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EL FIN DEL ESTADO Y EL PORVENIR DEL CAPITALISMO

Reflexiones desde una lectura de Marx

Héctor-León Moncayo S.

La globalización, o mejor el actual oleaje de globalización, contrario a lo que habitualmente se

piensa, antes que un hecho económico es más que todo un hecho político. La preeminencia del

dogma del libre comercio mundial o más exactamente su imposición práctica, especialmente en

los países periféricos, es el resultado de una serie de decisiones (¿suicidas?) de Estado que, al

“abrir” las economías nacionales, no han hecho otra cosa que renunciar a porciones

significativas de soberanía a favor de las leyes “impersonales” del mercado1. O mejor, según se

ha venido insistiendo en múltiples foros académicos y políticos, en favor de las grandes

corporaciones multinacionales y de los estados hegemónicos (“hegemones”). El fortalecimiento,

o la aparición, de instituciones supranacionales como las tradicionales de Bretton Woods o la

Organización Mundial del Comercio (OMC), y la recientemente creada Corte Penal

Internacional, refuerzan la imagen de que el antiguo orden mundial basado en estados

nacionales, ha llegado a su final.

Tales decisiones forman parte de un programa político más general, denominado, para

simplificar, neoliberalismo, que en el interior de los países viene concediendo también

preeminencia al mercado. Así, podría decirse que si el primer proceso conduce a un

debilitamiento de la soberanía “externa”, el segundo afecta la “interna”, sobre todo cuando se

tiene en cuenta que a veces coincide con políticas de descentralización y en general de

privatización de funciones públicas. No obstante, podría argumentarse en este último caso que

otorgar primacía al mercado no está en contradicción con la naturaleza del Estado

(¿gendarme?), en cuanto es un simple reordenamiento jurídico que, aún reduciendo o

modificando por decisión propia la capacidad de intervención del aparato estatal, mantendría,

de todas maneras, el marco constitucional. No sucede así, en cambio, en el plano internacional.

Probablemente se podría invocar la existencia de una superestructura jurídica mundial pero, a

esta altura, ya no es evidente que los estados hayan jugado un papel definitivo en su

construcción. En el caso de la preeminencia otorgada al mercado mundial no puede, pues,

procederse por analogía2.

1 La pregunta acerca de quién toma las decisiones no es ociosa. ¿Los gobiernos, respaldados o no por el Congreso, las élites, la sociedad civil? Se refiere a los procesos de legitimación y como tal remite a la misma cuestión del papel real de los estados. 2 El hecho de que se le asigne a esta dimensión política el carácter de rasgo definitorio de la actual fase de globalización no niega y más bien confirma que se trata de un proceso histórico que algunos señalan como erosión de los estados, debida precisamente a la intensificación de

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El fin de los estados, aunque no se trate de todos, no es, sin embargo, una conclusión fácil de

aceptar. No tanto desde el punto de vista práctico, como del teórico. Es posible reconocer que

el espacio de las principales decisiones políticas ya no es el de las “naciones” y que hoy como

nunca se ha materializado un poder que es de suyo global, o mundial. E incluso, que el ejercicio

de dicho poder, pura y simple dominación del gran capital, ya no precisa de intermediaciones

jurídico-políticas, ni siquiera en la forma de colonialismo. No obstante, las relaciones de

mercado que regulan el intercambio y la circulación de mecancías y sobre todo la movilidad del

capital, aún prescindiendo de las dificultades que propone, por ejemplo, la diferencia de

monedas (atributo de la soberanía estatal), permiten la exacción, traslado y apropiación del

valor generado en cualquier parte del planeta, pero no bastan ni para arbitrar la pugna entre las

fracciones del capital ni mucho menos para construir verdaderas relaciones sociales de poder.

La dimensión política, en el sentido de la relación de dominación legítima –para recurrir al

lenguaje weberiano– sigue siendo indispensable.

Obviamente, desde otras perspectivas teóricas que no reivindican la centralidad del capital en la

sociedad moderna y se ubican en una lógica de comportamientos e interacciones entre actores,

el problema no adquiriría tal magnitud. En efecto, desde antes del auge de la noción de

globalización, en los años setenta, ya algunas corrientes de la teoría de las relaciones

internacionales cuestionaban el papel exclusivo del Estado, identificándose como

transnacionalistas, transgubernamentales o globalistas3. Habría muchos otros actores, partidos,

gremios, empresas multinacionales, organizaciones de la sociedad civil (ONG), las propias

burocracias en los distintos niveles de los estados, e incluso las instituciones internacionales.

Los resultados, así en el ámbito nacional como en el internacional, dependerían de un juego

cooperativo (interdependencia, negociaciones) que eventualmente suscita el conflicto.

Sobra decir que estos enfoques son hoy predominantes en los análisis de la politología. En este

ensayo no vamos a detenernos en estos aportes, aunque en su nivel, proporcionan

las relaciones transnacionales. Lo que se pone en duda por muchas razones es la tríada, que se concebía de manera naturalista, “nación (ethnos)-territorio-aparato de Estado”. Habría que tenerse en cuenta el fenómeno de las migraciones con sus impactos sobre las “ciudadanías” de los países y la redefinición de las nacionalidades en un sentido no territorial. Véase A. Appadurai, “Soberanía sin territorialidad”, en revista Nueva Sociedad, No. 163, Caracas, Sep.- Oct. 1999. 3 Puede mencionarse, por ejemplo, en el enfoque de la interdependencia compleja, el texto de R. Keohane y J. Nye, Power and Interdependence. World Politics in Transition, Boston, Little Brown, 1977.

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perspectivas interesantes. En realidad es mayor su voluntad normativa (formulación de

recomendaciones) que su capacidad interpretativa o explicativa. El punto de discrepancia tiene

que ver con la noción de poder. Para la mayoría de ellos éste se reduce a una suma de

recursos a disposición de cada uno de los “actores”. Entran en juego en el mismo nivel que

otros factores que determinan la dinámica de la política global y abren o restringen los espacios

de oportunidad política. El sentido de la “democracia” a nivel internacional es el mismo que se

predica en el espacio nacional: la tramitación pacífica de conflictos entre intereses y actores o,

mejor, su transformación en cooperación4. No es una feliz analogía. La naturaleza del Estado

consiste, precisamente, en que, separado de la sociedad civil, concentra y monopoliza el poder

político. Si esta pretensión es ya fallida a escala nacional e inexistente a escala mundial,

estamos frente a un problema histórico que no podemos resolver constatando simplemente la

“multiplicidad de poderes” en uno y otro caso, y menos si involucramos el espacio del mercado.

Es por eso que aquí volveremos sobre el problema fundamental planteado inicialmente. Se trata

de esclarecer sus términos teóricos. El punto de partida es Marx.

El lugar del Estado en el pensamiento de Marx

En Marx hay dos aproximaciones a la teoría del Estado: una, desde la teoría “pura”, desde el

análisis del modo de producción capitalista. Otra, desde una perspectiva histórica, desde la

complejidad de la lucha de clases. En la primera el Estado aparece como un componente

esencial. Sugestivo es en este sentido el plan de su obra liminar. Dice en una carta a Engels:

Lo que sigue es una síntesis muy breve de la primera parte. Me propongo reunir este

material en seis libros: 1) Del capital; 2) De la propiedad territorial; 3) El trabajo

asalariado; 4) El Estado; 5) El comercio internacional; 6) El mercado mundial5.

Seguramente introdujo modificaciones en este plan que no pudo llevar a cabo, y ya se sabe la

participación de Engels en la edición del segundo y tercer tomos de El capital, pero no deja de

ser sugestivo que introdujera, como asunto específico, el tema del Estado, incluso como

presupuesto del comercio internacional y del mercado mundial. A primera vista daría lugar a

pensar en un enfoque convencional de la economía política. No obstante, Adam Smith, por

ejemplo, introduce el comercio internacional en el Libro sobre los sistemas de economía

política, antes de tratar del Estado, tema que se reduce a considerar los ingresos del soberano

4 Véase, por ejemplo, la propuesta de gobernabilidad global que elabora el politólogo alemán Dirk Messner en “La transformación del Estado y la política en el proceso de globalización”, en revista Nueva Sociedad, ed. cit. 5 Carta de Marx a Engels, abril de 1858.

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o de la república. Obviamente, para éste, el punto de partida son las “naciones” y aunque

reivindica las virtudes del mercado –en debate frontal, como se sabe, contra las doctrinas del

mercantilismo–, el Estado como tal, es algo dado y no merece justificación alguna. En cambio,

para Marx, quien por cierto señala que para los mercantilistas la riqueza de la nación es la

“riqueza para el Estado”, el mercado mundial es, si no un supuesto analítico, por lo menos una

fuerza que determina todo el proceso de despliegue de la dominación del capital, como lo

sabemos desde el Manifiesto Comunista. Así, el Estado aparecería como una realidad histórica

que se interpone en el avance de este proceso. Precisamente por ello, sería necesario

considerarlo previamente.

En los famosos “borradores” (Grundrisse) detalla aún más esta lógica expositiva, aclarando que

los tres primeros libros llevarían a una determinación de las tres clases fundamentales: “Luego,

el Estado (Estado y sociedad burguesa-los impuestos o la existencia de las clases

improductivas-la deuda pública-la población-el Estado volcado al exterior: colonias. Comercio

exterior. El curso cambiario. El dinero como moneda internacional. Por último, el mercado

mundial. Dominio de la sociedad burguesa sobre el Estado. La crisis. Disolución del modo de

producción y de la forma de sociedad fundados en el valor de cambio. El trabajo individual

puesto realmente como social y viceversa)”6..

En este orden de ideas es evidente que se refiere al Estado en su forma nacional-territorial y

que se trata de una realidad histórica necesaria. Por ello diferencia entre comercio internacional

(división internacional del trabajo) y mercado mundial (que supone dinero mundial). Y no sería

exagerado observar maliciosamente que la propia consideración del mercado mundial –más allá

de los estados– lleva a la de la crisis. No hay que olvidar que medio siglo después se libraría un

gran debate en torno a la naturaleza de la expansión planetaria del capitalismo, el cual daría

lugar a las teorías del imperialismo. ¿Necesita el capital de un entorno no capitalista? ¿La

incorporación de este último (internalización) llevaría, como lo había previ sto Marx, a su

conversión en capitalista? ¿Qué implicaciones tendría para la continuidad de la acumulación?

Al “plan de la obra” que se está comentando se alude en varios documentos. Por ejemplo, en la

Introducción general a la crítica de la economía política, que figura como primera parte de estos

borradores, donde hace, respecto del Estado, una significativa precisión: “...las tres grandes

clases sociales. Cambio entre ellas. Circulación. Crédito (privado). 3) Síntesis de la sociedad

burguesa bajo la forma del Estado. Considerada en relación consigo misma. Las clases

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improductivas... etc.”7. En este contexto, no cabe duda de que la “síntesis de la sociedad

burguesa” debe interpretarse en su forma nacional y necesariamente como Estado.

Seguramente –y esta es una razón adicional– le interesaba diferenciarla claramente de la

noción de “comunidad”. Esta suposición, cuyas implicaciones todavía están por verse, no debe

sorprender. Ya algunos autores han señalado que, en el campo de la sociología, también se

supone, muchas veces de manera inconsciente, que la “sociedad” objeto de estudio es aquella

circunscrita por el Estado8.. Sin embargo, puede dejarse de lado provisionalmente esta

constatación e indagar un poco más en la definición del Estado como si fuese en el campo de la

“teoría pura”.

El análisis de la forma Estado en el capitalismo

El análisis del Estado, hasta donde conocemos, se levanta sobre la tradición de los teóricos de

los siglos XVIII y XIX, especialmente Hegel, que lo construyeron sobre el artificio puramente

abstracto de la “sociedad” o la “comunidad”, con alusiones –importantes, pero tal vez no

esenciales– a la “nación”. Para Marx, el Estado moderno sólo podía nacer de las relaciones

sociales capitalistas. Se explica por ellas. Pero, como se dijo antes: ¿las relaciones sociales

capitalistas deben expresarse necesariamente en el Estado moderno? La pregunta es tanto

más inquietante cuanto que el Estado moderno es nacional territorial.

El argumento es bien conocido. Se desarrolla, sin duda, por contraste con el antiguo régimen

feudal europeo. El Estado moderno sólo puede surgir allí donde han desaparecido las

relaciones personales de dependencia y donde, por lo tanto, las relaciones políticas asumen un

carácter específico, diferente y separado de las relaciones puramente económicas que se

presentan como intercambios entre sujetos individuales, libres e iguales. Aparece como un

proceso de gradual monopolización del poder y por tanto exclusión (no la simple subordinación)

de cualquier otro, llámese nobleza, clero, gremios o burgos. Es la construcción de la soberanía

“interna” que significativamente sucede a la definición de la soberanía “externa”, primer paso en

el establecimiento de un espacio territorial.

La fórmula que sintetiza esta presentación, es, en Marx como en la tradición filosófica

precedente, la separación entre la sociedad civil y el Estado. Pero, como lo señaló muchas

6 Karl Marx, Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (borrador) 1857-1858, México, Siglo XXI Editores, 1971. 7 Ibid. 8 Anthony Giddens, The Consequences of Modernity, Cambridge, U.K., Policy Press, 1990.

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veces, y en eso consiste su aporte, se trata precisamente de analizar la primera. Tal como lo

dice en la Introducción general:

El contrato social de Rousseau que pone en relación y conexión a través del contrato a

sujetos por naturaleza independientes, tampoco reposa sobre semejante naturalismo

(las robinsonadas). En realidad se trata más bien de una anticipación de la sociedad

civil que se preparaba desde el siglo XVI y que en el siglo XVIII marchaba a pasos de

gigante hacia su madurez. En esta sociedad de libre competencia cada individuo

aparece como desprendido de los lazos naturales, etc., que en las epocas históricas

precedentes hacen de él una parte integrante de un conglomerado humano

determinado y circunscrito.

Así, el artificio conceptual, que aparece en Hobbes y en cierto modo en Rousseau, en Locke y

hasta en Kant, en Marx es un producto histórico. Pero no le interesa solamente establecer la

determinación (de la “superestructura” por la “base”), como creen muchos comentaristas, sino el

mecanismo que la hace posible, la unidad que existe detrás de la separación y la eficacia

específica de ésta en la reproducción de la sociedad burguesa en su conjunto. La lectura de

Hegel le ayuda a la reflexión. Como se sabe a ello dedicó buena parte de sus estudios y

trabajos de juventud, especialmente la Crítica de la filosofía del Estado de Hegel; de juventud,

es cierto, pero, como se señalará más adelante, la problemática no desaparecerá durante la

madurez.

En los manuscritos que componen la obra mencionada, desarrolla una crítica acerba al que

considera el extremo idealismo de Hegel. “El verdadero interés lo constituye la lógica y no la

filosofía del derecho... El momento filosófico no es la lógica del objeto, es el objeto de la lógica.

La lógica no sirve para probar el Estado, sino que, por el contrario, el Estado sirve para probar

la lógica”9. La crítica avanza hasta señalar las ambigüedades y contradicciones del filósofo, aun

dentro de su propia definición del Estado, la cual acepta, en los términos de la separación entre

el Estado y la sociedad civil (la familia, la propiedad privada) y por tanto entre las esferas de lo

universal (lo general) y de lo particular. Aquí uno de los problemas fundamentales, como en

Rousseau, será el de la formación o expresión (¿representación?) de la voluntad general, que

Hegel intenta resolver problemáticamente con la tridivisión: “poder legislativo”, “poder

gubernativo (o ejecutivo)”, y “poder soberano”.. Es en esta intersección entre sociedad civil y

Estado en donde Hegel parece enredarse, introduciendo a veces las clases sociales como

9 Karl Marx, Crítica de la filosofía del Estado de Hegel, México, Grijalbo, 1968, p. 26.

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mediadoras o colocando una de ellas, los propietarios de la tierra, como portadores (¿éticos?)

del interés general, con lo cual se convierte en blanco fácil de los ataques de Marx.

La crítica tiene consistencia precisamente porque el punto de partida es en ambos el mismo.

Las relaciones de poder político ya no son relaciones de producción. En el medioevo las clases

de la sociedad civil y las clases desde el punto de vista político eran idénticas, puesto que la

sociedad civil era la sociedad política Ello sucedía incluso en las monarquías absolutas. Por eso

Marx concluye:

La Revolución Francesa fue la que terminó la transformación de las clases políticas

(estamentos) en clases sociales o, en otros términos, hizo de las diferencias de clases

de la sociedad civil, simples diferencias sociales, diferencias de la vida privada sin

importancia en la vida política”10.

Es por eso que no acepta la solución sugerida por Hegel y lo llama a ser consecuente con su

presupuesto atomístico que, por lo demás, no está lejos del paradigma de mercado introducido

por la economía política, el cual sería la alternativa, aún para Marx, a la terrible “guerra de todos

contra todos”: “Por lo tanto el ciudadano del Estado y el ciudadano simplemente miembro de la

sociedad civil están también separados. (...) Para comportarse pues como ciudadano real del

Estado, adquirir significación y actividad políticas, está obligado a salir de su actividad cívica, a

hacer abstracción de ella, a retirarse de toda organización en su individualidad; pues la única

existencia que cuenta para su cualidad de ciudadano del Estado, es su individualidad pura y

simple, pues la existencia del Estado en tanto que es gobierno se lleva a cabo sin el, y su

existencia en la sociedad civil se lleva a cabo sin el Estado”11.. En fin, los diferentes miembros

del pueblo son iguales en el cielo de la política y desiguales en la existencia terrestre de la

sociedad. Sólo así puede operarse el milagro de la abstracción en el Estado.

De la perspectiva histórica a la realidad de la política

El aspecto que cabe ahora resaltar de todo lo anterior consiste en que para Marx no se trata de

un velo ideológico. Es un aspecto esencial en el funcionamiento del capitalismo y por ello toma

el Estado como la síntesis de la sociedad burguesa. Incluso, en la misma crítica a Hegel,

destaca la aparente paradoja de que apareciendo determinado el Estado por la sociedad civil

(de la cual es su abstracción), a la vez ésta aparece determinada por el Estado que al

“separarla” le asigna sus principios y modalidades de existencia “privada”. En el lenguaje de hoy

10 Ibid., p. 100. 11 Ibid., p. 96.

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diríamos que alude al campo de lo jurídico en lo que sería el surgimiento simultáneo del

derecho público y el derecho privado.

En este orden de ideas, el que por mucho tiempo se denominó “carácter de clase del Estado” se

explicaría, en principio, como un “efecto estructural”. Sin embargo, como se dijo antes, aparte

de la “teoría pura”, Marx realiza igualmente una aproximación desde una perspectiva histórica,

desde la complejidad de la lucha de clases que no contradice para nada la anterior y más bien

la desarrolla. En principio, el argumento era puramente empírico: “A esta propiedad privada

moderna corresponde el Estado moderno, el cual adquirido gradualmente por los dueños de la

propiedad por medio de las contribuciones, ha caído enteramente bajo su dominio a través de la

deuda nacional”12.

Aquí debe tenerse en cuenta, de todas maneras, que, desde un punto de vista histórico

concreto, la formación del Estado moderno sólo puede examinarse en relación con las formas

anteriores del poder en los avatares de la disolución del regimen feudal (allí habla de Alemania

antes de 1848). Marx no ignora los antecedentes, hoy ampliamente reconocidos, de la paz de

Westfalia, ni la importancia de las monarquías absolutas, o la disolución de los grandes

imperios en el siglo XIX. En este proceso de transición, la propiedad territorial y el capital se

disputan un lugar en la conformación del Estado que adquirirá en cada caso una forma distinta.

Y ya conformado seguirá siendo el espacio de pugnas entre diferentes fracciones de las clases

dominantes, como lo demostraría en sus textos posteriores sobre La lucha de clases en Francia

y El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte.

Pero aún en este libro –La ideología alemana– que es anterior al desarrollo pleno de su teoría,

nos ofrece también una indicación fundamental:

Los capitalistas forman una clase sólo en la medida en que son obligados a sostener

una lucha común contra otra clase. Pues, por lo demás, ellos mismos se enfrentan unos

con otros, en el plano de la competencia, en pos de ganancias en el mercado13.

Lo primero que salta a la vista es que, según esta apreciación, el capital, dado

que existe empíricamente en la forma de capitales individuales, no podría

constituirse, desde su realidad “civil”, en un proyecto consistente de dominación

12 Karl Marx y Friedrich Engels, La ideología alemana, Montevideo, Ediciones Pueblos Unidos, 1959. 13 Ibid.

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sobre la sociedad, simplemente porque se encuentra aherrojado por la

inmedatez de la competencia. Sin embargo, lo necesita para asegurar la

estabilidad social y la continuidad de la acumulación. Son otras clases,

principalmente el proletariado, quienes se encargan de recordárselo. De ahí que

resulte esencial el referente del Estado en donde sus intereses particulares

asumen la forma de interés general, en lo cual reside el secreto de la política

moderna por la vía indirecta de la representación.

Seguramente Marx nunca abandonó el contenido más profundo de lo establecido por Hegel.

Tiempo después, en su obra fundamental, diría:

Estas leyes fabriles vienen a poner un freno a la avidez del capital, a su codicia de

explotar sin medida la fuerza de trabajo, limitando coactivamente la jornada de trabajo

por imperio del Estado, por imperio de un Estado gobernado por capitalistas y

terratenientes. Prescindiendo del movimiento obrero, cada día más fuerte y

amenazador, esta traba puesta al trabajo fabril fue dictada por la misma necesidad que

trajo el guano a las tierras inglesas. La misma codicia ciega que en ese caso agotó la

susutancia de la tierra, atentó en el otro contra las raíces de la fuerza vital de la

nación14.

El interés de largo plazo del capital asume entonces la forma de interés general de la sociedad.

O, expresado a la inversa: sólo el Estado en cuanto representante del interés general

(¿público?) es capaz de materializar su interés de largo plazo. Desde luego, como resultado de

una presión desde abajo.

Por eso al capitalista se le da un ardite la salud y la duración de la vida del obrero, a

menos que la sociedad lo obligue a tomarla en consideración... la implantación de una

jornada normal de trabajo es el fruto de una lucha multisecular entre capitalistas y

obreros15.

Curiosamente, en Marx, esta dialéctica resulta implacable. Permite la confrontación pero a la

vez conserva la unidad. En este terreno común, los obreros, sometidos ellos mismos a la

competencia, hacen lo mismo y toman como referente al Estado. Se convierten así en clase.

Parece como si Marx hubiera retomado la solución propuesta por Hegel. La atomización es

14 Karl Marx, El capital, tomo I, México, Fondo de Cultura Económica, p. 184. 15 Ibid., p. 212.

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superada mediante la conversión de las clases de la sociedad civil en una nueva forma de

clases políticas que ejercerían la representación y la mediación frente al Estado.

Para defenderse contra la serpiente de sus tormentos, los obreros no tienen más

remedio que apretar el cerco y arrancar, como clase, una ley del Estado, un obstáculo

social insuperable que les impida a ellos mismos venderse y vender a su descendencia

como carne de muerte y esclavitud mediante un contrato libre con el capital. Y así

donde antes se alzaba el pomposo catálogo de los derechos inalienables del hombre

aparece ahora la modesta Magna Charta de la jornada legal de trabajo, que establece

por fin claramente en donde termina el tiempo vendido por el obrero y dónde empieza

aquel de que él puede disponer16.

Esta conclusión ha sido cuestionada desde puntos de vista anarquistas. ¿Una creencia ingenua

–o perversa– en el Estado? ¿O una manera de redefinir el interés general hegeliano a partir de

la lucha de clases y ya no de la razón? Sin duda se trata de lo segundo. La diferencia consiste

en lo siguiente: también para los anarquistas el punto de partida es el divorcio entre la sociedad

civil y el Estado. Sin embargo, mientras que para éstos se trata, generalmente, de absolutizar la

primera, para Marx sigue vigente el problema de la formación del interés general que sólo se

resuelve con la superación de dicho divorcio y no con la simple supresión de uno de sus

términos. Significa una ruptura. Ya no como en el caso de las leyes sobre la jornada de trabajo.

Es precisa una revolución17.

Por eso dice en la Crítica del Programa de Gotha, tal vez el último documento representativo de

su pensamiento fundamental:

El objetivo del movimiento obrero no debe consisitir en liberar el Estado de la sociedad,

sino, al contrario, convertir el Estado, de un órgano que está por encima de la sociedad

en un órgano completamente subordinado a ella18.

Como se sabe, es en este texto donde Marx concluye que el Estado burgués debe ser destruido

para dar paso no tanto a otro tipo de Estado como a otro tipo de organización de la sociedad. El

texto puede ser leído como una convergencia con los anarquistas aunque la solución es

16 Ibid., p. 241. 17 Para algunas tendencias anarquistas, por cierto, la revaloración de la sociedad civil, entendida como promoción y asociación de pequeños productores y propietarios o de formas cooperativas, sería un proceso gradual. Hoy en día el punto merece una consideración más detenida, pero no deja de ser delicado. Obsérvese que algunas vertientes radicales del neoliberalismo se llaman a sí mismas anarquistas.

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diferente. Pero lo más importante es que se enfrenta a los socialismos (o capitalismos) de

Estado por entonces en boga. Y en esa medida anticipa un rechazo categórico al estalinismo

que terminó por hacer del “socialismo” un proyecto de absorción de la sociedad civil en el

Estado, como en todos los totalitarismos.

El Imperio como alternativa al declive de los estados nacionales

En síntesis, puede concluirse que, para Marx, la forma Estado es esencial en la reproducción de

la sociedad capitalista. Queda, sin embargo, la inquietud que originó estas notas:

¿Necesariamente un Estado nacional territorial? Como se dijo antes, él no ignoraba el proceso

histórico real y concreto que había dado lugar a los estados modernos, precisamente en contra

de las ideologías que naturalizaban el concepto de Estado-Nación como un hecho simplemente

cultural, ocultando la realidad de las violentas imposiciones y sojuzgamientos de pueblos

(etnias) en la propia Europa. Y así mismo supo valorar los nacionalismos que resultaron

justamente de ese proceso. Frente al caso de Irlanda, por ejemplo, no dudó en afirmar que

mientras el obrero inglés no abandonara su pretensión de dominio sobre sus hermanos de

clase, no sería capaz de emanciparse a sí mismo. Pero tomó todos los nacionalismos, de uno y

otro signo, como fuerzas objetivas en capacidad de impulsar la consolidación o, eventualmente,

la formación de estados. Sin duda reconocía que la posibilidad de materializar esa necesaria

“síntesis de la sociedad burguesa” residía en alguna fuerza de cohesión. Pero sabía igualmente

que la propia realidad del Estado, o del soberano, podía definir la “nacionalidad” –el pueblo–,

como tuvo oportunidad de comentarlo a propósito de la definición de soberanía popular por

exclusión que hacía Hegel19. Los estados nacionales eran, pues, ante todo, un hecho.

No obstante, independientemente de los orígenes de los estados, es claro que ellos se

constituyen en la única forma de estructurar la relación de poder en el capitalismo, como ha

quedado establecido. En ese sentido, Marx apreció las diversas formas de colonialismos como

proyecciones de Estado hacia espacios no capitalistas. Dado que consideraba que el efecto de

esta dominación no podía más que inducir el capitalismo, no se le hacía extraño el surgimiento

de nuevos estados a través de luchas o acuerdos de independencia. Pero seguramente

consideró, al mismo nivel, la formación y expansión del mercado mundial como una tendencia

contradictoria. Tendencia que, en la medida en que erosionara los estados nacionales, serviría

de base para la emancipación del proletariado. Es el sustento de la famosa consigna:

“Proletarios de todos los países uníos”. No son ellos quienes idealmente se lo proponen sino el

18 Karl Marx, “Crítica del Programa de Gotha”, en Marx y Engels, Obras escogidas, tomo II, Moscú, Ediciones en Lenguas Extranjeras, 1971. 19 Karl Marx, Crítica de la filosofía del Estado de Hegel, ed. cit., p. 51.

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propio capitalismo el que los obliga a hacerlo. De ahí la insistencia, no exenta de ironía, sobre la

marcha implacable del mercado mundial, en el Manifiesto Comunista, en lo que algunos han

creído ver la primera apología de la globalización.

El proceso, como sabemos, ha dado, no obstante, algunas vueltas. Después del imperialismo,

entre los siglos XIX y XX, y de dos guerras mundiales, la “descolonización” subsiguiente

multiplicó de manera sorprendente (y ficticia) los “estados nacionales”. Pero la expansión del

mercado mundial siguió su marcha. Hoy tenemos dudas fundadas de si muchos de esos

estados en realidad sirvieron de formas de cohesión o de simples mediadores de la dominación

del capital global (neocolonialismo). En todo caso, como se señaló al principio, la tendencia

actual a la erosión es evidente. Dado que el colonialismo parece ya superado, la pregunta es si

estamos en presencia de nuevas formas Estado que, en una escala superior, corresponderían a

la necesaría “síntesis de la sociedad burguesa” contemplada en el pensamiento marxista.

Podría decirse que existen diversos proyectos de integración, entre los cuales el mejor ejemplo

es la Unión Europea, que apuntarían a conformar esos nuevos estados. Sin embargo, es claro

que los capitales trascienden ya dichas fronteras integradas, en una intensificación y

densificación de las relaciones económicas, de naturaleza planetaria. Por lo demás, la

hegemonía de los Estados Unidos es incontestable, al menos desde el punto de vista de su

capacidad de coerción. No hay muchas respuestas.

En el reciente libro de Michael Hardt, que lleva la coautoría de Toni Negri, se introduce para

este efecto el concepto de “Imperio”. La propuesta es tremendamente sugestiva. Sin embargo,

la formulación es bastante débil y la sustentación, en lo que se refiere a la historia y el papel de

los Estados Unidos, es poco menos que lamentable20.. Se puede rescatar la hipótesis según la

cual, desde su nacimiento, el Estado de los Estados Unidos habría tenido una vocación de

Imperio. Esto lo coloca en una posición privilegiada para asumir la reorganización del mundo,

aunque curiosamente, para los autores, este no es el punto de partida. Efectivamente, estamos

en presencia de una redefinición del espacio del capital y de la territorialidad y con ellos de la

noción de soberanía. El imperio se caracteriza, entonces, porque no tiene límites. Pero tampoco

tiene centro territorial. La insistencia en este último punto hace esfumar tanto el papel de los

Estados Unidos, paradójicamente, como el sentido de cualquier reorganización política, lo cual

los lleva a una formulación similar a la habitual de la politología, la cual se mencionó al principio

de este ensayo.

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En efecto, en este libro, de la mano de los enfoques “posmodernos”, se pone el énfasis en el

descentramiento. “(El Imperio) es un aparato de mando descentrado y desterritorializado que

incorpora progresivamente a todo el reino global dentro de sus fronteras abiertas y expansivas.

El Imperio maneja identidades híbridas, jerarquías flexibles e intercambios plurales por medio

de redes moduladoras de comando”. No gratuitamente se retoman las teorías de sistemas

autorregulados (autopoiéticos). Pero cuando desciende a su formulación histórica, el esquema

se reduce a un inventario de entidades u organismos de diferente tipo y naturaleza (incluyendo

estados nacionales) que los autores organizan, para escapar del “aparente caos”, en una

pirámide de tres escalones que a su vez contienen múltiples niveles.

En la cúspide están los Estados Unidos, los otros estados principales y ciertas asociaciones que

cumplen funciones económicas o culturales claves en una función de unificación. En el

segundo, las Corporaciones multinacionales, que no unifican sino que funcionan en red, hacia la

articulación. Y los demás estados nacionales. En el tercer escalón, el más amplio, la base,

están los grupos que representan intereses populares. La novedad aquí es que ya los estados

nacionales no son los únicos que representan al pueblo sino también otro tipo de

organizaciones, donde no falta la mención a las ONG. No podía ser más convencional. El

principio de organización o de estructuración (no se trata en este caso del poder) no proviene

de la propia lógica del entramado sino de la voluntad clasificatoria más o menos plausible de los

autores.

El problema sigue sin resolverse. En realidad no basta con señalar que en la actualidad la

política ya ha perdido su autonomía, como signo precisamente del declive de los estados, si es

que se recurre al argumento simple de que hoy los consensos se tramitan en espacios

diferentes (¿de la sociedad civil?), constatación que ya han hecho muchos autores desde otras

vertientes ideológicas. Tampoco basta con advertir, de la mano de Foucault, la naturaleza

biopolítica del nuevo paradigma de poder (se regula la vida social desde su interior), que en

este caso va más allá de la sociedad disciplinaria hacia la sociedad de control a través de la

tecnología. Se produce directamente la subjetividad, de ahí la importancia de los medios de

comunicación. Pero afirmar que ahora el poder no está separado sino instalado en las propias

relaciones de producción, antes que una refutación del supuesto paradigma de Marx (y ya se

aclaró su contenido) no es otra cosa que buscar la forma de eludir el problema.

20 Toni Negri y Michael Hardt, Imperio, Bogotá, Ediciones “Desde Abajo”, 2001. Véase especialmente el capítulo 2.5 “Poder en cadena: la soberanía de U.S. y el nuevo imperio”.

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Sería indispensable definir en qué forma se estructura globalmente este poder, que

aparentemente puede prescindir de la forma Estado, y la relación que tendría esta

estructuración con el entramado antes descrito. Superando, eso sí, las dificultades que le crea

al capital su empírica multiplicidad en el mercado, puesto que la tensión entre lo general y lo

particular, entre lo inmediato y lo de largo plazo no ha desaparecido. Por el contrario;

precisamente por eso se está hablando del actual malestar de la política (o de su ausencia). En

fin, sería bueno establecer si esta redefinición es una alternativa societal o un signo de la crisis.

Y lo que es más importante: ¿Cómo se explica teóricamente la posibilidad de su contestación

(contraimperio)? La verdad es que esta imagen totalitaria y omnipotente de la máquina imperial

(biopolítica) no arroja muchas pistas sobre ello, a pesar de la emocionada reivindicación que se

hace en el libro de los movimientos de resistencia. ¿Hay también aquí una redefinición de la

política? ¿Cómo retomar las elaboraciones de Negri en torno a la noción de multitud? En

realidad, la sugerencia de que la multitud está presente en el escalón bajo de la pirámide,

empobrece el concepto al tratar de instrumentalizarlo y volverlo empírico. Mucho más fecundo

sería redefinir la consigna de “proletarios de todos los países”.

La referencia a este libro, demasiado extensa para este ensayo aunque insuficiente como

crítica, no tiene otro objetivo que poner en evidencia la magnitud del problema teórico, dada la

significación de los autores en este diálogo con el pensamiento de Marx. Y llamar la atención

sobre la noción de Imperio, que sin duda es fecunda. Otros procesos, no mencionados allí,

como los de integración (ALCA), la consolidación de organismos como la OMC y el debate

actual sobre la nueva arquitectura financiera mundial, pueden arrojar luces. Probablemente

habrá que profundizar en el campo de lo jurídico. Pero no es claro que la alternativa del Imperio,

cualquiera sea su naturaleza, constituya una solución medianamente perdurable. El mercado

mundial, como lo vislumbrara Marx, ha hecho su tarea. Si hay un fin del Estado este será

simultáneamente el fin de la sociedad capitalista.