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CRÓNICA DE GUERRA De viaje a la Isla del Muerto Tres días con El Mono Jojoy en el sur del país en medio de la Operación Patriota. Un vistazo a la resistencia de las FARC-EP. Por Gabriel Ángel 1. El ligero brillo de la primera mañana de Octubre anunció con timidez una pequeña tregua en el invierno. Aunque una enorme mancha gris se extendía por encima de las copas de los árboles e impedía percibir cualquier coloración azul en el cielo, la selva tenía un aspecto menos húmedo, un tanto más luminoso y vivo que los días anteriores. Los guerrilleros, mujeres y hombres jóvenes vestidos todos con uniformes de tela camuflada, terminaron de acomodar sus equipos y demás bagaje en las tarimas sobrepuestas en el suelo de las lanchas, y luego, siguiendo siempre las instrucciones de motoristas y ayudantes, se acomodaron en forma ordenada en los lugares asignados, conservando los fusiles entre sus manos con las trompetillas hacia lo alto. Una vez listos, se escuchó el rugido de los motores al encenderse y en pocos segundos, mientras el vaho negruzco arrojado por los mismos comenzaba a esparcirse y ascender con pereza, las tres embarcaciones se fueron alejando una tras otra del improvisado puerto. Un día antes se había desplazado el primer grupo. Los mismos botes de láminas blancas que ahora zarpaban con el segundo, también volverían río arriba, a la madrugada del día siguiente, por el tercero y último. A la vanguardia de las lanchas navegaba la más pequeña de ellas, con apenas una docena de guerrilleros a bordo. Las dos que la seguían, de tamaño mayor, transportaban cada una algo más de medio centenar, y por eso su marcha se hacía un tanto más lenta. La corriente no era muy ancha, pero descendía con fuerza, y contribuía a hacer más ligero el desplazamiento aguas abajo. Tras un breve trayecto, las embarcaciones se asomaron de manera sorpresiva al río, y sus ocupantes sintieron de inmediato que los absorbía un magnífico espacio iluminado. Hasta allí, habían viajado cubiertos por la manigua. En el anchuroso curso del río la selva quedaba más distante, y una sensación de desacostumbrada exposición asaltó el ánimo de los viajeros. No sería difícil para un atento observador aéreo descubrir las lanchas. De hecho, al abordarlas, los guerrilleros habían recibido instrucciones precisas acerca de qué hacer en caso de ser atacados por la aviación enemiga. En ese momento aquello no dejaba de percibirse como una remota posibilidad. Pero otra cosa era salir al río. Una avioneta de exploración o una patrulla de helicópteros descubrirían sin mayor dificultad cualquier embarcación. Para despertar preocupación,

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CRÓNICA DE GUERRA

De viaje a la Isla del Muerto

Tres días con El Mono Jojoy en el sur del país en medio de la Operación Patriota. Un vistazo a la

resistencia de las FARC-EP.

Por Gabriel Ángel

1.

El ligero brillo de la primera mañana de Octubre anunció con timidez una pequeña tregua en

el invierno. Aunque una enorme mancha gris se extendía por encima de las copas de los

árboles e impedía percibir cualquier coloración azul en el cielo, la selva tenía un aspecto

menos húmedo, un tanto más luminoso y vivo que los días anteriores. Los guerrilleros,

mujeres y hombres jóvenes vestidos todos con uniformes de tela camuflada, terminaron de

acomodar sus equipos y demás bagaje en las tarimas sobrepuestas en el suelo de las lanchas, y

luego, siguiendo siempre las instrucciones de motoristas y ayudantes, se acomodaron en

forma ordenada en los lugares asignados, conservando los fusiles entre sus manos con las

trompetillas hacia lo alto. Una vez listos, se escuchó el rugido de los motores al encenderse y

en pocos segundos, mientras el vaho negruzco arrojado por los mismos comenzaba a

esparcirse y ascender con pereza, las tres embarcaciones se fueron alejando una tras otra del

improvisado puerto.

Un día antes se había desplazado el primer grupo. Los mismos botes de láminas blancas que

ahora zarpaban con el segundo, también volverían río arriba, a la madrugada del día

siguiente, por el tercero y último. A la vanguardia de las lanchas navegaba la más pequeña de

ellas, con apenas una docena de guerrilleros a bordo. Las dos que la seguían, de tamaño

mayor, transportaban cada una algo más de medio centenar, y por eso su marcha se hacía un

tanto más lenta. La corriente no era muy ancha, pero descendía con fuerza, y contribuía a

hacer más ligero el desplazamiento aguas abajo. Tras un breve trayecto, las embarcaciones se

asomaron de manera sorpresiva al río, y sus ocupantes sintieron de inmediato que los

absorbía un magnífico espacio iluminado. Hasta allí, habían viajado cubiertos por la manigua.

En el anchuroso curso del río la selva quedaba más distante, y una sensación de

desacostumbrada exposición asaltó el ánimo de los viajeros. No sería difícil para un atento

observador aéreo descubrir las lanchas. De hecho, al abordarlas, los guerrilleros habían

recibido instrucciones precisas acerca de qué hacer en caso de ser atacados por la aviación

enemiga. En ese momento aquello no dejaba de percibirse como una remota posibilidad. Pero

otra cosa era salir al río. Una avioneta de exploración o una patrulla de helicópteros

descubrirían sin mayor dificultad cualquier embarcación. Para despertar preocupación,

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bastaba con imaginar cómo se verían desde arriba los chorros blanquecinos de espuma

dejados tras de sí por los motores.

Con expresión precavida, los rostros de algunos guerrilleros inspeccionaban en el firmamento

el movimiento de cualquier cosa parecida a una aeronave. Un ametrallamiento o un

bombardeo en medio de este mar de agua deben ponerlo a uno en apuros, comentó en voz baja

Patricia a Daniel, el guerrillero que viajaba sentado a su lado. Así es, respondió él. Pero no hay

que olvidar que Colombia es muy grande. Por muchos aparatos que tengan explorando, jamás

lograrían cubrir tanta extensión. Patricia volvió los ojos hacia el grupo de guerrilleros que

viajaban en la parte trasera del bote. Portaban la ametralladora, y junto a varios fusiles,

conformaban el grupo de reacción inmediata en caso de aparición del enemigo. Enseguida

sentenció con voz más tranquila, Lo importante es contar con tiempo suficiente para arrimar a

una orilla. Se les perdería de vista bajo la maleza, y se podrá saltar a tierra si es necesario. Su

interlocutor asintió al tiempo que afirmaba de buen humor, Claro, lo mejor es que no aparezca

nada. De todas esas carreras no deja de lamentarse algo. Los dos rieron animados durante unos

instantes.

El cauce del río semejaba una larga serpiente reptando perezosa en dirección sureste. Sus

vueltas y revueltas, sin embargo, despistaban con facilidad a quien quisiera adivinar su

verdadera dirección. Unas veces se tenía enfrente al sol, que brillaba de manera tenue detrás

de una cortina de nubes, pero más adelante el leve resplandor se localizaba a la derecha o a la

izquierda, incluso a la espalda. De vez en cuando, Nelly, una guerrillera de cuerpo menudo y

ojos intensamente negros, que viajaba sentada cerca de Patricia y Daniel, extraía de uno de los

bolsillos de su pechera un Garmin, que observaba y manipulaba con detenimiento. Luego se

volvía hacia ellos y les mostraba la pequeña pantalla. Allí podía verse la línea exacta del

recorrido que hacían, así como la distancia avanzada y la velocidad de la marcha. El diminuto

mapa plano contenía también el dibujo del río, pero su curso no coincidía con el que iba

señalando la ruta de la nave. Entonces Nelly explicaba con evidente inconformidad, Por eso es

que uno no puede fiarse de los mapas. La mayoría de ellos tienen mal ubicados los lugares y las

aguas. Marcando uno mismo los recorridos, puede tener cartas verdaderas. Lo más sorprendente

es que esos mapas los elaboran cartógrafos profesionales del Instituto Geográfico, se supone que

con base en fotografías aéreas y ubicación por coordenadas. ¡Lo que son es una partida de

chambones! Sus razones eran sin duda instructivas, pero la forma de exponerlas resultaba

graciosa para sus compañeros que reían divertidos al oírla. En cuanto daba la espalda y volvía

a su lugar, no faltaba quien le hiciera a Daniel alguna observación sobre ella: ¡La camarada

Nelly es tan conflictiva, que pelea hasta con el Agustín Codazzi!

El río se abría paso con opulencia por entre una inmensa y espesa selva llana. De trecho en

trecho, la espesura dejaba adivinar la existencia de grandes lagunas en las inmediaciones de

sus orillas. Se sabía que estaban allí porque detrás de la jungla se percibían enormes vacíos,

como de potreros inexistentes. Alguien comentó que en ellas podía hallarse pesca en

abundancia, Lástima que no podamos pescar ahora. Cuando venga el verano, la mayoría de los

peces morirá. La grave coloración ocre de las aguas correspondía con exactitud a la atmósfera

sombría de la temporada invernal, que no disminuía para nada pese a la paulatina claridad

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que adquiría el firmamento con el transcurrir de la mañana. A eso de las siete, una lancha

rápida alcanzó y sobrepasó a gran velocidad la canoa de vanguardia. Los guerrilleros, que

mantuvieron la vista clavada en ella durante su rápida aparición, exclamaron con entusiasmo

y casi en coro al reconocer su principal ocupante, ¡El Mono!

En efecto, con las manos en el timón y los ojos clavados hacia adelante, Jorge Suárez Briceño

en persona conducía la veloz embarcación. Su piel blanca y el escaso cabello que lucía en la

cabeza, resaltaban sobre su corpulenta humanidad. A su lado viajaba sentado Diomedes, su

inseparable asistente, destellando sus enormes ojos verdes que le habían ganado el apodo de

El Gato. Dos muchachas completaban el cupo de la lancha. El Mono y sus acompañantes

sonrieron con simpatía y agitaron sus manos en gesto de adiós, hasta que el deslizador se fue

perdiendo a la distancia dejando tras de sí una poderosa estela de espumas brillantes. Bueno,

ya se nos adelantó el Camarada, pueda ser que no vaya a pasarle nada, murmuró Patricia

procurando que Daniel la escuchara. Éste, animado también por la reciente visión, le

respondió con tono optimista, Es un gran capitán. Basta con ver la seguridad con que conduce

su nave, para saber que nunca va a pasarle nada.

Una hora más tarde, el hambre comenzaba a acosar a los viajantes. Algunos se dirigían hacia

Harold, un moreno alto con aspecto de jugador profesional de baloncesto, y le lanzaban una

que otra pulla. ¡Ey, ecónomo! Ya va siendo hora del refrigerio de la mañana. Acuérdese que el

desayuno de hoy estuvo más temprano que los otros días. ¿No traerá unos panes por ahí para

repartir? ¡Ecónomo! Aunque sea unos confites o unos pedacitos de panela. ¡Ecónomo! ¿Qué

espera para sacar el queso que trae escondido? La muchachada reía divertida. Acosado en

exceso, Harold terminó por prometer que a la primera parada prepararían un refresco con

azúcar y avena, y que repartiría unos panes que llevaba en una bolsa plástica. La misma

porción estaba prevista para cada una de las lanchas. A mí no van a poder acusarme de

negligencia, hermano, pero todo tiene su horario, esperen un poco. Al cabo de un rato la presión

comenzó sobre el motorista. Algunas muchachas y varios hombres fueron expresando su

deseo de aliviar necesidades físicas. Ya era bueno pensar en una parada. El motorista se

defendía diciendo que él no se mandaba solo. Por fin el mando dio la orden de atracar. Todos

buscaron con los ojos un sitio apropiado que sólo apareció varias curvas adelante. Cuando la

proa de la nave tocó tierra, fueron saltando con alguna dificultad de uno en uno. La fría brisa

del río los estaba entumeciendo sin que lo notaran.

En el momento en que la lancha se alejaba de la orilla, después de que sus ocupantes liberaron

sus urgencias físicas, tomaron el refrigerio y descansaron, aparecieron a la vista las dos

embarcaciones que los seguían. El lugar también debió parecerles indicado, porque tras

disminuir su velocidad, comenzaron a aproximarse con evidente intención de detenerse.

Entre los que partían y los que llegaban sólo se presentó desde lejos un cruce de ruidosos

saludos verbales, acompañados con gestos familiares de brazos y manos. Minutos más

adelante, la monotonía del paisaje y la aburrida persistencia del ronco sonido del motor

comenzaron a descargar sobre todos una pesada somnolencia. Algunos intentaban

desprenderse de ella, conversando en voz alta y animada, rememorando episodios de su vida

guerrillera y hasta de épocas anteriores. Sin embargo, superado el interés inicial, las voces se

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apagaban de manera paulatina hasta terminar convertidas en ocasionales murmullos. El

trayecto se revestía entonces de largos silencios, que se interrumpían de vez en cuando, sólo

para volver a acentuarse de manera más profunda y prolongada. Los fugaces patos negros y

otras aves pescadoras, así como alguna bandada de gallinazos que volaban muy alto, o el

brinco ocasional de grandes y ágiles peces sobre la superficie del agua, terminaron por perder

el mínimo interés y nadie quería hablar acerca de ellos. Así, hundidos entre los síntomas del

tedio y la fatiga, escucharon anunciar que había llegado la hora del almuerzo. Cada uno lo

llevaba a mano, empacado en bolsas plásticas desde su repartición en la madrugada. Después

del mediodía fue necesario hacer otra parada para que la gente bajara a tierra a orinar.

Comenzada la tarde, un letargo reinaba sin dificultad sobre todos los guerrilleros.

La situación vino a cambiar una hora después, cuando el motorista giró con destreza la canoa,

y se aprestó a ascender por las bocas de un espacioso afluente que caía al río por su margen

derecha. El interés que se despertó fue general. Las nuevas aguas estaban represadas hasta

bastante arriba, de manera que tenían inundada una gran extensión a ambos lados de sus

orillas. Aguas pardas corrientes y dormidas, selva verde húmeda y un vasto cielo plomizo

conformaban el triste escenario de los alrededores. En él penetraban los guerrilleros,

indagando con Nelly su posición aproximada. Ella, con el Garmin en la mano, volvía a discutir,

Aguas abajo estamos a más de cuarenta kilómetros de donde salimos esta mañana. Lo que no

puedo precisar es cuáles son las aguas por las que subimos ahora. Si miran en el mapa la huella

de nuestro recorrido, notarán que las bocas de este afluente no coinciden ni con el río ni con las

del caño más próximo. ¿Ven lo que les digo? ¡Estas cartas están mal elaboradas! Sus irritados

argumentos acrecentaban, sin querer, la sensación general de incertidumbre. Los guerrilleros

sentían que se colaban en las entrañas mismas de la selva virgen, y que además, por obra del

invierno, casi toda ella estaba anegada. No parece muy difícil atollarse entre todos estos

pantanos, afirmó Patricia con cierta alarma. Confiemos en los viejos, le respondió Daniel, ellos

saben muy bien lo que hacen.

Como si se tratara de la confirmación oportuna de estas palabras, justo en ese momento, la

lancha giró alrededor de un barranco, y la atención de todos sus ocupantes fue atraída por

varios botes vacíos, que permanecían atados a algunos matorrales de las orillas. Uno de ellos

era el deslizador en que habían visto pasar en la mañana a El Mono. Otro era una canoa

mediana de madera con un motor 40 nuevo fuera de borda. Había dos canoas más con sus

respectivos motores. Antes de que comentaran cualquier cosa al respecto, descubrieron un

pequeño grupo de personas que los observaba desde la parte alta del barranco. Su sorpresa

fue mayúscula cuando reconocieron, de pie y con aire tranquilo, al Comandante Manuel

Marulanda Vélez, vestido de camisa azul claro y pantalón gris, con su gorra camuflada de

visera en alto, su pistola al cinto y su infaltable toalla al hombro, examinando con expresión de

curiosidad a los ocupantes de la lancha que pasaba. A un metro de él se hallaba El Mono,

también de pie, y junto a ellos Fabián Ramírez, con su conocida apariencia de niño inquieto. El

asombro fue general. ¡El Camarada!, alcanzaron a decir algunos en voz alta, antes de que la

fugaz visión desapareciera devorada por la densa manigua.

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Los instantes que siguieron estuvieron colmados por un silencio conmovedor. Las miradas de

Nelly, Patricia, Daniel, Harold y los otros, se cruzaron entre sí en actitud de regocijo por la

inesperada revelación. Habían visto al Camarada Manuel, sabían el lugar exacto en que se

hallaba en ese momento, intuían lo que podía significar su presencia allí al lado de El Mono y

Fabián, pero nadie se atrevió a aventurar una palabra. Marulanda no sólo era el Comandante

en Jefe de las FARC-EP, era una leyenda viva, era el jefe guerrillero más antiguo del mundo, el

héroe invencible de diez mil batallas libradas durante más de medio siglo. El Camarada

Manuel encarnaba al enemigo más odiado y buscado por el imperialismo y las oligarquías en

las más recientes décadas de la historia de Colombia. Era la encarnación real del hombre del

pueblo, del campesino pobre y sencillo que tiene el valor de enfrentar con dignidad a todos los

poderes universales, sin que pudieran derrotarlo jamás. Les gustara o no a los privilegiados, la

verdad era que representaba un ícono, un símbolo para todos los marginados de la tierra. Ese

era el sentimiento que compartían quienes lo acababan de ver. Por eso todos miraron con

asentimiento a Daniel, cuando puso fin al asunto, Pueden quedarse con sus diez millones de

dólares, Presidentes Bush y Uribe, hay cosas que no tienen precio.

Tras recorrer de manera lenta otro trecho aguas arriba, se presentó ante la vista de los

viajeros, sobre la margen derecha, un campamento guerrillero. No cabía duda. Amplios

escalones construidos en el barranco facilitaban el ascenso a la parte alta, y sobre ellos

permanecían de pie varios combatientes de los que habían partido el día anterior. El puerto al

que arrimó la lancha estaba bien cubierto por las ramas de los árboles. En unos cuantos

minutos, los recién llegados, así como sus equipos, remolques, armamentos y bártulos

estuvieron en tierra firme. Desde la orilla hubo que trasladarlo todo arriba, lo cual realizaron

con la ayuda de quienes ya estaban allí. Para los recién llegados fue una novedad reconocer a

varios guerrilleros del Bloque Sur entre el grupo que esperaba. Estaban vestidos con

sudaderas, pero portaban su armamento con aire marcial. Deben ser los guías por aquí,

murmuró Nelly en voz baja.

Aunque pequeño, se trataba de un campamento muy antiguo. Lo revelaban la sequedad de la

madera y el moho blanquecino que cubría las viejas instalaciones. En cuanto llegaron las dos

embarcaciones que venían a la zaga, Albeiro, el mando encargado, procedió a señalar las áreas

correspondientes a las distintas compañías, y de inmediato sus Comandantes asignaron el

espacio a cada una de sus guerrillas y escuadras. Las pocas camas existentes no dieron abasto

para tanto personal, así que hubo que erigir deprisa los sitios para guindar hamacas.

Cumplidas también otras tareas imprescindibles para la permanencia de un grupo tan

numeroso, vinieron el baño general, la relación, la comida y la recogida a dormir. Rodeados

por las primeras sombras de la noche, cuando se estaban acostando cada uno en su hamaca,

Daniel preguntó a Patricia si se había percatado de la llegada de El Mono, a lo que ella

respondió que no, el afán con que había cumplido todas las actividades en las pocas horas que

restaban del día, la había distraído por completo. Tuvo que llegar en alguno de esos motores

que se sintieron arrimar al puerto, dijo él, el tráfico nocturno es imposible, no se puede

alumbrar.

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2.

Esa noche Daniel despertó en tres ocasiones. La primera, cuando sintió el fuerte golpeteo de

las gotas de lluvia sobre la carpa que tenía dispuesta a manera de casa. Tuvo el deseo de

estirar la mano para averiguar la hora en su reloj, pero se dejó vencer por la pesadez que lo

asediaba. Adormilado, apenas se percató del fuerte aguacero que caía, y calculó que no debía

ser muy tarde pues sentía que recién se había acostado. En pocos segundos volvió a caer en un

profundo sueño. La segunda vez lo despertó el frío. No fue de manera instantánea, sino con

una lentitud difícil y angustiosa, como por etapas. Tal vez, en las honduras del sueño, el

subconsciente le avisó del descenso de la temperatura, pero él no quiso creerle. Entonces

volvieron una y otra vez las amonestaciones. Cada vez que a su cerebro llegaba la señal, Daniel

se empecinaba en evadirla negándose a despertar. Sólo quería que lo dejaran dormir, que no

lo interrumpieran. El hielo comenzó entonces a colarse en sus huesos, a producirle calambres,

a presionarlo para que se abrigara. Él, sin embargo, se obstinó en seguir durmiendo. Entonces

el cuerpo reaccionó con una especie de escalofrío, tiritando con desespero y alarma. No tuvo

más remedio que ceder ante la naturaleza. Tras una larga resistencia, tomó al fin la decisión

de despertar por completo y ponerse de pie.

Estaba envuelto en su sábana de la cabeza a los pies. La hizo a un lado, alzó la cola del toldillo

y se sentó para ponerse las botas. Fuera de la hamaca, sintió la brisa helada que soplaba con

suavidad sobre el suelo empapado, y respiró la profusa humedad del ambiente. Ya no llovía,

pero los árboles dejaban escurrir gotas de agua de sus brillantes hojas. Encendió su linterna y

escarbó en su equipo de guerra hasta hallar otro uniforme que extrajo de la bolsa plástica.

Estaba vestido con un uniforme camuflado, pero no vaciló en ponerse el otro encima. Después

se enrolló la toalla en el cuello. Se aprestaba para envolverse de nuevo en la sábana y ocupar

su lugar bajo el toldillo, cuando escuchó removerse a Patricia en la hamaca guindada a un lado

de la suya. ¿Ya llamaron?, le oyó preguntar con voz perezosa. Cuando él le respondió que no,

que se había levantado a ponerse más ropa para vencer el frío, ella le averiguó por la hora.

Daniel miró entonces su reloj. Las dos y quince, respondió. Después se metió en la hamaca,

diciéndose que hasta las cuatro y media faltaban dos horas largas, suficientes para recuperar

el tiempo perdido. Su piel, sus músculos y sus huesos agradecieron el calorcillo que los fue

invadiendo. En pocos minutos Daniel dormía de nuevo, con la misma placidez del comienzo de

la noche.

Vinieron a llamarlo unos minutos antes de las tres. Alguien pronunciaba su nombre en forma

repetida y el resplandor de una linterna recorría su toldillo por fuera. Preguntó qué pasaba.

Que se presente donde el Camarada Jorge, hay reunión, le respondieron. Esta vez no hizo pereza

alguna. Prendió la linterna, se sentó en la hamaca y procedió a arrancarse la segunda muda de

ropa que tenía encima. En pocos minutos se levantó, recogió toldo, hamaca y sábana, dobló el

segundo uniforme y metió todo eso en su equipo. Pensó en que si bien hacía frío, estando de

pie podía enfrentarlo con éxito sin tanta ropa encima. El maldito sabe mortificarlo a uno

cuando se halla acostado, como si lo supiera indefenso, se dijo para sí mismo. Después se dirigió

hacia el área de los sanitarios, de donde regresó tras una larga orinada. Caminó con algo de

vacilación pues desconocía el sitio exacto donde se hallaba la compañía de guardia de El Mono.

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Se vio obligado a preguntarle a un relevante que encontró a su paso. Aleccionado sobre el

camino a seguir se dirigió allá con seguridad. La luz de alguna lámpara blanca terminó por

indicarle el lugar exacto.

El Camarada Jorge estaba sentado al borde de su cama. Apenas lo vio entrar se puso de pie y lo

saludó por su nombre con amable cortesía. No importaba cuántas veces tuviera que ponerse

de pie para estrechar la mano de cada uno de los mandos que iba llegando, siempre lo hacía

con la misma buena voluntad e idéntico respeto. A su lado, sobre una silla plástica, se hallaba

Fabián, quien del mismo modo saludaba también a todos lo que entraban. Daniel tomó asiento

frente a ellos. Varios troncos ubicados en forma paralela semejando una pequeña aula servían

de asiento a los mandos. Para dar tiempo a la llegada de los que aún faltaban, El Mono

preguntó qué noticias habían escuchado por la radio. Uno a uno, los mandos iban dando

cuenta de ellas. A El Mono parecía divertirle acosar a algunos de sus subordinados que no

mostraban inclinación hacia ese tipo de cosas. Como al viejo Petro, por ejemplo, a quien

además censuraba casi a diario por su terquedad y los problemas que ésta le ocasionaba con

sus subalternos. Los demás escuchaban y aprendían.

En el cuerpo de mandos del Bloque Oriental era ya legendaria la modalidad empleada por su

Comandante, para corregir las desviaciones de la línea entre sus hombres. La línea eran las

conclusiones de las Conferencias Nacionales de las FARC y de los plenos de su Estado Mayor

Central, así como las orientaciones emanadas del Secretariado Nacional y demás instancias

superiores. El Mono la emprendía en público, siempre en las reuniones y con el acusado

presente, en un reproche descarnado que avergonzaba a quien lo recibía y servía de

campanazo de alerta para quienes pudieran andar en lo mismo. Esta mañana parecía tener

otras preocupaciones y además se mostraba de muy buen humor. Pasadas las noticias,

comenzó señalando el orden del día para la reunión. En un primer punto, Fabián se encargaría

de informar sobre la situación en el área y la presencia del Ejército. Después se expondría una

actividad inmediata de carácter militar y se trazaría el plan para un desplazamiento previo de

gran parte de los mandos, con el objeto de explorar y preparar el terreno.

Cuando Fabián se aprestaba a iniciar su exposición, se presentó la recepcionista con un termo

grande y varios pocillos, anunciando que traía el café. De manera ordenada y procurando

hacer la menor bulla, termo y pocillos fueron rodando entre los mandos para que se sirvieran

y tomaran el tinto de la mañana. Con su habitual sencillez y claridad, Fabián fue trazando a

grandes rasgos el panorama de la operación enemiga. Desde un comienzo, el Ejército había

elegido a Cartagena del Chairá como base principal de operaciones. Podría decirse que su

propósito era desmantelar la infraestructura principal del Bloque Sur, para lo cual realizaba

un barrido en la selva comprendida entre los ríos Caguán y Yarí, desplegándose en forma

triangular desde un vértice ubicado en el caserío de Peñas Coloradas, en el Caguán, hasta

ocupar las bocas de los caños Lobos y La Riña que caían al Yarí.

En ese empeño llevaba muchos meses, enfrentando sin tregua la férrea resistencia guerrillera.

En sus comienzos, ésta se había llevado a cabo casi al estilo de una guerra regular, con líneas

de combate que impedían el avance enemigo. Estaba claro que las FARC no íbamos a

apegarnos a un terreno, nuestra táctica siempre sería la de guerrillas móviles, pero bien valía

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la pena cobrar un alto precio por la ocupación de algunos viejos campamentos. Por eso la

guerra de trincheras, que sería reemplazada luego por la guerra de comandos. El enemigo no

podía contar con un momento de tranquilidad. Los bombardeos de la fuerza aérea y el

cañoneo constante de la artillería pesada, empleados por la tropa para abrirse paso, carecían

de efectividad ante una guerrilla que hoy estaba aquí y mañana lejos, pero que en cambio

hostigaba y se emboscaba del modo más inesperado ocasionando numerosas bajas.

Por eso el empleo de los helicópteros para descargar tropas en las profundidades de la selva.

Un grupo especializado de soldados era desembarcado desde el aire con la misión de

construir helipuertos. Armados de motosierras, se encargaban de derribar las hectáreas

necesarias de montaña. Después, en la noche, volando a muy baja altura para producir menos

ruido, venían los helicópteros a desembarcar los batallones de la contraguerrilla, que luego

tratarían de sorprender las unidades guerrilleras. Esta modalidad de desembarco, por regla

general, era empleada para misiones específicas, cuando el enemigo creía contar con

información suficiente sobre la presencia de mandos rebeldes importantes y se proponía su

eliminación. Hasta ahora jamás había tenido éxito. Podía suceder que tropezaran con otras

unidades guerrilleras cuya presencia desconocían, o que no hallaran el objetivo perseguido, o

que éste no se dejara sorprender gracias a sus medidas de prevención. En cualquier caso,

emprendían la retirada a marchas forzadas, rumbo a otro helipuerto clandestino, donde los

recogían y trasladaban a su base.

Era evidente que el Ejército temía sobremanera la eventualidad de un golpe significativo

contra él. Instruido del alto número de unidades guerrilleras que podían concentrarse con

rapidez, su táctica se centraba en la movilidad permanente de sus patrullas, integradas

cuando menos por trescientos hombres. Además, ninguna de ellas se desplazaba sola. A cierta

distancia variable, mil o dos mil metros, avanzaban paralelas otro par de patrullas, prestas a

apoyarse de inmediato en caso de ser atacadas. Por eso el frente del avance enemigo estaba

compuesto siempre por varios kilómetros, a la par que sus desplazamientos nunca eran

ejecutados en línea recta, sino mediante el empleo de un sinnúmero de maniobras tendientes

a despistar a quienes lo siguieran o intentaran ubicarlo. Hasta ese momento, los intentos de la

guerrilla por aislar y copar una patrulla, habían fallado. Casi a diario se trenzaban combates

muy fuertes, en los que las compañías guerrilleras lograban ocasionar numerosas bajas, pero

nunca en el número suficiente que impidiera al enemigo ocultarlas.

Las tropas habían penetrado a lugares donde jamás antes habían puesto un pie, incluso a

aquellos donde muchos guerrilleros y mandos habían apostado que no llegarían. Lo que

resultaba reconfortante era que habían sido incapaces de propinar los golpes que pretendían.

La poderosa maquinaria de guerra puesta en movimiento contra las FARC, bajo el pretencioso

nombre de Plan Patriota, había resultado inocua. La guerrilla seguía intacta y combatiéndolos

de un modo que les resultaba desesperante. Así estaban las cosas hasta ahora. Sólo faltaba por

comentar, que la Armada estaba empeñada en simular un control del río Caguán. Para ello se

valía de buques patrulleros, escoltados por las lanchas rápidas denominadas Pirañas, que se

movían entre Cartagena del Chairá y La Tagua, un puesto militar ubicado aguas arriba de las

bocas del Caguán, sobre el río Caquetá. Esas embarcaciones subían y bajaban por el río en

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forma periódica, dispuestas a aniquilar con ráfagas de ametralladoras Punto 50 y M 60 ó

granadas de 40 milímetros, cualquier cosa que les pareciera guerrilla. Unos meses atrás los

guerrilleros habían logrado hundir una de esa Pirañas. Los infantes estaban acostumbrados a

pelear con pequeños comandos, un grupo grande podría sorprenderlos.

La exposición de Fabián terminó con una descripción de los sitios en los que se tenía

conocimiento de la presencia enemiga. Todos al norte, bastante lejanos como para despertar

preocupaciones inmediatas. La mayoría de su auditorio estaba compuesto por mandos del

Bloque Oriental, de los que habían venido con El Mono, aunque también estaban presentes un

par de los mandos del Sur que estaban en el campamento. Para los del Oriental, la relación que

habían escuchado resultaba demasiado familiar, no por los lugares, sino porque su propia

experiencia era muy semejante. Al mismo tiempo que se había dado inicio a la operación

contra el Bloque Sur, el Ejército había comenzado su accionar contra el Oriental, a partir de los

municipios de San Vicente del Caguán y La Macarena, ocupando primero las sabanas del Yarí y

luego las selvas del mismo nombre. Era como si su propósito fuera llegar también hasta el río

Yarí, pero por el flanco opuesto al que avanzaba en el Sur. Se diría que habían calculado

recostar a la guerrilla por una y otra margen contra ese río, pensando darle allí una estocada

final. Una pretensión elaborada sobre el papel, abstraída de la inmensidad del terreno y la

disponibilidad de movimientos al alcance de las FARC.

El plan sobre el que se trabajó enseguida fue muy breve. La idea era golpear con una fuerza

numerosa a la infantería de marina. La inteligencia la tenían elaborada ya los del Sur, quienes

a su vez mantenían una vigilancia constante, las veinticuatro horas del día, sobre los

desplazamientos de las embarcaciones de guerra por los ríos vecinos. Las órdenes emitidas

fueron claras y precisas, puesto que los más mínimos detalles habían sido considerados con

antelación. La cuestión parecía inminente, cosa de pocos días, muchos menos de los que se

podía pensar. El Mono leyó la lista de las compañías que participarían y de los mandos que

iban a estar al frente. Una buena parte no había llegado aún, pero se esperaba que estuvieran

presentes en el curso de ese día o a más tardar al siguiente. La misión debía comenzar con un

reconocimiento previo del terreno. Dos docenas de mandos tendrían a cargo esa tarea, y la

idea era que se esperaran allá la gente, varios centenares de guerrilleros que iban a estar bajo

sus órdenes, y que en máximo dos días estarían con ellos.

Uno de los mandos presentes, Albeiro, después de escuchar con atención la lista de quienes

integrarían la exploración, pidió la palabra para proponer que Nelly fuera incluida en ella. Ella

era una de las encargadas de la labor de inteligencia, con larga experiencia en exploraciones.

Podía resultar muy útil. El Mono lo consideró unos momentos antes de dar su aprobación. La

marcha hasta el río podía llevar de seis a siete horas de camino entre la selva. El

reconocimiento del terreno debía ser efectuado apenas llegaran. No se tenía conocimiento de

presencia enemiga en esa área, pero no podían confiarse. Por ello se previó un plan de

combate en caso de que se toparan en el río con el Ejército o la Infantería de Marina. Había

que enfrentarlos y adoptar ciertas seguridades para el arribo del resto de la gente. En última

instancia, si las circunstancias no daban para el plan elaborado, al menos había que formar

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una pequeña guerra allá, aprovechando que el enemigo sería sorprendido por la presencia tan

numerosa de una guerrilla que no figuraba en sus cuentas.

Sin ninguna dificultad para resolver ese tipo de cosas, El Mono dio solución al conjunto de

inquietudes que surgieron con ocasión de la partida. Encargó a Daniel de recoger las sumas de

dinero que tenían los mandos de las compañías, y resolvió lo relacionado con el presupuesto

de las nuevas unidades que salían a misión. Era bien conocida su habilidad para no dejar

ningún cabo suelto, así como su admirable memoria, que le servía siempre para prever

cualquier contingencia. Los mandos debían prepararse para marchar a eso de las seis de la

mañana. Sin esperar la luz del día y empleando la misma trocha, debía salir hacia el río un

grupo de tres guerrilleros con una misión diferente. Albeiro, quien iba como encargado de la

exploración, recibió el croquis de la zona de interés. Cuando la reunión se dio por terminada,

cada uno volvió a despedirse de El Mono y Fabián con la misma formalidad de su llegada.

3.

Un tendido de hojas de palma servía como tapete para los equipos y las armas de Patricia y

Daniel. Era la manera guerrillera de proteger sus dotaciones del barro producido por las

aguas invernales y la huella de las pisadas. También podía usarse para sentarse en el piso.

Daniel tenía claro que pronto se moverían de ese campamento, pero creía que al menos ese

día y esa noche iban a pasarlos ahí. Por eso tomó la resolución de fabricarse una banca que le

sirviera a ambos para sentarse, sin las molestias de hacerlo en el suelo. Pensó que no habría

mayores dificultades para conseguir en un campamento viejo cuatro horquetas pequeñas, los

travesaños y algunas varas o tallos gruesos de palma. Con el machete en la mano se dispuso a

buscar lo que necesitaba. En el campamento sólo se escuchaba el ronroneo de la planta

eléctrica que la radista había encendido, a objeto de cargar la batería para el radio de

comunicaciones. El pequeño motor, algo destartalado, retumbaba de manera pertinaz y

expelía una buena andanada de humo.

El aire de la mañana inspiraba optimismo, el sol hacía enormes esfuerzos por imponer su

brillo en medio de las nubes grises y no se veían señales próximas de lluvia. El Mono y Fabián

habían salido temprano, Diomedes tampoco se encontraba en el campamento. Como

encargado del personal se encontraba Víctor, segundo de Albeiro en su compañía. Después de

hallar los elementos que buscaba, Daniel se dedicó a clavar las horquetas y precisar su nivel

para la banca. La última de ellas se había enterrado un poco más de lo indicado, así que hacía

esfuerzos por encontrarle el punto justo. En un comienzo no entendió bien lo que le decía

Víctor. Lo vio llegar cerca de él y dirigirle unas palabras agitadas. Todo estaba tan tranquilo

que su exagerada apariencia de alarma parecía fuera de lugar. Entonces Víctor repitió, Hubo

tiros, hace un rato, con los de la exploración que salió a las seis. No fue muy lejos. Hay que

recoger todo y ponerse en primer grado de alistamiento, ¡no hay tiempo que perder! Enseguida

ordenó que apagaran la planta, su ruido no había permitido escuchar nada.

La primera reacción de Daniel fue buscar con la vista a Patricia. La vio llegar apresurada a su

lado y repetir, ¡Los chulos están cerca, emboscaron a la exploración! Sin decir más, los dos se

pusieron a recoger la ropa y las toallas mojadas que habían puesto a secar en una cuerda de

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poliéster. En unos minutos tenían sus equipos listos para echárselos a la espalda y las armas

dispuestas al combate. Víctor llamó a todo el personal a formar en el patio. Allí explicó lo poco

que sabía hasta ahora, Camaradas, todo indica que la exploración de los mandos fue emboscada

por el Ejército. Los de la avanzada ya vinieron a comunicar que escucharon disparos y

explosiones adelante. Dicen que el grupo de mandos tenía una media hora de haber pasado por

ahí. Caño arriba hay una comisión del Sur, vinieron a avisar que otros guerrilleros del 14 que

están en el río, escucharon la balacera y llamaron a preguntar qué pasaba, porque con ninguna

unidad de ellos han sucedido choques. ¡Quién sabe qué habrá pasado con los muchachos!

El ambiente se llenó de tensión. La avanzada dependía de otra compañía que tenía la misión

de cubrir el flanco por el que se iba al río. Los enviados de ella comunicaron que el mando ya

había ordenado reforzarla, y que toda su gente estaba formando una línea para esperar la

aparición del Ejército. Se les envió la razón de que por ningún motivo podían aflojar. Mientras

no fuera evacuado este campamento, había que impedir el paso al enemigo. La preocupación

aumentaba. A la incertidumbre por la suerte de los emboscados, se sumaba la expectativa por

el fuego. Si llegaba a escucharse, significaba que se combatía con la avanzada, a menos de dos

kilómetros de distancia. Eso podía ocasionar la aparición de la aviación enemiga, bombardeos

y ametrallamientos en el área. Y dificultar la evacuación del campamento. Era necesario tener

en cuenta que ninguno de los guerrilleros del Oriental conocía el terreno, del que con certeza

se sabía que estaba en gran parte inundado por las crecientes del río y los caños.

En ese momento estaban ausentes los guerrilleros del sur. Los remolques del camarada Jorge

estaban desorganizados en su caleta, formando un montón sobre la cama. Documentos, libros,

enseres, dinero, parque, equipo. En su conjunto, todo eso formaba un arrume de varias

arrobas de peso, que no podía dejarse caer en manos del Ejército. Los guerrilleros de su

guardia comenzaron a organizarlo con cuidado. Si una salida por tierra era casi impensable en

esas circunstancias, un repliegue por vía acuática resultaba imposible. Y por la más elemental

de las razones. No había ninguna canoa que sirviera siquiera para cruzarse al otro lado del

caño. Pese a las dificultades, se ordenó ir preparándolo todo para la retirada. Unos

guerrilleros fueron encargados de ordenar y empacar la remesa depositada en el economato

general, otros la intendencia. Otros comenzaron a bajarlo todo al puerto. En unos segundos, el

personal en su conjunto adoptó un ritmo febril, que semejaba al de un gigantesco hormiguero

en agitación.

Separados por un pequeño intervalo llegaron dos embarcaciones al puerto. Fue un alivio ver

descender de la primera de ellas a tres muchachos del Sur. Algo así como si de golpe un ser

enceguecido recuperara la visión. Ellos eran conocedores del área, sabían dónde estaban las

lagunas y dónde el terreno firme. Serían los mejores guías si había que cruzarse el caño y

retirarse a pie. Conversando con Víctor, confirmaron haber oído el combate desde donde

estaban. No cabía duda que había tenido lugar con la exploración integrada por los mandos.

En cuanto a una retirada, sí, tenían idea de cuál podría ser la ruta. Pero no sería fácil hacerla,

estaba llena de rebalses, y si un grupo con equipos y armas tendría enormes dificultades, no

querían imaginarse cómo sería la cuestión con la cantidad de remolques que tendrían que

llevar encima y el Ejército atrás acosando. En esas estaban cuando llegó el segundo motor. En

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él venía Diomedes, El Gato. Otro alivio, un mando superior, con atribución para tomar

decisiones importantes.

Enterado de la situación, estuvo de acuerdo con las decisiones adoptadas hasta ese momento.

Inspeccionó la organización de los remolques de El Mono y expresó su satisfacción. Mientras

no sonaran tiros, las cosas no eran para desesperarse. Y si llegaban a sonar, podría enviarse

otro personal a reforzar la línea de combate, o a tender otra más atrás. Tampoco era que la

tropa fuera a llegar en un asalto sorpresivo. Ya habían sido detectados. Unos minutos después

hicieron su entrada al campamento Héctor y Ángel, dos de los mandos que hacían parte de la

exploración. Sus ropas estaban empapadas de sudor, y en su expresión aún se reflejaba el

espanto. Mientras recuperaban el aliento para hablar, les prepararon un agua de refresco que

bebieron con ansiedad. Daniel, Víctor, Patricia y otros los acompañaron a la presencia de El

Gato. Allí, tras una bienvenida fraternal del mando, expusieron con notoria preocupación lo

que había acontecido.

No sabían nada de los demás. Ellos dos marchaban en la retaguardia. Calculaban que el

combate se había producido a unos cuatro o cinco kilómetros de ahí. Relataron que después

de partir, caminaron durante una hora por la trocha y se detuvieron a descansar. La senda no

permitía ir más aprisa. Quizás habían demorado unos quince o veinte minutos reponiendo

fuerzas. No había agua, así que no prepararon nada para beber. Después reanudaron la

marcha. No tenían conciencia exacta del recorrido que alcanzaron a hacer, creían haber

caminado un kilómetro, tal vez menos, cuando escucharon la inesperada balacera en la parte

de adelante. Tras los primeros tiros comenzaron a estallar bombas de M 79 y la ametralladora

M 60 se oyó rugir de modo desesperante. La sorpresa fue descomunal. Nadie se esperaba que

el Ejército pudiera estar emboscado en medio de la selva, rodeado por varias unidades

guerrilleras. Sucedió muy rápido, no todos habían entrado al área de fuego, pero la

desbandada fue general. Los que iban delante de ellos se arrojaron a los lados.

Ellos hicieron varios disparos con sus fusiles hacia el sector de donde procedía el fuego

enemigo, luego retrocedieron unos metros y se atrincheraron tras palos gruesos a esperar. El

tiroteo cerrado y la ruidosa explosión de bombas se prolongaron durante varios minutos.

Luego fueron mermando hasta que todo quedó en silencio. Aguardaron con la esperanza de

que otros de sus compañeros aparecieran también en retirada. Pero fue inútil, nadie se asomó.

Una angustia indescriptible se apoderó de ellos. No se oían gritos ni quejidos, como si no se

hubieran producido heridos. Era imposible que los hubieran matado a todos. Tras vacilar

sobre lo más conveniente, acordaron al fin dar marcha atrás y después de un trayecto

emprendieron la carrera. Cuando volvieron a encontrarse con los de la avanzada, que estaban

ya atrincherados, les comunicaron lo sucedido. Hablaron también con Arcadio, el comandante

de esa compañía, y lo observaron disponer de su gente en el terreno, a fin de asegurarlo más.

Era todo. No se había escuchado más ruido de combates.

Diomedes hizo otras preguntas sobre la ubicación de la avanzada y la compañía de seguridad.

Después les informó que ahí se estaba recogiendo todo para evacuar. En cualquier momento

llegarían las embarcaciones grandes que traían más personal para la acción que se pensaba

realizar. Los que llegaban venían a pelear. Si el plan inicial había fallado, bueno, ahí estaba el

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enemigo más cerca de lo que se había pensado. En esas embarcaciones había que sacar los

remolques de El Mono, su guardia y el personal que tenía otras tareas. Era probable que en los

minutos siguientes comenzaran a aparecer otros de los integrantes de la exploración. Nunca

se moría toda la gente en un combate. A los pocos minutos aparecieron otro par de mandos.

Con aspecto idéntico al de los primeros. Su versión no fue muy distinta. Ellos, en lugar de

retroceder, se habían arrojado al lado izquierdo de la trocha. La balacera y las explosiones

eran intensas, así que en forma instintiva cada uno buscó protegerse del fuego adentrándose

unos metros más en la espesura. Anduvieron extraviados un buen rato, hasta que regresaron a

la trocha pero mucho más atrás.

La reflexión fue igual a la de los dos primeros, ninguno se imaginó que iban a tropezar con el

Ejército antes de llegar al río, se suponía que el terreno estaba asegurado. Además, una hora

antes había partido el grupo de los tres guerrilleros que salieron primero. O el Ejército no

estaba todavía emboscado o los había dejado pasar, porque no se había escuchado un solo

disparo. Enseguida se sobrevinieron las especulaciones de todo orden sobre ese asunto.

Alguno murmuró que tal vez los hubieran capturado vivos, pero la mayoría se inclinó por

rechazar esa posibilidad. Tres guerreros armados no iban a dejarse atrapar por el enemigo sin

quemar un tiro. El grupo se disolvió a terminar de alistarlo todo. Una media hora después se

escuchó el sonido familiar de un motor pesado que venía caño arriba. Diomedes impartió las

instrucciones pertinentes acerca de qué cosas se embarcarían primero y cuál personal sería

evacuado en el primer viaje. Patricia y Daniel hicieron parte de ese grupo. Todos fueron a

traer sus equipos hasta las escalas del puerto.

Para los recién llegados debió parecer extraño encontrar apiñada tanta gente allí, con equipaje

y remolques para embarcar de manera inmediata. Eso sin contar la expresión de inquietud

que observaban dibujada en el rostro. Todos tenían idea de que en los planes estaba salir a

combatir, pero se entendía que iba a ser hacia delante. La impresión que recibieron y casi de

inmediato refrendaron, era que el personal que esperaba iba a echar de nuevo para atrás. Algo

anormal sucedía. En el acalorado bullicio del intercambio de saludos, algunos los pusieron al

corriente. El enemigo estaba cerca y ya había tenido lugar el primer combate. La demora era

evacuar, para que los que quedaran allí salieran a buscarlo y enfrentarlo. La lancha tenía una

buena capacidad. En forma rápida fueron bajados los equipos de los que llegaron y al lado de

los remolques que quedaron a bordo se fue acomodando la nueva carga. Después, subieron los

que partían. Por lo menos unas sesenta unidades fueron encontrando su lugar. Diomedes

instruyó al motorista acerca del punto de destino.

Había que salir de nuevo al río y ascender por él hasta hallar en su margen izquierda un

terreno alto, favorable para desembarcar y ubicarse. No muy lejos de las bocas del caño. En

ese viaje iban dos muchachos del Sur, que conocían muy bien el área y podían ayudar en la

escogencia. Cuando la nave comenzó a deslizarse, los guerrilleros que partían se despedían de

los otros, moviendo sus manos en señal de adiós. Daniel se conmovió mirando los rostros

confiados de estos últimos. Era cierto que al ir alejándose de allí, el peligro inmediato también

quedaba atrás, pero sólo para él y quienes lo acompañaban. Los riesgos los asumían en

cambio esos camaradas que les sonreían desde tierra firme empuñando en las manos sus

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fusiles. ¿A cuántos de ellos veía por última vez? Esa era la guerrilla, una organización de

muchachas y muchachos repletos de alegría, siempre dispuestos a trenzarse a tiros con el

enemigo, a jugarse la vida en desigual combate contra él, con la única esperanza de construir

un sueño de justicia para su pueblo. Patricia, sentada a su lado, lo tomó del brazo, y como si

adivinara sus pensamientos afirmó con una voz afectada por la emoción, Son lindos, ¿verdad?

Sí, le respondió él, y valientes, esa es mucha gente brava.

Al pasar frente al barranco en donde la tarde anterior habían visto al Camarada Manuel con El

Mono y Fabián, Patricia y Daniel buscaron con ansiedad cualquier rastro de su presencia. Pero

sólo observaron la selva tupida. Las canoas tampoco estaban atadas ya a las orillas. Los dos

sonrieron complacidos. El chorro de aguas se hacía más caudaloso a medida que la lancha

bajaba por él. En algunas de sus pronunciadas curvas, eran notables los esfuerzos del

motorista, por evitar que la proa de la nave fuera a enterrarse con violencia en las orillas. A un

corto trecho de las bocas, al tomar una de las curvas, los ojos de Daniel atisbaron otra lancha,

tan grande como la que los llevaba a ellos, cargada también de guerrilleros y ascendiendo

veloz por el caño. Apenas la vio levantó la voz para dar aviso al motorista. Otros gritos de

alarma se unieron al suyo. Unos pocos metros separaban los botes que avanzaban sin remedio

hacia el choque.

Daniel se agarró con fuerza de las correas de uno de los equipos apiñados, al tiempo que le

indicaba a Patricia y a los demás que se sujetaran de lo que pudieran. En el segundo que

precedió a la colisión, distinguió a Efraín, un guerrillero de la Compañía Hernando González,

que venía sentado en la cubierta de la proa de la lancha que subía. Vio su rostro sorprendido a

la espera del golpe y luego lo miró sacudirse e irse de espaldas por la fuerza del impacto. El

ruido sonó seco. Los cascos de las naves se estrellaron de frente. Los muchachos del Sur, que

iban sentados en la proa de la lancha que bajaba, salieron disparados como proyectiles hacia

delante y varios metros más allá cayeron al agua. Tras el choque, las dos embarcaciones

retrocedieron unos metros. Ninguna se montó sobre la otra. Sólo se abrió una grieta

considerable en el casco de la que subía, pero fue fácil concluir que no representaba mayor

peligro pues la rotura quedó muy por encima de la línea de flotación. Los guerrilleros que se

fueron al agua, brotaron a la superficie casi de inmediato, y aunque se veían confusos y

asustados, nadaron con agilidad hacia los botes.

La profundidad del agua debía ser considerable. Ninguno de ellos tenía el fusil en las manos

cuando se produjo el choque, lo cual evitó que se hubieran perdido sus armas. Apenas sus

compañeros los ayudaran a trepar, sus cuerpos y ropas chorreantes de agua se convirtieron

en motivo de diversión para todos. Las consecuencias de la estrellada no habían pasado a

mayores, sobraban las razones para la explosión de alborozo. Entre carcajadas, risas y

aclaraciones, los que descendían les indicaron a los de la otra embarcación que viraran el

rumbo y los siguieran. Ante el inmenso caudal del río, algunos de los ocupantes de ésta, a

manera de precaución, se corrieron atrás para facilitar que la proa se alzara aún más del agua.

Tras un primer intento fallido, los guerrilleros volvieron a detenerse sobre la margen

izquierda del río, inspeccionaron el área y se declararon satisfechos. Las ramas de los árboles

disimulaban una pequeña playa, y un poco más arriba hallaron una planada extensa cubierta

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por selva alta y cerrada. Tras descender todos a tierra y descargar las embarcaciones, los

motoristas se despidieron y partieron de regreso al campamento.

4.

Daniel estuvo conversando durante un buen rato con Efraín. Le había tomado estimación

desde cuando el muchacho le obsequió un retrato de Manuel Marulanda Vélez. Era un retrato

en carboncillo pintado por el caricaturista Calarcá. El Camarada tenía la mano derecha

apoyada en su barbilla, pensativo, en un gesto muy de él. Su valor estaba en que era el original,

tamaño carta. Según le contó Efraín, el retrato estaba en algún periódico mural, en un

campamento abandonado al terminar la zona de despeje. Él lo había tomado con emoción y

conservado como una reliquia durante más de dos años. Pero temía que en los constantes

vaivenes de una compañía de orden público, se viera obligado a dejarlo. Con dolor, veía la

necesidad de desprenderse de él, pero quería dárselo a alguien que lo apreciara de verdad.

Daniel había sido el elegido. Desde entonces, cada vez que se veían, dialogaban con especial

animación. La placentera entrevista llegó a su fin cuando ordenaron que cada unidad se

recogiera a un sector y esperara en silencio.

Como era de esperarse, el recién inaugurado puerto comenzó a hervir de agitación. Varios

motores llegaron a descargar más guerrilla. En uno de ellos, trajeron a un hombre obeso,

cincuentón, de piel morena y cabeza inmensa, a quien ayudaron a poner pie en tierra y luego

condujeron a la parte alta. Con sólo mirarlo, Daniel supo de quien se trataba. Era un médico

que venía a examinar a El Mono. Había escuchado hablar de eso en alguna reunión de los días

anteriores. Lo saludó con cortesía, aunque sin darle a entender que sabía de quién se trataba.

El médico miraba a su alrededor con curiosidad, como si pensara en las extrañas condiciones

en las que se veía obligada a vivir entre el monte la gente que lo rodeaba. Le fue ofrecida una

silla plástica y le explicaron que el Camarada Jorge no tardaría demasiado. Intentaba hablar,

con timidez, de cualquier cosa. Daniel le escuchó mencionar que completaba 10 días desde su

llegada. Casi todos caminando, guiado por guerrilleros, dando grandes rodeos para evitar al

Ejército. Estaba alegre, sentía que su peregrinaje, para su fortuna, había concluido.

Menos de una hora más después, en un veloz deslizador, se presentó por fin El Mono. Risueño,

jovial, saludó uno por uno a todos los que se le aproximaron. Una vez se percató de la

presencia del médico, se acercó a él con afectuosa formalidad y le estrechó sonriente la mano.

Habló un par de minutos con él. Luego hizo traer varias sillas plásticas a un lugar un tanto

apartado, y se sentó a indagar con los presentes sobre lo ocurrido. Con voz alta y franca

confesó en tono sincero para todos, Tuve una falla esta mañana al dar el plan. Preví y orienté

sobre qué hacer en caso de chocar con el enemigo cuando llegaran al río. Pero nunca calculé que

en el camino hacia allá pudiera haber tropa. Claro, me confié en la información que tenía y en la

ubicación de las unidades del Sur. Pero eso no justifica mi descuido, debí haberlo previsto. Pese al

significado que adquirían esas palabras en alguien de su importancia, no se veía deprimido.

Por el contrario, irradiaba optimismo, confianza en la fortuna que reserva el azar a quienes

sueñan y luchan sin desmayo. Tal vez era esa su mejor virtud, contagiar la fe en la victoria, aun

en las peores circunstancias.

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Le mortificaba de manera singular que la mayoría de las víctimas de la emboscada hicieran

parte del cuerpo de mandos. Volvió a investigar con los que regresaron acerca de cómo habían

ocurrido las cosas. Tras escucharlos, se quitó la gorra y se rascó la cabeza. Pero seguía

sonriendo. Preguntó si ya había regresado Beiker. Al oír la confirmación, pidió a Daniel que

trajera un cuaderno para escribir una nota. Cuando estuvo listo, le dictó un mensaje para el

Camarada Manuel. En él lo ponía al tanto de los acontecimientos y suministraba la lista de los

22 desaparecidos con su nombre y rango. Con su habitual ceremonia, puso la firma suya al

final. Después hizo llamar a Beiker a su presencia. Le dio la orden de llevar la nota y regresar

deprisa, pues lo necesitaba para otras tareas urgentes. Luego precisó con Diomedes y

Severiano cuáles serían las compañías que debían quedarse en el campamento evacuado,

cuáles debían ir en busca del Ejército y cuáles las que se quedarían con ellos ahí, mientras

exploraban un sitio con mejores garantías para instalarse unos días, a la espera del giro que

tomaran los sucesos.

A esas alturas ya había pasado de largo el mediodía y comenzaba a hacer sentir sus efectos el

hambre. En almuerzo no se podía pensar, su preparación había quedado interrumpida cuando

se ordenó la retirada. No había nada que hacer, todos lo entendían. Tal vez más tarde, si

decidían esperar ahí la noche, se dispondría preparar algo de comer. Además, a lo lejos se

sentía el ruido de la aviación, en sentido norte, río arriba. Después de todo no era que

estuvieran tan lejos del área donde se libraban los combates entre el Ejército y los guerrilleros

del Bloque Sur. Una cosa era medir una distancia siguiendo las incontables curvas del río, y

otra trazar una línea recta imaginaria de un lugar a otro. La diferencia podía ser hasta de dos

tercios. Por otra parte, las tropas que penetraron por el Bloque Oriental hacia el río Yarí, cada

vez estaban más cerca de éste y había un buen número de compañías esperándolas. Las peleas

podían ser con guerrilleros de cualquiera de los dos Bloques, incluso con los de ambos.

Las horas fueron trascurriendo con premura. La embarcación de Beiker regresaba al puerto

casi para partir de inmediato con otra misión. Para regocijo general, en distintos viajes de

otras lanchas, fueron llegando varios de los mandos perdidos. Iban apareciendo a cuenta

gotas, de a dos, de a tres. Su historia era la misma. Se vieron forzados a dar grandes rodeos

para volver a la trocha, algunos estuvieron extraviados. Daban cuenta de haber visto a otros

en el momento de la balacera, pero luego los habían perdido al escabullirse en la selva. A

media tarde el número de los que faltaban se redujo a una docena. La esperanza se fortalecía.

Más todavía cuando se tuvo conocimiento de que los tres que precedieron a la exploración de

los mandos, se presentaron sin novedad en su lugar de destino a la hora esperada. Aseguraban

no haber visto nada extraño a su paso. Sí, habían escuchado el alboroto del combate detrás de

ellos, algo que les pareció inexplicable.

Más tarde, los guerrilleros recibieron la orden que ansiaban. Buscar leña bien seca y

amontonarla en un sector cerca de la orilla. Eso significaba que iban a preparar comida.

También se designó un grupo para que se dedicara a desprenderle por completo la corteza. La

intención era producir la menor cantidad posible de humo. Aunque hasta esa hora del día los

aviones y helicópteros no sobrevolaron el área en que se hallaban, no habían dado ninguna

tregua río arriba. Incluso, se habían escuchado con claridad las ráfagas de las ametralladoras y

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las explosiones de las bombas arrojadas desde el aire. Fuera con quienes fuera, la verdad era

que a una distancia no muy lejana, se presentaban combates muy intensos. Era mejor tomar

todas las previsiones. Al mismo tiempo se dio la autorización para el baño. Los que quisieran

podrían, por turnos, acercarse a la playa y bañarse. Se dejó claro que ninguno podría nadar.

Además, había que darse prisa. Una exploración aérea podía sucederse de modo intempestivo.

Por momentos parecía como si las aeronaves intentaran acercarse. El ruido de sus motores se

escuchaba muy próximo, hasta casi producir alarma. Pero luego volvía a retirarse

apaciguando la inquietud de todos. Patricia propuso a Daniel que esperaran para tomar el

baño con el último grupo. Si iban entre los primeros, habría demasiada gente en la pequeña

playa, y las comodidades allí eran escasas. Él estuvo de acuerdo. Casi eran las cinco cuando se

decidieron. Para su satisfacción, sólo unos cuantos guerrilleros tomaban el baño y en su

mayoría estaban ya por salir. Esperaron otros minutos, hasta que quedaron libres los escasos

sitios apropiados para depositar la ropa y luego del baño secarse y cambiarse. Los fogones del

casino se mostraban rebeldes con los rancheros. Éstos luchaban sin mucho éxito contra la

gruesa humareda gris que ascendía con lentitud. Era la consecuencia del invierno, no era fácil

hallar leña seca. La pareja se propuso aligerar al máximo su propósito.

Cuando estaban secándose sus cuerpos, comenzó a escucharse de modo más fuerte el ruido

producido por las aspas de un helicóptero. En forma simultánea, la columna de humo se

hinchó y retorció, como si pretendiera hacerse visible desde lejos. ¡Vienen los helicópteros

Daniel!, exclamó con alarma Patricia. Sí, respondió él, y luego, tras mirar hacia el casino,

agregó alarmado, ¡Y esa rancha, ese humo! ¡Nos van a descubrir! El golpe de las hélices sonaba

más cerca. Varios guerrilleros levantaron a un tiempo la voz para advertir a los rancheros que

controlaran el humo. Era inútil, al menor movimiento la nube gris se engrosaba y ascendía con

más furia. En ese momento apareció Diomedes en carrera, ordenando que apagaran de

inmediato los fogones. ¡Échenles agua! ¡Muévanse! Al caer los baldes de agua fría sobre los

leños encendidos, se elevó orgullosa una última andanada de humo grueso mezclado con

vapor. Patricia y Daniel, que se habían vestido en un santiamén, tomaron sus armas en las

manos y corrieron hacia la parte alta. Justo entonces se oyó la primera ráfaga.

Daniel alcanzó a mirar de paso el rostro del médico. Parecía extasiado, como si de repente

protagonizara una aterradora película de suspenso. Al llegar al área de su compañía, oyeron

las voces agitadas de Víctor ordenando que la gente se cubriera tras palos gruesos. El aparato

se aproximó más. Sus ametralladoras rugían incansables. De pronto se oyó el disparo de un

cohete, y luego otro. Casi enseguida dos más. Alguien gritó, ¡Es con alguna de las lanchas! ¡La

descubrieron y le están quemando! Patricia miró a Daniel con preocupación, ¡Los motoristas!

¡Quizás a quien sorprendieron! El Arpía se arrimó hasta casi sobrevolarlos, después se alejó y

volvieron a sonar las ráfagas y las explosiones. Estaba demasiado cerca, lo suficiente como

para que todos se asustaran. En ese instante se oyó con claridad la voz de El Mono dominada

por la euforia, ¡Eso sí, así es que bueno! ¡Que se sientan cerca los tiros y las explosiones! ¡Que se

respire la pólvora! ¡Así es como debe ser! ¡Así me gusta! Su emoción era auténtica. Los

guerrilleros sonrieron contagiados. Su temor se disipó como por obra de un encanto.

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Después de insistir durante unos quince minutos, el helicóptero se fue retirando río arriba. Un

rato después se oía el sonido de la aviación en la misma dirección que todo el día. Entonces

sobrevino la orden de buscar sitio para dormir, y de una vez, guindar las hamacas o tender las

camas. En esas condiciones era lo ideal. Así se evitaría la luz de las linternas en la noche.

Patricia y Daniel escogieron el sitio e hicieron un pequeño limpio con los machetes. Se vieron

obligados a buscar varias varas, pero pudieron tener listos los lugares antes de que el sol se

ocultara por completo. Los fogones volvieron a ser encendidos, y se avisó que cuando

estuviera lista la comida, llamarían al personal para que se levantara a cenar. Recostados en

sus hamacas, sin poder conciliar el sueño, la pareja de guerrilleros estuvo comentando los

sucesos de aquel agitado día. Al final, con voz compungida, ella expuso una inquietud que la

atormentaba, A mí me duelen todos los guerrilleros, cualquier cosa que le suceda a alguno, pero

me martiriza en especial la zozobra por Nelly. No ha llegado. ¿Será que le pasó algo grave?

La mente de Daniel se trasladó unos días atrás, a un campamento en la marcha, donde Nelly le

había narrado la historia de su vida. Hacía más de una veintena de años, cuando era una

muchacha despreocupada y feliz, vivía con su familia en Cúcuta. Su padre era un hombre

tradicionalista y duro. Una noche, su novio la invitó a una fiesta en el barrio. Después se daría

cuenta que el muchacho tenía otros propósitos, porque se las arregló para que ella se quedara

a dormir con él. Ella se opuso a sus deseos, no le permitió ir más allá de los besos. Se lo

impedía su formación, y desde luego, el miedo a su padre. Antes de regresar a su casa, pasó

por donde una tía en busca de consejo, y con toda ingenuidad le contó lo sucedido. La mujer

armó un inesperado escándalo. Corrió dando chillidos y se lo contó a su padre. Claro, todos

daban por seguro que ella se le había entregado al novio. La sentencia de su padre no se hizo

esperar, Dígale a mi hija que si el novio no va a responder por lo que hizo, ella jamás volverá a

poner un pie en esta casa. Era absurdo. Pero también era inapelable.

El muchacho no quiso saber nada del asunto. A su juicio, era él quien tenía suficientes motivos

para estar resentido. Nelly se vio obligada a mudarse donde una vecina. Allí sentía crecer su

desespero con cada día que llegaba. Su familia le dio la espalda por completo, como si hubiera

sido de verdad una extraña. La vecina a donde se mudó, tenía constantes relaciones con gente

de Arauca, de donde la visitaban con frecuencia. Muchas de esas visitas también trataban con

el padre de Nelly, pero ella nunca supo sobre qué asunto. Con el tiempo se enteró de que eran

militantes del Partido Comunista y que varios entre ellos colaboraban con las FARC. Pero en

esa época no entendía nada de eso, ni le importaba. Una pareja venida de Arauca y con

quienes había entablado alguna amistad, le ofrecieron trabajo allá. Era justo lo que necesitaba.

Repudiada por los suyos, aceptó la propuesta. Una nueva vida, en otro lugar, resultaba

atractiva en sus condiciones. Ya en Arauca, sus nuevos amigos le dijeron la verdad. Eran

guerrilleros de las FARC. No había tal finca, tampoco el trabajo. En cambio le explicaron en

detalle qué era esa organización y por qué luchaba. Le ofrecieron el pasaje si quería

regresarse, pero también la invitaron a ingresar. Nelly no vaciló, a los pocos días estaba en el

Frente.

Para ser una niña de ciudad, la nueva vida no la afectó demasiado. Por el contrario, desde un

principio estuvo dotada de una notable capacidad de adaptación. Con el tiempo conseguiría un

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compañero, Martín Sombra, quien se negó a hacer de ella una muchacha mimada. Le prometió

convertirla en una combatiente ejemplar. Él le enseñó a cruzar a nado los ríos más crecidos, a

vadear los fuertes torrentes, a caminar durante horas con varias arrobas de peso a la espalda

y durante muchos días, a orientarse en el terreno, a soportar la adversidad, a resistir los

golpes, a superar las más duras pruebas. Los cambios que traen los años terminaron con ese

matrimonio. Pero ella siempre viviría agradecida con él, por haberle ayudado a convertirse en

una revolucionaria íntegra. De su familia poco volvió a saber. Recordaba con nostalgia el día

en que pudo conversar con su padre por línea telefónica. Eso fue muchos años después. El

viejo, con mucha dificultad, apenas pudo pronunciar algunas palabras. Todo el tiempo estuvo

luchando con el llanto, lloró como quizás nunca lo había hecho en la vida.

El camarada Jorge le había prometido crear condiciones para que pudiera entrevistarse con su

familia. En esa época ella estaba en el Séptimo Frente. Pero la agudización de la guerra se

había atravesado siempre para impedirle la realización de ese anhelo. La última vez que tuvo

alguna noticia, supo que su madre estaba muy enferma. Pero no había vuelto a saber más.

Aquella tarde del relato, la mirada de Nelly parecía perdida en la distancia, abstraída en su

pasado, como si su alma estuviera de viaje por esos parajes angustiosos que los guerrilleros,

sólo de manera excepcional, abren a alguno de sus camaradas. No, Nelly no puede haber

muerto, su vida guerrillera no puede tener un final tan insignificante. Esa fue la respuesta que

Daniel dio a Patricia tras su largo silencio. Ella no pronunció ninguna otra palabra. Quizás se

había dormido. Las ramas de los árboles se movieron agitadas y muchas hojas secas cayeron

sobre la casa que los cubría. Un largo trueno anunció la proximidad de una tormenta.

5.

La mañana siguiente trajo consigo algunas sorpresas agradables. La primera de ellas fue la de

encontrar a Nelly en persona en el campamento. Había llegado la noche anterior, indemne.

Sólo unos pocos habían tenido la oportunidad de enterarse. Estaba ahí, con sus ojos negros, su

piel morena y su cuerpo menudo, contando su aventura a quien quisiera conocerla. No era

muy distinta a la de los demás. Pero tenía un elemento preocupante. Ella se había lanzada a

mano izquierda, en busca de protección contra el fuego cerrado que caía sobre ellos. La

precedían algunos de sus compañeros. En medio de la confusión, cayó al suelo enredada con

alguna raíz. Los que iban adelante no lo notaron. En cuanto intentó ponerse de pie, sintió que

algo la retenía por la espalda y le impedía moverse. Luchó con fuerza contra lo que

desconocía. Las balas pasaban por sobre su cabeza mientras intentaba desprenderse.

Entonces comprendió que estaba atrapada por una red de bejucos, que algunos de ellos se

habían enredado con su equipo y se negaban a dejarla partir.

Tomó la decisión de sacárselo. Jaló con fuerza las cargueras hacia fuera y se vio libre. Los

proyectiles se estrellaban muy cerca. Sin soltar el fusil de sus manos se retiró con agilidad

monte adentro. La explosión de las granadas lo estremecía todo, no había tiempo que perder.

Más tarde se encontró con otros. El problema era que ella hacía parte del Departamento de

Inteligencia del Bloque Oriental. En su equipo llevaba uno de los computadores de su oficina

volante. Un portátil, con suficiente información sobre el Bloque. Con seguridad que en el

registro posterior las tropas lo encontrarían. El Mono ya lo sabía. Fue lo primero que ella le

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contó. El Camarada recogió la noticia con franco estoicismo. Se preguntó por qué había

decidido autorizar que ella hiciera parte de la exploración, y recordó la propuesta hecha por

Albeiro en la reunión de mandos. No puedo culpar a nadie por eso, el único responsable soy yo.

Cuando autoricé incluirla, debí ordenar que le dejara el computador a otro. Con esas palabras El

Mono despachó el asunto, en ese momento, y cada vez que en adelante se refirió a él en

público.

Severiano y algunos otros mandos fueron encargados de buscar río abajo un lugar más seguro.

Desde temprano salieron en varias embarcaciones a eso. En el transcurso de las primeras

horas de la mañana, hicieron su llegada al lugar otros de los perdidos. Entre ellos Albeiro, el

encargado de la misión. Ahora sólo hacían falta seis. Daniel estuvo hablando unos minutos con

Jacqueline, una muchacha muy delgada, de piel cobriza, que padecía desde tiempo atrás por

obra de una leishmaniasis que le devoraba parte de la nariz. Se la veía muy triste. Era la

compañera de Diomer, y según lo informado por los que volvieron de la frustrada exploración,

él era quien marchaba en la cabeza de la vanguardia. Los primeros tiros se los habían

disparado a los que marchaban adelante. Ella se negaba a perder la esperanza. Estaba a punto

de echarse a llorar. Cada vez que se detenía un motor, corría a la orilla con la ilusión de verlo

descender a él del bote. Y luego regresaba a su lugar con el corazón despedazado. Era difícil

darle ánimo, pero Daniel lo intentó, le aseguró que en cualquier momento Diomer estaría de

vuelta. La muchacha se marchó con la cabeza baja.

En la mañana, después de recibir el desayuno, se había repartido también el almuerzo. Los

guerrilleros lo guardaban hasta el mediodía. Era preferible comerlo frío que pasar el día en

blanco. Además, así permanecían listos para el caso que se diera la orden de partir en

cualquier momento. Esto último fue lo que sucedió a eso de las once. Las embarcaciones

arrimadas al puerto se fueron llenando en forma rápida de guerrilleros y carga. El recorrido

por el río no alcanzó a durar los quince minutos. El nuevo sitio era semejante al anterior, pero

con una playa más grande y mejor cubierta por la vegetación. El barranco de la orilla era un

poco más alto, pero brindaba la posibilidad de construir escalones en él sin el riesgo de que la

aviación pudiera observarlos. Como sucedía siempre al llegar a un lugar nuevo donde

pernoctar, lo primero que se ordenó fue la salida de exploraciones en profundidad. Era

necesario conocer con exactitud los accidentes del relieve, el estado de las aguas, la posible

presencia enemiga. Así se sabía por cuál flanco existían vulnerabilidades. Y se adoptaban

medidas.

No tenían mucho tiempo de estar allí cuando llegó la buena nueva de que había aparecido

Diomer con dos más. Pronto los traerían. Daniel buscó entonces con los ojos a Jacqueline y sus

miradas se cruzaron. No tuvo que decirle ninguna palabra. La muchacha sonreía con

expresión de inmensa felicidad. El brillo de ese par de ojos negros le transmitió una deliciosa

sensación de placidez. Si Diomer, que iba adelante, estaba vivo, era seguro que todos los

demás también. Sería sólo cuestión de tiempo. El relato de éste al llegar, fortaleció aun más

esa idea. Él va en la punta, en efecto. Quien lo sigue está a unos tres metros de él. Van

caminando cuando desembocan a una pequeña cañada. Hay que descender un poco y luego

volver a subir. Al cruzarla, siente un fuerte olor a fresco Frutiño y piensa que alguien ha

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preparado recién un agua allí. Unos cortos pasos más allá, a un lado del camino, sobre una

pequeña elevación, observa a un hombre de uniforme camuflado, con el fusil al hombro. Los

dos se miran a un tiempo. Se detiene por un instante, Son guerrilleros, del Sur, piensa mientras

da otro paso confiado. Al aproximarse ve a otros hombres a un lado del primero. Uno de ellos

está sentado sobre un ligero promontorio. Tiene una ametralladora M 60 sobre sus piernas.

Los guerrilleros también van vestidos con uniformes camuflados. Son idénticos a los que

esperan. El instinto le avisa a Diomer que no se debe confiar. Piensa en hablar con quien lo

sigue, pero para ello tendría que volver la cabeza, un movimiento nada aconsejable en ese

momento. El hombre de adelante, mueve su mano en ademán de saludo. Diomer le responde

levantando las cejas y echando un poco la cabeza atrás. Ya no cree que sean guerrilleros. El

hombre lo llama con la mano, intenta atraerlo hacia él, incluso le dice, Venga chino, tranquilo.

Diomer piensa en una fracción de segundo, Son los chulos, ¡quémeles! Al mismo tiempo oprime

el gatillo de su fusil, que llevaba desasegurado por pura cautela. Aprieta el dedo varias veces,

dos, tres, cuatro, pierde la cuenta, y salta a un lado. Los soldados responden casi de inmediato.

El de la ametralladora M-60 la pone a traquetear enseguida. Un aguacero de plomo y esquirlas

se dirige contra los guerrilleros, pero estos se han perdido ya de vista entre la vegetación. Lo

demás coincide con lo que han contado los otros.

Las cosas comenzaron a verse más claras. En realidad, nunca hubo una emboscada. Si los tres

guerrilleros que salieron de primeros en la mañana anterior, lograron llegar hasta el río a la

hora esperada, era porque no había tropa apostada a la orilla del camino. La hubieran

descubierto. Además no observaron ningún trillo. La deducción era obvia, el Ejército no estaba

allí una hora antes, cuando ellos pasaron. Quizás no tenían mucho tiempo de haber salido a la

trocha. Debía tratarse de una patrulla que realizaba un cruce a campo traviesa, en completa

clandestinidad, desde algún helipuerto construido en plena selva. Casi podía apostarse que al

encontrar la trocha, y agua unos metros adelante, se habían detenido a preparar un refresco y

descansar. Eso explicaba lo que sintió y vio Diomer. Era probable también que el soldado que

lo vio, lo hubiera confundido de entrada con uno de ellos. Diomer era blanco, más bien de piel

rosácea, de cabello rubio y ojos verdes, podía haber parecido un oficial. Debió denunciarlo el

fusil, era un AK. Tal vez el soldado, al descubrirlo, temió que si hacía un movimiento para

levantar su arma, le dispararían primero.

El volumen de fuego que recibían, y el verse obligados de repente a lanzarse a la espesura,

para perderse de vista y obtener trinchera, generaron la posterior confusión y la desbandada.

En esas condiciones no era difícil perderse. Con seguridad que eso explicaba la demora de

Petro y los dos que faltaban. Tras el sencillo festejo por el regreso, se vinieron encima los

trabajos dirigidos a la construcción de un campamento estable. No se sabía para cuantos días,

seguro que serían pocos. Se asignaron áreas, se cavaron hornillas, se hicieron letrinas, caletas,

economato, intendencia. En la tarde, El Camarada Jorge hizo reunir todo el personal y les

dirigió la palabra. Tal y como era su costumbre, inició con todo lo concerniente a la posición

conocida de las tropas. Explicó luego el objeto de la estadía allí. Dando muestras de muy buen

humor, se refirió también a lo sucedido el día anterior. Y sobre la actual ubicación, advirtió

divertido que de acuerdo con las exploraciones, el sitio estaba inundado por todos los flancos,

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era un mar de rebalses. En otras palabras, que estaban aposentados en una isla. Pero iban a

quedarse allí.

Se reservó dos asuntos para el final. El primero, que había sido Beiker la víctima de la balacera

del helicóptero la tarde anterior. Lo ubicaron cuando subía por el caño y le soltaron todo el

plomo del mundo. Aunque no sufrió ni un rasguño. Cuando sintió que el helicóptero le volaba

encima, se orilló y saltó a tierra. Claro, el Camarada convirtió el episodio en uno de sus

cuentos, puso a Beiker a pasar por una serie de graciosas desventuras, como si fuera el

personaje de una tira cómica. El segundo, que la comisión del 14 que estaba a orillas del

Caguán, había informado por radio sobre la aparición de Petro y los dos mandos que faltaban.

Contrario a los demás, que eligieron retroceder después del encontrón con la tropa, ellos

habían optado por tomar la ruta hacia delante. Hasta ese momento, por ser Petro quien faltaba

por aparecer, había figurado como el último de los muertos. Ahora ya se sabía que vivía y que

estaba bien. En su honor, el campamento en que se hallaban instalados ahora, llevaría el

nombre de la Isla del Muerto.

Los guerrilleros y el propio Mono Jojoy reían divertidos hasta formar una algazara. Lo que

estaba al orden del día era la localización exacta de la patrulla del Ejército. Para golpearla con

fuerza por su atrevimiento. Ya había compañías rastreándola. El equipo de Nelly había sido

encontrado, picado a machete y con todas sus ropas despedazadas. El computador se lo

habían llevado. El rastro del enemigo se dirigía al norte. Huía como alma que persigue el

diablo. La tarea era alcanzarlo, estaban en eso. Aunque también podía esperarse que se diera

comienzo a una operación enemiga hacia este sector. En ese caso, había que estar preparados

a la espera de los desembarcos y el combate. Pero bueno, eso era un asunto para el día

siguiente, para los días que seguían. Por ahora había derecho a celebrar. A reírse, a darle

rienda suelta a la alegría.♦

Montañas del oriente colombiano, 15 de junio de 2006.