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    1926, Roberto Arlt 2013, Elaleph.com S.R.L.

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    CAPTULO I

    LOS LADRONES

    CUANDO tena catorce aos me inici en los deleites y afanes de la literatura bandoleresca un viejo zapatero anda-luz que tena su comercio de remendn junto a una ferrete-ra de fachada verde y blanca, en el zagun de una casa anti-gua en la calle Rivadavia entre Sud Amrica y Bolivia.

    Decoraban el frente del cuchitril las polcromas cartulas de los cuadernillos que narraban las aventuras de Montbars el Pirata y de Wenongo el Mohicano. Nosotros los mucha-chos al salir de la escuela nos deleitbamos observando los cromos que colgaban en la puerta, descoloridos por el sol.

    A veces entrbamos a comprarle medio paquete de ciga-rrillos Barrilete, y el hombre renegaba de tener que dejar el banquillo para mercar con nosotros.

    Era cargado de espaldas, carisumido y barbudo, y por aadidura algo cojo, una cojera extraa, el pie redondo como el casco de una mula con el taln vuelto hacia afuera.

    Cada vez que le vea recordaba este proverbio, que mi madre acostumbraba a decir: Gurdate de los sealados de Dios.

    Sola echar algunos parrafi tos conmigo, y en tanto esco-ga un descalabrado botn entre el revoltijo de hormas y rollos de cuero, me iniciaba con amarguras de fracasado en

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    el conocimiento de los bandidos ms famosos en las tierras de Espaa, o me haca la apologa de un parroquiano rum-boso a quien lustraba el calzado y que le favoreca con veinte centavos de propina.

    Como era codicioso sonrea al evocar al cliente, y la sr-dida sonrisa que no acertaba a hincharle los carrillos arru-gbale el labio sobre sus negruzcos dientes.

    Cobrme simpata a pesar de ser un cascarrabias y por algunos cinco centavos de inters me alquilaba sus libracos adquiridos en largas suscripciones.

    As, entregndome la historia de la vida de Diego Corrien-tes, deca:

    Ezte chaval, hijo qu chaval! era ma lindo que una rroza y lo mataron lo miguelete

    Temblaba de infl exiones broncas la voz del menestral:Ma lindo que una rroza zi er ten mala zombraRecapacitaba luego:Figrate t daba ar pobre lo que quitaba ar rico tena

    muj en toos los cortijo si era ma lindo que una rrozaEn la mansarda, apestando con olores de engrudo y de cuero,

    su voz despertaba un ensueo con montes reverdecidos. En las quebradas haba zambras gitanas todo un pas montaero y rijoso apareca ante mis ojos llamado por la evocacin.

    Zi era ma lindo que una rroza y el cojo desfogaba su tristeza reblandeciendo la suela a martillazos encima de una plancha de hierro que apoyaba en las rodillas.

    Despus, encogindose de hombros como si desechara una idea inoportuna, escupa por el colmillo a un rincn, afi lando con movimientos rpidos la lezna en la piedra.

    Ms tarde agregaba:Ver t que parte m linda cuando lleguez a doa

    Inezita y ar ventorro der to Pezua y observando que me llevaba el libro me gritaba a modo de advertencia:

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    El juguete rabioso

    Cuidarlo, nio, que dineroz cuesta y tornando a sus menesteres inclinaba la cabeza cubierta hasta las orejas de una gorra color ratn, hurgaba con los dedos mugrientos de cola en una caja, y llenndose la boca de clavillos conti-nuaba haciendo con el martillo toc toc toc toc

    Dicha literatura, que yo devoraba en las entregas nume-rosas, era la historia de Jos Mara, el Rayo de Andaluca, o las aventuras de don Jaime el Barbudo y otros perillanes ms o menos autnticos y pintorescos en los cromos que los repre-sentaban de esta forma: Caballeros en potros estupendamente enjaezados, con renegridas chuletas en el sonrosado rostro, cubierta la colilla torera por un cordobs de siete refl ejos y tra-buco naranjero en el arzn. Por lo general ofrecan con mag-nnimo gesto una bolsa amarilla de dinero a una viuda con un infante en los brazos, detenida al pie de un altozano verde.

    Entonces yo soaba con ser bandido y estrangular corre-gidores libidinosos; enderezara entuertos, protegera a las viudas y me amaran singulares doncellas.

    Necesitaba un camarada en las aventuras de la primera edad, y ste fue Enrique Irzubeta.

    Era el tal un pelafustn a quien siempre o llamar por el edifi cante apodo de el falsifi cador.

    He aqu como se establece una reputacin y como el pres-tigio secunda al principiante en el laudable arte de embau-car al prjimo.

    Enrique tena catorce aos cuando enga al fabricante de una fbrica de caramelos, lo que es una evidente prueba de que los dioses haban trazado cul sera en el futuro el destino del amigo Enrique.

    Pero como los dioses son arteros de corazn, no me sor-prende al escribir mis memorias enterarme de que Enrique se hospeda en uno de esos hoteles que el Estado dispone para los audaces y bribones.

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    La verdad es sta:Cierto fabricante, para estimular la venta de sus productos,

    inici un concurso con opcin a premios destinados a aquellos que presentaran una coleccin de banderas de las cuales se encon-traba un ejemplar en la envoltura interior de cada caramelo.

    Estribaba la difi cultad (dado que escaseaba sobremanera) en hallar la bandera de Nicaragua.

    Estos certmenes absurdos, como se sabe, apasionan a los muchachos, que cobijados por un inters comn, computan todos los das el resultado de esos trabajos y la marcha de sus pacientes indagaciones.

    Entonces Enrique prometi a sus compaeros de barrio, ciertos aprendices de una carpintera y los hijos del tam-bero, que l falsifi cara la bandera de Nicaragua siempre que uno de los lecheros se la facilitara.

    El muchacho dudaba vacilaba conociendo la reputa-cin de Irzubeta, mas Enrique magnnimamente ofreci en rehenes dos volmenes de la Historia de Francia, escrita por M. Guizot, para que no se pusiera en tela de juicio su probidad.

    As qued cerrado el trato en la vereda de la calle, una calle sin salida, con faroles pintados de verde en las esqui-nas, con pocas casas y largas tapias de ladrillo. En distantes bardales reposaba la celeste curva del cielo, y slo entris-teca la calleja el montono rumor de una sierra sinfn o el mugido de las vacas en el tambo.

    Ms tarde supe que Enrique, usando tinta china y sangre, reprodujo la bandera de Nicaragua tan hbilmente, que el original no se distingua de la copia.

    Das despus Irzubeta luca un fl amante fusil de aire com-primido que vendi a un ropavejero de la calle Reconquista. Esto suceda por los tiempos en que el esforzado Bonnot y el valerossimo Valet aterrorizaban a Pars.

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    El juguete rabioso

    Yo ya haba ledo los cuarenta y tantos tomos que el viz-conde de Ponson du Terrail escribiera acerca del hijo adop-tivo de mam Fipart, el admirable Rocambole, y aspiraba a ser un bandido de la alta escuela.

    Bien: un da estival, en el srdido almacn del barrio, conoc a Irzubeta.

    La calurosa hora de la siesta pesaba en las calles, y yo sentado en una barrica de yerba, discuta con Hiplito, que aprovechaba los sueos de su padre para fabricar aeropla-nos con armadura de bamb.

    Hiplito quera ser aviador, pero deba resolver antes el problema de la estabilidad espontnea. En otros tiempos le preocup la solucin del movimiento continuo y sola con-sultarme acerca del resultado posible de sus cavilaciones.

    Hiplito, de codos en un peridico manchado de tocino, entre una fi ambrera con quesos y las varillas coloradas de la caja, escuchaba atentsimamente mi tesis:

    El mecanismo de un rel no sirve para la hlice. Ponle un motorcito elctrico y las pilas secas en el fuselaje.

    Entonces, como los submarinos. submarinos? El nico peligro est en que la

    corriente te queme el motor, pero el aeroplano va a ir ms sereno y antes de que se te descarguen las pilas va a pasar un buen rato.

    Ch, y con la telegrafa sin hilos no puede marchar el motor?

    Vos tendras que estudiarte ese invento. Sabs que sera lindo?

    En aquel instante entr Enrique.Ch, Hiplito, dice mam si quers darme medio kilo

    de azcar hasta ms tarde.No puedo, ch; el viejo me dijo que hasta que no arre-

    glen la libreta

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    Enrique frunci ligeramente el ceo.Me extraa, Hiplito!Hiplito agreg, conciliador:Si por mi fuera, ya sabs pero es el viejo, ch y sea-

    lndome, satisfecho de poder desviar el tema de la conversa-cin, agreg, dirigindose a Enrique:

    Ch, no lo conocs a Silvio? Este es el del can.El semblante de Irzubeta se ilumin deferente.Ah, es usted? Lo felicito. El bostero del tambo me dijo

    que tiraba como un KruppEn tanto hablaba, le observ.Era alto y enjuto. Sobre la abombada frente, manchada

    de pecas, los lustrosos cabellos negros se ondulaban seoril-mente. Tena los ojos color de tabaco, ligeramente oblicuos, y vesta traje marrn adaptado a su fi gura por manos pocos hbiles en labores sastreriles.

    Se apoy en la pestaa del mostrador, posando la barba en la palma de la mano. Pareca refl exionar.

    Sonada aventura fue la de mi can y grato me es recordarla.

    A ciertos peones de una compaa de electricidad les compr un tubo de hierro y varias libras de plomo. Con esos elementos fabriqu lo que yo llamaba una culebrina o bom-barda. Proced de esta forma:

    En un molde hexagonal de madera, tapizado interior-mente de barro, introduje el tubo de hierro. El espacio entre ambas caras interiores iba rellenado de plomo fundido. Des-pus de romper la envoltura, desbast el bloque con una lima gruesa, fi jando al can por medio de sunchos de hoja de lata en una curea fabricada con las tablas ms gruesas de un cajn de kerosene.

    Mi culebrina era hermosa. Cargaba proyectiles de dos pulgadas de dimetro, cuya carga colocaba en sacos de bra-

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    mante llenos de plvora Acariciando mi pequeo monstruo, yo pensaba:

    Este can puede matar, este can puede destruir y la conviccin de haber creado un peligro obediente y mortal me enajenaba de alegra.

    Admirados lo examinaron los muchachos de la vecindad, y ello les evidenci mi superioridad intelectual, que desde entonces prevaleci en las expediciones organizadas para ir a robar fruta o descubrir tesoros enterrados en los despobla-dos que estaban ms all del arroyo Maldonado en la parro-quia de San Jos de Flores.

    El da que ensayamos el can fue famoso. Entre un macizo de cinacina que haba en un enorme potrero en la calle Avellaneda antes de llegar a San Eduardo, hicimos el experimento. Un crculo de muchachos me rodeaba mien-tras yo, fi cticiamente enardecido, cargaba la culebrina por la boca. Luego, para comprobar sus virtudes balsticas, dirigi-mos la puntera al depsito de cinc que sobre la muralla de una carpintera prxima la abasteca de agua.

    Emocionado acerqu un fsforo a la mecha; una llamita oscura cabrillete bajo el sol y de pronto un estampido terrible nos envolvi en una nauseabunda neblina de humo blanco. Por un instante permanecimos alelados de maravi-lla: nos pareca que en aquel momento habamos descubierto un nuevo continente, o que por magia nos encontrbamos convertidos en dueos de la tierra.

    De pronto alguien grit:Rajemos!, la cana.No hubo tiempo material para hacer una retirada hon-

    rosa. Dos vigilantes a todo correr se acercaban, dudamos y sbitamente a grandes saltos huimos, abandonando la bombarda al enemigo.

    Enrique termin por decir:

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    Ch, si usted necesita datos cientfi cos para sus cosas, yo tengo en casa una coleccin de revistas que se llaman Alrededor del Mundo y se las puedo prestar.

    Desde ese da hasta la noche del gran peligro, nuestra amistad fue comparable a la de Orestes y Plades.

    * * *

    nuevo mundo pintoresco descubr en la casa de la familia Irzubeta!

    Gente memorable! Tres varones y dos hembras, y la casa regida por la madre, una seora de color de sal con pimienta, de ojillos de pescado y larga nariz inquisidora, y la abuela encorvada, sorda y negruzca como un rbol tostado por el fuego.

    A excepcin de un ausente, que era el ofi cial de polica, en aquella covacha taciturna todos holgaban con vagancia dulce, con ocios que se paseaban de las novelas de Dumas al reconfortante sueo de las siestas y al amable chismorreo del atardecer.

    La casa era obscura, hmeda, con un jardincillo de mala muerte frente a la sala. El sol nicamente entraba por la maana a un largo patio cubierto de verdinosas tejas.

    Las inquietudes sobrevenan al comenzar el mes. Se tra-taba entonces de disuadir a los acreedores, de engatusar a los gallegos de mierda, de calmar el coraje de la gente plebeya que sin tacto alguno vociferaba a la puerta can-cel reclamando el pago de las mercaderas, ingenuamente dadas a crdito.

    El propietario de la covacha era un alsaciano gordo, lla-mado Grenuillet. Reumtico, setentn y neurastnico, ter-min por acostumbrarse a la irregularidad de los Irzubeta, que le pagaban los alquileres de vez en cuando. En otros

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    tiempos haba tratado intilmente de desalojarlos de la pro-piedad, pero los Irzubeta eran parientes de jueces rancios y otras gentes de la misma calaa del partido conservador, por cuya razn se saban inamovibles.

    El alsaciano acab por resignarse a la espera de un nuevo rgimen poltico y la fl orida desvergenza de aquellos bigar-dones llegaba al extremo de enviar a Enrique a solicitar del propietario tarjetas de favor para entrar en el casino, donde el hombre tena un hijo que desempeaba el cargo de portero.

    Ah! Y qu sabrossimos comentarios, qu cristianas refl exiones se podan escuchar de las comadres que en con-cilibulo en la carnicera del barrio, comentaban piadosa-mente la existencia de sus vecinos.

    Deca la madre de una nia fesima, refi rndose a uno de los jvenes Irzubeta que en un arranque de rijosidad habale mostrado obsenamente a la doncella:

    Vea, seora, que yo no lo agarre, porque va a ser peor que si le pisara un tren.

    Deca la madre de Hiplito, mujer gorda, de rostro blan-qusimo, y siempre embarazada, tomando de un brazo al carnicero:

    Le aconsejo, don Segundo, que no les fe ni en broma. A nosotros nos tienen metido un clavo que no le digo nada.

    Pierda cuidado, pierda cuidado rezongaba austera-mente el hombre membrudo, esgrimiendo su enorme cuchi-llo en torno de un bofe.

    Ah!, y eran muy joviales los Irzubeta. Dgalo si no, el panadero que tuvo la audacia de indignarse por la morosi-dad de sus acreedores.

    Rea el tal a la puerta con una de las nias, cuando quiso su mala suerte que lo escuchara el ofi cial inspector, casual-mente de visita en la casa.

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    ste, acostumbrado a dirigir toda cuestin a puntapis, irritado por la insolencia que representaba el hecho de que el panadero quisiera cobrar lo que se le deba, expulslo a puetazos de la puerta. Esto no dej de ser una saludable leccin de crianza y muchos prefi rieron no cobrar. En fi n, la vida encarada por aquella familia era ms jocosa que un sainete bufo.

    Las doncellas, mayores de veintisis aos, y sin novio, se deleitaban en Chateaubriand, languidecan en Lamartine y Cherbuliez. Esto les haca abrigar la conviccin de que for-maban parte de una lite intelectual, y por tal motivo designaban a la gente pobre con el adjetivo de chusma.

    Chusma llamaban al almacenero que pretenda cobrar sus habichuelas, chusma a la tendera a quien haban sonsacado unos metros de puntillas, chusma al carnicero que bramaba de coraje cuando por entre los postigos, a regaadientes, se le gritaba que el mes que viene sin falta se le pagara.

    Los tres hermanos, cabelludos y fl acos, prez de vagos, durante el da tomaban abundantes baos de sol y al oscu-recer se trajeaban con el fi n de ir a granjear amoros entre las perdularias del arrabal.

    Las dos ancianas beatas y gruidoras rean a cada momento por bagatelas, o sentadas en rueda en la sala vetusta con las hijas espiaban tras los visillos, entretejan chismes; y como descendan de un ofi cial que militara en el ejrcito de Napolen I, muchas veces en la penumbra que idealizaba sus semblantes exanges, las escuch soando en mitos imperialistas, evocando aejos resplandores de nobleza, en tanto que en la solitaria acera el farolero con su prtiga coronada de una llama violeta, encenda el farol verde del gas.

    Como no disfrutaban de medios para mantener criada y como ninguna sirvienta tampoco hubiera podido soportar

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    los bros faunescos de los tres golfos cabelludos y los malos humores de las quisquillosas doncellas y los caprichos de las brujas dentudas, Enrique era el imprescindible nio de los mandados, el correveidile necesario para el buen funciona-miento de aquella coja mquina econmica, y tan acostum-brado estaba a pedir a crdito, que su descaro en ese sentido era inaudito y ejemplar. En su elogio puede decirse que un bronce era ms susceptible de vergenza que su fi no rostro.

    Las dilatadas horas libres, Irzubeta las entretena dibu-jando, habilidad para la que no careca de ingenio y delica-deza, lo que no deja de ser un buen argumento para com-probar que siempre han existido pelafustanes con aptitudes estticas. Como yo no tena nada que hacer, estaba frecuen-temente en su casa, cosa que no agradaba a las dignas ancia-nas, de quienes no se me daba un ardite.

    De esta unin con Enrique, de las prolongadas conversa-ciones acerca de bandidos y latrocinios, nos naci una sin-gular predisposicin para ejecutar barrabasadas, y un deseo infi nito de inmortalizarnos con el nombre de delincuentes.

    Decame Enrique con motivo de una expulsin de apa-ches emigrados de Francia a Buenos Aires, y que Soiza Rei-lly haba reporteado, acompaando el artculo de elocuentes fotografas:

    El presidente de la repblica tiene cuatro apaches que le cuidan las espaldas.

    Yo me rea.Dejte de macanear.Cierto, te digo, y son as y abra los brazos como un

    crucifi cado para darme una idea de la capacidad torcica de los facinerosos de marras.

    No recuerdo por medio de qu sutilezas y sinrazones lle-gamos a convencernos de que robar era accin meritoria y bella; pero s s que de mutuo acuerdo, resolvimos organizar

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    un club de ladrones, del que por el momento, nosotros solos ramos afi liados.

    Ms adelante veramos Y para iniciarnos dignamente decidimos comenzar nuestra carrera desvalijando las casas deshabitadas. Esto suceda as:

    Despus de almorzar, a la hora en que las calles estn desiertas, discretamente trajeados salamos a recorrer las calles de Flores o Caballito.

    Nuestras herramientas de trabajo eran:Una pequea llave inglesa, un destornillador y algunos

    peridicos para empaquetar lo hurtado.Donde un cartel anunciaba una propiedad en alquiler, nos

    dirigamos a solicitar referencias; compuestos los modales y compungido el rostro. Parecamos los monaguillos de Caco.

    Una vez que nos haban facilitado las llaves, con objeto de conocer las condiciones de habitabilidad de las casas en alquiler, salamos presurosos.

    An no he olvidado la alegra que experimentaba al abrir las puertas. Entrbamos violentamente; vidos de botn recorramos las habitaciones tasando de rpidas miradas la calidad de lo robable.

    Si haba instalacin de luz elctrica, arrancbamos los cables, portalmparas y timbres, las lmparas y los con-mutadores, las araas, las tulipas y las pilas; del cuarto de bao, por ser niqueladas, las canillas y las de la pileta por ser de bronce, y no nos llevbamos puertas o ventanas para no convertirnos en mozos de cordel.

    Trabajbamos instigados de cierta jovialidad dolorosa, un nudo de ansiedad detenido en la garganta, y con la presteza de los transformistas en las tablas, rindonos sin motivo, temblando por nada.

    Los cables colgaban en pingajos de los plafones descon-chados por la brusquedad del esfuerzo; trozos de yeso y

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    argamasa manchaban los pisos polvorientos; en la cocina los caos de plomo deshilachaban un interminable reguero de agua, y en pocos segundos tenamos la habilidad de dis-poner la vivienda para una costosa reparacin.

    Despus Irzubeta o yo entregbamos las llaves y con rpi-dos pasos desaparecamos.

    El lugar del reencuentro era siempre la trastienda de un plomero, cierto cromo de Cacaseno con cara de luna, crecido en aos, vientre y cuernos, porque sabase que toleraba con paciencia franciscana las infi delidades de su esposa.

    Cuando indirectamente se le haca reconocer lo que l era, l replicaba con mansedumbre pascual, que su esposa padeca de los nervios, y ante argumentos de tal solidez cientfi ca, no caba sino el silencio.

    Sin embargo, para sus intereses era un guila.El patizambo revisaba meticulosamente nuestro hatillo,

    sopesaba los cables, probaba las lmparas con objeto de veri-fi car si estaban quemados los fi lamentos, oliscaba las cani-llas y con paciencia desesperante calculaba y descalculaba, hasta terminar por ofrecernos la dcima parte de lo que vala lo robado a precio de costo.

    Si discutamos o nos indignbamos, el buen hombre levantaba las pupilas bovinas, su cara redonda sonrea con sacarronera, y sin dejarnos replicar, dndonos festivas pal-maditas en las espaldas, nos pona en la puerta de la calle con la mayor gracia del mundo y el dinero en la palma de la mano.

    Pero no se vaya a creer que circunscribamos nuestras hazaas slo a las casas desalquiladas. ines como noso-tros para el ejercicio de la garra!

    Avizorbamos continuamente las cosas ajenas. En las manos tenamos una prontitud fabulosa, en la pupila la presteza de ave de rapia. Sin apresurarnos y con la rapi-

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    dez con que cae un gerifalte sobre cndida paloma, caamos nosotros sobre lo que no nos perteneca.

    Si entrbamos en un caf y en una mesa haba un cubierto olvidado o una azucarera y el camarero se distraa, hurt-bamos ambas; y ya en los mostradores de cocina o en cual-quier otro recoveco, encontrbamos lo que creamos necesa-rio para nuestro comn benefi cio.

    No perdonbamos taza ni plato, cuchillos ni bolas de billar, y bien claro recuerdo que una noche de lluvia, en un caf muy concurrido, Enrique se llev bonitamente un gabn, y otra noche yo, un bastn con puo de oro.

    Nuestros ojos giraban como bolas y se abran como platos investigando su provecho, y en cuanto distinguamos lo ape-tecido, all estbamos sonrientes, despreocupados y dicha-racheros, los dedos prontos y la mirada bien escudriadora, para no dar golpe en falso como rateros de tres al cuarto.

    En los comercios ejercitbamos tambin esta limpia habi-lidad, y era de ver y no creer como engatusbamos a los mozuelos que atienden el mostrador en tanto que el amo duerme la siesta.

    Con un pretexto u otro, Enrique llevaba el muchacho a la vidriera de la calle, para que le cotizara precio de ciertos artculos, y si no haba gente en el despacho yo prontamente abra una vitrina y me llenaba los bolsillos de cajas de lpi-ces, tinteros artsticos, y slo una vez pudimos sangrar de su dinero a un cajn sin timbre de alarma, y otra vez en una armera llevamos un cartn con una docena de cortaplumas de acero dorado y cabo de ncar.

    Cuando durante el da no habamos podido hacernos con nada, estbamos cariacontecidos, tristes de nuestra torpeza, desengaados de nuestro porvenir.

    Entonces rondbamos malhumorados, hasta que se ofre-ca algo en que desquitarnos.

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    Mas cuando el negocio estaba en auge y las monedas eran reemplazadas por los sabrosos pesos, esperbamos a una tarde de lluvia y salamos en automvil. voluptuosi-dad entonces recorrer entre cortinas de agua las calles de la ciudad! Nos repantigbamos en los almohadones mullidos, encendamos un cigarrillo, dejando atrs las gentes apura-das bajo la lluvia, nos imaginbamos que vivamos en Pars, o en la brumosa Londres. Sobamos en silencio, la sonrisa posada en el labio condescendiente.

    Despus, en una confi tera lujosa, tombamos chocolate con vainilla, y saciados regresbamos en el tren de la tarde, dupli-cadas las energas por la satisfaccin del goce proporcionado al cuerpo voluptuoso, por el dinamismo de todo lo circundante que con sus rumores de hierro gritaba en nuestras orejas:

    Adelante, adelante!Deca yo a Enrique cierto da:Tenemos que formar una verdadera sociedad de mucha-

    chos inteligentes.La difi cultad est en que pocos se nos parecen arga

    Enrique.S, tens razn; pero no han de faltar.Pocas semanas despus de hablado esto, por diligen-

    cia de Enrique, se asoci a nosotros cierto Lucio, un maja-dero pequeo de cuerpo y lvido de tanto masturbarse, todo esto junto a una cara tan de sinvergenza que mova a risa cuando se le miraba Viva bajo la tutela de unas tas ancia-nas y devotas que en muy poco o en nada se ocupaban de l. Este badulaque tena una ocupacin favorita orgnica, y era comunicar las cosas ms vulgares adoptando precauciones como si se tratara de tremebundos secretos. Esto lo haca mirando de travs y moviendo los brazos a semejanza de ciertos artistas de cinematgrafo que actan de granujas en barrios de murallas grises.

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    De poco nos servir este energmeno dije a Enrique; mas como aportaba el entusiasmo del nefi to a la reciente cofrada, su decisin entusiasta, ratifi cada por un gesto rocambolesco, nos esperanz.

    * * *

    Ahora bien, como es de rigor no podamos carecer de local donde reunirnos y le denominamos, a propuesta de Lucio, que fue aceptada unnimemente, el Club de los Caballeros de la Media Noche.

    Dicho club estaba en los fondos de la casa de Enrique, frente a una letrineja de muros negruzcos y revoques des-conchados, y consista en una estrecha pieza de madera pol-vorienta, de cuyo techo de tablas pendan largas telas de araa. Arrojados por los rincones haba montones de tteres invlidos y despintados, herencia de un titiritero fracasado amigo de los Irzubeta, cajas diversas con soldados de plomo atrozmente mutilados, hediondos bultos de ropa sucia y cajones atiborrados de revistas viejas y peridicos.

    La puerta del cuchitril se abra a un patio oscuro de ladrillos resquebrajados, que en los das lluviosos rezumaban fango.

    No hay nadie, ch?Enrique cerr el enclenque postigo por cuyos vidrios

    rotos se vean grandes rulos de nubes de estao.Estn adentro charlando.Nos ubicamos lo ms buenamente posible. Lucio ofreci

    cigarrillos egipcios, formidable novedad para nosotros, y con donaire encendi la cerilla en la suela de sus zapatos. Dijo despus:

    Vamos a leer el Diario de Sesiones.Para que nada faltara en el susodicho club, haba tambin

    un Diario de Sesiones en el que se consignaban los proyec-

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    tos de los asociados, y tambin un sello, un sello rectangular que Enrique fabric con un corcho y en el que se poda apre-ciar el emocionante espectculo de un corazn perforado por tres puales.

    Dicho diario se llevaba por turno, el fi nal de cada acta era fi rmado, y cada rbrica llevaba su sello correspondiente.

    All podan leerse cosas como las que siguen: Propuesta de Lucio. Para robar en el futuro sin necesidad

    de ganza, es conveniente sacar en cera virgen los modelos de las llaves de todas las casas que se visiten.

    Propuesta de Enrique. Tambin se har un plano de la casa de donde se saque prueba de llaves. Dichos planos se archivarn con los documentos secretos de la orden y ten-drn que mencionar todas las particularidades del edifi cio para mayor comodidad del que tenga que operar.

    Acuerdo general de la orden. Se nombra dibujante y fal-sifi cador del Club al socio Enrique.

    Propuesta de Silvio. Para introducir nitroglicerina en un presidio, tmese un huevo, squesele la clara y la yema y por medio de una jeringa se le inyecta el explosivo.

    Si los cidos de la nitroglicerina destruyen la cscara del huevo, fabrquese con algodn plvora una camiseta. Nadie sospechar que la inofensiva camiseta es una carga explosiva.

    Propuesta de Enrique. El Club debe contar con una biblioteca de obras cientfi cas para que sus cofrades puedan robar y matar de acuerdo a los ms modernos procedimien-tos industriales. Adems, despus de pertenecer tres meses al Club, cada socio est obligado a tener una pistola Brow-ning, guantes de goma y 100 grs. de cloroformo.

    El qumico ofi cial del Club ser el socio Silvio.Propuesta de Lucio. Todas las balas debern estar enve-

    nenadas con cido prsico y se probar su poder txico cor-

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    tndole de un tiro la cola a un perro. El perro tiene que morir a los diez minutos.

    Ch, Silvio. hay? dijo Enrique.Pensaba una cosa. Habra que organizar clubes en todos

    los pueblos de la Repblica.No, lo principal interrump yo est en ponernos

    prcticos para actuar maana. No importa ahora ocuparnos de macanitas.

    Lucio acerc un bulto de ropa sucia que le serva de otomana.

    Prosegu:El aprendizaje de ratero tiene esta ventaja: darle sangre

    fra a uno, que es lo ms necesario para el ofi cio. Adems, la prctica del peligro contribuye a formarnos hbitos de prudencia.

    Dijo Enrique:Dejmonos de retricas y vamos a tratar un caso

    interesante.Aqu, en el fondo de la carnicera (la pared de la casa

    de Irzubeta era medianera respecto a dicho fondo) hay un gringo que todas las noches guarda el auto y se va a dormir a una piecita que alquila en un casern de la calle Zamudio. te parece, Silvio, que le evaporemos el magneto y la bocina?

    Sabs que es grave?No hay peligro, ch. Saltamos por la tapia. El carnicero

    duerme como una piedra. Eso s, hay que ponerse guantes.Y el perro?Y para qu lo conozco yo al perro?Me parece que se va a armar una bronca. te parece, Silvio?

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    El juguete rabioso

    No me gusta.Pero date cuenta que sacamos ms de cien mangos por

    el magneto.El negocio es lindo, pero vidrioso.Te decids vos, Lucio?La prensa? y claro.. me pongo los pantalones viejos,

    no se me rompa el jetraY vos, Silvio?Yo rajo en cuanto la vieja duerma.Y a qu hora nos encontramos?Mir, ch, Enrique. El negocio no me gusta.Por qu?No me gusta. Van a sospechar de nosotros. Los fondos

    El perro que no ladra si a mano viene dejamos rastros no me gusta. Ya sabs que no le hago ascos a nada, pero no me gusta. Es demasiado cerca y la yuta tiene olfato.

    Entonces no se hace.Sonremos como si acabramos de sortear un peligro.As vivamos das de sin par emocin, gozando el dinero de

    los latrocinios, aquel dinero que tena para nosotros un valor especial y hasta pareca hablarnos con expresivo lenguaje.

    Los billetes de banco parecan ms signifi cativos con sus imgenes coloreadas, las monedas de nquel tintinea-ban alegremente en las manos que jugaban con ellas juegos malabares. S, el dinero adquirido a fuerza de trapaceras se nos fi nga mucho ms valioso y sutil, impresionaba en una representacin de valor mximo, pareca que susurraba en las orejas un elogio sonriente y una picarda incitante. No era el dinero vil y odioso que se abomina porque hay que ganarlo con trabajos penosos, sino dinero agilsimo, una esfera de plata con dos piernas de gnomo y barba de enano, un dinero truhanesco y bailarn, cuyo aroma como el vino generoso arrastraba a divinas francachelas.

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    Nuestras pupilas estaban limpias de inquietud, osa-ra decir que nos nimbaba la frente un halo de soberbia y audacia. Soberbia de saber que al conocer nuestras acciones hubiramos sido conducidos ante un juez de instruccin.

    Sentados en torno de la mesa de un caf, a veces departamos:

    haras vos ante el Juez del Crimen?Yo responda Enrique le hablara de Darwin y de Le

    Dantec (Enrique era ateo).Y vos, Silvio?Negar siempre, aunque me cortaran el pescuezo.Y la goma?Nos mirbamos espantados. Tenamos horror de la

    goma, ese bastn que no deja seal visible en la carne; el bastn de goma con que se castiga el cuerpo de los ladrones en el Departamento de Polica cuando son tardos en confe-sar su delito.

    Con ira mal reprimida, respond:A m no me cachan. Antes matar.Cuando pronuncibamos esta palabra los nervios del

    rostro distendanse, los ojos permanecan inmviles, fi jos en una ilusoria hecatombe distante, y las ventanillas de la nariz se dilataban aspirando el olor de la plvora y de la sangre.

    Por eso hay que envenenar las balas repuso Lucio.Y fabricar bombas continu. Nada de lstima. Hay

    que reventarlos, aterrorizar a la cana. En cuanto estn descuidados, balas

    A los jueces, mandarles bombas por correoAs conversbamos en torno de la mesa del caf, sombros

    y gozosos de nuestra impunidad ante la gente, ante la gente que no saban que ramos ladrones, y un espanto delicioso nos apretaba el corazn al pensar con qu ojos nos miraran

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    El juguete rabioso

    las nuevas doncellas que pasaban, si supieran que nosotros, tan atildados y jvenes, ramos ladrones ladrones!

    * * *

    Prximamente a las doce de la noche me reun en un caf con Enrique y Lucio a ultimar los detalles de un robo que pensbamos efectuar.

    Escogiendo el rincn ms solitario, ocupamos una mesa junto a una vidriera.

    Menuda lluvia picoteaba el cristal en tanto la orquesta desgarraba la postrera brama de un tango carcelario.

    Ests seguro, Lucio, de que los porteros no estn?Segursimo. Ahora hay vacaciones y cada uno tira por

    su lado.Tratbamos nada menos que de despojar la biblioteca de

    una escuela.Enrique, pensativo, apoy la mejilla en una mano. La

    visera de la gorra le sombreaba los ojos.Yo estaba inquieto.Lucio miraba en torno con la satisfaccin de un hombre

    para quien la vida es amable. Para convencerme de que no exista ningn peligro, frunci los superciliares y confi den-cialmente me comunic por dcima vez:

    Yo s el camino. te preocups? No hay ms que saltar la verja que da a la calle y al patio. Los porteros duer-men en una sala separada del tercer piso. La biblioteca est en el segundo y al lado opuesto.

    El asunto es fcil, eso es de cajn dijo Enrique, el negocio sera bonito si uno pudiera llevarse el Diccionario Enciclopdico.

    Y en qu llevamos veintiocho tomos? Ests loco vos a menos que llames a un carro de mudanzas.

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    Pasaron algunos coches con la capota desplegada y la alta claridad de los arcos voltaicos, cayendo sobre los rboles, proyectaba en el afi rmado largas manchas temblorosas. El mozo nos sirvi caf. Continuaban desocupadas las mesas en redor, los msicos charlaban en el palco, y del saln de billares llegaba el ruido de tacos con que algunos entusias-tas aplaudan una carambola complicadsima.

    Vamos a jugar un tute arrastrado?Dejte de tute, hombre.Parece que llueve.Mejor dijo Enrique estas noches agradaban a Mon-

    tparnasse y a Tenardhier. Tenardhier deca: Ms hizo Juan Jacobo Rousseau. Era un rann el Tenardhier se, y esa parte del cal es formidable.

    Llueve todava?Volv los ojos a la plazoleta.El agua caa oblicuamente, y entre dos hileras de rboles

    el viento la ondulaba en un cortinado gris.Mirando el verdor de los ramojos y follajes iluminados

    por la claridad de plata de los arcos voltaicos, sent, tuve una visin en parques estremecidos en una noche de verano, por el rumor de las fi estas plebeyas y de los cohetes rojos reven-tando en lo azul. Esa evocacin inconsciente me entristeci.

    De aquella ltima noche azarosa conservo lcida memoria.

    Los msicos desgarraron una pieza que en la pizarra tena el nombre de Kiss-me

    En el ambiente vulgar, la meloda ondul en ritmo tr-gico y lejano. Dira que era la voz de un coro de emigrantes pobres en la sentina de un trasatlntico mientras el sol se hunda en las pesadas aguas verdes.

    Recuerdo cmo me llam la atencin el perfi l de un vio-linista de cabeza socrtica y calva resplandeciente. En su

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    El juguete rabioso

    nariz cabalgaban anteojos de cristales ahumados y se reco-noca el esfuerzo de aquellos ojos cubiertos, por la forzada inclinacin del cuello sobre el atril.

    Lucio me pregunt:Segus con Eleonora?No, ya cortamos. No quiere ser ms mi novia.Por qu?Porque s.La imagen adunada al langor de los violines me penetr

    con violencia. Era un llamado de mi otra voz, a la mirada de su rostro sereno y dulce. Oh! cunto me haba extasiado de pena su sonrisa ahora distante, y desde la mesa, con pala-bras de espritu le habl de esta manera, mientras gozaba una amargura ms sabrosa que una voluptuosidad.

    Ah! si yo hubiera podido decirte lo que te quera, as con la msica del Kiss-me disuadirte con este llanto entonces quiz pero ella me ha querido tambin no es verdad que me quisiste, Eleonora?

    Dej de llover salgamos.Vamos.Enrique arroj unas monedas en la mesa. Me pregunt:Tens el revlver?S.No fallar?El otro da lo prob. La bala atraves dos tablones de

    albail.Irzubeta agreg:Si va bien en sta me compro una Browning; pero por

    las dudas traje un puo de fi erro.Est despuntado?No, tiene cada pa que da miedo.Un agente de polica cruz el herbero de la plaza hacia

    nosotros.

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    Lucio exclam en voz alta, lo sufi ciente para ser escu-chado del polizonte:

    Es que el profesor de Geografa me tiene rabia, ch, me tiene rabia!

    Cruzada la diagonal de la plazoleta, nos encontramos frente a la muralla de la escuela, y all notamos que comen-zaba a llover otra vez.

    Rodeaba el edifi cio esquinero una hilera de copudos pl-tanos, que haca denssima la obscuridad en el tringulo. La lluvia musicalizaba un ruido singular en el follaje.

    Alta verja mostraba sus dientes agudos uniendo los dos cuerpos de edifi cio, elevados y sombros.

    Caminando lentamente escudribamos en la som-bra; despus sin pronunciar palabra trep por los barrotes, introduje un pie en el aro que eslabonaba cada dos lanzas, y de un salto me precipit al patio, permaneciendo algunos segundos en la posicin de cado, esto es: en cuclillas, inm-viles los ojos, tocando con las yemas de los dedos las baldo-sas mojadas.

    No hay nadie, ch susurr Enrique, que acababa de seguirme.

    Parece que no, pero qu hace Lucio que no baja?En las piedras de la calle escuchamos el choque acompa-

    sado de herraduras, despus se oy otro caballo al paso, y en las tinieblas el ruido fue decreciendo.

    Sobre las lanzas de hierro, Lucio asom la cabeza. Apoy el pie en un travesao y se dejo caer con tal sutileza que en el mosaico apenas cruji la suela de su calzado.

    in pas, ch?Un Ofi cial Inspector y un vigilante. Yo me hice el que

    esperaba el bondi.Pongmonos los guantes, ch.Cierto, con la emocin se me olvidaba.

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    Y ahora, adnde se va? Esto es ms oscuro quePor aquLucio ofi ci de gua, yo desenfund el revlver y los

    tres nos dirigimos hacia el patio cubierto por la terraza del segundo piso.

    En la oscuridad se distingua inciertamente una columnata.Sbitamente me estremeci la conciencia de una supre-

    maca tal sobre mis semejantes, que estrujando fraternal-mente el brazo de Enrique, dije:

    Vamos muy despacio e imprudentemente, abandon el paso mesurado, haciendo resonar el taco de mis botines.

    En el permetro del edifi cio, los pasos repercutieron multiplicados.

    La certeza de una impunidad absoluta contagi de opti-mista fi rmeza a mis camaradas, y remos con tan estridentes carcajadas, que desde la calle oscura nos ladr tres veces un perro errante.

    Jubilosos de abochornar el peligro a bofetadas de coraje, hubiramos querido secundarlo con la claridad de una fan-farria y la estrepitosa alegra de un pandero, despertar a los hombres, para demostrar qu regocijo nos engrandece las almas cuando quebrantamos la ley y entramos sonriendo en el pecado.

    Lucio, que marchaba encabezndonos, se volvi:Hago mocin para asaltar el Banco de la Nacin dentro

    de algunos das.Vos, Silvio, abrs las cajas con tu sistema de arco

    voltaico.Bonnot desde el infi erno debe aplaudirnos dijo Enrique.Vivan los apaches Lacombe y Valet! exclam.Eureka! grit Lucio. te pasa?El mancebo respondi:

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    Ya est no te deca Lucio? Si tienen que levantarte una estatua! Ya est, saben lo que es?

    Nos agrupamos en torno de l.Se fi jaron? Te fi jaste vos, Enrique, en la joyera que

    est al lado del Cine Electra? en serio, ch; no te ras. La letrina del cine no tiene techo me acuerdo lo ms bien; de all podramos subir a los techos de la joyera. Se sacan unas entradas a la noche y antes de que termine la funcin uno se escurre. Por el agujero de la llave se inyecta cloroformo con una pera de goma.

    Cierto, sabs, Lucio, que ser un golpe magnfi co? y quin va a sospechar de unos muchachos. El proyecto hay que estudiarlo.

    Encend un cigarrillo, y al resplandor de la ceriila descu-br una escalera de mrmol.

    Nos lanzamos escalera arriba.Llegando al pasadizo, Lucio con su linterna elctrica ilu-

    min el lugar, un paralelogramo restringido, prolongado a un costado por oscuro pasillo. Clavada al marco de madera de la puerta, haba una chapa esmaltada cuyos caracteres rezaban: BIBLIOTECA.

    Nos aproximamos a reconocerla. Era antigua y sus altas hojas, pintadas de verde, dejaban el intersticio de una pul-gada entre los zcalos y el pavimento.

    Por medio de una palanca se poda hacer saltar la cerra-dura de sus tornillos.

    Vamos primero a la terraza dijo Enrique. Las corni-sas estn llenas de lmparas elctricas.

    En el corredor encontramos una puerta que conduca a la terraza del segundo piso. Salimos. El agua chasqueaba en los mosaicos del patio, y junto a un alto muro alquitranado, el vvido resplandor de un relmpago descubri una garita de madera, cuya puerta de tablas permaneca entreabierta.

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    El juguete rabioso

    A momentos la sbita claridad de un rayo descubra un lejano cielo violeta desnivelado de campanarios y techados. El alto muro alquitranado recortaba siniestramente, con su catadura carcelaria, lienzos de horizonte.

    Penetramos a la garita. Lucio encendi otra vez su linterna.

    En los rincones del cuartujo, estaban amontonadas bol-sas de aserrn, trapos de fregado, cepillos y escobas nuevas. El centro lo ocupaba una voluminosa cesta de mimbre.

    habr ah dentro? Lucio levant la tapa.Bombas.A ver?Codiciosos nos inclinamos hacia la rueda luminosa que

    proyectaba la linterna. Entre el aserrn brillaban cristalinas esfericidades de lmparas de fi lamento.

    No estarn quemadas?No, las habran tirado mas, para convencernos, dili-

    gente examin los fi lamentos en sus geometras. Estaban intactos.

    vidamente robbamos en silencio, llenados los bolsillos, y no parecindonos sufi ciente cogimos una bolsa de tela que tambin llenamos de lmparas. Lucio, para evitar que tinti-nearan, cubri los intersticios de aserrn.

    En el vientre de Irzubeta el pantaln marcaba una protu-berancia enorme. Tantas lmparas haba ocultado all.

    Mirlo a Enrique, est preado.La chuscada nos hizo sonrer.Prudentemente nos retiramos. Como lejanas campanilli-

    tas sonaban las peras de cristal.Al detenernos frente a la biblioteca, Enrique invit:Mejor que entremos a buscar libros.Y con qu abrimos la puerta?Yo vi una barra de fi erro en la piecita.

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    Sabs qu hacemos? Las lmparas las empaquetamos, y como la casa de Lucio es la que est ms cerca, puede llevrselas.

    El granuja barbot:Mierda! Yo solo no salgo no quiero ir a dormir a la

    leonera.La pecadora traza del granuja! Habasele saltado el botn

    del cuello, y su corbata verde se mantena a medias sobre la camisa de pechera desgarrada. Aadid a esto una gorra con la visera sobre la nuca, la cara sucia y plida, los puos de la camisa desdoblados en torno de los guantes, y tendris la desfachatada estampa de ese festivo masturbador injertado en un conato de reventador de pisos.

    Enrique, que terminaba de alinear sus lmparas, fue a buscar la barra de hierro.

    Lucio rezong: rana es Enrique, no te parece?, largarme de car-

    nada a m solo.No macanis. De aqu a tu casa hay slo tres cuadras.

    Bien podas ir y venir en cinco minutos.No me gusta.Ya s que no te gusta no es ninguna novedad que sos

    puro aspamento.Y si me encuentra un cana?Raj; para qu tens piernas?Sacudindose como un perro de aguas, entr Enrique.Y ahora?Dame, vas a ver.Envolv el extremo de la palanca en un pauelo, introdu-

    cindola en el resquicio, mas repar que en vez de presionar hacia el suelo deba hacerlo en direccin contraria.

    Cruji la puerta y me detuve.Apret un poco ms chist Enrique.

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    El juguete rabioso

    Aument la presin y renovse el alarmante chirrido.Dejme a m.El empuje de Enrique fue tan enrgico, que el primitivo

    rechinamiento estall en un estampido seco.Enrique se detuvo y permanecimos inmviles, alelados. brbaro! protest Lucio.Podamos escuchar nuestras anhelantes respiraciones. Lucio

    involuntariamente apag la linterna y esto, aunado al espanto primero, nos detuvo en la posicin de acecho, sin el atrevi-miento de un gesto, con las manos temblorosas y extendidas.

    Los ojos taladraban esa oscuridad; parecan escuchar, recoger los sonidos insignifi cantes y postreros. Aguda hiper-estesia pareca dilatarnos los odos y permanecamos como estatuas, entreabiertos los labios en la expectativa.

    hacemos? murmur Lucio.El miedo se quebrant.No s qu inspiracin me impuls a decir a Lucio:Tom el revlver y andte a vigilar la entrada de la

    escalera, pero abajo. Nosotros vamos a trabajar.Y las bombas quin las envuelve?Ahora te interesan las bombas? And, no te preocups.Y el gentil perdulario desapareci despus de arrojar al

    aire el revlver y recogerlo en su vuelo con un cinematogr-fi co gesto de apache.

    Enrique abri cautelosamente la puerta de la biblioteca.Se pobl la atmsfera de olor a papel viejo, y a la luz de la

    linterna vimos huir una araa por el piso encerado.Altas estanteras barnizadas de rojo tocaban el cielo raso,

    y la cnica rueda de luz se mova en las oscuras libreras, iluminando estantes cargados de libros.

    Majestuosas vitrinas aadan un decoro severo a lo sombro, y tras de los cristales, en los lomos de cuero, de tela y de pasta, relucan las guardas arabescas y ttulos dorados de los tejuelos.

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    Irzubeta se aproxim a los cristales.Al soslayo le iluminaba la claridad refl eja y como un bajo-

    rrelieve era su perfi l de mejilla rechupada, con la pupila inm-vil y el cabello negro redondeando armoniosamente el crneo hasta perderse en declive en los tendones de la nuca.

    Al volver a m sus ojos, dijo sonriendo:Sabs que hay buenos libros?S, y de fcil venta.Cunto har que estamos?Ms o menos media hora.Me sent en el ngulo de un escritorio distante pocos pasos

    de la puerta, en el centro de la biblioteca, y Enrique me imit.Estbamos fatigados. El silencio del saln oscuro pene-

    traba nuestros espritus, desplegndolos para los grandes espacios de recuerdo e inquietud.

    Decme, por qu rompiste con Eleonora? s yo. Te acords? Me regalaba fl ores.Y?Despus me escribi unas cartas. Cosa rara. Cuando

    dos se quieren parece adivinarse el pensamiento. Una tarde de domingo sali a dar vuelta a la cuadra. No s por qu yo hice lo mismo, pero en direccin contraria y cuando nos encontramos, sin mirarme alarg el brazo y me dio una carta. Tena un vestido rosa t, y me acuerdo que muchos pjaros cantaban en lo verde.

    te deca?Cosas tan sencillas. e esperara te das cuenta? e

    esperara a ser ms grande.Discreta.Y qu seriedad, ch Enrique! Si vos supieras. Yo estaba

    all, contra el fi erro de la verja. Anocheca. Ella callaba a momentos me miraba de una forma y yo senta ganas de llorar y no nos decamos nada qu nos bamos a decir?

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    El juguete rabioso

    As es la vida dijo Enrique, pero vamos a ver los libros. Y el Lucio se? A veces me da rabia. tipo vago!

    Dnde estarn las llaves?Seguramente en el cajn de la mesa.Registramos el escritorio, y en una caja de plumas las

    hallamos.Rechin una cerradura y comenzamos a investigar.Sacando los volmenes los hojebamos, y Enrique que

    era algo sabedor de precios deca:No vale nada, o vale.Las Montaas del Oro.Es un libro agotado. Diez pesos te lo dan en cualquier

    parte.Evolucin de la Materia, de Lebn. Tiene fotografas.Me la reservo para m dijo Enrique.Rouquete. mica Orgnica e Inorgnica.Ponlo ac con los otros.Clculo Infi nitesimal.Eso es matemtica superior. Debe ser caro.Y esto?Cmo se llama?Charles Baudelaire. Su vida.A ver, alcanz.Parece una biografa. No vale nada.Al azar entreabra el volumen.Son versos. dicen?Le en voz alta: Yo te adoro al igual de la bveda nocturnaoh!, vaso de tristezas, oh!, blanca taciturna, Eleonora pens. Eleonora.

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    y vamos a los asaltos, vamos,como frente a un cadver, un coro de gitanos Ch, sabs que esto es hermossimo? Me lo llevo para

    casa.Bueno, mir, entanto que yo empaqueto libros, vos

    arreglte las bombas.Y la luz?Tratela aqu.Segu la indicacin de Enrique. Trajinbamos silencio-

    sos, y nuestras sombras agigantadas movanse en el cielo raso y sobre el piso de la habitacin, desmesuradas por la penumbra que ensombreca los ngulos. Familiarizado con la situacin de peligro, ninguna inquietud entorpeca mi destreza.

    Enrique en el escritorio acomodaba los volmenes y echaba un vistazo a sus pginas. Yo con amao haba termi-nado de envolver las lmparas, cuando en el pasillo recono-cimos los pasos de Lucio.

    Se present con el semblante desencajado, gruesas gotas de sudor le perlaban en la frente.

    Ah viene un hombre Entr recin apaguen.Enrique lo mir atnito y maquinalmente apag la lin-

    terna; yo, espantado, recog la barra de hierro que no recuerdo quin haba abandonado junto al escritorio. En la oscuridad me cea la frente un cilicio de nieve.

    El desconocido trepaba la escalera y sus pasos eran inciertos.

    Repentinamente el espanto lleg a su colmo y me transfi gur.

    Dejaba de ser el nio aventurero; se me envararon los nervios, mi cuerpo era una estatua ceuda rebalsando de

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    El juguete rabioso

    instintos criminales, una estatua erguida sobre los miem-bros tensos, agazapados en la comprensin del peligro.

    in ser? suspir Enrique.Lucio respondi con el codo.Ahora le escuchbamos ms prximo, y sus pasos retum-

    baban en mis odos, comunicando la angustia del tmpano atentsimo al temblor de la vena.

    Erguido, con ambas manos sostena la palanca encima de mi cabeza, presto para todo, dispuesto a descargar el golpe y en tanto escuchaba, mis sentidos discernan con prontitud maravillosa el cariz de los sonidos, persiguindolos en su origen, defi niendo por sus estructuras el estado psicolgico del que los provocaba Con vrtigo inconsciente analizaba:

    Se acerca no piensa si pensara no pisara as arrastra los pies si sospechara no tocara el suelo con el taco acompaara el cuerpo en la actitud siguiendo el impulso de las orejas que buscan el ruido y de los ojos que buscan el cuerpo, andara en punta de pies y l lo sabe est tranquilo.

    De pronto, una enronquecida voz, cant all, abajo, con la melancola de los borrachos:

    Maldito aquel da que te conoc,ay macarena, ay macarena. La soolienta cancin se quebr bruscamente.Ha sospechado no pero s no a ver cre que mi

    corazn se agrietaba, con tanta fuerza arrojaba la sangre en las venas.

    Al llegar al pasillo, el desconocido rezong nuevamente: ay macarena, ay macarena.

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    Enrique susurr, Enrique.Nadie respondi.Con una agria hediondez de vino, trajo el viento el ruido

    de un eructo.Es un borracho sopl en mi oreja Enrique. Si viene

    lo amordazamos.El intruso se alejaba arrastrando los pies, y desapareci

    al fi nal del corredor. En un recodo se detuvo, y le escucha-mos forcejear en el picaporte de una puerta que cerr estre-pitosamente tras l.

    De buena nos libramos!Y vos, Lucio Por qu ests tan callado?De alegra, hermano, de alegra.Y cmo lo viste?Estaba sentado en la escalera; aqu te quiero ver. Zas, de

    pronto siento un ruido, me asomo y veo la puerta de fi erro que se abre. Te lavoglio dire. emocin!

    Mir si el tipo se nos viene al humo.Yo lo enfro dijo Enrique.Y ahora qu hacemos? vamos a hacer? Irnos, que es hora.Bajamos en puntillas sonriendo. Lucio llevaba el paquete

    de las lmparas. Enrique y yo dos pesados bultos de libros. No s por qu, en la oscuridad de la escalera pens en el res-plandor del sol, y re despacio.

    De qu te res? pregunt malhumorado Enrique.No s.No encontraremos ningn cana?No, de aqu a casa no hay.Ya lo dijiste antes.Adems, con esta lluvia!Caramba! hay, ch Enrique?

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    El juguete rabioso

    Me olvid cerrar la puerta de la biblioteca. Dame la linterna.

    Se la entregu, y a grandes pasos Irzubeta desapareci.Aguardndole, nos sentamos sobre el mrmol de un escaln.Temblaba de fro en la oscuridad. El agua se estrellaba

    rabiosamente contra los mosaicos del patio. Involuntaria-mente se me cerraron los prpados, y por mi espritu res-bal, en un anochecimiento lejano, el semblante de implora-cin de la amada nia, inmvil, junto al lamo negro. Y la voz interior, recalcitrante, insista:

    Te he querido, Eleonora! Ah!, si supieras cunto te he querido!

    Cuando lleg Enrique, traa unos volmenes bajo el brazo.

    Y eso?Es la Geografa de Malte Brun. Me la guardo para m.Cerraste bien la puerta?S, lo mejor que pude.Habr quedado bien?No se conoce nada.Ch, y el curdeln ese? Habr cerrado con llave la

    puerta de calle?La ocurrencia de Enrique fue acertada. La puerta cancel

    estaba entreabierta y salimos.Un torrente de agua, borbolleando, corra entre dos ace-

    ras, y menguada su furia, la lluvia descenda fi na, compacta, obstinada.

    A pesar de la carga, prudencia y temor aceleraban la sol-tura de nuestras piernas.

    Lindo golpe.S, lindo. opins, Lucio, que dejemos esto en tu casa?Y si va la cana a requisar?

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    No digs estupideces; maana mismo reducimos todo.Cuntas bombas traeremos?Treinta.Lindo golpe repiti Lucio. Y de libros?Ms o menos yo calcul setenta pesos dijo Enrique. hora tens, Lucio?Deben ser las tres. tarde!No, no era tarde, mas la fatiga, la angustia remota, las

    tinieblas y el silencio, los rboles goteando en nuestras espaldas enfriadas, todo ello haca que la noche nos pare-ciera eterna, y dijo Enrique con melancola:

    S, es demasiado tarde.Estremecidos de fro y cansancio, entramos a la casa de

    Lucio.Despacio, ch, no se despierten las viejas.Y dnde guardamos esto?Esprensen.Lentamente gir la puerta en sus goznes. Lucio penetr a

    la habitacin e hizo girar la llave del conmutador.Pasen, ch, les presento mi buln.El ropero en un ngulo, una mesita de madera blanca, y

    una cama. Sobre la cabecera del lecho extenda sus retorcidos brazos piadosos un Cristo Negro, y en un marco, en actitud dolorossima, miraba al cielo raso un cromo de Lida Borelli.

    Extenuados nos dejamos caer en la cama.En los semblantes relajados de sueo, la fatiga acrecen-

    taba la oscuridad de las ojeras. Nuestras pupilas inmviles permanecan fi jas en los muros blancos, ora prximos, ora distantes, como en la ptica fantstica de una fi ebre.

    Lucio ocult los paquetes en el ropero y pensativo sen-tse en el borde de la mesa, cogindose una rodilla entre las dos manos.

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    El juguete rabioso

    Y la Geografa?Me la llevo.El silencio torn a pesar sobre los espritus mojados, sobre

    nuestros semblantes lvidos, sobre las entreabiertas manos amoratadas.

    Me levant sombro, sin apartar la mirada del muro blanco.

    Dame el revlver, me voy.Te acompao dijo Irzubeta incorporndose en el lecho,

    y en la oscuridad nos perdimos por las calles sin pronunciar palabras, con adusto rostro y encorvadas espaldas.

    * * *

    Terminaba de desnudarme, cuando tres golpes frenticos repercutieron en la puerta de la calle, tres golpes urgentsi-mos que me erizaron el cabello.

    Vertiginosamente pens:La polica me ha seguido la polica la polica

    jadeaba mi alma.El golpe aullador se repiti otras tres veces, con ms

    ansiedad, con ms furor, con ms urgencia.Tom el revlver y desnudo sal a la puerta.No termin de abrir la hoja y Enrique se desplom en mis

    brazos.Algunos libros rodaron por el pavimento.Cerr, cerr que me persiguen; cerr, Silvio habl con

    voz enronquecida Irzubeta.Lo arrastr bajo el techo de la galera. pasa, Silvio, qu pasa? grit mi madre asustada

    desde su habitacin.Nada, callate un vigilante que lo corra a Enrique por

    una pelea.

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    R A

    En el silencio de la noche, que el miedo haca cmplice de la justicia inquisidora, reson el silbido del pito de un poli-zonte, y un caballo al galope cruz la bocacalle. Otra vez el terrible sonido, multiplicado, se repiti en distintos puntos cercanos.

    Como serpentinas cruzaban la altura las clamantes lla-madas de los vigilantes.

    Un vecino abri la puerta de calle, se escucharon las voces de un dilogo, y Enrique y yo en la oscuridad de la galera, temblorosos nos estrechbamos uno contra otro. Por todas partes los silbos inquietantes se prolongaban amenazadores, numerosos, en tanto que de la carrera siniestra para cazar al delincuente, nos llegaba el ruido de herraduras de caballos, de galopes frenticos, las bruscas detenciones en el resbala-dizo adoquinado, el retroceso de los polizontes. Y yo tena al perseguido entre mis brazos, su cuerpo tembloroso de espanto contra m, y una misericordia infi nita me inclinaba hacia el adolescente quebrantado.

    Lo arrastr hasta mi tugurio. Le castaeteaban los dien-tes. Tiritando de miedo, se dej caer en una silla y sus azo-radas pupilas engrandecidas de espanto se fi jaron en la son-rosada pantalla de la lmpara.

    Otra vez cruz un caballo la calle, pero con tanta lentitud que crease detendra frente a mi casa. Despus, el vigilante espole su cabalgadura y las llamadas de los silbatos que se hacan menos frecuentes, cesaron por completo.

    Agua, dame agua!Le alcanc una garrafa, y bebi vidamente. En su gar-

    ganta el agua cantaba. Un suspiro amplio le contrajo el pecho.

    Despus, sin apartar la inmvil pupila de la pantalla sonrosada, sonri con la sonrisa extraa e incierta de quien despierta de un miedo alucinante.

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    El juguete rabioso

    Dijo:Gracias, Silvio y an sonrea, ilimitadamente anchu-

    rosa el alma en el inesperado prodigio de su salvacin.Pero decime, cmo fue?Mir. Iba por la calle. No haba nadie. Al doblar en la

    esquina de Sud Amrica, me doy cuenta que bajo un foco me estaba mirando un vigilante. Instintivamente me par, y l me grit:

    lleva ah?Ni decirlo, sal como un diablo. l corra tras m, pero

    como tena el capote puesto no poda alcanzarme lo dejaba atrs cuando a lo lejos siento otro, venir a caballo y el pito, el que me corra toc pito. Entonces hice fuerza y lle-gu hasta ac.

    Has visto Por no dejar los libros en casa de Lucio! Mir si te cachan! Nos arrean a todos a la leonera. Y los libros? No perdiste los libros por la calle?

    No, se cayeron ah en el corredor.Al ir a buscarlos, tuve que explicarle a mam:No es nada malo. Resulta que Enrique estaba jugando

    al billar con otro muchacho y sin querer rompi el pao de la mesa. El dueo quiso cobrarle y como no tena plata se arm una trifulca.

    * * *

    Estamos en casa de Enrique.Un rayo rojo penetra por el ventanuco de la covacha de

    los tteres.Enrique refl exiona en su rincn, y una arruga dilatada le

    hiende la frente desde la raz de los cabellos al ceo. Lucio fuma recostado en un montn de ropa sucia y el humo del cigarrillo envuelve en una neblina su plido rostro. Por

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    encima de la letrineja, desde una casa vecina, llega la melo-da de un vals desgranado lentamente en el piano.

    Yo estoy sentado en el suelo. Un soldadito sin piernas, rojo y verde, me mira desde su casa de cartn descalabrada. Las hermanas de Enrique rien afuera con voz desagradable.

    Entonces?Enrique levanta la noble cabeza y mira a Lucio.Entonces?Yo miro a Enrique.Y qu te parece a vos, Silvio? contina Lucio.No hay que hacerle; dejarse de macanear, si no, vamos

    a caer.Anteanoche estuvimos dos veces a punto.S, la cosa no puede ser ms clara y Lucio por dcima

    vez relee complacido el recorte de un diario:Hoy a las tres de la madrugada el agente Manuel Carls,

    de parada en la calle Avellaneda y Sud Amrica, sorprendi a un sujeto en actitud sospechosa y que llevaba un paquete bajo el brazo. Al intimarle alto, el desconocido ech a correr, desapareciendo en uno de los terrenos baldos que hay en las calles inmediatas al lugar. La comisara de la seccin 38 ha tomado intervencin.

    As que el club se disuelve? dice Enrique.No. Paraliza sus actividades por tiempo indeterminado

    replica Lucio. No es programa trabajar ahora que la poli-ca husmea algo.

    Cierto; sera una estupidez.Y los libros?Cuntos tomos son?Veintisiete.Nueve para cada uno pero no hay que olvidarse de

    borrar con cuidado los sellos del Consejo EscolarY las bombas?

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    El juguete rabioso

    Con presteza Lucio replica:Miren, ch, yo de las bombas no quiero saber ni medio.

    Antes de ir a reducirlas, las tiro a la letrina.S, cierto, es un poco peligroso ahora.Irzubeta calla.Ests triste, ch Enrique?Una sonrisa extraa le tuerce la boca; encgese de hom-

    bros y con vehemencia, irguiendo el busto dice:Ustedes desisten, claro, no para todos es la bota de

    potro, pero yo, aunque me dejen solo, voy a seguir.En el muro de la covacha de los tteres, el rayo rojo ilu-

    mina el demacrado perfi l del adolescente.

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    CAPTULO II

    LOS TRABAJOS Y LOS DAS

    COMO el dueo de la casa nos aumentara el alquiler, nos mudamos de barrio, cambindonos a un siniestro casern de la calle Cuenca, al fondo de Floresta.

    Dej de verlos a Lucio y Enrique, y una agria tiniebla de miseria se enseore de mis das.

    Cuando cumpl los quince aos, cierto atardecer mi madre me dijo:

    Silvio, es necesario que trabajes.Yo que lea un libro junto a la mesa, levant los ojos

    mirndola con rencor. Pens: trabajar, siempre trabajar. Pero no contest.

    Ella estaba de pie frente a la ventana. Azulada claridad crespuscular incida en sus cabellos emblanquecidos, en la frente amarilla, rayada de arrugas, y me miraba oblicua-mente, entre disgustada y compadecida, y yo evitaba encon-trar sus ojos.

    Insisti comprendiendo la agresividad de mi silencio.Tens que trabajar, entends? T no quisiste estudiar.

    Yo no te puedo mantener. Es necesario que trabajes.Al hablar apenas mova los labios, delgados como dos

    tablitas. Esconda las manos en los pliegues del chal negro que modelaba su pequeo busto de hombros cados.

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    Tens que trabajar, Silvio.Trabajar, trabajar de qu? Por Dios qu quiere que

    haga? que fabrique el empleo? Bien sabe usted que he buscado trabajo.

    Hablaba estremecido de coraje; rencor a sus palabras ter-cas, odio a la indiferencia del mundo, a la miseria acosadora de todos los das, y al mismo tiempo una pena innominable: la certeza de la propia inutilidad.

    Mas ella insista como si fueran sas sus nicas palabras.Tens que trabajar.De qu? a ver de qu?Maquinalmente se acerc a la ventana, y con un movi-

    miento nervioso arregl las arrugas de la cortina. Como si le costara trabajo decirlo:

    En La Prensa siempre pidenS, piden lavacopas, peones quiere que vaya de

    lavacopas?No, pero tens que trabajar. Lo poco que ha quedado

    alcanza para que termine Lila de estudiar. Nada ms. quers que haga?

    Bajo la orla de la saya ense un botn descalabrado y dijo:

    Mira qu botines. Lila para no gastar en libros tiene que ir todos los das a la biblioteca. quers que haga, hijo?

    Ahora su voz era de tribulacin. Un surco oscuro le hen-da la frente desde el ceo hasta la raz de los cabellos, y casi le temblaban los labios.

    Est bien, mam, voy a trabajar.Cunta desolacin. La claridad azul remachaba en el

    alma la monotona de toda nuestra vida, cavilaba hedionda, taciturna.

    Desde afuera oase el canto triste de una rueda de nios: La torre en guardia.

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    El juguete rabioso

    La torre en guardia.La quiero conquistar.Suspir en voz baja. ms quisiera que pudieras estudiar.Eso no vale nada.El da que Lila se reciba y t publiquesLa voz era mansa, con tedio de pena.Habase sentado junto a la mquina de coser, y en el per-

    fi l, bajo la fi na lnea de la ceja, el ojo era un cuvano de som-bra con una chispa blanca y triste. Su pobre espalda encor-vada, y la claridad azul en la lisura de los cabellos dejaba cierta claridad de tmpano.

    Cuando pienso murmur.Ests triste, mam?No contest.De pronto: ers que lo hable al seor Naydath? Pods aprender

    a ser decorador. No te gusta el ofi cio?Es igual.Sin embargo, ganan mucho dineroMe sent impulsado a levantarme, a cogerla de los hom-

    bros y zamarrearla, gritndole en las orejas:No hable de dinero, mam, por favor! No hable

    cllese!Comprendi mi silencio agrio, y el alma se le cay a los

    pies. edse alelada, ms pequea, y sin embargo estreme-

    cida del rencor que an le gritaba por mis ojos.No hable de dinero, mam, por favor no hable

    cllese!Estbamos all, inmviles de angustia. Afuera la ronda

    de chicos an cantaba con meloda triste:

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    La torre en guardia.La torre en guardia.La quiero conquistar. Pens:Y as es la vida, y cuando yo sea grande y tenga un hijo,

    le dir:Tens que trabajar. Yo no te puedo mantener. As es la

    vida. Un ramalazo de fro me sacuda en la silla.Ahora, mirndola, observando su cuerpo tan mezquino,

    se me llen el corazn de pena.Crea verla fuera del tiempo y del espacio, en un paisaje

    sequizo, la llanura parda y el cielo metlico de tan azul. Yo era tan pequeo que ni caminar poda, y ella fl agelada por las sombras, angustiadsima, caminaba a la orilla de los cami-nos, llevndome en sus brazos, calentndome las rodillas con el pecho, estrechando todo mi cuerpecito contra su cuerpo mezquino, y peda a las gentes para m, y mientras me daba el pecho, un calor de sollozo le secaba la boca, y de su boca hambrienta se quitaba el pan para mi boca, y de sus noches el sueo para atender a mis quejas, y con los ojos resplande-cientes, con su cuerpo vestido de mseras ropas, tan pequea y tan triste, se abra como un velo para cobijar mi sueo.

    Pobre mam! Y hubiera querido abrazarla, hacerle incli-nar la emblanquecida cabeza en mi pecho, pedirle perdn de mis palabras duras, y de pronto, en el prolongado silencio que guardbamos, le dije con voz vibrante:

    S, voy a trabajar, mam. edamente:

    Est bien, hijo, est bien y otra vez la pena honda nos sell los labios.

    Afuera, sobre la sonrosada cresta de un muro, resplande-ca en lo celeste un flgido tetragrama de plata.

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    * * *

    Don Gaetano tena su librera, o mejor dicho, su casa de compra y venta de libros usados, en la calle Lavalle al 800, un saln inmenso, atestado hasta el techo de volmenes.

    El local era ms largo y tenebroso que el antro de Trofonio.

    Donde se miraba haba libros: libros en mesas formadas por tablas encima de caballetes, libros en los mostradores, en los rincones, bajo las mesas y en el stano.

    Anchurosa portada mostraba a los transentes el con-tenido de la caverna, y en los muros de la calle colgaban volmenes de historias para imaginaciones vulgares, la novela de Genoveva de Brabante y Las aventuras de Muso-lino. Enfrente, como en un colmenar, la gente rebulla por el atrio de un cinematgrafo, con su campanilla repique-teando incesantemente.

    Al mostrador, junto a la puerta, atenda la esposa de don Gaetano, una mujer gorda y blanca, de cabello castao y ojos admirables por su expresin de crueldad verde.

    No est don Gaetano?La mujer me seal un granduln que en mangas de

    camisa miraba desde la puerta el ir y venir de las gentes. Anudaba una corbata negra al cuello desnudo, y el pelo ensortijado sobre la frente tumultuosa dejaba ver entre sus anillos la punta de las orejas. Era un bello tipo, con su recie-dumbre y piel morena, mas, bajo las pestaas hirsutas, los ojos grandes y de aguas convulsas, causaban desconfi anza.

    El hombre cogi la carta donde me recomenda-ban, la ley; despus, entregndola a su esposa, quedse examinndome.

    Gran arruga le henda la frente, y por su actitud acechante y placentera adivinbase al hombre de natural desconfi ado

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    y trapacero a la par que meloso, de azucarada bondad fi n-gida y de falsa indulgencia en sus gruesas carcajadas.

    As que vos antes trabajaste en una librera?S, patrn.Y trabajaba mucho el otro?Bastante.Pero no tiene tanto libro como ac, eh?Oh, claro, ni la dcima parte.Despus a su esposa:Y Mosi no vendr ms a trabajar?La mujer con tono spero:As son todos estos piojosos. Cuando se matan el ham-

    bre y aprenden a trabajar se van.Dijo, y apoy el mentn en la palma de la mano, mos-

    trando entre la manga de la blusa verde un trozo de brazo desnudo. Sus ojos crueles se inmovilizaron en la calle tran-sitadsima. Incesantemente repiqueteaba la campanilla del bigrafo, y un rayo de sol, adentrado entre dos altos muros, iluminaba la fachada oscura del edifi cio de Dardo Rocha.

    Cunto quers ganar?Yo no s usted sabeBueno, mir Te voy a dar un peso y medio, y casa y

    comida, vas a estar mejor que un prncipe, eso s y el hom-bre inclinaba su greuda cabeza, aqu no hay horario la hora de ms trabajo es de ocho de la noche a once

    Cmo, a las once de la noche?Y qu ms quiere, un muchacho como vos estar hasta

    las once de la noche, mirando pasar lindas muchachas. Eso s, a la maana nos levantamos a las diez.

    Recordando el concepto que don Gaetano le mereca al que me recomendara, dije:

    Est bien, pero como yo necesito la plata, usted todas las semanas me va a pagar.

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    El juguete rabioso

    , tiene desconfi anza?No, seora, pero como en mi casa necesitan y somos

    pobresusted comprenderLa mujer volvi su mirada ultrajante a la calle.Bueno prosigui don Gaetano, vente maana a

    las diez al departamento; vivimos en la calle Esmeralda y anotando la direccin en un trozo de papel me la entreg.

    La mujer no respondi a mi saludo. Inmvil, la mejilla posando en la palma de la mano y el brazo desnudo apoyado en el lomo de los libros, fi jos los ojos en el frente de la casa de Dardo Rocha, pareca el genio tenebroso de la caverna de los libros.

    * * *

    A las nueve de la maana me detuve en la casa donde viva el librero. Despus de llamar, guarecindome de la llu-via, me recog en el zagun.

    Un viejo barbudo, envuelto el cuello en una bufanda verde y la gorra hundida hasta las orejas, sali a recibirme.

    quiere?Yo soy el nuevo empleado.Suba.Me lanc por el vano de la escalera, sucia en los peldaos.Cuando llegamos al pasillo, el hombre dijo:Esprese.Tras los vidrios de la ventana que daba a la calle, frente a

    la balconada, vease el achocolatado cartel de hierro de una tienda. La llovizna resbalaba lentamente por la convexidad barnizada. All lejos, una chimenea entre dos tanques arro-jaba grandes lienzos de humo al espacio pespunteado por agujas de agua.

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    Repetanse los nerviosos golpes de campana de los tran-vas, y entre el trolley y los cables vibraban chispas viole-tas; el cacareo de un gallo afnico vena no s de dnde.

    Sbita tristeza me sobrecogi al enfrentarme al aban-dono de aquella casa.

    Los cristales de las puertas estaban sin cortinas, los pos-tigos cerrados.

    En un rincn del hall, en el piso cubierto de polvo, haba olvidado un trozo de pan duro, y en la atmsfera fl otaba olor a engrudo agrio: cierta hediondez de suciedad harto tiempo hmeda.

    Miguel grit con voz desapacible la mujer desde adentro.

    Va, seora.Est el caf?El viejo levant los brazos al aire y cerrando los puos se

    dirigi a la cocina por un patio mojado.Miguel.Seora.Dnde estn las camisas que trajo Eusebia?En el bal chico, seora.Don Miguel habl socarronamente el hombre.Diga, don Gaetano.Cmo le va, don Miguel?El viejo movi la cabeza a diestra y siniestra, levantando

    desconsoladamente los ojos al cielo.Era fl aco, alto, carilargo, con barba de tres das en las

    fl ccidas mejillas y expresin lastimera de perro huido en los ojos legaosos.

    Don Miguel.Diga, don Gaetano.And a comprarme un Avanti.El viejo se marchaba.

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    Miguel.Seora.Trate medio kilo de azcar a cuadritos, y que te la den

    bien pesada.Una puerta se abri, y sali don Gaetano prendindose

    la bragueta con las dos manos y suspendido del encrespado cabello, sobre la frente, un trozo de peine.

    hora es?No s.Mir al patio.Puerco tiempo murmur, y despus comenz a

    peinarse.Llegado don Miguel con el azcar y los toscanos, don

    Gaetano dijo:Trate la canasta, despus te llevs el caf al negocio y

    encasquetndose un grasiento sombrero de fi eltro tom la canasta que le entregaba el viejo y dndomela, dijo:

    Vamos al mercado.Al mercado?Tom mi frase al vuelo.Un consejo, ch Silvio. A m no me gusta decir dos veces

    las cosas. Adems comprando en el mercado uno sabe lo que come.

    Entristecido sal tras l con la canasta, una canasta impdicamente enorme, que golpendome las rodillas con su chillonera haca ms profunda, ms grotesca la pena de ser pobre.

    eda lejos el mercado?No, hombre, ac en Carlos Pellegrini y observndome

    cariacontecido dijo:Parece que tens vergenza de llevar una canasta. Sin

    embargo el hombre honesto no tiene vergenza de nada, siempre que sea trabajo.

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    Un dandy a quien roc con la cesta me lanz una mirada furiosa; un rubicundo portero uniformado desde temprano con magnfi ca librea y brandeburgos de oro, observme ir-nico, y un granujilla que pas, como quien lo hace inadverti-damente, dio un puntapi al trasero de la cesta, y la canasta de un rojo rbano, impdicamente grande, me colmaba de ridculo.

    Oh!, irona, y yo era el que haba soado en ser un bandido grande como Rocambole y un poeta genial como Baudelaire!

    Pensaba:Y para vivir hay que sufrir esto? todo esto tener que

    pasar con una canasta al lado de esplndidas vidrierasPerdimos casi toda la maana vagando por el Mercado

    del Plata.Bella persona era don Gaetano!Para comprar un repollo, o una tajada de zapallo o un

    manojo de lechuga, recorra los puestos disputando, en dis-cusiones ruines, piezas de cinco centavos a los verduleros, con quienes se insultaba en un dialecto que yo no entenda.

    hombre! Tena actitudes de campesino astuto, de gan que hace el tonto y responde con una chuscada cuando comprende que no puede engaar.

    Husmeando pichinchas metase entre fregonas y sirvien-tas a curiosear cosas que no deban interesarle, haca de salu-dador arlequinesco, y acercndose a los mostradores estaa-dos de los pescadores examinaba las agallas de merluzas y pejerreyes, coma langostinos, y sin comprar tan siquiera un marisco, pasaba al puesto de las mondongueras, de all al de los vendedores de gallinas, y antes de mercar nada, oliscaba la vitualla y manosebala desconfi adamente. Si los comer-ciantes se irritaban, l les gritaba que no quera ser engaado, que bien saba que ellos eran unos ladrones, pero que se equi-vocaban si le tomaban por tonto porque era tan sencillo.

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    Su sencillez era chocarrera, su estulticia vivsima granujera.

    Proceda as:Seleccionaba con paciencia desesperante un repollo o

    una colifl or.Estaba conforme puesto que peda precio, pero de pronto

    descubra otro que le pareca ms sazonado o ms grande y ello era el motivo de la disputa entre el verdulero y don Gae-tano, ambos empeados en robarse, en perjudicar al pr-jimo, aunque fuere en un solo centavo.

    Su mala fe era estupenda. Jams pagaba lo estipulado, sino lo que ofreciera antes de cerrar trato. Una vez que yo haba guardado la vitualla en la cesta, don Gaetano se reti-raba del mostrador, hunda los pulgares en el bolsillo del chaleco, sacaba y contaba, tornaba a recontar el dinero, y despectivamente lo arrojaba encima del mostrador como si hiciera un servicio al mercader, alejndose a prisa despus.

    Si el comerciante le gritaba, l responda:Estate buono.Tena el prurito del movimiento, era un goloso visual,

    entraba en xtasis frente a la mercadera por el dinero que representaba.

    Acercbase a los vendedores de cerdo a pedirles precio de embutidos, examinaba codicioso las sonrosadas cabezas de cerdo, hacalas girar despacio bajo la impasible mirada de los ventrudos comerciantes de delantal blanco, rasc-base tras de la oreja, miraba con voluptuosidad los costi-llares enganchados a los hierros, las pilastras de tocino en lonjas, y como si resolviera un problema que le daba vueltas en el meollo, dirigase a otro puesto, a pellizcar una luna de queso, o a contar cuntos esprragos tiene un mazo, a ensu-ciarse las manos entre alcachofas y nabos, y a comer pepitas de zapallo o a observar al trasluz los huevos y a deleitarse

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    en los pilones de manteca hmeda, slida, amarilla y an oliendo a suero.

    Aproximadamente a las dos de la tarde almorzamos. Don Miguel apoyando el plato en un cajn de kerosene, yo en el ngulo de una mesa ocupada de libros, la mujer gorda en la cocina y don Gaetano en el mostrador.

    * * *

    A las 11 de la noche abandonamos la caverna.Don Miguel y la mujer gorda caminaban en el centro de

    la calle lustrosa, con la canasta donde golpeaban los tras-tos de hacer caf; don Gaetano, sepultas las manos en los bolsillos, el sombrero en la coronilla y un mechn de cabe-llos cado sobre los ojos, y yo tras ellos, pensaba cun larga haba sido mi primera jornada. Subimos y al llegar al pasillo don Gaetano me pregunt:

    Trajiste colchn, vos?Yo no. Por qu?Aqu hay una camita, pero sin colchn.Y no hay nada con qu taparse?Don Gaetano mir en redor, luego abri la puerta del

    comedor; encima de la mesa haba una carpeta verde, pesada y velluda.

    Doa Mara ya entraba en el dormitorio cuando don Gaetano tom la carpeta por un extremo y echndomela al hombro, malhumorado, dijo:

    Estate buono y sin contestar a mis buenas noches, me cerr la puerta en las narices. ed desconcertado ante el viejo, que testimoni su indignacin con esta sorda blasfe-mia: Ah! Do Fetente!, luego ech a andar y le segu.

    El cuchitril donde habitaba el anciano famlico, a quien desde ese momento bautic con el nombre de Do Fetente,

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    era un tringulo absurdo, empinado junto al techo, con un ventanuco redondo que daba a la calle Esmeralda y por el cual se vea la lmpara de arco voltaico que iluminaba la calzada. El vidrio del ojo de buey estaba roto, y por all se colaban rfagas de viento que hacan bailar la lengua ama-rilla de una candela sujeta en una palmatoria al muro.

    Arrimada a la pared haba una cama de tijera, dos palos en cruz con una lona clavada en los travesaos.

    Do Fetente sali a orinar a la terraza, luego sentse en un cajn, se quit la gorra y los botines, arreglse prolijamente la bufanda en torno del cogote y preparado para afrontar el fro de la noche, prudentemente entr en el catre, cubrin-dose hasta la barba con las mantas, unas bolsas de arpillera rellenadas de trapos inservibles.

    La mortecina claridad de la candela iluminaba el perfi l de su rostro, de larga nariz rojiza, aplanada frente estriada de arrugas, y crneo mondo, con vestigios de pelos grises encima de las orejas. Como el viento que entraba molestbale, Do Fetente extendi el brazo, cogi la gorra y se la hundi sobre las orejas, luego sac del bolsillo una colilla de toscano, la encendi, lanz largas bocanadas de humo y uniendo las manos bajo la nuca, quedse mirndome sombro.

    Yo comenc a examinar mi cama. Muchos deban de haber padecido en ella, tan deteriorada estaba. Habiendo la punta de los elsticos rasgado la malla, quedaban stos en el aire como fantsticos tirabuzones, y las grampas de las agarraderas haban sido reemplazadas por ligaduras de alambre.

    Sin embargo no me iba a estar la noche en xtasis, y des-pus de comprobar su estabilidad, imitando a Do Fetente, me saqu los botines, que envueltos en un peridico me sir-vieron de almohada, me envolv en la carpeta verde y dejn-dome caer en el fementido lecho, resolv dormir.

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    Indiscutiblemente era cama de archipobre, un deshecho de judera, la yacija ms taimada que he conocido.

    Los resortes me hundan las espaldas; pareca que sus pun-tas queran horadarme la carne entre las costillas, la malla de acero rgida en una zona se hunda desconsideradamente en un punto, en tanto que en otro por maravillas de elasticidad elevaba promontorios, y a cada movimiento que haca el lecho gaa, chirriaba con ruidos estupendos, a semejanza de un juego de engranajes sin aceite. Adems, no encontraba postura cmoda, el rgido vello de la carpeta rascbame la garganta, el fi lo de los botines me entumeca la nuca, los espirales de los elsticos doblados me pellizcaban la carne. Entonces:

    Eh, diga, Do Fetente!Como una tortuga, el anciano sac su pequea cabeza al

    aire de entre el caparazn de arpilleras.Diga, don Silvio. hacen que no tiran este camastro a la basura?El venerable anciano, poniendo los ojos en blanco, me

    respondi con un suspiro profundo, tomando as a Dios de testigo de todas las iniquidades de los hombres.

    Diga, Do Fetente, no hay otra cama? Aqu no se puede dormir

    Esta casa es, el infi erno, don Silvio el infi erno y bajando la voz, temeroso de ser escuchado:

    Esto es la mujer la comida Ah, Do Fetente, qu casa sta!

    El viejo apag la luz y yo pens:Decididamente, voy de mal en peor.Ahora escuchaba el ruido de la lluvia caer sobre el zinc

    de la boharda.De pronto me conturb un sollozo sofocado. Era el viejo

    que lloraba, que lloraba de pena y de hambre. Y sa fue mi primera jornada.

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    El juguete rabioso

    Algunas veces en la noche, hay rostros de doncellas que hieren con espada de dulzura. Nos alejamos, y el alma nos queda entenebrecida y sola, como despus de una fi esta.

    Realizaciones excepcionales se fueron y no sabemos ms de ellas, y sin embargo nos acompaaron una noche teniendo la mirada fi ja en nuestros ojos inmviles y noso-tros heridos con espadas de dulzura, pensamos cmo sera el amor de esas mujeres con esos semblantes que se adentra-ron en la carne. Congojosa sequedad del espritu, peregrina voluptuosidad spera y mandadora.

    Pensamos como inclinaran la cabeza hacia nosotros para dejar en direccin al cielo sus labios entreabiertos, como dejaran desmayarse del deseo sin desmentir la belleza del semblante un momento ideal; pensamos cmo sus propias manos trizaran los lazos del corpio

    Rostros rostros de doncellas maduras para las desespe-raciones del jbilo, rostros que sbitamente acrecientan en la entraa un desfallecimiento ardiente, rostros en los que el deseo no desmiente la idealidad de un momento. Cmo vienen a ocupar nuestras noches!

    Yo me he estado horas continuas persiguiendo con los ojos la forma de una doncella que durante el da me dej en los huesos ansiedad de amor.

    Despacio consideraba sus encantos avergonzados de ser tan adorables, su boca hecha tan slo para los grandes besos; vea su cuerpo sumiso pegarse a la carne llamadora de su desengao e insistiendo en la delicia de su abandono, en la magnfi ca pequeez de sus partes destrozables, la vista ocu-pada por el semblante, por el cuerpo joven para el tormento y para una maternidad, alargaba un brazo hacia mi pobre carne; hostigndola, la dejaba acercarse al deleite.

    En aquel momento don Gaetano volva de la calle y pas hacia la cocina. Mirme ceudo, mas no dijo nada, y yo me

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    R A

    inclin sobre el tarro de engrudo al tiempo que arreglaba un libro, pensando: va a haber tormenta.

    Ciertamente, con intervalos breves, el matrimonio rea.La mujer blanca, inmvil, apoyada de codos en el mostra-

    dor, las manos arrebujadas en los repliegues de la paoleta verde, segua los pasos del marido con ojos crueles.

    Don Miguel, en la cocinita, lavaba platos en un fuentn grasiento.

    Las puntas de su bufanda rozaban los bordes del tacho y un delantal de cuadros rojos y azules atado a la cintura con un pioln, le defenda de las salpicaduras de agua.

    Sabiendo lo que advendra, en cuanto yo pasaba por all, sin retirar los velludos brazos del fuentn, volva la cabeza y levantando al plafn sus pupilas, movala en lo blanco, como diciendo:

    casa sta, Do Fetente!He de advertir que la cocina, lugar de nuestras expansio-

    nes, estaba enfrentada a una letrineja hedionda, y era un rin-cn de la caverna, tapiado a las espaldas de las estanteras.

    Encima de una tabla sucia, apelmazados con sobras de ver-dura, haba pequeos trozos de carne y patatas, con los que don Miguel confeccionaba la magra pitanza del medio da. Lo quitado a nuestra voracidad era servido a la noche, bajo la forma de un guiso estrambtico. Y era Do Fetente el genio y mago de ese antro hediondo. All maldecamos de nuestra suerte; all don Gaetano se refugiaba a veces para meditar sombro en las desazones que trae consigo el matrimonio.

    El odio que fermentaba en el pecho de la mujer terminaba por estallar.

    Bastaba un movimiento insignifi cante, una nimiedad cualquiera.

    Sbitamente la mujer envarada de un furor sombro abandonaba el mostrador, y arrastrando las chancletas por

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    El juguete rabioso

    el mosaico, las manos arrebujadas en su paoleta, los labios apretados y los prpados inmviles, buscaba al marido.

    Recuerdo la escena de ese da:Como de costumbre, esa maana don Gaetano fi ngi no

    verla, aunque se encontraba a tres pasos de l. Yo vi que el hombre inclin la cabeza hacia cierto libro simulando leer el ttulo.

    Detenida, la mujer blanca permaneca inmvil. Slo sus labios temblaban como tiemblan las hojas.

    Despus dijo con una voz que haca grave cierta mono-tona terrible.

    Yo era linda. has hecho de mi vida?Sobre su frente temblaron los cabellos como si pasara el

    viento.Un sobresalto sacudi el cuerpo de don Gaetano.Con desesperacin que le hinchaba la garganta, ella le

    arroj estas palabras pesadas, salitrosas:Yo te levant in era tu madre? sino una baga-

    zza que andaba con todos los hombres. has hecho de mi vida vos?

    Mara, cllate! respondi con voz cavernosa don Gaetano.

    S, quin te sac el hambre y te visti? yo strunsso yo te di de comer y la mano de la mujer se levant como si quisiera castigar la mejilla del hombre.

    Don Gaetano retrocedi tembloroso.Ella dijo con amargura en que temblaba un sollozo, un

    sollozo pesado de salitre: has hecho de mi vida puerco? Estaba en mi casa

    como clavel en la maceta, y no tena necesidad de casarme con vos, strunsso

    Los labi