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Noviembre 2009 Número 467 Cuadernos de la Gaceta ISSN: 0185-3716 Arthur Schnitzler Fernando Pessoa Hugo von Hofmannsthal Julio Torri Julio Mazarino Léon Bloy Ludwig Tieck Rainer Maria Rilke J. M. Machado de Assis Alexandr Pushkin Sand y Musset Marcel Schwob Poema Vasko Popa

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Noviembre 2009 Número 467

Cuadernos de la Gaceta

ISSN

: 018

5-37

16

■ Arthur Schnitzler ■ Fernando Pessoa ■ Hugo von Hofmannsthal ■ Julio Torri

■ Julio Mazarino ■ Léon Bloy ■ Ludwig Tieck ■ Rainer Maria Rilke

■ J. M. Machado de Assis ■ Alexandr Pushkin ■ Sand y Musset ■ Marcel Schwob

Poema ■ Vasko Popa

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número 467, noviembre 2009 la Gaceta 1

SumarioPoemas 3

Vasko PopaEl viudo 4

Arthur SchnitzlerEl misterio del mundo 8

Fernando PessoaLa carta de Lord Chandos 10

Hugo von HofmannsthalEl ladrón de ataúdes 13

Julio TorriConócete a ti mismo 15

Julio MazarinoEl alma de Napoleón 17

Léon BloyEl gato con botas 19

Ludwig TieckCanción del amor y de la muerte

del corneta Cristóbal Rilke 21Rainer Maria Rilke

La Iglesia del Diablo 23J. M. Machado de Assis

El prisionero del Cáucaso 26Alexandr Pushkin

Cartas de amor 28Sand y Musset

Mimos 30Marcel Schwob

Las grandes sequías mayas: aguas, vida y muerte,de Richardson B. Gill 32Por Adalberto Tejeda Martínez

Ilustraciones de portada e interiores cortesía de la galería López Quiroga tomadas del libro Escecnarios, de Vicente Rojo y José Emilio Pacheco, Galería López Quiroga, México, 1996.

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Director del FCE

Joaquín Díez-Canedo

Director de la GacetaLuis Alberto Ayala Blanco

Jefa de redacciónMoramay Herrera Kuri

Consejo editorialSergio González Rodríguez, Alberto Ruy Sánchez, Nicolás Alvarado, Pa-blo Boullosa, Miguel Ángel Echega-ray, Martí Soler, Ricardo Nudelman, Juan Carlos Rodríguez, Citla li Ma-rroquín, Paola Morán, Geney Beltrán Félix, Víctor Kuri, Oscar Morales.

ImpresiónImpresora y EncuadernadoraProgreso, sa de cv

FormaciónMiguel Venegas Geffroy

Versión para internetDepartamento de Integración Digital del fcewww.fondodeculturaeconomica.com/LaGaceta.asp

La Gaceta del Fondo de Cultura Econó-mica es una publicación mensual edi-tada por el Fondo de Cultura Econó-mica, con domicilio en Carretera Picacho-Ajusco 227, Colonia Bosques del Pedregal, Delegación Tlalpan, Distrito Federal, México. Editor res-ponsable: Moramay Herrera. Certifi -cado de Licitud de Título 8635 y de Licitud de Contenido 6080, expedi-dos por la Comisión Califi cadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas el 15 de junio de 1995. La Gaceta del Fondo de Cultura Económica es un nom-bre registrado en el Instituto Nacio-nal del Derecho de Autor, con el nú-mero 04-2001-112210102100, el 22 de noviembre de 2001. Registro Pos-tal, Publicación Periódica: pp09-0206. Distribuida por el propio Fondo de Cultura Económica.ISSN: 0185-3716

Correo electró[email protected]

2 la Gaceta número 467, noviembre 2009

El fce celebró su 75 aniversario este septiembre, y qué mejor manera de continuar el festejo, que mostrando la calidad indiscutible de los libros que conforman sus distin-tas colecciones. Una de ellas es Cuadernos de la Gaceta. Esta espléndida colección cuenta con títulos excepcionales. Cuando uno piensa en lo que debe ser una buena editorial, la primera imagen que surge es un conjunto de libros que el editor consi-dera indispensables en su catálogo. No precisamente los más comerciales, sino los que él cree deben darle identidad a la editorial. Es decir, alejarse de la fútil compla-cencia mercantil, enfocándose, más bien, en el prestigio, que, a fi n de cuentas, termi-na por ser el mejor vendedor. Publicar obras clásicas de la literatura universal no es un lujo, es algo natural y necesario en una editorial como el fce. Y Cuadernos de la Gaceta encarna de manera precisa esta necesidad. Cuando comencé la selección de los textos de este número para conmemorar al Fondo y también a la propia Gaceta, ya que su primer número vio la luz en septiembre de 1954, hace 55 años, no pude más que regocijarme por las maravillas que tenía ante mí. Por ejemplo, una selección de cuentos de Arthur Schnitzler. Rainer Maria Rilke y Ludwig Tieck en un mismo tomo. Al poeta serbio Vasco Popa, probablemente en una de las pocas traducciones que existen al español. Un libro poco conocido y extraordinario a la vez: Breviario de los políticos de Julio Mazarino. El prisionero del Cáucaso de Alexandr Pushkin. El primer Fausto de Fernando Pessoa. Mimos de Marcel Schwob. La carta de Lord Chandos de H. V. Hofmannsthal, por cierto, traducido por Jaime García Terrés. Julio Torri con El Ladrón de ataúdes. Léon Bloy, J. M. Machado de Assis, Georg Sand, Alfred de Mus-set… Y aún así quedaron fuera Bulgákov, Stevenson y muchos más.

Esperamos que disfruten esta pequeña selección de grandes autores, refl ejo de lo mejor del espíritu del Fondo, tanto como nosotros lo hicimos al plasmarla en este número de la Gaceta. G

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El número olvidadizo

Había una vez un númeroPuro y redondo como el solPero solo muy solo

Comenzó a calcular consigo

Se dividía se multiplicabaSe restaba se sumabaY siempre quedaba solo

Dejó de calcular consigoY se encerró en su redondaY soleada pureza

Afuera quedaron ardientesLas huellas de sus cálculos

Comenzaron a perseguirse en la oscuridadA dividirse cuando se multiplicanA restarse cuando se sumaban

Como sucede en la oscuridad

Y no hubo quien le rogaraQue detuviera las huellasy las borrara

El error arrogante

Había una vez un errorTan ridículo tan pequeñoQue nadie lo hubiera percibido

No queríaNi mirarse ni oírse

Qué no imaginóPara mostrarQue en realidad no existía

Imaginó el espacioDonde alojar sus pruebasY el tiempo que las cuidaraY el mundo que las viera

Todo cuanto imaginóNo era ni tan ridículoNi tan pequeñoPero era naturalmente erróneo

¿Podría ser de otro modo? G

Poemas*Vasko Popa

* Vasko Popa, Poesía, Traducción de Juan Octavio Prenz, fce, México, 1985.

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No acaba de entenderlo; tan rápido ha sucedido.Estuvo enferma dos días de verano en la casa de campo, dos

días tan hermosos que las ventanas que daban al fl oreciente jardín estuvieron siempre abiertas, y murió en la noche del segundo día, de repente, sin que se pudieran hacer a la idea. Se la llevaron hoy, por la ligera pendiente que desemboca en los muros blancos y bajos del cementerio donde ahora descansa y que él puede ver desde el balcón, sentado en una silla reclina-ble.

Ya es de noche. La calle que ardió bajo el sol cuando los carruajes negros rodaron parsimoniosamente, está en penum-bra. Los muros blancos del cementerio han dejado de brillar.

Lo dejaron solo, según su deseo. Los visitantes regresaron a la ciudad y los abuelos se llevaron al niño para que él pudiera estar solo. También en el jardín hay una quietud total; sólo de vez en cuando escucha murmullos que vienen de allá abajo: los sirvientes hablan en susurros bajo el balcón. Se siente más can-sado que nunca y los párpados le pesan cada vez más; a ojos cerrados ve de nuevo la calle bajo el resplandor de la tarde de verano, ve los carruajes rodar con lentitud, la gente que lo ro-dea, incluso las voces resuenan en sus oídos.

Casi todos estuvieron ahí, todos aquellos a quienes el vera-no no había conducido demasiado lejos, todos profundamente conmovidos por el precipitado y prematuro fallecimiento de la joven mujer. Le dijeron cálidas palabras de consuelo. Algunos llegaron de sitios lejanos, a otros ni siquiera los esperaba, y le estrecharon la mano otros más de quienes apenas sabía el nom-bre. Sólo él no estuvo, el más esperado, su querido amigo. Claro, está muy lejos, en un balneario en el Báltico y segura-mente recibió la noticia demasiado tarde. A lo más podrá llegar mañana.

Richard abre los ojos. La calle está sumida en sombras noc-turnas, sólo los muros blancos se distinguen en la oscuridad, y esto lo estremece. Se levanta, deja el balcón y entra al cuarto vecino. Es el que… fue de su mujer. No pensó en esto al entrar; de cualquier forma no distingue nada en la oscuridad, sólo le llega un aroma familiar. Enciende la vela azul sobre el escrito-rio y al ver la recámara en toda su acogedora claridad se deja caer en el diván y llora.

Llora durante largo rato —lágrimas incontenibles, salva-jes— y al levantarse siente la cabeza densa, abrumada. La luz vacila frente a su mirada, la vela arde con un empañado res-

plandor. Necesita más luz, se seca los ojos y enciende las siete velas del candelabro que está sobre una pequeña columna jun-to al piano. Ahora la claridad inunda el cuarto, en todos los rincones brillan los bordes dorados de la alfombra, y de nuevo es como en aquellas noches en que él entraba y la veía ocupada en la lectura o en sus cartas, entonces ella se volvía sonriente, en espera de sus besos.

Le molesta la indiferencia de las cosas que lo rodean, fi rmes y relucientes, como si no supieran que se han vuelto algo de-primente y lúgubre. Nunca ha sentido la soledad como en este instante, y nunca ha sentido un deseo tan fuerte de ver a su amigo. Pensar que vendrá pronto y que le dirá palabras afec-tuosas le basta para sentir que a pesar de todo el destino aún le ha reservado algún consuelo. ¡Si estuviera ahí de una vez!… Vendrá, mañana temprano estará ahí. Y se tendrá que quedar con él mucho tiempo, muchas semanas, no lo dejará partir hasta que no sea necesario. Pasearán por el jardín como lo han hecho tantas veces, hablando de cosas profundas, singulares, que van más allá de la vulgaridad cotidiana. Por las tardes se sentarán en el balcón, el cielo oscuro sobre ellos, quieto, enor-me; conversarán hasta entrada la noche, igual que antes, cuan-do ella se retiraba a su cuarto desde temprano, sonriente, poco interesada, con su carácter fresco y presuroso, en las charlas profundas. Con qué frecuencia rebasaban estas conversaciones los nimios problemas de la cotidianeidad. Y ahora serían más que eso para él: lo ayudarían, lo salvarían.

Richard continúa yendo de un lado a otro del cuarto hasta que el tono monocorde de sus pasos le empieza a molestar. Se sienta frente al pequeño escritorio donde está la vela azul y ve con cierta curiosidad los objetos hermosos, delicados, que tie-ne enfrente. En realidad nunca se ha fi jado en ellos, siempre ha visto el conjunto. La pluma de marfi l, el delgado abrecartas, el sello angosto con mango de ónix, las llavecitas engarzadas en un cordón dorado, toma cada cosa y la ve de distintos ángulos, como si fueran objetos frágiles, valiosos. Después abre el cajón central del escritorio y en una caja abierta ve el papel grisáceo en el que ella solía escribir sus cartas, los pequeños sobres con su monograma, las tarjetas de visita largas y angostas que llevan su nombre. Jala el cajón lateral; está cerrado. No se da cuenta en un principio y vuelve a jalar maquinalmente, poco a poco cobra conciencia de su irrefl exivo movimiento, se esfuerza y ahora quiere abrir. Toma las llavecitas del escritorio. La prime-ra que ensaya es la apropiada. El cajón está abierto: ve las cartas que él le escribió, cuidadosamente atadas con listones azules. Reconoce de inmediato la que está hasta arriba: es la primera que le envió, cuando todavía eran novios. Al leer la cariñosa

El viudo*Arthur Schnitzler

* Arthur Schnitzler, Engaños, Traducción de Juan Villoro, fce, México, 1985.

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dedicatoria —palabras que otorgan una vida falsa a la recamara maldita— suspira profundamente y dice en voz baja, una y otra vez: no… no… no…

Desata el listón de seda y deja que las cartas pasen entre sus dedos. Le llegan palabras sueltas, no se atreve a leer una carta entera, sólo lee con cuidado la última, que consiste en un par de frases (llegará tarde de la ciudad, se alegra hasta lo indecible de volver a ver su dulce rostro), sílaba por sílaba, como si hu-biera escrito esas palabras cariñosas hace muchos años y no la semana pasada.

Abre el cajón otro poco para ver si encuentra algo más. Hay otros paquetitos, todos atados con listones azules. Sonríe con tristeza, involuntariamente. Ahí están las cartas de su hermana que vive en París y que siempre tuvo que leer con ella, ahí están las de su madre, con esa típica letra masculina que no ha dejado de sorprenderle, también hay otras con una letra que no reco-noce de inmediato, desata el listón y busca la fi rma, son de una amiga que hoy también estuvo entre los visitantes, muy pálida y llorosa. Hasta el fondo hay otro paquetito, lo toma como al resto y lo observa. ¿Qué clase de letra? Desconocida. No, no es desconocida, es la escritura de Hugo. Y la primera palabra

que Richard lee, aun antes de desatar el listón, lo estremece al instante. Ve el cuarto con ojos muy abiertos para cerciorarse de que todo sigue como antes, después ve el techo y de nuevo las cartas que yacen mudas ahí enfrente y que en los próximos minutos le dirán todo lo que anuncia la primera palabra… Trata de zafar el listón, pero es como si opusiera resistencia, las manos le tiemblan, hasta que por fi n lo rasga con fuerza. Lue-go se levanta. Toma el paquete con ambas manos y va al piano, la luz de las siete velas cae sobre la negra cubierta. Lee con las manos apoyadas en el piano esas copiosas cartas de letra menu-da y gargoleada, una tras otra, cada una con ansiedad, como si fueran dirigidas a él. Las lee todas, incluso la más reciente, que acaba de llegar hace un par de días del mar Báltico. La arroja junto a las otras y las revuelve, como si buscara otra cosa, como si algo más pudiera salir traspapelado entre las hojas, algo que aún no ha descubierto, algo capaz de convertir en un equívoco la verdad apenas revelada… Y cuando fi nalmente sus manos se detienen es como si reinara el silencio después de un ruido ensordecedor… Todavía recuerda aquellos sonidos… cómo crujía el cajón… cómo se abría la cerradura… cómo susurraba el papel al ser doblado… el tono de sus pasos apresurados… su

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respiración entrecortada, asustadiza. Ahora no queda sonido alguno en la recámara. Lo único que le intriga es haber enten-dido todo de pronto, sin pensar jamás en ello. Preferiría algo incomprensible, como la muerte. Procura sentir un dolor ar-diente, la inquietud ante lo inexplicable, pero sólo tiene una sensación de lucidez total que se apodera de sus sentidos en tal forma que los objetos le parecen más nítidos; es como si logra-ra escuchar el profundo silencio que lo rodea. Va despacio ha-cia el diván, se sienta a refl exionar…

¿Qué ha pasado?Ha vuelto a suceder lo que sucede a diario, y él ha sido el

hazmerreír de los otros. Seguramente sentirá, mañana o ya en unas horas, lo que todo hombre siente en esa situación… sí, ya percibe la llegada de una rabia indecible. La mujer murió antes de una posible venganza. Cuando el otro llegue lo destrozará con estas manos como a un perro. Ah, cómo desea dejarse lle-var por los impulsos de la más salvaje sinceridad. Se sentirá mucho mejor que ahora que su mente es agobiada por pensa-mientos torvos, densos.

Sabe que ha perdido todo, que debe iniciar su vida desde el comienzo, como un niño, pues sus recuerdos se han vuelto inservibles, a cada uno tendría que arrancarle la máscara con la que ella lo engañó. No supo nada, absolutamente nada, creía y confi aba, y su mejor amigo lo engañó, igual que en una come-dia… ¡Si tan sólo hubiera sido otro! También él ha sentido los hervores de la sangre que alcanzan el alma y sabe que hubiera sido capaz de perdonarlo todo (lo cual ella habría vuelto a olvi-dar de inmediato) con tal de que no hubiera escogido a alguien que él conociera y que le signifi cara tanto, pero fue precisa-mente aquel a quien más quería, a quien más unido se sentía, incluso más que a su mujer, incapaz de seguirlo por los oscuros senderos del espíritu. Ella le atraía, le gustaba, pero jamás le dio la alegría de comprenderlo. Como si no supiera que las mujeres son criaturas vacías y mentirosas, ¿no se le había ocu-rrido acaso que su mujer era como las otras, vacía, embustera, dispuesta a seducir? ¿Y qué, no sabía que su amigo, por valioso que fuera, no dejaba de ser para las mujeres un hombre como cualquiera, capaz de sucumbir a una pasión repentina? ¿Y aca-so no dejaban ver algunas apenadas palabras de esas cartas pa-sionales y estremecedoras que luchó contra sí mismo antes de acabar idolatrando a la mujer?, ¿acaso no sufrió?… Es casi monstruosamente claro, como si un extraño estuviera ahí na-rrándolo. Por más que trata, no puede odiar. Simplemente entiende, como ha entendido en otros casos. Al pensar que su mujer yace allá afuera, en el silencioso cementerio, sabe que nunca la podrá odiar. Si pudiera fl otar más allá de los muros blancos, su ira infantil se desplomaría ante su tumba con alas paralizadas. Se da cuenta de que algunas frases ninguneadas como modismos efímeros revelan en los momentos trágicos su verdad eterna, pues ahora recuerda algo que antes le parecía banal: la muerte reconcilia. Lo sabe: si el otro estuviera ahí enfrente no le dirigiría agresiones o reproches que son de una ridícula grandilocuencia frente a la majestuosidad de la muerte, no, con toda calma le diría: vete, no te odio.

No puede odiarlo. Entiende demasiado bien. Es capaz de ver con tal profundidad en las almas de los demás que casi le resul-ta asombroso; se diría que no se trata de su vivencia, parece una casualidad que esta historia le haya tocado precisamente a él. Sólo hay algo que no comprende: no haberlo sabido siempre, desde el principio. Todo era tan sencillo, tan obvio; los moti-

vos, idénticos a los de miles de casos semejantes. Recuerda a su mujer como la conoció en los primeros años de su matrimonio, una criatura apasionada, casi salvaje, más una amante que una esposa.

¿Era posible que este ser desbordado y resplandeciente se hubiera transformado en otro sólo porque él se sumió en el inconsciente cansancio del matrimonio? ¿Creyó que las llamas se apagaban repentinamente sólo porque él no las deseaba? ¿Y era sorpresivo que le gustara precisamente ese otro? Cuántas veces no había pensado al estar con su joven amigo, que a pesar de sus treinta años conservaba en las facciones y en la voz la frescura y la suavidad de un adolescente: debe gustarle mucho a las mujeres… Y ahora recuerda que el año pasado, justo cuando… debió empezar todo, Hugo los visitaba menos que nunca… y él, el auténtico marido, le preguntó: ¿por qué ya no vienes a vernos? A veces él mismo fue a recogerlo a su ofi cina para llevarlo al campo y cuando se quiso marchar lo retuvo con afectuosas reprimendas. Y nunca se dio cuenta, nunca sospe-chó en lo más mínimo. ¿No vio las miradas cálidas y húmedas que se cruzaban? ¿No escuchó cómo temblaba la voz de ella cuando hablaban? ¿No supo interpretar el temeroso silencio que en ocasiones los acometía al pasear por los senderos del jardín? ¿Y no se dio cuenta de que Hugo estaba distraído, mal-humorado y triste desde el día del verano pasado en que… eso comenzó? Sí, lo notó y se dijo de cuando en cuando: lo preocu-pan historias de faldas. Se alegró cuando logró que conversaran en serio y lo sacó de sus nimios sufrimientos… Y ahora que revisa velozmente el año pasado se de cuenta de pronto de que su amigo nunca llegó a recuperar su antiguo buen humor. ¿Se había acostumbrado a esto como a todo lo que llega lentamen-te y ya no desaparece?…

Un sentimiento extraño lo atormenta, algo que le cuesta trabajo enfrentar, un afecto profundo, una enorme compasión por el hombre cuyo miserable arrebato se convirtió en destino y que en estos momentos tal vez, no, con toda seguridad, sufre más que él; por el hombre al que se le ha muerto la mujer amada y debe enfrentar al amigo traicionado.

No puede odiarlo porque todavía lo quiere. Sabe que sería distinto en caso de que ella viviera: su vida y su sonrisa estarían marcadas por la culpa. Pero todo lo que podría ser importante en esa deplorable aventura se diluye en su implacable desenlace.

Un suave temblor altera el profundo silencio del cuarto… pasos en la escalera. Escucha absorto, percibe el golpear de su pulso.

Afuera se abre la puerta.Por un momento siente que todo lo que ha incorporado a

su alma se empieza a desmoronar, pero se logra contener. Sabe lo que le dirá cuando entre: lo comprendo, ¡quédate!

Una voz allá afuera, la voz del amigo.De pronto se da cuenta de que el otro no sabe todavía nada

y que es él quien tendrá que enterarlo…Quiere levantarse del diván para cerrar la puerta; no será ca-

paz de articular palabra. No se puede mover, está como paraliza-do. No le dirá, no le dirá nada hoy, hasta mañana… mañana…

Unos murmullos allá afuera y Richard entiende la pregunta: “¿está solo?”

No le dirá nada, ni una palabra el día de hoy, hasta mañana, o después…

La puerta se abre y aparece el amigo, muy pálido. Se queda inmóvil un momento, como si tratara de sobreponerse, des-

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pués se apresura hacia Richard y se sienta con él en el diván, toma sus manos, las estrecha, desea hablar, pero le falla la voz.

Richard lo ve sin parpadear, deja sus manos en las suyas. Así pasan un rato en silencio.

—Mi pobre amigo— susurra Hugo al fi n.Richard asiente. De pronunciar palabra sólo podría decir: lo

sé…Después de unos segundos Hugo continúa: quería llegar

hoy en la mañana, pero recibí tu telegrama en la noche, al re-gresar a casa.

Lo supuse, responde Richard, y se asombra de la tranquili-dad y la fuerza con que puede hablar. Ve al otro directamente a los ojos… De repente se da cuenta de que las cartas están ahí en el piano. Basta que Hugo se levante y dé un par de pasos para que las vea… y lo sepa todo. Sin querer Richard estrecha las manos del amigo; eso no debe suceder; ahora es él quien teme el descubrimiento.

Hugo vuelve a hablar, con palabras suaves, afectuosas, en las que evita mencionar el nombre de la muerta, y pregunta por la enfermedad y la agonía. Richard responde. Al principio se sor-prende de que pueda hacerlo, de que encuentre las asquerosas palabras comunes y corrientes para describir la tristeza de los últimos días. De vez en cuando su mirada pasa sobre el rostro pálido del amigo que escucha mordiéndose los labios.

Cuando Richard termina, agita la cabeza, como si se entera-ra de algo incomprensible, impensable. Después dice: fue horri-ble para mí no poder estar contigo hoy. Es como si fracasara.

Richard lo mira interrogante.Precisamente aquel día… a la misma hora, estábamos en el

mar.Sí, sí…¡Las premoniciones no existen! Veleamos, el viento era bue-

no, estábamos tan contentos… espantoso… espantoso.Richard guardó silencio.¿Supongo que no te quedarás aquí?Richard lo ve. ¿Por qué?No, no, no debes.¿A dónde me voy entonces?… Pensé que te quedarías con-

migo… Y lo asalta el miedo de que Hugo se vaya sin enterarse.No, contesto el amigo, te vas conmigo.¿Yo, contigo?Sí… y dice esto con una leve sonrisa.

¿A dónde quieres ir?De regreso…¿Otra vez al Báltico?Sí, contigo. Te hará bien. No te dejaré aquí, ¡no!…Parece que va a abrazarlo… ¡tienes que venir con nosotros!¿Nosotros?Sí.¿Qué quieres decir con “nosotros”? ¿No estás solo?Hugo sonrió, desconcertado:—Claro que no estoy solo.Dices “nosotros”.Hugo duda un momento. No te lo quería comunicar de

inmediato, dice fi nalmente.¿Qué?…La vida es tan extraña, o sea que estoy enamorado.Richard lo mira absorto.Por eso digo “nosotros”… También por eso regreso al Bál-

tico, y debes venir conmigo… ¿Sí? Y lo ve a la cara con ojos despejados.

Richard sonríe. Hay mal tiempo en el Báltico.¿Cómo?¡Tan pronto, tan pronto!… y agita la cabeza.No, mi amigo, no tan pronto, responde el otro, es una vieja

historia.Richard continúa sonriendo. ¿Cómo?… ¿Una vieja histo-

ria?Sí.¿Conocías a tu novia desde hace tiempo?Sí, desde el invierno.¿La quieres?Desde que la conozco, contesta Hugo y ve al vacío, como si

le vinieran hermosos recuerdos.Richard se levanta con un movimiento tan brusco que Hugo

se asusta y se le queda viendo. Hugo ve los ojos grandes y ex-traños que se le acercan, un rostro pálido y tembloroso que apenas reconoce. Se levanta asombrado y escucha una voz ex-traña y distante que masculla palabras entrecortadas: “lo sé”. Se siente aferrado de las manos y arrastrado al piano con tal fuerza que la vela sobre la columna se tambalea. Richard lo suelta y revuelve las cartas sobre la cubierta negra, las agita y algunas salen volando…

¡Miserable!, grita, y le arroja las cartas a la cara. G

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I

Quiero huir del misterio¿Hacia dónde huiré?Él es la vida y la muerte,¡Oh dolor!, ¿a dónde me iré?

II

El misterio de todoSe acerca tanto a mi ser,Alcanza a los ojos de mi alma tan de cerca,Que me disuelvo en tinieblas y universo…En tinieblas me espanto oscuramente.

III

El misterio perenne que atraviesaComo un suspiro cielos y corazones…

IV

El misterio royó sobre mi almaY la soterró… ¡Muero consciente!

V

Despierto, ¡aquí está el misterio junto a ti!Y pensando así me río amargamente,¡Para mí río como si estuviera llorando!

VI

¡Ah, todo es símbolo y analogía!El viento que pasa, la noche que enfría,Son otra cosa que la noche y el viento;Sombras de la vida y del pensamiento.

Todo lo que vemos es otra cosa.La marea vasta, la marea ansiosa,Es el hueco de otra marea que estáDonde está el mundo real que hay.

Todo lo que tenemos es olvido.La noche fría, el paso del viento ido,Son sombras de manos, cuyos gestos sonLa ilusión madre de esta ilusión.

VII

Mundo, me contraes al existir.Te tengo horror porque te siento serY comprendo que te siento serHasta las heces de la comprensión.Bebí la copa (…) del pensamientoHasta el fi n; ya que la reconocíVacía y me dio horror. Pero la bebí.Razoné hasta encontrar la verdad,La encontré y no la entiendo. Se desvanece ya En este deseo de comprensión,Inalterablemente,Es este lidiar con seres y absolutos,Lo que en mí, por sentirlo, me une a la vidaY me hace hombre por el pensamiento.…………………………………………………………………………………………………………Y en este orgullo ciertoCerrado más todavía y enajenadoMe voy, del limitado y relativoMundo en que arrastro la cruz de mi pensamiento.

VIII

Ciudades, con sus comercios…

Todo es permanentemente extraño, igualmenteDescomunal en el pensamiento hondo;Todo es misterio, todo es trascendenteEn su enorme complejidad:Un razonamiento visionado y exterior,Una ordenada misteriosidad;Silencio interior lleno de sonido.

El misterio del mundo*1

Fernando Pessoa

* Fernando Pessoa, El primer Fausto y Todavía más allá del océano, Traducción de Francisco Cervantes, fce, México, 1984.

1 Donde aparecen suspensivos, quiere decir que faltan líneas en el original.

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IX

Ya están exhaustas en míDejándome transido de terror,Todas la formas de pensar (…)El enigma del universo. Ya lo lleguéA concebir, como refi namiento extremoDe la exhausta inteligencia, que era Dios…………………………………………...Ya llegué a aceptar como verdadLo que nos dan por ella y a admitirUna realidad no realSino soñada, (como el) Dios Cristiano.……………………………………….… Fracasados pensamientos y sistemasQue, porque fracasaron, sólo más negro vuelvenEl horror so poder que los trasciendeA todos, (sí), a todos.¡Oh, horror! ¡Oh misterio! ¡Oh existencia!………………………………………..

X

El secreto de la Búsqueda es lo que no se encuentra,Mundos eternos infi nitamente,Unos dentro de otros, sin cesar recorrenInútiles: Soles, Dioses, Dios de los DiosesIntercalados en ellos y perdidosNi a nosotros mismos nos encontramos en lo infi nito.Todo es siempre diferente y siempre adelanteDe (Dios) y Dioses: ésa, la luz inciertaDe la suprema verdad.

XI

En los vastos cielos estrelladosQue están más allá de la razón,Bajo la regencia de los hadosQue nadie sabe lo que son,Hay sistemas infi nitosSoles centros de mundos suyos,

Y cada sol es un Dios.

Eternamente excluidosUno de los otros, cada uno Es el universo.

XII

En un aturdimiento y confusiónMe arde el alma, siento en mis ojosUn extraño fuego de comprensiónE incomprensión urdido, enormeAgonía y ansia de existencia,Horror y dolor, (agonía) sin fi n.

XIII

Fantasmas sin lugar, que mi menteFigura en lo visible, sombras míasDel diálogo conmigo.

XIV

No, no os lo dije… La esencia inalcanzableDe la profusión de las cosas, la sustanciaSe hurta hasta a sí misma. Si entendisteDe este o de aquel modo lo que os dijeNo lo entendiste, que le falta el modoPara entenderlo.

XV

Del eterno error en el viaje eterno,Lo que más se (explica) en el alma que se atreveEs siempre nombre, siempre lenguaje,El velo y capa de alguna otra cosa.

No que conozcas de frente a DiosNi que lo eterno te dé la mano,Ve la verdad, rompe los velos,Encuentra más camino que la soledad.

Todos los astros, aun los que brillanEn el cielo sin fondo del mundo interno,Son los caminos que falsos trillanEternos pasos del error eterno.

Vuelve a mi seno, que no conoce los dioses porque no los ve.Vuelve a mis brazos, mejor olvida que todo sólo fi ngir es. G

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Mi caso, para ser breve, es éste: He perdido completamente la facultad de refl exionar o hablar en forma coherente sobre un tema cualquiera.

Al comienzo se me iba haciendo cada vez más imposible tratar de cosas generales o elevadas usando términos que son de uso corriente. Experimentaba una sensación de malestar inexplicable ante la necesidad de pronunciar las palabras “espí-ritu”, “alma” o “cuerpo”. En lo más íntimo, me sentía impedi-do de emitir juicios acerca de los asuntos de la corte, los inci-dentes en el Parlamento, o lo que se quiera. Y no crea que me inhibían determinado tipo de consideraciones, pues bien cono-ce usted mi franqueza rayana en desparpajo: sucedía que las palabras abstractas a las cuales, sin embargo, ha de recurrir la lengua a fi n de poder formular el más intrascendente juicio valorativo, literalmente se me pulverizaban en la boca, como si fueran hongos podridos. Presentóseme el caso de amonestar a Catalina Pompilia, mi hijita de cuatro años, por una mentira infantil de la que se había hecho culpable, y al querer señalarle cuán necesario era ser siempre veraz, las ideas que venían afl u-yendo a mis labios de repente asumieron colores tan cambian-tes, y de tal manera se mezclaron unas con otras, que termi-nando la frase a duras penas, como si me sintiera mal —en efecto, tenía la cara pálida y sentí una violenta presión en la cabeza— dejé sola a la niña, di un portazo, y apenas si recupe-ré el equilibrio después de recorrer a galope tendido una llanu-ra solitaria.

Poco a poco fueron extendiéndose esos momentos de an-gustia como una herrumbre que todo lo invade. Incluso en la charla familiar y rutinaria los juicios que uno suele enunciar a la ligera, con una seguridad de sonámbulo, se me hacían discu-tibles hasta el extremo de obligarme a dejar de participar del todo en pláticas de esa índole. Me daba una rabia inexplicable, difícil de ocultar, al escuchar frases por el estilo de: “el asunto terminó bien o mal para fulano”; “el sheriff N. es un canalla”; “el predicador T. es buena persona”; “el arrendatario M. me-rece compasión porque sus hijos echan la casa por la ventana”; “a otro le ha caído en suerte tener hijas que saben manejar el hogar con prudencia”; “esa familia sube, en la escala social, la otra va camino de la ruina”. Todo esto me parecía indemostra-ble, mentiroso e incongruente en grado sumo. Mi mente me obligaba a ver todas las cosas de que se hablaba, en una especie de inquietante cercanía: así como bajo la lente de aumento vi

en una ocasión un pedazo de piel de mi meñique que parecía una tierra en barbecho, llena de surcos y cavidades, así veía a los hombres y sus actos. Ya no lograba abarcarlos con la mirada simplifi cadora de la costumbre. Todo se me disgregaba en frag-mentos, que a su vez se disgregaban en otros más pequeños, y nada se dejaba encasillar con un criterio defi nido. Palabras sueltas fl otaban a mi alrededor, se volvían ojos que me mira-ban, obligándome a mirarlos: remolinos que me atraían hasta causar mareo, que giraban sin cesar y más allá de los cuales no había más que el vacío.

Traté de salir de ese estado buscando refugio en el mundo espiritual de los antiguos. Huí de Platón, pues me espantaba su arriesgado vuelo hacia el mito. Pensaba cultivar sobre todo el trato de Séneca y Cicerón, abrigando la esperanza de que la armonía de sus conceptos limitados y bien ordenados me de-volviera la salud. Mas no hubo manera de tender un puente a ninguno de los dos. Entendí sus ideas; el juez maravilloso de sus asociaciones se desplazaba ante mí como el de esos magní-fi cos surtidores de agua que lanzan al aire bolas de oro. Podía yo deslizarme en torno a esas ideas y asistir al espectáculo de sus juegos, pero aquéllos no tenían relación más que entre sí, y lo más hondo y personal de mi pensamiento quedaba excluido de la ronda que bailaban. Adueñábase de mí en su presencia una soledad terrible; era como un hombre encerrado en un jardín poblado de estatuas sin ojos, y huyendo me encontré de nuevo en campo raso.

Desde entonces llevo una existencia que, me temo, os sería difícil comprender: a tal punto es opaca y carente de las luces del ingenio; una vida que casi no se distingue de la mis vecinos, de mis parientes y de la gran mayoría de gentileshombres que poseen tierras en este Reino aunque no está privada, cierto es, de momentos plácidos y vivifi cantes. Trabajo me cuesta darle a entender en qué consisten esos buenos momentos; una vez más me abandonan las palabras. Pues a decir verdad, es algo que no tiene nombre ni quizá sea posible nombrar lo que vertiéndose, cual si llenara una copa, en cualquier objeto visible de mi am-biente familiar y desbordándolo con un oleaje de vida superior, en tales instantes se me revela. No podré explicarme sin dar un ejemplo, y os ruego perdonar la trivialidad de mis ilustracio-nes. Una regadera, un rastrillo abandonado en el campo, un perro tomando el sol, un humilde cementerio, un lisiado, una choza de campesino, todo esto puede convertírseme en reci-piente de mi revelación. Cada uno de esos objetos y otros mil similares por sobre los cuales la mirada se desliza de costumbre con obvia indiferencia, es de pronto capaz, sin que nada logre evitarlo en ese momento, de adquirir para mí un carácter tan

La carta de Lord Chandos*Hugo von Hofmannsthal

* Hugo von Hofmannsthal, La carta de Lord Chandos y algunos poe-mas, Traducción de Jaime García Terrés, fce, México, 1990.

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solemne y conmovedor que todos los vocablos me parecen pobres para expresarlo. Aun la nítida imagen de un objeto au-sente puede recibir el incomprensible privilegio de alojar, lle-nándose hasta el borde, la ola de inspiración divina que, cre-ciendo suavemente, de golpe se precipita. Hacía poco había dado orden de esparcir buena cantidad de veneno para las ratas en la casa de vacas de una de mis granjas. Al anochecer salí a caballo, como es de suponerse, sin pensar más en el asunto. Mientras iba al paso por un campo concienzudamente labrado, sin que se presentara a la vista nada más impresionante que una cría de codornices alzando vuelo, y en lontananza, sobre la campiña ondulante el gran disco solar que descendía al ocaso, de súbito surge en mí la imagen del recinto en donde agoniza aquel pueblo de ratas. Todos los detalles entraban dentro del ámbito de mi visión: el frío y pesado aire de la cueva, impreg-nado del olor dulzón y penetrante del veneno; los alaridos de

muerte que retumbaban en las enmohecidas paredes; el caos de las embrolladas convulsiones y las desesperaciones que se agol-pan en una cacería loca; la carrera insensata en busca de una salida; el furor glacial en la mirada de dos animales que por azar se encuentran delante de una rendija tapada. ¡Mas para qué ensayar otra vez palabras vanas! ¿Recordáis, amigo mío, aquel grandioso cuadro que describe Tito Livio al correr las horas que precedieron a la destrucción de Alba Longa? ¿Cómo la gente vagaba por las calles que no volverían a ver… y se despedía hasta de las piedras del suelo? He de deciros amigo mío, que todo eso lo llevaba yo en el alma, así como el incendio de Cartago; pero lo que vi superaba aun aquellas escenas de antaño, era algo más divino y más animal; y era el presente: el presente en su máximo grado de presencia y lleno de rasgos sublimes. Veía yo una rata madre en medio de su cría agoni-zante; ¡ella no miraba a los moribundos ni los inconmovibles

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muros de piedra, sino lanzaba sus miradas al vacío, o más allá, hasta el infi nito, con un crujir de dientes! El esclavo que lleno de pavor impotente haya permanecido cerca de Níobe mien-tras ésta se petrifi caba habrá sufrido lo que sufrí yo cuando, en mi visión interior, el alma de ese animal enseñaba los dientes.

Perdonadme este relato, pero no vayáis a creer que el senti-miento que entonces me invadía era la compasión, pues si tal fuerais a pensar, ello signifi caría que había yo escogido muy torpemente mi ejemplo. Era mucho más y mucho menos que la simple piedad: una participación infi nita, un fl uir de mí mis-mo hacia esas criaturas, o incluso la sensación de que por un instante ellas recibían un fl uido de vida y muerte, de sueño y vigilancia —algo de cuyo origen nada sé. En fi n, qué tiene que ver con la compasión, qué con una asociación inteligible de ideas humanas el hecho siguiente: la otra tarde, debajo del nogal, encontré una regadera a medio llenar que allí había dejado un jardinero; y esa regadera y el agua en ella, ennegre-cida por la sombra del árbol y el escarabajo acuático que, sur-cando el espejo con sus patas de remo, atravesaba de una orilla a la otra; todo ese conjunto de cosas insignifi cantes me suscitó el calosfrío de la presencia del infi nito, me estremeció desde la raíz de los cabellos hasta los talones a tal punto, que si hubiera dado con ellas, habría querido prorrumpir en palabras que harían prosternarse a los querubines en quienes no creo. Silen-cioso, me alejé de aquel sitio, y todavía, transcurridas varias semanas, cuando llego hasta el nogal, sólo lo miro tímidamen-te y de reojo, pues no quiero perder el sabor del milagro cuyo

recuerdo fl ota en torno a su tronco, ni quiero ahuyentar los estremecimientos del más allá asociados a los matorrales de aquel paraje. En tales momentos los seres triviales, un perro, una rata, un insecto, el seco ramaje de un manzano, el serpen-teado camino trazado por las carretas en la colina, una piedra musgosa, se me vuelven objetos más preciados que la más bella y generosa amante, en la más dichosa de las noches. En esas criaturas mudas o hasta inánimes encuentro la plenitud y ubi-cuidad de un amor tan grande que mis colmados ojos no per-ciben en su derredor nada que no esté lleno de vida. Todo sin excepción cuanto existe o de cuya existencia me acuerdo y cuanto insinúan mis pensamientos más confusos, me parece signifi cativo. Aun mi propia pesadez mental y la consuetudina-ria apatía de mi cerebro me parecen tener sentido; dentro y fuera de mí se refl eja el más cautivador e ilimitado juego de luces, y no hay entre esa multitud de cambiantes objetos lumi-nosos ninguno que me impida fundirme con él. Tengo enton-ces la impresión de poseer en mi cuerpo las claves para desci-frar el universo, o de que pudiéramos entablar con el Ser en su totalidad inusitadas relaciones, fecundas en presentimientos, no bien hubiésemos aprendido a pensar con el corazón. Pero una vez que cede el encantamiento, ya no sé qué decir, y tan imposible es para mí defi nir en términos razonables qué es y por cuáles medios se me ha revelado esa armonía con el mundo entero, como vano sería el intento de describir exactamente los movimientos interiores de mis vísceras o las pausas en la circu-lación de mi sangre. G

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Hace cuatro meses, poco más o menos, que ocurrieron los sucesos que voy a referir. Una tarde, de vuelta de la Dirección General donde trabajo, hallé en mi casa una enorme caja de madera que me había llevado un mozo de cordel. Esta caja contenía un riquísimo ataúd de ébano, labrado maravillosa-mente y con pesadas incrustaciones de plata y marfi l. El ataúd estaba vacío, y sólo hallamos mi mujer y yo una carta prendida con un alfi ler a uno de los muelles almohadones de raso azul celeste de que está cubierto interiormente. Abierta la carta, decía así.

“—Señor: Tuvimos el honor de asistir a la vista en apelación de la causa seguida contra los hermanos Mohedanos por viola-ción de sepulcros. En el discurso que leyó Vmd. en defensa de los dichos hermanos Mohedanos nos pareció oír ciertas expre-siones propias sólo de un fi no connaisseur de cajas de muerto. Hemos, pues, creído un deber ofrecerle a Vmd. el presente ejemplar, uno de los más preciados de nuestra rica colección. Fue fabricado el año de 1896 por Gautier de París, y las incrus-taciones de marfi l, talladas en Italia por Guerrini. Las dimen-siones del ataúd que nos permitimos ofrecerle le dan un valor de rareza inapreciable, pues es de los pocos cuya longitud ex-cede de tres metros cincuenta centímetros. De 1890 a esta parte sólo tres ataúdes se han construido del mismo tamaño que éste: uno, para Leopoldo II, rey de los Belgas; otro, para el coronel Mulhausen del ejército alemán, quien pidió ser ente-rrado con su magnífi co casco de hulano en la cabeza; y el últi-mo, para la duquesa de Olendorff, gran señora rusa que medía dos metros y ochenta centímetros, y que casó en 1898 con el tenor italiano Fiorini.

Perdónenos que no revelemos nuestros nombres, ni le indi-quemos dónde vivimos, porque a fuer de coleccionadores he-mos sufrido algunos contratiempos, y se nos persigue actual-mente por el robo de unos ataúdes.

Andamos a caza de un valiosísimo Samuel Smiles de Lon-dres que guardó el cadáver del tercer marqués de Nottingham. Este marqués murió en Italia a los ventidós años de edad, y fue retratado por Sir Joshua en 1757. (National Gallery.) Le segui-remos dando noticias de nuestras adquisiciones.

Posdata: ¿Nos permitirá Vmd. que le demos por muerto desde hoy, y que a nombre de su viuda hagamos venir de Am-beres un Bendorps que necesitamos? ¿Sí? Gracias.”

Mi único viaje

En el mundo de la mentira no hay leyes naturales que limiten las posibilidades realizables de los fenómenos. Las montañas se deslizan apaciblemente por el agua de los ríos, y éstos prenden su corriente de las altas copas de los árboles. La luna se ha re-tirado de su trabajosa vida sideral y descansa pacífi camente en el fondo fresco de un pozo, guardada por niños y enanos. Las estrellas se pasean por el cielo en la más loca confusión, y de verlas tan atolondradas y alegres los hombres han dejado de colgar de ellas sus destinos.

A muchos parecerá singular que yo pueda dar noticia tan exacta del mundo de la mentira. Si Vmds. me dan licencia, voy a contarles cómo fui allá.

Mi amigo Juan Cabeza de Vaca era mentiroso como un reloj que da trece campanadas. Hablaba sólo de personas inexisten-tes y de sucesos que nunca habían acaecido. Algunas veces, sin embargo, por fl aqueza de su memoria, trataba de seres que vivían y de acontecimientos que sí habían ocurrido. Los prime-ros dejaban entonces de existir en el mundo de la realidad para existir en el de la mentira; y en cuanto a los segundos, se alte-raban o cesaban de haber sucedido, mal que le pese al imposi-ble metafísico.

Mi amigo era la inteligencia creadora del mundo de la men-tira que por sola obra de su conversación se poblaba de seres reales. En el instante en que pronunciaba el nombre de una persona, ésta desaparecía de nuestro mundo y se hallaba de improviso en el de la mentira. Este género de muerte cogía desprevenidas a las gentes, que desaparecían, verbi gratia, en lo más encarnizado de una riña, en el punto de reconciliarse dos antiguos enemigos, o en cualquier otro trance grave de la vida. Voy a contar cómo me sorprendió, cierta ocasión en que Ca-beza de Vaca me atribuyó no sé qué expediciones imaginarias por el Mar Rojo.

Cenaba yo en la casa del general Eneas Pezuña de Cabra, un héroe de la guerra de cien años. Habíamos bebido sin medida, y los genios de la locura, libres de su cárcel de cristal de roca, encendían en nuestros ojos y venas un fuego sagrado.

Mi vecino de la derecha, profesor de Economía Política de una universidad desconocida, disertaba con erudición amena y de buen gusto acerca de si el enfriamiento progresivo de nues-tro planeta infl uye en el abaratamiento de los calorífi cos eléc-tricos y en el consumo mundial de la carne de oso blanco.

—Su conversación, profesor, es muy instructiva —opinó una señora.

—Extremadamente instructiva —me apresuré a corregir.

El ladrón de ataúdes*Julio Torri

* Julio Torri, El ladrón de ataúdes, fce, México, 1987.

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—Instructiva en grado sumo —añadió gravemente el gene-ral Pezuña de Cabra.

Una dama:—¿Por qué no brinda Vmd., profesor?—Señora, los estatutos de la Sociedad Protectora de Bison-

tes Americanos me lo prohíben.Una marquesa dijo entonces que gustaría de oírme brindar,

pues mi aire de persona tartamuda, le hacía presumir que yo no era un buen orador.

—Desde muy joven —añadía— he tenido vivísimos deseos de oír a un mal orador. Porque me han asegurado que los ma-los oradores existen realmente.

Otra dama aseguró que su marido era un excelente orador, por lo cual ella pensaba divorciarse. Todas las señoras confesa-ron entonces que sus esposos eran los mejores oradores que conocían.

Mi vecino de la izquierda, estúpido como un zapato impar, me indicó con una mirada que debía yo acceder a los ruegos de la marquesa.

Cuando me levanté de mi asiento, pude mirarme a hurtadillas en el espejo que tenía delante, en tanto que terminaban los cuchi-cheos a lo largo de la mesa. Me pareció mi fi gura de un gran efecto decorativo: por encima de los vasos con fl ores y de los candelabros de plata se destacaba mi busto vigoroso y exuberante. Sobre mi cuerpo obeso mi cara trasudaba complacencia, y las venas de la frente, hinchadas del comer y beber, daban a mi sudo-roso semblante una apariencia báquida y grotesca muy de la ma-nera de Jordaëns. Comencé mi brindis con mi voz nasal y grave:

—A imagen del emperador mexicano Moctezuma, en un diálogo célebre de Fontenelle, citemos a Sófocles:…

En este punto, Juan Cabeza de Vaca pronunciaba mi nom-bre y yo desaparecía de este mundo. De mi asiento se levantó una llamita azulada, como la del ron cuando arde, vaciló un instante en el aire, refl ejándose misteriosamente en los espejos del aposento, y luego desapareció a su vez.

Las señoras no cabían de gozo. La que me había pedido que brindara sonreía enigmáticamente a fi n de persuadir a los de-más de que ella estaba en el secreto de mi desaparición.

La mujer del general dijo:—¡Qué atolondrado y divertido era nuestro Diógenes Laer-

cio! (Yo me llamaba en el mundo de las tres dimensiones, Dió-genes Laercio.) Nunca le perdonaré, sin embargo, la locura de desaparecer al tiempo de ir a citar a Sófocles.

El profesor:—O más bien cuando se ha olvidado del todo, profesor. Las

citas sólo valen por su inexactitud.El general:—Yo nunca hago citas: tengo para ello un instintivo mal

tino. Mis hijos me demuestran siempre que las citas que hago no vienen a cuento.

El profesor:—Sus hijos, general, son muy caritativos con Vmd.La marquesa:—Caritativos como un amigo que se duerme.Otra señora:—O como una puerta que se abre. G

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número 467, noviembre 2009 la Gaceta 15

¿Estás sujeto a la cólera, al miedo, a la audacia o a cualquier otra pasión?

¿Cuáles son los defectos de tu carácter? ¿Tus errores de comportamiento en la iglesia, en la mesa, en la conversación, en el juego, en todas las demás actividades, en particular las actividades sociales?

Examínate físicamente. ¿Tienes la mirada insolente, la rodi-lla o la nuca demasiado rígidas, la frente surcada de arrugas, los labios demasiado fi nos, los andares demasiado rápidos o dema-siado lentos?

¿Gozan de buena reputación las personas que frecuentas? ¿Son ricas y prudentes?

¿En qué ocasiones puedes llegar a perder el dominio de ti mismo y a cometer errores de lenguaje o de conducta? ¿Cuán-do bebes en el curso de una comida? ¿Cuándo juegas? ¿O cuándo te sucede una desgracia? ¿En esos momentos en los que, como dice Tácito, “las almas de los mortales son vulnera-bles”?

¿Sueles ir a lugares sospechosos, vulgares, de mala fama, indignos de ti?

Aprende a vigilar todos tus actos y no disminuyas jamás esta vigilancia. He aquí a lo que te prepara la lectura de este libro, es decir a refl exionar incesantemente en el lugar en que estés, en las circunstancias en que te encuentres, en tu calidad y en calidad de aquel con quien tratas.

Toma nota de cada uno de tus defectos y vigílate en conse-cuencia.

Es conveniente, cada vez que se comete una falta, imponer-se una sanción.

Si alguien te ha ofendido y tienes la bilis revuelta, no digas nada, no hagas nada que revele tu cólera. Durante el tiempo que las circunstancias hagan inútil toda manifestación de ani-mosidad por tu parte, no trates de vengarte, pero fi nge no ha-ber experimentado nada, y aguarda tu hora.

Que tu semblante no exprese jamás nada, ni el menor sen-timiento, sino una perpetua afabilidad. Y no sonrías al primero que llegue y muestre por ti el menor entusiasmo.

Debes tener informes sobre todo el mundo, no comunicar tus secretos a nadie y espiar los ajenos.

No digas nada, no hagas nada que esté contra el decoro, al menos en público, incluso si lo haces de un modo natural y sin mala intención, porque los demás pensarán mal.

Conserva siempre una actitud reservada, observándolo todo con la mirada. Pero cuida que tu curiosidad no traspase la ba-rrera de tus pestañas.

He aquí, a lo que creo, cómo se conducen las personas sa-gaces y lo bastante hábiles para ponerse al abrigo de las pre-ocupaciones.

Evitar el odio

Niégate a servir de testigo en un proceso porque te enojarías con una u otra parte. No hables, no des información sobre un hombre que no sea de buena cuna o incluso de baja extracción. Si lanzas una puya en una conversación, sigue hablando como si tal cosa. No manifi estes a nadie favor particular en presencia de otros, porque si no juzgarán que los desprecias y te aborre-cerán.

Evita un ascenso demasiado rápido y demasiado brillante; las miradas deben habituarse a una luz más viva, de lo contra-rio, deslumbrados, se cierran. No te opongas a lo que gusta al pueblo, ya sean vicios o simplemente tradiciones. Si tienes que reconocerte como autor de algún hecho odioso, no te expon-gas en el momento a la animadversión que suscite ni dejes creer por tu conducta que no lo sientes en absoluto o incluso que estás orgulloso de lo que has hecho, burlándote de tus víctimas. No harías más que aumentar el odio. Lo mejor es ausentarte dejando pasar el tiempo sin dejarse ver.

No introduzcas innovaciones extravagantes en tu indumen-taria o en el fausto de tus fi estas.

Si dictas leyes, que sean las mismas para todos, haz confi an-za en la virtud. Da cuenta de tus actos para agradar al pueblo, pero sólo después de haber obrado, para evitar que encuentres objeciones.

Ten por regla general —se trata de un principio fundamen-tal— no abandonarte jamás a hablar desconsideradamente, tanto en mal como en bien, de cualquier cosa, ni a referir los hechos de nadie, sean buenos o malos. Porque puede ocurrir que esté presente un amigo de aquel de quien hablas y le repi-ta tus palabras agravándolas; a causa de ello aquel hombre se sentirá herido. Si, por el contrario, es enemigo de aquel a quien elogias, te atraerás su enemistad.

Si bien es cierto que importa saberlo todo, oírlo todo y te-ner espías por doquier, hazlo con prudencia, porque es ofensi-vo para cualquiera saberse espiado. Debes, pues, espiar sin dejarte ver.

Hay que evitar dar pruebas, por decirlo así, de demasiada nobleza. Porque algunos verán en ello desprecio. Si dices, por

Conócete a ti mismo*Julio Mazarino

* Julio Mazarino, Breviario de los políticos, Traducción de Aurelio Garzón del Camino, fce, México, 1985.

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ejemplo, que no le pides nada a nadie, que tienes todos los soldados que quieres, etcétera.

Es preferible no pretender que seguirás una política mejor que tus predecesores, que tus leyes serán más rigurosas, pues te enajenarás sus amigos. Incluso si son justos no anuncies tus proyectos políticos, o al menos no hables más que de aquellos de los que sabes de antemano que serán bien acogidos.

He aquí cómo obrar con tus servidores: no des a otros lo que era el privilegio de algunos y que no parezca que compar-tes tu autoridad con uno de ellos sobre todo si los demás lo detestan. No distingas a ninguno con recompensas particulares a menos que todos reconozcan su virtud, lo cual será entonces una causa de emulación para todos.

Si has de ejercer alguna severidad con tus sirvientes, enco-miéndaselo a otros haciendo como si no fueras tú quien dabas las órdenes. Así, en el caso en que algunos acudieran a quejarse a ti, podrás disminuir su castigo y hacer que recaiga toda la responsabilidad sobre aquellos que hayan tenido la iniciativa de tanta severidad. Por ejemplo, en caso de relajamiento de la disciplina en los ejércitos, confía a los ofi ciales el cuidado de restablecer el orden prescribiéndoles que impongan a los sol-dados unas tareas penosas sin fi jar límite a sus rigores. Para redimirse a tus ojos emplearán una severidad excesiva dándote así ocasión de ejercer tu benevolencia respecto de los soldados que recurran a ti.

A todos aquellos que por sus proezas merezcan una gloria plena y entera, déjalos vanagloriarse solos sin reivindicar tu parte. La gloria recaerá en ti con más fuerza ya que se le aña-dirá la de haber estado por encima de la envidia.

Tus éxitos y logros atribúyelos a cualquier otro, por ejemplo a un hombre de bien que te haya ayudado con su previsión y sus consejos. Que el éxito no te vuelva orgulloso. Conserva la misma manera de hablar, las mismas costumbres de mesa, los mismos vestidos. Y si has de cambiar algo en estos aspectos, que sea por una razón bien precisa.

Si tienes que castigar a alguien, indúcelo a que él mismo se reconozca culpable, o bien hazlo juzgar por otro a quien habrás recomendado en secreto que pronuncie una sentencia severa, sentencia que tú podrás después suavizar.

No ultrajes la derrota de tu adversario, no provoques a tu rival y conténtate cuando seas vencedor con la realidad de tu victoria sin celebrarla con palabras o gestos.

Si proyectas pronunciar una sentencia capital, recurre a una formulación ambigua. Por ejemplo, habla gravemente a favor del punto de vista que puedes defender y después simula deci-dir en favor del punto de vista adverso. O bien reserva tus conclusiones.

Si se te pide que intercedas por alguien en un asunto, acep-ta, pero al mismo tiempo muestra que este asunto no depende de ti, que careces de poder sobre la resolución fi nal que, muy bien, podría ser opuesta a tus deseos.

Si tienes que vengarte, utiliza a un tercero u obra en secreto. Obliga al ofendido a perdonar al ofensor, permitiéndole a este último huir rápidamente y en secreto.

Si unos parientes tuyos tienen un proceso, no tomes el par-tido ni de los unos ni de los otros y con el pretexto de que tus

asuntos te acaparan, excúsate ante las dos partes. Así ninguna pensará que la has traicionado, puesto que a ninguna le habrás dado la preferencia.

Que no se puedan imaginar que has participado con tus superiores en la elaboración de nuevas leyes, sobre todo si estas leyes son impopulares. Evita mostrarte a menudo con aquel que detenta el poder, cuéntale sin hacerte de rogar las anécdo-tas sin importancia y no te ufanes con nadie de su amistad.

Si se comprueba tu infl uencia sobre los Grandes, se te hará responsable de sus malas acciones. Por lo tanto, procura que tu superior oiga tus consejos, y escuche tus intervenciones, pero no procedas sino en su ausencia a grandes cambios políticos. Esta precaución es particularmente para los confesores de los Príncipes.

Si alguien hace el elogio de tu familia y de tus antepasados, cambia el tema de la conversación. Se advertirá tu modestia, y no será opacada tu gloria por la envidia. Si por el contrario te muestras halagado, suscitarás el odio.

No te hagas el defensor de acciones demagógicas.Si se te destituye de una función, expresa tu satisfacción y tu

agradecimiento hacia aquel que te ha devuelto una tranquili-dad que tú habías reclamado. Busca los argumentos que con-venzan mejor a tus oyentes. Así nadie festejará tu caída.

No trates de saber abiertamente si alguien te ha combatido, ni quién lo ha sostenido en su lucha contra ti. De tu enemigo no hables jamás; pero será de primordial importancia que co-nozcas todos sus secretos. No te entrevistes en público con las personas odiadas por todos y no seas su consejero.

Que no se sepa que estabas presente en un consejo donde se han tomado, según se cree, decisiones de un rigor excesivo; incluso si es contra gente sin importancia; podría creerse que tú fuiste en mayor o menor medida su iniciador.

No rehabilitarás ni criticarás los actos de nadie y evitarás examinar con demasiada atención la manera en que los demás cumplen sus funciones. No vayas sin haber sido invitado a las haciendas, las ofi cinas, las cuadras, y en general a los lugares donde podría creerse que estás espiando.

Si indagas sobre un superior con sirvientes y pajes, toma grandes precauciones.

Procura que tu conducta, tus gestos, tu continente, tus bro-mas, lo que dices y la manera de decirlo, tus risas y tus entu-siasmos no hieran a nadie ni produzcan suspicacias.

Cualesquiera que sean tus ocupaciones, si de improviso lle-ga alguien, acógelo amablemente y hazle sentir que es bienve-nido. Pero que te excuse por aquel día y vuelva otra vez. Si quieres vivir en paz habrás de renunciar a no pocas comodida-des.

Siempre que oigas contar delante de ti algunas cosas falsas, deja hablar sin interrumpir; es inútil demostrar que tú estás mejor informado. No recibas jamás a nadie con una broma o una ocurrencia ingeniosa; podría considerarlo como una falta de consideración o una forma de burla. Si alguien ha sufrido un fracaso no te burles de él, por el contrario encuéntrale excusas, hazle hablar, trata de ayudarlo.

No utilices tus prerrogativas de juez para dar órdenes a personas que son gente libre y no tus vasallos. G

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número 467, noviembre 2009 la Gaceta 17

El primero de todos los derechos para Napoleón, tanto como para el último tambor de sus ejércitos, era indudablemente el de tener un alma, un alma que fuese realmente suya y no pu-diese pertenecer a nadie más. Es difícil pensar en ello.

Sin duda, cuando se es cristiano, se está obligado a saber que todo hombre tiene un alma y que esta criatura invisible es, a semejanza de un Creador, invisible. Se sabe también y por consiguiente que el alma de cualquiera, ya fuese la de un imbé-cil o la de un negro, es infi nitamente más preciosa que todos los tesoros que se puedan imaginar, incomparablemente más colosal que la estrella Canopo a la que los astrónomos más moderados conceden una dimensión esférica de ocho millones de veces superior a la de nuestro sol. Algunos santos han dicho que si alguien pudiera ver un alma tal como es, en toda su grandeza y su dignidad, moriría al instante. Indudablemente si esto pudiera ser puesto en duda, el Dogma de la Redención por la Sangre y por el Oprobio de un Dios encarnado sería absurdo e inconcebible.

Es ya mucho para un creyente que el alma pueda ser pensa-da y es incluso del todo sobrenatural, me atrevo a decirlo, que se hable de ella continuamente. No se trata, como es natural, del alma de los animales o de las plantas; es decir, de su princi-pio de vida, que no es realmente fácil de explicar ni de demos-trar. Se trata del alma humana incapaz de acabar, cuya existen-cia misma no es conocida sino por la operación de la Gracia, del alma invisible que debe sobrevivir a un cuerpo visible al cual está llamada a reintegrarse un día, de esa alma que Dios ha hecho participante de sí mismo y que es más duradera que todos los mundos.

Si esta idea es abrumadora, cuando nuestro espíritu se digna ocuparse del primero que pasa, ¿qué será de un Napoleón? ¿Habrá que decir, burlándose del Redentor y de su Sangre, que el alma de éste es más preciosa que la de los demás? Indudable-mente no, pero más grande e incomparablemente mayor por atribución, eso es cierto.

Hay almas que son unas esposas o unas concubinas preferi-das a las que el Señor se complace en colmar de los adornos más extraordinarios y más suntuosos. Si son infi eles o disipa-doras asumirán el castigo, porque el Maestro es tan celoso como poderoso. Pero, hasta en el fondo de su desgracia, con-servarán su gloria esencial y el recuerdo de lo que fueron no será borrado del corazón de los hombres.

Nadie resplandeció tanto como Napoleón, indudablemen-te, pero nada prueba que su alma fuese más luminosa que la de un fámulo o la de un zapatero. Las lámparas o los faros de su genio difundieron un deslumbramiento que dura todavía y que no acabará hasta el amanecer del Día de Dios. Pero su alma, siempre ignorada, no pudo iluminar sino a sí mismo de una manera que no sabemos. Su propia alma, triste o jubilosa, som-bría como los abismos, o torturada por la luz; su alma de peca-dor, de orgulloso, de implacable, de sentimental o de bona-chón; su alma de fuegos cambiantes, dolorosa o triunfante; su alma inconstante o desesperada que le decía siempre: “Estás solo, oh Napoleón, eternamente solo; nadie te acompaña, na-die sabe lo que quieres ni lo que aborreces, ni a dónde te lleva-rán tus pasos, puesto que tú mismo lo ignoras. Pobre omnipo-tente desdichado, llora en el fondo de mí, yo te escondo y te protejo.”

Napoleón no tuvo propia más que su alma. Por ella ganó todas sus batallas; por ella fue un conductor de hombres inau-ditos, un administrador infi nito; por ella se atrevió a modelar a Europa con unas manos que tomó prestadas de Dios y que esperó no devolverle jamás. Por su alma, en fi n, por su alma sola tuvo la gloria de equivocarse como ningún hombre se ha-bía equivocado antes de él, y fi nalmente abatido, no fue sino el Anunciador, no por la hostilidad furiosa de algunos reyes hu-millados, sino por la coalición de todos los siglos y por el re-fl ujo de la Revolución francesa que se retiraba de él después de haberlo llevado hasta las cimas.

Los testimonios históricos son bastante claros. Confi gura-dor y Regulador de aquella revolución que transformaba la faz del mundo, Napoleón tuvo en su contra, necesariamente, todas las tradiciones anteriores. Todas las cosas del pasado debieron naturalmente precipitarse hacia él y sobre él, como torrentes innumerables atraídos por una sima única.

En vano trató de captarlos para su uso, desplazando todas las fronteras, tratando de fabricar nuevos reyes y nuevos pue-blos, fechando con su persona una era nueva. Las cosas le obedecieron menos que los hombres y es como para confundir el pensamiento decirse que hubo allí un alma, una sola alma de orgullo, de amor y de sufrimiento como las demás, para cargar con aquello, un alma excesivamente desmesurada, pero absolu-tamente única en cuanto al destino, en la cual fue preciso que se concentrara el esfuerzo de la resistencia continua a todas las almas, yeguas pérfi das o potras salvajes, las que era indispensa-ble siempre domar.

A riesgo de parecer paradójico, me atrevo a pronunciar la palabra de desinterés. ¿Cuál podría ser, en efecto, el interés o

El alma de Napoleón*Léon Bloy

* Léon Bloy, El alma de Napoleón, Traducción de Aurelio Garzón del Camino, fce, México, 1986.

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los intereses de un hombre llegado a una situación tan prodigio-sa? ¿Qué ambición habría podido concebir, sino la de ser o de seguir siendo lo que era ya, lo que había debido ser siempre, incluso en los limbos de su destino, ya que el porvenir, en el sentido ordinario, es una palabra sin acepción, cuando se habla de tales parangones de humanidad?

En la cima de todo, a la edad de treinta y ocho años, saciado de aquello que puede hacer palpitar, no le quedaba más que hacerse adorar como un rey pagano, si su poder inaudito hu-biera sido capaz de prevalecer contra la gota de agua de su bautismo.

¡El desinterés de Napoleón! ¿Quién, pues, piensa en él? Fue a su medida, sin embargo, y totalmente fuera de medida, no precisamente por desprecio o saciedad, sino porque no tuvo tiempo de buscar o incluso de considerar lo que hubiera podi-do serle provechoso. Tuvo el desinterés del verdadero soldado que ejecuta una consigna peligrosa sin ser sostenido solamente por el pensamiento de que su obediencia podrá parecer heroi-ca. No sabiendo él mismo a dónde lo llevaba una voluntad misteriosa de la cual no pensaba discutir las exigencias y no reservándose sino la responsabilidad más total que un mortal haya asumido, le pareció sencillo exigir el desinterés absoluto de varios millones de criaturas a las que colmaba de gloria, no disponiendo de otra cosa que darles; pero adivinando muy bien

que aquellos instrumentos inferiores de la fuerza irresistible, cuyo impulso experimentaba, iban como él, y al mismo paso, a la realización ineluctable de un designio que excedía la com-prensión de su genio.

Jamás se podrá repetir lo bastante, ¡todo estaba contra él, todas las almas contra su sola alma! No únicamente las almas de los contemporáneos tan violentamente comprimidas por él, sino las almas de otro tiempo, las almas, siempre vivas, de los antiguos muertos que habían llenado, gota a gota, durante si-glos, las Siete Copas de la Cólera que recibió el encargo de presentar al mundo, y todavía las almas venideras sobre las que esas copas pavorosas serían inevitablemente derramadas, por-que él no era, ya lo he dicho, sino un precursor. Todas, una vez más, debían estar contra él, lo mismo que los criminales contra su verdugo, y también en virtud del instinto universal de la humanidad que, en estado de caída, no perdona a los superio-res.

Es, pues, razonable pensar que Napoleón, incluso en los días de sus triunfos más resonantes, fue un hombre secreto pero profundamente desdichado, puesto que la felicidad o lo que se quiere llamar felicidad, en esta vida, no es sino una com-binación, por lo demás ilusoria, de satisfacciones mediocres y de gangas adventicias que no pueden convenir a un gran hom-bre y sobre todo al más grande de los hombres. G

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Prólogo

La escena se desarrolla en la luneta; las luces se han encendido; los músicos encuéntranse ya en el lugar de la orquesta. El teatro está

lleno, la gente habla en voz alta, algunos entran.

(Fischer, Müller, Schlosser, Bötticher, en la luneta.)

FISCHER: Realmente tengo curiosidad, señor Müller. ¿Qué piensa usted de la pieza de hoy?

MÜLLER: Habría sido más fácil para mí imaginar el hundi-miento del mundo que ver semejante pieza en nuestra sala.

FISCHER: ¿Conoce usted la obra?MÜLLER: En absoluto. El título no podía ser más extraño: ¡El

gato con botas! No me atrevo a suponer que se nos haya traído a este teatro la farsa infantil.

SCHLOSSER: ¿Se trata, pues, de una ópera?FISCHER: ¡Nada de eso! En el programa aparecen las pala-

bras: Cuento infantil.SCHLOSSER: ¿Un cuento infantil? ¡Pero por Dios! ¿Acaso so-

mos niños, para que se nos quiera presentar semejante asun-to? ¿Es que va a salir a escena un gato de carne y hueso?

FISCHER: Se trata, a fi n de cuentas, de una imitación de los hombres de la Nueva Arcadia, de una especie de Terca-león.1

MÜLLER: Eso no sería malo, pues desde hace mucho tiempo tengo el deseo de ver —pero sin música— una ópera tan maravillosa.

FISCHER: Sin música sería cursi, pues ya hemos superado, querido amigo, semejantes niñerías y supersticiones; la Ilustración ha producido sus frutos.

MÜLLER: Quizá se trate de una buena representación de costumbres familiares, de una ocurrencia, o de una broma con el gato, que, por decirlo así, sirve de pretexto.

SCHLOSSER: Si he de decir mi verdadera opinión, todo esto me parece un truco para difundir entre el vulgo ciertas ideas y alusiones. Ya veréis si estoy o no en lo justo. Se trata, hasta donde se me alcanza, de una pieza revoluciona-ria.2

FISCHER: También lo creo, pues, de lo contrario, pecaría horriblemente contra el buen gusto. Tengo que confesar que nunca he podido creer en brujas o fantasmas, no diga-mos en el gato con botas.

SCHLOSSER: Ésta no es ya época de trasgos. Pero allí viene Leutner, quizá él pueda decirnos algo.

(Leutner se abre paso.)

LEUTNER: Buenas noches. Buenas noches. ¿Cómo están ustedes?

MÜLLER: Díganos solamente: ¿qué pasa con la obra de hoy?

(La música principia.)

LEUTNER: ¿Es ya tan tarde? Veo que he llegado a la hora exacta. ¿Que qué pasa con la obra? Precisamente acabo de hablar con el autor. Está en el escenario y ayuda al gato a vestirse.

MUCHAS VOCES: ¿Le ayuda? ¿El autor? ¿Al gato? ¿Es que realmente aparece un gato?

LEUTNER: Sí, ¡en efecto!, y también fi gura en el programa.FISCHER: ¿Quién hace el papel?LEUTNER: ¡Naturalmente el actor extranjero, el gran hom-

bre!3

MÜLLER: ¿De veras? ¿Pero cómo es posible representar se-mejante sandez?

LEUTNER: El autor opina que para variar.FISCHER: ¡Bonita manera de variar! ¿Por qué no poner tam-

bién Barba Azul y El príncipe duende?4 ¡Dios mío, qué exce-lentes asuntos para un drama!

El gato con botas*Ludwig Tieck

* Rainer Maria Rilke y Ludwig Tieck, Canción del amor y de la muerte del corneta Cristóbal Rilke, seguida de El blondo Eckbert y El gato con botas, Traducción de Eduardo García Máynez y Marianne O. de Bopp, fce, México, 1986.

1 Der Spiegel von Arkadien (El espejo de Arcadia), ópera cómico-heroica en 2 actos de Schikaneder (para quien Mozart escribió la música de la Flauta mágica). Vulpius, cuñado de Goethe, hizo otra versión de esta ópera, bajo el título Die Neuen Arkadier (La Nueva Arcadia), estrenada en Berlín en 1796. Allí aparece Tercaleón, un genio maligno, fi gura que corresponde al Monostatos de la Flauta mágica.

2 Contra la Revolución francesa. Como se escribieron en aquel entonces, por ejemplo por el actor y dramaturgo Iffl and: Die Nokar-den, 1791.

3 Alusión a Iffl and, quien apareció en 1796 como actor huésped en la escena en Berlín, y en diciembre ya había sido nombrado director del Teatro Nacional.

4 Cuento de Perrault, dramatizado por Tieck (1797): Le prince lutin —cuento de hadas de la condesa Aulnoy.

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MÜLLER: ¿Cómo van a vestir al gato? ¿De veras llevará bo-tas?

LEUTNER: Tengo tanta curiosidad como todos ustedes.FISCHER: ¿Vamos a permitir que se nos represente semejan-

te tontería? Hemos venido por curiosidad, pero todos so-mos gente de gusto.

MÜLLER: Siento grandes deseos de hacer ruido.LEUTNER: Además hace frío. Voy a poner la muestra.

(Empieza a tamborilear. Los demás lo acompañan.)

WIESENER (del otro lado): ¿Por qué hacen ruido?LEUTNER: En defensa del buen gusto.WIESENER: Bueno, no seré yo el último.

(Él también tamborilea.)

VOCES: ¡Silencio! No se puede oír la música.

(Todo el mundo tamborilea.)

SCHLOSSER: Pero habría que dejar que representen la obra, pues a fi n de cuentas hemos pagado nuestro dinero. Des-pués haremos tal estruendo que podrán oírlo afuera.

TODOS: No. ¡Ahora! ¡Ahora! —¡El gusto! —¡Las reglas! —¡El arte! —¡O todo se hunde!

UN LIMPIADOR DE CANDILEJAS: ¡Pero señores! ¿He de mandar por la guardia?

LEUTNER: Hemos pagado. Formamos el público y quere-mos imponer nuestro buen gusto; no aceptamos farsas.

EL AUTOR (detrás de la cortina): La obra va a principiar inme-diatamente.

MÜLLER: ¡Ninguna obra, no queremos ninguna obra! ¡Exi-gimos buen gusto!

TODOS: ¡Gusto! ¡Gusto!EL AUTOR: Estoy confuso. ¿Qué es lo que quieren ustedes

decir, si se me permite preguntar?SCHLOSSER: ¡Gusto! ¿Es usted autor y no sabe siquiera lo

que es gusto?EL AUTOR: Piensen ustedes que soy un joven principian-

te…SCHLOSSER: No queremos saber nada de principiantes.

Queremos una pieza hecha y derecha, una obra de buen gusto.

EL AUTOR: ¿De qué clase? ¿De qué color?MÜLLER: Historias familiares, raptos, hermanos campesi-

nos;5 algo por el estilo.

(El autor sale de detrás de la cortina.)

EL AUTOR: Señores míos…TODOS: ¿Es ése el autor?

FISCHER: No tiene aspecto de poeta.SCHLOSSER: ¡Impertinente!MÜLLER: Ni siquiera se ha cortado el pelo.6

EL AUTOR: Señores —perdonen ustedes mi atrevimiento…FISCHER: ¿Cómo puede usted escribir semejantes obras?

¿Por qué no se ha educado usted?EL AUTOR: Antes de condenarme concédanme ustedes su

atención por un minuto. Sé que un público respetable ha de juzgar al autor y que su juicio no tiene apelación; pero conozco también el amor a la justicia del respetable audi-torio, y sé que no hará que por miedo a ustedes me aparte de una carrera en la que tanto necesito de su bondadosa dirección.

FISCHER: No habla mal.MÜLLER: Es más cortés de lo que yo pensaba.SCHLOSSER: En el fondo tiene respeto al público.EL AUTOR: Me avergüenzo de presentar a Jueces tan ilustra-

dos la inspiración de mi musa, y lo único que en cierta medida me consuela es el arte de nuestros actores. De lo contrario, me hundiría sin más en la desesperación.

FISCHER: Me da lástima.MÜLLER: Es un buen muchacho.EL AUTOR: Al escuchar el ruido hecho por vuestras merce-

des me asusté como nunca antes. Aún estoy pálido y tem-bloroso, y no puedo comprender cómo he tenido la osadía de aparecer así ante ustedes.

LEUTNER: ¡Aplaudan!

(Todos aplauden.)

EL AUTOR: He querido hacer un ensayo para divertirles por medio del humor, si es que lo he logrado; por medio de la alegría, con una verdadera farsa; pues nuestras piezas más recientes rara vez dan ocasión de reír.

MÜLLER: Esto también es cierto.LEUTNER: El hombre tiene razón.SCHLOSSER: ¡Bravo! ¡Bravo!TODOS: ¡Bravo, bravo!

(Aplauden.)

EL AUTOR: A ustedes toca decir ahora, respetables señores, si mi ensayo ha de ser condenado por completo. Temblan-do me retiro; la farsa va principiar.

(Se inclina con profundo respeto y desaparece detrás del telón.)

TODOS: ¡Bravo, bravo!VOCES EN LA GALERÍA: ¡Da capo!

(Todos ríen. Mientras se levanta el telón la música vuelve a escu-charse.) G

5 El rapto y Los hermanos campesinos, de Johann Friedrich Jünger (1759-1797), autor de muchas comedias superfi ciales.

6 El pelo corto (en contraste con la trenza prusiana) era caracte-rística de los “genios”.

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El 24 de noviembre del año de 1663, Otto de Rilke, de Langenau, Gräntis y Ziegra, recibió en Linda la parte que le correspondía de la hacienda del mismo nombre que dejó su hermano Cristóbal, muerto en combate en Hungría; pero hubo que hacer una estipulación, según la cual la entrega del feudo resultaría nula y sin valor, en caso de que su hermano (que según certifi cado exhibido había muerto como Cor-neta en la compañía del Barón de Pirovano del regimiento de caballe-ría del Hayster, del ejército imperial austriaco) regresara a su patria.

Cabalgar, cabalgar, cabalgar. Durante el día, durante la noche, durante el día.

Cabalgar, cabalgar, cabalgar.El valor se ha cansado; la nostalgia es muy honda. Ya no hay

montañas; apenas un árbol. Nada osa levantarse. Las casuchas extranjeras acurrúcanse sedientas junto a fuentes pantanosas. Ni una torre. Y siempre el mismo cuadro. Tener dos ojos es demasiado. Sólo algunas veces, por la noche, alguien cree co-nocer el camino. ¿Recorreremos otra vez entre tinieblas el mismo espacio que ganamos durante el día, bajo el ardiente sol extranjero?... Es posible. Como en nuestra tierra, en pleno verano, el sol es inclemente. Cuando el verano llegó, nos des-pedimos. Los trajes de las mujeres brillaron largamente sobre el verdor del prado. Desde hace mucho cabalgamos. Debe de haber llegado el otoño. Al menos allá, donde tristes mujeres saben de nosotros.

Un día a través de la impedimenta. Maldiciones, risas, colores. De ello arde el paisaje. Llegan corriendo, en parvada multico-lor, los chiquillos. Riñas y gritos. Llegan las prostitutas con sombreros purpúreos y fl otantes cabellos. Guiñan los ojos. Llegan los escuderos, negros de hierro, cual noche errabunda. Abrazan a las rameras, pero tan apasionadamente que les ras-gan los vestidos. Las oprimen contra el borde del tambor, y ante la loca resistencia de manos anhelantes, los tambores des-piertan y, como en un sueño, redoblan, redoblan. Y cuando la noche llega, ofrécenle extrañas linternas: el vino que brilla en sus cascos de hierro. ¿Vino? ¿O sangre?… —¿Hay acaso quien pueda distinguir?

¡Descanso! Ser una vez huésped. No apagar siempre con frutos

mezquinos la sed del deseo, ni tomar las cosas con manos de enemigo. Dejar, siquiera una vez, que todo pase, y saber: “cuanto pasa, es bueno”. También el valor ha de poder despe-rezarse y descansar de sus hazañas sobre blandos cojines. No ser siempre un soldado. Llevar, siquiera una vez, los cabellos al aire, usar cuellos abiertos, sentarse en sillones de seda y sentir-se hasta las puntas de los dedos después del baño. Y aprender nuevamente qué son las mujeres. Cómo hacen las blancas y cómo son las azules. Saber otra vez de sus manos y oír cómo sus risas cantan, cuando blondos pajes traen hermosas fuentes cargadas de jugosos frutos.

Alguien, vestido de seda blanca, comprende que no puede des-pertar, pues ya está despierto, ebrio de realidad. Temeroso, huye hacia su ensueño y permanece solitario en el parque, en el parque negro. La fi esta está lejos. La luz miente. La noche está cerca, alrededor de él, y la noche es fría. Y a una mujer que hacia él se inclina, pregunta el caballero: “¿Eres la noche?”

Ella sonríe.Y él se avergüenza de su traje blanco. Y quisiera estar lejos,

a solas y armado. Completamente armado.

La cámara de la torre esta en tinieblas. Pero ellos se iluminan los rostros con sonrisas. Palpan como ciegos y encuentran al otro como se encuentra una puerta. Cual dos niños que tuvie-sen miedo de la noche, se funden el uno en el otro. Nada te-men, sin embargo. Nada está contra ellos, ni el ayer, ni el mañana, pues el tiempo se ha desmoronado y ellos renacen de sus ruinas.

Él no pregunta: “¿Tu esposo?”Ella no dice: “¿Tu nombre?”Al fi n se han encontrado, y serán el uno para el otro. Se

darán mil nombres nuevos, y habrán de quitárselos luego, sua-vemente, como quien se quita un zarcillo.

¿Estaba abierta una ventana? ¿Entró la tormenta en la casa? ¿Quién golpea las puertas? ¿Quién recorre las salas? —¡Deja! Sea quien fuere. No habrá de llegar a la estancia de la torre. Como por cien puertas está protegido, este hondo sueño que dos seres tienen en común: tan en común como una madre o una muerte.

Pero el estandarte no está con ellos.Voces: ¡Corneta!Rezos, gritos, corceles enardecidos.Maldiciones: ¡Corneta!

Canción del amor y de la muerte del corneta Cristóbal Rilke*Rainer Maria Rilke

* Rainer Maria Rilke y Ludwig Tieck, Canción del amor y de la muerte del corneta Cristóbal Rilke, seguida de El blondo Eckbert y El gato con botas, Traducción de Eduardo García Máynez y Marianne O. de Bopp, fce, México, 1986.

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Hierro contra hierro, orden y señal.Calma: ¡Corneta!Otra vez: ¡Corneta!Y ¡fuera la estrepitosa caballería!

Pero el estandarte no está con ellos.

Corre como si apostara por los pasillos incendiados, por puertas que lo rodean llameantes, sobre escaleras que lo chamuscan, y escapa del edifi cio infernal. En sus brazos lleva el estandarte cual si fuese una blanca mujer desmayada. Encuentra un caballo y es como un grito: más allá de todo y dejando atrás a todos, también a los suyos. El estandarte vuelve en sí, y nunca fue tan majestuo-so; y ahora todos lo ven, allá, a la vanguardia, y reconocen al blanco joven sin yelmo, y reconocen la bandera…

Pero ésta empieza a brillar; se lanza y se vuelve grande y roja…

La bandera arde entre los enemigos, y todos corren detrás.

El de Langenau, completamente solo, está rodeado de enemi-gos. El miedo ha abierto en torno suyo una redonda brecha, y él se mantiene en el centro, bajo la bandera que poco a poco se consume.

Lentamente, casi refl exivo, mira a su alrededor. Hay mucha extrañeza y colorido frente a él. Jardines —piensa el joven, y son-ríe. Pero siente que unos ojos lo detienen, reconoce a los hombres, sabe que son los perros paganos y lanza entre ellos su caballo.

Pero cuando la ola enemiga vuelve a cerrarse, ve otra vez jardines, y las dieciséis cimitarras que sobre él se lanzan, rayo sobre rayo, semejan una fi esta.

Un surtidor sonriente.

En el castillo se quemaron el jubón, la carta y el pétalo de rosa de una mujer desconocida. A la siguiente primavera (llegó triste y fría) un correo del Barón de Pirovano penetró al paso de su cabalgadu-ra en el fundo de Langenau. Y allí vio llorar a una anciana. G

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I

De una idea magnífi ca

Cuenta un viejo manuscrito benedictino que el Diablo, en cierto día, tuvo la idea de fundar una iglesia. Aunque sus ga-nancias fueran continuas y grandes se sentía humillado con el papel aislado que ejercía desde hacía siglos, sin organización, sin normas, sin cánones ni ritual ni nada. Vivía, por así decirlo, de los sobrantes divinos, de los descuidos y obsequios huma-nos. Nada de fi jo, nada regular. ¿Por qué no iba a tener él una Iglesia? Una Iglesia del Diablo era el medio más efi caz para combatir a las demás religiones y destruirlas de una vez. —Bueno, crearé una Iglesia —concluyó.

Escritura contra Escritura, breviario contra breviario. Ten-dré mi misa, con vino y pan hasta el hartazgo, mis sermones, mis bulas, novenas y todo el aparato eclesiástico. Mi credo será el núcleo universal de los espíritus y mi Iglesia una tienda de Abraham. Y luego, mientras que las otras religiones luchan entre sí y se dividen, mi Iglesia se mantendrá unida; no tendré ante mí ni Mahoma ni Lutero. Hay muchas maneras de afi r-mar pero sólo una de negarlo todo.

Y diciendo esto, el Diablo sacudió la cabeza y extendió los brazos, con un gesto magnífi co y varonil. En seguida se acordó de ir con Dios para comunicarle su idea y desafi arlo; levantó los ojos, encendidos de odio, ásperos por la venganza y se dijo a sí mismo: “Vamos, es tiempo”. Y rápido, batiendo las alas, con tal estruendo que prendió a todas las provincias del abis-mo, salió de la sombra hacia el azul infi nito.

II

Entre Dios y el Diablo

Dios estaba recibiendo a un anciano cuando el Diablo llegó al cielo. Los serafi nes que enguirnalaban al recién llegado se de-tuvieron inmediatamente y el Diablo se quedó en la entrada, con los ojos puestos en el Señor.

—¿Qué es lo que quieres? —preguntó éste.—No vengo por tu siervo Fausto —respondió el Diablo,

riéndose— sino por todos los faustos del siglo y de los siglos.—Explícate.

—Señor, la explicación es sencilla; pero permite que te diga: recoge primero a ese buen viejo; dale el mejor lugar, ordena que las más afi nadas cítaras y laúdes lo reciban con los más divinos coros…

—¿Sabes lo que hizo él? —preguntó el Señor, con los ojos llenos de dulzura.

—No, pero probablemente es de los últimos que vendrán a estar con vosotros. No tardará mucho que el cielo quede pare-cido a una casa vacía, a causa del precio, que es elevado. Voy a construir un alojamiento barato; en dos palabras, voy a fundar una Iglesia. Estoy cansado de mi desorganización, de mi reino azaroso y adventicio. Es tiempo de alcanzar la victoria fi nal y completa. Y entonces he venido a contártelo, con lealtad, para que no me acuses de disimulo… Buena idea, ¿no te parece?

—Viniste a contármela, no a legitimarla —advirtió el Se-ñor.

—Tienes razón —aceptó el Diablo—; pero al amor propio le gusta oír el aplauso de los maestros. Verdad es que en este caso sería el aplauso de un maestro vencido, y una tal exigen-cia… Señor, vuelvo a la tierra; voy a poner mi primera piedra.

—Ve.—¿Quieres que venga a anunciarte la conclusión de la

obra?—No es necesario; basta que me digas desde ahora por qué

motivo, cansado de tu desorganización, sólo hasta ahora pen-saste en fundar una Iglesia.

El Diablo sonrió con cierto aire de escarnio y triunfo. Tenía alguna idea cruel en mente, algún reparo picante en al alforja de la memoria, algo que en ese breve instante de la eternidad lo hacía creerse superior al propio Dios. Pero concluyó su sonrisa y dijo:

—Sólo ahora concluí una observación que comencé a hacer desde hace algunos siglos, es que las virtudes, hijas del cielo, son en gran número comparables a reinas cuyo manto de ter-ciopelo rematara en franjas de algodón. Ahora me propongo jalarles de esa franja y traerlas a todas ellas a mi Iglesia; tras ellas vendrán las de seda pura…

—¡Viejo retórico! —murmuró el Señor.—Mira bien. Muchos cuerpos que se arrodillan ante vues-

tros pies, en los templos del mundo, llevan encima el ropaje de la sala y la calle, los rostros se tiñen con el mismo polvo, los pañuelos huelen a los mismos olores, las pupilas centellan de curiosidad y devoción entre el libro santo y la atracción del pecado. Mira el ardor, la indiferencia al menos, con que ese caballero anuncia al público los benefi cios que liberalmente distribuye, ya sean ropas o zapatos, monedas o cualesquiera de

La Iglesia del Diablo*J. M. Machado de Assis

* J. M. Machado de Assis, Las academias de Siam y otros cuentos, Traducción de Francisco Cervantes, fce, México, 1986.

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24 la Gaceta número 467, noviembre 2009

esas materias necesarias para la existencia… Pero no quiero parecer como que me detengo en cosas menudas; no hablo, por ejemplo, de la placidez con la que este jefe de hermandad, en las procesiones, carga piadosamente en el pecho vuestro amor y una manda… Voy a negocios más elevados…

En esto los serafi nes agitaron las pesadas alas con hastío y sueño. Miguel y Gabriel contemplaron al Señor con una mira-da de súplica. Dios interrumpió al Diablo:

—Tú eres vulgar, que es lo peor que le puede suceder a un espíritu de tu especie —replicó el Señor—. Todo lo que dices o que puedas decir ya ha sido dicho y redicho por los moralis-tas del mundo. Es un asunto superado; y si no tienes fuerza ni originalidad para renovar un asunto superado, mejor es que te calles y retires. Mira, todas mis legiones muestran en la cara las señales vivas del tedio que les provocas. Ese mismo anciano parece nauseado; ¿sabes tú lo que hizo?

—Ya te dije que no.—Después de una vida honesta, tuvo una muerte sublime.

Atrapado en un naufragio, se iba a salvar en una tabla; pero vio a unos recién casados, en la fl or de la vida, que se debatían ya en la muerte: les cedió la tabla de salvación y se hundió en la eternidad. Sin ningún público, sólo el agua y el cielo arriba de él. ¿Dónde encuentras la franja de algodón?

—Señor, yo soy, como tú sabes, el espíritu de la negación.—¿Niegas esta muerte?—Lo niego todo. La misantropía puede tomar la apariencia

de caridad; dejarles la vida a los demás, para un misántropo, es realmente odiarlos…

—¡Sutil retórico! —exclamó el Señor—. Ve, ve y funda tu Iglesia, llama a todas las virtudes, recoge todas las franjas, con-voca a todos los hombres… Pero, ¡vete, vete ya!

En vano el Diablo intentó proferir algo más. Dios le impu-so silencio; los serafi nes, ante una seña divina, llenaron el cielo con la armonía de sus cánticos. El Diablo sintió, de repente, que se hallaba en el aire; dobló las alas y, como rayo, cayó en la tierra.

III

La buena nueva a los hombres

Una vez en la tierra, el Diablo no perdió un minuto. Se apre-suró a vestir la túnica benedictina, como hábito de buena fama, y se metió a divulgar una doctrina nueva y extraordinaria, con una voz que hacía retumbar las entrañas del mundo. Él prome-tía a sus discípulos y fi eles las delicias de la tierra, todas las glorias, los deleites más íntimos. Confesaba que era el Diablo; pero lo confesaba para corregir la noción que los hombres te-nían de él y desmentir la historias que las viejas beatas conta-ban de él.

—Sí, soy el Diablo —repetía él—; no el Diablo de las no-ches sulfúreas, de los cuentos para dormir, terror de los niños, sino el Diablo verdadero y único, el propio genio de la natura-leza, al que se le dio aquel nombre para arrancarlo del corazón de los hombres. Ved cómo soy gentil y cortés. Soy vuestro verdadero padre. Pero vamos, tomad ese nombre, inventado para mi descrédito, haced con ello un trofeo, un lábaro y yo os daré todo, todo, todo, todo, todo, todo…

Era así como hablaba, al principio, para excitar el entusias-mo, avivar a los indiferentes, congregar, en suma, a las multi-

tudes a sus pies. Y ellas vinieron; y después que vinieron, el Diablo pasó a defi nir su doctrina. La doctrina era la única que podía estar en la boca de un espíritu de la negación. Eso en lo que toca a la sustancia, porque en lo referente a la forma, unas veces era sutil y otras cínica y pálida.

Él clamaba que las virtudes aceptadas debían ser sustituidas por otras, que eran las naturales y legítimas. La soberbia, la lujuria, la pereza fueron rehabilitadas, y así también la avaricia, que declaró no ser sino la madre de la economía, con la dife-rencia de que la madre era robusta y la hija una fl aca. La ira encontraba su mejor defensa en la obra de Homero; sin el fu-ror de Aquiles no hubiera habido la Ilíada: “Canta, oh musa, la cólera de Aquiles, hijo de Peleo”… Lo mismo dijo de la gula, que produjo las mejores páginas de Rabelais y muchos buenos versos del Hyssope; virtud tan superior que nadie recuerda las batallas de Lúculo sino sus cenas; fue la gula la que realmente lo hizo inmortal. Pero, aun haciendo a un lado las razones de orden literario o histórico, sólo para mostrar el valor intrínseco de aquella virtud, ¿quién podría negar que era mucho mejor sentir en la boca y en el vientre los buenos manjares, en gran acopio, que los malos bocados o la saliva del ayuno? Por su parte, el Diablo prometía sustituir la viña del Señor, expresión metafórica, por las viñas del Diablo, locución directa y verda-dera, pues no iban a faltarles nunca a los suyos el fruto de las más bellas cepas del mundo. En lo referente a la envidia, pre-gonó fríamente que era la principal virtud, origen de prosperi-dades infi nitas; preciosa virtud, que llegaría a suplir a todas las demás y hasta al mismo talento. Las turbas corrían detrás de él, entusiasmadas. El Diablo les inculcaba, con grandes golpes de elocuencia, todo el nuevo orden de cosas, cambiando la noción de ellas, haciendo amar a las perversas y odiar a las sanas.

Nada más curioso, por ejemplo, que la defi nición que él daba de fraude. Lo llamaba el brazo izquierdo del hombre; el brazo derecho era la fuerza, y concluía: muchos hombres son zurdos, eso es todo. Ahora bien, él no exigía que fueran todos zurdos, no era exclusivista. Que unos fueran zurdos y otros diestros; aceptaba a todos, menos a los que no fueran nada. Pero la demostración más rigurosa y profunda fue la de la ve-nalidad. Un casuista del tiempo llegó a confesar que era un monumento de lógica. La venalidad, dijo el Diablo, era el ejer-cicio de un derecho superior a todos los derechos. Si tú puedes vender tu casa, tu buey, tus zapatos, tu sombrero, cosas que son tuyas por una razón jurídica o legal, pero que, en todo caso, están fuera de ti, ¿cómo es que no puedes vender tu opinión, tu voto, tu palabra, tu fe, cosas que son más que tuyas porque son tu propia conciencia, esto es, tú mismo? Negarlo es caer en lo absurdo y contradictorio. ¿Pues no hay mujeres que venden sus cabellos? ¿No puede un hombre vender una parte de su sangre para transfundirla a otro hombre anémico? ¿Y la sangre y los cabellos, partes físicas, tendrán un privilegio que se le niega al carácter, a la parte moral del hombre?

Demostrando así el principio, el Diablo no tardó en expo-ner las ventajas del orden temporal o pecuniario; después, en-señó todavía que, en vista del prejuicio social, convenía disimu-lar el ejercicio de un derecho tan legítimo, es decir, ejercer al mismo tiempo la venalidad y la hipocresía, esto es merecer doblemente. Y así por arriba y por abajo, examinaba todo, co-rregía todo. Claro está, combatió el perdón de las injurias y otras máximas de suavidad y cordialidad. No prohibió formal-mente a la calumnia gratuita, sino que indujo a ejercitarla

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mediante retribución, pecuniaria o de otra especie; pero en los casos en que fuera una imperiosa expansión de la fuerza de la imaginación y nada más, prohibía aceptar compensación algu-na, ya que ello equivalía a hacerse pagar la transpiración. Todas las formas del respeto fueron condenadas por él, como posibles elementos de un cierto decoro social y personal, con la única excepción del interés. Pero esa misma excepción fue después eliminada, por considerar que el interés, convirtiendo al respe-to en simple adulación, era éste el sentimiento aplicado y no aquél.

Para rematar la obra, el Diablo pensó que le correspondía acabar con toda la solidaridad humana. En efecto, el amor al prójimo era un grave obstáculo para la nueva institución. Él demostró que esa norma era una simple invención de los pará-sitos y negociantes insolventes; no se debía dar al prójimo sino indiferencia; en algunos casos, odio o desprecio. Incluso llegó a demostrar que la noción de prójimo estaba equivocada, y ci-taba esa frase de un padre de Nápoles, aquel fi no y letrado Galiani, que le escribía a una de las marquesas del Antiguo Régimen: “¡Que se enoje el prójimo! ¡No hay prójimo!” La única hipótesis en la que él permitía amar al prójimo era cuan-do se trataba de amar a las mujeres ajenas, porque esa clase de amor tenía la particularidad de no ser otra cosa que el amor del individuo a sí mismo. Y como algunos discípulos encontraran que tal explicación, por metafísica, escapaba a la comprensión de la turba, el Diablo recurrió a un apólogo: “Cien personas adquieren acciones de un banco, para las operaciones comu-nes; pero cada accionista no cuida realmente sino de sus divi-dendos: es lo que sucede con los adúlteros.” Este apólogo fue incluido en su Libro de Sabiduría.

IV

Franjas y franjas

La previsión del Diablo se consumó. Todas las virtudes cuya capa de terciopelo concluía en franja de algodón, una vez jala-das de la franja, arrojaban la capa a las ortigas y venían a alis-tarse en la Iglesia nueva. Detrás fueron llegando las demás, y el tiempo bendijo la institución. La Iglesia se fundó; la doctrina se propagaba; no había una sola región en el globo que no la conociera, una lengua a la que no se tradujera, una raza que no la amara. El Diablo levantó gritos de triunfo.

Pero un día, muchos años después, notó el Diablo que sus fi eles, a escondidas, practicaban las antiguas virtudes. No las practicaban todas, ni íntegramente, sino más bien algunas y

por partes y, como digo, a escondidas. Ciertos glotones se ocultaban a comer frugalmente tres o cuatro ocasiones por año, justamente en los días del precepto católico; muchos avaros daban limosnas en la noche o en las calles semidesier-tas; varios dilapidadores del erario restituían pequeñas canti-dades; los defraudadores hacían cosas legales una que otra vez, con el corazón en las manos, pero con el mismo rostro de disimulo, para hacer creer que estaban embaucando a los de-más.

Este descubrimiento asombró al Diablo. Se metió a investi-gar más hondamente el mal, y vio cuán extendido se hallaba. Algunos casos eran hasta incomprensibles, como el de un far-macéutico del Levante, que durante mucho tiempo había en-venenado a una generación completa, y con el producto de sus drogas socorría a los hijos de las víctimas. En El Cairo encon-tró a un perfecto ladrón de camellos, que se cubría la cara para acudir a las mezquitas. El Diablo se encontró con él a la entra-da y lo increpó por su procedimiento; él lo negó, diciendo que iba allí a robarle el camello a un trujamán; lo robó, en efecto a la vista del Diablo y fue a ofrecérselo de presente a un muecín que oró por él a Alá. El manuscrito benedictino cita muchos otros descubrimientos extraordinarios, entre ellos éste que desorientó por completo al Diablo. Uno de sus mejores após-toles era un calabrés, varón de cincuenta años, insigne falsifi ca-dor de documentos, que poseía una hermosa casa en la campi-ña romana, telas, estatuas, biblioteca, etc. Era el fraude en persona; incluso había llegado a meterse en la cama para no confesar que estaba sano. Pues ese hombre no sólo no robaba en el juego, sino que todavía daba gratifi caciones a los criados. Habiéndose hecho amigo de un canónigo, iba todas las sema-nas a confesarse con él, en una capilla solitaria, y aunque no le descubría ninguna de sus acciones secretas, se santiguaba dos veces, al arrodillarse y al levantarse. El Diablo apenas pudo creer tan grande alevosía. Pero no había forma de dudar; el caso era verdadero.

No se detuvo un instante. El asombro no le dio tiempo para refl exionar, comparar y concluir que el espectáculo presente tenía algo de análogo con el pasado. Voló de nuevo al cielo, trémulo de rabia, ansioso por conocer la causa secreta de tan singular fenómeno. Dios lo escuchó con infi nita complacencia; no lo interrumpió, no lo reprendió, no triunfó, siquiera, de aquella agonía satánica. Puso sus ojos en él y le dijo:

—¡Qué quieres tú, mi pobre Diablo! Las capas de algodón tienen ahora franjas de seda, como las de terciopelo tuvieron franjas de algodón. ¡Qué le vamos a hacer: es la eterna contra-dicción humana! G

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En una aldea del Cáucaso, apaciblesreposan los aldeanos en sus casas.Estos hijos del Cáucaso conversansobre el miedo a la guerra y a la muerte,sobre la gran belleza de sus potrosy las delicias del placer sin freno.Hacen memoria de los días pasados,También de sus extrañas aventuras,del engaño de príncipes astutos,del recio choque de sus crueles sables,del preciso vuelo de sus fl echas, de los rescoldos de una aldea en ruinas y los dones de esclavas de ojos negros.

En el silencio vagan las palabrasy la luna navega entre la niebla.Pero súbitamente sobre un potro,ante ellos aparece un bravo aldeano,que con un lazo arrastra a un prisionero.Grita el bandido: “Aquí tienen a un ruso.”

La aldea toda se acerca presurosa:es una multitud enardecida;pero mudo y helado, el prisionero,demudada la faz, como los muertos,inmóvil ante todos permanece.No ve los rostros de sus enemigosni oye los gritos ni las amenazas;y ya lo ronda el sueño de la muerte,cuyo soplo mortal hiela sus miembros.

Un largo rato, el joven prisioneropermaneció en el suelo sin sentido.Y desde lo más alto, el mediodíabrillaba con alegre resplandor;la vida nuevamente volvió a él,de sus labios salió un vago gemido.Bajo la ardiente luz del mediodíael joven se incorpora poco a poco;muy lentamente mira el vasto entorno…y encuentra frente a él las escarpadas

El prisionero del Cáucaso*Alexandr Pushkin

* Alexandr Pushkin, El prisionero del Cáucaso, Traducción de Selma Ancira y Gerardo Torres, fce, México, 1988.

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montañas donde moran campesinos.Es un nido de tribus de asaltantes,termina allí la libertad del Cáucaso.Y con la angustia de una pesadillael joven recordó que era un cautivo,y escuchó las cadenas de sus pies,que inesperadamente resonaron.Todo lo dijo ese espantoso ruido;el campo ante sus ojos se nubló.¡Sagrada libertad, dale el perdón!Es un esclavo. Tras las breves chozas,yace el cautivo junto a una cerca.Nadie cuida; la gente está en el campo.La aldea está desierta y silenciosa.Y frente a él, la despoblada estepase extiende toda como un verde manto.Y más lejos aún las bajas crestasde los montes se siguen en cadena.Y entre ellas, a lo lejos, un caminoblanco y solo termina por perderse.El corazón del joven prisionerose agita ante un recuerdo triste y vago…

Ese largo camino lleva a Rusia,al país donde pasó su juventudmuy vivamente y sin preocupaciones;allí encontró sus alegrías primeras,allí también amó las cosas bellas,allí encontró el terrible sufrimiento,allí acabó con su agitada vida,con su alegría, deseo y esperanza,

y allí, en su marchito corazón,guardó el recuerdo de sus días mejores.

También supo del mundo y de la gentey supo el precio de una vida falsa.En sus amigos encontró traicióny en sus ansias de amor, un falso sueño.Se hartó de ser la cotidiana víctimade aquella vanidad que aborrecía.Se enamoró de la naturaleza,renegó de su gente y de su patria,de esa hostil sociedad que era bilingüe,de aquella ingenuidad de las calumnias.Y emprendió un viaje hacia lejanas tierrascon la sana esperanza de ser libre.Pues solamente a ti, ¡oh, libertad!,te ha buscado en un mundo desolado.Perdido el sentimiento en la pasióny fría el ansia de sueños y de liras,con deleite escuchaba las canciones,¡oh libertad!, que un día le inspiraste.Con grande fe y súplicas ardientestrataba de alcanzar tu altiva imagen.

Mas todo ha terminado, y ahora nadaespera de este mundo en que vivimos.Y es que ustedes, sus últimos anhelos,también ustedes se han desvanecido.Es un esclavo. Espera —la cabezasobre una roca— que al atardecerse extinga el fuego de su triste viday que encuentre la paz en una tumba. G

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XXXIV. Alfred de Musset a George Sand

[París, agosto de 1834]

Madame Sand:

Es demasiado, o demasiado poco. ¿Te falta valor? Volvamos a vernos, yo te lo daré. Habla o no hables; los labios de los hombres no tienen palabras que yo no pueda oír sin temor. Me dices que no temes herir a Pierre al verme, ¿qué es entonces?, ¿no ha cambiado tu posición?, ¿mi amor propio dices?, escu-cha, escucha, George, si tienes corazón, encontrémonos en alguna parte, en tu casa, en mi casa, en el Jardín de Plantes, en el cementerio, en la tumba de mi padre (es ahí donde quería decirte adiós), abre tu corazón sin segunda intención, escúcha-me jurarte morir con tu amor en el corazón, ¡un último beso y adiós!, ¿qué temes?, oh mi niña, acuérdate de esa triste noche en Venecia, donde me dijiste [tachado: tristem…] que tenías un secreto. Era a un celoso estúpido a quien creías hablar; no mi George, era a un amigo; fue la Providencia quien cambió en un momento al hombre con quien hablabas. Acuérdate de eso; en medio de esta vida de miserias y sufrimientos, Dios me otorga quizá el consuelo de servirte para algo. Puedes estar segura, sí, lo siento aquí, no soy tu genio malo. ¿Quién sabe lo que el cielo espera de nosotros? Quizá estoy destinado a darte una vez más el reposo. Piensa que me voy, mi niña, no cerremos a la ligera puertas eternas.

¡Y luego! ¡Haber sufrido tanto, durante estos cinco meses, partir para sufrir más aún, partir para siempre, saberte desdi-chada, cuando todo perdí para verte tranquila, y ni siquiera un adiós! ¡Ah!, es demasiado, demasiado. Soy muy joven, Dios mío; ¿qué hice entonces?

XXXIX. Georg Sand a Alfred de Musset

[Nohant, hacia el 7 de septiembre de 1834]

Te escribo sobre un álbum, de un pequeño bosque a donde vine a pasear sola, triste, quebrantada, y donde leo tu carta de Baden. ¡Lástima! ¡Lástima! ¿Qué signifi ca todo eso? ¿Por qué olvidas entonces a cada instante y esta vez más que nunca, que ese sentimiento debía transformarse y que ya ni podía por su

naturaleza hacerle sombra a nadie? Ah, tú me amas todavía demasiado, ya no debemos vernos. Es pasión lo que me expre-sas, pero ya no es el santo entusiasmo de tus buenos momen-tos. Ya no es esa amistad pura de la que yo esperaba ver que se fueran poco a poco las expresiones demasiado vivas. Y sin em-bargo, no me preocupaba por esas expresiones, eran la poética habitual de tu lenguaje de poeta; y yo misma, ¿acaso contigo pesaba y medía las palabras? Para otros hubieran signifi cado otra cosa, no sé nada. Sé, creía saber al menos, que para noso-tros tres manifestaban un amor del alma donde los sentidos no tenían nada que ver. ¡Y bien he aquí que tú te apartas y él tam-bién! Sí, él mismo que en su modo de hablar italiano está lleno de imágenes y protestas que parecerían exageradas si se tradu-jeran palabra por palabra, él que según la costumbre de allá, besa a sus amigos casi en la boca, y eso sin que haya malicia, el bueno y puro muchacho, él que tutea a la hermosa Crescini1 sin haber pensado nunca en ser su amante, en fi n, él que le hacía a Giulia P[uppati] (te dije que era su media hermana) versos y romances llenos de amore y de felicità, ahora ese pobre Pierre después de haberme dicho tantas veces: il nostro amore per Alf[red], leyó no sé qué palabra, qué línea de mi respuesta para ti el día de tu partida y no sé qué se imagina. Cree que me quejaba de él contigo, cuando es él quien se queja contigo de mi tristeza y mi desmejoramiento de salud. ¿No tengo, aparte de él y de ti, motivos de tristeza que él debería comprender? Tú me preguntaste al partir: ¿entonces eres desdichada?, y yo te decía sí, por el lado de mis niños que no quiero perder aun-que tenga que romper todo en mi vida. Pero él que entendía todo en Venecia, desde el momento en que puso un pie en Francia ya no entiende nada, y está desesperado. Todo lo hiere y lo irrita de mí, ¿y hay que decirlo?, se va, quizá para esta hora ya se fue, y yo no lo retendré porque estoy ofendida hasta lo más profundo de mi alma por lo que me escribió y yo bien lo siento, ya no tiene fe y en consecuencia ya no hay amor. Lo veré si está todavía en París, voy a regresar con la intención de consolarlo, justifi carlo no, retenerlo no. ¿El amor elevado y devoto existe? ¿Tengo que morir sin haberlo encontrado? Siempre asirse a fantasmas y perseguir sombras me cansa. Y sin embargo amaba sincera y seriamente a este hombre generoso, tan romántico como yo, y al que creía más fuerte que yo. Lo amaba como a un padre y tú eras el hijo de ambos. Pero ahora se convierte en un ser débil, desconfi ado, injusto, que busca disputas sin fundamento y deja caer sobre la cabeza piedras de

Cartas de amor*Sand y Musset

1 Cantante.* Sand y Musset, Cartas de amor, Traducción de María del Pilar

Ortiz, fce, México, 1989.

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esas que quiebran todo, ¡y yo ya no puedo pensar en vivir! ¡Oh, que desdichada soy, ya no soy amada, y ya no amo! ¡Me he vuelto un ser insensible, un ser estéril y maldito! Y tú vienes a hablarme de transportes de embriaguez, de deseos. ¿Qué te hice insensato para que todo rompas en mi alma, la confi anza en ti y en mí misma? Consumé mi suicidio el día que creí sal-varte por medio de la amistad. Pero no, soy injusta, estoy en-ferma, estoy en un error. Tú eras sincero. Cuando volvimos a vernos eras bueno y auténtico. Querías mi reposo, mi digni-dad, mi felicidad con él. Acepté verte a solas de acuerdo con la opinión y el consentimiento de Pierre. Los tres besos que te di, uno en la frente y otro en cada mejilla al dejarte, los vio y no se molestó, yo sabía que tenía muy buena voluntad para com-prenderme. Pero esta carta de hoy, ¿por qué me la escribiste? Si él la viera pensaría que yo la provoqué. Pero yo, que veo bien que te engañas, no me engañaré, el cielo es mi testigo y tú lo sabes bien. ¡Yo no tenía nada, nada que reprocharme! Hay algo fatal porque fuiste tú mismo quien despertó las sospechas sobre mí. Ésa no era tu intención, ¿no es cierto? ¡Oh no, mi niño, es imposible! En fi n, él pretende que mientras tú leías mi carta él entró en tu casa y que sus ojos se dirigieron hacia estas palabras: es necesario que sea tuya, es mi destino, y él agrega: Non volli legger di più e lo potevo.2 No pude explicar nada, no hay nada de eso en mi carta, de la que no recuerdo una sola pala-bra, pero no la escribí bajo un acceso de delirio, me imagino. No, no quiero justifi carme porque me siento ultrajada. Que se vaya, entonces te pediré mi carta y se la enviaré para castigar-lo… Pero no, pobre Pierre, sufre y yo trataré de consolarlo y

tú debes ayudarme —porque siento que me muero con todas esas tormentas, cada día estoy más enferma, más desilusionada de la vida y es necesario que nos separemos sin amargura y sin ultraje. Quiero verte una vez más y a él también. Te lo prome-tí por lo demás y te renuevo mi promesa, pero ya no me ames, ¿lo entiendes? Yo no valgo nada. Dudo de todo por completo. Ámame si quieres en el pasado pero no como soy en el presen-te. Mi corazón se congela y todo lo que te digo, todo ese desgarramiento que te revelo, es para que si nos volvemos a ver en París, no pretendas acercarte a mí. Tenemos que dejar-nos, ya ves, es necesario puesto que no logras persuadirte que no puedes curarte de este amor por mí que te hace tanto mal, y del que sin embargo abjuraste solemnemente en Venecia an-tes e incluso después de tu enfermedad. Adiós entonces al bello poema de nuestra amistad santa y a ese lazo ideal que se había formado entre nosotros tres, cuando le arrancaste en Venecia la confesión de su amor por mí y te juró hacerme feliz. ¡Ah!, esa noche de entusiasmo en la que a pesar nuestro, tú uniste nuestras manos diciéndonos: ¡ustedes se aman, y sin embargo me aman, me han salvado en cuerpo y alma! ¿Todo eso era entonces una novela? ¡Sí, nada más que un sueño, y sólo yo, imbécil niña que soy, me conducía con confi anza y buena fe! ¡Y tú quieres que después del despertar, cuando uno me desea y el otro me abandona ultrajándome, yo crea todavía en el amor sublime! No, lástima, no hay tal en este mundo y aquellos que se burlan de todo tienen razón. Adiós mi pobre niño. ¡Ah si no tuviera a mis hijos con qué placer me arrojaría al río! G

2 No quise leer más y podía haberlo hecho.

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Mimo X. Si dudáis de que haya manejado los pesados remos, mirad mis dedos y mis rodillas; los encontraréis gastados como antiguas herramientas. Conozco cada hierba de la llanura ma-rina que a veces es violeta y a veces azul, y poseo la ciencia de todas las conchas enroscadas. Hay algunas entre estas hierbas que están dotadas con nuestra vida: tienen ojos transparentes como la jalea, cuerpo semejante a la ubre de la cerda, y una infi nidad de miembros delgados que son otras tantas bocas. Y entre las conchas horadadas las he visto que tienen más de mil agujeros; y de cada aberturita salía o entraba un pie de carne con el cual caminaba la concha.

Después de franquear las columnas de Heracles, el Océano que rodea a la tierra se torna desconocido y furioso.

Y crea en su curso islas sombrías donde viven hombres dis-tintos y animales maravillosos. Hay allí una serpiente de barba dorada que gobierna con sabiduría su reino; y las mujeres de este lugar tienen un ojo en la extremidad de cada uno de sus dedos. Otras tienen pico y penachos como los pájaros; por lo demás son semejantes a nosotros. En una isla a donde arribé, sus habitantes llevaban la cabeza en el sitio en que tenemos el estómago; y al saludarnos inclinaban sus vientres. No hablaré ni de los cíclopes, ni de los pigmeos, ni de los gigantes; porque es muy grande su número.

Nada de esto me parece prodigioso; no me infunde terror. Pero una noche vi a Skyla. Nuestro bajel tocó la arena de la costa siciliana. Como yo desviara el timón, percibí en medio del agua a una mujer que tenía los ojos cerrados. Sus cabellos eran color de oro. Parecía dormir. Y de pronto me estremecí; porque temí ver sus pupilas, sabiendo que después de haberlas contem-plado, dirigiría la proa de nuestra nave al abismo del mar.

κόγχη el marino

Mimo XI. En los pastos espesos de Sicilia hay un bosque de almendros dulces, no lejos del mar. Existe allí un asiento anti-guo hecho de piedra negra donde los pastores descansan desde hace años. De las ramas de los vecinos árboles penden jaulas de cigarras, trenzadas con junco fi no, y redes de mimbre verde que sirvieron para pescar. La que duerme, rígida en el asiento de piedra negra, con cintas enredadas en los pies, oculta la cabeza bajo un sombrero puntiagudo de paja rosada, espera a un pastor

que jamás ha regresado. Partió, con las manos untadas de cera de virgen, a cortar cañas en los matorrales húmedos: quería modelar una fl auta de siete cañas, tal como lo enseñara el dios Pan. Y cuando transcurrieron siete horas, brotó la primera nota cerca del asiento de piedra negra, donde velaba la que ahora duerme. La nota era cercana, clara y argentina. Siete horas pasaron luego por la pradera cárdena de sol, y la segunda nota resonó alegre y dorada. Y cada siete horas la durmiente de hoy oyó sonar una de las cañas de la fl auta nueva. El tercer sonido fue lejano y grave como el clamor del hierro. Y la cuarta nota fue todavía más lejana y profundamente sonora como la voz del cobre. La quinta fue turbada y breve, parecida al choque de un vaso de estaño. Pero la sexta fue sorda y sofocada, sonora y precisa, como los plomos de un bridón que se golpean.

Y bien, la que ahora duerme esperó la séptima nota que no resonó. Los días envolvieron al bosque de almendros con su blanca niebla, y los crepúsculos con su niebla gris, y las noches con su niebla purpúrea y azul. Tal vez el pastor aguarda la sép-tima nota a la orilla de una charca luminosa, en la sombra creciente de las tardes y de los años; y, sentada en el banco de piedra negra, la que espera al pastor se ha dormido.

σύδιγ las seis notas de la fl auta

Mimo XVIII. Que se encierre a los muertos en un sarcófago de piedra esculpida, en urnas de metal o de tierra, o que se les enderece dorados y pintados de azul, sin cerebro y sin entra-ñas, envueltos con cintas de lino, los llevo en rebaño y guío su marcha con mi varilla conductora.

Avanzamos por un sendero en pendiente que no pueden ver los hombres. Las cortesanas se oprimen contra las vírgenes, y los asesinos contra los fi lósofos, y las madres contra las que se negaron a procrear, y los sacerdotes contra los perjuros. Por-que se arrepienten de sus crímenes, ya sea que los imaginaran nada más o que los hayan ejecutado con sus manos. Y no ha-biendo sido libres en la tierra, porque estuvieron ligados por las leyes, las costumbres o su propio recuerdo, temen el aisla-miento y mutuamente se sostienen. La que se acostó desnuda en las alcobas enlosadas entre los hombres, consuela a una doncella muerta antes de sus nupcias, y que soñó imperiosa-mente con el amor. El que mató en los caminos, con el rostro cubierto de ceniza y hollín, pone la mano sobre la frente de un pensador que quiso regenerar el mundo y predicó la muerte. La mujer que amó a sus hijos y padeció por ellos, descansa la cabeza en el seno de una hetaira que fue voluntariamente esté-

Mimos*Marcel Schwob

* Marcel Schwob, Mimos, Traducción de Rafael Cabrera, fce, México, 1988.

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ril. El hombre vestido con un largo traje que se persuadió para creer en su dios, y se impuso genufl exiones, llora sobre el hom-bro de un cínico que violó todos los juramentos de la carne y del espíritu ante las miradas de los ciudadanos. De esta manera se ayudan entre sí durante su marcha, caminando bajo el yugo del recuerdo.

Llegan después a las orillas del Leteo donde los coloco a lo largo del agua que se desliza en silencio. Y unos hunden la cabeza que contiene malos pensamientos, y otros humedecen la mano que hizo el mal. Se yerguen, y el agua del Leteo ha extinguido su recuerdo. Inmediatamente se separan y cada uno sonríe para sí, creyéndose libre.

ὸδὸξ Hermes Psicagogos

Mimo XIX. Habla el Espejo:Me labró en plata un obrero hábil. Fui hueco al principio

como su mano, y mi otra cara se parecía al globo de un ojo empañado. Pero después recibí la curvatura necesaria para devolver las imágenes. Por último, Atenea sopló en mí la sabi-duría. Ignoro lo que desea la doncella que me posee, y por anticipado le respondo que es bella. No obstante, se levanta en la noche, y enciende su lámpara de bronce. Dirige hacia mí el penacho dorado de la llama, y su corazón desea contemplar otro rostro distinto del suyo. Le muestro su propia frente blan-ca, y sus mejillas torneadas, y el turgente nacimiento de sus senos, y sus ojos inundados de curiosidad. Casi me toca con sus labios trémulos; pero el oro que arde alumbra nada más su rostro y todo el resto permanece obscuro en mí.

Habla la Aguja:Como atravesaba sin gloria una trama de bysos, al robarme

en casa de un Tirio un esclavo negro, se apoderó de mí una hetaira perfumada. Me colocó en sus cabellos y piqué los dedos de los imprudentes. Afrodita me instruyó y aguzó mi punta con la voluptuosidad. Llegué por último al peinado de esta donce-lla, y he hecho estremecer sus bucles. Por mí salta como una ternera loca, y no ve la causa de su mal. Durante las cuatro partes de la noche, agito las ideas en su cabeza y obedece a ellas su corazón. La llama inquieta de la lámpara hace danzar som-bras que inclinan sus brazos alados. Aun siendo tumultuosas, percibe ella las visiones rápidas, y se precipita hacia su espejo. Pero éste no le muestra sino su rostro atormentado por el de-seo.

Habla la Cabeza de la adormidera:Nací en los campos subterráneos, entre plantas cuyos colo-

res son desconocidos. Sé de todos los matices de la obscuridad; he visto las fl ores luminosas de las tinieblas. Perséfone me tuvo en su regazo y me adormecí. Cuando la aguja de Afrodita hie-re de curiosidad a la doncella, le muestro las formas que vagan en la noche eterna. Son bellos mancebos engalanados con en-cantos que ya no existen. Afrodita sabe dar sus deseos, y Atenea muestra a los mortales la inanidad de sus sueños; pero Perséfo-ne tiene las llaves misteriosas de las dos puertas de cuerno y de marfi l. Por la primera puerta envía en la noche a las sombras que visitan a los hombres; y Afrodita se apodera de ellas y Ate-nea las mata. Pero por la segunda puerta la Buena Diosa recibe a aquellos y aquellas que están cansados de Afrodita y Atenea.

χόδη el espejo, la aguja, la adormidera G

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32 la Gaceta número 467, noviembre 2009

En un volumen de 561 páginas el Fondo de Cultura Económica (2008) edita en español el libro de Richardson B. Gill Las grandes sequías mayas: aguas, vida y muerte (el original es del año 2000 y se titula The Great Maya Droughts, Water, Life and Death, de la University of New Mexico, donde Gill es profesor).

En síntesis el libro postula que fueron las grandes sequías, posiblemente conec-tadas con un fenómeno anómalo en un océano lejano (El Niño, por ejemplo) la causa del despoblamiento —migración y muerte— del mundo maya. La conjetura —¿teoría ya a estas alturas?— se sustenta en una revisión bibliográfi ca amplísima: 500 fi chas en 36 páginas a renglón segui-do. Pero en el fondo del asunto está una vieja polémica entre científi cos sociales y del medio físico: el papel de los fenóme-nos naturales en el devenir de la historia.

***

El binomio clima-civilización ha sido analizado por varios autores ante el des-precio de los científi cos sociales, en un extremo, y de los climatólogos puros, en el otro. Ellsworth Huntington —en Mainsprings of Civilization, publicado por The New American Library en 1959, doce años después de la muerte del au-tor, aunque el Copyright es de 1945— revisó la distribución geográfi ca de las civilizaciones y concluyó que las zonas de contrastes meteorológicos fuertes en-tre verano e invierno —es decir, las lati-tudes subtropicales y medias— son las más propicias para el fl orecimiento de las grandes culturas. Además, entre otras propuestas, relacionó las frecuencias de homicidios en Estados Unidos y las zo-nas de más altas temperaturas; ubicó geográfi camente sitios de mayores dece-

sos por enfermedades degenerativas y las de mayor efi ciencia en las fábricas y am-bas las relacionó con el clima (desde luego, eran los tiempos en que todavía no se popularizaban los sistemas de aire acondicionado). De las conclusiones de Huntington a que sus seguidores y de-tractores profesaron con fe o negaran —también con fe— la simplifi cación del determinismo geográfi co, sólo medió un paso. El resultado fue el rompimiento de relaciones entre climatólogos y sociólo-gos, restauradas hasta los años ochenta cuando, principalmente en la revista In-ternacional Journal of Biometeorology, se recuperó el tema a la luz de la naciente paleoclimatología y la preocupación por el cambio climático global.

Hace un lustro, Brian Fagan propuso una correlación entre las condiciones climáticas y la historia de la humanidad durante los 15 mil años recientes, en su libro Floods, Famines and Emperors (edita-do por Basic Books, 2004). Sin tecnolo-gía es claro que la vida del hombre de-pendió fuertemente por muchos siglos de las condiciones atmosféricas. Dicho sea de paso, la pregunta obligada ante el fenómeno del cambio climático actual es si la tecnología podrá contrarrestar las modifi caciones del clima que el hombre mismo, de manera intensiva desde la Revolución Industrial, está propiciando.

***

A esta vieja polémica contribuye el libro sobre los mayas de Richardson B. Gill. De catorce capítulos los primeros diez se dedican a la climatología, la circula-ción del océano, la energía y el medio ambiente, los volcanes y la hidrología. Los restantes cuatro se centran en la sequía y la hambruna, el abandono y el

colapso del Imperio. En el resumen y conclusión se pregunta Gill:

“¿Cuál es el papel del clima en los asentamientos humanos? El clima es claramente externo a la sociedad huma-na. ¿Es algo más que el placer que senti-mos en un hermoso día o el disgusto de los días sombríos o el daño temporal causado por un huracán?… La mayoría de los arqueólogos le niegan hoy día un papel al clima en el desarrollo de la his-toria humana. En particular, se niegan los efectos catastrófi cos que las aberra-ciones climáticas pueden infl igir a las sociedades… (pero) debe quedar claro que, si diferencias relativamente peque-ñas pueden tener efectos mensurables sobre la salud de una sociedad, un autén-tico desastre climático, como una severa sequía multianual, puede tener efectos catastrófi cos. De hecho, los registros históricos de sequía y hambruna en el Yucatán colonial cuentan una historia de devastaciones recurrente en grandes porcentajes de la población, quizá hasta 50 por ciento…, (por tanto) es razonable aceptar que el clima también puede cau-sar la muerte de 75 por ciento o 90 por ciento de la población en otro momento en circunstancias excepcionales. Una devastación así parece haber ocurrido en las tierras bajas mayas cada 250 a 350 años entre 1 y 1500 d. C….”

Desde el punto de vista de un clima-tólogo ignorante de la arqueología, la conjetura de Richardson queda demos-trada; pero si no fuera así, la lógica in-terna del discurso, el repaso por vastos campos del saber, la pasión en la des-cripción de los fenómenos valen tanto o más que la conjetura misma. Hay libros que sorprenden; otros que lo sacuden a uno, como los de Huntington, Fagan y Gill que se han referido en esta nota. G

Los mayas: clima y civilización Adalberto Tejeda Martínez

Richardson B. Gill, Las grandes sequías mayas: aguas, vida y muerte, fce, México, 2008.

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Rosario CastellanosCentro Cultural Bella ÉpocaCiudad de México. Tamaulipas 202, esquina Benjamín Hill, colonia Hipódromo de la Condesa, delegación Cuauhtémoc, C. P. 06170.Teléfonos: (01-55) 5276-7110, 5276-7139 y 5276-2547.

Alí Chumacero

Ciudad de México. Aeropuerto Internacional de la ciudad de México.Av. Capitán Carlos León González s/n , Terminal 2, Ambulatorio de Llegadas,Locales 38 y 39, colonia Peñón de los Baños, delegación Venustiano Carranza, C.P. 15620. Teléfono: (01-55) 2598- [email protected]

Alfonso Reyes

Ciudad de México. Carretera Picacho-Ajusco 227, colonia Bosques del Pedregal, delegación Tlalpan, C. P. 14738. Teléfonos: (01-55) 5227-4681 y 5227-4682. Fax: (01-55) 5227-4682. [email protected]

Daniel Cosío VillegasCiudad de México. Avenida Universidad 985, colonia Del Valle, delegación Benito Juárez, C. P. 03100. Teléfonos: (01-55) 5524-8933 y 5524-1261. [email protected]

Elsa Cecilia Frost

Ciudad de México. Allende 418, entre Juárez y Madero, colonia Tlalpan Centro, delegación Tlalpan, C. P. 14000.Teléfonos: (01-55) 5485-8432 y [email protected]

IPN

Ciudad de México. Avenida Instituto Politécnico Nacional s/n ,esquina Wilfrido Massieu, Zacatenco, colonia Lindavista, delegación Gustavo A. Madero, C. P. 07738.Teléfonos: (01-55) 5119-2829 y 5119-1192. [email protected]

Juan José Arreola Ciudad de México. Eje Central Lázaro Cárdenas 24, esquina Venustiano Carranza, colonia Centro, delegación Cuauhtémoc, C. P. 06300.Teléfonos: (01-55) 5518-3231, 5518-3225 y 5518-3242. Fax [email protected]

Octavio Paz

Ciudad de México. Avenida Miguel Ángel de Quevedo 115, colonia Chimalistac, delegación Álvaro Obregón, C. P. 01070. Teléfonos: (01-55) 5480-1801, 5480-1803, 5480-1805 y 5480-1806. Fax: [email protected]

Salvador Elizondo

Ciudad de México. Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México. Av. Capitán Carlos León González s/n , Terminal 1, sala D, local A-95, colonia Peñón de los Baños, delegación Venustiano Carranza, C. P. 15620.Teléfonos: (01-55) 2599-0911 y [email protected]

Trinidad Martínez Tarragó

Ciudad de México. CIDE. Carretera México-Toluca km 3655,colonia Lomas de Santa Fe, delegación Álvaro Obregón, C. P. 01210.Teléfono: (01-55) 5727-9800, extensiones 2906 y 2910. Fax: [email protected]

Un Paseo por los Libros

Ciudad de México. Pasaje metro Zócalo-Pino Suárez, local 4, colonia Centro Histórico, delegación Cuauhtémoc, C. P. 06060. Teléfonos: (01-55) 5522-3078 y 5522-3016. [email protected]

Víctor L. Urquidi

Ciudad de México. El Colegio de México. Camino al Ajusco 20, colonia Pedregal de Santa Teresa, delegación Tlalpan, C. P. 10740. Teléfono: (01-55) 5449-3000, extensión 1001.

Antonio Estrada

Durango, Durango. Aquiles Serdán 702, colonia Centro Histórico, C. P. 34000. Teléfonos: (01-618) 825-1787 y 825-3156. Fax: (01-618) 128-6030.

Efraín Huerta

León, Guanajuato. Farallón 416, esquina Boulevard Campestre, fraccionamiento Jardines del Moral,C. P. 37160. Teléfono: (01-477) 779-2439. [email protected]

Elena Poniatowska Amor

Estado de México. Avenida Chimalhuacán s/n , esquina Clavelero, colonia Benito Juárez, municipio de Nezahualcóyotl, C. P. 57000. Teléfono: 5716-9070, extensión 1724. [email protected]

Fray Servando Teresa de Mier

Monterrey, Nuevo León. Av. San Pedro 222 Norte, colonia Miravalle, C. P. 64660. Teléfonos: (01-81) 8335-0319 y 8335-0371. Fax: (01-81) 8335-0869. [email protected]

Isauro Martínez

Torreón, Coahuila. Matamoros 240 Poniente, colonia Centro, C. P. 27000.Teléfonos: (01-871) 192-0839 y 192-0840 extensión 112. Fax: (01-871) [email protected]

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