Cristianismo y Poder

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Publicación de Ateneo Teológico y Lupa Protestante. Es una compilación de artículos en los qué se critica al poder en los simbolos y discursos de la religión.

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Cristianismo y poder

Comunidad de aprendizaje “Mauricio López”Ateneo Teológico | Lupa Protestante

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Índice

Prólogo ……………………………………………………………………7

Samuel Almada-Santiago D. Villarreal

Cristianismo y poder: cuestiones institucionales …………… 11

Noemí Melgarejo

¿Sujetos o sujetados? ……………………………………………… 23

Marina Bueno

Desarmando el poder ……………………………………………… 31

Nicolás Panotto

Cristología desde abajo ……………………………………………… 43

Guillermo Steinfeld

Sobre perder el miedo a la libertad ……………………………… 5 7Algunas conclusiones abiertas

Nicolás Panotto

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Prólogo

Prólogo

Considerando el mensaje original de amor y perdón de Jesús, ¿cómo es posible concebir las conexiones entre cristianismo y el poder inherente a las construccio-nes institucionales, sus símbolos y discursos? Estas páginas se enfocan princi-palmente en las dinámicas institucionales y sistémicas bajo las cuales se ejercen diversos tipos de violencias.

La temática surge como necesidad de romper pactos de silencio que encubren situaciones de violencia y opresión, tanto en las prácticas como en los símbolos y discursos institucionales de la religión cristiana. Parte del objetivo es ponerlos en evidencia, descubrir sus mecanismos y aprender a desarmarlos para buscar caminos alternativos que tengan en lo participativo y comunitario su punto de gravitación. Como pregunta Guillermo Steinfeld:

¿Se ha vuelto el cristianismo una religión global obsesionada con el control? Es posible. Pero antes de acceder al control ha pasa-do por un largo proceso de institucionalización del organismo que hoy conocemos como iglesia. […] En tal caso, la vida y la muerte de Jesús no sólo revive lo que el cristianismo sostiene como hecho histórico del pasado, sino que también reinventa el sufrimiento periódico de las per-sonas expulsadas por el sistema.

Este libro es el resultado de la I Conferencia Pública organizada por la Comuni-dad de Aprendizaje Mauricio López, en su sede de la ciudad de Buenos Aires, en el mes de noviembre de 2007. Debidamente revisados, cada artículo de este libro corresponde a una ponencia presentada por su autor/a en un panel con debate abierto. La Comunidad de Aprendizaje Mauricio López es un espacio de diálogo teológico e interdisciplinario, de compromiso con la realidad circundan-te, con vistas a impulsar la refl exión y la elaboración de programas educativos y de incidencia política y social.

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En el primer artículo, Cristianismo y poder: Cuestiones institucionales, la Lic. Noe-mí Melgarejo sostiene que para abordar la temática de la violencia institucional en símbolos y discursos religiosos es necesario realizar una aproximación a con-ceptos tales como institución, organización, etc., y de la mano de las ciencias sociales introducirse en lo que sucede dentro de las instituciones de cualquier tipo, y, en nuestro caso particular, las religiosas. Lo institucional cristiano —que recorre desde lo doctrinal hasta las prácticas eclesiológicas, la simbología y los discursos, los modos vinculares y el fenómeno cultural que ha producido la cris-tiandad— puede ser sometido a los mismos análisis que cualquier otra expresión institucional conocida. Se consideran las condiciones de emergencia de las di-versas formas de violencia, de fascinación, de seducción y medios de control de la institución. Estos mecanismos tienen un doble fi n: por un lado, enmascarar los confl ictos y las violencias posibles y por el otro, expresarlas; enmascarar aquello para hacer emerger a la vez formas, discursos y acciones que reestablezcan un equilibrio menos amenazante o angustiante.

En el segundo artículo, ¿Sujetos o sujetados?: La doble paradoja de las institu-ciones y la comunidad como respuesta creadora la Profesora Marina Bueno, se-ñala que en la actual sociedad globalizada, el poder social de un sujeto se borra progresivamente bajo el control de los sistemas de poder hegemónicos. Frente a esto, “la única posibilidad para este sujeto de ejercer un cierto poder social es en el interior de las instituciones que lo abrigan y le permiten producir actos”. Las instituciones religiosas, por su parte, también ejercen lo que se denomina “violencia simbólica” que, como tal, se vivencia en la experiencia cotidiana sin mediación del lenguaje y no permite que sus creyentes seguidores y seguidoras ejerzan su acto-poder, enajenándolos y enajenándolas de las estructuras jerár-quicas que las componen. Lo paradojal de estas afi rmaciones se hace entonces notoria: “¿cómo podemos pensar en reconstruir la identidad de nuestra fe si la única opción que nos queda es quedarnos dentro de los marcos institucionales que nos oprimen y a la vez nos despersonalizan?” Marina Bueno nos anima a “transformar los patrones típicos de lo institucional” a partir de la construcción de comunidades impulsadas por los valores y prácticas de los derechos, la justicia y la no-violencia. Sólo desde esta forma de Comunidad puede surgir la singu-laridad de cada sujeto, que rompe los esquemas dados como los únicamente válidos y busca nuevas formas de recrear la fe “que se sustraen a las referencias establecidas”.

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Prólogo

Nicolás Panotto, en su artículo Desarmando el poder: Quehacer teologal como experiencia, memoria y narración comunitarias propone un análisis de la confi gu-ración del poder no sólo de sus formas institucionales, simbólicas y discursivas, sino también “de los caminos y los métodos a través de los cuales se construyen dichas formas por medio de discursos y sentidos, en este caso teológicos”. Este abordaje implica un análisis de las epistemologías teológicas entendidas como aquel conjunto de pautas que enmarcan y encauzan los discursos teológicos que rigen a las comunidades de fe y a los espacios de investigación teológica. Al atravesar las concepciones de matriz sociológica en relación a la noción de poder, se alcanza a dilucidar características comunes de su conjugación en el discurso teológico. De esta manera, “la teología como discurso sobre la acción histórica de Dios, es la construcción signifi cativa de hombres y de mujeres que se hacen sujetos de su propia historia a partir de la narración de la fe” en tanto conjunto de historias y percepciones que se guardan como memoria de una co-munidad caminante.

El profesor Guillermo Steinfeld en su Cristología desde abajo: Del «ídolo de los quemados» al Jesús exaltado, nos invita a refl exionar sobre la violencia de la cruz no en términos de un castigo individual de parte de las estructuras, sino como el intento ejemplar de controlar y subordinar también a los observadores u oyentes del relato de la ejecución. El poder punitivo de las estructuras no se dirige mera-mente al castigo físico, sino al dominio del alma (en palabras de Foucault) con el fi n de producir el acomodamiento de los individuos a un marco que —elegido o no— asegure el ordo social de minorías privilegiadas

Esperando despertar horizontes de refl exión y acción ante la problemática que nos plantea el poder y sus dispositivos, ofrecemos a los lectores un aporte más a este espacio destinado a todos aquellos que trabajan por la paz y la justicia, un mundo más fraterno y solidario.

Samuel Almada-Santiago D. Villarreal

Buenos Aires, Febrero de 2008

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Cristianismo y poder: cuestiones institucionales

Noemí Melgarejo

Para poder abordar la temática de la violencia institucional en símbolos y discur-sos religiosos necesitaremos hacer una aproximación a conceptos tales como institución, organización, etc., y de la mano de las ciencias sociales introducir-nos en lo que sucede dentro de las instituciones de cualquier tipo, inclusive las religiosas. Lo institucional cristiano —que recorre desde lo doctrinal hasta las practicas eclesiológicas, la simbología y los discursos, los modos vinculares y el fenómeno cultural que ha producido la cristiandad— puede ser sometido a los mismos análisis que cualquier otra expresión institucional conocida. En esta ocasión nos concentraremos en recorrer algunos conceptos y ejes que se rela-cionan con el asunto que nos ocupa en esta jornada.

En primer lugar, debemos establecer una diferenciación entre lo institucional y lo organizacional. Desde una concepción positivista, la institución no es otra cosa que un hecho social. Las instituciones son, antes que nada, el orden una dimen-sión constitutiva de los hechos humanos en sus diferentes ámbitos. El espacio institucional es el medio en el que se produce la regulación de la vida social y de la subjetividad1. Lo institucional apunta a establecer un modo de regulación y tiene por meta mantener un estado de cosas, de hacerlo perdurar y de asegurar su transmisión en el tiempo. Tanto el ejercito, la iglesia, la escuela o la familia son considerados instituciones entre otras tantas. En esos lugares se deciden las perspectivas normativas del cuerpo social, en esos lugares se expresan los po-deres, es decir, los procesos de decisión que pueden tener una fuerza apremian-te, considerada como legitima por la mayoría de la población a nivel operatorio.

1 Lidia Fernandez., El análisis de lo institucional en la escuela. Un aporte a la formación autoges-tionaria para el uso de los enfoques institucionales. Notas Teóricas. Buenos Aires, Paidós, 1998. pp. 31-32

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La institución propone un orden, legitima y proporciona valores. Los participan-tes de acciones institucionalizadas aprenden sistemáticamente estos signifi ca-dos con vista a que se inscriban de manera indeleble en la conciencia del indivi-duo2. Este orden es un tipo de poder totalitario pero que oculta esa violencia con toda una serie de ceremonias de iniciación hechas “para el bien” del sujeto. De esta manera las instituciones se presentan como conjuntos formadores de un saber legitimado y que tiene por función asegurar un orden y un cierto estado de equilibrio social.

Pero lo esencial a los fi nes de esta charla sobre lo institucional es considerar las condiciones de su emergencia, de sus formas de violencia, de fascinación o de seducción y de los medios de control que utiliza, y a los cuales debe apelar. Lo institucional debe estructurar, de manera estable, las relaciones sociales que de-clinan, como por ejemplo las relaciones de amor, de odio, de alianza y de com-petición, de trabajo y de juego. En conclusión:

Tienen por meta enmascarar los confl ictos y las violencias posibles y por

otra parte expresarlas. Enmascarar aquello para hacer surgir en su luga,

la armonía, el consenso o al menos la solidaridad.

Para que ello suceda nos hace renunciar a las pulsiones egoístas y nos hace ac-ceder a las pulsiones altruistas, canalizando la agresividad inherente al encuentro con el otro. Esto es así puesto que las instituciones no pueden renegar de lo que estuvo en su origen, a saber, el movimiento mismo de conjuración de la violencia en el que se inscribe la necesidad de cristalizarla en alguna parte3.

Por esta máscara las instituciones aparecen tanto como el lugar de la existencia y la perpetuidad de una sociedad que desea vivirse en los términos de una comu-

2 Hay formas poéticas de pensar las instituciones. Por ejemplo, Marcelo Percia diría que una institu-ción es un barullo devastador, un estallido que arrasa con clasifi caciones, estadísticas y esquemas, un hervidero de desconfi anzas y complicidades... así, toda institución tendrá diferentes historias. Una historia ofi cial y otra marginal que se escribirá en los pasillos, en las quejas murmuradas, y aun en el humor.3 En el momento de la fundación institucional las personas involucradas tienen que renunciar a sus pretensiones narcisistas para dar lugar y origen a la nueva institución. La violencia en este acto primigenio consiste en que se imponen retractaciones y “negaciones de uno mismo” en pos de un ideal altruista compartido y colectivo supuestamente superador de lo individual.

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nidad, como el lugar del apremio y de la norma. Para captar bien la esencia de las instituciones, vamos a distinguir sus características:

Las instituciones se fundan en un saber que tiene la fuerza de la ley y • que se presenta como la expresión de la verdad. Su cohesión interna se debe a un saber teorizado e indiscutible. Por ejemplo, el cuerpo doctrinal de la iglesia. La ley debe interiorizarse en los comportamientos concretos, en las reglas de la vida organizada. La ley debe penetrar en lo más profundo del ser, allí debe interiorizarse el ideal. El fi el debe considerar al predicador como el representante de la fe.

La institución establece la sumisión y al mismo tiempo la alegría en • dicha sumisión.

Las instituciones se originan alrededor de una persona central,• sea esta Dios, el padre de familia, o cualquier otra. Y no puede ser de otra mane-ra, pues lo que origina, lo que establece, lo que forma, remite directamente a su fundador.

Este fundador, para dar comienzo, habla. Al comienzo fue la palabra.• El creador, para fundar y perdurar, debe expresarse por sí mismo o por sus discípulos (“los diez mandamientos”, “los evangelios”)4.

De este modo, las instituciones se presentan tanto como • reproducto-

ras y como transmisoras de su saber. Apuntan siempre a hacer durar, a reproducir los mismos hombres y los mismos comportamientos siguiendo una forma dada alguna vez para todos. Las instituciones son esencialmente formativas o educativas en busca de promover un modelo de hombre.

El saber debe transmitirse,• bajo pena de desaparecer, y debe integrarse en un sistema de conductas.

En este proceso educativo, el apremio es un elemento fuerte.• 5 Un sis-tema de prohibiciones, de limites, es lo que está en juego constantemente. Por lo tanto la violencia avanza enmascarada en el juego de los premios y

4 Allí se halla la conexión entre paternidad y saber: Los hijos son aquellos que se identifi can con el Padre, lo toman como ideal, se fusionan con él para ser como él y poder algún día asumir la función paterna.5 Enriquez Eugene, La Organización en Análisis. 1992, pp.43-45.

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castigos. Cuando las instituciones son respetadas, el individuo recibe las feli-

citaciones y las recompensas. Pero aquellos que no quieren entrar en ese juego,

aquellos que no son fi eles y leales, son “traidores”. Entonces la violencia se hace

manifi esta: el padre jefe tiene derecho de sanción sobre aquel que no ha acepta-

do el saber o la norma, aquel que se desvió del “buen camino”, endilgándole el mote de “descarriado”, “apartado”, etc.

Defi nición de Organización6

La organización es la confi guración espacio-temporal concebida para estar al servicio de la institución, ya que a través de su articulación se preserva la trans-misión institucional.

La organización es para la realización de fi nes y necesidades específi cas que son a su vez la expresión de conductas deseadas.

En la organización existen aspectos que forman parte de su encuadre, dentro del cual los procesos interpersonales se expresan, ejerciendo una infl uencia durade-ra en la personalidad. Tales aspectos son:

Los fi nes •

Las políticas •

La estructura de roles •

El sistema de autoridad•

Las tareas•

La tecnología o forma de realizar el trabajo.•

El contexto.•

Las organizaciones se presentan en la actualidad como un sistema cultural, sim-bólico e imaginario7.

Veamos, en primer lugar, las características del sistema cultural:

6 Schlemenson. Analisis organizacional y empresa unipersonal. Pg. 31-347 Enriquez. Op. Cit. Pg. 11-14

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La organización ofrece una cultura, es decir, una estructura de valores • y de normas, una manera de pensar, un modo de aprehensión del mun-

do que orienta la conducta de sus diversos actores. Con frecuencia se trata de una serie de representaciones sociales históricamente constituidas, y tan fácilmente admitidas e interiorizadas que permanecen indefi nidas.

La organización pone a punto una armadura estructural • enfocada hacia atribuciones de lugares, asignaciones de roles, conductas más o menos es-tabilizadas, hábitos de pensamiento y acción.

La organización desarrolla un proceso de formación y socialización de • los diferentes actores, a fi n de que cada uno pueda defi nirse en relación al ideal propuesto. Todo modelo de socialización tiene por fi n seleccionar los “buenos” comportamientos, las “buenas” actitudes y juega pues un rol en el reclutamiento o en la exclusión de miembros de la organización.

En segundo lugar, veamos las características del sistema simbólico:

La organización no puede vivir sin segregar un conjunto de mitos unifi -• cadores. Es decir, relatos que generan el discurso fundacional. Se necesita relatar o inventar una saga que ocupará un lugar en la memoria colectiva.

La organización no puede vivir sin instituir ritos. • Ritos de iniciación, ritos de pasaje, entre otros.

La organización no puede vivir sin generarse sus héroes-tutores,• to-mados generalmente entre los fundadores reales o imaginarios de la orga-nización.

Estos mitos, ritos o héroes tendrán por función sedimentar o dar fundamento a la acción de los miembros de la organización sirviéndoles.

Como un sistema de legitimación• y de signifi cación preestablecida ante-rior a sus practicas y a su vida.

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La organización puede ofrecerse a sí misma • como un objeto a ser inter-

nalizado. Es decir, exige a cada uno el ser movido por el orgullo del trabajo a realizar y al mismo tiempo hacer de él una legítima misión, una vocación salvadora8.

En tercer lugar, veamos las características del sistema imaginario9. La organi-zación va a producir, sobre todo, una doble forma de imaginario sin la cual los sistemas cultural y simbólico anteriormente mencionados tendrían difi cultad de establecerse. Va a producir un imaginario ilusorio y un imaginario motor:

En el Imaginario ilusorio: •

La organización intenta hacer caer a los sujetos en la trampa de su o propio deseo de afi rmación narcisista, en su fantasma de omnipo-tencia (“esta es la mejor iglesia”) o en su demanda de amor (“necesi-tamos comprometernos más…”). Al mismo tiempo, la organización les asegura que es capaz de protegerlos del riesgo de quiebre de su identidad, de la angustia de fragmentación (“me siento mejor que en mi propia familia”).

La organización tiende a sustituir su propio imaginario por el de ellos. o Se expresa así como una organización-institución divina (todopo-derosa, único referente; capaz de negar el tiempo y la muerte). Por un lado madre englobante y devoradora y, al mismo tiempo, madre condescendiente y nutricia. Por un lado progenitor castrador y, si-multáneamente, padre simbólico.

8 Si una organización no puede darse un sistema simbólico tan cerrado sobre sí mismo y tan apre-miante para sus miembros, busca inconcientemente o concientemente, construirlo. Un sistema así permitirá desarrollar un control nuevo y global sobre sus miembros, control a la vez afectivo (todo mito, toda saga, tiene por función provocar en el prójimo un impulso afectivo, insertarlo pues en un orden e incitarlo a comportamientos conforme a aquellos del relato), e intelectual (toda forma simbólica expresa el sistema conceptual que permite a los participantes de un conjunto pensar la organización y su acción). 9 Lo Imaginario se funda —tal cual su nombre lo indica— en el pensar con imágenes. En tal aspecto lo Imaginario es el reino de la identifi cación espacial que inicia en el estadio del espejo y es uno de los factores fundamentales del psiquismo humano. Es en este proceso que el sujeto puede identi-fi car su imagen como el ‘yo’ diferenciado del ‘otro’. Sin embargo, este proceso requiere una cierta enajenación estructural, dado que lo que se designa como ‘yo’ es formado a través de lo que es el Otro —esto es, mediante la imagen que como en un espejo le da el otro (empíricamente tal proceso psíquico tiene mucha afi nidad con el “imprinting” que estudia la etología)—.

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La organización siempre se siente amenazadao por perseguidores ex-ternos e internos, cercada por miedos específi cos (como el miedo al caos, a lo desconocido, a las pulsiones amorosas irreprimibles), apareciendo por un lado como muy poderosa y, por otro, con extre-ma fragilidad. apunta, no obstante, a ocupar la totalidad del espacio psíquico de los individuos.

En el Imaginario motor:•

La organización permite a los sujetos dejarse llevar por su imagina-o ción creadora en su trabajo sin sentirse refrenados por reglas impe-rativas.

El imaginario motor introduce la diferencia (lo contrario de la repeti-o ción) es la raíz de las utopías y de las practicas sociales innovadoras, y produce ruptura en el lenguaje, llevando a los individuos a hablar y ver la vida y a organizarla de otro modo.

De esta manera produce una o ruptura en los hechos: Es la expre-sión de la espontaneidad creadora, de la innovación técnica y so-cial; produce, además, una ruptura en el tiempo: es la que permite escapar a la cotidianeidad y establecer un nuevo ritmo de vida, una nueva dinámica de trabajo y de relaciones sociales.

El imaginario motor ofrece a los individuos, pues, la posibilidad de o crear una “fantasmática común”, autorizando una experiencia con los otros, continuamente retomada y pensada, sin caer jamás en lo inerte ni en lo estático. Preserva, pues, parte de los sueños y la posibilidad de cambio o mutación.

Entre estos dos tipos de imaginarios posibles, la organización tiende a desarro-llar el imaginario ilusorio en vez del motor.

En efecto, el imaginario motor, a priori es difícilmente soportable. Im-plica la existencia de un espacio transicional de un área de juego que

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favorezca la creatividad placentera, la libre expresión, el pensamiento en tanto capacidad de cuestionamiento, de transgresión, el deseo de cons-truir objetos estéticos, el placer de estar juntos, e igualmente el humor y posibilidades indispensables para la actividad refl exiva.

De este modo el imaginario motor constituye un verdadero desafío a las reglas de funcionamiento que rigen las organizaciones, incluso las más fl exibles10.

Cornelius Castoriadis11 al preguntarse que es lo que mantiene unida a una sociedad, encontró que se trataba del entramado de signifi caciones so-ciales que denominó imaginario social efi caz.

Este imaginario es producido socialmente por creación y establece para cada sociedad qué es lo que es ser un hombre, una mujer, qué es lo que es ser un niño, qué es el Estado, qué es Dios, qué es el pecado, la virtud etc. etc. Este magma de signifi caciones opera como un instituido social.Pero además de lo instituido hallamos también el imaginario social ra-dical que designa lo instituyente, o sea, aquello que va creando nuevas signifi caciones o bien que se planta críticamente frente a antiguas signi-fi caciones y propone un cambio en las mismas.

Pasemos ahora a mencionar dos perspectivas que operan en las culturas insti-tucionales burocratizadas, cuyos resultados son muy diferentes: La primera fa-vorece la sumisión y la dependencia; la otra favorece la progresión y la creación personal. Existen, entonces, culturas institucionales cuyo soporte burocrático organizativo potencia la regresión y la sumisión.

En el caso de las culturas institucionales burocratizadas, cuando se sobrevalora un medio como es la estructura y se convierte prácticamente en un fi n en si mis-ma nos encontramos, en términos de Eztioni12, ante un desplazamiento de fi nes. En ellas encontramos:

10 Enriquez, E. Op.Cit. 12-1411 Castoriadis, Cornelius, “Refl exiones sobre el desarrollo y la racionalidad” en Sobre el Desarrollo, Kairos, Buenos Aires, 1980, p. 216. 12 Etzioni, A., Organizaciones Modernas. Mexico, Uthea,1965.

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La distribución de roles• y responsabilidades en orden a la jerarquía13. Los ocupantes de los lugares de mayor jerarquía se encuentran, en gene-ral, en una posición de expropiación de los que están por debajo. Unos están para decidir y vigilar, otros para que decidan por ellos y los vigi-len. El lugar de la jefatura esta asociado al control del otro, escondido tras el mito de “lo hago por vos”. Así, resulta ser una falsa protección. Sin embargo, la verdadera vigilancia, tal como la posición institucional panóptica, va más allá de ejercer el control; triunfa cuando el otro se controla y censura solo, en nombre de la supuesta autoridad.

Existen espacios y tiempos casi extraterritoriales en los cuales se deposita • todo aquello que no puede ser asimilado por el sistema. Lo que no resulta dentro del marco de lo esperado (el fracaso, los temores), cae en este re-servorio que se separa prácticamente de la organización y simultáneamente pende de ella.

Algunas personas quedan investidas con un poder innecesario• , en el sentido de que se trata de un poder mayor que el requerido por la estructura adminis-trativa para el desarrollo de las tareas.

Estos fenómenos impactan directamente sobre el sistema de comunicación• , tanto en lo relativo a los canales de fl ujo como al contenido mismo de la co-municación. Ejemplos de ello son la clandestinidad, el rumor, el chisme, el secreto.

A nivel de los vínculos se favorecen las relaciones de dependencia• , sumi-sión, obediencia ante quienes sustentan poder y autoridad, con diferentes matices.

Además aparecen sujetos que dependen afectivamente del otro, lo necesi-• tan como referente para la acción. Por ejemplo, el pastor que aparece como padre bueno de todos, con hijos obedientes.

13 Material utilizado en catedra Analisis Institucional de la Escuela y los grupos de aprendizaje. Ca-tedra Lidia Fernandez sobre Sandra Nicastro “Conocidas cuestiones para nuevos tiempos: Buro-cracia-Creatividad, Autoritarismo-Democracia en la gestion institucional de la Escuela”

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Encontramos también a quienes se someten por el benefi cio secundario que • obtienen a cambio. El aislamiento equivale a develarse como incompetente y quedar bajo sospecha.

En segundo lugar, también existen culturas institucionales cuyo soporte burocrá-tico organizativo potencia la progresión y la creatividad. En esos casos

La distribución de roles y responsabilidades es acorde a los fi nes plantea-• dos14, con pautas claras de encuadre normativo para el desarrollo de la tarea.

Además, quienes ocupan lugares de coordinación y conducción se posicio-• nan como garantes de la memoria de la transmisión. Esto es así porque la creatividad requiere de la historización y del recuerdo, de las tradiciones y de las rupturas.

La colaboración se presenta como un principio de la acción• . Algunos de los resultados habituales de esto son las culturas colaborativas, solidarias, el entramado en las relaciones de pertenencia formal, y los proyectos centra-dos en el trabajo.

En este sentido, • el otro existe en su diferencia y desde allí me refi ere, me complementa. Se da un miramiento, en tanto mirada que reconoce a este otro como sujeto, con una trayectoria personal.

La cultura de la progresión, de la creación, no requiere ni de artistas ni de • genios, pero sí de la instalación del pensamiento. El pensamiento como tra-bajo colectivo es la base de la matriz identifi catoria común del “nosotros”, de la identidad de cada uno y la de todos.

En los tiempos que nos toca vivir, en los que como sociedad fuimos arrasados por el quiebre institucional, donde la vida estaba en manos de unos pocos que decidían sobre la vida y la muerte, en los que se produce la expansión del neo-liberalismo y sus consecuencias en la desocupación y marginalidad; en estos tiempos es posible, sin embargo, pensarnos en términos de un modelo crítico y creador a la vez.

14 ibid.. pp. 107, 109-110.

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“Tener la posibilidad de formar parte de lo instituyente, es decir, plantarnos críti-camente frente a antiguas signifi caciones y proponer un cambio en las mismas” es lo que Castoriadis señalaba como el lugar donde estar ante lo institucional y lo organizacional. Además decía: “Las estructuraciones colectivas toman lo que existe para crear formas nuevas, impredecibles; producen en un determi-nado momento una ruptura de la signifi caciones imaginarias para dar lugar a lo nuevo.”15

Tener la posibilidad de formar parte de una dinámica progresiva, permite ins-taurar la potencia creativa, es decir, la facilita. Dicha dinámica, la estructura de base y los procesos que se desencadenan favorecen vínculos de colaboración, sentimientos de equidad y la asunción de actitudes positivas hacia el cambio y la innovación vividas sin amenaza.

Las dinámicas del imaginario motor nos ofrecen la posibilidad de tener una expe-riencia con los otros que nos posibilite a su vez seguir creyendo en las utopías, en los sueños, y que los cambios son posibles.

Noemí Melgarejo. Licenciada en Psicología por la Universidad de Buenos Aires.

e-mail: [email protected]

15 Castoriadis, op. cit. pp. 22

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¿Sujetos o sujetados?Marina Bueno

La doble paradoja de las instituciones y la comunidad como respuesta creadoraEn nuestra sociedad globalizada, el poder social de un sujeto tiende a diluirse al punto de hacerse nulo. La única posibilidad para este sujeto de ejercer un cierto poder social es en el interior de las instituciones que lo abrigan y le permiten pro-ducir actos. De acuerdo con Foucault, el poder se presenta siempre en relación a otros y otras, es la capacidad de ejercer infl uencia con el fi n de lograr en los demás una respuesta determinada. Respecto a esto, cito una referencia de este autor:

“En cada punto del cuerpo social, entre un hombre y una mujer, en una familia, entre un maestro y su alumno, entre el que sabe y el que no sabe, pasan relaciones de poder que no son la proyección pura y simple del gran poder del soberano sobre los individuos; son más bien el suelo mo-vedizo y concreto sobre el que ese poder se incardina, las condiciones de posibilidad de su funcionamiento.”1

Pero también implica otra dimensión del poder, una dimensión que pone al su-jeto en el centro mismo: es el poder sobre el propio acto que convierte al sujeto en protagonista de su actividad y lo interpela a una respuesta que modifi que su universo previo con la irrupción de una singularidad que necesita asumir para sostener su identidad.

Este acto-poder tiene dos dimensiones, por un lado, convoca a un sujeto que se defi ne en la estructura de lo simbólico y se coloca en la vía de la responsabilidad frente a su propio acto. Por otro lado, no hay posibilidad en nuestras sociedades modernas de que este acto-poder se ejerza sin que se presente dentro de una

1 Foucault, M. Microfísica del poder. Ed. La Piqueta. Madrid. 1992. pág. 167

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institución particular. Esta segunda dimensión limita y a la vez posibilita a la pri-mera. Una institución que sepa reconocer los sujetos que forman parte de ella y le den vida, facilita el poder en acto de cada uno y cada una de ellos y ellas.

De esta manera, aquí se expondrán dos cuestiones fundamentales asociadas a una doble paradoja que se encuentra en el centro mismo de la problemáti-ca institucional y que intentaremos desentrañar: por un lado, las instituciones ofrecen la única posibilidad al sujeto de poner en acto sus potencialidades, y en consecuencia, de facilitar la identidad de éste. Por el otro, las instituciones, por su estatuto estructural, son los agentes de mayor despersonalización para los sujetos, borrando la posibilidad de que ejerzan su poder y lo pongan en acto socavando las bases de la individualidad y la identidad del sujeto. De igual ma-nera, los hombres y mujeres necesitan de una institución en la cual trabajar y a la que pertenecer para poner en marcha su producción, pero que a la vez ésta los enajena de aquello que producen alienándolos y alienándolas de sí mismos y ahogándolos en sus posibilidades.

Como sabemos, las instituciones se encuentran en crisis estructural en el interior de la sociedad moderna que les ha dado vida y las ha visto crecer. El proceso de concentración industrial provocó la aglomeración de grandes conjuntos político-económicos, reduciendo a los individuos a meros números y silenciando sus voces frente a la magnitud del poder institucional que se inscribe en lo político. Sin embargo, es en el interior de una institución en donde el sujeto puede tomar conciencia de su poder actual y recuperarlo cuando se ha perdido. De acuerdo con Mendel, “el poder de lo político es el poder que tiene un individuo de tomar conciencia del lugar que ocupa en la sociedad donde vive y de ejercer un poder real sobre esta. Ese poder está en relación con su acto social, con sus diversas actividades y, de manera privilegiada, con la actividad profesional.”

Para entender esto último debemos hacer una distinción entre “la política” y “lo político”. Si bien ambos dan cuenta de un ámbito que pertenece al campo social, “la política” se confi gura como una entidad propia que trasciende a los indivi-duos. “Lo político” se presenta siempre objetivado y como tal, puede ser asido por los sujetos a la vez que producido y transformado por ellos. Decir que “todo es político”, señala Foucault, indica la omnipresencia de las relaciones de fuerza y su inmanencia en un campo político. Sin embargo, en las sociedades industria-les, dirigidas por la política capitalista, no existe un poder político-social para el

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individuo sino en el interior de la institución de la que forma parte, o por lo menos, está allí el lugar privilegiado de recuperación de ese poder social y político. En este sentido, Mendel nos advierte: “El primer elemento referente a ese poder so-cial es este: dicho poder sólo es recuperable por el individuo en y mediante una institución, y solamente si la dimensión de lo político está presente.”

La vida en sociedad se forma a partir de la búsqueda del ser de cada sujeto. Sin embargo, ese sujeto no llega nunca a defi nirse por completo, no llega al Ser; siempre queda una falta que renueva una y otra vez sus intentos por alcanzarlo. Ningún sujeto puede verse a sí mismo sino que encuentra su propia imagen en el semblante de los otros y otras, y sólo en las relaciones con un otro-otra puede reconocer su imagen de sí. De esta manera, el refl ejo de la sociedad se vuelve el lugar privilegiado donde habrá que esperar para cubrir esa falta, una falta que se edifi ca como deseo. Como la realización del deseo encuentra una perpetua imposibilidad, su goce es mediatizado por el Otro-yo, por la vida en sociedad fundada en esta carencia central que la empuja hacia delante. Las propias limita-ciones, las propias carencias, conducen al establecimiento de un líder, un ideal, que se apodera de nuestros fantasmas, de nuestros deseo de completud, pero también de nuestras posibilidades de encontrarnos en la autonomía de nuestro ser. Ese líder, en quien también recae aquella falta, se constituye en amo de nues-tra libertad y se sostiene bajo la fi gura de un tirano que promete la clave del deseo avalado por la institución que lo legitima.

Si nos detenemos a pensar en el título que nos convoca: “Cristianismo y poder: Violencia institucional en símbolos y discursos religiosos”, no podemos dejar de refl exionar sobre el lugar que ocupan las instituciones religiosas en el entramado social y el posicionamiento de sus líderes en el lugar de una verdad autorizada. A nivel histórico, las instituciones religiosas siempre han ejercido sobre los indi-viduos una fundamental infl uencia. Sin embargo, mientras que los responsables eclesiales la siguen entendiendo como una regulación legítima y necesaria, esta infl uencia ha sido muchas veces considerada, durante el último siglo, como un claro ejemplo de “violencia institucional”. De esta manera, se observa una cla-ra contraposición entre lo que resulta manifi esto de las instituciones religiosas, esto es, lo violento de sus discursos y símbolos, y los que se saben poseedores de ellos. En este trabajo, nuestro propósito no consistirá en indagar lo religioso de las instituciones religiosas, cuyo objetivo principal es la transmisión de la fe,

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sino los discursos y símbolos que ejercen una violencia social y obstaculizan esa transmisión fundamental.

La violencia religiosa bloquea el acto-poder de sus creyentes seguidores y segui-doras y, de esta manera, los deja enajenados y enajenadas de la estructura je-rárquica que la compone. Cuando el poder se capitaliza en una persona o en un grupo minoritario —léase sus dirigentes religiosos— y estos se hacen poseedores de los símbolos y del discurso, “la institución parece demasiado distante de los intereses inmediatos del individuo. Los responsables que administran la institu-ción trabajan efectivamente para que la objetividad legal y doctrinal confi era aper-tura y verdad a las múltiples experiencias religiosas.”2 Sin embargo, esta verdad queda vedada por la transmisión de las propias experiencias que se imponen como las únicas posibles y que niegan a los sujetos el acceso a nuevas formas de pensar la fe, desnaturalizando sus relaciones y paralizando la emergencia de los confl ictos que posibilitan el vehículo de una refl exión que renueve su interior y recupere el poder de su propio trabajo y sus efectos concomitantes. A esto nos referimos con violencia simbólica que como señala Enriquez, es una violencia de la que “no se puede hablar: se vive, se expresa, trabaja al nivel de una marca sin mediaciones (sin lenguaje) sobre el cuerpo y sobre el espíritu”.3

El teólogo católico Christian Duquoc señala que

la «dogmatización» que se ha ido produciendo a lo largo de la historia sería responsable de la deriva autoritaria del gobierno eclesial; más aún, la justifi caría como necesaria para mantener la unidad de la confesión de fe. Los deplorados excesos del Santo Ofi cio tienen su origen en esta vo-luntad de defender institucionalmente la unidad por medio de una doctri-na incesantemente explicitada en los enunciados dogmáticos.4

Los dogmas deben ser entendidos como proposiciones que se afi rman como ciertas y como principios innegables; como tales, no dan lugar a la crítica y a oposición alguna. De esta manera, si los símbolos y discursos se vuelven dog-máticos, no pueden tener otra consecuencia que la obediencia absoluta a ellos,

2 Duquoc, C. Creo en la Iglesia. Precariedad institucional y Reino de Dios. Ed. Sal Térrea. Bilbao. 2001. p. 100 3 Enriquez, E. El Trabajo de la muerte en las instituciones: “La Institución y las Instituciones”. Pág. 944 Duquoc, C. Op. Cit. p. 109

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provocando un resultado innegable: la enajenación de los creyentes y las creyen-tes frente a esos símbolos y discursos apropiados por las estructuras jerárquicas desarrolladas en la trama del poder formal. Como escribe Lidia Fernández: “El pensamiento y la posibilidad de analizar se ‘ofuscan’ y el movimiento de recupe-ración corre un fuerte peligro. Las más de las veces queda bloqueado. Muchas es abandonado en un aparente movimiento de razonabilidad donde el ‘no pre-ocuparse y dejar las cosas como están’ resultan privilegiados”.5

Si la problemática concierne entonces al poder institucional que se presenta como legítimo, y al intento del sujeto de recuperar su acto-poder en el seno de las instituciones a las que pertenece, el movimiento que lo reivindique no puede provenir desde las instituciones mismas, es decir, de sus garantes responsables, sino desde sus bases, desde su seno, esto es, desde la apelación del poder ascendente: de abajo hacia arriba. No podemos negar que las instituciones reli-giosas han intentado negar su participación en el campo de lo político, y de esta manera, desprenderse de las posibles responsabilidades que las compromete-rían. Empero, la trama simbólica e imaginaria en que se inscriben sus discursos y se absolutizan, no puede menos que absorber las individualidades políticas de sus integrantes, empobreciendo el poder ejercido por cada uno de ellos y ellas, y paralizando sus posibilidades. De igual manera, a menudo los sujetos aneste-sian sus acciones por obedecer el poder establecido sin mediar refl exión alguna o desoyendo lo distónico entre la experiencia de fe y los discursos legitimados. De este modo, se van haciendo “cómplices de su progresivo condicionamiento como esclavos [y esclavas] políticos, y en todo caso no ponen en primer plano, en su punto de mira, la toma de poder”.6

La exigencia de recuperación del acto-poder de aquellos hombres y mujeres que se ven interpelados por las circunstancias que los rodean y que parecen alejarlos de su fe, sólo pueden satisfacer esa exigencia en el seno de la institución religio-sa a la cual pertenecen. Sin embargo, esta dirección no puede más que llevar a una nueva encrucijada y, por ende, nos lleva a una pregunta que parece sin respuesta ¿Cómo podemos pensar en reconstruir la identidad de nuestra fe si la

5 Fernández, L. Acerca de algunos conceptos básicos en la teoría Sociopsicoanalítica de Gerard Mendel. Ficha de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. p. 46 Mendel, G. La Teoría de la plusvalía de poder y la práctica de su desocultación. p. 84

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única opción que nos queda es quedarnos dentro de los marcos institucionales que nos oprimen y a la vez nos despersonalizan?

Podemos presentar una respuesta que podría resultar una bisagra frente a la pa-radoja que venimos analizando, una respuesta que no intenta ser acabada pero que justamente abre un acceso en su búsqueda. Los símbolos y discursos han sido protegidos por las instituciones pero asimismo han sido coptados por ellas, de manera que para recuperarlos y vivifi carlos con el fi n de renovar nuestra ex-periencia de fe, es necesario que cada institución se transforme en Comunidad impulsada por el valor de la justicia y la no-violencia. De la Comunidad emerge la singularidad de cada sujeto, que quiebra el universo conocido y releva elementos que se sustraen a las referencias establecidas. La singularidad asigna un estatu-to diferenciado a cada Comunidad y le permite que lo que cada hombre y mujer produzca allí, por un lado, se haga Comunidad y por el otro, retorne a los sujetos que participaron en su producción como único modo de defensa contra la des-personalización que amenaza siempre con diluirlos y diluirlas.

La Comunidad convoca a los hombres y mujeres a responder singularmente, pero no en el sentido individual sino en aquel sentido sustentado en el saber-hacer-ahí-con7 que confi gurará un modo de lectura y abordaje diferenciado de los discursos y símbolos, ya que se renovarán en cada encuentro humano y en cada experiencia religiosa. Por este motivo, la respuesta que lo interpela no es la trasgresión, dado que todo acto impulsado por lo pulsional, esto es, por la impulsividad del acto en sí no puede ser una respuesta diferente que respete lo singular de cada caso. La trasgresión siempre queda adscripta al mismo uni-verso simbólico al que pertenece, al mismo cuerpo de leyes que la domina. La trasgresión se vincula la compulsión a la repetición que deja al sujeto siempre en el mismo lugar y en la misma pasividad; es decir, es un acto que se repite in-cansablemente y que sólo esconde los temores que la engendran. El circuito es el mismo: o se es obediente a la norma quedando el sujeto despersonalizado, o se es desobediente a lo establecido, cuyos efectos no dejan de ser los mismos.

En una comunidad, ser obediente o transgresor, o incluso heroico, no viene al caso; es más, carece de todo valor real. En una comunidad lo central radica en

7 Salomone, G. Domínguez, M. La Transmisión de la Ética: Clínica y Deontología. Letra Viva. Bs. As. 2004.

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el hacer de cada acto un acto creador. Un acto creador implica siempre un movi-miento de la propia existencia como devenir, y por ende se confi gura a partir de un sujeto-efecto de sus propios actos y de los actos de otros y otras.

Ésta es la propuesta de nuestra Comunidad, una propuesta que hunde sus raíces en la cooperación de todos y todas en la creación y re-creación de sus discursos y símbolos en el marco de la singularidad que hace a cada situación y a cada caso, una nueva puesta en escena de imaginarios que soportan sus excedentes y no los agota en el régimen de lo uno, de lo totalitario, sino que los confi guran en la potencia de su sustracción basada en la lógica del no-todo. De esta manera, la coherencia de la propuesta comunitaria depende de las exclusiones como resul-tado del fracaso de las legalidades constituidas.

Una Comunidad es, por ende, un proceso situacional que es tal, sólo para la situación en la que irrumpe y sólo si existe la acción creadora de los sujetos que la constituyen. En consecuencia, la Comunidad se va-haciendo continuamente en su interior y favorece las relaciones de sus protagonistas. Su participación político-social no se agota entonces en sus discursos y símbolos ya estableci-dos, sino que estos mismos se vivifi can y se innovan en su intrínseco proceso de recuperación del poder.

Asimismo, la Comunidad conlleva la intervención, colaboración y reciprocidad de todas las comunidades que participan en esta apertura y se muestran solí-citas a redescubrir su fe en el marco de la no-violencia bajo la tutela del respeto a las singularidades de cada expresión de fe encaminada hacia la justicia y la valoración de los derechos humanos. Una Comunidad entonces, abriga en sí a los más desprotegidos y desprotegidas, a aquellos y aquellas que han quedado excluidos y excluidas de la totalidad, de lo instituido como único posible y verda-dero. Así, las mujeres, los y las pobres, los niños y las niñas se adscriben en el lugar de protagonistas y confi guran la apertura a una nueva creación de símbolos y discursos que quiebren las relaciones de dominación y ofrezcan dispositivos de poder que generen marcos de libertad y emancipación.

Respecto a esto, y para concluir, Leonardo Boff señala:

El futuro de la Iglesia-institución (así lo creemos fi rmemente) reside en ese pequeñísimo germen que es la Iglesia nueva que nace en los me-dios pobres y privados de poder y que, por lo que hace a los modos de

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presencia de la fe cristiana en el mundo, habrá de servir de alternativa adecuada y posible en la sociedad, cuyo poder será pura función de servicio.8

Marina Bueno, Profesora en Teología y Filosofía en el SITB, con estudios en fi lo-sofía a nivel licenciatura en la Universidad de Morón y estudiante en psicología en la Universidad de Buenos Aires.

e-mail: [email protected]

z Boff, L. Iglesia: Carisma y poder. Ensayos de eclesiología militante. Sal Térrea. Bilbao. 2001. p. 121

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Desarmando el poderNicolás Panotto

Quehacer teologal como experiencia, memoria y narración comunitarias

Introducción

A lo largo de esta conferencia, convocada bajo la temática de la relación entre el cristianismo y el poder en sus diversas manifestaciones, hemos abordado las implicancias de la confi guración de fuerzas de dominación dentro del entramado institucional y su confi guración simbólica en, paradójicamente, la objetivación y la liberación de los sujetos.

Mi propuesta, en conexión a lo expuesto, es la siguiente: el análisis de la confi -

guración del poder no sólo parte de sus formas institucionales, simbólicas y

discursivas, sino también de los caminos y los métodos a través de los cuales

construimos dichas formas por medio de discursos y sentidos, en este caso

teológicos. Este abordaje implicaría, dicho de otra manera, un análisis de las epistemologías teológicas entendidas como aquel conjunto de pautas (prede-terminadas) que enmarcan y encauzan los discursos teológicos que rigen a las comunidades de fe y a los espacios de investigación teológica.

Desde un marco más amplio podríamos decir que estos métodos o epistemolo-gías se comprenden como paradigmas, siendo conscientes, por supuesto, de los límites del término y de las críticas alrededor de su defi nición. Con paradig-

ma me refi ero al entramado de factores históricos, sociales, culturales e inten-cionales que determinan una conducta, un discurso o una acción, consciente e inconscientemente. Según los términos del epistemólogo Khun, es ese espacio de inconmesurabilidad a partir del cual se construyen teorías y se formulan “ver-dades”.

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Un acercamiento sociológico a la noción del poder

Para comenzar, me gustaría describir brevemente cuatro acercamientos socio-lógicos a la cuestión del poder, para desde aquí relacionarlos con la temática propuesta.

El poder-violencia1. (Marx, Weber). Esta concepción parte del reconocimien-to concreto de grupos de poder o “en búsqueda del ideal del prestigio de poder” (Weber)1 que subyugan a otros, con la clara intencionalidad de ob-tención del dominio a través del control de los medios de producción cultural (que tienen su génesis en los medios de producción económica). Marx desa-rrolla esta comprensión en su defi nición de ideología, como aquel conjunto de “ideas” que enmarcan la existencia de un grupo según los condiciona-mientos de subyugación impuestos por las clases opresoras. Marx lo defi ne en su Ideología alemana de la siguiente manera:

Las ideas dominantes no son otra cosa que la expresión ideal de las re-laciones materiales dominantes, las mismas relaciones materiales domi-nantes concebidas como ideas; por tanto, las relaciones que hacen de una determinada clase la clase dominante son también las que confi eren el papel dominante a sus ideas.2

El poder-pulsión2. 3 (Foucault). Esta perspectiva presenta la cuestión del po-der desde la “interacción de los individuos” como marco de análisis. En dicha dirección, el poder no solo se ejerce de forma unidireccional desde un grupo hacia otro sino se confi gura dentro de un complejo entramado de relaciones sociales en donde el poder se muta en ese gran “panóptico” que, aunque en muchos casos no se puede ver ni señalar, existe y ejerce una acción con-creta en los hombres y las mujeres.4 Foucault desarrollará esta idea en su comprensión de la encarnación del poder en los cuerpos, que implica

1 Max Weber, “Estructuras de poder” en Ensayos de sociología contemporánea, Tomo I, Planeta-Agostini, Barcelona, 1985, p.1352 Marx-Engels, La ideología alemana, Santiago Rueda Editores, Buenos Aires, 2005, pp. 50-513 Esta categorización la utiliza Lilia Solano en “La Iglesia, la ética y el poder” en Yoder, Padilla y So-lano, Iglesia, ética y poder, Ediciones Kairós, Buenos Aires, 1998, p. 514 “La multitud, masa compacta, lugar de intercambios múltiples, individualidades que se funden,

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[p]asar así de un poder lagunar, global, a un poder atómico e individuali-zante, que cada uno, que cada individuo, en él mismo, en su cuerpo, en sus gestos, pudiese ser controlado en vez de esos controles globales y de masa.5

El poder-discurso3. (Pierce, Habermas, Karl-Otto). Según Habermas, toda práctica (individual y grupal) está mediada por los conceptos de “validez” es-tablecidos en una comunidad determinada. Dichos criterios se construyen según los condicionamientos socio-culturales del contexto general, que a su vez se encuentran “mediados” por los discursos creados en dicho gru-po como comunidad interpretativa. Esto último lo toma de Charles Pierce, quien lo desarrolla de la siguiente manera:

El mundo como conjunto de los hechos posibles se constituye en cada caso para una comunidad de interpretación, cuyos miembros se entien-den entre sí sobre algo en el mundo dentro de un mundo de la vida inter-subjetivamente compartido. ‘Real’ es aquello que puede exponerse en enunciados verdaderos, pudiendo aclararse a su vez el término ‘verda-dero’ por referencia a la pretensión que uno entabla frente a un prójimo al afi rmar un enunciado.6

efecto colectivo, se anula en benefi cio de una colección de individualidades separadas. Desde el punto de vista del guardián está reemplazada por una multitud innumerable y controlada; desde el punto de vista de los detenidos, por una soledad secuestrada y observada […] Una sujeción real nace mecánicamente de una relación fi cticia. De suerte que no es necesario recurrir a medios de fuerza para obligar al condenado a la buena conducta, el loco a la tranquilidad, el obrero al trabajo, el escolar a la aplicación, el enfermo a la observación de prescripciones”. Michael Foucault, Vigilar y castigar, Siglo XXI, Buenos Aires, 2002, p. 2045 Conferencia en 1976 de Michael Foucault en la Universidad de Buenos Aires publicada bajo el título “Las redes del poder” en Barbarie, N1 4 y 5, 1982-82, San Salvador de Bahía, Brasil. Agrega al respecto en su Microfísica del poder: “En general, creo que el poder no se constituye a partir de ‘voluntades’ (individuales o colectivas), ni tampoco se deriva de intereses. El poder se construye y funciona a partir de poderes, de multitud de cuestiones y de efectos de poder. Es este dominio complejo el que hay que estudiar. Esto no quiere decir que el poder es independiente, y que se podría descifrar sin tener en cuenta el proceso económico y las relaciones de producción.” (La Piqueta, Madrid, 1992, p. 168).

6 Palabras de Charles Pierce mencionadas por Manuel Jiménez Redondo en su introducción al libro de Habermas, J. (2000) Aclaraciones a la Ética del Discurso, Manuel Jiménez Redondo, Trad., p. 6. Trabajo original publicado en 1991, http://www.ucm.es/info/eurotheo/e_books/habermas/

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El poder-símbolo4. (Berger y Luckmann, Bourdieu, Heller). Pierre Bourdieu habla de los “sistemas simbólicos” como estructuras estructurantes y estructuras estructuradas.7 En el primer caso, los símbolos sirven para “crear el mundo” y la realidad cotidianamente. Es ese “aspecto activo” del conocimiento que es defi nido por las subjetividades estructurantes. En el segundo caso, se relaciona los símbolos no solo como medios (intrín-secos a cualquier experiencia humana) para “crear” el mundo sino como instrumentos para enmarcar una manera de ver las cosas e imponerla como “verdad”. En este último sentido los símbolos son “objetos” que se determinan desde un sistema de poder y de dominación social. Berger y Luckmann agregan que los símbolos son esenciales para la “construcción social de la realidad”. Los cito:

El universo simbólico se concibe como la matriz de todos los signifi ca-dos objetivados socialmente y subjetivamente reales; toda la sociedad histórica y la biografía de un individuo se ven como hechos que ocurren dentro de ese universo […] En el interior del universo simbólico estos dominios separados de la realidad se integran dentro de una totalidad signifi cativa que los “explica” y quizá también los justifi ca.8

Estos diferentes acercamientos sociológicos a la noción de poder nos permi-ten dilucidar las siguientes características de la relación de dicha noción con lo discursivo:

El poder se legitima en el discurso mostrando una intencionalidad pero 1.

en forma subrepticia u oculta. Es decir, que es indudable que el poder le-gitima un conjunto de ideas y de prácticas por sobre otras, lo que a su vez contrapone a un grupo que detenta el benefi cio y el control por sobre otro (mayoritario) que actúa de “plataforma” de dicha pretensión. Ahora, este acercamiento nos ayuda a ver que las formas de dominación son mucho

7 Pierre Bourdieu, Intelectuales, política y poder, EUDEBA, Buenos Aires, 2006, pp. 65-728 Peter Berger y Thomas Luckmann, La construcción social de la realidad, Amorrortu, Buenos Ai-res, 1999 [1968], p. 125. Agrega Bourdieu: “El poder simbólico como poder de constituir lo dado por la enunciación, de hacer ver y de hacer creer, de confi rmar o de transformar la visión del mundo y, por ello, la acción sobre el mundo, por lo tanto del mundo; poder casi mágico que permite obte-ner el equivalente de lo que es obtenido por la fuerza (física o económica), gracias al efecto especí-fi co de movilización, no se ejerce sino si él es reconocido, es decir, desconocido como arbitrario”. Intelectuales, política y poder, p.71

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más complejas y más “cotidianas” que lo que ofrece una mirada unidireccio-nal y directa sobre el ejercicio del poder.

El lado discursivo del poder permite comprender su construcción desde 2.

la complejidad de las relaciones interpersonales. En palabras de Foucault, el poder no sólo se construye en forma “descendente” (de arriba hacia abajo) sino también en forma “ascendente” (de abajo hacia arriba). Lo discursivo, como ese factor aglutinante y característico de cualquier grupo humano, en-cauza las formas, y los vicios del poder se encarnan en diversos espacios muy variados unos con otros: desde las conversaciones con los vecinos has-ta los discursos políticos.

Los sistemas de poder se reproducen comunitariamente a través de los 3.

símbolos que enmarcan la vida cotidiana. Todos estos mecanismos des-critos mutan y se transmiten a través de aquellos “sistemas simbólicos” que dan sentido y validez a nuestra vida cotidiana: desde la forma estereotipada en que describimos a otra persona hasta las categorías a partir de las cuales evaluamos la situación social del país.

Los poderes y el quehacer teológicoHabiendo resumido algunos acercamientos sociológicos a la relación entre dis-curso y poder, pasemos ahora al ámbito estrictamente teológico. Primeramente, hay que entender que la teología o el discurso teológico es también un esquema de símbolos que enmarcan no solo nuestra comprensión de la fe, sino también de la realidad. En segundo lugar hay que reconocer que la teología, como prácti-ca eclesial (o sea, como quehacer teologal), es muy resistida en las comunidades de fe. “La teología es para algunos”, “la teología es cuestión de libros”, “¡la teolo-gía es muy complicada para mí!”, son algunos de los clichés más comunes que oímos. No hay cosa más entristecedora que ver y escuchar a hombres y a muje-res renunciar a su derecho a “ser sujetos”, a tener voz propia en lo concerniente a la fe, a ser constructores de su historia (ya que la teología tiene que ver con esto), dejando a la merced de unos pocos y pocas semejante empresa.

Pero como ya dijimos, las cosas no son tan simples como lo acabamos de enun-ciar. Por un lado, podemos hablar de cierta “responsabilidad” de los y las cre-yentes al no querer ir más allá de su marco inmediato de interpretación, sea por comodidad o por temor. Y es a partir de esto último, del miedo, donde descu-

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brimos otro aspecto encarnado en las mismas subjetividades: la realidad de la

teología como aquel conjunto de símbolos y de enunciados preestablecidos

al cual solo unos pocos y unas pocas pueden acceder. Esta concepción se ha enraizado en el imaginario eclesial a partir de una serie de preconcepciones respecto a la tarea teológica. Permítanme enumerar tres:

El quehacer teológico como “discurso divino”1. . No es lo mismo decir que la teología es un discurso sobre Dios, que decir que es un discurso de Dios. “Dios dice que…”, “la Biblia dice que…”, son los preanuncios a ciertos (y cier-tamente muchos) postulados teológicos comunes en las comunidades de fe. Esta manera de hacer teología quita todo resabio subjetivo, humano o contextual, proyectándose desde el símbolo “Dios” o “Palabra” como “cri-terio de validez” que encierra en sí mismo, tras solo pronunciarlo, “lo ver-dadero”; como si dicha palabra poseyera un poder mágico o un contenido prefi jado comprensible en sí mismo para quien la escucha.

El quehacer teológico como misión de algunos “escogidos”2. . Esto implica dos cosas. Primero, la iglesia, como toda comunidad social, también se en-marca dentro de los parámetros de lo conocido como “división internacional del trabajo”.9 Hay unos que saben; otros que hacen. Los del “norte” pien-san; los sudacas “ejecutan” (y tengamos en cuenta, desde una perspectiva discursivo-simbólica, que este criterio norte-sur ya no trata solo de diferen-cias geográfi cas sino que contiene en sí mismo un cúmulo signifi cativo que puede refl ejarse dentro de un mismo grupo social). No hay mejor imagen de este aspecto que en la clásica diferenciación católica entre iglesia docente-

iglesia discente. En segundo lugar, es la comprensión de la teología desde lo que yo llamaría una teología teo-loggeada. Y esto último no en el sentido de logos o logía sino de login, comúnmente traducido como “contraseña”, “ingreso” o “password”. La teología muchas veces se encuentra “bloquea-da”, para ingresar hace falta una contraseña (un estatus dentro de la institu-ción, una posición social, una aptitud espiritual, un tipo de conocimiento, una nacionalidad, etc.) que permite el acceso de quien la posee y que excluye a quienes carecen de ella.

9 Cfr. Nicolás Panotto, Teología: ¿teoría o práctica? en “Ateneo Teológico” http://www.teologica.org/seguridad/articulos/panotto.html

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El quehacer teológico como legitimación de un orden social y moral3. . El tipo de estructura institucional encauza la manera en la que se hace teología. Así como los discursos legitiman el poder, en las comunidades eclesiales los depositarios de la autoridad son los encargados y las encargadas de cons-truirlo; mejor dicho, de transmitirlo. El discurso teológico se transforma en una herramienta de poder utilizada para mantener el orden social y moral desde la lógica de “el fi n justifi ca los medios”, lo que podríamos ilustrar con el brutal ejemplo de las palabras del General Videla al señalar que “terroristas… no son sólo quienes ponen bombas, sino también quienes activan con ideas contrarias a nuestra civilización occidental y cristiana”.10 Lamentablemente esta lógica sigue vigente en muchas iglesias evangélicas, en las que con la proclamación de un “orden moral divino y bíblico” acallan las voces disiden-tes y se adjudican el control de “la verdad” a ser defendida por ellos mismos y ellas mismas, sean cuales sean las consecuencias.

Hacia una redefi nición del quehacer teologal como desarmador del poderHasta aquí hemos visto cómo las maneras de hacer teologías (o sea, las formas de crear discursos, símbolos y prácticas signifi cativas y signifi cantes de una co-munidad eclesial) nos vienen, muchas veces subrepticiamente, cargadas de intencionalidades concretas a favor de la detentación de poder de un grupo de-terminado y de la creación de una “comunidad interpretativa” desde marcos de poder destructores y deshumanizantes.

Pero la teología no solo sirve para esto. La teología no es un cúmulo de térmi-nos complicados y comprensibles para unos pocos y unas pocas. La teología tampoco remite a una esfera supra-histórica generada de manera unidireccional desde un dios desencarnado a un personaje aislado que detenta ser el vocero de lo divino. La teología, como discurso sobre la acción histórica de Dios y

que remite a una sensibilidad particular sobre esa historia, es la construcción

signifi cativa de hombres y de mujeres que se hacen sujetos de su propia

10 Referencia a Eduardo Galeano, “Memoria del fuego” (El Siglo del viento, vol.III, Siglo XXI, Bue-nos Aires, 1986) mencionada por Carballo, Charlier y Garulli, La Dictadura (1976-1983), EUDEBA, Buenos Aires, 1996, pp. 73-776

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historia, partiendo de la narración de la fe en tanto conjunto de historias y de

percepciones que se guardan como memoria de una comunidad caminante.

A partir de aquí, propongo cuatro perspectivas que podrían encauzarnos hacia una práctica teologal de la comunidad de fe como conjunto de hombres y muje-res que buscan su lugar en el mundo:

Teología desde el Dios pro-yecto1. .11 En este último tiempo se ha hablado de la “misión de Dios” (missio Dei) o de “proyecto de Dios”12 para contra-rrestar la imagen aislante de una misión como simple “práctica proselitista”, incluyendo a la iglesia dentro de esta “misión divina” transformadora de la historia. Aunque valiosas, el genitivo de estas frases me sigue causando al-gunas difi cultades. Por más que intentemos defi nir la “naturaleza” histórica o misional de Dios, hablar de “misión” o “proyecto” de Dios sigue dividiendo las aguas, creando una escisión entre la persona divina y su “misión” o “proyec-to”. Por esta razón prefi ero hablar de un Dios pro-yecto. Pro-yecto, en una posible interpretación de Heidegger, signifi ca comprenderse eyectado en el mundo, en donde la comprensión del “ser”, de “lo que es”, se encuentra en ese “siendo eyectado”, deviniendo a la realidad. En este sentido, no solo de-bemos hablar del proyecto que tiene Dios sino que la misma divinidad posee

esa naturaleza de “eyección” en la historia. Este “estar eyectado” comprende también la idea de “proceso”, de un camino nunca acabado y en continuo

11 Este tema lo he analizado más en profundidad en Nicolás Panotto, “La iglesia pro-yectada como comunidad teologal” en Lupa Protestante, 18 de diciembre de 2007, http://www.lupaprotestante.com/pdf/Iglesiacomunidadteologalpanotto.pdf12 La missio Dei es defi nida detalladamente por David Bosch: “Al intentar dar contenido al concepto de missio Dei, se pudo afi rmar lo siguiente: en la nueva imagen de la misión no es primordialmente una actividad de la Iglesia sino un atributo de Dios. Dios es un Dios misionero […] “No es que la iglesia tiene una misión de salvación que cumplir en el mundo; es que la misión del Hijo de Dios y el Espíritu por medio del Padre incluye a la iglesia” […] Se concibe la misión, entonces, como un movimiento de Dios hacia el mundo; se concibe a la Iglesia como un instrumento para era misión […] Existe la iglesia porque existe la misión, y no al revés […] Participar de la misión es participar en el movimiento del amor de Dios hacia las personas, porque Dios es fuente de un amor que envía”. Misión en transformación, Nueva Creación, Buenos Aires, 2000, p. 477. José Duque da una vuel-ta más de tuerca redefi niendo esta comprensión desde la idea de “proyecto de Dios”, que remite a las teologías latinoamericanas. Este autor arguye que la noción de missio Dei no tiene un uso muy difundido dentro de los espacios eclesiales y teológicos, además de la negatividad semántica del término “misión”. Ver José Duque, “La misión de la educación teológica” en Encuentro y diálogo

2005, ASIT, Buenos Aires, pp. 33-48

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descubrirse, abierto a los cambios y a las circunstancias. Esto implica varias cosas. Primero, nadie puede encerrar la comprensión de Dios en un cúmulo de enunciados ya que la comprensión de su persona es dinámica, advene-diza, misteriosa, de-viniendo continuamente en la historia. Por esta razón, es preciso redefi nirlo continuamente, y redefi nir nuestras percepciones de su persona y de su accionar. Además, nosotros y nosotras somos parte de la acción divina en el mismo hecho de enunciarlo. Y aquí, precisamente, se encuentra la faceta liberadora del discurso teológico: nos hacemos co-partícipes de su acción histórica (o sea, de su revelación) y de su misma per-sona al darle nombre. Esta no es una tarea de unos pocos o de unas pocas. Todos y todas estamos defi niendo y redefi niendo a Dios a cada momento. En ese solo hecho se encuentra la “validez de sentido teológico” de lo que so-mos y hacemos. Remitiendo al maestro místico Eckhart, Jürgen Moltmann aclara esta propuesta de la siguiente manera:

Dios se reconoce a sí mismo en su imagen. El que reconoce que él mismo es esa imagen, reconoce a Dios en sí mismo y a sí mismo en Dios, y Dios se reconoce en él. Su conocimiento de Dios en sí mismo es el conocimiento que Dios tiene de sí mismo en él. El conocimiento de Dios en sí mismo y el conocimiento del hombre de sí mismo son una misma cosa: “El ojo en el que veo a Dios, es el mismo ojo en el que me ve Dios: mi ojo y el ojo de Dios, son un solo ojo, una sola visión, un solo conocimiento y un solo amor”.13

Teología como discurso desde la experiencia cotidiana2. . La realidad (y las experiencias que la construyen) se nos presenta lo sufi cientemente compleja como para defi nirla taxativamente. Esto mismo nos lleva a la verdad de que cada uno y cada una no puede escaparse de la verdad de que aquello en que nos apoyamos es vivido, es percibido, es experimentado, ¡inclusive lo trascendente es una percepción desde la fi nitud de la existencia! Pero en esta realidad no estamos solos y solas, menos aún en condición de tabula

rasa. Las experiencias implican encuentros: con Dios, con otros y otras, con ideologías, con instituciones, con normas culturales, etc. La experiencia de estos encuentros crea el sentido que determina el andar de nuestra vida. “El sentido no es defi nición, es vida, es acto, es presencia” dice Evangelista Vi-

13 Jürgen Moltmann, Experiencias de Dios, Sígueme, Salamanca, 1983, pp. 101-102

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lanova.14 Esta comprensión de la experiencia redefi ne considerablemente el método y el discurso teológicos. En primer lugar, todo discurso es falible y

abierto a redefi nición. La teología es un “conocimiento”15 pero en el sentido de ser un marco a partir del cual leer la vida y la realidad. Es por ello mismo que la teología está sujeta a las experiencias de los/las individuos y las comu-nidades que la discursan y practican. Esto quita de la teología ese prejuicio medieval (vigente aún no solo en los discursos sino en las personalidades de los teólogos y las teólogas) de que debe dar respuesta a todas las cosas y crear complejos mecanismos para vivir la fe. En segundo lugar, la teología se

abre a todos aquellos y todas aquellas que tienen una experiencia de fe. Todos y todas tenemos experiencias a partir de las cuales defi nimos nuestra visión de Dios y de la fe, como también vivencias que son transformadas por la manera de comprender lo divino y la fe. De aquí que la teología debe tran-sitar en este camino dialéctico en el que es preguntada por los interrogantes de la realidad como también en el que crea preguntas respecto a lo existen-te. Como dice Martín Gelabert, “La situación humana es la pregunta. Dios es la respuesta. De la pregunta no se deduce la respuesta, porque ésta viene de más allá de la pregunta, pero la respuesta sólo se entiende si se tiene

14 Evangelista Vilanova, “La fe en tiempo de incertidumbre” en AAVV, De la fe a la teología, Herder, Barcelona, 1977, p. 3815 El conocimiento no signifi ca estrictamente “inteligencia” o acumulación de datos. Como dice Otto Maduro, el conocimiento encierra esos “esfuerzos por clasifi car, entender y explicar cómo y por qué la realidad es como es y funciona como funciona” (Mapas para la fi esta. Refl exiones

latinoamericanas sobre la crisis y el conocimiento, Centro Nueva Tierra, Río de Janeiro-Nueva York, 1992, p. 17). Además, dicho autor propone cuatro marcos a partir de los cuales defi nir el conocimiento desde la noción de reconstrucción. Primero, como reconstrucción “mental” de las relaciones “reales”. Esto signifi ca el reconocimiento de que el conocimiento implica la creación de símbolos, visiones e imágenes desde una realidad concreta que hay que reconocer y confrontar. Esta vivencia no se hace de otra forma que no sea comunitariamente. En segundo lugar, reconocer que la reconstrucción es interesada y parcializada. Todo conocimiento se construye desde intere-ses, trasfondos, valores, lealtades, emociones, sentimientos, etc., lo que lo hace orientador pero a la vez limitado. Tercero, reconstruir imaginaria, creativa y conjeturalmente. Conocimiento implica imaginar crear, representar “mapas”, como propone Maduro, a partir de los cuales vivir la vida y ver dónde estamos parados. Por último, la reconstrucción es provisional y pasajera. Ningún conoci-miento puede implantarse como único o hegemónico. Las personas, las realidades y los contextos cambian continuamente (Ibíd., pp. 136-138).

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clara la pregunta a la que responde. El análisis de la existencia y su situación humana es el presupuesto que permite entender la revelación”.16

Teología como recuerdo de la memoria subversiva3. . La memoria y el re-cuerdo tienen la función de construir la historia y la identidad de una comuni-dad. Ya conocemos la bizantina tensión de todos los grupos existentes entre la “historia de los vencedores” y la “historia de los vencidos”. La memoria, el recuerdo y la narración sirven a estos últimos a desenmascarar el poder y posicionarse frente a aquellos y aquellas que detentan el lugar de objeti-var y determinar su existencia. “Ex negativo: -dice Johann Baptist Metz- La destrucción del recuerdo se revela, en el plano histórico-social, como obs-trucción sistemática de la identidad, del proceso de hacerse y mantenerse sujeto”.17 En el plano de la fe, el evangelio de Jesucristo es esa narración de recuerdos que constituyen la memoria de una comunidad de hombres y mujeres que siguieron a Jesús. Crearon su identidad en medio de un con-texto hostil y opresor que unifi caba las subjetividades a través de una maqui-naria de dominio directo, dominio corporal y dominio simbólico. La memoria

en Jesús fue una memoria peligrosa y liberadora. Nótense los términos: narración, recuerdo, memoria, seguimiento. Estos son los elementos de la teología bíblica, los marcos que describen la persona del Dios encarnado en la historia. Estos son, por ende, los términos que impulsan nuestro quehacer

teologal y que enmarcan a la teología como la narración de experiencias, de sueños, de expectativas, que se funden en lo profundo de nuestra vida y se proyectan en la persona divina. Es una memoria que supera los poderes ya que es la memoria de la pasión del Dios encarnado que fue asesinado por su coherencia y por su lucha contra los poderes dominantes. Es esta memoria, que construimos entre todos y todas, de-venida desde el pasado y pro-yectada al futuro.

16 Martín Gelabert, Valoración cristiana de la experiencia, Sígueme, Salamanca, 1990, p.83. Aquí es interesante notar cómo aquellos grandes pilares de la doctrina cristiana se redefi nen. Es lo que sucede, por ejemplo, con la “revelación”. La fe se comprende como construcción de aquellos sen-tidos (símbolos) que defi nen la vida a partir de las experiencias y percepciones de la acción (pro-yecta) divina. Como dice el teólogo Josef Schmitz, “en la Biblia la revelación no es primordialmente un mensaje sobrenatural que deba creerse, sino una experiencia que ha de atestiguarse y que, de esta manera, se convierte en mensaje, el cual, como mensaje proclamado, quiere ofrecer a los oyentes una nueva posibilidad de vida”. La revelación, Herder, Barcelona, 1990, pp. 24-2517 Johann Baptist Metz, La fe, en la historia y la sociedad, Ediciones Cristiandad, Madrid, 1979, p. 83

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Teología desde la comunidad eclesial pro-yectada4. . Somos la iglesia del Dios pro-yecto en la historia, a quien no podemos describirle fuera de su ma-nifestación concreta y de la percepción que de ella tenemos. En este percibir y participar de la “eyección” divina, somos co-participes, pro-yectados y pro-yectadas con Dios para “darle nombre”, crear memoria, narrarle, y de esta manera, crear nuestra identidad. Por eso, el quehacer teologal es de todos y todas. Todos y todas somos parte de esa “eyección divina”. No hay lugares de privilegio. Por esta co-participación comunitaria, todos y todas “damos nombre” al misterio divino que siempre nos sorprende. Es este mismo Dios, misterio y encarnación a la vez, quien desarma todo poder opresor que os-tenta su lugar, profi riendo en Su nombre los deseos de la ambición. La teo-logía nos libera del poder cuando asumimos, conscientes, nuestro lugar en su quehacer, en su discurso y en su práctica. Nos remite a una memoria de miles de años en donde hombres y mujeres se han sentido “eyectados” por el Dios de la historia para transformarla. Finalicemos con unas palabras del teólogo Valdir Steuernagel:

A la teología la hace la gente que se siente y se sabe “empujada” hacia el centro de la historia de Dios. La teología es cosa de personas que saben que están al servicio de esa historia, junto a su pueblo. La teología es cosa de personas que unen pasado, presente y futuro, y se abren bajo el cuidado de Dios, el Señor de la historia. La teología es histórica, dinámi-ca, profética. Cumple el papel de ser memoria de la acción de Dios ayer, discierne su intervención hoy y se sabe al servicio de la germinación del mañana de Dios.18

Nicolás Panotto, egresado del SITB, estudiante en teología del IU ISEDET. Se-cretario académico del Centro de Estudios Teológicos Interdisciplinarios (CETI) de la Fundación Kairós.

e-mail: [email protected]

18 Valdir Steuernagel, Hacer teología junto a María, FTL, Ediciones Kairós, Buenos Aires, 2006, p. 47

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Cristología desde abajoGuillermo Steinfeld

Del «ídolo de los quemados» al Jesús exaltado

Cristo en la cruz. Los pies tocan la tierra.

Los tres maderos son de igual altura.

Cristo no está en el medio. Es el tercero.

La negra barba pende sobre el pecho.

El rostro no es el rostro de las láminas.

Es áspero y judío. No lo veo

y seguiré buscándolo hasta el día

último de mis pasos por la tierra.

El hombre quebrantado sufre y calla.

La corona de espinas lo lastima.

No lo alcanza la befa de la plebe

que ha visto su agonía tantas veces.

La suya o la de otro. Da lo mismo.

Cristo en la cruz. Desordenadamente

piensa en el reino que tal vez lo espera,

piensa en una mujer que no fue suya.

No le está dado ver la teología,

la indescifrable Trinidad, los gnósticos,

las catedrales, la navaja de Occam,

la púrpura, la mitra, la liturgia,

la conversión de Guthrum por la espada,

la Inquisición, la sangre de los mártires,

las atroces Cruzadas, Juana de Arco,

el Vaticano que bendice ejércitos.

Sabe que no es un dios y que es un hombre

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que muere con el día. No le importa.

Le importa el duro hierro de los clavos.

No es un romano. No es un griego. Gime.

Nos ha dejado espléndidas metáforas

y una doctrina del perdón que puede

anular el pasado. (Esa sentencia

la escribió un irlandés en una cárcel.)

El alma busca el fi n, apresurada.

Ha oscurecido un poco. Ya se ha muerto.

Anda una mosca por la carne quieta.

¿De qué puede servirme que aquel hombre

haya sufrido, si yo sufro ahora?

Cristo en la cruz

J. L. Borges

El Cristo de sogaLas imágenes han sido siempre elementos pedagógicos para la enseñanza de la religión, aún en tradiciones iconoclastas como el judaísmo y algunos sectores del cristianismo occidental del siglo xvi que encontraron formas propias de cana-lizar la imaginería a través de la liturgia y las fi guras verbales.

Al hablar de esto acuden a la mente una variedad de iconografías, en especial las de la crucifi xión de Jesús, que en América Latina tienen profunda raigambre española. Cualquiera sea la representación, se parecen mucho al “Jesús cruci-fi cado” de Velázquez: sangrante, pálido e impotente ante la decisión de las es-tructuras políticas, económicas y religiosas judeo-romanas. Por eso quiero tomar como ejemplo un interesante crucifi jo que suele verse en el mercado artesanal. Se compone de una cruz de madera y la silueta de un crucifi cado hecha en soga. Nada más simple y lleno de signifi cado, en especial para mí que fui formado en la austeridad de símbolos y de cruces baldías; según solía oír de mis mentores, nuestro símbolo era “una cruz vacía, porque Cristo había resucitado”. Sin em-bargo ver cruces vacías hoy me parece un absurdo porque en el sufrimiento de Jesús se ve refl ejado el de la humanidad. Quizás un sufrimiento tan grande no fue mayor que el que experimentan todos los días muchísimos chicos, mujeres,

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ancianos y hombres alrededor del mundo. La guerra, el hambre, los abusos y las formas organizadas de vejación humana también hacen transitar a las personas por un estado de crucifi xión permanente.

¿Cómo se asocia esta imagen de un Cristo “de soga”, fl exible, doblegado, cla-vado —repito, no sostenido, sino clavado— en una cruz sólida y resistente, con la pregunta fi nal de Borges “¿De qué puede servirme que aquel hombre haya sufrido, si yo sufro ahora?”?

El poder punitivo de las estructuras no se dirige meramente al castigo físico, sino al dominio del alma (Foucault) con el fi n de producir el acomodamiento de los individuos a un marco que —elegido o no— asegure el ordo social de minorías pri-vilegiadas. Por eso propongo que la imagen de Jesús en una cruz no sólo debe ser vista en términos de un castigo individual (para él) de parte de las estructuras, sino como el intento ejemplar de controlar y subordinar también a los observado-res u oyentes del relato de la ejecución. En tal caso, la vida y la muerte de Jesús no sólo reviven lo que el cristianismo sostiene como hecho histórico del pasado, sino que también reinventan el sufrimiento periódico de las personas “eructadas” por el sistema.

Tomando en cuenta esta perspectiva, una de nuestras primeras preguntas debe-ría haber girado en torno al valor de la muerte de Jesús como signifi cante para la vida y muerte de otras personas que también estaban en algún nivel de opresión. Usando un eufemismo de León Gieco, ¿qué factor hizo que Jesús pasara de ser el “ídolo de los quemados” a ser el redentor de los oprimidos, e incluso también de los opresores?

Como —espero— resultará evidente en este escrito, mi intención teológica no consiste en discutir la divinidad de Jesús, sino plantear su carácter paradigmáti-co como icono de los descastados sociales.

La memoria de las comunidadesEl teólogo afroamericano Howard Thurman, en la primera mitad del siglo XX, afi r-mó que Jesús había encontrado una manera de enfrentar la hostilidad del mundo grecorromano y que las comunidades de seguimiento no se sostuvieron simple-mente por la interpretación etérea de las palabras del maestro judío. Sin desme-recer los argumentos teológicos, decía Thurman,

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[...] los desamparados en todas partes hace rato han abandonado cual-quier esperanza de que esta clase de salvación lidie con los asuntos cru-ciales que convirtieron sus días en desesperación sin consuelo. El hecho básico es que el cristianismo como fue concebido en la mente de este maestro y pensador judío aparece como una técnica de supervivencia para los oprimidos. Este se convirtió a través del paso de los años en una religión de poderosos y dominantes usada a veces como instrumento de opresión, que no nos estimula a creer que eso estaba en la mente y la vida de Jesús.1

Esto último es muy importante para discutir la relación entre las formas originales del cristianismo y su asociación con la fuerza estructural de las iglesias.2

Cuando las personas llegan a conocer las consecuencias del dolor permanente, se ven enfrentadas al miedo como dispositivo activado por la propia memoria. Jesús no fue una excepción. Los evangelios relatan que en la noche en que fue capturado por la policía del Templo, Jesús había caído en una crisis que se tradu-jo en su cuerpo como un sudor denso y espeso.3 El miedo siempre es disparado en el cuerpo por la memoria con el fi n de prepararlo para la crudeza del ataque exterior. En síntesis, el cuerpo tiene memoria del sufrimiento. Pero el sufrimiento de un cuerpo —que ha muerto— y que ya no podría ser recordado por su pro-pia memoria, puede igualmente ser levantado y recordado por la memoria de otros.4

1 Howard Thurman, Jesus and the Disinherited, Nueva York, Abingdon, 1949, pp.28-29.2 En cualquier ámbito progresista siempre surge alguna sospecha sobre la obsecuencia de la

religión en cuanto a asuntos del poder, generalmente refl ejados en una franca intransigencia

frente a los cambios. Esa preocupación, sin ninguna duda, tiene su razón de ser y está sobra-

damente confi rmada en la historia eclesiástica.3 Lc 22.44. Esa situación cobra mayor signifi cado al afi rmar que el sudor era “como gruesas

gotas de sangre”, aunque parece haber mantenido cierta compostura como para tomar una

decisión tan grave como la de aceptar su suerte sin escaparse.4 No debe extrañarnos que la memoria de Jesús sea la proyección de su memoria sobre otros cuerpos nuevos como memoria sobre Jesús. Silvina Merenson, investigadora de la UNQui, afi rma que “las memorias se tejen en las confl uencias entre lo material y lo ideal, como construcciones sociales y, al mismo tiempo, como ‘hechos corporales’ culturalmente tangibles”. Silvina Merenson, “El cuerpo: escenario de batalla, territorio de memoria”, en Mora, Revista del Instituto Interdisci-

plinario de Estudios de Género, 9/10 (Diciembre de 2004), p. 143.

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Allí aparecen, entonces, los esfuerzos de resistencia bien defi nidos que tuvieron lugar en las comunidades cristianas hasta casi fi nes del siglo III (pues si algo se ha llegado a afi rmar sobre Jesús, no fue por obra de su propia enunciación sino porque hubo quienes sostuvieron dicha imagen de Jesús en las comunidades de seguimiento).

Aquellas comunidades hicieron una importante transferencia de sentido para de-cidir quién era Jesús, y es a esas comunidades formadas por hombres y mujeres anónimos a las que debemos ciertas hermenéuticas de la historia de Jesús que se translucen en los evangelios. Cuanto refl ejan los textos evangélicos sobre las maniobras arteras de los diferentes poderes sobre el pueblo sojuzgado, o acerca del miedo estructural al desorden social, incluso sobre la rabia de Jesús al maltra-to humano, o sobre los nombres de las víctimas y los nombres de los victimarios, las atribuciones imperiales y los juegos de dominación religiosa, son todos deta-lles volcados allí gracias a la memoria de las comunidades.

Por eso la historia de Jesús germinó entre sus seguidores y se convirtió en un signo de esperanza. En parte ese era el fondo de su mesianismo (porque la fi gura mesiánica no es meramente religiosa, sino primero y principalmente política). Un ejemplo de esta re-signifi cación se puede ver en la afi rmación del maestro judío de que sería “levantado [gr. ipsów] como la serpiente en el desierto”5 (referencia a un antiguo relato en que el patriarca Moisés había levantado una serpiente de bronce con el fi n de que quienes la observaran fi jamente fueran curados de las picaduras de las víboras del desierto). En fi n, una historia conocida por los pri-meros oyentes para metaforizar que la muerte de Jesús abriría una puerta a la esperanza humana precisamente donde no debería haber otra cosa más que desolación y vacío.6

A mi parecer, este es un ejemplo de cómo la comunidad juanina rescató las pala-bras de Jesús en una maniobra de sustitución de la semiótica terrorista del impe-rio romano. Porque para el imperio ser levantado representaba un valor opuesto a lo que las comunidades cristianas califi carían más tarde por exaltación. De he-cho, Jesús fue elevado para ser visto públicamente como escarmiento y señal de lo que les sucede a los “merecidamente eructados” por las estructuras. Exponer

5 Jn 3.14.6 Esa paradoja fue notada principalmente en el siglo XVI en la teología de la cruz de Lutero,

afi rmando que Dios se oculta tras lo débil y lo que para la gente es de muy poco valor.

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a Jesús a una muerte lenta y pública era una clara intimidación dirigida a quienes sostuvieran alguna esperanza en la fuerza movilizadora de este sedicioso. No es extraño que la cruz fuera la extravagante evolución romana del terrible méto-do persa de empalamiento, por el cual los soldados enemigos eran atravesados con una lanza a lo largo del cuerpo. Eso ofrecía un terrorífi co aviso a los pueblos sometidos.

De ese modo, tanto para la estructura hegemónica del imperio romano como para las antiguas instituciones religiosas judías, la cruz habría sido algo así como el reverso (anacrónico) del Panóptico de Bentham; en lugar de controlar viendo a todos, el imperio controla levantando al crucifi cado para que todos lo vean.7

Es una variante arcaica de cierto mecanismo de dominación social que asegura que, mientras que en la vergüenza pública de la víctima se observen las conse-cuencias físicas de su disensión con el sistema, entonces los potenciales revol-tosos se auto-controlarán por simple pánico.

Pero los seguidores de Jesús invirtieron la intención de los actores de la cruci-fi xión en una maniobra hermenéutica, y en ese enroque de sentido Jesús pasó a ser exaltado mientras los poderes y autoridades pasaron a quedar desnudos y desarmados [apekdúomai],8 sometidos a un espectáculo público [edeigmátisen en parresía]. Esto es cierto en más de un sentido. Si bien allí hay argumentos teológicos que parecen especulativos, también es cierto que los poderes que-dan fotografi ados al mostrar en el cuerpo de un inocente aquello de lo que son capaces y que periódicamente hacen con las personas. Por eso es que se trata de un enroque de sentido: la razón de que Jesús sea un sujeto exaltado por sus seguidores radica en que todavía permanece en su papel de mortifi cado, en el de un antihéroe.

Para nada estoy de acuerdo con usar el ejemplo de Jesús para legitimar el sufri-miento humano, y menos aún con la estratagema de convertir este sufrimiento o el de cualquier otra persona en un concepto.9 No se trata de eso. Pero es impor-

7 Michel Foucault, “El ojo del poder”, entrevista con M. Foucault, en Jeremías Bentham, El

Panóptico, Barcelona, La Piqueta, 1980.8 Si se me permite un argentinismo que será fi el a la frase griega, los poderes “quedan en

pelotas”.9 La conceptualización es un mecanismo reduccionista que anula la subjetividad de las vícti-

mas para convertirlas únicamente en contenidos de un debate desencarnado.

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tante aclarar que la importancia del sufrimiento de Jesús radica en que cumple un rol indentifi cador con el género humano; “pare de sufrir” o “¿por qué hay que sufrir?” son artículos de la clase media que otras personas a nuestro alrededor no pueden darse el gusto de adquirir. Y de allí surge el recurso cristológico, en el que la fuente de la reconciliación y el equilibrio universal se encuentra en el sufri-miento en carne y sangre de este hombre10 capaz de transformar en ese acto a los poderes.

Por eso es que las comunidades cristianas pusieron en Jesús de Nazaret las expectativas de los antiguos textos sagrados judíos. Tal es el caso del poema del Siervo sufriente de Yahvé (Isaías 53) en el que el personaje principal sufre, inclu-so para liberar a los opresores de los mecanismos de muerte (Is 53.11). Eso no signifi ca que el personaje se torne funcional al opresor ni que autorice el ejercicio opresivo, sino que su acción empuja a un quiebre de conciencia del opresor, quien es redireccionado al reconocimiento y al arrepentimiento. Lo que ocurre aquí no tiene nada que ver con “olvido y perdón”, sino más bien con “memoria y reconstrucción”.

Décadas atrás el educador brasileño Pablo Freire hablaba de esta fuerza tan in-usual, en su Pedagogía del oprimido señalaba:

[...] los oprimidos, en la búsqueda por la recuperación de su humanidad, que deviene una forma de crearla, no se sienten idealistamente opreso-res de los opresores, ni se transforman, de hecho, en opresores de los opresores sino en restauradores de la humanidad de ambos. Ahí radica la gran tarea humanista e histórica de los oprimidos: liberarse a sí mis-mos y liberar a los opresores. Estos, que oprimen, explotan y violentan en razón de su poder, no pueden tener en dicho poder la fuerza de la liberación de los oprimidos ni de sí mismos. Sólo el poder que renace de la debilidad de los oprimidos será lo sufi cientemente fuerte para liberar a ambos.11

Advertimos entonces que los evangelios, como memorias comunitarias, no son accidentales; al hacer pública la estrategia de eliminación de un inocente en ma-

10 “...él los ha reconciliado en su cuerpo de carne” (Col 1.22); “aboliendo en su carne la ene-

mistad” (Efesios 2.15).11 Paulo Freire, Pedagogía del oprimido, México, Siglo Veintiuno Editores, 1970, p.33.

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nos del imperio fundamentan en el sufrimiento de Jesús la formalización de una fi losofía de la denuncia (fi losofía que lamentablemente fue re-asimilada por el im-perio romano cuando en el siglo IV llegó a absorber defi nitivamente a la Iglesia cristiana).

La deshistorización del sufrimiento¿Se ha vuelto el cristianismo una religión global obsesionada con el control? Es posible. Pero antes de acceder al control pasó por un largo proceso de institucio-nalización del organismo que hoy conocemos como “iglesia”.

La institucionalización de la comunidad en términos de jerarquías comienza en los mismos inicios de la iglesia cristiana, de lo cual ya hay bastante dicho y es-crito. Y el mismo esfuerzo auto-centrado de construcción institucional le robó a la iglesia la capacidad de ver la opresión a su alrededor, e incluso de verse a sí misma como opresora.

Como consecuencia de ello, entre muchas diferentes prácticas de invisibiliza-ción del dolor humano se encuentra la deshistorización de la cruz. Defi no “deshis-torización de la cruz” como la sola elevación de Jesús al rango religioso a costa de abandonar el mordiente social de su vida. La consecuencia inmediata de ello es la producción de una cristología desencarnada, donde los testigos y oyentes pierden de vista una imagen de Jesús habilitada para sostener la esperanza me-siánica.

A las formas del cristianismo que ven favorable la dinámica “deshistorizadora” les importa muy poco convertir lo liberador del evangelio en opio de los pueblos; pero pagan esa comodidad con la incapacidad de reinventarse políticamente y de infl uir en cambios sociales efectivos. En síntesis, no pueden encontrar su lugar en el mundo porque toda su argumentación tiende a sacarlas de él.

Esta práctica se ve claramente a partir del siglo III, donde los concilios cristianos y su producción dogmática cooptaron la fi gura revolucionaria de Jesús de Nazaret (aunque el uso de este adjetivo sea anacrónico). Al enfatizar sólo la dimensión trascendente, divina, objeto de discusiones teológicas con epicentro en el mun-do ideal, frecuentemente anularon el potencial de identifi cación del pathos de Jesús con el de aquellas víctimas que las mismas estructuras producían, para legitimar fi nalmente las acciones de las estructuras de la Iglesia.

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Simultáneamente había grupos en el cristianismo que tenían mayor presencia social, pero que representaban una contraparte con inferior infl uencia política. En la historia de la Iglesia se los conoce como “herejes” porque representaban la heterodoxia delante de la ortodoxia o “Iglesia ofi cial” (pongamos por casos, el ebionismo que afi rmaba básicamente la humanidad sufriente de Jesús, o el gnosticismo, que sostenía el acceso a cierto conocimiento sensible de Dios sin la mediación de maestros ni obispos, o el montanismo con su protesta contra la laxitud moral de la Iglesia).

Con certeza la mayoría de estos grupos representaban sectores críticos y —por lo menos— pueden identifi carse en la tradición del pensamiento antihegemónico de los primeros seguidores y seguidoras de Jesús de Nazaret.

La historización como discurso antihegemónicoQuiero introducir aquí un excurso para mostrar un ejemplo de oposición de las primeras comunidades al discurso hegemónico.

Cuando leemos un credo nos encontramos ante una confesión de fe en Jesús asumida por las comunidades cristianas. Muchas veces hemos pasado por alto (tal vez no por accidente) que en los credos han quedado las huellas de las es-tructuras políticas, religiosas y económicas que estuvieron involucradas en la muerte de Jesús de Nazaret.

Aunque los artículos de fe siguieron el camino de la discusión fi losófi ca a la anti-gua usanza griega, dedicándose a las afi rmaciones etéreas sobre el origen so-brenatural de Jesús, el vínculo con Dios Padre, su pre-existencia o su resurrec-ción, también asociaron su muerte con lo cotidiano. Ante todo lo relacionan (a) con el sufrimiento (pathos), (b) concretado bajo cierto marco histórico, que es ilustrado al mencionar por nombre a los gobernantes de turno. Sin embargo es-tos gobernantes no fueron mencionados meramente para la inocente ubicación cronológica de los oyentes. En ellos (c) hay una intención explícita de subrayarlos como cómplices y responsables de la muerte de Jesús.

Todos los ejemplos que tenemos son espejo del relato de las primeras comuni-dades, que no vacilaron en señalar la muerte de Jesús como resumen de la con-

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fabulación de los poderes comúnmente conocidos por sus contemporáneos: religioso, político y económico.12

Así, Justino Mártir (siglo ii) tiene sufi ciente sensibilidad analítica para mostrar la complicidad entre el procurador romano y los compatriotas de Jesús, afi rmando que “fue crucifi cado por [su]13 gente bajo Poncio Pilato”.14 Tertuliano, teólogo y abogado norafricano de inicios del siglo iii, también imputa al imperio romano.15 El grado de importancia que revisten estos testimonios no radica en la clásica y feliz suposición de la construcción “comunitaria” de la dogmática,16 ni en su ubi-cación cronológica, sino en que su difusión proponía consecuencias prácticas para los oyentes. Si se quiere, estos credos son una ética de las comunidades cristianas antiguas.17

Es interesante notar que casi todos los escritores que acabo de mencionar se hallaron muy cerca de la persecución y de los perseguidos. Ignacio murió bajo acusación de las autoridades romanas, igual que su amigo el obispo Policarpo de Esmirna, ambos bajo el imperio de los Antoninos; y por la misma razón tam-bién Justino sufrió el martirio. Tertuliano estuvo cerca de la muerte de catecúme-

12 “En esta ciudad se unieron tanto Herodes como Poncio Pilato, juntamente con los gentiles

y los pueblos de Israel, contra tu santo siervo Jesús” Hch 4.27.13 Aquí debemos tomar en cuenta que Justino está dirigiendo esta frase como acusación

contra Trifón, un judío, y que debe ser leída polémicamente de modo que la frase original diga

“por tu gente”. Sin embargo, a pesar de que la frase parece desconectar a Jesús del resto de

su pueblo, lo que hace es señalar a Trifón la responsabilidad social de la muerte de Jesús.14 Justino, Dial. 85.2, en J. N. D. Kelly, Primitivos credos cristianos, Salamanca, Secretariado Trinitario, 1980, p.97.15 Tertuliano, De virginibus velandis, 1. En Kelly, op.cit. p.109.16 En cambio, los credos responden más a la defi nición de unos pocos especialistas que

vivían —como aún sucede el día de hoy— de su trabajo como profesionales de la teología, y

en ese caso preciso a expensas de las estructuras eclesiales. Bien quisiéramos poder hablar

felizmente de una construcción social de las conclusiones cristológicas, pero seríamos dema-

siado ingenuos si no consideráramos las violentas tensiones ocurridas en el siglo IV durante la

cooptación del cristianismo por el Estado.17 En cuanto los credos usaron el término epí (para las versiones griegas) o sub (para las latinas) con el propósito de traducir “bajo [el nombre propio del gobernante]”, notamos que usaron una construcción topo-sociológica, ubicándose en un nivel por debajo de la pirámide política. Este era el uso natural del mismo modo que nuestra actual formación humanista occidental usaría “durante”, pero no “bajo”.

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nos jóvenes denunciados por sus vecinos, y por ser cristianos confesantes bajo Septimio Severo.18

Hasta el símbolo apostólico en la versión de Cirilo de Jerusalén (siglo IV), los cre-dos contenían algún aditivo político.19 Pero a partir de Eusebio de Cesarea, amigo de Constantino (primera mitad del siglo IV), estas menciones a los gobernantes desaparecen para conformar un nuevo tipo de símbolo cuyo propósito era refl e-jar conclusiones cristológicas de alto vuelo. A partir del concilio de Nicea las refe-rencias al sufrimiento de Cristo sólo ocurrirán en el ámbito del discurso, pero sin correlato histórico, es decir sin un “dónde” ni un “cuándo” ni un “quién”. Mientras los credos catequéticos delatan nombres de responsables, después del 325 dC los símbolos ofi ciales (e.g. Nicea, Efeso, Calcedonia)20 ya no volverán a contener en ningún artículo esas referencias históricas al compromiso de las estructuras en la muerte de Jesús. En la discusión teológica sin riesgos políticos, Jesús es privatizado como el “Cristo pantocrátor” (“todopoderoso”) llevando a desapare-cer la fi gura del “Buen Pastor”, aquel icono de la era marginal del cristianismo que estaba abierto a la libre identifi cación con el pueblo.

Era claro que esto sucediera ya que la Iglesia no tenía el menor interés en recor-dar a sus interlocutores que el Estado imperial en el que se encontraba subsumi-da era el mismo que había aniquilado a Jesús y a miles de sus seguidores.

El esfuerzo deshistorizador ocurre hoy cuando los relatos de la vida de Jesús son leídos con talante meramente espiritual, cuando en realidad encierran una tre-menda lucha antihegemónica. Por ejemplo, pasar por alto las frases de los fun-cionarios judíos contemporáneos a Jesús es un ejemplo de esa deshistorización. Las afi rmaciones de los sacerdotes dejan claro el problema que Jesús suscitaba: “Si le dejamos seguir así, todos van a creer en Él, y los romanos vendrán y nos quitarán nuestro lugar y nuestra nación. Pero uno de ellos, Caifás, que era sumo sacerdote ese año, les dijo: ‘vosotros no sabéis nada, ni tenéis en cuenta que os es más conveniente que un hombre muera por el pueblo, y no que toda la nación

18 Se atribuye a Tertuliano la crónica del martirio de Perpetua y Felicitas, una noble romana y una esclava jóvenes.19 Ver el símbolo apostólico en la forma oriental de Cirilo, en Kelly, op.cit., pp.52-53.20 Como excepción, el símbolo niceno-constantinopolitano (381), que en su versión griega

efectivamente menciona a Pilato.

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perezca’” (Jn 11.48-50). Sin embargo, esa frase suele ser preferentemente espiri-tualizada como un dicho de anunciación de la crucifi xión.

Es por este tipo de ejercicio invisibilizador de las estructuras por lo que la memo-ria se torna de vital importancia.

La singularidad de Jesucristo como paradigma de los “eructados”En este punto, volvemos a la pregunta inicial de Borges “¿de qué puede servirme que aquel hombre haya sufrido, si yo sufro ahora?”. Es decir, ¿qué es lo singular en la vida de Jesús para que nos represente? Esa pregunta reviste gran impor-tancia, porque en términos de su relación con el contexto Jesús no tuvo ningún privilegio. Thurman preguntaría:

[…] ¿por qué es diferente de muchos otros en la misma posición? Cual-quier explicación de Jesús en términos de psicología, economía, religión y cosas semejantes, deberían inevitablemente explicar también a sus contemporáneos. Esto puede decirnos por qué Jesús era una clase par-ticular de judío, pero no por qué otros judíos no fueron como Jesús. […] aquello que lo hace más signifi cativo no es la forma en que se parecía a sus vecinos, sino la forma en que él se diferenciaba del resto de ellos. Jesús heredó los mismos rasgos que innumerables judíos de su tiempo; […] no obstante él fue Jesús, y los otros no.21

Creo que la respuesta se encuentra en el compromiso que Jesús tomó con la causa de la justicia en el marco de su propio pueblo. Jesús quería a las personas, pero desconfi aba de las estructuras, razón por la cual se dedicó a cuestionar la autoridad pedagógica de cualquier poder que sojuzgara la vida. Le enseñó a la gente a sospechar de los que mandan hacer pero no hacen, de los que preten-den ser llamados “padres”, “maestros”, “preceptores” (Mt 23.1-9), porque esa era la gente que se comía al pueblo como carne de la olla (Miqueas 3.3). Thurman vuelve a decir que Jesús “sabía que los objetivos de la religión como él los enten-día nunca podrían ser trabajados a partir del orden establecido”.22

21 Thurman, op.cit., p.19.22 Ibid., p.35.

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Entonces el proyecto de Jesús se construyó en primer lugar sobre su propia creencia de que tenía a su favor un recurso que era sufi ciente para empujar hasta el fi nal, a saber, Dios de su parte. Al leer en la sinagoga de Capernaúm “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para proclamar la buena noticia a los pobres”, abrió para los “regurgitados” de la sociedad una oportunidad de gritar a los cuatro vientos su dignidad humana, razón por la cual su muerte es aceptada por los mismos descastados como propia.

Las personas, entonces, asocian su vida a la de Jesús porque Jesús se asoció primero al dolor de ellas. ¿Cómo es el Jesús de los cartoneros, de las madres del dolor, de los hijos, madres y abuelas de Plaza de Mayo, de los chicos de la calle? ¿Cómo es el Jesús de los inmigrantes, de las mujeres, de los chicos y de los viejos? ¿Cómo es el Jesús de las putas y los travestis?

Presiento que siempre es Jesús de Nazaret muerto por las estructuras pero re-sucitado por Dios al tercer día.

Preguntas fi nales para la discusión grupalDesde el comienzo se nos han presentado múltiples preguntas sobre la identifi -cación entre Jesús y la gente. Dejo unas cuantas más para seguir rumiando.

¿Cómo se confi gura la imagen particular de Jesucristo? ¿Deben tomar parte en esa tarea las iglesias, el gobierno, los medios, la sociedad? ¿Ese Jesús debe ser confi gurado únicamente por los interesados, o debe serlo junto con otros y otras a su alrededor?

¿Como se asocia el contexto imperial contemporáneo de Jesús con el terroris-mo de estado, expresado tanto en asesinatos como en el abandono de los indi-viduos por los que debía velar?

¿Quiénes son hoy los otros crucifi cados de los que Jesús puede ser entendido aquí como su prototipo?

¿Existe alguna diferencia entre la dinámica de las estructuras perversas cuando se trata de víctimas que son exhibidas y aquella que se pone en juego cuando las víctimas “desaparecen”?

¿Qué papel se le exige a la religión para que esas dinámicas eclosionen en de-nuncias?

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¿Qué prácticas son las que proveen la fuerza necesaria para confrontar al

opresor, incluso hasta empujarlo al cambio?

¿Es viable que esas prácticas de resistencia se expresen de forma no-violenta?

Guillermo Steinfeld, master en teología por el SITB y doctorando en teología por el IU ISEDET. Decano del Centro de Estudios Teológicos Interdisciplinarios (CETI) de la Fundación Kairós y Secretario Ejecutivo de la Asociación de Seminarios e Instituciones Teológicas (ASIT) del Cono Sur.

e-mail: [email protected]

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Sobre perder el miedo a la l ibertad. Algunas conclusiones abiertas

Sobre perder el miedo a la libertadNicolás Panotto

Algunas conclusiones abiertasEl abordaje de las experiencias en torno a la comprensión del poder y su ejerci-cio es ya parte de la misma historia humana. Desde tiempos inmemorables la historia transcurre a través de las luchas por el control con la puesta en marcha de maquinarias de violencia cuyo objetivo es la destrucción de los supuestos “enemigos”, oponentes a la autoridad establecida. Contrariamente a lo que de-searíamos, estos sistemas hegemónicos de violencia se han ido fortaleciendo con el paso del tiempo.

El panorama no cambia demasiado al ver la historia de la iglesia cristiana. Ya en los textos bíblicos vemos las dinámicas por el control del poder entre quienes desearon mantener la tradición judía y quienes buscaron abrirse al mundo helé-nico; o las diferencias marcadas entre las comunidades situadas en los centros urbanos y aquellas situadas en la periferia rural. Al transcurrir los siglos, los con-fl ictos se fueron agudizando. Recordemos el paulatino pero fi rme amalgamiento de la iglesia con las estructuras jerárquicas socio-políticas del imperio romano durante la Edad Media, el papel central del protestantismo en la creación del es-píritu del capitalismo feroz y deshumanizante, el apoyo de la iglesia a los grandes totalitarismos y a las dictaduras del siglo XX, entre muchos otros sucesos que podríamos mencionar.

Pero así como vemos en la historia el protagonismo de estructuras de poder absoluto, de liderazgos hegemónicos y de la violencia de la persecución, tam-bién nos encontramos con espacios de lucha por la libertad, con gérmenes de esperanza, con hombres, mujeres y comunidades que se oponen a las estructu-ras opresoras. Estos espacios no siempre representan puestas en batalla con-cientes y organizadas sino vivencias cotidianas, experiencias de vida e intentos ambiguos y lentos pero fi rmes y constantes de crear algo distinto, algo nuevo.

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Para adentrarse en este tema, no es necesario retrotraerse a los grandes suce-sos de la historia. Miremos a nuestro alrededor, a las dinámicas que se gestan en nuestras mismas comunidades, a los tipos de liderazgo y a las estructuras institucionales que se construyen en las iglesias. Es allí donde vemos como sello indeleble los entrecruces, las dinámicas y los (des)encuentros respecto a la vio-lencia de las formas totalitarias y a la supresión de las subjetividades.

Esto fue lo que intentamos poner sobre la mesa a través de las ponencias, y del espacio fraterno de diálogo y refl exión. Primeramente, ver dónde estamos parados. Noemí Melgarejo nos guió a ver que las estructuras institucionales de las comunidades eclesiales, las cuales muchas veces no analizamos con profun-didad, se construyen de maneras mucho más complejas de lo que pensamos. En ellas se gestan toda una serie de mecanismos concientes e inconcientes que legitiman el control de ciertos grupos sobre otros y moldean las conciencias de forma muy subrepticia pero en forma profunda. Desde este punto de partida, Marina Bueno abordó las dinámicas institucionales en relación a la negación y la proyección de los y las sujetos que la componen, llevándonos a pensar en clave comunitaria dentro y fuera de estos mecanismos.

Pasando a un plano estrictamente teológico, Nicolás Panotto nos llevó a refl exio-nar sobre las maneras en que se crean los discursos teológicos en las comuni-dades eclesiales, y cómo ellos, por un lado, encapsulan los poderes y por otro abren las vivencias de quienes componen la iglesia. Por último, Guillermo Stein-feld realizó un estudio sobre aquellas pistas cristológicas que paradójicamente han servido, por un lado, a la hegemonía (eclesial y socio-política), y por el otro, a las memorias de las comunidades cristianas que profundizaron la resistencia y la creación de una imagen cristológica liberadora.

En el marco de la conferencia, luego de las exposiciones, se abrieron espacios de refl exión, debate y opinión. Fue muy interesante y enriquecedor rumiar sobre ellas junto con todos y todas los presentes, como también observar las reaccio-nes suscitadas y las perspectivas puestas sobre la mesa. Como suele suceder con el abordaje de temáticas como éstas, hubo quienes vivieron ese momento como un espacio “catártico” donde compartieron decepciones, experiencias y propuestas frente a sus vivencias con las estructuras de poder social y eclesial vigentes. Por otra parte, hubo también quienes se resistieron a algunas premisas compartidas e intentaron defender aquellos fundamentos que, por arrastre, se

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vieron cuestionados en medio de este revoloteo. ¡Esta fue precisamente la rique-za del encuentro!

La dinámica suscitada no es de extrañar. Así sucede en la vida, y toda persona lo experimenta de esta manera: el temor que se despierta cuando los fundamentos que cada uno y cada una sostiene son puestos a prueba. ¡Y más aún cuando ha-blamos de poder! ¿Por qué? Porque lo dado crea seguridad. La contracara de lo que se presenta como incuestionable es precisamente la amenaza de lo nuevo. Y cuando uno o una nos animamos a cuestionar lo incuestionable sufrimos las consecuencias. Por ello, como dijo el fi lósofo y psicoanalista Eric Fromm, existe miedo a la libertad. Como lo expresara en una de sus obras sobre el tema, “El individuo carece de libertad en la medida en que todavía no ha cortado entera-mente el cordón umbilical que –hablando en sentido fi gurado- lo ata al mundo exterior; pero estos lazos le otorgan a la vez seguridad y el sentimiento de perte-necer a algo y de estar arraigado en alguna parte.”1

La totalidad de estos mecanismos se hunde tan profundamente en las concien-cias que nos lleva a afi rmar la imposibilidad de salir de ella. Más aún: ¡nada existe fuera de ella! Como dicen Adorno y Horkheimer en referencia al nazismo, “La conciencia moral queda sin objeto, dado que en lugar de la responsabilidad del individuo por sí mismo y por los suyos, aparece, aunque sea bajo la vieja etiqueta moral, su rendimiento respecto al aparato”.2 Por ende, todo cuestionamiento a este “aparato” queda fuera de lugar. Hay muchos y muchas que no lo hacen por temor a las consecuencias. Aunque las disfuncionalidades y la inhumanidad de dichos mecanismos sean evidentes, se las trata como simples consecuencias contingentes (“sacrifi cios necesarios”, como vaticinan algunos y algunas).

Como ya hemos argumentado a lo largo de todo este libro, el cuestionamiento es posible. Y no solo posible, sino además necesario. La respuesta se encuentra, precisamente, en la apertura de espacios de libertad cuyas premisas signifi quen la construcción comunitaria, el amor fraterno, la libertad de expresión, la apertura a los otros y a las otras. En palabras de Fromm, “El derecho de expresar nuestros pensamientos, sin embargo, tiene algún signifi cado tan sólo si somos capaces

1 Eric Fromm, El miedo a la libertad, Paidós, Buenos Aires, 1996, p.442 T. W. Adorno y Max Horkheimer, Dialéctica del Iluminismo, Editora Nacional, Madrid, 2002 [1947], p.189

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de tener pensamientos propios; la libertad de la autoridad exterior constituirá una victoria duradera solamente si las condiciones psicológicas íntimas son tales que nos permitan establecer una verdadera individualidad propia.”3 Para plasmar esta realidad de hombres y mujeres en libertad que construyen comunidades, se hace necesario crear las condiciones precisas tanto a nivel eclesial como en todos los niveles de la vivencia diaria.

La propuesta no es reemplazar una estructura por otra, aunque ello sea lo más fácil. Toda estructura tiende a acomodarse al interés de unos pocos y unas po-cas, y los demás (“adherentes”) sólo pueden sumarse silenciosamente. La pro-puesta, aunque desafi ante, es crear dinámicas y espacios de libertad que permi-tan el cuestionamiento permanente de las estructuras dadas, de los discursos fundantes y de las prácticas establecidas, donde la crítica no quede en palabras llevadas por el viento sino en vivencias e intentos explícitos de construir comu-nidad. Por supuesto que todo esto tiene sus riesgos. Más fácil sería “seguir la corriente” o crear un marco con límites bien defi nidos donde nada se salga de nuestras manos. A pesar de esto, en palabras de Horkheimer,

[…] con todos sus defectos, la dudosa democracia es siempre mejor que la dictadura, la cual debiera dar origen a un cambio revolucionario, que, no obstante –hablando en bien de la verdad-, me parece que hoy no existe […] Es mucho más urgente proteger, conservar, extender por donde sea posible la limitada, efímera libertad del individuo, con la con-ciencia de que cada vez se halla más amenazada; es mucho más urgen-te que negarla en forma abstracta o aun que ponerla en peligro mediante acciones inútiles.4

Por todo lo dicho, creemos y afi rmamos la necesidad de las siguientes pistas de trabajo y refl exión:

Revisión de las dinámicas institucionales1. . Ha quedado claro a lo largo del escrito que no pretendemos la anulación total de las formas institucionales. En realidad, eso sería imposible de imaginar. Las dinámicas sociales y huma-nas se mueven dentro (y fuera) de estructuras y marcos institucionalizados, sea en lo micro o en lo macro. La propuesta, más bien, sería poner en conti-

3 Eric Fromm, op. cit., p.232. Cursiva original.4 Max Horkheimer, Teoría crítica, Amorrortu editores, Buenos Aires-Madrid, 2003 [1968], p.12

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nua evaluación aquellas funciones, metodologías y estructuras instituciona-les que rigen las comunidades eclesiales y sociales en general, frente a los principios de comunitariedad y subjetivización (el saber-hacer-ahí-con que propone Marina Bueno).

Creación de espacios alternativos2. . Lutero dijo: “No nos hemos separado no-sotros de la Iglesia; es ella la que se ha separado de nosotros”. Esta frase, a simple vista, presenta una lógica tal vez no muy feliz. Pero la realidad es que se hace difícil ver los quiebres y las coyunturas dentro de las dinámicas intracomunitarias desde otro punto de vista. Por ello, creemos que el paso correcto es ser realistas y concientes de dichos cuestionamientos (teológi-cos, discursivos, prácticos, etc.), que en su gran mayoría son necesarios y hasta inevitables. Por esta razón, se requiere de la creación de espacios de libertad, de diálogo y de catarsis donde los cristianos y las cristianas pue-dan volcar sus intereses y preocupaciones respecto de la iglesia y de la so-ciedad en general. El error no se encuentra en la crítica en sí misma, sean cuales fueran sus formas y contenidos, sino en la inexistencia de espacios de diálogo y la “satanización” del cuestionamiento. Alentamos al ejercicio de la autocrítica intracomunitaria en las iglesias, como también a la apertura de espacios alternativos (si lo anterior no fuera posible por todos los factores ya mencionados), sobre los que se construyan prácticas de espiritualidad, acompañamiento pastoral y refl exión teológica frente a los discursos y las prácticas establecidas.

Reactualización de los ejercicios simbólicos3. . Como hemos visto, tanto el contenido discursivo del quehacer teológico hegemónico como su episte-mología llevan en sí las marcas opresoras del poder. Por esta razón se re-quiere como expuso Guillermo Steinfeld, cuestionar y poner bajo sospecha todos los discursos, hasta los más elementales (como en la cristología para el cristianismo) con el propósito de abrir nuevos horizontes hacia espacios humanizantes que impulsen a una práctica (política, espiritual, cotidiana, teo-lógica) comprometida con el prójimo. Por otra parte, se necesita fomentar esa “potencia creativa” característica de todo grupo, como propone Noemí Melgarejo, donde todos y todas quienes componen la comunidad sean pro-tagonistas de su historia, de su quehacer comunitario y de la construcción teológica de su fe.

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