Conversión de San Pablo

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Conversión de San Pablo Todos habían sido testigos, en efecto, de la enérgica furia que contra los nacientes grupos de cristianos había desplegado aquel joven. Joven apenas salido de la adolescencia, de estatura más bien baja y decidido andar, en cuyas facciones se aúnan, en difícil juego, el modo refinado del hombre que se las ha visto con manuscritos caligráficos, y el carácter marcado, tosco, violento, del fanático, para quien el judaísmo es turbulencia y alternativa política. En Tarso, la ciudad griega, ha estado en contacto con el mundo de las letras, a la vez que imbuido en la atmósfera densa y endurecida de un islote judaico, de una de esas familias que los griegos compaisanos, excluidos siempre del acceso y trato con los escogidos fariseos, denominan, vengativamente “hebreas". A los dieciocho años, como solamente pueden permitirse los aventajados entre los de su linaje, se traslada a Jerusalén, metrópoli, para escuchar lecciones de Gamaliel el Viejo. Después vemos cómo, llevado por su celo farisaico, reaparece en la escena histórica en la lapidación de San Esteban, protomártir. No le está permitido levantar con su brazo los pedruscos contra la cándida víctima desnuda, pero recaba para sí el honor de custodiar los mantos de los apedreadores. De esta traza, el discípulo de Gamaliel conserva un contacto, si remoto, casi táctil —textil— con la lapidación. Este joven es Saulo. ¿Podrá extrañarnos ahora que Ananías, prevenido por una visión celeste sobre la llegada de Saulo, responda: "Señor, oí de muchos acerca de ese hombre, cuántos males causó a tus santos en Jerusalén (Hch. 9,13). ¿O que cuando Saulo, convertido ahora ya en Pablo, tras lo acaecido en Damasco, se presente de nuevo en Jerusalén, tenga que esperarlo todo, sumisamente, de la intercesión de Bernabé ante los apóstoles, pues "todos se temían de él, no creyendo que fuera discípulo?" (Hch.9,26). La extrañeza y sobresalto de los buenos discípulos del Señor al oír de ese formidable cambio no es privativa de ellos solamente. Toda la humanidad, desde los días en que aconteciera aquella conversión, se ha visto constreñida a pensar sobre ella con el mismo asombro. La respuesta no es: ni de índole psicológica, congojas e insatisfacciones de Saulo con un judaísmo con el que, por lo demás, es su voluntad de servicio, hasta el último instante, inquebrantable; ni se nos da vertida en sesudas consideraciones filosóficas como si Saulo hubiera reconocido en Cristo la

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Conversión de San Pablo

Todos habían sido testigos, en efecto, de la enérgica furia que contra los nacientes grupos de cristianos había desplegado aquel joven. Joven apenas salido de la adolescencia, de estatura más bien baja y decidido andar, en cuyas facciones se aúnan, en difícil juego, el modo refinado del hombre que se las ha visto con manuscritos caligráficos, y el carácter marcado, tosco, violento, del fanático, para quien el judaísmo es turbulencia y alternativa política.

En Tarso, la ciudad griega, ha estado en contacto con el mundo de las letras, a la vez que imbuido en la atmósfera densa y endurecida de un islote judaico, de una de esas familias que los griegos compaisanos, excluidos siempre del acceso y trato con los escogidos fariseos, denominan, vengativamente “hebreas".

A los dieciocho años, como solamente pueden permitirse los aventajados entre los de su linaje, se traslada a Jerusalén, metrópoli, para escuchar lecciones de Gamaliel el Viejo. Después vemos cómo, llevado por su celo farisaico, reaparece en la escena histórica en la lapidación de San Esteban, protomártir. No le está permitido levantar con su brazo los pedruscos contra la cándida víctima desnuda, pero recaba para sí el honor de custodiar los mantos de los apedreadores. De esta traza, el discípulo de Gamaliel conserva un contacto, si remoto, casi táctil —textil— con la lapidación.

Este joven es Saulo.

¿Podrá extrañarnos ahora que Ananías, prevenido por una visión celeste sobre la llegada de Saulo, responda: "Señor, oí de muchos acerca de ese hombre, cuántos males causó a tus santos en Jerusalén (Hch. 9,13). ¿O que cuando Saulo, convertido ahora ya en Pablo, tras lo acaecido en Damasco, se presente de nuevo en Jerusalén, tenga que esperarlo todo, sumisamente, de la intercesión de Bernabé ante los apóstoles, pues "todos se temían de él, no creyendo que fuera discípulo?" (Hch.9,26).

La extrañeza y sobresalto de los buenos discípulos del Señor al oír de ese formidable cambio no es privativa de ellos solamente. Toda la humanidad, desde los días en que aconteciera aquella conversión, se ha visto constreñida a pensar sobre ella con el mismo asombro.

La respuesta no es: ni de índole psicológica, congojas e insatisfacciones de Saulo con un judaísmo con el que, por lo demás, es su voluntad de servicio, hasta el último instante, inquebrantable; ni se nos da vertida en sesudas consideraciones filosóficas como si Saulo hubiera reconocido en Cristo la plasmación corpórea de un grave ideal; ni se nos ofrece rodeada en un bello mito, adornado de coros celestiales y prodigiosos juegos astrales, como en el nacimiento de los héroes griegos.

La respuesta es ciertamente histórica, palpable, real. Es la que Bernabé mismo ofrece a los asustados discípulos de Jerusalén. Es la que nos dan los Hechos de los Apóstoles. Este libro, inspirado por Dios, escrito por un historiador, el evangelista San Lucas, que sabe su oficio, y que, sobre ello, oyó de estos hechos mil veces en la predicación paulina.

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Nos narra san Lucas puramente una cabalgada hacía Damasco, con repique fuerte de herraduras sobre la calzada, y de una luz sobrenatural que derribó al jinete principal y creó un mudo espanto en aquel pelotón de fanáticos judíos.

Parte este aguerrido grupo de milicianos bien provisto de cartas que lo acreditan ante los principales de la sinagoga de Damasco. Quedaban estas comunidades sinagogales en la Diáspora, sujetos a la jurisdicción de Jerusalén, del Sumo Sacerdote. Jurisdicción que incluso las autoridades romanas reconocen. Está, por tanto, facultada Jerusalén, llegado el caso, a intervenir disciplinariamente en los enclaves de la Diáspora: excluyendo. por ejemplo, de la sinagoga a algún miembro cuya conducta no está acorde con la ley mosaica, reconviniendo con el azote... ¿Qué va a ser ahora del tímido grupo de los cristianos de Damasco, que por temor a resultar sospechosos a su sociedad no se han atrevido a despegarse aún del amparo de la sinagogal? Saulo se propone conducirlos atados a Jerusalén, "tanto hombres como mujeres" (Hch.9,2).

Sigue el grupo de jinetes el camino que, partiendo de Jerusalén y pasando por Sichem, se interna en el frondoso valle del Jordán, bordea luego el lago de Tiberíades y se mete en Damasco. Llevan ya los jinetes alrededor de ocho días de cabalgada. No son estrictamente un grupo armado, aunque la furia de la marcha se asemeje tanto a la avanzada de la tropa militar, ansiosa de botín. A la altura de Damasco, la calzada romana se ensancha entre tupidas arboledas. Los caballos redoblan su andadura a la querencia de los establos de la ciudad cercana.

"Y como anduviese su camino, sucedió que, al llegar cerca de Damasco, de súbito le cercó fulgurante una luz venida del cielo; y cayendo por tierra oyó una voz que le decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Dijo: ¿Quién eres, Señor? Y él: Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Pero levántate y entra en la ciudad, y se te dirá lo que debes hacer. Y los hombres que con él caminaban se habían detenido, mudos de espanto, oyendo la voz pero sin ver a nadie. Se levantó Saulo del suelo, y, abiertos los ojos, nada veía: y llevándole de la mano lo introdujeron en Damasco. Y estuvo tres días sin ver, y no comió ni bebió" (Hch. 9,3-9).

Tres días le son concedidos para rumiar la derrota: tres jornadas de ayuno, con escamas sobre los ojos, sin vista, a oscuras desde aquella visión sobrenatural, para que el sentido interior, adelgazado y ténue por la penitencia, fuera ordenando los hechos que tan agolpadamente se le metieron por los sentidos exteriores, la "luz brillante", la voz . Fue bautizado al final de los tres días, y "volvió a ver". Ahora veía dos veces.

Pocas veces un diálogo tan breve ha transformado tanto la vida de una persona. Cuando Saulo se levantó estaba ciego, pero en su alma brillaba ya la Luz de Cristo. "El vaso de ignominia se había convertido en vaso de elección", el perseguidor en apóstol, el Apóstol por antonomasia.

Desde ahora "el camino de Damasco, la caída del caballo", quedarán como símbolo de toda conversión. Quizá nunca un suceso humano tuvo resultados tan fulgurantes. Quedaba el hombre con sus arrebatos, impetuoso y rápido, pero sus ideales estaban en el polo opuesto al de antes de su conversión.

San Pablo será ahora como un fariseo al revés. Antes, sólo la Ley. En adelante únicamente Cristo será el centro de su vida. La caída del caballo

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representa para Pablo, un descabalgar de sus viejos ideales, un auténtico punto sin retorno.

San Pablo podrá preguntar luego a sus fieles de Corinto, retadoramente: "¿Es que no he visto a Jesús, Nuestro Señor?" (1 Cor. 9,1). En esta corporal visión del Señor glorioso están las credenciales de San Pablo ante la historia. Magnífico se presenta ante nosotros, con esas cartas, el Apóstol de las gentes. La visión del Señor lo enorgullece, a la vez que lo colma de humildad.

Sufrirá a lo largo de su vida apostólica muchos descalabros por su fidelidad a aquella hora de Damasco. Naufragios mar adentro; en tierra, cuatro veces, sobre sus espaldas, el mismo azote que él habla preparado para los asustados cristianos de Damasco. Recorre fatigosamente, en tiempos en que no se echa a la mar más que el mercader o el soldado, casi todo el orbe conocido, de límite a limite del Imperio.

En un instante en que proféticamente ve llegado su fin, rinde cuentas a sus discípulos: "Plata, oro, o vestido de nadie lo codicié. Vosotros mismos bien sabéis que a mis necesidades y a las de los que andan conmigo han proveído estas manos" (Hch. 24,33-34). Es degollado en Roma.

En Roma se enseña el lugar en que rebotó su cabeza, por tres veces, al ser segada: Tre Fontane. A Roma la ensalzaron y magnificaron los Santos Padres en devotos himnos. San Juan Crisóstomo. en su florido recitado, glorifica a Roma por muchos y razonados conceptos. Pero, sobre todo, por que aloja los cuerpos de San Pedro y San Pablo. En el día de la resurrección de la carne; dice el Crisóstomo, "¡qué rosa enviará Roma hacia Cristo!",

La vocación de Pablo es un caso singular. Es un llamamiento personal de Cristo. Pero no quita valor al seguimiento de Pablo. "Dios es un gran cazador y quiere tener por presa a los más fuertes", dice un autor. Pablo se rindió: "-he sido cazado por Cristo Jesús". Pero pudo haberse rebelado.

Normalmente los llamamientos del Señor son mucho más sencillos, menos espectaculares. No suelen llegar en medio del huracán y la tormenta, sino sostenidos por la suave brisa, por el aura tenue de los acontecimientos ordinarios de la vida. Todos tenemos nuestro camino de Damasco. A cada uno nos acecha el Señor en el recodo más inesperado del camino.

También nosotros necesitamos de una personal conversión para ser instrumentos dóciles y eficaces en la tarea de la nueva evangelización. También necesitamos encontrarnos con el Señor para ser los fieles transmisores de su mensaje. Un mensaje de amor, de profunda entrega, de firme convicción. “No soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí” y desde ese convencimiento, reconociendo nuestra vocación de cristianos, de seguidores de Cristo, alcanzar un día la recompensa de habitar en su presencia.

Que así sea.