Conejo Negro, Conejo Secreto.Autor: Patricia Suárez

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CONEJO NEGRO, CONEJO SECRETO Capítulo 1 Erase una vez un Mago que decidió emplear en su truco a un Conejo. Hasta el día anterior, este Mago había hecho sólo trucos con pañuelos y monedas. Había leído una biblioteca entera de libros de magia y también tomó un curso por correo de Magia para Principiantes. Cuando aprendió todo lo que había en los libros comprendió que ya no era un Mago Principiante sino que era un Mago Experto y decidió probar a realizar sus trucos con conejos. Se hacía llamar en los teatros donde trabajaba Ruperto el Mago Experto. Para realizar sus nuevos trucos primero fue a una tienda de mascotas y buscó por todos lados un conejo blanco. Tenía que ser grande, de unos cinco kilos y con unas orejas lo suficientemente largas y fuertes como para agarrarlo de ellas y que no le doliera. Ese era el conejo que el mago soñaba tener. En las tiendas había perritos pompón, gatos de Siam, infinidad de ratones blancos. Había gerbos, que son unos ratoncitos con cola muy larga y que suelen pararse en dos patas para mirar directo a los ojos a los niños que desean comprarlos. Les ponen unas miradas como: “¿Así que te atrevés a comprarme, niño insolente? ¿Y serás capaz de cuidarme bien?” En las tiendas de mascotas había también canarios orondos, jilgueros, cacatúas y en una encontró hasta un cuervo 1

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CONEJO NEGRO, CONEJO SECRETO

Capítulo 1

Erase una vez un Mago que decidió emplear en su truco a un Conejo.

Hasta el día anterior, este Mago había hecho sólo trucos con pañuelos y monedas. Había leído

una biblioteca entera de libros de magia y también tomó un curso por correo de Magia para

Principiantes. Cuando aprendió todo lo que había en los libros comprendió que ya no era un

Mago Principiante sino que era un Mago Experto y decidió probar a realizar sus trucos con

conejos. Se hacía llamar en los teatros donde trabajaba Ruperto el Mago Experto.

Para realizar sus nuevos trucos primero fue a una tienda de mascotas y buscó por todos lados un

conejo blanco. Tenía que ser grande, de unos cinco kilos y con unas orejas lo suficientemente

largas y fuertes como para agarrarlo de ellas y que no le doliera. Ese era el conejo que el mago

soñaba tener.

En las tiendas había perritos pompón, gatos de Siam, infinidad de ratones blancos.

Había gerbos, que son unos ratoncitos con cola muy larga y que suelen pararse en dos patas para

mirar directo a los ojos a los niños que desean comprarlos. Les ponen unas miradas como: “¿Así

que te atrevés a comprarme, niño insolente? ¿Y serás capaz de cuidarme bien?” En las tiendas de

mascotas había también canarios orondos, jilgueros, cacatúas y en una encontró hasta un cuervo

que hacía un graznido que parecía la risa de un viejo descreído. “Grag grag, no quiero saber que

el mundo anda mejor, no es cierto; no quiero ni oír ninguna nueva idea de nuestros políticos ni

científicos ni filósofos ni tocadores de ukelele”, parecía decir.

El Mago anduvo y anduvo de una tienda a otra, gastando la suela de sus zapatos de charol: Sin

embargo, el único conejo que poseían en la última tienda del barrio más lejano que visitó, era

negro. Su pelaje era de color negro. Y sus ojos eran negros. Y su pancita era como el azabache y

sus orejas como el zafiro. Y su nariz como el carbón. Y Ruperto el Mago compró un conejo

negro.

Capítulo 2

El conejo negro no tenía nombre. No se llamaba Federico, ni Enrique, ni Cocolino. Al parecer su

nombre era sencillamente Conejo Negro. Y el Mago decidió llamarlo así: Conejo Negro. Le armó

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una jaula encima de sus baúles y serruchos de mago. Le puso zanahorias e hinojo, para que se

alimentara como todos los conejos del mundo. Estaba seguro de que ambos serían muy felices.

“Ven aquí”, “Ve para allá”… su nuevo ayudante era super inteligente y enseguida comprendía

qué debía hacer en el escenario. La magia es una ciencia de mucho cuidado: un truco equivocado

y puede hacer de un conejo una chinela con pompón extraviada en la oficina de Objetos Perdidos

de los magos.

El Mago le explicó con detalle en qué consistía el truco: el Conejo Negro estaba escondido

apretujado dentro de la galera y cuando Ruperto hiciera toc toc en el ala del sombrero, el Conejo

tenía que estirar sus orejas para que el Mago lo sacara de allí y…

¡Magia!

Ensayaron el truco un montón de veces y funcionaba a las mil maravillas

Capítulo 3

El viernes por la noche era el show.

El Mago llegó a horario, se metió dentro de su frac con pajarita y lustró la varita mágica con

abrillantamuebles. La varita relumbraba.

El Conejo Negro se metió bien arrugadito dentro de la galera, escondido.

Estaba tan apretujado que se sentía no un conejo de verdad, con piel y huesos, sino uno de papel

de seda.

El público eran decenas de niños y algunos padres, que bostezaban porque los padres siempre se

aburren cuando hay trucos de magia. Ellos no creen en la magia.

El Mago hizo el truco de los pañuelos y los niños aplaudieron.

Hizo el de sacar monedas de la oreja de un niño llorón y volvieron a aplaudir.

Luego, vino el truco de serruchar a un participante. El Mago metió dentro de una caja a una niña

pecosa y de largas trenzas coloradas. La serruchó, pero ¡magia!: la niña quedó entera.

Y después, por fin, fue el truco del Conejo.

El Mago dijo con voz de pito: “Nada por aquí, nada por allá”

Después, repitió con voz de pez gato: “Nada por aquí, nada por allá”.

Y al final pronunció las seis palabras haciéndolas sonar como un trueno: “Nada por aquí, nada

por allá”.

La gente se estremecía de miedo en sus butacas.

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Tanto movió la galera a un lado y al otro, que al Conejo le dieron retortijones en las tripas.

Agitó la varita en el aire y después hizo Toc Toc.

El conejo, tal como habían acordado, estiró sus orejas.

Y el Mago lo sacó de las orejas y lo mostró al público.

Pero… ¡oh!

¡Oh, no!

El público no aplaudió.

La gente no veía a ningún conejo.

Capítulo 4

Sucedía que el conejo negro era tan, pero tan negro, que no podía verse ni aún cuando lo

enfocaban las luces de los reflectores. Veían una sombra donde debían ver un conejo. Veían una

desilusión.

El público empezó a chiflar. Las niñas chillaban “Buu” y los niños pateaban el suelo en señal de

descontento. Los padres pidieron el dinero de entrada de vuelta, porque este show era un fiasco.

Este show era un desastre, declaraban airados, enojados, furiosos; de la rabia se ponían de color

violeta, de color rojo, ¡empalidecían! ¿Qué peor podía sucederles a ellos que le robaran la plata

de la entrada?

“Si hubiéramos sabido tamaño engaño llevábamos a nuestra hija Olinda a la Rueda de la Fortuna

de siete metros de alto”, decía un señor barrigón.

“Si yo hubiera sabido que este Mago iba a robarnos el tiempo y el dinero con su truquito de

morondanga, yo llevaba a mi hijo Euclides a jugar al bowling”, rezongaba una señora flaca como

una horquilla.

Los empresarios del teatro, presionados por el público, echaron al Mago: no podía volver a pisar

el escenario, a menos, claro, que consiguiera otro conejo. Uno blanco, como los que usan todos

los magos del universo, para el truco de la galera.

El Mago y el Conejo Negro estaban desolados.

Capítulo 5

El Mago explicó al Conejo Negro que ya no podían seguir juntos.

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Era inútil hacer un truco que nadie aplaudía.

El Conejo se sintió muy triste.

Imaginen la tristeza del Conejo Negro: era como una semana entera de días de lluvia y después

nubes durante otra semana y así y así y así, sin que llegara nunca la primavera.

Capítulo 6

El Mago se apenó por su amigo. ¡Había caminado por tantas tiendas para encontrar un dichoso

conejo como él! Y después, ¡había hervido y aplastado con azúcar tantas y tantas zanahorias!

Decidió entonces que no lo echaría a la calle, sino que lo dejaría vivir en la galera. Al fin y al

cabo, su sombrero de copa era muy alto –si uno lo mira desde abajo- o muy profundo –si uno lo

mira dado vuelta y desde arriba- y el Conejo Negro podría vivir tranquilo sin molestar a nadie. El

Mago no tenía corazón como para pedirle que se fuera o devolverlo a la tienda de mascotas. ¿Qué

haría él ahora en la tienda de mascotas? Un conejo tan entrenado en el arte de la magia, ¿cómo

habría de divertirse con las cotorritas australianas que no paran de parlotear un segundo ni para

respirar? ¿De qué cosas podría el abandonado Conejo Negro conversar con una tortuga de agua?

¿De la salinidad del mar, del sentido de las olas para venir hacia la playa y azotar las rocas, o de

las sirenas, que en ninguna enciclopedia marina figuran, porque dicen que no hay? No: el Mago

conservaría a su Conejo con él.

Capítulo 7

Después, el Mago marchó a la tienda de mascotas y compró un hámster blanco de ojos rojos, que

se llamaba Roberto y tenía muy mal carácter. Cuando el Mago le explicó en qué consistía el

trabajo que debía hacer, Roberto montó en cólera. El no era la clase de ratones que hacen

payasadas para divertir a los demás, se quejó. El era un artista ¡un verdadero artista! Podía dar

ciento un mil vueltas en la ruedita sin respirar. El Mago le rogó que tuviera a bien trabajar con él:

lo premiaría con pipas de girasol y trocitos de turrón de miel. Roberto pidió hablar con un

representante de artistas antes de decidir, con el Sindicato de Artistas también. Después que habló

con ellos, exigió al Mago una ruedita con ejes de oro y plata, anteojos oscuros de carey para

proteger sus ojos rojos y una bata de satén entre púrpura y colorado, o mejor: con más púrpura

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que colorado. Y al girasol, el turrón y demás golosinas, se las sirviera en un plato de cristal con

una filigrana con la letra R. R de Roberto, por supuesto. El Mago accedió a todos los caprichos

del hámster.

Roberto el hámster aprendió el truco de la galera a la perfección. Y aunque no le gustaba ni

medio compartir la galera con el Conejo Negro, allí echado, lo aceptaba. Digamos, que, desde la

perspectiva de Roberto, lo que él hacía era tener un acto de magnanimidad con el Conejo Negro y

permitirle vivir allí. Muy bien, “magnanimidad” es una palabra que nos causa problemas. En

realidad, quiere decir que el diminuto hámster había tenido un “acto de grandeza” hacia el conejo.

O lo que el hámster creía un acto de grandeza, porque era fanfarrón y engreído. Roberto era un

hámster con una gran autoestima. Roberto medía quince centímetros apenas y tenía la autoestima

de un conejo completo, que mide más o menos cincuenta centímetros. O sea que Roberto se

sentía a sí mismo como un hámster tres veces más grande que el hámster que era en realidad.

Hay mucha gente así. Piensen en eso.

Capítulo 8

Al viernes siguiente, cuando el Mago volvió a hacer el truco de la galera y sacó de allí al hámster

Roberto, la gente aplaudió como loca. A decir verdad, tanto los niños como los grandes apenas si

veían un pompón de pelos, pero supusieron que era un conejo enano. Era preferible, al parecer,

un conejo enano al Conejo Negro.

El Mago quedó desconcertado con el suceso, pero el empresario del teatro quedó contento, muy

contento, más que contento: había vendido todas las plateas, todas las populares, todos los palcos.

En el salón no entraba ni un ratón, ni un saltamontes, ni una cucaracha: no había un milímetro de

espacio para nadie. Y menos que menos, para nadie que no pagara su entrada.

Capítulo 9

Mientras tanto, el Conejo Negro siguió viviendo dentro de la galera del mago.

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Al principio, no tenía mucha idea de qué cosas hacer ahí dentro. Con una escoba minúscula barría

aquí y allá, o pasaba el plumero. Pero pronto descubrió que en el fondo falso que tiene toda

galera de mago, estaban los conocimientos mágicos.

Eran diminutos libros escritos con tinta mágica y que sólo podían ser descifrados por los ojos de

una criatura pequeña como él. Alguien apenas más pesado o con orejas más largas que el Conejo

Negro no hubiera entrado allí. Por ejemplo, para un niño hubiera sido imposible meterse dentro

de una galera y leer esos libros, porque no hubiera tenido cómo doblarse y entrar, aunque se

tratara de un niño gimnasta o un contorsionista. Ni siquiera un perro de tamaño mediano hubiera

podido entrar. Ni un gato, porque a los gatos no les gusta estar encerrados. Pero sí un duende o un

gnomo hubiera podido meterse dentro y leer esa letra enruladísima. O un hada en miniatura,

como la que llaman Campanita y habla siempre al oído de Peter Pan y, según cuenta el libro,

tiene tan mal carácter como Roberto el hámster.

Capítulo 10

El Conejo Negro fue aprendiendo así todos los secretos de la magia.

Tuvo que leer muchos libros secretos, con letras horripilísimas como las de un hermano mayor,

un médico otorrinolaringólogo y un boticario. Libros escritos con tinta china, con tinta verde

esmeralda, con tinta invisible. Pero él, ni lerdo ni perezoso se aplicaba a leer y descifrar. Aquí, un

hechizo para acortar las orejas; allí otro para enrular el rabo; más allá, la receta para una pócima

que hace crecer a los enanos: ¿sabían ustedes que los enanos crecen con brebajes mágicos a base

de chocolate caliente? Verdaderamente, el Conejo Negro estaba en camino de convertirse en un

gran Mago.

Un día, probó un hechizo: transformó a Roberto el hámster en un periquito que decía, como todos

los periquitos: “Pepe quiere la papa”, y “Pamela compre pomelo”. También sabía decir un par de

insultos que no podemos poner en este libro, sin que las madres y las tías se horroricen. Roberto

sospechó que se veía de color verde por una luz especial del escenario y cuando el Mago,

extrañado, volvió a colocarlo en la galera, el Conejo Negro, volvió a Roberto a su forma normal.

¡Cuál no fue el escándalo que no armó Roberto el hámster! ¡Que los demandaría en la Asociación

Argentina de Actores, que les iniciaría un juicio en el tribunal de mascotas de la farándula por

malos tratos animales y bla bla bla! Al final, como el Conejo Negro no le prestara mucha

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atención y se aburriera de sus gritos, Roberto le mordió una oreja. El Conejo Negro saltó de dolor

al ver una gotita de su roja sangre (porque la sangre era roja, como la de todo el mundo), agitó la

varita en el aire y con ella señaló a Roberto a la par que murmuraba unas palabras mágicas. En

todos los cuentos las palabras mágicas suelen ser “sin salabín” o “abra cadabra pata de cabra”,

pero en este fueron “truculento y tenebroso tu cambio de hámster tormentoso en…” Y Roberto,

sin poder impedirlo, se transformó en pelícano, en moscardón, en perro salchicha con dos colas,

en barrita de cereal, en teléfono celular, en margarita deshojada, en bola de manteca y en

esqueleto de musaraña. Cuando acabaron las transformaciones, Roberto quedó exhausto, con la

lengua afuera de agitación y negro, negro, negro de susto. (Siendo un hámster blanco, no podía

ponerse blanco de susto, ¿verdad?, así que se puso negro).

Andando los días, el Conejo Negro practicó otros trucos: por ejemplo, la mano del Mago se

convirtió en un ramo de anémonas. ¿Saben cuáles son las anémonas? Unas florcitas, la mayoría

de veces amarillas, que se mecen muy simpáticas con el viento. El Mago casi se desmaya cuando

vio su mano hecha un ramo de flores; asustado, volvió a meterla en la galera y salió corregida,

vuelta otra vez mano humana con cinco dedos.

Capítulo 11

Así, el Conejo Negro fue convirtiéndose en un mago muy sabio.

Roberto, que salió al escenario en varias formas diferentes desde sapo verrugoso a frasco de

mayonesa, ya tenía verdadero temor de entrar a la galera para el truco y presentó su renuncia

formal. Se trataba de un telegrama que decía: “Desde la fecha de hoy, renuncio a mi puesto de

trabajo como ayudante de mago”.

Fue un momento muy desesperante.

El Mago se tiró de los pelos de incertidumbre, y el Conejo Negro se tiró de las orejas de la

alegría. Por fin ese mocoso fanfarrón del hámster los abandonaba.

Pero, ¿qué habría hacer de ahora el Mago? ¿Qué pasaría con el show?

Capítulo 12

El Conejo Negro tuvo una idea para solucionar las cosas. Ajá: era una idea, como se dice a veces,

¡genial! Asomó su hociquito de la galera y le explicó los detalles al Mago, que andaba cabizbajo

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y que para esa hora de la noche ya había tomado trescientas veintidós aspirinas y le dolía el

estómago como si tuviera un dragón iracundo adentro.

En todo el tiempo que había estado dentro del sombrero, el Conejo Negro había aprendido a

hablar la lengua de los humanos, y encima, lo hacía en español. No fue dificultoso, entonces, para

el Mago comprender las ideas del Conejo Negro.

Capítulo 13

Primero, consiguieron una galera más grande.

El Mago comenzó a hacer ejercicio todas las mañanas y al cabo de dos semanas sus músculos

estaban muy flexibles y podía meterse dentro de una galera del tamaño de la cacerola en que tu

mamá cocina el guiso de lentejas o el puchero en invierno (ese en el que pone a cocerse un

zapallo).

El Conejo Negro se puso una pajarita blanca en torno a su cuello y con unas horquillas pegó sus

orejas al cráneo; así no se notaba que él era un conejo. Parecía otra cosa… parecía… ¡una

persona!

Cuando subió al escenario la gente aplaudió como loca. Les pareció que el mago era un poquitín

pequeño y con aspecto extraño; tal vez fuera un enano del bosque. Era preferible pensar que el

mago era un enano del bosque, a que fuera un conejo negro.

El Conejo Negro hizo el truco de los pañuelos y el de serruchar a alguien del público; los dos

trucos le salieron -¡puf! ¡qué alivio!- muy bien y con mucho éxito.

Y después, hizo el truco de la galera.

Toc toc, golpeó con su varita en el ala del sombrero y ¡Voilá!, como dicen los franceses, salió de

allí una persona blanca, con dos orejas muy largas de papel crêpe, haciendo vibrar los bigotes de

su hociquito. (Los bigotes eran dos hilos de pescar, endurecidos con una gota de cola de pegar).

Los niños rieron y los grandes aplaudieron hasta que se les pusieron rojas las palmas de las

manos. Después, felicitaron al empresario del teatro, por haber contratado un mago tan poderoso

en sus trucos de magia.

Y la gente nunca, nunca se preguntó por qué el conejo blanco eran tan enorme.

Ni por qué el mago era tan pequeño como un conejo negro.

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Y así, por pueblos y ciudades, van de aquí para allá el Mago y el Conejo Negro, haciendo sus

trucos de magia. Deberás estar atento: seguro que un día de estos, van de visita por tu casa.

Epílogo de Roberto el Hámster

¿Y qué creen que pasó con Roberto el hámster?

Para empezar, buscó trabajo como artista de variedades. El podía hacer malabares con confites

por el aire o domar pulgas amaestradas o también hacer equilibrio sobre el moño de una niña para

el cabello. Pero estos trucos no eran muy solicitados por el público, y además si Roberto no se

veía impecablemente blanco (cosa muy difícil si debía volar por los aires como hámster-bala o

revolcarse por el piso como contorsionista), la gente lo consideraba una rata del montón y le daba

la espalda. Al final, Roberto se propuso como modelo en una agencia de fotografía. Allí debía

quedarse quietecito horas y horas; y a decir verdad, tanta quietud le hacía perder a Roberto la

paciencia. Un día, en un ataque de rabia, tiró todos las cámaras y las luces y huyó de allí. Corrió

hasta las afueras de la ciudad, cruzó los suburbios con su pasito apurado de hámster atribulado y

al final llegó al campo. A lo mejor a ustedes el campo les parece un sitio delicioso y relajado,

adonde poder descansar. Pero para Roberto, el campo estaba lleno de peligros: podía pisarlo una

vaca, podía comerlo una lechuza, podía darle un lametón un caballo percherón y sin quererlo él,

tragárselo. Previendo los desastres que podían ocurrirle, Roberto el hámster se escondió en una

madriguera habitada por quienes… ¿Quiénes creen ustedes que vivían en esa madriguera? ¡Una

familia de conejos! Eran la madre y el padre y veintiún gazapos; seguramente ustedes habrán

oído que los conejos son de tener familia numerosa. El hámster decidió que no era demasiado

problemático vivir con unos graciosos conejitos por un tiempo, y además, él conocía a la

perfección tres idiomas: el idioma conejil, el ratonil y el lechuzo, así que podría convertirse en el

profesor de los gazapitos. A todos les gustó la idea. Así, Roberto el hámster se transformó en

maestro y su vida transcurría en la mayor calma, hasta que el más pequeño de los hermanitos, una

tarde, comentó: -Maestro Roberto, ¿sabía usted que el más fabuloso conejo del mundo viene de

visita esta noche a la chacra? Se trata de el Conejo Negro, un mago extraordinario. Y nosotros,

claro, con má y pá iremos esta noche a verlo y pedirle que nos firme autógrafos. ¿Quiere venir y

acompañarnos, querido maestro? Estoy seguro de que ese show de magia será magnífico y le va a

encantar.

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Roberto el hámster sintió que sus pelitos, uno por uno, cambiaba de color. Pasaban de blanco a

rojo, de rojo a violeta y de violeta a negro profundo. Tanta fue su rabia que ya nunca más volvió

a ser el hámster albino que naciera mucho tiempo atrás en una tienda de mascotas. Ahora era

Roberto, el negro hámster. Huyó y siguió su historia por otras partes. Aunque, claro, la vida de

Roberto ocupa un libro entero y está escrita en otro libro. Ya lo verán.

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