Con casi dieciséis años, Tiffany › ... · entonces no te habían dado un beso, ya podías irte...

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Con casi dieciséis años, TiffanyDolorido ya es una bruja en plenoderecho. Ha pasado varios añosestudiando con brujas veteranas yahora ejerce su oficio sola en sutierra natal, la Caliza. Lleva a caboesas partes de la brujería que noson nada divertidas ni glamurosas,no hacen saltar chispas, no tienennada que ver con varitas, y de lasque rara vez se oye hablar: cuida alos necesitados.

Pero alguien, o algo, estáfomentando el miedo, inculcando

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oscuras ideas contra las brujas yresucitando rumores muydesagradables sobre ellas. Derepente, el simple hecho de llevar unsombrero puntiagudo puede traermuchos problemas. Aún peor, todoapunta a que el culpable sea unmisterioso fantasma que estápersiguiendo a una joven bruja enespecial. Y ya casi ha dado conella…

Con la ayuda de sus diminutosaliados azules, Tiffany deberáencontrar y derrotar el origen deeste malestar atacando su raíz.Porque si Tiffany cae, la Caliza

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entera caerá con ella.

Vuelven Tiffany Dolorido y losPequeños Hombres Libres en unanueva y exuberante aventura delMundodisco para todas las edades.

«Tiffany, la bruja adolescente,es una de las creaciones [dePratchett] más extraordinariashasta el momento.» Time Out

«Aunque sabe bien cómo tejeruna historia, lo realmentedivertido en los libros dePratchett es su inventiva, que lapodemos ver línea a línea […]

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Y, escribiendo mejor que nunca,nos hace reír un montón.» TheSunday Times

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Terry Pratchett

Me vestiré demedianoche

Mundodisco - 38

ePUB r1.0

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betatron 20.10.13

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Título original: I Shall Wear MidnightTerry Pratchett, 2010Traducción: Manuel VicianoIlustraciones: Paul Kidby

Editor digital: betatronePub base r1.0

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CAPÍTULO 1Un buen rapaciño grandullón

¿Por qué será que a la gente le gustatanto el ruido? ¿Por qué el ruido es tanimportante?, se preguntó TiffanyDolorido.

Algo situado bastante cerca de ellasonaba como una vaca dando a luz.

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Resultó ser un viejo organillo,accionado por un hombre harapiento quellevaba un sombrero de copa maltrecho.Tiffany se alejó con toda la educaciónposible, pero el sonido era pegadizo:daba la sensación de que, si se lopermitía, intentaría seguirla hasta casa.

Pero el sonido del organillo era solouno entre el gran caldero de ruidos queTiffany tenía alrededor, todos emitidospor gente8 y todos emitidos por genteque intentaba hacer más ruido que laotra gente que hacía ruido. Discusionesen los tenderetes improvisados,personas hundiendo la cabeza enbarreños para sacar manzanas o sapos,

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[1] vítores dirigidos a los boxeadores y auna funámbula con lentejuelas,vendedores anunciando su algodón deazúcar a grito pelado y, por decirlo sinfinuras, gente cogiendo una borracherade mucho cuidado.

El aire de las verdes lomas estabacargado de ruido. Era como si todos loshabitantes de dos o tres puebloshubieran subido en masa hasta la cimade las colinas. Por eso ahora, donde loúnico que solía oírse era el esporádicograznido de un gavilán, se oía elpermanente graznido de… bueno, detodo el mundo. Lo llamaban«diversión». Los únicos que no hacían

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ruido eran los ladrones y carteristas, quese dedicaban a su negocio en un silencioencomiable y, además, nunca seacercaban a Tiffany: ¿quién iba a meterla mano en el bolsillo de una bruja?Tendría suerte si la sacaba con todos losdedos. Al menos eso era lo que ellostemían, y toda bruja sensata hacía loposible por alentar ese miedo.

Cuando se es bruja, se es todas lasbrujas, pensó Tiffany Dolorido mientrascaminaba entre la multitud tirando de suescoba atada con un cordel. El paloflotaba casi un metro por encima delsuelo, lo que empezaba a molestar unpoco a Tiffany. Parecía dar bastante

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buen resultado pero, dado que por todala feria había niños que llevaban globosatados también con un cordel, no podíaevitar la sensación de estar haciendo unpoco el ridículo, y lo que hiciera quedarridícula a una bruja hacía quedarridículas a todas las brujas.

Por otra parte, si la dejara atada aalgún seto, seguro que algún niñoacabaría retado por los demás a desatarel cordel y subirse a la escoba, en cuyocaso probablemente saldría disparadoen vertical hasta el final de la atmósfera,donde el aire se congelaba. Y aunque enteoría Tiffany podía hacer volver laescoba, las madres solían irritarse

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mucho si tenían que descongelar a sushijos en un día soleado de finales deverano. Quedaría feo. La gente hablaría.La gente siempre hablaba de las brujas.

Tiffany se resignó a seguir tirando dela escoba. Con un poco de suerte daríala impresión de que estaba amoldándoseal ambiente festivo, con propósitohumorístico.

Había que guardar las apariencias,incluso en acontecimientos de tanengañosa jovialidad como las ferias.Ella era la bruja: ¿quién sabía quédesastres podría provocar si norecordaba el nombre de alguien o, peoraún, si se equivocaba? ¿Qué pasaría si

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olvidaba todas las pequeñas afrentas yenemistades, qué gente no se hablabacon sus vecinos, etcétera, etcétera, ymucho más et y más cétera todavía?Tiffany no tenía la menor noción de lapalabra «polvorín», pero si laconociera, le habría venido a la mente.

Ella era la bruja. A lo largo y anchode la Caliza, ella era la bruja. Ya nosolo la bruja de su propio pueblo, sinotambién la de todos hasta llegar aSenda-del-Perdedor, que estaba a todoun día de camino a pie. El territorio queuna bruja consideraba propio y porcuyos habitantes hacía lo que eranecesario se llamaba encomienda, y la

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de Tiffany era de las buenas. A pocasbrujas les tocaba un promontoriogeológico para ellas solas, aunque laCaliza estuviera cubierta sobre todo dehierba y la hierba estuviera cubiertasobre todo de ovejas. Y aquel día, lasovejas de las lomas se habían quedadosolas para hacer lo que fuera quehiciesen cuando estaban solas, que casia ciencia cierta sería más o menos lomismo que hacían si se las vigilaba. Ylas ovejas, que en general siempreestaban mimadas, pastoreadas yobservadas, aquel día no despertaban elmenor interés en nadie porque estabacelebrándose el acontecimiento más

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maravilloso y atractivo del mundo.Por supuesto, la feria del desbrozo

solo era el acontecimiento másmaravilloso y atractivo del mundo paraquienes no solieran alejarse más de unossiete kilómetros de casa. Quienes vivíancerca de la Caliza siempre coincidíancon todos sus conocidos[2] en la feria.Muy a menudo encontraban allí a lapersona con quien posiblementeacabarían casados. Las chicas lucían susmejores vestidos, y los chicos lucían laesperanza en el rostro y un pelo alisadocon pomada barata o, en la mayoría delos casos, con saliva. En general salíanmejor parados quienes habían optado

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por la saliva, ya que la pomada barataera barata de verdad y les caía derretidapor la cara cuando hacía calor,provocando que los jóvenes noresultaran interesantes a las chicas,como deseaban con tanto fervor, sino alas moscas, que se agolpaban paracomer en sus cueros cabelludos.

Aun así, como tampoco iban allamar al acontecimiento «la feria a laque se va con la esperanza de llevarseun beso y, con suerte, la promesa deotro», la llamaban feria del desbrozo.

El desbrozo se celebraba durantetres días al final del verano. Para casitodos los habitantes de la comarca,

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equivalía a sus vacaciones. Era ya eltercer día, y solía decirse que si paraentonces no te habían dado un beso, yapodías irte a casa. A Tiffany no lehabían dado un beso pero, al fin y alcabo, era la bruja. A saber en quépodías acabar transformado.

Si a finales de verano hacía buentiempo, no era raro que la gente sequedara a dormir bajo las estrellas, ytambién bajo los arbustos. Por eso habíaque ir con cuidado si se daba un paseonocturno, para no tropezar con los piesde los demás. Dicho sin rodeos, habíacierta cantidad de lo que Tata Ogg (unabruja que había tenido tres maridos)

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llamaba «fabricarte tu propiadiversión». Era una pena que Tataviviera en las montañas porque la feriale habría encantado, y a Tiffany le habríaencantado mirarle la cara cuando vieseel gigante.[3]

Era un hombre —definitivamente unhombre, sin la menor duda posible—tallado en los pastos miles de añosatrás. Una silueta blanca en contrastecon el verde, herencia de los tiempos enque los habitantes de un mundopeligroso debían pensar en lasupervivencia y la fertilidad.

Ah, y además lo habían tallado, oesa impresión daba, antes de que se

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inventaran los pantalones. De hecho,afirmar que no llevaba pantalones eraquedarse corto. Su ausencia depantalones llenaba el mundo. Eraimposible pasear por el caminito querecorría el pie de las colinas sin fijarseen que había una enorme, por asídecirlo, ausencia de algo (es decir,pantalones) y en qué ocupaba su lugar.Era, sin el menor género de duda, lafigura de un hombre sin pantalones, yciertamente no una mujer.

Se esperaba que todos los asistentesal desbrozo trajeran una pala pequeña, oincluso una navaja, y bajaran por laescarpada ladera arrancando cualquier

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maleza que hubiera crecido desde el añoanterior para que la caliza brillaralozana y el gigante se irguiera connitidez, como si no estuviera haciéndoloya.

Siempre había muchas risitas cuandolas chicas trabajaban en el gigante.

Y el motivo de las risitas, y lascircunstancias de las risitas, hacíanimposible a Tiffany no pensar en TataOgg, a quien solía verse en algún lugardetrás de Yaya Ceravieja con unasonrisa de oreja a oreja. La gente latenía por una mujer dicharachera, perola anciana era mucho más que eso.Nunca había sido la maestra oficial de

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Tiffany, pero Tiffany no había podidoevitar aprender de ella. Sonrió para susadentros al pensarlo. Tata sabía de loantiguo y lo oscuro, de la vieja magia, lamagia que no necesitaba a brujas, lamagia que estaba incorporada a laspersonas y al terreno. Concernía aasuntos como la muerte, el matrimonio ylos compromisos. Y las promesas queeran promesas aunque no hubiera nadiepara escucharlas. Y todas esas cosas quehacían que la gente tocase madera ynunca, jamás, pasara por debajo de ungato negro.

No hacía falta ser bruja paraentenderlo. El mundo se volvía más…

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bueno, más real y fluido, en aquellosmomentos especiales. Tata Ogg losllamaba numinosos, una palabra depeculiar solemnidad en una mujer muchomás propensa a decir: «Querría tomar uncoñac, muchas gracias, y ya que estamosmira a ver si me lo pones doble». Tatahabía hablado a Tiffany de los viejostiempos, de cuando parecía que lasbrujas se divertían un poco más. Decosas que se hacían al cambiar deestación, por ejemplo; de costumbresque ya habían muerto excepto en lamemoria popular que, como decía TataOgg, es profunda y oscura y palpitante ynunca se disipa del todo. Pequeños

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rituales.El que más gustaba a Tiffany era el

del fuego. Le gustaba el fuego; era suelemento favorito. Estaba consideradocomo algo tan poderoso y tan temiblepara los poderes oscuros que los novioshasta se casaban saltando juntos unahoguera.[4] Por lo visto convenía entonarun pequeño cántico, según decía TataOgg, que había procedido a transmitir aTiffany su letra, e inmediatamente se lehabía quedado pegada al cerebro. Buenaparte de lo que decía Tata Ogg tendía aser pegadizo.

Pero esos tiempos habían pasado.Ahora todo el mundo era más

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respetable, excepto Tata Ogg y elgigante.

En las tierras de la Caliza habíaotras tallas. Una de ellas era un caballoblanco del que Tiffany creía que una vezse había liberado del suelo para galoparen su rescate. Se preguntó qué ocurriríasi el gigante hiciera lo mismo, porquesería complicado encontrar unospantalones de veinte metros sin previoaviso. Y pensándolo bien, sería muy,muy deseable que hubiera un avisoprevio.

Ella solo había soltado risitas por elgigante una vez, y había sido muchotiempo atrás. En realidad solo había

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cuatro tipos de persona en el mundo:hombres, mujeres, magos y brujas. Losmagos solían vivir en la universidad delas grandes ciudades del llano y notenían permitido casarse, aunque Tiffanyno le veía el menor sentido a laprohibición. En todo caso era muy raroverlos por allí arriba.

Las brujas eran claramente mujeres,pero casi ninguna de las más mayoresque conocía Tiffany se había casado,sobre todo porque Tata Ogg ya habíaagotado todos los candidatos a marido,pero probablemente también porque notenían tiempo. Por supuesto de vez encuando había alguna bruja que se casaba

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con un hombre importante, como Magratde Lancre, antes apellidada Ajostiernos,aunque todo el mundo decía que ahoraya no pasaba de recomendar hierbas.Pero la única bruja joven conocida deTiffany que había encontrado tiempopara el cortejo era su mejor amiga de lasmontañas, Petulia, una bruja que estabaespecializándose en magia porcina e ibaa casarse pronto con un buen chico queno tardaría en heredar la porqueriza desu padre,[5] lo que lo convertíaprácticamente en aristócrata.

Pero las brujas no solo estaban muyocupadas, sino también apartadas.Tiffany lo había aprendido muy pronto.

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Se movía entre la gente, pero no eraigual que ellos. Siempre había unaespecie de distancia, de brecha. No eranecesario provocarla: sucedía por símisma. Chicas a las que había conocidode tan pequeñas que aún correteabantodas por ahí y jugaban en camisetainterior ahora le hacían una levereverencia al cruzarse con ella en elcamino, y hasta los ancianos se llevabanuna mano a la sobreceja, o a lo quepensaban que era la sobreceja, cuandola veían pasar.

No lo hacían solo por respeto, sinotambién por una especie de miedo. Lasbrujas tenían secretos. Estaban allí para

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ayudar cuando nacían los bebés; si habíauna boda, era bueno tener a una brujacerca (aunque nadie estaba seguro de sidaban buena suerte o evitaban la mala);y al morir, también habría una brujasentada al lado para mostrarles elcamino. Las brujas guardaban secretosque nunca contaban… bueno, nunca aquienes no eran brujas. Entre ellas,cuando podían reunirse en alguna laderapara tomar un par de copas (en el casode la señora Ogg, una docena),chismorreaban como cotorras.

Pero nunca sobre los secretos deverdad, los que nunca se explicaban envoz alta, los que trataban de cosas

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hechas, oídas y vistas. Había tantossecretos que daba miedo que sedesbordaran. Ver a un gigante sinpantalones apenas sería digno decomentario, comparado con algunas delas cosas que podía ver una bruja.

No, Tiffany no envidiaba a Petulia suromance, que sin duda habría tenidolugar con botas grandes, delantales decaucho poco favorecedores y lluvia, porno mencionar la ingente cantidad de«oink».

Lo que sí le envidiaba era lo sensataque había sido. Petulia lo tenía todocalculado. Sabía qué futuro quería tenery se había arremangado para hacerlo

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ocurrir, aunque tuviera que meterse hastalas rodillas en «oink» de cerdo.

Todas las familias, incluso en lasmontañas, tenían al menos un cerdo amodo de cubo de la basura en verano ychuletas, beicon, jamón y salchichas elresto del año. El cerdo era importante; ala abuelita podía dársele trementinacuando no se encontraba bien, pero si elcerdo se ponía enfermo había que llamara la bruja de cerdos, y además se lepagaba, y se le pagaba bien,generalmente en salchichas.

Además de todo lo anterior, Petuliaera especialista en aburrir cerdos, hastael punto de ser la campeona de aquel

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año en el noble arte del aburrimiento.Para Tiffany no había otra forma dedefinirlo que «arte». Su amiga era capazde sentarse junto a un cerdo y hablarlecon calma y suavidad de temasextremadamente aburridos, hasta que sedisparaba algún extraño mecanismoporcino por el que el animal daba unleve bostezo de felicidad y caía al suelo,pasando de ser un cerdo vivo a un granaporte a la alimentación familiar del añosiguiente. Para el cerdo tal vez no fueseel mejor resultado posible pero, dada laforma pringosa y sobre todo ruidosa enque morían antes de que se inventara elaburrimiento de cerdos, visto en

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conjunto era evidente que todos salíanmucho mejor parados.

Sola entre la muchedumbre, Tiffanysuspiró. Todo era difícil cuando sellevaba el sombrero puntiagudo negro.Porque, quisiera o no, la bruja era elsombrero puntiagudo, y el sombreropuntiagudo era la bruja. La gente latrataba con cautela. Le mostrabanrespeto, eso desde luego, y en generaltambién un poquito de nerviosismo,como esperando que fuese a mirardentro de sus cabezas, lo que casi contoda seguridad podría hacer mediantelos tradicionales recursos brujeriles dela Primera Vista y los Segundos

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Pensamientos.[6] Pero esas cosas no eranmagia de verdad. Cualquiera podíaaprenderlas si tenía una pizca de sentidocomún, pero a veces hasta una pizca esdifícil de encontrar. La gente solía estartan ocupada en vivir que no se paraba apreguntarse por qué. Las brujas sí lohacían, y por ello se las necesitaba. Ytanto que se las necesitaba…prácticamente a todas horas, aunque aella siempre le dejaban claro, de formamuy educada y definitivamente tácita,que necesitar no es del todo lo mismoque querer.

Aquello no eran las montañas, dondetodo el mundo estaba muy acostumbrado

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a las brujas. La gente de la Caliza podíaser amistosa, pero no eran sus amigos,no sus auténticos amigos. La bruja eradistinta. La bruja sabía cosas que tú no.La bruja era una persona de otro tipo. Labruja era alguien a quien mejor noenfadar por si acaso. La bruja no eracomo los demás.

Tiffany Dolorido era la bruja, y sehabía hecho bruja porque necesitabanuna. Todo el mundo necesita una bruja,aunque a veces no lo sepa.

Y estaba funcionando. La imagen decuento infantil de una arpía babeante seiba desdibujando cada vez que Tiffanyayudaba a una joven madre primeriza o

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suavizaba el camino de un anciano haciasu tumba. Sin embargo, las viejashistorias, los viejos rumores y los viejoscuentos ilustrados parecían tener supropia forma de aferrarse al recuerdodel mundo.

Lo que dificultaba las cosas era queen la Caliza no había tradición debrujas, ya que ninguna habría osadoinstalarse allí mientras vivía la abuelaDolorido. Todo el mundo sabía que laabuela Dolorido era una mujer sabia, ylo bastante sabia como para no hacersebruja. Jamás ocurría nada en la Calizaque la abuela Dolorido viese con malosojos, o al menos no durante más de unos

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diez minutos.Así que Tiffany era bruja sola.Y no era solo que ya no tuviera el

apoyo de brujas de la montaña comoTata Ogg, Yaya Ceravieja o la señoritaCabal, sino que la gente de la Calizaestaba poco acostumbrada a las brujas.Por supuesto, si Tiffany lo pidiera, lomás probable es que vinieran a ayudarlaotras brujas pero, aunque no le diríannada, lo interpretarían como que tal vezno podía con la responsabilidad, noestaba a la altura, no tenía confianza, noera lo bastante buena.

—Disculpe, señorita.Hubo una risita nerviosa. Tiffany

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miró a su alrededor y encontró a dosniñas pequeñas que llevaban puestos susmejores vestidos nuevos y sombreros depaja. Estaban mirándola conimpaciencia, y tal vez con una pizca detravesura en los ojos. Tiffany pensódeprisa y sonrió.

—Ah, sí, Becky Perdón y NancyErguido, ¿verdad? ¿Qué puedo hacer porvosotras?

Becky Perdón sacó un ramito deflores que llevaba escondido tras laespalda y se lo tendió con timidez.Tiffany lo reconoció, por supuesto. Ellamisma había reunido ramilletes comoaquel para las chicas más mayores

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cuando era pequeña, simplementeporque era lo que se hacía, porqueformaba parte del desbrozo: unascuantas flores silvestres recogidas en laslomas, atadas para formar un ramo con—y esto era lo importante, lo mágico—hierba de la que se había arrancado paradejar al descubierto la piedra caliza.

—Si lo deja bajo la almohada estanoche, soñará con su pretendiente —aseguró Becky Perdón, ahora con elrostro bastante serio.

Tiffany estudió el ramo de flores,que ya empezaban a marchitarse.

—Veamos —dijo—. Hay dulcemurmullo, cojín de dama, trébol de siete

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hojas, que da mucha suerte, una espigade pantalón de viejo, trepadorasorpresa… hum, amaranto y…

Tiffany se quedó mirando lasflorecitas blancas y rojas. Las niñasdijeron:

—¿Se encuentra bien, señorita?—¡Nomerrecuerdes![7] —exclamó

Tiffany, con una brusquedad que nopretendía. Pero las niñas no se dieroncuenta, así que siguió diciendo en tonoalegre—: Es raro verlas por aquí. Debede haber escapado de algún jardín. Ysupongo que ya sabéis que habéis atadoel ramo con carrizos, que hace muchotiempo se usaban para hacer velas de

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junco. Qué sorpresa tan encantadora.Muchas gracias a las dos. Espero que oslo paséis muy bien en la feria…

Becky levantó la mano.—Disculpe, señorita.—¿Querías algo más, Becky?Becky se sonrojó y entabló una

conversación apresurada con su amiga.Se giró de nuevo hacia Tiffany, un pocomás sonrojada pero aun así decidida allegar hasta el final.

—No te puedes meter en líos porhacer una pregunta, ¿verdad, señorita? Osea, ¿solo por preguntar?

Va a ser «¿Cómo puedo hacermebruja de mayor?», pensó Tiffany, porque

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solía serlo. Las niñas la veían montar enescoba y pensaban que ser brujaconsistía en eso. En voz alta dijo:

—Conmigo no, al menos. Hazme tupregunta.

Becky Perdón bajó la mirada haciasus botas.

—¿Usted tiene partes apasionadas,señorita?

Otro de los talentos necesarios parauna bruja es la capacidad de que la carano revele los pensamientos, y sobre todola de impedir a toda costa que se quederígida e inexpresiva. Sin que la voz letemblara lo más mínimo ni asomara unasonrisilla, Tiffany logró replicar:

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—Es una pregunta muy interesante,Becky. ¿Me dices por qué quieressaberlo?

La niña parecía mucho más contentaahora que la pregunta era, por asídecirlo, de dominio público.

—Bueno, señorita, es que pregunté ami abuela si podía ser bruja de mayor, yella me dijo que mejor me lo quitara dela cabeza porque las brujas no tienenpartes apasionadas, señorita.

Tiffany pensó a toda velocidadfrente a las dos solemnes miradas debúho. Son niñas de granja, pensó, asíque tienen que haber visto a gatasteniendo gatitos y a perras teniendo

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perritos. Han visto nacer corderos, yposiblemente a una vaca pariendo a unternero, que suele ser un acontecimientoruidoso y difícil de pasar por alto.Saben lo que me están preguntando.

En ese momento Nancy metió baza:—Lo decimos porque, si es así,

señorita, querríamos que nos devolvieralas flores, ahora que ya se las hemosenseñado, porque tampoco vamos aecharlas a perder, no se ofenda.

Dio un rápido paso atrás.Tiffany se sorprendió de su propia

risa. Hacía mucho tiempo que no reía.Algunas cabezas se volvieron paraenterarse del chiste, y Tiffany logró

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agarrar a las dos niñas antes de quehuyeran y les dio la vuelta.

—Me parece muy bien vuestraactitud —les dijo—. Da gusto oír ideassensatas de vez en cuando. Nunca dudéisantes de hacer una pregunta. Y larespuesta a la que me habéis hecho esque las brujas son iguales que todo elmundo en lo que respecta a las partesapasionadas, pero siempre están tanocupadas yendo de un lado para otro queno tienen tiempo de pensar en ellas.

Las niñas pusieron cara de alivio alcomprobar que su trabajo no había sidodel todo en vano, y Tiffany se preparópara la siguiente pregunta, que volvió a

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ser de Becky.—Entonces ¿tiene algún

pretendiente, señorita?—Ahora mismo no —respondió

Tiffany enseguida reprimiendo suexpresión para no revelar nada. Sostuvoen alto el ramito—. Pero quién sabe: sihabéis hecho bien esto, pronto tendréotro, y en ese caso seréis mejores brujasque yo, eso está claro.

Las dos sonrieron de oreja a orejaante aquella muestra evidente de coba,que acabó con las preguntas.

—Y ahora —añadió Tiffany—, estáa punto de empezar la carrera de quesos.Seguro que no queréis perdérosla.

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—No, señorita —admitieron alunísono.

Y cuando ya iban a marcharse,aliviadas y envanecidas, Becky dio unaspalmaditas a Tiffany en la mano.

—Los pretendientes pueden ser muycomplicados, señorita —dijo con todala seguridad de sus, como bien sabíaTiffany, ocho años en el mundo.

—Gracias —respondió Tiffany—.Lo tendré muy en cuenta.

Los entretenimientos que ofrecía laferia, como la gente haciendo muecascon la cabeza metida en un ahogadero decaballo, o las luchas de almohadas en unposte engrasado, o incluso sacar sapos

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del barreño con la boca, no decían grancosa a Tiffany, y lo poco que le decíanera que no les hiciera caso. Perosiempre le gustaba ver una buena carrerade quesos, que solía celebrarse en unaladera de la colina, aunque no en la queocupaba el gigante porque entoncesnadie querría comerse los quesosdespués.

Eran quesos duros, en ocasionesfabricados a propósito para latemporada de carreras de quesos, y elcreador de la pieza que llegara entera alpie de la colina se llevaba un cinturóncon hebilla de plata y la admiración delpúblico.

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Tiffany era una quesera experta, peronunca participaba. Las brujas no podíanapuntarse a las competiciones comoaquella porque, si ganaban —y Tiffanysabía que uno o dos de sus quesospodrían haber ganado—, todos diríanque era injusto por ser brujas; bueno, eslo que pensarían, aunque muy pocos lodirían en voz alta. Y si perdían, la gentediría: «¿Qué clase de bruja no puedefabricar un queso que gane a los quesosnormales y corrientes que hace la gentenormal y corriente como nosotros?».

La multitud empezó a desplazarsepoco a poco hacia la línea de salida dela carrera de quesos, aunque el tenderete

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de sacar ranas del barreño seguíateniendo mucho público, dado que erauna fuente de entretenimiento muyhumorística y fiable, sobre todo paraaquellos que no tenían la cabeza hundidaen el barreño. Por desgracia, el hombreque se metía comadrejas en lospantalones, y por lo visto tenía unamarca personal de nueve comadrejas, nohabía venido aquel año, y la genteempezaba a preguntarse si habríaperdido su toque. Pero tarde o tempranotodo el mundo se acercaría a la línea desalida de los quesos. Era una tradición.

La ladera tenía mucha cuesta ysiempre había cierta cantidad de

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rivalidad bulliciosa entre lospropietarios de quesos, lo que llevaba aempujones, patadas y moraduras, y aalgún brazo o pierna rota de vez encuando. Todo iba como de costumbremientras los hombres alineaban susquesos, hasta que Tiffany vio, y alparecer fue la única en ver, a un quesopeligroso que llegaba rodando colinaarriba por sí solo. Era de color negropor debajo del polvo, y llevaba atadauna tira de mugrosa tela blanca y azul.

—Oh, no —dijo Tiffany—. Horacio.Y allá donde estés tú, los problemas tesiguen. —Giró en redondo esmerándoseen buscar cualquier signo de algo que no

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debiera estar allí—. Muy bien,escuchadme —murmuró entre dientes—.Sé que ha de haber al menos un miembrodel clan por aquí cerca. Esto no es paravosotros, es para la gente. ¿Entendido?

Pero era demasiado tarde. Elmaestro de ceremonias, con su gransombrero de ala ancha y encaje en elborde, hizo sonar su silbato y la carrerade quesos, en sus propias palabras,procedió a principar, que es unaexpresión mucho más distinguida que«empezó». Y un hombre con encaje en elsombrero no iba a dejarlo en una solapalabra si podía pronunciar tres.

Tiffany tuvo que obligarse a mirar.

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No podía decirse que los corredorescorrieran tras sus quesos, sino más bienque rodaban y resbalaban. Pero escuchólos gritos que se desataron cuando elqueso negro no solo se situó en cabeza,sino que a veces daba media vuelta yregresaba colina arriba para chocarcontra alguno de los inocentes quesosnormales. Tiffany alcanzó a oír unruidito gruñón que salía de él mientrascasi volvió hasta la cima de la colina.

Los corredores de queso leincreparon a gritos e intentaronagarrarlo y darle varazos, pero el quesopirata se lanzó hacia delante, llegó alpie de la ladera justo por delante del

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terrible revoltijo de hombres y quesosque iban amontonándose y, entonces,volvió a rodar hasta la cima y se quedóallí con aire coqueto y sin dejar devibrar suavemente.

En la línea de meta empezaron aestallar peleas entre los participantesque aún podían soltar puñetazos y, comotodo el mundo estaba mirando hacia allí,Tiffany aprovechó para agarrar aHoracio y meterlo en su saco. Al fin y alcabo era suyo. Es decir, lo habíaelaborado ella, aunque debió de colarsealgo raro en el cuajo, porque Horacioera el único queso capaz de comerratones y, si no se le impedía, también a

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otros quesos. Era normal que se llevasetan bien con los Nac Mac Feegle,[8] quelo habían nombrado miembro honoríficodel clan. Era la clase de queso que lescaía bien.

Con disimulo, esperando que nadiese fijara en ella, Tiffany sostuvo el sacoa la altura de su boca y dijo:

—¿Esto te parece forma decomportarte? ¿No te da vergüenza? —Elsaco se bamboleó un poco, pero Tiffanysabía que el vocabulario de Horacio noincluía la palabra «vergüenza», nininguna otra. Bajó el saco, se apartó unpoco de la gente y dijo—: Sé que estásaquí, Rob Cualquiera.

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Y allí estaba, sentado en su hombro.Se le olía. Incluso sin tener en cuenta lopoco que se relacionaban con los bañossalvo en caso de lluvia, los Nac MacFeegle olían siempre como a patata unpoco borracha.

—La kelda quiso que enterárame decómu íbate todo —explicó el cabecillafeegle—. Non pasástete por el montículodesde hace dos semanas, y me da quediole canguelo que hubiérate pasadualgo, con lo mucho que trabajas y tal.

Tiffany refunfuñó, pero solo para símisma. Dijo:

—Es muy amable por su parte.Siempre hay tanto que hacer… Seguro

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que la kelda lo sabe. Y por mucho quehaga siempre quedan cosas pendientes.La necesidad nunca acaba. Pero no haymotivos para preocuparse. Estoy bien. Ypor favor, no vuelvas a sacar a Horacioen público, ya sabes que se emociona.

—Buenu, pero el casu es que en esapancarta de ahí pone que esto es para elpueblu de las colinas, ¡y non hay puebluque sea más de estas colinas quenosotros, que vivimos debaju! Además,quise venir a presentar mis respetos alrapaz que non lleva perneiras. Es unbuen rapaciño grandullón, ya créolo quesí. —Rob calló un momento antes deañadir en voz baja—: Entonces, puedo

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decir a la kelda que estás bastante ben,¿non? —preguntó con un aire nervioso,como si hubiera querido decir más perosupiera que a Tiffany no iba a sentarlebien.

—Rob Cualquiera, te agradeceríamucho que lo hicieses —respondióTiffany—, porque o mucho me equivocoo voy a tener que vendar a mucha gente.

Rob Cualquiera, con el repentinoaspecto de un hombre con una tareaingrata, repitió a toda prisa las palabrasque su esposa le había encargado decir:

—¡Dice la kelda que hay muchosmás peces en el mar!

Y Tiffany se quedó perfectamente

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quieta durante un momento. Después, sinmirar a Rob ni levantar la voz, añadió:

—Dale las gracias a la kelda por susconsejos de pesca. Tengo que ponermanos a la obra, si no te importa, Rob.Pero no te olvides de agradecérselo a lakelda.

La mayoría del público ya estaballegando al pie de la cuesta, para mirarboquiabierto, rescatar o tal vez practicarunos primeros auxilios de principiante alos quejumbrosos participantes de lacarrera. Por supuesto, para losespectadores aquello era otroespectáculo: no era muy habitual ver unabuena colisión múltiple de hombres y

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quesos, y ¿quién sabe? Tal vez hubieraalgunas bajas interesantes.

Tiffany, contenta de tener algo quehacer, no tuvo que abrirse camino aempujones. El sombrero negropuntiagudo podía separar a una multitudmás rápido que un profeta unas aguaspoco profundas. Apartó con gestos alfeliz gentío y dio un par de empujonesenérgicos a los más despistados. Alfinal resultó que aquel año no habíahabido mucha carnicería: un brazo roto,una muñeca rota, una pierna rota y ungran número de cardenales, cortes ysarpullidos provocados por resbalardurante casi todo el recorrido. La hierba

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no siempre es amistosa. Como resultado,había varios jóvenes sufriendo un dolorevidente, pero dejaron bien claro que nopensaban hablar de sus aflicciones conuna señorita, muchas gracias de todosmodos, así que Tiffany les recomendóque al llegar a casa se pusieran unacataplasma fría en la zona afectada,fuera cual fuese, y los vio alejarse conpaso inestable.

En fin, lo había hecho bien, ¿verdad?Había puesto en práctica sus habilidadesdelante de la muchedumbre curiosa y,por lo que oía decir a los ancianos, conbastante pericia. Tal vez solo imaginaraque un par de personas se sonrojaron

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cuando un anciano cuya barba le llegabaa la cintura dijo, sonriente:

—Una chica que sabe colocarhuesos no debería tener problema paraencontrar marido.

Pero el momento pasó y, sin nadamás que hacer allí, la gente empezó ellargo ascenso de vuelta a la cima… yentonces pasó el carruaje, y entonces, yeso fue lo peor de todo, se detuvo.

Llevaba el escudo de armas de lafamilia Florilegio en un lateral. Delcarruaje salió un joven. A su manera erabastante guapo, pero también a sumanera iba tan envarado que podríausarse para planchar sábanas. Era

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Roland. No había dado más de un pasocuando una voz desagradable le dijo,desde dentro del carruaje, que deberíahaber esperado a que el lacayo leabriera la portezuela y que se dieraprisa, que no tenían todo el día.

El joven apretó el paso hacia lamultitud y hubo un acicalamiento generalporque, al fin y al cabo, se acercaba elhijo del barón, dueño de la mayor partede la Caliza y de casi todas sus casas y,aunque era un anciano decente, sin dudamostrar un poco de educación a sufamilia era una maniobra sabia.

—¿Qué ha pasado aquí? ¿Está bientodo el mundo? —preguntó.

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En general la vida en la Caliza eraagradable, y señor y vasallo tenían unarelación basada en el respeto mutuo. Sinembargo, los granjeros habían heredadola idea de que podía ser imprudentecruzar demasiadas palabras con lospoderosos, por si alguna de ellasresultaba estar fuera de lugar. A fin decuentas seguía habiendo una cámara detortura en el castillo y, aunque llevarasiglos sin usarse… bueno, mejor notentar a la suerte, mejor quedarse a unlado y dejar que fuese la bruja quienhablara. Si se metía en apuros, siemprepodía salir volando.

—Uno de esos accidentes que tenían

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que ocurrir, me temo —dijo Tiffany, muyconsciente de ser la única mujerpresente que no había hecho unareverencia—. Habrá que arreglaralgunos huesos rotos y algunas carasrojas. Está todo en orden, gracias.

—¡Ya lo veo, ya lo veo! ¡Buentrabajo, mi joven dama!

Por un instante Tiffany creyó notarun sabor a bilis. ¿«Mi joven dama» enboca de… él? Era casi insultante,aunque no del todo. Pero nadie másparecía haberse dado cuenta. Al fin y alcabo era la forma de expresarse quetenían los nobles cuando intentabanmostrarse amistosos y joviales. Roland

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intenta hablarles igual que su padre,pensó Tiffany, pero a su padre le salepor instinto y se le da bien. No puedehablarse a la gente como si se diera unmitin.

—Os lo agradezco, mi buen señor—dijo.

Bueno, de momento no iba mal deltodo, pero entonces la puerta delcarruaje volvió a abrirse y un delicadopie blanco se posó en el pedernal. Eraella: Violeta, o Leticia, o Jacinta, oalguna otra cosa que sonaba sacada deun jardín. En realidad Tiffany sabía desobra que se llamaba Leticia, pero ¿nopodía permitirse ni una pizca de malicia

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en la privacidad de su propia mente?¡Leticia! Menudo nombre. A mediocamino entre una enfermedad y unestornudo. Además, ¿quién era Leticiapara impedir que Roland acudiese a laferia del desbrozo? ¡Tendría que haberestado! ¡Su anciano padre habría estadosi hubiera podido! ¡Y mira eso!¡Zapatitos blancos! ¿Cuánto le duraríansi tuviera que hacer un trabajo deverdad? Tiffany lo dejó estar ahí: unapizca de malicia era suficiente.

Leticia miró a Tiffany y a la multitudcon algo parecido al miedo y dijo:

—¿Podríamos ir yéndonos, porfavor? Mi madre se está enojando.

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Y el carruaje se marchó, y elorganillero por fin se marchó, y el sol semarchó, y entre las cálidas sombras delocaso algunas personas se quedaron.Pero Tiffany voló sola hasta su casa, amucha altura, donde solo losmurciélagos y los búhos pudieran verlela cara.

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CAPÍTULO 2Música brusca

Tiffany logró dormir una hora antes deque empezara la pesadilla.

Lo que mejor recordaría de aquelanochecer fueron los coscorrones de lacabeza del señor Rastrero contra lapared y la barandilla mientras lo sacaba

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a empujones de la cama y lo arrastrabaescalera abajo tirando de su inmundocamisón. Era un hombre grande y estabamedio dormido, ya que el otro medioestaba borracho como una cuba.

Lo importante era no dejarle pensarni siquiera un momento mientras loremolcaba como si fuera un saco. Elseñor Rastrero pesaba el triple que ella,pero Tiffany sabía cómo hacer palanca.No se podía ser bruja sin sabermanipular a alguien de más peso, ya quede lo contrario nunca podría cambiar lassábanas a un inválido. Y ahora elhombre cayó deslizándose por losúltimos escalones hasta la minúscula

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cocina de la casa y vomitó en el suelo.Tiffany se alegró de ver a aquel

hombre tirado sobre un charco devómito apestoso: era lo mínimo que semerecía. Pero tenía que ponerse almando deprisa, antes de que elhombretón tuviera tiempo de recobrar lacompostura.

La aterrorizada señora Rastrero, unamujer tímida como un ratón, había salidocorriendo entre chillidos por loscaminos que llevaban al pub tan prontocomo había empezado la paliza, y elpadre de Tiffany había enviado a unchico a despertarla a ella. El señorDolorido era un hombre de considerable

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previsión, y tuvo que darse cuenta deque la animación cervecera después depasar el día en la feria podía ser laperdición de todos. Mientras Tiffanyvolaba hacia la casa en escoba, habíaoído comenzar la música brusca.

Dio un bofetón al señor Rastrero.—¿Lo oye? —preguntó sin

contemplaciones mientras señalaba laventana cubierta—. ¿Lo oye? Es elsonido de la música brusca, y la tocanpara usted, señor Rastrero, para usted.¡Y traen palos! ¡Y traen piedras! Traentodo lo que pueden recoger del suelo, ytraen sus puños, y el bebé de su hija hamuerto, señor Rastrero. Ha dado tal

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paliza a su hija, señor Rastrero, que elbebé ha muerto, y ahora hay unasmujeres tranquilizando a su esposa ytodo el mundo sabe que ha sido usted,todo el mundo lo sabe.

Observó sus ojos inyectados ensangre. Las manos del hombre secerraron automáticamente para formarpuños porque siempre habían sido loque utilizaba para pensar. Tiffany sabíaque no tardaría en intentar utilizarlos,porque era más fácil golpear quecavilar. El señor Rastrero se habíaabierto camino en la vida a puñetazos.

La música brusca se acercabadespacio porque es difícil cruzar los

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campos en una noche oscura con lapanza llena de cerveza, por muy virtuosoque uno se sienta. A Tiffany solo lequedaba confiar en que no entraran antesen el granero, ya que en ese casoahorcarían al señor Rastrero allí mismo.Si tenía suerte, solo le ahorcarían.Cuando ella había mirado en el graneroy había visto el asesinato cometido,supo de inmediato que, sin ella, seacabaría cometiendo otro. Se habíallevado el dolor de la chica empleandola magia, y ahora lo guardabasuspendido encima de su propiohombro. Era invisible, por supuesto,pero en la mente de Tiffany ardía con un

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fulgor anaranjado.—Ha sido ese chico —farfulló el

hombre mientras el vómito le goteabapor el pecho—. Siempre por aquí,metiéndole ideas raras en la cabeza paraque no nos obedezca a su madre ni a mí.Y la chica solo tiene trece años. Es unescándalo.

—William también tiene trece años—replicó Tiffany intentando no levantarla voz. Era difícil, con la furia a puntode desbordarse—. ¿Me está diciendoque era demasiado pequeña para unpoco de romanticismo pero no tantocomo para pegarle tan fuerte que hasangrado por lugares de donde nadie

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debería sangrar?Tiffany no estaba segura de que el

hombre hubiera recobrado la razón deltodo, porque hasta en sus mejoresmomentos tenía tan poca que costabasaber si la tenía en absoluto.

—Lo que hacían no estaba bien —dijo él—. Y al final tendrá que haberalgo de disciplina bajo el propio techode un hombre, ¿o no?

Tiffany podía imaginarse el lenguajeexaltado en el pub, mientras arrancabala obertura de la música brusca. En lospueblos de la Caliza no había muchasarmas, pero sí cosas como hoces,guadañas, cuchillas de techador y

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martillos muy, muy grandes. No eranarmas… hasta que se agredía a alguiencon ellas. Y todos sabían el mal genioque tenía el viejo Rastrero, y sabíancuántas veces su esposa había contado alos vecinos que llevaba el ojo moradopor haberse dado contra una puerta.

Sí… Podía imaginar la conversaciónen el pub, con el alcohol metiendo bazay la gente recordando en qué parte desus cobertizos tenían colgadas todasaquellas cosas que no eran armas. Todohombre era el rey de su pequeñocastillo. Eso lo sabía todo el mundo —bueno, al menos todo hombre—, así quenadie se metía en los asuntos del castillo

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de los demás, pero si el castilloempezaba a apestar había que haceralgo, no fueran a caer todos loscastillos. El señor Rastrero era uno delos secretos sombríos del pueblo, peroahora había dejado de ser un secreto.

—Soy su única oportunidad, señorRastrero —dijo Tiffany—. Corra. Cojalo que pueda de aquí y salga corriendoahora mismo. Corra hasta donde nadiehaya oído hablar de usted, y luego corraun poco más por si las moscas, porqueno voy a poder detenerles, ¿lo entiende?Personalmente me trae sin cuidado loque pueda pasarle a un miserable comousted, pero no quiero ver a gente buena

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volverse mala por haber matado aalguien, así que ya tarda en largarsecampo a través, y yo no recordaré enqué dirección iba.

—No puedes echarme de mi propiacasa —masculló él encontrando una vetade rebeldía etílica.

—Ha perdido su casa, su esposa, suhija… y su nieto, señor Rastrero. Estanoche no va a encontrar amigos en estelugar. Lo único que le estoy ofreciendoes su vida.

—¡Ha sido culpa de la bebida! —estalló Rastrero—. ¡Lo he hecho estandobebido, señorita!

—Pero usted ha bebido la bebida, y

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luego otra bebida, y luego otra —dijoella—. Ha bebido la bebida todo el díaen la feria, y si ha vuelto a casa era soloporque la bebida quería irse a la cama.—Tiffany solo notaba gelidez en elcorazón.

—Lo siento.—No basta con eso, señor Rastrero,

no basta ni de lejos. Márchese yconviértase en mejor persona, yentonces, cuando vuelva cambiado, talvez la gente pueda estar dispuesta adarle los buenos días, o al menos asaludar con la cabeza.

Tiffany había estado observando susojos y conocía al hombre. Tenía algo

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hirviendo dentro. Estaba abochornado,perplejo y resentido, y es en esascircunstancias cuando los Rastreros delmundo arremeten.

—No lo haga, por favor, señorRastrero —le pidió—. ¿Tiene la menoridea de lo que le pasaría si pegara a unabruja?

Con esos puños seguro que podríasmatarme de un golpe, pensó, y por esopretendo mantenerte asustado.

—Tú me has echado encima lamúsica brusca, ¿verdad?

Tiffany suspiró.—Nadie controla la música, señor

Rastrero, ya lo sabe. Aparece cuando la

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gente se harta, sin más. Nadie sabedónde empieza. La gente mira a sualrededor y cruza la mirada con alguien,y los demás se dan cuenta. Otra gentecruza la mirada con ellos y así, muydespacio, empieza la música cuandoalguien coge una cuchara y hace sonar unplato, y entonces otro da golpes en lamesa con su jarra, y las botas empiezana aporrear el suelo, cada vez más fuerte.Es el sonido de la ira, el sonido depersonas que no aguantan más. ¿Quiereenfrentarse a la música?

—Te crees muy lista, ¿a que sí? —gruñó Rastrero—. Con tu escoba y tumagia negra, todo el día mangoneando a

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la gente corriente.Era casi digno de admiración. Ahí

estaba, sin ningún amigo sobre la faz dela tierra, cubierto de su propio vómitoy… Tiffany olisqueó y, en efecto,goteaba orina del dobladillo delcamisón, pero aun así era tan tonto comopara replicar de esa manera.

—Lista no, señor Rastrero, solo máslista que usted. Y no es difícil.

—¿Ah, no? Pero ser lista te meteráen líos. Una criaja de nada como tú,metiéndose en los asuntos de losdemás… ¿Qué harás cuando la músicavenga a por ti, eh?

—Corra, señor Rastrero. Váyase de

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aquí. Es su última oportunidad —dijo. Yera muy posible que lo fuera, porque yaempezaban a distinguirse vocesindividuales.

—Bueno, ¿podría su majestad dejarque me ponga las botas, al menos? —repuso él con sarcasmo.

Se agachó hacia un lado de la puerta,pero el señor Rastrero era como un libroabierto muy pequeño, con manchurronesen todas las páginas y una loncha depanceta haciendo de punto de lectura.

Se enderezó descargando unpuñetazo.

Tiffany dio un paso atrás, le asió lamuñeca y liberó el dolor. Sintió cómo

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fluía por su propio brazo, dejándole unhormigueo, y cómo cruzaba su manoahuecada y entraba en Rastrero: todo eldolor de su hija en un solo segundo. Loarrojó al otro extremo de la cocina, ydebió de quemarle todo lo que llevabadentro excepto el miedo animal. Elhombre se abalanzó contra ladesvencijada puerta trasera como untoro, la atravesó y se alejó en laoscuridad.

Tiffany volvió tambaleándose algranero, donde ardía una lámpara. YayaCeravieja le había dicho que el dolortomado de otros no se sentía, pero eramentira. Una mentira necesaria. El dolor

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tomado se sentía, y como en realidad noera un dolor propio podía tolerarse dealgún modo, pero liberarlo dejaba a labruja débil y aturdida.

Cuando llegó la multitud acusadora ybulliciosa, Tiffany estaba sentada ensilencio junto a la chica dormida, en elgranero. El ruido se extendió hastarodear la casa, pero no pasó al interior;era una de las reglas no escritas.Costaba creer que la anarquía de lamúsica brusca pudiera tener reglas, perolas tenía. Tal vez siguiera allí durantetres noches, o se detuviera tras laprimera, y nadie salía de la casa cuandola música llenaba el aire, y nadie

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regresaba a hurtadillas para entrar enella, a no ser que fuera para suplicar elperdón, la comprensión o diez minutospara hacer un petate y marcharse dellugar. La música brusca nunca estabaorganizada. Parecía suceder a todos almismo tiempo. Sonaba cuando un pueblopensaba que un hombre había pegadodemasiado fuerte a su mujer, odemasiado cruelmente a su perro, o si unhombre casado y una mujer casadaolvidaban que estaban casados con otraspersonas. Había otros delitos mástétricos contra la música, pero de ellosno se hablaba abiertamente. A veces lagente podía detener la música

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cambiando de actitud, pero lo normalera que hicieran el equipaje y semudaran antes de la tercera noche.

Rastrero nunca habría captado laindirecta. Rastrero habría salido con lospuños en alto. Y entonces habríaestallado una pelea, y alguien habríahecho una idiotez, es decir, una idiotezmayor que las que habría cometidoRastrero. Y entonces el asunto habríallegado a oídos del barón y tal vezalgunos perdieran su forma de ganarse lavida, lo que les supondría marcharse dela Caliza y recorrer tal vez unos quincekilómetros para encontrar un empleo yuna nueva vida entre extraños.

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El padre de Tiffany era un hombrede instinto fino; abrió poco a poco lapuerta del granero unos minutos mástarde, cuando la música empezaba adecaer. Tiffany sabía que la situación lehería el orgullo, pues, aunque era unhombre respetado, de algún modo ahorasu hija era más importante que él. Lasbrujas no obedecían órdenes de nadie, yella sabía que los otros hombres lepinchaban con el tema.

Sonrió mientras su padre se sentabaen el heno a su lado y la música salvajeno encontraba nada que vapulear,apedrear o ahorcar. El señor Doloridoya era parco en palabras por norma.

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Miró a su alrededor y reparó en elpequeño fardo, envuelto a toda prisa conpaja y tela de saco, que Tiffany habíadejado donde no pudiera verlo la chica.

—Entonces ¿era verdad? ¿Estabaembarazada?

—Sí, papá.El padre de Tiffany parecía tener la

mirada perdida.—Será mejor que no lo encuentren

—dijo, después de un lapso decoroso.—Sí —respondió Tiffany.—Algunos estaban hablando de

colgarle. Lo habríamos impedido, claro,pero habría sido mal asunto que la genteeligiera bando. Esas cosas envenenan a

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un pueblo.—Sí.Se quedaron sentados un rato en

silencio. Después, su padre miró a lachica dormida.

—¿Qué has hecho por ella? —preguntó.

—Todo lo que puedo —contestóTiffany.

—¿Le has hecho el invento ese tuyode llevarte el dolor?

Tiffany suspiró.—Sí, pero no es lo único que voy a

tener que llevarme. Necesitaré una pala,papá. Enterraré al pobrecito en elbosque, donde nadie vaya a enterarse.

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Él apartó la mirada.—Ojalá no hicieras tú estas cosas,

Tiff. Aún no tienes ni dieciséis años, ysolo hago que verte por ahí cuidando ala gente, poniéndoles vendas y vete asaber qué más. No tendrías que estarhaciendo estas cosas.

—Sí, lo sé —afirmó Tiffany.—¿Por qué? —preguntó él de nuevo.—Porque los demás no lo hacen, o

no quieren, o no pueden, por eso.—Pero no es problema tuyo,

¿verdad?—Yo lo hago problema mío. Soy

bruja. Nos dedicamos a esto. Cuando noes problema de nadie más, es problema

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mío —replicó Tiffany enseguida.—Sí, pero aquí todos pensábamos

que era cuestión de volar zumbando conla escoba y cosas por el estilo, no decortar las uñas de los pies a señorasmayores.

—Pero la gente no entiende lo quees necesario —dijo Tiffany—. No esque sean malos; es que no se paran apensarlo. Mira a la señora Calceta, queya solo tiene en el mundo a su gato y unaartritis tremenda. La gente va llevándolede comer, eso es verdad, pero nadie sefijó en que tenía tan largas las uñas delos pies que se le estaban trabando enlas botas, ¡y llevaba un año sin poder

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quitárselas! En la gente de aquí se puedeconfiar para la comida y algún ramo deflores de vez en cuando, pero no estáncuando las cosas empiezan a ponersefeas. Las brujas nos fijamos en esosdetalles. Y sí, también hay un poco devolar zumbando, es cierto, pero engeneral se hace para llegar enseguida alsitio donde las cosas se han puesto feas.

Su padre negó con la cabeza.—¿Y a ti te gusta hacerlo?—Sí.—¿Por qué?Tiffany tuvo que pensar en esa

pregunta, con la mirada de su padre fijaen la cara.

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—Bueno, papá, ¿te acuerdas de quela abuela Dolorido decía siempre: «Dade comer a los hambrientos, viste a losdesnudos y habla por los que no tienenvoz»? Pues yo creo que ahí queda sitiopara «Recoge por los que no puedenagacharse, alcanza por los que no seestiran y limpia por los que no puedengirar el brazo», ¿tú no? Y tambiénporque a veces tienes un buen día quecompensa todos los malos y, durante uninstante, oyes cómo gira el mundo —dijo Tiffany—. No sé expresarlo de otraforma.

Su padre la miró con una especie deasombro orgulloso.

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—¿Y crees que vale la pena,entonces?

—¡Sí, papá!—Entonces estoy orgulloso de ti,

jiggit. ¡Estás haciendo el trabajo de unhombre!

Había utilizado el mote que soloconocía la familia, así que Tiffany le dioun beso educado en lugar de decirle loimprobable que sería ver a un hombreocupándose del trabajo de ella.

—¿Qué vais a hacer con la familiaRastrero? —preguntó.

—Tu madre y yo podríamos acoger ala señora Rastrero y a su hija, y… —Elseñor Dolorido se quedó callado y le

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dirigió una mirada extraña, como siTiffany le diera miedo—. Estas cosasnunca son simples, mi niña. SethRastrero era un tipo bastante decente, dejoven. No era precisamente unalumbrera, eso te lo reconozco, pero a sumanera sí que era buena gente. El queestaba loco era su padre. O sea, enaquellos tiempos las cosas se hacíanmás a lo bruto, y si desobedecías te caíaun bofetón, pero el padre de Seth teníaun grueso cinturón de cuero, con doshebillas, y la tomaba con Seth solo conque lo mirara un poco raro. De verdadque no exagero. Siempre decía que iba aenseñarle una lección.

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—Parece que lo consiguió —dijoTiffany, pero su padre levantó una mano.

—Y luego estaba Molly —siguióexplicando—. Nadie habría dicho queMolly y Seth estuvieran hechos el unopara el otro, porque en realidad ningunode los dos estaba hecho para nadie, perosupongo que juntos eran más o menosfelices. Por aquel entonces Seth erapastor, y a veces se llevaba a losrebaños hasta la gran ciudad. Para esetrabajo no hacía falta muchoaprendizaje, y puede que alguna ovejafuese un pelín más lista que él, pero eraun trabajo necesario y así se ganaba unsueldo y nadie le miraba por encima del

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hombro. El problema era que a vecesdejaba sola a Molly durante semanas,y… —El padre de Tiffany dejó la fraseen el aire, con cara de vergüenza.

—Sé lo que vas a decirme —señalóTiffany para echarle una mano, pero élse negó a asirla.

—No es que fuera mala chica —continuó—. Es que la pobre nunca seenteraba muy bien de las cosas, y nohabía nadie que se las explicara, y poraquí siempre estaban pasandoextranjeros y viajantes. Algunos deellos, unos tipos bastante atractivos.

Tiffany se apiadó de él, allí sentadocon expresión abatida, avergonzado de

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estar explicando a su niñita cosas que suniñita no debería saber.

Así que Tiffany se inclinó hacia él yle dio otro beso en la mejilla.

—Lo sé, papá. De verdad que lo sé.En realidad Ámbar no es hija suya,¿verdad?

—Bueno, yo no he dicho eso, ¿eh?Podría serlo —dijo su padre, nervioso.

Y ahí estaba el problema, seguro,pensó Tiffany. A lo mejor si SethRastrero hubiera sabido la verdad, fueracual fuese, podría haber llegado a unacuerdo con el «quizá». Tal vez. Nuncase sabe.

Pero él tampoco lo sabía, y tendría

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temporadas en las que creía saberlo ytemporadas en las que se ponía en elpeor caso. Y para un hombre comoRastrero, de poco pensar, las ideasoscuras se retorcerían en su cabeza hastaenredarle el cerebro. Y cuando elcerebro deja de pensar, intervienen lospuños.

Su padre estaba observándola conmucha atención.

—¿Tú sabes de esta clase de cosas?—preguntó.

—Lo llamamos «hacer la ronda porlas casas». Todas las brujas la hacemos.Papá, por favor, intenta comprenderme.He visto cosas horribles, y algunas de

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ellas son más horribles todavía porqueeran… bueno, normales. Todos lostrapos sucios guardados a puertacerrada, papá. Cosas buenas y cosasespantosas de las que no voy a hablarte.¡Forma parte de la brujería, y punto!Aprendes a sentir las cosas.

—Bueno, ya sabes que la vida no espan comido para nadie… —empezó adecir su padre—. Hubo una vez enque…

—Cerca de Tajada había unaanciana —le interrumpió Tiffany—.Murió en la cama. Tampoco fue una grandesgracia: se le había acabado la vida,sin más. Pero estuvo allí muerta dos

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meses sin que nadie se preguntara quéhabía pasado. En Tajada son gente unpoco rara. Lo peor de todo fue que susgatos no podían salir y empezaron acomérsela. A ver, era una loca de losgatos y no creo que le hubieraimportado, pero una de ellos tuvo gatitosen su cama. En su misma cama. Luegonos costó muchísimo encontrar sitiosdonde no hubiera llegado la historiapara poder regalar a los gatitos. Y esoque eran unos gatitos preciosos, conunos ojos azules encantadores.

—Hum —respondió su padre—.Cuando dices «en su cama», te refieresa…

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—A que ella seguía dentro, sí —dijoTiffany—. Y he tenido que ocuparme demuertos, sí. La primera vez vomitas unpoco, pero luego te das cuenta de que lamuerte es, en fin, parte de la vida. No estan malo si piensas en ello como en unalista de cosas por hacer y las haces unadetrás de la otra. A lo mejor tambiénlloras un poco, pero todo forma partedel asunto.

—¿Y no te ayudó nadie?—Bueno, un par de señoras me

ayudaron cuando llamé a sus puertas,pero en realidad esa mujer no importabaa nadie. A veces pasa. La gente seescurre por las grietas. —Calló un

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momento—. Papá, seguimos sin usar elviejo cobertizo de piedra, ¿verdad?¿Podrías pedir a un par de los chicosque me lo limpiaran?

—Claro —respondió su padre—.¿Te molesta que te pregunte por qué?

Tiffany oyó la educación en suspalabras: estaba hablando con una bruja.

—Creo que se me está ocurriendouna especie de idea —dijo—. Y meparece que puedo dar buen uso alcobertizo. No pasa de ahí, pero en todocaso tampoco vendrá mal que loarreglemos un poco.

—Bueno, pero aun así no sabes loorgulloso que me siento cuando te veo

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corriendo arriba y abajo con esa escobatuya —insistió su padre—. Eso esmagia, ¿no?

Todo el mundo quiere que exista lamagia, pensó Tiffany. ¿Y qué vas adecirles? ¿Que no, que no la hay? ¿Oque sí, pero que no es como ellos creen?Todos quieren creer que podemoscambiar el mundo con solo chasquearlos dedos.

—Las hacen los enanos —respondió—. No tengo ni idea de cómo funcionan.El truco está en mantenerse encima.

La música brusca ya se habíaextinguido, probablemente porque notenía nada que hacer, o tal vez porque —

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y esto era bastante plausible— si losmúsicos bruscos volvían pronto al pub,podía quedarles tiempo para una últimaronda antes de que cerrara.

El señor Dolorido se levantó.—A esta niña tendríamos que

llevárnosla a casa, ¿no te parece?—Mujer —le corrigió Tiffany

inclinándose sobre ella.—¿Cómo?—Mujer —dijo Tiffany—. Como

mínimo se merece eso. Y yo creo queantes tendría que llevármela a otro sitio.Necesita de una clase de ayuda que yono puedo darle. ¿Puedes ir a pedir unacuerda, por favor? Tengo una correa de

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cuero en la escoba, claro, pero meparece que no bastará. —Oyó unoscrujidos en el pajar elevado y sonrió.Algunos amigos podían ser de lo másfiables.

Pero el señor Dolorido se quedóatónito.

—¿Quieres llevártela del pueblo?—No muy lejos. Es necesario. Pero

tú no te preocupes. Si mamá prepara unacama más, volveré a traerla pronto.

Su padre bajó la voz.—Son ellos, ¿a que sí? ¿Aún te

siguen?—Bueno —respondió Tiffany—,

ellos dicen que no, ¡pero ya sabes lo

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mentirosos que son los Nac Mac Feegle!Había sido un día muy largo y

bastante duro, o Tiffany nunca habríasido tan injusta, pero —qué raro— nollegó ninguna réplica delatora de arriba.Para su sorpresa, de repente la ausenciade feegles resultaba casi tanperturbadora como una sobredosis.

Y entonces, para su deleite, unavocecilla comentó:

—Ja ja ja, esta vez non pillonos,¿eh, rapaces? ¡Non dijimos ni esta bocaes mía! ¡La arpiíña grandullona nonsospecha nada! ¿Rapaces? ¿Rapaces?

—Wullie Chiflado, júrote que nontienes sesos ni para sonarte la nariz —

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dijo una voz parecida pero enfadada—.¿Cuál parte de «a chistar el boqueróntodo el mundo» non entendiste? ¡Aj,pardiez!

La última observación llegó seguidadel ruido de una escaramuza.

El señor Dolorido lanzó una miradanerviosa al techo y se acercó a Tiffany.

—¿Sabes que tienes muy preocupadaa tu madre? Ha vuelto a ser abuela hacepoco, ya lo sabes. Está muy orgullosa detodos ellos. Y de ti también, claro —añadió a toda prisa—. Pero todo esteasunto brujeril… bueno, no es lo que losjóvenes buscan en una esposa. Y ahoraque tú y el joven Roland…

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Tiffany lidió con aquello. Lidiartambién formaba parte de la brujería. Supadre parecía tan desgraciado queTiffany puso su cara de alegría yaseguró:

—Si yo fuera tú, papá, me volvería acasa y dormiría toda la noche. Yo meencargo de esto. En realidad, ahí hay unrollo de cuerda, pero ahora estoy segurade que no va a hacerme falta.

Su padre puso cara de alivio aloírlo. Los Nac Mac Feegle podíanresultar bastante preocupantes paraquienes no los conocieran muy bien,aunque, ahora que lo pensaba, podíanresultar bastante preocupantes por

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mucho que se les conociera; si un feegleentraba en tu vida, no tardaba encambiarla.

—¿Estabais aquí todo el rato? —preguntó con firmeza, tan pronto comosu padre se hubo marchado.

Hubo una lluvia momentánea detrocitos de paja y feegles enteros.

El problema de enfadarse con losNac Mac Feegle era que servía para lomismo que enfadarse con un cartón ocon el tiempo: para nada. Tiffany lo hizode todos modos, porque ya se habíavuelto una especie de tradición.

—¡Rob Cualquiera! ¡Prometiste queno me espiarías!

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Rob levantó una mano.—Ya, ben, ahí dístele, eso es

verdad, peru trátase de una de esasconfunciones, porque en realidad nonestábamos espiandu para nada, ¿a quenon, zagales?

La masa de pequeñas figurasrojiazules que ahora cubría el suelo delgranero alzó la voz en un coro dementiras descaradas y perjurios. Seralentizó a medida que iban viendo laexpresión de ella.

—¿Por qué, Rob Cualquiera, insistesen mentir cuando te pillan con las manosen la masa?

—Ah, buenu, esa es fácil, señorita

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—respondió Rob Cualquiera, que enteoría era el cabecilla de los Nac MacFeegle—. Al fin y al cabu, ¿para qué vasa mentir si non hiciste nada malo? Entodu caso, oféndeme mortalmente hastalos menudillos que háyase calumniadomi buen nombre —dijo, con una ampliasonrisa—. ¿Cuántas veces mintiérate yoa ti?

—Setecientas cincuenta y tres veces—dijo Tiffany—. Cada vez queprometes no volver a meterte en misasuntos.

—Ah, bueeeno —replicó RobCualquiera—, pero sigues siendonuestra arpiíña grandullona.

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—Ese puede ser o no ser el caso —declaró Tiffany, altiva—, pero ahora soymucho más grandullona yconsiderablemente menos «iña» queantes.

—Y muchu más arpía —puntualizóuna voz alegre. Tiffany no tuvo quebuscar para saber quién había hablado.Solo Wullie Chiflado podía meter lapata tan hasta el cuello. Bajó la miradahacia su carita sonriente. Además,Wullie nunca acababa de entender quéhabía hecho mal.

¡Arpía! Sonaba fatal, pero para losfeegles todas las brujas eran arpías, porjóvenes que fuesen. No lo decían con

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segundas… bueno, probablemente no lodijeran con segundas, aunque no sepodía estar segura, y a veces RobCualquiera sonreía al decirlo, pero noera culpa suya que para todo el quemidiera más de quince centímetros lapalabra sugiriese alguien que se peinacon rastrillo y tiene peores dientes queuna oveja vieja. Que llamen a alguienarpía cuando tiene nueve años puede serhasta gracioso. Ya no lo es tanto cuandose tiene casi dieciséis y se ha pasado undía muy malo y se ha dormido muy pocoy de verdad, de verdad se necesita unbaño.

Rob Cualquiera a todas luces se

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percató de ello, porque se volvió haciasu hermano y dijo:

—Supongu que recordarás, hermanomío, que a veces deberías meter la testapor el traseru de un pato en vez dehablar.

Wullie Chiflado se miró los pies.—Siéntolo, Rob. Es que non

encontré ningún pato agora mesmo.El líder de los feegles miró a la

chica tumbada en el suelo, durmiendoreposada bajo la manta, y de repente seimpuso la seriedad.

—Si hubiéramos estadu aquí cuandopasó todo esu del cinturón, habría sidoun mal día para él, eso asegúrotelo yo

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—aseveró Rob.—Pues entonces, me alegro de que

no estuvierais —respondió Tiffany—.No queréis que la gente suba a vuestrotúmulo con palas, ¿verdad que no?Alejaos de los grandullones,¿entendido? Les ponéis nerviosos.Cuando la gente se pone nerviosa, seenfada. Pero ya que estáis aquí, podéisayudarme y hacer algo útil. Quiero subira esta pobre chica al montículo.

—Sí, sabémoslo —dijo Rob—.¿Acasu non fue la kelda en personaquien envionos aquí abaju a buscarte?

—¿Lo sabía? ¿Jeannie sabía esto?—Non sé —respondió Rob,

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nervioso. Tiffany sabía que siempre leponía nervioso hablar de su esposa. Laamaba con locura y le temblaban lasrodillas ante la mera idea de que Jeanniefrunciera el ceño en su dirección. Lavida de los demás feegles consistía enpelear, robar y emborracharse, conalgunas partes adicionales comoconseguir comida, que en generalrobaban, y hacer la colada, que engeneral no hacían. Como marido de lakelda, a Rob Cualquiera además lecorrespondía hacer la Explicamienda,que nunca era tarea fácil para un feegle—. Jeannie tiene la sabienda de lascosiñas, ya sabes —añadió, sin mirar

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directamente a Tiffany.En ese momento sintió lástima por

él, al pensar que tenía que ser preferibleestar entre la espada y la pared que entreuna kelda y una arpía.

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CAPÍTULO 3A quienes haya perturbado el sueño

La luna estaba alta en el cielo yconvertía el mundo en un rompecabezasde bordes afilados en negro y plata,mientras Tiffany y los feegles subían alas lomas. Los Nac Mac Feegle podíandesplazarse en el silencio más absoluto

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cuando querían. En alguna ocasiónhabían cargado con la propia Tiffany, ysiempre era un trayecto suave y enrealidad bastante agradable, sobre todosi se habían bañado alguna vez en elúltimo mes.

Todos los pastores de las colinasdebían de haber visto el túmulo feegleen alguna ocasión. Nadie hablaba nuncade él. Sobre algunas cosas conveníaguardar silencio, como por ejemplo elhecho de que la desaparición de ovejasen la loma donde vivían los feegles eramucho menor que en zonas de la Calizamás alejadas. Pero, por otra parte, sídesaparecían algunas ovejas; siempre

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eran los corderos débiles o losejemplares muy viejos (a los feegles lesgustaba la carne fuerte y dura, quepodían masticar durante horas). Losrebaños estaban vigilados, y losguardias recibían su paga. Además, elmontículo estaba muy cerca de lo pocoque quedaba de la cabaña de pastoreode la abuela Dolorido, que era casiterreno sagrado.

A medida que se acercaban, Tiffanypudo oler el humo que se filtraba porentre las matas de espinos. Bueno, almenos para entrar en el túmulo notendría que meterse por la conejera, ymenos mal. No pasaba nada por hacer

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esas cosas a los nueve años, pero a losdieciséis los resultados eran laindignidad, un buen vestido echado aperder y, aunque Tiffany jamás loadmitiría, sufrir incómodos aprietos.

Pero la kelda Jeannie había hechocambios. Bastante cerca del túmulohabía una vieja cantera de caliza a laque se llegaba por un pasadizosubterráneo. La kelda había puesto a suschicos a trabajar en ella para añadirleláminas de hierro acanalado y unaslonas que habían «encontrado», conaquella forma tan particular que teníande «encontrar» cosas. El lugar seguíateniendo el aspecto de la típica cantera

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de caliza de las lomas, porque losfeegles habían cubierto el hueco tanmeticulosamente con zarzas yenredaderas de lucía trepadora y falsahabichuela que incluso a un ratón lecostaría horrores pasar al interior. Sinembargo, el agua pasaba, se deslizabapor el hierro y llenaba unos barrilesdispuestos en la parte inferior. Ahorahabía mucho más espacio para cocinar, ytambién para que Tiffany pudiera bajarsi se acordaba de gritar su nombre antes,de forma que unas manos invisiblestiraran de cordeles y le abrieran uncamino entre las zarzas inexpugnablescomo por arte de magia. Allí abajo la

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kelda había instalado su cuarto de bañoprivado; los demás feegles se bañabansolo cuando había algo que se lorecordaba, como un eclipse lunar.

Hicieron entrar a Ámbar por elhueco del montículo, y Tiffany esperóimpaciente cerca del lugar adecuado delbosquecillo de zarzas hasta que losespinos se apartaron por arte de magia.

Jeannie, la kelda, casi tan redondacomo una pelota, estaba esperándola conun bebé en cada brazo.

—Alégrome mucho de verte, Tiffany—saludó, y por algún motivo la frasesonó rara y fuera de lugar—. Dije a losrapaces que salieran a corretear por ahí

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fuera —siguió diciendo—. Esto esasuntu de mujeres, y non es faena fácil,como supongo que ya sabrás. Rob y losotros dejaron a la chica abajo, junto alfuego, y ya empecé a darle los relajos.Tiene todu el aspecto de que pondrasebien, pero esta noche hiciste un buentrabajo. Ni siquiera tu famosa señoraCeravieja en persona pudo haberlohecho mejor.

—Ella me enseñó a llevarme eldolor —explicó Tiffany.

—¿Ah, sí? —replicó la keldadedicando una mirada extraña a Tiffany—. Espero que nunca véaste en situaciónde lamentar el día en que hízote… ese

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honor.En aquel momento llegaron varios

feegles por el túnel que daba almontículo principal. Sus miradas deincomodidad pasaron una y otra vez desu kelda a su arpía, y un reacio portavozcomentó:

—Non es por meternos donde nonllámannos, señoras, pero estábamospreparandu una recena, y Rob dijo quepreguntáramos si la arpiíña grandullonaquisiera un poquín…

Tiffany olisqueó. El aire traía unaroma particular, que era como el tipode aroma que llega cuando se ponecarne de oveja en las inmediaciones de,

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por ejemplo, un asadero. De acuerdo,pensó, ya sabemos que lo hacen, ¡pero almenos podrían tener la educación de nohacerlo delante de mí!

El portavoz debió de caer en lomismo porque, mientras estrujaba confrenesí el borde de su kilt usando las dosmanos, como tienden a hacer los feeglescuando mienten como bellacos, añadió:

—Bueeeno, pareciome oír que a lomejor un pedazo de vejiña cayose poraccidente en la parrilla donde estábasecocinando, o algu del estilo, y nosotrosintentamos sacarla, pero… buenu, yasabes cómo son las vejiñas; el caso esque montó en pánico y resistiose. —

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Llegado a aquel punto, el evidente alivioque el portavoz sentía por haber sidocapaz de improvisar algún tipo deexcusa le llevó a aspirar a las más altascumbres de la ficción, y siguió diciendo—: Opínome yo que la vejiña tuvieratendencias suicidas causadas por nontener nada más que hacer en todu el díaque comer hierba.

Miró esperanzado a Tiffany para versi había colado, pero en ese momento lakelda intervino con brusquedad:

—Jock Pequeño Picodeoro, ya estásvolviendo ahí dentru y diciendo que laarpiíña grandullona quiere un buenbocadiño de cordero, ¿estamos? —Alzó

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la mirada hacia Tiffany y continuó—: Ysin discutir, rapaza. Paréceme a mí queestás casi desfallecida del tiempo quehace que non comes un buen platocaliente. Ben sé yo que las brujas cuidande todos menos de ellas mesmas. Podéisir tirandu, rapaces.

Tiffany seguía notando una tensiónen el aire. La kelda, sin apartar de ellasu mirada diminuta pero solemne, dijo:

—¿Acuérdaste de ayer?Sonaba a pregunta tonta, pero

Jeannie jamás hacía nada tonto. Valía lapena darle un par de vueltas, aunque loque Tiffany ansiaba era comer un pocode cordero suicida y dormir una noche

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entera.—Ayer… Bueno, supongo que ahora

ya es anteayer, pero me llamaron deAbrocho de Abajo —respondió,pensativa—. El herrero habíadescuidado su fragua, y cuando reventóle cayeron carbones al rojo vivo portoda la pierna. Le traté y me llevé eldolor, que dejé en su yunque. Me dioonce kilos de patatas por hacerlo, trespieles de ciervo curtidas, medio cubo declavos, una sábana vieja peroaprovechable para hacer vendas y unfrasquito de grasa de erizo, que según suesposa es el mejor remedio para lainflamación de los conductos. También

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tomé un buen plato de estofado con lafamilia. Después, ya que estaba en lazona, me acerqué a Abrocho de MásAbajo para ver cómo iba el problemilladel señor Gower. Le mencioné la grasade erizo y él me dijo que era mano desanto para curar los inmencionables, yme cambió un jamón entero por elfrasco. La señora Gower me hizo el té yme dejó recolectar una canasta de amorencurtido, que crece mejor en su jardínque en ningún otro sitio que haya vistonunca. —Tiffany se detuvo un momento—. Ah, sí, y luego me desvié hastaVeteasaber para cambiar unacataplasma, y después bajé a atender al

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barón, y luego, claro, ya me quedó elresto del día para mis cosas. ¡Ja! Peroen general no fue un día malo, porque lagente estaba demasiado atareadapensando en la feria.

—Y colorín colorado, el día se haacabado —replicó la kelda—, y sinduda fue un día ocupadu y productivo.Pero yo llevu todo el día conpremoniciones sobre ti, TiffanyDolorido. —Jeannie levantó una manitade color avellana mientras Tiffanyempezaba a protestar y continuóhablando—: Tiffany, debes saber quecuido de ti. Eres la arpía de las colinas,al fin y al cabu, y tengo el poder de verte

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en mi testa, de tenerte echado un ojo,porque alguien ha de hacerlu. Sé quesábeslo porque eres lista, y sé que fingesque non sábeslo, igual que yo finjo quenon sé que lo sé, y seguro que esotambén lo sabes, ¿verdad?

—Creo que necesito lápiz y papelpara seguirte —dijo Tiffany intentandoquitar hierro al asunto.

—¡Non tiene gracia! Véote nubladaen mi testa. Peligro a tu alrededor. Y lopeor de todu es que non atino a ver dedónde proviene. ¡Y eso non puede ser!

Al mismo tiempo que Tiffany abríala boca, apareció media docena defeegles correteando por el túnel del

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montículo, llevando un plato entre todos.Tiffany no pudo evitar reparar, porquelas brujas siempre reparan en todo a lamenor ocasión, en que la decoraciónazul del borde se parecía mucho a la dela segunda mejor vajilla de su madre. Elresto del plato quedaba oculto por ungran filete de carnero, con guarnición depatatas asadas. Olía de maravilla, y suestómago se impuso al cerebro. Unabruja comía allí donde podía y dabagracias.

La carne estaba partida por la mitad,aunque la mitad de la kelda era un pocomás pequeña que la mitad de Tiffany. Entérminos estrictos, no puede haber una

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mitad que sea más pequeña que la otramitad, porque entonces no sería unamitad, pero los seres humanos entiendenlo que significa. Y las keldas siempredemostraban un apetitodesproporcionado con su tamaño,porque tenían bebés que fabricar.

De todas formas, aquel no eramomento de hablar. Un feegle ofreció aTiffany un cuchillo que en realidad eraun espadón feegle, y luego sostuvo enalto una lata más bien mugrosa con unacucharilla dentro.

—¿Salsa? —ofreció con timidez.Aquello se pasaba un poco de

elegante para ser una comida feegle,

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aunque Jeannie estaba civilizándolos unpoco, en la medida en que se podíacivilizar a un feegle. Por lo menos ibanmejorando en algo. Sin embargo, Tiffanyera lo bastante sensata como pararecelar.

—¿Qué lleva? —dijo, consciente deque era una pregunta peligrosa.

—Ah, unas cosiñas estupendas —respondió el feegle removiendo lacuchara en la lata—. Lleva manzanasilvestre, sí, y semilla de mostaza yrábanu picante y caracol y hierbas delbosque y ajo y una pizquiña de malditotrepa… —Pero una palabra le habíasalido un poco demasiado rápida para el

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gusto de Tiffany.—¿Caracol? —interrumpió.—Ah, sí, sí, muy nutritivo, todu

lleno de vitiminas y monirales, ya sabes,y tambén de protipiñas de esas, y lomejor de todu es que, si póneslesbastante ajo, saben a ajo.

—¿A qué saben si no les pones ajo?—preguntó Tiffany.

—A caracoles —dijo la keldaapiadándose del camarero—, y debodecir que son buenos para comer, rapazamía. Los chicos sácanlos por la nochepara que pasten col silvestre y diente deleón. Tienen buen sabor, y creo quealegrarate saber que non róbase nada

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para tenerlos.Tiffany tuvo que reconocer que le

parecía bien. Los feegles eran unosladrones tan redomados comoinsistentes, y robaban sobre todo pordiversión. Por otra parte, y con la genteapropiada en el lugar apropiado y elmomento apropiado, podían ser muygenerosos, como por suerte estabasiendo el caso.

—Aun así, ¿feegles granjeros? —preguntó en voz alta.

—Ah, non, non —dijo el portavozmientras los compañeros interpretabanuna pantomima del disgusto ofendidodiciendo «puaj» y metiéndose los dedos

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en la garganta—. Non somos granjeros,esto es trashumancia de ganadu,adecuada para los que somos de espítitulibre y gústanos sentir el vientoentrándonos en los kilts. Agora, tambéndígote que las estampidas pueden ser unpoquiño embarazosas.

—Ponte un poco, por favor —lerogó la kelda—. Los animará a seguirhaciéndolo.

En realidad, la flamante alta cocinafeegle era bastante sabrosa. A lo mejores verdad eso que dicen, pensó Tiffany,lo de que el ajo pega con todo. Menoscon las natillas.

—Non hagas casu a mis rapaces —

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dijo Jeannie cuando las dos hubieroncomido hasta hartarse—. Los tiemposestán cambiando y creo que sábenlo.Para ti tambén. ¿Cómo siénteste?

—Ah, ya sabes. Como siempre —respondió Tiffany—. Cansada,aturullada y molesta. Esas cosas.

—Trabajas demasiado, rapaza mía.Témome que non estés comiendo losuficiente, y está claru como el agua quenon duermes lo suficiente. Me preguntocuándu fue la última vez que dormisteuna noche del tirón en una cama deverdad. Sabes que necesitas el sueñu,que non puédese pensar ben sindescansar. Témome que prontu

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necesitarás toda la fuerza que puedasreunir. ¿Quieres que póngate los relajos?

Tiffany volvió a bostezar.—Gracias por la oferta, Jeannie —

respondió—, pero no creo que me haganfalta, si te parece bien. —Había unvellón grasiento amontonado en elrincón, que seguramente hacía pocohabía pertenecido a la oveja que decidiódespedirse del mundo cruel y suicidarse.Tenía un aspecto muy tentador—.Tendría que ir a ver a la chica. —Laspiernas de Tiffany parecían reacias amoverse—. Pero me imagino que en unmontículo feegle tiene bien guardadaslas espaldas.

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—Ah, non —dijo Jeannie en vozbaja mientras los ojos de Tiffany secerraban—. Aquí tiene ben guardadomucho, mucho más que las espaldas.

Cuando Tiffany empezó a roncar,Jeannie subió con paso lento el túnelpara llegar al túmulo en sí. Ámbarestaba acurrucada cerca de la hoguera,pero Rob Cualquiera había apostado avarios de los feegles más viejos ysabios a su alrededor. El motivo era quehabía empezado la pelea nocturna. LosNac Mac Feegle peleaban con la mismafrecuencia con que respiraban, ynormalmente al mismo tiempo. Lohacían a modo de modo de vida, en

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cierto modo. Además, cuando solo semide unos pocos centímetros, el mundoestá lleno de cosas contra las que luchar,así que más vale aprender pronto.

Jeannie se sentó junto a su marido ycontempló la trifulca un rato. Los feeglesjóvenes rebotaban contra las paredes,contra sus tíos o entre ellos. Al cabo deun tiempo, dijo:

—Rob, ¿crees que estamos criandoben a nuestros rapaces?

Rob Cualquiera, que era sensible alestado de ánimo de Jeannie, echó unvistazo a la chica dormida.

—Aj, sí, esu está clarísimo… Eh,¿viste eso? ¡Jock Un Poco Más Pequeño

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Que Jock Pequeño dio una patada aWullie en todu el bico! ¡Eso sí es pelearsucio, y mira que aún non mide ni ochucentímetros!

—Un día será un guerreroimpresionante, Rob, sí que es verdad —reconoció Jeannie—, pero…

—Es lo que siempre dígoles yo —continuó Rob Cualquiera, emocionado,mientras el joven feegle pasaba volandopor encima de ellos—: ¡El camino haciael éxitu consiste en atacar solu apersonas que sean muchu más grandesque uno! ¡Es una regla importante!

Jeannie suspiró mientras otro feeglejoven se estampaba contra la pared,

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sacudía la cabeza y corría de vuelta a lapelea. Era casi imposible herir a unfeegle. Cualquier humano que intentarapisotear a uno de ellos descubriría queel hombrecillo que creía tener bajo labota estaba en realidad trepando por lapernera de su pantalón, y después de esola situación solo podía empeorar.Además, si alguien veía a un feegle, lomás normal era que cerca hubiera otrosmuchos que no había localizado, y ellossin duda le habrían localizado a él.

A lo mejor los grandullones tienenproblemas más grandes porque son másgrandes que nosotros, pensó la kelda.Suspiró para sus adentros. Nunca se lo

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revelaría a su marido, pero a veces sepreguntaba si un feegle joven podíaaprender y sacar provecho de algocomo, bueno, la contabilidad. Algu porlo que non tuviera que rebotar contraparedes ni pasarse el día peleando. Peroen ese caso ¿seguiría siendo un feegle?

—La arpiíña grandullona tiénemecanguelosa, Rob —confesó—. Pasa algomalo.

—Ella quiso ser arpía, cariñu —respondió Rob—. Agora tendrá quealiviar su malandanza, igual quenosotros. Es una luchadora ben maja, yasábeslo. Besó al Señor del Inviernuhasta matarlo, y atizó a la Reina de los

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Elfos con una sartén. Y tambénacuérdome de la vez en que aquellabesta invisible metiósele en la testa yella peleó hasta que pudo alejarla. Esuna luchadora.

—Ah, eso selo muy ben —dijo lakelda—. Besó a la faz del inviernu ytrajo de vuelta la primavera. Fuegrandioso lo que hizo, desde luegu, perollevaba puesta la túnica del verano. Fueese poder el que envió hacia él, non soloel suyo propio. Hízolo de maravilla,ojo; non ocúrreseme nadie que pudierahaberlo hechu mejor. Pero débese andarcon cuidado.

—¿Qué enemigu puede tener que non

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podamos combatir junto a ella? —preguntó Rob.

—Non sabría decirte —respondió lakelda—, pero es la impresión que tengodentro de mi testa. Cuando besó alinviernu, sacudiome hasta las entrañas.Diome la sensación de que agitaba elmundu entero, y non dejo de preguntarmesi puede haber a quienes hayaperturbado el sueño. Asegúrate, RobCualquiera, de tenerle más de un ojoechado.

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CAPÍTULO 4Ni en manos de pobre

El sonido de la risa despertó a unahambrienta Tiffany. Ámbar estabadespierta y, contra toda probabilidad,alegre.

Tiffany averiguó el motivo cuando

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logró apretujar la mayoría de su cuerpoen el túnel que llevaba al montículo. Lachica aún estaba acurrucada en el suelo,pero un grupo de feegles jóvenes estabaentreteniéndola con sus volteretas, saltosmortales y algún tropezón humorísticode vez en cuando.

La risa era más joven que la propiaÁmbar: sonaba como las monerías quehace un bebé al ver cosas brillantes decolores bonitos. Tiffany no sabía cómofuncionaban los relajos, pero eranmejores que cualquier cosa que pudierahacer una bruja; parecían asentar alpaciente y sanarlo desde dentro de lacabeza hacia fuera. Curaban a la gente y,

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lo mejor de todo, hacían que olvidara. Aveces, en opinión de Tiffany, la keldahablaba de ellos como si estuvieranvivos, como si fuesen tal vez ideas convida, o criaturas vivas benéficas que, dealgún modo, se llevaban las cosasmalas.

—Va mejorando —dijo la keldaapareciendo de la nada—. Pondrasebien. Tendrá pesadillas cuando vayasaliendu la oscuridad. Los relajos nonpueden hacerlo todo. Agora estávolviendo a ser ella mesma, desde elmesmo principio, y eso es lo mejor quepuédele pasar.

Aún era de noche, pero el amanecer

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ya se perfilaba en el horizonte. Tiffanytenía un trabajo sucio que hacer antesdel alba.

—¿Puedo dejarla aquí contigo unratito? —pidió—. Tengo una cosilla queha de hacerse.

No tendría que haberme dormido,pensó mientras salía de la cantera.¡Tendría que haber vuelto enseguida!¡No tendría que haber dejado alpobrecito allí!

Desenredó su escoba de los espinosque rodeaban el túmulo y se quedópetrificada. Había alguien observándola,lo notaba en la nuca. Se giró de sopetóny vio a una anciana vestida de negro,

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bastante alta pero apoyada en un bastón.Mientras Tiffany la miraba la mujer sedesvaneció lentamente, comoevaporándose hasta fundirse con elpaisaje.

—¿Señora Ceravieja? —dijoTiffany al aire vacío, pero era ridículo.Yaya Ceravieja no se dejaría ver conbastón ni muerta, y desde luego muchomenos se dejaría ver viva.

Captó un movimiento con el rabillodel ojo. Al volverse de nuevo, encontróuna liebre levantada[9] sobre sus patastraseras, observándola con interés y sinel menor atisbo de miedo.

Solían hacerlo, por supuesto. Los

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feegles no las cazaban, y el típico perropastor se quedaría sin piernas antes deque una liebre se quedara sin aliento. Laliebre no tenía madriguera estrecha en laque verse atrapada, ya que su hogarestaba en la velocidad, en cruzar elterreno como una exhalación, como unsueño del viento… y por eso podíapermitirse quedarse sentada a ver pasarel lento mundo.

Aquella liebre ardió en llamas.Resplandeció durante un momento yluego, intacta del todo, se alejó a lacarrera.

Muy bien, pensó Tiffany mientrasacababa de desenganchar la escoba,

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vamos a considerar lo que ha pasadocon sentido común. La hierba no estáchamuscada y las liebres no tienen famade estallar en llamas, así que… Sedetuvo al abrirse una minúsculatrampilla en su memoria.

La liebre corre al fuego.¿Eso lo había leído en alguna parte?

¿Lo había oído en alguna canción? ¿Enuna nana? ¿Qué tenía que ver la liebrecon todo lo demás? Pero Tiffany era unabruja al fin y al cabo y tenía trabajo quehacer. Los presagios misteriosos podíanesperar. Las brujas sabían que habíapresagios misteriosos para dar y regalar.El mundo casi siempre rebosaba de

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presagios misteriosos. El truco estaba enelegir el que más conviniera.

Los murciélagos y los búhos seapartaron sin esfuerzo de la trayectoriade Tiffany, que sobrevolaba el pueblodurmiente. La casa de los Rastreroestaba en el mismo límite. Tenía huerto.Todas las casas del pueblo tenían huerto,la mayoría de ellos para cultivarverduras o, si la esposa llevaba la vozcantante, verduras y flores a partesiguales. Delante de casa de los Rastrerohabía diez metros de ortigas.

Verlas siempre sacaba a Tiffany dequicio y hasta de la casa entera. ¿Tantohabría costado arrancar las malezas y

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plantar una buena cosecha de patatas?Lo único que necesitaban era estiércol, yeso nunca faltaba en un pueblo degranjeros; lo difícil era impedir queacabara dentro de la casa. El señorRastrero debería haberse esforzado unpoco.

El hombre había regresado algranero, o por lo menos alguien habíaentrado. Ahora el bebé estaba encimadel montón de paja. Tiffany habíallegado preparada con un trozo desábana de lino vieja pero aprovechable,que al menos era mejor que la paja y latela de saco. Pero alguien habíatrasladado el cuerpecito y lo había

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rodeado de flores, aunque las flores enrealidad fuesen ortigas. Además, habíaencendido una vela sobre una palmatoriade hojalata como las que había en todaslas casas del pueblo. Una palmatoria.Fuego. Sobre una pila de paja suelta. Enun granero lleno de heno reseco y máspaja. Tiffany lo contempló horrorizada,y entonces oyó un gruñido en lo alto.Había un hombre colgado de las vigasdel granero.

La viga crujió. Bajaron flotando unpoco de polvo y unas briznas de heno.Tiffany se apresuró a atraparlas ylevantó la vela antes de que la siguienteoleada de briznas incendiara el granero

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entero. Estaba a punto de apagar la velade un soplido cuando cayó en la cuentade que, si lo hacía, se quedaría aoscuras con el cuerpo que giraba poco apoco y podía ser un cadáver o no serlo.La dejó en el suelo junto a la puerta, contodo el cuidado del mundo, y tanteó a sualrededor en busca de algo afilado. Peroaquel era el granero de los Rastrero ytodas las herramientas estabanembotadas, salvo una sierra.

¡El que está ahí arriba tiene que serél! ¿Quién va a ser si no?

—¿Señor Rastrero? —dijo mientrastrepaba hacia las vigas polvorientas.

Se oyó algo parecido a un resuello.

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¿Era buena señal?Tiffany logró rodear un travesaño

con una pierna, lo que le dejó una manolibre para manejar la sierra. Elproblema era que necesitaba otras dosmanos. La cuerda estaba tensa en tornoal cuello del hombre, y los dientesromos de la sierra rebotaban contra ella,haciendo que el cuerpo oscilara aúnmás. Para colmo, el muy idiota estabaempezando a revolverse, de modo que lacuerda ya no solo se balanceaba, sinotambién se retorcía. Tiffany no tardaríaen caerse.

Notó un movimiento en el aire,vislumbró un destello de hierro, y

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Rastrero cayó a plomo. Tiffany logrómantener el equilibrio hasta agarrarse aun travesaño polvoriento y mediodescendió, medio resbaló hasta el suelo.

Atacó la cuerda con las uñas, peroestaba tan tensa como un tambor… Y enese momento debió haber sonado unaráfaga musical, porque de pronto allíestaba Rob Cualquiera, justo delante deella. Llevaba en la mano un espadóndiminuto y brillante, y le lanzó unamirada de interrogación.

Tiffany gimió para sí misma. ¿Québien hace usted, señor Rastrero? ¿Québien ha hecho en su vida? Ni siquiera escapaz de ahorcarse como corresponde.

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¿Qué bien podrá llegar a hacer? Si ahorale dejara terminar lo que ha empezado,¿no estaría haciéndoles un favor almundo y a usted mismo?

Era lo que tenían los pensamientos.Se pensaban a sí mismos y luego ibancayendo en la mente con la esperanza deque se opinara como ellos. Lospensamientos como ese debían apartarsede un manotazo, porque podían tomar elcontrol de una bruja si se les permitía. Yentonces todo se vendría abajo y noquedaría nada más que las carcajadashistéricas.

Tiffany había oído decir que siquerías entender a alguien tenías que

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saber por dónde le apretaban loszapatos, lo que no tenía mucho sentidoporque, para cuando lo supieras,probablemente también sabrías que esealguien estaba persiguiéndote paraacusarte de robo de calzado… aunquepor supuesto, seguramente escaparíasporque tu perseguidor iba descalzo.Pero Tiffany entendía a qué se refería eldicho, y tenía delante a un hombre alborde de la muerte. No había elección,ninguna en absoluto. Tenía que alejarlode ese borde por un puñado de ortigas:en el interior del muy desgraciadoquedaba algo que aún podía ser bueno.Era una chispita de nada, pero estaba

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ahí. Y no había discusión.Mientras en el fondo odiaba lo

sentimental que podía llegar a ser, hizoun gesto con la cabeza al gran hombredel clan feegle.

—Muy bien —dijo—, procura nohacerle demasiado daño.

La espada centelleó y el corte tuvodelicadeza de cirujano, aunque uncirujano se habría lavado las manosantes.

La cuerda saltó como por resorte alcortarla Rob y salió despedida como sifuera una serpiente. Rastrero dio unabocanada de aire tan profunda que, juntoa la puerta, la llama de la vela pareció

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menguar un instante.Tiffany se puso de pie y se sacudió

la paja de las rodillas.—¿Para qué ha vuelto? —le

preguntó—. ¿Qué estaba buscando?¿Qué esperaba encontrar?

El señor Rastrero se quedó allítendido. Ni siquiera pudo soltar ungruñido por respuesta. En aquelmomento era difícil odiarle, viendocómo jadeaba en el suelo.

Ser una bruja significaba tomardecisiones, en general las decisionesque la gente normal no quería tomar o decuya existencia ni siquiera sabía. Asíque Tiffany limpió la cara del hombre

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con un trozo de trapo que habíaempapado con la bomba del huerto yenvolvió al niño muerto con elfragmento de tela más grande y limpioque había traído con ese propósito. Noera la mejor mortaja posible, pero erahonrada y civilizada. Se recordó a símisma, como ensoñada, que tenía quereponer sus suministros de vendajesimprovisados, antes de comprender loagradecida que debía sentirse.

—Gracias, Rob —dijo—. No creoque hubiera podido apañármelas sola.

—Me da a mí que pudiera ser que sí—respondió Rob Cualquiera, aunque losdos sabían que no era cierto—. Dio la

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casualidad de que marchaba por aquí, yasabes, non porque estuviera siguiéndoteni nada. Una coincidencia de esas.

—Últimamente ha habido muchas deesas coincidencias —comentó Tiffany.

—Sí —convino Rob sonriendo—.Será otra coincidencia.

Era imposible avergonzar a unfeegle. Sencillamente no entendían elconcepto.

Rob estaba observándola.—¿Qué pasará agora? —preguntó.Y esa era la cuestión. Las brujas

necesitaban convencer a la gente de quesabían qué hacer a continuación, aunqueno lo supieran. Rastrero viviría, y el

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pobre niño no iba a dejar de estarmuerto.

—Me encargaré de las cosas —respondió—. Es lo que hacemossiempre nosotras.

Solo que estoy yo sola y no hayningún «nosotras», pensó mientrasvolaba entre la niebla matutina hacia ellugar de las flores. Ojalá, ojalá lohubiera.

En el bosque de avellanos había unclaro que estaba florido desdeprincipios de primavera hasta finales deotoño. Allí crecía la ulmaria, la

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dedalera, el pantalón de viejo, el Jack-métete-en-la-cama, el bonete de damas,el tres-veces-Charlie, la salvia, lahierba lombriguera, la milenrama, elamor de hortelano, la prímula y dostipos más de orquídea.

Era el lugar donde estaba enterradala anciana a la que habían acusado debrujería. Si se sabía dónde buscar,debajo de toda la vegetación podíaencontrarse lo poco que quedaba de sucasita y, si de verdad se sabía dóndebuscar, también el lugar donde la habíanenterrado. Si de verdad de la buena sesabía dónde buscar, podía hallarse ellugar donde Tiffany había enterrado al

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gato de la anciana. En su tumba crecía lahierba gatera.

Mucho tiempo atrás la músicabrusca había llegado en busca de laanciana y de su gato, y tanto que habíallegado, y la gente que seguía su ritmo lahabía sacado a rastras sobre la nieve,había derribado la desvencijada casita yhabía quemado sus libros porque teníanilustraciones de estrellas.

Y ¿por qué? Porque el hijo del barónhabía desaparecido, y la señoraSnapperly no tenía familia ni dientes y,para ser sinceros, además soltaba risashistéricas de vez en cuando. Por lo tanto,era una bruja, y la gente de la Caliza no

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confiaba en las brujas, de modo que lasacaron a la nieve y, mientras el fuegodevoraba el techo de paja de la casita ypáginas y páginas de estrellas crujían yse arrugaban flotando hacia el cielonocturno, los hombres apedrearon algato hasta matarlo. Y la anciana,después de pasar ese invierno llamandoa puertas que no se abrían para ella,murió en la nieve. Como en algún sitiohabía que enterrarla, ahora había unatumba poco profunda donde se habíaalzado la vieja casa.

Pero resultó que la anciana no habíatenido nada que ver con quedesapareciera el hijo del barón. Resultó

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que poco después Tiffany había viajadoa un extraño país de las hadas paratraerlo de vuelta. Resultó que ya nadiehablaba nunca de la anciana. Perocuando pasaban junto al claro en verano,las flores llenaban el aire de dicha y lasabejas lo llenaban de los colores de lamiel.

Nadie hablaba de ello. En fin, ¿quéiban a decir, que en la tumba de la viejacrecían flores raras y en el lugar dondela pequeña Tiffany había enterrado algato crecía la hierba gatera? Era unmisterio, y tal vez una sentencia, aunquelo mejor era no dar vueltas a quién lahabía declarado y sobre quién, y todavía

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mejor era no hablar de ello. Sinembargo, que crecieran unas flores tanmaravillosas sobre los restos de unaposible bruja… ¿cómo podía ser?

Tiffany no se hacía esa pregunta. Lassemillas le habían salido por un ojo dela cara, y había tenido que desplazarsehasta Doscamisas para comprarlas, perohabía jurado que todos los veranos elcolorido del bosque recordaría a lagente que habían acosado a una ancianahasta su muerte, y que estaba enterradaallí. No sabía del todo por qué loconsideraba importante, pero estabaconvencida con toda su alma de que loera.

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Cuando terminó de cavar la profundapero triste zanja en un matorral de amorapresurado, Tiffany miró a su alrededorpara asegurarse de que no hubieraningún madrugador mirando y usó lasdos manos para llenar el hueco de tierra,cubrirlo de hojas muertas y trasplantaralgunos nomerrecuerdes. No era deltodo buen terreno para ellos, perocrecían rápido y eso era lo importanteporque… alguien la estabaobservando. Era crucial no mirar a sualrededor. Sabía que era imposible quela vieran. En toda su vida habíaconocido solo a una persona mejor queella en no dejarse ver, y esa persona era

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Yaya Ceravieja. Además, la neblina nose había levantado aún y Tiffany habríaoído a cualquiera que llegara por elsendero. Tampoco era ningún pájaro, niotros animales; daban una sensacióndistinta.

Una bruja nunca tendría que mirar asu alrededor porque debería saber quiénestaba detrás de ella. Tiffany solíadeducirlo sin problemas, pero todos sussentidos le decían que en aquel claro nohabía nadie más que Tiffany Dolorido, yde algún modo, por extraño quepareciera, tampoco era del todo cierto.

—Demasiado trabajo y falta desueño —dijo en voz alta, y le pareció

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oír una voz tenue que respondía: «Sí».Fue como un eco, solo que no tenía nadade lo que ser eco.

Tiffany se alejó tan deprisa comopudo hacer volar la escoba, que al noser una gran velocidad por lo menosevitaba que pareciera que estabahuyendo.

Volverse loca. Las brujas no hablabande ello muy a menudo, pero lo tenían enmente a todas horas.

Volverse loca, o más bien novolverse loca, era el centro y el corazónde la brujería, y funcionaba del siguiente

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modo: al cabo de un tiempo, una bruja,que trabajaba casi siempre sola comomandaba la tradición brujeril, teníacierta tendencia a volverse… rara. Porsupuesto, dependía de la cantidad detiempo y de la fortaleza mental de labruja, pero tarde o temprano todasempezaban a confundir conceptos comocorrecto e incorrecto, bien y mal overdad y consecuencias. La confusiónpodía ser muy peligrosa, así que lasbrujas tenían que mantenerse unas aotras normales, o por lo menos lo quepasaba por «normales» entre brujas.Tampoco hacía falta gran cosa: tomarjuntas el té, cantar unas canciones, dar

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un paseo por el bosque… y de algunamanera todo se equilibraba y ya podíanmirar anuncios de casitas de mazapán enel folleto del constructor sin verseimpelidas a abonar la entrada de una.

Por encima de todas laspreocupaciones de Tiffany estaba la devolverse loca. Llevaba dos meses sinsubir a las montañas, y hacía tres desdeque había hablado con la señorita Lento,la única otra bruja que se veía por allíabajo. No había tiempo para ir de visita.Siempre había demasiado que hacer. Alo mejor ahí está el truco, pensó Tiffany.Si te mantienes ocupada, no te quedatiempo para volverte loca.

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El sol ya había subido en el cielocuando Tiffany llegó al túmulo feegle, yle sorprendió encontrar a Ámbar sentadaen la ladera del montículo, rodeada defeegles y riendo. Cuando Tiffany terminóde aparcar la escoba en los matorralesde espino, la kelda estaba esperándola.

—Esperu que non impórtete —dijocuando vio la cara de Tiffany—. La luzdel sol es muy buena medicina.

—Jeannie, te agradezco muchísimoque le hayas puesto los relajos, pero noquiero que Ámbar sepa demasiado devosotros. Podría contárselo a alguien.

—Ah, para ella será todu como un

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sueño, ya ocúpanse de eso los relajos —respondió Jeannie con calma—. ¿Yquién va a hacer mucho casu a unarapaciña que habla de las hadas?

—¡Tiene trece años! —exclamóTiffany—. ¡No debería ocurrir!

—¿Acasu non es feliz?—Bueno, sí, pero…La mirada de Jeannie se endureció.

Siempre había tenido mucho respeto aTiffany, pero el respeto exige respeto acambio. Era el túmulo de Jeannie, al finy al cabo, y seguramente también sustierras.

Tiffany se conformó con decir:—Su madre estará preocupada.

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—¿Ah, sí? —dijo Jeannie—. ¿Y lamadre preocupose cuando dejó a lapobre rapaciña recibiendo una somanta?

Tiffany deseó que la kelda no fuesetan sagaz. La gente antes decía a Tiffanyque de tan aguda que era iba a acabarpinchándose, pero la mirada firme de lakelda podría haber perforado planchasde hierro.

—Bueno, la madre de Ámbar… noes muy… lista.

—Eso oí —comentó Jeannie—, perocasi todas las bestas tienen poco seso, yaun así la cierva plántase firme paradefender a su cervatillo, y la zorra escapaz de enfrentarse al perro por su

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cachorro.—Los humanos somos más

complicados.—Eso parece —dijo la kelda, con

una momentánea voz gélida—. Buenu,los relajos están funcionando ben, asíque tal vez a la chica le convengamarchar a tu mundo complicado…

Donde aún vive su padre, se recordóTiffany a sí misma. Sé que vive. Estabamagullado pero respiraba, y de verdadespero que se espabile. ¿Este problematerminará en algún momento? ¡Hay quesolucionarlo! ¡Tengo otras cosas quehacer! ¡Y esta tarde he de ir a ver albarón!

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El padre de Tiffany las recibió cuandoentraron en el corral. Tiffany siempredejaba la escoba atada a un árbol quehabía al lado, en teoría porque lospollos se asustaban si la veían pasarvolando por encima, pero sobre todoporque nunca había sabido aterrizar conmucha gracia y no le gustaba tenerpúblico.

El señor Dolorido miró a Ámbar yluego a su hija.

—¿Se encuentra bien? La veo unpoco… en las nubes.

—Ha tomado una cosa paratranquilizarse y sentirse mejor —explicó

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Tiffany—, y no hay que dejar que vaguepor ahí.

—Su madre está que se sube por lasparedes, ¿sabes? —continuó el padre deTiffany en tono desaprobador—, pero lehe dicho que estabas cuidando de Ámbaren un lugar muy protegido.

En su tono se escuchaba un «Estássegura de esto, ¿verdad?», pero Tiffanyse esmeró en pasarlo por alto y solorespondió:

—Eso hacía.Intentó imaginarse a la señora

Rastrero subiéndose por las paredes, yfracasó. Siempre que veía a aquellamujer, tenía la misma expresión de

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recelo desconcertado, como si la vidatuviera demasiados rompecabezas y nohubiera más opción que verlos venir.

El padre de Tiffany se llevó a su hijaaparte y bajó la voz.

—Rastrero volvió anoche —susurró—, ¡y dicen que alguien ha intentadomatarle!

—¿Qué?—Tal y como te lo cuento.Tiffany se volvió hacia Ámbar. La

chica se había quedado mirando el cielocomo si esperase con paciencia a queocurriera algo interesante.

—Ámbar —le dijo con cautela—, túsabes dar de comer a las gallinas,

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¿verdad?—Oh, sí, señorita.—Pues ve a dar de comer a las

nuestras, ¿quieres? Hay grano en elgranero.

—Tu madre les ha echado hace unashoras… —empezó a decir su padre,pero Tiffany se apresuró a llevarloaparte.

—¿Cuándo ha ocurrido? —preguntómirando cómo Ámbar entraba obedienteen el granero.

—Anoche, en algún momento. Me loha dicho la señora Rastrero. Al maridole habían dado una buena tunda en esegranero suyo que se cae a cachos. Justo

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donde estuvimos sentados anoche.—¿La señora Rastrero ha vuelto

allí? ¿Después de todo lo que pasó?¿Qué es lo que ve en él?

El señor Dolorido se encogió dehombros.

—Es su marido.—¡Pero todo el mundo sabe que le

pega!Su padre hizo un leve gesto de

vergüenza.—Bueno —respondió—, supongo

que para algunas mujeres cualquiermarido es mejor que ninguno.

Tiffany abrió la boca para replicar,miró a los ojos de su padre y vio la

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verdad en lo que acababa de decir.Había visto a algunas mujeres como laseñora Rastrero en las montañas,exhaustas por tener demasiados niños ydemasiado poco dinero. Por supuesto, siconocían a Tata Ogg al menos podíanhacer algo respecto a los niños, pero aunasí había familias que a veces tenían quevender las sillas para poner un plato enla mesa. Y nunca había nada que pudierahacerse al respecto.

—Al señor Rastrero no le hanpegado, papá, aunque tampoco sería tanmala idea si lo hicieran. Le heencontrado ahorcándose y he cortado lasoga.

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—Tiene dos costillas rotas ymoratones por todas partes.

—Ha caído desde alto, papá…¡Estaba a punto de ahogarse! ¿Quéquerías que hiciera? ¿Dejarle ahí,balanceándose? ¡Ha vivido para ver unnuevo día, se lo merezca o no! ¡Mitrabajo no es hacer de verdugo! ¡Habíaun ramo, papá! ¡De hierbajos y ortigas!¡Y él tenía las manos hinchadas de laurticaria! Por lo menos hay una parte deél que merece vivir, ¿lo entiendes?

—Pero has escamoteado al bebé.—No, papá, me he escamoteado yo y

me he llevado al bebé de allí.Escúchame, papá, porque has de

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entenderlo. He enterrado al niño, queestaba muerto. He salvado al hombreque estaba muriendo. Eso es lo que hehecho, papá. A lo mejor la gente no loentiende y se inventa historias. Me daigual. Hay que hacer el trabajo que setiene delante.

Se oyó un cloqueo y Ámbar cruzó elcorral con las gallinas siguiéndola enfila. El cloqueo salía de la boca deÁmbar y, ante la mirada de Tiffany y desu padre, las gallinas desfilaron de unextremo al otro como si un sargento deinstrucción estuviera dándoles órdenes.La chica se reía flojito entre cloqueo ycloqueo y, después de lograr que las

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gallinas anduviesen solemnemente encírculos, miró a Tiffany y a su padrecomo si no hubiera pasado nada ycondujo a las aves de vuelta al granero.

Al cabo de un momento el padre deTiffany comentó:

—Eso acaba de ocurrir, ¿verdad?—Sí —confirmó Tiffany—. No me

preguntes por qué.—He hablado con algunos otros

hombres —dijo su padre—, y tu madreha hablado con las mujeres. Tendremosun ojo echado a los Rastrero. Hemospermitido que pasaran cosas que notendrían que haber pasado. La gente nopuede esperar que tú te ocupes de todo.

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La gente no debe pensar que puedesarreglar cualquier cosa y, si quieres unconsejo, tú tampoco deberías. Hay cosasque tiene que hacerlas el pueblo entero.

—Gracias, papá —dijo Tiffany—.Pero creo que ahora tengo que ir aatender al barón.

Tiffany casi no recordaba haberconocido sano al barón en la vida. Ynadie parecía saber qué enfermedadtenía. Pero, al igual que otros muchosinválidos que había visto, de algúnmodo el anciano seguía adelante,manteniéndose sin cambios y esperando

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a morir.Había oído a un vecino referirse a él

como una puerta chirriante que no acabade cerrarse, pero ahora el barón estabaempeorando y, en opinión de Tiffany, suvida no tardaría en dar un buen portazo.

Pero de momento podía quitarle eldolor, y hasta asustarlo un poco para quetardara más tiempo en regresar.

Tiffany se dio prisa en llegar alcastillo. Allí encontró esperándola a laenfermera, la señorita Pulcro, con lacara blanquecina.

—No está teniendo un día bueno —dijo, antes de añadir con una sonrisitamodesta—: Llevo toda la mañana

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rezando por él.—Ha sido muy amable por su parte,

sin duda —respondió Tiffany. Se habíapreocupado de apartar de su voz todoindicio de sarcasmo, pero aun así laenfermera le frunció el ceño.

La estancia a la que hizo pasar aTiffany olía igual que el cuarto decualquier enfermo: a demasiadahumanidad y poco aire. La enfermera sequedó en el umbral como si estuviera deguardia. Tiffany notaba en la nuca sumirada de permanente sospecha. Era unaactitud que se estaba haciendo cada vezmás habitual. De vez en cuando pasabanpor el pueblo predicadores ambulantes

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que hablaban mal de las brujas, y loslugareños les hacían caso. A Tiffany ledaba la impresión de que a veces lagente vivía en un mundo muy raro. Todoel mundo sabía, de algún modomisterioso, que las brujas se dedicabana robar bebés, arruinar cosechas y todaslas otras chorradas de siempre. Pero almismo tiempo todos acudían corriendo ala bruja cuando necesitaban ayuda.

El barón estaba tumbado entre unrevoltijo de sábanas, con el rostrodemacrado y el pelo ya canoso del todo,con pequeñas calvas rosadas donde lohabía perdido por completo. Sinembargo, se le veía aseado. Siempre

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había sido un hombre muy pulcro, ytodas las mañanas venía un guardia aafeitarle. Al barón le animaba, por loque podía intuirse, pero en aquelmomento estaba mirando a Tiffany sinverla. Ella se había acostumbrado a queocurriera: el barón pertenecía a lo quellamaban «la vieja escuela». Era unhombre orgulloso y no tenía un caráctermuy amigable, pero resistiría hasta elfinal. Para él, el dolor era un matón depatio de colegio, y ¿qué se hacía con losmatones? Se resistía, porque al finalsiempre acababan huyendo. Sinembargo, era una norma que el dolor noseguía. El dolor seguía haciendo el

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matón, incluso más si cabe. Y el barónestaba tendido en su cama con los labiosapretados, tanto que Tiffany podía oír laausencia de gritos.

Se sentó en un taburete junto a lacama, dobló los dedos, respiró hondo yentonces recibió el dolor, sacándolo delcuerpo agotado para dejarlo en la bolainvisible que flotaba justo por encima desu hombro.

—No apruebo la magia, ¿sabes? —dijo la enfermera desde la puerta.

Tiffany torció el gesto como unequilibrista al notar que alguien ha dadoun golpe en el otro extremo de la cuerdacon un palo muy grande. Dejó que el

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flujo de dolor se asentara, poco a poco ycon cuidado.

—Quiero decir —continuó laenfermera—, sé que le hace sentirmejor, pero ¿de dónde sale todo esepoder curativo? Eso es lo que megustaría saber.

—A lo mejor sale de que rece ustedtanto, señorita Pulcro —respondióTiffany con dulzura, y se alegró al ver lafuria momentánea en los rasgos de lamujer.

Pero la señorita Pulcro era dura depelar.

—Debemos asegurarnos de no tenertrato con fuerzas oscuras y demoníacas.

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¡Más vale un poco de dolor en estemundo que una eternidad de sufrimientoen el próximo!

En las montañas había aserraderosaccionados por corrientes de agua, ytenían enormes sierras circulares quegiraban tan deprisa que no se veía másque un borrón plateado en el aire…hasta que a un despistado se le olvidóprestar atención, momento en el que elborrón se hizo rojo y el aire se llenó dededos.

Era como se sentía Tiffany en aquelmomento. Necesitaba concentrarse, yesa mujer estaba decidida a seguirhablando mientras el dolor esperaba al

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menor momento de distracción. Bueno,qué se le va a hacer… Arrojó el dolor alcandelero que había en el suelo, junto ala cama. Se hizo añicos al instante, y lavela se encendió con un fogonazo.Tiffany la pisoteó hasta apagarla antesde girarse hacia la atónita enfermera.

—Señorita Pulcro, estoy segura deque lo que quiere decirme es muyinteresante pero, a grandes rasgos,señorita Pulcro, me importa bien pocolo que opine usted de nada. No memolesta que se quede aquí, señoritaPulcro, pero lo que sí me molesta,señorita Pulcro, es que estoy haciendoalgo muy difícil y que puede ser

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peligroso para mí si sale mal. Váyase,señorita Pulcro, o quédese, señoritaPulcro, pero sobre todo, cállese de unavez, señorita Pulcro, porque apenas heempezado y todavía queda mucho dolorque sacar.

La señorita Pulcro le lanzó otramirada. Era temible.

Tiffany contraatacó con una miradapropia, y si hay algo que las brujasaprenden es cómo mirar.

La puerta se cerró dejando a laenfurecida enfermera al otro lado.

—Mejor que hablemos en voz baja;siempre pega la oreja a las puertas.

La voz provenía del barón, pero

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apenas podía llamarse voz; sonaba en eltono de alguien acostumbrado a darórdenes, pero ahora resultabaquebradiza e inestable, como si concada palabra suplicara el tiemponecesario para pronunciar la siguiente.

—Lo siento, señor, pero tengo queconcentrarme —dijo Tiffany—. Noquerría que esto saliera mal.

—Por supuesto. Guardaré silencio.Llevarse el dolor era peligroso,

complicado y muy agotador, pero alfinal… en fin, lo compensaba con crecesver cómo la cara demacrada del ancianorecobraba la vida. Su piel ya empezabaa ganar algo de color, cada vez más a

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medida que el dolor fluía fuera de él,recorría a Tiffany y terminaba en lanueva bolita invisible que flotabaencima de su hombro derecho.

Equilibrio. Todo era cuestión deequilibrio. Era una de las primerascosas que había aprendido: el centro deun balancín no sube ni baja, pero laarribez y la abajez pasan a través de él.Tiffany tenía que convertirse en el centrodel balancín para que el dolor pasara através de ella, no a su interior. Era muydifícil. ¡Pero podía hacerlo! Seenorgullecía de aquel conocimiento, yhasta Yaya Ceravieja había refunfuñadoel día en que le había demostrado que

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dominaba el truco. Y un refunfuño deYaya Ceravieja era como un aplausoentusiasta de cualquier otra persona.

El barón estaba sonriendo.—Gracias, señorita Tiffany

Dolorido. Y ahora, me gustaría sentarmeen mi butaca.

Aquello era muy poco habitual, yTiffany tuvo que pensárselo.

—¿Seguro, señor? Aún está muydébil.

—Sí, es lo que me dice todo elmundo —dijo el barón moviendo unamano—. No alcanzo a entender por quépiensan que no lo sé. Ayúdeme alevantarme, señorita Tiffany Dolorido,

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porque tengo que hablar con usted.No resultó muy difícil. Tiffany,

capaz de sacar a un inconsciente señorRastrero de su cama, no tuvo el menorproblema con el barón, a quien manipulócomo si fuera la cerámica delicada cuyoaspecto compartía.

—No creo que usted y yo, señoritaTiffany Dolorido, hayamos tenido másque las más simples y prácticas de lasconversaciones en todo el tiempo quelleva cuidando de mí, ¿es así? —comentó cuando Tiffany le hubo dejadosentado con el bastón en las manos paraque pudiera apoyarse. El barón no erade los que se repantigan en una butaca si

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pueden sentarse en el borde.—Bueno, sí, señor, creo que tiene

razón —respondió Tiffany con cautela.—Anoche soñé que tenía visita —

continuó el barón con una sonrisatraviesa—. ¿Qué opina de eso, señoritaTiffany Dolorido?

—Ahora mismo no me viene nada ala cabeza, señor —dijo Tiffany mientraspensaba: ¡Que no sean los feegles! ¡Queno sean los feegles!

—Era la abuela de usted, señoritaTiffany Dolorido. Una buena mujer, yatractiva hasta decir basta, ya lo creoque sí. Me molesté considerablementecuando se casó con su abuelo, pero

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imagino que fue para bien. La echo demenos, ¿sabe?

—¿De verdad? —preguntó Tiffany.El anciano sonrió.—Después de que mi querida esposa

faltara, ella era la única persona que seatrevía a llevarme la contraria. Unhombre de gran poder y responsabilidadnecesita a alguien que se lo diga cuandoestá haciendo el gilipollas. Debo decirque la abuela Dolorido cumplía esafunción con un entusiasmo admirable. Ymenos mal, porque yo hacía el gilipollasbastante a menudo y necesitaba unabuena patada en el pandero,metafóricamente hablando. Mi deseo,

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señorita Tiffany Dolorido, es quecuando yo esté en la tumba usted presteel mismo servicio a mi hijo Roland, que,como bien sabe, tiene tendencia a ser unpoco demasiado presuntuoso enocasiones. Le hará falta alguien que ledé una patada en el pandero,metafóricamente hablando o también enla vida real si se pone demasiadoinsoportable.

Tiffany trató de esconder una sonrisay luego dedicó un momento a ajustar elgiro de la bola de dolor, que seguíaflotando en calma sobre su hombro.

—Gracias por confiar en mí, señor.Lo haré lo mejor que pueda.

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El barón carraspeó con educación ydijo:

—La verdad es que, en un momentodado, llegué a albergar esperanzas deque usted y el chico llegaran a un…acuerdo más íntimo.

—Somos buenos amigos —respondió Tiffany, cautelosa—. Éramosbuenos amigos y confío en queseguiremos siendo… buenos amigos. —Tuvo que sofocar a toda prisa elpeligroso bamboleo del dolor.

El barón asintió.—Estupendo, señorita Tiffany

Dolorido, y gracias por no recriminarmeque diga la palabra «pandero» ni

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preguntarme qué significa«metafóricamente».

—No, señor. Sé lo que son lasmetáforas, y «pandero» es un usotradicional por el que no hay queavergonzarse.

El barón asintió.—Tiene una sonoridad adulta muy

loable. «Culo», por su parte, me parecefrancamente de solteronas y niñospequeños.

Tiffany formó las palabras sin abrirla boca y dijo:

—Sí, señor. Me parece que ahí tienetoda la razón del mundo.

—Muy bien. Por cierto, señorita

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Tiffany Dolorido, no puedo ocultarle miinterés en el hecho de que últimamenteya no hace reverencias ante mí. ¿Porqué?

—Ahora soy bruja, señor. Nohacemos esas cosas.

—Pero yo soy su barón, joven dama.—Sí. Y yo soy su bruja.—Pero ahí fuera tengo soldados que

vendrán corriendo si los llamo. Y seguroque también sabe que la gente de poraquí no siempre respeta a las brujas.

—Sí, señor. Lo sé, señor. Y soy subruja.

Tiffany observó los ojos del barón.Eran de un color azul claro, pero en ese

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momento tenían un brillo astuto eintrigante.

Lo peor que puedes hacer ahoramismo, pensó, es mostrar el menor signode debilidad. Este hombre es igual queYaya Ceravieja: pone a prueba a lagente.

Como si estuviera leyéndole lamente en ese momento exacto, el barónse echó a reír.

—Entonces ¿es usted persona deideas propias, señorita TiffanyDolorido?

—No sabría decirle, señor.Últimamente me da la impresión de quetoda yo pertenezco a todos los demás.

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—Je —dijo el barón—. Trabajamucho y a conciencia, según tengoentendido.

—Soy bruja.—Sí —replicó el barón—. Eso me

ha dicho, con claridad, consistencia yrepetidas veces. —Apoyó las dos manoshuesudas en el bastón y la miró porencima de ellas—. Entonces es cierto,¿verdad? Que hace unos siete años ustedcogió una sartén de hierro y se marchó auna especie de país de cuento de hadas,donde rescató a mi hijo de la Reina delos Elfos… una mujer de lo máscensurable, por lo que tengo entendido.

Tiffany vaciló.

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—¿Quiere que sea así? —lepreguntó.

El barón soltó una risita y la señalócon un dedo esquelético.

—¿Que si quiero que sea así? ¡Vaya,vaya! Muy buena pregunta, señoritaTiffany Dolorido, que es bruja. Déjemepensar. Pongamos… pongamos quequiero saber la verdad.

—Bien, la parte de la sartén escierta, tengo que reconocerlo, y en fin,Roland estaba bastante vapuleado, asíque, bueno, tuve que hacerme cargo. Enparte.

—¿En… parte? —repitió el ancianosonriendo.

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—No fue una parte desorbitada —dijo Tiffany enseguida.

—Y ¿por qué no me lo contó nadieen su momento, si puede saberse?

—Porque es usted el barón —explicó Tiffany llanamente—, y porquelos chicos con espadas rescatan a laschicas. Así es como son las historias.Así es como funcionan las historias. Anadie le apetecía mucho ponerse apensar a la inversa.

—¿A usted no le molestó? —Elbarón no apartaba la mirada de Tiffany yapenas parpadeaba. No tenía sentidomentir.

—Sí —respondió—. En parte.

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—¿Fue una parte desorbitada?—Yo diría que sí. Pero entonces me

marché para aprender a ser bruja, y elasunto pareció perder su importancia. Esla pura verdad, señor. Disculpe, señor,pero ¿quién se lo ha contado?

—El padre de usted —dijo el barón—. Y yo le agradezco que lo haya hecho.Vino a verme ayer para presentarme susrespetos, en vista de que estoy, comosabe, muriéndome. Cosa que, de hecho,es otra pura verdad. Y no se atreva acontradecirme, joven, por muy bruja quesea. ¿Prometido?

Tiffany sabía que la prolongadamentira había hecho daño a su padre. A

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ella nunca le había preocupadodemasiado, pero a él sí.

—Sí, señor, prometido.El barón se quedó callado un

momento, con la mirada fija en ella.—Verá, señorita Tiffany Dolorido,

que es, por constante repetición, unabruja: estoy en un momento de mi vidaen que mis ojos se nublan pero de algúnmodo mi mente ve más lejos de lo quepodría creer. Quizá todavía no seademasiado tarde para redimirme.Debajo de mi cama hay un cofre conrefuerzos de latón. Vaya a abrirlo.¡Venga! Hágalo ya. —Tiffany sacó elcofre, que pesaba como si estuviera

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lleno de plomo—. Dentro encontraráunas bolsas de cuero —indicó elanciano desde detrás de ella—. Saqueuna de ellas. Debería contener quincedólares. —El barón carraspeó—.Gracias por salvar a mi hijo.

—Escuche, no puedo acep… —empezó Tiffany, pero el barón dio unbastonazo contra el suelo.

—Cállese y escuche, por favor,señorita Tiffany Dolorido. Cuando luchócontra la Reina de los Elfos no erabruja, y por tanto no se aplica latradición de que las brujas no aceptendinero —dijo con aspereza, sus ojosrelucientes como zafiros—. Por sus

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servicios personales dedicados a mipersona, creo que se le ha pagado encomida y tela usada limpia, calzadoaprovechable y leña. Confío en que miama de llaves haya sido generosa. Ledije que no racaneara.

—¿Qué? Ah. Oh, sí, señor.Y era cierto. Las brujas vivían en un

mundo de sacos de verduras, sábanasviejas (buenas para hacer vendas), botasque aún podían usarse y, por supuesto,ropa de segunda mano, segundo brazo,segunda pierna, segundo torso y segundacabeza. En un mundo como ese, lo quepodía recogerse de un castillo enfuncionamiento era el equivalente a

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tener la llave de la casa de la moneda.En cuanto al dinero… Tiffany volteó unay otra vez la bolsa de cuero que tenía enlas manos. Pesaba mucho.

—¿Qué hace con todas esas cosas,señorita Tiffany Dolorido?

—¿Cómo? —dijo ella, distraída,aún mirando la bolsa—. Ah, hum, puescambiarlas por otras, dárselas a genteque las necesita… cosas por el estilo.

—Señorita Tiffany Dolorido, depronto se muestra usted evasiva. Creoque estaba absorta pensando en quequince dólares no son gran cosa,¿verdad?, por salvar la vida al hijo delbarón.

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—¡No!—Me lo tomaré como un sí, ¿de

acuerdo?—¡Viniendo de mí se lo tomará

como un no, señor! ¡Soy su bruja! —Lofulminó con la mirada jadeando—. Yestoy intentando equilibrar una bola dedolor bastante peliaguda, señor.

—Ah, la nieta de la abuelaDolorido. Le ruego humildemente queme perdone, como debí rogárselo a ellaen alguna ocasión. Sin embargo, esperoque me haga el favor y el honor deaceptar esa bolsa, señorita TiffanyDolorido, y de emplear su contenidocomo considere conveniente en mi

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memoria. Estoy convencido de que esmás dinero del que haya podido vernunca junto.

—Apenas suelo ver nada de dinero—respondió ella, impresionada.

El barón volvió a golpear su bastóncontra el suelo, como si aplaudiera.

—Dudo mucho que haya vistocantidades como esta —dijo con vozalegre—. Verá, aunque en la bolsa hayquince dólares, no son los dólares a losque está acostumbrada, o a los que loestaría si acostumbrara a verlos. Sondólares antiguos, de antes de queempezaran a enredar con la moneda. Eldólar moderno es casi todo latón, a mi

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juicio, y tiene el mismo contenido de oroque el agua de mar. Estos, sin embargo,ni en manos de pobre parecen cobre, sime disculpa el chascarrillo.

Tiffany le disculpó el chascarrilloporque no lo había captado. El barónsonrió al verla perdida.

—En pocas palabras, señoritaTiffany Dolorido, si lleva esas monedasal cambista adecuado, deberíapagarle… hum, yo diría que alrededorde cinco mil dólares de Ankh-Morpork.No sé a cuánto equivaldrá en botasviejas, pero es muy probable que puedacomprarse una bota vieja del tamaño deeste castillo.

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Y Tiffany pensó: no puedo aceptarlo.Aparte de todo lo demás, la bolsa sehabía vuelto extremadamente pesada.Lo que respondió fue:

—Es demasiado para una bruja, delargo.

—Pero no demasiado por un hijo —replicó el barón—. No demasiado porun heredero, no demasiado por lacontinuidad de una genealogía. Nodemasiado por retirar una mentira delmundo.

—Pero con ello no puedo comprarotro par de manos —dijo Tiffany—, nicambiar un solo segundo del pasado.

—Aun con eso, debo insistir en que

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lo acepte, si no por su bien, al menospor el mío. Me aligerará el espíritu y,créame, en este momento le vendría biensoltar algo de peso, ¿no le parece? Voy amorir pronto, ¿verdad?

—Sí, señor. Creo que muy pronto,señor.

Tiffany ya empezaba a entender algosobre el barón, y no le sorprendió queestallara en carcajadas.

—¿Sabe? —dijo al parar de reír—.La mayoría de la gente habría dicho:«No, hombre, claro que no, si a usted lequedan años, en cuatro días estácorriendo por ahí, anda que no va adarnos guerra aún».

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—Sí, señor. Yo soy bruja, señor.—Cosa que en este contexto

significa…—Que procuro por todos los medios

no tener que mentir, señor.El anciano se removió en la butaca y

adoptó una repentina expresión solemne.—Cuando llegue el momento… —

empezó a decir, pero titubeó.—Le haré compañía, señor, si quiere

—dijo Tiffany.El barón pareció aliviado.—¿Alguna vez ha visto a la Muerte?Tiffany se había esperado la

pregunta y estaba preparada.—En general solo se le nota pasar,

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señor, pero yo la he visto dos veces, enlo que habría sido carne y hueso situviera carne. Es un esqueleto conguadaña, igual que en los libros… Enrealidad, creo que es así porque escomo sale en los libros. Se mostróeducado pero firme, señor.

—¡Más le vale! —El anciano sequedó callado un rato antes de preguntar—: ¿Le… insinuó alguna cosa sobre laultratumba?

—Sí, señor. Al parecer no incluyemostaza, y me llevé la impresión de quetampoco incluye escabeches.

—¿En serio? Pues vaya, menudochasco. Entonces de conservas

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agridulces ni hablamos, me imagino.—No entré a fondo en el tema de los

encurtidos, señor. Él llevaba unaguadaña muy grande.

Llamaron con fuerza a la puerta y laseñorita Pulcro dijo a voz en grito:

—¿Se encuentra bien, señor?—A las mil maravillas, querida

señorita Pulcro —respondió el barón enalto, y luego bajó la voz a un tonoconspirativo—. Creo que a nuestraseñorita Pulcro no le cae usted muybien, querida.

—Opina que soy antihigiénica —convino Tiffany.

—Nunca he terminado de

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comprender esas chorradas.—Es bastante fácil —dijo Tiffany—.

Solo tengo que meter las manos en elfuego a la menor oportunidad.

—¿Cómo? ¿Mete las manos en elfuego?

Tiffany lamentó haberlo mencionado,pero sabía que el anciano no se quedaríasatisfecho hasta que lo viera con suspropios ojos. Suspiró, cruzó la salahasta la chimenea y sacó un granatizador de hierro de su soporte.Reconoció para sus adentros que legustaba lucir aquel truco de vez encuando, y además el barón sería unpúblico agradecido. Pero ¿debería

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hacerlo? Bueno, el truco del fuego noera tan difícil, tenía el dolor bienequilibrado y al barón no le quedabamucho tiempo.

Llenó un cubo de agua del pequeñopozo que había al fondo de lahabitación. En el pozo había ranas, y portanto también en el cubo, pero Tiffanytuvo la amabilidad de devolverlas a suhogar antes de continuar. A nadie legusta hervir ranas. El cubo de agua noera estrictamente necesario, pero sí teníasu utilidad. Tiffany dio un carraspeoteatral.

—¿Lo ve, señor? Tengo un atizadory un cubo de agua fría. Atizador de

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metal frío, cubo de agua fría. Y ahora…sostengo el atizador con la manoizquierda y meto la derecha en la zonamás caliente de la chimenea, así.

El barón ahogó un grito cuando lasllamas brotaron en torno a la mano deTiffany y la punta del atizador que teníaen la otra se puso de pronto al rojo vivo.

Con el barón debidamenteimpresionado, Tiffany hundió el atizadoren el agua del cubo, de donde emergióuna nube de vapor. Entonces se acercóal barón con los dos brazos haciadelante, para mostrarle sus manos ilesas.

—¡Pero he visto subir las llamas! —exclamó el barón, con los ojos como

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platos—. ¡Muy bueno! ¡Pero que muybueno! Es algún tipo de truco, ¿verdad?

—Más bien una habilidad, señor. Hemetido la mano en el fuego y he enviadoel calor al atizador. Lo único que hehecho es trasladar el calor. La llama queha visto era por la combustión detrocitos de piel muerta, suciedad y todasesas cositas invisibles, feas y peligrosasque la gente antihigiénica puede llevaren las manos… —Calló un momento—.¿Se encuentra bien, señor? —El barón lamiraba fijamente—. ¿Señor? ¿Señor?

El anciano habló como si estuvieraleyendo un libro invisible:

—«La liebre corre al fuego. La

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liebre corre al fuego. El fuego la toma yno la quema. El fuego la ama y no laquema. La liebre se mete corriendo y nola quema. El fuego la ama y ella eslibre…» ¡Acaba de volverme todo!¿Cómo pude olvidarlo? ¿Cómo meatreví a olvidarlo? Me dije que lorecordaría para siempre, pero luego eltiempo pasa y el mundo se llena decosas que recordar, cosas que hacer,tiempo que emplear, memoria queaplicar. Y te olvidas de las cosas queeran importantes, las cosas reales.

Tiffany se quedó atónita al ver laslágrimas que caían por las mejillas delanciano.

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—Lo recuerdo todo —suspiró elbarón, con la voz entrecortada por elllanto—. ¡Recuerdo el calor! ¡Recuerdoa la liebre!

Momento en el cual la puerta seabrió de golpe y la señorita Pulcroirrumpió en la habitación. El siguientesuceso duró solo un instante, pero aTiffany se le hizo como una hora. Laenfermera miró a Tiffany con el atizadoren la mano, luego la cara llena delágrimas del anciano, luego la nube dehumo, luego otra vez a Tiffany mientrassoltaba el atizador, luego de nuevo alanciano y por último volvió a Tiffany,mientras el atizador caía en la chimenea

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con un tañido que resonó en todo eluniverso. A continuación, la señoritaPulcro inspiró profundamente, como unaballena a punto de sumergirse hasta ellecho marino, y chilló:

—¿Se puede saber qué le estáshaciendo? ¡Fuera de aquí, libertinadescarada!

Tiffany recuperó enseguida lacapacidad del habla y la avivó hastaconvertirla en la capacidad del grito.

—¡No soy una descarada y tampocome dedico a libertinear!

—¡Voy a llamar a los guardias, arpíaoscura de la medianoche! —exclamó laenfermera volviéndose hacia la puerta.

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—¡Son las once y media de lamañana! —gritó Tiffany en su dirección,y corrió de vuelta al barón sin tener lamenor idea de lo que debía hacer. Eldolor se desplazó. Podía notarlo. Notenía la mente como debía estar. Lascosas empezaban a desequilibrarse.Tiffany se concentró un momento ydespués, procurando sonreír, se dirigióal barón—. Lo lamento mucho si le hedisgustado, señor —dijo, antes de darsecuenta de que el anciano sonreía entrelágrimas y de que toda su cara parecíailuminada por el sol.

—¿Disgustarme? Madre mía, no, noestoy disgustado. —Intentó enderezarse

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en la butaca y señaló hacia el fuego conun dedo tembloroso—. ¡Al contrario,estoy de lo más gustado! ¡Me sientovivo! ¡Soy joven, mi querida señoritaTiffany Dolorido! ¡Recuerdo aquel díaperfecto! ¿No puede verme? ¿Abajo, enel valle? Un día de septiembre fresco einmaculado. Un chavalín con suchaqueta de tweed que picabamuchísimo, si no recuerdo mal; ¡sí,picaba muchísimo y olía a pis! Mi padreestaba tarareando Las alondrascantaban melodiosas y yo intentabaarmonizar, lo que por supuesto eraimposible porque no tenía ni la voz deun conejo, mientras veíamos a los

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hombres quemar rastrojos. Estaba todolleno de humo, y con el avance del fuegolos ratones, ratas, conejos y hasta loszorros venían corriendo hacia nosotrospara alejarse de las llamas. Los faisanesy las perdices levantaban el vuelo en elúltimo momento, como hacen siempre, yde pronto se hizo el silencio y vi unaliebre. Era una chica bien grandota…¿Sabías que antes la gente de campopensaba que todas las liebres sonhembras? Esta se quedó allí quieta,mirándome, mientras a nuestro alrededorcaían trocitos de hierba quemada y lallama se acercaba a su espalda, y memiraba directamente a mí, y juraría que

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esperó a saber que tenía mi atenciónantes de saltar derecha al fuego. Lloréhasta desgañitarme, claro, porque laliebre era una preciosidad. Y mi padreme cogió en brazos y me dijo que iba acontarme un secreto, y me enseñó lacanción de la liebre, para que conocierala verdad y dejara de llorar. Y luego, alpoco tiempo, dimos un paseo por lascenizas y no había ninguna liebremuerta. —El anciano giró la cabeza conesfuerzo hacia ella y sonrió, sonrió deverdad. Relucía.

¿De dónde viene eso?, se preguntóTiffany. Es demasiado amarilla para serla luz del fuego, pero las cortinas están

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echadas. Aquí siempre está demasiadooscuro, pero ahora tenemos la luz de undía fresco de septiembre…

—Recuerdo que cuando llegamos acasa hice un dibujo de ella con ceras, ymi padre estaba tan orgulloso que lopaseó por el castillo entero para quetodos lo admirasen —siguió diciendo elanciano, entusiasmado como un niño—.Eran garabatos de crío, claro, pero élhablaba del dibujo como si fuera unagenialidad artística. Son cosas quehacen los padres. Después de su muertelo encontré entre sus documentos, y dehecho, si está interesada, puede sacarlode una carpeta de cuero que hay en el

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cofre del dinero. A fin de cuentas es unobjeto precioso. Esto no se lo habíacontado nunca a nadie —le aseguró elbarón—. La gente, los recuerdos y losdías vienen y van, pero ese recuerdosiempre ha estado ahí. No hay dineroque pudiera darle, señorita TiffanyDolorido, que es la bruja, paracompensar que me haya devuelto esavisión maravillosa. La recordaré hastael día en que…

Por un instante, las llamas de lachimenea se quedaron quietas y el airese enfrió. Tiffany nunca había estadosegura del todo de haber visto algunavez a la Muerte, no de verla de verdad;

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quizá, de algún modo extraño, todohabía ocurrido en el interior de sucabeza. Aun así, dondequiera quehubiese aparecido, bueno, habíaaparecido.

HA SIDO MUY OPORTUNO,¿VERDAD?, dijo la Muerte.

Tiffany no retrocedió. ¿Qué sentidotenía?

—¿Lo ha dispuesto así usted? —preguntó.

POR MUCHO QUE ME GUSTARÍAATRIBUIRME EL MÉRITO, HANINTERVENIDO OTRAS FUERZAS. QUETENGA UN BUEN DÍA, SEÑORITADOLORIDO.

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La Muerte se marchó llevándose trasél al barón, un niño pequeño con suchaqueta de tweed nueva, que picabamuchísimo y a veces olía a pis,[10]

siguiendo a su padre entre el humo de uncampo quemado.

Tiffany puso la mano en la cara delhombre muerto y, con respeto, le cerrólos ojos, de los que iba desvaneciéndoseel fulgor de los prados al arder.

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CAPÍTULO 5La madre de las lenguas

Tendría que haber habido un momentode paz, pero lo que hubo fue un momentode metal. Se acercaban varios miembrosde la guardia de palacio, con armadurasque hacían incluso más ruido que el quesuele hacer la armadura porque no

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llevaban ninguna pieza bien ajustada. Laregión llevaba siglos sin ver ni una solabatalla, pero los guardias seguíanponiéndose armadura porque pocasveces había que remendarla y nunca sedesgastaba.

Brian, el sargento, fue quien abrió lapuerta. En su rostro se veía unaexpresión complicada. Era la expresiónde un hombre al que acaban de decir queuna bruja malvada, a la que conocedesde que era niña, ha matado al jefe, yel hijo del jefe está de viaje, y la brujaaún sigue en la habitación, y unaenfermera que no le cae demasiado bienestá dándole empujoncitos en la

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rabadilla mientras grita:—Pero ¿a qué espera, hombre?

¡Cumpla con su deber!La combinación de todo estaba

poniéndolo de los nervios.Dirigió una mirada de bochorno a

Tiffany.—Buenos días, señorita. ¿Va todo

bien? —Entonces reparó en el barón,sentado en su butaca—. ¿Ha muerto deverdad?

Tiffany respondió:—Sí, Brian, ha muerto. Hace solo un

par de minutos, y tengo motivos paracreer que era feliz.

—En fin, eso es bueno, supongo —

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dijo el sargento, y entonces sus rasgos secrisparon y las lágrimas volvieronentrecortadas y húmedas sus siguientespalabras—. Se portó muy bien connosotros cuando mi abuelita se pusomala, ¿sabe? Le enviaba comida calientetodos los días, hasta el final.

Tiffany cogió la mano del sargentosin encontrar resistencia y miró porencima de su hombro. Los otros guardiastambién estaban llorando, y sollozabancon más ahínco porque sabían que eranhombres corpulentos y fuertes, o esoesperaban, y no deberían llorar. Pero elbarón siempre había estado ahí,formando parte de la vida igual que los

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amaneceres. De acuerdo, a lo mejorpodía darles un buen rapapolvo si lospillaba dormidos de servicio o sillevaban la espada sin afilar (a pesar deque no se recordaba que ningún guardiahubiera tenido que usar la espada paranada más que abrir frascos demermelada) pero, a fin de cuentas, él erael barón y ellos eran sus hombres yahora ya no estaba.

—¡Pregúntele por el atizador! —chilló la enfermera desde detrás deBrian—. ¡Venga, pregúntele por eldinero!

La enfermera no veía la cara deBrian. Tiffany sí. Probablemente había

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recibido otro empujoncito en larabadilla, y de pronto había perdidotodo el color.

—Perdona, Tiff… Quiero decir,perdone, señorita, pero esta mujer diceque es usted culpable de asesinato yrobo —dijo, aunque sus faccionesañadieron que su propietario no opinabalo mismo y que no quería buscarse líoscon nadie, con quien menos con Tiffany.

Tiffany le recompensó con unasonrisa fugaz. Recuerda siempre queeres bruja, pensó. No empieces adeclararte inocente a gritos. Sabes queeres inocente. No tienes por qué gritarnada.

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—El barón ha tenido la amabilidadde darme algún dinero por… cuidar deél —explicó—, y supongo que laseñorita Pulcro debe de haberlo oído sinquerer y se ha llevado una impresiónequivocada.

—¡Era muchísimo dinero! —insistióla señorita Pulcro, sonrojada—. ¡Elcofre grande que hay debajo de la camadel barón estaba abierto!

—Todo eso es cierto —dijo Tiffany—, y por lo visto la señorita Pulcro hapasado bastante tiempo oyendo cosas sinquerer.

Algunos de los guardias rieron condisimulo, lo que enfadó todavía más a la

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señorita Pulcro, si es que era posible.La mujer apartó a Brian a un lado.

—¿Acaso niegas que estabas ahí depie con un atizador y la mano encendidaen llamas? —interpeló a Tiffany, con lacara más roja que un pavo.

—Me gustaría decir una cosa, porfavor —respondió Tiffany—. Esbastante importante. —Ya empezaba anotar la impaciencia del dolor, que seretorcía para liberarse. Sintió lahumedad en sus manos.

—¡Estabas haciendo magia negra,reconócelo!

Tiffany respiró hondo.—No sé lo que es eso —replicó—,

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pero sí sé que sostengo justo encima delhombro el último dolor que conocerájamás el barón, y debo librarmeenseguida de él, y no puedo hacerlo aquídentro, con tanta gente. Por favor.¡Necesito un espacio abierto ahoramismo!

Apartó de un empujón a la señoritaPulcro y los guardias se apresuraron aabrirle camino, para gran enfado de laenfermera.

—¡No dejen que se marche!¡Escapará volando! ¡Es lo que hacensiempre!

Tiffany conocía muy bien el castillo,igual que todo el mundo. Bajando unos

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escalones se llegaba a un patio, yTiffany tomó esa dirección rápidamente,notando cómo el dolor se revolvía y sedesplegaba. Había que tratarlo como aun animal que se podía mantener a raya,pero solo durante un cierto tiempo. Esetiempo iba a agotarse… bueno, ya, enrealidad.

El sargento apareció a su lado yTiffany le agarró el brazo.

—No me preguntes por qué —logródecir entre unos dientes apretados—.¡Tira el casco al aire ahora mismo!

Brian tuvo suficientes luces paraobedecer la orden y lanzó su casco alaire como si fuese un plato sopero.

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Tiffany arrojó el dolor tras él, sintiendosu horrible tacto sedoso al encontrar lalibertad. El casco se detuvo en secocomo si hubiera topado contra unabarrera invisible, y cayó al empedradoenvuelto en una nube de vapor y dobladocasi del todo por la mitad.

El sargento se agachó a recogerlo ylo volvió a soltar de inmediato.

—¡Joder si quema! —Clavó sumirada en Tiffany, que estaba apoyadacontra la pared e intentaba recobrar elaliento—. ¿Y dices que has estadoquitándole tanto dolor como ese cadadía?

Tiffany abrió los ojos.

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—Sí, pero normalmente tengotiempo de sobra para buscar un sitiodonde descargarlo. El agua y la piedrano van muy bien, pero el metal sí que esbastante fiable. No me preguntes porqué. Si me pongo a pensar en cómofunciona, deja de hacerlo.

—Y he oído que también haces todotipo de trucos con el fuego, ¿puede ser?—preguntó el sargento en tonoadmirado.

—El fuego es fácil de manejar si setiene la mente despejada, pero eldolor… el dolor planta cara. El dolorestá vivo. El dolor es el enemigo.

El sargento hizo un ademán reticente

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de recuperar su casco, esperando que yase hubiera enfriado lo suficiente paracogerlo.

—Voy a tener que desabollarlo amartillazos antes de que lo vea el jefe—empezó a decir—. Ya sabes lotiquismiquis que es con que vayamossiempre impecables… Oh. —Bajó lamirada hacia el suelo.

—Sí —dijo Tiffany, con toda laamabilidad que pudo—. Va a costar unpoco acostumbrarse, ¿verdad? —Sindecir más, le tendió su pañuelo y Brianse sonó la nariz.

—Pero tú puedes llevarte el dolor—respondió—. ¿Eso significa que

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puedes…?Tiffany levantó una mano.—Alto ahí —le ordenó—. Sé lo que

vas a pedirme, y la respuesta es no. Si teamputaras la mano, supongo que podríahacer que no te acordaras hasta queintentaras cenar, pero las cosas como laañoranza, el duelo o la tristeza… mesuperan. No me atrevo a trastear conellas. Existe una cosa llamada «losrelajos», y solo conozco a una personaen el mundo capaz de hacerlos, y notengo intención ni siquiera de pedirleque me enseñe. Es demasiado profundo.

—Tiff… —Brian titubeó y miró a sualrededor como si esperara que

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apareciese la enfermera y empezara consus golpecitos desde detrás.

Tiffany esperó. Por favor, no me lopreguntes, pensó. Me conoces de toda lavida. Es imposible que creas que…

Brian le suplicó con la mirada.—¿Has cogido… alguna cosa? —Su

voz perdió todo el fuelle.—No, claro que no —respondió

Tiffany—. ¿Se te han metido gusanos enel cerebro? ¿Cómo puedes pensar algoasí de mí?

—No sé —respondió Brian,enrojeciendo de vergüenza.

—Bueno, tranquilo.—Supongo que tendré que

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encargarme de decírselo al joven barón—dijo Brian, después de volver asonarse la nariz con ganas—, pero loúnico que sé es que se ha marchado a lagran ciudad con su… —Hizo otra pausa,abochornado.

—Con su prometida —terminóTiffany con decisión—. Puedes decirloen voz alta, ¿sabes?

Brian carraspeó.—Bueno, verás, es que

pensábamos… Bueno, todos creíamosque tú y él erais… bueno, ya sabes.

—Siempre hemos sido amigos, nadamás. —Tiffany se apiadó de Brian, pormuy propenso que fuera a abrir la boca

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antes de enlazarla al cerebro, así que ledio unas palmaditas en el hombro—.Escucha, ¿qué tal si me acerco volandoa la gran ciudad y le busco?

El sargento casi se derritió dealivio.

—¿Querrías hacerlo?—Claro. Me doy cuenta de que aquí

tendrás mucho que hacer, y así de pasote quito un peso de encima.

Aunque te lo quite para echármeloyo a los hombros, pensó mientrascruzaba el castillo a buen paso. Lanoticia ya había corrido. La gente estabaquieta, llorando o al menos con el rostrodesconcertado. La cocinera la alcanzó

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corriendo cuando Tiffany ya estaba apunto de salir.

—¿Qué voy a hacer ahora? ¡Aúntengo la comida del pobre en el horno!

—Pues sáquela y désela a alguienque la necesite —ordenó Tiffany convoz firme. Era importante mantener eltono calmado y despierto. La genteestaba aturdida. Ella también lo estaríacuando tuviera tiempo, pero en aquelmomento lo importante era hacer quetodos volvieran deprisa al mundo delaquí y el ahora—. Escúchenme todos. —Su voz resonó en el gran recibidor—.Sí, su barón ha fallecido, pero siguenteniendo un barón. No tardará en

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regresar con su… dama, ¡y han de tenereste sitio como una patena para cuandolleguen! ¡Todos conocen su trabajo!¡Pónganse a ello! Y recuerden al baróncon cariño, y limpien bien el castillo enhonor a él.

Funcionó. Siempre funcionaba.Cuando una voz sonaba como si supropietaria supiera lo que hacía, lograbaque se hicieran las cosas, sobre todo sidicha propietaria llevaba un sombreronegro puntiagudo. Hubo una repentinaexplosión de actividad.

—Supongo que creerás que te hassalido con la tuya, ¿verdad? —comentóuna voz a sus espaldas.

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Tiffany esperó un momento antes degirarse, y cuando por fin lo hizo estabasonriendo.

—Caramba, señorita Pulcro —dijo—, ¿todavía está aquí? Bueno, seguroque queda algún suelo por fregar.

La enfermera era la furiapersonificada.

—Yo no friego suelos, arrogante ypequeña…

—No, usted no friega nada, ¿a queno, señorita Pulcro? ¡Ya me habíafijado! La señorita Florderocío, queestuvo aquí antes que usted, sí que sabíafregar bien un suelo. Lo dejaba tanlimpio que podías mirarte la cara en él,

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aunque en el caso de usted, señoritaPulcro, comprendo que no la atraigamucho la idea. La señorita Leotardo, queestuvo antes que ella, hasta frotaba lossuelos con arena, ¡con arena blanca!¡Perseguía la suciedad igual que unterrier persigue a un zorro!

La enfermera abrió la boca pararesponder, pero Tiffany no dejó espaciopara sus palabras.

—Dice la cocinera que es usted unapersona muy religiosa, que está siemprede rodillas, y a mí me parece muy bien,me parece estupendo, pero ¿no se le haocurrido nunca bajarse un mocho y uncubo ahí abajo, ya que se pone? La gente

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no necesita oraciones, señorita Pulcro:necesita que usted haga el trabajo quetiene delante, señorita Pulcro. Y ya mehe hartado de usted, señorita Pulcro, ysobre todo de esa bata blanca tanencantadora que lleva puesta. Creo queRoland se quedó muy impresionado porsu maravillosa bata blanca, pero yo no,señorita Pulcro, porque nunca hacenada que pueda ensuciarla.

La enfermera levantó una mano.—¡Podría darte un bofetón ahora

mismo!—No —replicó Tiffany, firme—. No

podría.La mano se quedó donde estaba.

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—¡En la vida me habían insultado deesta manera! —chilló la coléricaenfermera.

—¿En serio? —dijo Tiffany—. Deverdad que me sorprende. —Dio mediavuelta, dejó plantada a la enfermera ydesfiló hacia un guardia joven queacababa de entrar en el recibidor—. Tehe visto por aquí a veces. ¿Cómo tellamas, por favor?

El aprendiz de guardia hizo lo queprobablemente consideraba un saludomarcial.

—Preston, señorita.—¿Habéis bajado ya a la cripta al

barón, Preston?

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—Sí, señorita, y además he llevadounas lámparas, tela y un cubo de aguacaliente, señorita. —Sonrió al ver laexpresión de Tiffany—. Mi abuelasiempre preparaba los velatorios cuandoyo era pequeño, señorita. Puedo ayudar,si quiere.

—¿Tu abuela te dejaba ayudar?—No, señorita —respondió el joven

—. Me decía que los hombres no puedenhacer esas cosas a no ser que tengan untítulo de doctrina.

Tiffany puso cara de perplejidaddurante un momento.

—¿Doctrina?—Ya sabe, señorita. Doctrina.

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Pastillas y pociones y serrar piernas ytal.

Se hizo la luz.—Ah, un título de doctor. Casi mejor

que no, porque esto no consiste en que elpobre mejore. Me ocuparé yo sola, perogracias de todas formas por ofrecerte.Esto es trabajo de mujeres.

Lo que no sé es el motivo exacto de quesea trabajo de mujeres, se dijo Tiffanymientras llegaba a la cripta y searremangaba. El guardia joven hasta sehabía acordado de bajar un plato llenode tierra y otro lleno de sal.[11] Tu

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abuela sabía lo que se hacía, pensó. ¡Porfin alguien había enseñado algo útil a unchico!

Lloró mientras dejaba al anciano«presentable», como decía YayaCeravieja. Siempre lloraba. Eranecesario. Pero no debía hacerse a lavista de otros, al menos no si se erabruja. No era lo que la gente esperaba.Los inquietaría.

Dio un paso atrás. Bueno, tenía queadmitir que había dejado al anciano conmejor aspecto que el día anterior. Comotoque final, se sacó dos peniques delbolsillo y los depositó con suavidadsobre sus párpados.

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Hasta ahí las viejas costumbres, lasque le había enseñado Tata Ogg, peroahora había una costumbre nueva quesolo conocía ella. Apoyó una mano en elborde de la losa de mármol y levantó elcubo de agua con la otra. Se quedó allí,inmóvil, hasta que el agua del cuboempezó a hervir y en la losa empezó aformarse hielo. Sacó el cubo de la criptay lo vació en un desagüe.

Cuando terminó, el castillo se habíallenado ya de gente, así que los dejó a losuyo. Vaciló mientras salía al exterior yse paró a pensar. La gente no solíapararse a pensar. Pensaban sobre lamarcha. Pero a veces era buena idea

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hacerlo: dejar de moverse, por sillevaba la dirección equivocada.

Roland era el único hijo del barón y,que supiera Tiffany, su único familiar, oal menos su único familiar con permisopara acercarse al castillo; después deuna batalla legal horrible y cara, Rolandhabía logrado expulsar a sus espantosastías, las hermanas del barón, a quienesincluso el propio anciano consideraba,en el fondo, las dos peores huronas queuno pudiera encontrarse en lospantalones de la vida. Pero había otrapersona que debería saberlo y que,aunque no tuviera ni el menor lazo desangre concebible con el barón, era de

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todos modos… bueno, alguien que debíaenterarse de algo tan importante comoaquello, y cuanto antes. Tiffany subióhacia el montículo feegle para hablarcon la kelda.

Cuando llegó, Ámbar estaba sentadafuera, cosiendo a la luz del sol.

—Hola, señorita —dijo con alegría—. Iré a decir a la señora kelda que havenido. —Y sin más, desapareció por elagujero de entrada con la facilidad deuna serpiente, igual que había podidohacer Tiffany en el pasado.

¿Por qué ha regresado Ámbar?, se

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preguntó Tiffany. La había llevado a lagranja Dolorido para que estuviera asalvo. ¿Por qué había subido Calizaarriba hasta el túmulo? ¿Cómo eraposible que hubiera recordado dóndeestaba?

—Una niña muy interesante —comentó una voz, y el Sapo[12] asomó lacabeza desde debajo de una hoja. Debodecir que a usted la encuentro de lo másaturullada, señorita.

—El viejo barón ha muerto —explicó Tiffany.

—Bueno, era de esperar. Larga vidaal barón —dijo el Sapo.

—No va a vivir mucho —dijo

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Tiffany—. Está muerto.—No, no —croó el Sapo—. Es lo

que se suele decir. Cuando muere un rey,se tiene que anunciar inmediatamenteque hay otro rey. Es importante. Mepregunto cómo será el nuevo. Según RobCualquiera es un blandengue que no esdigno ni de lamer tus botas. Y te hahecho un feo de mucho cuidado.

Fueran cuales fuesen lascircunstancias del pasado, Tiffany nopensaba dejar pasar aquello.

—No necesito que nadie me lamanada, muchas gracias. De todas formas—añadió—, no es el barón de ellos,¿verdad? Los feegles se enorgullecen de

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no rendir cuentas a ningún señor.—Esa afirmación es del todo veraz

—respondió el Sapo con voz plúmbea—, pero debes recordar que también seenorgullecen de beber todo lo posible ala menor oportunidad, lo que vuelvealgo impredecible su talante, y tambiénque el barón cree a pies juntillas que es,de facto, el propietario de todos losterrenos circundantes. Una afirmaciónque se sostendría ante un tribunal,aunque lamento decir que yo ya nopodría hacer lo mismo. Pero en fin, lachica es extraña. ¿No te has fijado?

¿No me he fijado?, pensó Tiffany atoda prisa. ¿En qué tendría que haberme

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fijado? Ámbar solo era una niña.[13] Sela veía por ahí, no tan callada como paraser preocupante, no tan ruidosa comopara ser molesta. Y poco más. Peroentonces pensó: las gallinas. Eso habíasido extraño.

—¡Sabe hablar en feegle! —exclamóel Sapo—. Y no me refiero a todo esodel «pardiez», que es solo jerigonza,sino al idioma serio y antiguo que hablala kelda, a lo que hablaban allí de dondevengan antes de venir de donde vinieran.Lo siento, con un poco más depreparación seguro que me habría salidomejor la frase. —Calló un momento—.Yo no entiendo ni una sola palabra de

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feegle, pero la chica parece haberloaprendido de oído. Y además juraría queantes intentaba hablarme a mí en sapo.No es que yo lo entienda muy bien, peroun poco sí se me quedó con el… cambiode forma, por así decirlo.

—¿Me estás diciendo que entiendepalabras poco frecuentes? —preguntóTiffany.

—No estoy seguro —respondió elSapo—, pero me parece que entiende elsignificado.

—¿De verdad? —insistió Tiffany—.A mí siempre me ha parecido una chicaun poco simple.

—¿Simple? —dijo el Sapo, que

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parecía estar disfrutando—. Bueno,como abogado debo decirte que lascosas que parecen simples pueden serincreíblemente complicadas, sobre todosi estoy facturando por horas. El sol essimple. Una espada es simple. Unatormenta es simple. Todo lo simple traedetrás una inmensa cola decomplicación.

Ámbar sacó la cabeza por el accesoal túmulo.

—La señora kelda dice que vaya ala cantera de caliza —anunció,emocionada.

Tiffany oyó algunos vítoresamortiguados procedentes de la cantera

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mientras descendía por entre elminucioso camuflaje.

La cantera le gustaba. En aquel lugarse hacía difícil estar triste de verdad,con las paredes blancas y mojadasacunándola y la luz de un día azulcolándose entre las zarzas. Alguna vez,de muy pequeña, había visto entrar ysalir nadando de la cantera a los pecesde tiempos inmemoriales, a unos pecesde cuando la Caliza era la tierra bajo lasolas. El agua había desaparecido muchotiempo atrás, pero las almas de lospeces fantasma no se habían dadocuenta. Estaban acorazados comocaballeros y eran tan vetustos como el

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terreno. Pero ya no podía verlos. Tal vezla vista cambia a medida que te hacesmayor, pensó.

Había un intenso olor a ajo. Buenaparte del fondo de la cantera estabacubierto de caracoles. Los feeglescaminaban con cuidado entre ellos,pintándoles números en los caparazones.Ámbar se había sentado al lado de lakelda y tenía las rodillas agarradas conlas manos. Vista desde arriba la escenarecordaba al concurso de perrosovejeros, aunque con menos ladridos ymucho más pringue.

La kelda cruzó la mirada conTiffany, se llevó un dedo diminuto a los

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labios y señaló con un gesto de cabeza aÁmbar, que estaba absortacontemplando el espectáculo. Jeanniedio unas palmadas en el espacio libre asu otro lado y dijo:

—Estamos viendu a los rapacesmarcar nuestro ganado, ya sabes. —Suvoz tenía un leve matiz de extrañeza. Erael tipo de voz que emplean los adultoscuando dicen a un niño: «Qué bien loestamos pasando, ¿verdad?», por si elniño aún no ha llegado a esa conclusión.Pero Ámbar daba la impresión de estardisfrutando de verdad. Tiffany cayó enla cuenta de que estar con los feeglesparecía alegrar a la joven.

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Dado que la kelda parecía preferiruna conversación ligera, Tiffany selimitó a preguntar:

—¿Por qué marcarlos? ¿Quién va aintentar robárselos?

—Otros feegles, claro. A mi Rob leda que non tardarán en hacer cola pararobarnos los caracoles cuandu quedendesprotegidos, ¿sabes?

Tiffany estaba confundida.—¿Y por qué iban a quedar

desprotegidos?—Porque mis rapaces marcharán a

robarles a ellos su ganado. Es unaantigua tradición feegle, que permite atodu el mundo dedicarse a las peleas, el

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cuatrerismo, los robos y, por supuesto,la vieja favorita de siempre: la bebida.—La kelda guiñó un ojo a Tiffany—.Buenu, así por lo menos están contentos,tienen las manos ocupadas y nonmétense en nuestros asuntos, ya sabes.

Volvió a guiñar el ojo a Tiffany,llamó la atención de Ámbar poniéndoleuna mano en la pierna y le dijo algo enun idioma que sonaba como una versiónmuy antigua del feegle. Ámbarrespondió en el mismo idioma. La keldahizo un significativo movimiento decabeza en dirección a Tiffany y señalóhacia el otro extremo de la cantera.

—¿Qué le has dicho? —preguntó

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Tiffany, sin apartar la mirada de lachica, que seguía observando a losfeegles con el mismo interés sonriente.

—Díjele que tú y yo íbamos a teneruna conversación de mayores —explicóla kelda—, y ella díjome que losrapaces son muy graciosos, y non sécómu, pero aprendió la Madre de lasLenguas. Tiffany, yo solo háblola conuna hija y con el gonnagle,[14] ya sabes,¡y anoche estaba hablandu con él cuandoella terció! ¡Aprendiola solu a base deescuchar! ¡Non debería ser posible! Esun don muy inusual el que tiene, tal ycomu te lo digo. Debe de conocer lossignificados en su testa, y eso es magia,

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rapaza mía, la mesma esencia de lamagia, tal cual.

—¿Cómo ha podido ocurrir?—¿Quién sabe? —dijo la kelda—.

Es un don. Y si quieres que dete unconsejo, pon a esa rapaza a aprender.

—¿No es un poco mayor paraempezar? —dudó Tiffany.

—Introdúcela en el arte, o encuentraalguna otra forma de canalizar su don.Créeme, rapaza mía, non seré yo quienvéngate con que apalear a una rapaciñahasta casi matarla sea buena cosa, pero¿quién sabe cómu elígese nuestrocamino? El de ella trájola aquí arriba,conmigo. Tiene el don de la entendienda.

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¿Habríalo hallado de otru modo? Túsabes que el sentidu de la vida es hallarel don de uno. Hallar tu propio don es lafelicidad. Non encontrarlo nunca essufrimiento. Dijiste que la rapaza es unpoco simple; pues búscale un maestroque sáquele lo complicadu de dentro. Larapaza aprendió un idioma difícil consolu escucharlo. Al mundo hácele muchafalta más gente capaz de hacer eso.

Tenía sentido. Todo lo que decía lakelda tenía sentido.

Jeannie se quedó un momentocallada antes de añadir:

—Lamentu mucho que el barónmuriera.

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—Perdona —respondió Tiffany—.Quería decírtelo.

La kelda le sonrió.—¿De veras crees que a una kelda

hácele falta que díganle cosas comu esa,rapaza mía? Fue un hombre decente, y túcumpliste ben con él.

—Tengo que ir a buscar al nuevobarón —dijo Tiffany—, y necesitaré quelos chicos me ayuden a encontrarlo. Enla ciudad viven miles de personas, y aellos se les da muy bien encontrar cosas.[15] —Miró al cielo. Tiffany no habíavolado nunca hasta la gran ciudad, y nole hacía mucha ilusión intentarlo aoscuras—. Partiré al amanecer. Pero

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antes que nada, Jeannie, será mejor queme lleve a Ámbar a casa. Te parecebien, ¿verdad, Ámbar? —preguntó a ladesesperada.

Tres cuartos de hora más tarde, Tiffanyhizo descender su escoba de regreso alpueblo, con los chillidos todavíaresonando en su mente. Ámbar no queríavolver. De hecho había manifestado suevidente rechazo a abandonar elmontículo haciendo palanca con brazosy piernas contra el agujero y gritando apleno pulmón cada vez que Tiffany ledaba un leve tirón. Cuando dejó de

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intentarlo, la chica regresó a la canterapara volver a sentarse junto a la kelda.Así eran las cosas: una intentaba hacerplanes para la gente, pero la gente teníaotros planes.

Se mirara como se mirase, Ámbartenía padres; podría decirse que eranunos padres bastante lamentables, ytambién podría añadirse que eso eradecir poco. Pero al menos deberíansaber que su hija estaba a salvo…aunque en todo caso ¿qué podría hacerdaño a Ámbar estando bajo laprotección de la kelda?

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La señora Rastrero cerró de un portazoal ver que era Tiffany quien llegaba, yluego volvió a abrir la puerta enseguida,hecha un mar de lágrimas. Su casa hedía,no solo a cerveza rancia y a malacocina, sino también a impotencia ydesconcierto. Un gato, el más sarnosoque Tiffany había visto nunca, era casisin duda otra causa del problema.

La señora Rastrero estaba tanasustada que le temblaban sus pocascarnes, y cayó de rodillas al suelo entresúplicas incoherentes. Tiffany le preparóuna taza de té, que no era tarea para

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aprensivos dado que la escasa vajillaque había en la casita estabaamontonada en el fregadero de piedra,cuyo otro contenido era un agua lodosaque burbujeaba de vez en cuando.Tiffany pasó unos minutos frotando conbrío hasta obtener una taza de la queconsentiría en beber, e incluso despuésde terminar quedó algo que seguíarepiqueteando dentro del hervidor.

La señora Rastrero se sentó en laúnica silla que tenía las cuatro patas yempezó a explicar entre balbuceos que,en realidad, su marido era un buenhombre siempre que ella tuviera la cenapreparada a tiempo y Ámbar no se

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portara mal. Tiffany ya conocía aqueltipo de conversación desesperada decuando hacía la ronda por las casas enlas montañas. La generaba el miedo, elmiedo de la hablante a lo que sucederíacuando volviera a quedarse sola. YayaCeravieja tenía su forma de ocuparse deello, que era meter el miedo a YayaCeravieja en el cuerpo a todo el mundosin excepción, pero Yaya Ceraviejacontaba con años y años de experienciaen ser… bueno, Yaya Ceravieja.

Un interrogatorio cauteloso ydelicado informó a Tiffany de que elseñor Rastrero estaba dormido en elpiso de arriba, y ella se limitó a decir a

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la señora Rastrero que a Ámbar estabacuidándola una señora muy amablemientras se «curaba». La mujer se echóa llorar otra vez. Tiffany estabaempezando a ponerse nerviosa por lodescuidada que estaba la casa, aunqueprocuró no ser despiadada. Pero ¿tantocostaba echar un cubo de agua fría alsuelo de piedra y barrerlo hasta la callecon una escoba? ¿Tanto costaba fabricarun poco de jabón? Podía hacerse unobastante decente a partir de ceniza demadera y grasa animal. Y, como habíadicho una vez la madre de Tiffany,«nadie es demasiado pobre para limpiarun vidrio», aunque de vez en cuando su

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padre, para chinchar a su madre, locambiaba a «nadie es demasiado pobrepara limpiar un viudo». Pero conaquella familia, ¿por dónde empezar? Ylo que fuese que se había quedadodentro del hervidor seguíarepiqueteando, con la presumibleintención de escapar.

La mayoría de las mujeres delpueblo estaban criadas para ser duras.Había que ser dura para sacar adelante auna familia con el sueldo de unjornalero. En la región había un dicho,una especie de receta para tratar con losmaridos problemáticos. Decía así:«Pastel de lengua, establo frío y palo de

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cobre». Significaba que el maridoproblemático acababa con la cabezacomo un bombo en vez de cenado,expulsado al establo para dormir y, silevantaba la mano a su esposa, sellevaría una buena tunda con el largopalo que había en todos los hogares pararemover la colada en el barreño. Por logeneral los hombres rectificaban antesde que sonara la música brusca.

—¿No le gustaría tomarse unaspequeñas vacaciones del señorRastrero? —sugirió Tiffany.

La mujer, blanquecina como unababosa y flaca como un rastrillo, pusocara de horror.

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—¡No, ni hablar! —replicó casi sinaliento—. ¡El pobre no se apañaría sinmí!

Y entonces… todo se torció, o másbien se torció mucho más de lo que yaestaba. Y fue todo por inocencia, por elaspecto abatido que tenía la mujer a ojosde Tiffany.

—Bueno, al menos puedo limpiarlela cocina —dijo Tiffany con voz alegre.No habría habido ningún problema sientonces se hubiera contentado conagarrar una escoba y ponerse a trabajar,pero no, claro que no: tuvo que alzar lamirada hacia el techo gris y lleno detelarañas y exclamar—: ¡Muy bien, sé

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que estáis ahí porque siempre me seguís,así que haced algo útil y limpiad a fondoesta cocina!

Durante unos segundos no ocurriónada, pero entonces Tiffany oyó, porqueestaba esperándola, una conversaciónamortiguada cerca del techo.

—¿Non oísteislo? ¡Sabe queestamos aquí! ¿Cómu puede ser queaciértelo siempre?

Una voz de feegle un poco distintarespondió:

—¡Es porque siempre seguímosla,pavitontu!

—Ah, ya, eso téngolo claro, perodecíalo porque ¿non hicímosle la firme

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promesa de non volver a seguirla?—Sí, fue un juramentu solemne.—Exactu, y por eso non puedo evitar

que decepcióneme un poquiño ver que laarpiíña grandullona non hiciera caso deuna promesa solemne. Hiéreme unpoquiño los sentimientus.

—Pero es que nosotros incumplimosel juramentu solemne, por esu de quesomos feegles.

Una tercera voz dijo:—¡Espabilando, pámpanos, que

empezó la Tapeteanda de los Pieses!Un torbellino asoló la minúscula y

sucia cocina.[16] El agua espumosa searremolinó en torno a las botas de

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Tiffany, que ciertamente habían estadotapeteando. Si bien era cierto que nadiepodía montar un revuelo tan deprisacomo un grupo de feegles, lo extraño eraque también podían recogerlo, inclusosin la cooperación de una bandada depajaritos y demás criaturas salvajesvariadas.

El fregadero se vació en un instantey volvió a llenarse de agua jabonosa.Los platos de madera y las tazas dehojalata volaron zumbando por los aires,mientras el fuego se encendía. La cajade leña se llenó hasta arriba con unprolongado repiqueteo. Después deaquello las cosas se aceleraron y un

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tenedor acabó clavado en la pared,temblando junto a la oreja de Tiffany. Elvapor se elevó como una neblina de laque salían extraños sonidos; la luz delsol entró a chorro en la cocina y la llenóde arcoíris, tras cruzar una ventanarepentinamente limpia; una escoba pasócomo una exhalación, llevándose pordelante la poca agua que quedaba; elhervidor hirvió; en la mesa apareció unjarrón con flores, aunque algunas deellas estaban bocabajo, y de pronto laestancia había quedado reluciente y yano olía a patatas podridas.

Tiffany miró hacia el techo. El gatose había aferrado a él con sus cuatro

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garras. Dedicó a la bruja lo que sin dudaera una mirada. Ni siquiera una brujapuede aguantar siempre la mirada a ungato que ya está hasta las narices, ymucho menos cuando ha tenido quesaltar más arriba de las narices.

Tiffany acabó localizando a laseñora Rastrero debajo de la mesa, conla cabeza protegida por los brazos.Cuando por fin la convenció de quesaliera y se sentara en una silla sinpolvo delante de un té servido en unamaravillosa taza limpia, la mujer sedesvivió por reconocer que había sidouna gran mejora, aunque más tardeTiffany tuvo que admitir que

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seguramente la señora Rastrero habríareconocido cualquier cosa con tal deque ella se marchara.

Por tanto, la visita no podíaconsiderarse un éxito, pero al menos ellugar estaba mucho más limpio, y seguroque la señora Rastrero se lo agradeceríacuando tuviera tiempo para pensarlo. Elgruñido y el golpe seco que Tiffany oyómientras salía del descuidado huertodebía de significar que el gato por fin sehabía despedido del techo.

A mitad de camino hacia la granja,con la escoba echada al hombro, Tiffanypensó en voz alta:

—A lo mejor ha sido una tontería.

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—Non empréñeste —dijo una voz—. Si hubiéramos tenido tiempu,podríamosle haber horneadu un poco depan. —Tiffany bajó la mirada y allíestaba Rob Cualquiera, junto a otramedia docena de los individuosconocidos como Nac Mac Feegle, losPequeños Hombres Libres y, a veces,los acusados, los culpables, los queestán ayudando a la policía en suspesquisas y también «ese de ahí, elsegundo por la izquierda, le juro que fueél».

—¡No dejáis de seguirme! —protestó—. ¡Siempre os comprometéis ano volver a hacerlo y siempre lo hacéis!

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—Ah, peru es que non estás teniendoen cuenta el mochuelo que impúsosenos.Tú eres la arpía de las colinas ydebemos estar siempre listos paraprotegerte y ayudarte. Lo que opines túnon tiene importancia —sentenció Rob,categórico. Hubo rápidas negaciones enlas cabezas de los otros feegles, queprovocaron una lluvia de trozos delápiz, dientes de rata, la cena de lanoche anterior, piedras interesantes conagujeros, escarabajos, mocosprometedores guardados paraexaminarlos con tranquilidad másadelante y caracoles.

—Escúchame —dijo Tiffany—. ¡No

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puedes ir por ahí ayudando a la gente,quiera o no!

Rob Cualquiera se rascó la cabeza,devolvió a su sitio el caracol que sehabía caído y replicó:

—¿Y por qué non? Es lo que hacestú.

—¡No es verdad! —exclamó Tiffanyen voz alta, pero se le había clavado unaflecha en el corazón.

No he sido nada amable con laseñora Rastrero, ¿verdad que no?,pensó. Sí, era cierto que la mujerparecía tener el cerebro de un ratónademás de su timidez, pero por muysucia que estuviera, la apestosa casa era

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de la señora Rastrero y Tiffany habíairrumpido acompañada por un puñadode, bueno, para qué andarnos conrodeos, de feegles, y la había puestopatas arriba, aunque al final la hubieradejado menos patas arriba que antes. Hesido brusca, mandona y sabihonda. Mimadre podría haber llevado mejor elasunto. Ya puestos, seguro que cualquierotra mujer del pueblo habría llevadomejor el asunto, pero la bruja soy yo yhe metido la pata y le he dado un sustode muerte. Yo, una cría con un sombreropuntiagudo.

Y otra cosa que pensó sobre símisma era que, si no se acostaba bien

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pronto, iba a caerse al suelo. La keldatenía razón: Tiffany no recordaba laúltima vez que había dormido en unacama de verdad, y tenía una esperándolaen la granja. Y además —llegó la idea,repentina y culpable—, aún no habíadicho a los padres de Ámbar Rastreroque su hija había vuelto con losfeegles…

Siempre hay algo, pensó, y entonceshay otro algo encima del primer algo, yluego los algos no se acaban nunca. Noera de extrañar que a las brujas lesentregaran escobas. Solo con los pies nodarían abasto.

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La madre de Tiffany estaba curando a suhermano Wentworth, que tenía un ojomorado.

—Se ha peleado con los niñosmayores —se lamentó su madre—. Peromira cómo te han dejado el ojo,Wentworth.

—Vale, pero he dado una patada aBilly Bocas en los cataplines.

Tiffany intentó reprimir un bostezo.—¿Por qué os habéis peleado,

Went? Creía que eras más sensato.—Han dicho que eres una bruja, Tiff

—explicó Wentworth. Y la madre deTiffany se giró con una expresiónextraña en la cara.

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—Sí, bueno, es que lo soy —dijoTiffany—. Es mi trabajo.

—Ya, pero no creo que hagas cosascomo las que decían que haces —insistió su hermano.

Tiffany cruzó la mirada con sumadre.

—¿Eran cosas malas? —preguntó.—¡Ja! Y te quedas corta —

respondió Wentworth. Tenía la camisaembadurnada de la sangre y los mocosque le habían goteado de la nariz.

—Wentworth, ya estás subiendo a tuhabitación —ordenó la señora Dolorido.Y es muy posible, pensó Tiffany, que nisiquiera Yaya Ceravieja hubiese podido

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emitir una orden que se obedeciera tanal instante y que trajera la mismaamenaza implícita de desencadenar eljuicio final si no se obedecía.

Cuando las botas del chico hubierondesaparecido a regañadientes por laescalera, la madre de Tiffany se volvióhacia su hija más pequeña y explicó:

—No es la primera vez que se meteen una pelea como esta.

—Es todo culpa de los libros deilustraciones —dijo Tiffany—. Yaprocuro enseñar a la gente que las brujasno son viejas locas que van por ahíhechizando a todo el mundo.

—Cuando venga tu padre, le diré

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que vaya a hablar con el padre de Billy—indicó la señora Dolorido—. Billymide treinta centímetros más queWentworth, pero tu padre… le sacasesenta al padre de Billy. No habrápeleas. Ya conoces a tu padre. Es unhombre tranquilo, ya lo creo que sí.Nunca le he visto pegar a alguien más deun par de veces, porque no le ha hechofalta. Él tranquilizará a la gente. Más lesvaldrá tranquilizarse. Pero aquí hay algoque no está bien del todo, Tiff. Estamostodos muy orgullosos de ti, ya lo sabes,de lo que haces y esas cosas, pero, no sécómo, está afectando a la gente. Van porahí diciendo chorradas sin sentido. Y

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últimamente nos cuesta más vender losquesos, y eso que todo el mundo sabeque los tuyos son los mejores. Y ahora,lo de Ámbar Rastrero. ¿Crees que esbueno que esté allá arriba correteandocon… ellos?

—Eso espero, mamá —respondióTiffany—. Pero esa chica es tozudacomo una mula, mamá, y a la hora de laverdad no puedo hacer más que todo loposible.

Más tarde aquella noche, adormilada ensu antigua cama, Tiffany oyó a suspadres hablar muy bajito en la

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habitación de abajo. Y aunque porsupuesto las brujas nunca lloraban,sintió una abrumadora necesidad dehacerlo.

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CAPÍTULO 6La llegada del hombre astuto

Tiffany se enfadó al descubrir que se lehabían pegado las sábanas. Su madrehasta tuvo que subirle una taza de té a lahabitación. Pero la kelda había estadoen lo cierto: Tiffany llevaba tiempo sin

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dormir bien, y la vetusta pero acogedoracama la había atrapado por completo.

Aun así, podría haber sido peor,pensó mientras partían. Por ejemplo,podría haber habido serpientes en laescoba. Los feegles no cabían en sí dealegría ante la perspectiva, en palabrasde Rob Cualquiera, de «sentir el vientubajo los kilts». Tal vez fuese mejorllevar a feegles que a serpientes en laescoba, pero tal vez no. Los feegleshacían cosas como correr de un extremoa otro del palo para mirar detallesinteresantes del paisaje, y en unaocasión Tiffany giró la cabeza ydescubrió a una decena de ellos

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colgando del final de la escoba o, dichocon más exactitud, descubrió a uno deellos colgando del final de la escoba y aotro colgando de los talones delprimero, y así sucesivamente hasta elúltimo feegle. Estaban pasándolo engrande entre risas y gritos y, en efecto,sus kilts aleteaban al viento. Era desuponer que, para la estela de feegles, laemoción compensaba el riesgo y laausencia de vistas o, al menos, laausencia de unas vistas que cualquierotro quisiera contemplar.

Unos pocos de ellos terminaronresbalando de las cerdas y la escoba losdejó atrás mientras caían a tierra,

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saludando a sus hermanos con losbrazos, gritando «¡Yuju!» y tomándosetodo aquello como un gran juego. Losfeegles solían rebotar cuando dabancontra el suelo, aunque era cierto que aveces le hacían algún desperfecto.Tiffany no se preocupó de cómoregresarían a casa: sin duda encontraríanmuchos animales peligrosos ydispuestos a atacar a un hombrecillo quecorría, pero cuando el feegle llegara asu hogar quedarían bastantes menos deellos. En realidad, los feegles seportaron bastante bien —para serfeegles— durante el vuelo, y no pegaronfuego a la escoba hasta que ya estaban a

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unos treinta kilómetros de la ciudad. Elincidente llegó pregonado por WullieChiflado, que dijo «Ups» en voz muybaja y entonces puso cara deculpabilidad e intentó disimular el hechode que había incendiado las cerdassituándose enfrente de las llamas paraque no se vieran.

—Has vuelto a quemar la escoba,¿verdad, Wullie? —preguntó Tiffany convoz firme—. ¿Qué es lo que aprendimosla última vez? No hay que encenderfogatas en la escoba sin tener un buenmotivo.

La escoba empezó a dar bandazosmientras Wullie Chiflado y sus hermanos

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intentaban apagar el fuego a pisotones.Tiffany oteó el paisaje que tenían debajoen busca de algo blando y a ser posiblehúmedo sobre lo que aterrizar.

Pero no servía de nada enfadarsecon Wullie, que vivía en un mundopropio hecho a su medida. Había queprobar con el razonamiento diagonal.

—Estaba preguntándome, Wullie —siguió diciendo mientras la escobadesarrollaba un preocupante temblor—,si entre los dos podríamos averiguar porqué se ha incendiado mi escoba. ¿Creesque puede tener algo que ver con queestés sosteniendo una cerilla en lamano?

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El feegle contempló la cerilla comosi nunca hubiera visto una antes, ydespués la escondió detrás de suespalda y se miró los pies, demostrandoun gran valor dadas las circunstancias.

—Non lo sé, señorita.—Lo que pasa —dijo Tiffany

mientras el viento los zarandeaba— esque, si no tengo las cerdas suficientes,no puedo virar bien, y estamosperdiendo altura pero por desgraciaseguimos yendo bastante rápido. A lomejor puedes ayudarme con este dilema,Wullie.

Wullie Chiflado se metió un meñiqueen la oreja y lo meneó como si hurgara

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en su propio cerebro. Entonces se leiluminó el semblante.

—¿Non tendríamos que aterrizar,señorita?

Tiffany suspiró.—Me encantaría hacerlo, Wullie

Chiflado, pero, verás, nosotros vamosmuy deprisa y el suelo no. Lo que ocurreen esa situación es lo que se conocecomo «estrellarse».

—Non referíame a queaterrizáramos en tierra, señorita —respondió Wullie. Señaló hacia abajoantes de añadir—: Decíalo porque igualpodíamos aterrizar en eso de ahí.

Tiffany siguió la línea de su dedo

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extendido. Por debajo de la escobahabía una carretera de tierra blanca ypor ella, no mucho más adelante,circulaba un objeto oblongo casi a lamisma velocidad que llevaba la escoba.Tiffany clavó en él la mirada,escuchando los cálculos de su cerebro, yluego dijo:

—De todas formas, nos falta frenarun poco…

Y así fue como una escoba humeanteque transportaba a una aterrorizadabruja y a dos docenas de los Nac MacFeegle, con sus kilts extendidos a modode freno de emergencia, aterrizaron en eltecho del correo exprés Lancre-Ankh-

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Morpork.El carromato tenía buenos muelles, y

el cochero recobró el control de loscaballos con bastante rapidez. Se hizo elsilencio mientras el hombre bajaba delpescante y el polvo blanco empezaba aasentarse de nuevo en el camino. Era unhombre fornido que hacía muecas a cadapaso que daba y llevaba en una mano unsándwich de queso a medio comer y enla otra un inconfundible trozo de cañeríade plomo. Se sorbió la nariz.

—Habrá que contárselo a misupervisor. Hay daños en la pintura, ¿loves? Cuando hay daños en la pintura, metoca rellenar un informe. Odio los

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informes; no se me da muy allá escribir.Pero tengo que hacerlo de todas formas,si hay daños en la pintura.

El sándwich y, lo que era másimportante, la tubería de plomodesaparecieron en el interior de suenorme abrigo, y a Tiffany le sorprendiólo mucho que se alegró al verlo.

—De verdad que lo siento mucho —se disculpó mientras el hombre laayudaba a bajar de la cubierta delcarromato.

—No es por mí, entiéndelo, es porla pintura. Yo siempre les digo: mirad,en el camino hay trolls y enanos,¿verdad?, y ya sabéis cómo conducen,

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casi todo el rato con los ojosentrecerrados porque no les gusta el sol.

Tiffany se sentó mientras el cocheroinspeccionaba los daños en los bajos yluego, al levantar la vista hacia ella, sepercataba del sombrero puntiagudo.

—Anda —dijo llanamente—, unabruja. Tiene que haber una primera vezpara todo, supongo. ¿Usted sabe lo quellevo aquí, señorita?

Tiffany se preguntó qué podía ser lopeor.

—¿Huevos? —aventuró.—Ja —dijo el hombre—. No ha

habido esa suerte. Son espejos, señorita.Un espejo, para ser exactos. Y encima

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no es de los planos: es una bola, o esome han dicho. Está muy bienempaquetada, o al menos eso pensabanellos porque no sabían que iba a caerleencima alguien desde el cielo. —Elhombre no sonaba furioso sino agotado,como si estuviera esperando siempre aque la vida le diera la siguiente patada—. Está fabricada por enanos —añadió—. Dicen que cuesta más de mil dólaresde Ankh-Morpork, y ¿sabe para qué es?Para colgarla del techo en un salón debaile de la ciudad, donde quieren bailarel vals, del que una señorita bieneducada como usted no debería sabernada porque, según dice el periódico,

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lleva al comportamiento depravado y alos tejemanejes.

—¡Madre mía! —exclamó Tiffanyasumiendo que era lo que se esperaba deella.

—Bueno, más vale que mire a verqué daños hay —dijo el cocheroafanándose en abrir la puerta trasera delcarromato. Había una caja grandeocupando buena parte del espacio—.Está empaquetada sobre todo con paja—explicó—. Écheme una mano parabajarla, ¿quiere? Y si tintinea, estamoslos dos metidos en un buen lío.

Resultó no pesar tanto como habíaesperado Tiffany. De todas formas la

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bajaron poco a poco al suelo, y elcochero hurgó en el interior delembalaje hasta sacar la bola de espejo,que sostuvo en alto como si fuese lapreciosa joya a la que, en realidad, separecía. Los espejos llenaron el mundode una luz centelleante, que deslumbrabaal mirarla y lanzaba intermitentes rayosbrillantes en todas las direcciones. Yentonces el hombre chilló y soltó labola, que se hizo un millón de añicos yllenó el cielo durante un instante con unmillón de imágenes de Tiffany, mientrasel cochero caía al suelo acurrucado,levantaba más polvo blanco y soltabatenues gemidos entre el cristal que iba

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cayendo a su alrededor.En menos de un instante el

quejumbroso cochero estaba rodeado deun anillo de feegles, armados hasta losdientes que les quedaran con espadones,más espadones, cachiporras, hachas,garrotes y al menos un espadón más.Tiffany no sabía dónde habían estadoescondidos, pero un feegle podíaocultarse tras un pelo.

—¡No le hagáis daño! —gritó—.¡No iba a hacerme nada! ¡Está muyenfermo! ¡Pero haced algo útil y recogedtodo este cristal roto! —Se agachó en lacarretera y cogió la mano del hombre—.¿Desde cuándo padece de huesos

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saltarines, señor?—Ah, me tienen martirizado desde

hace veinte años, señorita, martirizado—se quejó el cochero—. Es por eltraqueteo del carromato, ¿sabe? ¡Por laamortiguación, que no funciona! No creoque duerma del tirón ni una noche decada cinco, señorita, de verdad se lodigo. Echo una cabezadita, me doy lavuelta como suele hacerse, y entoncesnoto como un chasquido y me duele queno vea, créame.

Aparte de unos puntitos que sevislumbraban en el horizonte no habíanadie más en las inmediaciones,exceptuando por supuesto a unos pocos

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feegles que, contra toda lógica, habíanperfeccionado el arte de escondersedetrás de sí mismos.

—Bueno, creo que a lo mejor puedoayudarle —dijo Tiffany.

Algunas brujas utilizaban un batiburrillopara ver el presente y, con un poco desuerte, vislumbrar el futuro. En laahumada penumbra del túmulo feegle, lakelda estaba poniendo en práctica lo quellamaba «los escondos», las cosas queuna kelda hacía y transmitía aunque, engeneral, transmitía como secretos. Y eramuy consciente del interés con que la

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observaba Ámbar. Menuda rapaza másrara, pensó. Ve, oye y entiende. ¿Quénon daríamos a cambio de un mundolleno de gente como ella? La kelda habíapreparado el caldero[17] y encendido unahoguera pequeña debajo del cuero.

La kelda cerró los ojos, se concentróy leyó los recuerdos de todas las keldasque habían existido y existirían jamás.Millones de voces flotaron en su mentesin ningún orden concreto, a vecessuaves, nunca muy altas, en ocasionestentándola desde justo fuera de sualcance. Era una maravillosa bibliotecade información, solo que los librosestaban desordenados, sus páginas

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encoladas de cualquier manera y nopodía encontrarse un índice por ningunaparte. Jeannie tuvo que seguir hebras depensamiento que se desvanecíanmientras las escuchaba. Esforzó el oídomientras los tenues sonidos, los fugacesdestellos, los gritos amortiguados y lascorrientes de significado zarandeaban suatención a uno y otro lado… Y allíestaba, delante de ella como si lohubiera estado siempre, enfocándose.

Abrió los ojos, contempló el techoun momento y dijo:

—Busco a la arpiíña grandullona y¿qué es lu que veo?

Escrutó hacia delante en la neblina

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de recuerdos antiguos y nuevos, y depronto echó la cabeza hacia atrás yestuvo a punto de derribar a Ámbar, quedijo, interesada:

—¿Un hombre sin ojos?

—Bueno, creo que a lo mejor puedoayudarle, señor, hum…

—Enmoquetador, señorita. WilliamGlotal Enmoquetador.

—¿Enmoquetador? —preguntóTiffany—. Pero ¿usted no es cochero?

—Sí, bueno, la historia tiene sugracia, señorita. Verá, Enmoquetador esel apellido de mi familia. No sabemos

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de dónde salió porque, que sepamos,¡ninguno de nosotros ha puesto nuncauna moqueta!

Tiffany le dedicó una sonrisa deánimo.

—¿Y…?El señor Enmoquetador la miró

perplejo.—¿Cómo que «y»? ¡Esa era la

gracia! —Se echó a reír y chilló denuevo cuando le saltó un hueso.

—Ah, claro —dijo Tiffany—.Disculpe, es que soy un poco lenta. —Sefrotó las manos—. Y ahora, señor, voy aarreglarle los huesos.

Los caballos del carromato

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observaron con calmado interés cómoTiffany ayudaba al hombre a levantarse,le quitaba el enorme abrigo (provocandomás de un gruñido y varios gritosmenores) y lo colocaba con las manosapoyadas en el carro.

Tiffany se concentró, palpando laespalda del hombre por encima de sufina camiseta, y… sí, ahí estaba, unhueso saltarín.

Se acercó a los caballos y, por siacaso, susurró una palabra en la oreja deambos mientras los animales lassacudían para espantar las moscas.Entonces volvió al señor Enmoquetador,que esperaba con paciencia sin

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atreverse a mover ni un músculo.Mientras Tiffany se arremangaba, elhombre dijo:

—No irá a convertirme en nadaantinatural, ¿verdad, señorita? Noquerría ser una araña. Me dan un miedoque no vea, y además toda mi ropa estáhecha para un hombre con dos patas.

—¿Cómo se le ocurre que vaya aconvertirle en nada, señorEnmoquetador? —preguntó Tiffanybajando la mano con suavidad por sucolumna vertebral.

—Bueno, no se ofenda, señorita,pero yo creía que las brujas sededicaban a eso… bichos horribles,

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señorita, como las tijeretas y tal.—¿Quién le ha contado una cosa

así?—Pues no sabría decirle —

respondió el cochero—. Es como loque… no sé, lo que sabe todo el mundo.

Tiffany situó los dedos con cuidado,encontró el hueso saltarín, y dijo:

—Esto puede doler un poquito.Y empujó el hueso para encajarlo en

su sitio. El cochero volvió a gritar.Los caballos trataron de salir al

galope, pero sus patas no respondíancomo de costumbre, no mientras lapalabra siguiera resonando en sus oídos.Un año antes Tiffany había sentido

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vergüenza al aprender la palabra deljinete, pero lo cierto es que másvergüenza le dio al herrero al que habíaayudado a morir con suavidad y sindolor no tener con qué pagarle suconcienzudo trabajo; a la bruja habíaque pagarle, igual que se pagaba albarquero, de modo que el hombre habíasusurrado al oído de Tiffany la palabradel jinete, que daba a quien lapronunciaba el control sobre cualquiercaballo que la oyera. No podíacomprarse ni venderse, pero sí podíaentregarse y aun así conservarse, yaunque hubiera estado hecha de plomovaldría su peso en oro. El anterior

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propietario había susurrado al oído deTiffany: «¡Prometí no decírsela a ningúnhombre, y no lo he hecho!» antes demorir entre risitas, ya que tenía unsentido del humor parecido al del señorEnmoquetador.

El cochero, que también era unhombre robusto, se había dejadoresbalar poco a poco por el lateral delcarromato, así que…

—¿Por qué estás torturando a eseanciano, bruja malvada? ¿Acaso no vesel dolor que le atormenta?

¿De dónde había salido aquello? Erael grito de un hombre que tenía la carablanquecina de furia y vestía una ropa

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tan negra como una cueva sellada o —lapalabra acudió de repente a Tiffany—como una cripta. Antes no había tenido anadie alrededor, de eso estaba segura, ytampoco había encontrado a nadie a loslados del camino, exceptuando a algúngranjero que miraba cómo ardían losrastrojos hasta perderse de vista a susespaldas.

Pero ahora había una cara a pocoscentímetros de la de Tiffany. Ypertenecía a un hombre de verdad, no aalgún tipo de monstruo, porque engeneral los monstruos no llevan lassolapas manchadas de gotitas de saliva.Y entonces Tiffany se fijó en que… el

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hombre hedía. Jamás había olido nadatan horrible. Era un olor sólido como unbarrote de hierro, y le dio la impresiónde no estar oliéndolo con la nariz, sinocon la mente. Comparada con aquellapeste, la típica letrina tenía el aroma deun rosal.

—Le pido por favor que retroceda—dijo Tiffany—. Creo que tal vez sehaya llevado una idea equivocada.

—¡Te aseguro, criatura del averno,que yo solo me llevo la idea correcta!¡Y esa idea es devolverte al miserable yapestoso infierno que te engendró!

Muy bien, es un demente, pensóTiffany. Pero como se le ocurra…

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Demasiado tarde. El dedotembloroso del hombre se acercódemasiado a su nariz y, de pronto, elcamino vacío contenía un extensosurtido de los Nac Mac Feegle. Elhombre de negro intentó apartarloshaciendo aspavientos, pero esamaniobra no solía funcionar bien con losfeegles. Lo que sí logró, a pesar delasalto feegle, fue gritar:

—¡Desapareced, diablos perversos!Todas las cabezas de feegle se

giraron esperanzadas al oírlo.—Aj, sí —dijo Rob Cualquiera—.

¡Si hay algún diabliño cerca, nosotrosocuparémonos de él! ¡Tú mueves,

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amigu!Arremetieron contra él y terminaron

todos apelotonados en el suelo delcamino, a espaldas del hombre, ya quelo habían atravesado sin tocarlo. Poracto reflejo, los feegles empezaron adarse puñetazos entre ellos mientras selevantaban con dificultades, ya que sihay una buena pelea en marcha noconviene perder el ritmo.

El hombre de negro los miró dereojo y entonces dejó de prestarles lamenor atención.

Tiffany bajó la mirada hacia lasbotas de la aparición. Brillaban a la luzdel sol, lo que estaba mal. Ella solo

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había pasado unos minutos de pie sobreel polvo del camino y ya tenía las botasgrises. Y luego estaba el terreno quepisaba el hombre, que también estabamal. Muy mal, en aquel día caluroso ydespejado. Echó un vistazo a loscaballos. La palabra aún los retenía,pero estaban temblando de miedo, comoconejos ante la mirada de un zorro.Tiffany cerró los ojos y miró al hombrecon la Primera Vista, y vio. Y dijo:

—No proyectas sombra. Sabía quealgo estaba mal.

Y entonces miró directamente a losojos del hombre, semiocultos bajo el alaancha del sombrero, y… no… tenía…

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ojos. La comprensión la empapó comohielo derretido… Aquella aparición notenía ojos, ni ojos normales, ni ojosciegos, ni cuencas oculares… eran solodos agujeros en su cabeza por los quepodía ver los campos humeantes del otrolado. Tiffany no se esperaba lo quesucedió a continuación.

El hombre de negro volvió a mirarlacon furia y siseó:

—Tú eres la bruja. Tú eres ella.Allá donde vayas te encontraré.

Y desapareció, dejando solo unembrollo de feegles luchando sobre elpolvo del camino.

Tiffany sintió algo en la bota. Bajó

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la cabeza y encontró la mirada de unaliebre, que debía de haber huido de laquema de rastrojos. Se sostuvieron lamirada durante un segundo, y después laliebre brincó por los aires como unsalmón y cruzó el camino a la carrera.El mundo estaba lleno de signos ypresagios, y era cierto que una brujadebía escoger los importantes. Pero ¿pordónde empezar después de todoaquello?

El señor Enmoquetador aún estabatendido contra el carromato, ajeno atodo lo que acababa de ocurrir. Encierto modo Tiffany estaba igual, peroella acabaría enterándose.

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—Ya puede levantarse, señorEnmoquetador —dijo.

El hombre obedeció con toda lacautela del mundo, haciendo muecasmientras esperaba que los pinchazosagónicos le recorrieran la espalda.Probó a cambiar el peso de pierna y dioun saltito sobre el polvo, como siestuviera aplastando a una hormiga. Alver que parecía funcionar, probó con unsegundo salto, y luego, extendiendo losbrazos, gritó: «¡Yupiii!» y dio un giro debailarín. Se le cayó el sombrero y susbotas claveteadas chocaron contra elsuelo, y el señor Enmoquetador fue unhombre feliz mientras giraba sobre sí

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mismo y daba saltitos; casi le salió unavoltereta lateral pasable y, cuandoresultó no pasar de media voltereta, selevantó con gracia, agarró a laanonadada Tiffany y bailó con ella porel camino mientras gritaba:

—¡Un dos tres, un dos tres, un dostres! —Y cuando Tiffany logró soltarseentre risas, él le dijo—: ¡Mi mujer y yovamos a salir esta noche, señorita, y nosiremos a bailar el vals!

—¿No llevaba al comportamientodepravado? —preguntó Tiffany.

El cochero le guiñó un ojo.—¡Eso espero! —exclamó.—No debería excederse, señor

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Enmoquetador —le advirtió ella.—Si quiere que le diga la verdad,

señorita, yo opino que sí debo, si no leimporta. Después de tantos crujidos ygemidos y de no dormir casi nada, creoque me gustaría excederme un poquito…¡o un muchito, si se puede! Oh, quéamable por su parte pensar en loscaballos —añadió—. Se nota que esbuena persona.

—Me alegro de verlo de tan buenhumor, señor Enmoquetador.

El cochero hizo una pequeña piruetaen el centro del camino.

—¡Me ha quitado veinte años deencima! —Sonrió a Tiffany de oreja a

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oreja, y entonces su expresión se nublóun poco—. Esto… ¿cuánto le debo?

—¿Cuánto me costarán los daños enla pintura? —replicó Tiffany.

Se miraron uno a la otra, y al cabode un momento el señor Enmoquetadordijo:

—Bueno, tampoco voy a pedirlenada, señorita, teniendo en cuenta que labola de espejo la he roto yo.

Un leve tintineo hizo que Tiffanymirase hacia atrás, donde la bola deespejo, al parecer intacta, giraba consuavidad y, si se miraba atentamente,flotaba un poco por encima del polvo.

Tiffany se arrodilló en un camino

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que ya no tenía trocitos de cristal ypreguntó a la nada:

—¿La habéis vuelto a juntarvosotros?

—Ah, sí —contestó Rob Cualquieracon alegría desde detrás de la bola.

—¡Pero si estaba hecha añicos!—Ah, sí, peru los añicos son fáciles,

ya sabes. Cuantu más pequeños son lostrociños, mejor encájanse después. Soluhay que darles un empujonciño y lasmoli culiñas acuérdanse de dóndetuvieran que estar y encájanse otra vez,¡non problemo! Tampocu pongas esacara de sorpresa, que non solorompemos las cosas.

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El señor Enmoquetador se quedómirando a Tiffany.

—¿Eso lo ha hecho usted, señorita?—Bueno, más o menos —respondió

ella.—¡Ya lo creo que sí! —dijo el señor

Enmoquetador, todo sonrisas—. Pues yodigo que quid pro quo, donde las dan lastoman, ojo por ojo, diente por diente, locomido por lo servido y yo te rasco laespalda a ti y tú a mí. —Guiñó un ojo—.Dejémoslo en que estamos en paz, y laempresa puede ponerse el papeleodonde el mono se puso el suéter. ¿Quéme dice a eso, eh? —Se escupió en lamano y la tendió hacia ella.

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Ay, madre, pensó Tiffany. Un apretónde manos con saliva sella un acuerdoinquebrantable; menos mal que tengo unpañuelo más o menos limpio.

Asintió sin decir nada. Había habidouna bola rota y ahora parecía habersearreglado sola. Hacía calor, un hombrecon agujeros donde deberían estar susojos se había esfumado delante de susnarices y… ¿por dónde empezar arazonarlo? Algunos días había quecortar uñas de los pies, sacar astillas yserrar piernas, y otros días eran díascomo aquel.

Se dieron un apretón de manos másbien húmedo, metieron la escoba entre

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los bultos que había detrás del pescante,Tiffany se sentó al lado del hombre y elcarromato siguió su camino, levantandoa su paso un polvo que componíasiluetas extrañas y desagradables antesde asentarse de nuevo.

Al cabo de un tiempo el señorEnmoquetador dijo, con voz cauta:

—Hum, ese sombrero negro quelleva puesto… ¿piensa seguirllevándolo?

—Así es.—Lo digo porque, bueno, tiene un

vestido verde y bonito y, si me permitedecirlo, unos dientes bien blancos. —Elhombre parecía estar enfrentándose a un

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problema.—Me los limpio con ceniza y sal

cada día. Se lo recomiendo —comentóTiffany.

La conversación empezaba acomplicarse. El cochero puso cara dehaber llegado a una conclusión.

—Entonces, no es una bruja deverdad, ¿a que no? —dijo, esperanzado.

—Señor Enmoquetador, ¿le doymiedo?

—Esa pregunta da miedo, señorita.La verdad es que sí, pensó Tiffany.

En voz alta dijo:—Dígame, señor Enmoquetador, ¿a

qué viene todo esto?

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—Bueno, señorita, ya que lopregunta, últimamente circulan algunashistorias. Ya sabe, de bebés robados ytal. De niños que se escapan y esascosas. —Alegró un poco el semblante—. Pero me imagino que eso eran lasbrujas malvadas y viejas… ya sabe, lasde nariz picuda, verrugas y siniestrosvestidos negros, no las mozas amablescomo usted. ¡Sí, seguro que esas cosaslas hacen esas otras!

Y habiendo resuelto el dilema a suentera satisfacción, el cochero dijo pocomás durante el resto del viaje, aunquesilbó mucho para compensar.

Tiffany, por su parte, se quedó en

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silencio. Para empezar, ahora estabamuy preocupada, y para terminaralcanzaba a entreoír las voces de losfeegles en la parte de atrás, dondeviajaban las sacas del correo, leyéndoseunos a otros las cartas ajenas.[18] Solo lequedaba esperar que las devolvieran alsobre correcto.

La canción decía: «¡Ankh-Morpork,ciudad maravillosa! ¡Los enanos estánabajo y los trolls rebosan! ¡Es un pocomejor que una cueva apestosa! ¡Ankh-Morpork, ciudad maravillooooooosa!».

En realidad no lo era.

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Tiffany solo había estado allí unavez, y la gran ciudad no le había gustadomucho. Olía fatal, y había mucha gente ydemasiados lugares. Y el único verdorestaba en la superficie del río, que solopodía calificarse de cieno porquecualquier palabra más exacta no seríaimprimible.

El cochero detuvo su carromatofuera de uno de los portones principales,aunque estaban abiertos de par en par.

—Si quiere un consejo, señorita,quítese el sombrero y entre usted sola.Ahora esa escoba parece leña dequemar de todas formas. —Sonrió demanera nerviosa—. Le deseo mucha

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suerte, señorita.—Señor Enmoquetador —dijo ella

en voz alta, consciente de estar rodeadade gente—, confío en que cuando oiga ala gente hablar de las brujas lesmencione que ha conocido a una y que lecuró la espalda… y yo diría que salvósu empleo. Gracias por traerme hastaaquí.

—Ah, bueno, claro que diré a lagente que conocí a una de las buenas —respondió él.

Con la cabeza bien alta, o al menostan alta como le permitía el hecho dellevar al hombro su propia escobadañada, Tiffany entró en la ciudad. El

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sombrero puntiagudo atrajo hacia ella unpar de miradas, y quizá también algúnceño fruncido, pero en general la genteno le prestó la menor atención. En elcampo cualquier persona con quien secruzara era o bien un conocido o bien unforastero del que averiguar más detalles,pero allí daba la impresión de que mirara tanta gente como había era una pérdidade tiempo, y tal vez también un peligro.

Tiffany se agachó.—Rob, ¿te acuerdas de Roland, el

hijo del barón?—Aj, el montonciño de porcallada

ese —dijo Rob Cualquiera.—Lo que sea —dijo Tiffany—. Sé

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que podéis encontrar a cualquierpersona y quiero que lo busquéis por mí,por favor.

—¿Molestaríate que tomáramos unacopiña mientras buscamos? —preguntóRob Cualquiera—. Este sitiu siempre dauna carretada de sed. Non recuerdo niuna vez que non destrueñárame portomar un traguiño o diez.

Tiffany sabía que era tan imprudentedecir que sí como decir que no, así quese conformó con:

—Pero que sea solo una. Cuando yale hayáis encontrado.

Hubo un silbido de viento apenasperceptible a sus espaldas y los feegles

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desaparecieron. Tampoco seríandifíciles de encontrar: solo había queestar atenta al sonido de cristales rotos.Ah, sí, el cristal roto que se reparabasolo. Ahí tenía otro misterio, porquehabía examinado la bola de espejomientras volvían a meterla en su caja yno tenía ni el menor rasguño.

Tiffany contempló las torres de laUniversidad Invisible, repletas dehombres sabios con sombrerospuntiagudos, o como mínimo de hombrescon sombreros puntiagudos, pero habíaotro lugar bien conocido por las brujasque, a su propio modo, era igual demágico: el Emporio Boffo de Artículos

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de Broma, en la calle del DécimoHuevo, número 4. Ella no había idonunca, pero recibía su catálogo de vezen cuando.

La gente empezó a fijarse más enella cuando dejó las calles principales yse adentró en los barrios, hasta que pudonotar las miradas en la nuca mientraspisaba los adoquines. No era que lagente se mostrara furiosa ni hostil.Solo… la observaban, como si nosupieran por dónde cogerla, y Tiffanydeseó con todas sus fuerzas que no seles ocurriera ningún sitio.

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El Emporio Boffo de Artículos deBroma no tenía campanilla en la puerta.Tenía un cojín de pedorretas haciendode tope, y casi todos los clientes delEmporio consideraban que un cojín depedorretas, tal vez combinado con unbuen pegote de vómito falso, era loúltimo en entretenimiento, en lo que pordesgracia tenían razón.

Pero las auténticas brujas a menudonecesitaban también el boffo. Habíaocasiones en las que había que teneraspecto de bruja, y no a todas se lesdaba bien, o quizá estaban demasiado

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ocupadas para enmarañarse el pelo aconciencia. La tienda de Boffo eradonde compraban las pelucas y lasverrugas de pega, unos calderos queresultaban ridículos de tanto quepesaban y las calaveras artificiales. Ycon un poco de suerte, allí podíanconseguir la dirección de algún enanoque les reparase la escoba.

Tiffany entró en el establecimiento,admiró el profundo sonido del cojín depedorretas, medio rodeó y medioatravesó un absurdo esqueleto falso conbrillantes ojos rojos y llegó almostrador, momento en el cual alguienhizo sonar un matasuegras en su cara. El

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matasuegras desapareció, reemplazadopor el rostro de un hombre bajito y deaspecto preocupado, que preguntó:

—¿Por casualidad le ha encontradoaunque sea un poquito de gracia?

Su tono sugería que esperaba unarespuesta negativa, y Tiffany no viomotivo para decepcionarle.

—Ninguna —respondió.El dependiente suspiró y guardó el

aburrido matasuegras bajo el mostrador.—Por desgracia nadie se la

encuentra —dijo—. Estoy seguro de quehe tenido un fallo en alguna parte.Bueno, ¿en qué puedo ayudarla, seño…?Oh, usted es de las auténticas, ¿verdad?

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Siempre las calo a la primera.—Verá —dijo Tiffany—, nunca les

he hecho ningún pedido, pero antestrabajaba con la señorita Traición,que…

Pero el hombre no le estabahaciendo caso. Lo que hacía era gritarpor un agujero del suelo.

—¿Madre? ¡Tenemos a una deverdad!

A los pocos segundos, una voz juntoal oído de Tiffany susurró:

—A veces Derek se confunde y esaescoba podrías habértela encontrado.¿Eres bruja de verdad? ¡Demuéstralo!

Tiffany desapareció al instante. Lo

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hizo sin pensar, o más bien pensando tandeprisa que los pensamientos notuvieron tiempo ni de saludarla mientraspasaban a la carrera. Solo cuando el talDerek se quedó boquiabierto mirando ala nada comprendió Tiffany que se habíadado tanta prisa en fundirse con elentorno porque desobedecer a la vozque tenía detrás sería, sin duda, muypoco prudente. A su espalda tenía a unabruja casi con toda seguridad, y ademásde las habilidosas.

—Muy, muy bien —dijo la mujercon voz aprobadora—. Pero que muybien, jovencita. Yo aún puedo verte,claro, porque estaba muy atenta. Madre

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mía, tenemos a una de verdad.—Voy a girarme, ¿eh? —avisó

Tiffany.—Que yo recuerde no te he dicho

que no lo hagas, querida.Tiffany dio media vuelta y se

enfrentó a la bruja de las pesadillas:sombrero harapiento, nariz incrustada deverrugas, manos como garras, dientesennegrecidos y —bajó la mirada—,exacto, botas negras enormes. No eranecesario saberse al dedillo el catálogode Boffo para darse cuenta de que lamujer llevaba puesto todo el maquillajede la gama «Arpía en un minuto»(«Porque tú no lo vales»).

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—Creo que deberíamos seguirhablando en mi taller —dijo la horriblearpía descendiendo a través del suelo—.Ponte en la trampilla cuando vuelva asubir, ¿quieres? Derek, prepara café.

Cuando Tiffany llegó al sótanomediante una trampilla que funcionabacon una suavidad exquisita, encontrótodo lo que cabría esperar en el tallerdonde se fabricaba cualquier cosa quenecesitara una bruja para añadir algo deboffo a su vida. Había hileras detemibles máscaras de arpía colgadas dehilos de tender, bancos repletos defrascos de colores brillantes, estantes ymás estantes llenos de verrugas puestas

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a secar, y varias cosas que hacían«bluup» estaban haciendo «bluup»dentro de un gran caldero colocado juntoa la chimenea. Era un caldero de los deverdad.[19]

La horrible arpía estaba trabajandofrente a una mesa, y Tiffany oyó unaterrible risotada. La mujer se giró,sosteniendo una cajita cuadrada demadera de la que salía un cordel.

—Una carcajada de primera,¿verdad que sí? Es un dispositivosencillo de hilo y resina con caja deresonancia, porque opino que soltarcarcajadas es un poco cuellazo, ¿nocrees? Estoy convencida de que puedo

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hacer que funcione a cuerda. Dímelocuando pilles la broma.

—¿Quién es usted? —estallóTiffany.

La arpía dejó la caja en su banco detrabajo.

—Ah, vaya —dijo—, ¿qué habrásido de mis modales?

—No lo sé —replicó Tiffany, queempezaba a hartarse un poco—. ¿A lomejor se les ha acabado la cuerda?

La arpía sonrió enseñando losdientes negros.

—Ah, respondona. Me gusta verloen una bruja, aunque tampocodemasiado. —Le tendió una zarpa—.

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Señora Proust.La zarpa no estaba tan húmeda como

Tiffany se la esperaba.—Tiffany Dolorido —se presentó—,

¿cómo está? —Notando que se esperabaalgo más de ella añadió—: Antestrabajaba con la señorita Traición.

—Ah, sí, buena bruja —comentó laseñora Proust—. Y estupenda clienta.Muy aficionada a las verrugas y loscráneos, si mal no recuerdo. —Sonrió—. No creo que hayas venido adisfrazarte de arpía para salir de fiestacon las amigas, así que supongo quenecesitas mi ayuda. El hecho de que a tuescoba le falten como la mitad de cerdas

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necesarias para la estabilidadaerodinámica confirma mi conjeturainicial. Por cierto, ¿has pillado ya labroma?

¿Qué debía responder?—Creo que sí…—Adelante, pues.—No hablaré hasta estar segura —

dijo Tiffany.—Muy sabia —convino la señora

Proust—. Bueno, vamos a ver siarreglamos tu escoba, ¿de acuerdo?Habrá que caminar un poco y yo de ti medejaría aquí el sombrero negro.

Por instinto, Tiffany echó mano alala de su sombrero.

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—¿Por qué?La señora Proust hizo una mueca,

con lo que casi logró engancharse lanariz con la barbilla.

—Porque tal vez descubras… No,ya sé lo que haremos. —Rebuscó en lamesa y, sin pedir permiso, enganchóalgo al sombrero de Tiffany, justo en laparte de detrás—. Hala, ya está. Ahorano se fijará nadie. Lo siento, peroúltimamente las brujas no somos muypopulares. Vamos a arreglarte ese palotuyo tan pronto como podamos, no seaque tengas que marcharte a toda prisa.

Tiffany se quitó el sombrero y mirólo que la señora Proust le había

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enganchado al cintillo. Era una cartulinade colores brillantes sujeta por un hiloen la que se leía: «Sombrero deaprendiz de bruja con purpurinamalévola. Talla 56. Precio: 2,50 $AM.¡Boffo! ¡¡¡Una marca para conjurar!!!».

—¿Qué está haciendo? —exigiósaber Tiffany—. ¡Si hasta le haespolvoreado purpurina malévola!

—Es un disfraz —explicó la señoraProust.

—¿Cómo? ¿Cree que una bruja quese precie pasearía por la calle con unsombrero como este? —replicóenfadada Tiffany.

—Claro que no —dijo la señora

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Proust—. ¡El mejor disfraz para unabruja es un traje barato de bruja! ¿Unabruja compraría ropa en una tienda quevende artículos asquerosos de broma,petardos, pelucas ridículas y nuestralínea de productos más provechosa, laspililas gigantes hinchables de color rosapara despedidas de soltera? ¡Seríaimpensable! Es boffo, querida, boffopuro y sin adulterar. «Disimulo,subterfugio y engaño», ese es nuestrolema. Los tres son nuestros lemas. Ytambién «Excelente relación calidad-precio», otro lema nuestro. «No seadmiten devoluciones bajo ningunacircunstancia», ese lema es importante.

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Igual que nuestra política de acciónterminal con los rateros. Ah, y tambiéntenemos un lema para cuando la gentefuma en la tienda, aunque ese lema no estan importante.

—¿Qué? —dijo aturdida Tiffany,que no había escuchado la lista de lemasporque estaba mirando los «globos» decolor rosa que colgaban del techo—.¡Creía que eran lechones!

La señora Proust le dio unaspalmaditas en la mano.

—Bienvenida a la gran ciudad,querida. ¿Vamos tirando?

—¿Por qué las brujas somos tanimpopulares ahora mismo? —preguntó

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Tiffany.—A veces a la gente se le meten

ideas raras en la cabeza —explicó laseñora Proust—. En general, yoaconsejo llamar poco la atención yesperar a que amaine. Solo hay que ircon un poco de cuidado.

Y Tiffany pensó que de verdad leconvenía ir con mucho cuidado.

—Señora Proust —dijo—, creo quehe pillado la broma.

—Dime, querida.—Al principio pensaba que era

usted una bruja de verdad disfrazada debruja falsa…

—¿Sí, querida? —la animó la

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señora Proust con melaza en la voz.—Y ya sería una buena broma, pero

me parece que en realidad hay otra y queno tiene demasiada gracia, en el fondo.

—Ah, y ¿cuál crees que es, querida?—insistió la señora Proust, con una vozen la que ahora había dulces casitas demazapán.

Tiffany respiró hondo.—Que esa es su auténtica cara,

¿verdad que sí? Las máscaras que vendeson máscaras de usted.

—¡Bien visto! ¡Bien visto, querida!Solo que en realidad no es que lo hayasvisto, ¿a que no? Lo has sentido alestrecharme la mano. Y… Pero venga,

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vamos a llevar tu escoba a esos enanos.Cuando salieron a la calle, lo

primero que vio Tiffany fueron dosniños. Uno de ellos se disponía a tiraruna piedra contra el escaparate.Reconocieron a la señora Proust ycayeron en una especie de silencioespantado. Entonces la bruja ordenó:

—Tírala, chaval.El chico la miró como si estuviera

loca.—He dicho que la tires, chaval, o no

respondo.Confirmada su suposición de que

estaba loca, el chico arrojó la piedra,pero el escaparate la atrapó al vuelo y

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se la devolvió, provocando que cayeraal suelo. Tiffany lo vio todo. Vio cómodel escaparate salía una mano de cristaly cogía la piedra. Vio cómo la lanzabade vuelta al chico. La señora Proust seinclinó hacia el niño, cuyo amigo habíapuesto pies en polvorosa, y dijo:

—Hum, sanará bien. Como te vuelvaa ver por aquí, no tendrás tanta suerte.—Se volvió hacia Tiffany—. Regentarun pequeño negocio puede complicartemucho la vida. Vamos, es por aquí.

A Tiffany le preocupaba el rumboque pudiera tomar la conversación, asíque optó por una frase inocente como:

—No sabía que hubiera brujas

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auténticas en la ciudad.—Ah, somos unas pocas —declaró

la señora Proust—. Hacemos lo quepodemos y ayudamos a la gente. Como aese chavalín de ahí atrás, que hoy haaprendido a no meterse donde no lellaman, y me gusta pensar que tal vez lehaya rescatado de una vida devandalismo y desconsideración por lapropiedad ajena que, mira lo que tedigo, al final le habría valido un collarnuevo cortesía del verdugo.

—No sabía que se pudiera ser brujaen la ciudad —dijo Tiffany—. Una vezme dijeron que hacía falta buena piedrapara criar brujas, y cuentan que esta

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ciudad está construida sobre tierra ylodo.

—Y albañilería —indicó la señoraProust con orgullo—. Granito y mármol,sílex y diversos estratos sedimentarios,mi querida Tiffany. Rocas que una vezsaltaron y fluyeron cuando el mundonació del fuego. ¿Y ves los adoquines delas calles? Seguro que todos ellos hantenido sangre encima en algún momento.Hay piedra y roca hasta donde alcanzala mirada. ¡Y donde no alcanza, piedra yroca también! ¿Puedes imaginar lo quese siente en los huesos al profundizar ycaptar la piedra viva? ¿Y quéconstruimos a partir de esa piedra?

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¡Palacios y castillos y panteones ylápidas y casas, de todo! Además, nosolo me refiero a esta ciudad. La ciudadestá construida sobre sí misma, sobretodas las ciudades que hubo antes. ¿Teimaginas cómo es tumbarse en una losa ysentir el poder de la roca elevándotecontra el tirón del mundo? Y todo él estáa mi disposición, hasta la última piedralista para que la use, y ahí es dondeempieza la brujería. Las piedras tienenvida, y yo formo parte de ella.

—Sí —dijo Tiffany—. Lo sé.De repente, la cara de la señora

Proust estaba a pocos centímetros de lasuya, con la aterradora nariz aguileña

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casi en contacto con la de Tiffany y lososcuros ojos en llamas. Yaya Ceraviejapodía ser temible, pero al menos eraguapa a su manera; la señora Proust erala bruja mala de los cuentos de hadas,con una maldición por rostro y el sonidode un horno que se cierra atrapando aunos niños por voz. La suma de todoslos miedos nocturnos llenando el mundo.

—Ah, conque lo sabes, ¿eh, brujitade alegre vestidito? ¿Qué es lo quesabes? ¿Qué es lo que de verdad sabes?—Retrocedió un paso y parpadeó—.Resulta que más de lo que sospechaba—se respondió a sí misma relajándose—. Tierra bajo ola. En el corazón de la

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caliza, el pedernal. Sí, así es.

Tiffany nunca había visto a enanos en laCaliza, pero en las montañas nuncaandaban lejos y en general se los veía enla cercanía de carretas. Compraban,vendían y, para las brujas, fabricabanescobas. Escobas muy, muy caras. Porsu parte, las brujas rara vez tenían quecomprarlas. Una escoba se heredaba,entregada de generación en generaciónde bruja; a veces había que cambiarle elmanillar y a veces necesitaba cerdasnuevas pero, por supuesto, seguía siendola misma escoba.

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Tiffany había heredado su escoba dela señorita Traición. Era incómoda, nomuy rápida y a veces volaba hacia atrássi llovía, y cuando el enano queregentaba el bullicioso y reverberantetaller le hubo echado un vistazo, negócon la cabeza y sorbió aire entre losdientes, como si la visión le hubieraarruinado el día y solo tuviera ganas desalir a llorar un poco.

—Bueno, es por el olmo, claro —explicó a un mundo insensible a susdesgracias—. El olmo es madera detierras bajas, pesado y lento, y luego hayque tener en cuenta los escarabajos,claro. El olmo es muy propenso a los

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escarabajos. ¿Le ha caído un relámpago,me decía? El olmo no es muy buenamadera para relámpagos. Los atrae, oeso dicen. También tiene muchatendencia a los búhos.

Tiffany asintió y trató de hacersepasar por entendida. Se había inventadoel impacto de relámpago porque laverdad, por valiosa que fuera, erademasiado estúpida, vergonzosa eincreíble.

Otro enano, casi idéntico, sematerializó junto a su compañero.

—Tendría que haber elegido elfresno.

—Ya lo creo —corroboró el primer

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enano con voz lúgubre—. Con el fresnosiempre aciertas. —Dio un empujoncitocon el dedo a la escoba de Tiffany yvolvió a suspirar.

—Puede ser que tenga un principiode hongos de abrazadera en la junta base—sugirió el segundo enano.

—No me extrañaría nada, siendo deolmo —convino el primer enano.

—Escuchen, ¿pueden hacerle unachapuza para que al menos me llevehasta casa? —preguntó Tiffany.

—Ah, nosotros no hacemos«chapuzas» —informó el primer enanoaltivamente, o más bien con altivezmetafórica—. Ofrecemos un servicio

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personalizado.—Solo me hacen falta unas pocas

cerdas —dijo Tiffany a la desesperada,y olvidando que no quería reconocer laverdad añadió—: ¡Por favor! ¿Quéculpa tengo yo de que los feeglespegaran fuego a la escoba?

Hasta entonces en el taller habíahabido mucho ruido de fondo, el dedocenas de enanos que trabajaban en susbancos y no hacían mucho caso a laconversación, pero en ese precisoinstante el taller quedó en silencio, y enese silencio un martillo cayó al suelo.

El primer enano dijo:—Cuando dice «feegles» no estará

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refiriéndose a los Nac Mac Feegle,¿verdad, señorita?

—Sí, a ellos.—¿A los salvajes? ¿Dicen…

«pardiez»? —preguntó muy despacio.—Casi a todas horas —confirmó

Tiffany. Se le ocurrió que debía aclararalgunas cosas—. Son amigos míos.

—Ah, ¿lo son? —dijo el enano—.¿Y en este momento hay alguno de susamiguitos por aquí?

—Bueno, les he dicho que vayan abuscar a un conocido mío —respondióTiffany—, pero supongo que se habránmetido en algún pub. ¿En la ciudad haymuchos?

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Los dos enanos se miraron entre sí.—Como unos trescientos, diría yo

—afirmó el segundo enano.—¿Tantos? En ese caso no creo que

vengan a buscarme por lo menos hastadentro de media hora.

Y de pronto el primer enano seconvirtió en la encarnación frenética delbuen humor.

—¡Pero bueno, qué maleducadossomos! —exclamó—. ¡Para una amigade la señora Proust, lo que haga falta!¡Es más, con mucho gusto le ofrecemosnuestro servicio exprés gratis y sincobrarle, incluidas las cerdas nuevas yla creosota a cambio de nada en

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absoluto!—Servicio exprés significa que

luego tiene que marcharse enseguida —añadió rotundo el segundo enano. Sequitó el casco de hierro, le limpió elsudor de dentro con un pañuelo y volvióa ponérselo de inmediato.

—Oh, sí, es cierto —confirmó elprimer enano—. Enseguida. Es justo loque significa «exprés».

—Conque amiga de los feegles, ¿eh?—dijo la señora Proust mientras losenanos se afanaban con la escoba deTiffany—. No suelen hacer muchosamigos, por lo que tengo entendido. Perohablando de amigos —siguió, en

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repentino tono conversacional—, ya hashablado con Derek, ¿verdad? Es hijomío. Conocí a su padre en un salón debaile muy mal iluminado. El señorProust era un hombre muy amable yatento; siempre decía que besar a unachica sin verrugas era como comerse unhuevo sin sal. Falleció hace veinticincoaños de un acceso de descalabro. Cómolamento no haber podido hacer nada. —Se le iluminó el rostro—. Pero soy felizsabiendo que el joven Derek es mialegría en la… mediana edad. Un chicoestupendo, querida. Menuda suerte va atener la chica que se lleve a mi Derek,mira lo que te digo. Se entrega del todo

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a su trabajo y es de lo más detallista.¿Sabías que cada mañana afina todos loscojines de pedorretas y se pone nerviosocuando alguno suena mal? ¿Y loconcienzudo que es? Mientrasdesarrollábamos nuestro próximolanzamiento, la colección «Perlas de laAcera» de hilarante caca de perroartificial, se pasó semanas siguiendo atodas las razas de perro de la ciudad consu libreta, su recogedor y su tabla decolores para que no fallara ni un solodetalle. Es un chico meticuloso, limpio yconserva todos los dientes. Y nunca vacon malas compañías… —Dedicó aTiffany una mirada esperanzada pero

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más bien tímida—. No está funcionando,¿verdad?

—Ay, madre, ¿se me ha notado? —preguntó Tiffany.

—He oído las palabras vertidas —dijo la señora Proust.

—¿Qué es una palabra vertida?—¿No lo sabes? Una palabra vertida

es una palabra que está a punto dedecirse pero no se dice. Por un instante,las palabras flotan sobre laconversación aunque no se pronuncien…y en el caso de mi hijo Derek, menosmal que no las has dicho en voz alta.

—De verdad que lo sientomuchísimo —se disculpó Tiffany.

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—Ya, bueno, pues que lo sepas —atajó la señora Proust.

Cinco minutos después salieron deltaller con Tiffany remolcando unaescoba plenamente operativa, atada concordel.

—En realidad —reflexionó laseñora Proust mientras andaban—,ahora que lo pienso, tus feegles merecuerdan mucho a Pequeño LocoArthur. Es más tieso que un ajo, y comodel mismo tamaño. Pero nunca le heoído decir «pardiez», ojo. Trabaja deagente de la Guardia.

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—Ah, pues a los feegles no leshacen mucha gracia los policías —comentó Tiffany, pero decidiócompensar un poco esa afirmación, asíque añadió—: Por otra parte, son muyleales, útiles a grandes rasgos,amistosos en ausencia de alcohol,honorables para un valor determinadode honor y, a fin de cuentas, fueron losinventores de la fritanga de armiño.

—¿Qué es un armiño? —preguntó laseñora Proust.

—Bueno… ¿Las comadrejas lasconoce? Son muy parecidos a lascomadrejas.

La señora Proust enarcó las cejas.

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—Querida, atesoro mi ignoranciasobre los armiños y también sobre lascomadrejas. Me suenan a cosascampestres y yo el campo no lo soporto.Tanto verde me da ataques de bilis —dijo estremeciéndose al mirar el vestidode Tiffany.

Momento en el cual, obedeciendo aalgún tipo de entrada celestial, se oyó unlejano grito de «¡Pardiez!» seguido delsonido siempre popular, al menos paraun feegle, del cristal rompiéndose.

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CAPÍTULO 7Cantos en la noche

Cuando Tiffany y la señora Proustllegaron al origen de los gritos, la calleestaba cubierta por una capa bastanteespectacular de vidrio roto y por ungrupo de hombres con aspecto inquieto,armaduras y el tipo de casco que sirve

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para tomar sopa en caso de emergencia.Uno de ellos estaba colocando barreras.Otros guardias tenían el gesto torcidopor estar en el lado equivocado de lasbarreras, sobre todo cuando en eseinstante un agente enorme salió volandode uno de los pubes que ocupaban casitoda una acera de la calle. Según elletrero se llamaba La Cabeza del Rey,pero según su aspecto La Cabeza delRey estaba sufriendo una jaqueca de lasbuenas.

El agente de la Guardia se llevó pordelante lo que quedaba del cristal antesde caer a la acera, momento en el que sucasco, que podría haber contenido sopa

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para una familia entera y todos susamigos, rodó calle abajo haciendo«gloing-gloing-gloing».

Tiffany oyó a otro guardia gritar:—¡Han tumbado al sargento!Mientras llegaban más guardias

corriendo desde ambos lados de lacalle, la señora Proust puso una mano enel hombro de Tiffany y le pidió condulzura:

—¿Podrías volver a explicarme esasbuenas cualidades que tienen, por favor?

He venido a buscar a un chico ydecirle que su padre ha muerto, pensóTiffany. ¡No a sacar a los feegles de otrojaleo!

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—Tienen el corazón en su sitio —dijo.

—No lo dudo —respondió la señoraProust, con cara de estar disfrutandocomo una loca—, pero los panderos lostienen sobre un montón de cristal roto.Ah, ahí llegan los refuerzos.

—No creo que vayan a servir demucho —comentó Tiffany… y para susorpresa, se equivocó.

Los policías estaban dispersándose,dejando un pasillo despejado hasta laentrada del pub. Tiffany tuvo queentrecerrar los ojos para distinguir a ladiminuta figura que lo recorrió con pasofirme. Se parecía a un feegle, pero

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llevaba puesto… se paró a mirar bien…sí, llevaba puesto un casco de guardia unpoco más grande que la tapa de unsalero, lo que resultaba impensable. ¿Unfeegle del lado de la ley? ¿Cómo podíaexistir tal cosa?

Sin embargo, la criatura llegó a laentrada del pub y gritó:

—¡Pámpanos, quedáis todusdetenidos! Esto puede marchar de dosmaneras, por las malas y… —Calló unmomento—. Non, paréceme que ya está,sí —terminó—. ¡Non conozco másmaneras! —Y se abalanzó a través de lapuerta.

Los feegles peleaban a todas horas.

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Para ellos las peleas eran afición,ejercicio y entrenamiento combinados.

Tiffany había leído en el famosomanual de mitología del profesorPinzonero que en muchos pueblosantiguos imperaba la creencia de quecuando un héroe moría, iba a unaespecie de salón de banquetes dondepodía pasar toda la eternidad luchando,comiendo y emborrachándose.

Si fuese Tiffany, a los tres días ya sele habría hecho aburrido, pero a losfeegles les encantaría, aunqueseguramente incluso unos héroes deleyenda acabarían echándolos a patadasantes de que hubiera transcurrido media

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eternidad, después de sacudirlos en elaire para recuperar toda la cubertería.Los Nac Mac Feegle eran sin duda unosluchadores feroces y temibles, con elleve defecto (leve desde su punto devista) de que, a los pocos segundos demeterse en cualquier pelea, lesabrumaba el gozo más puro y tendían aatacarse entre ellos, a los árbolescercanos y, si no se presentaba másobjetivo, a sí mismos.

Los guardias, después de reanimar asu sargento y traerle el casco, sesentaron a esperar a que se extinguierael ruido, y no pasaron más de dosminutos antes de que saliera el diminuto

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agente arrastrando por una pierna a YanGrande, un gigante entre los feegles que,en apariencia, se había quedadodormido. El policía soltó a Yan Grande,volvió al interior del pub y salió con uninconsciente Rob Cualquiera cargado aun hombro y Wullie Chiflado sobre elotro.

Tiffany se quedó boquiabierta. Nopodía estar pasando. ¡Los feeglessiempre ganaban! ¡Nada podía vencer aun feegle! ¡Eran imparables! Pero ahíestaban: parados, y parados por unacriatura tan pequeña que parecía partede una vinagrera.

Cuando se le acabaron los feegles,

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el hombrecillo volvió corriendo aledificio y salió casi al instante,acarreando a una mujer con papada queintentaba pegarle con su paraguas sinmucho éxito, dado que el guardia lallevaba equilibrada sobre la cabeza.Salió tras ellos una sirviente joven ytemblorosa, abrazada a un bolso deviaje. El hombrecillo depositó con mañaa la mujer mayor junto al montón defeegles y, mientras ella vociferabaórdenes a los guardias para que ledetuvieran, volvió dentro y regresó contres maletas pesadas y dos cajas parasombrero equilibradas sobre él.

Tiffany reconoció a la mujer, pero no

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se alegró de verla. Era la duquesa,madre de Leticia y persona bastanteaterradora en general. ¿Roland deverdad sabía en qué se estaba metiendo?La propia Leticia no estaba mal, si a unole gustaban esas cosas, pero su madreparecía tener tanta sangre azul en lasvenas que debería explotar, y ahoramismo tenía todo el aspecto de estar apunto. Qué apropiado que los feegleshubieran arrasado el mismo edificio enel que se alojaba la vieja pelleja.¿Cuánta suerte podía tener una bruja? ¿Yqué pensaría la duquesa de que Roland ysu prometida, la pintora de acuarelas, sehubieran quedado dentro del edificio sin

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carabina?La última pregunta obtuvo respuesta

con la visión del hombrecillo, que saliódel local tirando de ambos por unosropajes muy caros. Roland llevaba unesmoquin que le venía un poco grande, yLeticia iba vestida con una acumulaciónde vaporosos volantes sobre másvolantes, en opinión de Tiffany una ropamuy poco apropiada para nadie quesirviera de algo en la vida. Chúpate esa.

Seguían llegando más agentes de laGuardia rezagados, cabía suponer queporque ya habían tratado alguna vez confeegles y tenían el buen juicio de llegarandando, no corriendo, al escenario del

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crimen. Pero un policía alto —más deuno ochenta—, pelirrojo y con unaarmadura tan bruñida que deslumbraba,ya estaba tomando declaración alpropietario. La declaración sonabacomo un prolongado gemido que daba aentender que el trabajo del guardiaconsistía en ocuparse de que aquellaterrible pesadilla no hubiera tenidolugar.

Tiffany se giró y se encontrómirando directamente a la cara deRoland.

—¿Tú? ¿Aquí? —logró decir él.Más al fondo, Leticia empezaba asollozar. ¡Ja, qué típico de ella!

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—Oye, tengo que decirte una cosamuy…

—El suelo se ha venido abajo —lainterrumpió Roland, todavía ensoñado—. ¡Ha cedido el mismo suelo!

—Escucha, tengo que… —volvió aempezar Tiffany, pero esta vez fue lamadre de Leticia quien de pronto estuvodelante de ella.

—¡Yo a ti te conozco! Eres la niñabruja esa, ¿verdad? ¡No lo niegues!¿Cómo te atreves a seguirnos hasta aquí?

—¿Cómo han hecho que se cayera elsuelo? —preguntó Roland, con vozbrusca y palideciendo—. ¿Cómo hasconseguido derribar el suelo? ¡Dímelo!

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Y entonces llegó el olor. Fue comoun martillazo inesperado. Por debajo deldesconcierto y el horror, Tiffany sintióotra cosa: un hedor, una peste, unapodredumbre en su mente, espantosa ycruel, un estiércol de ideas horribles eideas podridas que le daba ganas desacarse el cerebro para limpiarlo.

¡Es él! ¡El hombre de negro sin ojos!¡Y ese olor! ¡Ni una letrina paracomadrejas enfermas olería tan mal!Creía que antes había sido malo, ¡peroera como un ramillete de prímulas!Tiffany miró desesperada a su alrededor,esperando contra toda esperanza no verlo que estaba buscando.

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La futura suegra asió a Roland por lachaqueta.

—Aléjate de ella ahora mismo. Esachica no es más que…

—¡Roland, tu padre ha muerto!Eso calló a todo el mundo, y Tiffany

se vio atrapada en un matorral demiradas.

Ay, madre, pensó. Esto no tendríaque haber salido así.

—Lo siento —farfulló en medio deun silencio acusador—. No pude hacernada.

Vio cómo el color regresaba alrostro de Roland.

—Pero tú estabas cuidándole —dijo

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él, como si intentara resolver unrompecabezas—. ¿Por qué dejaste demantenerle vivo?

—Lo único que podía hacer erallevarme el dolor. Lo siento muchísimo,pero no podía hacer más. Lo lamento.

—¡Pero eres bruja! ¡Creía que se tedaba bien, y… eres bruja! ¿Por qué hamuerto?

¿Qué le hizo esa perra? ¡No te fíesde ella! ¡Es una bruja! ¡No dejarás convida a ninguna hechicera!

Tiffany no oyó las palabras: tuvo lasensación de que reptaban por su mentecomo algún tipo de babosa, dejandoviscosidades a su paso. Más tarde se

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preguntaría cuántas otras mentes habíaatravesado reptando, pero en esemomento sintió que la señora Proust leagarraba el brazo. Vio cómo la cóleradesfiguraba los rasgos de Roland yrecordó la silueta gritona del camino,sin sombra a plena luz del sol,vomitando insultos y dejándole laenfermiza sensación de que nuncavolvería a estar limpia.

Y la gente a su alrededor tenía unaire preocupado, atormentado, como elde los conejos que han olido un zorro.

Entonces lo vio. Casi oculto porcompleto, en el borde de lamuchedumbre. Allí estaban, o mejor

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dicho allí no estaban. Los dos agujerosen el aire fijos en ella durante unmomento, antes de desaparecer. Y nosaber dónde habían ido lo empeorabatodo.

Tiffany se volvió hacia la señoraProust.

—¿Qué es ese…?La mujer abrió la boca para

responder, pero la voz del guardia altodijo:

—Disculpen, damas y caballeros, omás bien damas y un solo caballero, enrealidad. Soy el capitán Zanahoria y,dado que esta tarde soy el oficial deguardia, me corresponde el dudoso

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placer de ocuparme de este incidente,así que… —Abrió su cuaderno, sacó unlápiz y sonrió con confianza—. ¿Quiénserá el primero en ayudarme aesclarecer este pequeño entuerto? Paraempezar, me gustaría mucho saber quéhacen unos cuantos Nac Mac Feegle enmi ciudad, aparte de recuperarse.

Los destellos de su armadura hacíandaño a los ojos. Además, desprendía unintenso olor a jabón que Tiffanyagradeció bastante.

Empezó a levantar la mano, pero laseñora Proust se la agarró y la contuvocon firmeza. Tiffany reaccionósoltándose de la bruja con más firmeza

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todavía y diciendo con una voz másfirme que el agarrón:

—Seré yo, capitán.—¿Tendría el gusto de…?De salir corriendo de aquí a la

primera ocasión, pensó Tiffany, pero loque dijo fue:

—Me llamo Tiffany Dolorido, señor.—¿Está de despedida de soltera?—No —respondió Tiffany.—¡Sí! —la corrigió la señora Proust

al instante.El capitán ladeó la cabeza.—Entonces ¿solo va una de las dos?

No parece muy divertido —comentó,con el lápiz dispuesto sobre la página.

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La situación superó a la duquesa,que señaló a Tiffany con un dedoacusador que temblaba de rabia.

—¡Está más claro que el agua,agente! ¡Esta… esta… esta bruja sabíaque veníamos a la ciudad para comprarjoyas y regalos, y está claro, repito,claro, que ha conspirado con susdiablillos para robarnos!

—¡Eso es mentira! —gritó Tiffany.El capitán alzó una mano, como si la

duquesa fuera un carril de tráficorodado.

—Señorita Dolorido, ¿es cierto queha instado a feegles a entrar en laciudad?

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—Bueno, sí, pero en realidad no erami intención. Fue más o menos unadecisión tomada deprisa y corriendo. Nopretendía…

El capitán volvió a levantar la mano.—Deje de hablar, por favor. —Se

frotó la nariz y suspiró—. SeñoritaDolorido, voy a detenerla comosospechosa de… bueno, porque tengosospechas y punto. Además, soyconsciente de que es imposible encerrara un feegle que no quiere estarencerrado. Si son amigos suyos,confío… —Lanzó una miradasignificativa a un lado—. Confío en queno harán nada que la meta en más apuros

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y, con un poco de suerte, esta nochepodremos dormir tranquilos todos.Capitana Angua, llévela a la Casa de laGuardia, por favor. Señora Proust,¿sería tan amable de acompañarlas yexplicar a su joven amiga cómo funcionael mundo?

La capitana Angua se acercó; eramujer, y hermosa, y rubia, y… rara.

El capitán Zanahoria se volvió haciala duquesa.

—Señora, mis agentes la escoltaráncon mucho gusto al hospedaje o posadaque elija. Veo que su doncella lleva unbolso de aspecto bastante imponente.¿Por casualidad contiene las joyas de

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las que me hablaba? Y en casoafirmativo, ¿podemos confirmar que nohan sido objeto de robo?

A su excelencia no le hizo ningunagracia, pero el risueño capitán no se diocuenta, con esa forma tan profesionalque tienen los policías de no ver aquelloque no quieren ver. Y en el aire flotabala clara sensación de que, de todasformas, no le habría hecho mucho caso.

Fue Roland quien abrió el bolso ysostuvo en alto la adquisición. Retirócon cuidado el papel de seda y, a la luzde las farolas, algo refulgió con tantaintensidad que no solo parecía reflejarla luz, sino también generarla en algún

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lugar del interior de sus brillantes joyas.Era una tiara. Varios de los guardiasinhalaron de golpe. Roland se creció.Leticia adoptó una censurable poseencantadora. La señora Proust suspiró.Y Tiffany… volvió atrás en el tiempo,solo durante un segundo. Pero en esesegundo fue de nuevo una niña pequeñaleyendo el manoseado libro de cuentosde hadas que todas sus hermanas habíanleído antes que ella.

Pero Tiffany había visto en el libroalgo que ellas no: le había visto el truco.El libro mentía. Bueno, no, tampoco esexactamente que mintiera, pero sícontaba unas verdades que no convenía

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saber, como que solo las chicas rubiasde ojos azules podían llevarse alpríncipe y ponerse la corona brillante.Estaba incorporado en el mundo. Aúnpeor: estaba incorporado en lacoloración capilar. En la tierra de lashistorias, las pelirrojas y las morenas aveces podían interpretar un papel que nofuese de figurante, pero si se tenía elpelo de un sencillo castaño apagado, noquedaba más opción que hacer de chicadel servicio.

O se podía ser la bruja. ¡Sí! Nohabía que quedarse atascada en lahistoria. Se podía cambiar, y no solopara una misma, sino también para los

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demás. Se podía cambiar la historia conun gesto de la mano.

Tiffany suspiró de todos modos,porque la diadema enjoyada era unapreciosidad. Pero su parte sensata ybrujeril sentenció: «¿Te la pondrías muya menudo o solo de uvas a peras? Unacosa tan cara como esa apenas saldrá desu cámara acorazada».

—No la han robado, entonces —dijoel capitán Zanahoria con alegría—.Vaya, qué bien, ¿no? Señorita Dolorido,le sugiero que pida a sus amiguitos quela sigan en silencio, ¿de acuerdo?

Tiffany miró a los Nac Mac Feegle,que se habían quedado mudos, como en

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estado de conmoción. Por supuesto,cuando unos treinta luchadoresmortíferos se ven derrotados a golpespor un solo hombre diminuto, cuesta unrato encontrar una excusa para salvar ladignidad.

Rob Cualquiera levantó la cabezahacia ella con una expresión debochorno muy poco habitual.

—Siéntolo, señorita. Siéntolo,señorita —se lamentó—. Pasámonostres pueblos con la bebienda. Y yasabes, cuanto más tomas de la bebienda,siempre quieres tomar más de labebienda, hasta que cáeste redondu, quees cuando sabes que ya tuviste bastante

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bebienda. Por ciertu ¿qué demoños es uncrème-de-menthe? Tiene un colorverdosiño de lo más saludable, y creoque debí de beberme un cubo entero.Imagínome que non tiene mucho sentidodecir que sentímoslo mucho… Pero oye,sí que encontrámoste al montonciño deporcallada inútil ese de ahí.

Tiffany desvió la mirada hacia loque quedaba de La Cabeza del Rey. A latitilante luz de las antorchas recordabaal esqueleto de un edificio. Mientras locontemplaba una gruesa viga empezó acrujir y se derrumbó, comodisculpándose, sobre una pila demuebles rotos.

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—Os he dicho que le encontrarais,no que se suponía que teníais que hacersaltar las puertas —dijo. Se cruzó debrazos y los hombrecillos se apiñarontodavía más. El siguiente estadio de lafuria femenina sería la Tapeteanda delos Pieses, que solía llevarlos a estallaren llanto y estamparse contra árboles.Sin embargo, en esa ocasión formaronfilas ordenadas detrás de Tiffany, laseñora Proust y la capitana Angua.

La capitana saludó a la señoraProust con la cabeza y comentó:

—Creo que podemos pasar sin lasesposas, ¿me equivoco, señoras?

—Ah, ya me conoce, capitana —dijo

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la señora Proust.La capitana Angua entrecerró los

ojos.—Sí, pero de su amiguita no sé

nada. Preferiría que llevara usted laescoba, señora Proust.

Tiffany comprendió que discutir erainútil y cedió la escoba sin protestar.Anduvieron en silencio, salvo por elmurmullo amortiguado de los Nac MacFeegle.

Al cabo de un rato la capitanaapostilló:

—No es buen momento para llevarsombreros negros puntiagudos, señoraProust. Ha habido otro caso, allá en las

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llanuras. En un pueblucho de malamuerte. Dieron una paliza a una ancianapor tener un libro de hechizos.

—¡No!Las dos mujeres se giraron para

mirar a Tiffany y los feegles toparon consus tobillos.

La capitana Angua negó con lacabeza.

—Lo lamento, señorita, pero escierto. Resultó que era un libro depoesía klatchiana. Ya sabe, con esasletras serpenteantes que tienen. Supongoque puede parecer un libro de hechizospara alguien predispuesto a pensarlo. Lamujer murió.

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—La culpa es del Times —dijo laseñora Proust—. Cuando publican cosasasí en el periódico, dan ideas a la gente.

Angua se encogió de hombros.—Por lo que he oído, la gente que lo

hizo no era muy aficionada a leer.—¡Tienen que impedirlo! —saltó

Tiffany.—¿Cómo, señorita? Somos la

Guardia de la Ciudad. Fuera de lasmurallas, no tenemos jurisdicción legal.Allá en el campo hay lugares de los queni siquiera habremos oído hablar. No séde dónde ha salido todo este asunto. Escomo si una idea enloquecida hubieraaparecido de la nada. —La capitana se

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frotó las manos—. Por supuesto, aquí enla ciudad no tenemos ninguna bruja —aseguró—, aunque sí muchas despedidasde soltera, ¿verdad, señora Proust? —Yguiñó un ojo. De verdad guiñó un ojo,Tiffany estaba segura, igual que habíaestado segura de que al capitánZanahoria no le caía muy bien laduquesa.

—Bueno, supongo que unas brujasde verdad le pondrían freno bien pronto—comentó Tiffany—. En las montañasno se lo pensarían dos veces, señoraProust.

—Oh, pero aquí en la ciudad notenemos ninguna bruja auténtica. Ya has

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oído a la capitana. —La señora Proustmiró enfurecida a Tiffany y despuéssusurró—: Nada de discutir delante degente normal. Se ponen nerviosos.

Se detuvieron ante un gran edificioque tenía lámparas azules a ambos ladosde las puertas.

—Bienvenidas a la Casa de laGuardia, señoras —dijo la capitanaAngua—. En fin, señorita Dolorido,tendré que meterla en una celda, peroestará limpia y casi libre de ratones, y sila señora Proust quiere hacerlecompañía, digamos que a lo mejor medescuido y dejo la llave puesta en lacerradura, ¿entendido? Por favor, no

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salga del edificio o habrá que darlecaza. —Clavó su mirada en Tiffanyantes de añadir—: Y eso no deberíapadecerlo nadie. Es horrible que tecacen.

Cruzó con ellas el edificio y bajarona una hilera de celdas con un extrañoaire acogedor. La capitana les indicócon un gesto que entraran en una deellas. La puerta de la celda tañó alcerrarse, y las brujas oyeron el sonidode las botas mientras la capitanaregresaba por el pasillo de piedra.

La señora Proust se acercó a lapuerta y metió la mano entre losbarrotes. Hubo un tintineo de metal y sus

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dedos volvieron con la llave. La metiópor dentro en el ojo de la cerradura y ledio una vuelta.

—Ya está —dijo—. Ahora estamosel doble de seguras.

—¡Aj, pardiez! —exclamó RobCualquiera—. ¡Qué bajo caímos!¡Metiéronnos en el talegu!

—¡Otra vez! —voceó WullieChiflado—. Non seré capaz de volver amirarme a la cara.

La señora Proust volvió a sentarse yobservó a Tiffany.

—Muy bien, mi niña, ¿qué es esoque hemos visto? Me he fijado en que notenía ojos. No había ventanas a su alma.

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¿No tiene alma, tal vez?Tiffany estaba abatida.—¡Y yo qué sé! Me lo he encontrado

viniendo hacia aquí. ¡Los feegles hanpasado a través de él! Parece como unfantasma. Y apesta. ¿Lo ha olido? ¡Y lamultitud se ha puesto en contra nuestra!¿Qué daño estábamos haciendo?

—No estoy segura de que sea un«él» —indicó la señora Proust—.Podría hasta ser un «ello». Quizá algúntipo de demonio, supongo… pero noentiendo mucho de demonios. Lo mío esmás bien la venta al por menor. Quetambién puede ser bastante demoníaca aveces, ojo.

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—Pero hasta Roland se ha vueltocontra mí —se quejó Tiffany—. Y él yyo siempre hemos sido… amigos.

—Ajá —dijo la señora Proust.—A mí no me venga con «ajá» —le

espetó Tiffany—. No se atreva avenirme con «ajá». ¡Por lo menos yo nome dedico a poner en ridículo a lasbrujas!

La señora Proust le dio un bofetón.Fue como recibir el impacto de un lápizde goma.

—Eres una criaja maleducada y unaimpertinente. Y a lo que yo me dedico esa poner a salvo a las brujas.

Entre las sombras del techo Wullie

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Chiflado dio un codazo a RobCualquiera y dijo:

—Non podemos dejar que nadieatice a nuestra arpiíña grandullona,¿verdad, Rob?

Rob se llevó un dedo a los labios.—Ah, bueeeno, pero la cosa

complícase un poquiño cuando lasmujeres discuten, ¿entiendes? Nonmétaste en estu, si quieres un conseju dehombre casado. Cualquier hombre queentrométase en la discutienda de lasmujeres non tardará ni un segundo en vercómu las dos están dando brincosencima de él. Y non refiérome a laCruzanda de los Brazos, la Fruncienda

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de los Labios y la Tapeteanda de losPieses. Refiérome a una buena Palizandacon el Palo de Cobre.

Las brujas se sostuvieron la mirada.De pronto, Tiffany se sintiódesorientada, como si hubiera pasado dela A a la Z sin recorrer el resto delalfabeto.

—¿Eso acaba de ocurrir, mi niña?—preguntó la señora Proust.

—Claro que ha ocurrido —confirmóTiffany con brusquedad—. Todavía meduele.

La señora Proust dijo:—¿Por qué lo hemos hecho?—Si le soy sincera, la odiaba. Solo

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durante un momento. Me ha asustado. Loúnico que quería era librarme de usted.La veía…

—¿Repulsiva? —sugirió la brujaadulta.

—¡Eso es!—Ah —dijo la señora Proust—.

Discordia. Volverse contra la bruja.Siempre culpar a la bruja. ¿Por dóndeempieza? Tal vez lo hayamosaveriguado. —Su cara horrible miró aTiffany—. ¿Cuándo te hiciste bruja, miniña?

—Creo que fue a los ocho años, máso menos —respondió Tiffany. Y contó ala señora Proust la historia de la señora

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Snapperly, la bruja del bosque deavellanos.

La mujer puso mucha atención y seacomodó sobre la paja.

—Sabemos que ocurre a veces —reflexionó después—. Cada pocossiglos, o así, de repente todo el mundocree que las brujas son malas. Nadiesabe por qué. Parece que sucede, sinmás. ¿Últimamente has hecho algo quepueda llamar la atención? ¿Algún actomágico importante de verdad, o algoasí?

Tiffany hizo memoria y respondió:—Bueno, estuvo el colmenero. Pero

tampoco fue tan, tan malo. Y antes de

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eso estuvo la Reina de las Hadas,aunque pasó hace muchísimo tiempo.Fue bastante horrible, pero así engeneral creo que darle en la cabeza conuna sartén era lo mejor que podía haceren el momento. Y bueno, supongo quedebería mencionar que hace un par deaños besé al invierno…

La señora Proust había estadoescuchando con la boca abierta hasta esemomento, llegado el cual dijo:

—¿Eso lo hiciste tú?—Sí.—¿Estás segura?—Sí. Fui yo. Estaba allí.—¿Y cómo fue?

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—Gélido, y luego mojado. No tuvemás remedio que hacerlo. Lo siento,¿vale?

—¿Fue hace cosa de dos años? —preguntó la señora Proust—. Quéinteresante. Viene a ser cuandoempezamos a notar el problema, ¿sabes?Nada muy importante, solo que la genteempezó a perdernos el respeto. Habíaalgo en el ambiente, podría decirse. Porejemplo, el chico de esta mañana con lapiedra. Hace un año no se habríaatrevido ni de milagro, créeme. Porentonces la gente siempre me saludabacon la cabeza al pasar. Y ahora memiran mal. O hacen algún gesto, por si

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resulta que doy mala suerte. Las demáscuentan cosas parecidas. ¿Cómo estabala cosa donde vives tú?

—La verdad es que no lo sé —dijoTiffany—. Ponía un poco nerviosa a lagente, pero supongo que es porque meconocían de antes. Pero lo sentía todoraro, eso sí. Pensaba que era lasensación que tenía que darme. Habíabesado al invierno y todos lo sabían. Enserio, aún me lo siguen recordando, yeso que fue solo una vez.

—Bueno, aquí la gente vive un pocomás apretada. Y la memoria de lasbrujas llega hasta muy atrás. No merefiero a las brujas individuales, sino a

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que si juntas a todas las brujas, aúnrecuerdan los tiempos malos de verdad.Los tiempos en que si llevabas unsombrero puntiagudo te tiraban piedras,o cosas peores. Y si retrocedes más queeso… Es como una enfermedad —concluyó la señora Proust—. Se cogesin darte cuenta. Está en el aire, como sipasara de persona a persona. El venenova allí donde es bienvenido. Y siemprehay alguna excusa, ¿verdad?, para tiraruna piedra a esa vieja tan rara. Siemprees más fácil echar la culpa a alguien. Ycuando ya has llamado bruja a alguien tesorprendería la cantidad de culpas quepuedes echarle.

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—Mataron a su gato a pedradas —dijo Tiffany, casi para sí misma.

—Y ahora tienes a un hombre sinalma persiguiéndote. Y su hedor haceque hasta las brujas odien a las brujas.¿No te apetecerá pegarme fuego, porcasualidad, Tiffany Dolorido?

—No, claro que no —aseguróTiffany.

—¿Ni prensarme contra el suelo conmuchas rocas encima?

—¿De qué está hablando?—No eran solo las pedradas —dijo

la señora Proust—. La gente siemprehabla de cuando echaban brujas a lahoguera, pero no creo que quemaran a

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muchas brujas de verdad, a no ser quelas engañaran de algún modo. Creo queal fuego iban sobre todo ancianaspobres. Las brujas no ardemos muy bien,y seguro que la gente no queríadesperdiciar buena leña. Pero es muyfácil tumbar a una mujer vieja en elsuelo, descolgar una puerta de establo yponérsela encima, como si fuera unbocadillo, y luego empezar aamontonarle rocas encima hasta que lapobre no pueda respirar. Esa es la formade erradicar todo el mal. Solo que no.Porque siempre ocurren más cosas, ysiempre hay más ancianas. Y cuando seles acaban, siempre están los ancianos.

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Siempre están los forasteros. Siempre esquien no encaja. Y tal vez al final, undía, siempre estás tú. Ahí es dondetermina la locura: cuando no quedanadie para volverse loco. ¿Sabes,Tiffany Dolorido, que cuando besaste alinvierno lo noté? Cualquiera con unapizca de talento mágico sintió algo. —Calló un momento y entrecerró los ojosantes de fijar su mirada en Tiffany—.¿Qué es lo que despertaste, TiffanyDolorido? ¿Qué cosa burda abrió losojos que no tenía y se preguntó dóndeestabas? ¿Qué nos has echado encima,Tiffany Dolorido? ¿Qué has hecho?

—¿Cree que…? —Tiffany vaciló un

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momento—. ¿Cree que me persigue amí?

Cerró los ojos para no ver el rostroacusador de la otra bruja y recordó eldía en que había besado al invierno.Había habido terror, y un pavorosorecelo, y una extraña sensación decalidez entre todo el hielo y la nieve. Encuanto al beso… bueno, había sido tansuave como un pañuelo de seda cayendosobre la alfombra. Hasta que Tiffanyhabía volcado todo el calor del sol porlos labios del invierno y lo habíaderretido. Hielo a fuego. Fuego a hielo.El fuego siempre se le había dado bien,siempre había sido su amigo. No es que

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el invierno hubiera llegado a morir,porque desde entonces había habido másinviernos, aunque no tan crudos, nuncatan crudos. Y Tiffany no se habíabesuqueado con él por capricho. Habíatomado la decisión correcta en elmomento correcto. Era lo que había quehacer. ¿Por qué había tenido quehacerlo? Porque era culpa suya, porquehabía desobedecido a la señoritaTraición y había irrumpido en un baileque no era solo un baile, sino lacurvatura de las estaciones y el cambiode año.

Y horrorizada, se preguntó: ¿Dóndetermina todo? Haces una estupidez y

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entonces reaccionas para arreglarla,pero al arreglarla estropeas otra cosa.¿Dónde terminaría? La señora Proustestaba observándola, fascinada.

—Lo único que hice fue bailar —explicó Tiffany.

La otra bruja le apoyó una mano enel hombro.

—Querida, creo que tendrás quebailar otra vez. ¿Puedo sugerirte uncurso de acción muy sensato ahoramismo, Tiffany Dolorido?

—Sí —aceptó Tiffany.—Haz caso a mi consejo —dijo la

señora Proust—. Yo no suelo regalarnada, pero estoy bastante animada por

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haber pillado a ese chaval que siempreme rompía el escaparate. Así que estoyde humor para el buen humor. Hay unamujer que estará muy interesada enhablar contigo, estoy segura. Vive en laciudad, pero no la encontrarás pormucho que lo intentes. Sin embargo, ellate encontrará a ti en un abrir y cerrar deojos, y mi consejo es que cuando lohaga, escuches todo lo que puedadecirte.

—¿Y cómo la encuentro? —preguntóTiffany.

—Estás compadeciéndote de timisma y no escuchas —la riñó la señoraProust—. Te encontrará ella a ti. Lo

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sabrás cuando lo haga. Oh, ya lo creoque lo sabrás. —Metió la mano en unbolsillo y sacó una latita redonda, cuyatapa abrió con una uña negra. De prontoel aire se volvió picante—. ¿Rapé? —ofreció tendiendo la latita a Tiffany—.Es una costumbre muy fea, ya lo sé, perodespeja los conductos y me ayuda apensar. —Sacó un pellizco del polvomarrón, lo depositó en el reverso de suotra mano y lo aspiró con un sonidocomo el de una bocina dando marchaatrás. Tosió, parpadeó un par de veces ydijo—: Los mocos marrones no gustan atodo el mundo, pero supongo que ayudana dar la imagen de bruja mala. Bueno,

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imagino que ya no tardarán en traernosla cena.

—¿Van a darnos de comer? —seextrañó Tiffany.

—Sí, sí, aquí son bastante decentes,aunque el vino de la última vez estabaun poco picado, creo yo —señaló laseñora Proust.

—Pero estamos en la cárcel.—No, querida, estamos en el

calabozo de la policía. Y aunque nadielo diga nos han metido aquí por nuestrapropia protección. ¿Lo ves? Todos losdemás están encerrados fuera y, aunquea veces se hagan los tontos, los policíasno pueden evitar ser listos. Saben que la

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gente necesita a las brujas: necesitan agente que, extraoficialmente, entienda ladiferencia entre lo correcto y loincorrecto y sepa cuándo lo correcto esincorrecto y lo incorrecto es correcto. Elmundo necesita a personas que trabajencerca del límite. Necesita a personasque puedan ocuparse de los pequeñosbaches y las molestias, de los problemasmenores. Al fin y al cabo, casi todossomos humanos. Casi todo el tiempo. Ycasi cada luna llena, la capitana Anguase pasa a verme y recoge el remedio quele preparo para las almohadillasendurecidas.

Volvió a aparecer la lata de rapé.

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Al cabo de un rato Tiffany comentó:—Las almohadillas endurecidas son

una enfermedad de perro.—Y de hombre lobo —replicó la

señora Proust.—Ah. Ya me parecía que tenía algo

raro.—Lo tiene controlado, eso sí —dijo

la bruja—. Vive con el capitánZanahoria y nunca muerde a nadie…Bueno, ahora que lo pienso, supongo queal capitán Zanahoria sí que le morderá,pero quien mucho habla mucho yerra,seguro que estás de acuerdo. A veces lolegal no es lo correcto, y a veces hacefalta una bruja que entienda la

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diferencia. Y a veces también un policía,si se tiene a policías como deben ser. Lagente lista lo sabe. La gente tonta no. Yel problema es que la gente tonta puedeser muy, muy listilla. Por cierto, querida,tus bulliciosos amigos han escapado.

—Sí —confirmó Tiffany—, lo sé.—Qué pena, después de haber

prometido solemnemente a la Guardiaque se quedarían aquí. —Estaba claroque a la señora Proust le gustabamantener su reputación de mezquindad.

Tiffany carraspeó.—Bueno —dijo—, supongo que Rob

Cualquiera le diría que a veces hay quecumplir las promesas y a veces no, y que

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hace falta un feegle que entienda ladiferencia.

La señora Proust sonrió de oreja aoreja.

—Casi parece usted una chica deciudad, señorita Tiffany Dolorido.

Si había que proteger algo que nonecesitaba protección, tal vez porquenadie en su sano juicio querría robarlo,entonces el cabo Nobbs de la Guardiade la Ciudad era, a falta de una formamejor de describirlo y en ausencia derefutaciones biológicas concluyentes, elhombre adecuado. Estaba de pie entre la

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oscuridad y los crujidos de las ruinas deLa Cabeza del Rey, fumando uncigarrillo horrible, manufacturadoliando las nauseabundas colillas yafumadas con un papel nuevo y dandocaladas al espantoso resultado hasta queaparecía humo de algún tipo.

No llegó a darse cuenta de que unamano le quitó el casco, apenas notó elgolpe de precisión quirúrgica en lacabeza y, por supuesto, ni se enteró deque unas manos encallecidas volvían aponerle el casco mientras tumbaban sucuerpo inconsciente en el suelo.

—Muy ben —dijo Rob Cualquieraen un ronco susurro mientras miraba la

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madera ennegrecida que tenía alrededor—. Non tenemos mucho tiempo, asíque…

—Buenu, buenu, buenu. Ya sabía yoque unos pedazo de pámpanos comuvosotros volverían por aquí siesperábalos el tiempu suficiente —atajóuna voz desde la penumbra—. Comoperro que vuelve a su vómitu y necioque vuelve a su necedad, el delincuentevuelve siempre al escenariu de sucrimen.

El agente de la Guardia conocidocomo Pequeño Loco Arthur encendióuna cerilla, que a escala feegle era unaantorcha bastante buena. Hubo un

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tintineo cuando algo que tenía el tamañode un escudo para un feegle pero que unpolicía humano habría llevado comoplaca aterrizó delante de él.

—Eso fue para que hasta unospapaberzas como vosotros entiendan quenon estoy de serviciu, ¿estamos? Nonpuédese ser policía sin la placa, ¿a quenon? Solu quería averiguar por qué unosbigardos comu vosotros saben hablarben, igual que hablo yo, porque veréis,yo non soy un feegle.

Los feegles miraron a RobCualquiera, que se encogió de hombrosy dijo:

—¿Qué demoños crees que eres,

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entonces?Pequeño Loco Arthur se pasó las

manos por el cabello y no cayó nada.—Buenu, mis padres dijéronme que

era un gnomo, igual que ellos…Dejó la frase sin acabar porque

todos los feegles habían estallado encarcajadas y estaban dándose palmadasen las piernas con ahínco, actividadesque solían durar bastante tiempo.

Pequeño Loco Arthur los observódurante un lapso corto antes de gritar:

—¡Non háceme ninguna gracia!—Peru ¿quieres escucharte? —le

reprendió Rob Cualquiera frotándoselos ojos—. ¡Esu que hablas es feegle y

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punto! ¿Non dijérontelo tu mamiña y tupapiño? ¡Los feegles nacemos sabiendohablar! ¡Pardiez! ¡Es comu los perros,que ya saben ladrar! ¡Non véngasme conque eres un gnomo! ¡Lo próximu serádecirme que eres un duendeciño delbosque!

Pequeño Loco Arthur se miró lasbotas.

—Estas botas fabricómelas mi padre—dijo—. Nunca híceme al ánimo dedecirle que non gustábame llevar botasen los pieses. La familia entera habíapasadu siglos y siglos haciendo yreparandu zapatos, ¿sabéis?, y a mí laremendanda non dábaseme nada ben, y

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un día los ancianos de la tribullamáronme a su presencia y dijéronmeque era un huérfanu perdido. Quemudábanse de campamentu cuandoencontráronme, un guid menudiño quesaludolos desde un lado del camino,junto a un gavilán que hube estranguladodespués de que robome de la cuna. Latribu pensó que la besta llevábame a sunidu para darme de comer a suspolluelos. Total, que los gnomos viejosconfidenciaron entre ellos y dijéronmeque, aunque estaban ben contentos deque quedárame, por eso de que podíamatar zorros a mordiscos y tal, igual erael momentu de que saliera al gran mundo

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para averiguar cuál era mi pueblu.—Buenu, rapaz, encontrástelo —

dijo Rob Cualquiera, dándole unapalmada en la espalda—. Hiciste ben enescuchar a un puñadu de viejosremendones. Lo que dijéronte erasabiduría, esu está claro. —Titubeó unmomento antes de continuar—. Agora síque hay un problemiña de nada, porqueresulta que eres, y non oféndaste, unpolicía. —Dio un saltito hacia atrás porsi acaso.

—Y tantu —confirmó Pequeño LocoArthur, con aire satisfecho—. ¡Yvosotros sois un puñadu de depravadosladrones borrachines saltanormas que

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non tienen ni el menor respetu por la ley!Los feegles asintieron satisfechos,

aunque Rob Cualquiera respondió:—¿Importaríate mucho añadir las

palabriñas «embriaguez y alteración delorden público»? Tampocu queremos quehágasenos de menos.

—¿Y qué pasa con el cuatrerismo decaracoles, Rob? —inquirió WullieChiflado en tono jovial.

—Bueeenu —dijo Rob—, enrealidad lo de cuatrerear caracolestodavía está en sus pasos previos dedesarrollu agora mesmo.

—¿Non tenéis un ladu positivo? —preguntó Pequeño Loco Arthur a la

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desesperada.La cuestión pareció desconcertar a

Rob Cualquiera.—Pensábamos que eso es nuestro

ladu positivo, pero si quieres quepongámonos tiquismiquis, nuncarobamos a los que non tienen dinero,tenemos corazones de oro, aunque talvez… buenu, casi siempre es el oro delos demás, y tambén inventamos lafritanga de armiño. Eso tiene que contarpara algo.

—¿Qué tienen esu de positivo? —contraatacó Arthur.

—Bueeenu, así non tiene queinventarla ningún otru desgraciado. Es

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lo que podríase llamar una explosión desabor: tómaste un buen bocado,saboréaslo y entonces hay unaexplosión.

Muy a su pesar, Pequeño LocoArthur estaba sonriendo.

—¿Acasu non tenéis ningunavergüenza?

Rob Cualquiera igualó su sonrisa.—Non sabría decirte —respondió

—, pero en casu de que tengámosla,seguro que antes fue de otra persona.

—¿Y qué pasa con la pobre rapaciñagrandullona que está encerrada en laCasa de la Guardia? —preguntóPequeño Loco Arthur.

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—Ah, non pasarale nada hasta queamanezca —dijo Rob Cualquiera, tanaltivo como permitían las circunstancias—. Es una arpía con muchos recursos.

—¿Eso creéis? ¡Pedazo depámpanos, tumbasteis un pub enteru apuñetazos! ¿Cómu va a aclarar esonadie?

Esta vez Rob Cualquiera le dirigióuna mirada más larga y meditabundaantes de responder:

—Bueeenu, señor agente, me da a míque eres un feegle y eres un policía.¿Qué vásele a hacer? Así funciona elmundu. Pero la pregunta importante paravosotros dos es: ¿eres un chivato?

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En la Casa de la Guardia había cambiode turno. Alguien bajó a las celdas y,con timidez, entregó a la señora Proustun plato bastante grande de carne fría yencurtidos, junto a una botella de vinocon dos vasos. Tras una mirada inquietaa Tiffany el guardia susurró algo a laseñora Proust, que con un solomovimiento sacó un paquetito de subolsillo y se lo puso al agente en lamano. Después regresó y volvió asentarse en la paja.

—Veo que ha tenido la decencia deabrir la botella para que el vino respireun poco —dijo, y al ver la mirada de

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Tiffany añadió—: El guardia interinoHopkins tiene un problemilla del quepreferiría que su madre no se enterara, yyo le hago un ungüento la mar de bueno.Sin cobrarle, claro. Ya me echará él unamano a mí, aunque en el caso del jovenHopkins espero que se la lave bienantes.

Tiffany nunca había probado el vino;en casa se tomaba cerveza o sidra de lafloja, que tenía el alcohol justo paraacabar con las minúsculas cositasinvisibles que mordían, pero no elsuficiente para atontar demasiado.

—Caray —dijo—. ¡No pensaba quela cárcel sería así!

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—¿La cárcel? Ya te he dicho, miquerida niña, que esto no es la cárcel.¡Si quieres saber lo que es la cárcel,visita el Rapapolvo! ¡Eso sí que es unlugar tétrico! Aquí los guardias no teescupen en la comida… por lo menos siestás mirando, y desde luego en la míanunca, de eso puedes estar segura. ElRapapolvo es un sitio duro; les gustapensar que si meten a alguien allí, se lopensará más de dos veces antes de hacernada por lo que puedan volverlo ameter. En los últimos tiempos lo hanremozado un poco, y ya no todo el queentra acaba saliendo en una caja depino, pero los muros siguen chillando en

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silencio para quienes pueden oírlo. Yolo oigo. —Abrió su cajita de rapé conun chasquido—. Y aún peor que losgritos es el canto de los canarios en elbloque D, que es donde encierran a loshombres que no se atreven a ahorcar.Los meten a cada uno en su propia celdapequeña y les dan un canario para queles haga compañía. —En ese momentola señora Proust tomó rapé, con talvelocidad y volumen que Tiffany seextrañó de que no se le saliera por lasorejas. La tapa de la caja volvió acerrarse.

»Ojo, que esos hombres no son lostípicos asesinos. No, señor, esos

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mataban a gente por afición, o por algúndios, o por aburrimiento, o porquetenían un mal día. Hicieron cosas peoresque asesinar, pero todas acababan enmuerte. No has tocado la ternera…¿Seguro que no quieres? —La señoraProust ensartó un buen trozo de terneraadobada con el cuchillo antes de seguirhablando—. Lo curioso es que esoshombres tan crueles solían cuidar de suscanarios y lloraban cuando se lesmorían. Los carceleros siempre decíanque era puro teatro, que lo hacían paraasustarles, pero yo no estoy tan segura.De pequeña hacía recados para loscarceleros y siempre miraba aquellos

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portones tan pesados y escuchaba elcanto de los pajaritos, y me preguntabacuál es la diferencia entre un buenhombre y otro tan malo que ningúnverdugo de la ciudad, ni siquiera mipadre, que podía sacar a un preso de sucelda y tenerlo fiambre en sietesegundos y cuarto, se atrevía a ponerleuna soga al cuello por si huía del fuegodel averno y volvía para vengarse. —Laseñora Proust se detuvo con unestremecimiento, como sacudiéndose deencima los recuerdos—. Así es la vidaen la gran ciudad, mi niña. No es coser ycantar como en el campo.

A Tiffany no le hacía mucha ilusión

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que hubiera vuelto a llamarla niña, perono había sido eso lo peor.

—¿Coser y cantar? —dijo—. El otrodía no fue coser y cantar, cuando tuveque descolgar a un ahorcado. —Y notuvo más remedio que contar a la señoraProust toda la historia del señorRastrero y Ámbar. Y del ramo deortigas.

—¿Y tu padre te contó lo de laspalizas? —comentó la señora Proust—.Tarde o temprano todo se reduce alalma.

La comida era sabrosa y el vinosorprendentemente fuerte. Y la pajaestaba mucho más limpia que lo que

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cabría haber esperado. Había sido undía muy largo, amontonado sobre otrosdías largos.

—Por favor —rogó Tiffany—,¿podemos dormir un poco? Mi padresiempre dice que las cosas se veránmejor por la mañana.

Hubo una pausa.—Después de darle un par de

vueltas —respondió la señora Proust—,creo que resultará que tu padre seequivoca.

Tiffany dejó que se la llevaran lasnubes del cansancio. Soñó con canariosque cantaban en la oscuridad. Y tal vezlo imaginara, pero creyó despertar por

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un momento y ver la sombra de unaanciana mirándola. La siluetapermaneció allí unos instantes y luegodesapareció. Tiffany recordó que elmundo está lleno de presagios y hay queescoger los que más te gusten.

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CAPÍTULO 8El cuello del rey

El chirrido de la puerta al abrirsedespertó a Tiffany. Se incorporó y miróa su alrededor. La señora Proust aúndormía, con unos ronquidos tan fuertesque le hacían temblar la nariz.

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Corrección: la señora Proust parecíadormir. A Tiffany le caía bien, aunquecon reservas: ¿podía confiar en ella? Aveces daba la impresión de que casipodía… leerle la mente.

—Yo no leo mentes —replicó laseñora Proust dándose la vuelta.

—¡Señora Proust!La bruja se incorporó y empezó a

quitarse trocitos de paja del vestido.—De verdad que no leo mentes —

dijo tirando la paja al suelo—. Enrealidad tengo algunas destrezas muyagudizadas, aunque no sobrenaturales,que he perfeccionado hasta sacarles elmáximo filo. No lo olvides, por favor.

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Ojalá nos traigan un desayuno caliente.—Non véole ningún problema. ¿Qué

quiere que traigámosle?Miraron hacia arriba y vieron a los

feegles sentados en la viga del techo,meneando los pies en el aire con alegría.

Tiffany suspiró.—Si os preguntara qué estuvisteis

haciendo anoche, ¿me mentiríais?—Baju ningún concepto, por nuestru

honor como feegles —aseguró RobCualquiera, con la mano donde creíatener el corazón.

—Bueno, convincente sí que hasonado —dijo la señora Proustlevantándose.

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Tiffany negó con la cabeza y volvióa suspirar.

—No, no es tan sencillo. —Miróhacia la viga y preguntó—: RobCualquiera, ¿la respuesta que acabas dedarme es verídica? Te lo pregunto comoarpía de las colinas.

—Claru que sí.—¿Y esa otra?—Claru que sí.—¿Y esa otra?—Claru que sí.—¿Y esa otra?—Eh… bueno, fue solo una

mentirijiña de nada, ya sabes, casiverdad del todu, para non contarte una

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cosa que non conviénete saber.Tiffany se volvió hacia la señora

Proust, que estaba sonriendo.—Los Nac Mac Feegle consideran

la verdad como algo tan valioso que noles gusta lucirla mucho —explicó, amodo de disculpa.

—Ah, en eso coincido con toda mialma —dijo la otra bruja, antes depensar un momento y añadir—: Si latuviera, claro está.

Llegó el sonido de unas botaspesadas, que fueron acercándose sinperder peso pero muy deprisa yresultaron pertenecer a un guardia alto yflaco, que saludó a la señora Proust

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tocándose el casco y a Tiffany con ungesto de la cabeza.

—Buenos días, señoras. Soy elagente Abadejo y me han pedido que lesdiga que pueden marcharse, peroconsidérense advertidas —dijo—.Aunque la verdad es que nadie tiene muyclaro de qué advertirlas, por lo que heentendido, así que, si yo fuera ustedes,me consideraría en una situación deadvertimiento general, por así decirlo, agrandes rasgos y sin especificar, y no seofendan, pero la idea es que laexperiencia las haya escarmentado unpoco. —Carraspeó, lanzó una miradainquieta a la señora Proust y continuó—:

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Además, el comandante Vimes me hapedido que les deje bien claro que losindividuos conocidos en conjunto comolos Nac Mac Feegle deben haberabandonado la ciudad antes delanochecer.

Llegó un coro de protestas desde laviga donde estaban sentados los feegles,que en opinión de Tiffany eran tandiestros fingiendo pasmada indignacióncomo bebiendo y robando.

—¡Aj, non tomaríaisla así connosotros si fuésemos grandullones!

—¡Non fuimos nosotros! ¡Fue un tipualto que marchó corriendo!

—¡Yo non estuve allí! ¡Pregúntales a

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ellos! ¡Tampocu estuvieron allí!Y otras excusiñas del estilu, ya

sabes.Tiffany empezó a dar golpes con el

plato de hojalata contra los barroteshasta que logró callarlos.

—Disculpe, por favor, agenteAbadejo. Estoy segura de que todoslamentan mucho lo del pub… —empezóa decir, pero el guardia le hizo un gestocon la mano.

—Si quiere un consejo, señorita,váyase sin armar escándalo y no hablede pubes con nadie.

—Pero es que… todos sabemos quedestrozaron La Cabeza del Rey, y…

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El agente volvió a interrumpirla.—Esta mañana he pasado por

delante de La Cabeza del Rey —dijo—,y no estaba destrozado en absoluto. Dehecho, había una gran multitud enfrente.Toda la ciudad está acercándose paraecharle un vistazo. La Cabeza del Reyestá igual que estuvo siempre, por lo quehe podido ver, con solo un pequeñísimodetalle cambiado: que ahora está vueltade espaldas.

—¿Cómo que vuelta de espaldas? —preguntó la señora Proust.

—Me refiero a que está encaradahacia el lado opuesto —explicó elpolicía con paciencia—, y cuando he

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pasado por allí hace nada, les aseguroque ya no lo llamaban La Cabeza delRey.

Tiffany frunció el ceño.—Entonces ¿ahora lo llaman El

Cuello del Rey?El agente Abadejo sonrió.—Bueno, se nota que es usted una

señorita bien educada, porque casi todoslos que estaban fuera lo llamaban El…

—¡Nada de groserías! —atajó laseñora Proust con severidad.

¿En serio?, pensó Tiffany. ¿Conmedia tienda llena de comosellamenrosas hinchables y otros objetosmisteriosos que no tuve tiempo de

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distinguir bien? En fin, supongo que sifuésemos todos iguales el mundo nosería mundo, y mucho menos si fuésemostodos iguales que la señora Proust.

Y desde las alturas le llegaron lossusurros de los Nac Mac Feegle, conWullie Chiflado haciendo más ruido delnormal.

—¡Díjeoslo! ¿Díjeoslo o non? Quetodu el asunto está del revés, dijeos,pero non quisisteis hacerme casu. Estaréchiflado, pero non soy tonto.

La Cabeza del Rey, o la parte de laanatomía real que hubiese pasado a ser,

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no quedaba muy lejos, pero las brujastuvieron que empezar a abrirse pasoentre la muchedumbre a unos cienmetros de distancia, y buena parte de lamuchedumbre tenía jarras de pinta en lasmanos. La señora Proust y Tiffanyllevaban botas con clavos, unabendición para cualquiera que debacruzar una multitud deprisa, y al pocotiempo llegaron a lo que, a falta de unapalabra mejor (aunque los feegleshabrían usado una palabra mejor sindudarlo un instante), ahora estabanllamando La Espalda del Rey, para granalivio de Tiffany. Frente a la puertatrasera, que cumplía las funciones

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previamente adscritas a la delantera, yrepartiendo jarras de cerveza con unamano mientras recogía dinero con laotra, estaba el señor Wilkin, elpropietario. Tenía la misma expresiónque un gato el día en que lluevenratones.

Cada cierto tiempo Wilkinencontraba un momento libre en suheroica cruzada para decir unaspalabras a una mujer delgada peroresuelta que tomaba notas en uncuaderno.

La señora Proust dio un codazo aTiffany.

—¿La ves? Es la señorita Cripslock,

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del Times, y ese de ahí… —Señaló a unhombre alto con el uniforme de laGuardia—. ¿Lo ves? El hombre con elque habla ahora es el comandante Vimesde la Guardia de la Ciudad. Un tipodecente; siempre parece cabreado y noaguanta las tonterías. Esto seráinteresante, porque no le gustan nada losreyes. Un antepasado suyo decapitó alúltimo que tuvimos.

—¡Qué horror! ¿Se lo merecía?La señora Proust vaciló un momento

y luego dijo:—Bueno, si es cierto lo que cuentan

que encontraron en su mazmorra, larespuesta es un «sí» como una casa. Aun

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así, juzgaron al antepasado delcomandante porque cortar cabezas dereyes siempre despierta comentarios,por lo visto. Cuando subió a testificar,lo único que dijo fue: «Si ese animalhubiera tenido cien cabezas, no habríadescansado hasta cortarle todas ellas»,frase que consideraron una declaraciónde culpabilidad. Lo ahorcaron, y muchotiempo después le pusieron una estatua,cosa que dice de la gente bastante másde lo que querrías saber. Le apodaban elViejo Carapiedra y, como puedes ver, escosa de familia.

Tiffany podía verlo, y era porque elcomandante estaba acercándose

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decidido a ella, con la expresión dequien tiene muchas cosas que hacer ytodas ellas son más importantes que laque está teniendo que hacer ahora. Hizoun leve asentimiento respetuoso a laseñora Proust e intentó sin éxito nomirar con furia a Tiffany.

—¿Esto lo ha hecho usted?—¡No, señor!—¿Sabe quién lo ha hecho?—¡No, señor!El comandante frunció el ceño.—Señorita, si un ladrón entra a

robar a una casa y vuelve más tarde paradevolverlo todo a su sitio, siguehabiendo un delito, ¿lo comprende? Y si

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un edificio y su contenido sufren gravesdesperfectos, pero a la mañana siguienteaparecen como nuevos, aunque seamirando hacia el otro lado, también esoes un delito, y los responsables, unosdelincuentes. Solo que no tengo ni ideade cómo llamar al delito y, la verdad,preferiría no saber nada de todo elmaldito asunto.

Tiffany parpadeó. La última frase nola había oído, no había entrado por susorejas, pero aun así la recordaba.¡Tenían que ser palabras vertidas! Miróde reojo a la señora Proust, que sonrióalegre, y a la mente de Tiffany llegó unatenue palabra vertida:

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—Sí.La señora Proust dijo en voz alta:—Comandante Vimes, a mí me

parece que no ha salido perjudicadonadie, dado que o mucho me equivoco oel señor Wilkin está haciendo su agostocon La Espalda del Rey, y no creo quequiera transformarla de nuevo en LaCabeza del Rey.

—¡Exacto! —exclamó elpropietario, que ahora estaba metiendodinero a paladas en un saco.

El comandante Vimes seguía con elceño fruncido, pero Tiffany captó laspalabras que estuvo a punto de decir yno dijo:

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—¡No volverá ningún rey mientrasyo esté aquí!

La señora Proust volvió a la carga.—¿Qué tal si se llama El Cuello del

Rey? —sugirió—. Porque parece quetenga como caspa, el pelo grasiento y ungrano a punto de reventar…

La cara del comandante se mantuvopétrea, para admiración de Tiffany, peroaun así alcanzó a captar la sombra deuna palabra vertida, un «¡Sí!» triunfal.En ese momento la señora Proust,partidaria de asegurar la victoria porcualquier medio a su disposición,insistió con:

—Esto es Ankh-Morpork, señor

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Vimes. En verano se incendia el río, yhemos tenido lluvias de peces y desomieres, así que, pensándolo un poco yviendo el conjunto, ¿tan grave es que unpub gire sobre su propio eje? ¡Casitodos sus clientes lo hacen! ¿Cómo estásu pequeñín, por cierto?

Aquella pregunta inocente parecióderrotar al comandante.

—¡Ah! Eh… Yo… Está bien. Sí, sí,bien. Tenía usted razón. Solo le hacíafalta beber algo con burbujas y echarseun buen eructo. ¿Puedo hablar con ustedun momento en privado, señora Proust?

La mirada que dedicó a Tiffanydejaba claro que «en privado» no la

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incluía a ella, así que cruzó con cuidadola acumulación de gente alegre, a vecesdemasiado alegre, que esperaba parasacarse una iconografía delante delCuello del Rey y se permitió fundirsecon el entorno para escuchar a RobCualquiera aleccionando a sus tropas,que le escuchaban cuando no tenían nadamejor que hacer.

—Muy ben —les increpó—, ¿aquién de vosotros, pámpanos,ocurriósele pintar un cuellu de verdaden el letrero? Estoy seguro de que non eslo que suele hacerse.

—Fue Wullie —dijo Yan Grande—.Pensó que la gente creería que estuvo

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así desde siempre. Está chiflado, yasabes.

—A veces lo chiflado funciona —comentó Tiffany.

Miró a su alrededor… y allí vio alhombre sin ojos, atravesando lamultitud, atravesando la multitud comosi fuesen fantasmas, pero Tiffany se diocuenta de que todos percibían supresencia de algún modo. Un hombre sefrotó la cara con las dos manos, como sinotara los pasos de una mosca, y otro sedio un bofetón en la oreja. Pero despuésde hacerlo estaban… cambiados.Cuando su mirada encontró a Tiffanyestrecharon los ojos, y a medida que el

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hombre fantasmagórico se acercaba aella la multitud fue convirtiéndose en unfruncimiento de ceño colectivo.Entonces llegó el hedor, que la figuradejaba tras de sí y volvía gris la luz deldía. Era como el fondo de un estanque,donde reposaban cosas muertas ypodridas hace siglos.

Tiffany miró a su alrededor,frenética. El giro de La Cabeza del Reyhabía llenado la calle de curiosos ysedientos. La gente intentaba seguir consus asuntos, pero quedaban acorraladosentre la multitud que tenían delante y laque se acumulaba detrás y, por supuesto,entre los portadores de bandejas y

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carritos, que pululaban por toda laciudad intentando vender cosas acualquiera que se quedara quieto más dedos segundos. Tiffany sentía la amenazaen el aire, pero en realidad era más queuna amenaza: era odio, creciendo comouna planta después de llover, mientras elhombre de negro seguía acercándose. Laasustaba. Por supuesto, tenía a su lado alos feegles, pero cuando los feegles lasacaban de un apuro solía ser parameterla en otro distinto.

El suelo se movió de sopetón bajosus pies. Hubo un rechinar metálico yTiffany cayó al vacío, pero solo duranteunos dos metros. Mientras intentaba

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recobrar el equilibrio en la penumbra dedebajo de la acera, alguien pasó junto aella pronunciando una jovial disculpa.Hubo más ruidos metálicosinexplicables, y el agujero redondo queahora tenía encima de la cabezadesapareció en la oscuridad.

—Ahí sí que hemos tenido suerte —dijo la voz educada—. La única quetendremos hoy, me temo. Por favor,intenta no montar en pánico hasta quehaya encendido la lámpara de seguridad.Si quieres montar en pánico después, ladecisión es solo tuya. No te alejes demí, y cuando te diga «Camina tandeprisa como puedas aguantando el

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aliento», hazlo si quieres conservar lacordura, la garganta y posiblemente lavida. No me importa si lo entiendes ono. Tú hazlo, porque no tenemos muchotiempo.

Ardió una cerilla. Hubo un pequeñoestallido y un fulgor verdeazulado en elaire, justo delante de Tiffany.

—Era solo un poco de gas de lospantanos —dijo la invisible confidente—. No gran cosa, nada de quépreocuparse todavía, ¡pero mantentecerca!

El brillo verdeazulado empezó amoverse muy deprisa, y Tiffany tuvo queapretar el paso para no perderlo, lo que

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entrañaba cierta dificultad considerandoque caminaba, por turnos, sobregravilla, fango y a veces líquido dealgún tipo, pero no del tipo del quequerría saberse más. Aquí y allá, en lalejanía, había tenues brillos de otrasluces misteriosas, como los fuegosfatuos que a veces se veían en losterrenos pantanosos.

—¡No te quedes atrás! —llamó lavoz que tenía por delante.

Tiffany no tardó en perder todo elsentido de la dirección y, ya puestos, deltiempo.

Entonces oyó un chasquido y vio unasilueta perfilada contra lo que habría

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parecido una puerta de lo más ordinariasi no fuera porque, al encontrarse en unarco, acababa en punta.

—Por favor, límpiate muy bien lospies en la estera que hay nada másentrar; aquí abajo toda precaución espoca.

Más allá de la mujer, que seguíasumida en sombras, había velasencendiéndose por sí mismas.Iluminaron a una mujer vestida con ropagruesa y pesada, grandes botas y unyelmo de acero en la cabeza, aunqueTiffany vio cómo se quitaba el yelmocon cuidado. Sacó una coleta de dentrode la ropa, lo que sugería que era joven,

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pero tenía el pelo canoso, lo que sugeríaque era vieja. Tiffany pensó que era unade esas personas que eligen unaapariencia cómoda y que les encaja bieny ya no la sueltan hasta la muerte. Laguía de Tiffany tenía arrugas en la cara yel aire preocupado de alguien que tratade pensar en varias cosas a la vez; ajuzgar por su expresión aquella mujertrataba de pensar en todo. En la salahabía una mesita con una tetera, tazas yun montoncito de magdalenas pequeñas.

—Pasa, pasa —dijo la mujer—.Bienvenida. Ay, perdona mis modales.Puedes llamarme señorita… Herrero, demomento. Supongo que la señora Proust

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me habrá mencionado. Estamos en losSolares Irreales, con toda probabilidadel lugar más inestable del mundo. ¿Teapetece una taza de té?

Las cosas suelen tener mejor aspectocuando el mundo ha dejado de darvueltas y se tiene una bebida calientedelante, aunque esté apoyada en unavieja caja de madera.

—Lamento que aquí no haya muchoslujos —dijo la señorita Herrero—.Nunca me quedo más de unos díasseguidos, pero necesito estar cerca de laUniversidad Invisible y tener privacidad

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absoluta. Esto antes era una casitacercana al muro de la universidad, perolos magos tiraban toda la basura porencima, así que al cabo de un tiempo lostrocitos de residuo mágico empezaron areaccionar entre sí en lo que solo puedollamar formas impredecibles. Y claro,entre las ratas parlantes, las cejas de lagente creciendo hasta los dos metros ylos zapatos que andaban solos, losvecinos de por aquí cerca se marcharon,y lo mismo hicieron sus zapatos. Y comoya no había nadie que se quejara, launiversidad empezó a echar aún másbasura por encima del muro. En eseaspecto los magos son como los gatos

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después de ir al servicio: tan prontocomo te has alejado, deja de existir.

»Por supuesto, con el tiempo todo elmundo se apuntó a tirar aquí cualquiercosa y marcharse corriendo muydeprisa, a menudo perseguidos porzapatos, pero no siempre con éxito. ¿Teapetece una magdalena? No tepreocupes, se las he comprado a unpanadero muy fiable mañana, así que séque no están pasadas, y la magia de aquíla tengo domesticada desde hace un año.No fue muy difícil; la magia es casi todacuestión de equilibrio, pero eso ya losabes, claro. En todo caso, la partepositiva es que este sitio está tan

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cubierto de neblina mágica que meextrañaría que pudiera vernos nisiquiera un dios. —La señorita Herreromordió media magdalena con delicadezay dejó la otra media equilibrada en suplatito. Se inclinó hacia Tiffany—. ¿Quésentiste, Tiffany Dolorido, cuandobesaste al invierno?

Tiffany la miró durante un momento.—Solo fue un besito, ¿vale? ¡No

hubo nada de lengua! —Y luegopreguntó—: Usted es la persona que medijo la señora Proust que meencontraría, ¿verdad?

—Sí —respondió la señoritaHerrero—. Yo diría que resulta

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evidente. Podría darte una explicaciónlarga y complicada —siguió con algomás de aspereza—, pero creo que serámejor contarte una historia. Sé que hasaprendido de Yaya Ceravieja, y ella tehabrá dicho que el mundo está hecho dehistorias. Más vale que te adelante queesta es de las feas.

—Soy bruja, ¿sabe? —declaróTiffany—. He visto cosas feas.

—No dudo que lo creas —replicó laseñorita Herrero—. Pero de momentoquiero que te imagines una escena,ambientada hace más de mil años, y a unhombre todavía bastante joven que escazador de brujas, quemador de libros y

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torturador de personas porque otroshombres más viejos y mucho más vilesque él le han dicho que es lo que el GranDios Om quiere que sea. Y ese día haencontrado a una mujer que es bruja,pero también hermosa, de una bellezaarrebatadora, cosa que al menos enaquella época no era muy normal entrelas brujas…

—Se enamora de ella, ¿a que sí? —interrumpió Tiffany.

—Por supuesto —dijo la señoritaHerrero—. Chico conoce a chica, unode los principales motores de lacausalidad narrativa en el multiverso. O,como diría otra gente, «tenía que pasar».

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Me gustaría seguir con mi disertaciónsin interrupciones, a ser posible.

—Pero va a tener que matarla,¿verdad?

La señorita Herrero suspiró.—Ya que lo preguntas, no

necesariamente. El hombre piensa que,si la rescata y logra llevarla hasta el río,podrían tener una oportunidad. Estáapabullado y confuso. Nunca antes hatenido sentimientos como ese. Porprimera vez en su vida de verdad estáteniendo que pensar por sí mismo. Hayunos caballos no muy lejos. Hay unospocos vigilantes y algunos otrosprisioneros, y el aire está lleno de humo

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porque hay una pira de libros ardiendoque hace saltar las lágrimas a todo elmundo.

Tiffany se inclinó hacia delante en suasiento, escuchando para captar laspistas, intentando adelantarse aldesenlace.

—Hay unos aprendices a los queestá entrenando, y también unosmiembros de muy alto rango de laiglesia omniana, que han venido aobservar y bendecir el proceso. Y porúltimo, hay bastantes vecinos del pueblocercano, lanzando unos vítores muyruidosos porque no son ellos quienesvan a morir asesinados y porque no

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suelen tener mucho entretenimiento.Viene a ser un día normal en el trabajo,solo que esta vez la chica que estánatando al poste ha cruzado la mirada conél y está observándole con muchaatención, sin abrir la boca ni siquierapara gritar… Todavía no.

—¿Él lleva espada? —preguntóTiffany.

—Sí, la lleva. ¿Puedo seguir? Bien.Ahora está andando hacia la mujer. Ellale mira, sin gritar, solo vigilando, y élpiensa… ¿Qué piensa? Piensa: «¿Podréimponerme a los dos guardias? ¿Losaprendices me obedecerán?». Entonces,mientras se acerca, se pregunta si podrá

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llegar hasta los caballos con todo elhumo que hay. Y ese es un momentocongelado en el tiempo. Grandesacontecimientos aguardan su decisión.Una acción sencilla en los dos casos, yla historia cambiará por completo, yahora tú piensas que todo depende de loque haga a continuación. Pero el caso esque da igual lo que piense él, porque lamujer sabe quién es y lo que ha hecho,todas las atrocidades que ha cometido ypor las que es famoso, así que mientrasel hombre avanza dudoso, ella puedeverlo tal y como es, aunque desee nohacerlo. Saca las manos por entre lajaula de mimbre en la que la han metido

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para mantenerla en pie y le agarra, y loretiene con firmeza mientras la antorchacae y la madera aceitosa prende y lasllamas brotan. En ningún momentoaparta la mirada de sus ojos, y en ningúnmomento afloja su presa… ¿Quieres quete llene la taza de té?

Tiffany parpadeó para quitarse delos ojos el humo, las llamas y laimpresión.

—¿Y cómo es que usted lo sabe contanto detalle? —dijo.

—Porque estaba allí.—¿Hace mil años?—Sí.—¿Cómo llegó?

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—Andando —respondió la señoritaHerrero—. Pero eso no es lo importante.Lo importante es que en ese momentomurió y nació el ente al que llamamos elHombre Astuto. Al principio seguíasiendo un hombre. Tenía unas heridasterribles, claro. Durante bastante,bastante tiempo. Y la caza de brujasprosiguió, ya lo creo que prosiguió.Nadie sabía qué era lo que más temíanlos otros cazadores de brujas, si laspropias brujas o la cólera del HombreAstuto por no encontrarle a las brujasque exigía. Y créeme, si alguien tenía alHombre Astuto pisándole los talones,encontraba tantas brujas como fueran

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necesarias.»Y el Hombre Astuto siempre podía

encontrar a brujas por sí mismo. Erabastante asombroso. A lo mejor había unpueblecito tranquilo donde todos sellevaban más o menos bien y nadie sehabía fijado en que hubiera ningunabruja pero, cuando llegaba el HombreAstuto, de pronto había brujas por todaspartes, aunque por desgracia no durabanmucho. El hombre pensaba que lasbrujas eran la causa de todos los males,que robaban a los bebés y hacían que lasesposas huyeran de sus maridos y que seagriara la leche. Creo que mi favoritaera la historia de que las brujas se

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hacían a la mar en cáscaras de huevopara hacer naufragar a los honradosmarineros. —Dicho eso la señoritaHerrero levantó una mano—. No, no medigas que hasta a una bruja pequeña lesería imposible meterse en una cáscarade huevo sin aplastarla, porque eso es loque las versadas en el arte llamamos«argumento lógico» y, por tanto, nadieque quisiera creer que las brujashundían barcos le hacía el menor caso.

»No podía durar mucho, claro. Lagente puede ser muy tonta y asustarsecon facilidad, pero a veces encuentras apersonas que ni son tan tontas ni tienentanto miedo, y entonces sacan al Hombre

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Astuto del mundo. Lo sacan como labasura que es.

»Pero ese no fue su final. Taninmenso, tan temible era su odio portodo lo que consideraba brujería que dealgún modo logró seguir viviendo pese aque por fin se había quedado sin cuerpo.Aunque ya no vestía piel, aunque ya nolo sustentaba hueso, tanta era su rabiaque perduró. Como fantasma, quizá. Ycada cierto tiempo, encontrando aalguien que le deje entrar. Ahí fuera haytoda la gente que quieras dispuesta aabrirle sus mentes venenosas. Y tambiénlos hay que prefieren apoyar el mal queenfrentarlo, y uno de ellos escribió en su

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nombre el libro conocido como La pirade las brujas.

»Pero cuando domina un cuerpo… Ycréeme, en el pasado ha habidodepravados que creían que permitírseloconvenía a sus terribles ambiciones;cuando domina un cuerpo, decía, elpropietario no tarda en descubrir que haperdido todo el control. Pasa a formarparte de él. Y hasta que ya es demasiadotarde no se percata de que no hayescapatoria, de que nunca será libre.Hasta la muerte…

—El veneno va allí donde esbienvenido —concluyó Tiffany—. Peroda la impresión de que puede meterse

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por la fuerza, sea bienvenido o no.—Lo siento —dijo la señorita

Herrero—, pero voy a decir: «Así megusta». Sí que eres tan buena comodicen. En realidad, el Hombre Astuto yano tiene esencia física. No hay nada quese pueda ver. Nada que se pueda poseer.Y aunque mata con mucha frecuencia aquienes le han extendido suhospitalidad, parece que siguemedrando. Cuando se queda sin cuerpoque dominar, se deja llevar por el vientoy en cierto modo duerme, supongo yo.En caso de que lo haga, sé con quésueña. Sueña con una bruja joven yhermosa, la más poderosa entre todas

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las brujas. Y piensa en esa bruja contanto odio que, como dicta la teoría decuerdas elastificadas, da la vuelta aluniverso entero y vuelve desde otradirección, de forma que parece ser unaespecie de amor. Y desea volver a verla.En cuyo caso ella morirá casi con todacerteza.

»Algunas brujas, brujas auténticasde carne y hueso, han tratado deenfrentarse a él y han ganado. Y otras lohan intentado y han muerto. Y un día unachica llamada Tiffany Dolorido, llevadapor la desobediencia, besó al invierno.Cosa que, debo decir, nunca nadie habíahecho antes. Y el Hombre Astuto

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despertó. —La señorita Herrero dejó sutaza—. Como bruja ¿sabes que no debestener miedo?

Tiffany asintió.—Bueno, Tiffany, pues ahora debes

hacer sitio al miedo, al miedo bajocontrol. Creemos desde siempre que lacabeza es importante, que el cerebroestá sentado como un monarca en eltrono del cuerpo. Pero el cuerpo tambiénes poderoso, y el cerebro no puedesobrevivir sin él. Si el Hombre Astutose hace con el control de tu cuerpo, nocreo que puedas combatirlo. No seráparecido a nada a lo que te hayasenfrentado. Si te atrapa, en última

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instancia morirás. Y lo que es peor,serás su marioneta, en cuyo caso lamuerte será una liberación que llevarásmucho tiempo ansiando. Y ahí lo tienes,señorita Tiffany Dolorido. El HombreAstuto despierta, flota y la busca a ella.Te busca a ti.

—Buenu, al menos encontrámosla —comentó Rob Cualquiera—. Está enalgún sitio de ese basureru inmundo.

Los feegles estaban boquiabiertosante la burbujeante y supurantecatástrofe que eran los Solares Irreales.Cosas extrañas surgían, giraban y

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explotaban bajo los desperdicios.—Entrar ahí será una muerte segura

—dijo Pequeño Loco Arthur—. ¡Unamuerte segura! Estaréis condenados.

—Ya, buenu, todos estamoscondenados más prontu o más tarde —replicó Rob Cualquiera en tono jovial.Olisqueó—. ¿Qué demoños es esapeste?

—Lo siento, Rob, fui yo —confesóWullie Chiflado.

—Aj, non, tu olor conózcomelo —dijo Rob—. Pero me da que este yaolilo antes. Fue el torpiburro ese queolimos en el camino. ¿Recordáis? Eseque iba de negru. Con bastantes

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carencias en el departamentu de globosoculares. Mala peste cójale, y a malapeste olía. Y recuerdo que dijopalabriñas muy feas de nuestra arpiíñagrandullona. Mi Jeannie dijo que nonseparáramonos de la arpiíñagrandullona, y a mí me da que esepámpano necesita un buen bañu.

Pequeño Loco Arthur precipitó ladecisión.

—Bueeenu, Rob, entrar ahí va contrala ley, ¿sabes?

Señaló un antiguo letrero a medioderretir en el que, apenas legibles, seveían las palabras: ACCESORESTRINGIDO POR ORDEN ESTRICTA.

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Rob Cualquiera lo miró fijamente.—Aj, agora sí que dejásteme sin

más opción —dijo—, y recordástemeque ya estamos todos muertos.[20] ¡A lacarga!

Tiffany tenía docenas de preguntas quehacer, pero la que se impuso a todas fue:

—¿Qué pasará si me atrapa elHombre Astuto?

La señorita Herrero miró el techo unmomento.

—Bueno, supongo que desde supunto de vista se parecerá bastante a unaboda. Desde el tuyo, será exactamente

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como estar muerta. No, aún peor, porqueseguirás ahí dentro viendo lo que escapaz de hacer con todos tus poderes ytus habilidades a toda la gente queconoces. ¿Nos hemos comido la últimamagdalena?

No mostraré ningún miedo, pensóTiffany.

—Me alegro de oírlo —dijo laseñorita Herrero en voz alta.

Tiffany se levantó de un salto,enfurecida.

—¡No se atreva a hacer eso,señorita Herrero!

—Estoy segura de que quedaba unamagdalena —insistió la señorita

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Herrero, y después añadió—: Esa es laactitud, señorita Tiffany Dolorido.

—¿Sabe? Una vez derroté a uncolmenero. Sé cuidar de mí misma.

—¿Y de tu familia? ¿Y de todos tusconocidos? ¿Protegerlos de un asaltoque ni siquiera saben que viene? No lohas entendido. El Hombre Astuto no esun hombre, aunque lo fuese una vez, yahora ya no es ni siquiera un fantasma.Es una idea. Por desgracia, es una ideacuyo tiempo ha llegado.

—Bueno, al menos lo noto cuando seacerca —dijo Tiffany, pensativa—. Hayun olor asqueroso. Hasta peor que el delos feegles.

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La señorita Herrero asintió.—Sí, procede de su mente. Es el

olor de la corrupción, corrupción depensamiento y de acto. Tu mente lo captay no sabe qué hacer con él, así que loarchiva como «hedor». Todos los quetienen inclinación por la magia puedenolerlo, pero hace cambiar a toda la genteque encuentra, los vuelve un poquitocomo él. Por eso los problemas lesiguen allá donde va.

Y Tiffany sabía concretamente a quéclase de problemas se refería, aunquesus recuerdos se remontaron a más atrásdel despertar del Hombre Astuto.

Su ojo mental vio los trocitos con

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borde negro mecidos por el viento definales de otoño, que siseaba condesesperación en su oído mental, pero lopeor de todo fue que su nariz mentalpercibió el olor intenso y acre del papelantiguo a medio quemar. En su recuerdo,algunos de los fragmentos aleteabancontra el viento implacable como sifueran polillas aplastadas y rotas, peroque aún intentan en vano volar.

Tenían estrellas dibujadas.La gente había desfilado al ritmo de

la música brusca y había sacado arastras a una anciana arrugada cuyoúnico delito, que Tiffany supiera, habíasido perder todos los dientes y oler a

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pis. La habían apedreado, le habían rotolas ventanas y habían matado al gato, ytodo eso lo había hecho gente buena yamable, gente a la que conocía y secruzaba todos los días; eran ellosquienes habían hecho todo aquello de loque todavía no hablaban en voz alta. Dealgún modo aquel día habíadesaparecido del calendario. Pero aqueldía, con el bolsillo lleno de estrellaschamuscadas y sin saber muy bien lo quehacía, aunque decidida a hacerlo,Tiffany se había convertido en bruja.

—Ha dicho que otras se enfrentarona él —prosiguió Tiffany—. ¿Cómolograron vencerle?

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—Seguro que la última magdalenase ha quedado en la bolsa de lapanadería. No te habrás sentado encima,¿verdad? —La señorita Herrerocarraspeó y dijo—: Lo lograron siendobrujas muy poderosas, entendiendo loque significa ser una bruja poderosa yaprovechando cada ocasión, usandocada truco y sospecho que entendiendola mente del Hombre Astuto antes de queél entendiera las suyas. He recorridomucho tiempo para informarme acercadel Hombre Astuto —añadió—, y loúnico que puedo decirte seguro es que laforma de matar al Hombre Astuto esmediante la astucia. Tendrás que ser más

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astuta que él.—Tan astuto no será, si le ha

costado todo este tiempo encontrarme —comentó Tiffany.

—Sí, eso me intriga —dijo laseñorita Herrero—. Y debería intrigartea ti. Lo normal habría sido que lecostara muchísimo más tiempo. Más dedos años, eso desde luego. O bien hasido muy listo, y la verdad es que notiene con qué serlo, o ha habido otracosa que le ha llamado la atención sobreti, vete a saber cómo. Alguien mágico,diría yo. ¿Conoces a alguna bruja que nosea amiga tuya?

—Por supuesto que no —respondió

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Tiffany—. ¿Alguna de las brujas que lehan derrotado sigue viva?

—Sí.—Estaba pensando que si encuentro

a una, a lo mejor podría decirme cómolo hizo…

—Te lo repito: no le llaman HombreAstuto por nada. ¿Por qué iba a caer dosveces en el mismo truco? Tendrás queencontrar tu propia manera. Las que tehan entrenado no esperarían menos de ti.

—Esto no es una especie de prueba,¿verdad? —inquirió Tiffany, y le diovergüenza lo penosa que había sonado.

—¿No te acuerdas de lo que dicesiempre Yaya Ceravieja? —preguntó la

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señorita Herrero.—«Todo es una prueba.» —Lo

recitaron al unísono, se miraron y seecharon a reír.

Momento en el cual se oyó uncacareo. La señorita Herrero abrió lapuerta y dejó entrar a un pollito blanco,que miró a su alrededor con curiosidady explotó. En el lugar que había ocupadohabía ahora una cebolla, bien aparejadacon un mástil y velas.

—Siento que hayas tenido que verlo—dijo la señorita Herrero. Suspiró—.Me temo que pasa mucho. Los SolaresIrreales nunca son estáticos, ¿sabes?Con tanta magia chocando, trocitos de

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hechizos enrollándose unos en torno aotros, nuevos conjuros en los que nadiehabía pensado tomando forma… es undesastre. El lugar genera cosas conbastante aleatoriedad. Ayer encontré unlibro sobre el cultivo de crisantemos,con letras de cobre impresas sobre agua.Cualquiera habría dicho que sedesparramaría un poco, pero la verdades que aguantó bien hasta que se leacabó la magia.

—Qué mala suerte ha tenido elpollito —dijo Tiffany, nerviosa.

—Bueno, te garantizo que hace dosminutos no era un pollo —respondió laseñorita Herrero—, y me imagino que

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estará disfrutando de ser un vegetalnáutico. Supongo que ahora comprendespor qué no paso mucho tiempo aquíabajo. Una vez tuve un suceso con uncepillo de dientes que tardaré enolvidar. —Abrió más la puerta y Tiffanyvio el batiburrillo.

No había forma de confundir unbatiburrillo con nada más.[21] Bueno, alprincipio sí la hubo, y Tiffany loconfundió con un montón de basura.

—Es increíble lo que puedesencontrarte en los bolsillos si estás enun vertedero mágico —dijo con calma laseñorita Herrero.

Tiffany volvió a mirar el batiburrillo

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gigante.—¿Eso no es un cráneo de caballo?

[22] ¿Y eso no es un cubo lleno derenacuajos?

—Sí. Va mejor si lleva algo vivo, ¿ati no te pasa?

Tiffany entrecerró los ojos.—Pero eso otro es el cayado de un

mago, ¿verdad que sí? ¡Creía quedejaban de funcionar si los tocaba unamujer!

La señorita Herrero sonrió.—Bueno, yo he tenido el mío desde

la cuna. Si sabes dónde mirar, se ven lasmarcas que le hice cuando me salían losdientes. Es mi cayado y funciona, aunque

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debo admitir que empezó a funcionarmejor cuando le quité el nudo de lapunta. No servía para nada práctico y lealteraba el equilibrio. Oye, ¿piensasquedarte ahí con la boca abierta?

La boca de Tiffany se cerró a cal ycanto y luego volvió a abrirse como porresorte. Acababa de pillar algo al vueloy tenía la sensación de que llegabavolando desde la luna.

—Eres ella, ¿verdad? ¡Tienes queserlo, eres ella! Eskarina Herrero, ¿aque sí? ¡La única mujer de la historiaque se hizo maga!

—En algún lugar de mi interiorsupongo que sí, pero de eso ya hace una

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eternidad, y ¿sabes qué? En realidadnunca me sentí maga, así que no mepreocupaba mucho lo que dijeran losdemás. En cualquier caso tenía elcayado, y eso no podía quitármelonadie. —Eskarina titubeó un momentoantes de seguir—. Eso es lo que aprendíen la universidad: a ser yo, ni más nimenos, y a no preocuparme de ello. Eseconocimiento ya es por sí mismo uncayado mágico invisible. Mira, deverdad que no quiero hablar de esto. Metrae malos recuerdos.

—Perdóname, por favor —dijoTiffany—. Es que no he podido evitarlo.Lo lamento mucho si te he traído algún

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recuerdo funesto.Eskarina sonrió.—No, los funestos nunca me dan

problemas. Son los buenos los quepueden hacérseme difíciles. —Les llegóun chasquido procedente delbatiburrillo. Eskarina se levantó y fuehasta él—. Ay, ay, ay. Por supuesto, solola bruja que lo ha hecho puede leer subatiburrillo, pero créeme si te digo quela forma en que ha rodado el cráneo y laposición del alfiletero sobre el eje de larueda mientras gira indican que está muycerca. Casi encima de nosotras, enrealidad. Puede ser que la magia de estesitio lo confunda y le haga creer que

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estás en todas partes y en ninguna; en esecaso, se irá pronto y tratará de recuperartu pista en otro lugar. Y, como hemencionado, de camino comerá. Semeterá en la cabeza de algún idiota, yalguna anciana o alguna chica que llevepuestos peligrosos símbolos cultos sintener ni idea de lo que significan se veráacosada de repente. Esperemos quecorra mucho.

Tiffany miró a su alrededor,perpleja.

—¿Y lo que ocurra será culpa mía?—¿Eso ha sido el lloriqueo

sarcástico de una niña pequeña o lapregunta retórica de una bruja con su

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propia encomienda?Tiffany hizo ademán de replicar,

pero se contuvo.—Puedes viajar en el tiempo,

¿verdad? —dijo.—Sí.—Entonces ¿sabes lo que voy a

responder?—Bueno, no es tan sencillo —dijo

Eskarina, y pareció algo incómoda porun instante para gran sorpresa de Tiffanyy, debe decirse, también para grandeleite—. A ver, que mire… hay quincerespuestas distintas que podrías darme,pero no sé cuál va a ser hasta que ladigas, por la teoría de cuerdas

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elastificadas.—En ese caso lo único que diré —

respondió Tiffany— es que muchasgracias. Siento haberte entretenido, perodebería ir marchándome ya. ¿Tieneshora? Se me echa encima el tiempo, yasabes lo que es.

—Sí —dijo Eskarina—. Es la formahabitual de referirse a una de lasdimensiones teóricas del espaciotetradimensional. Pero para tuspropósitos son como las once menoscuarto.

A Tiffany le pareció una formacomplicada y enrevesada de contestarpero, mientras abría la boca para

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decirlo, el batiburrillo se desmoronó yla puerta se abrió ante una estampida depollos… que, esta vez, no explotaron.

Eskarina cogió a Tiffany de la manoy gritó:

—¡Te ha encontrado! ¡No sé cómo!Un gallo medio saltó, medio aleteó y

medio tropezó sobre los restos delbatiburrillo y cacareó:

—¡Kikiric’rallu!Entonces los pollos explotaron.

Explotaron al transformarse en feegles.En términos generales no había

grandes diferencias entre los pollos ylos feegles, ya que ambos corrían encírculos montando escándalo. Una

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distinción importante, sin embargo, esque los pollos no suelen ir armados. Encambio los feegles van armados a todashoras, y cuando se sacudieron de encimalos últimos restos de plumas empezarona pelear entre ellos por vergüenza, y portener algo que hacer.

Eskarina les dedicó una sola miraday dio una patada a la pared que teníadetrás, con lo que reveló un hueco por elque podía arrastrarse una persona,aunque justa. Gritó a Tiffany:

—¡Vete! ¡Llévatelo enseguida deaquí! ¡Sube a la escoba tan pronto comopuedas y huye! ¡No te preocupes por mí!¡No tengas miedo, todo irá bien! Solo

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tienes que ayudarte a ti misma.Un humo denso e irritante estaba

llenando la sala.—¿A qué te refieres? —logró decir

Tiffany forcejeando con la escoba.—¡Vete!Ni siquiera Yaya Ceravieja habría

podido dominar las piernas de Tiffanytan por completo.

Se fue.

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CAPÍTULO 9La duquesa y la cocinera

A Tiffany le gustaba volar. A lo queponía peros era a estar en el aire, almenos a alturas superiores a la de supropia cabeza. Lo hacía de todasformas, porque era ridículo y denigrante

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para la brujería en general que la vieranvolando tan bajo que sus botas rozaranlas cimas de los hormigueros. La gentese reía y a veces señalaba. Pero enaquel momento, maniobrando la escobaentre las ruinas de las casas y loscharcos turbios y burbujeantes, anhelabael cielo abierto. Fue un alivio rodearuna pila de espejos rotos y ver la claraluz del día, aunque tuviera al lado unletrero que decía: SI ESTÁS LO BASTANTECERCA PARA LEER ESTE LETRERO, DEVERDAD, DE VERDAD NO DEBERÍASESTARLO.

Fue la gota que colmó el vaso. Alzóla escoba hasta que las cerdas dejaron

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un surco en el barro y ascendió como uncohete, agarrándose desesperada a lacorrea, que crujía, para no resbalar. Oyóque una vocecita decía:

—Estamos experimentandu ciertasturbulencias y tal. Si miran a su derechay a su izquierda, verán que non haysalidas de emergencia…

El discurso se vio interrumpido porotra voz, que dijo:

—En realidad, Rob, la escoba tienesalidas de emergencia por todas partes,¿sabes?

—Ah, sí —respondió RobCualquiera—, peru habrá que hacer lascosas con estilo, ¿non? Esperar a casi

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habernos estampadu contra el suelo yentonces dar un saltiño hácenos quedarcomo unos tontainas.

Tiffany siguió aferrada a la escoba,intentando ni escuchar ni dar patadas alos feegles, que no tenían sentido delpeligro porque consideraban, comosiempre, que no había nada máspeligroso que ellos.

Cuando por fin logró ponerhorizontal la escoba, se arriesgó a mirarabajo. Parecía haber una trifulca en elexterior de comoquiera que acabasendecidiendo llamar a La Cabeza del Rey,pero no se veía ni rastro de la señoraProust. La bruja de la ciudad era una

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mujer con recursos, ¿verdad? La señoraProust podía cuidarse sola.

La señora Proust estaba cuidándosesola, por el método de correr a todavelocidad. Cuando sintió el peligro, nose entretuvo ni un segundo: enfiló haciael callejón más cercano mientras laniebla se alzaba a su alrededor. En laciudad siempre había humo, neblinas yvapores, fáciles de aprovechar para unabruja que les tuviera cogido eltranquillo. Eran el aliento de la ciudad ysu halitosis, y la señora Proust lessacaba partido como a un balancín

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hecho de niebla. Se detuvo pararecobrar algo de aliento propio apoyadacontra una pared.

Lo había sentido acumularse comouna tormenta, en una ciudad que engeneral era notable por su relajación.Ahora bastaba con que una mujer tuvieraaspecto de bruja para convertirla enobjetivo. Solo esperaba que todas lasmujeres viejas y feas estuviesen tan asalvo como lo estaba ella.

Un momento más tarde la nieblaescupió a dos hombres, uno de ellos conun palo muy grande en la mano. El otrono necesitaba palo porque era inmensoy, por tanto, era su propio palo.

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Mientras el hombre del palo corríahacia ella la señora Proust dio unapatadita a la acera y un adoquín seencabritó bajo los pies del hombre,haciéndole tropezar y provocándole unaterrizaje de emergencia sobre labarbilla, que crujió mientras el palo sealejaba rodando.

La señora Proust cruzó los brazos ymiró con furia al hombre corpulento. Noera tan tonto como su amigo, pero estabaabriendo y cerrando los puños, y labruja sabía que era solo cuestión detiempo. Dio otro pisotón en la aceraantes de que el matón pudiera haceracopio de valor.

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El grandullón estaba intentandopredecir qué ocurriría, pero no esperabaque la estatua ecuestre[23] de lord AlfredÓxido —famoso por la osadía y bravuracon que perdió todos y cada uno de losenfrentamientos militares en queparticipó— saliese al galope de entre laniebla y le diera tal coz entre las piernasque lo envió volando hacia atrás, hastaque dio con la cabeza contra una farola yresbaló por ella al suelo.

Entonces la señora Proust loreconoció como un cliente que a vecescompraba polvo pica-pica y purosexplosivos a Derek, y no estaba nadabien matar a los clientes. Lo levantó

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tirándole del pelo entre gemidos y lesusurró al oído:

—No has estado aquí. Ni yotampoco. No ha pasado nada, y tú no lohas visto. —Se quedó pensativa unmomento y, como el negocio es elnegocio, añadió—: Y cuando vuelvas apasar por delante del Emporio Boffo deArtículos de Broma, te impresionará suextensa gama de hilarantes y prácticasbromas para toda la familia, sobre todola novedad de esta semana: lasasquerosas «Perlas de la Acera»,ideales para el entendido en humorescatológico que se toma en serio susrisas. Esperamos que nos visites pronto.

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Posdata: con nuestra nueva línea«Trueno» de puros explosivos nuncadejarás de reír, y prueba también nuestrohilarante chocolate de caucho. No temarches sin echar un vistazo a nuestraflamante sección de caballeros, con lamejor calidad en ceras para bigote, tazascon salvabigote, cuchillas de afeitar,nuestra gama de rapés de primera,cortapelos para la nariz con mango deébano y nuestros famosos pantalonesglandulares, envueltos en papel sinmarcas y limitados a un par porcomprador.

Satisfecha, la señora Proust dejócaer la cabeza hacia atrás y aceptó a

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regañadientes que las personasinconscientes no compran cosas, así quedirigió su atención al ex propietario deun palo, que estaba gimoteando. Bueno,sí, la culpa es del hombre sin ojos,pensó, y a lo mejor sirve como excusa;pero la señora Proust no era famosa porsu naturaleza indulgente. El veneno vaallí donde es bienvenido, se dijo.Chasqueó los dedos y subió al caballode bronce, ocupando el frío perocómodo regazo metálico del difunto lordÓxido. Entre repiqueteos y chirridos, elcaballo de bronce se adentró en el bancode niebla que acompañó a la señoraProust hasta su tienda.

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Sin embargo, en el callejón quehabía dejado parecía nevar, hasta queuna mirada más atenta revelaba que loque caía del cielo sobre los cuerposinconscientes había estado antes en losestómagos de las palomas que llegabanen bandadas desde cada rincón de laciudad, siguiendo las órdenes de laseñora Proust. La bruja las oyó y sonriósin humor.

—¡En este barrio quien la hace lapaga! —exclamó orgullosa.

Tiffany se sintió mejor cuando dejó atrásel hedor y el humo de la ciudad. ¿Cómo

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podían vivir con ese olor?, se preguntó.Era peor que el espog de un feegle.[24]

Pero ahora estaba sobrevolandocampos cultivados y, aunque el humo delas quemas de rastrojos llegaba hasta sualtura, era una fragancia comparado conla parte del mundo contenida entre lasmurallas de la ciudad.

¡Y Eskarina Herrero vivía allí!¡Bueno, vivía allí a veces! ¡EskarinaHerrero! ¡Era real de verdad! La mentede Tiffany volaba casi a la mismavelocidad que su escoba. ¡EskarinaHerrero! Todas las brujas habían oídodecir cosas de ella, pero no había dosque se pusieran de acuerdo.

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¡La señorita Lento había dicho queEskarina fue la chica que recibió uncayado de mago por error!

¡La primera bruja entrenada porYaya Ceravieja! ¡Que la matriculó en laUniversidad Invisible después deexplicar cuatro cosas a los magos deallí! Y fueron bastante más de cuatro, sise hacía caso a algunos de los relatos,que incluían descripciones de batallasmágicas.

La señorita Cabal había asegurado aTiffany que era una especie de cuento dehadas.

La señorita Traición había cambiadode tema.

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Tata Ogg se había dado unosgolpecitos conspirativos en un lado dela nariz antes de susurrar: «En bocacerrada no entran moscas».

Y Annagramma, dándose aires, habíaasegurado a todas las brujas jóvenes queEskarina existió, pero estaba muerta.

Sin embargo, había una historia quese resistía a desaparecer y se enroscabaentre la verdad y la mentira como unamadreselva. Decía a quien la escucharaque hacía mucho tiempo, en launiversidad, Eskarina había conocido aun joven llamado Simón al que, alparecer, los dioses habían maldecidocon casi todas las dolencias que podía

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sufrir la humanidad. Pero, dado que losdioses tienen sentido del humor, aunqueel suyo sea más bien extraño, también lehabían conferido el poder de entender…bueno, todo. Apenas podía andar sinayuda, pero era tan inteligente que logrócontener el universo entero en su cabeza.

Los magos con barbas que lesllegaban hasta el suelo se acercabanpara oírle hablar del espacio, el tiempoy la magia como si los tres formasenparte de un mismo todo. Y la jovenEskarina le había dado de comer, lehabía limpiado, le había ayudado adesplazarse y había aprendido de él…bueno, todo.

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Y según los rumores habíaaprendido secretos que dejaban hasta lamás poderosa de las magias a la alturade un truco de feria. ¡Y la historia eracierta! Tiffany había hablado con lahistoria, había comido magdalenas conella y de verdad había una mujer allí quepodía recorrer el tiempo y darleórdenes. ¡Madre mía!

Sí, y Eskarina tenía algo muy raro…Daba la sensación de que no estaba todaallí, sino que estaba en todos los demáslugares al mismo tiempo. Y en aquelmomento Tiffany vio la Caliza en elhorizonte, sombría y misteriosa comouna ballena varada. Aún le quedaba muy

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lejos, pero hizo que su corazón seacelerara. Aquel era su terreno; loconocía como la palma de su mano, yuna parte de ella siempre estaba allí. Enaquel lugar podía enfrentarse a cualquiercosa. ¿Cómo iba el Hombre Astuto, unviejo fantasma, a derrotarla en su propioterreno? Allí tenía tantos familiares quecostaba contarlos, y amigos, más que…bueno, ahora que era bruja ya no tantos,pero qué se le iba a hacer.

Tiffany notó que alguien trepaba porsu vestido. No le supuso el problemaque podría esperarse: a una bruja nuncase le ocurriría vestir de otra forma quecon vestido pero, si había que volar en

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escoba, una inversión sabia eran losleotardos bien resistentes, a ser posiblecon cierto acolchado. Hacía que su culopareciera más grande, pero también selo calentaba, y a treinta metros de alturala moda importaba menos que lacomodidad. Miró hacia abajo y vio a unfeegle vestido con un casco de guardia,que parecía forjado a partir de una viejatapa de salero, un peto igual de pequeñoy, lo más sorprendente de todo,pantalones y botas. No solían versebotas en un feegle.

—Eres Pequeño Loco Arthur,¿verdad? ¡Te vi en La Cabeza del Rey!¡Eres policía!

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—Y tantu. —Pequeño Loco Arthursonrió una sonrisa que era puro feegle—. La vida en la Guardia es buena, y lapaga tambén. ¡Non veas cómu estiras lospeniques si dante para comer unasemana entera!

—Entonces ¿has venido para meteren vereda a nuestros chicos? ¿Tienespensado quedarte?

—Ah, non, creo que non. Gústame laciudad, ¿sabes? Gústame el café que nonestá hecho de bellotiñas de esas, y allípuedu ir al teatro, a la ópera y al ballet.

La escoba se bamboleó un poco.Tiffany había oído hablar del mundo delballet, e incluso había visto

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ilustraciones en un libro, pero de algúnmodo no encajaba en ninguna frase queincluyera la palabra «feegle».

—¿Ballet? —logró decir.—¡Oh, sí, es genial! La semana

pasada vi El cisne sobre el lago de zinc,la versión moderna de una composicióntradicional a la que dio vida unacompañía joven con muchu futuro. Y aldía siguiente, claro, hubo unareinterpretación de Die Flabbergast enla Ópera. Y buenu, ya sabes, en el RealMuseo de Arte montaron una exposiciónde porcelanas que duró una semanaentera, con un dedaliño de jerez gratis.Aaah, sí, es la ciudad de la cultura,

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dígotelo yo.—¿Estás muy seguro de que eres un

feegle? —preguntó Tiffany, fascinada.—Eso dijéronme, señorita. Ninguna

ley dice que non puédame interesar lacultura, ¿verdad que non? Ya dije a losrapaces que cuando vuelva llevarémelosa que vean el ballet por sí mesmos.

La escoba dio la impresión de volarsin rumbo durante un rato, mientrasTiffany miraba a la nada, o más bien auna imagen mental de los feegles en unteatro. Ella nunca había entrado en uno,pero había visto ilustraciones y la meraidea de que hubiera feegles entre lasbailarinas era tan impensable que

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prefirió dejar vagar a su mente hastaolvidarla. Recordó a tiempo que teníaque tomar tierra y posó la escoba muylimpiamente cerca del túmulo.

Para su asombro había guardias enel exterior. Guardias humanos.

Se los quedó mirando sin creérselo.Los guardias del barón nunca subían alas lomas. ¡Nunca! ¡Era inaudito! Y…sintió cómo crecía su rabia… uno deellos tenía una pala en la mano.

Saltó de la escoba tan rápido que ladejó derrapando en la hierba,desperdigando feegles hasta que topócontra un obstáculo y se sacudió deencima a los pocos que habían logrado

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resistir a bordo.—¡No descargues esa pala, Brian

Roberts! —gritó al sargento de laguardia—. ¡Si permites que corte latierra, habrá consecuencias! ¡Cómo teatreves! ¿Qué hacéis aquí? Y que nadiecorte a nadie en pedacitos, ¿lo habéisentendido todos?

La última orden iba dirigida a losfeegles, que habían rodeado a loshombres con un anillo de espadaspequeñas pero siempre afiladísimas.Los feegles llevaban sus espadones tanafilados que un humano podía no saberque le habían cortado las piernas hastaque intentaba andar. Los propios

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guardias tenían la expresión de quienesse saben grandes y fuertes en teoría peroacaban de caer en la cuenta de que«grande» o «fuerte» no serán suficientesni de lejos. Habían oído las historias,por supuesto; en la Caliza todo el mundohabía oído los cuentos sobre TiffanyDolorido y sus pequeños… ayudantes.Pero solo habían sido cuentos, ¿no?Pues ya no lo eran. Y ahora amenazabancon subirles corriendo por lospantalones.

En un silencio aturdido y entrejadeos, Tiffany miró a su alrededor.Todo el mundo estaba observándola, locual era mejor que tener a todo el mundo

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peleándose, ¿verdad?—Muy bien —dijo, como una

maestra complacida por los pelos conuna clase de las traviesas. Añadió unbufido, que en general se traduciríacomo: «Pero solo por los pelos, ojo».Volvió a bufar—. De acuerdo. ¿Quién vaa decirme qué está pasando aquí?

El sargento levantó la mano y todo.—¿Podemos hablar en privado,

señorita?Tiffany se quedó impresionada de

que pudiera pronunciar palabra,considerando que su mente estabatratando de encontrar sentido a lo que depronto le decían sus ojos.

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—Muy bien, sígueme. —Se giró desopetón, sobresaltando tanto a losguardias como a los feegles—. Y nadie,y cuando digo nadie es nadie, va aexcavar el hogar de nadie ni a cortar laspiernas de nadie mientras no estemos,¿entendido? Que si lo habéis entendido,digo. —Hubo un coro farfullado de síesy de bueeenos, pero no incluía la voz dela cara que Tiffany estaba mirando. RobCualquiera temblaba de cólera yempezaba a tomar impulso para saltar—. ¿Me has oído, Rob Cualquiera?

Él la miró con los ojos encendidosen llamas.

—¡Non comprométome a nada

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respectu a eso, señorita, por muy arpíaque seas! ¿Dónde está mi Jeannie?¿Dónde están los demás? ¡Estospámpanos traen espadas! ¿Qué teníanpensadu hacer con ellas? ¡Exiju unarespuesta!

—Escúchame, Rob —empezó adecir Tiffany, pero lo dejó ahí. RobCualquiera, con la cara surcada delágrimas, estaba tirándose de la barbamientras luchaba desesperado contra loshorrores de su propia imaginación.Estamos a punto de tener una guerraabierta, estimó Tiffany—. ¡RobCualquiera! ¡Soy la arpía de estascolinas y te impongo el juramento de no

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matar a estos hombres hasta que te lodiga! ¿Entendido?

Hubo un estrépito cuando un guardiacayó desmayado hacia atrás. ¡Ahora lachica estaba hablando con esascriaturas! ¡Y sobre matarlos a ellos! Loshombres no estaban acostumbrados asituaciones como aquella. Por logeneral, lo más emocionante que lesocurría era que los cerdos se colaran enel huerto de verduras.

El gran hombre de los feegles vacilómientras su cerebro aturullado digería laorden de Tiffany. Cierto, era la orden deno matar a nadie ahora mismo, pero almenos no negaba la posibilidad de

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poder hacerlo muy pronto, lo que lequitaría de la cabeza sus terriblesimágenes mentales. Era como atar a unperro hambriento con una correa detelaraña, pero al menos Tiffany ganaríaalgo de tiempo.

—Fíjate en que el montículo estáintacto —dijo Tiffany—, así que lo quepretendieran hacer aún no está hecho. —Se volvió hacia el sargento, que habíaperdido todo el color, y le sugirió—:Brian, si quieres que tus hombres vivany conserven sus extremidades, diles quesuelten las armas sin hacer movimientosbruscos, ahora mismo. Vuestras vidasdependen del honor de un feegle, y está

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volviéndose loco a sí mismo de horror.¡Hazlo ya!

Para alivio de Tiffany, el sargentodio la orden y los guardias, felices deque su sargento les ordenara hacerexactamente lo que les pedía hasta elúltimo átomo de sus cuerpos, dejaroncaer las armas de sus manostemblorosas. Uno incluso levantó losbrazos, en gesto universal de rendición.Tiffany alejó un poco al sargento de losmalcarados feegles y susurró:

—¿Qué te crees que estás haciendo,idiota sin cerebro?

—Órdenes del barón, Tiff.—¿Del barón? Pero si el barón

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está…—Vivo, Tiff. Ha vuelto hace tres

horas. No hicieron alto para descansarde noche, se ve. Y la gente está diciendocosas. —Bajó la mirada a sus botas—.Nos han… nos han, bueno, enviado aquíarriba para buscar a la chica que túentregaste a las hadas. Lo siento, Tiff.

—¿Que entregué? ¿Que entregué?—No lo he dicho yo, Tiff —

respondió el sargento retrocediendo—,pero… bueno, la gente cuenta historias.Y cuando el río suena, agua lleva,¿verdad?

Historias, pensó Tiffany. Claro,como la de «Érase una vez una bruja

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vieja y malvada…».—¿Y te parece que esas historias se

aplican a mí? ¿Te parece que solo suenoo que traigo agua?

El sargento se removió, inquieto, yacabó sentándose.

—Mira, yo solo soy sargento, ¿vale?El joven barón me ha dado órdenes, ¿deacuerdo? Y su palabra es la ley, ¿o no?

—Puede ser la ley allí abajo. Aquíarriba, soy yo. Mira ahí. ¡Sí, justo ahí!¿Qué ves?

El hombre miró en la dirección queseñalaba Tiffany y volvió a palidecer.Las viejas ruedas de hierro fundido y laestufa de chimenea corta se distinguían

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sin problemas, aunque hubiera un rebañode ovejas pastando tranquilamente a sualrededor, como de costumbre. Elsargento se puso en pie de un salto,como si hubiera estado sentado en unhormiguero.

—Sí —dijo Tiffany con ciertasatisfacción—. La tumba de la abuelaDolorido. ¿Te acuerdas de ella? ¡Lagente decía que era una mujer sabia,pero al menos tenían la decencia deinventarse mejores historias sobre ella!¿Os proponéis hendir la tierra? ¡Meextraña que la abuela no salga de debajoy os muerda los traseros! Y ahora,llévate a tus hombres un poco más abajo

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y yo solucionaré esto, ¿entendido? Noqueremos que nadie se ponga nervioso.

El sargento asintió. Tampoco es quetuviera más opciones.

Mientras los guardias se alejabanllevando a rastras a su colegainconsciente y tratando de no parecer,bueno, guardias que apretaban el pasohasta el límite entre andar y correr,Tiffany se arrodilló al lado de RobCualquiera y bajó la voz.

—Escúchame, Rob. Sé lo de lospasadizos secretos.

—¿Quién fue el pámpano quehablote de los pasadizos secretos?

—Soy la arpía de las colinas, Rob

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—dijo Tiffany en tono conciliador—.¿No debería saber que existen lostúneles? Sois feegles, y ningún feegleduerme en una casa que solo tenga unaentrada, ¿verdad que no?

El feegle empezaba a calmarse unpoco.

—Bueno, sí, ahí dijiste ben.—Entonces ¿me harías el favor de ir

a traer a la joven Ámbar? Nadie va atocar el túmulo.

Después de un momento de duda,Rob Cualquiera corrió hacia el agujerode entrada y desapareció. Tardó algúntiempo en regresar, que Tiffany empleóhaciendo venir al sargento para ayudarle

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a recoger las armas abandonadas por losguardias, y cuando Rob emergió lo hizoacompañado de muchos más feegles y dela kelda. Y también de una reticenteÁmbar, que parpadeó con inquietud a laluz del día y dijo:

—¡Oh, pardiez!Tiffany sabía lo falsa que era su

propia sonrisa cuando indicó a la chica:—He venido a llevarte a casa,

Ámbar. —Bueno, al menos no soy tanidiota como para ponerme en plan: «¿Aque tienes ganas?», añadió para símisma.

Ámbar le lanzó una mirada furiosa.—Non volverasme a llevar a ese

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sitiu —anunció—, ¡y puedes ponértelodonde el mono púsose el suéter!

Y no te lo reprocho, pensó Tiffany,pero ahora puedo hacerme pasar poradulta, y eso exige decir algunasestupideces de adulta…

—Pero tienes madre y padre,Ámbar. Seguro que te echan de menos.

Tiffany se encogió ante la miradadesdeñosa de la chica.

—Aj, claro, y si el viejo échame demenos, siempre puede echarme otra vezde más al suelu, a ver si acaba la faena.

—¿Qué tal si vamos las dos juntas yle ayudamos a cambiar de actitud? —sugirió Tiffany despreciándose a sí

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misma, pero seguía sin poder olvidaraquellos dedos gruesos con espinasclavadas del horrible ramo de ortigas.

En respuesta a aquello Ámbar se rió.—Disculpa, pero Jeannie díjome

que eras lista.¿Qué era lo que había dicho una vez

Yaya Ceravieja? «La maldad empiezacuando se empieza a tratar a la gentecomo si fueran cosas.» Y era lo quesucedería en aquel preciso momento siella empezaba a pensar que había algollamado padre, y algo llamado madre, yalgo llamado hija, y algo llamado casa,y si se convencía a sí misma de quejuntándolos componían algo llamado

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familia feliz.En voz alta dijo:—Ámbar, quiero que vengas

conmigo a ver al barón para que sepaque estás a salvo. Después, podrás hacerlo que quieras. Te lo prometo.

Tiffany notó un golpe en la bota ymiró hacia abajo para encontrar la carapreocupada de la kelda.

—¿Puedo hablar un momentiñocontigo? —preguntó Jeannie. De pie a sulado, Ámbar estaba agachándose parapoder coger la otra mano de la kelda.

Entonces Jeannie volvió a hablar, sies que lo que pronunció podía llamarsehabla y no canción. Pero ¿qué podía

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cantarse que flotara en el aire para quela siguiente nota le diera vueltasalrededor? ¿Qué podía cantarse quepareciera un sonido vivo que se daba laréplica a sí mismo?

Y entonces la canción terminó,dejando solo un hueco y una pérdida.

—Eso fue una canción de kelda —dijo Jeannie—. Ámbar oyome cantárselaa los rapaciños. Forma parte de losrelajos, ¡y ella entendiola, Tiffany! ¡Deverdad que yo non dile ni una pistiña denada, pero entendiola! Sé que esto yadíjotelo el Sapo. Pero ¿comprendes loque dígote yo agora? Ámbar reconocelos significados y apréndelos. Es lo más

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cerca que puede estar una humana de serkelda. ¡Es un tesoru que non débeseechar a perder!

Las palabras salieron con una fuerzapoco habitual en la kelda, que solíatener una conversación apacible. Tiffanylas clasificó como una información útilque, sin perder las formas, también erauna especie de amenaza.

Tuvieron que negociar incluso eltrayecto entre las lomas y el pueblo.Tiffany, con Ámbar de la mano, pasóentre los guardias que esperaban ysiguió adelante, para gran vergüenza del

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sargento. Al fin y al cabo, le habíanenviado a detener a alguien, y quedaríacomo un tonto si las detenidas sedetenían ellas solas, por así decirlo.Pero por otra parte, si Tiffany y Ámbarhubieran caminado detrás de losguardias, parecería que los estabandirigiendo. Aquella era tierra de ovejas,¿verdad?, y todo el mundo sabía que lasovejas iban delante y el pastor detrás.

Al final adoptaron un método másbien incómodo por el que todosavanzaban con cierta cantidad de virajesy cambios de posición, que hacíaparecer que se desplazaban bailando encuadrilla. Tiffany tuvo que dedicar

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mucho tiempo a impedir que Ámbarsoltara risitas.

Esa fue la parte divertida. Ojaláhubiera durado más.

—Escucha, me han dicho que trajerasolo a la chica —dijo el sargento a ladesesperada mientras cruzaban losportones del castillo—. No tienes porqué venir. —El tono en que lo dijosignificaba: «Por favor, por favor, noentres como un vendaval y me dejes maldelante de mi nuevo jefe». Pero no lefuncionó.

El castillo estaba lo que antes sellamaba azacanado, que significaba muyatareado, con gente molesta

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molestándose entre sí y correteando entodas las direcciones posibles salvo envertical. Iba a celebrarse un funeral ydespués una boda, y dos grandesacontecimientos tan cercanos podíanponer a prueba los recursos de uncastillo pequeño, sobre todo porquequienes llegaran para el primero contoda probabilidad se quedarían alsegundo, ahorrando tiempo perocargando más de trabajo a todo elmundo. Pero Tiffany se alegró decomprobar que al menos no estabapresente la señorita Pulcro, una mujer delo más desagradable a la que nuncahabía gustado ensuciarse las manos.

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Y siempre tendrían el problema delos asientos. La mayoría de loshuéspedes serían aristócratas, y eracrucial no sentar a nadie junto alpariente de alguien que hubiera matado aun antepasado suyo en algún momentodel pasado. Dado que el pasado es unlugar muy grande, y teniendo en cuentaque los antepasados de todo el mundodedicaban su tiempo a matar a losantepasados de todos los demás, yafuese por tierra, dinero oentretenimiento, era precisa unatrigonometría muy cuidadosa para evitarque se produjera otra masacre antes deservir la sopa.

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Ninguno de los sirvientes parecíaprestar una atención especial a Tiffany, aÁmbar o a los guardias, aunque Tiffanycreyó ver a alguien haciendo un pequeñosigno de los que supuestamenteespantaban el mal de ojo —¡allí, en suterreno!—, y le quedó la marcadasensación de que, en cierto modo, lossirvientes no les prestaban atenciónporque prestaban atención a noprestársela, como si mirar a la brujapudiera ser peligroso para la salud.Cuando hicieron entrar a Tiffany yÁmbar en el despacho del barón,tampoco lo encontraron muy ansioso porhacerles caso. Estaba inclinado sobre

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una lámina de papel que cubría suescritorio entero y tenía en la mano unpuñado de lápices de distintos colores.

El sargento carraspeó, pero ni losúltimos estertores de un ahogado habríanperturbado la concentración del barón.Al final Tiffany bramó:

—¡Roland!El barón se giró hacia ella, su cara

roja de vergüenza con guarnición derabia.

—Preferiría «milord», señoritaDolorido —dijo con brusquedad.

—Y yo preferiría «Tiffany», Roland—replicó Tiffany, con una calma quesabía que le irritaba.

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El barón dejó los lápices en la mesacon un chasquido.

—El pasado pasado está, señoritaDolorido, y ahora somos personasdistintas. Sería bueno que los dos lorecordáramos, ¿no le parece?

—El pasado fue solo ayer —objetóTiffany—, y sería igual de bueno querecordaras que hubo un tiempo en que yote llamaba Roland y tú me llamabasTiffany, ¿no te parece a ti? —Se llevólas manos al cuello para quitarse elcolgante con el caballo de plata que élle había regalado. Parecía que habíanpasado siglos enteros desde entonces,pero aquel colgante había sido

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importante. ¡Hasta había plantado caraa Yaya Ceravieja por aquel collar!Ahora lo sostuvo en alto, a modo deprueba acusadora—. El pasado deberecordarse. Si no sabes de dóndeprocedes, no sabes dónde estás, y si nosabes dónde estás, no sabes hacia dóndevas.

El sargento miró a uno y a otra, ycon el instinto de supervivencia quetodo soldado desarrolla antes deascender a sargento, decidió abandonarla sala antes de que empezaran a volarobjetos por los aires.

—Voy a ir a ocuparme de los…hum… de las… cosas de las que hay que

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ocuparse, si les parece bien —dijoabriendo y cerrando la puerta tandeprisa que el portazo coincidió con laúltima sílaba. Roland miró hacia allí unmomento y luego volvió la cabeza.

—Sé dónde estoy, señoritaDolorido. Estoy ocupando el puesto demi padre, y él ha muerto. Ya hace añosque dirijo esta propiedad, pero todo loque hacía era en su nombre. ¿Por quémurió, señorita Dolorido? No es quefuera tan, tan viejo. ¡Creía que ustedpodía hacer magia!

Tiffany miró de soslayo a Ámbar,que estaba escuchando con interés.

—¿Te parece que hablemos luego de

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esto? —sugirió—. Querías que tushombres te trajeran a esta chica y aquí latienes, sana de cuerpo y mente. Y yo nose la entregué a las hadas, como decíspor aquí: estaba invitada en el hogar delos Nac Mac Feegle, con cuya ayuda hascontado en más de una ocasión. Ámbarvolvió allí por voluntad propia. —Estudió con atención el rostro de Rolandy dijo—: No los recuerdas, ¿verdad?

Se le notaba que no, pero tambiénque su mente estaba lidiando con elhecho de que definitivamente había algoque debería poder recordar. Fueprisionero de la Reina de las Hadas, serecordó Tiffany a sí misma. El olvido

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puede ser una bendición, pero mepregunto qué horrores le habrán pasadopor la mente cuando los Rastrero le handicho que me había llevado a la chicacon los feegles. Con hadas. ¿Cómo voya imaginarme lo que ha sentido?

Tiffany suavizó un poco la voz.—Tienes un recuerdo vago sobre

hadas, ¿verdad? Nada malo, espero,pero tampoco nada muy claro, como sifuese algo que leíste en un libro o uncuento que te contaron de pequeño.¿Tengo razón?

Roland seguía mirándola con elgesto torcido, pero la palabra vertidaque sofocó en sus labios confirmó a

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Tiffany que había acertado.—Lo llaman el último regalo —dijo

—. Forma parte de los relajos. Sirvepara cuando es mejor para todos queolvides cosas que fueron demasiadohorribles, o también demasiadomaravillosas. Estoy diciéndoos esto,milord, porque Roland sigue ahí dentro,en alguna parte. Mañana te habrásolvidado hasta de esto que acabo dedecirte. No sé cómo funciona, perofunciona con casi todo el mundo.

—¡Te llevaste a la niña lejos de suspadres! ¡Han venido a verme nada máshe llegado esta mañana! ¡Todo el mundoha venido a verme esta mañana!

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¿Mataste a mi padre? ¿Le robastedinero? ¿Intentaste ahorcar al viejoRastrero? ¿Le azotaste con ortigas? ¿Lellenaste la casa de demonios? ¡No puedocreerme que te lo esté preguntando, perola señora Rastrero está convencida deque sí! ¡Personalmente no sé qué pensar,sobre todo porque una mujer feéricapodría estar trastocándome lospensamientos! ¿Me entiendes ahora? —Mientras Tiffany intentaba componeralgún tipo de respuesta coherenteRoland se dejó caer en la vieja butacade detrás del escritorio y suspiró—. Mehan dicho que estabas inclinada hacia mipadre con un atizador en la mano, y que

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le exigiste dinero —terminó con tristeza.—¡Eso no es verdad!—¿Y me lo dirías si lo fuese?—¡No! ¡Porque jamás podría haber

un «fuese»! ¡Nunca haría nada parecido!De acuerdo, puede que estuvierainclinada hacia él…

—¡Ajá!—¡No te atrevas a venirme con

«ajá», Roland, no te atrevas! Escucha,ya sé que la gente ha estado diciéndotecosas, pero no son ciertas.

—Pero acabas de reconocer queestabas inclinada hacia él, ¿o no?

—¡Solo porque tu padre quería quele enseñara cómo de limpias me quedan

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las manos! —Se arrepintió tan prontocomo lo dijo. Era cierto, pero ¿quéimportaba? No sonaba cierto—. Mira,comprendo que…

—¿Y no le robaste una bolsa dedinero?

—¡No!—¿Y no sabes nada de una bolsa de

dinero?—Sí. Tu padre me pidió que sacara

una del cofre de metal. Quería…Roland la interrumpió.—¿Dónde está ahora ese dinero? —

Su voz sonó plana e inexpresiva.—No tengo ni idea —dijo Tiffany.

Mientras Roland volvía a abrir la boca

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gritó—: ¡No! Vas a escucharme,¿entendido? He cuidado de tu padredurante casi dos años. Me caía bien ynunca habría hecho nada que le hicieradaño, ni a él ni a ti. Murió porque llegósu hora de morir. Cuando llega esemomento no hay nada que pueda hacernadie.

—¿Y para qué está la magia?Tiffany negó con la cabeza.—La magia, como tú la llamas, le

quitó el dolor. ¡Y no te atrevas a pensarque eso viene sin un precio! He vistomorir a otras personas y te prometo quetu padre tuvo una buena muerte,pensando en días felices.

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Había lágrimas cayendo por la carade Roland, y Tiffany captó la rabia quele daba que lo vieran así; una rabiaestúpida, como si las lágrimas lovolvieran menos hombre o menos barón.Le oyó musitar:

—¿Puedes llevarte esta pena?—Lo siento —respondió ella en voz

baja—. Me lo pide todo el mundo. Y nolo haría ni aunque supiera. Te pertenecea ti. Solo el tiempo y las lágrimaspueden llevarse la pena. Están para eso.—Se levantó y cogió la mano de Ámbar,que estaba escrutando los rasgos delbarón—. Voy a llevarme a Ámbar a micasa, y a ti no te vendría nada mal

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dormir unas horas.No hubo respuesta. Roland se quedó

en su asiento, mirando sus papeles comosi lo tuvieran hipnotizado. Condenadaenfermera, pensó Tiffany. Tendría quehaber supuesto que daría problemas. Elveneno va allí donde es bienvenido, yseguro que la señorita Pulcro le habíadado la bienvenida con una multitudvitoreante y tal vez hasta una pequeñabanda de música. Sí, la enfermera era delas que invitarían al Hombre Astuto apasar. Era justo la clase de persona quepermitiría que entrara, que le daríapoder, el poder de la envidia, de loscelos, del orgullo. Pero yo sé que no he

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hecho nada malo, se dijo Tiffany. ¿O talvez sí? Solo puedo ver mi vida desdedentro, y supongo que desde dentronadie hace nada malo. ¡Ah, maldita sea!¡Todo el mundo va siempre con susproblemas a la bruja! Pero no puedoculpar al Hombre Astuto de todo lo quela gente ha dicho. Ojalá hubiera alguien,aparte de Jeannie, con quien pudierahablar sin que pesara tanto el sombreropuntiagudo. Y ahora, ¿qué hago? Eso,¿qué hago ahora, señorita Dolorido?¿Cuál es su consejo, señorita Dolorido,usted que es experta en tomar decisionespor los demás? Bueno, yo aconsejaríaque también durmieras un poco. Anoche

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no acabaste de coger bien el sueño, conlos ronquidos de campeona de la señoraProust, y desde entonces han pasadomuchas cosas. Además, tampocorecuerdo cuándo fue la última vez quecomiste a tus horas y, si me permites quelo mencione, estás hablando contigomisma.

Bajó la mirada hacia Roland,abatido en su butaca con la miradaperdida.

—He dicho que me llevo a Ámbar ami casa, de momento.

Roland se encogió de hombros.—Bueno, poco puedo hacer para

impedirlo, ¿verdad? —dijo con

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sarcasmo—. La bruja eres tú.

La madre de Tiffany preparó una camapara Ámbar sin pedir explicaciones, yTiffany se dejó caer para dormir en lasuya propia, al otro extremo del grandormitorio.

Despertó en llamas. El fuego llenabatoda la estancia, titilando en naranja yrojo pero ardiendo con la misma calmaque el fogón de una cocina. No habíahumo y, aunque la habitación se notabacaliente, nada estaba quemándose deverdad. Era como si el fuego se hubierapasado por allí para hacerle una visita

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amistosa, no de negocios. Sus llamascrepitaban.

Fascinada, Tiffany llevó un dedo a lallama y lo levantó con una pequeñalengua de fuego encima, tan inofensivacomo un polluelo. Sintió que se enfriabapor sí misma, pero sopló de todosmodos, con lo que la reavivó.

Tiffany salió con mucha cautela desu cama incendiada y, si aquello era unsueño, los tradicionales tintineos ytañidos que soltaba la vetusta camasonaron perfectos. Ámbar estabatumbada sin inmutarse en la otra cama,bajo una manta de llamas; mientrasTiffany la miraba la chica se dio la

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vuelta y las llamas se movieron con ella.Ser bruja significaba que no podía

echar a correr y a dar voces solo porquese le había incendiado la cama. Al fin yal cabo no era un fuego ordinario y nohacía daño a nadie. Por tanto está en micabeza, pensó. Un fuego que no hacedaño. La liebre corre al fuego…Alguien intenta decirme algo.

En silencio, las llamas seextinguieron. Hubo un borrón demovimiento casi imperceptible en laventana y Tiffany suspiró. Los feegles nose rendían nunca. Desde que tenía nueveaños sabía que la protegían de noche.Seguían haciéndolo, motivo por el que

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Tiffany se bañaba en un baño de asientodetrás de una sábana extendida. Era muypoco probable que tuviera algo queinteresara mirar a los feegles, pero asíse sentía mejor.

La liebre corre al fuego… Estabaclaro que sonaba a mensaje que debíadescifrar, pero ¿quién se lo enviaba?¿La bruja misteriosa que había estadoobservándola, quizá? ¡Los presagiosestaban muy bien, pero a veces la gentepodría dejar escritas las cosas, si no esmucha molestia! De todas formas nuncaera buena idea pasar por alto aquellaspequeñas ideas y coincidencias, losrecuerdos repentinos, los pequeños

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deseos infundados. Muy a menudo eranotra parte de la mente, esforzándose enenviar un mensaje a una concienciademasiado atareada para darse cuenta.Pero fuera hacía un día luminoso y losacertijos podían esperar. Había otrascosas que no. Empezaría por el castillo.

—Mi padre me pegaba, ¿verdad? —preguntó Ámbar sin particular emociónmientras caminaban hacia las torresgrises—. ¿Mi bebé murió?

—Sí.—Oh —dijo Ámbar con la misma

voz inexpresiva.—Sí —convino Tiffany—. Lo

siento.

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—Me acuerdo más o menos, pero nodel todo —explicó Ámbar—. Está unpoco… borroso.

—Es por los relajos. Jeannie hacuidado de ti.

—Comprendo —declaró la chica.—¿De verdad? —preguntó Tiffany.—Sí. Pero ¿mi padre va a tener

problemas?Los tendría si yo revelara cómo te

encontré, pensó Tiffany. Ya se ocuparíanlas mujeres de ello. En el pueblo teníanuna actitud bastante tosca respecto acastigar a los chicos, que casi pordefinición eran diablillos traviesos a losque domesticar, pero ¿pegar así de

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fuerte a una chica? No estaba bien.—Háblame de tu amigo —dijo en

lugar de responder—. Es sastre,¿verdad?

Ámbar sonrió, y sus sonrisas podíaniluminar el mundo entero.

—¡Sí! Su abuelo le enseñó muchodel oficio antes de morir. Mi Williampuede sacar cualquier cosa de una tela.Todo el mundo dice que deberíanenviarlo de aprendiz, y que en cosa depocos años ya sería maestro. —Seencogió de hombros—. Pero losmaestros cobran por enseñar el oficio, ysu madre nunca podrá reunir el dineropara pagarle el aprendizaje. Ah, pero mi

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William tiene unos dedos finos ymaravillosos, y ayuda a su madrecosiendo corsés y haciendo unosvestidos de novia preciosos. Para esohay que saber trabajar el satén y esascosas —dijo la chica con satisfacción—. ¡Y a la madre de William siempreestán alabándola por lo finas que hacelas costuras! —Ámbar sonrió conorgullo de segunda mano y Tiffany lemiró la cara radiante, donde aún senotaban bastante las magulladuras, pesea los cuidados de la kelda.

Así que el novio es sastre, pensó.Para los hombretones fornidos como elseñor Rastrero, un sastre apenas era

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hombre en absoluto, con sus manossuaves y su empleo bajo techo. Y siencima cosía prendas de mujer… en fin,una indignidad más que la niña estaríallevando a aquella pequeña familiainfeliz.

—¿Qué quieres hacer ahora, Ámbar?—preguntó.

—Me gustaría ver a mi madre —dijo la chica enseguida.

—Pero ¿y si te cruzas con tu padre?Ámbar se giró hacia ella.—Entonces entenderé. Por favor, no

le hagas cosas malas como transformarleen cerdo ni nada por el estilo.

Pasar un día con forma de cerdo

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podría ayudar a enmendarlo, pensóTiffany. Pero había algo de la kelda enla forma en que Ámbar había dicho«entenderé». Una luz brillante en unmundo oscuro.

Tiffany nunca había visto los portonesdel castillo cerrados si no era de noche.Durante el día, el lugar era una mezclade plaza del pueblo, puesto de venta delcarpintero y el herrero, patio para quejugaran los niños si llovía y, confrecuencia, almacén temporal para lascosechas de heno y trigo, si sedesbordaban los graneros. Ni siquiera

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en las granjas más grandes había muchositio libre y, si se buscaba un lugar paraestar tranquilo un rato, o para pensar, opara charlar con alguien, ahí estaba elcastillo. Siempre funcionaba.

Por lo menos la sorpresa por elregreso del barón ya había remitido,pero el castillo seguía hirviendo deactividad cuando entró Tiffany, aunqueera una actividad más bien sumisa y conpocas conversaciones. El motivo másprobable del ánimo apagado era laduquesa, la futura suegra de Roland, quedaba vueltas por el vestíbulo y de vez encuando pinchaba a la gente con un palo.Tiffany no pudo creérselo cuando lo vio

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por primera vez, pero ahí estaba denuevo: un palo negro y brillanterematado en plata, con el que atosigó auna doncella que llevaba una cesta deropa limpia. Fue en ese momento cuandoTiffany reparó en que la futura noviaseguía a su madre unos pasos por detrás,como si le diera reparo acercarse más aalguien que pinchaba a la gente conpalos.

Tiffany iba a protestar, pero cuandomiró alrededor le entró curiosidad.Retrocedió un poco y se permitiódesaparecer. Era un truco; un truco quese le daba muy bien. No llegaba a serinvisibilidad, pero la gente no se fijaba

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en su presencia. Sin que la viera nadie,se acercó lo suficiente para oír de quéhablaban aquellas dos, o por lo menosqué decía la madre y escuchaba la hija.

La duquesa estaba quejándose.—Han descuidado este sitio hasta

dejarlo manga por hombro. ¡Anda queno hace falta poner orden aquí! ¡En unlugar como este no puedes permitirte sertolerante! ¡La firmeza lo es todo! ¡Asaber lo que creía que estaba haciendoesta familia! —Las exclamaciones de sufrase llegaron puntuadas por el «tuc» delpalo contra la espalda de otra doncellaapresurada, pero a todas luces no losuficiente, bajo el peso de una cesta

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llena de ropa—. Debes ser siemprerigurosa con tu deber, si quieres queellos sean rigurosos con el suyo —siguió diciendo la duquesa mientrasbuscaba un nuevo objetivo en elvestíbulo—. La dejadez va a acabarse.¿Lo ves? ¿Lo ves? Cuando quieren,aprenden. Nunca debes cejar en tupersecución del desarreglo, ya sea deacto o de actitud. ¡No toleres ningunafamiliaridad indebida! Y eso, porsupuesto, incluye las sonrisas. Bueno,pensarás, pero ¿qué tiene de malo unasonrisa alegre? Pues que la sonrisainocente puede convertirse enseguida enuna de complicidad, que tal vez sugiere

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un chiste compartido. ¿Estás escuchandolo que te digo?

Tiffany estaba atónita. Sin sudarsiquiera, la duquesa había logrado queTiffany hiciera algo que considerabaimposible: sentir lástima por laprometida, que en aquellos momentosestaba recibiendo una regañina de sumadre como si fuera una niñadesobediente.

Pintar acuarelas era su afición y muyposiblemente su única actividad en lavida y, aunque Tiffany trató de reprimirsus peores instintos y ser generosa conla chica, era innegable que hasta parecíauna acuarela. Y no una acuarela

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cualquiera, sino la obra de un artista aquien no le quedaba mucho pigmentopero sí agua en abundancia, por lo queno solo daba la impresión de estardesleída sino también bastante apocada.Podía añadirse que era tan poca cosaque en una tormenta no sería raro que separtiera como una ramita. Aunque nadiela veía, Tiffany sintió una leve punzadade culpabilidad y dejó de inventarsemás maldades que pensar. ¡Además, lamaldita compasión estaba ganandoterreno!

—Y ahora, Leticia, vuelve a recitarel poema que te enseñé —ordenó laduquesa.

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La prometida de Roland, ya no soloruborizada sino derritiéndose debochorno y timidez, miró a su alrededorcomo un ratón perdido en un sueloinmenso, sin saber hacia dónde correr.

—«Si la» —apuntó la madre conirritación, y dio a su hija un golpecitocon el palo.

—«Si la…» —farfulló la chica—.«Si… si la rienda llevas suelta, tu manofustigará, mas si la empuñas con fuerzabien suave la encontrarás. Igual funcionael servicio: dales mano y brazo setoman, mas si firme llevas la rienda, a tuorden se desloman.»

Mientras la vocecilla insegura

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acababa de recitar, Tiffany se dio cuentade que se había hecho el silencioabsoluto en el vestíbulo y todos estabanmirando a las mujeres. Casi deseó quealguien olvidara dónde estaba yempezara a aplaudir, aunque con todaseguridad supondría el fin del mundo.Lo que ocurrió fue que la novia vio lasbocas abiertas y huyó, sollozando, tandeprisa como le permitieron sus carospero muy poco prácticos zapatos.Tiffany escuchó el frenético traqueteomientras se desvanecía escalera arriba,seguido poco después de un buenportazo.

Se alejó despacio, como una sombra

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en el aire para todo el que no le prestaraatención. Negó con la cabeza. ¿Por quélo había hecho Roland? ¿Por qué nariceslo había hecho? ¡Si podría habersecasado con cualquiera! No con la propiaTiffany, por supuesto, pero ¿por quéhabía escogido a esa…? Bueno,tampoco seamos crueles; ¿por qué a esaflacucha?

El padre de la chica había sido unduque de alta cuna, su madre se habíaencunado al casarse y ella cuneaba unpoco. En fin, por caritativa que quisieraponerse Tiffany, la verdad es que lanovia andaba un pelín como un pato. Deverdad que sí. Fijándote bien, se notaba

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que solía llevar los pies un pocoabiertos.

Y para quien se preocupara de esascosas, la terrible madre y la sensiblerahija superaban en rango a Roland.¡Podían avasallarlo oficialmente!

El viejo barón había sido otra clasede persona. Sí, de acuerdo, le gustabaque los niños se inclinaran o hicieranuna pequeña reverencia cuando se loscruzaba por el camino, pero conocía elnombre de todo el mundo y loscumpleaños de la mayoría, y siempreera educado. Tiffany se acordaba del díaen que la llamó y le dijo: «¿Serías tanamable de pedir a tu padre que venga a

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hablar conmigo, por favor?». Qué frasemás amable para un hombre con tantopoder.

La madre y el padre de Tiffanysolían discutir sobre él cuando la creíandormida en su cama. Entre la sinfonía delos muelles Tiffany oía sus voces casi,pero no exactamente, riñendo. Su padredecía cosas como: «Me parece muy bienlo generoso que digas que es y tal, pero¿de dónde lo sacaron todo susantepasados? ¡De oprimir al pobre, nome digas que no!». Y su madre replicabacosas como: «¡Yo nunca le he vistooprimir nada! Además, eso era en losviejos tiempos. Ha de haber alguien que

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nos proteja. ¡Es de cajón!». Y su padrecontraatacaba con algo similar a: «¿Quenos proteja de quién? ¿De otro hombrecon espada? ¡Eso podríamos hacerlonosotros solos!». Y llegado aquel puntola conversación se iba apagando porquesus padres aún se querían, con un amorcómodo y casero, y en el fondo ningunode los dos deseaba que cambiara nadaen absoluto.

Paseando la mirada por el vestíbulo,a Tiffany le pareció que no hacía faltaoprimir al pobre si podía enseñársele aoprimirse solo.

La idea la dejó conmocionada, perose le grabó en la mente. Todos los

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guardias eran del pueblo o se habíancasado con chicas del pueblo, así que sepreguntó qué pasaría si todos loslugareños se juntaran y dijeran al nuevobarón: «Mira, te dejamos quedarte aquí,y hasta puedes seguir usando eldormitorio grande, y además te haremosla comida y pasaremos el trapo de vezen cuando, pero aparte de eso ahora latierra es nuestra, ¿entendido?». ¿Podríafuncionar?

No era probable. Pero Tiffany seacordó de haber pedido a su padre quehiciera limpiar el viejo cobertizo depiedra. Sería un buen principio. Teníaplanes para ese cobertizo.

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—¡Eh, tú! ¡Tú! ¡La de las sombras!¡No estarás zanganeando!

Volvió a prestar atención. Con tantopensar había dejado de prestarle lasuficiente a su truquito del no-me-veas.Salió de entre las sombras, lo quesignificaba que su sombrero negropuntiagudo dejó de ser solo una silueta.La duquesa lo miró con furia.

Era el momento de romper el hielo,aunque pudiera hacer falta un hacha detan grueso que era. En tono educadodijo:

—No sé cómo se zanganea, señora,pero procuraré hacer lo que pueda.

—¿Qué? ¡¿Qué?! ¿Cómo me has

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llamado?La gente del vestíbulo aprendía

deprisa y ya estaban escurriendo el bultoy alejándose de allí a toda velocidad,porque el tono de la duquesa presagiabatormenta y a nadie le gusta estar al rasosi la hay.

Una súbita furia se apoderó deTiffany. No había hecho nada quemereciera que le gritaran de aquellamanera. Dijo:

—Disculpe, señora, pero que yosepa no le he llamado nada.

Fue en vano: los ojos de la duquesase entrecerraron.

—Ah, a ti te conozco. La bruja, la

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niña bruja que nos siguió a la ciudadpara vete a saber qué propósito turbio.¡De donde yo vengo sabemos lo que sonlas brujas! ¡Entrometidas, sembradorasde la duda, avivadoras del descontento,amorales, charlatanas y embaucadoras!

La duquesa puso la espalda recta ymiró a Tiffany como si acabara deapuntarse un tanto decisivo. Dio unosgolpecitos con su vara en el suelo.

Tiffany calló, pero callar era difícil.Podía sentir a los sirvientes mirandodesde detrás de las cortinas y lascolumnas, o por rendijas de las puertas.La mujer sonreía con suficiencia, y esasonrisa había que borrarla porque

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Tiffany tenía el deber con todas lasbrujas de demostrarle al mundo que alas brujas no se las trataba así. Por otraparte, si Tiffany explicaba cuatro cosasa la duquesa, sin duda ella la pagaríacon el servicio. Debería escoger laspalabras con cuidado. Pero no iba ahacerlo, porque entonces la vieja chotasoltó una risita desagradable y dijo:

—¿Y bien, niña? ¿No vas a intentartransformarme en alguna criaturainnombrable?

Tiffany lo intentó. Lo intentó contodas sus fuerzas. Pero hay veces en quesimplemente no se puede. Respiróhondo.

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—¡No creo que me moleste, señora,viendo el buen trabajo que ya estáhaciendo usted!

El repentino silencio estuvosalpicado de pequeños sonidos, como elde la mano de un guardia oculto tras unacolumna al taparse la boca para ahogaruna carcajada sorprendida, o elborboteo que se oyó cuando, detrás deuna cortina, a una doncella le faltó pocopara lograr lo mismo. Pero lo que sequedó en la memoria de Tiffany fue eltenue chasquido de una puerta que llegódesde lo alto. ¿Sería Leticia? ¿Lo habríaoído? Pero ya no importaba, porqueahora la duquesa estaba relamiéndose,

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con Tiffany metida en el puño.No debería haberse rebajado a los

insultos tontos, escuchara quienescuchase. Ahora la mujer iba aregodearse creando problemas a Tiffany,a cualquiera que tuviera cerca y contoda seguridad a cualquier persona quehubiera conocido.

Tiffany sintió un sudor frío bajandopor su espalda. Nunca antes lo habíasentido de aquella manera, ni siquieracon el Forjador de Invierno, ni siquieracuando Annagramma se ponía borde enun día malo, ni siquiera con la Reina delas Hadas, un auténtico prodigio delrencor. La duquesa los sobrepasaba a

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todos: era una matona, de la clase dematones que fuerzan a sus víctimas aresponder y así justifican un matonismoaún mayor y más cruel, que provoquedaños colaterales a todo testigo inocentepara poder incitarles a culpar de sussinsabores a la víctima.

La duquesa recorrió con la mirada elsombrío vestíbulo.

—¿Hay algún guardia aquí? —Sequedó esperando con entusiastamezquindad—. ¡Sé que hay un guardiaen alguna parte!

Se oyeron unos pasos vacilantes yPreston, el aprendiz de guardia, salió delas sombras y anduvo nervioso hacia

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Tiffany y la duquesa. Claro que tenía queser Preston, pensó Tiffany. Los otrosguardias estaban demasiado resabiadospara exponerse a una dosis generosa decólera ducal. Los nervios hicieronsonreír al joven, reacción muy pococonveniente si se trataba con alguiencomo la duquesa. Por lo menos tuvo elaplomo de hacer un saludo marcialcuando llegó, y para tratarse de alguiena quien no han enseñado a saludar y quede todas formas rara vez tiene quehacerlo, fue un buen saludo.

La duquesa torció el gesto.—¿Se puede saber por qué sonríes,

joven?

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Preston rumió con seriedad lapregunta y respondió:

—Hace buen día, señora, y estoycontento de ser guardia.

—A mí no me sonrías, jovencito.Sonreír lleva a tomarse familiaridades,que no toleraré bajo ningún concepto.¿Dónde está el barón?

Preston cambió el peso de unapierna a la otra.

—Está en la cripta, señora,rindiendo honores a su padre.

—¡A mí no me llames señora!¡Señora es la forma de dirigirse a lamujer de un tendero! ¡Ni tampocopuedes llamarme «mi señora», que es el

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apelativo de las esposas de caballeros ydemás gentuza! Soy duquesa, y por tantodebes dirigirte a mí como «suexcelencia». ¿Estamos?

—¡Sí, señ… su excelencia! —Preston hizo otro saludo marcial endefensa propia.

Al menos por un momento, laduquesa pareció satisfecha, pero elmomento resultó ser de los cortos.

—Muy bien. Y ahora, quiero que telleves a esta criatura. —Señaló aTiffany—. Enciérrala en vuestramazmorra. ¿Me has entendido?

Perplejo, Preston buscó orientaciónen Tiffany. Ella le guiñó el ojo, para que

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no se desanimara. El guardia volvió agirarse hacia la duquesa.

—¿Que la encierre en la mazmorra?La duquesa lo fulminó con la mirada.—¡Eso es lo que he dicho!Preston frunció el ceño.—¿Está segura? —preguntó—.

Habría que sacar las cabras.—¡Joven, me preocupa bien poco lo

que haya que hacer con las cabras! ¡Teordeno que encarceles de inmediato aesta bruja! Venga, arreando, o meocuparé de que pierdas tu puesto.

Tiffany ya estaba impresionada conPreston, pero entonces el chico se ganóuna medalla.

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—No puedo hacerlo —dijo—, porculpa de las habas. El sargento me loexplicó todo bien. Habas. Habas conpus. Significa que no se puede encerrara alguien si no ha incumplido la ley.Habas con pus. Está todo escrito. Habascon pus —repitió, solícito.

La negativa pareció llevar a laduquesa más allá de la rabia, hacia unaespecie de horror fascinado. Ese jovencon granos en la cara estabadesafiándola por unas palabrasridículas. Nunca le había ocurrido nadasimilar. Era como enterarse de que lasranas hablaban. Sería todo lo fascinanteque una quisiera, pero tarde o temprano

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a una rana parlante hay que aplastarla.—Devolverás tu armadura y

abandonarás el castillo de inmediato,¿entendido? Quedas despedido. Acabasde perder tu puesto, y ya me encargaréyo de que nunca vuelvas a encontrartrabajo de guardia, jovencito.

Preston negó con la cabeza.—No va así, su señora excelencia.

Por las habas con pus. Me lo contó elsargento. «Preston», me dijo, «tú estatesiempre atento a las habas con pus. Sontus amigas. De las habas con pus puedesfiarte.»

La duquesa miró colérica a Tiffanyy, como el silencio parecía molestarla

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incluso más que cualquier cosa quepudiera decir, Tiffany sonrió y se quedócallada, con la esperanza de que lamujer acabara explotando. Pero lo quehizo, como era de esperar, fue tomarlacon Preston.

—¿Cómo te atreves a hablarme deesa manera, descarado? —Levantó elpalo brillante con remate de plata. Perode pronto la vara se le hizo inamovible.

—No le pegará, señora —advirtióTiffany con voz tranquila—. Antes se leromperá el brazo que le dará un golpe.En este castillo no pegamos a la gente.

La duquesa rugió y tiró del palo,pero ni palo ni brazo parecían

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dispuestos a moverse.—Dentro de un momento el palo se

soltará —dijo Tiffany—. Si intentavolver a pegar con él a alguien, separtirá por la mitad. Por favor, entiendaque esto no es una advertencia, sino unapredicción.

La duquesa volvió a mirarla conodio, pero debió de ver algo en la carade Tiffany que turbó hasta a su resueltaestupidez. Soltó la vara, que cayó alsuelo.

—¡Esto no quedará así, niña bruja!—Solo bruja, señora, solo bruja —

dijo Tiffany mientras la mujer salía delvestíbulo con andares pomposos.

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—¿Vamos a meternos en líos? —preguntó Preston en voz baja.

Tiffany levantó un poco los hombros.—Me ocuparé de que tú no —

respondió.Y lo mismo hará el sargento, pensó.

Ya hablaré yo con él. Tiffany contemplóel vestíbulo y reparó en que lossirvientes que habían estado mirando legiraban la cara, como si les diera miedo.Y eso que en realidad no ha habidomagia, se dijo. Lo único que he hecho esno ceder terreno. Nunca hay que cederterreno, porque es tu terreno.

—Estaba todo el rato pensando —comentó Preston— si ibas a convertirla

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en una cucaracha y luego pisarla. Heoído que las brujas pueden hacerlo —añadió, esperanzado.

—Bueno, tampoco voy a decir quees imposible —respondió Tiffany—,pero nunca verás a una bruja hacerlo.Además, existen problemas prácticos.

Preston asintió con sabiduría.—Claro, sí —dijo—. Para empezar,

la diferencia de masa corporal, por laque acabarías o bien con una enormecucaracha de tamaño humano, que creoque se vendría abajo por su propio peso,o docenas o incluso centenares decucarachas con forma de persona. Perome parece que entonces la pega estaría

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en que el cerebro les funcionaría muymal. Bueno, si tuvieras los hechizosadecuados, a lo mejor podrías enviar lostrozos de humano que no caben en lacucaracha a un cubo bien grande, paraque pudiera usarlos cuando se cansarade ser pequeño y quisiera crecer otravez. Pero ahí tendrías el problema dequé hacer si aparece un perrohambriento y el cubo no está tapado.Sería un problemón. Perdona, ¿me heequivocado en algo?

—Hum, no —dijo Tiffany—. Esto…¿no crees que eres un poco demasiadolisto para ser guardia, Preston?

El aprendiz se encogió de hombros.

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—Bueno, los chicos opinan que novalgo para nada —respondió, animado—. Creen que alguien capaz depronunciar la palabra «esplendoroso»tiene que tener algo malo.

—Pero, Preston, yo sé que eres muylisto y también lo bastante erudito paracomprender la palabra «erudito». ¿Porqué a veces finges que eres estúpido? Yasabes, eso de la doctrina, o lo de lashabas con pus…

Preston sonrió de oreja a oreja.—Tuve la desgracia de nacer

inteligente y aprendí muy pronto que aveces no es tan buena idea ir de listo. Teahorras problemas.

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En aquel momento, a Tiffany lepareció que la jugada más inteligentesería no quedarse en el vestíbulo.Seguro que aquella mujer espantosa nopodría hacer tanto, tanto daño, ¿verdad?Pero Roland estaba muy raro y actuabacomo si nunca hubieran sido amigos,como si creyera todas las quejas sobreella… Y nunca antes le había visto así.De acuerdo, estaba apenado por supadre, pero de verdad no parecía… élmismo. Y aquel vejestorio asqueroso sehabía ido a atosigarle mientras sedespedía de su padre en el frescor de lacripta, mientras buscaba la forma dedecir las palabras para las que nunca

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había habido tiempo, mientras intentabacompensar el exceso de silencio,mientras trataba de traer de vuelta elayer y clavarlo con fuerza al ahora.

Lo hacía todo el mundo. Tiffanyhabía estado presente en bastanteslechos de muerte, y algunas eran casi,casi alegres cuando algún ancianodecente soltaba por fin y en paz el lastrede los años. Otras podían ser trágicas,cuando la Muerte tenía que agacharsepara recoger su cosecha. Y también lashabía… bueno, normales: tristes peroesperadas, las de una luz que titila y seapaga en un cielo lleno de estrellas. Ymientras Tiffany preparaba el té y

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consolaba a la gente, escuchaba lashistorias sobre los viejos tiempos,contadas por personas sollozantes quesiempre se habían guardado palabrasque debieron decir. Y ella habíapensado en aquellas palabras y habíadecidido que no estaban para habersedicho en el pasado, sino para recordarseen el presente.

—¿Qué opinas de la palabra«disyuntiva»?

Tiffany miró a Preston sin verle, conla mente aún llena de palabras que lagente no pronunciaba.

—¿Qué me has preguntado? —dijoarrugando la frente.

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—La palabra «disyuntiva» —repitióPreston con amabilidad—. Cuando ladices, ¿en la cabeza no te recuerda a unaserpiente cobriza enroscada?

A ver, pensó Tiffany, en un día comohoy cualquiera que no sea brujacalificaría esto de chorrada y lodescartaría, lo que significa que yo nodebo.

Preston era el guardia peor vestidodel castillo. Siempre le tocaba al másnovato: era quien recibía las perneras demalla que eran casi todo agujeros[25] ysugerían, contra todo conocimientosobre polillas, que estas eran capaces decomerse el acero. Era quien recibía el

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casco que, sin importar el tamaño de sucabeza, resbalaba y le hacía orejotas, yeso sin olvidar que también heredaba unpeto con tantos agujeros que haría mejorservicio como colador de sopa.

Pero siempre tenía la miradadespierta, hasta el punto de incomodar ala gente. Preston miraba las cosas.Miraba de verdad las cosas, con tantaintensidad que después debían desentirse miradas a conciencia. Tiffany notenía ni idea de lo que le pasaba por lacabeza, pero desde luego estaba bienllena.

—Si te soy sincera, nunca habíapensado en la palabra «disyuntiva» —

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respondió despacio—, pero sí que suenametálica y resbaladiza.

—Me gustan las palabras —dijoPreston—. «Clemencia»: ¿verdad quesuena a lo que es? ¿No te suena a unpañuelo de seda flotando poco a pocohasta el suelo? ¿Y qué me dices de«bisbiseo»? ¿No te suena como aconspiraciones susurradas y a misteriososcuros…? Perdona, ¿ocurre algo?

—Sí, creo que puede estarocurriendo algo —contestó Tiffanymirando la cara de preocupación dePreston. «Bisbiseo» era su palabrafavorita, y nunca había conocido a nadiemás que la hubiera oído siquiera—.

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¿Por qué trabajas de guardia, Preston?—No me gustan mucho las ovejas,

soy poco fuerte para labrador, muy torpepara hacerme sastre y me da demasiadomiedo el agua para hacerme a la mar. Mimadre me enseñó a leer y a escribir, muyen contra de los deseos de mi padre, ycomo eso implicaba que ya no valíapara un trabajo «de verdad», meenviaron de aprendiz de sacerdote a laIglesia de Om. Aquello me gustaba yaprendí un montón de palabrasinteresantes, pero me echaron porpreguntar demasiadas cosas, como porejemplo: «¿Pero todo esto lo decís deverdad o qué?». —Se encogió de

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hombros—. Pero lo de guardear megusta bastante, mira. —Se sacó un librode debajo del peto, que en realidadpodría haber albergado una bibliotecapequeña, y continuó—: Tienes muchotiempo para leer, si no te quedas muy ala vista, y además tiene una metafísicabastante interesante.

Tiffany parpadeó.—Creo que ahí me he perdido,

Preston.—¿De verdad? —dijo el chico—.

Bueno, por ejemplo, cuando me tocaturno de noche y viene alguien a losportones, tengo que decir: «¿Quién va,amigo o enemigo?». Por supuesto la

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respuesta correcta es: «Sí».Tiffany tardó un momento en

resolverlo y empezó a comprender porqué a Preston se le hacía difícilconservar un empleo. El joven siguiódiciendo:

—La disyuntiva viene si el reciénllegado dice «amigo», porque podríaestar mintiendo, pero los que hacen laronda exterior de noche han ideado unmodismo propio muy hábil pararesponder a mi pregunta, que es: «¡Sacala nariz de ese libro, Preston, y déjanosentrar pero ya!».

—¿Y con modismo te refieres a…?—Ese chico era fascinante. Encontrar a

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alguien que pudiera hacer sonar tanmaravillosamente lógicas unas sandecesno era muy habitual.

—A una especie de contraseña —dijo Preston—. Si nos ponemosestrictos, la idea viene a ser «algo que tuenemigo no diría en la vida». Porejemplo, un buen modismo en el caso dela duquesa sería «por favor».

Tiffany intentó no reírse.—Ese cerebro tuyo va a darte

problemas un día, Preston.—Bueno, con tal de que sirva para

algo…Llegó un grito de la lejana cocina, y

una de las diferencias entre humanos y

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animales es que los primeros correnhacia un grito de emergencia, en vez dealejarse. Tiffany llegó escasos segundosdespués de Preston, pero no habían sidolos primeros. Había dos chicastranquilizando a la señora Doquín, lacocinera, que lloraba sentada en unasilla mientras una de las chicas leenvolvía el brazo con un trapo decocina. Salía vapor del suelo y había uncaldero negro tumbado.

—¡Os digo que estaban aquí! —logró pronunciar la mujer entre sollozos—. Todos retorciéndose. Y dandopataditas y gritando: «¡Mamá!». ¡Nopodré olvidar sus caritas mientras viva!

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Empezó a llorar de nuevo, congrandes espasmos que amenazaban condejarla sin aire. Tiffany llamó por señasa la ayudante de cocina más cercana,que reaccionó como si le hubieran dadoun golpe e intentó encogerse.

—Escuchad —dijo Tiffany—,¿puede explicarme alguien qué…? ¡Eh!¿Qué haces con ese cubo? —Lo últimoiba dirigido a otra doncella, que llegabadel sótano cargando con un cubo lleno yque, al oír la voz de mando por encimade la confusión, lo dejó caer. Lasesquirlas de hielo resbalaron por elsuelo. Tiffany respiró hondo—. Señoras,en una quemadura no hay que poner

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hielo, por lógico que parezca. Enfriad unpoco de té, pero dejándolo tibio, ymetedle el brazo dentro durante almenos un cuarto de ahora. ¿Lo habéisentendido todas? Bien. Y ahora, ¿qué hapasado…?

—¡Estaba lleno de ranas! —chilló lacocinera—. ¡He puesto a cocer lospúdines y al abrir el caldero habíaranitas pequeñas llamando a su madre!¡Se lo dije, se lo dije a todos! Da malasuerte celebrar una boda y un funeral enla misma casa, muy mala suerte. ¡Esbrujería, ni más ni menos! —Entonces lamujer ahogó un grito y se tapó la bocacon su mano sana.

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Tiffany mantuvo el rostroinexpresivo. Miró dentro del caldero ytambién por el suelo. No había rastro deranas por ninguna parte, aunque sí dospúdines enormes, todavía envueltos entela, al fondo del caldero. CuandoTiffany los sacó y los dejó en laencimera, muy calientes todavía, se fijóen que las doncellas se alejaban deellos.

—Una masa de ciruelas buenísima—dijo tratando de sonar animada—. Nohay nada de qué preocuparse.

—Alguna vez me he fijado —aportóPreston— en que según lascircunstancias a veces el agua hierve de

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formas muy raras, con gotitas queparecen saltar una y otra vez por encimade la superficie, y a lo mejor podría serun motivo de que la señora Doquíncreyera ver ranas. —Se inclinó haciaTiffany y le susurró—: Otro motivo muyprobable puede ser la botella de olorosoque hay en esa estantería de ahí, casivacía, en conjunción con la copasolitaria que se ve en aquella palanganapara fregar.

Tiffany se quedó impresionada: ellano se había fijado en la copa.

Todos la observaban. Alguiendebería estar diciendo algo y, dado quenadie lo hacía, mejor que fuese ella.

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—Estoy segura de que la muerte denuestro barón nos ha afectado a todos —empezó a decir, pero no pudo continuarporque la cocinera enderezó la espaldade repente y la señaló con un dedotembloroso.

—¡Todos menos tú, criaturainmunda! —acusó—. ¡Yo te calé, ya locreo que te calé! ¡Todo el mundo llorabay se lamentaba, pero tú no! ¡Claro queno! ¡Tú te paseabas toda presumida porahí, mangoneando a tus mayores!¡Igualito que tu abuela! ¡Lo sabe todo elmundo! ¡Querías festejar con el jovenbarón y, cuando te dio calabazas,mataste a su padre por rencor! ¡Claro

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que sí, y te vieron hacerlo! ¡Y ahora elpobre chico está todo apenado y lanovia se ha encerrado en su habitación allorar! ¡Ah, cómo debes de estarriéndote por dentro! ¡La gente ya vadiciendo por ahí que deberían aplazar laboda! Seguro que eso te encantaría, ¿aque sí? ¡Sería como ponerte una medallade bruja, ya lo creo! Me acuerdo decuando eras pequeña, pero luego telargaste a las montañas, donde todossaben que la gente es rara y salvaje, y¿qué es lo que volvió? Eso, ¿qué es loque volvió? ¿Qué volvió, sabiéndolotodo y dándose aires, mirándonos atodos por encima del hombro y

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destrozando la vida de un joven? ¡Y esono es lo peor de todo! ¡Preguntadle a laseñora Rastrero! ¡A mí no me hables delas ranas! ¡Reconozco a las ranascuando las veo, y eso es lo que he visto!¡Ranas! Seguro que…

Tiffany salió de su cuerpo. Ahora sele daba de maravilla. A vecespracticaba el truco delante de animales,que en general eran muy difíciles deburlar: con solo que pareciera haberaunque fuese una mente vagando por allícerca, se ponían nerviosos y acababanhuyendo. Pero ¿los humanos? Loshumanos eran fáciles de engañar. Si elcuerpo se quedaba en su sitio,

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parpadeando, respirando, manteniendoel equilibrio y haciendo todo lo que loscuerpos saben hacer aunque no se estédentro, los demás humanos creían que síestaba.

Se dejó ir hacia la cocineraborracha, que seguía farfullando yrepitiéndose, escupiendo idiotecesdañinas y bilis y odio y también gotitasde saliva que se le quedaban en lapapada.

Y Tiffany alcanzó a oler el tufo. Eraleve, pero estaba ahí. Se preguntó si, encaso de girarse, vería dos agujeros enuna cara. No, seguro que la cosa noestaba tan mal. Quizá el Hombre Astuto

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solo estaba pensando en ella. ¿Deberíahuir de allí? No. En ese caso tal vezestaría huyendo hacia él, y no de él.¡Podía estar en cualquier parte! Perocomo mínimo, Tiffany podía tratar dedetener aquella maldad.

Se preocupó de no atravesar a lagente. Era posible hacerlo, pero aunqueen teoría tenía la sustancia de unpensamiento, caminar a través de unapersona era como recorrer un pantano:pegajoso, desagradable y oscuro.

Fue más allá de las ayudantes decocina, que parecían hipnotizadas; eltiempo siempre parecía transcurrir másdespacio cuando salía de su cuerpo.

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Sí, la botella de jerez estaba casivacía, y había otra vacía del todo casioculta por un saco de patatas. La mismaseñora Doquín apestaba a la bebida.Nunca había hecho ascos a un traguitode jerez, y seguro que tampoco a unsegundo traguito. Tal vez fuesen gajesdel oficio, igual que la papada fofa.Pero ¿de dónde habían salido todas lasbarbaridades que escupía? ¿Eran cosasque siempre había querido decir o se lashabía puesto él en la boca?

Sé que no he hecho nada malo, pensóotra vez. Me vendrá bien tenerlosiempre en mente. Pero sí que he sidotonta, y eso también debería recordarlo.

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En el mundo a baja velocidad lamujer, que aún hipnotizaba a las chicascon sus maldiciones, tenía muy malaspecto: su cara era de un rojosanguinario, cada vez que abría la bocale apestaba el aliento y se le habíaquedado un trocito de algo entre losdientes sin lavar. Tiffany se apartó unpoco a un lado. ¿Sería posible meterleuna mano invisible en su estúpidocuerpo y ver si podía detener el latidodel corazón?

Nunca antes se le había ocurridonada parecido, y por supuesto las brujassabían que no se podía agarrar nadaestando fuera del cuerpo, pero ¿sería

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posible interrumpir algún pequeño flujo,o provocar una chispita? Hasta unabestia gorda y miserable como lacocinera podía derribarse con la menorde las alteraciones, y entonces suestúpida cara colorada se estremecería,y ese aliento asqueroso se le trabaría, ysu sucia bocaza por fin se cerr…

Los Primeros, Segundos, Terceros ylos muy infrecuentes CuartosPensamientos se alinearon en su mentepara gritar al unísono: ¡No somosnosotros! ¡Cuidado con lo que piensas!

Tiffany volvió de golpe a su cuerpo,casi perdió el equilibrio y tuvo quesostenerla Preston, que estaba justo

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detrás de ella.¡Deprisa! Recuerda que el marido de

la señora Doquín faltó hace solo sietemeses, se dijo, y recuerda que cuandoeras pequeña siempre te daba galletas, yrecuerda que está reñida con su nuera yno puede ver a sus nietos. Recuérdalo, yasimila que tienes delante a una pobreanciana que ha bebido demasiado y haescuchado demasiadas habladurías…las de la horrible señorita Pulcro, porejemplo. ¡Recuérdalo porque si tedevuelves estarás convirtiéndote en loque él quiere que seas! ¡No vuelvas adejarle espacio en tu cabeza!

Detrás de ella Preston resopló y

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comentó:—Ya sé que no debería decírselo a

una dama, señorita, ¡pero está ustedsudando como un cerdo!

Tiffany, tratando de poner en ordensus ideas hechas trizas, murmuró:

—Mi madre siempre dice que loscaballos sudan, los hombres transpiran ylas damas solo resplandecen…

—¿Ah, sí? —dijo Preston, animado—. ¡Bueno, señorita, pues en ese casoestá resplandeciendo como un cerdo!

La frase arrancó risitas a las chicas,que ya estaban alteradas por losreniegos de la cocinera, pero cualquierrisa sería mejor que aquello y a lo

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mejor, pensó Tiffany, Preston habíallegado a la misma conclusión.

Pero la señora Doquín había logradolevantarse y estaba meneando un dedoamenazador hacia Tiffany, aunque sebamboleaba tanto que durante un tiempo,según hacia dónde apoyara el peso,también amenazó a Preston, a una de laschicas y a los quesos de un anaquel.

—¡A mí no me engañas, fresca deldemonio! —exclamó—. ¡Todo el mundosabe que mataste al viejo barón! ¡Te viola enfermera! ¿Cómo te atreves apresentarte aquí? ¡Querrás llevártenos atodos tarde o temprano, y no voy aconsentirlo! ¡Espero que se abra el suelo

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y se te trague! —rugió la cocinera.Tropezó hacia atrás. Hubo un fuerte

golpe seco, un crujido y, hasta que seinterrumpió al cabo de un momento, elprincipio de un chillido cuando lacocinera se precipitó al sótano.

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CAPÍTULO 10La chica fundente

—Señorita Dolorido, debo pedirle quese marche de la Caliza —dijo el barón,con el rostro pétreo.

—¡No me iré!La expresión del barón no se inmutó.

Roland podía ponerse así a veces,

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recordó Tiffany, y por supuesto ahoraera peor. La duquesa había insistido enestar presente en su despacho para elinterrogatorio y también en que laacompañaran dos de sus propiosguardias, además de los dos del castillo.Entre los siete ocupaban casi todo elespacio del despacho, y las dos parejasde guardias se miraban con el ceñofruncido, en desatada rivalidadprofesional.

—Son mis tierras, señoritaDolorido.

—¡Sé que tengo algunos derechos!—replicó Tiffany.

Roland asintió como un juez.

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—Es un argumento de peso, señoritaDolorido, pero lamento decir que no laasiste ninguno. No tiene concesiones asu nombre, no es arrendataria y no poseetierras propias. En pocas palabras, notiene nada en lo que basar derechos. —Lo dijo todo sin levantar la vista delfolio que tenía delante.

Con destreza, Tiffany extendió elbrazo y se lo quitó de entre los dedos, yestaba sentada de nuevo en su silla antesde que los guardias pudieran reaccionar.

—¿Cómo te atreves a hablar así sinmirarme a los ojos? —Pero por muchoque la enfadara, entendía el sentido desus palabras. El padre de Tiffany era

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arrendatario de la granja. Él teníaderechos; ella no—. Escucha, no puedesecharme. No he hecho nada malo.

Roland suspiró.—Esperaba con toda mi alma que

entrara usted en razón, señoritaDolorido, pero, ya que se reafirma en suinocencia absoluta, le expondré lossiguientes hechos. Hecho: reconocehaberse llevado a la niña ÁmbarRastrero del lado de sus padres yhaberla alojado con el pueblo feéricoque vive en agujeros del terreno. ¿Creeque es un lugar adecuado para unachica? Según mis hombres, en lavecindad había un gran número de

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caracoles.—Un momento, un momento,

Roland…—Dirígete a mi futuro yerno como

«milord» —le espetó la duquesa.—Y si no lo hago, ¿me pegaréis con

vuestro palo, excelencia? ¿Empuñaréisla rienda con fuerza?

—¿Cómo osas? —exclamó laduquesa con los ojos encendidos—.¿Así es como quieres que hablen a tusinvitados, Roland?

Al menos, el desconcierto del barónparecía genuino.

—No tengo ni la más remota idea delo que se está hablando —dijo.

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Tiffany señaló a la duquesa,provocando que sus guardaespaldasecharan mano a sus armas, lo que a suvez provocó que los guardias delcastillo también desenfundaran, para noser menos. Cuando por fin lograrondesenmarañar las espadas y devolverlasa sus sitios, la duquesa ya había lanzadosu contraataque.

—¡No deberías tolerar estainsubordinación, jovencito! Eres elbarón, y has notificado a esta… a estacriatura que debe abandonar tus tierras.Está alterando el orden público y, si seobstina en quedarse, ¿hace faltarecordarte que sus padres son

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arrendatarios tuyos?Tiffany ya echaba humo por lo de

«criatura», pero para su sorpresa eljoven barón movió la cabeza a los ladosy dijo:

—No, no puedo castigar a unosbuenos vasallos por tener una hijadescarriada.

¿«Descarriada»? ¡Era peor que«criatura»! ¿Cómo se atrevía…? Yentonces sus ideas encajaron. No va aatreverse. Nunca se había atrevido, entodo el tiempo desde que se conocieron,en todo el tiempo en que ella solo habíasido Tiffany y él solo había sido Roland.La de ellos dos había sido una relación

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extraña, sobre todo porque no era unarelación. No es que se hubieran vistoatraídos el uno hacia el otro: se habíanvisto empujados hacia el otro por cómofuncionaba el mundo. Ella era bruja, loque automáticamente la hacía distinta alos jóvenes del pueblo, y él era hijo delbarón, lo que automáticamente lo volvíadistinto a los jóvenes del pueblo.

Donde se habían equivocado era enla creencia, en algún lugar de susmentes, de que si dos cosas son distintasa lo demás, entonces deben parecerseentre sí. La lenta comprensión deaquella falsedad no había sido llevaderapara ninguno de los dos, y ambos tenían

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cosas que desearían no haberse dicho. Yasí fue como no acabó todo, porque enrealidad nunca había empezado, claro. Yera lo mejor para los dos. Por supuesto.Sin duda. Sí.

Sin embargo, en todo ese tiemponunca se había mostrado a ella como semostraba en ese momento; nunca habíasido tan frío, nunca había tenido unaactitud estúpida tan meticulosa queimpidiera a Tiffany echar toda la culpa ala horrible duquesa, por mucho que leapeteciera. No, allí ocurrían más cosas.Tenía que estar alerta. Y en aquelmomento, observando cómo laobservaban a ella, comprendió la forma

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en que una persona podía ser estúpida einteligente a la vez.

Recogió su silla del suelo, la situóalineada frente al escritorio, se sentó enella, puso las manos sobre el regazo ydijo:

—Lo lamento mucho, milord. —Giró la cabeza hacia la duquesa y lainclinó—. También quiero disculparmecon vos, excelencia. He perdido eldebido respeto por un momento. Novolverá a ocurrir. Gracias.

La duquesa soltó un gruñido. Eraimposible que Tiffany tuviera peorconcepto de ella, pero… en fin, ¿ungruñido? ¿Después de verla rebajarse de

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aquella manera? Humillar a una jovenbruja arrogante merecía algo más, uncomentario que cortara hasta el hueso,como mínimo. Ya podía haber hecho unesfuerzo.

Roland miraba boquiabierto aTiffany, tan desconcertado que estabacasi menoscertado. Tiffany decidióconfundirle un poco más tendiéndole elfolio arrugado y diciendo:

—¿Queréis pasar a los otrosasuntos, milord?

Roland tardó un momento enextender el papel, logró colocarlo planosobre el escritorio, lo alisó y dijo:

—Quedan el asunto de la muerte de

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mi padre y el robo de dinero de su cajade caudales.

Tiffany clavó su mirada en él conuna sonrisa amable, que le pusonervioso.

—¿Alguna otra cosa, milord? Estoydeseosa de aclararlo todo.

—Roland, esa trama algo —terció laduquesa—. No bajes la guardia. —Hizoun gesto hacia los guardias—. Yvosotros, guardias, mantened también laguardia alta. ¡Ojito!

Los guardias, a quienes ya costabaasumir la idea de estar más en guardiacuando la inquietud los tenía mucho másen guardia de lo que habían estado

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jamás, trataron de parecer un poco másaltos.

Roland carraspeó.—Ejem, también está el asunto de la

difunta cocinera, que ha caído a sumuerte justo después de haberlainsultado a usted, según creo.¿Comprende estas acusaciones?

—No —dijo Tiffany.Hubo un momento de silencio antes

de que Roland dijera:—Hum, ¿por qué no?—Porque no son acusaciones,

milord. No estáis dando voz a vuestrasospecha de que robé ese dinero y matéa vuestro padre y a la cocinera. Os

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estáis limitando a sacar la idea a pasear,por si hay suerte y estallo en lágrimas,me imagino. Las brujas no lloramos, yahora exijo algo que casi con todacerteza ninguna bruja ha pedido antesque yo. Quiero que se celebre unaaudiencia. Una audiencia oficial. Y esosignifica pruebas. Significa testigos, ysignifica que quienes «dicen por ahí»tengan que decirlo delante de todo elmundo. Significa que haya un juradocompuesto por mis pares, es decir, porgente como yo, y también significahabeas corpus, si no os importa. —Selevantó y giró la cabeza hacia la puerta,bloqueada por un apretado grupo de

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guardias. Miró a Roland e hizo una levereverencia—. A menos que tengáisconfianza plena para hacerme detener,milord, me marcho.

Todos miraron con la boca abierta aTiffany mientras llegaba hasta losguardias.

—Buenas tardes, sargento; buenastardes, Preston; buenas tardes,caballeros. Será solo un minuto. Si medisculpan, voy a salir. —Vio quePreston le guiñaba un ojo cuando apartósu espada de delante, y en ese momentolos cuatro guardias cayeronamontonados al suelo.

Tiffany cruzó el pasillo hasta el

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vestíbulo. Había una fogata enorme en elaún más enorme hogar, tan inmenso quepodría ser una habitación por sí mismo.Era un fuego de turba. Nunca podríaacabar con el frío del vestíbulo, que nisiquiera en pleno verano desaparecíadel todo, pero cerca se estaba calentito.Además, si había que respirar humo, nolo había mejor que el humo de turba, quesubía por la chimenea y acariciaba comouna cálida neblina las piezas de pancetapuestas a ahumar en lo alto del tiro.

Todo iba a complicarse otra vez,pero de momento Tiffany se sentó adescansar un poco y, ya puestos, aecharse una bronca mental de tomo y

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lomo por ser tan tonta. ¿Cuánto venenopodía filtrarles el Hombre Astuto en lacabeza? ¿Cuánto hacía falta?

Ese era el problema de la brujería:todos parecían necesitar a las brujas,pero odiaban necesitarlas y, de algúnmodo, el odio se transfería a la persona.La gente empezaba a pensar: ¿Quiéneres tú para tener esas habilidades?¿Quién eres tú para saber esas cosas?¿Quién eres tú para creerte mejor quenosotros? Pero Tiffany no se creía mejorque ellos. Era mejor que ellos enbrujería, cierto, pero no sabía coser uncalcetín, ni herrar un caballo; y, aunquehacer queso se le daba muy bien,

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necesitaba tres intentos para hornear unahogaza en la que se pudiera clavar eldiente. Todo el mundo era bueno enalgo. Lo único horroroso era noaveriguar a tiempo en qué.

En el suelo del hogar había un polvofino, porque no existe nada que deje máspolvo que la turba, y Tiffany observóque en él aparecían unas huellasdiminutas.

—Muy bien —dijo—, ¿qué habéishecho a los guardias?

Una lluvia de feegles cayó consuavidad en el asiento que tenía al lado.

—Bueeenu —contestó RobCualquiera—, a mí personalmente

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habríame gustado darles una carretadade mamporros a esos usurpadorescavatúmulos del demoño, pero supuseque hacerlo complicaríate las cosiñas unpoco, así que dejámoslo en atarlesjuntos los cordones de las botas. A lomejor echan la culpa a los ratonciños.

—Escúchame, no vais a hacer dañoa nadie, ¿de acuerdo? Los guardias estánobligados a hacer lo que les dicen.

—Non, non están —respondiódesdeñoso Rob—. Esa non es faena deguerrero, hacer lo que dícente. ¿Y quéhabríante hecho a ti, haciendo lo que lesdicen? ¡Esa pelleja de suegra estabaechándote espadones con la mirada todu

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el rato, mala peste cójale! ¡Ja! ¡A ver siesta noche gústale el agua de su bañu!

El matiz de su voz puso en alerta aTiffany.

—No haréis daño a nadie,¿entendido? A nadie en absoluto, Rob.

El gran hombre refunfuñó.—¡Aj, sí, señorita, ya entrome todo

lo que dijiste en la testa!—¿Y prometes por tu honor de

feegle que no volverás a sacarlo tanpronto como me dé la vuelta?

Rob Cualquiera empezó a refunfuñarde nuevo, empleando unas palabrascrepitantes en feegle que Tiffany nohabía oído nunca. Sonaban como

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maldiciones y, en un par de casos, alescupirlas salieron acompañadas dehumo y chispas. Además Rob estabacaminando a zancadas, indicador clarode un feegle al límite de su paciencia.

—Vinieron portando aceru afiladopara excavar mi hogar, excavar mi clany excavar mi familia —dijo, y suspalabras resultaron mucho másamenazadoras por la voz baja y medidacon que las pronunció. Entonces escupióuna frase corta hacia al fuego, que ardióverde por un instante cuando laspalabras alcanzaron las llamas—. Nondesobedeceré a la arpía de las colinas,ya sábeslo, peru date por avisada de que

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comu vuelva a ojear una pala cerca demi montículo, su propietariuencontrarala metida kilt arriba con elmangu por delante, para que córtese lasmanos cuando inténtela sacar. ¡Y serásolo el principio de sus problemas! ¡Y siaquí tiénese que liquidar algo, juro pormi espog que nosotros seremos quieneshagamos la liquidanda! —Dio unascuantas zancadas más y luego añadió—:¿Y qué fue lo que oímos de que exigistela ley? Non somos amigos de la ley, yasabes.

—¿Qué hay de Pequeño LocoArthur? —dijo Tiffany.

Era casi imposible ver a un feegle

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con las orejas gachas, pero RobCualquiera parecía a punto detropezarse con ellas.

—Es horrible lo que hiciéronle esosgnomos —respondió, con tristeza en lavoz—. ¿Sabes que lávase la cara todoslos días? Buenu, esas cosas están bencuando hácese demasiado gorda la capade fangu, pero ¿todos los días? ¿Cómopuédelo aguantar el cuerpo, eh?

En un momento había feegles y alsiguiente se oyó un tenue soplido deviento seguido de una ausencia total defeegles, y otro momento después hubo unsuministro más que suficiente deguardias. Por suerte, eran el sargento y

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Preston, que se pusieron en posición defirmes.

El sargento se aclaró la garganta.—¿Estoy hablando con la señorita

Tiffany Dolorido? —preguntó.—A mí me parece que sí, Brian —

respondió Tiffany—, pero decídelo tú.El sargento dio una rápida mirada

alrededor y se acercó a Tiffany.—Por favor, Tiff —susurró—, la

cosa se nos ha puesto muy seria. —Enderezó la espalda enseguida y dijo, envoz mucho más alta de lo necesario—:¡Señorita Tiffany Dolorido! Por ordende mi señor el barón le informo de quedebe permanecer en el torno del

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castillo…—¿En el qué? —interrumpió Tiffany.

Sin abrir la boca y sin apartar los ojosdel techo, el sargento le entregó unpergamino—. Ah, quieres decir en elentorno. Significa en el castillo y susalrededores —le explicó—. Pero ¿elbarón no quería que me marchara?

—Mira, yo solo te estoy leyendo loque pone ahí, Tiff, y tengo órdenes deencerrar tu escoba en la mazmorra.

—Una misión de calado para laguardia del castillo, sí señor. Está ahí,apoyada en la pared; cógela tú mismo.

El sargento puso cara de alivio.—¿No vas a darnos ningún…

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problema? —dijo.Tiffany negó con la cabeza.—Ninguno, sargento. No tengo nada

en contra de quien solo cumple con sudeber.

El sargento se acercó con cautela ala escoba. Todos la conocían, porsupuesto, ya que la habían visto volarcasi a diario sobre sus cabezas, engeneral muy, muy poco por encima suscabezas. Pero Brian vaciló cuando huboacercado la mano a unos centímetros dela madera.

—Hum, ¿qué pasará cuando latoque? —preguntó.

—Ah, que estará lista para volar —

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contestó Tiffany.La mano del sargento se retiró muy

poco a poco de la vecindad, oprobablemente del entorno, de laescoba.

—Pero yo no la haré volar, ¿verdad?—dijo, con la voz cargada de súplica yde miedo al transporte aéreo.

—Bueno, no muy lejos ni muy alto,supongo —admitió Tiffany sin girarse.El sargento era famoso por sufrirataques de vértigo con solo subirse auna silla. Tiffany fue hacia él y cogió laescoba—. Brian, ¿qué ordenes tienes sime niego a obedecer tus órdenes? Ya meentiendes.

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—¡Debo ponerte bajo arresto!—¿Cómo? ¿Y encerrarme en la

mazmorra?El sargento hizo una mueca.—Ya sabes que no me gustaría

hacerlo —reconoció—. Algunos de poraquí somos personas agradecidas, ytodos sabemos que la señora Doquínestaba como una cuba, pobrecita.

—Entonces no te pondré en esasituación —respondió Tiffany—. ¿Quéte parece si llevo yo esta escoba quetanto parece preocuparos a la mazmorray la dejo encerrada? Así no podrémarcharme a ninguna parte, ¿verdad?

El alivio inundó los rasgos del

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sargento. Mientras bajaban losescalones de piedra hacia la mazmorra,dijo a Tiffany en voz baja:

—No es cosa mía, ya lo sabes, sonlos de arriba. Parece que ahora la quemanda es su excelencia.

Tiffany no había visto muchasmazmorras, pero la gente decía que ladel castillo era de las buenas y queseguro que se llevaría al menos cincobolas con cadena cuando alguien sedecidiera a escribir una Guía de lasMejores Mazmorras. Era amplia ydesaguaba bien, con un canal en el

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centro del suelo que desembocaba en elinevitable agujero redondo, que no olíademasiado mal para lo que era.

Tampoco olían muy mal las cabras,que asomaron de sus cómodos montonesde paja y la observaron con atención porsi hacía algo interesante, comoalimentarlas. No dejaron de comerporque, al ser cabras, ya estabancenando por segunda vez.

La mazmorra tenía dos entradas. Unadaba al exterior, posiblemente para queen los viejos tiempos pudieran meter alos presos sin hacerles cruzar el granvestíbulo y que pusieran perdido elsuelo de sangre y barro.

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En la actualidad, la mazmorra seusaba sobre todo como cobertizo paralas cabras y, en los estantes altos a losque solo la cabra más decidida podríallegar, como almacén de manzanas.

Tiffany dejó la escoba en la balda demanzanas más baja mientras el sargentoacariciaba a una cabra, cuidándose deno mirar hacia arriba por si se mareaba.Por tanto, estaba desprevenido del todocuando Tiffany lo sacó de un empujónpor el umbral, cogió las llaves de lacerradura, volvió a entrar en lamazmorra y cerró por dentro.

—Lo siento, Brian, pero no es por ti,ya lo sabes. Bueno, no solo por ti, y ni

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siquiera sobre todo por ti, y ya sé que hasido injusto aprovecharme, pero ya queva a tratárseme como a una delincuente,bien puedo actuar como si lo fuera.

Brian meneó la cabeza.—Tenemos otra llave, ¿sabes?—No os servirá de mucho si la mía

bloquea la cerradura —dijo Tiffany—,pero mírale el lado bueno: estoyencerrada bajo llave, justo lo quealgunos querían que pasara, así que enrealidad te estás preocupando dedetalles. Pero el caso es que me pareceque lo estás entendiendo al revés. Yoestoy a salvo en una mazmorra. No mehabéis encerrado para tenerme apartada,

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sino que os he encerrado yo para que noos acerquéis.

Brian parecía a punto de echarse allorar, y Tiffany pensó: no, no puedohacerlo. Siempre se ha portado bienconmigo. Incluso ahora intenta portarsebien. Que sea más lista que él nosignifica que deba quedarse sin trabajo.Y además, ya tenía forma de salir deaquí. Es lo que pasa con los dueños demazmorras, que nunca pasan el tiemposuficiente en ellas. Le devolvió lasllaves y la cara del sargento se iluminóde alivio.

—Por supuesto, te traeremos comiday agua —dijo—. ¡No vas a alimentarte a

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base de manzanas!Tiffany se sentó en la paja.—Pues oye, este sitio es bien

cómodo. Qué curioso que los eructos decabra lo vuelvan todo como calentito yacogedor. No, no voy a comerme lasmanzanas, pero algunas habría quegirarlas para que no empiecen apudrirse, así que me encargaré de ellasmientras esté aquí. Eso sí, mientras metengáis encerrada no podré estar fuera.No podré hacer medicinas. No podrécortar uñas de los pies. No podréayudar. ¿Cómo lleva tu madre la pierna?Sigue bien, espero. Si no te importa,¿podrías marcharte ya, por favor?

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Querría usar el agujero.Oyó sus botas en la escalera. Había

estado un poco cruel, pero ¿qué otracosa podía hacer? Miró a su alrededor ylevantó un fardo de paja muy vieja ymuy sucia, que llevaba ya tiempo sintocarse. Toda clase de cosas salieronescurriéndose, saltando o reptando. Entorno a Tiffany, ya sin testigos,emergieron cabezas de feegle, dejandocaer trocitos de paja.

—Traedme a mi abogado, por favor—dijo Tiffany con voz alegre—. Creoque le gustará trabajar aquí…

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El Sapo se mostró bastante entusiasta,para tratarse de un abogado que cobraríala minuta en escarabajos.

—Creo que empezaremos con ladetención ilegal. A los jueces no lesgustan nada esas cosas. Si hay que metera alguien en la cárcel, prefieren hacerloellos mismos.

—Esto… en realidad me heencerrado yo sola —reveló Tiffany—.¿Cuenta igual?

—No nos preocupemos de eso demomento. Estabas bajo coacción, con lalibertad de movimiento restringida y

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sometida a tácticas intimidatorias.—¡De eso ni hablar! ¡Lo que estaba

es cabreadísima!El Sapo dejó caer una pata sobre un

ciempiés fugitivo.—Te han interrogado dos miembros

de la aristocracia en presencia de cuatrohombres armados, ¿es así? ¿Sin mediarprevio aviso? ¿Sin leerte tus derechos?Y por lo que dices, el barón cree sinpruebas que mataste a su padre, a lacocinera y que robaste un dinero.

—Me parece que Roland intenta contodas sus fuerzas no creerlo —dijoTiffany—. Alguien le ha contado unamentira.

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—Entonces debemos ponerla enevidencia, eso debemos hacer. No sepuede ir por ahí haciendo acusacionesde asesinato sin sustanciar. ¡Podríacaerle un buen puro por intentarlo!

—Oh —comentó ella—. ¡No quieroque le pase nada malo! —Era difícilsaber cuándo sonreía el Sapo, así queTiffany supuso que sí—. ¿He dicho algogracioso?

—Gracioso, lo que se dice gracioso,la verdad es que no, pero a su manera síque ha sido muy triste y muy jocoso —declaró el Sapo—. Jocoso en un ciertosentido agridulce. Ese joven estávertiendo sobre ti acusaciones que, de

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demostrarse, llevarían a tu ejecución enmuchos lugares de este mundo, ¿y aunasí no deseas causarle ninguna molestia?

—A lo mejor soy una ingenua, perola duquesa no para de agobiarle, y lachica con la que va a casarse es máspánfila que…

Calló. Había oído pasos en laescalera de piedra que bajaba delvestíbulo a la mazmorra, y no tenían eleco pesado de las botas con clavos deun guardia.

Era Leticia, la prometida, toda deblanco y toda llorosa. Se agarró a losbarrotes de la celda de Tiffany, apoyó elpeso en ellos y siguió llorando, no con

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grandes sollozos sino con un caudalinagotable de lágrimas, gimoteos, mocosy búsquedas-en-la-manga-del-pañuelo-de-encaje-que-ya-está-como-una-sopa.

La chica ni siquiera miraba deverdad a Tiffany; solo lloraba en sudirección general.

—¡Cuánto lo siento! ¡De verdad quelo siento mucho! ¿Qué vas a pensar demí?

Y ahí, justo ahí, estaba la pega deser bruja. Tiffany tenía delante a lapersona cuya mera existencia la habíallevado una tarde a plantearse todo elasunto de clavar alfileres en una figuritade cera. Al final no lo había hecho,

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porque esas cosas no se hacían, porquelas brujas no lo verían con buenos ojosy, sobre todo, porque no habíaencontrado ningún alfiler.

Pero ahora la pobre desgraciadaestaba pasando por algún tipo decalvario, tan desconsolada que lamodestia y la dignidad se veíanarrastradas por una crecidaincontrolable de lágrimas y mocos.¿Cómo no iban a llevarse también pordelante el odio? Y en realidad tampocoes que hubiera habido tanto odio, sinomás bien una especie de sensaciónpicajosa. Tiffany sabía desde elprincipio que nunca sería una dama, no

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sin tener el cabello rubio y largo. Ibatotalmente en contra de las reglas decuento de hadas. Pero le había sentadomal que le metieran tanta prisa enaceptarlo.

—¡De verdad que nunca quise quelas cosas se pusieran así! —dijo Leticiaentre sollozos—. De verdad que losiento muchísimo. ¡En qué estaríapensando! —Y las lágrimas seguíancayendo por su ridículo y delicadovestido y… oh, no, se estaba formandoun perfecto globo de moco en superfecta nariz…

Tiffany contempló con horrorfascinado cómo la chica se sonaba la

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nariz con fuerza antes de, oh, no, nosería capaz de hacerlo, ¿verdad? Sí quelo era. Sí. Leticia escurrió el empapadopañuelo en el suelo, que ya estabamojado por su llanto incesante.

—Mira, seguro que las cosas no sehabrán puesto tan mal —dijo Tiffanytratando de no escuchar los horrorososgoterones sobre la piedra—. Si dejarasde llorar un momentito, estoy segura deque tiene arreglo, sea lo que sea.

Aquello provocó más lágrimas ytambién algunos sollozos verdaderos,genuinos y de la vieja escuela, del tipoque nunca se oye en la vida real… almenos hasta entonces. Tiffany sabía que

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la gente decía «uaaa» al llorar, o por lomenos así venía en los libros. En la vidareal no lo decía nadie. Pero Leticia lohizo mientras proyectaba llanto por todala escalera. Allí sucedía algo más, yTiffany atrapó las palabras vertidasmientras se vertían en todos los sentidosy, cuando llegaron algo empapadas a sucerebro, las leyó.

Pensó: Conque sí, ¿eh?, pero antesde que pudiera decir nada volvió allegar un traqueteo desde la escalera.Roland, la duquesa y uno de susguardias llegaron a toda prisa, seguidosde Brian, que parecía cada vez másmolesto por que los guardias de otra

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gente repiquetearan en sus adoquines,así que pensaba asegurarse de estarinvolucrado en todo repiqueteo quetuviera lugar.

Roland resbaló en el charco y luegoabrazó con gesto protector a Leticia, quehizo un ruido húmedo y rezumó un poco.La duquesa se cernió sobre la pareja, loque dejó poco espacio de cernidodisponible para los guardias, quetuvieron que conformarse con mirar malal otro.

—¿Qué le has hecho? —preguntóRoland con malos modos—. ¿Cómo lahas atraído hasta aquí abajo?

El Sapo carraspeó y Tiffany le dio

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un empujón muy poco digno con la bota.—No digas ni una palabra, anfibio

—susurró. Podía ser su abogado, peroque la duquesa viera a un sapo dándoleconsejo legal solo empeoraría las cosas.

Pero lo que las empeoró fue que laduquesa no viera al Sapo, porque oyó loque había dicho Tiffany y chilló:

—Pero ¿tú la oyes? ¿Se puede sermás insolente? ¡Me ha llamado anfibio!

Tiffany estuvo a punto de replicar:«No te lo decía a ti, sino al otroanfibio», pero se mordió la lengua atiempo. Tomó asiento mientras echabapaja encima del sapo con una mano, ymiró a Roland.

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—Milord, ¿qué pregunta preferísque no responda primero?

—¡Mis hombres saben cómo hacertehablar! —exclamó la duquesa porencima del hombro de Roland.

—Ya sé cómo se habla, muchasgracias —dijo Tiffany—. Creía que a lomejor su hija bajaba para regodearse,pero parece que las cosas se han puestomás… náuticas.

—No puede salir, ¿verdad? —preguntó Roland al sargento.

Brian hizo un saludo elegante yaseguró:

—No, señor. Tengo las llaves de lasdos puertas a buen recaudo en el

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bolsillo, señor. —Dedicó una mirada desuficiencia al guardia de la duquesa,como añadiendo: «A algunos nos hacenpreguntas importantes y damosrespuestas completas y rápidas, para quelo sepas».

Pero la duquesa arruinó bastante elefecto diciendo:

—Te ha llamado dos veces «señor»en vez de «milord», Roland. No debespermitir que el vulgo te tome tantaconfianza. Ya te lo he dicho más veces.

Con mucho gusto Tiffany habríadado una buena patada a Roland por noponer a la duquesa en su sitio despuésde aquello. Sabía que Brian había

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enseñado a Roland a montar a caballo, aempuñar la espada y a cazar. A lo mejortambién debería haberle enseñadomodales.

—Disculpad —dijo con firmeza—.¿Pretendéis tenerme encerrada aquí parasiempre? Porque, en ese caso, no meimportaría tener más calcetines, un parde vestidos y, por supuesto, unas cuantasinmencionables.

El joven barón se ruborizó, tal vezpor la mención de la palabra«inmencionables». Pero se recuperóbastante rápido y contestó:

—Te recluiremos, hum, esto…quiero decir, yo… creo que tal vez

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deberíamos recluirte por precauciónpero con humanidad donde no puedascausar daño hasta después de la boda.Últimamente siempre pareces ser elcentro de muchas desgracias. Lamentoque sea así.

Tiffany no se atrevió a responder,porque no era de buena educaciónestallar en carcajadas ante una frase tansolemne y estúpida como aquella.

Roland prosiguió, esforzándose ensonreír.

—Procuraremos que no sufrasincomodidades, y por supuestosacaremos a las cabras, si quieres.

—Preferiría que las dejarais aquí, si

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no os importa —dijo Tiffany—. Estoyempezando a disfrutar de su compañía.Pero ¿podría haceros una pregunta?

—Sí, claro.—Esto no va a tratar de ruecas,

¿verdad? —preguntó Tiffany. Bueno, afin de cuentas, era al único punto al quepodía llevarlos su absurdorazonamiento.

—¿Cómo? —dijo Roland.La duquesa soltó una carcajada

triunfal.—¡Oh, sí, es muy propio de esta

jovencita descarada y arroganteexplicarnos sus intenciones paraburlarse de nosotros! ¿Cuántas ruecas

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tenemos en el castillo, Roland?El joven pareció sorprenderse. Le

pasaba siempre que su futura suegra ledirigía la palabra.

—Eh… la verdad es que no lo sé.Me parece que el ama de llaves tieneuna, y la máquina de hilar de mi madreaún está en la torre alta. Siempre hayunas cuantas por aquí. A mi padre legusta… le gustaba que la gente tuvieralas manos ocupadas. Y… la verdad esque no lo sé.

—¡Ordenaré a mis hombres queregistren el castillo y destruyan hasta laúltima! —exclamó la duquesa—. ¡Voy averle ese farol! Todo el mundo ha oído

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hablar de las brujas vengativas y lasruecas, ¿verdad? ¡Un pinchazo de nadaen el dedo y acabaremos todos dormidosdurante cien años!

Leticia, que seguía allí de pie enmodo sorbemocos, logró decir:

—Madre, a mí nunca me has dejadotocar una rueca.

—Ni la tocarás en la vida, Leticia,nunca en la vida. Tales utensilios sonpara las clases trabajadoras, y tú eresuna dama. Hilar es de sirvientes.

Roland había enrojecido.—Mi madre hilaba —dijo, en tono

medido—. A veces me sentaba con ellaen la torre alta cuando se ponía a la

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rueca. Tenía incrustaciones de nácar.Que nadie la toque.

A Tiffany, que observaba entre losbarrotes, le dio la impresión de que solouna persona de poco corazón, menosamabilidad y ningún sentido común diríaalgo en aquel momento. Pero la duquesano tenía sentido común, probablementeporque era, bueno, demasiado común.

—Insisto en… —empezó.—No —dijo Roland. La palabra no

sonó fuerte, pero tenía una suavidad quela hizo más estrepitosa que un grito, yunos armónicos y matices que habríandetenido en seco a una manada deelefantes. O en este caso a una duquesa.

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Pero la mujer miró a su futuro yerno conuna expresión que presagiaba un maltrago cuando se molestara en pensarcómo dárselo.

Por compasión Tiffany declaró:—Escuchad, solo he mencionado las

ruecas para ser sarcástica. Esas cosas yano pasan. No creo que pasaran nunca. Osea, ¿gente que se duerme cien añosmientras los árboles y las plantas crecenpor todo el palacio? ¿Cómo funcionaeso? ¿Las plantas no deberían dormirsetambién? Si no, a la gente le creceríanlas zarzas por los agujeros de la nariz, yseguro que eso despierta hasta al máspintado. ¿Y qué ocurre si nieva? —

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Mientras lo decía mantuvo su atenciónfija en Leticia, que casi estaba gritandounas palabras vertidas muy interesantesque Tiffany fijó en su memoria parafutura consideración.

—Bueno, está claro como el aguaque una bruja provoca trastornos alládonde va —dijo la duquesa—, de modoque te quedarás aquí, recibiendo mejortrato del que mereces, hasta quenosotros decidamos.

—¿Y qué vas a decir a mi padre,Roland? —preguntó Tiffany con dulzura.

Fue como si recibiera un puñetazo,cosa que probablemente acabaríahaciendo si el señor Dolorido se

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enteraba de todo aquello. Le haría faltaun buen montón de guardias como elseñor Dolorido supiera que habíaencerrado a su hija con unas cabras.

—¿Sabes qué? —dijo Tiffany—.¿Por qué no decimos que me quedo en elcastillo para ocuparme de asuntosimportantes? Seguro que el sargentopodrá hacer llegar el mensaje a mi padresin ponerle nervioso. —Acabó la últimafrase en tono de pregunta y vio asentir aRoland, pero la duquesa no pudocallarse.

—¡Tu padre es un vasallo del baróny hará lo que se le ordene!

Ahora Roland intentaba disimular la

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inquietud. Cuando el señor Doloridotrabajaba para el viejo barón habíanllegado a un acuerdo razonable como loshombres de mundo que eran, consistenteen que el señor Dolorido haría todo loque le pidiera el barón. Siempre ycuando el barón pidiera al señorDolorido hacer lo que este quería hacery necesitaba hacerse.

Un día su padre había explicado aTiffany que ese era el significado de lapalabra «lealtad». Significaba que loshombres buenos, fuesen del tipo quefuesen, trabajaban bien juntos cuandoconocían sus derechos y deberes yrespetaban la dignidad del pueblo llano.

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Y el pueblo guardaba esa dignidad comooro en paño porque, aparte de unassábanas, cacharros, cuatro herramientasy los cubiertos, venía a ser todo lo quetenían. No era necesario hablar delacuerdo porque toda persona razonablesabía cómo funcionaba: mientras tú seasbuen señor, yo trabajaré bien. Te seréleal si tú me eres leal a mí y, mientras elcírculo no se rompa, las cosas seguiránde este modo.

Y Roland estaba rompiendo elcírculo, o como mínimo permitiendo quela duquesa lo rompiera en su nombre. Sufamilia había gobernado la Calizadurante unos siglos, y tenía papeles que

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lo demostraban. No existía nada quedemostrara cuándo había pisado laCaliza el primer Dolorido, porque aúnno se había inventado el papel.

La gente se había puesto en contra delas brujas —estaban descontentos yconfundidos—, pero lo último quenecesitaba Roland era que llegara elpadre de Tiffany buscando respuestas.Aunque ya peinara algunas canas, elseñor Dolorido podía hacer unaspreguntas muy impactantes. Y yonecesito quedarme aquí, pensó Tiffany.He encontrado un hilo, y lo que se haceal encontrar un hilo es tirar de él. En vozalta, dijo:

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—No me importa estar aquí. Seguroque nadie quiere que hayacontratiempos.

Roland puso cara de alivio, pero laduquesa se giró hacia el sargento ypreguntó:

—¿Estás seguro de que estáencerrada?

Brian se enderezó; ya estaba enposición de firmes, así que debió deponerse de puntillas.

—Sí, se… mi excelencia. Como hedicho, solo hay una llave que abre cadauna de las dos puertas, y las tengo yoaquí mismo en el bolsillo.

Se dio una palmada en el bolsillo

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derecho para hacerlo tintinear. El sonidopareció contentar a la duquesa, que dijo:

—Entonces creo que esta nochedormiremos todos un poco mástranquilos, sargento. Vamos, Roland,debes cuidar de Leticia. Me temo quevuelve a necesitar su medicina. A saberlo que le habrá dicho esa chicahorrorosa.

Tiffany los vio marcharse, a todosexcepto a Brian, que tuvo la decencia demostrar vergüenza.

—¿Puede venir un segundo,sargento, por favor?

Brian suspiró y se acercó un poco alos barrotes.

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—No vas a meterme en líos, ¿verdadque no, Tiff?

—Pues claro que no, Brian, y esperoque a cambio tú no me metas en líos amí.

El sargento cerró los ojos con fuerzay gimió.

—Tienes algo planeado, ¿verdad?¡Lo sabía!

—Veámoslo de esta forma —dijoTiffany inclinándose hacia delante—.¿Qué probabilidad crees que hay de queme quede esta noche en la celda?

Brian bajó la mano hacia el bolsillo.—Bueno, te recuerdo que las llaves

las tengo… —Fue terrible ver su cara

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arrugarse como la de un cachorrito alque acaban de regañar—. ¡Me las hasquitado! —La miró con ojos de súplica,como los de un cachorrito que ahoraespera algo mucho peor que unaregañina.

Para sorpresa y conmoción delsargento Tiffany le devolvió otra vez lasllaves con una sonrisa.

—¿No pensarás que a una bruja lehacen falta? Te prometo que habrévuelto a las siete en punto de la mañana.Dadas las circunstancias supongo que teparecerá un buen trato, sobre todoporque sacaré tiempo para cambiarle lasvendas de la pierna a tu madre.

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Su expresión fue suficienterespuesta. Agarró las llaves congratitud.

—Supongo que sería demasiadopedir que me dijeras cómo saldrás… —dijo esperanzado.

—No creo que sea una preguntaapropiada en estas circunstancias, ¿no leparece, sargento?

Brian titubeó, pero acabó sonriendo.—Gracias por acordarte de la pierna

de mi madre, de verdad —dijo—. Se leestá poniendo un pelín morada.

Tiffany se llenó los pulmones deaire.

—El problema, Brian, es que tú y yo

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somos los únicos que pensamos en lapierna mala de tu madre. Hay gentemayor ahí fuera que necesita ayuda paraentrar y salir de la bañera. Hay píldorasy pociones que preparar y llevar a lagente que vive en los sitios menosaccesibles. Está el señor Maromo, queapenas puede andar si no le doy unabuena friega con linimento. —Sacó suagenda, que conservaba la integridad abase de cordel y goma elástica, y se laenseñó—. Esto está lleno de cosas quetengo que hacer, porque soy la bruja. Sino las hago yo, ¿quién las hará? Lajoven señora Calamnia va a tenergemelos pronto, y estoy segura porque

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se oyen los dos latidos. Y encima esprimeriza. Ya está medio muerta demiedo, y la siguiente comadrona máscercana, aparte de ser un poco miope ydespistada, está a quince kilómetros deaquí. Tú eres suboficial, Brian, y sesupone que sois hombres de recursos,así que si la pobre viene a pedir ayuda,confío en que sepas lo que hay quehacer.

Vio complacida cómo el sargento sequedaba de un blanco casi cadavérico.Antes de que pudiera farfullar unaréplica, Tiffany volvió a hablar:

—Pero yo no puedo ayudar, ya ves,¡porque hay que encerrar a la bruja

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malvada, no vaya a echar mano de unarueca cargada! ¡Prisionera por un cuentode hadas! Y el problema es que alguienpodría morir. Y si dejo que alguienmuera, seré una mala bruja. Pero claro,ya soy una mala bruja de todas formas.Debo de serlo, si me tenéis encerrada.

Sintió auténtica lástima por él. Elpobre no había llegado a sargento paralidiar con cosas como aquella; la mayorparte de su experiencia táctica consistíaen atrapar cerdos fugados. ¿Deboculparle por lo que le han ordenadohacer?, se preguntó Tiffany. Al fin y alcabo, al martillo no se le culpa por eluso que le dé el carpintero. Pero Brian

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tiene cerebro y el martillo no. A lomejor debería intentar usarlo.

Tiffany esperó hasta que el sonidode las botas le dijo que el sargento habíadecidido, con acierto, que aquella tardesería buena idea dejar una distanciaverosímil entre él y la celda, y a lomejor también pensar un poco en sufuturo. Además, los feegles empezaron aasomar de todos los recovecos, y teníanun instinto muy certero de cuándo habíaalguien mirando.

—No tendrías que haberle quitadolas llaves —dijo Tiffany mientras RobCualquiera escupía un trozo de paja.

—¿Ah, non? ¡Quiere que quédeste

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encerrada!—Bueno, sí, pero es buena persona.

—Sabía que sonaba estúpida, y RobCualquiera también debía de saberlo.

—Aj, sí, claru, una buena personaque enciérrate porque a esa pellejarepelente antójasele —gruñó—. ¿Y quépasa con ese montonciño de chorreandacon el vestidiño blanco? Ya empezaba adarme a mí que tuviéramos queacanalarle el suelu por delante.

—¿Non sería una de las ninfas delagua esas? —sugirió Wullie Chiflado,aunque la opinión predominante era quela chica estaba hecha de hielo, de algúnmodo, y que había estado fundiéndose.

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Al pie de la escalera había un ratónnadando hacia tierra firme.

Casi sin darse cuenta, la manoizquierda de Tiffany se metió en elbolsillo y sacó un cordel, que demomento dejó en la cabeza de RobCualquiera. La mano volvió al bolsillo yregresó con una llavecita interesante quese había encontrado junto al camino tressemanas antes, un envoltorio vacío desemillas y una piedra pequeña conagujero. Tiffany siempre recogía laspiedrecitas con agujero porque dabanbuena suerte; las llevaba en el bolsillohasta que la piedra desgastaba la tela ycaía, dejando solo el agujero. Tenía

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suficiente material para hacer unbatiburrillo de emergencia, a falta dealgo vivo, por supuesto, que solía sernecesario. La cena de escarabajos delSapo había desaparecido, sobre todohacia el interior del Sapo, así que lolevantó a él y lo añadió con suavidad aldiseño, haciendo caso omiso de susamenazas con tomar medidas legales.

—No entiendo por qué no usas aalgún feegle —dijo—. ¡Si a ellos lesencanta!

—Sí, pero entonces la mitad de lasveces el batiburrillo acaba llevándomeal pub más cercano. Y ahora estatependiente, ¿quieres?

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Las cabras siguieron masticandomientras Tiffany movía el batiburrillo deun lado a otro, buscando una pista.Había algo que Leticia lamentabamucho, con toda su alma y todos suslacrimales. Y la última remesa depalabras vertidas había estadocompuesta de lo que no tuvo el valor dedecir ni los reflejos de contener. Eranlas siguientes: «¡Ha sido sin querer!».

Nadie sabía cómo funcionaban losbatiburrillos. Todas sabían quefuncionaban. Quizá lo único que hicierafuese obligarte a pensar. Quizá solo

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daba a los ojos algo que mirar mientrasse pensaba, y Tiffany pensó: En esteedificio hay otra persona mágica. Elbatiburrillo se retorció, el Sapo se quejóy el hilo plateado de una conclusiónflotó ante la Segunda Vista de Tiffany.Subió la mirada hacia el techo. La hebraplateada relució, y ella se dijo: Alguiende este edificio está haciendo magia.Alguien que lamenta mucho haberlahecho.

¿Podía ser que la siempre pálida,siempre llorosa e irrevocablementeacuarélica Leticia fuera en realidad unabruja? Parecía impensable. Pero en fin,para qué preguntarse qué estaba pasando

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si podía ir a averiguarlo.Era bonito pensar que los barones de

la Caliza habían acabado llevándose tanbien con todo el mundo que se les habíaolvidado cómo encerrar a alguien. Lamazmorra se había transformado encobertizo para cabras, y la diferenciaentre una mazmorra y un cobertizo esque en el segundo no hace falta fuego,porque las cabras se buscan el calorellas solas. En una mazmorra el fuego sísería necesario para que los prisionerosno sufrieran incomodidades o, en casode que no te cayeran nada bien, paradarles muchas de ellas. Ardientes yterminales. La abuela Dolorido había

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contado a Tiffany que, cuando ella eraniña, en la mazmorra había toda clase deobjetos metálicos horrorosos, casi todospensados para desmontar a la gente pocoa poco, pero resultó que nunca habíaningún preso que los mereciera. Yademás nadie del castillo tenía ganas deusar aquellos trastos que te pinzaban losdedos si no ibas con cuidado, así quelos enviaron todos al herrero para quelos transformara en cosas más sensatas,como palas y cuchillos. Todos exceptola doncella de hierro, que usaron paraalmacenar nabos hasta que se le cayó laparte de arriba.

Y así, como nadie del castillo fue

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nunca muy aficionado a las mazmorras,todos olvidaron que la suya teníachimenea. Y por eso Tiffany miró haciaarriba y vio, en lo alto, el pequeñorecuadro azul que un preso llama cielopero que ella, tan pronto comoanocheciera un poco, pretendía llamarsalida.

Resultó algo más complicada deusar de lo que esperaba: el tiro erademasiado estrecho para subirlomontada en la escoba, así que tuvo quecolgarse de las cerdas y dejarsearrastrar hacia fuera mientras seapartaba de las paredes con las botas.

Por lo menos, Tiffany sabía

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orientarse allí arriba. Igual que todos losjóvenes. Probablemente en la Caliza nocrecía un solo niño que no hubieragrabado su nombre en el plomo deltejado, casi con toda certeza junto a losde sus padres, abuelos, bisabuelos eincluso tatarabuelos, hasta que losnombres se perdían entre las tallas másnuevas.

La idea de un castillo se basa en quenadie pueda entrar sin permiso deldueño, así que no había ventanas hastalas últimas plantas, donde estaban losmejores dormitorios. Roland se habíamudado hacía tiempo a la habitación desu padre. Tiffany lo sabía porque le

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había ayudado a trasladar sus cosascuando el viejo barón aceptó por fin queestaba demasiado enfermo para subirescaleras. La duquesa estaría en eldormitorio grande de invitados, a mediocamino entre esa habitación y la Torrede la Doncella —que de verdad sellamaba así—, donde dormiría Leticia.Nadie lo comentaba en voz alta, perocon ese arreglo la suegra pasaba lanoche interpuesta entre la habitación delnovio y la de la novia, a buen seguro conlas orejas sintonizadas para detectarcualquier indicio de teje o incluso demaneje.

Tiffany avanzó a hurtadillas entre la

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penumbra y se ocultó enseguida en unhueco cuando oyó pasos subir por laescalera. Pertenecían a una doncella quellevaba una bandeja con una jarra, quecasi derramó cuando la puerta de laduquesa se abrió de golpe y la propiaduquesa la fulminó con la mirada, solopara comprobar que no pasaba nada.Cuando la doncella volvió a moverse,Tiffany fue tras ella sin que pudiera oírlani, ya que conocía el truco, verla. Elcentinela que estaba sentado junto a lapuerta miró esperanzado la bandejacuando la vio llegar, pero recibió laorden brusca de bajar abajo si queríacenar. Cuando lo hizo la doncella entró

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en la habitación, dejó la bandeja al ladode la gran cama y se marchó,preguntándose por un momento si susojos le habrían jugado una mala pasada.

Leticia parecía dormir bajo nieverecién caída, pero el efecto se echaba aperder un poco al comprender queconsistía, sobre todo, en pañuelos depapel arrugados. Y pañuelos de papel desegunda mano, por cierto. Se trataba deun lujo bastante caro y poco habitual enla Caliza, así que no estaba mal vistocolgar los pañuelos a secar delante delfuego para poder reutilizarlos después.El padre de Tiffany siempre contabaque, de pequeño, tenía que sonarse las

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narices con ratones, pero seguro que lodecía solo para darle repelús.

En aquel momento, Leticia se sonólos mocos con un trompeteo muy pocorefinado y, para sorpresa de Tiffany,registró la estancia con mirada desospecha. Hasta dijo: «¿Hola? ¿Hayalguien ahí?», pregunta que, si se piensaun poco, nunca lleva a nadie a ningunaparte.

Tiffany se hundió más en unasombra. Si tenía el día bueno, algunasveces podía engañar a Yaya Ceravieja,así que una princesita llorona no iba anotar su presencia.

—Podría chillar, ¿sabes? —declaró

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Leticia, mirando a su alrededor—. ¡Hayun guardia en la puerta!

—En realidad, ha bajado a por sucena —dijo Tiffany—, cosa que meparece muy poco profesional. Tendríaque haber esperado al relevo. Si quieresque te diga la verdad, opino que a tumadre le preocupa más cómo lucen susguardias que cómo piensan. Hasta eljoven Preston vigila mejor que ellos. Aveces la gente no sabe que está presentehasta que les da un golpecito en elhombro. ¿Sabías que es muy raro quealguien chille si le están hablando? Nosé por qué es. Supongo que porque loshan educado para no interrumpir. Y si

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crees que vas a hacerlo ahora mismo,querría señalar que si tuviera pensadohacerte algo malo, ya te lo habría hecho,¿no crees?

La pausa duró bastante más de loque habría querido Tiffany. Después,Leticia dijo:

—Tienes todo el derecho del mundoa enfadarte. Estás enfadada, ¿verdad?

—En este momento, no. Por cierto,¿vas a beberte la leche antes de que seenfríe?

—En realidad siempre la tiro por elretrete. Ya sé que no hay que tirar lacomida y que a muchos niños lesencantaría poder tomarse un vaso de

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leche calentita por las noches, pero nose merecen la mía porque mi madreobliga a las doncellas a echarle unamedicina para dormir.

—¿Por qué? —preguntó Tiffany,incrédula.

—Cree que me hace falta. Y no, deverdad. No sabes cómo es esto. Es comoestar en la cárcel.

—Bueno, ahora creo que ya sé cómoes —aseguró Tiffany. La chica empezó allorar de nuevo en su cama, y Tiffany lahizo callar por gestos.

—No pretendía que se pusiera tanmal —dijo Leticia, y se sonó la narizcomo si fuera un cuerno de caza—. Solo

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quería que no le gustaras tanto a Roland.¡Ni te imaginas lo que es ser yo! Comomucho me dejan pintar cuadros, y solo sies con acuarelas. ¡No puedo ni hacerbocetos a carboncillo!

—Ya me extrañaba todo eso —reflexionó Tiffany, distraída—. AntesRoland se escribía con la hija de lordZambullido, Mercromina, y ella tambiénpintaba acuarelas. Había pensado queigual era una especie de castigo.

Pero Leticia no la escuchaba.—Tú no tienes que quedarte sentada

todo el día pintando acuarelas. Puedesvolar a todas horas —estaba diciendo—, y dar órdenes a la gente y hacer

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cosas interesantes. Ja, de pequeña yoquería ser bruja. Pero claro, con mimala suerte tenía el pelo rubio y largo,la tez pálida y un padre muy rico. ¿Dequé sirve todo eso? ¡Las chicas como yono pueden ser brujas!

Tiffany sonrió. Estaban acercándosea la verdad, y era importante mostrarsecooperativa y amistosa antes de quevolviera a quebrarse el dique y lasinundara a las dos.

—¿De pequeña tenías un libro decuentos de hadas?

Leticia volvió a sonarse la nariz.—Ya lo creo.—¿El que tenía el dibujo de un

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trasgo terrorífico en la página siete, porcasualidad? Yo siempre cerraba los ojosal llegar a esa página.

—Yo lo pintarrajeé por encima concera negra —confesó Leticia en vozbaja, como si fuese un alivio podercontárselo a alguien.

—Yo no te caía bien, así quedecidiste hacer magia contra mí. —Tiffany lo dijo con un hilo de voz porqueLeticia tenía cierto aire quebradizo. Dehecho, la joven buscó más pañuelosaunque de momento parecía habersequedado sin sollozos, pero resultó queera solo de momento.

—¡Cómo lo siento! Si lo hubiera

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sabido, nunca habría…—A lo mejor debería decirte —

siguió adelante Tiffany— que Roland yyo éramos… bueno, amigos. Más omenos el único amigo que tenía el otro.Pero en algunos aspectos, era el tipoequivocado de amistad. No nos juntamosnosotros: nos juntaron cosas quepasaron. Y no nos dimos cuenta. Él erael hijo del barón, y cuando sabes queeres hijo del barón y que todos loschicos saben cómo han de portarse conel hijo del barón, te quedas sin muchagente con la que hablar. Y luego estabayo, la chica lo bastante lista parahacerse bruja, que no es un trabajo que

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permita llevar mucha vida social. Siquieres verlo así, los dos que sequedaron aparte creyeron que eran lamisma clase de persona. Ahora lo sé.Por desgracia, Roland fue el primero encomprenderlo. Y esa es la verdad. Yosoy la bruja y él es el barón. Y tú serásla baronesa, y no debería preocuparteque la bruja y el barón, en beneficio detodos, se lleven bien. Y es todo lo quepuede dar de sí el asunto, porque enrealidad ni siquiera hay asunto, solo elfantasma de un asunto. —Vio el aliviorecorriendo los rasgos de Leticia comoun amanecer—. Y esa ha sido miverdad, así que ahora me gustaría oír la

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tuya. Escucha, ¿podemos irnos de aquí?Estoy temiéndome que entren guardiasen cualquier momento para encerrarmeen un sitio del que no pueda escapar.

Tiffany consiguió subir a Leticia en laescoba con ella. La chica estabainquieta, pero no dejó escapar más queel asomo de una exclamación mientras laescoba iba descendiendo poco a pocodesde las almenas del castillo, flotabapor encima del pueblo y tomaba tierraen un prado.

—¿Has visto a esos murciélagos? —preguntó Leticia.

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—Ah, siempre vuelan cerca de laescoba si no vas muy deprisa —dijoTiffany—. Lo normal sería que laevitaran, digo yo. Y ahora, señorita,ahora que ninguna de las dos puedepedir ayuda, dime lo que hiciste paraque la gente me odie.

El pánico se apoderó de la cara deLeticia.

—No, no voy a hacerte daño —aseguró Tiffany—. En caso contrario telo habría hecho hace bastante tiempo.Pero sí que quiero limpiar mi vida.Dime lo que hiciste.

—Usé el truco del avestruz —respondió Leticia al instante—. Ya

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sabes, lo llaman magia antipática: hacesun modelo de la persona y lo metesbocabajo en un cubo de arena. Deverdad que lo siento mucho,muchísimo…

—Sí, ya me lo has dicho —interrumpió Tiffany—, pero ese truco nome suena de nada. Me extrañaría muchoque funcionara. No tiene sentido.

Pero ha funcionado en mí, pensó.Esta chica no es bruja, y lo que quieraque intentó no es un hechizo de verdad,pero en mí ha funcionado.

—Si es magia, no tiene que tenersentido —aventuró Leticia, esperanzada.

—Tiene que tenerlo en algún sitio —

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explicó Tiffany contemplando lasprimeras estrellas del cielo.

—Bueno —dijo Leticia—, pues losaqué de Hechizos para amantes deAnatema Bugloss, si te sirve de algo.

—Ese es el que tiene unaiconografía de la autora montada enescoba, ¿verdad? —preguntó Tiffany—.Sentada del revés, por cierto. Y no llevacorrea de seguridad. Y nunca he visto auna bruja ponerse anteojos como esos. Ylo de llevar un gato a bordo, eso sí queni se te ocurra. El nombre es falso,además. He visto el libro en el catálogode Boffo. Es una estafa para chicasimpresionables, las que piensan que

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hacer magia consiste solo en compraruna varita cara con una piedrasemipreciosa pegada a la punta, sinánimo de ofender. Sería igual deefectivo coger un palo del seto y usarlocomo varita.

Sin decir nada, Leticia recorrió unacorta distancia hasta el seto queseparaba el prado del camino. Siemprehay algún palo bajo los setos, si sebusca bien. Cuando Leticia lo hizobailar un poco en el aire, el palo dejóuna tenue estela azul a su paso.

—¿Quieres decir así? —preguntó.Durante un rato largo no se oyó más queel esporádico ulular de un búho y, si se

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tenía muy buen oído, el aleteo de losmurciélagos.

—Creo que ha llegado el momentode que tú y yo charlemos como debe ser,¿no te parece? —dijo Tiffany.

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CAPÍTULO 11La pira de las brujas

—Ya te he dicho que siempre quise serbruja —dijo Leticia—. No sabes lodifícil que puede ponerse cuando tufamilia vive en una mansión gigantesca ytiene un árbol genealógico tan grandeque hay que ampliarle el jardín. Todo

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eso me lo impidió a mí, y no te ofendas,pero me encantaría haber nacido con tusdesventajas. Si sé que existe el catálogoBoffo es porque una vez que entré en lacocina vi a dos chicas del servicioriéndose mientras lo hojeaban. Se fueroncorriendo sin dejar de soltar risitas, porcierto, pero se lo dejaron allí. No puedopedir todas las cosas que querría porquemi doncella me espía para mi madre.Pero la cocinera es buena persona, asíque le doy dinero y las referencias delcatálogo y entregan las cosas a suhermana, que vive en Senda-del-Perdedor. Pero no puedo encargar nadagrande, porque siempre hay doncellas

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quitando el polvo y limpiando por todaspartes. Me encantaría tener un calderode esos con burbujas verdes, pero por loque me dices son de broma.

Leticia había sacado otros dos palosdel seto y los había clavado en el suelodelante de ella. Cada uno tenía un brilloazul en la punta.

—Bueno, para todos los demás sonde broma —reconoció Tiffany,asombrada—, pero pienso que para tisacarían hasta pollos fritos.

—¿De verdad lo piensas? —preguntó Leticia, ilusionada.

—No estoy segura de poder pensarnada mientras siga bocabajo y con la

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cabeza metida en un cubo de arena —dijo Tiffany—. ¿Sabes que suena unpoco a magia de mago? Ese truco…dices que estaba en el libro de la señoraBugloss. Escucha, me sabe fatal, pero enrealidad todo eso es boffo. No es deverdad. Es para quienes creen que labrujería consiste en flores y pociones ybailar sin las calzas puestas, cosa que nome imagino haciendo a ninguna bruja deverdad… —Tiffany vaciló, porque erasincera por naturaleza—. Bueno, quizá aTata Ogg si le apeteciera mucho. Esbrujería con la corteza quitada, y labrujería de verdad es toda corteza.¡Pero tú cogiste uno de sus ridículos

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conjuros que hacen reír a las chicas dela cocina, lo usaste sobre mí y funcionó!¿Hay alguna bruja de verdad en tufamilia?

Leticia negó con la cabeza y sumelena rubia centelleó hasta con luz deluna.

—Nunca he oído hablar de ninguna.Mi abuelo era alquimista, pero noprofesional, claro. Fue por él que lacasa ya no tiene ala este. Mi madre… nome la imagino haciendo magia, ¿tú sí?

—¿A ella? ¡Desde luego que sí!—Bueno, pues yo no la he visto

hacerla nunca, y de verdad que tienebuena intención. Dice que solo quiere lo

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mejor para mí. Perdió a toda su familiaen un incendio, ¿lo sabías? Lo perdiótodo —explicó Leticia.

Tiffany no podía tenerle antipatía ala chica. Sería como tenérsela a uncachorrito desconcertado, pero tampocopudo evitar decir:

—¿Y tú tenías buena intención? Yasabes, cuando hiciste una figurita de míy la metiste del revés en un cubo dearena.

Leticia debía de tener un embalse enalgún sitio. Nunca le faltaba más de unpelo para soltar la lágrima.

—Escucha —dijo Tiffany—, deverdad que no me importa. ¡Aunque me

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encantaría creer que todo ha sido cosade un hechizo! Tú saca la figurita y no sehable más del tema. Por favor, no teeches a llorar otra vez, que lo empapastodo.

Leticia se sorbió la nariz.—No, es que… bueno, no lo hice

aquí. Me lo dejé todo en casa. Está en labiblioteca.

La última palabra de la frase tintineóen la cabeza de Tiffany.

—¿Biblioteca? ¿Con libros? —Sesuponía que a las brujas no lespreocupaban mucho los libros, peroTiffany leía todos los que caían en susmanos. Nunca se sabía lo que podía

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sacarse de un libro—. Hace calor parala época del año —comentó—, y tu casano queda muy lejos, ¿verdad? Podríasestar de vuelta en tu cama de la torredentro de un par de horas.

Por primera vez desde que Tiffany lahabía conocido, Leticia dejó ver unasonrisa auténtica.

—¿Esta vez me dejas ir delante?

Tiffany volaba casi al ras de las lomas.Faltaba poco para la luna llena, y

era una auténtica luna de cosecha, con elcolor cobrizo de la sangre. Se debía alhumo de la quema de rastrojos,

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suspendido en el aire. Lo que Tiffany noentendía era por qué el humo azul dequemar trigo volvía roja la luna, pero notenía intención de volar hasta ella paraaveriguarlo.

Y Leticia daba la impresión dehallarse en una especie de paraísopersonal. No dejó de hablar en todo eltrayecto, lo que ciertamente era mejorque sus sollozos. La chica solo era ochodías más joven que Tiffany, cosa que lasegunda sabía porque se había tomadomuchas molestias para averiguarlo. Sinembargo, eran solo números. Tiffany nolo veía de ese modo. En realidad, sesentía lo bastante mayor para ser la

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madre de Leticia. Era raro, pero Petulia,Annagramma y las demás chicas de lasmontañas le habían comentado lomismo: que las brujas se hacían viejaspor dentro. Como bruja, tenías que hacerlas cosas que debían hacerse pero que tedejaban el estómago revuelto como unarueca. A veces veías cosas que nadiedebería tener que ver. Y, casi siempre asolas y a menudo a oscuras, debíashacer lo necesario. En los pueblosaislados, cuando una madre primerizaestaba dando a luz y las cosas se habíantorcido del todo, deseabas que en lazona hubiera alguna comadrona para queal menos te diera algo de apoyo moral.

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Pero en todo caso, cuando llegaba lahora de la verdad y había que tomar unadecisión a vida o muerte, la tomabas tú,porque eras la bruja. Y a veces ladecisión no era entre algo bueno y algomalo, sino entre dos cosas malas: nohabía una opción correcta, solo…opciones.

Entonces vio que algo recorría comouna exhalación el pasto alumbrado porla luna, igualando sin problemas elavance de la escoba. Mantuvo el ritmodurante unos minutos hasta que,cambiando de dirección con un salto,volvió a perderse entre las sombras dela luz de la luna.

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La liebre corre al fuego, pensóTiffany, y tengo la sensación de que yotambién.

Villa Florilegio estaba al final de laCaliza, y de verdad era el final porqueallí la caliza dejaba paso a la arcilla yla grava. Había parques, bosquecillosde árboles altos y fuentes delante de lacasa en sí, que estiraba la palabra«villa» hasta casi romperla porque enrealidad parecía media docena demansiones pegadas entre sí. Habíaanexos, alas, un gran lago ornamental yuna veleta con forma de garza, contra laque casi se estrellaron.

—¿Cuánta gente vive aquí? —logró

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preguntar Tiffany mientras estabilizabala escoba y aterrizaba en lo que habíatomado por césped pero resultó serhierba seca de casi metro y medio dealtura. Salieron conejos huyendo entodas direcciones, alarmados por laincursión aérea.

—Ahora solo mi madre y yo —dijoLeticia. La hierba muerta crujió bajo suspies cuando bajó de la escoba—. Y elservicio, claro. Tenemos muchossirvientes. No te preocupes, a estashoras estarán todos en la cama.

—¿Cuántos sirvientes hacen faltapara dos personas? —preguntó Tiffany.

—Unos doscientos cincuenta.

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—No te creo.Leticia giró la cabeza mientras

seguía andando hacia una puerta que seveía al fondo.

—Bueno, incluyendo a losfamiliares, hay como unos cuarenta en lagranja, otros veinte en la lechería,veinticuatro más que trabajan en elbosque y setenta y cinco en los jardines,que incluyen el invernadero de plátanos,el foso de piñas, el plantadero demelones, el criadero de nenúfares y elacuario de truchas. Los demás trabajanen la casa y la alberguería.

—¿Eso qué es?Leticia se detuvo con la mano en el

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pomo de latón oxidado.—Piensas que mi madre es grosera y

mandona, ¿verdad?Tiffany no veía alternativa a decir la

verdad, aunque supusiera un riesgo delágrimas a medianoche.

—Sí, eso pienso.—Y tienes razón —dijo Leticia

girando el pomo—. Pero es leal a lagente que es leal a nosotras. Siempre lohemos sido. Nunca despedimos a nadiepor ser muy viejo, estar muy enfermo oandar muy perdido. Si no puedenapañárselas en sus casitas, los alojamosen un ala de la villa. ¡En realidad, lamayoría de los sirvientes cuidan de los

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sirvientes mayores! Estaremos pasadasde moda y seremos algo estiradas yatrasadas, pero nadie que trabaje paralos Florilegio tendrá que mendigarcomida al final de su vida.

El reticente pomo giró por fin yabrió la puerta hacia un largo pasilloque olía a… que olía… que olía a viejo.Era la única forma de describirlo,aunque con tiempo suficiente parapensar podría decirse que era unamezcla de moho reseco, madera húmeda,polvo, ratones, tiempo muerto y librosantiguos, que tienen su propio olorintrigante. Era eso, decidió Tiffany. Allíhabían muerto en silencio los días y las

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horas sin que nadie se diera cuenta.Leticia se afanó junto a un estante

del pasillo y encendió una lámpara.—Aquí ya no entra nunca nadie que

no sea yo —dijo—, porque el lugar estáencantado.

—Sí —confirmó Tiffany intentandomantener un tono conversacional—. Poruna mujer sin cabeza que lleva unacalabaza bajo el brazo. Ahora mismoviene hacia nosotras.

¿Había esperado sorpresa olágrimas? Lo que desde luego noesperaba era que Leticia dijera:

—Ah, es Mavis. Tengo quecambiarle la calabaza cuando maduren

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las de este año. Con el paso del tiempose ponen todas… bueno, asquerosas. —Levantó la voz—. ¡Soy yo, Mavis, no teasustes!

Con un ruido que recordaba a unsuspiro, la mujer decapitada dio mediavuelta y empezó a desandar el pasillo.

—Lo de la calabaza se me ocurrió amí —siguió charlando Leticia—. Antesno había quien la aguantara. Buscaba sucabeza, ¿sabes? Con la calabaza sequeda más tranquila, porque me pareceque la pobre no ve la diferencia. No laejecutaron, por cierto. Creo que quiereque lo sepa todo el mundo. Fue solo unaccidente rarísimo relacionado con un

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tramo de escalones, un gato y unaguadaña.

Y esta es la chica que se pasa el díallorando, pensó Tiffany. Pero este es suterreno. En voz alta dijo:

—¿Tienes más fantasmas queenseñarme, por si me entran ganas devolver a mearme encima?

—Bueno, ahora mismo no —respondió Leticia echando a andarpasillo abajo—. El esqueleto chillóndejó de chillar cuando le di un osito depeluche viejo, aunque no sé muy bienpor qué funcionó, y… ah, sí, ahora elfantasma del primer duque solo encantael cuarto de baño que hay al lado del

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comedor, y ese no lo usamos mucho.Tiene la mala costumbre de tirar de lacadena en los momentos más incómodos,pero es mejor que las lluvias de sangreque hacía antes.

—Eres una bruja. —Las palabrassalieron de la boca de Tiffany poriniciativa propia, incapaces de quedarseen la intimidad de su mente.

La chica la miró anonadada.—No digas bobadas —objetó—.

Las dos sabemos cómo funciona,¿verdad? Cabello largo y rubio, piellechosa, cuna noble… bueno, lo bastantenoble, y rica, al menos en teoría.Oficialmente soy una dama.

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—No sé —dijo Tiffany—. A lomejor no deberías basar tu futuro en unlibro de cuentos de hadas. Normalmentelas chicas que van para princesa no sededican a aliviar las penas de fantasmassin cabeza dándoles una calabaza paraque la paseen. Y debo decir que lo deacabar con los chillidos del esqueletochillón dándole un osito de peluche meha impresionado. Es lo que YayaCeravieja llama cabezología. La mayorparte de nuestro arte es cabezología, enel fondo; cabezología y boffo.

Leticia parecía aturullada yagradecida al mismo tiempo, lo que ledejó la cara a manchas blancas y

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rosadas. Tiffany tuvo que reconocer queera el tipo de rostro que mirabaanhelante por las ventanas de una torre,esperando a un caballero que no tuvieranada mejor que hacer que salvar a sudueña de dragones, monstruos y, enausencia de ambos, del aburrimiento.

—No tienes por qué hacer nada alrespecto —añadió Tiffany—. Elsombrero puntiagudo es optativo. Perosi estuviera aquí la señorita Lento,seguro que te recomendaría hacercarrera. No es bueno ser bruja sola.

Habían llegado al final del pasillo.Leticia giró otro pomo chirriante, quesumó sus protestas a las de la puerta al

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abrirse.—Eso lo tengo claro, visto lo visto

—dijo Leticia—. ¿Y la señorita Lentoes…?

—Viaja por el campo buscando achicas que tengan talento para el arte —explicó Tiffany—. Se dice que labrujería no la encuentras, te encuentraella a ti, y normalmente es la señoritaLento quien te da el golpecito en elhombro. Es buscadora de brujas, perome extrañaría que pasara por muchasmansiones. A las brujas nos ponennerviosas. ¡Madre mía!

La exclamación se debió a queLeticia acababa de encender un farol de

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aceite. La sala estaba llena deestanterías, y los libros que conteníanbrillaban. No eran libros modernos ybaratos, sino volúmenes encuadernadosen cuero, y no en un cuero cualquiera,sino en cuero procedente de vacas listasque habían dado sus vidas por laliteratura tras una existencia feliz en losmejores pastos posibles. Los librosrelucieron a medida que Leticia sedesplazó por la estancia y fueencendiendo más lámparas. Las izótirando de sus largas cadenas, cuyo levebalanceo fundió el brillo de los libroscon el resplandor de los adornos delatón hasta dejar la sala inundada de

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vivo y rico oro.Leticia puso cara de satisfacción al

ver a Tiffany quedarse plantadamirándolo todo.

—Mi bisabuelo era un grancoleccionista —dijo—. ¿Ves todo esemetal pulido? Es por la polilla de loslibros calibre 0,303, que corre tanto quepuede taladrar todo un estante de librosen una fracción de segundo. ¡Ja, pero nosi antes se estampa contra un adorno delatón a la velocidad del sonido! Antes labiblioteca era más grande, pero mi tíoCharlie huyó llevándose todos los librossobre… ¿erotismo, era? No estoy seguradel todo, pero no lo he encontrado en

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ningún mapa. En todo caso, ahora laúnica que entra aquí soy yo. Mi madreopina que leer inquieta a la gente.Perdona, ¿por qué olisqueas? Esperoque no se haya muerto otro ratón aquídentro.

Aquí hay algo que está muy fuera delugar, pensó Tiffany. Algo… tenso…tensándose. A lo mejor es solo todo elconocimiento que hay en los libros,luchando por salir. Había oído hablar delos tomos que había en la biblioteca dela Universidad Invisible, de todosaquellos libros con alma tan apretadosen el espacio-tiempo que por las noches,según se decía, hablaban entre ellos y

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pasaba una especie de relámpago delibro a libro. Si se juntaban demasiadosvolúmenes, ¿quién sabía de qué seríancapaces? Una vez la señorita Lento lehabía dicho: «El conocimiento es poder,el poder es energía, la energía esmateria, la materia es masa y la masaaltera el tiempo y el espacio». PeroLeticia tenía un aspecto tan feliz entrelos estantes y las mesas que a Tiffany lesupo mal poner pegas.

La chica le hizo un gesto para que seacercara.

—Y aquí es donde hago mistruquitos de magia —dijo, como sienseñara a Tiffany el sitio donde jugaba

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con las muñecas.Tiffany había empezado a sudar; le

temblaba todo el vello de la piel, unaseñal para sí misma de que debería darmedia vuelta y correr, pero Leticiaseguía charlando sin parar, inconscientede que Tiffany trataba de contener elvómito.

La peste del Hombre Astuto eraterrible. Se alzó en la alegre bibliotecacomo una ballena muerta tiempo atrásque ahora emergía a la superficie, llenade gas y podredumbre.

Tiffany miró desesperada a sualrededor, buscando algo que le quitaraesa imagen de la mente. Estaba claro

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que la señora Proust y Derek habíanhecho negocio con Leticia Florilegio: lachica les había comprado la gamacompleta, con verrugas y todo.

—Pero de momento solo me pongolas verrugas. Creo que dan la sensaciónadecuada pero sin pasarse, ¿no teparece? —estaba explicando.

—Yo nunca me he molestado —dijoTiffany con un hilo de voz.

Leticia olfateó.—Vaya, cómo lamento el olor. Creo

que son los ratones. Se comen la cola delos libros, aunque diría que esta vez hanencontrado uno muy, muy perturbador.

La biblioteca estaba empezando a

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poner a Tiffany muy nerviosa. Eracomo… bueno, como despertar y verque durante la noche había entrado unafamilia de tigres y se habían quedadodormidos al pie de la cama: por ahoratodo estaba tranquilo, pero en cualquiermomento alguien iba a quedarse sinbrazo. Allí estaban los artículos deBoffo, que eran como brujería paraaparentar. Impresionaban a la gente, y alo mejor servían para ayudar a unanovata a meterse en el papel, pero laseñora Proust nunca enviaría cosas quefuncionaran, ¿verdad que no?

A su espalda se oyó el tañido del asade un cubo y Leticia salió de detrás de

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un estante, sosteniendo el cubo con lasdos manos. Derramó un poco de arena aldejarlo en el suelo y hurgar un poco ensu interior.

—Ah, ahí estás —dijo sacando algoque parecía una zanahoria mordisqueadapor un ratón con poco apetito.

—¿Se supone que eso soy yo? —preguntó Tiffany.

—No se me da muy bien tallarmadera —se excusó Leticia—, pero ellibro decía que la intención es lo quecuenta… —Fue una afirmaciónnerviosa, con un matiz interrogativo queamenazaba con otra inundación delágrimas.

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—Lo siento —se lamentó Tiffany—.El libro se equivoca en eso. No es tanfácil. Lo que cuenta es lo que haces. Siquieres lanzar una maldición a alguien,necesitas algo que le haya pertenecido:pelo, o quizá un diente. Y con esas cosasno hay que trastear, porque sonpeligrosas y es muy fácil equivocarse.—Estudió más de cerca la bruja maltallada—. Veo que le has escrito lapalabra «bruja» con lápiz. Hum…¿Sabes eso que te decía de que es fácilequivocarse? Bueno, pues hay veces enque más que equivocarte, lo que haceses poner patas arriba la vida de alguien.

Con el labio inferior temblando,

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Leticia asintió.La presión en la cabeza de Tiffany

estaba empeorando, y ahora la sensaciónfétida era tan poderosa que parecía unapresencia física. Tiffany trató deconcentrarse en el montoncito de librosque había sobre la mesa. Eran unosejemplares pequeños y tristes, del tipoque Tata Ogg, capaz de sacar unasorprendente mordacidad cuando leapetecía, llamaba «cagarrutillasendulzadas para niñas que juegan abrujas».

Pero al menos Leticia había sidominuciosa: había un par de libretas en elatril que dominaba la mesa de

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biblioteca. Tiffany se giró para deciralgo a la chica, pero notó que su cabezano quería quedarse girada. Su SegundaVista tiraba de ella para que volviera ala mesa. Y su mano se levantó poco apoco, casi por sí misma, y apartó elmontoncito de libros tontos. Lo quehabía tomado por la superficie del atrilera en realidad un libro mucho másgrande, tan grueso y oscuro que parecíaconfundirse con la propia madera. Elpavor goteó en su cerebro como almíbarnegro, instándola a correr y… No, esoera todo. Solo a correr, y a seguircorriendo, y a no parar. Nunca.

Intentó mantener firme la voz.

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—¿Sabes algo de este libro?Leticia miró por encima de su

hombro.—Es muy antiguo. Ni siquiera

reconozco el idioma. Pero tiene unaencuadernación espléndida, eso sí, y lomás curioso es que siempre está un pocotibio.

Aquí y ahora, pensó Tiffany, lo tengodelante aquí y ahora. Eskarina dijo queexistía un libro escrito por él. ¿Estepodría ser una copia? Pero los libros nopueden hacer daño, ¿verdad? Claro quelos libros contienen ideas, y las ideaspueden ser peligrosas.

En aquel momento, el libro del atril

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se abrió con un crujido de su lomo decuero y un leve susurro al girar laportada. Las páginas pasaron como unabandada de palomas alzando el vuelohasta llegar a una que llenó lamedianoche de la sala con brillante,hiriente luz del sol. Y en esa luz del sol,corriendo hacia ella por un desiertoabrasador, había una figura vestida denegro…

Por acto reflejo, Tiffany cerró ellibro de golpe y lo mantuvo sujeto conlas dos manos, abrazándolo como unacolegiala. Me ha visto, pensó. Sé que meha visto. El libro saltó entre sus brazoscomo si lo hubiera golpeado algo

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voluminoso, y Tiffany alcanzó a oír…palabras, palabras que se alegró de noentender. El libro recibió otro impactoque abombó la portada y estuvo a puntode tirarla al suelo. Cuando sintió elsiguiente topetazo, se dejó caer hacia lamesa, con el libro por delante paraapoyar encima todo su peso.

Fuego, pensó. ¡Él odia el fuego!Pero no creo que pueda cargar el librohasta muy lejos y, bueno, las bibliotecasno se incendian y punto. Además, estesitio está más seco que la mojama.

—¿Hay algo intentando salir dellibro? —preguntó Leticia.

Tiffany miró su cara blanca y rosada.

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—Sí —logró responder, y aplastó ellibro contra la mesa cuando volvió asaltarle en los brazos.

—No será como ese trasgo del librode cuentos, ¿verdad? Siempre me dabamiedo que se escurriera de entre laspáginas.

El libro brincó en el aire y volvió acaer de sopetón contra la mesa, dejandosin aliento a Tiffany. Consiguió decirentre dientes:

—¡Creo que es mucho peor que eltrasgo!

Que es el trasgo de las dos, recordóen muy mal momento. Ambas tenían elmismo libro, al fin y al cabo. No era un

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buen libro por muchos motivos, pero alcrecer se quedaba en una ilustración sinmás, aunque una parte de la mente nuncaolvidara.

Parecía ocurrirle a todo el mundo.Cuando había contado a Petulia queantes le daba miedo el dibujo de unlibro, su amiga había confesado que ellaestaba aterrorizada por un esqueleto deaspecto feliz que vio dibujado en unlibro de pequeña. Y resultó que todaslas otras chicas tenían algún recuerdoparecido. Era como algo inevitable en lavida. Los libros siempre empezaban porasustarte.

—Creo que sé lo que hemos de

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hacer —dijo Leticia—. ¿Puedes tenerloocupado un rato? Vuelvo enseguida.

Se marchó y al cabo de unossegundos Tiffany, que seguía haciendofuerza para que no se abriera el libro,oyó un chirrido. No le hizo mucho casoporque sus brazos, ceñidos en torno allibro saltarín, estaban casi al rojo vivo.Entonces, detrás de ella, Leticia dijo envoz baja:

—Muy bien, voy a llevarte hasta laprensa de libros. Cuando te lo diga,mete el libro y quita las manos muy, muydeprisa. ¡Es muy importante que lohagas rápido!

Tiffany se dejó girar por la chica, y

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juntas avanzaron poco a poco hasta unobjeto metálico que las esperaba en lapenumbra, sin que el libro dejara dezarandearse con furia y darle golpes enel pecho; era como sostener un corazónde elefante que aún latía.

Los topetazos le impidieron oír bienla voz de Leticia, que estaba gritando:

—Apoya el libro en la placa demetal, empújalo un poquito haciadelante y aparta los dedos… ¡Ya!

Algo giró. Durante un instanteaterrador, Tiffany vio que una manoatravesaba la portada del libro antes deque una plancha de metal cayera aplomo encima, cortándole a ella la punta

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de las uñas.—Ayúdame con esta manivela,

¿quieres? Apretémosla todo lo que sepueda —sugirió Leticia, que estabaempujando… ¿qué?—. Es la viejaprensa de libros. Mi abuelo la usabamucho para arreglar los libros viejoscuando se estropeaban. Va muy bienpara pegar las páginas que se salen, porejemplo. Ahora ya no la usamos, menosen la Vigilia de los Puercos. No veascon qué precisión parte las nueces…Hay que dar vueltas a la manivela hastaque empieces a oír crujidos. Suenan unpoco a cráneos humanos diminutos.

Tiffany arriesgó una mirada a la

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prensa, cuyas placas superior e inferiorestaban ya apretadas con firmeza, paraver si chorreaba cerebro humano por ellado. No lo vio, pero tampoco se quedómuy tranquila porque en aquel momentosalió un pequeño esqueleto humano deuna pared, atravesó los estantes de labiblioteca como si fuesen humo ydesapareció. Llevaba un osito depeluche en brazos. Fue una de esascosas que el cerebro archiva como«preferiría no haberlo visto».

—¿Era algún tipo de fantasma? —preguntó Leticia—. No digo elesqueleto; ya te he hablado de él,¿verdad? Pobrecito. No, digo el otro, el

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del libro.—Es… bueno, supongo que podría

decirse que es como una enfermedad, ytambién un poco como una pesadilla queresulta estar esperándote en tu cuarto aldespertar. Y creo que puedes haberlotraído tú. O invocado, si lo prefieres.

—¡No prefiero ninguna de las doscosas! ¡Lo único que hice fue un hechizosencillo sacado de un libro que me costóun dólar! Vale, reconozco que fui unaniña caprichosa, pero no pretendía quesucediera… ¡eso! —Señaló la prensa,que aún crujía.

—Mujer tonta —dijo Tiffany.Leticia parpadeó.

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—¿Qué has dicho?—¡Mujer tonta! O mujer caprichosa,

si quieres. Te casas dentro de unos días,¿recuerdas? E intentaste hechizar aalguien por celos. ¿Es que no viste eltítulo de ese libro? ¡Lo he podido verhasta yo! ¡Era La pira de las brujas! Lodictó un sacerdote omniano que estabatan loco que no habría podido ver lacordura ni con telescopio. ¿Y sabes qué?Los libros viven. ¡Las páginasrecuerdan! ¿Has oído hablar de labiblioteca de la Universidad Invisible?¡Tienen libros que hay que mantenerencadenados, a oscuras y hasta bajo elagua! Y usted, señorita, jugó a hacer

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magia a pocos centímetros de un libroque bulle de maldad, de magiavengativa. ¡Claro que te dio resultado!Yo le desperté, y desde entonces no hahecho otra cosa que buscarme, darmecaza. ¡Y tú, con tu hechicito de nada, leindicaste hacia dónde ir! ¡Le ayudaste!¡Ha vuelto, y acaba de encontrarme! Elquemabrujas. Y es lo que te decía:infeccioso, una especie de enfermedad.

Se detuvo para inhalar un aliento quellegó y esperar un torrente de lágrimasque no. Leticia se había quedado parada,como si diera vueltas a algo. Entoncesdijo:

—Supongo que no basta con un «lo

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siento», ¿verdad?—Ahora que lo dices, sería un buen

principio —respondió Tiffany, peroestaba pensando: «Esta chica, que no haentendido que ya es mayor para ponersevestidos de niña, entregó una calabaza aun fantasma sin cabeza para que lallevara bajo el brazo y se sintiera mejor,y regaló un osito de peluche a unesqueleto que chillaba. ¿A mí se mehabría ocurrido? Desde luego, es lo queharía una bruja»—. Mira, está claro quetienes talento para la magia, te lo digoen serio. Pero vas a meterte en unos líostremendos como te pongas a trastear sinsaber lo que haces. Aunque darle el

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osito al pobre esqueleto fue unagenialidad, eso sí. Si mantienes esa ideaen la cabeza y entrenas un poco, puedeesperarte un futuro bastante mágico.Tendrás que marcharte y pasar un tiempocon alguna bruja mayor, como hice yo.

—Bueno, es maravilloso, Tiffany —dijo Leticia—. ¡Pero tengo quemarcharme y pasar un tiempocasándome! ¿Podemos volver ya? ¿Yqué sugieres que hagamos con el libro?No me hace gracia que se quede aquí.¿Y si logra escapar?

—Ya está fuera, en realidad. Pero ellibro es… bueno, es una especie deventana que le facilita el trayecto. Para

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llegar hasta mí. A veces pasan cosas deese estilo. Es como un portal hacia otromundo, o puede que hacia otro sitio deeste.

Tiffany se había crecido bastantemientras lo explicaba, por lo que lesirvió de escarmiento que Leticia dijera:

—Ah, ya, lo del bosque de jacintoscon la casita que a veces echa humo porla chimenea y a veces no; o la chica queda de comer a los patos del estanque, ylas palomas de la casa que tiene detrás aveces vuelan y a veces están posadas.Se mencionan en el libro Mundosflotantes de H. J. Anudasapos. ¿Quieresleerlo? Sé dónde está.

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Y antes de que Tiffany pudiera abrirla boca, la chica se metió entre lasestanterías. Regresó al cabo de unminuto, para gran alivio de Tiffany,trayendo un tomo grande y encuadernadoen cuero brillante que, sin avisar,depositó en sus manos.

—Te lo regalo. Te has portado mejorconmigo que yo contigo.

—¡No puedes dármelo! ¡Es de labiblioteca! ¡Dejará hueco!

—No, insisto —dijo Leticia—. Detodas formas aquí ya no entra nadie másque yo. Mi madre guarda en sudormitorio todos los libros de historiafamiliar, genealogía y heráldica, y es la

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única a la que interesan. Aparte de mí,la única otra persona que viene a veceses el señor Tyler, y me parece que haentrado para hacer su última rondanocturna. Bueno —añadió—, es muymayor y muy lento, y le cuesta como unasemana hacer la ronda nocturna porqueduerme durante el día. Vamos. Siencuentra a alguien aquí, le dará uninfarto.

Como para confirmarlo, se oyó elchirrido de un pomo lejano.

Leticia bajó la voz.—¿Te importa que salgamos por el

otro lado? Puede alterarse mucho sidescubre a cualquiera aquí dentro.

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Por el largo pasillo se acercaba unaluz, aunque había que observarla duranteun buen rato para constatar que semovía. Leticia abrió la puerta hacia elmundo exterior y las dos corrieron porlo que habría sido el césped si alguienlo hubiera cortado en la última década.Tiffany se llevó la impresión de que enaquel lugar el cuidado del jardínfuncionaba al mismo ritmo decrépito queel señor Tyler. Había rocío en la hierba,y la clara sensación de que el amanecerera un suceso muy probable en algúnmomento del futuro. Tan pronto comollegaron a la escoba, Leticia musitó suenésima disculpa y corrió de vuelta

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hacia otra puerta de la casa durmiente,para salir cinco minutos después con unbolso grande.

—Mi ropa de luto —dijo mientras laescoba se elevaba entre el aire calmado—. Mañana será el funeral del ancianobarón, pobre hombre. Mi madre siemprese lleva la ropa de luto cuando viaja.Dice que nunca se sabe cuándo va aestirar la pata alguien.

—Es un punto de vista muyinteresante, Leticia, pero cuando vuelvasal castillo querría que contaras a Rolandlo que hiciste, por favor. Me da igualtodo lo demás, pero por favor explícaleel hechizo que lanzaste.

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Tiffany esperó. Leticia estabasentada detrás de ella y, en aquelmomento, en silencio. En muchosilencio. En tanto silencio que se oía.

Tiffany se entretuvo mirando elpaisaje que pasaba por debajo. Aquí yallá, el humo empezaba a salir de lascocinas, aunque el sol aún estaba pordebajo del horizonte. Las mujeres de lospueblos solían competir por ser laprimera en sacar humo: demostraba quedebajo había un ama de casa aplicada.Tiffany suspiró. Lo que tenía volar enescoba era que veías a la gente desdearriba. Era imposible evitarlo pormucho que lo intentaras. Los seres

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humanos se quedaban en meros puntitosque correteaban de un lado para otro. Ycuando empezabas a pensar de esemodo, había llegado el momento debuscar la compañía de otras brujas, paraaclararte las ideas. «No serás brujasola», decía el dicho. Era másmandamiento que consejo.

A su espalda Leticia dijo, con voz dehaber sopesado meticulosamente cadapalabra antes de decidirse a hablar:

—¿Por qué no estás más enfadadaconmigo?

—¿A qué te refieres?—¡Ya sabes! ¡Por lo que hice! ¡Estás

siendo horriblemente… maja!

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Tiffany se alegró de que la chica nole viera la cara y, ya puestos, de nopoder ver la suya.

—Las brujas no solemos enfadarnos.Liarse a gritos no lleva a ninguna parte.

Tras una nueva pausa, Leticiaconfesó:

—Si es así, a lo mejor no estoyhecha para ser bruja. A veces sientomucha rabia.

—Ah, yo a menudo siento mucharabia, eso sí —dijo Tiffany—, pero lareservo en algún sitio hasta que sirvapara algo útil. Es lo que tiene labrujería… y la maguería también, porcierto. No solemos hacer mucha magia,

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y cuando la hacemos es casi siempresobre nosotros mismos. Vale, mira, elcastillo está ahí delante. Te dejaré en eltejado, y la verdad es que tengo unasganas tremendas de ver lo cómoda quees esa paja.

—Escucha, de verdad, de verdadque lo…

—Lo sé. Ya lo has dicho. No teguardo rencor, pero tienes que arreglarlo que estropeas. Eso también formaparte de la brujería. —Y añadió para símisma: «¡Si lo sabré yo!».

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CAPÍTULO 12El pecadu de pecadus

La paja resultó ser bastante cómoda. Lascasas pequeñas no suelen tenerdormitorios libres, así que las brujasque llegaban por trabajo, como elnacimiento de un niño, tenían suerte sipodían echarse en el establo. Mucha

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suerte, en realidad. Solía oler mejor, yTiffany no era la única que pensaba queel aliento de una vaca, cálido y conregusto a hierba, era una especie demedicina por derecho propio.

Las cabras de la mazmorra eran casiigual de buenas. Se quedaban allítumbadas y tranquilas, masticando lacena una y otra vez sin quitarle deencima sus solemnes miradas, comoesperando que se pusiera a hacermalabarismos, o tal vez algún númeromusical.

Su último pensamiento antes dequedarse dormida fue que alguien teníaque haberles dado de comer, y por tanto

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se había percatado de que en lamazmorra había una prisionera demenos. Si era el caso, tendríaproblemas, pero costaba ver cuántosproblemas más podía tener.Probablemente no muchos, por lo visto,ya que cuando despertó una hora mástarde alguien la había tapado con unamanta mientras dormía. ¿Qué estabaocurriendo allí?

Lo averiguó al ver aparecer aPreston con una bandeja de huevos conbeicon, aderezados con un poco de caféque se había salido de la taza al bajar lalarga escalera de piedra.

—De parte del señor del castillo,

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con sus saludos y sus disculpas —dijoPreston, sonriente—. Y tengo orden detransmitirte que, si quieres, puedes tenerun baño caliente preparado en la cámarablanca y negra. Y cuando estés lista, elbarón… el nuevo barón querría hablarcontigo en su despacho.

La idea de un baño sonabaestupenda, pero Tiffany sabía que no ibaa tener tiempo y, además, cualquier bañodigno de ese nombre requeriría que unaspobres chicas subieran un montón decubos pesados cuatro o cinco tramos deescaleras de piedra. Tendría queconformarse con un lavado rápidocuando tuviera ocasión de usar alguna

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palangana.[26] Pero recibió de milamores los huevos y el beicon. Mientrasdevoraba el plato se propuso intentarconseguir otro más adelante si aquel ibaa ser un día-de-ser-amable-con-Tiffany.

A las brujas les gustaba aprovecharal máximo la gratitud antes de que seenfriara. La gente solía volverse un pocoolvidadiza al cabo de un día más omenos. Preston estuvo observándola conla expresión de quien ha desayunadogachas saladas, y cuando acabó decomer le dijo con cautela:

—¿Ahora irás a ver al barón?Está preocupado por mí, pensó

Tiffany.

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—Antes querría ir a ver al anteriorbarón —anunció.

—Sigue muerto —informó Preston,con aire preocupado.

—Bueno, al menos algo va bien —dijo Tiffany—. Imagínate qué bochornosi no. —Sonrió al ver el asombro dePreston—. El funeral es mañana, así quedebo ir a verle sin falta hoy, Preston,ahora mismo. ¿Por favor? En estosmomentos, él es más importante que suhijo.

Tiffany notó las miradas de la gentemientras daba grandes zancadas hacia lacripta, con Preston casi corriendo parano perderla, y luego bajando de dos en

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dos el largo tramo de escalones. Le dioun poco de lástima porque el jovensiempre había sido amable y respetuosocon ella, pero nadie debía pensar que unguardia la trasladaba a ningún sitio. Deeso ya había habido bastante. Lasmiradas de la gente parecían mástemerosas que enfadadas, y Tiffany nosupo si era buena señal o no.

Se detuvo al pie de la escalera einspiró una profunda bocanada de aire.Solo notó el olor habitual de la cripta,fresco y con un matiz de patatas. Sepermitió una sonrisita de orgullo. Y allíestaba el barón, tendido en la mismapostura pacífica en que lo había dejado,

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con las manos cruzadas sobre el pecho,con todo el aspecto de haberse quedadodormido.

—Todos pensaban que practiqué labrujería aquí abajo, ¿verdad, Preston?—preguntó.

—Hubo habladurías, sí, señorita.—Sí que la practiqué. Tu abuela te

enseñó cosas de cómo preparar a losmuertos, ¿verdad? Entonces sabrás queno deben quedarse mucho tiempo en latierra de los vivos. Aún no refresca deltodo, y este verano ha hecho calor, y laspiedras que podrían estar igual de fríasque una tumba no lo están tanto. Así quePreston, ve a traerme dos cubos de agua,

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¿quieres?Se sentó en silencio a un lado de la

losa mientras el guardia se marchaba.Tierra, sal y dos monedas para el

barquero eran las cosas que se daban aun muerto, y entonces se observaba y seescuchaba, como la madre de un reciénnacido…

Preston regresó con dos grandesbaldes y una escasa cantidad dederramamiento, para aprobación deTiffany. Los dejó a su lado deprisa y segiró para marcharse.

—No, quédate, Preston —le ordenóella—. Quiero que veas lo que hagopara que puedas contar la verdad si

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alguien pregunta.El guardia asintió sin hablar. Una

impresionada Tiffany colocó uno de loscubos junto a la losa y se arrodilló a sulado, metió una mano en el gélido cubo,apoyó la palma de la otra en la piedra ysusurró:

—El equilibrio lo es todo.La rabia ayudaba. Era increíble lo

útil que podía resultar, si se acumulabahasta poder darle buen uso, como habíaexplicado a Leticia. Oyó que el jovenahogaba un grito cuando el agua delcubo empezó a soltar vapor, y luego aburbujear.

Preston se puso en pie de un salto.

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—¡Lo he entendido, señorita! Mellevo el cubo que hierve y traigo otrofrío, ¿verdad?

Tuvo que tirar tres cubos de aguahirviendo antes de que el aire de lacripta volviera a tener una gelidezinvernal. Tiffany subió la escalera conlos dientes a punto de castañetear.

—A mi abuela le habría encantadopoder hacer algo así —susurró Preston—. Siempre decía que a los muertos noles gusta el calor. Has puesto el frío enla piedra, ¿verdad?

—En realidad, he sacado calor de lalosa y del aire y lo he enviado al cubode agua —dijo Tiffany—. No es

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exactamente magia. Es una… habilidad.Solo hay que ser bruja para poderhacerlo, nada más.

Preston suspiró.—Yo curaba de embuchado a las

gallinas de mi abuela. Tenía que abrirlascon un cuchillo para sacar lo que sehubieran tragado, pero luego las cosía.No se me murió ni una. Y una vez que uncarro atropelló al perro de mi madre, lolimpié, volví a meterle dentro todas suscosas y se quedó como nuevo, menospor una pata que no pude salvar. Pero letallé una de madera, con arnés de cueroy todo, ¡y aún persigue a los carros!

Tiffany intentó no parecer

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desconfiada.—Abrir a las gallinas cuando tienen

algo embuchado no funciona casi nunca—objetó—. Conozco a una bruja decerdos que también cura aves cuando esnecesario, y dice que a ella nunca le hasalido bien.

—Ah, será porque no conoce la raízde retuerzo —replicó Preston, animado—. Si mezclas el jugo con un poco depoleo, se curan de maravilla. Mi abuelasabía mucho de raíces y me enseñó a mí.

—Bueno —dijo Tiffany—, si puedescoser una molleja de gallina, podrásarreglar un corazón roto. Oye, Preston,¿por qué no te haces aprendiz de

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médico?Habían llegado a la puerta del

despacho del barón. Preston llamó conlos nudillos antes de abrirla para queentrara Tiffany.

—Es por las letras esas que tienesque ponerte detrás del nombre —susurró—. ¡Son letras muy caras! A lo mejor nohace falta dinero para hacerse bruja,señorita, pero si necesitas tener lasletras esas… ¡ya te digo si hace falta!

Cuando Tiffany entró, Roland estabade pie mirando hacia la puerta, con laboca llena de palabras vertidas que seapelotonaban para no decirse. Lo que síatinó a decir fue:

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—Hum, señorita Dolorido… Quierodecir, Tiffany, mi prometida me haasegurado que todos fuimos víctimas deuna intriga mágica que te tenía a ti comoobjetivo. Espero que sepas disculparcualquier malentendido por nuestraparte, y confío en que no te hayasupuesto una incomodidad excesiva.Permíteme añadir que me consuela unpoco saber que claramente fuiste capazde escapar de nuestra pequeñamazmorra. Hum…

Tiffany quería gritar: «¡Roland! ¿Teacuerdas de que nos conocimos cuandoyo tenía cuatro años y tú siete, y los doscorreteábamos por ahí en camiseta? Me

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caías mejor cuando no hablabas como unviejo abogado con una escoba metidatrasero arriba. Suenas como siestuvieras dando un mitin». Pero lo quedijo fue:

—¿Leticia te lo ha contado todo?Roland puso ojos de cordero

degollado.—Tengo la pertinaz sospecha de que

no, Tiffany, pero sí ha sido muy sincera.Incluso me atrevería a calificarla derotunda. —Tiffany intentó no sonreír.Por su rostro, parecía que Rolandempezaba a entender algunos hechos dela vida matrimonial. El pobre carraspeó—. Me ha contado que fuimos víctimas

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de una especie de enfermedad mágica,que en estos momentos se halla atrapadadentro de un libro de Villa Florilegio…—Sonaba más a pregunta que aafirmación, y a Tiffany no le extrañó queestuviera perplejo.

—Sí, es verdad.—Y… por lo visto ahora está todo

arreglado porque Leticia ha sacado tucabeza de un cubo de arena. —Conaquello pareció perdido del todo, yTiffany lo comprendía.

—Me parece que las cosas puedenhaberse embrollado un poco —dijo,diplomática.

—Y también me ha dicho que va a

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hacerse bruja. —Lo dijo en un tono algoabatido. Tiffany sintió lástima por él,pero no mucha.

—Bueno, creo que tiene una aptitudbásica. Depende de ella hasta dóndequiera llevarla.

—No sé lo que dirá su madre.Tiffany se echó a reír.—Bueno, siempre puedes explicar a

la duquesa que la reina Magrat deLancre es bruja. No es ningún secreto.Está claro que reinar tiene prioridad,pero hay pocas mejores que ella con laspociones.

—¿En serio? —dijo Roland—. Elrey y la reina de Lancre han tenido la

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gentileza de aceptar la invitación anuestra boda. —Y Tiffany estuvo segurade ver la mente de Roland funcionando.En aquella extraña partida de ajedrezque era la nobleza, una reina viva yauténtica vencía a casi cualquiera, porlo que la duquesa tendría que hacerreverencias hasta que le crujieran lasrodillas. Captó las palabras vertidas:Por supuesto sería de lo másdesafortunado. Era increíble, peroRoland podía medir hasta sus palabrasvertidas. Lo que no pudo detener fue unapequeña sonrisita.

—Tu padre me dio quince dólaresde Ankh-Morpork de oro de verdad.

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Fueron un regalo. ¿Me crees?Roland vio el brillo en sus ojos e

inmediatamente respondió:—¡Sí!—Bien —dijo Tiffany—. Pues

averigua dónde se ha metido laenfermera.

Tal vez una pequeña parte de laescoba siguiera metida en el trasero deRoland, porque preguntó:

—¿Crees que mi padre eraconsciente del valor real de ese regalo?

—Tuvo la mente clara como el aguahasta el final, y lo sabes. Puedes confiaren él, igual que puedes confiar en mí, yahora confía en mí si te digo que seré yo

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con quien te cases.Su mano taponó la boca un instante

demasiado tarde. ¿De dónde habíasalido eso? Y Roland parecía tanestupefacto como se sentía ella.

Habló él, con una voz alta y firmepara ahuyentar el silencio.

—No he oído bien lo que acabas dedecir, Tiffany… Imagino que el durotrabajo de estos últimos días haabrumado tu sensibilidad, de algúnmodo. Creo que todos nos quedaríamosmucho más tranquilos si supiéramos quedescansas bien. Yo… amo a Leticia,¿sabes? No es muy… bueno,complicada, pero lo haría todo por ella.

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Cuando es feliz, me hace feliz a mí, y lafelicidad nunca se me ha dado muy bien.—Tiffany vio caer una lágrima por sumejilla e, incapaz de detenerse, le tendióun pañuelo más o menos limpio. Rolandlo cogió para intentar sonarse la nariz,llorar y reír al mismo tiempo—. A ti tetengo cariño, Tiffany, mucho cariño…pero es como si siempre tuvieras unpañuelo para ofrecérselo al mundoentero. Eres muy, muy lista. No, no digasque no. Eres lista. Una vez, depequeños, recuerdo que estabasfascinada por la palabra«onomatopeya». Era como hacer unnombre o una palabra a partir de un

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sonido, como cuco o zumbar o…—¿Tintineo? —sugirió Tiffany antes

de poder evitarlo.—Eso es, y recuerdo que decías que

«muermo» es el ruido que hace elaburrimiento, porque suena como unamosca muy cansada que vuela contra laventana cerrada de un desván viejo en elbochorno de un día de verano. Y yopensé: «¡No voy a entenderlo en lavida!». Para mí no tiene sentido, y séque tú eres lista y para ti sí. Creo quehace falta un tipo especial de cabezapara pensar de esa manera, un tipoparticular de listeza. Y yo no tengo unacabeza de ese tipo.

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—¿Qué sonido hace la amabilidad?—dijo Tiffany.

—Sé lo que es la amabilidad, perono concibo que haga ruido. ¡Ya estásotra vez! El caso es que mi cabeza novive en un mundo donde la amabilidadtiene un sonido propio. La mía vive enun mundo donde dos más dos son cuatro.Tiene que ser muy interesante, y nosabes cómo te envidio, pero creo que aLeticia la comprendo. Leticia no tienecomplicaciones; ya sabes lo que quierodecir.

Una chica que exorcizó a unfantasma escandaloso del lavabo comoquien cumple una tarea doméstica más.

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No sabes la que te espera con ella,amigo. Pero no lo dijo en voz alta. Dijo:

—Creo que te has comprometidocon mucha sabiduría, Roland.

Para su sorpresa, el joven barónpuso cara de alivio antes de volverdetrás de su mesa como un soldado secubriría tras las almenas.

—Esta tarde empezarán a llegar losinvitados que vienen de más lejos parael funeral de mañana, y algunos de ellosse quedarán hasta la boda. Ha querido lafortuna… —Ahí había otro trozo deescoba—. El pastor Huevo tiene quepasar por aquí en su ronda, y será tanamable de decir unas palabras en la

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ceremonia de mi padre, y luego sequedará alojado aquí para oficiar laboda. Es miembro de una secta omnianamoderna. Mi futura suegra aprueba a losomnianos pero, por desgracia, no a estasecta concreta, así que hay un poco detensión al respecto. —Puso la mirada enblanco—. Para colmo de males, tengoentendido que viene directo desde laciudad y, como ya sabes, a lospredicadores de ciudad no suele irlesmuy bien aquí.[27]

»Lo consideraría un gran favor,Tiffany, si pudieras ayudar a evitarcualquier complicación o alboroto,sobre todo si es de naturaleza oculta, en

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los duros días que nos esperan. ¿Porfavor? Ya circulan bastantes historias.

Tiffany aún estaba sonrojadadespués de su arrebato. Asintió y logrófarfullar:

—Escucha, eso que he dicho hace unmomento no lo…

Calló porque Roland habíalevantado una mano.

—Es un momento difícil para todosnosotros. Todas las supersticiones tienenuna razón de ser. Las bodas y losfunerales provocan grandes tensiones entodos los implicados, salvo en el casode los, digamos, protagonistas de lossegundos —dijo—. Mantengamos la

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calma y la cautela. Me alegro de que lehayas caído bien a Leticia. No creo quetenga muchas amigas. Y ahora, si medisculpas, tengo más cosas quesupervisar.

Mientras salía del despacho en lacabeza de Tiffany seguía resonando supropia voz. ¿Por qué había dicho eso decasarse? Siempre había pensado queacabaría siendo cierto. Bueno, no hacíatanto que había dejado de pensarlo, peroseguía siendo el pasado, ¿verdad?¡Claro que sí! Qué vergüenza habersaltado con aquella chiquillada tan tonta.

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Y ahora, ¿dónde iba? Bueno, habíamuchas cosas que hacer, como siempre.La necesidad nunca acababa. Ya habíarecorrido la mitad del gran vestíbulocuando una doncella se acercó nerviosay le dijo que la señorita Leticia queríahablar con ella en su dormitorio.

Encontró a la chica sentada en lacama, retorciendo un pañuelo —Tiffanyse alegró de constatar que era unolimpio— con aire de preocupación, esdecir, con aire de más preocupación quesu aire habitual, el de un hámster al quese le ha parado la rueda de andar.

—Muchas gracias por venir, Tiffany.¿Podemos hablar en privado? —Tiffany

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miró a su alrededor; allí no había nadiemás—. En confianza —dijo Leticia, ydio otra vuelta al pañuelo.

No tiene muchos amigos de su edad,pensó Tiffany. Seguro que no le dejabanjugar con los niños del pueblo. No salemucho. Va a casarse en un par de días.Ay, madre. No era una conclusión muydifícil de alcanzar. Una tortuga cojapodría cazarla al vuelo. Y luego estabaRoland. Secuestrado por la Reina de losElfos, retenido en su asqueroso paísmuchísimo tiempo sin crecer,mangoneado por sus tías, siempreangustiado por su anciano padre; normalque le parezca necesario comportarse

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como si tuviera veinte años más de losque tiene. Ay, madre.

—¿En qué puedo ayudarte? —inquirió en tono alegre.

Leticia carraspeó.—Después de la boda nos iremos de

luna de miel —dijo mientras su rostroadquiría un delicado matiz rosa—. ¿Quése supone que ocurrirá exactamente? —Las últimas palabras las habíamurmurado a toda prisa, notó Tiffany.

—¿No tienes ninguna… tía? —preguntó. Las tías solían ser buenas paraaquellas cosas. Leticia negó con lacabeza—. ¿Has probado a hablar con tumadre? —aventuró Tiffany, y Leticia

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giró hacia ella una cara que estaba rojacomo una langosta cocida.

—¿Tú hablarías de esto con mimadre?

—Ya veo el problema. Bueno, agrandes rasgos, y no te lo tomes comouna opinión de experta…

Pero lo era.[28] Las brujas no podíanevitar hacerse expertas en cómo llegabala gente al mundo; cuando ella teníadoce años, las brujas mayores yaconfiaron en que atendiera un parto ellasola. Además había ayudado a nacer alos corderos, incluso de muy pequeña.Las cosas fluían por naturaleza, comodecía Tata Ogg, aunque a veces no fluían

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tanto como cabría esperar. Se acordódel señor y la señora Bache, una parejabastante simpática que había tenido tresniños seguidos antes de que se lesocurriera cuál podía ser el motivo.Desde entonces Tiffany se preocupó detener una charla con las niñas del pueblocuando llegaban a una cierta edad, por siacaso.

Leticia la escuchó con la actitud dealguien que iba a tomar apuntes después,y a quien posiblemente examinarían elviernes. No hizo ninguna pregunta hastamás o menos la mitad de la explicación,cuando dijo:

—¿Estás segura de eso?

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—Sí. Estoy bastante convencida —respondió Tiffany.

—Bueno, hum… Complicado noparece. Por supuesto, me imagino quelos chicos lo saben todo sobre estascosas… ¿Por qué te ríes?

—Es cuestión de opiniones.¡Ah, ahora te veo! ¡Te veo,

inmundicia, pestilencia, nocivaabominación!

Tiffany miró el espejo de Leticia,que era inmenso y tenía un marco llenode querubines gordos y dorados queiban a morirse de un constipado. Allíestaba el reflejo de Leticia, y allí, tenuepero visible, estaba el rostro sin ojos

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del Hombre Astuto. Su contorno empezóa ganar consistencia. Tiffany sabía queno había cambiado la expresión de supropio rostro. Lo sabía. No voy acontestarle, pensó. Ya casi me habíaolvidado de él y todo. No respondas.¡No le des por dónde agarrarte!

Forzó una sonrisa mientras Leticiasacaba de cajas y arcones lo quellamaba su ajuar, pero que en opinión deTiffany, contenía todo el suministromundial de volantes. Se concentró enellos para que el volantismo le llenarala mente y se llevara las palabras que nodejaba de escupirle él. Las que podíaentender ya eran bastante malas, pero

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eran peores las que no. Pese a todo, lavoz cascada y ahogada se abrió paso denuevo:

Crees que has tenido suerte, bruja.Confías en volver a tenerla. Túnecesitas dormir. Yo nunca duermo. Tútienes que tener suerte una y otra vez.A mí solo me hace falta una. Solo unavez y… arderás.

La última palabra fue suave, casiamable, después de las fraseschirriantes, entrecortadas y rasposas quela habían precedido. Sonó peor.

—¿Sabes qué? —dijo Leticiamirando pensativa una prenda queTiffany sabía que nunca podría

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permitirse—. Aunque tengo ganas de serla señora de este castillo, debo decirque el sistema de desagües huele queapesta. Vamos, que huele como si no lohubieran limpiado desde el principio delos tiempos. De verdad, hasta meimagino a monstruos prehistóricoshaciendo sus necesidades en él.

Así que puede olerlo, pensó Tiffany.Es una bruja, no hay duda. Una bruja quenecesita formación porque si no larecibe será una amenaza para todos,empezando por ella misma. Leticiaseguía cotorreando; no podía describirsede otra forma. Tiffany, todavía obstinadaen ahogar la voz del Hombre Astuto por

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pura fuerza de voluntad, preguntó en vozalta:

—¿Por qué?—Ah, porque me parece que las

presillas quedan mucho más bonitas quelos botones —dijo Leticia, que sosteníaun camisón de esplendor considerable,otro recordatorio para Tiffany de que lasbrujas nunca tenían dinero.

¡Ya ardiste antes igual que ardí yo!,graznó la voz en su mente. ¡Pero estavez no me atraparás! ¡¡¡Seré yo quiente atrape a ti y a tu confederación de lamaldad!!!

Tiffany pensó que hasta podía verlos signos de admiración. Los signos

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gritaban por él, aun cuando hablaba convoz suave. Brincaban y daban tajos a suspalabras. Tiffany alcanzó a ver su carafruncida, las gotitas de saliva queacompañaban sus gestos a dedolevantado y los gritos: pegotes de locuralíquida que surcaban el aire detrás delespejo.

Leticia tenía suerte de no poder oírloaún, ya que su mente estaba llena devolantes, campanas, arroz y laperspectiva de ocupar el centro de unaboda. Ni siquiera el Hombre Astutopodía abrirse camino a través deaquello.

Tiffany logró decir:

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—No va a conjuntarte bien. —Y unaparte de ella repetía una y otra vez parasí misma: No tiene ojos. No hay nirastro de ojos. Son dos túneles en sucabeza.

—No, tienes razón. Creo quequedaría mejor el de color malva —dijoLeticia—, aunque siempre me dicen quemi color es el eau-de-nil. Por cierto,¿podría compensarte un poco por todonombrándote mi dama de honorprincipal? Por supuesto, tengo unmontón de primas lejanas pequeñas que,por lo visto, llevan dos semanas sinquitarse sus vestidos de dama de honor.

Tiffany seguía mirando a la nada, o

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más bien a dos agujeros hacia la nada.En aquel momento eran lo másimportante de su mente, y ya teníabastante sin añadir primitas lejanas a lamezcla.

—Me parece que las brujas novalemos para damas de honor, perogracias de todas formas —dijo.

¿Damas de honor? ¿Una boda?A Tiffany se le cayó aún más el alma

a los pies. Ya no podía deshacerlo.Salió corriendo del dormitorio antes deque aquella criatura averiguara máscosas. ¿Cómo buscaba? ¿Qué buscaba?¿Acababan de darle una pista? Bajócorriendo a la mazmorra, que en aquel

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momento consideraba un refugio.Allí estaba el libro que le había

regalado Leticia. Lo abrió y empezó aleer. En las montañas había aprendido aleer rápido, ya que los únicos libros alos que podía echar mano eran de labiblioteca ambulante y si los devolvíascon retraso te cobraban un penique, queno era moco de pavo cuando tu monedade curso legal era la bota vieja.

El libro contaba historias deventanas. No de ventanas ordinarias,aunque algunas podían serlo. Y detrás deellas había… cosas, monstruos a veces.Un cuadro, una página de un libro,incluso un charco en el lugar adecuado

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podía ser una ventana. Volvió a recordarel espantoso trasgo del viejo libro decuentos de hadas: a veces reía y a vecessonreía con malicia. Siempre habíaestado segura de ello. No era un cambiopronunciado, pero seguía siendo uncambio. Y cada vez Tiffany sepreguntaba qué expresión había tenido lavez anterior. ¿Lo estaría recordando malella?

Las páginas que iba pasando Tiffanysusurraban como un ladrón al descubrirque ha entrado a robar en casa de uninsomne. El escritor era un mago, y delos prolijos, pero aun así el libro erafascinante. Había gente que entraba en

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los cuadros y gente que había salido deellos. Las ventanas eran una forma depasar de un mundo a otro, y cualquiercosa podía ser una ventana y cualquiercosa podía ser un mundo. Tiffany habíaoído que se notaba cuando un cuadro erabueno porque los ojos te seguían por lasala, pero según el libro era muyprobable que pudieran seguirte hastacasa, escalera arriba y también hasta lacama… una idea que no le apetecía nadarumiar en aquel momento. Al ser mago,el autor había intentado explicarlo todocon gráficas y tablas, que no servíanpara nada.

El Hombre Astuto había corrido

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hacia ella dentro de un libro, y Tiffanylo había cerrado antes de que pudierasalir. Le había visto los dedos justoantes de que cayera la prensa. Pero nopodía estar aplastado dentro del libro,pensó, porque en el fondo ni siquieraestaba de verdad en el libro, salvo enalgún sentido mágico, y además habíaestado buscándola por otros medios.¿Cómo? En aquel momento, los díasagotadores llenos de piernas rotas,dolores de tripa y uñas de los piesencarnadas le parecieron de prontobastante atractivos. Siempre decía a lagente que en aquellas cosas consistía labrujería, y era cierto hasta el preciso

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momento en que algo horrible podíasaltar de cualquier sitio. Para aquello nobastaría con una cataplasma.

Un trocito de paja cayó flotando y seposó en el libro.

—Podéis salir tranquilos —dijoTiffany—. Estáis aquí, ¿verdad?

Y justo al lado de su oreja una vozconfirmó:

—Aj, sí, aquí estamos.Aparecieron feegles desde detrás de

balas de heno, telarañas, estantes demanzanas, cabras y otros feegles.

—¿Tú no eres Pequeño LocoArthur?

—Sí, señorita, correctu. Debo

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decirle, para gran escarniu mío, que RobCualquiera depositó una gran confianzaen mí por ser policía, ya que por lo vistupensó que, si hay que tratar congrandullones, darales más canguelotodavía un agente de la ley. ¡Además, séhablar en grandullón! Rob estáquedándose más tiempu allá arriba, en elmontículo, ya sabe. Non confía en que elbaronciño ese non acabe subiendo alláarriba con palas.

—Yo me encargaré de que no ocurra—dijo Tiffany con firmeza—. Hubo unmalentendido.

Pequeño Loco Arthur no parecíaconvencido.

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—Non sabe cuánto alégrome deoírlo, señorita, comu seguro que tambénalegrarase el gran hombre, porquecréame si dígole que cuando clávese laprimera pala en el túmulo no quedará unsolu hombre vivo en este castillo, ygrande será el lamentu de las mujeres,excepcionandu la presente.

Hubo un murmullo generalprocedente de los otros feegles, con eltema general de degollar a cualquieraque tocara un túmulo y lo mucho quecada uno de ellos lamentaría lo que severía obligado a hacer.

—Son las perneiras —dijo Jock UnPoco Más Flaco Que Jock Gordo—.

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Cuandu a un hombre súbele un feeglepor las perneiras, sus penas ytribulaciones non hicieron más queempezar.

—Aj, sí, es entonces cuandu llega lagran gesta de los saltos y los brincospara los hombres que sufran tal destino—dijo Jock Pequeño de la CabezaBlanca.

Tiffany se había quedado pasmada.—¿Cuándo fue la última vez que los

feegles lucharon contra grandullones,entonces?

Después de cierta discusión entrelos feegles, se declaró que fue en plenaBatalla de los Muladares cuando, según

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Jock Pequeño de la Cabeza Blanca…—Nunca hubo tales gritos ni

correteos ni pisotones al suelu, ni unosllantos lastimeros comu jamás oyéronseantes, ni tamañas risitas groseras de lasmujeres al ver sudar sangre a sushombres por despojarse de unasperneiras que de prontu ya non eranamigas suyas, ya entiéndesme.

Tiffany, que había escuchado elrelato con la boca abierta, se recuperólo suficiente para cerrarla y luegovolvió a abrirla para decir:

—Pero ¿los feegles han matadoalguna vez a un humano?

La pregunta llevó a cierta cantidad

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de miradas evitadas entre los feegles,además de a bastante remover de pies yrascar de cabezas, con el habitualdesprendimiento de insectos, reservasde comida, piedras interesantes y otrosobjetos inenarrables. Al final, PequeñoLoco Arthur dijo:

—Dado que soy, señorita, un feegleque descubrió hace muy poco que non esun hada remendona, non tengo orgulloque perder contándole que pasé untiempo hablandu con mis nuevoshermanos. Aprendí que, cuando lossuyos vivían en las montañas lejanas,tuvieron que luchar contra los humanos aveces, cuando llegaban para excavar en

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busca del oro de las hadas, y en esoscasos hubo terror…eh… ables luchas y,en efectu, los bandoleiros que erandemasiado tontos para correrdescubriéronse lo bastante listos paramorir. —Carraspeó—. Aun así, deboseñalar en descargu de mis nuevoshermanos que siempre aseguráronse deque fuera una lucha justa, es decir, unfeegle por cada diez hombres. Nonpuédese ser más justo. Non es culpa deellos que hubiera hombres emperradosen suicidarse.

En los ojos de Pequeño Loco Arthurhabía un brillo que llevó a Tiffany apreguntar:

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—¿Cómo se suicidabanexactamente?

El feegle policía levantó suspequeños pero amplios hombros.

—Llevandu una pala a un montículofeegle, señorita. Yo soy hombre de ley,señorita. Non había visto nunca unmontículo hasta conocer a estoscaballeros, pero aun así hiérveme lasangre, señorita, hiérveme, y es así.Palpítame el corazón, y aceléraseme elpulso, y despiértaseme la garganta conel aliento de un dragón ante la mera ideade que una pala de brillante aceruhiéndase en la arcilla de un montículofeegle, cortando y aplastando. Mataría al

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hombre que hiciéralo, señorita.Mataríalo ben muerto, y perseguiríalopor el siguiente mundo para volver amatarlo, y haríalo una y otra vez más,porque habría cometido el pecadu depecadus, matar a un pueblo entero, y unasola muerte non sería retribuciónsuficiente. Pero como soy el susodichuagente de la ley, espero que elmalentendido actual puédase resolversin necesidad de carnicerías al pormayor ni sangraduras ni gritos nilamentus ni sollozos ni gente cuyostrociños acaban clavados a los árbolescomo nunca antes los hubo, ¿deacuerdo? —Pequeño Loco Arthur, que

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sostenía su placa de policía de tamañohumano como un escudo, miró a Tiffanycon una mezcla de conmoción y desafío.

Y Tiffany era una bruja.—Tengo que decirte una cosa,

Pequeño Loco Arthur, y tú tienes quecomprender lo que digo. Has encontradotu hogar, Pequeño Loco Arthur.

El escudo se le cayó del brazo.—Sí, señorita, agora compréndolo.

Un policía non debería decir laspalabras que acabu de decir yo. Unpolicía tendría que hablar de jueces,cárceles y condenas, y diría que nonpuédese tomar la ley por la propiamano. Así que devolveré mi placa, sí, y

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quedareme aquí con mi propio pueblo,aunque debo señalar que cuidandu mejorla higiene.

La declaración levantó aplausosentre los feegles reunidos, aunqueTiffany no estaba segura de que muchosde ellos comprendieran bien el conceptode higiene o, ya puestos, el de obedecerla ley.

—Tienes mi palabra —dijo Tiffany— de que nadie volverá a tocar eltúmulo. Me encargaré de ello,¿entendido?

—Ah, bueeenu —replicó PequeñoLoco Arthur entre lágrimas—. Non esque non aprécielo, señorita, pero ¿qué

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pasará a sus espaldas cuando estévolindreando y zumbando por ahí paracumplir con sus muy importantes asuntospor todas las colinas? ¿Qué pasaráentonces?

Todos los ojos se volvieron haciaTiffany, incluidos los de las cabras. Yano solía hacerlo porque sabía que era demala educación, pero Tiffany levantó aPequeño Loco Arthur del suelo y losostuvo frente a sus ojos.

—Soy la arpía de las colinas —dijo—. Y juro ante ti y ante todos los demásfeegles que el hogar del clan nuncavolverá a afrontar la amenaza del hierro.Jamás estará a mis espaldas, sino

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delante de mis ojos. Y mientras así seaningún hombre vivo lo tocará sipretende seguir siendo un hombre vivo.Y si fallo a los feegles en esto, que seme arrastre por los siete infiernos en unaescoba hecha de clavos.

Tomadas al pie de la letra, pensóTiffany, eran unas amenazas más bienvanas, pero los feegles no apreciaban unjuramento si no iba cargado de rayos ytruenos y fanfarroneo y sangre. De algúnmodo la sangre lo hacía oficial. Y escierto que me ocuparé de que nuncapongan la mano encima al túmulo,pensó. Ahora no hay forma de queRoland me lo niegue. Y además, cuento

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con un arma secreta: la confianza y lasconfidencias de la joven que va acasarse con él. En esas circunstancias,no hay hombre que esté a salvo.

Con la euforia de la tranquilidadrenovada, Pequeño Loco Arthur dijo:

—Bien dichu, señora, y deboagradecerle en nombre de mis nuevosamigos y familiares que hace un ratoexplicara todu eso de los nupciales de laboda. Fue muy interesante para los quenon tenemos muchu que ver con esascosiñas. Algunos estábamos pensandu sital vez podríamos hacer unaspreguntas…

La amenaza de un horror espectral

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era terrible y acuciante para Tiffanypero, de alguna manera, la idea de quelos Nac Mac Feegle le preguntaransobre hechos de la vida matrimonialhumana era incluso peor. No teníasentido explicarles por qué no se lo ibaa explicar, así que Tiffany lo dejó en un«no» pronunciado con voz de aceroantes de bajar a Arthur al suelo.

—No deberíais haber escuchado —añadió.

—¿Por qué non? —dijo WullieChiflado.

—¡Porque no! No voy aexplicároslo. No deberíais y punto. Yahora, caballeros, querría estar sola un

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rato, si no os importa.Pensó que, por supuesto, algunos de

ellos la seguirían. Lo hacían siempre.Volvió a subir al vestíbulo y se sentó tancerca como pudo del gran fuego de lachimenea. El vestíbulo del castilloestaba gélido incluso a finales delverano. En las paredes de piedra habíatapices colgados para aislar del frío.Eran los habituales: hombres conarmaduras que blandían espadas, arcos yhachas en dirección a otros hombres conarmaduras. Las batallas siempre sonrápidas y ajetreadas, por lo que seguroque tuvieron que dejar de pelear cadados minutos para que las tejedoras

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tuvieran tiempo de ponerse al día.Tiffany conocía al dedillo el tapiz máscercano a la chimenea, igual que todoslos niños. En la Caliza la historia seaprendía de los tapices, cuando habíaalgún anciano cerca para explicar lo queestaba pasando. Pero cuando Tiffany erapequeña, siempre había sido másdivertido inventarse historias sobre losdistintos caballeros, como el que corríadesesperado para alcanzar a su caballoo el que se había caído del suyo y, comosu yelmo acababa en punta, ahora estababocabajo con la cabeza clavada en elsuelo; incluso de niños, Tiffany y suscompañeros habían concluido que no era

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muy buena posición a mantener en uncampo de batalla. Los tapices eran comoviejos amigos, congelados en una guerracuyo nombre ya no se recordaba en laCaliza.

Y… de pronto hubo otro hombre,otro que no había estado antes y ahoracorría hacia Tiffany entre el fragor de lalucha. Tiffany se lo quedó mirandomientras su cuerpo le exigía quedurmiera un poco ahora mismo y laspartes de su cerebro que aúnfuncionaban insistían en que hicieraalgo. Su mano agarró un leño del bordede la chimenea y lo alzó resuelta haciael tapiz.

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El tejido ya casi se habíadesmoronado de viejo. Ardería como lahierba seca.

Ahora la silueta avanzaba concautela. Tiffany aún no distinguía losdetalles, ni le interesaban. Loscaballeros del tapiz estabanrepresentados sin ninguna perspectiva,tan planos como dibujos de guardería.

Pero el hombre de negro, que habíaempezado como una mancha lejana,ganaba tamaño a medida que seacercaba, y ahora… ya podía verle lacara y los agujeros vacíos de los ojos,que iban cambiando de color a medidaque el hombre adelantaba a caballeros

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de armaduras pintadas. La figura echó acorrer, cada vez más grande… ¿Cuántodinero costaría aquel tapiz? ¿Tiffanytenía el menor derecho a destruirlo?¿Con aquella cosa a punto de salir? ¡Sí!¡Oh, sí!

¡Quién pudiera ser un mago yconjurar a esos caballeros para unaúltima batalla!

¡Quién pudiera ser una bruja que noestuviera allí! Levantó el leño crepitantey clavó la mirada en los agujeros queocupaban la posición de los ojos. Habíaque ser bruja para poder vencer enduelo a una mirada que no estaba allí,porque daba la extraña sensación de que

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intentaba sacarle sus propios globosoculares de la cabeza.

Esos túneles en el cráneo eranhipnóticos, y entonces el Hombre Astutoempezó a balancearlos despacio de unlado a otro, como una serpiente…

—Por favor, no te muevas.La voz sorprendió a Tiffany. Era

apremiante pero bastante amistosa… ypertenecía a Eskarina Herrero.

El viento era de plata y frío.Tiffany, tumbada sobre su espalda,

miró hacia un cielo blanco. En el bordede su visión había hierbas secas

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zarandeadas por el viento pero,curiosamente, detrás de aquel trocito decampo estaban la gran chimenea y loscaballeros batallando.

—De verdad es muy importante queno te muevas —dijo la misma voz desdedetrás—. Este lugar está, como solemosdecir, montado deprisa y corriendo paraesta conversación. No existía hasta quetú has llegado, y dejará de existir tanpronto como salgas. Hablando conpropiedad, y según las definicioneshabituales de casi todas las disciplinasfilosóficas, no puede afirmarse enabsoluto que tenga existencia.

—O sea, es un lugar mágico, ¿no?

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¿Como los Solares Irreales?—Una forma muy acertada de

expresarlo —dijo la voz de Eskarina—.Quienes sabemos de esto lo llamamos elahora viajero. Es una forma fácil dehablar contigo en privado. Cuando secierre, estarás exactamente dondeestabas y no habrá transcurrido eltiempo. ¿Lo comprendes?

—¡No!Eskarina se sentó en la hierba a su

lado.—Menos mal. Sería bastante

inquietante si lo comprendieras. ¿Sabes?Eres una bruja muy, muy inusual. Hastadonde puedo ver, tienes un talento

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natural para hacer queso, que es un donbastante bueno dentro de lo que cabe. Elmundo necesita queseros. Un buenquesero vale su peso en… bueno, enqueso. No naciste con talento para labrujería.

Tiffany abrió la boca para replicarantes de tener la menor idea de lo quedecir, una reacción nada rara en losseres humanos. La primera en abrirsepaso por el embrollo de preguntas fue:

—Un momento. Tenía una ramaardiendo en la mano. Pero ahora me hastraído aquí, dondequiera que sea estesitio. ¿Qué ha pasado? —Miró al fuego.Las llamas estaban quietas—. La gente

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se fijará en mí —dijo, y dada lanaturaleza de su situación, añadió—:¿Verdad?

—La respuesta es no; el motivo esmuy complejo. El ahora viajero es…tiempo domesticado. Es tiempo que estáde tu parte. Créeme, en el universo haycosas más raras. Ahora mismo, Tiffany,vivimos en auténtico tiempo prestado.

Las llamas seguían paralizadas.Tiffany tuvo la sensación de quedeberían estar frías, pero notaba sucalidez. Y había tenido tiempo depensar.

—¿Y cuando vuelva?—No habrá cambiado nada —dijo

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Eskarina— excepto el contenido de tucabeza, que en estos momentos es muyimportante.

—¿Y te tomas tantas molestias paradecirme que no tengo talento para labrujería? —preguntó Tiffany sin levantarla voz—. Muy amable por tu parte.

Eskarina rió. Era su risa joven, quesonaba extraña al fijarse en las arrugasde su cara. Tiffany nunca había visto auna persona vieja que pareciera tanjoven.

—Te he dicho que no naciste contalento para la brujería, y no te fue fácilconseguirlo; trabajaste mucho en elloporque lo querías. Obligaste al mundo a

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dártelo, sin importar el precio, y elprecio es y siempre será alto. ¿Te suenael dicho «La recompensa por cavaragujeros es una pala más grande»?

—Sí —dijo Tiffany—. Se lo oí deciruna vez a Yaya Ceravieja.

—Lo inventó ella. La gente dice quela brujería no la encuentras, que teencuentra ella a ti. Pero tú laencontraste, aunque en aquel momentono supieras lo que encontrabas, y laagarraste por su flaco pescuezo y lahiciste funcionar para ti.

—Todo eso es muy… interesante —declaró Tiffany—, pero tengo cosas quehacer.

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—No en el ahora viajero —replicóEskarina con voz firme—. Mira, elHombre Astuto ha vuelto a encontrarte.

—Creo que se esconde en libros ydibujos —sugirió Tiffany—. Y entapices. —Se estremeció.

—Y en espejos —confirmó Eskarina—, y en charcos, y en la luz reflejada enun cristal roto, y en el destello de unfilo. ¿Cuántas otras formas se teocurren? ¿Cuánto miedo estás dispuestaa tener?

—Tendré que enfrentarme a él —dijo Tiffany—. Creo que lo sabía desdeel principio. No me parece alguien dequien se pueda huir. Es como un niño

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abusón, ¿verdad? Ataca allí donde creeque ganará, así que tengo que encontrarla forma de ser más fuerte que él. Meparece que puedo ingeniármelas… Alfin y al cabo, se parece un poco alcolmenero, y la verdad es que aquellofue bastante fácil.

Eskarina no gritó; habló en un tonomedido y bajo que, en cierto modo,resultó más estruendoso que un chillido.

—¿Sigues empeñada en no admitirlo importante que es esto, TiffanyDolorido la quesera? Tienes unaoportunidad de derrotar al HombreAstuto y, si fallas, falla la brujería… ycaerá contigo. Él poseerá tu cuerpo, tus

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conocimientos, tus talentos y tu alma. Ypor tu propio bien, y también por el detodos, tus hermanas brujas apartarán susdiferencias y os mandarán a los dos alabismo antes de que podáis hacer másdaño. ¿Entiendes eso? ¡Esto esimportante! Tienes que ayudarte a timisma.

—¿Las otras brujas me matarán? —dijo Tiffany, horrorizada.

—Por supuesto. Eres una bruja, y yasabes lo que dice siempre YayaCeravieja: «Hacemos lo correcto, no loagradable». Es tú o él, Tiffany Dolorido.El perdedor morirá. En su caso, lamentodecir que tal vez volvamos a

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encontrárnoslo dentro de unos siglos; enel tuyo no voy a especular.

—Pero espera un momento —objetóTiffany—. Si están preparadas paraluchar contra él y contra mí, ¿por qué nonos unimos todas ahora paraenfrentarnos a él?

—Por supuesto. ¿Te gustaría que lohicieran? ¿Qué es lo que realmentequieres, Tiffany Dolorido, aquí y ahora?Tú eliges. Seguro que las otras brujas nopensarían menos de ti. —Eskarinavaciló un momento y luego dijo—:Vamos, seguro que serían de lo másamables al respecto.

¿La bruja que afrontó una prueba y

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salió por piernas?, pensó Tiffany. ¿Labruja con la que eran amables porquesabían que no era lo bastante buena? Ysi no te crees lo bastante buena, es queya no eres una bruja de ninguna clase.En voz alta respondió:

—Prefiero morir intentando serbruja que ser la chica con la que todaseran amables.

—Señorita Dolorido, está ustedhaciendo gala de un aplomo que raya elpecado y de un orgullo y una certezaabrumadores, y permítame decir que noesperaría menos de una bruja.

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El mundo se sacudió un poco y cambió.Eskarina desapareció mientras Tiffanyacababa de absorber sus palabras. Eltapiz volvía a estar delante de ella, queaún levantaba el leño ardiente, pero estavez lo alzó con confianza. Se sentíacomo llena de un aire que la elevaba. Elmundo se había vuelto extraño, pero almenos sabía que el fuego devoraría eltapiz seco tan pronto como lo tocara.

—Quemaré esta sábana vieja sinpensármelo, créeme. ¡Vuelve ahoramismo al lugar de donde vienes!

Para su asombro, la silueta oscura se

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retiró. Hubo un siseo momentáneo yTiffany sintió como si le hubieranquitado un peso de encima, que se llevóel hedor con él.

—Ha sido todo muy interesante. —Tiffany dio media vuelta y se encontrócon la sonrisa alegre de Preston—.¿Sabes? Cuando te has quedado quietaun rato, me he preocupado mucho. Creíaque estabas muerta. Al tocarte el brazo,con mucho respeto y sin tejemanejes,ojo, he notado como el aire en un día detormenta. Así que he pensado: esto esasunto de brujas, y he decidido tenerteechado un ojo, ¡y acabas de amenazar aun tapiz inocente con una muerte

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espantosa!Tiffany se miró en los ojos del chico

como si fueran un espejo. Fuego, pensó.El fuego le mató una vez, y lo sabe. Noquerrá acercarse al fuego. El fuego es elsecreto. La liebre corre al fuego. Mmm.

—En realidad el fuego me gustabastante —declaró Preston—. No letengo ninguna manía.

—¿Qué? —preguntó Tiffany.—Me temo que estabas hablando

entre dientes —dijo Preston—. No voy apreguntarte sobre qué. Mi abuelasiempre decía: «No te entrometas enasuntos de brujas, pues te aventarán unsopapo que te dejará fino».

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Tiffany se quedó mirándolo unmomento y tomó una decisióninstantánea.

—¿Sabes guardar un secreto?Preston asintió.—¡Ya lo creo! Nunca he dicho a

nadie que el sargento escribe poesía,por ejemplo.

—¡Preston, acabas de decírmelo amí!

Preston le sonrió.—Ah, pero una bruja no es «nadie».

Mi abuela decía que contarle un secretoa una bruja es como susurrar a la pared.

—Bueno, sí —empezó a decirTiffany, pero se detuvo—. ¿Y tú cómo

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sabes que escribe poesía?—Lo difícil era no saberlo —dijo

Preston—. Verás, la escribe en páginasdel parte de sucesos que tenemos en lacaseta de la guardia, supongo quecuando tiene turno de noche. Luego sepreocupa de arrancar las páginas, conmucho cuidado para que no se note nada,pero aprieta tanto con el lápiz que sepuede leer la impresión en el folio dedebajo.

—¿Y los demás no se han dadocuenta? —preguntó Tiffany.

Preston negó con la cabeza,bamboleando un poco su cascosobredimensionado.

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—Ah, no, ya sabes cómo son:piensan que leer es cosa de niñas.Además, cuando llego temprano arrancoel papel de debajo para que no se ríande él. Ojo, que para ser autodidacta esbastante buen poeta. Domina bien lametáfora. Escribe todos sus poemas auna mujer llamada Millie.

—Su esposa —reveló Tiffany—.Tienes que haberla visto en el pueblo.Nunca he conocido a nadie con tantaspecas, y es muy susceptible con ellas.

Preston asintió.—Eso explica que el último poema

del sargento se titule «De qué sirve elcielo sin estrellas».

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—Viéndole nadie lo diría, ¿verdad?Preston se quedó pensativo un

momento.—Perdona, Tiffany —comentó—,

pero tienes mal aspecto. De hecho, y note ofendas, tienes un aspecto horroroso.Si fueras otra persona y te echaras unvistazo, te dirías que estás muy, muyenferma. Tienes pinta de no haberdormido nada.

—Anoche dormí una hora comomínimo. ¡Y la noche anterior me eché unrato! —protestó Tiffany.

—¿Ah, sí? —dijo Preston, severo—.Y aparte del desayuno de esta mañana,¿cuándo comiste un plato decente por

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última vez?Por algún motivo Tiffany aún se

sentía llena de luz.—Me parece que ayer piqué algo…—¿En serio? —replicó Preston—.

¿Picar y cabezaditas? Así no es comovive la gente. ¡Así es como muere!

Tenía razón. Tiffany sabía que latenía. Pero eso solo empeoraba lascosas.

—Mira, me está buscando unacriatura horrible que puede dominar aotros por completo, ¡y tengo queenfrentarme a él yo sola!

Preston miró a su alrededor coninterés.

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—¿Podría dominarme a mí?El veneno va allí donde es

bienvenido, pensó Tiffany. Gracias poresa frase tan útil, señora Proust.

—No, creo que no. Creo que hay queser el tipo adecuado de persona… esdecir, el tipo inadecuado de persona. Yasabes, alguien que tenga una pizca demaldad.

Por primera vez Preston pareciópreocuparse.

—Yo he hecho cosas malas en mistiempos, lamento decir.

Pese a su repentino cansancio,Tiffany sonrió.

—¿Cuál fue la peor?

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—Una vez robé un paquete delápices de colores en un puesto demercadillo. —La miró desafiante, comosi esperara de ella un chillido o un dedodespectivo.

Pero Tiffany negó con la cabeza ydijo:

—¿Cuántos años tenías?—Seis.—Preston, no creo que esa criatura

pudiera meterse en tu cabeza jamás.Aparte de todo lo demás, me parece queya la tienes bastante llena y complicada.

—Señorita Tiffany, necesitadescansar, descansar de verdad en unacama. ¿Qué clase de bruja va a cuidar

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de todo el mundo si no tiene la sensatezde cuidar de ella misma? Quis custodietipsos custodes. Significa «quién guardaa los guardias», eso significa. Así que¿quién brujea a las brujas? ¿Quién seocupa de la gente que se ocupa de lagente? Ahora mismo parece que deboser yo.

Tiffany se rindió.

La niebla de la ciudad era densa comoun cortinaje mientras la señora Proustllegaba a la oscura y siniestra mole delRapapolvo, pero los bancos seapartaban obedientes al verla venir y

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volvían a cerrarse tras su paso.El alcaide estaba esperándola en la

puerta principal, con un farol en lamano.

—Lo siento, señora, pero hemospensado que esto tenía que verlo antesde que se ponga todo en plan oficial. Séque las brujas no son muy popularesúltimamente, pero a usted siempre lahemos considerado de la familia, ya meentiende. Aquí todos nos acordamosmucho de su padre. ¡Qué artesano!¡Podía colgar a un hombre en sietesegundos y cuarto! Nadie ha batido lamarca. Ya no se ven hombres como él.—Se puso serio—. Y le diré, señora,

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que espero que nunca se vea nada comolo que vamos a enseñarle. Nos ha puestode los nervios, créame. Esto cae en elcampo de usted, me parece.

Al llegar a la oficina de la cárcel, laseñora Proust se escurrió las gotitas decondensación de la capa y olió el miedoen el aire. Escuchó los sonidosmetálicos y los gritos lejanos quellegaban siempre que fallaba algo enprisión. Una cárcel es, por definición,mucha gente apelotonada con todo elmiedo, el odio, la preocupación, eldesespero y los rumores acumulándoseunos encima de otros, luchando porhacerse espacio. La bruja colgó la capa

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de un clavo que había junto a la puerta yse frotó las manos.

—El chico que me ha enviado decíaalgo de una fuga…

—Bloque D —anunció el alcaide—.Chubasquero, ¿se acuerda de él? Loteníamos aquí desde hace como un año.

—Sí, sí, me acuerdo —dijo la bruja—. Tuvieron que suspender el juicioporque el jurado no paraba de vomitar.Una cosa muy fea. Pero del bloque D noha escapado nunca nadie, ¿verdad? ¿Losbarrotes de las ventanas no eran deacero?

—Doblados —informó el alcaide,sin expresión—. Mejor que venga y lo

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vea. A nosotros nos pone la carne degallina, no me importa reconocérselo.

—Chubasquero no era un hombremuy fornido, que yo recuerde —comentóla bruja mientras recorrían a buen pasolos húmedos pasillos.

—Así es, señora Proust. Bajito yruin, ese era él. Tenía cita en el cadalsola semana que viene, además. Y haarrancado unos barrotes que un hombrefuerte no podría mover ni con palancaantes de caer diez metros hasta el suelo.No es natural, no está bien. Pero es lootro que ha hecho… madre mía, mepongo enfermo solo de pensarlo.

Había un guarda esperando fuera de

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la celda recién desocupada por elausente Chubasquero, sin motivocomprensible para la señora Proustdado que el preso ya se había fugado. Setocó el borde del casco en señal derespeto al verla.

—Buenos días, señora Proust —saludó—. Es todo un honor conocer a lahija del mejor verdugo de la historia.Cincuenta y un años dándole a lapalanca y nunca decepcionó a un cliente.El señor Dispuesto es un buen tipo, peroa veces le rebotan un poco y me parecepoco profesional. Y el padre de usted norenunciaba a un ahorcamiento bienmerecido por miedo a que los fuegos del

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mal y los demonios le andasen luegodetrás. Mire lo que le digo: ¡capaz erade perseguirlos él y colgarlos también!Siete segundos y cuarto, eso sí que esser un caballero.

Pero la señora Proust tenía la miradafija en el suelo.

—Nos sabe fatal que tenga que verlouna señora —siguió diciendo el guarda.

Distraída, la señora Proust lecorrigió:

—Las brujas no somos señorascuando estamos de servicio, Frank. —Yentonces olfateó el aire y soltó unapalabrota que hizo que los ojos de Frankse humedecieran.

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—Cuesta imaginar qué se le metióen el cuerpo, ¿eh?

La señora Proust se enderezó.—No tengo que imaginármelo, Frank

—dijo con gravedad—. Lo sé.La niebla se amontonó contra los

edificios, ansiosa por apartarse delcamino de la señora Proust en su regresoa la calle del Décimo Huevo, dejandotras de sí un túnel con forma de señoraProust en la penumbra.

Derek estaba bebiéndose tantranquilo una taza de cacao cuando sumadre entró precedida de los acordes,por así decirlo, de un sonoro pedo.Levantó la mirada arrugando la frente.

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—¿A ti te ha sonado a si bemol? Yocreo que no está en si bemol. —Metió lamano bajo el mostrador para sacar eldiapasón, pero su madre pasó a su ladosin detenerse.

—¿Dónde está mi escoba?Derek suspiró.—En el sótano, ¿te acuerdas?

Cuando los enanos te dijeron lo quecostaría arreglarla el mes pasado, lesdijiste que eran un hatajo de adornos dejardín estafadores, ¿te acuerdas? Detodas formas, no la usas nunca.

—Tengo que ir al… campo —dijo laseñora Proust mientras rebuscaba en losabarrotados estantes por si contenían

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alguna escoba operativa.Su hijo la miró.—¿Estás segura, madre? Siempre

dices que es malo para la salud.—Es cuestión de vida o muerte —

murmuró la señora Proust—. ¿Qué hayde Flaca Alta Bajita Gorda Sally?

—Venga, madre, no deberíasllamarla así —le reprochó Derek—.¿Qué culpa tiene ella de ser alérgica alas mareas?

—¡Pero tiene escoba! ¡Ja! Cuandovienen mal dadas, vienen mal dadas.Prepárame unos sándwiches, ¿quieres?

—¿Esto tiene que ver con la chicaque vino la semana pasada? —preguntó

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Derek, todo sospechas—. No mepareció que tuviera un gran sentido delhumor.

Su madre no le hizo caso y hurgóbajo el mostrador hasta encontrar unalarga porra de cuero. Los pequeñoscomerciantes de la calle del DécimoHuevo trabajaban con poco margen debeneficios y tenían una actitud muydirecta respecto a los rateros.

—No sé yo, de verdad que no lo sé—gimoteó—. ¿Yo? ¿Haciendo el bien amis años? Tengo que estarablandándome. ¡Y ni siquiera me van apagar! No sé, de verdad que no. Cuandoquiera darme cuenta, me pondré a

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conceder tres deseos a la gente, y siempiezo a hacerlo, Derek, quiero queme des un buen golpetazo en la cabeza.—Le pasó la porra—. Te dejo a ti almando. Intenta colocar el chocolate degoma y los humorísticos huevos fritos depega, ¿de acuerdo? Dile a la gente queson puntos de libro graciosos o algo.

Y con eso, la señora Proust saliócorriendo a la noche. Las travesías ycallejuelas de la ciudad eran muypeligrosas a aquella hora, llenas deatracadores, ladrones y demásmolestias. Pero todos desaparecieron enla penumbra a su paso. La señora Proustera mal asunto, y convenía dejarla en

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paz si se quería que todos los huesos delos dedos siguieran apuntando haciadonde debían.

El cuerpo que había sido deChubasquero corría en la noche. Estaballeno de dolor. Al fantasma no leimportaba, pues el dolor no era suyo.Sus tendones chirriaban de agonía, perono era la agonía del fantasma. Los dedossangraban por haber arrancado barrotesde acero de la pared. Pero el fantasmano sangraba. Nunca sangraba.

Ya no se acordaba de haber tenidoun cuerpo que de verdad fuese suyo. Los

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cuerpos tenían que alimentarse y quebeber. Era una de las desventajas de losmalditos trastos. Tarde o tempranodejaban de ser útiles. Con frecuencia, noimportaba: siempre había alguna mentepequeña que supuraba odio y envidia yrencor y estaría dispuesta a aceptar alfantasma. Pero ahora debía sercuidadoso, y debía ser rápido. Sobretodo, debía ser prudente. Allí fuera, enlos caminos vacíos, sería difícilencontrar otro recipiente adecuado.Lamentándose, permitió que el cuerpoparara y bebiera de las fangosas aguasde un estanque. Resultó estar lleno deranas, pero los cuerpos también tenían

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que comer, ¿verdad?

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CAPÍTULO 13Sacudiendo las sábanas

Su cama de la cámara blanca y negra delcastillo era mucho más cómoda que lamazmorra, aunque Tiffany echó demenos los relajantes eructos de lascabras.

Soñó con fuego otra vez. Y alguien

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la observaba. Podía sentirlo, y en estaocasión no eran las cabras. Alguienobservaba el interior de su cabeza, perono era un acto hostil: había alguiencuidando de ella. Y en el sueño el fuegoestaba desbocado, y una figura oscuraapartó las llamas como si fuerancortinas, y allí estaba la liebre, sentadajunto a la figura oscura como unamascota. La liebre cruzó la mirada conTiffany y saltó a las llamas. Y Tiffanysupo.

Alguien llamó a la recia puerta.Tiffany despertó de sopetón.

—¿Quién es?Una voz dijo desde el otro lado:

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—¿Qué sonido hace el despiste?Apenas le hizo falta pensar.—El sonido del viento en la hierba

muerta de un día caluroso de verano.—Sí, creo que es suficiente —dijo

la voz de Preston al otro lado de lapuerta—. Por no andarme por las ramas,hay un montón de gente abajo, señorita.Creo que necesitan a su bruja.

Hacía buen día para un funeral, pensóTiffany mientras miraba por la estrechaventana del castillo. En los funerales nodebería llover. Ponía demasiado triste ala gente. Ella siempre intentaba no estar

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triste en los funerales. La gente vivía, ymoría, y se la recordaba. Ocurría delmismo modo en que el invierno seguía alverano. No era algo malo. Habíalágrimas, por supuesto, pero sederramaban por los que se habíanquedado: los desaparecidos no lasnecesitaban.

El personal se había levantado muytemprano y había sacado las mesaslargas al vestíbulo para servir eldesayuno a todo el que llegara. Era unatradición. Rico o pobre, señor o dama,la comida del funeral estaba allí paratodo el mundo, por respeto al barón. Ypor respeto a una buena comida, el lugar

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se estaba llenando. La duquesa estabaallí, con un vestido negro que era másnegro que cualquier negro que Tiffanyhubiera visto en la vida. Aquel vestidorelucía. El vestido negro de la típicabruja solo era negro en teoría. En lapráctica, estaba más bien gris del polvo,y seguramente remendado en la cercaníade las rodillas, y algo deshilachado porlos bordes y, por supuesto, casidesgastado del todo por los frecuenteslavados. Era lo que era: ropa de trabajo.No podía imaginarse a la duquesaasistiendo un parto con aquel vestido…Tiffany parpadeó. Sí que podíaimaginársela. Si hubiera una

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emergencia, lo haría. Abusaría,protestaría y daría órdenes a todo elmundo, pero lo haría. Era esa clase depersona.

Tiffany volvió a parpadear. Notabala cabeza lúcida, clara como el cristal.El mundo le parecía comprensibleaunque un poco frágil, como si pudieraromperse, como una bola de espejo.

—¡Buenos días, señorita! —le dijoÁmbar, que llegaba por delante de suspadres. El señor Rastrero tenía unaspecto limpio y sumiso y tambiénbastante avergonzado. Se veía a la leguaque no sabía qué decir. Tiffany tampoco.

Hubo un ajetreo en la entrada

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principal, hacia el que Roland fuecorriendo para volver acompañado delrey Verence de Lancre y de Magrat, sureina. Tiffany ya los conocía. Eraimposible no cruzárselos en Lancre, unreino muy pequeño, sobre todo teniendoen cuenta que allí vivía también YayaCeravieja.

Y Yaya Ceravieja estaba allí, enaquel preciso momento, con Tú[29]

echada en torno a los hombros como unabufanda, detrás de la pareja real y justoenfrente de una voz estridente y alegreque exclamó:

—¿Cómo andamos, Tiff? ¿Va todobien o qué?

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Significaba que medio metro pordebajo pero oculta por razones detamaño se hallaba Tata Ogg, de quien secomentaba que era más lista que YayaCeravieja, y al menos lo bastante listapara no dejar que su amiga lodescubriera.

Tiffany se inclinó hacia ellas comodictaba la costumbre. Pensó: Sí que lesgusta juntarse, ¿verdad? Sonrió a YayaCeravieja y dijo:

—Es un placer verla aquí, señoraCeravieja, además de una sorpresa.

Yaya la miró fijamente, pero TataOgg comentó:

—La carretera desde Lancre hasta

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aquí es larga y tiene mucho bache, asíque hemos pensado que mejorbajábamos a Magrat y a su rey enescoba.

Tal vez fueran imaginaciones deTiffany, pero la explicación de Tata Oggsonaba a que había dedicado tiempo atrabajarla. Daba la sensación de queestuviera recitando un guión.

Pero no hubo más tiempo parahablar. La llegada del rey habíadesatado algo en el ambiente, y porprimera vez Tiffany vio al pastor Huevo,con su sotana blanquinegra. Se ajustó elsombrero puntiagudo antes de acercarseal religioso, que pareció aceptar la

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compañía con gusto porque le dedicóuna sonrisa agradecida.

—Anda, una bruja, por lo que veo.—Sí, el sombrero puntiagudo

siempre nos delata, ¿verdad? —admitióella.

—Pero ¿veo que no lleva vestidonegro…?

Tiffany captó los signos deinterrogación al vuelo.

—Cuando sea vieja, me vestiré demedianoche —dijo.

—De lo más apropiado —respondióel pastor—, pero ahora vistes de verde,blanco y azul, los colores de las lomas,si me permites el comentario.

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Tiffany estaba impresionada.—Entonces ¿no está interesado en la

caza de brujas? —Se sintió un pocoboba por preguntárselo a las claras,pero estaba nerviosa.

El pastor Huevo negó con la cabeza.—Puedo asegurarle, señorita, que ya

hace siglos que la iglesia no seinvolucra de verdad en cosas como esa.Por desgracia hay gente que recuerda elpasado lejano. Es más, hace solo unosaños el famoso pastor Avena dijo en sufamoso Testamento de las montañas quelas mujeres conocidas como brujas sonla encarnación solícita y práctica de losmejores ideales del profeta Brutha. Para

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mí basta y sobra con eso. Confío en queal menos baste para usted.

Tiffany le dedicó su sonrisa másdulce, que tampoco era de una dulzuraextrema por mucho que lo intentase.Nunca había acabado de cogerle eltranquillo al dulce.

—Estas cosas es importanteaclararlas, ¿no le parece?

Tiffany olisqueó, pero no había másolor que un asomo de loción de afeitado.Aun así, tendría que mantener la guardiaalta.

El funeral salió bien. Desde el punto de

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vista de Tiffany un funeral bueno eraaquel en que el protagonista era muyviejo. Había acudido a algunos —ademasiados— en que era muy pequeño ylo velaban amortajado. Los ataúdes eranmuy poco habituales en la Caliza, y locierto es que lo era en casi todas lasdemás partes. La buena madera erademasiado cara para dejarla pudrir bajotierra. Un práctico sudario de telablanca valía para la mayoría de la gente:era fácil de hacer, no muy caro ybeneficiaba a la industria lanera. Sinembargo, el barón descansaría parasiempre en un sepulcro de mármolblanco que, al ser un hombre práctico,

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había diseñado, encargado y pagadoveinte años antes. Dentro había unamortaja blanca, porque dentro delmármol refresca bastante.

Y ese fue el final del anciano barón,aunque solo Tiffany sabía dónde estabade verdad. Estaba paseando con supadre entre los rastrojos mientras sequemaban los tallos de maíz y las malashierbas, en un día perfecto de finales deverano, un instante ideal y eterno,retenido en el tiempo…

Tiffany ahogó un grito.—¡El dibujo!Aunque lo había dicho entre dientes,

las cabezas de su alrededor se volvieron

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para mirarla. Pensó: ¡Seré egoísta! Yluego pensó: Espero que aún esté allí.

Tan pronto como hubieron deslizadola tapa del sepulcro de piedra con unsonido que Tiffany recordaría parasiempre, fue a buscar a Brian, queestaba sonándose la nariz. Cuando elsargento levantó la mirada hacia ella,tenía los ojos enrojecidos.

Tiffany lo cogió del brazo consuavidad e intentó no sonar apremiante.

—¿La habitación que ocupaba elbarón está cerrada con llave?

Brian se quedó estupefacto.—¡Por supuesto! Y el dinero está en

la caja fuerte grande del despacho. ¿Por

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qué lo preguntas?—Allí había una cosa muy valiosa.

Una carpeta de cuero. ¿También laguardaron en la caja fuerte?

El sargento negó con la cabeza.—Créeme, Tiff, después de… —

Vaciló—. Después de los problemillas,hice inventario de todo lo que había enesa habitación. No salió nada de allí sinque yo lo viera y lo apuntara en micuaderno. Con mi lápiz —añadió, enaras de la máxima concreción—. Nosalió nada parecido a una carpeta decuero, de eso estoy seguro.

—No. Porque ya se la había llevadola señorita Pulcro —dijo Tiffany—.

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¡Dichosa enfermera! ¡No me preocupédel dinero porque nunca había contadocon él! ¡A lo mejor pensó que en lacarpeta había escrituras o algo así!

Tiffany volvió corriendo al vestíbuloy miró a su alrededor. Ahora Roland erael barón a todos los efectos. Y el primerefecto era que la gente se habíaacumulado en torno a él para decirlecosas como «Era una persona muyamable» y «Tenía buen fondo» y «Almenos no sufrió» y todas las cosas quedice la gente después de un funeralcuando no sabe qué decir.

Tiffany se acercaba resuelta hacia elbarón, pero se detuvo cuando una mano

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se le posó en el hombro. Siguió el brazocon la mirada hasta la cara de Tata Ogg,que se las había ingeniado para hacersecon la jarra de cerveza más grande quehabía visto nunca Tiffany. Con másexactitud, se fijó en que era una jarra decerveza medio llena.

—Da gusto ver que estas cosas sehacen como es debido —dijo Tata—.No llegué a conocer al difunto, pero porlo que dicen era buen tipo. Me alegro deverte, Tiff. ¿Va todo bien?

Tiffany miró su sonrisa de ojosinocentes, y luego la cara mucho másadusta de Yaya Ceravieja que estabadetrás, y por fin el ala de su sombrero.

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Hizo una inclinación.Yaya Ceravieja carraspeó con un

sonido como de gravilla.—No hemos venido por trabajo,

chica. Solo queríamos que el rey hicierauna buena entrada.

—Ni tampoco hemos venido por elHombre Astuto —añadió Tata Ogg conalegría.

Había sonado como si se le hubieraescapado tontamente, y Tiffany oyó elbufido de reproche de Yaya. Pero entérminos generales, cuando Tata Oggsalía con algún comentario tonto yvergonzoso por casualidad, era porquelo había pensado con mucho

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detenimiento de antemano. Tiffany losabía, y sin duda Tata sabía que Tiffanylo sabía, y Tiffany también sabía eso.Pero era la forma en que solíancomportarse las brujas, y todofuncionaba a las mil maravillas siempreque nadie cogiera un hacha.

—Ya sé que es problema mío. Yo loresolveré —dijo.

A primera vista era una estupidezcomo un piano. Le convendría muchotener de su parte a las brujas expertas.Pero ¿cómo quedaría entonces? Aquellaera una encomienda nueva, y debíamostrar orgullo.

No podía decir: «He hecho cosas

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difíciles y peligrosas antes», porque yase entendía. Lo importante era lo quehiciera aquel día. Era cuestión deorgullo. Era cuestión de estilo.

Y también era cuestión de edad. Alcabo de veinte años, si pedía ayuda,quizá la gente pensara: Bueno, hasta unabruja experta puede toparse con algoauténticamente extraordinario. Y laayudarían sin darle más vueltas al tema.Pero si ahora pedía ayuda, pues… lasdemás ayudarían. Las brujas siempreayudaban a otras brujas. Pero todaspensarían: ¿De verdad era buena?¿Podrá aguantar lo que venga? ¿Es lobastante fuerte para afrontar el futuro?

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Nadie diría nada, pero todas lodudarían.

Tiffany pensó todo eso durante unsegundo y, cuando parpadeó, las brujasestaban observándola.

—La confianza en uno mismo es lamejor amiga de una bruja —dijo YayaCeravieja con severidad.

Tata Ogg convino con unasentimiento y añadió:

—En la confianza en uno mismopuedes confiar, es lo que digo yosiempre. —Se rió al ver la expresión deTiffany—. ¿Crees que eres la única queha tenido que enfrentarse al HombreAstuto, querida? Yaya tuvo que vérselas

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con él cuando tenía tu edad. Lo envió allugar de donde venía rapidito, rapidito,créeme.

Sabiendo que era en vano, perointentándolo de todos modos, Tiffany sevolvió hacia Yaya Ceravieja y dijo:

—¿Puede darme algún consejo,señora Ceravieja?

Yaya, que había empezado a gravitara propósito hacia la mesa del bufet, sequedó quieta un momento, giró la cabezay respondió:

—Confía en ti misma. —Se alejóunos pasos más, se detuvo comoabstraída y añadió—: Y no pierdas.

Tata Ogg dio una palmada a Tiffany

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en la espalda.—Yo no he conocido a ese

cabronazo, pero dicen que es bastanteduro. Oye, ¿la radiante novia va a tenerdespedida de soltera esta noche? —Laanciana guiñó el ojo y se terminó sujarra de un solo trago.

Tiffany trató de pensar deprisa. TataOgg se llevaba bien con todo el mundo.Tiffany solo tenía una idea aproximadade lo que era una despedida de soltera,pero parte de las existencias de laseñora Proust servían como pistas y, siTata Ogg también sabía de ellas, era unacerteza que habría alcohol de por medio.

—No creo que una fiesta como esa

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sea apropiada la noche después de unfuneral, ¿no te parece, Tata? Aunquecreo que a Leticia podría venirle bienuna pequeña charla —añadió.

—Sois amigas, ¿no? Supongo que lonormal sería que tuvieras tú esa pequeñacharla con ella.

—¡Ya la he tenido! —protestóTiffany—. Pero me parece que no mecreyó. ¡Y tú has tenido al menos tresmaridos, Tata!

Tata Ogg la miró un momento y luegodijo:

—De ahí saldrá bastanteconversación, supongo. Muy bien. Pero¿qué pasa con el novio? ¿Cuándo va a

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tener la despedida de soltero?—¡Ah, de esas he oído hablar! Son

cuando sus amigos lo emborrachan, se lollevan muy lejos, lo atan a un árbol yluego… Creo que a veces interviene uncubo de pintura y una brocha, peronormalmente lo echan a una pocilga.¿Por qué lo preguntas?

—Ah, porque la despedida desoltero siempre es mucho másinteresante que la de soltera —contestóTata con un brillo travieso en los ojos—. ¿El afortunado prometido tieneamigos?

—Bueno, hay más jóvenes nobles deotras familias encopetadas, pero en

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realidad solo conoce a la gente de aquí,del pueblo. Crecimos todos juntos,¿sabes? ¡Y ninguno se atrevería a tirar albarón a una pocilga!

—¿Qué me dices de ese joven tuyode ahí? —Tata hizo un gesto endirección a Preston, que estaba cerca.Siempre parecía estar cerca.

—¿Preston? —dijo Tiffany—. Nocreo que conozca mucho al barón. Y detodas formas…

Dejó de hablar y pensó: ¿Cómo que«ese joven tuyo»? Se volvió hacia Tata,que tenía las manos cogidas tras laespalda y estaba mirando al techo con laexpresión de un ángel, aunque no

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pondría pegas a admitir que en sustiempos había conocido a algunosdemonios. Y así es como era Tata Ogg:cuando se trataba de asuntos delcorazón, o de otras partes del cuerpo, nohabía forma de engañarla.

Pero Preston no es «ese joven mío»,insistió Tiffany para sí misma. Solo esun amigo. Que resulta que es chico.

Preston se acercó y se quitó el cascodelante de Tata.

—Me temo, señora, que iría contramis ordenanzas como hombre de lamilicia poner la mano encima a micomandante en jefe —informó—. De nodarse esa situación, lo haría con la

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mayor celeridad.Tata asintió en aprecio a la respuesta

polisilábica y dedicó un guiño de ojo aTiffany que la hizo sonrojar hasta lassuelas de las botas. Ahora la sonrisa deTata Ogg era tan ancha que se le podríahaber puesto a una calabaza.

—Bueno, bueno, bueno —dijo—. Senota que a este sitio le falta un pelín dediversión. ¡Menos mal que he venido!

Tata Ogg tenía un corazón de oro,pero tan pronto como abriera la bocahabría que tapar los oídos a la gente másimpresionable. Y de todas formas, allídebía imperar el sentido común,¿verdad?

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—¡Tata, estamos en un funeral!Pero su énfasis jamás haría desistir a

Tata Ogg.—¿Era un buen hombre?Tiffany vaciló solo un instante.—Aprendió a serlo.Tata Ogg se fijaba en todo.—Ah, claro, tu abuela Dolorido le

enseñaría modales, supongo. Pero muriósiendo un buen hombre, ¿verdad? Bien.¿Se le recordará con cariño?

Tiffany intentó no hacer caso al nudode su garganta y logró decir:

—Sí, por todo el mundo, eso seguro.—¿Y te ocupaste de que muriera

bien? ¿Mantuviste apartado el dolor?

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—Tata, aunque esté feo que lo digayo, tuvo una muerte perfecta. La únicamuerte mejor habría sido no morir.

—Así me gusta —dijo Tata—.¿Sabes si tenía alguna canción favorita?

—¡Ya lo creo! Era Las alondrascantaban melodiosas —indicó Tiffany.

—Ah, me parece que es la que encasa llamamos Alegre y deliciosa. Túsígueme, ¿de acuerdo?, y enseguida lostendremos a todos bien animados.

Y dicho eso, Tata Ogg agarró por elhombro a un camarero que pasaba, cogióde su bandeja una jarra llena, subió deun salto a una mesa y pidió silencio agritos con el brío de una chiquilla y la

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voz enérgica de un sargento mayor.—¡Damas y caballeros! Para

celebrar la buena vida y la pacíficadespedida de nuestro difunto amigo ybarón, me han pedido que cante sucanción favorita. ¡Únanse si les llega elaliento!

Tiffany escuchó, fascinada. Ver aTata Ogg era como recibir una clasemagistral sobre la gente. Trataba aperfectos desconocidos como si losconociera de hacía años, y de algúnmodo ellos actuaban como si de verdadfuese así. Arrastrados en cierto modopor la excelente voz musical de unaanciana con un solo diente, después del

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segundo verso los perplejos invitadosestaban alzando la voz por encima delmurmullo, y al acabar la primera estrofaya armonizaban como una coral, y Tatalos tenía comiendo de su mano. Tiffanylloró un poco, y entre las lágrimas vio aun niño con su chaqueta nueva de tweedque olía a pis, paseando con su padrebajo estrellas distintas.

Y entonces vio el brillo de lágrimasen los rostros, incluidos los del pastorHuevo y la duquesa. La canción traíaecos de pérdida y recuerdo, y el propiovestíbulo respiraba con aliento propio.

Tendría que haber aprendido esto,pensó. Quise aprender el fuego y el

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dolor, pero debí aprender a la gente.Debí aprender a no graznar cuandocanto…

La canción había terminado y elpúblico empezaba a cruzar miradas devergüenza, pero la bota de Tata yaestaba aporreando la mesa.

—«Bailad, bailad, sacudiendo lassábanas. Bailad, bailad, si oís tocar alflautista» —cantó.

Tiffany pensó: ¿Es la canciónapropiada para un funeral? Y enseguidase respondió: ¡Pues claro que sí! Tieneuna melodía maravillosa y nos dice quetodos moriremos un día pero, y esto eslo importante, que aún no estamos

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muertos.Tata Ogg había saltado de la mesa,

había agarrado al pastor Huevo y,mientras le daba vueltas, cantó: «Puesningún predicador apartará a la muertede los hombres», y el pastor tuvo laelegancia de sonreír y bailar con ella.

La gente aplaudió, algo que Tiffanyno esperaba ver en un funeral. Deseócon toda su alma poder ser como TataOgg, que entendía de verdad las cosas ysabía cómo forjar la risa a partir delsilencio.

Y entonces, mientras se apagaban losaplausos, una voz masculina cantó:

—«Abajo en el valle, en el fondo

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del valle, descansa la cabeza y oyesoplar el viento…»

Y el silencio se hizo a un lado anteel inesperado chorro de voz delsargento.

Tata Ogg fue al lugar donde se habíaquedado Tiffany.

—Bueno, parece que ya los hecalentado. ¿Oyes cómo se aclaran lasgargantas? ¡Seguro que acaba cantandohasta el pastor! Y a mí me vendría bienotra cerveza. Cantar da una sed que noveas. —Hizo un guiño, y después dijo aTiffany—: Primero ser humano, despuésbruja; difícil de recordar, fácil de hacer.

Era magia. La magia había

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convertido un vestíbulo lleno de genteque no conocía a mucha de la otra genteen seres humanos que se sabíanrodeados de otros seres humanos y, enese momento, no hacía falta queimportara nada más. Preston dio ungolpecito en el hombro de Tiffany. Teníauna sonrisa de preocupación bastantecuriosa en la cara.

—Lo siento, pero tengo la desgraciade estar de servicio y creo que deberíassaber que tenemos tres visitantes más.

—¿No puedes hacerles pasar? —preguntó Tiffany.

—Me encantaría hacerlo, señorita,pero es que ahora mismo no pueden

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moverse del tejado. El sonido que hacentres brujas es un montón de palabrotas,señorita.

Si había habido palabrotas, las reciénllegadas se habían quedado sin alientocuando Tiffany localizó la ventanaapropiada y salió al tejado de plomo delcastillo. No había muchos agarraderos yse había levantado bastante niebla, peroTiffany avanzó a gatas con muchacautela en dirección a los murmullos.

—¿Hay alguna bruja aquí arriba? —preguntó.

Y desde la penumbra le llegó la voz

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de alguien que ni siquiera intentabacontener su mal humor.

—¿Y qué diablos haría usted si ledijera que no, señorita TiffanyDolorido?

—¿Señora Proust? ¿Qué estáhaciendo aquí?

—¡Agarrarme a una gárgola!Bájanos ahora mismo, querida, porqueestas no son mis piedras y la señoraChiripa tiene que ir al excusado.

Tiffany gateó un poco más, muyconsciente de la caída que había a meroscentímetros de su mano.

—Preston ha ido a traer una cuerda.¿Tienen escoba?

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—Una oveja se ha estampado contraella —dijo la señora Proust.

Tiffany ya empezaba a distinguirlaentre la niebla.

—¿Se ha estampado contra unaoveja en el aire?

—A lo mejor era una vaca o algoasí. ¿Cómo se llaman esos bichos quehacen «grumfi, grumfi»?

—¿Se ha dado contra un erizovolador?

—No, no ha sido así. Estábamos entierra, buscando un arbusto para laseñora Chiripa. —Se oyó un suspiro enlas tinieblas—. Es por su problema,pobrecita. ¡Hemos parado en muchos

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arbustos viniendo hacia aquí, créeme! Y¿sabes una cosa? ¡Dentro de cada uno deellos hay algo que pica, muerde, dapatadas, chilla, aúlla, chapotea, se tiraunos pedos enormes, saca pinchos,intenta derribarte o deja un montónincreíble de caca! ¿Es que por aquí nohabéis oído hablar de la porcelana?

Tiffany estaba perpleja.—¡Bueno, sí, pero no en los campos!—Pues no les vendría nada mal —

dijo la señora Proust—. He echado aperder un buen par de botas, para que losepas.

Hubo un tintineo entre la niebla yTiffany se alegró de oír la voz de

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Preston.—He forzado la vieja trampilla,

señoras. ¿Serían tan amables de gatearhacia aquí?

La trampilla daba a un dormitoriocon signos evidentes de haber sidoocupado por una mujer la noche anterior.Tiffany se mordió el labio.

—Creo que aquí es donde se aloja laduquesa. Por favor, no toquen nada; yaes bastante borde sin provocarla.

—¿Ha dicho duquesa? Suena aestirado —comentó la señora Proust—.¿Qué tipo de duquesa, si puede saberse?

—La duquesa de Florilegio —respondió Tiffany—. Usted la vio

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cuando tuvimos aquel malentendido enla ciudad, ¿se acuerda? ¿En La Cabezadel Rey? Tienen unos terrenos enormescomo a cincuenta kilómetros de aquí.

—Qué cosas —dijo la señoraProust, en un tono que sugería queprobablemente aquello no iba a terminarbien, pero sí sería interesante y quizáembarazoso para alguien que no fuera laseñora Proust—. Me acuerdo de ella, yme acuerdo de que, después de todo ellío, pensé: «¿De qué me suena usted,señora?». ¿Sabes algo de ella, querida?

—Bueno, su hija me contó que ungran incendio arrasó sus propiedades yse llevó a toda su familia antes de que se

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casara con el duque.El rostro de la señora Proust brilló,

aunque era el brillo del filo de unanavaja.

—Ah, ¿en serio? —comentó con vozacaramelada—. Qué cosas pasan.Espero coincidir otra vez con esa damapara poder darle el pésame…

Tiffany decidió que no tenía tiempode resolver aquel acertijo, pero habíamás cosas en las que pensar.

—Eh… —empezó mirando a lamujer muy alta que intentaba ocultarsetras la señora Proust.

La señora Proust giró la cabeza ydijo:

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—Pero bueno, ¿qué habrá sido demis modales? Ah, no, que no los teníadesde el principio. Tiffany Dolorido,esta es la señorita Batista, más conocidacomo Flaca Alta Bajita Gorda Sally. Laseñorita Batista está aprendiendo de laseñora Chiripa, que es la que has vistocorriendo escalera abajo con unobjetivo claro en mente. Sally tiene unaafección grave con las mareas,pobrecita. He tenido que traerlas a lasdos porque la única escoba útil que hepodido encontrar era la de Sally, y noquería marcharse sin la señora Chiripa.No sabes lo que me ha costado mantenercentrada la escoba. No te preocupes,

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dentro de unas horas volverá a medir unmetro setenta. Por supuesto, no para dedarse contra los techos. Y Sally, túmejor que vayas ahora mismo con laseñora Chiripa.

Hizo un gesto con la mano y la brujajoven se marchó al trote, con cara denerviosismo. Cuando la señora Proustdaba órdenes, tendían a obedecerse. Sevolvió hacia Tiffany.

—La cosa que te persigue ahoratiene cuerpo, jovencita. Ha robado el deun asesino que estaba encerrado en elRapapolvo. Y ¿sabes qué? Antes desalir del edificio el tipo ha matado a sucanario. Ellos nunca matan a su canario.

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Es algo que no se hace y punto. Puedespegar a otro preso en la cabeza con unabarra de hierro durante una trifulca, peronunca matas a tu canario. Sería un actode maldad.

Era una forma extraña de sacar eltema, pero la señora Proust no se andabacon chiquitas ni, ya puestos, con pañoscalientes.

—Me imaginaba que ocurriría algoparecido —dijo Tiffany—. Es más, losabía. ¿Qué aspecto tiene?

—Lo hemos perdido un par de veces—respondió la señora Proust—. Lallamada de la naturaleza y tal. Puedehaber entrado en alguna casa para

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cambiarse de ropa, no sabría decirte. Elcuerpo le traerá sin cuidado. Lo usaráhasta que encuentre el siguiente o este secaiga a cachos. Estaremos atentas por siaparece. ¿Esta es tu encomienda?

Tiffany suspiró.—Sí. Y ahora él me está dando caza

como un lobo a un corderito.—Entonces, si te preocupa la gente

de aquí, debes librarte de él biendeprisa —dijo la señora Proust—.Cuando un lobo está hambriento, comelo primero que encuentra. Y ahora, ¿quéha sido de tus modales, señoritaDolorido? Estamos heladas yempapadas, y por el ruido parece que

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abajo dan de comer y beber, ¿meequivoco?

—Es verdad, discúlpeme. Y con lolejos que han venido para avisarme —seexcusó Tiffany.

La señora Proust le quitóimportancia con un gesto de la mano.

—Supongo que Flaca Alta BajitaGorda Sally y la señora Chiripa querránun tentempié después de viajar tanto,pero yo lo que estoy es cansada —dijo,y entonces, para horror de Tiffany, sedejó caer hacia atrás cuan larga erasobre la cama de la duquesa, con sololas botas asomando por el extremo ygoteando—. Esta duquesa… ¿te ha

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seguido dando problemas?—Bueno, sí, me temo que sí —

respondió Tiffany—. No tiene respeto anadie por debajo del rango de rey, y nientonces estoy segura del todo. Tambiénmangonea a su hija —añadió, y recordócon quién hablaba—. Clienta suya, porcierto.

Y entonces explicó a la señoraProust todo acerca de Leticia y laduquesa, porque aquella bruja era laclase de persona a la que se explicabatodo. Y mientras la historia sedesarrollaba la sonrisa de la señoraProust iba creciendo, y a Tiffany no lehacía falta ninguna habilidad de bruja

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para sospechar que la duquesa iba apasar algunos apuros.

—Ya me parecía. Yo nunca olvidouna cara. ¿Has oído hablar de losespectáculos de variedades, querida?No, claro que no. Aquí fuera es normalque no. Son todo monologuistas ycantantes y espectáculos de perrosparlantes. Y, por supuesto, bailarinas.Creo que vas haciéndote una idea,¿verdad que sí? No es mal trabajo parauna chica que sepa doblar una piernabonita, sobre todo porque después delnúmero todos los caballeros ricachonesse quedan esperando en la entrada de losartistas para invitarlas a una cena

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encantadora, etcétera, etcétera. —Labruja se quitó el sombrero puntiagudo ylo soltó en el suelo al lado de la cama—. No soporto las escobas. Me hacencallos en sitios donde nadie deberíatener callos.

Tiffany no sabía qué hacer. No podíaexigir a la señora Proust que selevantara de la cama porque no era suya.No era su castillo. Sonrió. En realidad,no era su problema. Qué agradable toparcon un problema que no fuera suyo.

—Señora Proust —dijo—. ¿Qué leparece si vamos abajo? Hay otras brujasa las que me gustaría mucho presentarle.—Si puede ser, no estando yo en la sala,

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pensó, aunque dudo que vaya a serposible.

—¿Brujas de seto? —La señoraProust dio un bufido—. Bueno, enrealidad la magia de seto no es mala deltodo. Una vez conocí a una mujer quepodía imponer las manos a un seto dealheña y, tres meses más tarde, crecíacon la forma de dos pavos reales y unperrito ofensivamente mono que sosteníaen la boca un hueso hecho de alheña, yojo, todo sin acercarle nunca unas tijerasde podar.

—¿Para qué quería hacer una cosaasí? —preguntó Tiffany, atónita.

—Dudo mucho que de verdad

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quisiera hacerlo, pero se lo encargóalguien que pagaba bien y, sobre elpapel, la poda artística no es ilegal,aunque sospecho que un par de personasvan a acabar delante de ese seto cuandollegue la revolución. Brujas de seto escomo llamamos en la ciudad a las brujasde campo.

—Anda, ¿en serio? —dijo Tiffanycon inocencia—. Bueno, no sé cómollamamos a las brujas de ciudad en elcampo, pero seguro que la señoraCeravieja estará encantada de decírselo.—Sabía que debería sentirse culpablepor aquello, pero había sido un día muylargo para rematar una semana muy

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larga, y una bruja tenía que divertirse devez en cuando.

El recorrido hacia el vestíbulo lasllevó por delante de la habitación deLeticia. Tiffany oyó voces y una risa, lade Tata Ogg. No había forma deconfundirla: era el tipo de risa que dabapalmadas en la espalda. Entonces la vozde Leticia dijo:

—¿Eso funciona de verdad?Y Tata respondió algo en voz baja

que Tiffany no alcanzó a oír pero que,fuera lo que fuese, casi hizo ahogarse dela risa a Leticia. Tiffany sonrió. Latímida novia estaba recibiendolecciones de alguien que, con toda

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probabilidad, no había sentido timidezen su vida, y parecía muy buen arreglo.Por lo menos ya no se deshacía enlágrimas cada cinco minutos.

Tiffany guió a la señora Proust porel animado vestíbulo. Era asombrosover que para ser feliz la gente solonecesitaba comida, bebida y más gente.Incluso sin la dirección de Tata Oggestaban llenando el vestíbulo de…bueno, gente siendo gente. Y de pie enun lugar desde donde veía a casi todo elmundo estaba Yaya Ceravieja, hablandocon el pastor Huevo.

Tiffany se fue acercando a ella concautela, juzgando por la expresión del

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sacerdote que no le molestaría nada quelos interrumpiera. Yaya Ceravieja podíaser muy directa con el tema de lareligión. Vio que el sacerdote serelajaba cuando empezó a hablar:

—Mi querida señora Ceravieja,querría presentarle a la señora Proust.Es de Ankh-Morpork, donde regenta unemporio muy notable. —Tragando salivaTiffany se volvió hacia la señora Prousty dijo—: Señora Proust, le presento aYaya Ceravieja.

Dio un paso atrás mientras las brujasse miraban entre sí y contuvo el aliento.El vestíbulo quedó en silencio y ningunade las dos parpadeó. Y entonces —¡no

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podía ser!— Yaya Ceravieja guiñó unojo y la señora Proust sonrió.

—Encantada de conocerla —saludóYaya.

—El placer es mío —respondió laseñora Proust.

Volvieron a cruzar la mirada y segiraron hacia Tiffany Dolorido, que depronto comprendió que las brujas viejasy listas llevaban mucho más tiempo queella siendo más viejas y más listas.

Yaya Ceravieja casi se echó a reírcuando la señora Proust comentó:

—No necesitamos saber el nombrede la otra para reconocernos, peropermíteme sugerirte, jovencita, que

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vuelvas a respirar.Yaya Ceravieja tomó del brazo a la

señora Proust con suavidad y educacióny se volvió en la dirección de Tata Ogg,que bajaba las escaleras seguida deLeticia, sonrojada en lugares donde lagente no suele sonrojarse. Dijo:

—Acompáñeme, querida. Tiene queconocer a mi amiga, la señora Ogg, quees muy buena clienta suya.

Tiffany se alejó. Por un brevemomento, no tenía nada que hacer.Recorrió con la mirada los grupitos quela gente seguía formando en el vestíbuloy vio sola a la duquesa. ¿Por qué lohizo? ¿Por qué se acercó a la mujer? Tal

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vez, pensó, si sabes que vas aenfrentarte a un monstruo horrible, vabien coger un poco de práctica. Peropara su absoluta sorpresa la duquesaestaba llorando.

—¿Puedo ayudar en algo? —preguntó Tiffany.

Fue el objetivo inmediato de unamirada iracunda, pero las lágrimas nodejaron de caer.

—Ella es todo lo que tengo —explicó la duquesa mientras miraba aLeticia, que aún seguía a Tata Ogg—.Estoy segura de que Roland será unmarido muy gentil. Espero que mi niñapiense que le allané bien el terreno para

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que pueda desenvolverse en el mundo.—Creo que sin duda le ha enseñado

muchas cosas —declaró Tiffany.Pero la duquesa estaba distraída

mirando a las brujas y, sin volver lavista hacia Tiffany, dijo:

—Sé que hemos tenido nuestrasdiferencias, jovencita, pero mepreguntaba si podrías decirme quién esesa mujer de ahí, una de tus hermanasbrujas, la que está hablando con esa otratan alta.

Tiffany miró un momento.—Ah, es la señora Proust. Es de

Ankh-Morpork, ¿sabe? ¿Es que eraamiga suya? Hace un momento estaba

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preguntándome por usted.La duquesa sonrió, pero fue una

sonrisa enclenque y extraña. Si lassonrisas tuvieran color, aquella habríasido verde.

—Oh —dijo—. Es… hum… —Sedetuvo balanceándose un poco—. Muyamable por su parte. —Tosió—. Mealegro mucho de que mi hija y tú oshayáis hecho amigas, y me gustaríaofrecerte mis disculpas si me he portadomal contigo estos últimos días. Tambiénquerría disculparme contigo y con todoel esforzado personal por lo que puedehaberse tomado como uncomportamiento altivo, y confío en que

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lo veréis como la actitud de una madreresuelta a hacer todo lo mejor para suhija. —Lo dijo con mucha cautela, conpalabras que salían como los bloquescoloreados con los que los niñosjugaban a las construcciones, y entre losbloques, como el cemento, estaban laspalabras que no pronunció: Por favor,por favor, no digas a nadie que bailabaen un espectáculo de variedades. ¡Porfavor!

—Bueno, hemos estado todos muynerviosos —comentó Tiffany—. Quienmucho habla mucho yerra, como sueledecirse.

—Por desgracia —respondió la

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duquesa—, me parece que yo he habladomucho. —Tiffany se fijó en que llevabauna gran copa de vino en la mano, casivacía. La duquesa contempló a Tiffanydurante un rato y dijo—: Una boda casiinmediatamente después de un funeral.¿Eso está bien?

—Hay quienes piensan que da malasuerte retrasar una boda cuando se le hapuesto fecha —contestó Tiffany.

—¿Tú crees en la suerte?—Creo en no tener que creer en la

suerte —puntualizó Tiffany—. Peroexcelencia, puedo decirle sin miedo aequivocarme que, en momentos comoesos, el universo se acerca un poco más

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a nosotros. Son tiempos extraños,tiempos de principios y finales.Peligrosos y poderosos. Y los sentimosaunque no sepamos lo que son. Estostiempos no tienen por qué ser buenos, nimalos. De hecho, lo que sean dependede lo que seamos nosotros.

La duquesa bajó la mirada al vasovacío que tenía en la mano.

—No sé bien por qué, pero creo quedebería echarme un rato.

Se volvió para dirigirse a lasescaleras y casi tropezó al dar el primerpaso.

Se oyeron risotadas desde el otroextremo del vestíbulo. Tiffany siguió a

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la duquesa, pero se detuvo a dar ungolpecito a Leticia en el hombro.

—Si yo fuera tú, iría a hablar con tumadre antes de que se vaya arriba. Creoque le gustaría hablar contigo. —Seinclinó y le susurró al oído—: Pero nole cuentes mucho de lo que te haya dichoTata Ogg.

Leticia hizo ademán de protestar, viola expresión de Tiffany, se lo pensómejor e interceptó a su madre.

Y de pronto, Yaya Ceravieja estabaal lado de Tiffany. Al cabo de unmomento, como si se dirigiera al aire,Yaya dijo:

—Tienes una buena encomienda.

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Gente maja. Y voy a decirte una cosa: élestá cerca.

Tiffany se fijó en que las otrasbrujas, incluida Flaca Alta Bajita GordaSally, estaban formando detrás de YayaCeravieja. Tiffany era el blanco de susmiradas, y cuando muchas brujas mirana alguien, lo nota como si fuera el sol.

—¿Hay algo que queráis decirme?—preguntó Tiffany—. Lo hay, ¿verdad?

Tiffany no recordaba haber vistomuchas veces… o más bien, ahora quelo pensaba, no había visto nunca a YayaCeravieja preocupada.

—Estás segura de poder vencer alHombre Astuto, ¿no es así? Veo que aún

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no te vistes de medianoche.—Cuando sea vieja, me vestiré de

medianoche —dijo Tiffany—. Es mielección. Y Yaya, sé por qué has venido.Es para matarme si fracaso, ¿verdad?

—Maldita sea —protestó YayaCeravieja—. Eres una bruja, y de lasbuenas. Pero entre nosotras hay quienespiensan que lo mejor sería queinsistiéramos en ayudarte.

—No —replicó Tiffany—. Miencomienda. Mi desastre. Mi problema.

—¿A toda costa? —preguntó Yaya.—¡Por supuesto que sí!—Bueno, pues te doy la enhorabuena

por tu apego a tu puesto y te deseo… no,

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no suerte, ¡sino certeza! —Hubosusurros entre las brujas y Yaya dijo,con voz firme—: Ha tomado sudecisión, señoras, y no se hable más.

—No se la discuto —dijo Tata Oggcon una sonrisa—. Casi hasta me dapena el Hombre Astuto. Dale una buenapatada en… ¡Dale una buena patadadonde puedas, Tiff!

—Es tu terreno —declaró la señoraProust—. ¿Qué va a hacer una bruja ensu terreno sino triunfar?

Yaya Ceravieja asintió.—Si te dejas dominar por el orgullo,

entonces ya has perdido, pero si agarrasal orgullo por el pellejo del cuello y lo

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cabalgas como a un semental, entoncestal vez ya hayas ganado. Y ahora creoque es el momento de que te prepares,Tiffany Dolorido. ¿Tienes un plan parala mañana?

Tiffany miró aquellos penetrantesojos azules.

—Sí. No perder.—Es buen plan.La señora Proust estrechó la mano

de Tiffany con la suya, llena deverrugas, y le dijo:

—Por pura casualidad, querida, meparece que yo también tengo unmonstruo al que destruir…

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CAPÍTULO 14Quemando el rey

Tiffany sabía que aquella noche no iba adormir, así que ni lo intentó. La genteestaba charlando sentada en grupos ytodavía quedaba comida y bebida en lasmesas. Tal vez como consecuencia de labebida, nadie se daba cuenta de lo

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rápido que estaban desapareciendo estay la comida, pero Tiffany estaba segurade oír tenues sonidos entre las vigas delalto techo. Por supuesto, las brujastenían una proverbial destreza enguardarse comida en los bolsillos paramás tarde, pero era muy posible que losfeegles estuvieran cogiéndoles delanterapor pura superioridad numérica.

Tiffany vagó de grupito en grupito y,cuando la duquesa por fin se marchóescaleras arriba, no la siguió. Se dijocon bastante énfasis que no estabasiguiéndola. Solo dio la casualidad deque iba en la misma dirección. Y cuandocruzó como un rayo el suelo de piedra

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para llegar a la puerta de la duquesajusto en el momento en que se cerraba,no fue para escuchar a hurtadillas.Desde luego que no.

Llegó a tiempo de oír el principio deun chillido de furia, y luego la voz de laseñora Proust:

—¡Vaya, vaya, Deirdre Perejil!¡Cuánto tiempo sin verte las enaguas!¿Todavía puedes quitarle el sombrero aun hombre de una patada alta?

Y entonces hubo silencio. Tiffany sealejó deprisa, porque la puerta era muygruesa y alguien acabaría dándosecuenta si seguía allí plantada con laoreja pegada a ella.

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Así que bajó a tiempo de poderhablar con Flaca Alta Bajita GordaSally y la señora Chiripa, de quienahora reparó en que era ciega, lo que erauna lástima pero tampoco demasiadatragedia para una bruja. Siempre teníanunos cuantos sentidos adicionales que locompensaban.

Y después bajó a la cripta.Había flores alrededor de la tumba

del barón, pero no encima porque lacubierta de mármol era tan hermosa quesería una lástima cubrirla aunque fuesecon rosas. En la piedra, los canteroshabían tallado al propio barón, conarmadura y sosteniendo su espada;

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estaba labrado con tanto detalle queparecía que en cualquier momento iba alevantarse y marcharse de allí. En cadaesquina de la losa ardía una vela.

Tiffany se paseó entre los otrosbarones muertos de piedra. De vez encuando había una esposa, tallada con lasmanos juntas y aspecto sereno. Era…raro. En la Caliza no había lápidas. Lapiedra era demasiado escasa. Habíacementerios, eso sí, y en algún lugar delcastillo un libro antiguo de mapasdescoloridos señalaba dónde reposabanlos restos de la gente. La única personacomún que tenía un monumento en surecuerdo, aunque en casi todos los

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aspectos había sido alguien muy pococomún, era la abuela Dolorido; lasruedas de hierro y la estufa redonda queeran todo lo que quedaba de su cabañade pastoreo sobrevivirían como mínimootros cien años. Eran de metal delbueno, y el inagotable pastar de lasovejas mantenía el terreno circundanteliso como un tapete, y además la grasadel vellón que dejaban al frotarse contralas ruedas era tan buena como el aceitepara que el metal se mantuviera en tanbuen estado como el día en que salió desu molde.

En tiempos remotos, antes de que uncaballero se armara caballero, debía

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pasar una noche en su salón con susarmas, pidiendo fuerza y sabiduría a losdioses que quisieran escucharle.

Tiffany estuvo segura de oír laspalabras que pronunciaban, al menos ensu mente si no a través de las orejas. Segiró para mirar a los caballerosdurmientes, preguntándose si la señoraProust tendría razón y la piedraconservaba la memoria.

¿Y cuáles son mis armas?, pensó. Larespuesta llegó al instante: el orgullo.Sí, se decía que era un pecado y quepresagiaba la derrota, pero no podía sercierto. El herrero se enorgullece de unabuena soldadura; el carretero se

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enorgullece de que sus caballos esténbien atendidos, de que brillen comocastañas recién recogidas al sol; elpastor se enorgullece de que el lobo nose acerque al rebaño; la cocinera seenorgullece de sus tartas. Todossentimos orgullo de que nuestra vidatenga una buena historia, una que valgala pena contar.

Y también tengo miedo, miedo adecepcionar a las demás; y como tengomiedo, superaré ese miedo. No dejaréen evidencia a las mujeres que me hanentrenado.

Y tengo confianza, aunque no estémuy segura de en qué confío.

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—Orgullo, miedo y confianza —dijoen voz alta. Y delante de ella, las cuatrovelas ardieron con fuerza, como si lashubiera azuzado el viento, y por uninstante, en la avalancha de luz, estuvosegura de ver la silueta de una brujaanciana fundiéndose con la piedraoscura—. Ah, sí, y tengo el fuego. —Yentonces, sin saber del todo por qué,dijo—: Cuando sea vieja, me vestiré demedianoche. Pero hoy no.

Tiffany alzó su farol y todas lassombras se movieron excepto una, muyparecida a la silueta de una mujer mayorvestida de negro, que se desvaneció porcompleto. Y ahora sé por qué la liebre

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corre al fuego, y mañana… no, hoymismo saltaré yo también a su interior.Sonrió.

Cuando Tiffany regresó al vestíbulo,todas las brujas estaban observándoladesde la escalera. Tiffany se habíapreguntado cómo iban a llevarse Yaya yla señora Proust, dado que las dos eranmás orgullosas que un gato que sehubiera comido a un pavo. Sin embargo,parecían tener una relación bastantecordial, por lo menos lo suficiente parahablar del tiempo, de lo malcriados queestaban los jóvenes hoy en día y de lo

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carísimo que se había puesto el queso.Pero Tata Ogg tenía un aspectopreocupado muy poco propio de ella.Ver a Tata Ogg preocupada erapreocupante. Ya había pasado lamedianoche, que en teoría era la hora delas brujas. En la vida real cualquier horaera la hora de las brujas, pero aun así laforma en que las dos manecillas delreloj apuntaban juntas hacia arriba dabaun poco de escalofrío.

—He oído que los chicos ya hanvuelto de la despedida de soltero —dijoTata—, pero creo que no recuerdandónde han dejado al novio. Tampococreo que vaya a ir a ninguna parte. Están

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bastante seguros de que le quitaron lospantalones y lo ataron a algo. —Carraspeó—. Es el procedimientohabitual. En teoría el padrino deberíarecordar el lugar, pero a él sí que lo hanencontrado y no recuerda ni cómo sellama.

El reloj del vestíbulo dio lamedianoche; nunca acertaba la hora.Cada tañido fue como un martillazo enla columna vertebral de Tiffany.

Y allí, caminando en su dirección,estaba Preston. Y a Tiffany le parecióque desde hacía un tiempo, mirara dondemirase allí estaba Preston, con aspectolimpio y listo y… en cierto modo

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esperanzado.—Escucha, Preston —le dijo—. No

tengo tiempo para explicar las cosas, ytampoco estoy segura de que fueras acreértelas… No, seguramente sí que telas creerías si te las dijera. Tengo quesalir a matar a ese monstruo antes de queme mate a mí.

—Entonces yo te protegeré —respondió Preston—. ¡De todas formas,mi comandante en jefe podría estar ahífuera en una pocilga con alguna cerdaolisqueándole los inmencionables! ¡Y yorepresento al poder temporal!

—¿Tú? —saltó Tiffany.Preston sacó pecho, aunque no llegó

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muy lejos.—Resulta que sí. Los chicos me han

nombrado guardia de pleno derechopara poder tomarse unas copas y ahoramismo el sargento está en la cocina,vomitando en el fregadero. ¡Ha pensadoque podía beber más que Tata Ogg! —Hizo el saludo marcial—. Voy aacompañarte ahí fuera, y no puedesimpedirlo. Sin ánimo de ofender, porsupuesto. Además, por el poder que meha otorgado el sargento entre arcada yarcada, querría requisaros a ti y a tuescoba para que me ayudéis en mibúsqueda, si te parece bien.

Era una pregunta espantosa para

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hacérsela a una bruja. Pero por otraparte era Preston quien la hacía.

—De acuerdo —dijo Tiffany—,pero no quiero que le hagas ni unrasguño. Y antes tengo que ocuparme deuna cosa. Disculpa. —Se alejó un pocohacia la puerta abierta del vestíbulo y seapoyó en la piedra fría—. Sé que hayfeegles escuchándome —dijo.

—Aj, sí —confirmó una voz amenos de dos centímetros de su oreja.

—Muy bien, pues no quiero que meayudéis esta noche. Esto es asunto dearpías, ¿entendido?

—Ah, sí, ya vimos a toda lacuadrilla de arpías. Está claru que esta

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es noche de arpiadas.—Tengo… —empezó Tiffany, y

entonces se le ocurrió una idea—. Tengoque enfrentarme al hombre sin ojos. Yellas han venido para ver lo buenaguerrera que soy, así que no debo hacertrampas utilizando feegles. Es una reglaimportante de las arpías. Desde luegorespeto que las trampas son unahonorable tradición feegle, pero lasarpías no hacemos trampas —siguió,consciente de que aquello era unamentira enorme—. Si me ayudáis, losabrán, y todas las arpías me miraráncon desprecio.

Y pensó: Y si pierdo, será feegles

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contra arpías, y esa batalla sí que larecordará el mundo para siempre. Perosin presión, ¿eh?

En voz alta continuó:—Lo entendéis, ¿verdad? Por esta

vez, aunque sea solo por esta vez, haréislo que os digo y no me ayudaréis.

—Sí, sí, ya entendímoste. Pero sabesque Jeannie dispuso que debémostecuidar en todu momento, porque eresnuestra arpía de las colinas —objetóRob.

—Lamento decir que la kelda noestá aquí —dijo Tiffany—. Pero yo síestoy, y debo deciros que si esta vez meayudáis, dejaré de ser vuestra arpía de

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las colinas. Estoy sometida a unmochuelo, ya sabéis, y es un mochuelode arpía, lo que vuélvelo un mochueloben, ben grande. —Oyó un gemidocolectivo y añadió—: Va en serio. Laarpía jefa es Yaya Ceravieja, y ya laconocéis. —Hubo otro gemido—. Pueseso. Esta vez, por favor, dejadme hacerlas cosas a mi manera. ¿Lo habéisentendido?

Hubo un silencio momentáneo, yluego la voz de Rob Cualquierarespondió:

—Aj, sí.—Muy bien —dijo Tiffany.Respiró hondo y fue a buscar su

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escoba.

Llevar consigo a Preston dejó deparecerle tan buena idea mientras seelevaban por encima de los tejados delcastillo.

—¿Por qué no me has dicho que tedaba miedo volar? —le preguntó.

—Oye, eso no es justo —respondióPreston—. Es la primera vez que vueloen la vida.

Cuando estuvieron a una buenaaltura, Tiffany observó el clima. Habíanubes sobre las montañas y, de vez encuando, el relámpago de una tormenta de

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verano. Oyó el lejano retumbar deltrueno. En las montañas siempre habíauna tormenta a mano. La niebla se habíadispersado y la luna estaba alta en elcielo: era una noche perfecta. Y hacíaaire. Era lo que había deseado Tiffany.Y Preston le rodeaba la cintura con losbrazos; eso no estaba segura de si lohabía deseado o no.

Habían bajado hacia las llanuras, alpie de la Caliza, e incluso con luz deluna Tiffany distinguió los rectángulososcuros de los campos que ya estabandesbrozados. Los hombres siemprecuidaban de que el fuego no se les fuesede las manos. Nadie quería un incendio

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descontrolado que pudiera llevarse pordelante cualquier cosa. El campo al quellegaron era el último de todos. Siemprelo habían llamado «el rey». Cuandoquemaban el rey, solía acudir mediopueblo para atrapar a los conejos queescapaban de las llamas. Tendría quehaberse hecho aquel mismo día, perotodos habían tenido… otrasocupaciones.

Los gallineros y la pocilga estabanen el bancal de encima, separados porun tramo de ladera, y se decía que lascosechas que daba el rey eran tanabundantes porque resultaba mucho másfácil volcar el abono en el rey que

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repartirlo entre los campos de másabajo.

Aterrizaron junto a las pocilgas,recibidos por los habituales chillidosferoces de los lechones, que conindependencia de la situación realcreían en todo momento que el mundopretendía serrarlos por la mitad.

Tiffany husmeó. El aire olía a cerdo,pero Tiffany estaba convencidísima deque aun así podría oler al fantasmacuando llegara. Por mucho que apestarana sucio, al menos los cerdos tenían unolor natural. En cambio, el fantasmaharía que en comparación los cerdosolieran a violetas. Tiffany tuvo un

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escalofrío. El viento estaba arreciando.—¿Estás completamente segura de

que puedes matarlo? —susurró Preston.—Creo que puedo hacer que se mate

él. Y Preston, te prohíbo estrictamenteque me ayudes.

—Lo siento —dijo Preston—. Podertemporal, ya sabes. Usted no puededarme órdenes, señorita Dolorido, si nole importa.

—¿Estás diciendo que tu sentido deldeber y la obediencia a tu comandantesignifican que debes ayudarme? —preguntó ella.

—Bueno, sí, señorita —respondióPreston—. Y algunas otras

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consideraciones.—En ese caso de verdad te necesito,

Preston, créeme. Me parece que podríahacerlo yo sola, pero sería mucho másfácil si me ayudaras. Lo que quiero quehagas es…

Estaba casi segura de que elfantasma no podría oírles, pero aun asíbajó la voz. Preston absorbió suspalabras sin pestañear y luego se limitóa decir:

—Parece bastante sencillo, señorita.Puede fiarse del poder temporal.

—¡Puaj! ¿Cómo he terminadoaquí?

Algo gris, pegajoso y que olía

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mucho a cerdo y a cerveza intentó pasarpor encima de la valla de la pocilga.Tiffany sabía que era Roland, pero soloporque era muy improbable quehubieran tirado a otro novio a unapocilga en la misma noche. Y Roland sealzó como algo horrible salido de unpantano, dejando caer gotas de… bueno,gotas. No había mucha necesidad deentrar en detalles. Partes de él sedesprendían y salpicaban.

Dio un hipido.—Parece haber un cerdo enorme en

mi dormitorio, y todo apunta a que heextraviado mis pantalones —declaró,con la voz entorpecida por el alcohol. El

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joven barón miró a su alrededormientras la comprensión, más queiluminarle, lo abrasaba—. No creo queesto sea mi dormitorio, ¿verdad que no?—dijo, y poco a poco resbaló de vueltaa la porqueriza.

Tiffany olió al fantasma. Por encimade la mezcla nasal que llegaba desde lapocilga, su hedor destacó como el de unzorro entre gallinas. Y el fantasma lehabló, con una voz cargada de horror ydecadencia:

Puedo sentir que estás aquí, bruja,y también a las otras. Ellas no mepreocupan, pero este cuerpo nuevo, aunsin ser muy robusto, tiene… sus propias

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intenciones permanentes. Soy fuerte.Estoy llegando. No puedes salvar atodo el mundo. Dudo que tu diabólicopalo volador pueda cargar a cuatropersonas. ¿A quién dejarás atrás? ¿Porqué no dejarlos a todos? ¿Por qué noabandonar a la fatigosa rival, al chicoque te rechazó y al joven persistente?¡Ah, sé bien cómo piensas, bruja!

Pero no pienso de ese modo, se dijoTiffany. De acuerdo, puede que me hayagustado ver a Roland en la pocilga, perola gente no es solo gente: es genterodeada de circunstancias.

No como tú. Tú ni siquiera eresgente ya.

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A su lado, con un espantoso ruido desucción, Preston sacó a Roland de laporqueriza entre las protestas de lacerda. Qué suerte tenían los dos de nopoder oír al Hombre Astuto.

Se quedó parada. ¿«Cuatropersonas»? ¿«La fatigosa rival»? Peroallí solo estaban ella, Roland y Preston,¿verdad?

Miró hacia el extremo del campo,entre la sombra que dejaba el castillo ala luz de la luna. Una figura blancacorría veloz hacia ellos.

Tenía que ser Leticia. Nadie de porallí vestía con tanto blanco vaporoso atodas horas. La mente de Tiffany se

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enfrascó en el álgebra de la táctica.—Preston, vete para allá. Coge la

escoba.Preston asintió e hizo un saludo

mientras sonreía de oreja a oreja.—A su servicio, señorita.Leticia llegó en pleno frenesí y en

carísimas zapatillas blancas de estar porcasa. Se detuvo en seco al ver a Roland,que reunió la sobriedad suficiente paraintentar cubrir con las manos lo queTiffany supo que a partir de entonces, ensu mente, siempre llamaría sus partesapasionadas. El gesto de Roland soloconsiguió hacer un ruido líquido, dadoque estaba envuelto en una gruesa capa

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de estiércol de cerdo.—¡Uno de sus amigotes me ha dicho

que lo tiraron a la pocilga para echarseunas risas! —exclamó Leticia, indignada—. ¡Y se hacen llamar sus amigos!

—Creo que ellos creen que para esoestán los amigos —dijo Tiffany,distraída. Para sí misma pensó: ¿Estofuncionará? ¿He pasado algo por alto?¿Entiendo lo que tengo que hacer? ¿Conquién creo que estoy hablando? Supongoque estoy buscando una señal, solo unaseñal.

Hubo un sonido de hierba removida.Tiffany miró abajo. Una liebre estabamirándola a ella y entonces, sin dar

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sensación de pánico, se perdió entre lostallos cortados.

—Me lo tomaré como un sí entonces—dijo Tiffany sintiendo un pánicopropio. Al fin y al cabo, ¿aquello habíasido un presagio o solo una liebre lobastante adulta para correr al instantesiempre que veía a personas? Y supusoque sería de mala educación pedir unsegundo presagio que confirmara que elprimero no era solo una coincidencia,¿verdad?

En aquel preciso instante, Rolandempezó a cantar, con toda probabilidadpor culpa de la bebida pero tal veztambién porque Leticia estaba

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afanándose en limpiarle mientrascerraba los ojos con fuerza para no tenerque ver, como mujer soltera, nadainapropiado o sorprendente. La canciónque cantaba Roland decía:

—«Alegre y deliciosa era la claramañana de estío, con todos los campos ylos prados rebosantes de trigo. Lospájaros trinaban posados en el verdor, ylas alondras cantaban melodiosas alromper el albor.» —Se detuvo—. Mipadre la cantaba siempre cuandopaseábamos por estos campos —dijo.Estaba en el punto en que los borrachosempezaban a llorar, y sus lágrimasdejaron estrechos senderos de color

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rosa al llevarse el estiércol de susmejillas.

Pero Tiffany pensó: Gracias. Unpresagio era un presagio. Había queelegir los más convenientes. Y aquel erael campo más grande, el campo dondequemaban los últimos rastrojos. Y laliebre corre al fuego. Ah, los presagios.Siempre tan importantes.

—Escuchadme los dos. No vais adiscutirme nada de lo que diga porquetú, Roland, vas como una cuba y tú,Leticia, eres bruja. —Leticia sonrió deoreja a oreja al oírlo—. Pero menosexperta que yo, por lo que los dos vais ahacer lo que yo os diga. De ese modo, a

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lo mejor podemos volver todos vivos alcastillo.

Los dos la escucharon con atención,aunque Roland se tambaleaba un poco.

—Cuando grite —siguió Tiffany—,quiero que cada uno me coja de unamano y corráis. Girad si giro yo y paradsi yo me paro, aunque dudo mucho quevaya a querer pararme. Sobre todo, notengáis miedo y confiad en mí. Estoycasi segura de saber lo que hago. —Tiffany se dio cuenta de que su últimafrase no inspiraba mucha confianza, peroellos no parecieron fijarse—. Y cuandodiga que saltéis, saltad como si tuvieraisa un demonio pisándoos los talones,

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porque lo tendréis.De pronto el hedor se hizo

insoportable. El odio puro que conteníaaporreó el cerebro de Tiffany. Lospulgares me hormiguean: algo malvadose acerca, pensó mientras escrutaba enla penumbra. Las narices me apestan:algo malvado se presenta, añadió en sumente para no balbucear de miedomientras registraba el lejano seto delcampo en busca de cualquiermovimiento.

Y había una silueta.Allí estaba, fornida, cruzando el

campo en su dirección. Aún se movíadespacio, pero iba ganando velocidad.

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Tenía un andar extraño. «Cuando dominaun cuerpo, el propietario pasa a formarparte de él. No hay escapatoria, nuncaserán libres.» Es lo que le había dichoEskarina. Nada que fuese bueno, nadaque contara con la opción de redimirsepodía tener unos pensamientos queapestaran tanto. Tiffany cogió las manosde la pareja sin hacer caso a suconversación y tiró de ellos hasta quecorrieron. El… la criatura estaba entreellos y el castillo. Y avanzaba con máslentitud de la que había esperado.Aventuró otra mirada y vio el brillo delmetal en sus manos. Cuchillos.

—¡Vamos!

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—Este calzado no es muy buenopara correr —señaló Leticia.

—Me duele la cabeza —aportóRoland mientras Tiffany tiraba de elloshacia el fondo del campo.

No hizo caso de las quejas mientraslos tallos secos de maíz entorpecían supaso, se les enredaban en el pelo, lesrascaban las piernas y les pinchaban lospies. Apenas había logrado poner a lapareja al trote. La criatura los seguía sindescanso. Tan pronto como giraran haciala seguridad del castillo, empezaría aganarles terreno…

Pero aquella cosa también pasabapor dificultades, y Tiffany se preguntó

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hasta qué punto podía forzar un cuerposi no sentía su dolor, la agonía de suspulmones, el martilleo del corazón, elcrujido de los huesos, el horrible dolorque lo llevaba hacia el último aliento ymás allá. La señora Proust habíaacabado explicándole todas lasatrocidades que había cometido elhombre llamado Chubasquero; lo hizo envoz baja, por si decir las palabras confuerza pudiera contaminar el aire.Comparado con todo aquello, ¿qué eraaplastar a un pequeño pájaro cantor?Pero por algún motivo, era ese el que sequedaba grabado en la mente como uncrimen imperdonable.

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No habrá perdón por una canciónsilenciada. No habrá redención despuésde matar la esperanza en la oscuridad.Ahora te conozco.

Eres lo que susurró al oído deRastrero antes de que diera una paliza asu hija.

Eres el primer acorde en la músicabrusca.

Eres lo que mira por encima delhombro de quien coge la primera piedray, aunque creo que formas parte de todosnosotros y que nunca nos libraremos deti, desde luego podemos hacer de tu vidaun infierno.

No hay perdón. No hay redención.

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Al mirar hacia atrás, vio que la caradel Hombre Astuto era cada vez másgrande y redobló sus esfuerzos para tirarde la cansada y reticente pareja por eldifícil terreno. Invirtió un preciosoaliento en decir:

—¡Miradlo! ¡Mirad esa cosa!¿Queréis que nos atrape?

Oyó un breve chillido de Leticia yun gemido de repentina sobriedadprocedente de su futuro marido. Los ojosdel desgraciado Chubasquero estabaninyectados en sangre y abiertos comoplatos. Sus labios estaban congelados enuna sonrisa demente. Trató deaprovechar que había ganado terreno,

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pero los compañeros de Tiffany habíanencontrado fuerzas nuevas en el miedo, yahora casi tiraban ellos de la bruja.

Tenían por delante una carrera rectaen campo abierto. Todo dependía dePreston. Por extraño que le resultara,Tiffany sintió confianza. Es de fiar,pensó, pero seguía teniendo aquelterrible gorgoteo a su espalda. Elfantasma estaba exigiendo más y más asu anfitrión, y a ella no le costó imaginarel siseo de un largo cuchillo. Lacoordinación era crucial. Preston era defiar. Lo había entendido bien, ¿verdad?Por supuesto que sí. Podía confiar enPreston.

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Más adelante, lo que recordaría conmás nitidez fue el silencio, que soloquebraban los tallos al romperse, losjadeos de Leticia y Roland y elterrorífico resuello de su perseguidor. Elsilencio de su cabeza lo quebraba la vozdel Hombre Astuto.

—Estás tendiéndome una trampa.¡Escoria! ¿Crees que me dejaré atraparotra vez tan fácilmente? Las niñitasque juegan con fuego se queman, y túarderás, te lo prometo. ¡Ya lo creo quearderás! ¿Dónde quedará entonces elorgullo de las brujas? ¡Recipientes dela iniquidad! ¡Siervas de la impureza!¡Profanadoras de todo lo sagrado!

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Tiffany mantuvo la mirada fija en elextremo del campo mientras se leescapaban las lágrimas. No pudoevitarlo. Era imposible aislarse de lavileza, de esa llovizna venenosa que secolaba por sus orejas y fluía hasta susentrañas.

Otro siseo en el aire por detrás deellos hizo renovar su empeño a los trescorredores, pero Tiffany sabía que noiban a aguantar mucho más. ¿Era Prestonlo que se entreveía allí delante, en latiniebla? Entonces ¿quién era la oscurafigura que tenía al lado, la querecordaba a una bruja anciana consombrero puntiagudo? Mientras Tiffany

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seguía mirando la silueta se difuminóhasta desaparecer.

Pero de pronto estalló el fuego, yTiffany oyó sus chasquidos, que seextendieron como un amanecer querecorría el campo hacia ellos, soltandochispas que llenaron el cielo comonuevas estrellas. El viento sopló confuerza y Tiffany oyó de nuevo la vozhedionda:

—Arderás. ¡Arderás!Y el viento arreció y las llamas

crecieron, y había una muralla de fuegoarrasando los tallos tan deprisa como elpropio viento. Tiffany miró abajo y vioque había regresado la liebre, que ahora

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corría junto a ellos sin esfuerzoaparente. Levantó la mirada haciaTiffany, viró dando un brinco y corriódirecta hacia el fuego, a toda velocidad.

—¡Corred! —ordenó Tiffany—. ¡Elfuego no os quemará si hacéis lo que osdigo! ¡Corred mucho! ¡Corred mucho!¡Roland, corre para salvar a Leticia!¡Leticia, corre para salvar a Roland!

Tenían el fuego casi encima.Necesito la fuerza, pensó Tiffany.Necesito el poder. Y recordó lo que lehabía dicho una vez Tata Ogg: «Elmundo cambia. El mundo fluye. Ahí haypoder, mi niña».

Las bodas y los funerales son

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momentos de poder… sí, las bodas.Tiffany agarró con más fuerza las manosde los dos. Y ahí llegaba, la crepitante yfragorosa muralla de fuego…

—¡Saltad! —Y mientras sedespegaban del suelo chilló—: «¡Salta,granuja! ¡Brinca, zorra!».

Sintió cómo se elevaban mientraslos envolvía el fuego.

El tiempo titubeó. Un conejo secruzó con ellos por debajo, huyendoaterrorizado de las llamas. Y él tambiénhuirá, pensó Tiffany. Correrá paraalejarse del fuego, pero el fuego correráhacia él. Y el fuego corre mucho másque un cuerpo que se muere.

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Tiffany flotaba dentro de una bola defuego amarillo. Vio que les adelantabala liebre, una criatura cómoda en suelemento. No somos tan rápidos comotú, reflexionó Tiffany. Nosotros sí quenos chamuscaremos. Miró a derecha eizquierda, a la novia y al novio, quetenían la mirada perdida hacia delantecomo si estuvieran hipnotizados, y losatrajo hacia ella. Ahora lo entendía.Seré yo con quien te cases, Roland. Yate lo había dicho.

Tiffany iba a hacer algo hermoso conaquel fuego.

—¡Vuelve a los infiernos de dondeprocedes, Hombre Astuto! —voceó por

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encima del rugido de las llamas—.¡Salta, granuja! ¡Brinca, zorra! —volvió a chillar—. ¡Yo os caso parasiempre a partir de ahora!

Y esto es una boda, se dijo. Unnuevo principio. Y durante unos pocossegundos en el mundo, este es un lugarde poder. Oh, sí, un lugar de poder.

Cayeron rodando al otro lado delmuro de fuego. Tiffany estaba preparaday empezó a pisotear brasas y a sacudirtodas las llamas que quedaban en laropa.

De pronto también estaba allíPreston, recogiendo a Leticia ysacándola de las cenizas. Tiffany rodeó

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con un brazo a Roland, que habíaaterrizado sobre algo blando(posiblemente su cabeza, pensó unaparte de Tiffany) y siguió al guardia.

—Parecen quemaduras muysuperficiales y algo de pelo chamuscado—declaró Preston—, y en cuanto a tuantiguo novio, creo que ahora el barroestá horneado. ¿Cómo lo hasconseguido?

Tiffany respiró hondo.—La liebre cruza tan rápido las

llamas que apenas las nota —explicó—,y suele aterrizar sobre ceniza. El fuegoconsume muy deprisa la hierba si hayviento fuerte.

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Se oyó un chillido a sus espaldas, yTiffany imaginó a una figura torpeintentando escapar de las llamas que laventolera le echaba encima, yfracasando. Sintió el dolor de unacriatura que había reptado por el mundodurante siglos.

—Vosotros tres quedaos aquí. ¡Nome sigáis! ¡Preston, cuida de ellos!

Tiffany recorrió la ceniza que ya seenfriaba. Debo verlo, se dijo. Debo sertestigo. ¡Debo saber qué es lo que hehecho!

Las ropas del hombre muertohumeaban. No tenía pulso. Hizo cosashorribles a la gente, pensó Tiffany, cosas

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que revolvían el estómago hasta a losguardas de prisión. Pero ¿qué lehicieron a él antes? ¿Era tan solo unaversión mucho peor del señor Rastrero?¿Podría haber llegado a ser una personadecente? ¿Cómo se cambia el pasado?¿Dónde empieza el mal?

Sintió que las palabras se colaban ensu mente como gusanos: ¡Asesina,escoria, depravada! Y sintió lanecesidad de disculparse con sus orejaspor lo que tenían que escuchar. Pero lavoz del fantasma sonaba débil, aguda yquejumbrosa mientras caía hacia atrásen la historia.

No puedes llegar hasta mí, pensó.

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Estás consumido. Ahora eres demasiadodébil. ¿Tanto te agotó obligar a unhombre a correr hacia su muerte? Nopuedes entrar, aunque note cómo lointentas. Tiffany se agachó y recogió deentre las cenizas un nódulo de pedernal,aún caliente por el fuego. En el terrenohabía mucho sílex, la más afilada de laspiedras. Nacido de la caliza, igual queen cierto modo había nacido Tiffany. Susuavidad era el contacto de un viejoamigo.

—Nunca aprendes, ¿verdad? —dijo—. No comprendes que hay otraspersonas que también piensan. Desdeluego que no ibas a correr hacia el

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fuego, pero en tu arrogancia no hasllegado a entender que el fuego correríahacia ti.

Tu poder se basa solo en el rumor yla mentira, pensó. Te abres paso alinterior de la gente cuando estáninseguros, débiles, preocupados ytemerosos, cuando creen que su enemigoes otra gente aunque su enemigo eres ysiempre serás, tú, el amo de lasmentiras. Por fuera eres temible. Pordentro no eres más que debilidad.

Yo por dentro soy pedernal.Sintió el calor del campo entero, se

afianzó sobre el suelo y agarró lapiedra. ¡Cómo osas venir aquí, gusano!

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¡Cómo te atreves a entrar sin permiso enlo que es mío! A medida que seconcentraba sintió que el pedernal secalentaba en su mano, se fundía y fluíaentre sus dedos para caer goteando alsuelo. Nunca había intentado aquelloantes; respiró una profunda bocanada deaire que, de algún modo, las llamashabían purificado.

Y si regresas, Hombre Astuto, habráotra bruja como yo. Siempre habrá otrabruja como yo porque siempre va ahaber cosas como tú, porque nosotrosles dejamos espacio. Pero ahora mismo,en este terreno sangrante, yo soy la brujay tú no eres nada. Los párpados se me

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cierran: algo malvado se entierra.Un siseo que había ocupado su

mente desapareció y la dejó sola con suspensamientos.

—No hay perdón —dijo en voz alta—, no hay redención. Obligaste a unhombre a matar a su inofensivo pajarito,y no sé por qué, pero creo que ese fue elpeor delito de todos.

Cuando hubo regresado hasta el final delcampo, había logrado ser de nuevo laTiffany Dolorido que sabía fabricarqueso y ocuparse de las tareas diarias,la que no estrujaba roca fundida entre

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los dedos.La feliz pero algo chamuscada

pareja empezaba a darse cuenta de lascosas. Leticia se incorporó.

—Me siento cocinada —declaró—.¿Qué es ese olor?

—Lo siento, pero eres tú —respondió Tiffany—, y me temo que esecamisón de encaje tan maravillosotendrá que servir para limpiar ventanasde ahora en adelante. Lamento decirosque no hemos saltado tanto como laliebre.

Leticia miró a su alrededor.—¿Roland está… está bien?—Como una rosa —dijo Preston en

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tono jovial—. Ese estiércol de lapocilga le ha venido de maravilla.

Leticia se quedó un momentocallada.

—Y ¿esa… cosa?—Ya no está —respondió Tiffany.—¿Estás seguro de que Roland está

bien? —insistió Leticia.Preston sonrió de oreja a oreja.—De perlas, señorita. No se ha

quemado nada importante, aunque a lomejor le duele un poco cuando lequitemos la corteza. Está un pocococido, ya me entiende. —Leticiaasintió antes de volverse poco a pocohacia Tiffany—. ¿Qué era lo que has

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dicho mientras saltábamos?Tiffany respiró hondo.—Os he casado.—¿Tú, es decir, tú, nos has casado,

es decir, unido en matrimonio, anosotros? —preguntó Leticia.

—Sí —confirmó Tiffany—. Esdecir, así es. Saltar juntos un fuego esuna ceremonia matrimonial muy antigua.Además, no requiere sacerdotes, lo quesupone un gran ahorro en organización.

La posible recién casada sopesó loque acababa de oír.

—¿Estás segura?—Bueno, es lo que me explicó la

señora Ogg —contestó Tiffany—, y

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siempre he querido intentarlo.Dio la impresión de que Leticia lo

aprobaba, porque dijo:—La señora Ogg es una mujer muy

sabia, de eso no hay duda. Sabe unacantidad sorprendente de cosas.

Tiffany, manteniendo la expresióntan neutra como pudo, convino:

—Una cantidad sorprendente decosas sorprendentes.

—Ah, sí… Eh… —Leticiacarraspeó con expresión más bienvacilante y remató el «eh» con un—:Hum.

—¿Ocurre algo? —preguntó Tiffany.—Esa palabra que has dicho

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mientras saltabas. Creo que era unapalabra muy mala.

Tiffany ya se lo había esperado.—Bueno, se ve que es tradicional.

—Con una voz casi tan vacilante comola de Leticia, añadió—: Y tampoco creoque Roland sea un granuja. Y porsupuesto las palabras y su uso vancambiando con los años.

—¡Esa no creo que cambie! —exclamó Leticia.

—Bueno, depende de lascircunstancias y del contexto —declaróTiffany—. Pero si te soy sincera,Leticia, en una emergencia las brujasusamos toda herramienta que tengamos a

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mano. Además, la forma en quepensamos en algunas palabras sí quecambia. Por ejemplo, ¿sabes lo quesignifica la palabra «ubre»? —Ymientras tanto pensó: ¿Por qué estoydándole charla insustancial? Lo sé:porque es un ancla, y me confirma quesoy un ser humano entre otros humanos,y porque ayuda a limpiar el terror de mialma…

—Sí —afirmó la futura esposa—.Me temo que no ando muy, hum, sobradaen ese departamento.

—Hace un par de siglos habría sidoun problema, porque para la ceremonianupcial de entonces la novia tenía que

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acudir ubre hacia su marido.—¡Tendría que meterme una

almohada bajo el corsé!—En realidad, no. Antes significaba

rica, copiosa, entregada —explicóTiffany.

—Ah, eso puedo serlo —aseguróLeticia—. Al menos las dos primeras,sin problemas —añadió con una sonrisa.Carraspeó—. Oye, aparte de casarnos,cosa que por cierto sigue pareciéndomemuy graciosa, ¿qué acabamos de hacer?

—Bueno —respondió Tiffany—, mehabéis ayudado a tender una trampa auno de los peores monstruos que hanensuciado jamás el mundo.

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La recién casada se animó.—¿Ah, sí? Vaya, qué bien —dijo—.

Me alegro mucho de que hayamos hechoeso entre todos. Lo que no sé es cómovamos a compensarte todo lo que tú hashecho por nosotros.

—Bueno, la tela usada pero limpia ylas botas viejas siempre son bienrecibidas —dijo Tiffany con voz seria—. Pero no tenéis que darme las graciaspor ser una bruja. Preferiría que se loagradecierais a mi amigo Preston, que seha puesto en auténtico peligro porvosotros dos. Nosotros, por lo menos,estábamos juntos. Él estaba aquí solo.

—A decir verdad —intervino

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Preston—, eso no es del todo exacto.Aparte de otros contratiempos, miscerillas estaban todas empapadas, peropor fortuna el señor Wullie Chiflado ysus amigos han tenido la amabilidad deprestarme unas cuantas. Y me han dichoque dígate que non pasa nada, ¡porqueayudábanme a mí y non a ti! Y aunquehaya damas presentes, añadiré que hancontribuido a la rapidez del fuegoavivando las llamas con sus kilts. Unavisión, debe decirse, que una vez se hapresenciado es imposible olvidar.

—Me habría gustado mucho poderpresenciarla —declaró Leticia coneducación.

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—De todas formas —dijo Tiffanyintentando borrar la imagen mental de sucabeza—, tal vez lo mejor seaconcentrarse en el hecho de que mañanaos casará el pastor Huevo, con unaceremonia algo más convencional. ¿Ysabéis una cosa muy importante sobremañana? ¡Que es hoy!

Roland, que estaba agarrándose lacabeza con las dos manos y gimiendo,preguntó:

—¿El qué?

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CAPÍTULO 15Una sombra y un susurro

Al final salió una boda bastante buena,en opinión de Tiffany. El pastor Huevo,consciente del inusual número de brujasentre el público, mantuvo la religión almínimo. La sonrojada novia cruzó elvestíbulo, y Tiffany la vio sonrojarse

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aún más al distinguir a Tata Ogg, quelevantó el pulgar hacia ella con alegríacuando pasó por delante. Y después searrojó arroz, que por supuesto despuésse barrió porque está mal desperdiciarla comida.

Y hubo vítores y enhorabuenas y,para sorpresa de algunos, una duquesafeliz y sonriente que charlaba alegrehasta con las doncellas y parecía teneruna palabra amable y animosa paratodos. Solo Tiffany sabía por qué de vezen cuando lanzaba miradas nerviosas endirección a la señora Proust.

Tiffany se marchó a hurtadillas paraayudar a Preston en el campo rey, donde

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el joven estaba cavando un agujero lobastante profundo para que el aradonunca encontrara los restos calcinadosque, entre los dos, reunieron ydepositaron en su interior. Se lavaronlas manos con un jabón de sosa muyabrasivo, porque toda precaución erapoca. No fue, hablando con propiedad,un momento muy romántico.

—¿Crees que volverá alguna vez?—preguntó Preston cuando se quedaronapoyados en sus palas.

Tiffany asintió.—El Hombre Astuto sí, por lo

menos. El veneno siempre es bienvenidoen algún sitio.

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—¿Qué vas a hacer ahora que ya noestá?

—Bueno, ya sabes, todo loemocionante. Siempre hay alguna piernaque necesita vendajes, o una nariz quenecesita que la suenen. No voy a pararen todo el día.

—No suena muy emocionante.—Ya, supongo que no —convino

Tiffany—, pero comparado con ayer, depronto ese tipo de día me parece muy,muy buen día.

Emprendieron el regreso hacia elcastillo, donde el desayuno de la bodaiba a servirse como almuerzo.

—Eres un joven de considerables

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recursos —dijo Tiffany a Preston—, y teestoy muy agradecida por tu ayuda.

Preston asintió, sonriendo.—Se lo agradezco mucho, señorita,

muchísimo, pero con una leve… ¿Cómodecirlo? Corrección. Al fin y al cabo, tútienes más o menos dieciséis años y yotengo diecisiete, así que creo quecoincidirás conmigo en que llamarmejoven… Bueno, reconozco que tengo unapersonalidad dicharachera y juvenil,pero soy mayor que tú, amiga mía.

Hubo una pausa. Después Tiffanypreguntó, cuidando el tono:

—¿Cómo sabes mi edad?—He preguntado por ahí —

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respondió Preston, sin que la sonrisaentusiasta abandonara su rostro.

—¿Por qué?Tiffany no obtuvo respuesta porque

en ese momento salió por la puertaprincipal el sargento, que tenía confeticayéndole a chorro del casco.

—Ah, ahí está, señorita. El barón hapreguntado por usted, y también labaronesa. —Calló un momento, sonrió ydijo—: Qué bien suena lo de volver atener baronesa. —Miró a Preston yfrunció el ceño—. ¿Otra vez tonteandocomo siempre, recluta Preston?

Preston hizo un saludo militar delibro.

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—Su conjetura es correcta, sargento.Ha expresado una verdad absoluta. —Las frases ganaron a Preston la miradaperpleja que siempre le dedicaba elsargento, acompañada de un gruñido dedesaprobación que significaba: «Un díavoy a averiguar qué es lo que dices,chaval, y ese día tendrás problemas».

Las bodas guardan cierto parecido conlos funerales en que cuando terminannadie, salvo sus respectivosprotagonistas, está muy seguro de lo quedebe hacer a continuación, motivo por elque deciden comprobar si aún queda

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algo de vino. Pero Leticia estabaradiante, como es obligatorio en lasnovias, y las partes algo chamuscadas desu melena quedaban ocultas por sumaravillosa tiara centelleante. Roland sehabía limpiado bastante a fondo, y habíaque acercarse mucho a él para notar elolor a cerdo.

—¿Lo de anoche…? —Empezó adecir el barón, nervioso—. Hum, ¿pasóde verdad, entonces? O sea, de lapocilga me acuerdo, y luego estábamoscorriendo todos, pero… —Dejó la fraseen el aire.

Tiffany miró a Leticia, que vocalizólas palabras: «¡Yo lo recuerdo todo!».

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Sí, de verdad es bruja, pensóTiffany. Esto va a ser interesante.

Roland carraspeó. Tiffany sonrió.—Querida señorita Dolorido —dijo,

y por una vez Tiffany le perdonó su «vozde mitin»—, soy muy consciente dehaber sido partícipe de un craso error dejusticia natural respecto a su persona. —Paró un momento para carraspear denuevo y Tiffany pensó: Espero queLeticia pueda quitarle un poco de esealmidón—. Con ello en mente, hehablado con el joven Preston aquípresente, que a su vez ha hablado conlas chicas de la cocina en su habitualtono afable y ha descubierto dónde había

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ido la enfermera. Ya se había gastadoparte del dinero, pero hemos recuperadola mayoría y me alegra decir que lepertenece.

Entonces alguien dio un codazo aTiffany.

Era Preston, que susurró:—También hemos encontrado esto.Tiffany bajó la mirada y él le pasó

una desgastada carpeta de cuero. Tiffanyhizo un gesto de agradecimiento con lacabeza y miró a Roland.

—Tu padre quería que tuvieras esto—explicó—. Para ti puede ser másvalioso que todo ese dinero. Yo de tiesperaría a estar a solas antes de

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abrirla.Roland le dio vueltas entre sus

manos.—¿Qué es?—Un recuerdo —dijo Tiffany—.

Solo un recuerdo.El sargento dio un paso adelante y

vació una pesada bolsa de cuero en lamesa, entre las copas y las flores. Losinvitados ahogaron una exclamación.

Mis hermanas brujas estánobservándome como halcones, pensóTiffany, y también me miranprácticamente todos mis conocidos, yquienes me conocen a mí. Esto tengo quehacerlo bien. Y tengo que hacerlo de

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forma que todo el mundo lo recuerde.—Creo que debería quedárselo

usted, señor —dijo. Roland puso carade alivio, pero Tiffany continuóhablando—. Sin embargo, tengo algunaspeticiones que hacerle en nombre deotras personas.

Leticia dio un codazo en las costillasa su marido, que separó los brazos.

—¡Hoy es el día de mi boda! ¿Cómopodría negarme a una petición?

—La joven Ámbar Rastrero necesitauna dote, que por cierto permitiría a sujoven novio pagarse el aprendizaje conun maestro artesano; tal vez no sepa quefue quien cosió el vestido que lleva

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puesto su bella esposa. ¿Alguna vez havisto algo más hermoso?

Aquello provocó un aplausoinmediato, acompañado de silbidos delos amigotes de Roland y caprichososgritos del estilo de: «¿El qué, la chica oel vestido?». Cuando todo aquelloremitió, Tiffany prosiguió:

—Y no solo eso, señor. Con suvenia, me gustaría que se comprometieraa satisfacer todas las peticionessimilares que le hagan los chicos ochicas de la Caliza. Supongo que estaráde acuerdo en que le pido mucho menosde lo que le estoy devolviendo.

—Tiffany, creo que tiene usted razón

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—convino Roland—, pero sospecho queaún guarda algún as en la manga.

—Qué bien me conoce, señor —dijoTiffany, y Roland se sonrojó por unbreve instante—. Quiero una escuela,señor. Quiero una escuela aquí, en laCaliza. Llevo mucho tiempo dándolevueltas a esto; en realidad, le estuvedando vueltas desde antes de ponernombre a lo que quería. En la GranjaHogar hay un viejo cobertizo de piedraque no se está usando, y creo quepodríamos dejarlo bastante aceptablemás o menos en una semana.

—Bueno, los profesores itinerantespasan por aquí cada pocos meses —dijo

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el barón.—Sí, señor, lo sé, señor, y no sirven

para nada, señor. Enseñan hechos, no aentenderlos. Es como enseñar una sierraa la gente para enseñarle qué son losbosques. Quiero una escuela como debeser, señor, donde se enseñe a leer yescribir, y sobre todo a pensar, señor,para que la gente pueda averiguar qué sele da bien, porque alguien que hace loque de verdad le gusta es un granrecurso para cualquier país, ydemasiado a menudo la gente no loaverigua hasta que es demasiado tarde.—Se preocupó de no mirar al sargento,pero la alegró constatar que sus palabras

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habían levantado murmullos en la sala.Los ahogó diciendo—: Últimamente hahabido momentos en los que ansiabapoder cambiar el pasado. En fin, nopuedo, pero sí puedo cambiar elpresente para que cuando se conviertaen pasado resulte ser uno que valga lapena haber tenido. Y querría que loschicos aprendieran sobre chicas, y laschicas sobre chicos. Aprender consisteen descubrir quién eres, qué eres, dóndeestás, en qué te apoyas, en qué eresbueno, qué te depara el futuro y…bueno, todo. Consiste en encontrar ellugar donde encajas. Yo descubrí dóndeencajaba, y querría que todos los demás

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también lo hicieran. Y si me lo permite,propongo a Preston como primermaestro de la escuela. Prácticamente yasabe todo lo que es posible saber.

Preston hizo una profunda reverenciacon floritura de casco, que despertócarcajadas.

Tiffany continuó:—Y su paga por el trabajo de un año

como maestro para usted será el dinerosuficiente para que compre las letras quese ponen detrás del apellido y loconvierten en doctor. Las brujas nopodemos hacerlo todo, y nos vendríamuy bien tener un médico en la zona.

Aquello provocó sonoros vítores,

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que es lo que suele ocurrir cuando lagente deduce que va a conseguir algopor lo que no tendrá que pagar. Alremitir el escándalo, Roland miró alsargento a los ojos y preguntó:

—¿Cree que podrá apañárselas sinla pericia militar de Preston, sargento?

La pregunta provocó nuevascarcajadas. Eso es bueno, pensó Tiffany:la risa ayuda a que empiece elpensamiento.

El sargento Brian trató de aparentarsolemnidad, pero estaba disimulandouna sonrisa.

—Será un contratiempo, señor, perocreo que lograremos ingeniárnoslas,

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señor. Sí, creo estar en condiciones deafirmar que la partida del reclutaPreston incrementará la eficaciageneralizada de la brigada, señor.

La frase provocó aplausos generalesentre quienes no la habían entendido ymás risas entre los que sí.

El barón dio una palmada.—Muy bien, señorita Dolorido,

parece que ha obtenido todo lo que seproponía, ¿me equivoco?

—En realidad, señor, aún no habíaterminado con las peticiones. Hay otracosa que no va a suponerle ningún gasto,así que no se inquiete por ella. —Tiffanyse llenó los pulmones e intentó parecer

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más alta—. Requiero de usted queentregue al pueblo conocido como losNac Mac Feegle todas las lomas porencima de la Granja Hogar, de modo quesean por siempre de su propiedad porley además de por justicia. Se puederedactar una escritura formal, y no sepreocupe por el coste porque conozco aun sapo que solo le cobrará un puñadode escarabajos. Y en la escrituraconstará que, a cambio, los feeglesconcederán derecho de paso ilimitado atodos los pastores y ovejas en las lomas,pero, y esto es importante, sin portarmás metal afilado que un cuchillo. Nadade todo ello va a suponerle ningún coste,

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milord barón, pero lo que usted y sudescendencia, porque espero que seproponga tener descendencia… —Tiffany tuvo que dejarlo ahí por laoleada de risas, de la que Tata Oggformó buena parte, y luego continuó—:Milord barón, creo que con ello seasegurará una amistad que no decaeránunca y que será ventajosa para ambaspartes. Todo beneficios, cero pérdidas.

Hubo que reconocer a Roland queapenas vaciló antes de responder.

—Será un honor para mí ofrecer alos Nac Mac Feegle el título depropiedad de su tierra y lamentar, no,disculparme por cualquier malentendido

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que hayamos podido tener. Como diceusted, merecen su tierra por derecho ypor justicia.

A Tiffany le impresionó el brevediscurso. El lenguaje estaba un pocoanticuado, pero Roland tenía el corazónen su sitio y, de todas formas, ellenguaje algo pasado de moda entrababien a los feegles. Escuchó con deleitelos murmullos procedentes de las vigascercanas al alto techo del vestíbulo. Y elbarón, que ahora tenía más aspecto deauténtico barón, siguió diciendo:

—Solo lamento no poder decírseloen persona ahora mismo.

Y desde la oscuridad de las alturas,

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llegó un poderoso grito de:

El viento era de plata y frío. Tiffanyabrió los ojos, con el vítor de losfeegles resonando aún en sus oídos. Loreemplazó el susurro del viento entre lahierba seca. Trató de incorporarse, perono le sirvió de nada, y una voz detrás deella dijo:

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—Por favor, no te revuelvas. Esto esmuy difícil.

Tiffany intentó girar la cabeza.—¿Eskarina?—Sí. Tengo aquí a alguien que

quiere hablar contigo. Ya puedeslevantarte; he equilibrado los nodos. Nopreguntes, porque no ibas a entender lasrespuestas. Estás otra vez en el ahoraviajero. En un ahora nuevo, podríadecirse. Te dejo con tu amiga… y metemo que no tendréis mucho tiempo, paraun valor dado de tiempo. Pero deboproteger a mi hijo…

Tiffany empezó a decir:—Entonces ¿tienes…?

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No terminó la frase porque ante ellaestaba materializándose una figura que,al poco, se concretó en una bruja, unabruja clásica con vestido negro, botasnegras —Tiffany se fijó en que bastantebuenas— y, por supuesto, el sombreropuntiagudo. Además, llevaba collar. Dela cadena pendía una liebre dorada.

La mujer en sí era mayor, perocostaba adivinar cómo de mayor. Teníaun porte orgulloso, como el de YayaCeravieja, aunque al igual que Tata Oggdaba la impresión de no estar tomándosedemasiado en serio la vejez, o lo quefuera.

Pero Tiffany se concentró en el

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colgante. La gente se ponía joyas paraindicar algo. Siempre tenían significado,si se lo buscabas.

—De acuerdo, muy bien —dijo—.Solo tengo una pregunta: no estoy aquípara enterrarte, ¿verdad?

—Madre mía, sí que eres rápida —respondió la mujer—. En un soloinstante has compuesto una narrativa denotable interés y has adivinado quiénsoy. —Rió. Su voz era más joven que surostro—. No, Tiffany. Por interesante ymacabra que sea tu sugerencia, larespuesta es no. Me acuerdo de cuandoYaya Ceravieja me explicó que, en elfondo, el mundo está hecho de historias;

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a Tiffany Dolorido se le dan demaravilla los finales.

—¿Ah, sí?—Ya lo creo. Los finales clásicos de

una historia romántica son una boda y unlegado, y tú has construido ambos. Bienhecho.

—Eres yo, ¿verdad? —preguntóTiffany—. A eso venía todo lo de«tienes que ayudarte a ti misma», ¿a quesí?

La Tiffany mayor sonrió, y Tiffanyno pudo evitar fijarse en que tenía unasonrisa muy bonita.

—En realidad, solo he intervenidoen algunos detalles. Por ejemplo, me he

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asegurado de que el viento soplara bienfuerte para ti… aunque, si no recuerdomal, cierta colonia de hombrecillos haañadido su particular granito de arena aesa empresa. Nunca estoy muy segura desi tengo buena o mala memoria. Soncosas de viajar en el tiempo.

—¿Puedes viajar en el tiempo?—Con un poquito de ayuda de

nuestra amiga Eskarina. Y solo comouna sombra y un susurro. Se parece unpoco a eso del no-me-veas que hago…que hacemos. El truco está en convenceral tiempo de que no se dé cuenta.

—Pero ¿por qué querías hablarconmigo? —preguntó Tiffany.

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—Bueno, la irritante respuesta esque recuerdo haberlo hecho —declaróla Tiffany vieja—. Lo siento, vuelve aser cosa de viajar en el tiempo. Perocreo que quería decirte que todo acabasaliendo bien, más o menos. Todo acabaencajando. Hoy has dado el primer paso.

—¿Hay un segundo paso? —dijoTiffany.

—No: hay otro primer paso. Todopaso es un primer paso, si se da en ladirección correcta.

—Un momento, un momento —espetó Tiffany—. ¿Yo seré tú un día? ¿Yentonces hablaré conmigo ahora, por asídecirlo?

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—Sí, pero la tú con la que hablarásno serás tú exactamente. De verdad quelo lamento, pero estoy intentando hablarde viajes en el tiempo en un idioma queno puede abarcarlo bien. Pero en pocaspalabras, Tiffany, y según la teoría decuerdas elastificadas, por todo el restode los tiempos habrá una Tiffany viejaque hable con una Tiffany joven, y lomás fascinante es que cada vez que lohagan será un poco distinto. Cuando túconozcas a tu yo más joven, le dirás loque creas que necesita saber.

—Pero tengo una pregunta —dijoTiffany—, y de esta quiero saber larespuesta.

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—Bueno, pues sé rápida —sugirióla Tiffany vieja—. La teoría de cuerdaselastificadas, o lo que sea que usaEskarina, no nos deja mucho tiempo.

—Bien, ¿al menos puedes decirme sien algún momento me…?

La Tiffany mayor desapareció en lanada con una sonrisa, pero Tiffany pudooír una palabra. Sonaba como:«Escucha».

Y Tiffany volvió a estar en el vestíbulo,como si nunca se hubiera marchado, y lagente seguía vitoreando, y parecía haberfeegles por todas partes. Y Preston

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estaba a su lado. Era como si el hielo sehubiera derretido de pronto. Perocuando recobró el equilibrio y dejó depreguntarse qué acababa de pasar, quéhabía pasado de verdad, Tiffany buscó alas otras brujas y las encontró hablandoen corrillo, como jueces calculando unapuntuación.

El grupo se deshizo y todasavanzaron hacia ella resueltas,encabezadas por Yaya Ceravieja.Cuando la tuvieron delante, seinclinaron y levantaron sus sombreros,que era una señal de respeto entre laspracticantes del arte.

Yaya Ceravieja le dedicó una mirada

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firme.—Veo que te has quemado la mano,

Tiffany.Tiffany la miró.—No me había dado cuenta —dijo

—. ¿Puedo preguntártelo ahora, Yaya?¿Me habríais matado entre todas?

Vio cómo cambiaban las expresionesde las otras brujas. Yaya Ceravieja miróa su alrededor y se quedó callada unmomento.

—Digamos, jovencita, quehabríamos intentado no hacerlo portodos los medios. Pero teniéndolo todoen cuenta, Tiffany, nos da la impresiónde que hoy has hecho el trabajo de una

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mujer. El lugar donde se busca a lasbrujas es el centro de las cosas. Puesoye, si miramos aquí, lo que se ve esque estás tan en el centro que toda laencomienda gira a tu alrededor. Eres tupropia maestra, en todo caso, y si noempiezas a entrenar a alguien será unalástima. Dejamos esta encomienda en lasmejores manos.

Las brujas aplaudieron, y algunos delos otros invitados se unieron a laovación aunque no habían entendido loque significaban aquellas pocas frases.Lo que sí captaron, sin embargo, fue quetenían delante a unas brujas ancianas ensu mayor parte, expertas, importantes y

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aterradoras. Y esas brujas habíanpresentado sus respetos a TiffanyDolorido, una de los suyos, su bruja. Erauna bruja muy importante, y enconsecuencia la Caliza debía de ser unlugar muy importante. Por supuesto,ellos ya lo sabían, pero bien estaba quese les reconociera. Irguieron un pocomás la espalda y se sintieron orgullosos.

La señora Proust volvió a quitarse elsombrero y dijo:

—Por favor, no tema volver a laciudad, señorita Dolorido. Creo quepuedo prometerle un treinta por cientode descuento, que no es moco de pavo,en todos los productos Boffo

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exceptuando los perecederos yconsumibles.

El grupo de brujas alzó sussombreros de nuevo y regresó a lamultitud.

—Sabrás que lo que acabas de haceres organizar la vida a la gente —dijoPreston a sus espaldas, pero cuandoTiffany se giró de golpe lo vioretroceder entre risas y añadir—: Perobien hecho. Eres la bruja, Tiffany. ¡Eresla bruja!

Y la gente brindó y hubo máscomida, y más bailes y risas y amistad ycansancio, y a medianoche TiffanyDolorido estaba tumbada sola en su

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escoba, a gran altura sobre las colinasde caliza, mirando al universo y luegohacia el trocito que le pertenecía, debajode ella. Era la bruja, flotando porencima de todo, pero cabe resaltar quecon la correa de cuero bien abrochada.

La escoba ascendió y descendiósuavemente a merced del aire cálido y,mientras el cansancio y la penumbra lareclamaban, extendió sus brazos hacia laoscuridad y, por un breve instante,mientras el mundo giraba, TiffanyDolorido se vistió de medianoche.

No bajó a tierra hasta que el sol yahabía puesto una corteza de luz alhorizonte. La despertó el canto de los

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pájaros. Por toda la Caliza, las alondrasemprendieron como cada mañana unasinfonía de sonido líquido. Y era ciertoque cantaban melodiosas. Se elevaronen torno a la escoba, sin prestarleninguna atención, y Tiffany escuchó entrance hasta que la última ave se huboperdido en el cielo brillante.

Aterrizó, preparó el desayuno parauna viejecita que no podía moverse dela cama, dio de comer a su gato y fue aver cómo iba la pierna rota de TrivialBóxer.[30] A mitad de camino la paró lavecina de la anciana señorita Pivote,que por lo visto había perdido lacapacidad de andar de un día para otro.

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Por suerte, Tiffany pudo señalar que pordesgracia había metido las dos piernasen la misma media.

Después bajó al castillo a ver quémás había que hacer. A fin de cuentas,era la bruja.

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EPÍLOGOMedianoche en pleno día

Volvía a ser la feria del desbrozo, con elmismo organillero alborotador, losbarreños con sapos para sacarlos con laboca, los adivinos, la risa y loscarteristas (que nunca tocaban la cartera

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de una bruja), aunque aquel año habíandecidido por consenso que no habríacarrera de quesos. Tiffany recorrió elbullicio saludando a la gente queconocía, que era toda, y disfrutando deldía soleado. ¿Hacía ya un año entero?Habían ocurrido tantas cosas que se lejuntaba todo, igual que los sonidos de laferia.

—Buenos días, señorita. —EraÁmbar, que se le acercó con su novio…con su marido—. Casi no la hereconocido sin el sombrero puntiagudo,ya me entiende.

—He pensado que hoy sería soloTiffany Dolorido —dijo Tiffany—. Es

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día festivo, al fin y al cabo.—¿Pero sigue siendo la bruja?—Sí, sí, aún soy la bruja, pero hoy

no soy necesariamente el sombrero.El marido de Ámbar rió.—¡Entiendo a qué se refiere,

señorita! ¡A veces juraría que la genteme confunde con un par de manos!

Tiffany lo miró de arriba abajo.Había conocido al joven cuando se casócon Ámbar, claro, y la había dejadoimpresionada: era lo que llamaban unchico responsable y sin un pelo de tonto.Llegaría lejos, y llevaría a Ámbar conél. Y cuando ella terminara suentrenamiento con la kelda, ¿quién sabe

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dónde podría llevarlo ella?Ámbar no se soltaba de su brazo.—Mi William le ha cosido un

regalo, señorita —dijo—. ¡Venga,William, enséñaselo!

El joven ofreció a Tiffany el paqueteque llevaba y carraspeó.

—No sé si está al tanto de la moda,señorita, pero en la gran ciudad estánfabricando unos tejidos maravillosos,así que pensé en ellos cuando Ámbar mesugirió esta idea. Pero además tambiénha de ser lavable, como mínimo, y talvez con falda abierta para montar enescoba pero con perneras ajustadas a lostobillos, que están haciendo furor esta

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temporada, y botones en las muñecaspara que las mangas no molesten, ybolsillos interiores que apenas semarquen. Espero que le venga bien,señorita. Se me da bien tomar medidas aojo. Le tengo bien pillado el tranquillo.

Ámbar dio unos saltitos a su lado.—¡Póngaselo, señorita! ¡Venga,

señorita! ¡Póngaselo!—¿Cómo? ¿Delante de todo el

mundo? —objetó Tiffany, avergonzada eintrigada al mismo tiempo.

Ámbar no tenía intención de ceder.—¡En la tienda de madres y bebés,

señorita! ¡Ahí no entran hombres,señorita, esté tranquila! ¡Les da miedo

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por si tienen que hacer eructar a alguien,señorita!

Tiffany se rindió. El paquete dabauna sensación rica; tenía el tacto suave,como el de un guante. Las madres y losbebés la observaron mientras se ponía elvestido, y Tiffany oyó suspiros deenvidia intercalados entre los eructos.

Ámbar, tan entusiasmada que parecíaa punto de estallar en llamas, apartó lalona para entrar y dio una gran bocanadade aire.

—¡Oh, señorita, oh, señorita, peroqué bien le sienta! ¡Oh, señorita! ¡Ojalápudiera verse, señorita! ¡Salga para quela vea William, señorita, que va a estar

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más orgulloso que un rey! ¡Oh, señorita!No se podía decepcionar a Ámbar.

No había forma. Sería como… bueno,como dar una patada a un cachorrito.

Tiffany se notaba distinta sin elsombrero. Más liviana, quizá. Y Williamahogó un grito y dijo:

—Cómo me gustaría que mi maestroestuviera aquí, señorita Dolorido,porque es usted una obra maestra. Ojalápudiera verse… ¿señorita?

Solo durante un momento, para quela gente no sospechara demasiado,Tiffany salió de sí misma y se vio rodarcon el hermoso vestido, más negro queun gato que se hubiera comido a un

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pavo, y pensó: Me vestiré demedianoche y se me dará de maravilla…

Se apresuró a volver a su cuerpo ydio las gracias con timidez al jovensastre.

—Es espléndido, William, y estaréencantada de ir volando paraenseñárselo a tu maestro. ¡Los puños sonestupendos!

Ámbar estaba dando saltitos otravez.

—Tenemos que darnos prisa siqueremos llegar al juego de tirar de lacuerda, señorita… ¡Compiten feeglescontra humanos! ¡Será divertido!

Y la verdad es que ya les llegaban

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los rugidos de los feegles al calentar,aunque habían hecho un ligero cambio asu cántico habitual:

—¡Sin rey, sin reina, sin señor! ¡Unbarón… pero por mutuo acuerdususcrito entre ambas partes, ya sabes!

—Id vosotros por delante —dijoTiffany—. Estoy esperando a alguien.

Ámbar se detuvo un momento.—¡No espere demasiado, señorita,

no espere demasiado!Tiffany caminó despacio en su

maravilloso vestido, preguntándose si seatrevería a ponérselo a diario… y unasmanos pasaron junto a sus orejas y letaparon los ojos.

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Una voz a su espalda susurró:—¿Un ramillete para la bella dama?

Quién sabe, tal vez ayude a encontrar atu pretendiente.

Dio media vuelta.—¡Preston!Charlaron mientras se alejaban

paseando del bullicio, y Tiffany escuchólas novedades sobre el joven tan listo alque Preston estaba entrenando para queocupara su puesto de maestro en laescuela, y sobre exámenes y médicos ysobre el Hospital Gratuito Lady Sybil,que —y esta era la parte importante deverdad— acababa de aceptar a Prestoncomo nuevo aprendiz, posiblemente

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porque, si podía convencer a un burrode que soltara su pata trasera, tal veztuviera talento para la cirugía.

—No creo que vaya a tener muchasvacaciones —dijo él—. A losaprendices les dan muy pocas, y metocará dormir debajo del autoclave yocuparme de todas las sierras ybisturíes, ¡pero ya me sé todos loshuesos de memoria!

—Bueno, en escoba tampoco estanta distancia —comentó Tiffany.

La expresión de Preston cambiómientras metía una mano en el bolsillo ysacaba algo envuelto en papel de seda,que entregó a Tiffany sin decir palabra.

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Tiffany lo desenvolvió, sabiendo sinlugar a dudas que iba a ser la liebredorada. No había la menor posibilidadde que no lo fuese. Intentó encontrar laspalabras, pero Preston siempre andabamás que servido. Le preguntó:

—Señorita Tiffany, que es la bruja…¿Tendría la amabilidad de decirme quésonido hace el amor?

Tiffany miró su rostro. El ruido dehombres y feegles tirando de la cuerdaquedó silenciado. Los pájaros dejaronde cantar. Entre la hierba, lossaltamontes pararon de frotarse las patasy miraron hacia arriba. La tierra seestremeció un poco cuando hasta el

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gigante de caliza (tal vez) se movió paraoír mejor, y el silencio fluyó sobre elmundo hasta que no quedó más quePreston, que siempre estaba allí.

Y Tiffany dijo:—Escucha.

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Un glosario feegleadaptado para lectores de disposición

delicada(Obra inacabada de la señorita

Perspicacia Lento, bruja)

Aliviar tu/mi/su malandanza:afrontar el destino que tú/yo/él/ella tiene

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reservado.

Arpía: una bruja, sea de la edad quesea.

Arpía de arpías: una bruja muyimportante.

Arpiar/arpiadas: cualquier cosa quehaga una bruja.

Babayu: persona inútil.

Cagadoiro: el excusado.

Destrueñar: estar desesperado. Porejemplo: «Me destrueño por una taza deté».

Güeyus: ojos.

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Empreñar: preocupar, molestar.

Escondos: secretos.

Espog: saquito de cuero que losfeegles llevan en la parte delantera de sukilt, que supuestamente cubre todo loque el feegle considera necesario cubrir,y suele contener cosas como lo que se hadejado a medio comer, lo que haencontrado y por tanto ahora lepertenece y, muy a menudo (porqueincluso un feegle puede resfriarse),podría contener lo que estaba usando amodo de pañuelo, que no tiene por quéestar muerto.

Fai moito: hace mucho tiempo.

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Gonnagle: bardo del clan, versadoen instrumentos musicales, poemas,relatos y canciones.

Grandullones: seres humanos.

Gran hombre: jefe del clan(normalmente, el marido de la kelda).

Intriguero: persona desagradable.

Kelda: la líder femenina del clan y,con el tiempo, la madre de casi todossus miembros. Los bebés feegle son muypequeños, y una kelda dará a luz acentenares de ellos a lo largo de su vida.

Lamentu: expresión general dedesesperación.

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Linimento especial para ovejas:probablemente whisky de destileríaclandestina, me temo. Nadie sabe quéefectos tendría en una oveja, pero sedice que una gota es beneficiosa paralos pastores en las frías noches deinvierno y para los feegles en cualquiermomento que les apetezca. No intentenhacerlo en sus casas.

Mamalón: ver «Babayu».

Melindrero: misterioso, extraño. Aveces también significa «oblongo», poralgún motivo.

Mochuelo: un compromiso muyimportante, respaldado por la tradición

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y la magia. No confundir con el ave.

Pámpano: persona desagradable entérminos generales.

Papaberzas: persona realmentedesagradable.

¡Pardiez!: exclamación de sentidogeneral que puede significar cualquiercosa, desde «¡Madre mía!» hasta«Acabo de perder los estribos y aquí vaa haber jaleo».

Pelleja: mujer anciana.

Tochuras: tonterías, cosas sinsentido.

Topetiño: persona débil.

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Trompo: me han asegurado quesignifica «cansado».

Último Mundo: los feegles creenque están muertos. Argumentan que estemundo es tan maravilloso que deben dehaber sido buenísimos en su vidaanterior, y por eso al morir terminaronen este lugar. Cuando parecen morir aquílo que ocurre es simplemente queregresan al Último Mundo, queconsideran bastante aburrido.

Vaporiño: solo se encuentran en losgrandes montículos feegle de lasmontañas, donde existe la suficienteagua para bañarse con regularidad. Es

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una especie de sauna. Los feegles de laCaliza suelen confiar en el hecho de quesolo pueden acumular cierta cantidad desuciedad antes de que empiece adesprenderse por iniciativa propia.

Vejiñas: cosas lanudas que comenhierba y dicen «beee». No confundirlascon señoras mayores.

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Nota del autorMi trabajo consiste en inventarme cosas,y la mejor manera de inventarlas eshacerlo a partir de la realidad…

Cuando yo era pequeño, pocodespués de la última glaciación,vivíamos en una casita que TiffanyDolorido reconocería sin problemas:solo había agua fría y no teníaelectricidad, así que nos bañábamos unavez a la semana porque había que entrarla bañera de hojalata que guardábamoscolgada de un clavo en el exterior de lapared de la cocina. Además, costabamucho tiempo llenarla, porque mi madre

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solo tenía un hervidor para podercalentar el agua. Como yo era el másjoven, me tocaba bañarme el primero,seguido de mi madre y luego mi padre, ypor último el perro, si a mi padre leparecía que ya empezaba a olerdemasiado.

En el pueblo había unos ancianosnacidos en el período jurásico, que paramí tenían todos el mismo aspecto consus boinas y sus pantalones de personaseria sostenidos por gruesos cinturonesde cuero. Uno de ellos, el señor Allen,se negaba a beber agua del grifo porque,según decía, «No sabe ni huele a nada».Bebía agua del tejado de su casa, que

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iba a parar a un aljibe.Cabía suponer que no solo bebía

agua, porque tenía una nariz que parecíados fresas después de sufrir un choquefrontal.[31]

El señor Allen siempre se sentaba alsol delante de su casa, en una vieja sillade la cocina, y miraba pasar el mundomientras los niños mirábamos su narizpor si explotaba. Un día estaba yocharlando con él y, sin venir a cuento,me dijo:

—¿Has visto cómo queman losrastrojos, chico?

Ya lo había visto, claro. No cerca decasa, sino cuando bajábamos de

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vacaciones en coche a la costa, aunque aveces el humo de la quema era tan densoque parecía niebla. Los rastrojos son loque queda en suelo después de segar eltallo de los cereales. Se dice quequemarlos es bueno para acabar con lasplagas y enfermedades, pero durante elproceso ardían muchas aves y otrosanimales pequeños. Ya hace tiempo quese prohibió la práctica, precisamentepor ese motivo.

Un día, cuando el carro de lacosecha bajaba por nuestro camino, elseñor Allen me dijo:

—¿Alguna vez has visto una liebre,chico?

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Le respondí:—Claro que sí.(Si no habéis visto nunca una liebre,

imaginaos a un conejo cruzado con ungalgo, uno que dé unos saltosmagníficos.) El señor Allen me dijo:

—A la liebre no le da miedo elfuego. Le aguanta la mirada y luego saltapor encima, y cae sana y salva al otrolado.

Yo debía de tener unos seis o sieteaños, pero lo recuerdo porque el señorAllen murió poco tiempo después.Luego, ya mucho más mayor, en unalibrería de baratillo encontré un librollamado The Leaping Hare (La liebre

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saltadora), escrito por George EwartEvans y David Thomson, y aprendícosas que nunca me habría atrevido ainventar.

El señor Evans, que falleció en1988, habló durante toda su larga vidacon los hombres que trabajaban la tierra,y no desde la cabina de un tractor, sino acaballo, desde cuyo lomo observaban lavida salvaje que tenían alrededor.Sospecho que tal vez adornaran un pelínlas cosas que le contaron, pero todoqueda mejor si se adorna un pelín, y yono he dudado en adornar la leyenda dela liebre para presentárosla a vosotros.Si no es la verdad, entonces es como

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debería ser la verdad.Dedico este libro al señor Evans, un

gran hombre que ayudó a muchos denosotros a aprender lo profunda que esla historia sobre la que flotamos. Esimportante saber de dónde procedemosporque, si no sabes de dónde procedes,no sabes dónde estás, y si no sabesdónde estás, no sabes hacia dónde vas.Y si no sabes hacia dónde vas, es muyposible que vayas por mal camino.

TERRY PRATCHETTWiltshire

27 de mayo de 2010

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TERRY PRATCHETT. Estudió en laescuela técnica High Wycombe, dondeya escribió un relato que fue publicadocuando tenía 15 años. Estudióperiodismo y comenzó a trabajar en

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Bucks Free Press, pasando después alWestern Daily Press, volviendo comosubdirector al anterior. En 1981 fueresponsable de relaciones públicas deuna central nuclear, cargo que dejó en1987 para dedicarse a escribirexclusivamente. Fue nombrado Oficialde La Orden del Imperio Británico, y esDoctor Honoris Causa por lasuniversidades de Warwick y Portsmouth.

Precoz y prolífico autor, ha dedicadosu obra a la fantasía y ciencia ficción,escribiendo innumerables libros, relatoscortos e incluso guiones para adaptarsus obras a la televisión. Sus libros sevenden por millones, y se han traducido

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a multitud de idiomas. Es conocidofundamentalmente por su serieMundodisco de la que lleva escritos másde 35 libros. Esta serie, es una fantasíaque parodia el mundo en que vivimos enclave de humor. Cabe destacar tambiénsu trilogía La Ciencia del Mundodisco,escrita en colaboración con doscientíficos.

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Notas

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[1] Esta actividad se llevaba a cabo conlos ojos vendados.<<

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[2]Como bruja, Tiffany los conocía muybien.<<

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[3] Más adelante Tiffany cayó en lacuenta de que todas las brujas tenían quehaber sobrevolado el gigante alguna vez,sobre todo considerando que caía justoen la ruta de las montañas hacia la granciudad. Podía decirse que destacaba, encualquier caso. Pero en el caso de TataOgg, probablemente la bruja haría darmedia vuelta a su escoba para poderecharle otro vistazo.<<

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[4] Por supuesto, pensó Tiffany, antes desaltar juntos la hoguera deberíanasegurarse de llevar ropa gruesa y deque alguien tuviera a mano un cubo deagua. Las brujas serán muchas cosaspero, antes que nada, son prácticas.<<

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[5] Tal vez hubiera ayudado a lasambiciones románticas de Petulia elmisterioso hecho de que los cerdos deljoven no dejaban de enfermar, y siemprehabía que tratarles las cagaleras, elvómito ciego, los dientes flotantes, elojo garabato, la mugra, el escozor, eltornillo suelto y la rótula girada oausente. Era una desgracia terrible, yaque más de la mitad de esas dolenciasno aparecen nunca en cerdos, y una deellas era exclusiva de los peces de aguadulce. Pero los vecinos se quedaronimpresionados por el empeño que poníaPetulia en aliviárselas. Su escoba

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siempre estaba yendo y viniendo, acualquier hora del día o de la noche. Serbruja, al fin y al cabo, requeríadedicación.<<

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[6] La Primera Vista consiste en ver loque de verdad se tiene delante, y losSegundos Pensamientos consisten enpensar en lo que se piensa. En el caso deTiffany, a veces también había Tercerosy Cuartos Pensamientos, aunque losúltimos eran bastante complicados y enocasiones la llevaban a darse trompazoscontra las puertas.<<

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[7] El nomerrecuerdes es una hermosaflor roja y blanca que las mujeresjóvenes suelen entregar a sus hombresjóvenes para indicarles que no quierenvolver a verlos en la vida, o al menoshasta que hayan aprendido a ir aseadoscomo debe ser y encuentren trabajo.<<

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[8] Si todavía no sabes quiénes son losNac Mac Feegle: (1) da gracias por lavida pacífica que llevas, y (2) prepáratepara batirte en retirada si oyes a alguiengritar «¡pardiez!» a la altura de tutobillo. Hablando con rigor, sonmiembros del pueblo de las hadas,aunque seguramente no sea buena ideadecírselo si pretendes vivir en un futuroque incluya todos tus dientes.<<

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[9] Un auténtico campesino considerahembras a todas las liebres, sean delsexo que sean.<<

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[10] Antiguamente los sastres empleabanla orina como mordiente para los tintesde las prendas de lana, de modo que loscolores se fijaran y no destiñeran. Unaconsecuencia es que la prenda podíaoler un poco durante varios años. Nisiquiera la señorita Lento lo habríaexplicado mejor sin perder la calma,aunque ella seguramente habría usado laexpresión «fluidos corporalesevacuados».<<

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[11] Según una antigua tradición, la tierray la sal servían para mantener alejados alos fantasmas. Tiffany no había vistonunca ningún fantasma, así que era muyposible que funcionaran, pero en todocaso funcionaban sobre la mente de laspersonas, que se alegraban de saber quelos platos estaban presentes. Cuando secomprendía ese hecho, se habíacomprendido gran parte de la magia.<<

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[12] El Sapo no tenía más nombre que elSapo, y se había unido al clan feegleunos años antes. Consideraba que lavida en el montículo era muy preferiblea su existencia previa como abogado o,más concretamente, como abogado quese había pasado de listo en presencia deun hada madrina. La kelda se habíaofrecido en varias ocasiones adevolverle su forma original, pero elSapo siempre se negaba. Los demásfeegles lo tenían por el cerebro del clan,ya que conocía palabras más largas queél mismo.<<

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[13] Desde el punto de vista de Tiffany,«niña» alcanzaba hasta un par de añosmenos que ella misma.<<

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[14] Véase glosario.<<

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[15] Tiffany se reservó cualquiercomentario relativo a que lo que mejorse les daba encontrar eran laspertenencias de otras personas. De todasformas era cierto que los feegles podíanrastrear como sabuesos, además debeber como peces.<<

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[16] Tiffany se había ganado laadmiración de otras brujas al lograr quelos feegles hicieran tareas domésticas.La lástima era que los feegles estabandispuestos a acometer cualquier tarea,con la condición de que fuese ruidosa,confusa y ostentosa. Y que, a serposible, incluyera chillidos.<<

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[17] Mensaje del autor: no todos loscalderos son metálicos. Se puede herviragua en un caldero de cuero siempre queuno sepa lo que está haciendo. Hasta sepuede preparar té en una bolsa de papel,yendo con cuidado y sabiendo cómo.Pero, por favor, no lo hagáis o, si lohacéis, no digáis a nadie que os he dadola idea yo.<<

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[18] Jeannie, una kelda moderna, habíapromovido la alfabetización entre sushijos y cuñados. Siguiendo el ejemplode Rob Cualquiera, los feegles habíanconsiderado que la experiencia merecíala pena, ya que les permitía leer lasetiquetas de las botellas antes debebérselas, aunque no supusiera muchadiferencia porque, a no ser queincluyeran una calavera y dos tibiascruzadas, un feegle se la bebería detodas formas, y hasta incluyéndola,tendría que ser una calavera muyaterradora.<<

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[19] Mucha gente que cocina con calderolo emplea como una especie de bañomaría, con cacerolas pequeñas llenas deagua dispuestas en torno al borde pararecoger el calor del caldero grande, enel que puede estar cociéndose un jamónentero lastrado y tal vez unas bolas demasa dentro de una bolsa de tela. Deeste modo, puede prepararse una comidacopiosa para varias personas, a bajocoste y de una sola vez, con el pudinincluido. Por supuesto, en ese caso hayque zamparse una cantidad tremenda decomida hervida… ¡pero cómetela, o nocrecerás!<<

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[20] En realidad, los Nac Mac Feeglecreen que el mundo es un sitio tanmaravilloso que, para haber acabado enél, tuvieron que ser muy buenos en unaexistencia anterior y fueron, por asídecirlo, al cielo. Por supuesto, a vecesparece que mueren, incluso allí, peroellos lo consideran marcharse paranacer otra vez. Diversos teólogos hanespeculado con que esa idea sea unachorrada como una catedral, pero sinduda les hacía la vida más llevadera quemuchas otras creencias.<<

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[21] Las brujas hacían batiburrillos concualquier cosa que llevaran en losbolsillos pero, si se preocupaban por lasapariencias, prestaban cierta atención alos objetos que «por casualidad»llevaban en los bolsillos. No suponíaninguna diferencia para elfuncionamiento del batiburrillo pero, siiba a haber gente cerca, un frutomisterioso, un trocito interesante demadera, una tira de encaje y un alfiler deplata sugerían la palabra «bruja» muchomás dignamente que, por ejemplo, uncordel de zapato roto, un trozo arrugadode bolsa de papel, medio puñado de

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pelusas variadas e inenarrables y unpañuelo tan usado que hacen falta dosmanos y mucho valor para plegarlo.Tiffany solía reservar un bolsillo solopara ingredientes de batiburrillo, pero sila señorita Herrero había compuesto elsuyo del mismo modo, tenía bolsillosmás grandes que un guardarropa. Elbatiburrillo alcanzaba casi hasta eltecho.<<

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[22] Los cráneos de caballo siempre danmiedo, aunque alguien les haya puestopintalabios.<<

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[23] Circulan muchas leyendas sobre lasestatuas ecuestres, sobre todo las quellevan jinete. Se dice que en la cantidadde cascos que apoya el caballo y en suposición se esconde un código. Si elcaballo tiene un casco levantado, eljinete resultó herido en batalla; dospatas al aire indican que murió; trespatas levantadas significan que el jinetese perdió de camino a la batalla; ycuatro patas en el aire quieren decir queel escultor era muy, muy hábil. Cincopatas levantadas indican queprobablemente hay al menos otrocaballo detrás del que se está mirando, y

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si el jinete aparece en el suelo con sucaballo tendido encima y las cuatropatas al aire, o bien el jinete era unnegado para la hípica o bien su caballotenía muy mal carácter.<<

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[24] Véase glosario.<<

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[25] En realidad, las perneras de cota demalla siempre eran todo agujeros, perolos agujeros no deberían medir casiveinte centímetros.<<

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[26] Las brujas eran muy escrupulosascon llevar las manos siempre limpias; elresto de la bruja tenía que esperar aalgún hueco en su apretada agenda… oposiblemente a una tormenta.<<

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[27] En la Caliza no había tradición dereligiones organizadas pero, como lascolinas caían de camino entre la ciudady las montañas, solía haber (con buentiempo al menos) una procesiónconstante de sacerdotes de alguna clasecirculando que, a cambio de una comidadecente o un techo para dormir,difundían un poco la palabra santa yechaban una limpieza a las almas de lagente. Mientras los sacerdotes fuesen delos decentes la gente no prestabademasiada atención a quién fuera sudios, o su diosa, o su vete a saber,siempre y cuando mantuviera el sol y la

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luna girando como era debido y noexigiera nada ridículo ni nuevo. Tambiénayudaba que el predicador supiera algode ovejas.<<

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[28] Aunque no fuese por experienciapersonal.<<

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[29] Tú había sido una gatita blancapequeña y triste cuando Tiffany se lallevó a la vieja bruja. Ahora era unareina, mucho más altiva que la duquesa.Debió de reconocer a Tiffany, porquetuvo la gentileza de rebajarse a guiñarleun ojo antes de apartar la mirada comosi se aburriera. De un tiempo a estaparte en la casita de Yaya no habíanunca un solo ratón, porque Tú losmiraba hasta que comprendían lodespreciables que eran y se marchaban.<<

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[30] El señor y la señora Bóxer habíanrecibido más educación de la que lesconvenía, y pensaban que Trivial era unbuen nombre para su tercer hijo.<<

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[31] Según mi padre, se llamaba «narizde bebedor», pero sospecho que seequivocaba, porque al parecer laafección es una especie de acné enadultos (llamado rinofima, aunquesospecho que esto ya es demasiadainformación).<<