Conversión en La Catedral · l e , sus mayores mentores fueron los padres Cuartas, Lopera y...

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Ante la ventana abierta la paloma se mantuvo durante unos segundos en el aire, vacilante, hasta que finalmente se posó sobre el alféizar. El Patrón se acercó, la tomó entre sus manos y tras acariciar el blanco plumaje del lomo desató el papelillo que llevaba atado a su pata de- recha. A continuación volvió a acariciarla, la alzó con las dos manos y luego, con un breve impulso, la soltó y la paloma desapareció en los dominios del aire. —Como el Espíritu Santo —dijo El Patrón mientras leía rápidamente el mensaje. El viejo sacerdote lo miró con ostensible reprobación. — Hay cosas con las que es mejor no bromear, Pablo. —No quise ser irrespetuoso con sus creencias, padre. Y la prueba de lo que digo es que me he puesto en sus manos. Si lo he molestado con mi comentario le ruego me perdone. El sacerdote recorrió con su mirada la voluminosa, arisca figura de su anfitrión, tan descuidado en su atavío Conversión en La Catedral R.H. Moreno Durán A nadie, por escéptico que sea, le resultará extraña la presen- cia de un sacerdote en una catedral pero, cuando ese sacerdote se encuentra en un lugar llamado La Catedral que no es sino una lujosísima mansión que sirve de prisión a un n a rcotraficante, la imagen puede volverse inquietante. En este cuento de prosa impecable el escritor colombiano R.H. More n o Durán —autor de obras como Los felinos del canciller, C a rtas en el asunto y De la barbarie a la imaginación— nos lleva a ese mundo donde la iniquidad siempre cortará el paso a las buenas intenciones. REVISTA DE LA UNIVERSIDAD DE MÉXICO | 77

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Ante la ventana abierta la paloma se mantuvo duranteunos segundos en el aire, vacilante, hasta que finalmentese posó sobre el alféizar. El Patrón se acercó, la tomóentre sus manos y tras acariciar el blanco plumaje dellomo desató el papelillo que llevaba atado a su pata de-recha. A continuación volvió a acariciarla, la alzó conlas dos manos y luego, con un breve impulso, la soltó yla paloma desapareció en los dominios del aire.

—Como el Espíritu Santo —dijo El Patrón mientrasleía rápidamente el mensaje.

El viejo sacerdote lo miró con ostensible re p ro b a c i ó n .— Hay cosas con las que es mejor no bro m e a r, Pa b l o.— No quise ser irrespetuoso con sus creencias, padre .

Y la prueba de lo que digo es que me he puesto en susmanos. Si lo he molestado con mi comentario le ruegome perdone.

El sacerdote recorrió con su mirada la voluminosa,arisca figura de su anfitrión, tan descuidado en su atavío

Conversión enLa Catedral

R.H. Moreno Durán

A nadie, por escéptico que sea, le resultará extraña la presen-cia de un sacerdote en una catedral pero, cuando ese sacerd o t ese encuentra en un lugar llamado La Catedral que no es sino unalujosísima mansión que sirve de prisión a un n a rc o t r a f i c a n t e ,la imagen puede volverse inquietante. En este cuento de pro s aimpecable el escritor colombiano R.H. More n o Durán —autorde obras como Los felinos del canciller, C a rtas en el asunto y D ela barbarie a la imaginación— nos lleva a ese mundo donde lainiquidad siempre cortará el paso a las buenas intenciones.

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que más parecía un vagabundo que el poderoso capo aquien todos temían. El anciano sopesó esas palabras quese le antojaron casi blasfemas y luego, con una paternalsonrisa, pareció absolver al insolente.

Tras leer nuevamente el mensaje, El Patrón llamóaparte al doctor Arizmendi, el hombre que media horaantes, durante la reunión con los dos periodistas de IlMe s s a g g e ro, había hecho las veces de intérprete, y a quiencon ostensible cortesía los italianos llamaban C o n s i g l i e re .Era un individuo extremadamente flaco, vestido con atil-damiento y a quien, al hablar, se le acentuaba un tic enel párpado izquierdo.

El Patrón le dio a leer el papel y durante un rato queal sacerdote se le antojó eterno, los dos hombres se en-t re g a ron a un denso conciliábulo de voces susurrantes yactitudes enérgicas. Minutos después, el anfitrión se diri-gió hacia una consola próxima y de una de las gavetasextrajo un sobre, en el que introdujo el mensaje que aca-baba de re c i b i r. Dejó el sobre en el mueble y volvió a ocu-par su lugar, entre el sacerdote y el abogado Arizmendi.

— En todo caso, padre, las cosas no son tan sencillascomo quieren presentarlas —dijo Arizmendi, como siretomase una conversación interrumpida por la irrup-ción de la paloma mensajera—. En nuestro continente

el asunto de los estupefacientes no es un delito sino unproblema teológico. O si no, a los hechos.

El sacerdote tosió, nervioso, incómodo. El intensofrío de la colina se le había instalado en los huesos y sea r ropó con la ruana que siempre llevaba sobre la sotana.Con una sonrisa ambigua, El Patrón secundó el mur-mullo que las palabras del abogado Arizmendi desa-t a ron entre los presentes mientras se quitaba el gorro depiel para peinarse con los dedos sus largas greñas. Eraevidente que lo que acababa de decir su asesor había des-pertado un molesto escepticismo en el cura.

Un súbito tremolar de las cortinas llamó la atenciónde quienes allí se encontraban reunidos. La fuerte brisa delas cinco de la tarde se filtraba y con ella los ruidos delbosque próximo. Sin esfuerzo, allá abajo también podíaverse la ciudad, tendida bajo el sopor y que, al igual queuna cortesana, parecía entregada a sus oscuras manio-bras. Como si temiese que por la ventana abierta de paren par entraran más palomas o se escaparan partes com-prometedoras de la conversación, uno de los hombresa quien llamaban El Nefando aseguró el pestillo y corriólas cortinas a rayas ve rticales de color turquesa y blanco,que durante unos instantes más se agitaron y gimieroncomo banderas rendidas.

—¿Problema teológico? —se oyó la voz cansada delsacerdote.

—En México, el negocio está en manos de El Señorde los Cielos. En el Perú, en las de El Va t i c a n o. Y aquí, enLa Catedral y otras diócesis, nadie pone en duda la auto-ridad de El Patrón. A lo mejor es por eso que en Mede-llín creen que el Papa es el sicario de Cristo en la Tierra—dijo el abogado. Y soltó una risa llena de calambres ygorjeos, que al eudita se le antojó obscena.

Apenas sonrió. ¿Cómo iba a hacerle gracia semejantechiste? Por el contrario, El Patrón lo celebró con unaalgazara llena de onomatopeyas y silbidos, e incluso fe-licitó a Arizmendi con un gesto contundente de su manoderecha: el pulgar en posición vertical al tiempo quelos cuatro dedos restantes se anidaban sobre la palmade la mano.

Pe ro el silencio del sacerdote lo inhibió. Cesó de re í ry se acercó con algo de parsimonia al lugar donde seencontraba su invitado. Le llamaron la atención las me-jillas hundidas sobre la piel cerúlea del ro s t ro y las oscurasojeras que hacían aún más brillante la mirada. Una mi-rada como de re q u i e m y que había conve rtido unos ojosque alguna vez fueron negros y penetrantes en un velogris, como el aura de los cirios funerarios. Qué difere n c i acon la energía y convicción del hombre que hace apenasun año lo convenció para que se entregara a la justicia,concluyó El Patrón, con una mezcla de tristeza y desen-c a n t o. ¿Por qué él siempre había estado rodeado de curas?Recordó entonces que cuando comenzó sus coqueteoscon la política y que tantas desgracias habrían de causar-

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l e , sus mayores mentores fueron los padres Cuartas,Lopera y Betancur, quienes recorrían los barrios másdesahuciados de Medellín y en su nombre exaltaban sufilantropía y fervor por la causa de los desprotegidos. Yahora el anciano eudita se juega todo su prestigio por él,para que los acuerdos alcanzados hace unos meses no sevayan al traste. Pe ro la culpa no es mía, piensa El Pa t r ó n ,y este cura debe creerme.

El sacerdote mira a ese hombre a quien siempre ledice Pablo —salvo él, nadie se atreve a llamar a Escobarpor su nombre de pila— y confirma que su papada es tanprominente como su abdomen y que el pelo le crece araudales. ¿A qué obedece tan deliberado desaliño? ¿Qu ésucedió con uno de los hombres más ricos del mundo,a quien vestían los más sofisticados diseñadores y cuyovestiaire alojaba centenares de trajes? Si no oliera a esaf a c i n e rosa loción cuyo tufo lo precede varios metros, ju-raría que quien fue bautizado como el enemigo públiconúmero uno ha desistido de bañarse.

En el momento en el que un diligente camarero sedispone a servir una nueva tanda de whisky, el sacerd o t ecubrió su vaso con la mano. Con voz cansada y a manerade excusa sólo atinó a pedir un poco de agua. Y como siesta petición formara parte del orden del día, la puertase abrió súbitamente y, usurpando el trabajo del cama-re ro, uno de los hombres del cuerpo de guardia entró conel vaso de agua pedido por el huésped. Tras humedecerlos labios, el anciano recordó las circunstancias de suprimera entrevista con El Patrón, durante las semanasprevias a su entrega.

Pa recía increíble que ya hubiera transcurrido un año.Cansado, demacrado, una mirada cansina ponía de pre-sente el estado de ánimo del sacerdote. Por los días en quese celebró la reunión clandestina, cerca de Sabaneta, ély los demás sabían que cualquier indiscreción podía serfatal y que el lugar se conve rtiría en un infierno. El Bl o q u ede Búsqueda andaba cerca y por eso los hombres que in-tegraban el anillo de seguridad de Escobar no cesaban deintercambiar claves y mensajes a través de los equiposde comunicación H F y U H F. Y aunque el propio pre s i d e n-te de la República le había prometido al sacerdote noi n t e rferir en sus gestiones, él no confiaba del todo. ¿Ac a s oese sujeto no había bombardeado Casa Ve rde, el campa-mento de los jefes de la fracción rebelde, el mismo día enque, ante el país entero, les extendió la mano como una

invitación para iniciar el diálogoen busca de la paz? Además, esec o n c i e rto de gallos constipadosque era la voz del presidente no leinspiraba confianza algu-na. Durante más de seisdecenios de sacerdocio, ha-bía aprendido a conocer eltamaño del pecado de loshombres por el timbre dela voz a través del confe-sionario y en muy rarasocasiones se había equivo-c a d o. Si e m p re creyó que lasc u e rdas vocales de un hom-bre son las que sostienensus testículos, pero las cuer-das del presidente erantan frágiles y chillonasque más bien parecían es-tar directamente conec-tadas con el culo.

—Borghesio y Be rtoni, losre p o rt e ros de Il Me s s a g g e ro, tampococreen que este gobierno vaya a ju-garle limpio —le dijo el abogadoArizmendi a El Patrón, como si adi-vinara el pensamiento del sacerd o-te, quien re g re s ó al presente.

—Lo sé. Pero aun así me cues-ta trabajo creer que el presidentequiera meter al país en un callejónsin salida —dijo Escobar, mientrasse acariciaba el grueso bigote—. Yono tengo nada que perder. No entiendo por qué armantanta alharaca sólo porque he redecorado esta mazmorra.Todo el mundo sabía que yo había instalado un j a c u z z i,un par de teléfonos y aparatos de televisión en La Cate-dral. Además, desde hace meses la Procuraduría estabaal tanto de estas mejoras. Incluso tomaron más de cienfotografías que le entregaron al presidente. Entonces,¿por qué todo este escándalo?

El tono franco de El Patrón pareció devolverle elánimo al sacerdote. ¿Por qué no reconocer que ese hom-b re lo descontrolaba? Unas veces era impetuoso y basto,

Durante más de seis decenios de sacerdocio, había aprendido a conocer el tamaño del

pecado de los hombres por el timbre de la voz a través del confesionario...

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un montañero sin escrúpulos. Y otras, como ahora, pa-recía el edecán de un arzobispo.

— No creo que ese tipo trame alguna triquiñuela paracambiarme de lugar de reclusión. No fue eso lo pactado,padre, y usted, que estuvo al frente de las negociacionesde mi entrega, lo sabe muy bien.

—El presidente no está solo, Pablo —dijo el eudi-ta—. Todos los días tiene que soportar la presión de lasFuerzas Armadas, así como la de la oficina antinarcóti-cos y la del propio embajador de los Estados Unidos.

— Son los gringos los que insisten en su traslado—confirmó el abogado Arizmendi—. Además, ya se en-cuentran en el país. ¿Se acuerdan ustedes del desembarc ode los m a r i n e s en las costas del Pacífico hace unos meses?¿Quién puede tragarse el cuento de que llegaron paradesarrollar actividades humanitarias? César Gaviria nisiquiera tuvo carácter para asumir la responsabilidad deesa bofetada contra nuestra soberanía.

Más carácter parecían tener los dos perros que juga-ban en uno de los enormes salones del fondo, y que ga-naron la atención de El Patrón. También el viejo sacer-

dote se fijó en la elasticidad de los dos cachorros de do-berman que fingían una lucha de mordiscos y zarpa-zos. No hay duda de que hasta los animales más ferocestienen algún momento para la ternura, se dijo el eudita,y recordó algo que lo inquietó. Decían que en su fincaNápoles El Patrón tenía un enorme y bien poblado zo o-lógico y que para proteger los dientes de leche de los ca-c h o r ros de tigre los alimentaba con jóvenes pavos re a l e s ,que ponía al alcance de los precoces dentelladas felinas.Una forma de ternura que no es difícil de confundir conuna bien meditada crueldad, concluyó.

—A un tipo a quien se le apaga el país durante ochomeses y sólo se le ocurre hacer madrugar a los gallos oadelantar la hora para ahorrar energía no tiene en buenestado sus fusibles —se dejó oír el abogado, recuperan-do la atención del distraído auditorio.

— Ni los gringos ni los militares me preocupan —lavoz de El Patrón quebró la acústica—. El verdaderop roblema consiste en saber qué les ha prometido el pre-sidente a mis enemigos de Cali para sacarme del juego.Que se les arrodille no me asombra, pues toda su vida hasido lameculos (y usted perdone, padre), pero lo que nol o g ro entender es qué les va a dar a cambio de mi cabez a .

A lo lejos se escuchó el ruido de un helicóptero. Un ode los hombres descorrió pre s u roso las cortinas y enton-ces se vio el movimiento nervioso de los integrantes delcuerpo de seguridad. Metralletas Ingram y mini Uzi pa-saban de mano en mano y los guardas que vigilaban des-de las torres intercambiaban un idioma de gestos pre ve n-t i vos. Como si nada le importase, El Patrón se acomodóun gorro de cosaco y bebió tranquilamente su whisky.

—Creo que se les ha dado mucha importancia a loshombres de Cali —dijo el sacerdote.

— El que no hayan hecho tanto ruido como nosotro sno quiere decir que no sean peligrosos —interrumpió elabogado Arizmendi, al tiempo que se ponía de pie, conla mirada fija más allá de la ventana—. Ellos han logradovender muy bien su causa.

El sacerdote vuelve a humedecer sus labios y al le-vantar la vista en dirección al pasillo, atraído por un tonode voz que se le antojó extraño, la ve. Es una gitana deunos sesenta años, ataviada con ropas multicolores, can-dongas en las orejas, collares y pulseras tintineantes. Sumirada de cobre es penetrante y el sacerdote, sin saberpor qué, se siente cohibido. ¿Por qué las gitanas, así nosobrepasen los veinte años de edad, tienen siempre as-pecto de insondables pitonisas, de mujeres que guard a nlos secretos de todas las cosas del mundo? ¿Qué hace unagitana en La Catedral? Y que no salgan con el cuento deque está aquí para leerle la mano o echarle las cartas a ElPatrón. El abogado Arizmendi se da la vuelta y la obser-va sin interés, como si fuera un árbol más del paisaje.

El sacerdote graba en su retina el rostro de la mujery prosigue con sus cavilaciones. ¿Será entonces verdad,

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como se dice por ahí, que una gitana es la encargadadel adiestramiento de los sicarios de El Patrón? ¿Quépuede enseñarles a estos muchachos una anciana car-gada de arrugas y abalorios y en cuyos labios un resecotabaco sin humo parece hablar por ella? Si esta vieja esla instructora, ¿cuál es entonces el trabajo de Jaider LaPerra y El Culichupao, dos hampones tan impresenta-bles como sus apodos y que el sacerdote ha visto depar-tir con otros reclusos?

De pronto suena el teléfono y el abogado se apre s u r aa contestar. Durante dos o tres minutos todos lo obser-van, silenciosos, expectantes. Luego, tras colgar el aparatocon estudiada delicadeza, lleva aparte a El Patrón y ledice algo en voz baja, al tiempo que extrae de su porta-folios unos documentos y se los entrega. El capo les echaun vistazo y entonces su ro s t ro adusto dio paso a una furiadescontrolada que transformó en chispas púrpura sushasta ahora inexpre s i vos ojos carmelitas. Maldijo en vo zalta y durante un rato se acodó en la ventana abierta, conla respiración entrecortada, de bestia acezante.

Inquieto, el sacerdote no pudo evitarlo y tosió. A susochenta y cinco años, ¿de dónde sacaba tanta energía?Hasta poeta se había vuelto.

Meses atrás había dejado atónito al país entero alnarrarle desde el púlpito la historia del pajarillo quellevaba polvo blanco al país de los ricos y regresaba conmonedas de oro en el pico para los pobres. ¿Quién podíapermanecer indiferente ante lo que daba a entender esefiel intérprete de la Palabra evangélica? Afuera, las palo-mas iban y venían, de las ramas de los árboles a las alam-bradas. ¿En qué momento se le ocurrió a El Patrón con-vertir a las palomas mensajeras en el medio más eficazpara burlar radares y todos esos aparatos de triangula-ción radiogoniométrica con que los peritos del Bloquede Búsqueda y los expertos norteamericanos preten-dían ubicarlo, incluso a través del timbre de su voz? Elsacerdote bebió un sorbo de agua y quiso estar a orillasdel mar. Y re c o rdó que todo esto había comenzado pre-cisamente la noche en que a través de su programa detelevisión invocó el mar:

—¡Oh, mar! ¡Oh, inmenso mar! ¡Oh, solitario mar,que lo sabes todo! Quiero preguntarte unas cosas, contés -tame. Tú, que guardas los secretos…

Los espectadores que se encontraban esa noche antela pantalla no daban crédito a lo que oían. ¿Se había vuel-to loco el sacerdote? Tantos años de plena, férrea activi-dad, no son cosa de todos los días. Durante cuatro lar-gos decenios había logrado construir las mismas casasy barrios que Escobar levantó en un solo año. Mientrasél rezaba y hurgaba en el corazón de los poderosos pararecabar su misericordia y buen corazón, el infatigable pa-jarillo del ahora Señor de La Catedral volvía del país deln o rte cargado de oro para los menesterosos. Algo lo uníaa este hombre y por eso siempre acudía a su llamado.

Y ahora desvariaba como un poeta. Pero, aparte dela fábula, la literatura como terapia no le era ajena. Re-cordó que treinta años atrás actuó en una representa-ción de Edipo Re y bajo las columnas griegas del Capitolio.A muy pocos les extrañó que la voz del eudita se levan-tase de nuevo ante un auditorio ávido de soluciones. Siantes fue necesario el sacrificio de un rey para salvar a unpueblo enfermo, ¿por qué ahora no arrogarse la voz delcorifeo para invocar algo parecido? Su voz se impuso através de las ondas, firme, va ronil, para decirle al país queEl Patrón, el temible y desalmado delincuente a quientodos buscaban, quería reunirse con él a fin de someter-se a la justicia:

— Me han dicho que quiere entregarse. Me han di -cho que quiere hablar conmigo. ¡Oh, mar! ¡Oh, mar deC oveñas a las cinco de la tarde, cuando el sol está caye n -do! ¿Qué debo hacer? Me dicen que él está cansado desu vida y con su bre g a r, y no puedo contárselo a nadie,mi s e c re t o. Sin embargo, me está ahogando interior -mente… ¡Oh, mar!

Al sacerdote le llama la atención la presencia de dosmuchachas, no mayo res de dieciséis años, que desde hace

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un rato y sin importarles la dignidad de la sotana, se pa-sean como gatas al acecho por los diferentes recintos deLa Catedral. Lina y Paula Andrea, como las llaman, sonmuy atractivas y ambas tiene el garbo de las modelos delas pasarelas más exigentes, espectáculo que se ha vueltomuy frecuente en el país gracias a los espacios que los no-t i c i e ros de televisión dedican a la farándula. Pe ro, al darsecuenta de que El Patrón, más tranquilo tras su rapto ira-cundo, lo espía con una mirada cómplice, decide re a s u-mir su papel pastoral y frunce el ceño. Es inútil pre g u n-tar qué hacen en este lugar esas muchachas, vivaces yespontáneas y que, pese al frío, deambulan en ajustadosshorts sin el menor ánimo provocador. Su comporta-miento es tan natural que la evidente voluptuosidad desus cuerpos sólo desata culpa en la conciencia del pre-venido testigo. ¿Es entonces cierto lo que le han conta-do? El Patrón, aburrido de su encierro, se hace llevar jó-venes modelos desde Medellín y las invita a participaren un torneo singular. Tras desnudarse por completo, lasmuchachas se colocan en cuclillas y sobre una larga pa-sarela de grueso cristal dan saltos hasta llegar a la metay al premio: un Porsche deportivo último modelo paraquien primero llegue. Ropa de marca, dinero en efectivoy joyas para las rezagadas. Quien complace a El Patrónjamás se va con las manos vacías. Pe ro, ¿en qué radica elinterés de esta competencia? Debajo de la pasarela, quecomo una lupa aumenta y multiplica los detalles de loque sucede arriba, el anfitrión y sus invitados siguenatentamente la carrera, con la mirada clavada en las opu-lentas redondeces y en los húmedos atributos de la mu-

chacha que cada uno eligió previamente y por la cualapuesta gruesas sumas.

El sacerdote sabe que su avanzada edad no lo pone asalvo de la concupiscencia y entonces se sorprende aloírse decir, en voz alta, llamando la atención de El Pa t r ó n ,del abogado Arizmendi, de los otros hombres e inclusode las dos jóvenes:

—En lo que se refiere a la fornicación y a toda clase deimpureza o avaricia, que ni siquiera se nombre entre vo -s o t ros... Ni palabras torpes, groserías o bajezas, cosas queno conviene, sino más bien acciones de gracia. Po rque tenedbien entendido que ningún fornicario o i m p u ro o ava ro—que es lo mismo que culto de ídolos— ha de heredar elreino de Cristo y de Dios...

Todos lo miran con curiosidad y al cabo de un ratolas dos muchachas, sin que nadie se los indique, se re t i r a ndel recinto como si hubiesen comprendido las inespera-das aunque transparentes palabras del sacerdote.

Y a continuación, en explicación no pedida, el padrese dejó oir de nuevo con voz apacible:

—Carta a los efesios. Pablo estaba preso, en Roma, yse acordó de sus viejos amigos de Éfeso, a quienes lesescribió esta epístola.

La mención del apóstol cautivo hizo que los rostrosde algunos de los allí reunidos se ensombrecieran y du-rante varios minutos un silencio espeso e incómodo seapoderó de la casa. Poco después se oyó música y al mirarpor la ventana el sacerdote vio que las dos muchachas sehabían tendido sobre unas colchonetas en la terraza, apro-vechando el tímido sol de la tarde. De pronto, la llamada

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Lina dio un rito al que hicieron coro los ladridos de losdos doberman y esta vez todos, incluido El Patrón, fija-ron la atención en el lugar de la súbita barahúnda. Pu e s t ade pie, muda, con la mano extendida, la joven le señala-ba a su compañera un enorme gallinazo que la observa b acon avidez, posado en las ramas de un árbol próximo.

— Aquí nada es casual —dijo el abogado, risueñoy con aire filosófico—. Ésta es la Loma del Chocho. Ydonde hay chocho hay gallinazos.

Al margen de lo que pudiera tener de obsceno elcomentario, el sacerdote recordó que, en efecto, tal erael nombre del lugar donde el preso más célebre del paísmandó construir su cárcel privada. Pero un hálito pre-monitorio se le escapó. ¿Acaso esta loma no había ad-quirido una fama fúnebre porque, según decían los lu-g a reños, en ella enterraban clandestinamente los cuerposde quienes caían en desgracia y eran ajusticiados por susenemigos? Otra razón para no extrañarse por la presen-cia de los gallinazos. Y pensó en la muerte, que parecíarodear a El Patrón desde sus comienzos como delin-cuente, pues de todos era sabido que su prestigio entrelos expedientes judiciales y el hampa había crecido tantocomo la cantidad de lápidas que había robado en los ce-menterios de la ciudad.

— No dudo que la cárcel sea el lugar preciso para pur-gar mis delitos —dijo el capo—, aunque creo que todoesto se ha exagerado.

La atención de quienes lo rodeaban se vo l v i ódevota. Al borde de la reverencia, todos —y el sacerdo-te sintió un mordisco de ira al reconocer que también

él formaba parte del coro— escuchaban y sopesabancada una de las palabras del jefe, enfundado en ungrueso suéter de lana que incrementaba notablementeel tamaño de su abdomen.

—Exageraron mis delitos y, por supuesto, esto severá en el monto de mi condena. Pe ro yo no quiero negarmi responsabilidad sino impugnar el tratamiento que lasautoridades, especialmente las de los Estados Unidos,nos quieren dar a cuenta de esos hechos.

Tomó aire. Bebió otro trago de whisky y tras mirarfijamente al sacerdote a los ojos prosiguió:

—Yo soy un delincuente, padre, no lo niego. Perotambién lo es el alcalde de Washington, a quien pescaro ne incluso filmaron consumiendo cocaína y nada le pasó.Ahí sigue en su cargo persiguiendo traficantes y droga-dictos. Cosas de esas se ven todos los días. Pero lo másaberrante es lo sucedido con Ba r ry Seal, el padrino de ladroga en los Estados Unidos, mi compinche y ademást r a i d o r. Un delator asquero s o. ¿Cómo entender el hechode que, pese a jactarse en público de haber introducidoen su país más de diez mil kilos de cocaína, jamás hayapisado una cárcel? Y como le dije al mismísimo emba-jador gringo, un tipo tan siniestro como Seal ni siquieracompareció ante las autoridades: se limitó a echarnosla culpa y eso bastó para que nadie le tocara un pelo. Encambio, aquí me tiene usted, padre, purgando delitosque no he cometido.

El evidente cinismo de El Patrón estuvo a punto desacar de quicio al sacerdote pero se contuvo a tiempo.¿Para qué echar a perder lo que con su entrega hasta

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ahora ha logrado? Pe ro algo comenzó a inquietarlo. Se n-tía que de alguna forma este hombre lo usaba para con-fesarse en público. Y que con sus confesiones, falsas oc i e rtas, lo involucraba moralmente. ¿Acaso la absoluciónno es lo último a lo que aspira quien pone su alma al des-cubierto en el confesionario?

El ruido del helicóptero volvió a escucharse y otravez los hombres de la guardia se entregaron a un frenesíinaudito. Unos corrían y daban gritos a través de susequipos portátiles VHF, en tanto que otros preparabansus fusiles R-15 y Galil. Sobre una consola, a escasoscinco metros de donde se encontraba y como si fuerauna escultura más, el sacerdote vio la célebre Sig Sauern u e ve milímetros, la pistola preferida de El Patrón y queun año antes, al rendirse, él mismo había visto cómo sela entregaba al jefe de la prisión. ¿Por qué motivo y enqué circunstancias re g resó el arma a poder del detenido?¿ Qué clase de cárcel es ésta, se preguntó, donde los guar-dianes obedecen sin chistar las órdenes de los reclusos,

armados como si se dispusieran a marchar al frente?Además, ¿dónde se ha visto una cárcel que parece un mu-seo? Al re c o r rer las instalaciones de La Catedral el sacer-dote había visto cosas que lo dejaron boquiabierto:cuadros de Dalí y Miró le daban la alternativa a otrosde artistas aborígenes como Botero y Obregón, de lamisma forma que esculturas de Giacometti le hacíansombra a las de Ne g ret. Y como si esto no bastara, pro s i-gue el sacerdote, ¿quién imagina una cárcel donde losperiodistas extranjeros entran y salen a su antojo paravender luego su ve rdad a precio de oro? Y eso para no ha-blar de un antro lleno de adolescentes culiprestas y deinvitados a quienes a cualquier hora del día o de la nochese les agasaja con viandas exquisitas y whisky, coman-dados por un jefe que en el momento menos pensadose despacha a todo pulmón un cigarrillo de marihuana.

Afuera las cosas vuelven al orden. El sacerdote sequeja interiormente de la descarada permisividad querodea todo lo que El Patrón hace, sin duda con la com-plicidad de quienes dirigen la prisión. Y entonces clavósu mirada en la enorme fotografía que abarca casi dosm e t ros de pared. Era evidente que, al ampliar la imagende forma tan desaforada, El Patrón quería poner de pre-sente la importancia del momento atrapado por la lentedel fotógrafo. Y ese momento fue una sesión del Con-g reso en la que aparecen Pablo Escobar y César Ga v i r i a ,el entonces aguerrido parlamentario y hoy presidentede la República. Éste, de traje oscuro, sonriente, ava n z adesde la izquierda hacia el lugar donde se encuentra Es-cobar, que ríe a diente pelado dos sillas más adelante, alborde del pasillo. Convertido en congresista, El Patrónluce un vestido de color claro, que contrasta con la in-dumentaria sobria de sus colegas. Y como para que noquede duda alguna sobre la autenticidad de la imagen,en la parte inferior aparece el copyright del fotógrafo:Lope Medina; el medio periodístico que la publicó: larevista Semana, y la fecha: agosto de 1983.

Pe ro, ¿qué explica el hecho de que mientras El Pa t r ó nríe abiertamente su colega esboce apenas una sonrisa?Al joven César de Dos Quebradas, como lo llaman, se leatribuían gustos demasiado griegos, pues era de los quecreía que “el amor a los efebos es la más discreta de lasbellas artes”. Muy célebre fue su respuesta el día en quealguien, no sin malicia, le preguntó lo que significabala palabra sodomía, que salió a relucir en el debate, a loque el joven parlamentario contestó con arrogancia: lasodomía es la introducción de la política por otros me-dios... Pero ni siquiera la celebración de esta ocurrenciaexplica la actitud de los dos hombres en la fotografía.¿Dónde está el vínculo, se pregunta el sacerdote, queinvolucra a El Patrón y al presidente? Sería terrible, secontestó a continuación, que todo lo que ahora le ocurrea este país no sea más que un chiste registrado por unacámara indiscreta hace nueve años, cuando éste era el

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único rincón del continente donde nada grave sucedía.¿ Será que este tira y afloja que hoy nos apesadumbra co-menzó con lo que esa fotografía sugiere pero no afirma?¿Hasta qué punto El Patrón de La Catedral era ya hacenueve años el que más fuerte reía en el Congreso de laRepública? El sacerdote tose, inquieto, y se abriga con laprenda de lana que lleva sobre su hábito, al tiempo quele pide a su anfitrión le indique, por favor, dónde se en-cuentra el cuarto de baño.

Y Escobar mismo, casi con dulzura, lo toma del brazoy lo guía por uno de los pasillos de la enorme mansión.Po rque, ¿cómo pueden llamar cárcel a un lugar cuyas pa-redes están atiborradas de obras de arte, los suelos cu-biertos de alfombras, lámparas de pie en cada esquinay b i b e l o t s s o b re las consolas? Al entrar al cuarto de bañoel sacerdote sintió que su esfínter se aflojaba súbitamentegolpeado por la sorpresa: enorme como el vestíbulo enel hotel, los azulejos brillaban con una pulcritud clínicac u yo resplandor conve rtía a la noche en día gracias a unarica sucesión de espejos. Centró luego su atención enuna lujosa y amplia tina de porcelana, sostenida porgruesas patas de bronce que simulaban garras de águilay donde cabían cómodamente tres personas tan gordascomo El Patrón. A continuación, no dio crédito a lo quevio y se frotó los ojos: ¿qué hace un bidet en una cárcelde hombres? La presencia de Lina y Paula Andrea jus-tificaba por igual el tamaño de la tina y el b i d e t. Ad e m á s ,conjeturó, si cada uno de los baños de La Catedral estátan bien dotado como éste en el que ahora se encuentra,¿cómo no compre n d e r, de acuerdo a lo que se decía, quelas dos adolescentes se multiplicaban por las noches enun bien poblado harén?

Al salir, su anfitrión volvió a tomarlo del brazo ymientras despotricaba contra el presidente, a quien acu-saba de perseguirlo injustamente, el sacerdote vio a suizquierda un gimnasio, con todos los instrumentos derigor, bicicletas estáticas, pesas, un ring de boxeo, sillascon artilugios para endurecer glúteos y bíceps y otrosaparatos cuya función fue incapaz de precisar. Al otrolado del pasillo observó un bar muy bien surtido y alpreso que lo atendía, tan solícito como el más experi-mentado de los camareros. La sala de computadores lepuso de presente que el preso mejor protegido del mun-do navegaba a su entero capricho por el vasto mar de lainformática. Otro enorme recinto lo hizo tomar con-ciencia de las decisiones que se tomaban en aquella lu-josa sala de juntas.

Pero lo que el sacerdote vio a continuación hizo quese detuviera de repente, al borde de la imprecación: ¿uncuarto de muñecas en la cárcel donde está confinado elgángster más desalmado del planeta? Había oído decirque la confesa debilidad de El Patrón por hacer volar condinamita los centros comerciales donde a diario acudíanniños, acompañados de sus madres —pues con esas ma-sacres quería “arrodillar al régimen”— competía con sugran pasión: llevar a su hija al bunker y pasar con ellahoras y horas jugando en el cuarto de muñecas. La abe-rrante ironía de lo que sus ojos vieron y que incendiósu viejo rostro en flamas de sangre furibunda, hizo quela ira no se volcara contra el criminal que él había con-vencido para que se entregara a la justicia sino contra elpresidente. ¿Cómo podía ese hombre, cuyo declaradoamor por los niños rozaba la patología, permitir que elterrible traficante deshonrase la memoria de sus vícti-mas jugando a las muñecas en la cárcel que él mismodiseñó y que el propio presidente avaló con su firma? Alo mejor El Patrón no tiene la culpa de todo, como sedice, sino que ésta alcanza a los responsables de hacercumplir la ley y aplicar la justicia en este país, concluyóel sacerdote con la mirada puesta una vez más en la enor-me fotografía que poco antes había merecido toda suatención. ¿Por qué razón el presidente se hace el de la vis-ta gorda ante semejante afrenta contra la dignidad y ladecencia? ¿Había entre esos dos hombres que interc a m-biaban risas y solapadas miradas en la fotografía algúninfame pacto? Desde los primeros meses de confina-miento, con inocultable sorna los servicios de inteligen-c i a de los gringos se referían a la cárcel de El Patróncomo un “Hotel de cinco estre l l a s”. ¿Cómo es posible queel primer varón de la República no estuviera al tanto delo que ocurría dentro de La Catedral? ¿Por qué permitióque el delincuente más peligroso del mundo celebrasesu primer año de prisión con una babilónica fiesta re a l i-zada fuera de la cárcel, en un club exc l u s i vo de En v i g a d o ?¿ Acaso el capo no había sido visto también un domingopor la tarde en el estadio de futbol que él mismo cons-truyó en su época de altruismo? ¿No era él el hombreque aparece en una fotografía publicada por la revistaCompacta junto con su hija al lado de un tigre albinoen una de las funciones del Circo Ruso en las afueras deMedellín? Una de dos: o el presidente es un imbécil o sebajó los pantalones ante El Patrón al extremo de no lo-grar siquiera ponerse de pie, enredado entre las sisas desu infame claudicación. Y ahora, precisamente porque

¿Había entre esos dos hombres que intercambiabanrisas y solapadas miradas en la fotografía

algún infame pacto?

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le ha entrado un súbito ataque de decoro ,César amenaza con poner orden y tras-ladar al preso a una guarnición militar. Yésta es la noticia que ha llegado a los oídosalertas del Signore, como le decían los dosperiodistas italianos, que por nada delmundo quiere perder sus privilegios. Pre-fiere la fuga y otra vez la guerra. La guerraa muerte.

Al tanto de estas inquietudes, el sacer-dote no pudo negarse a la invitación queEl Patrón le hizo hace dos días para quelo visitara en La Catedral y poder hablara fondo sobre tan delicada situación.¡Pablo!, ¡Pablo!, ¿por qué me persigues? Alc o m i e n zo quiso evadir el comp ro m i s op e ro su conciencia le señaló a sus pies elru m b o de un nuevo camino de Da m a s c o.¿ Acaso no había sido precisamente él quienmeses atrás convenció al delincuentepara que se entregara? No podía faltar a lacita, aunque ahora siente que cayó en unatrampa. Pero no en la trampa del delin-cuente sino en la del alto gobierno que alautorizar sus gestiones como mediadorconvertía al sacerdote y por ende a la Igle-sia en garante de un pacto viciado desdesus orígenes. Una cosa es ser pastor de al-mas, que acude cuando un ser descarria-

do lo necesita, y otra un hombre gene-roso que, gracias a la general estima

que se le profesa, puede ser utili-zado como peón de un sórdido aje-

d rez político cuyas reglas él ignora.El sacerdote ve a la adolescente a

quien llaman Pa u l a Andrea coquetean-do con uno de los hombres encargados de

la seguridad, que casi no puede caminar a causa de laspesadas armas que traslada de un lugar para otro. En-tonces reaparece la gitana, que con gestos más que conpalabras increpa el descaro de la joven, quien terminapor desaparecer en uno de los pabellones contiguos. Elhombre de las armas tropieza y cae y la risa de sus com-

pañeros, sobre todo la estentórea de Jaider La Perra, locubre de ridículo.

Media hora antes y consciente de las peligrosas de-cisiones que El Patrón está a punto de tomar, el sacer-dote le aconsejó reiterada, casi suplicantemente, evitarla confrontación para ahorrar más derramamiento desangre. Sí, que pese a las dificultades que se han presen-tado tuviera algo de paciencia y acatara lo pactado a lahora de la entrega. Y de nuevo recuerda el momento enque hace un año él mismo lo acompañó hasta La Cate-dral. Y al evocar los hechos no pudo disimular una son-risa. ¿Y cómo no iba a sonreír? El helicóptero en el queviajaba el sacerdote, acompañado por un político, unperiodista y un delegado de la oficina de Derechos Hu-manos, aterrizó en una finca llamada El Quijote. ¿No lohabían acusado de quijotismo toda la vida? ¿No es éseel calificativo que le han dado a lo largo de su misiónsocial, desde ese lejano año en que se dio a conocer através de un programa llamado, provo c a d o r a m e n t e ,El Ojo de la Aguja? Si es cierto, como dice La Palabra,que es más fácil que un camello pase por el ojo de unaaguja que un rico entre en el reino de los Cielos, ¿cómose atrevió el cura a comprometer en su apostolado pre-cisamente a los poderosos? Eso de rezar en la televisiónpor el día que termina y por la noche que llega teníamenos futuro que el plan de gobierno del César, le de-cían. Igual de ingenuo era su esfuerzo por reunir a todala clase pudiente del país, con el mandatario de turno a lac a b eza, para compartir un banquete cuyo cubierto va l í aun millón de pesos y donde el menú estaba compuestoúnicamente por consomé y pan, servido por las reinasde la belleza en el hotel más prestigioso de la capital. Laabnegación, aliada con la eficacia, era su más alta di-v isa pastoral.

¿ Por qué dudar entonces del éxito de su gestión cuan-do les prometió a sus asombrados televidentes que éle n t regaría al hombre más odiado del país? En la finca ElQuijote esperaba el temido capo, quien rápidamenteabordó el helicóptero en compañía de dos tipos franca-mente siniestros. Como si protagonizaran una secuen-cia evangélica, el cura y el delincuente se abrazaron y ésafue la noticia del año, con fotografía incluida. El primeroestaba más pálido y flaco que nunca y el segundo tangordo como un cerdo en vísperas de San Martín. Lucíauna larga barba y vestía b l u e j e a n s, camisa de seda, zapa-tillas de tenis y una chaqueta con rayas negras. Sus ojosp e r m a n e c i e ron ocultos durante toda la travesía tras unasgafas de espejuelos negros. Al descender en La Cate-dral, el sacerdote, siguiendo la usanza de los tres últimosPapas, se arrodilló y besó la tierra. Luego, todos compro-b a ron que se encontraban en una enorme constru c c i ó n ,sobria y fría, con cuatro salones de treinta metros delargo y ocho de ancho, baños comunales y veinte camas-t ro s por salón, con puertas metálicas y barrotes. En fin,

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algo parecido a una cárcel. Pe ro ahora el sacerdote dudade lo que ve. La espartana decoración inicial se ha trans-formado, un año más tarde, en un esplendor ve r s a l l e s c o ,y las severas figuras de los guardianes se han metamor-foseado en espléndidas y complacientes muchachas. Els a c e rdote vuelve a observar la pistola que Escobar le en-tregó al jefe de la prisión en señal de acatamiento a suautoridad y que reposa ahora, al alcance de la mano.

—¿Para qué las armas, Pablo?—En cualquier momento los comandos de élite

caerán sobre La Catedral pero no me van a encontrardistraído —dijo—. Y no ponga esa cara, padre. ¿Sabe?Yo nací en medio del fuego, cuando los godos incendia-ron Ríonegro, a finales del año cuarenta y nueve. Si elfuego es mi elemento, ¿por qué he de tenerle miedo?

Y entonces el sacerdote volvió a recordar al Pablo delas Escrituras, preso en Roma, y una de las frases de suCarta a los efesios lo conmovió, pues hablaba precisa-mente de la necesidad de armarse. Y en voz alta rezó:

— Vu e s t ra lucha no es contra la carne y la sangre, sinocontra los principados y potestades, contra los domina -dores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malosque andan por los aires...

Como si la frase los hubiera puesto en estado dea l e rta, El Patrón y sus hombres miraron insistentementeal cielo, pero el helicóptero hacía ya un buen rato habíadesaparecido.

—...Recibid la armadura de Dios —prosiguió elsacerdote— para que podáis resistir en el día malo...

El silencio se apoderó de los presentes y el cura apro-vechó ese momento, como de vela de armas, para vo l ve ral cuarto de baño. Ya conocía el camino y por eso em-prendió solo la peregrinación que le imponía su viejavejiga.

Al regresar, se detuvo ante una consola en la que re-posaba una diminuta y bien surtida colección de auto-móviles antiguos y de lujo. Era la reproducción exactade la colección original de El Patrón y que éste guard a b acon celo supremo en algunas de sus fincas y mansionesy que con orgullo solía mostrar a sus invitados. A LaCatedral se había llevado los modelos a escala de unRambler negro de 1902 y un Ford modelo 1928. Tam-bién sus Rolls-Royce, sus Mercedes Benz clásicos y de-portivos y sus Porsches. A su lado, el sacerdote sintió lap resencia de su anfitrión que, feliz, comenzó a re c i t a r l eel linaje de cada una de esas maravillas. ¿Quién puedetener tanto dinero como para armar una colección tanespléndida?, se preguntaba el eudita cuando, súbita-mente airado, El Patrón tomó de la consola un bello mo-delo y lo estrelló contra el suelo, volviéndolo añicos. Losi n e x p re s i vos ojos del capo, que en horas bonancibles pa-recían un par de botones carmelitas, se habían transfor-mado, en medio de imprecaciones, en las fauces asesinasde un par de lobos bajo una luna de sangre. El sacerd o t e

lo miró, asustado por tan violenta e inesperada actitud,p e ro El Patrón, por toda explicación, dijo, con el aire re n-coroso e implacable de la tercera persona:

—De Pablo Escobar nadie se burla.Y a continuación ordenó al hombre apodado El

Nefando que llamara a El Cachorro, pues quería verlolo más pronto posible.

De nuevo sentado el sacerdote en el salón principal,el Doctor Arizmendi le comentó en voz baja y con losinsoportables guiños de su ojo izquierdo que él mismole había informado hace un rato a El Patrón, con docu-mentos en la mano, que el amado Pontiac modelo 1933,que hasta ahora pasaba por ser el automóvil predilectode Al Capone, era una estafa. Que Capone jamás tuvo unvehículo de esa marca ni de ese modelo. De ahí la vio-lenta reacción del capo.

—Por nada del mundo quiero estar en la piel deltipo que se las quiso dar de vivo con el jefe —dijo el abo-g a d o, como si el sacerdote fuera un miembro más de lapandilla.

Cuando un par de horas antes llegó a La Catedral,al recorrer uno de los pasillos había visto enmarcadasdos fotografías que le daban sentido a los gustos de ElPatrón. En una aparecía como si fuera Pancho Villa,con un fusil en la mano, sombre ro enorme y cananas re-pletas de balas cruzadas sobre el pecho. Y en la otra foto-grafía, como si proclamase su parentesco o afinidad conel que creía dueño del Pontiac, posaba en compañía deuno de sus primos, vestidos a la manera de los gángstersde los años treinta. Al lado de las fotos, también llamóla atención del sacerdote un lujoso libro, encuadernadoen cuero y con un título que se le antojó compro m e t e d o r :I mafiusi della Vicaria, de un tal Giuseppe Rizzotto. Alhojearlo, comprobó que se trataba del ejemplar númerosetenta y seis de una edición de sólo cien volúmenesimpresos en papier de Hollande. En la página de crédi-tos leyó: Archivio di Stato di Palermo, 1896.

—Padre, ¿podría usted hacerme un favor? —dijo asu lado El Patrón, más sosegado. Y sin esperar la re s p u e s-ta, se dirigió a la consola donde había dejado el sobrecon la nota que llevaba atada a una de sus patas la palomamensajera. Volvió a leer la hoja y a continuación, en elreverso, escribió con letra nerviosa algo cuyo sentido sele escapó a los presentes. In t rodujo de nuevo el papel enel sobre y lo lacró humedeciendo los bordes con su saliva .

—Quiero que le entregue esta carta al presidente.El eudita dudó, sin comprender qué era lo que pre-

tendía el capo. ¿Me habrá convertido en su cartero?— Una carta al adefesio —dijo el Doctor Arizmendi,

con marcada ironía.—¿Qué quiere usted decir? —preguntó, molesto,

el sacerdote.—Carta de Pablo a los efesios. Si no me equivoco,

efesio es ad efeso, adefesio —explicó con insoportable

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jactancia el abogado, como si el juego de palabras nohubiese sido captado por el sacerdote. Pero lo que éstecomprendió de inmediato fue la gravedad de la situa-ción y la demencia que podría apoderarse de La Cate-dral si algo o alguien no interviene a tiempo. ¿Qué con-tendrá la carta?

La gitana reapareció, con un muchacho a su lado.Se inclinó ante El Patrón y se retiró para dejarlos hablara solas. El muchacho a todo decía que sí con la cabeza,con el servilismo de un perro golpeado por su amo peroal que, a pesar de todo, obedece con la cabeza gacha. Te-nía la mirada hosca, la cara salpicada de acné y cuandohablaba usaba un lenguaje unas veces arcano y otras co-chambroso.

—Este Cachorro es el mejor monaguillo que nosasiste en los oficios, aquí en La Catedral —dijo El Pa t r ó n ,con un tono de voz sardónico, provocador, humillante.

Entonces el sacerdote se sintió al borde de la claudi-cación. Triste y decepcionado, creyó que todas sus fuer-z a s lo abandonaban sin remedio. Se arropó más con suruana y en un instante se dio cuenta de que había vividoun espejismo. Que la oscuridad que durante tantos me-s e s se había apoderado del país era tan negra como susotana y que a lo mejor lo único que él consiguió al fa-cilitar la entrega de Escobar fue detener por un año elfatídico desenlace de los hechos. Pe ro, ¿qué es un año enla perenne tragedia de este país? Comprendió que él nohabía sido un simple mediador en la rendición de uncriminal sino el port a voz de una premonición, escondi-d a tras la frase con la que a lo largo de cuarenta años se

despidió de sus fieles a través de la televisión. Supo, enfin, que él era el día que terminaba y que su país no eraotra cosa que la larga noche que ahora comenzaba.

Sintió que todo le daba vueltas a su alrededor y sinhacer caso de las miradas inquisitivas de los asesinosdurante un largo rato meditó con los ojos cerrados. En-tonces sintió que entre sus manos anudadas sobre lasrodillas se abrían paso otras, casi heladas, y al abrir losojos, sin disimular un gesto de espanto, vio cómo lasgarras de la gitana depositaban sobre sus palmas la cart aque Pablo le enviaba a César. Y no pudo menos quepensar en la paloma mensajera que horas antes se habíaposado en la ventana con el mensaje que él ahora debíaentregar. Y recordó el breve pico del pajarillo que en lasferias de su infancia extraía de una baraja de mensajes latarjeta verde o azul o púrpura que, elegida por el ave alazar, le señalaba los caminos de la fortuna. Y concluyóque nada es casual. ¿Acaso no había sido él quien al pro-palar la fábula del pajarillo que llevaba polvo blanco alpaís de los ricos y regresaba con monedas de oro en elpico se había metido en este embrollo?

Y entonces se sintió al borde del llanto al escuchar lavoz de la iniquidad, camuflada entre la devoción bur-lona de El Patrón:

—Dele su bendición a este Cachorro, padre. Ma-ñana tiene que hacerme un trabajito del que a lo mejorno vuelve.

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Las ilustraciones que acompañan este texto fueron realizadas ex pro f e s o p a r aeste texto por Sol Un d u r r a g a .