeminente en el que, así como aparecen y

actúan los grupos afectados en el plano vertical de las relaciones gobernantes-gobernados, también

gobierno y oposición –cuando no Estados en disputa– intercambian y representan opiniones y

decisiones en torno al tema politizado, en el plano horizontal, a fin de granjearse el beneplácito no

ya de la sociedad civil, sino de la ciudadanía en su conjunto. Los medios de comunicación no han

venido a sustituir a otros espacios públicos de presión y protesta, como no han venido a sustituir al

Parlamento como encarnación de la soberanía popular; pero es evidente que la capacidad de ejercer

influencia por parte de estas presiones y protestas, su capacidad para afectar a la toma de decisiones

institucionales (parlamentarias y gubernamentales incluidas), viene condicionada en gran medida

por su propia mediatización.

Cabe destacar, en tal sentido, cómo los nuevos movimientos sociales, el ecologista en

particular, han centrado todos sus esfuerzos desde su eclosión en la década de los setenta en captar

la atención de semejantes altavoces, no ya nacionales, sino incluso globales. Para ello vienen

optando prioritariamente por formas de actuación que, además de no institucionales, son no

convencionales y, sobre todo, espectaculares y/o entretenidas. Ahí están las imágenes, que forman

parte ya del imaginario colectivo, de las lanchas Zodiac de Greenpeace o de sus activistas

encadenados. Los movimientos sociales, todos, incorporan a los medios de comunicación como

recursos que sirven a sus acciones colectivas. Es más, fruto de la estrategia mediáticamente

orientada de los nuevos movimientos sociales, y del éxito de la misma, ha sido la modificación de los seleccionamos en función de la calidad y la orientación de la información que esperamos recibir de ellos.

14 En palabras de Castells, “en una sociedad organizada en torno a los medios de comunicación de masas, la existencia de mensajes que están fuera de ellos se restringe a las redes interpersonales, con lo que

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Rafael Durán Muñoz 19

las formas de determinadas acciones de presión y protesta por parte de todo tipo de colectivos

tradicionales movilizados por cuestiones igualmente tradicionales. En cualquier caso, y puesto que

el descrédito es un riesgo de tales tácticas, ni se han generalizado ni desmerecen la importancia de

los medios de comunicación en las estrategias de los colectivos movilizados15.

Reflexiones finales

¿Puede someterse a juicio la relación entre medios de comunicación y política?, ¿la incidencia de

aquellos en el funcionamiento de la democracia? En términos absolutos, es obvio que tanto la

relación como la incidencia son positivas; más incluso, son necesarias. Hoy por hoy, los medios de

comunicación son la forma y el canal a través del cual la libertad de expresión y el derecho a la

información (veraz, que no objetiva) se hacen realidad, como son un instrumento insoslayable que

controla y vigila a los tres poderes institucionalizados del Estado. Si, por el contrario, atendemos a

la pregunta en términos concretos, habrá que concretar, esto es, deberá precisarse de qué medio o

medios hablamos, de qué relación y de qué incidencia específica. Ello no desmerece la

trascendencia de las relaciones e incidencias nocivas. Baste indicar en tal sentido que, así como

hemos de concretar y discriminar, también podemos observar tendencias; o que, no menos

relevante, así como los medios crean opinión, coyuntural, son al mismo tiempo agentes de

socialización, de tal manera que afectan tanto a la opinión pública como a la cultura política de las

sociedades. Sirvan de ejemplo, por ilustrativas, unas palabras pronunciadas por Joseph S. Nye Jr.,

decano de la Kennedy School of Government de la Universidad de Harvard, a lo largo del proceso

de impeachment contra Clinton:

“Los estudios muestran que durante las tres últimas décadas los medios y los filmes han tendido a dar una visión más bien negativa de la política y del gobierno. Esto no importaría si la única víctima fuera la vanidad de los políticos. Pero, mantenida durante largos períodos, la devaluación del gobierno y de la política puede afectar a la fortaleza de las instituciones democráticas” (1999, en Muñoz-Alonso, 1999, 32).

Reconocida la bidireccionalidad y multidimensionalidad de las relaciones que se dan entre

medios y política, y distinguiendo como los tres protagonistas del escenario político-mediático a los

propios medios, a los actores institucionales y a la ciudadanía (el público), parece sensato apostar

a) por una articulación del Estado de Derecho que dificulte en grado sumo tanto la instrumentación

de los medios por parte de las autoridades gubernamentales en el ejercicio del poder público como

desaparecen de la mente colectiva” (1999c, 368).

15 Para una revisión exhaustiva de la complejidad del fenómeno, véase Sampedro (2000, cap.4). Cabe apuntar aquí la naturaleza eminentemente mediática del movimiento antiglobalización. De su cobertura informativa se han ocupado Durán (2003b) y Jiménez y Delgado (2003).

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Comunicación política y democracia mediática 20

la concentración de aquellos en pocas manos privadas16, con la consiguiente adición de una división

de poderes político, económico e informativo a la tradicional propugnada por Montesquieu, a fin de

garantizar efectivamente el pluralismo y la libertad de expresión; como parece sensato apostar b)

por unos políticos que se liberen de la “tiranía del acontecimiento”, que proclamen públicamente

las servidumbres mediáticas a que se ven sometidos y que revaloricen el protagonismo de la

ciudadanía (Wolton, en Muñoz-Alonso, 1999, 31); c) por unos medios que se rijan por un código

deontológico en el que habrían de incluir las habermasianas veracidad, sinceridad, calidad de la

información y respeto a los derechos de terceros –sin las cuales arriesgan su propia credibilidad–,

así como d) por una ciudadanía, por una opinión pública, en definitiva, cada vez más informada y

mejor formada; competente, responsable y activa –cívica, por tanto–. Una ciudadanía, en fin, capaz

de poner a su servicio la era global de la información.

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generales en Italia, han dado lugar a ambos debates. Si en España se denunciaba la manipulación del tratamiento informativo en favor del gobierno vasco (opción nacionalista) por parte de la televisión pública autonómica y en favor del gobierno nacional (opción no nacionalista) por parte de la televisión pública estatal, en Italia era objeto de debate la concentración de medios en manos del candidato que finalmente ganara las elecciones por mayoría absoluta, Berlusconi.

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