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CONCURSO DE CUENTOS DEEL DÍA E 2014

RED DE INSTITUTOS CERVANTES

INSTITUTO CERVANTES

Director: Víctor García de la ConchaSecretario General: Rafael Rodríguez-Ponga SalamancaDirector de Gabinete Técnico de Secretaría General: Hernando F. CallejaDirector Académico: Julio Martínez MesanzaDirectora de Cultura: Beatriz Hernanz AnguloJefe Dpto. de Ordenación y Proyectos Académicos: Álvaro García Santa-Cecilia

Responsable y coordinadora del proyecto: Araceli Ballesteros Bailón

Diseño y edición:Departamento de Comunicación Digital. Instituto Cervantes

Edición gratuita. Prohibida su ventaDerechos de reproducción total o parcial: Instituto CervantesNIPO: 503-14-014-5© Instituto Cervantes, 2015Abril 2015www.cervantes.es

A todos los concursantes... siempre.

De manera que contra el uso de los tiempos no hay que argüir ni de qué hacer consecuencias.

Don Quijote de la Mancha. Capítulo XLIX; primera parte

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Índice

Prólogo de Elena Poniatowska .................................................... 7Prólogo de Rodrigo Sorogoyen ................................................... 8Prólogo de Víctor García de la Concha ....................................... 14

Cuentos del nivel B1 Restricciones ............................................................................ 17GanadoraEl anillo, Zhiming Zhang (Pekín) .............................................. 19FinalistaEl mono del Nilo, Pierre Raillard (Burdeos) .................................21Siguientes seleccionadosLa llamada, Ekatérina Légourska (Burdeos) ...............................24Serpentino, Françoise Cousin (Toulouse) ....................................28La alcoba del amor, Alexandra Pucheau (París) ...........................33

Cuentos de los niveles C1 y C2Restricciones .............................................................................38GanadoraDeus ex machina, Alexandra Lopes Da Cunha (Porto Alegre) ..... 40FinalistaMentiras, Silvia Zanetto (Milán) ................................................ 47Siguientes seleccionadosMemoria de arenas, Stéphane Magne (Toulouse) ........................ 55El hombre que soñaba con la vida, Barbara Simmel (Viena) ......... 62Arturo, Ingrid Vlasak (Viena) ..................................................... 68

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PRÓLOGO

Escribir es poner los sesos a hervir, calentarlos al rojo vivo, emocionarse e intentar transmitir ideas, imágenes y los sentimien-tos que nos recorren y a veces nos lastiman. Escribir es aventarse al agua. Hay Institutos Cervantes al borde de todos los mares, de todos los ríos, en todas las latitudes, y hombres y mujeres apa-sionados y anhelantes abren los ojos en todas las aulas esperando salir por la ventana como Remedios, la Bella, ante los ojos de García Márquez. Quienes escriben viven sus sueños con mucha intensidad y mucha desesperación porque no se conforman, al contrario, se lanzan y, por eso, tienen el don de escribir con el arrebato que otros desdeñan o dejaron al borde del camino. Los cuentistas reunidos en esta antología jugaron su corazón al azar y son escritores en potencia, quijotes que luchan para que su voz se escuche a pesar del ninguneo y, a veces, el rechazo.

Elena Poniatowska Amor,Premio Cervantes 2013

México, Distrito Federal, noviembre de 2014

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PRÓLOGO

El chico salió a la terraza. Se extrañó de no verla allí. Miró en todas direcciones tratando de buscarla, intentando averiguar dónde estaría. Como por inercia, se dirigió hacia el lugar donde la dejó, donde hablaron por última vez. El sonido del viento tomaba más presencia ahora. La sala permanecía en silencio, se notaba que estaba sobrecogida. Hacía ya tiempo que los subtítulos en inglés no apare-cían. Allí no hablaba nadie, ni en la sala ni al otro lado de la pantalla. El chico se acercó a la cornisa, la agarró con las manos cómo pre-parándose para lo peor. De repente, sintió mucho miedo. Aunque estaba de espaldas a los espectadores, se percibió perfectamente ese miedo. Miró hacia abajo y pareció que todo se congelaba. Unos se-gundos más de agonía. Y entonces, después de ver lo que debía de haber abajo, salió corriendo, desapareció del plano. Lo que dejó fue el paisaje de los tejados del centro de Madrid. Unos segundos más y pantalla a negro.

Él siempre temía ese momento. El momento en que comienzan los títulos de crédito. Nadie habla. Se oye algún suspiro, como si al-guien hubiera estado mucho tiempo aguantándoselo. Los aplausos, si

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llegaban, tardaban siempre cinco o siete segundos. Debían de haber pasado diez segundos cuando comenzó un tímido revuelo al que si-guió un aplauso sonoro, largo, solemne. Respiró por fin. La película había gustado. Como siempre, pensó. Primero se arrepintió de sen-tir siempre ese miedo. Luego se corrigió a sí mismo diciéndose que mejor tener ese miedo y que la película terminase gustando a estar siempre confiado y que, por el contrario, alguna vez le abuchearan. Mejor prevenir.

Las luces se encendieron y Evan o Ivan, no sabía cuál era real-mente su nombre, salió micrófono en mano. De hecho, no sabía tampoco cómo se pronunciaba. «Iivan» con una i larga. O «Eivan» o alguna vez en estos días que había convivido con él le había parecido escuchar algo como «Avan». Dijo algo en inglés que acababa con el nombre de él y a continuación la sala aplaudió. Si se estaba atento, era fácil adivinar qué se decía, pensó. Ahora lo estaban introducien-do, como dicen en inglés, introducing. Estos días en Chicago había aprendido algo de inglés; se sintió orgulloso.

Así que él salió también. Se mostró agradecido. Intentando parecer modesto, contento, pero seguro de sí mismo. A veces pensa-ba que la gente que sonríe, que la gente contenta, parece más tonta que la seria, que la enfadada. Sabía que esto era una estupidez, pero no podía evitar pensarlo. Como si los serios fueran más críticos, con más capacidad de análisis y, por tanto, al entender el mundo mejor, no tendrían motivos para ser felices, para estar contentos y, mucho menos, para sonreír.

Evan o Ivan o Eivan dijo otra cosa ininteligible seguido de un nombre. Kelly y un apellido largo, de origen judío seguramente con alguna h y muchas t. «Holletzeiter», respondería él si alguien le preguntara ahora mismo si había entendido aquel nombre. Debía de ser la traductora.

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Salió Kelly. Morena, con la piel lisa, muy blanca, una sonrisa enorme y encantadora. Rápidamente él pensó en dónde se había metido esta chica todo este tiempo en que él se había aburrido tanto. Ambos se saludaron con la mirada y con una sonrisa. Aunque allí era muy común sonreír todo el rato y a todo el mundo. Mientras, Evan o Avan o Ivan seguía hablando, y daba paso a la primera pregunta del público. Una señora de gafas redondas y aspecto amable le preguntó algo mirándole a los ojos. Él, con un ya aprendido gesto de disculpas, miró directamente a Kelly y ella le trasladó la pregunta de la señora. «Dice que muchas gracias por hacer una película tan bonita, tan sensible y necesaria para mucha gente. Quería saber si opinas que el tema que tratas en tu película es concretamente de la generación a la que pertenecen los personajes o, si por el contrario, crees que atañe a todas ellas e incluso a las generaciones pasadas». Hizo un esfuerzo por hablar en inglés anteponiendo siempre un «apologize for my english», pero al poco tuvo que pedir la ayuda de Kelly. Se sintió una réplica de ternura en el público. Siempre se mostraban comprensi-bles. Pero a él le frustraba mucho no poder decir exactamente lo que pensaba al respecto.

Muchos espectadores se respondían a sí mismos ya con la pre-gunta. Este era uno de esos casos. Él se dirigió a Kelly diciéndole que, en efecto, al principio parece una película meramente genera-cional, pero que, en definitiva, habla de los hombres y de las mujeres a lo largo de la historia, de una suerte de guerra de sexos y de guerra de poder simbolizados en dos jóvenes de la actualidad.

Kelly le escuchaba atenta y sonriente y después tradujo el mensaje al público. La señora se sintió satisfecha. No tanto él que le pareció entender que Kelly decía guerra de sexos y reparto de pode-res, battle of sexes and power sharing (o algo así). Y él no había dicho eso exactamente. ¿Por qué Kelly lo habría cambiado? ¿Le había salido

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así, sin más? ¿No había entendido bien? ¿Creía que estaba mejor explicado así? De hecho, esta última posibilidad podría ser cierta, pero ella era la traductora, no debería cambiar sus palabras, debería intentar expresar el mensaje tal cual él se lo transmitía. No estaba allí para intentar mejorar las respuestas ni siquiera en caso de que las me-jorara. Ese pensamiento se interrumpió porque llegó otra pregunta. Un enorme hombre con barba, pero sin pelo, se expresaba con gran dulzura. Al terminar, Kelly le dijo que ese hombre, además de felici-tarle por el trabajo realizado, quería saber en qué ciudad se había ro-dado la película. «En Madrid, la ciudad donde vivo», contestó él, más pendiente de la traducción que haría después Kelly que de cómo recibía el hombre de barba la respuesta. Kelly, muy sonriente como siempre, contestó: «Madrid, the city´s Madrid». No podía creerlo. Sabía que el dato de que el director viviera en Madrid carecía de importancia, o incluso que se podía dar por supuesto, pero a lo mejor había un reducido espectro del público al que sí le interesaba esa banal infor-mación. Intentando demostrar quién mandaba se lanzó y dijo: «Is the city where I live». El hombre de barba estaba comentando con su compañero de butaca algo y pareció que no se percató de esa nueva revelación.

Estaba empezando a cabrearse cuando llegó la siguiente pre-gunta. Otra vez le pareció que Kelly traducía erróneamente sus pa-labras o que obviaba algún dato, o que cambiaba una definición por otra. Tanto error no podía ser involuntario. Pero también podría es-tar siendo presa de la paranoia. Cierto era que no comprendía perfec-tamente el idioma y a lo mejor se le escapaban detalles que podrían dar respuesta a esos supuestos olvidos de la traductora. Creía que si ponía de manifiesto uno de esos errores, Kelly le podría dejar en ridículo demostrando que sí había dicho exactamente lo que él había contestado. Y podía hacerlo en inglés, lo cuál le desesperaría más.

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Que te dejen en ridículo en otro idioma es peor que en el propio, pues no sabes el grado real del escarnio, pensó.

Unos veinte minutos y nueve preguntas después, él estaba de-rrotado, desesperado, su batalla con Kelly la había perdido por go-leada. Solo pensaba en que para la próxima película (quería pensar que habría una próxima película) y que para la próxima gira por festivales (quería pensar que esa película iría a tantos festivales como esta última) dominaría el inglés a la perfección como para no necesi-tar un traductor. Se sentía pequeño, derrotado, inútil, se avergonzaba de ser alguien que va por ahí mostrando una película. Un producto de un supuesto cierto interés cultural cuando no puede ni mantener una conversación normal en inglés. Un idioma que su primo pequeño do-minaba perfectamente. ¿Qué pretendía? ¿Seguir haciendo películas así? ¿Ser alguien mínimamente respetado en ese mundillo? ¿Poder comunicarse con otros colegas de profesión sin dominar una lengua común? ¿Cómo podría convencer a un productor extranjero de que invierta en su nuevo proyecto si ni siquiera podía decirle que le había gustado mucho su anterior producción?

En aproximadamente veinte minutos había decidido no seguir en el mundo del cine. Esta habría sido su última película. A partir de ahora se dedicaría a otra cosa. Cuando volviera a España, o de regreso en el avión, decidiría el qué.

Entonces Kelly enunció la última pregunta. Era de una mujer delgada, huesuda, con una atractiva madurez. «Dice que felicidades, que le ha encantado la película y que lo que más le ha llamado la atención es el juego entre la noche y el día, la dualidad con la que representas la vida, el hombre y la mujer, pero a su vez las dualidades que comprenden también en particular cada hombre y cada mujer, y cómo todos en el fondo somos seres perdidos que andamos por esta vida intentado saber qué es lo que queremos. Y que muchas veces te

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vas de esta vida sin haberlo alcanzado o incluso sin ni siquiera saber-lo». Kelly lo miró al terminar. Ya no encontraba en ella ni un ápice de sensualidad, la detestaba. Le había hundido la vida. Desafiante, dijo muy serio que eso no era una pregunta. Ella lo expresó en inglés. El público rio. La señora dijo que lo sabía, que solo quería decírselo. Entonces, él la miró y en un segundo se sintió reconfortado. Esa señora de una generación distinta a la suya, residente en Chicago, de nacionalidad seguramente estadounidense y que sus preocupaciones en la vida eran otras a las suyas, había captado una idea, un men-saje, una emoción, algo que ni siquiera él habría expresado mejor ni en su propio idioma. Se miró en sus ojos. Aunque estaba a una considerable distancia lo intentó y pareció verse. Hubo un momen-to de conexión. La misma conexión que hubo seguramente entre el momento en que él decidió empezar a escribir ese guión, haría aproximadamente cuatro años, con el instante en que esa mujer vio en un multicine de Chicago la película. ¿Y no era esa conexión la que realmente importaba? Él no pudo contestar, no sabía qué contes-tar. Dijo un escueto «Thanks» y sonrío. El turno de preguntas había terminado. Ivan o Avan o Evan dejó constancia de ello y el público aplaudió a la vez que se levantaba dispuesto a irse. Kelly le dio la mano, simpática, en muestra de reconocimiento. Él recibió ese gesto y ese aplauso reconfortado. Su plan de cambiar de profesión había fracasado. Quería seguir contando historias.

Rodrigo Sorogoyen, Biznaga de Plata a la mejor dirección en

el Festival de Málaga 2013Chicago, octubre de 2014

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PRÓLOGO

Durante muchos años, Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares comían o cenaban en casa de este último y después escribían juntos algún cuento, hablaban de los que proyectaban por separado o leían y comentaban los de otros autores. Conversaban también sobre los más diversos asuntos. Por ejemplo, el 2 de julio de 1972 Borges le dijo a Bioy que para ser feliz convenía no pensar en uno mismo, sino en algún tema impersonal. De este principio, que en el fondo consiste en ponerse en el lugar de los otros, arranca no solo un buen consejo para la vida, sino gran parte de la literatura.

Un año más, hemos invitado a los alumnos del Instituto Cervantes a pensar en la vida de los otros en su nueva lengua y, por tanto, a utilizarla como instrumento de creación. Pretendíamos asimismo que se introdujeran en la riqueza, variedad y ductilidad del español como lengua literaria, que es fruto de la obra de Fernando de Rojas y Quevedo, de Valle-Inclán, de Elena Poniatowska, de Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, es decir, de la pléyade de escritores que, al menos desde el siglo xiii, han convertido el español en una de las grandes lenguas de cultura.

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Miguel de Cervantes se sentía ante todo orgulloso de su ima-ginación. Con esta invitación a ejercitarla, el Instituto sigue una vez más su ejemplo y aquí están los resultados.

Víctor García de la Concha,Director del Instituto Cervantes

Madrid, abril de 2015

NIVEL B1

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RESTRICCIONES PARA LOS CUENTOSNIVEL B1

El tema de los cuentos era libre, pero había que respetar tres restric-ciones que todos los participantes han incluido en sus relatos:

Primera restricciónDebía aparecer este fragmento de la obra de Elena Poniatowska, au-

tora mexicana y premio Cervantes 2013:«Son de adorno, son para borrar los recuerdos»1.Segunda restricciónHabía que incorporar uno de estos dos fragmentos, ambos extraídos

de películas: la primera es Stockholm, de Rodrigo Sorogoyen, ganadora de la Biznaga de Plata a la mejor dirección en el Festival de Cine de Málaga de 2013 y Goya al mejor actor revelación (Javier Pereira) en 2014, y la segunda es Pelo malo, de Mariana Rondón, ganadora de la Concha de Oro en el Festival Internacional de Cine de San Sebastián 2013:

«Cojo tu teléfono y te llamo un día de estos, ¿vale?»2.«Algunas personas tienen los huesos más grandes que otras»3.

1 Elena Poniatowska. De noche vienes (Círculo de Lectores, Barcelona, 1987). 2 Rodrigo Sorogoyen. Stockholm (2013). 3 Mariana Rondón. Pelo malo (2013).

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Tercera restricciónLa tercera restricción se refería a obras de arte. Había que elegir uno

de los títulos y convertirlo en una frase de manera que apareciera en el cuen-to de una manera u otra:

«La tela espacial»4.«Baño rosado»5.«Seis meses de silencio»6.

4 Cecilia Biagini. MACBA, Museo de Arte Contemporáneo de Buenos Aires (Argentina). 5 Santiago Cárdenas Arroyo. Museo del Banco de la República de Bogotá (Colombia). 6 Laura Márquez Moscarda. CAV, Centro de Artes Visuales; Museo del Barro de Asunción (Paraguay).

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EL ANILLO ZHIMING ZHANG PEKÍN

V a a pedírmelo, sin duda. He notado un bulto en su bolsillo. Está sentado frente a mí Tomás, con una mueca expectante y nerviosa en un restaurante lujoso en el que nunca había-

mos cenado antes.Me acuerdo de los días en los que trabajaba ayudando en la

joyería de mi tía Ana. Me entretenía observando a los pretendientes, sus ilusiones, desazones, esperanzas, miedos. A menudo, acudían a la tienda sin conocer el tamaño apropiado, que es muy difícil de esti-mar. «Algunas personas tienen los huesos más grandes que otras, aunque sean más delgadas», les decía a los compradores. Como era de esperar, la mayoría venían unos días más tarde. Las prometidas se presentaban sin poder contener su alegría. El brillo de sus ojos res-plandecía más que sus anillos. «¿Nos pueden arrastrar las cosas pe-queñas?», me preguntaba muchas veces.

«¡Pequeñita! Sabina...», me despierta Tomás de entre mis re-cuerdos mientras saca una caja envuelta en la tela espacial de la joye-ría de Ana. Una tela sedosa, brillante y misteriosa, parecida a la que un mago usaría para un truco. Y recuerdo por qué Ana eligió esa tela: «Los anillos no son de adorno, son para borrar los recuer-dos», dijo. «Las mujeres pueden olvidar los defectos de los hombres cuando ven las joyas por primera vez». «Entonces esta magia debe ser un humo pasajero», respondí yo. «Te quejas de Javier sin parar desde los preparativos de la boda». «Es más que eso», contestó Ana mientras fijaba la mirada en su anular izquierdo. «También cada una

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borra un poco de sus vidas hasta que solamente las características de esposa, madre, nuera, quedan».

Tomás abre la caja despacio y dice algo cariñoso. Pero la voz de Ana en mi mente todavía con demasiada fuerza para oír claramente a Tomás. El anillo no tiene nada de especial. Tal vez lo hubiera visto antes en la tienda de Ana. De todas formas, a estas alturas, todos los anillos me parecen iguales. Está pidiéndomelo, sin duda. Creo que no está mal. Nos complementamos y nos ayudamos a tomar decisiones. Juntos entendemos mejor el mundo que nos rodea, y también nuestro mundo interior. Este es el humo. Ahora no puedo recordar ningún defecto de Tomás.

De repente caigo y me sumerjo en una piscina. Es muy có-modo y agradable estar aquí, en el agua. Pero también necesito aire, necesito respirar. Tengo que tomar una decisión.

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EL MONO DEL NILOPIERRE RAILLARDBURDEOS

É rase una vez en la tierra de Egipto, en el pasado de los siglos al inicio del tiempo, un mono que vivía en un cocotero muy alto cerca de los bordes del Nilo.Este mono era muy arrogante y se daba mucha importancia,

tomándose por el soberano del reino animal cerca de su árbol. Lle-vaba vestidos suntuosos porque, como decía:

—Son de adorno, son para borrar los recuerdos.Aquel día, un zorro que caminaba por las cañas de la orilla

del río para encontrar agua y satisfacer su sed vio la silueta del gran cocotero y, así como estaba agotado después de su larga marcha, decidió descansarse un momento en su sombra antes que de acabar su caminata hacia el Nilo.

Tan pronto como el mono vio al zorro acostarse en la sombra de su árbol, le dijo:

—¡Zorrito, zorrito! No puedes descansarte aquí, está prohibi-do, no hay espacio por dos en la sombra de mi cocotero. Tú tienes que volver a tu casa para relajarte. Después seis meses de silencio, no me gustaría que mi tranquilidad sea estropeada por un extranjero en este país bendicho por los dioses ancianos.

A lo que responde el zorro:—¡Venga, monito! Caminé durante más de diez horas para

encontrar el río y estoy demasiado cansado para ir más lejos. Necesito descansar me un momento antes que de seguir mi camino.

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Y el zorro siguió insistiendo:—¡Venga, monito!, ¡que voy a morir de cansancio o de sed!

Por lo menos dame un poco de zumo de uno de tus cocos y te pro-meto que volveré a mi casa en seguida. Además, el dios del Nilo te será agradecido de tu generosidad con respecto a un hermano en la necesidad.

Pero el mono no quería escucharle y se negó a ceder:—¡No te lo repetiré más, zorrito, si digo que no es que no!

—afirmaba con altura el mono—. ¡Váyate y no vuelves! Si no te vas rápidamente, voy a ahuyentarte con mis cocos y no vacilaría en matarte en caso necesario.

Al oír eso, el zorro se echó a aullar de manera horrible, llevó las patas a su corazón y fingió desvanecerse. Al fin, el zorro cayó como una piedra sobre la arena al pie del cocotero, y allí se fingió muerto.

Después de algunos minutos, el mono, intrigado por la caída del zorro y su inmovilidad, descendió de su árbol para asegurarse que el zorro había muerto. Se acercó cada vez más cerca del animal inmóvil, diciéndose:

—Ya no se mueve, ya no respira, estoy seguro que este zorro de mala suerte murió. Este animal verdaderamente era solo un ser débil e insignificante.

Y el mono continuó dar la vuelta al zorro, observando a la víctima y reflexionando en voz alta:

—¡Ya que murió ese empollón de zorro no necesita más su piel! ¡Qué piel tan bonita! He aquí que me hará un bello abrigo para el invierno, que puede ser frío al borde del río cuando sopla el viento del norte.

Cuando fue muy cerca del zorro, el mono extendió la mano para acariciar su piel.

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El zorro, que había fingido haber muerto, se coge la mano del mono en seguida y dentro de unos minutos había degollado y devorado al mono todo crudo. Después de esta comida, inesperada pero gratificante, el zorro se fue a hacer una siesta bien merecida en la sombra del cocotero, diciéndose:

—Algunas personas tienen los huesos más grandes que otras.

Cuando más duro se pone el mono, más astuto se vuelve el zorro, concluye el dios del Nilo en su sabiduría infinita.

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LA LLAMADAEKATÉRINA LÉGOURSKABURDEOS

M i sueño más grande era ser pintora. Después de años de cursos de dibujo, estudié lo que me gustaba realmente: la pintura, mi verdadera pasión. Ver un paisaje, observar

a alguien, fijarse en los movimientos para reproducirlos, pintar con los ojos, con sus sentidos y con su corazón, eso es mi objetivo.

Antonio, un buen amigo, con quien terminamos juntos la carrera, me presentó un día a una emprendedora. Ella aceptó ver mis pinturas y las miró atentamente. Yo casi no osaba respirar, tanto estaba estresada. Pensé en que les gustaban, estuve segura porque lo vi en su mirada, pero al mismo tiempo temía su decisión. Un silencio se instaló un rato y me sentí nerviosa. Poco después, ella me dijo que le gustaba mi estilo, y sobre todo la pintura llamada Son de adorno, son para borrar los recuerdos. Me puse roja pero ella no le dio caso a eso y solo añadió:

—Cojo tú teléfono y te llamo un día de estos, ¿vale? —Vale, muchas gracias, Francesca —respondí yo encantada. Por fin había un verdadero proyecto de trabajo. Por fin po-

dría labrarme un futuro, quitar mis padres e instalarme a vivir con Javier, mi novio. Este proyecto nos permitiría alquilar un aparta-mento. Javier es mecánico y trabaja en un taller de coches y yo, hasta hoy, no tenía ni un trabajo seguro, ni bien pagado. Por eso estaba esperando tanto la llamada prometida de Francesca. Pero su llamada todavía no llegaba. Pasaron meses sin ninguna noticia. ¡Seis meses de silencio! Estaba cansada de esperar más. ¿Esperar

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qué? Nada. No había nada que esperar y me sentía fatal. Todos mis proyectos por el futuro ya los veía fracasados. Me encerraba en mí misma, alejándome de Javier y de mi familia. No podía soportar más sus miradas y las palabras que no se atrevían a repetirme de dejar la pintura. Pasé toda mi vida queriendo algo y cuando era tan cerca de mi sueño, ¿debería abandonarlo?

Necesitaba reflexionar, necesitaba estar sola para tomar una decisión. Por eso decidí ir a la playa, pasar dos días al mar. Javi no estuvo contento. Él pensaba que tomaba vacaciones sin él y nos enfa-damos otra vez.

—¡Eres egoísta! Piensas solo en ti y en tu pintura. ¿Y yo? ¡No hay plaza para mí!

—¿Has olvidado cómo nos encontramos? En la costa. Tú, que querías que te pintara, que te hiciera un retrato. ¡Y sabías desde el principio lo que representaba para mí la pintura, no lo descubres ahora! —le respondí yo también gritando. Quería llorar y me marché.

La situación era insoportable. Me sentía muy mal. No que-ría perder mi novio, pero el deseo de ser pintora era muy fuerte y no entendía los motivos de Javi, su miedo de alejarme de él si hubiera sido famosa. Ya no pensaba ser un día famosa desde años y si pudiera vivir de esta profesión un día, no lo dejaría para nada. Es mi Javi y no entiendo sus celos. Me enfada y me da pena que desconfíe en mí.

Cogí el coche y me fui a la costa del mar. Necesitaba este momento de soledad para reflexionar. No logré dejar de observar las personas, todas distintas. En mi mente también sonaba la frase de mi madre: «algunas personas tienen los huesos más grandes que otras». Y es verdad, las huellas, dejadas en el arena dependen también del peso, unas más profundas que otras. Cada uno tiene su manera de moverse, de desplazarse en el espacio, de expresar sus emo-ciones y eso me fascina. Un niño corría en el arena y reía, dejando

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huellas. De repente, mi deseo de pintar era irresistible. Había ya olvidado mis pensamientos de convertirme en profesora de dibujo o en no sabía qué y mientras observaba, saqué el trípode, una tela y las pinturas y empecé a pintar. Antes de echar el primer pincel sobre la tela, cerré los ojos recordando la imagen del niño. Pintaba durante horas sin parar y cuando me cansé, ya era el anochecer. Tenía hambre y quería entrar.

Tenía una habitación por la noche. Me acosté, cansada y todavía sin decisión. Javi tenía mi dirección por si acaso, pero no pensaba que viniera después de la discusión.

Las huellas, dejadas en la nieve, estaban cubiertas por el viento glacial. La marcha hacia la cima del volcán estaba penosa y dura. Los niños no podían caminar más. Los tres se movían a penas. Los sacerdotes les dieron algo, alguna droga probablemente para no sentir nada. Esta-ban ya cerca y no podían parar. Los sacrificios al dios sol, Inti, se hacían siempre en un agujero, en la cima y fueron un honor...

Me desperté gritando. Estaba bañada en sudor. Fue solo una pesadilla, pero no logré dormir el resto de la noche. Pensaba sin parara en estos niños y en su trágica muerte. Quería gritar y llo-rar de todas las injusticias. Pensé después en todas las personas que durante siglos no pudieron elegir su vida: si fueran esclavos, pobres, lo quedarían toda su vida, sin ninguna posibilidad de cambiar el destino.

A pesar de todo lo sucedido y de mi pesadilla, me sentí me-jor. Yo, por lo menos, podía cambiar las cosas. Mi futuro no estaba determinado y podía actuar libremente, elegir siguiendo el mismo camino o cambiar el rumbo de mi vida. Todo estaba entre mis ma-nos o casi... y por eso estaba a la vez aliviada y estresada de no saber nada sobre mi futuro. Así estaba ensimismada en mis pensamientos, mientras los primeros rayos del sol pasaron a través de las cortinas, acariciando mi cara.

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De repente, el móvil sonó y me despertó por completo. No tenía tiempo de ver el nombre y descolgué inmediatamente.

—¿Javi? —Pensaba que fue mi novio y mi voz temblaba, pero al otro lado escuché una voz de mujer.

—Hola, quería hablar con Marina. —Sí, soy yo... —Hola Marina, soy Carmela, una emprendedora. Mira,

dentro de un mes organizamos una feria con galerías de pinturas. El pintor que quería presentar está todavía en extranjero, ocupado con otro proyecto; entonces Francesca me habló de ti y me dijo que tus telas le gustaban mucho. El tema es sobre las comunicaciones. ¿Estarás interesada por participar en este proyecto?

—Sí, sí, muy bien, muchas gracias. No pude creerlo. Después de seis meses de silencio y de re-

pente tengo un gran proyecto... Era increíble. Pensaba que estaba todavía durmiendo...

—Y disculpa, pero ¿tendrías ya un tema? ¿Un tema? Debía reflexionar, pero no tenía tiempo y le res-

pondí sin pensar. —«La llamada».

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SERPENTINOFRANÇOISE COUSINTOULOUSE

É rase una vez una viuda joven que estaba esperando un niño. Cuando nació el niño, no se parecía a nadie. Tenía una cabeza tan gorda como un guisante, un cuerpo tan alto como una

haba y piernas largas, largas..., tan largas como una serpentina. Cuando su madre le vio, le dijo: —¡Cariño mío, qué bonito eres con tus largas piernas, te llamaré

Serpentino! Y así fue.

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Serpentino vivía con su madre en una pequeña casa lejos del pueblo. No tenían demasiado dinero, pero eran felices.

Llegó el día en que Serpentino tuvo que ir a la escuela. Este día, Serpentino se levantó al amanecer y se puso en camino cantando. Era muy contento porque esperaba hacerse muchos amigos.

Pero cuando llegó en frente de la reja de la puerta de la escuela, los niños le prohibieron el acceso y el mayor le dijo:

—¡Hola, monstruo, eres de un feo que asusta! ¡Vete de aquí!Y todos los niños se pusieron a tirar tantas piedras al pobre Ser-

pentino que volvió a su casa llorando.Su madre se quedó muy sorprendida de su regreso tan pronto.

Serpentino le contó sus desaventuras y su madre le dijo:

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—No debes preocuparte, cariño mío. Algunas personas tienen los huesos más grandes que otras, pero no son monstruosos. Habla a ellos con amabilidad y confío en que verán que han cometido una terrible equivocación.

Y así el día siguiente Serpentino volvió a la escuela saltando como un conejillo y muy sereno.

Pero, de nuevo, el mayor se rió de Serpentino y los niños siguie-ron tirando piedras a él.

Días y días pasaron, Serpentino no se atrevió más a hablar a su mamá y se sintió muy solo.

1

Un día, Serpentino soñaba a la orilla de un bosque pensando en un triste cuadro que se llamaba Seis meses de silencio y diciéndose que no podría sufrir tanto tiempo cuando de repente dos ladrones se acercaron a él.

—¡Buenos días! —saludaron los compadres—. ¡Que bonitas y largas piernas tienes, debes hacer el camino de la escuela a la casa en poco tiempo!

—¡Oh, no! —les dijo Serpentino—. Vivo muy lejos de la escue-la en una pequeña casa aislada en el campo.

—¿De verdad? —dijeron los ladrones y de pronto echaron una tela muy grande alrededor de Serpentino y le ataron con un montón de cuerdas. Después echaron a Serpentino en una carreta y se pusieron en marcha hablando con fuerza de su buena suerte. Pensaban vender a Serpentino a un circo con un buen beneficio o hacerle mendigar, quizás después de haber cortado una de sus manos. Siempre reían mu-cho bebiendo vino.

Al anochecer, la carreta no dejaba de avanzar, Serpentino estaba totalmente temeroso pero listo para escaparse. La carreta renqueaba en

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los carriles y Serpentino se debatió hasta caer en el suelo del camino. ¿Pero cómo salir del saco?

—¡Qué desgracia! —pensó Serpentino.—¿Qué puedo hacer? ¡Voy a morir aquí en el fondo de este saco!

—Y se puso a cantar con dulzura: Estrellitas del cielo Rayos de luna Alumbrad a vuestro niño.Un hombre pasando por el camino oyó las palabras del niño

y se acercó al saco.—¿Quién canta? —dijo el hombre.—Yo, yo hablo, soy Serpentino, unos ladrones me han secuestrado.—¡De prisa, de prisa, sal del saco! —dijo el hombre liberando

al niño.Y así fue que Serpentino llegó al pequeño pueblo que se llamaba

Piedravado donde vivía el hombre.

1

Meses pasaron en el pueblo, Serpentino vivía en la casa del hombre que se llamaba Juan. Toda la gente del pueblo era muy amable con él y por fin tenía muchos amigos en la escuela.

A veces pensaba a su madre pero nadie conocía su pueblo. Cuando era muy triste, Juan le decía:

—¡Ven, Serpentino! Vamos a la velada. Las historias y cuentos son para borrar los recuerdos dolorosos.

Una noche, una abuela contó la historia del viejo pueblo Pie-dravado. Hace muchos años, había un único pueblo con el mismo nombre en las dos partes del río.

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Ella dijo:—Hace muchos años, sobre el río, había un puente maravilloso

con dos atlantes. Sabed que atlantes son gigantes de piedra que son de adorno y que parecen aguantar los edificios. Tras una muy grande tormenta, el río arrastró el puente. Después el viejo pueblo está divi-dido en dos nuevos pueblos: Piedravado, donde estamos, y Piedra-vacío, al otro lado del río. Y desde esta terrible tormenta, algunos abuelos no ven cómo crecen los nietos y durante las fiestas de algunas familias, demasiada gente está triste.

No era una historia alegre y, al salir de la velada, toda la gente tenía mala cara. Serpentino volvió a su casa para acostarse, pero no pudo dormir. Siempre pensaba en la historia de la abuela, en el puente y los gigantes de piedra. Serpentino tenía piernas muchísimas largas, pero tenía también un corazón muy grande y habría querido ayudar a los lugareños.

El día siguiente se fue al río y de pronto conoció su verdad. Se dijo:

—Cada uno es hijo de sus obras y yo, Serpentino, sería el puente del río.

1

Y así todos los miércoles Serpentino puso sus dos largas piernas en los cimientos de los arcos del viejo puente y ayudó a los niños a cruzar el río para ver los abuelos.

Y así todos los domingos Serpentino puso sus dos largas piernas en los cimientos de los arcos del viejo puente y ofreció el brazo a los abuelos para cruzar el río y comer perdices con la familia.

Y por fin, como una felicidad no viene sin otra, su madre escu-chó esta extraña historia y no dudó que era la obra de su hijo. Ella se fue a buscar a su cariñoso niño.

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No voy a acabar diciendo que Serpentino fue un mago, pero luego si hubiera ido a una velada en el viejo pueblo de Piedravado, habría podido oír canciones muy animadas y ver toda la gente bai-lando con alegría.

Es la razón por la que...... Colorín colorado este cuento se ha acabado.

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LA ALCOBA DEL AMORALEXANDRA PUCHEAU PARÍS

F rancisca y Claudio adoraban a su hijo Xabi. La víspera de su 18.° cumpleaños, Xabi estaba muy excitado. Mañana sería un hombre. No pudo cerrar los ojos y la noche parecía inter-

minable. ¡Y lo fue!Miró al reloj... son las 10 de la mañana... «Es extraño», pensó,

«todavía es de noche». Subió al dormitorio de sus padres, llamó a la puerta y como nadie respondió, la abrió.

Su madre estaba durmiendo profundamente, pero su padre gruñó. «¿Qué estás haciendo? ¿Por qué nos despiertas en medio de noche?», le preguntó. «Pero papá, son las 10 de la mañana».

El padre también miró al reloj, abrió las persianas y salió de la casa. A lo lejos, el sol brillaba, pero ningún rayo llegó al pueblo. La gente comenzó a salir de casa, incrédula. Murmullos subieron, después las conversaciones se hicieron cada vez más fuertes y cada uno intentó dar su explicación propia.

«¡Es la culpa de Luis, este viejo tonto! Con sus encantamien-tos, ha desatado la ira de los dioses. ¡Quememos su casa!», gritó el alcalde. Claudio y Xabi vieron a los habitantes ir a buscar antorchas, palas y cuchillos.

«Date prisa hijo y sígueme rápidamente», ordenó Claudio. Cerraron la puerta, subieron las escaleras hasta el baño rosado.

El padre sacó un pequeño cofre de hierro donde se encontraba una llave de oro.

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«Hijo», dijo, «tienes que salvar a Luis. Somos responsables de esta maldición y solo él puede ayudarnos». Claudio contó entonces a Xabi las circunstancias de su nacimiento. Como su madre no podía tener hijos, estableció un pacto con la bruja Drago. Francisca tendría un hijo pero una maldición afectaría el pueblo el día que cumpliera 18 años.

«Luis nos dio esta llave el día de tu nacimiento diciendo que la necesitarías cuando la maldición llegase. Pensábamos que estaba loco en ese momento y no le escuchamos. Ve, hijo mío, no hay vida sin sol y tu madre morirá sin él. Como cada sábado, Luis se fue a la Alcoba del Amor».

Xabi ató la llave alrededor de su cuello, se despidió de su padre y empezó su camino.

La Alcoba del Amor estaba al otro lado de la montaña. Era una cueva frente a las olas inmensas del océano, donde un chico pobre y una chica rica vinieron en secreto a pesar de la oposición de sus padres. Allí prestaron el juramento de amarse hasta la muerte. Un buen día rugió la tormenta y las olas, arrastradas por el viento del mar, aumentaron más rápidamente que de costumbre, llevándose a los amantes. Por eso llamaron a esta cueva la Alcoba del Amor.

Los pensamientos de Xabi se desvanecieron cuando oyó risas de hombres y el grito de una niña. Se escondió detrás de un árbol y vio que la pusieron en una jaula. Esperó a que los hombres se dur-mieran para lentamente acercarse a la jaula.

—¿Eh, chiquilla? No hubo respuesta. Tomó entonces un trozo de madera y se

lo clavó en el brazo.—¡Ya está bien! —gritó ella—, o te cortaré la garganta.—Serán nuestras dos gargantas las que cortaran si no te callas

—dijo Xabi.—¿Quién eres tú?

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—Xabi, vine a salvarte.—¿Y cómo vas a hacer, Xabi, en esta noche oscura para sal-

varme? Tú, de quien veo solo la cabeza. ¿Eres una luciérnaga caballe-resca? —dijo en un tono burlón.

¡La LLAVE! La llave mágica de Luis. El oro brilló en la noche. Podía ver la cerradura y liberar a la princesa. Pero los hombres fueron despertados por la luz.

—¡Chiquilla, deprisa, corramos!—Yo no soy una chiquilla, soy la princesa Eva, hija d...—Escucha, princesa, soy tu única esperanza en esta noche

oscura. Solo mi llave nos puede guiar. Entonces sígueme o quédate con estos compañeros de juego encantadores.

Corrieron tan rápidamente que no tuvieron tiempo de evitar un agujero. La tierra estaba rasgando sus ropas y sintieron su piel en llamas. Finalmente alcanzaron el fondo, cubiertos de polvo.

—¿Estás bien, chiquilla? —preguntó Xabi.—No sentí nada. ¿Y tú, luciérnaga? Pareces terriblemente su-

frir —dijo siempre burlándose.—Algunas personas tienen los huesos más grandes que

otras, eso es todo —respondió molesto.Esto hizo sonreír a la princesa. —¿Crees que un beso sobre estos huesos grandes podría ayu-

dar a cicatrizar?—Por qué no... —Y ella besó su codo.—Me duele aquí también... (pero el cuento no nos dice

dónde).Xabi sintió sus mejillas calentarse... Pero no fue solo el beso de la

princesa. ¡EL SOL! El sol iluminaba el túnel en el que se encontraban. Se fueron hacia la luz y se encontraron frente al mar con la montaña

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por encima de ellos. ¡La Alcoba del Amor! Dos gaviotas se posaron a sus pies. Una se convirtió en la bruja Drago y la otra en Luis.

—¡Mamá! —exclamó la princesa.—¡¿Cómo?! —gritó Xabi—, ¿esta bruja es tu madre? —Si me hubieras dejado tiempo para explicarte mi historia,

lo habrías sabido.—Xabi —dijo la bruja—, has liberado a mi hija de sus secues-

tradores. Luis me había advertido que después de atacarle, volverían su ira hacia mí. Dime lo que quieres y lo tendrás.

—¿Lo que quiero? ¡Explicaciones! Luis, ¿qué haces con esta bruja? Y usted, ¿por qué tal maldición?

—Nuestros hijos se amaban —dijo Luis—, pero los sabios nos habían pronosticado una gran desgracia si permanecían juntos. Así que decidimos hacer todo lo posible para prohibir esta relación. Tu madre, Francisca, para quien el amor era más fuerte que cualquier cosa, decidió ayudarles y les mostró esta cueva. Pero un sábado, se los llevó el mar y venimos aquí cada semana en su memoria.

—Luis ha sido capaz de perdonar a tu madre —continuó la bruja—, pero para mí, fue ella la responsable de la muerte de mi hija. Quería hacerle entender a su vez lo que significaba la pérdida de un hijo: una vida sin sol, una vida sumida en un largo coma. Pero has salvado a mi segunda hija y por eso, estaré infinitamente en deuda contigo.

Y así fue como el sol regresó al pueblo de Xabi. Su madre des-pertó y los dos jóvenes amantes se casaron. Algunos días, el sol desa-parece. Los científicos llaman a estos «eclipses», en algunos lugares se dice que son de adorno, son para borrar los recuerdos. Pero tú, lector, sabes que en realidad se trata de una bruja que recuerda a su hija desaparecida.

NIVELES C1 Y C2

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RESTRICCIONES PARA LOS CUENTOSNIVELES C1 Y C2

El tema de los cuentos era libre, pero había que respetar tres restricciones que todos los participantes han incluido en sus relatos:

Primera restricciónDebía aparecer este fragmento de la obra de Elena Poniatowska, autora mexi-

cana y premio Cervantes 2013:«Sin decírselo a nadie, decidió buscar otro mundo, el que había atisbado en

la calle»1.Segunda restricciónHabía que incorporar uno de estos dos fragmentos, ambos extraídos de pe-

lículas: la primera es Stockholm, de Rodrigo Sorogoyen, ganadora de la Biznaga de Plata a la mejor dirección en el Festival de Cine de Málaga de 2013 y Goya al me-jor actor revelación (Javier Pereira) en 2014, y la segunda es Pelo malo, de Mariana Rondón, ganadora de la Concha de Oro en el Festival Internacional de Cine de San Sebastián 2013:

«Todo el mundo dice que la mentira es más divertida. Pero con un par de verdades puedes dejar a cualquiera callado»2.

«Yo quisiera que me dejaran volver a mi puesto mientras hacen la investigación»3.

1 Elena Poniatowska. La piel del cielo (Alfaguara, Madrid, 2001). 2 Rodrigo Sorogoyen. Stockholm (2013). 3 Mariana Rondón. Pelo malo (2013).

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Tercera restricciónLa tercera restricción se refería a obras de arte. Había que elegir uno

de los títulos y convertirlo en una frase de manera que apareciera en el cuento de una manera u otra:

«Doble postura para hombre que corre»4.«La profunda quietud del espacio»5 .«Realización consecuente de un sueño»6.

4 José Luis Alexanco. Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía de Madrid (España). 5 Alberto Ludwig Urquieta. MAC, Museo de Arte Contemporáneo de la Facultad de Artes de Santiago de Chile (Chile).6 Carlos Laos Braché. Museo de Arte Contemporáneo de Lima (Perú).

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DEUS EX MACHINA ALEXANDRA LOPES DA CUNHAPORTO ALEGRE

A mí no me gustan los deportes y menos aún verlos en la televisión, qué gran pérdida de tiempo. Conozco a personas —y no a pocas— que se ponen a gritar delante de la pan-

talla, se comen las uñas de nerviosas, lloran, rezan. No sé, no com-prendo los dos espectáculos: el de la tele y el de los espectadores des-quiciados. ¿A eso llaman diversión? ¿Les pasan más rápidas las horas de sus vidas aburridas? Tal vez. Ya escuché que el deporte es la única manera de curarse de la nausea sartreana. ¿Ah, sí? ¿Así se curaba Sartre de la suya? A Camus le gustaba el fútbol, pero no sé qué pen-saba Sartre sobre el deporte en general. En verdad, me importa un pimiento. Lo que sé es que a mí me aburre el fútbol, el baloncesto, el balonmano, los malditos deportes de invierno. Todos me marean. Pero, a veces, aunque de manera accidental, he visto alguna que otra partida, alguna competición. Y, entre todas, la que más me despierta indagaciones filosóficas son los maratones: una multitud de fanáti-cos a correr cuarenta y dos kilómetros. Algunos lo hacen como sin esfuerzo, mientras otros casi se mueren. Incluso hay los que mueren después. ¿No fue el destino del soldado griego? El pobre no tenía derecho a decir que no, que correr cuarenta y dos kilómetros era una tontería, no le iban a escuchar. Si dijera que no, lo mataban igual. Ahora, hoy, esos locos lo hacen dicen que por placer.

Total que, mientras desayunaba un día en el café cerca de mi oficina, vi la llegada del maratón de Nueva York. Gente que sale de sus países, viaja durante horas no para visitar las tiendas, o para ver

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los musicales en los teatros, o la Estatua de la Libertad, cosas que yo haría si fuera hasta allá. No. Se ponen a correr. Vaya, ¿qué voy a decir? Mejor no decir nada. Podría mentir si pudiera. Todo el mundo dice que la mentira es más divertida. Pero con un par de verdades puedes dejar a cualquiera callado. Es verdad, yo lo sé bien porque no sé mentir y, cuando hablo, solo me salen verdades y lo que sigue después es un silencio sepulcral. Me toman por loco. Divago. Volvamos. El maratón. Al observar a los corredores llegué a una conclusión. Hay dos tipos de corredores, no más que eso. Sola-mente tenemos que observar sus posturas. Decidí crear un nombre para mi categorización: «Doble postura para hombre que corre» (el hombre aquí se refiere a la especie porque hay también mujeres corredoras). Hay los deportistas que siguen corriendo como si tuvie-sen una percha entre los omoplatos (y un palo en el culo) y hay los que se van derrumbando poco a poco y llegan al fin como si tuviesen alguna molestia motora o secuela de un accidente vascular cerebral.

Pensé en compartir mi tesis con la persona que estaba desayu-nando a mi lado, pero me di cuenta que no debería. Ella y todas las otras a mi alrededor estaban a punto de llorar porque un pobre diablo, después de correr durante más de siete horas, hacía un esfuerzo tre-mendo para arrastrar su cuerpo hasta la línea de llegada.

Estoy solo. No he sido siempre así, o quizás sí, es una ilusión pensar lo contrario. La vida es una ilusión. La verdad es que no existe la verdad. Me gustaría haber sido filósofo.

«Eres un tarado. Siempre a diciendo frases sin sentido. Ya es la hora de irte. Vete de aquí», me decía mi mujer por la mañana a modo de saludo. Nada de «Buenos días, mi amor», o «¿te gustaría más una tostada?». No. Eso no ha sucedido jamás. Me decía esas frases tan simpáticas y volvía a mirar hacia la ventana de la cocina. No sé lo que miraba, pero era así. Todos los días volvía su atención a la vida que ocurría afuera con un cigarrillo entre los dedos de la

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mano izquierda y una taza de café en la derecha. O era al contrario. Lo que puedo decir es que un día, sin decírselo a nadie, decidió buscar otro mundo, el que había atisbado en la calle. Solamente me di cuenta de que ya no estaba la mañana siguiente cuando no la vi en la cocina. Entonces, me puse a mirar desde la ventana, inten-tando ver lo que ella veía, pero no había nada en particular. Después de ese día, empecé a desayunar en un café cerca de mi oficina.

La idea de la salud es una plaga. Es más: una dictadura de la cual se hace difícil huir. Si fumas, aunque porque así lo desees, a pesar de saber que te vas a morir de enfisema o cáncer, intentan hacerte parar. Toda la comida que se come tiene descripciones cientí-ficas. En mi trabajo, ahora somos invitados a participar de grupos de deportes. Hay gimnasia laboral, yoga, tenis, el maldito fútbol y, claro, un grupo de correr. Intenté negarme a participar, pero no pude. La dictadura no permite transgresiones.

A fin de prepararme, aunque psicológicamente, leí un libro de un escritor que corre. Empezó a correr al mismo tiempo que a escribir. La escritura también lo llevó a dejar de fumar, de modo que es un caso atípico en el medio literario: alguien que es más salu-dable después de empezar a escribir. Lo más común entre escritores son tipos que se emborrachan, fuman como chimeneas, tienen vidas nada regladas y hasta bien deprimentes, de manera que puede ser una buena idea lo de correr. Sin embargo, no puedo dejar de pensar que todos vamos a morir de alguna manera, ¿no?

Hacía ya un mes que tenía que despertarme a las cinco, po-nerme una ropa ridícula y un par de zapatillas de color llamativo. No pude encontrar nada de color oscuro, entonces imagino que no existan. Hacíamos un calentamiento todos juntos y éramos dividi-dos en grupos según la capacidad aeróbica. El mío era de los car-diópatas, obesos y sedentarios. Todos teníamos que llevar monitores cardiacos atados al pecho cuya principal función, me imagino, era

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informar al instructor si alguno de nosotros estaba a punto de tener un síncope.

Muchos escuchaban música en sus auriculares. Yo no. Inten-taba filosofar, encontrar un sentido para tanto sufrimiento, la razón elemental de mi vida, de estar en un grupo de correr, sudando a las seis de la mañana, de mi mujer haber desaparecido, de no poder hablar verdades sin que me mirasen como a un psicópata.

En mi camino había una bifurcación. El camino de los sende-ros que se bifurcan. Pues nos íbamos todos por uno. Resolví seguir el otro en el cual había un túnel de unos dos, tres metros. La verdad es que no sé por qué, pero por allí no habíamos ido jamás a pesar de ser el camino más corto (y tal vez por eso nos era prohibido). Me dolía todo el cuerpo, caía una llovizna fría, me iba al trote, mareado, cabreado, cuando un tipo se puso a correr a mi lado. No sé de dónde salió, fue como si siempre hubiera estado allí o se hubiera materia-lizado. Puede que fuera chino. O japonés. Nunca he podido hacer la diferencia entre orientales. Mientras yo me iba a tropiezos, él, una estatua griega. No, pésima metáfora. Un samurái. ¿Corrían los samuráis? Vaya, lo que quería decir… cuando le vi a mi lado, un pensamiento me ocurrió: ¿y si fuera Murakami? Sentí un escalofrío.

El tipo me guiñó un ojo, puede que el izquierdo, algo que me pareció raro, no sé la razón, pero fue así, y me dijo en perfecto es-pañol: «¡Ánimo, chaval! No pienses. Durante una carrera, no pienses en nada, deja que tus pies te lleven a donde debes irte».

¿Hablaría Murakami un español mejor que el mío? «¿Sabe usted dónde debe ir, señor?».«A veces. Otras, no. Pero lo que importa no son las cuestiones,

ni tampoco las respuestas».«Entonces, ¿qué?».«El camino».

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Y empezó a correr más rápido.«Señor, ¿es usted Murakami?».Él, sin parar de correr, me miró por encima del hombro y me

dijo: «Soy el gato».«¿Gato?».«De la ciudad de los gatos».«Estaré alucinando», pensé, mientras temblaba y sudaba.

Puede que sea una crisis de hipoglucemia. «No he comprendido palabra, señor».

«En los sitios oscuros existen cosas pequeñas, casi insigni-ficantes que pueden ayudarte. Pero debes procurarlas con ojos de gato». Y se fue.

Sentí un dolor muy fuerte, o más bien dos, calambres en las dos piernas, creo, y caí casi a la salida del túnel.

Lo que vi entonces en el suelo fue un mundo diminuto, en que, pese a su pequeñez, hervía en actividad; hormigas pequeñas y pequeñísimas en largas colas llevando pesadas cargas sin derecho a descanso. A veces, surgían entre grupos distintos disputas sangrien-tas en las cuales el tamaño no contaba tanto como el número. Había también escarabajos que más parecían dinosaurios y que vacilaban sobre sus patas. Vi arañas hábiles tejedoras de mortajas; a una gorda y tonta lagarta, tal vez con la cabeza en las nubes, ya pensando en sus futuras alas de mariposa, ignoró el peligro y se metió en el medio de una población de hormigas rojas. La destrozaron sin piedad.

Sentí sobre mí un par de ojos amarillos destacados en la oscu-ridad. Otro escalofrío subió por mi espalda. ¿Qué —o quién— me miraba tan fijamente? Luego me di cuenta de que se trataba de un gato negro. Me miraba como si fuera una esfinge, «Descíframe o te devoro», parecía decirme. No me devoró a mí, sino a un ratón que lamió con cariño mientras me miraba aún preguntándome: «Descíframe».

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Entonces comprendí: todo es una cuestión de perspectiva. Mundos dentro de otros como matrioskas, las muñecas rusas. En el mundo pequeño se trabaja como esclavo, hay colas para todo, peligros de muerte donde quiere que se vaya. Los tontos son siempre destrozados, es la ley de la jungla.

En el nuestro, el de los hombres, ¿qué pasa? Lo mismo. Yo soy como una abeja u hormiga operaria que además de trabajar sin tregua, aún tengo que hacer parte de un grupo de correr y comer co-mida de bajas calorías. Y ¿para qué? ¿Quién ha decidido que debería llevar una vida así? ¿Un dios cualquiera? ¿Deus ex machina?

Los calambres cesaron. Pude sentarme y pensar mejor. La idea de que había algo extraño en mi vida desde hacía mucho, haya vista mi manera de reaccionar tan distinta de lo que sería esperado en un hombre al cual abandona la mujer, mis pensamientos y frases raras, mi incapacidad de recordar cosas simples: ¿De dónde venía? ¿Para dónde me iba? ¿Cual era la razón elemental de mi existencia?

Lo supe. Lo supe allí, en aquel túnel: era un juguete. Un ju-guete en las manos de alguien a quien le gustaba mi dolor, a quien le encantaba mi sorpresa delante de un Murakami hispanohablante con acento madrileño.

Entonces, le grité con todas mis fuerzas: «¿Qué quieres tú, maldito escritor? Seré yo ahora el dueño de mi proprio destino. ¿Me oyes? ¿No me crees? Pues, verás».

1Mi personaje no ha salido jamás de aquel túnel. No más le

encontré. Cuando volví a su piso no había nada, ni una sola huella que pudiera ayudarme. Lo mismo en su oficina, en el café. Nadie lo había visto, ni siquiera lo recordaban. La verdad es que yo no sabía como describirle. No sabía decir si era alto o bajo, cuál el color de sus ojos, de su pelo. Fue un personaje que nació tal vez antes del tiempo necesario de gestación. Era hasta para mí una incógnita.

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Pero prosigo en mi búsqueda del personaje perdido. No sé muy bien la razón, pero le busco ahora siempre entre los especta-dores de deportes. Un día de esos, tuve la sensación de verlo. Un par de ojos chistosos entre una multitud de rostros desconocidos. Intenté llamarle pero me di cuenta de que no sabía su nombre. Igual, desapareció.

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MENTIRASSILVIA ZANETTOMILÁN

Su ausencia me destroza, me sigue por la calle, como si fuera el ruido de pasos enemigos que se acercan y me asustan. Desde hace horas estoy caminando sola por los barrios de una

Venecia que los turistas no conocen, buscando mis recuerdos e in-tentando alejarme de ellos.

Pero su ausencia por fin me alcanza, me agarra las piernas, las quiebra y me hace caer derrotada sobre los peldaños de un puente.

Yo creía que solo podría sufrir así por un hombre: sé que el amor tiene bastante vigor como para partirme el corazón y dejarme sin fuerzas. En cambio, ahora es la ausencia de Lucía la que me der-rumba y me deja agotada, sin aliento.

Lo sé: habría tenido que llamarla otra vez. Si hubiera sido un hombre, lo habría llamado, olvidándome

del orgullo y de todo.El agua del canal es turbia, grisácea, debe de ser fría…, por un

momento me imagino cómo sería dejarme caer hasta el fondo. A veces los canales de Venecia reflejan los colores alegres de las

casas, en un juego de imágenes que hacen aparecer una segunda ciu-dad igual aunque opuesta a la de verdad. Pero hoy no: hoy una niebla húmeda y pálida cubre la ciudad, impregnada de ese olor a podrido que siempre me deslumbra y al mismo tiempo me repuña.

No me acuerdo exactamente las palabras que dije a Lucía cuando me llamó, solo me acuerdo que fue muy difícil encontrarlas al principio, y aún más difícil controlarlas después.

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Hay un barco en el canal, parece abandonado a su destino, como yo. Dos señoras ancianas charlan y se cogen del brazo: hablan de sus nietos, de la compra y de pequeñezes: dos amigas, como éra-mos Lucía y yo.

Decido volver atrás y alcanzar los barrios llenos de turistas con sus cámaras insaciables. Miro la laguna abrumada y me abandono a la profunda quietud del espacio que se extiende delante de mis ojos y a los recuerdos que flotan a mi alrededor.

Teníamos diecisiete años: era el tercer año del bachillerato, y vinimos de viaje escolar justo aquí.

Mi corazón se había quebrado por Mauricio en mil pedazos de vidrio, y yo tenía cortes en las manos por intentar arreglarlo.

En cambio, Lucía paseaba por la orilla cogida del brazo de Gabriel, tan tranquilos que parecían un matrimonio de ancianos.

Las dos habíamos descubierto el amor, pero de una manera muy diferente. Eso no nos alejó, sino que nos unió todavía más y nos hizo más amigas. No sentía ninguna envidia por ellos, por el afecto sosegado que demostraban, mientras que yo me moría para obtener una sonrisa, una mirada de Mauricio, regalada como una limosna…

Había aprendido a amar con desesperación y la tranquilidad de un cariño seguro no me interesaba.

Lucía y yo éramos tan amigas que nunca un chico —o un hombre— podría separarnos. Claro, nos gustaban tipos diferentes, pero entonces estábamos convencidas que nuestra amistad era más fuerte que el amor, más fuerte que todo.

Han pasado años. Decenas de años.Ahora, Gabriel es el padre de sus hijos; Mauricio es solo una

pequeña cicatriz escondida.Hice otros viajes, me enamoré demasiadas veces, y ahora tengo

un hombre a mi lado. Pero nunca encontré otra amiga. Conozco a

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varias mujeres simpáticas y agradables, con las que me gusta pasar un rato charlando, pero mi amiga siempre fue ella, Lucía.

Pensándolo ahora me parece raro, porque, como es natural, con el tiempo me alejé de aquella idea que la amistad era lo más importante de todo.

Me enamoré de muchos hombres en mi vida: Mauricio, con una pasión juvenil que me dejó agotada; Daniel, con un cariño cada día más débil que acabó convirtiéndose en un largo aburrimiento; Esteban, con una inconsciencia loca que me regaló por un par de meses la ilusión de ser invencible… y otros que el tiempo ha arras-trado hasta el olvido. Y por fin Pablo, mi marido, con el que aprendí que era posible sentir pasión y ternura por el mismo hombre.

Mientras tanto, ella se hizo novia de Gabriel, se casó con Gabriel, tuvo dos hijos con Gabriel, celebró decenas de cumpleaños y aniversarios con Gabriel.

Pero las dos seguíamos intercambiándonos llamadas, contán-donos nuestros secretos, ayudándonos de cualquier manera… o eso creía yo.

Sin embargo, un día Lucía, sin decírselo a nadie, decidió buscar otro mundo, el que había atisbado en la calle, a lo mejor delante de la escuela de sus hijos, o en el gimnasio donde solía ejerci-tarse, o entre los amigos de Gabriel… ¿Quién sabe?

A mí nunca me contó nada.Hace unos diez días recibí aquella dichosa llamada:«Ana, necesito tu ayuda…».No había nada raro en eso: siempre quise ser una buena ami-

ga para ella, siempre estuve dispuesta a echarle una mano. Lo raro era su voz.

«Podrías… ¿podrías decirle a Gabriel que voy a ir con vosotros a Venecia el próximo fin de semana?».

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«¡Qué bien! Entonces, ¿vamos los cuatro? Yo tenía entendido que Gabriel tendría que trabajar…».

«Pues sí. Gabriel tiene un compromiso».«Entonces… ¿vas a ir tú con nosotros?».«Sí… bueno, no. Eso es lo que tendrías que contar a Gabriel…».«Y tú, ¿dónde vas?», le pregunté como una tonta. Todavía no

acababa de entender.Ella no contestó.«¿Con quién?».Otra vez no me contestó.«Lucía…».«Ana…», murmuró después de un largo silencio. «Yo creía que

me entenderías».«No sé de qué me hablas», contesté sorprendida.«Creía que me entenderías», repitió, tozuda.Todo el mundo dice que la mentira es más divertida, pero

con un par de verdades puedes dejar a cualquiera callado. Así me quedé yo, cuando la verdad que ella nunca me contó me dejó muda, sin poder soltar palabra. No podía, no quería entender. ¿No era yo la más inquieta, la más pasional, la que no podía renunciar, de vez en cuando, a poner patas arriba su vida y a veces incluso la de los demás? ¿No era ella, Lucía, la más tranquila, la más reflexiva, la esposa y madre casi perfecta? Y ahora, ¿qué me estaba pidiendo? ¿Que cubriera su engaño, que mintiera a Gabriel, a quien conocía desde que éramos chicos y que era como un hermano para mí?

Otra vez me engañé, pensé que fuera un malentendido: si se hubiera enamorado de otro hombre, Lucía me lo habría dicho; éra-mos tan amigas, nos lo contábamos todo…

No me acuerdo exactamente las palabras que le dije, solo que fue muy difícil encontrarlas, al principio, y aún más difícil controlarlas

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después. De eso me acuerdo muy bien: le contesté que no, por pri-mera vez en mi vida.

Después no pude callarme, le eché en la cara que no me lo hubiera contado, le hice un montón de preguntas, la acusé de ser inconsciente e irresponsable, no supe pararme y hablé demasiado: al fin y al cabo, la amiga impulsiva siempre había sido yo.

Fue entonces que me soltó a la cara todo su veneno:«¡Ahora te has convertido en una santa! Con todos los hombres

que has tenido, ¡y te atreves a juzgarme!».¿Por qué me ofendió de esa manera? Me llamaba para pe-

dirme ayuda, una ayuda imposible para mí, y a cambio quiso hu-millarme tanto…

Pero mi cuchillada fue igual de profunda:«No soy una santa, lo sé. Pero ¡nunca he mentido, nunca he

traicionado!».Ella colgó el teléfono.Lo sé: tendría que llamarla otra vez.«Creía que me entenderías», me había dicho, pero yo no supe

comprenderla, no fui capaz de abrazar a mi amiga, a mi hermana, por primera vez en el mismo lado del universo del amor. No conse-guía pensar en otra cosa que en lo que me había pedido y en la mez-quindad con la que me había acosado.

Tendría que esperar unas horas, dejar que nos calmáramos las dos y luego llamarla otra vez. Pero no lo hice.

Después de unos días, me envió un email:

Hola, Ana —me escribió, y no «querida Ana»—. Hay muchas maneras de entender si las amistades son verdaderas: creo que he valo-rado la tuya hace unos días.

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No ha sido porque me has contestado que no: puedo entender tus escrúpulos, tu amistad con Gabriel, el miedo que él te descubra y te considere culpable, tus reglas morales… puedo entenderlo todo.

Lo que me ha herido profundamente ha sido la falta de sensibili-dad que has demostrado… ni siquiera me has preguntado cómo estoy, si es difícil para mí, si estoy sufriendo…

¿Acaso piensas que yo estoy bien? No quería echarte en la cara tus amores pasados, sino buscar en ti a

una persona que podría comprenderme, por haber conocido a lo largo de su vida el amor en todas sus formas. Por eso creí que me comprenderías…

Con toda sinceridad: estoy convencida de que, si hubieras querido borrar las palabras crueles que nos dijimos, me habrías buscado. Si te hubiera importado de mí, me habrías llamado.

Creo que no hay nada más que decir.

A mí siempre me ha gustado mirar a la cara a las personas cuando les hablo, para descubrir sus reacciones en la expresión de los ojos. En cambio, a ella le gustaban las cartas porque decía que cuando una persona escribe puede releer, cambiar, borrar, para evitar los malentendidos. «La escritura es la amiga de la prudencia», decía.

Así que en su carta no cabía la menor posibilidad de malenten-didos: era una puerta cerrada con pestillo.

Le escribí enseguida una respuesta, pero era demasiado tarde.Le pedí perdón, admití todas las culpas, pero era demasiado tarde.Así, ayer por la mañana Pablo y yo partimos para Venecia.«¡Qué lástima que Gabriel y Lucía no hayan podido venir con

nosotros!», dijo él.«Pues sí, una verdadera lástima», contesté. Quería contárselo todo,

pero todavía no había encontrado el momento y el valor para hacerlo.

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Al salir de un museo, cuando encendimos los móviles, los dos encontramos una decena de llamadas sin respuesta de Gabriel.

El día despejado se estaba diluyendo en un cielo rojo y naranja, de fuego.

De repente entendí lo que había pasado: ella le había contado a Gabriel que se iría con nosotros, aún sin mi complicidad.

«Voy a llamarlo enseguida, le habrá pasado algo», dijo Pablo.«Espera, antes tengo que decirte una cosa…», contesté. Pero

no tuve ni siquiera el tiempo: Gabriel llamó a Pablo otra vez. Estaba desesperado, gritaba como un loco: «Lucía está en Venecia con voso-tros, ¿verdad? ¿Verdad, Pablo? ¿Está allí? ¿Está bien?».

La cara tan guapa de mi marido se retorció en una mueca irreconocible, donde risa y susto se confundían hasta desembocar en una expresión de profunda angustia.

«Ha venido la policía, me han dicho que ha habido un acci-dente, en la montaña, y que Lucía ha… Pero es un error, ¿verdad? Lucía está bien, está en Venecia con vosotros, ¿verdad, Pablo? ¿Está allí con vosotros?».

Pablo ha decidido partir enseguida para estar cerca de Ga-briel, yo he preferido quedarme todavía un poco, volveré mañana con el tren.

¿Cómo podría ahora enfrentarme a él? Por suerte, Pablo aún no sabía nada… ¿Pero yo? ¿Qué le voy a contestar cuando Gabriel me plantee todas las preguntas que a poco a poco se le ocurrirán?

Ni siquiera sé si iré al entierro de Lucía… creo que, al fin y al cabo, ella preferiría que no. Pero claro que iré: lo haré por Gabriel, por sus hijos, por Pablo… por todos los que todavía creen que éra-mos las mejores amigas, para guardar las apariencias en una situa-ción en la que ya no queda remedio.

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El agua en los canales está gris, fría como el hielo que alberga mi alma; la luz del día se desvanece hasta desparecer.

Venecia en invierno es así: a veces te encadena, a veces te embruja.Y aquí quiero perderme todavía un poco antes de volver, antes

de que esta tarde húmeda y grisácea pueda borrar mi recuerdo más antiguo: Lucía y Gabriel a los diecisiete años, cogidos del brazo, que paseaban por la orilla…

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MEMORIA DE ARENASSTÉPHANE MAGNETOULOUSE

S in decírselo a nadie he recuperado la memoria, la memoria de nuestra familia, mi memoria. Memoria perdida. Memoria negada. Memoria muda. Memoria robada. Esta memoria que

se nos escapó en febrero de 1939 y que decidió buscar otro mundo mental, otro lugar escondido e inconsciente. Esta memoria que vol-vió la espalda al cruzar la frontera de la derrota. Todavía no lo sabes, pero he hallado este sitio secreto. Tengo las claves de nuestra memo-ria. Quisiera revelártelas en este cuento de la memoria sin lugar, de la memoria errante como alma sin cuerpo.

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Valencia, Playa de Las Arenas, 13 de marzo de 2012Querida abuela Anne, saboreando una horchata de chufas

con fartons en aquella playa valenciana de Las Arenas, te escribo esta carta para contarte lo ocurrido.

Cara al mar desenfrenado, oliendo la espuma airada, redacto esta carta para recordarte este pasado español desaparecido como de-sapareció la casita del paseo marítimo de mis bisabuelos, Consuelo y Rafael. Solo quedan el recuerdo, unas fotos borrosas y nuestro amor indestructible que supera la distancia y el tiempo perdido. Permane-cen los recuerdos de sangre.

Acuérdate de tus suegros, los padres de Roberto, tu marido español. De vez en cuando, aún aparecen en la playa, descalzos y desorientados en busca del reposo negado. Consuelo lleva su falda

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blanca y su humilde delantal. Va a la fuente de la esquina con su cán-taro pesado y su pequeño Roberto. Luego corren al muelle donde les espera el buque Mendoza. Ellos no cruzarán el charco con destino a Argentina. No se irán allende los mares. Se quedarán nostálgicos en la casita del Cabañal. Vestido de uniforme, listo en el puente, Rafael les sopla besos por la borda. Consuelo agita sus pañuelos blancos. Sus ojos grises por tanto llorar. Pero ya las olas llevan la nave al Nuevo Mundo, hacia este mundo soñado que Rafael querría edificar en su propio país. Rafael. Orgulloso en su traje blanco de enfermero. La mirada noble.

Querida abuela, sabes… no era fácil vivir en aquellos tiempos remotos de los años 1910. Tanta pobreza sin solución, tantas rabias sociales. Sus utopías anarquistas no permitieron a Rafael construir su mundo nuevo. Consuelo y Rafael se hundieron en este mar de espe-ranzas perdidas. ¿Dónde estarán? ¿Juntos? ¿Tendidos en un campo de naranjos estrechándose la mano? ¿Cubiertos de flores de azahar? Querida Anne, no olvido a Consuelo y Rafael, están siempre conmi-go como velas eternas. Te mando unos besos de arena de la playa de mis recuerdos.

Barcelona, Playa de Barceloneta, 15 de marzo de 2012Querida abuela. Mirando esta foto en blanco y negro de Rober-

to y sus amigos soldados, pienso en ti. Es la primavera de 1938, están delante de las rejas del parque de la Ciutadella, llevando la voluntad de sus veinte años como únicas armas. Fuertes y vivos. Están charlando. Sueñan con un mundo más justo. Un perro hambriento les acom-paña. En sus ojos brillantes se refleja la bandera de la libertad republi-cana. Roberto ha dejado a Consuelo y Rafael para defender sus ideales de dignidad social. Fiel hijo, no sabes que estas rejas serán tu última parada en tu país. Dejarás la arena de Barceloneta y cruzarás los Piri-neos donde Anne está esperando sin imaginarlo a su amor valenciano.

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Luego pasarían treinta años desarraigados. Al regresar, tú habrías perdido la memoria. Memoria tapada. Memoria tirada y retirada. A tientas volverías a descubrir todos los lugares prohibidos tantas veces imaginados e inaccesibles. Gritos de felicidad, reencuen-tros inesperados, recuperarías pedazos de tu memoria escondida en los territorios secretos del alma.

Querida Anne, en mi viaje de regreso a Francia intento descifrar esta foto casi borrada. Frente al mar liso y soleado, unos chipirones fritos, unas aceitunas verdes, una San Miguel son mis delicias del día en este chiringuito arenoso de Barceloneta. Memoria de olores, memoria de sabores. Esta memoria ahora es mía. Te mando unos besos de arena de la playa de sus recuerdos.

Girona, Hotel La Masía, verano de 1976Querida abuelita, ¿recuerdas nuestros viajes en dos caballos?Acabo de encontrar, en un cajón, esta vieja postal publicitaria

recuperada en un hotel barato de nuestro viaje de 1976. Hotel La Masía Girona… Hace casi cuarenta años… Recuerdo haber olvi-dado mis binoculares de plástico rojo en la barra justo antes de mar-charnos… Recuerdo mis lágrimas de despecho.

Durante este verano, recorrimos más de dos mil kilómetros sudorosos en nuestro «cochazo» gris para reunirnos con esta nueva familia española. Apenas si entendías el idioma pero sabías que todos te querían como si fueras una de ellos.

Tenía 6 añitos. Sentado en el asiento trasero estaba imaginando castillos de arena arrastrados por el mar, baños de olas azotándome la cara, el agua salada entrando por mis narices, helados de fresa chor-reando por mi cuello, chuches gustosos de todo color. Recuerdo esta golosina con sabor a piña de la Casa de los Caramelos de la Plaza de la Virgen.

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¡Cómo vive esta familia recién encontrada! Siempre de ca-chondeo y de tapeo. Risas y carcajadas para olvidar el lado oscuro de la historia pasada. Vivir la vida y no observarla. Aquí nada de ensimismamiento: la vida es una juerga. A disfrutar sin pensar dema-siado en el futuro porque lo verdadero es el presente. ¿Por qué apos-tar por el futuro si es una hipótesis? Esta filosofía ahora es mía… Y tú, querida abuela, eres tan francesa, organizada, previsora, que no entiendes este modo de vida y te perturba.

Los olores de aceite de oliva quemado, de calamares a la roma-na mezclados a los de lejía y detergente componían nuestro cotidia-no veraniego. Un mundo desconocido que dejó su huella profunda en mi memoria de niño espabilado. Los tebeos de Zipi y Zape, los caramelos Pez y sus extraños personajes de plástico fueron mi uni-verso infantil español. Por aquel entonces, no me enteraba de que estas costumbres ajenas se convertirían poco a poco en mi memoria española. Este rincón íntimo que comparto con poca gente.

Cruzando la frontera de nuestras memorias, querida Anne, te mando un beso rojo, un beso amarillo, un beso rojo igual que la bandera de la pasión eterna.

Valencia, Torres de Serranos, verano de 1981Querida abuela quisiera evocar mis desordenadas imágenes, la

trama confusa de mi memoria española. Estoy girando en un sillón de peluquera. Girando como una

peonza, gozando del placer sencillo de la niñez. Cuanto más rápido gira el sillón, más alegre me siento. Todos mis sentidos en movimiento de-jan esta huella de alegría pura. Son diez días de puro gozo en casa de la prima Trini. Tortillas, bocadillos de jamón serrano con tomate y aceite de oliva, macarrones al horno, granizado de limón de toda la vida, hor-chata de Alboraya, playa, playa y playa. En este piso estrechísimo de la calle Serranos cabe una peluquería de cuatro sillones negros de escay,

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un lavacabezas, dos secadores cascos, mi madre, Trini y yo. Clientas, cortes de pelo, tintes, bigudíes, son palabras grabadas en mi mente. Por la tarde, ¡vamos a la playa! El trenet azul nos avisa de su llegada inminente con sus silbidos estridentes mientras recorre los campos de arroz. Barracas. Pipas por el suelo. Bocadillos de tortilla. Destino Las Arenas-Balneario. El cuerpo empanado de arena en la playa de Malva-rosa, tostado por el sol, mis pecas de niño rubito salpicando mi rostro.

Comprendí mucho más tarde que aquellos momentos de feli-cidad fueron mi Movida, mis «Ochenta». Eran mis vacaciones en el mar de recuerdos valencianos fugaces e imborrables.

Toulouse, Consulado de España, Place Saint Etienne, 2 de mayo de 2009

Querida abuela, he recuperado nuestra memoria oficial. Tam-poco sabes que ahora tengo 2 identidades. Stéphane el francés y Esteban el español…

—Si desea Usted obtener la nacionalidad española tendría que «españolizar» su nombre —me aconsejó el funcionario. Era el que había atisbado en la calle Sainte Anne un par de horas antes de atreverme a empujar la puerta del Consulado.

—Vale. ¿Qué me sugiere?—Pues… Esteban. Piénselo un ratito. Primero, tengo que

contactar a los responsables del Consulado. Hay que controlar y eso necesita tiempo. Tengo tantas solicitudes que yo quisiera que me dejaran volver a mi puesto mientras hacen la investigación sobre sus familiares y su derecho a la nacionalidad —se quejó el funcionario.

—Esteban… repetí. Suena bien… —farfullé mientras el funcionario se sentaba detrás de su escritorio.

—Así disfrutará de dos personalidades, la francesa y la es-pañola —añadió con malicia.

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Esteban... Enseguida me gustó el nombre. Recordé aquel cua-dro del Greco en Toledo que vi dos veces en la iglesia Santo Tomé, El entierro del conde de Orgaz, con su referencia al martirio de San Esteban. Lo que parecía ser un trámite administrativo aburrido se convirtió en un conjunto de señales místicas y religiosas. ¿Cómo se llama la calle del Consulado? ¡Calle Sainte Anne, querida abuela! ¿Cuál es el nombre de la plaza más cercana? ¡Saint Etienne, San Este-ban! ¿Qué representa el cartel colgado al muro del Consulado? ¡Las Fallas de la Valencia perdida de 1937! ¿Cómo se llama la simpática morena de la recepción? ¡Trinidad!

¡Jesús, María y todos los santos! Stéphane/Esteban. Esta esquizofrenia salvadora unirá todas mis tendencias: las positivas y las inconfesables, las virtudes y los vicios. Seré el Jano con dos caras. Titubearé entre mi puntito español y mi educación afrance-sada. Seré las dos vertientes de los Pirineos. Seré el sol y sombra de la plaza de toros. Seré la fuerza y la fragilidad. Seré la alegría y el abatimiento. Seré la calma y la energía desbordante. ¿Recuperar la memoria supondrá también aceptarme tal como soy? No será un camino de rosas. Superaré unas pruebas iniciáticas como si fuera un enigma que resolver, como si fuera un mensaje codificado cuyas claves simbólicas me abrirán paulatinamente el templo de la memo-ria cerrada. Recuperar la memoria pasará por la lenta integración de estos elementos culturales y lingüísticos, parte del patrimonio de la hispanidad. Recuperar la memoria consistirá en abrir el libro de la verdad, librarme de las apariencias fingidas. Todo el mundo dice que la mentira es más divertida. Pero con un par de verdades puedes dejar a cualquiera callado. Los hay que no me reconocerán y se quedarán boquiabiertos descubriendo mis dos memorias unidas de verdad.

Llamémosla memoria individual, memoria colectiva o memo-ria histórica. Es MI memoria. La memoria de mis antepasados, la que

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une las fuerzas cósmicas a mis entrañas más carnales. Es la memoria de la identidad que garantiza mi pertenencia al género humano, no a un subgrupo sin raíces. Es la memoria del honor restituido que evita agachar la cabeza. Es el vínculo entre las generaciones desaparecidas y presentes. Es la reconciliación entre todos. Es mi elección, mi fue-rza. Es una memoria ligera, alegre, libre. Sabe a churros, a tortilla, a calamares, a aceite de oliva. Huele a azahar, a naranja cortada, a zumo de limón recién exprimido, a socarrat de paella. Es la memoria erótica de las olas acariciando mi cuerpo. Es la memoria cálida de todas las arenas en mi piel. Es la memoria del arcoíris de la felicidad. Esta memoria recuperada es la realización consecuente de un sueño.

Querida abuela, Mamie, te mando un beso inmemorial, un beso más allá de la muerte. Sigues siendo viva, generosa, humilde, bella, sagrada en «mis memorias».

1De repente un estruendo escalofriante, mojado, me saca de

mi sueño comatoso. Mis labios, mi boca, llenos de arena, besan y se comen el suelo de la playa del paseo marítimo frente al balneario de Las Arenas. Mi toalla naranja empapada de agua yodada y de arena rubia raspa mi pecho velludo. Mi cabeza ardiente del sol abrumador está por estallar. Otra ola caprichosa lame mi piel. Abro los ojos pegados, dolorosos, sin saber si mis lágrimas son reales o si resultan de las olas arenosas, desobedientes. A mi lado, con mucho sigilo, me observa una pareja cómplice, sonriente y alegre. Me guiñan un ojo. Sus rostros me parecen familiares. En un santiamén se van volando. Ella con su falda blanca ondeante, él, llevando orgullosamente su gorra blanca de marinero.

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EL HOMBRE QUE SOÑABA CON LA VIDABARBARA SIMMEL VIENA

U n día soleado, el anciano decidió por fin cambiar su vida. Durante demasiado tiempo se había encontrado en un estado de estupor, de inercia, malgastando lo que le que-

daba de vida.Sin decírselo a nadie, decidió buscar otro mundo, el que

había atisbado en la calle de un pequeño pueblo en su juventud, en este verano mágico en el que le habían llevado a pasar una sema-na lejos de la tristeza habitual que era su vida. En una vida llena de dolor y austeridad, estos siete días habían sido la única huida de una monotonía insufrible. Y esa experiencia singular le había impresio-nado profundamente.

Aunque durante años había fantaseado con este lugar tan lleno de vida y alegría, nunca había regresado, ya que nunca había tenido el tiempo, el dinero o el valor necesarios para emprender tal viaje. Así que en vez de regresar, se sumergía en esta fantasía tan potente con cada vez más frecuencia, hasta que por fin le resultó difícil re-gresar a la realidad.

Pero ahora se dio cuenta de que había llegado un momento en su vida en el que no tenía más excusas. Con decisión se levantó del sofá, metió sus pies en las zapatillas, cogió la taza que estaba encima de la mesa de tresillo y la llevó hasta la cocina. La lavó y la dejó en el armario de cocina junto con las otras tazas. Comprobó que todo estaba en orden antes de ir a su dormitorio frío y oscuro. Sacó su maleta de debajo de la estrecha cama y la puso en el colchón. Sopló

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para quitarle el polvo a la maleta, una rara ganga que había com-prado hace ya 20 años pero que solo había usado en muy contadas ocasiones. La inspeccionó y, tras quedar satisfecho, la abrió y la llenó con algo de ropa y con sus pertenencias más valoradas. Cuando ha-bía terminado, colocó su neceser encima y cerró la maleta. Entonces bajó la caja de música del estante y la abrió, dejando escapar esa me-lodía tan amada por él, y con sumo cuidado sacó la postal amarillen-ta que era su único vínculo con el pueblo de sus sueños. Cerró sus ojos durante un momento, imaginando cómo sería entrar de nuevo en aquel otro mundo. Con un suspiro volvió a abrir los ojos y metió la postal en el bolsillo de su chaqueta.

Con la mirada recorrió la habitación, cogió la maleta de la cama y con paso decidido salió por la puerta. Sentía un hormigueo en el estómago al pensar que nunca más iba a regresar a este lugar que durante muchos años había sido el eje de su vida. Bajó las esca-leras y con cada paso se sentía con más vigor. Al salir del edificio una amplia sonrisa se dibujó en sus labios. Cuando el portero le saludó con amabilidad ni siquiera se dio cuenta. El portero le siguió con la mirada, extrañado por el cambio de ánimo en el anciano, a quien nunca había visto tan alegre, y a la vez preocupado sin saber por qué. Durante un segundo contempló la posibilidad de seguirle y hablar con él, pero al final se encogió de hombros y otra vez se dedicó a su crucigrama.

El anciano fue a la parada de autobuses más cercana y, tara-reando la melodía de la caja de música, esperó el autobús que iba a llevarle a la estación de ferrocarril. Una vez allí compró el billete y se sentó en la sala de espera, junto a otros pasajeros. Todos parecían estar en otro mundo, preocupados por el trabajo o los niños o algu-na que otra nimiedad y el anciano se preguntó a dónde iban ellos. Cuando se cansó de observar a las personas que estaban tan cerca y tan lejos al mismo tiempo, sacó un libro de su maleta y lo abrió por

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donde lo había dejado. Empezó a leer, ansioso por escapar de la sala de espera, igual que lo habían hecho los otros, aunque por el mo-mento fuera solo en su imaginación.

Ensimismado daba vueltas a las páginas, pausando de vez en cuando para pensar una idea antes de seguir. Por fin escuchó el avi-so que había esperado. Había llegado su tren. Saboreó las últimas dos frases que había leído, antes de repetirlas en voz baja: «Todo el mundo dice que la mentira es más divertida. Pero con un par de verdades puedes dejar a cualquiera callado». Cerró el libro, pensa-tivo, y lo devolvió a su maleta. Cogió el billete que había dejado en la repisa de la ventana y salió al andén. «Supongo que esto es cierto», musitó para sí mismo mientras que buscaba su asiento.

Le parecía que el tiempo pasaba más lento de lo acostumbrado pero estaba consciente de que siempre pasaba eso cuando uno estaba esperando algo con ilusión. Observó el paisaje a través de la ventana mugrienta hasta cansarse de los árboles, los prados y las casas que se parecían entre sí. Intentó infructuosamente volver a concentrarse en la lectura, pero dejó el libro después de unos minutos, optando por seguir mirando por la ventana, observando cómo el sol paulati-namente desapareció y dejó la tierra a oscuras. Solo el haz de la luz que se filtró por las ventanas del tren dejó una fina franja iluminada en el paisaje oscuro. No bastaba para distinguir detalles y el anciano empezó a sentirse como en otro mundo, un mundo más deprimen-te, más solitario. Dejó de mirar por la ventana y, en vez de eso, sacó la postal de su bolsillo. Estaba a punto de sumergirse otra vez en su fantasía cuando el tren por fin llegó a su destino.

Tenía los nervios a flor de piel cuando bajó la maleta del por-taequipajes. Bajó del tren con tanta rapidez como sus piernas, entu-mecidas de tanto estar sentado y flojas por la emoción, le permitie-ron e intentó distinguir algo que le resultara familiar en la penumbra que reinaba en ese lugar. Pero la estación de sus fantasías había sido

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diferente, más grande y llena de viajantes. No reconoció nada de este lugar. Se llevó una decepción pero se dijo que por la mañana todo iba a ser diferente. Decidió ir al único hospedaje del pueblo, una pequeña pensión de dos estrellas en la plaza mayor, muy cerca de la estación, y dejar el recorrido del pueblo para el día siguiente. No logró pegar ojo y pasó casi toda la noche en vela, pensando sobre cómo iba a ser el día siguiente. Era de madrugada cuando por fin se sumergió en un sueño inquieto.

Un rayo de sol que entró por la ventana y le hacía cosquillas le despertó poco después de las siete. Durante un momento no sabía dónde estaba pero enseguida se acordó del viaje del día anterior. Dio un brinco, saltó de la cama y se puso ropa nueva. No había rastro del anciano torpe cuyas extremidades siempre necesitaban media hora para despertarse del todo. En vez de eso, se sentía como un niño travieso que había descubierto un nuevo lugar para jugar, lejos de los ojos atentos de sus padres. Bajó a la sala de desayuno y se obligó a to-mar una tostada y un vaso de zumo de naranja. Aunque añoraba una buena taza de café no se lo permitió por miedo de que su corazón se exitase aún más. Cuando por fin terminó, subió a su cuarto para ponerse su vieja cazadora para mejor afrontar el viento que soplaba fuera. Entonces salió a un día soleado pero frío.

Sus ojos relucían mientras intentaba absorber cada detalle. Pasaba el día paseando por las calles estrechas, inhalando el aire fresco impregnado de olor a invierno. El pueblo no había cambia-do mucho. Las casas eran como las había imaginado, tan bonitas y singulares, y las calles todavía conservaban el tradicional empe-drado. Pero lo que le sorprendió era la profunda quietud del es-pacio que percibía a su alrededor. Era una quietud sobrecogedora, demasiado abrumadora para ignorar, y le causó cierta angustia. Al principio no podía divisar el motivo de su agobio, pero enseguida se percató de que esta quietud era fruto de que no había nadie en

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las calles. El pueblo lleno de vida que recordaba de su juventud se había transformado en un pueblo muerto, y su encanto de antaño ahora no era más que un recuerdo. Paulatinamente el anciano se dio cuenta de que había esperado demasiado y que el sueño de su vida por fin había muerto. Y al comprenderlo, el resplandor de sus ojos se apagó.

El viaje de regreso en tren se le hizo aún más largo que el de ida porque ya no tenía un sueño que soñar. Cuando se acercó a la entrada del edificio lo hizo con su paso lento habitual y con los ojos vacíos. El portero se asustó al verle pasar, de nuevo sin reaccionar ante su saludo, y esta vez insistió.

—Señor Ramírez, ¿le pasa algo? Le veo muy cambiado. Durante un momento el anciano contempló la posibilidad de

mentirle. Hubiera sido fácil decirle algo para satisfacer su curiosidad pero recordó lo que había leído en la estación de ferrocarril, en lo que ahora parecía otra vida, y finalmente optó por decir media verdad.

—Pues, alguien muy querido ha muerto. —Mi más sincero pésame. Si hay algo que puedo hacer...El portero dejó la frase sin terminar. —Gracias, gracias —murmuró el anciano mientras dejó atrás

al portero. Entró en su piso oscuro, en su vida solitaria, al que no había

querido regresar nunca más. Colocó su maleta encima de la cama, la abrió, sacó lo que había dentro y la devolvió a su lugar bajo la cama. Extrajo la postal del bolsillo de su chaqueta y la llevó al salón. Mientras que se sentó en la butaca con la funda gastada por las largas horas que había pasado sentado allí, soñando con otro mundo, se le escapó un suspiro. Una lágrima solitaria se abrió paso por su mejilla llena de arrugas cuando por fin se dio cuenta de que había malgas-tado su vida añorando un recuerdo lejano que siempre había sido

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inalcanzable. Al final se había quedado con nada, ni siquiera con esa esperanza débil de un mundo diferente que durante toda su vida le había permitido enfrentarse a un día tras otro. La postal se deslizó de sus dedos, flotando al suelo donde se quedó, burlándose del anciano con su falsa promesa de una vida mejor.

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ARTUROINGRID VLASAK VIENA

A rturo era el orgullo de sus padres. Era un niño prodigio. Ya en la tierna edad de tres años empezó a leer y a escribir. Sus deditos pequeños trazaban las letras y las cifras como

con regla y compás. Cuando dibujaba un perro se podía distinguir entre un pastor alemán, un bóxer o una perra salchicha, cuando dibujaba un árbol se podía distinguir entre un abeto, un abedul o una encina. En el colegio era el alumno favorito de sus maestros, lo admiraban, hablaban con gran aprecio de él. «!Es un niño tan in-teligente!» y «!Es un genio!». Recomendaron a los padres de Arturo que pasara a un instituto de élite. El padre de Arturo era obrero, su madre, mujer de limpieza, no tenían mucho dinero, pero trabaja-ron duramente y ahorraron cuanto podían para permitir a su hijo la mejor educación y formación posible. En el instituto sus condis-cípulos eran hijos de abogados, de médicos, de comerciantes, de al-tos funcionarios, todos de familias acaudaladas. Pero Arturo siguió siendo el alumno favorito de sus profesores, por una parte porque era un alumno destacado, listo, ambicioso, diligente y disciplinado y a todos los profesores les encantaría un alumno así, por otra parte porque los retrató a todos y se quedaron muy impresionados por lo bien que los había acertado. Aprobó el bachillerato con notas sobre-salientes. Claro que sí, que aconsejaron a sus padres que estudiara en la universidad. Al fin y al cabo, era la realización consecuente de un sueño, tanto de Arturo mismo como el de sus padres.

Entonces Arturo se matriculó en la universidad. Quería ser

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médico para poder ayudar a la gente, porque Arturo era, ante todo, un idealista. Veía que sus padres se mataron a trabajar sin llegar a un cierto bienestar. Sin decírselo a nadie, decidió buscar otro mundo, el que había atisbado en la calle. Se metió en política para ayudar a crear un mundo mejor, donde los bienes y el dinero estuviesen mejor repartidos entre los seres humanos. Se hizo miembro del Grupo de los Marxistas Revolucionarios. Al cabo de poco estaba más presente en las reuniones y discusiones políticas que en las aulas de la uni-versidad. Como sabía dibujar muy bien, era su deber principal de diseñar y pintar carteles y de pegarlos clandestinamente durante la noche. También participó en manifestaciones: contra la opresión del estado, contra los partidos conservadores, contra el fascismo, contra los derechistas, por el socialismo, por el marxismo, por los sindicatos, por los derechos de los obreros. Así pasaron algunos años pero nada cambió. La lucha de Arturo y sus compañeros quedaba sin éxito. Todo se mantenía como antes: los ricos seguían siendo ricos y los pobres seguían siendo pobres.

Los hijos de los ricos hacían una carrera, los hijos de los pobres eran otra vez obreros. Arturo era uno de los individuos raros que habían podido romper con esta regla. Los padres de Arturo no sabían nada de las actividades clandestinas de su hijo, pero poco a poco se asombraron de que no terminara su carrera. Arturo inventó cada vez otra excusa para ocultar que todavía no se había sometido a ningún examen.

Un día, Arturo se rindió. Decidió buscar otro camino, que no había atisbado en la calle, pero que prometía tener más éxito. Se ins-cribió en la Facultad de Derecho y se licenció en tiempo récord. Otra vez se hizo miembro de un partido político, pero esta vez ni de los marxistas, ni de las socialistas, sino de un partido al otro margen del espectro político, un partido que se denominaba a sí mismo «abo-gado de la gente a pie», un partido más que conservador, un partido

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de ayer, un partido de orden y derecho. Un partido que estaba contra todo que no fuera de su país, contra extranjeros, contra asilados y contra los que buscaban asilo. Para un estado fuerte con un hombre fuerte a su frente y contra los sindicatos. Un partido que decía a los ciudadanos «ama a tu prójimo, siempre que sea de tu país». Al cabo de poco Arturo alcanzó un puesto importante en este partido. Ahora sí que ganaba mucho dinero, porque ese partido era no solo un partido derechista, sino también el partido más corrupto del país. Arturo no se avergonzaba de tomar el dinero ofrecido, calmando su conciencia con el propósito de hacer buenas obras con él. Así que quería comprar una casa para sus padres, pero su padre era un socia-lista sincero que se negó a aceptar la casa. Se apartó de su hijo con repugnancia. No lo entendía. Recordaba ansiosamente los tiempos de antaño. ¡El niño prodigio! ¡Qué orgulloso había estado de su hijo y ahora esta humillación!

Pero Arturo no disfrutó mucho tiempo de su nuevo poder y de su éxito como político. Tan rápidamente como había hecho carrera, tan rápidamente cayó. De pronto salieron a la luz antiguas fotos de él, participando en una manifestación y tirando una piedra contra un policía; otra, pegando un cartel con el texto «Solidaridad con Chile – venceremos» y otras. Se armó un escándalo. En seguida el partido lo suspendió. Ante la prensa dijo «Yo quisiera que me dejaran volver a mi puesto mientras hacen la investigación». No obstante, el partido juzgó a Arturo antes de que este hubiera podido defenderse. Lo expulsó. ¿Quién había traicionado a Arturo? ¿Un contrincante envidioso? ¿Un compañero decepcionado o una com-pañera decepcionada? No se aclaró y Arturo no quiso saberlo. No sentía ningún rencor. Su gran éxito ya le había inquietado un poco. Arturo había fracasado dos veces. ¿Habría otro camino para él para atisbarlo en la calle?

Pero un hombre como Arturo no se hace doblegar. Se abstuvo

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de la política. Emprendió otra carrera, esta vez Filosofía, Literatura e Historia. Se licenció otra vez en tiempo récord. Empezó a trabajar como profesor en un colegio. Entre sus alumnos no había ningún niño prodigio, nadie lo retrató, pero lo estimaron, no sabían nada de su pasado un poco dudoso, se había echado tierra sobre estos sucesos. Se reconcilió con su padre. Se enamoró de una colega que enseñaba inglés e historia, se casaron y tuvieron dos hijas. Arturo se había asentado. Estaban felices.

ESTE LIBRO ES TAMBIÉN DE…

… Valérie Bihet • Eitan Keret • Sylvie Mongin Algan • Marie-Thérèse Fournier • Sabah Benmorkat • Dao Lam • Jean Bernard-Maugiron • Catalina Amelia Banu • Ramon Wesley Paixão Ferreira • Marcela Ieda Martins Alves • Gérard Richet • Viviane Felix • Marie-Françoise Raillard • Adria Grivicic-Limau • Heinz Medjimorec • Irina Wolf • Viktor Vaculčík • Mariana dos Santos Medeiros • Michèle Sauge • Claudie Taillandier • Stella Kirku Panagopulu • Antonio Tserkes Aikaterini • Georges Charmet • Edmond Varenne • Ora Gruengard • Jean-Claude Dobbelaere • Pierre Tisnès • Michèle Vergnes • Françoise Métailié • Takako Kunihara

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… La librería Tipos Infames por su colaboración en el Concurso de Cuentos El Día E.

Este libro nació en abril de 2015.