Cuadernícolas Nº5

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Revista Literaria de distribución gratuita Cuadernícolas, Medellín Colombia, 2012, Nº5 Año 2 . ISSN 2216-0469

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Los Ilustrados

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Emisarios del Tiempo Nerön Navarrete

La niña disfrazada de mendigo que aparece en nuestra portada, posiblemente no diga mucho por sí sola. Su instante mágico, esta captura de 1858, no podría haber alcanzado la inmortalidad, sin el hálito divino de los libros. Su nombre es Alice Liddell. A muy temprana edad gustaba de las historias, y en un viaje por el río Támesis, pidió a su amigo, Charles Dodgson, que le contara relatos de mundos encantados. Ese recorrido significó dos cosas: el surgimiento de un hombre de letras que años después adoptaría el seudónimo de Lewis Carroll, y el nacimiento de un país de maravillas, donde Alicia habitaría eternamente.

En nuestro número cinco, queremos recordar el principio por el cual deci-dimos crear Cuadernícolas: aportar una ínfima dosis de nuevas mentes a la pletórica casa de la literatura. Somos todos hijos y sirvientes de la memoria, porque de ella depende lo que hoy somos, las personas y los lugares, los mo-mentos y jornadas. Pues bien, nuestra revista se acerca a una fotografía que se acompaña, de gustosa manera, por descripciones amorosas de amores perdidos y encontrados.

Todos los que por nuestras páginas pasan, han hecho de la palabra su mejor recuerdo para el macilento futuro, que inmisericorde, elige a su capricho qué preservar y qué desechar. Por ahora, ante el desencanto, buenos relatos.

Poco a poco nos enardecemos con esos emisarios del tiempo que llevan siglos anunciando la fórmula de la perpetuidad por villas y reinos. Traen en sus alfor-jas tres cosas que han sido regaladas a los hombres para tal fin: pluma, papel, y la dosis exacta de imaginación.

Nota del editor: gracias desbordadas a las personas de buen corazón y de buena voluntad que nos han decidido colaborar en la travesía. Por contar con ustedes, hoy podemos contar uno que otro cuento…

Nos puede leer desde cualquier máquina de escribir con acceso a internetEstamos en Facebook y en http://issuu.com/cuadernicolas

Editorial

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El Platónico y la Funámbula 5 por Mauricio Naranjo

Astrología Pagana 6 por Jimmy Jazz

El olvido de la Paloma 8 por Jeimy Mesa

Noir 9 por Altais

Dispárame otra vez 12 por Xtian Romero

La edad de la Inocencia 14 por Jorgediego Mejía Cortes

Reino de la Soledad 15 por Nerön Navarrete

Ventana 16 por Anne

Tía C 18 por Andrés Ardila

CuadernícolasRevista literaria [email protected]

Director:Momo [email protected]

Editor:Nerön [email protected]

Diseño y Diagramación:Daniel [email protected]

Mercadeo y Ventas:Jhon Ló[email protected] - 314 672 8561

Colaboradores:Diego Hernández / Daniela Berrío / Cristian Toro

Foto en portada:“Alice disfrazada de mendiga” Lewis Carroll

Caricatura:Truchafrita

Escritores:Altais / Andrés Ardila / Anne / Jeimy Mesa /Jimmy Jazz / Jorgediego Mejía Cortés /Mauricio Naranjo / Nerön Navarrete / Xtian Romero

Impresión:Editorial San MatíasLínea única: 444 4913 - [email protected]

Contenido

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El Platónico y la Funámbula Mauricio Naranjo

1—Tus ojos son como el mar —le dije—Prohibido nadar aquí —me respondió ella.

2—Tu sonrisa me hace bailar en la cuerda floja —le dije—Con vos, pierdo el equilibrio —me respondió la funámbula.

3—Hola —le dije—Adiós —me respondió ella.

4—Me tenés volando —le dije—Bájate de esa nube —me respondió ella.

5—Soy un eterno platónico —le dije—¡Vístete entonces ya! —me ordenó ella.

6—Me encanta tu forma de pensar —le dije—Mi mente es una tabula rasa —me respondió ella.

7—Con vos me siento suspendido en el vacío —le dije—Sólo creo en la gravedad visceral —me respondió ella.

8—Te quiero para mí solo —le dije—Odio el alambre de púas —me respondió ella.

9—Por vos moriría —le dije—Soy tu horca, o tu cuchilla si lo prefieres —sentenció ella.

10—Me mueves el piso —le dije—Siempre estoy en tierra firme —me respondió ella.—¿Pero, acaso no eres acróbata? —le pregunté.

Y después de un prolongado silencio, la funámbula se evaporó.

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lamandarinaebria.blogspot.com/

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Astrología Pagana Jimmy Jazz

Quisieron los dioses del Ida que un dipsómano del siglo XX se percatara del parecido existente entre los planetas con los dioses del Olimpo, y los días de la semana y meses del año con lo irregular de los seres que habitan el recep-táculo denominado tierra.

Sentado en la mesa de un bar que de aquí en adelante llamaremos labora-torio, y con un par de experimentos entre manos y de ideas hasta acertadas (cervezas pagadas por otro), ese orate asocial se dignó a entregar un nuevo formato y una nueva semana para el cumplimiento homogéneo del uso del tiempo y sus acreedores; en los pocos momentos que no alucinaba, logré res-catar lo siguiente:

Notando que la humanidad tiene problemas para definir entre lo que es y lo que queda, y recordando que:

Un mes para efectos laborales tiene treinta días.Un día de trabajo son ocho horas.Una semana de pago es de seis días.Doce, que son los meses del año, no es un número perfecto.Un año de estudio es de 10 meses.La hora de clase es de cuarenta y cinco minutos.La hora de almuerzo es de 30 minutos.El Minuto de Dios es de media hora.El vals del minuto dura treinta segundos.Las quincenas son de 14 días y a veces de 17.Los Alfa Ocho son dieciséis.El trío América son cuatro.Los cuatro evangelistas eran tres, San Mateo y San Marcos.El día D no fue domingo.Los tres mosqueteros eran cuatro.

Cansados de tantas imprecisiones, y a sabiendas que el universo es cons-tante por obra y gracia del espíritu santo y todos los demás andamiajes que la humanidad se ha inventado, propongo:

Un año tiene en la actualidad 365 días y una pizca. Entonces tomaremos esos días y los dividiremos en 13 partes iguales, porque trece sí es número divino: trece es la cantidad de personas que hubo en la última cena, sin contar al barman; trece es el número del piso que no existe en los edificios; trece es el único número que posee adjetivo para los que le temen a él, que es triakaide-cafobia; y trece serán de ahora en adelante los meses, a seguir: enero, febre-ro, marzo, abril, mayo, junio, julio, agosto, septiembre, octubre, noviembre, diciembre y un mes más que se llamará en honor al redactor Jaimiembre y que estará entre los meses de junio y julio. Cada mes tendrá exactamente una vuelta lunar, es decir 28 días y cada mes tendrá dos semanas de catorce días cada una. Lo que queda es un mes con dos catorcenas exactas y sin remedio posible. A lo que igual dará que paguen semanalmente o catorcenalmente.

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Los días de la semana se llamarán igual que hasta la actualidad: lunes por la Luna, martes por Marte, miércoles por Mercurio, jueves por Júpiter, viernes por Venus, sábado por Saturno y domingo por Dominicus o sobresaliente; los demás días se llamarán en su orden: tiernes por Tierra, uranes por Urano, neptábado por Neptuno, plutiernes por Plutón, deimingo por Deimos, fobes por Fobos y jaimingo por motivos que ya explicamos.

El resultado de dividir 365 en 13 es 28 y nos sobra un día, por lo cual acu-diremos a nuestra relación de medidas y obtendremos una hora con una can-tidad de minutos diferente a la actual así: un año tiene 31’536.000 segundos más cuatro horas y 28 segundos que es el atraso para los años bisiestos; nos da un total de 31’550.428 segundos que al dividir en nuestro nuevo número de días es igual a 86.677 segundos por día, lo que nos deja con que tendremos que cuadrar nuestros relojes para que cada minuto tenga dos centésimas de segundo más y así en el año conseguiremos los 14.428 segundos que nos ha-cen falta para que no haya más años bisiestos.

Repasemos el heroísmo al que me he atrevido como pléyade de la singulari-dad: Los días tendrán 24 horas normales con una adición de 0.2 centésimas de segundo por minuto, con lo cual se aumentan 228 segundos a cada día. Las semanas serán de catorce días dejando lunes, martes, miércoles, uranes, fobes, tiernes y jueves como días de trabajo convencionales; plutiernes será un viernes chiquito; luego viernes, sábado, y neptábado como fin de semana y para descansar reposadamente: domingo, deimingo y jaimingo.

Ventajas:

• Se logra erradicar para siempre la mala suerte achacada a los días martes y viernes trece por que este sistema no permite tales fechas en tales días.

• Se cumplirá años en la misma fecha, día y nombre del día de la semana, con lo cual se recordarán fácilmente.

• Los puentes no podrán ser movidos.

• El año se acaba el mismo día siempre.

• Las vacaciones seguirán siendo de dos semanas.

• Ya no habrá doce signos zodiacales sino trece, y empezarán exactamente en la fecha de inicio de los meses, para acabar con la alcahuetería de los astrólo-gos de planta de las programadoras: “nacidos entre el 22 de marzo y el 20 de abril...” El nuevo signo puede ser Jaiminis o Jaimicornio.

• Las cabañuelas quedan igualiticas y en serie para fácil recordación.

• Semana Santa queda extendida, y para la celebración misma de la semana convertida en catorce, aceptaremos la siguiente adición a la biblia: Jesús en-trará el domingo de ramos al pueblo encima del burro; el martes, miércoles y uranes se dedicará a curar enfermos y leprosos y a restaurar las fachadas de las iglesias a punta de latigazos; el fobes y el tiernes que arranque el juicio con dos aplazamientos para tomar onces y un baño para entrar fresquitos; el jueves se dará lugar a su apresamiento y escape de la guandoca, ayudado por unos mafiosos que se hacen llamar los “doce magnific team”, para ser nue-

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vamente apresado el plutiernes y claro, llevado a la “tolemaida” el viernes, pasado al papayo el mismo día; le damos tres días para que resucite: sábado, neptábado, y domingo. Y dos días, deimingo y jaimingo, para que se recupere de las heridas y suba en perfectas condiciones a sentarse junto a su papá.

• Las celebraciones de día de la madre, día del padre, y sus subsecuentes que caen hoy día en domingo serán festivales de los tres días sagrados: domingo, deimingo y jaimingo.

• La novena de aguinaldos se acorta, lo mismo que la novena de difuntos y de santos. Quedan oficialmente para días hábiles así que se limitan a lunes, martes, miércoles, uranes, fobes, tiernes y jueves, por lo que ya no se llamarán novenas sino heptenas.

Si es necesario para adoptar este calendario una nueva genealogía de dios y sus secuaces, la haremos sin pestañear: en este caso haremos que se demore seis días construyendo el planeta, cuatro días elucubrando a los animales, uno enterito para el diseño de Eva y tres en soberano descanso divino.

Con estas palabras dio por terminado el último experimento de la noche, pero no dejó de hablar sin antes despedirse.

Y así se fue también quedando dormido en el laboratorio, el hombre que pensaba en una botella. Y yo decía para mis adentros: “Lo mejor de toda esta historia es que así ya no sería libra sino virgo.”

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El olvido de la Paloma Jeimy Mesa

Pues es que ya a las tres de la tarde no sabe uno cuántas veces es que ha pasado por aquí, ve uno siempre el mismo circo, bulla, los mismos acróbatas, la misma gente, todo es casi que igualitico, ¿no cree usted?

Nada, vea, yo ando por aquí como a eso de las seis, entonces tiene usted que estar cerquita pa´que sienta cómo se van yendo o huyendo ya todos pa´sus guaridas, como con miedo unos, como con ganas otros; vuelva mañana tempranito, que Veracruz viene siendo el mismo templo.

¿Y habrá maíz en el suelo?

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Noir Altais

Estoy sentado. La ventana por la que entré continúa abierta, veo ondear las cortinas blancas movidas por la brisa; al otro lado, la noche; un relámpago ilumina la ciudad a lo lejos, pronto llegará el trueno. La sangre en mis manos comienza a secarse, negra, como el maldito al que acabo de matar. Escucho el trueno.

El cuarto yace en penumbra. No me importa la evidencia que dejé por todo el lugar, las pisadas en el marco de la ventana, las marcas de lucha, las huellas digitales en la estatua de bronce, un halcón maltés, con el que golpeé al des-graciado en la cabeza. Sí que era duro este bastardo, pero al final todos caen…

El cadáver de Nino yace a mis pies, una sombra desvaneciéndose contra el suelo bruno. Oigo pasos, mis músculos se tensan, me doy cuenta que el mal-dito me rompió una costilla, no sé si pueda con otra pelea. Espero.

La puerta se abre, un sendero de luz se extiende desde el extremo del cuarto hasta donde estoy… Tengo suerte, no es un gorila del que deba defenderme. Es ella, recostada en el umbral de la puerta, una belleza cruzada de brazos, blanca, destellante, embutida en un traje gris que entalla su figura. De su ros-tro sólo puedo ver la boca, provocativa, roja, el único color en esta escena a blanco y negro.

Entre nosotros, separándonos momentáneamente, un cadáver. Ella lo mira, no grita, no dice nada, está acostumbrada a estas escenas. “Vagabunda”, diría mi madre.

—¿Qué haces aquí Mary? —pregunto mientras limpio mis manos con el pañuelo del difunto.

—Te busco a ti, Frank —me responde cruzada de brazos—, veo que estás ocupado… ¿Por qué matar a Nino, Frank? No ha hecho nada hasta ahora.

—¡Pero lo iba hacer! —le digo con voz seca; necesito un Whisky—. Mira Mary, leí el guión, el libreto de lo que iba a suceder en esta historia, y no me gustó para nada la trama, era larga, trágica. Y al final, obsesionado, este mal-dito que yace ahora muerto, te iba a matar, arrebatándote de mí vida. Decidí actuar, eliminarlo, acabar con horas de drama, evitar una pésima novela e ir directo a lo bueno, a ti nena.

—Pero Frank, nos dejaste sin historia.

—Por el contrario nena, ahora somos libres para escribir nuestra propia historia…

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Dispárame otra vez Xtian Romero

El sol, estallado en un cielo sin nubes, recalentaba las cabezas de las docenas de espectadores que se aglomeraban alrededor de la calle. El duelo había ter-minado. El cadáver de Jeremy Abrahams estaba tirado en el suelo de espaldas con el pecho manando sangre. A unos dos metros de su brazo derecho exten-dido e inerte, estaba el arma que no alcanzó a disparar. El triunfador, Luke Chesterton, aún sostenía el revólver en posición de tiro y esbozaba una sonrisa mientras su corazón comenzaba a calmarse de un frenético latir.

Los espectadores agacharon su rostro y como si todos sus pensamientos es-tuvieran sincronizados, lamentaron el resultado del duelo. El sheriff del pueblo echó a caminar hacia su casa. Después el banquero, el barman, el carpintero, la prostituta, el otro, la otra, él, ella, aquél, hasta que sólo quedó un borracho con una botella de whiskey barato que bebía y observaba el cadáver en el suelo. El triunfador enfundó su revólver, sostuvo su sonrisa y dio la espalda al cadáver.

De repente, el borracho reventó en carcajadas. Todos volvieron sus caras y se quedaron mudos ante la escena que se dibujaba. El cadáver ya no era cadáver. Abrahams, mientras se levantaba con esfuerzo del suelo gritó:

—¡Aún estoy vivo!

Luke Chesterton sintió temblar sus rodillas. Se dio vuelta y vio como, tam-baleando y ya casi erguido, su contrincante reía. Los espectadores en medio de murmullos desanduvieron sus pasos y volvieron a sus sitios. El sheriff, se puso enfrente de la multitud para cerciorarse de que efectivamente Abrahams, que tenía su vientre bañado en sangre, seguía con vida.

—¡Esto no se ha acabado, Chesterton!

Todos miraron al que hacía unos momentos celebraba silenciosamente su vic-toria. Sintieron un dulce sabor en la boca al observar a Luke Chesterton, uno de los personajes más indeseados del pueblo y sus alrededores, pendenciero, borracho y bandido, apretar nerviosamente su mandíbula.

—Vamos, ¡dispárame otra vez!

Los murmullos de los presentes, que cada vez se multiplicaban, eran más uni-formes. El sheriff se quitó su sombrero y se limpió el lodo y el sudor de la frente con el dorso de su brazo mientras susurraba: “Hijo, no sigas con esto, ya basta”. Pero él sabía que era una cuestión de honor y la ley no debía intervenir. Todos en el pueblo sabían el motivo de este duelo: Luke Chesterton había insultado la hombría de Jeremy Abrahams, un humilde y honesto trabajador de la oficina de correos, de una manera que es mejor no volver a mencionar.

Abrahams dio unos pasos tambaleando hacía su revólver y se agachó para re-cogerlo. Chesterton volvía a sentir en el pecho su corazón a punto de reventar y sus manos temblaban. Parecía como si la sangre no le llegara a los dedos. Antes de que el pobre Abrahams lograra alcanzar su arma, Chesterton desenfundó el revólver y le dio otro tiro en la espalda. Abrahams se desplomó boca abajo.

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Chesterton bajó lentamente su arma y la multitud agolpada presenciando el duelo comenzó a silbarle y a gritarle: “¡Tramposo!”, “¡Poco hombre!”, pero jus-to en ese momento, Abrahams, aparatosamente se ponía de pie. El silencio fue unánime. Parecía que se pudiera escuchar los latidos de los corazones de los presentes. Chesterton abrió su boca para tratar de modular palabra. Abrahams se le puso de frente mientras le decía:

—¿Que más se podía esperar de ti? ¡Canalla!

Chesterton retrocedió y casi que instintivamente levantó su revólver de golpe y le propinó otro disparo a Abrahams que cayó de espaldas. Pero, casi antes de caer, ya se estaba alzando de nuevo.

Abrahams chorreaba sangre a borbotones, y a sus pies se formaba un pan-tano de arena escarlata, calentado por un sol inclemente que los observaba desde el cenit. Mientras tanto, la respiración de Chesterton se agitaba con violencia.

—¿Qué pasa Chesterton?, ¿tienes miedo? —le gritó entrecortadamente.

Chesterton aún con revólver en mano, se fue caminado de frente a su con-trincante, detonando las balas restantes en el tambor. Gritaba con lágrimas en sus ojos, uno a uno los disparos. Abrahams, con cada impacto, daba un paso hacia atrás, hasta que el tambor quedó desocupado y cayó de rodillas, con la cabeza gacha. Chesterton seguía apretando el gatillo nerviosamente. El pueblo se estremecía con cada clic. Todos los hombres se quitaron su sombrero y las mujeres se taparon el rostro con ambas manos mientras sollozaban. Ahora, los espectadores se habían triplicado. Todo el pueblo estaba presente. Las venta-nas de todas las casas a orillas de la calle estaban abiertas de par en par con curiosos apretujados en ellas.

Abrahams, que aún se sostenía de rodillas, no levantaba su cabeza. Chesterton dio unos pasos hacia atrás esquivando la mancha bermeja que seguía crecien-do. De pronto, una risita acuosa se comenzó a escuchar. La cara de Abrahams se levantó y miró a Chesterton a los ojos. Unas arcadas lo sacudieron y vomitó una bocanada de sangre.

—Prometí que nadie me vería morir sin haberme vengado, Chesterton —dijo.

Chesterton comenzó a caminar frenéticamente hacia atrás sin poder modular palabra hasta que se tropezó y se fue de espaldas. Abrahams se volvió a poner de pie, ahora con más dificultad, no sin antes recoger su revólver con el brazo izquierdo. El derecho lo tenía ya inutilizado. Uno de los disparos le había des-trozado el hombro, y ahora, su brazo colgaba sin vida.

Chesterton comenzó a buscar aceleradamente en sus bolsillos y sacó varias balas que se le regaron por el suelo. Recogió una y como pudo la introdujo en el tambor. Se puso de pie y le apuntó a Abrahams a la cabeza, pero su temblor era incontrolable y su pánico le nublaba los ojos. Al fin apretó el gatillo. La mandí-bula de Abrahams se destrozó. La parte inferior de su maxilar se desmembró y su boca quedó abierta de par en par. Todos los presentes dieron unos pasos atrás y Abrahams cayó sentado, pero apoyándose en la misma mano con que sostenía el arma, se fue levantando lentamente.

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Chesterton le dio la espalda y echó a correr. Abrahams, alzó su revólver y sin pensarlo, de tajo, apretó el gatillo. Se pudo ver como el sombrero de Chesterton salía despedido, y su cabeza explotaba en chorros de sangre mientras se iba de bruces contra la arena.

La multitud siguió inmutable. Hasta que el borracho gritó:

—¡Te lo tienes bien merecido, bastardo!

El sheriff sonrió. Abrahams dejó caer el revólver en el piso y el borracho tro-pezando, le recogió el sombrero y se lo puso en la cabeza. Con sus ojos vidriosos y casi sin vida, miró a toda la población, y echó a caminar en sentido contrario al de su rival. Nadie decía nada. Nadie era capaz de pronunciar palabra. Nadie se atrevió a detenerlo. Simplemente observaban cómo lentamente, sin caden-cia, sin ritmo, sin fuerzas, se alejaba la silueta de Abrahams que cada vez era más diminuta. Silenciosa toda la población seguía mirando su figura desva-necerse en la distancia, como rindiéndole honores, dejándolo ir a morir lejos donde nadie lo viera.

Días después comenzaron a buscar juiciosamente en todos los alrededores del pueblo el cadáver de Jeremy Abrahams. Jamás fue encontrado.

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La edad de la Inocencia Jorgediego Mejía Cortés

Yo crecí en la época donde sólo los viejos tenían barba.Se pedaleaba sobre una bicicleta, no sobre mujeres.La música era una serie de valiosas composiciones musicales.Y el arte. Bueno, el arte era arte.Yo nací con un solo ojo grande como cíclope que por metástasis se convirtió en nariz, boca y oídos.El aire quemaba de tanto oxígeno revuelto con humo de maracachafa.Yo nací en una vereda de Terra sacra, en un paraje llamado Neveramis, de una mujer llamada Eviath y un sátiro llamado Jürgen. El presidente de mi país escupía arundinas y durantas cada vez que pronunciaba su discurso.El parlamento era de piedra: zafiros, rubíes y lapislázulis.El mar era un compuesto sacaroso almibarado.Yo nací y crecí en un país donde se le rendía y guardaba culto y luto tanto a vivos como a muertos.Pero despertar al igual que morir también es una opción.

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Reino de la Soledad Nerön Navarrete

“… para que caiga sobre vosotrostoda la sangre inocente

derramada sobre la tierra…”Mateo 24:35

Las pesadas gotas bañaban el reino de la soledad.

Aquel agujero cavado en la tierra olía a madera podrida, a viejo y olvidado, tierra húmeda con ríos amargos de óxido corriendo por cada rincón de la tumba deforme y oscura. Gritaba pero nadie hacía caso. Al recordar la última navidad que pasó con su familia, la mesa atiborrada de platos con mil variedades de carne, botellas de vino chileno y copas brillantes en delicada disposición, co-menzaba a padecer el delirio de la selva. Y entonces gritaba más fuerte, como intentando llevar el sufrimiento más allá de la espesa vegetación, de la frondosa cortina que le mantenía lejos de lo suyo, de los suyos, la cálida cama, el refugio convertido en templo de oración y plegarias.

Sólo la ausencia de los pequeños puntos que la luz del sol dibujaba en el fondo de la celda, le indicaba que la noche comenzaba, tan larga como el tiempo que llevaba sin dormir, sin comer, sin sentirse en paz. Esperar la muerte. Nada más.

Escuchó los pasos que avanzaban por el lodo. Dos hombres se ocuparon de la puerta de madera ya devorada por la constante lluvia pero aún pesada como puente levadizo.

—Salga —fue todo lo que alcanzó a oír. Tres sombras aguardaban sin más iluminación que la de una linterna apuntándole al rostro. Pensó que se debía ver como un anciano, a pesar de sus escasos treinta años. El que la sostenía continuó inmóvil, impasible. No había prisa.

—Salga —repitió la misma voz. Y salió como animal castigado, pero enfermo de rabia. Las ropas empapadas evidenciaron el peso de sus 27 meses de cauti-verio, y por efecto contrario, sintió mugre y sudor. Caminó hacia la oscuridad del monte que con las gotas gritaba más alto que todos los que compartían el destino de la guerra, del gran cementerio donde milenios atrás habían habitado los dioses.

Apretó con fuerza la camándula que le servía de único refugio, y comenzó a rezar el Padrenuestro. Cerró los ojos, y en sus últimos instantes escuchó, lejos de su plegaria recitada entre dientes, el golpe seco del martillo, la pólvora es-tallando a sus espaldas, el recorrido de la bala y la nada. Todo fue lento, como el tiempo que se desvanecía con los incesantes riachuelos de agua teñida de óxido. Ambas rodillas se dejaron caer. Las palabras del cautivo desparecieron, y la muerte interrumpió su súplica, el entrecortado espasmo de un agonizante “Venga a nosotros tu reino…”

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Ventana Anne

Ella salió. Él se quedó mirando la ventana del tren, justo en esa dirección. Recordando el ondear de sus cabellos y lo grácil de sus movimientos. Entonces lo recité, recité el fragmento del cuento que tantas veces había leído, y que era de su autoría. Él me miró. Reconoció inmediatamente aquella frase, sonrió por unos segundos y regresó la mirada al mismo punto.

—Ay Pablo… Ay… —le abracé.

Él no desvió la mirada, ni dijo nada. Continué:

—Es realmente estúpido que cuando dos personas se quieren, lo saben y desean hablar sobre ello, lo único que hacen es comentar lo bello que es el clima, o lo graciosos que son los hongos en la hierba. ¿Qué pasa entonces? ¡Esto es una completa tontería!.. Una tontería —susurré.

—Yo… —separó sus brazos de mi cuerpo— Yo… ¡Le he dado todo lo que puedo dar!, le he dicho todo, ¡lo he hecho todo! Pero para ella no parece ser suficiente.

No dije nada más. Jugué con su cabello por unos segundos, mientras él observaba la ventana en la misma dirección. Lo hizo hasta que llegamos. Sólo antes de bajarse retiró la mirada de aquel punto y la fijó en mis ojos. Yo le abracé por última vez, pero él no movió los brazos. Se limitó a susurrarme:

—¡Cómo será de grande esa mujer para que yo la quiera tanto!..

… Y se fue.

Pasados los 15 minutos escuché el nombre de mi estación. Justo allí, sin dejar de mirar el reflejo de mis ojos en la ventana, pensé: “Ay… Cómo serás de grande vos para que yo… ¡Maldita sea!”

Y me fui.

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“Y luego digo que no sé qué pasó, que mi antiviruscaduca los domingos, que me hackearon el alma” Johan García

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Tía C Andrés Ardila

F salió al pasillo, abrió la puerta de la otra habitación, avanzó unos tres pasos y dijo:

—Tía C, me voy.

La vieja tía C no le respondió. F sabía que no podría responderle. Tía C no era más que un híbrido desagradable, mitad mujer, mitad vegetal podrido, tirado sobre una cama, con un montón de aparatos a su alrededor, una careta para el oxígeno, una sonda para orinar y otra para comer. F no podría recordar una imagen distinta de tía C.

—Oíste bien, me largo. Te dejo sola. No soporto más esta vida de esclavo.

F no se atrevió en ningún momento a mirar a la cama. Todo lo había dicho mirando a sus zapatos y acentuando sus palabras con un movimiento del índice derecho. Hubo un silencio. Sólo la respiración dificultosa de tía C, los pitidos rítmicos de las máquinas conectadas a su cuerpo y que a F ya le parecían extre-midades adicionales de la vieja. Él mismo se sentía un poco extremidad adicio-nal de la vieja. El cuarto apestaba a alcohol, a meaos, a muerte escondida bajo la cama. F sólo entraba a este lugar cuando era necesario. No soportaba estar ahí mucho tiempo. Pero en cuanto se dispuso a dejar la habitación y cumplir su propósito, marcharse definitivamente de la casa, oyó un carraspeo terrible, agónico. F sintió la tensión en su cuerpo como un ataque súbito de artritis. Los pitidos de las máquinas se aceleraron. La respiración de tía C era más fuerte. Sobre el nochero, el libro gordísimo que F había estado leyéndole en voz alta a su tía desde el inicio de la enfermedad —ahora más suya que de ella— reno-vó la determinación, momentáneamente perdida, con la que decidió empacar maletas, mandar a su tía al carajo y emprender con M el viaje al Amazonas que llevaban planeando desde hacía meses.

—M tiene razón —dijo—. Esta es una rutina digna de una rata… aún estoy joven. No es justo que me condenes a morir contigo en este rancho húmedo.

F sabía muy bien por qué lo decía. Las conversaciones con M, de un tiempo para acá, confluían en un mismo punto:

—Decídete rápido —dice M—. No pienso esperar toda la vida.

—Pero tía C… —dice F— no tiene a nadie más.

—¿Y qué? Es una vieja después de todo.

—Bueno, eso mismo, y además, ya sabes, está enferma.

—Tú no tienes la culpa —dice M.

En este punto F agacha la cabeza y M continúa:

—¿Lo ves? Si tú no tienes la culpa y si yo no tengo la culpa, porque no la tengo,

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¿qué putas hacemos todavía aquí, hablando de un viaje que debimos hacer hace rato?

—Pero, M, no entiendes… yo… es decir, ¿quién cuidaría de ella?

—Qué se yo… ¿Dios? ¿El Diablo? ¡No me importa! Mira, si quieres podrirte junto a la vieja esa, allá tú, pero no pretendas que yo haga lo mismo… Cuando menos lo esperes, óyelo bien, cuando menos los esperes, empaco y me voy sola para el Amazonas.

F nunca dudó de la seriedad de las palabras de M. M siempre habla en serio. Un día, F llamaría por teléfono a casa de M y nadie contestaría, “Mierda, se ha ido”, diría F. Así lo imaginó. Entonces dijo:

—¿Qué pretendes tía C? ¿Que me entregue sin lamentarme a esta vida de lim-piarte la mierda cada dos horas? ¿Que mis días se reduzcan —Dios sabe hasta cuándo— a ir de mi cuarto al tuyo, de la cocina a tu cuarto, del baño a tu cuarto? ¡Ni siquiera puedo recordar cómo es el parque de la esquina!… Cómo es…

F calló de golpe. En verdad no recordaba cómo era el parque de la esquina. No podía asegurar siquiera que en la esquina hubiera un parque. Conoce cada rin-cón de la casa: su cuarto, el baño, la cocina, la sala… M y la sala. M y su cuarto. M y la cocina. Y por supuesto: la habitación de tía C. La tía C medio tomate en descomposición, medio momia pestilente. No siempre ha sido así. Antes de la enfermedad todo era tan… todo era tan… ¿Cómo era todo antes de la enferme-dad? Tía C tosió. Las lucecitas verdes y azules de los aparatos la hacían ver —así lo creyó F— como una medusa gigante y fosforescente sacada de las profundi-dades del océano y puesta malintencionadamente sobre esa cama a agonizar por la eternidad. F sintió una cosa extraña como de repulsión y lástima. Creyó luego oír pasos en el corredor. Miró hacia la puerta: La misma penumbra de siempre. Allá, recorriendo la pared,un par de rayos de sol, como hilos parias de una telaraña. F volvió su mirada hacia tía C, pasó su mano derecha por el rostro, de arriba abajo, estirando los párpados, las mejillas, los labios.

—Como dice M: no se puede estar a medias vivo o a medias muerto. No es natural. Si se está a medias muerto, dice M, lo mejor es morirse del todo, ¿No lo crees?,pregunta M. Y cómo decirle que no tía C, tiene razón. M siempre tiene razón. M también dice: Si te la pasas cuidando a la muerte (que es lo que yo hago, según M), si te la pasas cuidando a la muerte, es como estar a medias vivo. Y ¿Qué crees que es lo mejor entonces?, pregunta. ¿Morirse del todo?, le digo. Y ella dice que Ajá, que bien hecho F. Y luego M, si la vieras tía C, me soba el rostro y me habla con ese tonito de compasión que me destroza el alma. Pero F, dice, si despiertas a tiempo, puedes tomar la otra opción: vivir del todo. Lo he decidido tía C, el viaje al…

Los pasos, aquellos pasos, volvieron al corredor. Esta vez era claro. Había pasos aproximándose por el corredor. Y había una voz, una voz tarareando una melodía que F no pudo precisar. Se acercaba, sin duda. ¿Pero quién? ¿Por qué? En pocos segundos, F la vio: una mujer regordeta, vestida de enfermera, con una taza de café en una mano. La vio entrar al cuarto y pasar por un lado suyo como si nada: “¿Quién es usted?”, quiso preguntar F. Y era una pregunta obvia.

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La mujer pasó a centímetros de F y no lo vio. “¿Hey, quién es usted?”. De nue-vo la pregunta obvia. La mujer dejó el café en el nochero y tomó el libro gordo de pasta verde. El libro sobre… ¿Cómo olvidarlo?, ¡hacía unas horas nada más estaba leyéndolo! El libro sobre… F recordó algunos fragmentos de un prólogo largo y aburrido que escribió un intelectual respetable. Nada más. F no podía recordar más… F no quería recordar más. La mujer se sentó en la cama, a un costado de tía C, abrió el libro, lo puso bajo la luz de los aparatos, movió la ca-beza, insinuó una sonrisa y dijo:

—No lo comprendo. Francamente no lo comprendo.

—¿Quién es usted? —Al fin dijo F.

La mujer continuó hablándole a tía C:

—El doctor me encomendó que le leyera este libro. Dijo que era su preferido para cuando… bueno, dijo que era su preferido. Pero no comprendo su gusto por un libro tan largo. Y la historia, con todo respeto, la historia… ¡Mire nada más!, gastarse doscientas, no, trescientas páginas en los preparativos de un via-je para el Amazonas. ¡Y eso que he leído libros malos!… Es decir, ¡qué necesi-dad hay de gastarse trescientas páginas en los tontos preparativos!… Empiezo a sospechar que ese par no va a ir a ninguna parte. Ni al Amazonas ni a ninguna parte. Y, créame, de ser así, me moriría de la rabia. No hay derecho: más de trescientas páginas para nada. Usted pensará que soy una ignorante, que no co-nozco de estas cosas, pero, para serle sincera… Mejor dicho, no lo comprendo.

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