Cuadros de Costumbres

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Cuadros de costumbres, colombia siglo XIX. José María Vergara y Vergara

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OBRAS ESCOGIDAS

DE

DO.:\' JOSE MARIA VERGARA y VERGARA

PUBLICADAS POR SUS HIJOS EN EL PRIMER CENTENA­RIO DE SU NACIMIENTO, BAJO LA DIRECCION DE DANIEL SAMPER ORTEGA, MIEMBRO DE NUMERO DE LA ACADEMIA COLOMBIANA DE BELLAS ARTES Y CORRESPONDIENTE

DE LA DE HISTORIA.

TOMO I

CUADROS DE COSTUMBRES

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OBRAS ESCOGIDAS

DE

DON JOSE MARIA VERGARA y VERGARA

PUBLICADAS POR SUS HIJOS FRANCISCO JOSE VERGARA, PRESBITERO, ANA VERGARA DE SAMPER y MERCEDES VER­GARA y BALCAZAR, EN EL PRIMER CENTENARIO DE SU NA­CIMIENTO . BAJO LA D1RECCION DE DANIEL SAMPER ORTEGA, MIEMBRO DE NUMERO DE LA ACADEMIA COLOMBIANA DE BELLAS ARTES Y CORRESPONDIENTE DE LA DE HISTORIA.

TOMO I

CUADROS DE COSTUMBRES

EDITORIAL MINERVA - BOGOT A - 1931

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JOSE MARIA VERGARA y VERG.-\RA

01arró los dnaks de la Literatura acional y la enriqueció con obras inm'>nale5. Guardó la Fe Católica. la honró con ~u~ virtudes y la defendió con su pluma. Fue uno de los fundildore'i y el primer Direc:tor de la Academia Colombiana de la Lengua y primer Miembro Corre5pondiente en Colom­bia de la Real Academia E~pañola. ació en Santafé de 80-g' ·tá. el J 9 de marzo de l S31.

BAFAI-L ~IARIA CARRASQUILLA

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HONORES OFICIALES

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LEY 35 DE 1931

(MARZO 3)

por la cual se honra la memoria de José María Ver­gara y Vergara en el primer centenario de su naci­

miento y se crea el premio nacional de literatura .

El Congreso de Colombia,

DECRETA:

Artículo l. o DestÍnase la suma de diez mil pesos ($ 10.000) para crear el premio nacional de literatura y ciencias «José Ma­ría Vergara y Vergara .. como homenaje a la memoria de este eximio escritor en el pri­mer centenario de su nacimiento.

Artículo 2. o El gobierno queda amplia­mente facultado para abrir, cuando la situa­ción del tesoro lo permita, el crédito ad­ministrativo correspondiente, para colocar a interés y a perpetuidad en el banco de la república, u otro que dé garantías, la suma de diez mil pesos ($ 10.000), destinada por el artículo l. o de la presente ley para la creación del premio nacional de literatura y ciencias c:José María Vergara y Vergara",

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Artículo 3. o Será condición precisa de di­cha colocación que el banco se obligue a capitalizar semestralmente la mitad de la suma devengada por intereses del depósito, a fin de aumentar año por año la cuantía de éste.

La otra mitad de 10 devengado por inte­reses en cada año se otorgará como premio en la forma que más adelante se establece.

Artículo 4. 0 La capitalización anual de la mitad de los intereses se efectuará hasta que la suma deposi taJa alcance a cien mil pesos ($ 100.000). De e8te momento en ade­lante cesarán las capitalizaciones, y el pro­ducido Íntegro de los intereses se entregará al favorecido en cada año.

Artículo 5. 0 El premio «José María Ver­gara y Vergara» se otorgará al autor del li­bro que, entre los publicados en el año inme­diatamente anterior, fuese designado por el jurado. Pero no podrá otorgarse más que una vez a un mismo autor.

Artículo 6. 0 Cuando se diere el caso de que el jurado declare desierto el concurso, la suma que habría de otorgarse como pre­mio se acumulará al capital.

Artículo 7. o Los jurados serán nombrados así: uno por el ministerio de educación na­cional. o el que en lo futuro llene las fun­ciones de éste en la parte relacionada con el estímulo de la producción intelectual; otro por la a ademia colombiana de la lengua o en su d fecto por la sociedad literaria le-

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galmente constituída, que en concepto de los directores de la prensa capitalina dé mayores garantías de justicia y seriedad; y otro por dichos directores de la prensa ca­pitalina hasta tanto que existan en el país tres o más individuos favorecidos ya con el premio, caso en el cual serán ellos quienes nombrarán el tercer jurado por mayoría de votos. Estos votos pueden emitirse por es­c~ito cuando se trate de premiados que re­sIdan fuera de Bogotá.

Artículo 8. o No podrán optar al premio sino aquellos libros que fueren propuestos al jurado por una academia, claustro uni­versitario o sociedad literaria o científica legalmente constituídas y que lleve más de diez años de existencia continua y activa.

Artículo 9. o Siendo el propósito del legis­lador estimular la producción de libros de carácter nacional que puedan presentarse con honra para el país o fuera de él, podrán Optar al premio todos aquellos que, estando b.ien escritos desde el punto de vista litera­no, enaltezcan la mentalidad colombiana en alguna forma; así, tendrán cabida no sola­n:ente la novela, el teatro, la poesía, el pe­flodismo, la crítica u otros ensayos, sino también los libros de carácter científico, v. gr. las tesis de grado que se presenten en las universidades, los libros de historia, arte, pedagogía, etc . . "Artículo 10. El premio se otorgará en se­

SIon que ha de celebrar la academia de la

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lengua con ese objeto, precisamente el día 19 de marzo, aniversario del natalicio de Vergara y Vergara.

Artículo 11. La academia colombiana de la lengua ordenará la publicación de las obras de autores nacionales hoy agotadas o de difícil adquisición y que en concepto de la misma academia merezcan la reimpresión. Anualmente el ministerio de educación na­cional, de acuerdo con la academia, solici­tará la inclusión de la partida en el presu­puesto de gastos a que dé lugar el cumpli­miento de esta disposición legal.

Dada en Bogotá, a cinco de marzo de ~il novecientos treinta y uno.

El presidente del senado, CARLOS jARAMI­LLO ISAzA.-El presidente de la cámara de representantes, MANUEL F. PABÓN.

El secretario del senado, Antonio Orduz Espinosa.-El secretario de la cámara de representantes, Fernando Restrepo Briceño.

Poder ejewtivo-Bogotá. marzo 3 de 1931.

Publíquese y ej ecútese.

E~TRIQUE OLAYA HERRERA

El ministro de educación nacional,

Abel Carbonell

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DECRETO NUMERO 200 DE 1931 (ENERO 31)

por el cual se conmemOran los merecimientos de don José María Vergara y Vergara.

El Presidente de la República de Colombia,

en uso de sus atribuciones legales, y

CONSIDERANDO:

l. o El país se prepara para conmemorar dignamente el 19 de marzo próximo los merecimientos de don José María Vergara y Vergara.

2. o Este varón descolló como espejo de los mejores ciudadanos v como uno de los más ilustres literatos de ~ la época.

3. o Hombre de nobles ideales, a ellos sir­vió con inteligencia y constancia, y su vida toda constituye un apostolado de la virtud y del cultivo de las bellas letras, las que im­pulsó eficazmente, ya con sus producciones correctas y hermosas, ya siendo patrono y mentor de los intelectuales de la república, y

4. o Es justo honrar la memoria, limpia y luciente, del preclaro fundador y director de la academia colombiana de la lengua, cor-

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poración que ha sido centro de altos estu­dios. En consecuencia,

DECRETA:

Artículo 'l. o El gobierno reconoce y en­salza las virtudes y talentos de José María Vergara y Vergara: aprecia y agradece en nombre de la nación, los importantes servi­cios que tan gallardo misionero de la cultu­ra nacional prestó a la patria, y encarece a la juventud la imitación de las cualidades del insigne historiador de la literatura co­lombiana.

Artículo 2. o Los directores de educación pública organi:arán en las escuelas norma­les y en otros planteles de educación actos literarios donde se exalte el recuerdo de tan inolvidable prócer de las letras,

Artículo 3. o El 19 de marzo de 1931 la banda del conservatorio nacional dará en el capitolio una retreta de gala en honor de José Nlaría \'ergara y Vergara.

Artículo 4. 0 Copia de este decreto, con nota de estilo, se enviará a la academia co­lombiana de historia y a los miembros de la familia de José iv!aría Vergara y Vergara.

Comuníquese y publíquese. Dado en Bogotá, a 31 de enero de 1931.

El 'RIQUE OLA YA HERRERA

El linistro de Educación 1 lacional ,

ABEL CARBO. 'ELL

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ORDENAKZA NUiv1ERO 4 DE 1931

(MARZO 19)

por la cual se tributa un homenaje.

La Asamblea de Cundinamarca,

CONSIDERANDO :

l. o Que el día 19 del pre<;ente mes se cum­ple el primer centenario del nacimiento del señor don José ~daría \ 'ergara y Vergara, ciudadano eminente cuyo nombre da lustre a la república, y quien contribuyó de ma­nera notoria a la cultura literaria y cientí­fica del pueblo colombiano;

2. o Que tanto la nación como el munici­pio de Bogotá se aprestan a tributar al se­ñor Vergara r Vergara los homenajes que corresponden a sus altas virtudes y mereci­mientos; y

3. o Que el departamento de Cundinamar­ca está también en el deber de honrar la memoria de uno de sus hijos más esclare­cidos, \" consen-ar vivo el recuerdo de sus virtudes, para que su ejemplo estimule en las actuales generaciones el amor al estudio

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10 ¡OSE MARIA VERGARA y VERGARA

y el deseo de distinción y gloria bien fun­dadas,

ORDENA :

Artículo l. o Asóciase el departamento de Cundinamarca a los homenaj es que tributa­rán al señor don José María Vergara y Ver­gara, con ocasión del primer centenario de su nacimiento, la república de Colombia y el municipio de Bogotá, cuna de tan ilus­tre ciudadano.

Artículo 2. o Una comisión de la asamblea y otra de la gobernación representarán al departamento en los festejos que con tal motivo se organicen.

Artículo 3. o AutorÍzase a la gobernación para emprender, tan pronto como la situa­ción fiscal lo permita, la construcción del ~ Edificio escolar Vergara y Vergara> , en lo­te adecuado de terreno que adquirirá con tal objeto en la capital de la república.

Artículo 4. 0 Autorízase asimismo a la go­bernación para dotar la Biblioteca del l\.tfaes­tro de Bogotá con un ejemplar de las obras completas de Vergara y Vergara.

Artículo 5. o AutorÍzase igualmente a la go­bernación para que emprenda, cuando la si­tuación fiscal lo permita, la edición de las obras de los autores nacionales del grupo del Mosaico, seleccionando las más representati­yas entre ellas.

Artículo 6. o Esta ordenanza regirá desde su sanción.

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Dada en Bogotá, a diez y ocho de marzo de mil novecientos treinta y uno.

El presidente, HERNANDO URIBE CUALLA. El secretario, Alberto .Villarreal.

Gobernación de Cundinamarca.-Bogotá, mar­zo 19 de 1931.

PubIíquese y ejecútese.

JUAN SAMPER SORDO

El secretario de gobierno, Juan Lozano y Lozano.-EI secretario de hacienda, Bernar­do Pizano Restrepo. -El director de educa­ción pública, L. Borda Roldán.

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DECRETO NUMERO 168 DE 1931 (MARZO 19)

por el cual se honra la memoria de un colombiano ilustre

El gobernador de Cundinamarca,

en uso de sus atribuciones, y CONSIDERANDO :

1. o Que en esta fecha se cumple el pri­mer centenario del nacimiento del señor don José ¡-daría Vergara y Vergara, personalidad eminente en la literatura nacional, cuyas obras contribuyeron eficazmente a la cultu­ra colombiana y quien hizo conocer venta­josamente el nombre de su patria en los prin­cipales centros científicos y literarios de Eu­ropa.

2. 0 Que el señor Vergara y Vergara pres­tó servicios al departamento en su carácter de secretario de gobierno, y

3. o Que la honorable asamblea de Cundi­namarca, por ordenanza dictada ayer, dis­pone honrar la memoria de este distinguido ciudadano, y autoriza a la gobernación pa­ra dar desarrollo a las disposiciones conte­nidas en la misma ordenanza,

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DECRETA:

Artículo 1. o El gobierno de Cundinamar­ca tributa en esta fecha homenajes de ad­miración y gratitud al señor don José Ma­ría Vergara y Vergara, con ocasión de cum­plirse el primer centenario de su natalicio.

Artículo 2. o La gobernación, por conduc­to de la dirección de educación pública, re­glamentará la ordenanza que sobre honores al señor Vergara y Vergara expidió la hono­rable asamblea del departamento, y dará des­arrollo, en cuanto los recursos fiscales lo per­mitan, a las disposiciones en ella conten idas.

Artículo 3. 0 Con nota de estilo se remiti­rá copia del presente decreto a la familia del señor vergara y Vergara.

Comuníquese y publíquese. Dado en Bogotá, a diez y nueve de mar­

zo de mil novecientos treinta y uno.

JUAN SAMPER SORDO

El secretario de gobierno, Juan Lozano y Lozano. ~ El secretario de hacienda, Bernardo Pizano B .- El director de educación públi­ca, Leopoldo Borda Roldan

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ACUERDO NUMERO 8 DE 1931

(FEBRERO 27)

por medio del cual se ordena la colocación de una placa en la casa donde nació don José María Vergara y Vergara y se ~:ictan otras disposiciones con motivo

del primer centenario de su nacimiento.

El concejo de Bogotá,

en uso de sus atribuciones legales,

DECRETA:

Artículo 1. o El concejo de Bogotá se aso­cia al homenaje que va a rendirse al ilus­tre hijo de la ciudad don José María Ver­gara y Vergara, el día 19 de marzo del co­rriente año, con motivo del primer centena­rio de su nacimiento.

Artículo 2. 0 En la fecha indicada será co­locada en la casa número 162 de la carrera 4.· de esta ciudad, en donde nació el ilus­tre historiador y literato, una placa de bronce como homenaje que el concejo, en nombre de la ciudad, rinde a su memoria.

Artículo 3. o Las dimensiones y leyenda de esta placa serán determinadas por la presi­dencia, la cual nombrará un orador que Ile-

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vará la palabra en nombre del concejo, en la fecha citada.

Artículo 4. o Créase en memoria del señor don José María Vergara y Vergara, el ateneo de Bogotá. centro cuya misión principal será estImular en todas las formas posibles el cul­tivo de las letras y de las artes.

Artículo 5. o El señor alcalde de la ciudad nombrará una comisión compuesta de un pintor, un compositor musical, un escritor y un periodista, para que redacten un proyec­~o de estatutos que será sometido al conce­JO para su aprobación.

Artículo 6 o Oportunamente serán incluÍ­dos en el presupuesto de gastos de la ac­tual vigencia los gastos que demande el cum­plimiento de este acuerdo, que regirá desde su sanción.

Dado en Bogotá, a veintisiete de febrero de mil novecientos treinta y uno.

El presidente, J ORCE BE) ARANO.-El se­cretario, Roberto Liévano.

Alcaldía de Bogota.-A1arzo 4 de 1931

Publíquese y ejecútese.

ENRIQUE V ARCAS NARIÑO

El secretario de gobierno,

Francisco Umaña Bemal

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ACUERDO . TUMERO 16 DE 1931

(MARZO 13)

por el cual se honra la memoria de un ilustre colombiano

El concejo municiPal de Popayán,

en uso de sus atribuciones. y

CONSIDERANDO :

Que el diez y nueve del presente se cum­ple el primer centenario del nacimiento de José tvfaría Vergara y Yergara;

Que fue un ciudadano ejemplar por sus virtudes cívicas y privadas, y alto exponen­te de las letras patrias;

Que contribuyó como el que más al des­arrollo cultural con sus bellos y castizos es­critos y con su acción prestigiosa en favor de la juventud que se iniciaba en ,la carre­ra literaria. y fue fundador y director de la academia colombiana de la lengua donde tuvieron asiento eminentes varones que son honra y prez de las letras colombianas ; y

Que vivió por varios años en Popayán, distinguiéndose entre los propulsores del pe-

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riodismo y la literatura, y que en algunos de sus interesantes escritos enaltece, con p.luma docta y fluída, costumbres de esta tIerra que miró siempre con cariño y a la que se vinculó eligiendo aquí la compañera d.e sus días, para fundar una familia que ha sIdo y es timbre de la sociedad bogotana,

ACUERDA:

1. o Asóciase la ciudad de Popayán a la ce~ebración del primer centenario del naci­mIento de José María Vergara y Vergara.

2. o El concejo nombrará oportunamente u~a comisión que lo represente en las fes~i­

vldades que con tal motivo se efectuaran en la capital de la república.

3. o Copia autógrafa de este acuerdo se enviará con nota de estilo a los miembros de la familia de Vergara y Vergara y a la academia colombiana de la lengua.

Dada en Popayán. a los trece días del mes de marzo de mil novecientos treinta y uno.

El presidente,

JOSÉ M. ARBOLEDA LL.

El secretario, Alberto M osquera

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LA ACADEMIA COLOMBIANA DE HISTORIA

CONSIDERANDO :

l. o Que e! 19 de marzo de 1931 se cum­plirá e! primer centenario natalicio de don J osé María Vergara y Vergara, primer his­toriador de nuestra literatura;

2. o Que don José Ma ría Vergara y Verga­ra fue una de las figuras literarias más atra­yentes de! siglo pasado, un investigador in­fatigable y un ciudadano ejemplar, honra de la sociedad de su época;

3. o Que la academia de historia está en e! deber de enaltecer la memoria no sola­mente de los ciudadanos que supieron hon­rar al país en las altas posiciones civiles y militares, sino también las de aquellos otros que en esferas dIstintas contribuyeron en una u otra forma a su prosperidad y conocimien­to, y que entre estos últimos ocupó don Jo­sé María Vergara y Vergara lugar impor­tantísimo.

RESUELVE :

l. o La academia de historia celebrará se­sión solemne en la noche del 19 de marzo

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venidero, para conmemorar el primer cente­nario del nacimiento de don J osé María Ver­gara y Vergara.

2. o Un académico designado por la pre­sidencia hará el elogio del primer historia­dor de la literatura colombiana.

3. o En la galería de historiadores será co­locado un retrato al óleo de don José Ma­da Vergara y Vergara.

(Proposición aprobada en la reunión ordi­naria del 15 de noviembre de 1930).

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BREVES NOTICIAS SOBRE LA PRE­

SENTE EDICION

Cercano ya el centenario natalicio de don J,osé ~tlaría Vergara y Vergara, sus hijos con­sIderaron que la mejor manera de honrar la memoria de tan insigne escritor sería editar de nuevo sus escritos, los cuales, por la pureza de s~ntimientos que los caracteriza, por la gra­C,Ia que los anima, por la emoción que les SIrve de nervio, fueron, y seguirían siéndolo a no estar agotadas las ediciones anteriores, sana y agradable lectura de miciación en la literatura colombiana, sobre todo de la épo­ca en que florecieron los costumbristas ini­mitables que fueron amigos personales de Vergara y son en nuestras letras la conste­lación más importante, así por el número de autores que la forman, como por la ca­lidad de ellos,

En efecto, al grupo llamado del Mosaico pertenecen los autores de María y de Ma­

nuela, los dos primeros ensayos afortunados de novela colombiana; el autor de El Aforo,

libro sin disputa el primero de auténtico va­lor literario aquí, o fuéra de aquÍ, en el

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~ , . . mIsmo genero, y que no es necesano mirar con esa especie de benevolencia con que se miran los frutos de la propia tierra, para encontrarle todo el mérito que 10 aquilata; poetas de tan alta envergadura como Fallon en la lírica, o el mismo Marroquín y don Ri­cardo Carrasquilla en el españolísimo géne­ro jocoso, en que no han tenido rivales en­tre nrn.otros; costumbristas como Silva y el propio Vergara; autores de teatro, bueno o malo, pero netamente nuéstro, ya que los ensayos de Vargas Tejada y aun los de Fer­nández Madrid no abordan temas raizales (Atala, Guatimoc), ni del todo originales (Las Convulsiones), como sí los abordan, por ejem­plo, don José María Samper (Un alcalde a la antigua) o don Lorenzo María Lleras (El espíritu del siglo).

Además, con la generación del Mosaico concatena, alterna y, por decirlo así, se fun­de, pues viene a ser como una prolongación suya y es, en todo caso, hechura de aqué­lla, esa otra a la cual pertenecieron nada me­nos que Cuervo, Caro y Rafael Pombo, nom­bres que cifran las mayores excelencias y glorias de nuestra literatura.

l'o era fácil tarea la de reunir y editar las obras de Vergara. La gran mayoría de ellas se hallan dispersas en periódicos de su época, harto difíciles de obtener. Por otra parte, que­daba el problema de si se haría una edición de sus obras completas o simplemente esco­gidas; las obras escogidas de un autor no

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dan nunca la totalidad de contornos nece­sarios para definirlo en todos sus aspectos; pero las completas suelen presentarlo cargan­do con la responsabilidad de escritos que no nacieron de su voluntad o de su genio, sino de meros compromisos de momento, en los cuales prevalecen las circunstancias de cor­tesía o de necesidad, que lo fuerzan a arrin­Conar de momento sus ideales para salir de un compromiso social o hacerse a dinero pa­ra algún apuro. No sería justo apreciar a Gregorio V ásquez como pintor tomando en cuenta y en la misma proporción en que se tomen sus <cuadros», aquellos otros que han pasado a la historia con el nombre de al­mozaderos de V ásquez y que fueron pinta­dos con el único obj eto de surtir la despensa, y con el afán consiguiente.

Pareció al encargado de dirigir la edición que, puesto que se trataba de enaltecer una memoria cara, a la par que de prestar un servicio a las letras colombianas, recopilando muchas obras de Vergara que de otro modo apenas pueden consultar, y con trabajo, los eruditos, no era el caso de lanzarse por el camino de imprimirlas en su totalidad. Des­de luego, aquellas que nacieron al calor de polémicas aj en as del todo a la literatura, nada tenían que ver con la gloria literaria de su autor; otras, como sus Ver sos en bo­rrador, habían sido consideradas por el au­tor mismo como simples borradores; otras habían sido clara y expresamente repudia-

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das por él, como consta en la introducción del tomito de versos de que hablo; y otras, finalmente, si bien tuvieron en su época un interés informativo, como acontece con el ar­tículo en que describe un buque de vapor, interesante en sus días para quienes no ha­bían salido hasta el mar, hoy han perdido ese valor sin que en compensación lo tengan desde el punto de vista literario, ni docu­mental o costumbrista.

Algunos escritos de don José María Ver­gara habían sido recogidos en tomo: ]a Historia de la Literatura en el Nuevo Rei­no de Granada, de la cual se habían he­cho dos ediciones (l); parte de sus artÍ-

(1) Historia de la Literatura en 'ueva Granada, por José María Ve~gdra y Vergara. Parte primera . Desde la Conquista hast J la J ndependencia. (1538 - 1820. Bogotá. Imprenta de Echeverría Hermanos. 1867.

Hi~toria de la Literatura en Nueva Granada. por José María Vergara y Vergara DeloCle la Conquista hasta la Independencia. (1538 1820) . Segunda edici6n con pr61ogo y anotacIones de Antonio G6mez Rt:strepo. Bogotá. Librería Americana. Calle 14. números 97 y 99. 1905.

La segunda parte de la Historia de la Literatura se perdi6 manuscrita entre los papeles de Vergara. Ha quedado, sin em­bargo, algry que bien pudiera conslderane como un derrotero o como un índice. Dice así.

HISTORIA DE LA LITERATURA 2.- PARTE

(1820 - 1860) Capítulo l . o

El plan de estudíos colombiano. El plan de 1843. La libertad de 1850

C apítulo 2.· La pnlitica: El periodismo político Peri6dicos cCllombianos

(1820 - 1830). Literatura colombiana ha~ra la disoluci6n de la gran Rt:¡:,ública Peri(lcj¡~rno (contipúa). Peri6dicos Granadinos de 1830 a 18-m. Revoluci6n de 1840. En qué influy6 en las

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culos literarios y cuadros de costumbres, de los cuales se publicaron un tomo en vida

letras. Periodismo de 1840 a 1850. -El Día • . -La Civilizaci6n> -El Neogranadino' Marcha de la imprenta desde 1820 hasta 1849. Regeneraci6n de la imprenta y decadencia de la guerra . 1850 a 1860 cEI Porvenir>. cEI Tiempo •. Ospina. Murillo. Caro. Ortiz.

Capítulo 3.° Periodi<mo literario: -La Estrella Nacional. <El Deber> <El

Museo>. <El Album'. <La Biblioteca de <eñoritas>. <El Mosaico'. Capítulo 4.0 Poetas líricos: Vargas Tejada Lleras. Los des Caros y los

dos Ortices. J. Caicedo R::>jas. Rafael Alvarez Lozano. Capítulo 5.° Las colecciones literarias' -El Parnaso>. -La Guirnalda > .• La

semana literaria de .EI Porvenir> .• Ln Lira. <Colecciones en prosa.. -Cuadros de costumbres. .EI Agumaldo •.

Capítulo 6.0 Poetas Tí ricos (continuaci6n): Pr6<pero Pereira Gamba. Gre­

gorio Gutiérrez González. Lázaro M . Pérez. Manuel Pombo. José María Samper.

Capítulo 7. 0

Poetas líricos (continuaci6n): Las poetisas (Educaci6n de la mujer) . Ojeada sobre su pasado y su presente Las poetbas. M Josefa Acevedo Sus obras. Silveria Espinosa. Sus obras. Agripina Samper. Tres estrellas.

Capítulo 8 o Uramáticos: Madrid. Varga< Tejada. Caice':o Rojas. Pérez:.

L. M. Pérez Royo. Vargas Tejada . Madrid. L. "argas, etc. Capítulo 9 o

Historiadores: Acosta. Plaza. Groot. Memorias hist6ricas. Samper. Ortiz (V). Pérez (F). Posada.

capítulo 10. Viajes: Cordovez. Pr6spero Pereira. Ancízar. Tanco. Capítulo 11.

_ Obras religiosas: El Periodismo religioso. El Catolicismo. Se­Vor Mosquera. Sus obras. Ignacio G .. tiérrez V. Cuervo. R~trepo Venancio. Doctor Margallo. Sus escritos. El 2.° Catolicismo .

. Ortiz Groot. Su refutaci6n de Renán. CalJítulo 12. Escritores de costumbres: _El Duende' . Caicedo Rojas Groot.

'Los Cubiletes ' , -La Tiza • . Acosta . -El Alacrán' -El Mosaico • . Diaz. Guarín. Colecci6n de artículos de costumbres.

Capítulo 13 . Novelistas: Angel Gaitán, autor del .Doctor Temis> .• El

Mudo., por Eladlo Vergara. -Los pizarroso y demás novelas de Felipe Pérez. -Apuntes de Ranchería y Jilma., por José

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del autor y otro después de su muerte, aun­que no con idéntico contenido (1); los ver-Caicedo Rojas. -Cuadros nacionales., por la señora Acevedo de G6mez. -Viene por mí y carga con usted., por R. Berna!. -La Manuela., por don E . Díaz.

Capítulo 14. Los Colegios: Santo Tomás. San Bartolomé. El Seminario

Los Jesuítas: su expulsi6n. Qué hicieron estos ilustres institu­tores. El Instituto de Cristo. Nuevos métodos. Instrucci6n primaria. Triana. El método Pestalozzi. Estado actual. Edu­caci6n de la mujer. La enseñanza. Colegio de la Merced. Co­legios particulares.

Líricos: (continuaci6n) Posada . Piñeres. Los dos Pérez. R. Pombo. J. M. Marroquín R . Carrasquilla. J Joaquín Borda . Jorge lsaacs.

Cap. Fil610gos: N. González. S . Pérez. Marroquín. La or­tografía.

Cap. Ge6grafos : Codazzi. General Mosquera . Cuervo. Los Mapas.

Cap. Prosadores: Ospina. Madrid. Cap. Epicos: Arboleda. El Gonzalo de Oy6n. Ortiz. Col6n

S. Pérez. Suárez Rond6n CaP. Estudios canónicos: Duque G6mez. E . Vergara. Cues-

tión Ortodoja sobre .............. El Arzobispo Mosquera. Cap. La Imprenta en Prov incias. Capítulo 15. Estudios Médicos: Vargas Reyes. Vargas Vega. PeTiodi~mo.

La Lanceta. La Gaceta Médica. Capítulo 16. Estudios morales: Los imputadores de Benthan. Don Joa­

quín Mosquera. Caro . ValenzueJa. Los Utilitaristas. R Gómez. Capítulo 17. Cuerpos literarios: Proyecto de Academia 183 ... El Liceo .

El Mosaico. Capítulo 18. Escritores políticos. Memorias de Estado. El Mensajero . Capítulo 19. Biográficos: Pombo. Madrid, etc Cap. Ciencia3 físicas : Don Félix Restrepo. Cap. Coleccionadores' Pineda. Qu ij ano. Uricoechea. Cap RecapitulaCión histórica: Hi~toria y su desarrollo des­

de 1820 hasta 1860.

(1) Biblioteca literaria de -Las 1 oticias>. Escritores colom­bianos. Colección escogida de artículo~ en prosa y versos de más de cien literatos Don Jo~é María Vergara y Vergara. Bogotá, 1884. Imprenta de Ignacio Borda.

Escritores colombIanos: Artículos litera nos de José Mana

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CUADROS DE COJTUMBRES 27

SOs (1); la pseudo novela costumbrista Olivos y aceitunos, todos son unos (2); Y algún estu­dio histórico que apareció en el Almanaque de Bogotá (3). El resto corría impreso, como ya se dijo, en un sinnúmero de revistas y periódicos de su tiempo.

La primera medida fue, pues, la de reco­ger todo. En seguida se procedió a estudiar el material reunido, aunque claro está que muy bien han podido omitir los recopilado­res escritos que no cayeron bajo sus ojos por diversas razones, una de las cuales pue­de ser el lamentable estado en que se en­cuentran algunas colecciones de periódicos en la Biblioteca Nacional, colecciones que el editor no tenía en su biblioteca particular, fuente casi exclusiva de este trabajo. Una vez hecho esto, se determinó publicar cinco tomos, así:

Tomo l. Los cuadros de costumbres, que en la edición de Londres no están separa­dos de los literarios.

Tomo 11. Los artículos literarios prcpia­mente dichos.

Vergara y Vergara. Primera serie. Con un retrato del autor y pna noticia bibliográfica. por José Maria Samper. Londres.

ublicado por Juan M . Fonnegra . MDCCCLXXXV . ~l) Ver:.os en borrador. por José María Vergara y Vergara.

gotá. Imprenta de Gaitán. 1869. b (2) -Olivos y aceitunos, todos son unos- . Novela de costum­Fr~. por José María Vergara y Vergara BOIotá . Impreso por

ocl6n Mantilla 1868. (3) Almanaque de Bogotá y guía de (orEl3teros para 1867·

~~ J . M . Vergara y V. y J . B. C#a1t6n. Bogotá . Imprenta de vtüt6n. 1866.

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28 JOSE MARIA VERGARA y VERGARA

Tomo II 1. Las biografías de diversos per­sonajes, algunos de ellos incoloros, pero que se consideraron importantes desde el punto de vista histórico, donde nunca sobra nada que pueda contribuír a fijar mejor los ma­tices, por leves que sean, de una época.

Tomos IV y V. La Historia de la Litera­tura, obra la más importante del autor.

De los tomos ya publicados se dejan por fuera, pues, el de Versos en borrador, cuyo carácter es más bien familiar, y el de Oli­vos y aceitunos, todos son unos. que es, al decir de Gómez Restrepo, un cuadro de cos­tumbres diluído y muy inferior, por lo tan­to, a otros cuadros que sí van en el tomo respectivo de la presente edición.

Hubiera podido hacerse un sexto tomo con el nombre de Ensayos. incluyendo allí las cartas que Vergara denominó La cuestión española (1), sus reminiscencias de viaje de Santafé a París (2), y el estudio intitulado Los indios del Andaquí (3), obra del presbí­tero tv1anuel María Albis, ordenada y arregla­da por el propio Vergara y por don Evaristo Delgado. Pero puesto que no se trataba de una producción original, pareció al editor que no era el caso de incluírla en las obras

(1) Cuestión Española Cartas dirigidas al doctor M. Mun-110, por J M v. y V. Bogotá. Imprenta de la 'ación . 1859.

(2) <La Caridad. (Véase más adelante la indicación ponne­nonzada de los números en que fueron publicadas).

(3) La Naci6n de Bogotá. 1889.

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escogidas de Vergara; como no era tampoco el caso de reproducir la Cuestión española, que si en su día tuvo interés polémico, hoy no lo tiene. Y en cuanto a la relación de viaje mencionada, ella hubiera cabido en un tomo de viajes, pero no encuadraba a satisfacción en el tomo de artículos literarios o en el de Costumbres, porque para el uno le falta li­teratura y para el otro color.

Respecto de los demás artículos, se dese­charon aquellos cuyo tema está mejor tra­tado en otra forma por el mismo autor o cuyo nivel literario resulta tan manifiesta­mente inferior al resto de su obra, que de­nota a las claras haber sido fruto de al­gún compromiso de aquellos de que ya hablé.

Mas en el deseo de prestar a los estudio­sos una ayuda para el caso de que quieran ampliar sus conocimientos sobre el autor de Las tres tazas, así como para dar al público una mejor idea de la forma en que se hizo la selección que hoy sale a luz, se consig­nan en seguida los títulos de los artículos que no hallaron acomodo en estos cinco to­mos, expresando el lugar en donde pueden consul tarse.

LISTA DE TITULOS

A Rebeca.-cEI Hogar:». Bogotá, tomo 1, número 36, año de 1868.

Anarquía Literaria.-cEl Hogar:». Bogotá, tomo 1, número 23, año de 1868.

Bibliografía .--(Comentando un estudio de Carlos

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30 JOSE MI\RII\ VERGI\P.I\ y VER.GAAA

Martínez Silva al «Cuadro cronológico de soberanos y magistrados de la Nueva Granada desde los zipas hasta nuestros días> . «La Caridad> . Bogotá. año III. número 40. año de 1867.

Bibliografía.-(Sobre la novela «Viene por mí y carga con usted> de Raimundo Bernal) . cEI Mo­saico> . Bogotá. trimestre !l. número 18. afio de 1859.

Candidato.-cLa Matricaria>. Popayán, año l. nú­mero 6. año de 1855 .

Ca.Jamiento y Mortaja .-cEI Mosaico>. Bogotá. afio II . trimestre II I, número 31 , 1860.

Correspondencia de El Heraldo.-cEl Heraldo> (de Medellín) números 115. 122 Y 130. años de 1870 y 1871.

Cosa.! de esto'! poetas.-«E I Mosaico> . Bogotá. afio II , trimestre l Il número 31. lBóO.

Cuestión española .-(Folleto) Bogotá. imprenta de la nación. 1859.

CUe.!tiones ortográ.fica.s .-cLa Caridad> . Bogotá. 800 IV, número 42. 1869.

De Santafé a París.-cLa Caridad> . Tomo V. nú­mero 9, (1869). 47, (1870). tomo VI. número I y 2. 1870 .

De.!pedida.-cEI Hogar> . Bogotá. tomo II, número 76. 1869.

Dos Tumbas .-cEl Mosaico.> Bogotá. año IJ, tri­mestre 1 I. número 19. 1860.

El Almanaque de Bogotá.- (Cartas a don Carlos Holguín). (<<El Bien Público> , 1871) .

El Católico y el Filó.tofo.-cEl Hogar> . Bogotá. tomo JI . número 70. 1869.

El dominio temporal de lOl Papw.-«La Caridad:. . Bogotá. año 1 l . número 7, 1865.

El Mosaico .-cEl Mosaico" . Trimestre IIJ . núme­ro 35, 1859.

El Nazareno .-cLa Caridad> . Tomo 1, número 13. año l. 1864.

El Oa.!i.!-cEl Oasis>. Bogotá. lerie II. trimestre rII . número 32. 1869.

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CUADROS DE COSTUMBRES 31

El Sacerdote y el Médico.-Aguinaldo religioso de .,El Catolicismo), 1858 ,

El Sol y el Viento,-cEl Hogar:». Bogotá, tomo II, número 77, 1869,

El Sur.-cEI Sur:». Popayán, número l. trimestre 1, agosto 5 de 1854.

El Teatro.-cLa Matricaria). Popayán, año 1, nú­mero 5, 1855.

Elecci6n.-(Hoja suelta publicada en Popayán el l. o

de octubre de 1855.) ¿En qué con3iste? -cEI Hogap. Bogotá, tomo 1, nú­

mero 3, 1868. Exámenes en el colegio de Pérez.-cEI Mosaico),

Bogotá, año 11, trimestre IV, número 46, 1860. Fueros Populares.-cPapel Periódico Ilustrado).

Año V, número 100, 1886 . . Fundación de Bogota -(Artículos escogidos y pu­

blicados por José Joaquín Borda) . Humboldt en el Cauca,-cEI Mosaico». Bogotá,

trimestre lII, número 28, 1858. jesucristo.-Discurso leído en la sesión solemne ce­

lebrada el día 2 de julio de 1865, en la capilla del

S~grario de Bogotá por la sociedad central de san VIcente de Paú!'

La Cuestión Romana,-c:La Caridad). Bogotá, año IV, número JO, 1870.

La Esquina de Aviso.f.-cEl ?\.1osaico". Bogetá, año IV, número II 1865.

La Fechería .'-»El Hogar:» . Bogotá, tomo JI, nú­mero 74, 1869.

La lectura de la Biblia .-cEl Catolicismo • . Bogo­tá, año V, número 305, 1858,

La lógica utilLtarista.-c:El Bien Público'" Año lI, trimestre I, número 106, 1871

,La Matricaria.-cLa Matricaria" . Popayán, año 1, numero 3, 1855 .

La Opera .-«EI Mosaico) . Bogotá, trimestre I, nú­mero 5, 1859.

La Semana Santa en Popayán.-Museo de cuadros.

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32 JOSE MARIA VERGARA y VERGARA

Costumbres. Biblioteca de <El Mosaico». Bogotá, 1866. La señora ¡.!abel Bunch de Cortés.-cEl Iris~. Bo­

gotá, tomo IV, número 24, 1868. La Voluntaria.-cEI Mosaico~. Bogotá, trimestre

IlI, número 30, 1859. Lo.! indios del Andaquí.-cLa Nación». Año IV,

números 3,5 a 359, 1~89. Los jesuíta.! en Bogotá,-cEl Catolicismo». Bogotá,

semestre 11 l, número 306, 1858. MemoriaJ para la historia de la literatura de la

Nueva Granada.- cEl Cundinamarqués». Funza, nú­mero 3, 1861.

María .-(Se refiere a la virgen de Guadalupe: con este mismo título publicó otro artículo sobre la no­vela de Jorge lsaacs) . «El Irjs~. Bogotá, tomo IV, número 19, 1867.

Livo.! y Aceituno.! todo.! .!on unos.- ovela de cos­tumbres por José María Vergara y Vergara. Bogo­tá. Imprenta de Gaitán, 1866.

Pensamientos sin Pies ni cabeza.-cEl Hogar~. So­gotá, tomo 1 r número 64, ] 869.

Protesta.-(Hoja suelta publicada en Bogotá el 2 de julio de 1861.

Recuerdo.-(Necrología de la señora Mati/de Ur­daneta de Párraga). cEI Mosaico». Año IV, número 6, 1865.

Revista de América y Europa.-«La Ilustración». Bogotá, números 2. 4, 5, 9. 10, 12, 69. 70, 78. año de 1870.

Revista de Bototá.-(Prospecto de un periódico li-terario) . ~EIMosaico», 1871, trimestre n, número 22 .

Revista de Bogotá.-(Bases y prospecto). Revista de Bogotá -Introducción. Revista de la llustraci6n.- cLa Ilustraci6n». Bogo­

tá, número 97, 1870. Revista de la Moda .-«La Caridad:t. Bogotá, año

1, número 48, 1865. Revista de la semana.-cEl 10saico:t . Bogotá. año

JI, trimestre JII, número 31, 1860.

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Sobre la existencia de Dio3.-cEI Catolicismo:>. Bo­gotá, año V, semestre 1 II, número 302, 1858.

Un bello ideal.-cEI Hogar:>. Bogotá, tomo I1, nú­mero 70, 1869.

Un bello ideal.-(Los gatos mecánicos. Fragmen­tos) "El Hogar:>. Bogotá, número 76. año de 1869.

Un buque de vapor.-Cuadros de costumbres y descripciones locales de Colombia. Artículos esco­gidos y publicados por José Joaquín Borda. Bogo­tá. 1878.

Un .!Oneto-(lntroducci6n al intitulado <Carmen:> de Juan Salvador de Narváez). <Revista de Bogo­tá •. tomo l. número 4, 1871.

Venturas. aventura.! y de.!venturw .-cEl Mosaico:>. Bogotá. año 1I. trimestre IJI. número 39. 1860.

La mayor parte del trabajo en la reco­pilación de los escritos de Vergara se debe a sus hijas doña Ana Vergara de Samper y doña Mercedes Vergara, a su nieta doña Saturia Samper de Esguerra y a la señorita Vicenta Samper Madrid. Otras muchas per­sonas se aplicaron con cariño y entusiasmo a esta labor: a todas ellas doy gracias, y , muy en especial a los señores Antonio Gomez Restrepo, a quien debo acertadísi­mas consejos, a Gustavo Otero Muñoz, au­tor de una gran parte de las eruditas notas que enriquecen la tercera edición de la His­toria de la Literatura en el Nuevo Reino de Granada y a Guillermo Hernández de Alba, que escribió las notas del tomo 111.

Queda, pues, explicado por parte del edi­tor el plan a que hubo de ajustarse. Que

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la premura de tiempo con que fue preciso obrar y la buena voluntad que lo ha ani­mado disculpen, siquiera en parte, las de­ficiencias de que adolece su trabajo; cuyo único mérito, por otro lado, estriba en que 10 inspiraron el amor a la literatura de su patria y la veneración que guarda por la memoria de don J osé María Vergara y Ver­gara.

DANIEL SAMPER ORTEGA

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JOSE MARIA VERGARA y VERGARA y SU EPOCA

pOR

DAN ¡EL SAMPER ORTEGA (1)

(1) Discurso leíoo en la Academia Colombiana de Historia en la sesión solel'TlrlC del 19 de marzo de 1931.

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Señoras y señores:

Próxima ya la noche del 20 de julio de 1810, dominando el alborozo de las campa­nas, el gárrulo fluír del río y las voces de la atufada muchedumbre que iba hacia la plaza mayor, varios personajes comentaban en casa de don Vicente ariño la dispu­ta habida esa mañana entre don francisco Morales y su hijo y cierto mercader de ul­tramarinos.

Halláronse entre los confabulantes dos hi­jas · del contador real, apellidadas Dolores y Benita. Era madre la última de José María Ortega y Nariño, bisabuelo del que habla, y de doña Cruz Ortega. que casó después Con el coronel Pedro Carrasquilla para dar vida a don Ricardo. Doña Dolore-, a su tur­no, hubo de unir su suerte a la de don Ber­nardino Ricaurte, y nieto suyo nació José Manuel Marroquín. De modo que sangre de la que animara las venas de Carrasquilla y Marroquín anima asimismo las de quien, por otra parte, está vinculado a don José María Samper Agudelo; cuya estirpe enla:a con la de Vergara por matrimonio de un su homóni­mo y sobrino con una hija de éste, y se fun-

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de con el linaje del cantor de la luna en la generación que despunta. Ved cómo el aca­so ha dispuesto que en la oscura personali­dad del leyente se den la mano, al memo­rar a los Mosaicos, cinco de los principales entre ellos: Samper, CarrasquilIa, Marroquín, Vergara y Fallon.

Mas cuando no mediase tal descargo, otro habría para mi audacia: desde muy tempra­no esclareció mi entendimiento esa corno lumbre SU2ve que emana de las páginas es­critas por José :t\:laría \ ergara: los cuatro to­mos de El Mosaico y los Artículos literarios ocupan en mi modesta biblioteca sitio prefe­rente en el orden cronológico y sentimental: sobre las llanuras que verdean en Los bui­tres y en los anchos zaguanes que resuenan en El lenguaje de las casas se detuvo mi al­ma de niño a llorar sus primeras lágrimas de piedad: porque aprendí a sentir a Ver­gara persiguiendo su recuerdo en las pupi­las empañadas de un viejo que tenía blan­cos el cora::ón y el cabello y rugosas y en­callecidas las fuertes manos de luchador; mas no tanto que no pudiesen impartir alivios al dolor aieno, derramar a manos llenas el fru­to de su trabajo y desprender de su viejo piano de caoba las más suaves me!odías de Beethoven, las melancólicas notas en que F a­llon cifraba la pesadumbre de La saboyana en destirro, o aquellos aires ingenuos que arrullaron el amor de nuestras bisabuelas en las claras noches coloniales. Perdonadme que

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10 haya invitado a tomar parte en nuestra fiesta, que es tan suya, y que os lo haya presentado sin vuestra venia, siquiera sea en penumbra y como a la sordina. Esta noche, señores, nos acompañan invisibles muchas sombras queridas; nosotros vamos a viajar por breve tiempo hacia el ayer, y ellas han partido desde allá, rumbo al presente. Hé­las aquí. Ahora mismo penetran al recinto: adelante, amigos, tomad asiento, que esta­mos de palique sobre vosotros: esta es una reunión más del Mosaico. Y en esta casa, que a uno de vosotros debe la vida, tam­bién hay Marroquines y Quijanos, y Oteros y Vergaras, y mucha gente de la vuéstra por la sangre y por el corazón. Adelante, se­ñor don Manuel, regocijado don Ricardo, y vos, señor de Pombo, y vosotros, don Pepe Quijano y don Pepe Samper: hablábamos de vuestro tocayo el de Casablanca.

* * * Los primeros años de Vergara transcurrie­

ron en Casa blanca, donde, como lo anota Martínez Silva, fácil sería adivinar cuál de­bió ser allí su género de vida, si no nos lo Contase él mismo en varias de sus compo­siciones en prosa y en verso~ (1).

Del risueño ma reo de la Sabana pasó Ver­gara a encuadrar su vida en la cIudad de

(1) Véase el estudio preliminar del tomo IV de la presente edición.

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que nos diera tan admirables descripciones, compuesta casi toda de casas de un solo piso que parecen aplastadas bajo el pondero­so tejado donde prospera el chupahuevo, y que tienen patios de arquería, en cuyas lu­ces mueve el viento canastillas con parási­tas, huerto, solar y ancho zaguán, solado con tabas y guijarros, y que se llena de men­digos los sábados.

El dueño de casa es bonachón y rezande­ro. Poco se curará de reponer las gacetas, pegadas con engrudo, que reemplazan los vidrios en las ventanas hacia la calle; poco le intriga lo que suceda más allá de su mun­do: pero nada ni nadie tendrá fuerza bastan­te a impedirle que pasee de sobresiesta por el alto:ano, rece a las cinco en punto su ro­sario y merque por sí mismo la vitualla cuan­do ha de agasajar a un huésped, así le cum­pla hacerlo por su cuenta o en el desempe­ño de su cargo oficial.

«Cuando Bolívar estaba en el sur de la república a la cabeza de la expedición en­viada al Perú--cuenta un diplomático fran­cés-llegó a Bogotá el general l1arrison, en calidad de enviado extraordinario de los Es­tados Unidos. Los ministros colombianos fes­tejaron su llegada con una gran comida en el palacio presidenciaL Desde el principio noté la ausencia del ministro de hacienda, y supuse que alguna indisposición o un ne­gr\cio urgente le habría impedido asistir al banquete; pero uno de mis vecinos me se-

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ñaló a la honorable excelencia que aparecía y desaparecía de tiempo en tiempo por una de las puertas del comedor; desde allí, como un mayordomo cualquiera, indicaba a los criados lo que debían hacer, cómo y cuán­do renovaban los platos, cambio de cubier­tos, etc. En el intervalo en que, siguiendo la costumbre del país, los convidados se fue­ron al salón para esperar la segunda entre­ga, me di el placer de verlo, no solamente dirigiendo las maniobras, sino ejecutando personalmente mucha parte de ellas . ... Dos o tres días antes. . . . lo vi haciendo sus com­pras por sí mismo en el mercado; y a fe que lo hacía como una ama entendida v diligente en eso de escoger 106 artículos y n!­gatear el precio:. (1).

Francés también y contemporáneo del an­terior fue otro viajero que vino a Bogotá cuando ésta medía <tres mil metros de ex­tensión de norte a sur y mil setecientos me­tros de oriente a occidente; y se halla di­vidida en ciento noventa y cinco manza­nas .... El lugar denominado palacio de di­putados no es sino una casa grande de es­quina, cuyos baj-:>s están ocupados por tien­das. Lo primero que llama la atención al subir la escalera son dos populares pinturas .

(1,) La • louvelle Grentlde. Santis"o de Cuba, La Jomaique et.l.l tme de Panomá; par le chavaller A. Le 11oyne. ancien ~~stre p)bipotentiaire. Traducido en par:e en el l~epenorio

mbiano, números J, del volumen XVIl[ y ) del volumen XIX.

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a cuyo calce se leen estas palabras: «No hay patria sin leyes .... ' El salón de sesiones es un cuarto largo y estrecho hacia cuyo centro hay una balaustrada de madera so­bre la cual se apoyan los de la barra. pues no existen asientos sino para los represen­tantes, económicamente instalados en sillas de madera pintada y tapizadas con ateza­dos cueros. Ocho candelabros, vidrios en las ventanas y estera en el piso complementan el mobiliario del palacio de los representan­tes. . .. El teatro de Bogotá fue construído hace algunos años a expensas de un rico ciudadano apasionado por la comedia. La sala es regular pero un poco oscura porque no se emplean sino velas para alumbrarla. Hay diversas categorías de palcos encerra­dos por rejas de madera. El patio es gran­de y suficientemente inclinado para que los espectadores puedan ver, pero no hay dónde sentarse. . .. t'l/fuchas costumbres, totalmen­te diferentes de las de Europa, me han lla­mado la atención en el teatro de Bogotá. Por ejemplo: la buena sociedad asiste a los espectáculos gratis, porque el vicepresidente costea la función y la honra con su presen­cia. Las muestras de agrado del público se reducen a silbar a los actores; nuestra ma­nera de aplaudir haría fracasar cualquier pie::a en Bogotá. Durante los entreactos, las señoras salen a los pasillos a fumar> ( 1 ) .

(1) l\1011ien-Voyage da,15 la répubtíque de Colombie en 1823.-Paris. impnmuie de Level, imprimeur du ROl.

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Réstame añadir a la descripción de los gabachos que las figuras murales de la cá­mara eran, como sabéis, la Justicia y la Paz, bien que el pintor equivocó los letreros que tal cosa explicaban. Y que en el teatro de que nos habla uno de ellos, teatro al cual, dicho sea entre paréntesis, consta que no fue nunca don José María Vergara hasta des­pués de haber cumplido veinte años, hicie­ron furor por entonces la compañía lírica de Mirándola, Rossi y Guerra con La hija del regimiento y Romeo y Julieta y la dramáti­ca de Fournier, Belaval y González, cuyos comediantes fundaron la logia <Estrella del T equendama , primera establecida en Bogo­tá conforme al rito escocés (1). Muy en boga estuvo también la Sociedad Filarmónica, en cuyos conciertos, sobre todo el día de San Simón, tomaban parte principalísima don Nicolás Quevedo, su hija Julia, que tuvo una rica voz de soprano, y su hijo Nicolás, de todos vosotros conocido con el apodo de «Chapín Quevedo . Suspendíase el pasatiem­po caso de lluvia por el peligro de aventu­rarse en tinieblas a atravesar los caños des­bordados en mitad de las calles.

Pero algunas otras diversiones tuvieron nuestros mavores: darse cita en todo entie­rro: ir de b~ño, ya que no de tuna, al río del Ar:obispo, y ruar a las mozas jinetean-

. (1) Historia de un alma I mem')rias'íntimas I y de histo­~18s ~Intemporánea I escritas por I José larí, Samper I 1834 8

1 Bogotá I Imprenta de Zalamea Hermanos I 1881.

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do, como lo narra con primor el propio Ver­gara en El último Albencerraje, no sin esti­rarse en veces hasta los aledaños de la ciu­dad, donde abundan los sauces y rosaledas, o bien. en diciembre, hasta la cercana aldea de Chapinero, lugar de veraneo de las fa­milias distinguidas, y foco de bailes a esco­te o por alferazgo.

Ni menos entretenido era el mercado de la plaza dicha sucesivamente mayor, de la Constitución y de Bolívar: y el darse cita en la fonda de F ransois. despL:és-Rosa Blanca .. o en la taberna de «Belchite», a no haber tertulia en casa de alguna familia ami­ga, donde se bailasen contradanzas, torbe­llinos y cachuchas, cuando no el valse de reciente importación, un ondú, una polka, una mazurca (1).

También las fiestas religiosas brindaron esparcimiento a aquella buena gente que res­petaba las palomas blancas por a'egoría del Espíritu Santo. usaba entre casa camisones de percal, pañolón y pañuelo de yerbas en

. (1) cL:>s caballeros consagran los días de fiesta ti hacer vi­~ltas de ceremonia a las señ ras, a qUienes encuentran en SU~ easas con !lUS más ekgantes atavíos. 'o blcn llega el \"\sltan­te. cuando IIcga una ~ rviema que le trae s. bre un pl¡¡to Ul1.'l

taza de chocolate y c.~arros. con un braserillo para encen­derlos. A'~u~s. vece la ~eñ 's de la casa obsequia al caba­llero que la "'31ta con CI 'arro que saca a u VI tol de entre el seno, en donde siempre rd 10 alg-.mo5 de re< rVd ..• Sor­prendido me he quedgdo m Icha veces. viendo sacar a la<; dueñas de casa de e e m'smo lugar fruros perfumadas de ca­pouli, manzanas. naranjaq con clavos de olor, e c. Tentado a creer he esta q\le Id cosas se multiplican allí b.ljo la mano de un prc:stidigitador>.-Le Moyne. lib. cit.

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la cabeza, y salía a la calle muy derecha para que no se le cayese lel tambaleante som­brero de fieltro negro de que nos ha deja­

do memoria Torres Méndez. Privaba, desde luégo, la del Corpus, porque se ponía en la plaza grande un Paraíso de monte bajo, con letrillas depresivas para los bichos que ofren­daban los campesinos del contorno. Eran de verse entonces los cachacos de ceñido pan­

talón y sombrero de copa; las doncellas de garbosa mantilla y las beatas, que no por

vestir hábito relegaron la crinolina. Por semana santa pueblo y autoridades,

de riguroso luto, repasaban las iglesias dis­ciplinándose al compás del miserere, y aba­

tiendo la bandera para que sobre ella pisa­

se el arzobispo, en la procesión del jueves, en que condujera bajo palio a la Majestad; contritos y llorosos permanecían hasta el sá­

?ado de gloria, cuando a las puertas de las

Iglesias y en una efigie de Judas rellena de pólvora, la multitud saciaba su cristiano fu­ror ddndole fuego con algazara y música y cohetes.

La población del país, menor de tres mi­llones. permitía al ministro de hacienda, al par que hacer el mercado para los banque­tes en palacio, invertir un presupuesto tan Cuantioso como el censo. ntender al servicio de la deuda, y vedar al rédito que subiese de un seis por ciento di mes. La única fon­

da de la ciudad costaba un peso diario; y

el que tuviese un capital de diez mil podía

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atender con holgura al sostenimiento de su familia, no obstante acostumbrarse un de­sayuno de carne y chocolate a las siete, al­morzar a las diez, comer a las dos, meren­dar a las cinco, cenar a las diez y apunta­larse entre comida y comida con uno que otro tentempié (1).

Pero en este escenario tan sencillo, la vi­da de nuestros padres no pudo ser más aza­rosa. Así, el haber escrito dentro de la épo­ca en que le tocó vivir, una obra de tanto reposo como es la Historia de la literatura, es el mayor esfuerzo de serenidad que se hi­ciera en su tiempo. Durante dieciséis años -dice Vergara-he hecho de ésta (la idea de escribirla) una idea fija . la he seguido en medio de las guerras que con frecuencia nos saltean; no he perdido para mi pensa-

(l) -En todas las casas cierran el port6n con llave y lo trancan en la hora de la comida . En muchas partes la fami­lia no se reune al rededor de la mesa, sino que cada uno co­me a horas distintas, poniendo el plato sobre las rodillas .... Cuando alguno de los altos funcionarios y de los ricos parti­culares da un banquete, hace esfuerzos tanto mayores cuan­to más humilde y pobremente vive .. .. Pero lo más curioso es que la comida se divide en dos sesiones. como pieza de teatro con dos actos. Despub del primer servicio. que se com­pone de platos fuertes. como carnes, legumbres. tortas y pas­tas, los convidados se levantan y van a una sala a entregar­se a los encantos de la palabra, rruentras que en la mesa se cambia todo, todo hasta el más mínimo detalle. Apenas el criado anuncia que está listo el 5egundo servicio. los convida­dos vuelven a ocupar us puestos r pectivos El segundo ser­vicio son los postres. pero con una variedad extraordmaria de confituras y r rutas .... en cuanto a dulce~, los conventos de monjas proveen largamente a los que les demandan us pro· dueto,: y en puridad de verdad. trabajan el azúcar bast n­te bien>.-Le Moyne. lib . cit.

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miento ni días de prisión ni días de campa­ña. A veces he recogido noticias interesan­tes que pasaban acto continuo a mi car­tera en medio de las angustias de un si tio o de la agitación de un campamento'.

y es verdad: Vergara fue ciudadano de Colombia. de la N'jeva Granada, de la Con­federación Granadina y de los Estados Uni­dos de la f\"ueva Granada. Miró sucederse en el gobierno de su patria, desde el gene­ral Rafael lirdaneta, treinta y cuatro gober­nantes, que no es poco para cuarenta y un años de existencia (1). Esto sólo da la nor­ma de la agitación de su época. Nace a raíz de la sangrienta batalla del Santuario, cuan­do la república, ya desmembrada, gime por la muerte de Bolívar y tiembla de horror to­davía por los asesinatos de Córdoba y de Sucre; y la guerra es el espectáculo perma­nente y el tema de todas las conversaciones: ya es la insurrección de Obando y López que organizan en el Cauca el Ejército de la libertad; va la revolución del año 39, encen­dida sob;e un decreto del congreso que su-

.(1) El g neral Rafael Urdaneta : dos veces el general Do­mingo Caicedo; tres el doctor JO!é Ignacio de Márquez; cua­g~ Mosqunra, d S Oband:); Y Santander, Herrán, Juan de

,lOS Aranzazu , Rutino Cuervo, Jo é Hilano L6pcz, JO!é Ma­na . • telo, Tomás Herrera, José de O lld'u, Manuel Marra Ma-11 rIno. lv1armno Ospina, el doctor Bartolomé Calvo, un go­:em? plural de cinco ministros nombrado por la Convenci6n ~ Rlone ro, Juan Agustín Uriehoechea, :Vllmuel Munl!o To­

ro, José M Irí..! Rojas Garrido, Joaqu'n Ria<cos. Santo' Acos­ta Santos Gutiérrez, Salvador Cllm ello Roldán, Santiago Pé­rez, EUstorgio Salgar y Julián TruJlllo.

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prime en Pasto cuatro conventos desiertos; ora la nueva rebelión de aquella ciudad en 1851; ora el golpe de cuartel de Mela en el 54 o la guerra del 60, por haber exc1uído don Mariano Ospina de su gabinete al ele­mento liberal, o las luchas con el Ecuador en los años de 32 v 63. Y al lado de estas riñas fratricidas corren parejas una epide­mia de cólera asiático y dos de viruelas, de las cuales la segunda se llevó no menos de una duodécima parte de la población. Niño Vergara, tiene lugar el fusilamiento de los diecisiete con~piradores del año 33 , Y ya hombre, el del doctor Aguilar y los señores Morales y Hernánde:: en el 61 : sucede en sus días la deposIción del presidente Mos­quera; en torno a su ciudad se libran las batallas de la Culebrera, en 1840; Zipaqui­rá, Tíquisa y Puente de Basa en 1854; Su­bachoque en 1861 y en el mismo año las tres refriegas de Usaquén; y finalmente, en Bogotá, le toca presenciar el encuentro que se desarrolla en las calles en 1864 contra Mela, contra la guerrilla de Guasca en fe­brero del 61, y en el mismo mes y año el histórico sitio del general Leonardo Canal a los cuarteles y convento de San Agustín. Y él ve temblar a los diputados el 7 de mar­:0 del 49 ante el puñal de las sociedades democráticas, y acarrear pertrechos a las da­mas bogotanas en 1840 bajo el amparo del Jesús Na:areno de San Agustín. vestido de generalísimo. Hállase a la llegada de los j e-

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suítas en 1844, a su expulsión en 1850, sin embargo de haber su madre misma implo­rado, a nombre de doscientas señoras. mi­sericordia al presidente; al regreso de Jos reverendos padres en 1858 y a la disolución de la Compañía y de todos los conventos y monasterios en el 61.

Diversas constituciones que nacen, puede decirse, con las actas revolucionarias de 1810, y cuya gestación y decadencia se acompa­ñó siempre de una extraordinaria exaltación de Jos ánimos, cuando no con las detonacio­nes del combate, rigen y pasan en los días de Vergara; tócale ver trocar el imperio de la del 5 de mayo de 1830 por la ley funda­mental de la Nueva Granada del año 31, Y ésta por las constituciones del 31, del 20 de abril de 1843, de 1853, por las treinta que se dieron las provincias a consecuencia de la anterior, la de 1858, el pacto de unión del 61, y la del 63. vigente cuando él expi­ró, bien que de nuevo los estados se dieron tal cúmulo de estatutos por su parte, que no resulta exagerado el comentario con que el es­critor subraya estas mudanzas en su novela de Costumbres Olivos y aceitunos. todos son Unos : «En América, dice el pueblo, como W áshington 'hoyes mi día', el día en que tumba una constitución y el día en que ha­ce otra . No hay dulzura igual a la de jurar obediencia a una constitución o a la de no obedecerla :. .

Estas escenas a que tan regocij adamente

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alude Vergara, mantenían, sin embargo, en­candecidos los ánimos de los actores que en ellas tomaban parte. Sin telégrafo, sin pren­sa organizada, sin caminos, nuestros abue­los se enteraban muy a medias de los aconte­cimientos y no siempre por conductos vera­ces. La política los envolvió en su torbelli­no desde la infancia: a los doce años de edad, don J osé María Samper hubo de ocu­parse en ayudar a los redactores de El La­tigazo, mientras ellos permanecieron escondi­dos en una casa de la calle de los Carne­ros. A don José María Vergara le tocó es­cuchar, desde que daba los primeros pasos, el relato de la caída del presidente Mosque­ra, que en la noche del 27 de agosto de 1830, refugiado en casa de don Cristóbal de Ver­gara, exclamaba presa de la más negra decep­ción: «:Se necesitan fuerzas para no aborrecer a los hombres:.. El antedicho Samper, alumno interno del colegio de don Mariano Francisco Becerra, fue retirado de allí junto con dos de sus hermanos, para llevarlos a la cárcel por causa de las opiniones políticas de los tres niños, ninguno de los cuales había cum­plido aún los quince años. La juventud que pululaba en los claustros a ral: de la muer­te de Santander fue, por tanto, impetuosa y fanática: de allí salió el tipo del cachaco li­terato desde la adolescencia, partidario ce­rrado de Bentham y de Tracy o de Balmes; católico de todo a todo o libre pensador, a la manera de J osé María Vergara de un la-

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do, y de T eodoro Valenzuela del otro. El plan de estudios de don Mariano Ospina apa­sionaba a aquellos formidables lectores de Víctor Hugo, de Alejandro Dumas, de Es­pronceda y de Zorrilla, de Lamartine, Cha­teubriand y Bernardino de Saint Pierre, o de Eugenio Sué, cuyo Judío errante estaba al orden del día al par con la Historia de los girondinos.

Los gobernantes fraternizaban con ellos para ganar adeptos, como lo atestigua el re­fresco que hizo servir en la plaza de la Cons­tituci6n el general Mosquera en 1845. Y al abandonar las aulas, ebrios de romanticis­mo y fuertemente teñidos en política, iban a engrosar las huestes de las sociedades de­mocráticas o de la Filotémica' y a entre­garse unos y otros a excesos de toda suerte para patentizar sus convicciones. Nada me­jor que las cartas íntimas de entonces pue­de dar idea de la efervescencia religiosa en que vivieron :

<Los j6venes se están portando-escribe don Ignacio de Vergara a don José María;­el domingo próximo hay una gran reunión de conservadores en la Peña. En la noche buena se supo que querían asesinar al arzo­bispo, de resultas de lo que había ofrecido el Pacho Morales de la Democrática de ser s~ verdugo, a vista, ciencia y paciencia del CIudadano presidente, que no hizo ninguna demostración satisfactoria de improbaci6n. Con este motivo toda la gente se alarm6 y

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después de las nueve de la noche estaba desde la puerta de la casa arzobispal hasta la catedral la gente, hombres y mujeres, en tal número, que al arzobispo le costó tra­bajo pasar; todos estaban resueltos a defen­der al prelado y hasta las mujeres iban ar­madas y llevaban en las faldriqueras cal y ajh (1).

La otra noche-cuenta ahora doña Igna­cía-hubo música por las calles y los demó­cratas le pasaron el corazón al retrato del Papa con un puñal; luégo lo bajaron, y ca­da uno lo injuriaba, y por fin lo tiraron al caño y lo arrastraron por traidor. Los ro­jos se han vuelto locos, porque las cosas que hacen no se pueden sufrir entre cristianos:..

y con fecha distinta: «Al otro día de co­menzar el octavario, dicen que pasó Obal­día, nombre que me horroriza, y vio aquel Jesús grandísimo de piedra en la portería de San Bartolomé, y dijo que ¿cómo sufrían los jóvenes ese oprobio?, Y lo tiraron al suelo, lo metieron adentro, arrastrándolo con un rejo y voladores, música y una gritería es­pantosa. Lo arrastraron por los claustros, llenándolo de injurias, y luego lo patearon, cada colegial a su tumo, menos Vásquez, que les hizo ver lo malo y escandaloso del hecho; y luégo lo llevaron con pregón has­ta el cuarto de San Alejo, que a veces sir-

(1) Esta y algunas otras transcripciones que encontrarA el lector adelante han sido tomadas de cartas, casi todas sin (e­cha, que de sus pasados poseen [as hIjas de Vergara.

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ve de letrina, pusieron un cepo, y con las formalidades de un preso, lo metieron allí. Yo lo supe el domingo, y desde ese día es­toy haciendo diligencias para sacarlo .... no omití diligencia, ayudada de la buena y re­ligiosa educación de V ásquez, y !Jo tengo en el oratorio, no como preso, sino como due­ño de la casa y familia. j Lo que hacen los rojos ya no hay cómo contarlo! De lo que han hecho con los padres no te digo, por­que no alcanzaría a escribir».

Hé aquí un curioso relato femenino sobre el nacimiento de la constitución del '53: «Ha­ce cuatro días que pasó el proyecto de la emancipación religiosa y dar libre la entra­da del comercio; y los artesanos se pusie­ron furiosos: se amotinó el pueblo : era un aguacero de piedras, sacaron puñales, los re­presentantes con pistolas, otros con estoques; Y mataron un albañil y un herrero. Fueron a sacar a Obando en auxilio, y no quería salir; por fin salió, cuando ya se acababa el b?chinche, y le temblaban las piernas. A Ma­teus lo hirieron junto a la nariz. Y el run­c~o Neira quiere bajar a Obando; todos es­tan contra él, ya no tiene partido. Don Fer­~ando está que se muere: ya pide rey espa­noI. Lombana está disgustado con Obando; son tres partidos : cachacos, gólgotas y gua­ches. Ya no se sabe esto cómo es. Eladio se metió en medio del alboroto a defender a los Lombanas, que tienen muchos enemi­gos. Las Lombanas tuvieron que llorar todo

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el día, como llorámos el día de la expulsión». ¡Pobre doña Ignacia! La buena señora es­

taba colocada, como suele decirse, entre la espada y la pared: «Ladislao hace doce días que se fue al Noviciado y no ha venido; es­tá encantado con Filomena Castro y conser­vador como nada; y Eladio encantado con Dolores y rojo como el diantre, y así, estoy entre dos extremos».

Ese era uno de los lados de la medalla: veamos ahora cómo se expresaban los jóve­nes del partido opuesto respecto de los ca­tólicos. De una carta de Francisco Eusta­quio Alvarez, transcribo: <Agentes de Roma, clero ultramontano de sotana y sin ella, que cantando victoria se levantan sobre el pe­destal de todas las infamias.... impostores sagrados> que explotan <un sistema especu­lativo de creencia que carece de realidad en el mundo; ese sistema que, dándosele por esencia la doctrina de Jesucristo, se la ha acomodado en una forma sensible que re­meda al viejo imperio romano, forma con la cual se hace conocer y se gobierna en el mundo... El catolicismo es el despotismo del Papa sobre las conciencias para explotar la humanidad. El Papa es a la doctrina de J e­sucristo lo que el general Mosquera a la convención de Rionegro. " o necesito decirte más para explicarte todo mi pensamiento».

Agregad a la sItuación política y religiosa la inseguridad social en que se vivía a causa del sedimento de guerrilleros que cada re-

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VUelta dejaba en los bajos fondos sociales de la ciudad; las fechorías de la banda de Russi, que ora asaltaba un convento, ora una casa, como aquella de doña María Jo­sefa Fuenmayor, persona de quien dice doña Ignacia de Vergara, contando el suceso a su hijo, que por entonces comerciaba en Buga: <Anoche le robaron a doña María Fuenma­yor diez mil pesos; mejor hubiera sido que los hubiera repartido a los pobres vergon­zantes: que allá se las averigüe:.; agregad, digo, el miedo constante a las hazañas de los facinerosos, y tendréis formado el mar­co dentro del cual se agita nuestro escritor.

El mayor de los méritos de Vergara es haber sido un hombre sin rencores, que sir­vió con sus compañeros del Masa ico, de <puente sobre el abismo:. de odios y de lu­chas, abierto entre las juventudes de uno y otro partido. Bien recordáis cómo nació cEl Mosaico:.. El mismo Vergara lo ha narrado en su necrología sobre don Eugenio Díaz, transcrita ya por J osé Manuel Marroquín (hijo), (1) y por Roberto Liévano (2). No me detendré, pues, a rememorar en detalle las famosas tertulias, de mano maestra trata­das por los dos escritores citados, por el

~l) Jo.sé Manuel Marroquín, presbítero D :m José Manuel rroquín íntimo. MCMXXV. Arboleda & Valencia. Bogotá.

(2) yéase tomo 111, página 115 de esta colecci6n. La con­ferenCIa de Roberto L iévano sobre los mosaicos se denomina 2enulias literarias en Samafé y en Bogotá. y está publica­

en Cullurá, números 27 y 28, año de 1918.

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propio don José Manuel Marroquín (padre), uno de los principales actores de ellas, y por nuestros colegas José Joaquín Casas, Arturo Quijano y Antonio Gómez Restrepo, este último la mayor autoridad entre los vivos, en letras colombianas, y a quien Dios pros­pere muchos años e inspire el buen deseo de acometer una h~storia de ellas, para com­plementar la de Vergara. Apenas me ha­bréis de permitir que tercie modestamente en la evocación de los principales conter­tulios.

Forman el núcleo principal de «El Mo­saico:., Vergara, Pepe Samper, Marroquín, Carrasquilla, Quijano Otero y Manuel Pom­bo, según ellos mismos lo afirman en cartas que poseo; pero allí se dieron ci ta una o muchas veces Miguel Samper y Salvador Camacho Roldán, Rafael Eliseo Santander y Ricardo Silva, Fallon e Isaacs, Guarín, y tantos más que figuran o no en los índices del periódico. Acontece con la peña de «El Mosaico:. lo que después con «La Gruta Simbólica:. o con la falange de Cultura:.: aquéllas y ésta sirvieron de centros de atrac­ción a todos los intelectuales de su época, y nadie puede decir que no les deba algún estímulo, entusiasmo o enseñanza.

Samper y F allon lucraban cuartillos en Honda ayudando a pasar ganado en el río de la Magdalena, como que eran formida­bles nadadores; el primero había nacido en la villa consagrada a San Bartolomé el 1. o

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de abril de 1828; Y el segundo, en el case­río de Santa Ana, ellO de marzo de 1834. Cuando don Tomás Fallon, padre de don Diego y director de las minas de plata de Mariquita, iba a Honda, se hospedaba siem­pre en casa de don José 1\/1arÍa Samper y Blanco, a quien debió la vida el mosaico del mismo nombre. Este último estuvo de joven pensionado en casa del doctor Salva­dor Camacho, y allí hizo amistad con Sal­vador Camacho Roldán; y los dos y Ma­nuel Pombo, habían fundado en 1845 un periódico, El Albor Literario, que sólo vi­vió ocho meses; todos tres fueron condiscí­pulos de Gregorio Gutiérrez González y de Nicolás Pereira Gamba. . Del otro lado, Vergara, Carrasquilla y Qui­Jano Otero hallan diversas ocasiones de tra­tarse, y la más propicia de todas, la que les brinda el hogar de don Máximo Vergara, cuya esposa emparentaba con las de Quija­n? y Carrasquilla . Vergara y Fallon convi­Vleron en el Colegio de San Bartolomé. Ca­rrasquilla y iv1arroquín, primos segundos, habían sido escolares de un mismo semina­rio! aunque por breve tiempo, pues Carras­quIlla abandonó las aulas al cerrarse los cole­gios de Bogotá durante la llamada «Gran Semana>, en el año de 1840.

El relato de la forma en que trabaron COnocimiento don Pepe Samper y don tvfa­nuel Marroquín se lee en las «Memorias de Un alma:t , del primero. Pero aquel inciden-

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te es el eslabón originario de la serie de cir­cunstancias que dieron lugar al Mosaico, por­que vino a poner en contacto a los dos gru­pos a que me he referido atrás. En aque­llos aciagos días, un matrimonio entre jóve­nes de antagónicas ideas era más difícil que hoy entre personas de distinta creencia; y a tal punto dividió a nuestros abuelos la política, que al recibir una carta nada más, podía saberse si el que la firmaba era con­servador o liberal (léase gólgota o draconia­no, y romanista, rabilargo o godo), según que en el sobrescrito se emplease o no la pa­labra «don» o «doña».

Por esta razón, y por tratarse de una cu­riosa página del autor de la La Perrilla, os pido vuestra venia para leerla:

«DE CÓMO TRABÉ AMISTAD CON PEPE SAMPER>

«El día 4 de febrero de 1845, que era el último de los del carnaval de aquel año, hor­migueaba el gentío en la plazoleta de La Peña, y en el camino que desde Bogotá con­duce a la ermita. Centenares de maleantes y traviesos colegiales que formaban parte de la concurrencia habían concebido el desig­nio de formar una especie de cordón sani­tario a fin de impedir la salida de todos los que dentro del recinto se hallaban.

Un italiano, cocinero del internuncio apos­t6lico, era uno de los concurrentes. Monta-

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ba un hermoso rucio rodado y estaba a la sazón requiriendo de amores a una dama. Mas como aquel deleitable entretenimiento le hubiera cansado, volvió las riendas para encaminarse a una de las salidas, y no tar­dó en descubrir que se intentaba cerrarle el paso. Ayudado entonces de su animoso co­razón, puso espuelas al caballo y en agresi­vo ademán se arrojó sobre uno de los gru­pos que custodiaban la salida y que se com­ponía de tres estudiantes. Era el uno un mocetón fornido, de ensortijada y rubia me­lena y de turbulenta condición; el segundo era de estatura meno'5 que mediana, un si es no es cargadillo de espaldas y sobre toda ponderación narigudo; el tercero era un hu­milde cachifo que pretendía pasar plaza de díscolo asociándose a los otros dos, que mos­traban en su porte ser infinitamente más be­licosos y emprendedores.

Resueltos y determinados todos tres a re­sistir el choque con el descendiente de los conquistadores del mundo, le aguardan a pie firme y. en el momento decisivo, el moce­tón de la ensortijada cabelllera ase las rien­das y consigue que el caballo se encabrite y se detenga; su narigudo compañero levan­ta en actitud amenazadora un bastón, al que servía de puño un turco de porcelana no menos narigudo que su dueño; mas al tercero de los atacados ipésia su mala es­t~el1a!, no le toca otro papel que el de tes­tigo del suceso. Hubo un momento de in-

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descriptible confusión en que, sin saberse có­mo, la punzante nariz del turco topó con la del romano y de esta última empezó a manar un hilo de sangre.

Gran ruido hizo entre la estudiantina aquel acontecimiento, y no poco hinchado y vana­glorioso quedó nuestro aspirante a la tunan­tería viendo que se le contaba entre los hé­roes de la jornada.

Antes que hubiesen transcurrido veinticua­tro horas, la nunciatura había requerido a la secretaría de relaciones exteriores y ésta al juez letrado de hacienda, a fin de que se hiciese caer todo el rigor de las leyes sobre los violadores de la inmunidad diplomático­culinaria.

Instruyóse el sumario, y de los primeros procedimientos resultó que el humilde cachi­fo fue citado como testigo.

Notificósele esto en la malhadada tarde del día 7; y ¿quién podría pintar lo riguro­so de la batalla que se dio en su interior, entre su conciencia y su amor propio? Ho­rrorizábale el perjurio; pero la idea de mos­trarse corno delator de sus compañeros ha­cía titubear sus sentimientos religiosos, le humillaba y le llenaba de vergüenza.

Preciso es hacer notar que entre los ca­chifos de aquel tiempo tratar con familiari­dad al turbulento mocetón que figuraba en primer término en este cuadro y que era el más bullicioso entre los juristas, había ve­nido a ser objeto de una ardiente ambición.

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Ahora bien: para el cachifo de esta histo­ria, declarar la verdad era ahogar en su cu­na la naciente y apetecida amistad.

Llega por fin el crítico momento yel acui­tado testigo se presenta en el juzgado, tré­mulo, conturbado, y sin haber deliberado to­davía sobre la conducta que debía observar. Pronuncia con desmayada voz el terrible ju­ramento, entreoyendo la cruel rechifla que entre sus colegas ha de levantarse si delata a los dos camaradas.

Expone su edad, vecindad y generales. En seguida se le pregunta si en el lance de La Peña vio cómo el señor Santiago Izquierdo tomó las riendas del caballo del señor Do­minico.

<-Que no es cierto el contenido de la pregunta!!!:., exclama el declarante en el col­mo de la alegría.

Santiago Izquierdo era el de la nariz y el del bastón, y nada había tenido que ver con riendas algunas.

Sigue el interrogatorio: <Diga usted cómo es cierto que el señor ) osé María Samper hirió con un bastón al señor .... ".

-<Que el contenido de la pregunta no es clerto!~, se apresuró a interrumpir en un éx­tasis de júbilo.

J osé María Samper era el de la blonda melena y nada había tenido que ver con bastón alguno.

,Los frenos se habían trocado; ya no po­dla caer sobre el ambicioso cachifo la nota

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de perjuro ni la de desleal; estaba salvado, y la corona que ceñía como uno de los hé­roes del 4 de febrero no cay6 de sus sienes.

Terminada la diligencia judicial se orde­n6 al declarante que la firmase, y él lo hizo escribiendo al pie: José Manuel Marroquín>.

«Los Mosaicos> solían efectuarse alrede­dor de una mesa bien provista de chocola­te con arandelas, por un grupo de escrito­res que frisaban en los treinta años y que a escote habían publicado las poesías de Jor­ge lsaacs y editaron un peri6dico donde no tuvo cabida la política, en la imprenta de don José Antonio Cualla, situada en el «He­rraje garantizado>, edificio (o sitio más bien que edificio) que se hallaba abajo de San Francisco, hacia el paraje en que más tar­de se abri6 la nueva calle de Florián. El «Herraje garantizado» era un solar encima de cuya puerta se veía pintado en una ta­bla el nombre del principal de los dos esta­blecimientos contenidos en aquel recinto. En una de las malas piezas levantadas des­de tiempos remotísimos. en el costado sur del solar, tenía su fragua un herrero, que era el del herraje; en otras piezas tenía su imprenta el benemérito don José Antonio Cualla, y en ella se imprimía El Mosaico. Lo redactábamos Vergara, Carrasquilla. Bor­da, GuarÍn y yO), cuenta el autor de La Perrilla (1).

(1) J~ Manuel Marroquín, hijo, libro citado.

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La primera reunión de chocolate tuvo lu­gar en casa de Rafael Eliseo Santander. Su­cediéronse muchas otras. gran parte de ellas donde Pepe Samper, quien nos ha dejado un relato, aun inédito, que si como pieza lite­raria tiene los defectos de haber sido escri­ta a vuelapluma, con repeticiones de pala­bras, pobreza de rima y demás caracterís­ticas atañederas a todo lo que de esta gui­sa se bosqueja , como documento histórico, fidelidad en la observación de los caracte­res y cuadro de costumbres, es del mayor interés para quienes lo tenemos en estudiar las intimidades de la vida literaria de nues­tros abuelos.

Pero. . .. puesto que tenemos invitados venidos del ayer para asistir al Mosaico de esta noche en honor de Vergara, que nos hable don Pepe Samper:

HISTORIA VERIOICA DBL PRIMER 'MOSAICO' DE LA CALLE DEL cCQUSEQ> (ALIAS

cBOLlV!A') , NUMERO 18 (1 ) .

Era una noche de perros ... . (aunque del emes de María~ ) pues era de zapatones y paraguas y esclavinas ; de aquelIas en que, al romperse groseramente la crisma Contra un farol apagado

(2) Aun .cuando en la Academia no se ley6 completa la pre­~':te relacl6n, por tratar e de un documento in&lito, que po­

na Uegar a ext raviarse, parece conveniente reproducirlo en su totalidad .

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o algún montón de rüinas, dejado para constancia de que algo se reedifica, estruja uno la bufanda para bufar más aprisa, renegando. . .. aunque la iglesia justamente lo prohiba : noche que un sobrio Hamara más turbia que una perica; como tertulia de feas , o entierro de pobre, fría : noche en que cada 3ereno tiritaba en cada esquina, aunque su facción le diera serenidad fementida, pues no hay serena apostura cuando tiemblan las costillas ; en que estaba .... como siempre, de huelga la policía y no menudeaban yeso por bismuto, las boticas (que, felizmente cerradas, con sus químicos dormían) ; noche en que, bajo el amparo de la estatua de Bolívar, ningún borrico entonaba su música peregrina, ni ladraba perro alguno en busca de longanizas, ni una mísera bandola inspirada por la chicha daba sus notas al viento ; ni gato alguno, la pista por techos y caballetes a las gatitas seguía : noche en que no pelechaban fondas ni botellerías, y rabiaban los cachacos, y echaban pestes las niñas

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al aguarse las tertulias de redovas y polkitas; y los mendigos, a falta de alares secos, gemían; y los raros reverberos de Bogotá, daban grima, y los tejados y caños un ruido del diablo hacían, cual si de Egipto y la Peña las afamadas capillas, rodando en ondas de lodo por la calle de «Bolivia", quisieran de la Estanzueia hacerse al punto vecinas. Era una noche endiablada, tan oscura y tan indina que ni el capitán Herrera (que de arrojado se pica y es en todo veterano) tuviera la audacia eximia de salir a echar su ronda calle abajo y calle arriba .. . . y todo. .. ,por qué motivo: la razón es muy sencilla : porque el viejo Monurrate y su pícara vecina Guadalupe, ~e ajustaron la momera y la mantilla; y vomitando torrentes sobre la sabana chibcha, y montones de granizo en provecho de 'arcisa . . .. Mas, para na distraerme con digresiones mezquinas, diré que a palos y a chuzos aquella noche llovía .

y es el caso que 8 las ocho de la noche consabida,

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lluvia y caños desafiando con heroica gallardía, bajo un gabinete verde de la calle de cBolivia~ (que los bárbaros de antaño del «Coliseo» apellidan), diez y nueve caballeros de procedencia genuina, de uno en uno golpeando a la puerta, con medida, van entrando al escritorio de la persona infrascrita que, a cuenta de mequetrefe, apalabrada tenía una edición de «Mosaico» aumentada y corregida. Abre la marcha, garboso, Vergara el coleccionista, o, en términos más patentes, Vergara José María, quien, en prueba de cariño, entrambos ojos me guiña : santafereño hasta el hueso, pero de ley superfina ; como un barbero, ladino ; confiado como una niña ; creyente como una monja, manirroto como Ancízar, y más lleno de cachitos que de polvo y de polilla los archivos donde mete las narices noche y día. Tras de Vergara se cuelan, como dos almas benditas Marroquín el pipiciego y Ricardo Carrasqullla : el uno, haciendo una cara de interrogante o de vírgula que tiene el aire de extracto

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de su propia cOrtografía»; el otro, con una estampa como de pascua florida, tan rimada y tan correcta, que parece una quintilla de las que el místico bardo divinamente fabrica .

Por bien sabido se calIa que, al juntarse Vergarita (el de la «agencia de charla»), Marroquín y Carrasquilla (que la lengua no se muerden). y el otro José María (que, según las malas lenguas. peroró desde la pila disputando con el cura cuando le puso la crisma). se trabó inmediatamente de vocablos tal gavilla, que si Nicolás Pereira, (hoy premiado en la milicia) no hubiera llegado a punto sacudiendo la esclavina, con Hermógenes Saravia, que de cerca le seguía entre cuitado y risueño según su vieja rutina, mal hubiéramos notado, cual sombra de la otra vida, la figura de problema que Emiro Kastos tenía al penetrar al recinto de nuestra junta conspicua . • Qué cara tan mitológica qué extraña fisonomía de artículo de costumbres, o de novela terrÍfica, en que cada arruga o pelo

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parece una pluma, lista a lanzar a su capricho ya una imagen atrevida, ya un relámpago de amores, una queja o elegía, o un sarcasmo furibundo, o una burlona sonrisa. o el reflejo melancólico de una esperanza perdida!

Mas .... ¡silencio, caballeros! ¿ Qué singular armonía es aquella , que de un toche el sabroso silbo imita? Que no es toche. es evidente, (de auténtica ortografía) pues ni toches hay nocturnos ni está la noche , tochística". i Claro es que llega Camacho silbando una tonadilla! sin perjuicio de un enjambre de cálculos y de cifras. que bajo su noble calva bullen como mil hormigas, Pero . . .. ¿ qué rumor es ese como un diálogo de citas. en que el nombre de febrero (mes de gato3, a fe mía!) con el de Sala y Escriche hace juego y causa grima' ¿ Quién nos trae ese perfume de Pandecla3 y Parlida3 que difunde en todo el cuarto un olor de escribanía? Quién ha de ser ¡vive el cielo' Francisco Eustaquio el escriba, de la noble tierra oriundo do el neivano fructifica , y T eadoro. el J ustiniano

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de nuestro Forum del día, terror de los tinterillos y veterano en la crítica!

T cean después a la puerta y entran como de familia Guillermo Uribe el amable y Samper' Compañia; (1) y aquí la modestia exige que la descripción omita, por ser de la parentela los cuatro que entran en lista; mas fuera el silencio un crimen de imperdonable injusticia, si de Ricardo Becerra de faz de alemán conspicua mención especial no hiciese muy cariñosa y muy digna, por sus nobles espejuelos que reflejan su alma limpia, y sus brillantes hipérboles y su estrepitosa risa; y del catire Galindo, versado en econoIlÚa y otros poéticos ramos Como aduanas y salinas, que suele ser candeloso y bravo como una avispa, y mata con la pistola como quien confites tira; y del fino y circunspecto Borda UoaquÍn) que, con rimas del más delicado gusto sabe bordar trovas lindas, de su musa en el regazo, que cual bella f1?res brillan. Apenas toman aSiento aquellos tres mosaÍstas, el bibliófilo Quijano,

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d (J) Se refiere 8 su hermano, do n üguel Samper. ~o fun­

ador y principal de la casa de Samper y Compañía.

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con su perpetua sonrisa, entra, saluda y derecho se embute en la librería; silencioso como un tomo de los que mira y remira . Afable, modesto, humilde, con una cara de enigma en que el ojo más perspicuo difícilmente adivina si la imagen adorada que en el cacumen anida, es la imagen de Mercedes, la de Alberto o de Virginia, o la del mayor y el diario que en su almacén lo atosigan, o de un viejo manuscrito del tiempo de la conquista que logró sacar del polvo, pagando a real la libra. Mas ¿dónde está Manuel Pombo? su tardanza no se explica! c¡Eccolo qua!" nos responde al entrar, y todos brincan de gozo, y le forman corro para que suelte la chispa dando cuerda a la sin-hueso, que dice mil maravillas, porque con él la tertulia nunca es pesada ni es fría. Da gU'5to oír sus lamentos y salmos de J e rernía s al tratar de 105 percances y de la suerte maldita que dice tener por lote. c¿Hay más condenada vida -exclama muy compungido­que la perra vida mía? Es un cquid pro quo perpetuo, un mito, una pesadilla,

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un oscuro jeroglífico, una charada continua en que cada cual encuentra una antítesis: me tildan los liberales, de godo; los godos, de socialista; de beato, los masones; de mas6n, los que oyen misa; de valiente, los cobardes; de miedoso, Jos Aníbal; de arist6crata, la plebe; los ricos, de comunista; las castas, de Lovelace; de púdico, las loquillas; los viejos, de calavera; y otros de positivista; los legos, de muy letrado: los letrados, de marimba; porque son incompatibles las musas y las partidas y en papel del sello quinto no es fácil hacer letrillas. Por un prodigio me tienen cual literato y artista los que no han visto a una musa la falda de la camisa, y soy para los poetas pura prosa bastardilla. Tal, me tiene por muy bueno; cual, por mala sabandija; el uno por taciturno, y por mordaz su vecina; y lo que aqueste me imputa la contraparte me quita Mas yo mi palabr a empeño, y Juro por santa Brígida, que ni soy tan venenoso ni soy tampoco de almíbar; que nadie en su juicio acierta.

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ni tengo pizca de enigma; que nada soy ni ser quiero de esta larga letanía, pues harto tengo y me sobra con las cuitas de la vida:. ... '" .Apenas su perorata terminado Pombo había, cuando todos excla'TIámos con gran alboroto ¡albricias! al sentir el paso lento y oír la sabrosa risa que al llegar, nos regalaba un eminente optimista de la más plácida estampa : Santander. el noble muisca de Serrezuela, el letrado de la aristocracia chibcha: biblioteca de antiguallas encuadernada en malicia , y en armario de marrullas guardada como reliquia; catálogo de consejas y travesuras indígenas ; tan guapo, que hasta las tusas le dan gracia y lozanía: el hombre de los ccachitos" y la charla buena y rica. y las tierna remembranzas y los caprichos de artista; y la cachaza eminente de Santafé. y las continuas meriendas, e indigest ione que el apetito castigan; v las dulces serenata de los tiempos de Bonilla, y las sabro as endechas que cantó con gUAtarrita El hombre del chocolate con canela, en amplia jícara

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ilustrado con panuchas y buen queso de esterilla, enredado en finas hebras con diversas golosinas; filarrn6nico eminente, saleroso periodista; y siempre en graves apuros por conciliar ¡voto a cribas! las artf',s de la belleza con las de la gatería .. Mas ¿qué falta? ¿Mi retrato? Tal vez el deber lo exija, pues haciendo el de los otros fuera extraña villanía dejar en la sombra ocultas mis mañas y trocatintas; pero es tanta mi modestia y es mi voz tan suave y fina, mi estampa tan delicada, mi cara tan expresiva, mi boca tan hechicera, mi prudencia tan conspicua, mi carácter taciturno tan apocado, tan tímida mi lengua, que como el agua de un lago, vive tranquila, que si yo el retrato hiciera de mi persona melíflua, fuera una ::aricatura en vez de fotografía. Renuncio, pues, a esta prueba de heroicidad fementida. y eclipsando mi individuo con la humildad sin malicia, la re~erva y la modestia que me son características. el hilo tomo de nuevo de mi historia interrumpida. Así completo el mosaico

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de la calle de Bolivia, quedó la sesión abierta sin que hubiera campanilla, presidente, secretario ni otro chisme o sabandija. ¿El salón? Un escritorio donde a tomos se fabrican barbaridades diversas que a las musas horripilan ¿Régimen parlamentario? El que cada cual elija. Charla a discreción, y ostenta todo bicho, humor y chispa: éste el eslabón maneja; el otro, la piedra fina; ¡y a cada ligero golpe asoma un chiste o epígrama, algún salado «cachito», alguna ocurrencia crítica con la cual, si el autor gana cien aplausos en gavilla, más el que aplaude se goza tributándole justicia. ¡Qué algarabía, qué grupo para una fotografía! ¡Qué de tesoros vertidos para una pluma taquígrafa, qué de guapas actitudes, qué cuadro para un artista! Manuel Pombo narra ufano sus aventuras y cuitas: tras dos sonetoc; sublimes que a Apolo dieran envidia, cuenta la historia de un pleito que tuvo en el Guamo un día. y que a fuerza de mil mañas sacó al cliente la propina. y luego que con motivo de ir a fiestas a la Villa.

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cabalgó cierto machito grande como una borrica, que en mal hora le llevara del Saldaña por la orilla a entablar, tete-A-tete y en callejón sin salida, platónicos amoríos con la cornamenta ríspida de un toro color de muerte de la saldañuna cría, de esos de alma atravesada, perillán de airada vida, con sus vacas enseñado a truhán y sibarita .... Mas si Pombo hace dar saltos al auditorio, de risa, los demás le dan los trueques en chuscadas peregnnas. Eustaquio, que a carcajadas refiere sus fechorías de los tiempos fabulosos en que estudiaba cachifa, tiene en Nicolás Pereira su rival en chilindrinas . Saravia mete su triunfo, pues le sobra la malicia; Becerra espeta un catálogo de espirituales epígramas, auténticos, de la imprenta gue sostienen las Espinas, Emiro Kastos pronuncia una sentencia sombría; Quijano ríe dichoso, pero en su afán se adivina, que, en secreto, a un pergamino consagra tierna sonrisa . Valenzuela filosofa y, sin quererlo, fulmina cáusticas observaciones

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o frases que cauterizan. Camacho, con Víctor Hugo se apechuga; y cuando chista, sus labios parecen páginas de obras de filosofía: hace con calma rochela y produce con medida carcajadas circunspectas y profundas truhanerías; toma mi álbum de improviso y una pluma, CarrasquiUa, y con sencillez extrema, como si oyera una misa, un lindo juguete en verso en dos minutos fabrica. Uribe, ríe de gozo y salta como una ardita; que aunque de tímido peca y el alma no tiene pícara, también sabe divertirse de su prójimo a costillas. Marroquín (que las narices se unta, al escribir, de tinta) toma alguna de mis plumas y, tornándola en castiza, escribe, oliendo sus letras en prosa muy cervantina: -de cómo trabé amistad con Pepe Samper un día -por los años de cuarenta y cinco-en hora bendita y en una gran chirinola de estudiantes (por cchiripa") con ocasión de unas fie tas en La Peña, y ciertas cuitas en que la conciencia tuve en mil apuros mctida~. Vergara, que se perece por anécdotas y citas

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y piadosas antiguallas y sublimes boberías, se pone a contar la historia de cierto padre jesuíta que después de sus estudios de sagrada teología, hechos en Roma, queriendo dejar su Italia querida por huír las tentaciones que Satanás le tendía al llegar a Popayán .. . quedó en poder de las niguas . y con tal unción refiere Vergara la historietilla del padre Octavio, que hablando en estilo de homilía y aun en primera persona dice : ~Era tanta mi dicha al hacer mi rudo viaje buscando estas "fieras Indias~ a caza de privaciones y miserias inauditas, que al ver en Buenaventura casacas y crinolinas sentí mis venas helarse de terror y de agonía! y por vía de martirio me resigné . .. ¡suerte indigna! a vivir entre mortales civilizados. mi vIcia defendiendo del pecado con las torturas impías o la rasquiña terrible de los piojos y las niguas). -¡Cómo! ¿habla usted por su cuenta 1

dice l\1iguel. que a hurtadillas se acerca al tupido grupo donde ostenta su pericia el narrador entusiasta

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a quien nada interrumpía . -No tal , Vergara responde : voy hablando entre comillas : soy el editor apenas ... -¿Del jesuíta o de las niguas 1

-- .. ¡Del jesuíta! ¡vive Cristo! pues, por fortuna o desdicha, ni nací popayanejo ni he criado sabandijas.

y cada cual interrumpe con una chocarrería ; mas Vergara, imperturbable, resistiendo a la gavilla escupe, guiña los ojos, y al fin el cuento termina.

Entretanto Joaquín Borda sus impresiones de Lima y de Guayaquil refiere con voz mesurada y tímida ; mientras Aníbal Galindo da carcajadas prolijas celebrando una historieta que Santander .. despepita:> con una cara tan cuca y una sal tan peregrina, que la seriedad derrota de Samper y Compañía ... y llueven las agudezas y la charla se complica, y entre lecturas y cuento, recitaciones y epígramas y prosa medio poética y prosaica poesía y espirituales ec;pecies sublimes o divertidas, y alusiones personales y preciosas truhanerías

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las horas pasan volando sin que nadie se aperciba . Dan las doce. Y todos echan mano al «saco> o la «esclavina., la bufanda o el paraguas, y empiezan las despedidas; y aunque llueven las promesas el pobre anfitrión suspira . .. y la copa del e.!tribo se bebe, aunque nadie brinda; y al cabo cien apretones, de amistad y simpatía estrechan en dulce lazo ; y después . . . Aquí termina la historia del gran mosaico de la calle de Bolivia-.

Mayo 27 de 1864.

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Las tertulias de «El Mosaico) se prolon­garon por mucho tiempo, no obstante que algunos de sus miembros principales, como el doctor Samper, hubieron de abandonar la ciudad por diversas razones. Un año des­pués de la que tuvo lugar en la calle de Bolivia y que descrita queda, Ricardo Ca­rrasquilla escribe a Samper a La Mesa:

«El domingo último estuvimos Vergara, Fallon y yo en casa de Chepe Quijano, y hubo mosaico; pero los

mosaicos sin usted son una cuchara sin palo, una mesa con tres patas, un yesquero sin nolí, .Belchite' sin empanadas, dulce de hi~os en panela Sin queso, Sin pan, sin agua.

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o JOSE MARIA VERGARA y VERGARA

No obstante, es preciso confesar que ha­cia el fin de la noche

hubo un raco de alegría (artificial puramente) gracias a un vino excelente que llaman de Malvasía.

Volvimos a leer el consabido librito, el que contiene la historia del primer mosaico, y no tengo necesidad de decirle que usted fue el protagonista de la conversación.

He notado una cosa, cosa rara: usted no vale nada SIn Vergara, Vergara o;in usted no vale un pIto; y suele sucederle al infrascrito que sin el Pepe número primero es moro al agua, un tonto ... .In majadero .

Usted se parece a mí, o mejor dicho, yo me parezco a usted en la franqueza, en la sinceridad, en la vehemencia de conviccio­nes; y \ergara en !a actividad, en la bene­volencia, en la noble quijotería; aunque en este último punto dudo cuál es el original y cuál la copia. Samper es, pues, un Ca­rrasquilla amasado con Vergara.

Usted dice que no le hablemos de su ca­rácter porque es 10 único de que puede en­vanecerse, y no tiene razón:

¿ Qué ¡racia hacen los gatos cuando maúUan? ¿Qué gracia hacen los burros cuando rebuznan?

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¿ Qué el arroyuelo, cuando en sus aguas pi nta el limpio cielo?

Cada uno es como Dios lo hizo: natural y figura, hasta la sepultura ,

¡Qué mosaico tan espléndido el que hare­mos, si Dios nos da vida, salud y licencia, cuando usted venga! Mercedes y Fallan se encargarán de la orquesta; Pamba y el tuer­to Marroquín de la conversación; y usted confesará que le dio la vuelta al mundo y que ha hecho

cuanto hacer puede en esta breve vida humana criatura, para volver al punto de partida y haIlar por fin la calma y la ventura> ,

El veintidós del mismo mes de agosto de 1865 escribe nuevamente Carrasquilla a Sam­per:

<Mi querido Pepe : hoy cumplo treinta y ocho años y es para mí un día triste y ale­gre; para espantar un poco el <esplín> voy 'a contestar su carta del 17, que he leído con muchísima satisfacción , , " El domingo último hubo donde Chepe Quijano un mo­saico más íntimo que los de costumbre : es­tábamos él, Mercedes, Vergara y yo ; y us­ted también estaba allí, más presente que las primeras noches),

y el 30 de agosto vuelve a escribirle : ~ Dice usted que yo me he corregido en

mi modo de escribir cartas, y esa es una

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2 JOSE MARIA VERGARA y VERGARA

calumnia, pues yo no tengo la culpa de que este maldito papel esté rayado y coarte mi libertad. Para vindicarme, y porque estoy muy ocupado en la escuela, procuraré que esta carta no complete el pliego . ... T en e­mos un proyecto los cinco mosaicos: cuando usted venga nos iremos a una estancia de Marroquín. . .. Adiós, Pepe de mi alma; te­mo que usted y Vergara me hagan por fin un escritor fecundo y esto sería una cala­midad irreparable. Su amigo y hermano, Ricardo).

¿ Quién era el autor de esas cartas? Que nos lo diga él mismo, siguiendo lo estable­cido para el mosaico de esta noche.

¡Animo, señor don Ricardo! Si tiene usted empacho en hablar, puede usted leer lo que guste, con tal que se refiera a su persona:

APUNTES PARA ~f1 BIOGRAFIA

O.PlnlLO l .-

Lu~ar y fecha de mi nacimi,nlo

:\"ací el vcntidós de agosto del año de veintisiete en la \lila de Quibd6. situada en tierra caliente .

CAPITULO 2.0

Mi podre

El corooo don Pedro Carrasquills y la ~ra doña Cruz Ortega ; El nació de Honda en la arruinada villa y dI. del Fuma en l. florida vega .

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PARTE SEGUNDI\

CAPITIlLO J.o

Mi infancia y mis ~3ludioJ

Fue mi preceptor Lubín :alamea. ~o me enseñaron latín.

Ignoro la lengua hebrea

CAPÍTULO 2.-

Mi jwltmtud. Aventuras. Deuntaños

Muchas y lindas doncellas en mis verdes años vi, mas ni yo me acuerdo de ellas ni ellas se acuerdan de mL

CAPíTULO 3 o

M i carrera de empleado

En la Direcci6n de Diezmos portero-escribiente fui; mas vino el siete de marzo y mi destino perdí.

CAPiTIlLO -4.-

Mi situación actual

Casado, mayor de edad, vecino de esta ciudad, muy pobre y sin generales, no faltan en casa maJes. Tengo a mi cargo una escuela; una cosa me consuela, y e~ que la posteridad (con entera libertad) cuando yo sea pretérito hará jwticia a mi m!rito.

Fin.

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Af'E'IDICE

Fac/ura completa de mis obras cimtíficJs y literarias

Problemas de arítmé~lca ..... . Coplas (colección de) .. . ..... . Artículos de costumbres.. . . . .. b Cartas al tuso Gutiérrez ...... l Artículos de fondo .... . ...... . Cartas de amores ajenos. . . . .. 2-4

ld. de id míos ........... .

Suma............ 33

Pero volviendo al hombre cuyos minutos comenzaron a rodar hoy hace un siglo hacia el remanso eterno donde las vidas se sosie­gan, permitidme que me detenga. no en sus obras, pero sí al menos en sus caracterís­ticas:

Es la primera de ellas su prodigiosa fe­cundidad. Los hombres de la segunda ge­neración colombiana lo fueron muy pronto. Vergara enseñaba griego y latín en el se­minario de Popayán a los veinte años, y Samper comenzó a dictar sus clases de cien­cia de la legislación antes de cumplir los diez y nueve. El autor de la Historia de la Literatura, además de este libro que hubo de demandarle una paciencia infinita, com­puso muchos versos, recogidos en parte en un tomo intitulado Versos en borrador; cua­tro novelas: Olivos y aceitunos, todos son unos, impresa en la imprenta de Foción 1antilla en 1868, y Mercedes , Un chismo3o y Un odio

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a muerte, que manuscritas se perdieron jun­to con la segunda parte de la Historia de la Literatura; ciertos Cuadros políticos que abarcaban los acontecimientos sucedidos en el país desde 1849, sus Viajes por España y parte de un diccionario biográfico.

Todos estos títulos los tom6 el doctor Car­los Martínez Silva de un papel de puño y letra de Vergara que afirma él haber visto antes que se extraviase también. Parece que se trataba de una autobiografía, y esta cir­cunstancia hizo mucho más lamentable la pérdida.

Al lado de estas obras, de cierta entidad todas, escribi6 ensayos nada breves sobre la llamada Cuestión española, sobre Los indios del Andaquí, en colaboraci6n con don Evaristo Delgado, y sobre su viaje De Bogotá a Pa­rís; cerca de un centenar de artículos lite­rarios y cuadros de costumbres y treinta biografías de hombres notables o simplemen­te distinguidos; y todo esto en tanto que sostenía por la prensa polémicas de carác­ter religioso, llegando en ocasiones a «tener pendientes cuatro o cinco a la vez>; y que fundaba periódicos como La Siesta, El Ho­gar, La Fe, La Unión Católica y la Revista de Bogotá, sin dejar por ello de ocuparse de sus pr6jimos, recogiendo en dos gruesos vo­lúmenes ora los mejores cuadros de costum­bres, ya los escritos del general • lariño, ora poesías, como Jo atestigua el Parnaso Colom-

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biano y la Lira Granadina que publicara con José Joaquín Borda.

La segunda característica, y la primera de todas en importancia, es su espíritu apos­tólico: a él debieron multitud de escritores de su tiempo, entre ellos Jorge Isaaes y Eu­genio Díaz, el estímulo, el empuje definiti­vo que los puso de relieve. Tocante a Isaaes, nuestro erudito colega don José Manuel Saa­vedra Galindo, a quien se debe la ley que establece el premio nacional de literatura en memoria del autor de Las tres tazas, anota en la exposición de moti vos con que acom­pañó el proyecto cómo La María nació en la mente del vate caucano en forma de dra­ma, y gracias a un oportuno consejo de Ver­gara hubo de cristalizar en el molde de la novela, en que se hizo imperecedera.

El entusiasmo siempre vivo de Vergara y su desvelado amor por las glorias de su pa­tria. lo colocan donde hasta ahora no hay sitio sino para dos almas nobles : la suya y la de Roberto Pi:ano Vergara fue, por su devoción a la belleza y a la inteligencia, un educador de hombres en los días en que más necesaria era en Colombia una lección de reposo. Continuando su obra, el hijo políti­co del fundador del l\tlosaico. vino a ser en nuestros días y al lado de Agustín Nieto Caballero un educador de niños. De este mo­do los dos carísimos nombres del infatiga­ble escritor y del infatigable ejemplo de tra­bajadores que no ha mucho (se nos fue ade-

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lante:.. para emplear una frase del mismo Vergara. vivirán en las profundidades de la conciencia nacional muchos años después que se haya perdido hasta la memoria de su paso por el mundo.

Rasgo simpatiquísimo del carácter de Ver­gara fue su acendrado amor a España en los momentos en que estaba de moda deni­grar la heredad de nuestros pasados, sin com­prender que de este modo nos denigrábamos a nosotros mismos, como que en nuestra mezcla etnológica entra en muy elevado por­cientaje.-y tanto que los restantes compo­nentes apenas pueden tomarse en cuenta­la heroica y noble y mil veces bendita san­gre española.

Fruto del viaje de don José María al so­lar de sus ascendientes fueron las academias americanas de la lengua, filiales de la real española, que en todos los países del mun­do colombiano, menos en el nuéstro, desem­peñan papel principalísimo.

La academia de historia, que no guarda silencio cuando se trata de enaltecer una glo­sia del país, demuestra una vez más, al con­sagrar la sesión de esta noche a la memo­ria del primer historiador de la literatura granadina, que ella suple en los campos de la cultura nacional los vacíos que institucio­nes similares van dejando por lasitud o por razones emanadas de su integración, no siem­pre ajenas a la política. Este retrato del primer [director de la ac demia colomhiana

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de la lengua será acogido aquí con el res­peto que se debe al altísimo escritor e his­toriador a quien representa. Y quiera el cie­lo que, cuando dentro de W1 siglo, nuestros biznietos celebren el segundo centenario na­talicio de José María Vergara y Vergara, la academia que él fundó esté ya próxima a la resurrección que no pudo verificarse en esta oportunidad, la más propicia, la más sagrada, la más imperativa de todas.

Pero observo, señores, que estoy hablan­do de las características de Vergara, sin ha­ber dicho previamente cuáles fueron los acon­tecimientos salientes de su vida, como pa­rece indicado que se haga en este recinto. Lamentable es el olvido, mas va no es tiem­po de remediarlo. A menos que el propio don José María quisiera contarnos algo.

¿ Cómo? ¿Que no os cumple hablar de vuestra persona en una reunión a vos de­dicada? Dad por un instante de lado a la modestia. Os escuchamos :

MI AUTOBIOGRAFIA

, 'ací el 19 de marzo de 1831 en la casa de esquina, una cuadra adelante de la Candelaria, al norte. (Vulgo, junto a Chian) . Soy, pues, santafereño de la cepa.

II

Escuelas . Para aprender 8 leer, la de doña Cerbeleona. Con­discípulos Margarita i\lerizalde, mL hermana:, Ladislao y un bobo cuyo nombre no recuerdo. Sistema de educación, coroza

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y pellizcos de monja. Para aprender a escribir, la de don Ra­fael VllIorria. Condiscípulos, los hijos de don Pedro Gual, los del general Paris, los Carrasquillas Lemas, Ignacio Buena­ventura, los Morales Montenegros. Juan Crisóstomo Llano y. probablemente, Ricardo CarrasquiUa.

IJI

Colegios. 15 días donde don Ulpiano González; tres meses en el Colegio del Rosario , 6 años en el seminario de los je­suítas.· 1 año de San Bartolomé y 1 año en clases particula­res. Total. 8 años, tres meses y quince días, durante los cua­les aprendí a no poder ser comerciante.

IV

Aventuras. Me fui al sur: me enamoré de Satuda el día 12 de mayo de 1851 y me casé el 12 de febrero de 1854. Quisieron darme rejo en 1850 por godo y palo en 1860 por rojo. Me ahogué el 22 de diciembre de 1848 y me llevaron a la cárcel el 7 de marzo de 1861

V

Carrera pública. Secretario de hacienda, y luégo de gobier­no en 1854 y 1855 en Popayán. Legi<lador provincial y jefe político; catedrático en el seminario y vicerrector de la uni­versidad: todo esto pasa en Popayán. r--:o hice nada bueno. pero lo peor que hice en esa época fue admitir un desafío, enseñar gramática griega, botar al secretario de la universi­dad por un balc6n a causa de que me enfadaba, hacer un mal negocio con Sergio Arboleda y comprar una mula resa­biada que me iba matando Congresi,>ta en 1858 y 1859; le­gislador del estado de CundlOamarca en 1859 y luégo secre­tario de gobierno en el mi<fTl<) año. 1 TO hice nada bo.lcno: me acuerdo con gUStO de que me escapé con maña para no fir­mar la constitución de 1858, y de que alvé la "ida a un hombre.

Tercera época. Fui secretario de gob:erno de Cundinamarca en 1861. 1e cuerdo con gusto J uc ser-.;í 11 órdenes Je

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JustO Briceoo, que es un corazón de oro y un gran carácter: me pesa haber tenido correspondencia oficial, como secretario, con Rojas Garrido.

Cuarta época. Soy agente comisionista, y me aprovecho de la ocasi6n para avisar que me encargo, junto con mi antiguo y buen amigo Galindo. d~ toda clase de comisiones. Calle de Bolivia, números 3 y 5 Precio convencional.

Como se ve, hay un puntO de contacto entre don Pacho L6pez Aldana y yo: él términ6 su carrera pública por boti­llero y yo por mandadero.

VI

Carrera de escritor. Redacté EL Sur, en el sur, contra don Mariano Ospina en 1856, y El HerallLJ contra él y Julio Ar­boleda en 1860. Me causa disgusto acordarme de ambos pe­ri6dicos, porque me .fregaron> mucho la paciencia.

He sido cofundador de El Mo.!aico, y me acuerdo con gusto desde su primera página hasta la (¡!tima.

Obras notables. He limpiado tres potreros en El BOJque sin tener plata. Hice o reedifiqué una casita, y me qued6 muy a mi gusto.

Obras impresas. Versos en varios peri6dicos; un alegato con Murillo, a favor de los godos : memorias sobre la literatura de la Nueva Granada (que es la que más quiero), artículos de costumbres por costumbre de escribir artículos, necrol6-gicos, versos de encargo y sermones.

Obras manuscritas : Merctde.!, novela. Cuadrol políticos o Día.! hiJIÓricoJ, desde 1349 hasta hoy. Pane del diccionario biográ­fico: andando, dos novelas: Un chÍJmoJO y Un odio a muerte, discurso sobre la generación del lenguaje, y otras barbaridade5, que tengo guardadas

VIf

Gustos, amistades. =tumbres, ambiCIón, ele Vi ito a Ma­nuel, Ricardo, Chepe, Pepe. AníbaJ, Briceño, t-..I Pombo, con frecuencia: de vez en cUimdo a Valenzuala, el padre Alpha y Benito Gai [m. Leo a Fernán Caball~ro. Trueba, Chatea 1-

bri nd . don Quijote, Tomo chocol:lte l le\'antarme; fumo

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tabaco y cigarrillo todo el día; como manjar blanco todos los días; quisiera morir donde jugué de niño.

VIII

Carácter, cualidades, etc. Soy bonacbÓn. 'lencillo, muy tra­bajador y muy apegado a mi familia, por una parte, entran­do mis amigos entre mi familia: por otra, no ,é trabajar, soy algo inconstante en mis trabajos. pasando de uno a otro, sin criterio ninguno: soy ind l~creto, imprudente y cabeciduro, y al mismo tiempo no sé decir no, o lo que es 10 mismo, tengo debilidades de carácter. He podido corregirme de mis defec­tos y no lo he puesto por obra.

RESUME

Cuando tenga 60 años seré todavía y no pasaré de ser un <buen muchacho •. Mis hijos no recibirán de mí sino el con­sejo de que no me imiten.

Bogotá, septiembre 10 de 1864.

JOSE l\1AiUA VERGARA VERCARA

Amena autobiografía: pero calló Vergara en ella su profundo sentimiento religioso, as­pecto de su genio que aun nos queda por tratar.

En el artículo titulado La ópera, declara: ~Soy muy sensible; por esta cualidad me han despreciado los hombres y me aman Dios y una mujer; es mi mejor virtud y mi peor defecto: pero estoy contento con po­seerlos:t.

Esta sensibilidad, puesta en contacto con la exaltación religiosa de su tiempo, expli­caría más que de sobra su acendrado cato-

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licismo, si no le hubiese venido por raza: su sexto abuelo, el sargento mayor don Ga­briel Gómez de Sandoval, que fundó la Ca­pilla del Sagrario, no hizo sino imitar con ello a don Cristóbal Gómez de Sandoval. a quien debe Madrid la del Sacramento, don­de se venera la pintura de J uestra Señora de la Flor de Lis; otro de sus ascendientes por la rama materna, el hidalgo salmantino Cristóbal Bernal , soldado de J iménez de Que­sada y encomendero de Sesquilé, había edi­ficado en el camino que iba a Tunja y en el lugar que hoy ocupa la iglesia del mismo nombre, una ermita a ~uestra Señora de las

Tieves; a otro de sus pasados, don Alonso López de Mayorga, agradecemos los bogo­tanos la escultura de la Virgen del Campo ; y en la descendencia del sargento Gómez de Sandoval y de doña María de Mesa Maldo­nado se cuentan, hasta la generación de don José María, un arzobispo, dos canónigos, cin­co sacerdotes, dos jesuítas, un fraile domi­nico, una hermana de la caridad, dos mon­jas clarisas, cinco concebidas y hasta un tra­pense.

En el catolicismo de \' ergara lo que con­mueve es la emoción de Dios que lo sacu­de. MartÍne:: Silva transcribe frases que no desdeñaría por suyas San Juan de la Cruz. A. la muerte de su esposa, doña Saturia 8al­cázar, se refiere así: «Creo también que fue su muerte un castigo, que declaro muy me­recido. El perro no se rebela bajo el látigo

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de su dueño, sino que se tiende, se recoge y aúlla para obtener su perdón; y yo no tengo por qué ser mas que el perro. Reco­nozco a Dios como mi amo; le debo el pan y las caricias que me hizo; no le morderé, no, porque me azota. Aguardo con pacien­cia a que se calme, para que me deje be­sar su pie>.

y en una carta a don José tvlaría Sam­per: «A pesar de mi fe soy débil y a veces me rinde la carga de la vida. El alma se me seca: clamo, y me parece que no soy oÍ­do. .. Mi pecado es una tristeza. El alma no puede haber sido creada para vivir aquí!:.

¿De dónde tan raigado sentimiento, tan fino amor?

Pennitidme intentar una explicación que, aunque parezca lírica, es la que cuadra me­jor en tratándose de temperamentos tan sen­sibles como el suvo:

Quienquiera qu'e conozca Íntimamente la Sabana sabe que su sosiego se infiltra en el alma y aposenta allí nostalgias de eternidad; como que los hondos piélagos que al ocaso prolongan su hori:::onte hasta los alcázares del Creador e invitan a navegar en sus on­das de colores quiméricos, sobre las cuajes despliega el silencio todas sus magnificen­cias, nos fuerzan a intuÍr que así como ellos más allá de los montes mienten un paraíso, más acá de las nubes apenas estamos nos­otros mintiéndonos una vida. El paisaje de la Sabana es el paiseje místico por excelen-

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cia, porque nada le supera en hermosura, por el ancho camino de la belleza la emo­ción rastrea sin perplej idad a Dios. Vergara vive de rapaz en la soleada planicie y en los montes donde recoge quiches y musgos para la Virgen que veneraron doscientos años sus abuelos; una mujer cristiana y aquella naturaleza magnífica son el obrero y el obra­dor de su espíritu. ¿Cómo, pues, no hallar en todos sus escritos el influjo religioso de la Sabana, que tan fuertemente debió de im­presionarle de niño, y al rumor de los rezos en la penumbrosa quietud del oratorio fa­miliar adentrársele en el alma, cada vez más ligera para el vuelo, como que «de todos los bienes terrenos de que disfrutó en la infan­cia no le quedaba sino el viento?:.

Aquella religiosidad sencilla corno las cos­tumbres de <taita Guerrero y demás cam­pesinos de su Sabana; limpia a la manera de los regatos que de los cerros de Casa­blanca se desprenden y en gracioso charlo­teo de espumas se despiden de caicas y firi­güelos, al serpear en busca de los quejum­brosos trapiches; honda como los piélagos de las puestas de sol y un tanto melancólica como la misma Sabana, aquella religiosidad es el ventalle que mantiene en su pecho siem­pre vivas las candelas del amor divino, re­flejado a toda hora en el amor al prójimo, de donde se arranca lógicamente el entu­siasmo, el «gozo en el admirap, como di­jo de él otro que se desvela por seguir el

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inventario de la riqueza intelectual colom~ biana y sabe también deleitarse con los triun­fos ajenos, porque tiene ancho y hospitala­rio el corazón. Así lo tuvo Vergara : .. acoge­dor y generoso al modo de una puerta CQ­

loniab, para emplear la admirable frase de Guillermo Hemández de Alba ; abierto al so­plo acariciador de los recuerdos, que enno­blece, y a la claridad de ]a mañana eterna que, cuando a través de la fe penetra en los oscuros aposentos del espíritu , estimula a no soltar el remo por más que nos embis­tan, encrespados y rugientes, los tumbos del dolor, a medida que navegamos vida adent ro.

* * * La biografía del héroe está completa, dice

Vergara para finalizar la que escribiera so­bre Atanasio Girardot : no puedo yo decir otro tanto, respecto del elogio que me ha confiado la academia, porque mis desabri­das palabras apenas han intentado poner de relieve esta figura que me es tan familiar, que echó tan fuertes raíces en mi emoción desde que supe leer. Pero, por fortuna, su alabanza también está completa, desde hace veinte siglos y reducida a una sentencia que define al hombre a la vez que al escritor : <Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios~ .

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Mas. .. los amigos de ayer que nos han acompañado esta noche acostumbran reco­gerse temprano. Hora es ya de poner tér­mino al mosaico que hemos celebrado con su concurso.

Señoras y señores, sombras amigas, señor don José María Vergara : buenas noches.

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CUADROS DE COSTU~ABRE

POR

JOSE ;-..,{ RIA VERGARA y VERGARA

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CABALLOS NACIONALES

Si la memoria de los varones se perpetúa por medio de las biografías; ¿ por qué no ha de hacerse lo mismo con la de los caballos célebres? Dumas, escribiendo El último ca­ballo de Napoleón, ha dado un ejemplo dig­no de seguirse. Y estas biografías hípicas tendrán sobre las otras una ventaja inapre­ciable, la imparcialidad, que es la dote más indispensable en el biógrafo que escribe la vida de un hombre. En tanto que los caba­llos sean incapaces de narrar los hechos de sus semejantes, se conservará en sus biogra­fías escritas por el hombre ese tono desapa­sionado que las hace apreciables en las muy pocas imparciales que el hombre ha escrito del hombre. ¿Qué mala pasión puede torcer la pluma. tratándose de caballos? Ni la in­teresada adulación, ni el miedo servil, ni la esperanza de honores o riquezas, ni el temor de los ofendidos, nada puede desviar la ver­dad de su cauce, (suponiendo que la verdad sea como un río)

Es útil y conveniente, antes de entrar en biografías, recordar que el caballo entró a

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Cundinamarca junto con Gonzalo jiménez de Quesada, y que no bajó de cincuenta el número de estos nobles animales, que en­tonces vinieron. Trajéronlos también Belal­cázar y F redermán pocos años después. Lugo y Lebrón importaron junto con las prime­ras mercaderías de lujo que por aquí se vie­ron, damas españolas para los conquistado­res y hembras andaluzas para sus heroicos corceles. Unas y otras fueron muy bien re­cibidas, según se ven de pobladas las ciu­dades y las dehesas, cada cual respectiva­mente; no vaya a creerse que hubo confu­sión. Mas hubo esta notable diferencia entre las dos razas: que la humana se cruzó con la indígena y aun con la negra, importada por el padre Las Casas; en tanto que la ca­balluna ha conservado pura la sangre, por­que no encontró con quién echarla a per­der. Se puede sentar, pues, el siguiente axio­ma: entre los caballos no hay indios ni mu­latos; todos son de raza espanola. En aque­llos tiempos un caballo de mediano mérito se vendía al contado en cinco mil pesos de buen oro, y aun en más, según asegura quien lo vio. Los historiadores de Nueva Grana­da no vuelven a nombrar el caballo después de la conquista; desde que dejó de ser caro, casualmente.

-Tal es la maña de los 110m res todos, Sean SilJOneJ, celtas, fra • godos: , 'o mencionar sino Las be tias rae.,. Hombr.s. caballos o mujeres caras>.

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El primer caballo famoso de que hablan nuestras crónicas posteriores a la conquista, es el bayo en que el sacristán Pedro de Hungría, complicado en el asesinato de Jor­ge Voto, hizo una jornada de Tunja a [ba­gué, gastando en atravesar estas ochenta le­guas, desde el sábado a las diez de la ma­ñana hasta el domingo por la noche. Ro­dríguez Fresle, que cuenta este suceso, dice que Hungría dejó su caballo en un hato cambiado por otro, y añade: de este caba­llo bayo hay hoy raza en los llanos de Iba­gué. Pasó este verídico suceso en 1554.

A fines del siglo pasado mereció nombra­día en Santafé, por su rara inteligencia, el morcillo de don Honorato Vila. Sucedió que hablaba don Honorato con un su amigo una tarde, en la pesebrera donde estaba el mor­cillo a cuerpo de rey, y concertaron no sé qué viaje, para el cual debían montar a las cinco de la mañana . El bueno de don Ho­norato, a pesar de ser un gran médico, era un insigne dormilón; cogióle el sueño, por­que en Santafé la cama es deliciosa a las cinco de la mañana, hora del proyectado viaje, y aun a las seis y media ; y hay quién sostenga que a las ocho y cuarto todavía es encantadora. Dormía aún don Honoroto, \' ya eran las cinco y media, cuando le des­pertaron golpes repetidos a I puerta de u cuarto. Abrió apresurado, creyendo que fue­se su amigo que venía a reconvenirlo por su pereza, y se encuentra de manos a boca,

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jo mirabile jacto! con su morcillo que venía a recordarle su compromiso. Este morcillo. de proverbial hermosura, fue el que sirvió para que hiciera su entrada triunfal en San­tafé el virrey Amar y Borbón.

Famosas fueron en cien leguas a la redon­da las fiestas que se hiceron en Santafé, cuando la jura de Fernando VI; y la mejor parte de su fama les vino de que el alfére:: real, don Tomás Prieto, hijo del fundador de la casa de moneda de esta ciudad, echó como suele decirse, la casa por la ventana, y podemos asegurar que era una gran casa. Sacó estandarte de terciopelo, cojín de la misma tela, las armas castellanas bordadas en oro en ambas piezas, para gritar: Espa­ña por Fernando VI; en todo lo cual gastó veinte mil pesos de buen oro. Pero el deta­lle imperecedero de aquellas fiestas yel único que las ha sobrevivido. fue el de que el des­pilfarrado alférez herró su caballo con he­rraduras de oro, por lo cual el padre Te­rreros, ex jesuíta y tío del alférez, le dijo que le parecían. mejor los cascos del caballo que los del jin.eLe. Citamos este caballo como un animal afortunado, así como entre las bio­grafías de los hombres las hay de algunos que no han tenido otro mérito que el de haber sido afortunados, es decir, haber car­gado herraduras. . .. pero de oro.

~1ucho influye en las prisiones El metal de que e~tán hechas: Pues las de amor son de oro

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y de fierro las de guerra. Lo mismo en las herraduras y hasta en los yugos, ¡oh mengua! Si los de oro pesan menos Pesan más los de madera.

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Entre los hombres se usa encomiar mucho a los que fueron patriotas, o partidarios de la independencia de su patria. ¿Y por qué se les encomia? Por contraposición o con­traste, como sucede en muchas cosas; por­que si hubo algunos que no favorecieron la independencia hubo otros que murieron por ella. Lo mismo sucede con los caballos. Los hubo a millares que prestaron dócilmente el lomo a la silla del dragón español, y otres que se rebelaron contr a el orgullo de los pa­cificadores. < Totable fue a este rcspe .... to el hermoso rucio rodado que pertenecía a don tv1atÍas Defrancisco. Era este señor muchí­simo más partidario del gobierno de F ernan­do VII que de morir en un patíbulo; tenÍale además su miedecillo al general don Pablo Morillo, que se acercaba a Bogotá, al fren­te de su gran ejército, precedi' ndole la jus­ta fama que ya le señalaba como a un mal­vado y vil asesino. Morillo no venía a afir­mar el dominio español sino a matar, a per­seguir; así es que persiguió hasta a los rea­listas, entre ellos al docto r Duquesne, cuyas opiniones contra la independencia eran bien conocidas. Atendidos todos estos ante eden­tes, don l'datÍas que había tenido algunas debilidades con los independientes, uiso con-

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graciarse con el sátrapa altivo, y le ofreció su caballo para que pasease. Aceptó Mori­llo, haciendo con su aceptación un evidente favor a don Matías; trajeron el rucio que, además de ser hermosísimo, era manso como todas las hermosas (sólo las feas son bra­vías) y montó .... ¡Oh desgracia! a las dos cuadras ya había medido el suelo granadi­no con sus malditos huesos el pactf. . .. el pacificador. El caballo se había encabritado, había disparado como un león al sent;r en­cima de su noble lomo a don Pablo Mori­llo. El pacificador nunca le perdonó a don ~latías que le hubiera dado un caballo in­surgente, y por poco le cuesta la vida a Defrancisco.

) ustamente con el rucio de don Matías, tenían fama en aquella misma época otros hermosísimos caballos que babía en Bogotá. Uno de ellos era el rucio blanco llamado el A1antequillo, que pertenecía al prócer de nuestra independencia. al ilustre José María Arrubla. Otro era un tercer rucio p rtene­ciente al prócer José Gregorio Gutiérre:, y que antes de él había pertenecido al Barón de Carondelet. La historia de este cabalio fue muy semejante a la del Babieca del Cid. Era en sus principios un p tro de fea ca­tadura, IJingunas carne y exigua estatur ; pero tenta cabeza fina y descarnada _. ojos inteligentes. Trajéronlo a a sabana de Be­gotá, y lo echaron como cosa in ervible a no é qué potrero; al año lo vier n, y n

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lo conocieron. Había tomado con la gordu­ra un desarrollo tal que llegó a ser el de mejor estampa que aquí se conoció; y en lugar de ser zonzo y duro de movimientos como 10 fue al principio, tuvo tanto brío y dulzura de pasos que hechizaba a los j ine­tes. Entre las biografías de los hombres hay una semejante a ésta: la de don Rafael Mos­quera, apellidado en su niñez burro de oro, porque siendo hijo de padres muy ricos, era muy tonto y apagado, y que cuando menos lo pensaron se convirtió en el aventajado ingenio y gran talento que conocimos.

Uno de los caballos más beneméritos en­tre los que viven en la memoria de la pos­teridad es el Chamelote. Era este sujeto ro­sado, carinegro, de siete cuartas de alto y buenas prendas. Había nacido el año de 1811, es decir, ya en suelo republicano, y pertenecía a la raza de Casablanca, en uno de cuyos potreros pastaba cuando acaeció la memorable batalla de Boyacá, que puso en libertad a la ~ueva Granada, oprimida aún por los pacificadores. El virre . Sámano, vejete de mal carácter, y que era más va­lientt:' cuando era el coronel Sámano en Qui­to. que cuando era virrey en Santafé, com­prendió perfectamente que esos cañonazos que sonaban al norte, en Boyacá, eran los últimos que se disparaban ontra el poder de Fernando ' 11 y de sus satélites; y .... se dejó de ruidos y salió corriendo, seguido de u guardia virreinal y preguntando el correr:

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¿ahí vienen esos cobardes? Los cobardes, que mientras tanto vencían a doble número de enemigos en Boyacá, venían al galope sobre la capital para coger al virrey. El bravo co­ronel Infante, negro de tez y de ilustres he­chos, venía al frente de la vanguardia per­siguiendo a los funcionarios españoles; llega a Bogotá, ¡han marchado! Sigue tras ellos, su caballo se cansa, coge de pasada el Cha­melote en los llanos de Casablanca, y sigue a toJo correr. Llega a Guaduas; Sámano va adelante ; llega a Honda.. .. ya ha pasado el t\ 1agdalena. Infante enfurecido espolea su caballo y pasa a nado el gran río; llega al otro lado, y sabe que Sámano se ha em­barcado hace dos horas. El alcance es por 10 tanto imposible. Infante vuelve a pasar el río en su caballo, y vuelve a seguir camino para la capital adonde llegó al día siguiente, y en donde vendió al punto el caballo en que acababa de rendir aquella homérica iomada. :\. que el lector me preguntará con qué de­recho vendió Infante el Chamelole, si no era suyo. ¡Oh' por lo que es eso, contestaremos que vender caballos ajenos no es resabio por­que es maña vieja. Los más gallardos militares, los más inmaculados patricios, desde que tie­nen charreteras, se creen autori=ados para qui­tar caballos y disponer de ellos. Esto viene desde la guerra de la independencia. ¡Honor y grande honor sea hecho a los generales que viajan en bestias propias! ¡Honor sea hecho al general París, qu entra en campaña en

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las mulas de su hacienda de Peñasblancas, y al general López que no cabalga sino en las bestias de su hacienda de Laboyos! j Y honor sea hecho a las pocas excepciones más que pudiéramos citar!

A propósito de esto de bestias ajenas, nos vemos en la precisión de referir un episo­dio. Hablaban los prisioneros del Oratorio de la última organización que había dado a su ejército el general h.losquera, cuando ase­diaba a Bogotá, y se dijo que al general Reyes lo había nombrado cuartel maestre, y de no sé qué otra cosa al coronel Level de Goda; J anuario, cuya broma no había muer­to ni aun entre prisiones ya muy largas y estrechas, se hizo de las nuevas, y so pre­texto de que el apellido de Level de Goda era desconocido en 1 1ueva Granada, pregun­tó con picaresco candor, qué era eso de cuar­tel maestre y qué lo de level de goda. Uno de los militares presentes vio una ocasión cal­va de echar un párrafo de erudición, y ar­queando el bra:o y el talle, para tornar un polvo con majestad. dijo: ¡oh! esos son gra­dos de la milicia francesa, que yo conozco mucho: Cuartel maestre es el encargado del depósito, y level de goda el que corre con las bestias!

El que corre con las bestias, tornó a re­plicar J anuario, cuando no está en la cár­cel, es usted.

Hablaremos de un muleto, si la moral nos lo permite. ~Iuleto, como el lector humano

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sabe, -que para el lector caballuno esta ex­plicación sería perogrullada,- muleto quiere decir bastardo. Los caballos, mucho más mo­rales que los hombres, han logrado poner un sello imborrable sobre el fruto adulterino de la yegua. Acá en las sociedades humanas, cuando una reina logra jugarle una a su marido, da a Iu:: un infante tan sumamen­te parecido a todos los infantes, que cual­quiera lo toma por príncipe, inclusive el pa­dre putativo, que no tiene medio ninguno de averiguar la certe::a. Así es que, acá en­tre nos los hombres, en materia de sucesiones, dice don Juan Salas, hay que estarse a la buena fe de la madre, hasta que pueda encontrarse un medio, agrega su comentador, el doctor Zaldúa, por el cual se conozca cuales niños son acreedores a sus parafernas, y cuales a que los remitan francos de porte al hospicio a buscar padre y herencia. Pues bien: ese gran medio tan buscado por los jurisconsul­tos, lo han encontrado los caballos. Que una yegua raga entuerto, y es seguro que allí, en medio de la dehesa, en faz del caballo pa­dre y de la sanción de sus compañeras da a luz un muleto. es decir, un bastardo.

La herencia del caballo no será repartida con intrusos; le toca exclu~ i\'amente a los potros. y los muletos e l rgan a buscar paja, según opina el doctor Zaldúa .

Pues bien t n miserable hasta roo de ye­gua es el hér e de las aventuras que voy a narrar. o todo h de ser rigor; demasia-

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das preocupaciones pesan ya sobre los hijos naturales; es justo reconocerles sus virtudes cuando las tengan, para inclinarlos así a todos a la moral. Por otra parte, Fígaro dice con muchísima justicia: est-ce ma faute, si mon pere n'a pas époussé ma mere? Que traducido literalmente, dice así: Si hubiera nacido yo a tiempo para hacer que mis pa­dres se casaran, cuando todavía no lo eran ... !

Los españoles (vuelta con ellos) desterra­ron a España a los pocos patriotas que no enviaron al patíbulo. Entre los desterrados marchó el grande Arzobispo don Fernando Caicedo y Flórez, que entonces era provi­sor. y más tarde edificó el suntuoso templo de la catedral que hoy existe en Bogotá. Se fue el señor Caicedo a su destierro, caba­llero en un muleto bayo de buenos pasos, que lo llevó hasta i\1érida; de allí se venía su obispo, el señor Lasso de la Vega, a San­tafé, y el señor Caicedo le dio su muleto; vino sin'iendo hasta Bogotá; al llegar a esta ciudad, se necesitó de una bestia mular de mucha confianza para enviarla a Honda, a servir al Arzobispo acristán que venía al interior. Volvió sirviendo el muleto (ya ma­cho, es decir, ya hombre) a Bogotá, donde lo ensilló un socorrano que lo compró y lo hizo servir hasta el Socorro, donde terminó tan estupenda correría. ¿Qué dice usted, se­ñor lector? ¿Haría usted un viaje igual?

Con frecuencia se citan grandes jornadas como elogios de los jinetes; y nunca se acuer-

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dan de elogiar al caballo. Esto recuerda la famosa respuesta que dio Bolívar a un ofi­cial que le pedía el grado de coronel por haber hecho una estupenda jornada. ¿En cuántos caballos la hizo usted? preguntó 80-lívar.-En uno solo.-Pues entonces, nom­bro coronel al caballo, contestó el Liber­tador.

He nombrado a Bolívar, y su nombre me trae a la memoria, naturalmente, el célebre Rucio Bolívar. Este noble sujeto era quite­ño y se llamaba el Pastor. La persona que 10 regaló a Bolívar, lo compró en $ 1.000; según la proporción de este precio, en aquella época, hoy valdría $ 8.000. Bolívar lo usó con predilección y al tiempo de irse lo re­galó al general Francisco Urdaneta. quien lo vendió algunos años después para padre de la familia del Chamelote. en el seno de la cual murió.

¿ Quién no recuerda el caballo negro del viejito Fierro? El señor Fierro tenía tienda de comercio en la primera calle real; y su casa de habitación por la Candelaria. Venía de la casa a la tienda, caballero en el caballo negro que se mantenía siempre tan bien y con tan buena salud! Al llegar a su tienda, le amarraba las riendas y lo despedía; y el caballo regresaba a su casa, sin extraviarse nunca, ni dejarse coger por otra persona. A la hora de comer se repe­tía la escena a la inversa: soltaban el caba­llo en la casa y llegaba solo a la tienda a

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recibir y traer a su amo. Esta vida duró así por más de doce años.

La nobleza de carácter, que es la prime­ra de las cualidades que pueden hacer ir un hombre y un caballo al templo de la fama (li­teratura fósil), era la mejor dote del rucio ibaguereño, tan conocido en Bogotá con el nombre de su poseedor el señor F a11on. Per­teneció este caballo a un rico particular el señor C . ... cuya esposa cabalgaba en él en un viaje por los pueblos del norte. Por equi­vocación tomó la señora una trocha que ter­minaba en una angostura fonnada por una laja resbalosa en el suelo, peña a un lado y un abismo al otro. La vuelta era imposible a causa de la estreche= de la senda; seguir adelante más imposible aún, porque al res­balarse el caballo caerían al abismo. La si­tuación era crítica; lo comprendió perfecta­mente el rucio Fallon, y doblando con sua­vidad las cuatro patas, se acostó para que la señora pudiera salvarse a pie como lo hizo. Luégo, jugando el todo por el todo, recogió todos sus nervios, hizo un ovillo de su cuer­po, dio un salto colosal y cayó al otro lado de la laja, en donde volvió a recibir a su señora ~. siguió su camino sin hacer la me­nor alusión a su ha:aña. Siempre que se ha­blaba de este acto de noble:a delante de él, volvía modestamente a otro lado el hocico.

El general Melo, a quien tuvimos que aguantar de dictador desde el 17 de abril hasta el 4- de diciembre de 1854, tuvo dos

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caballos notables: uno, el hermosísimo ove­ro en que está montado, en el retrato co­losal litografiado que se hizo del ridículo personaje. Otro. el zaino, que fue cogido el 4 de diciembre por el general !\1osquera, quien lo remitió a su hacienda del Coco­nuco. Este zaino era un dandy de primer orden; todos los días subía la escalera del cuartel, llegaba al salón de Melo, se veía en un grande espejo que allí se hallaba, y después que se miraba y remiraba volvía a bajar la escalera y se dirigía a su cuadra.

En las carreras de 1847 se hicieron famo­sos el Ombligón del señor Aquilmo Quijano y el Cisne de los señores Latorre. Eran dos corredores insignes; ambos han muerto ya, pero todavía apuesto al Ombligón.

Han conseguido nombre, y viven en la flor de su vida, el pintado de Borrero, na­cido en la Habana y avecindado en Potrero­grande; el negro de J. Corredor; el torito de los Latorre, el moro de .1. Escobar, los Azaeles de E. París, etc., etc., y otros mu­chos que no nombro por no ofender su mo­destia y porque espero montarlos todos para saber cuáles son dignos de er eternizados.

(De El MOlaico, número JJ. de 27 de .'P5[0 de 1864)

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CONSEJOS A MI POTRO

~rívolo juguete enviado c:>mo memoria de ausencia al doctor Pedro Fernández Madrid .

Muy castaño mío:

Hoy cumples cuatro abriles, edad reque­rida por la constitución para entrar en el goce de tus derechos. es dec; r, para que te ensillen y te hagan entrar en paso y te pon­gan rienda . Hoy hace cuatro años cabales que te vi, trémulo y delgadito, mover tu~ largas patas para sostener tu cuerpo que sa­lía por la primera vez a la luz del potrero. Bella era tu madre, cervuna de color, de largas crines, bríos de militar pronunciado; Índole granadina, es decir, entre altiva y pe­rezosa, entre gallarda y fanfarrona. Tú fuis­te su décimo alumbramiento, porque la no­ble yegua sostenía, como Tapole6n. que la hembra más grande era la que más hijos hubiera dado al estado; y efectivamente, tus nueve hermanos todos fueron para el esta­do, como consta de fajas 1 a 300 en los tres expedientes de suministros que tengo pre­sentados, por lo que di a la causa de la li-

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bertad en 185 1 , 1854 Y 1860, tres épocas gloriosas para la agricultura. Tu padre era un noble calavera nacido en Bonza, y que menos el defecto de libertino y de espantador, era todo un caballero. Juzgo que no te acuer­das de él más de lo que se acuerda Bogo­tá de Nariño, y Colombia de Bolívar.

Para que hagas buena carrera es preciso que oigas algunos consejos y que los grabes donde puedas; no me atrevo a decirte que en la memoria, pues como bruto que eres, no has de tener esa tercera potencia del alma racional. Si tú los sigues, serás un caballo de bien, tus amos te darán pruebas de confian­za, cuales son las de escogerte para las jor­nadas más largas; serás caballo de pesebrera y potrero, que es tanto como ser doctor en ambos derechos; y a la postre morirás hon­rado por tus concaballos y por los ciuda­danos.

No te doy reglas de tu manejo con el cha­lán que va a ponerte en doctrina, porque él tendrá buen cuidado de dártelas. Pero su­pongamos que ya sales de la doctrina, que ya se te recibe en la sociedad como caballo hecho; para ese caso sí necesitas que yo te muestre tu camino.

Si te monta algún pepito, ya sabes la an­tigua regla de derecho que dice: a los mu­chachos contra el suelo, precepto profundo cuya falta de observancia está sumiendo a la sociedad en males incalculables.

Si es militar el que te cabalga, completa

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el axioma con la exposición de Mr. Dupin, sabio abogado del foro francés, que dice: a los militares contra una esquina ¡Qué de ma­les se hubieran evitado, si todos los caha­llos hubieran estado de acuerdo en este prin­cipio! Figúrate que el zaino de Melo lo estrella contra una tienda de pilar el 17 de abril a las cuatro de la mañana. ¿Qué hu­biera resultado? Que la revolución de 1854 que costó tanta sangre, en lugar de durar un año hubiera durado media hora. Puede ser que te monte un militar como el gene­ral París; con él te guardarás bien de enca­britarte. Pero pierde cuidado en esto de co­nocer cuáles son los que debes estrellar; los militares como el general París son tan pocos, que bien puedes hacer una regla general y descrismados a todos. Por otra parte, los militares como París jamás andan sino en caballos propios, y tú no serás propio para los militares, conozco tu carácter.

Si ves de lejos un militar, de general pa­ra abajo y de cabo para arriba, castaño mío. cruza, y ligero, mientras más ligero, mejor. Esto mismo le dije varias veces a tu difun­to hermano Pisa/lores, no lo quiso creer y fue víctima de su candor, porque murió en Usaquén defendiendo la libertad así como Tumbarlotas, tu tío materno, que combatió en Arataca y murió persiguiendo a los de­rrotados.

Mas. suponiendo que no alcances a cru­zar, y que por este camino o el otro vienes

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a ser bagaje de coronel; y suponiendo tam­bién que tu expropiador sea jaque y no se deje estrellar; en tal caso, oye, mi castaño querido, oye las reglas que de observar tie­nes. Si vas a una batalla, ponte en la ca­ballería oficial, que esa no pelea nunca. Si te monta un orejón te hará morir innoble­mente; si un militar, te cansará en vano; si un cachaco, te hará saltar la trinchera y mo­rir abrumado de gloria, quiero decir, acribi­llado a balazos, como cayó el gallardo ge­neral Herrera en Bogotá el 4 de diciembre de 1854, día de funesto recuerdo en tu fa­milia, porque allí murieron tus hermanos el Pirata, el Gólgota y el Oropel y fue robado por los llaneros el macho Cienfuegos, tu her­mano natural. Hay un puesto en las bata­llas, tan incólume como un calicanto, y es el de adjunto, ayudante o cosa por el esti­lo: trata de que le toques a algún ayudan­te general de estado mayor general del gran ejército, y te garantizo que lejos de enfla­quecerte, engordas; lejos de morir a bala, sólo te expones a morir de aburrimiento. o andes en tratos de hombres de negocios, si­no haste a la canongía de una hacienda; quiero decir, que si te dejas poseer por al­gún tratante, te patoneara en dos por tres y te asoleará y te dejará salir haba, te dará salvado sin agua, por lo cual padecerás de un cólico llamado torzón, que es a los cóli­cos ordinarios lo que el fuerte a la peseta de a cuatro; en lugar de esto, hazte poseer

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por hacendados que mantienen gordos sus caballos y no los maltratan sino en ocasio­nes solemnes. Descanso completo no lo ha­llarás tú sobre la tierra.

Si te toca en suerte un jinete que valga la pena, para ir a la guerra, uno de esos ji­netes que son honra y provecho, haz gusto­so por él lo que los partidos políticos hacen por sus Jinetes. es decir, por sus jefes: mue­re en silencio, hazte matar sin decir: esta boca es mía. Supongo que el jefe te ha com­prado, y que el jefe no es un militar que se ha vendido al que más grados o más pen­sión le dé, sino un gentilhombre como He­rrera, u otro que t al haya bailado. En este caso, tu camino está marcado. Un caballo de buena familia que tenga el honor de ser regido por un gentilhombre debe llevar con gracia los arreos militares. El cuello enarca­do para lucir su elegancia y para hacer flo­tar las crines al viento; la orej a recta y ten­dida adelante; el ojo bañado en luz, salta­do y expresivo; la nariz abierta y resonan­te ; la boca blanda, aunque rabiosa, debe cubrir de blanca espuma el duro freno, y el hocico, tirado atrás por el rendaje, debe ple­garse sobre las conchas del pretal; el acera­do casco debe herir sin cesar el suelo, y la cola unas veces tendida al viento, otras agi­tando con fuerza los sudorosos flancos, de­be coadyuvar a la gracia de la apostura. El relincho debe imitar el sonido del clarín, y cuando suene la corneta para romper el fue-

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go, debe relinchar como quien dice: ¡vamos! En el combate debes estar listo a la ofen­sa, tardo a la huída: una trinchera, aunque esté muy baja, se salta por orgullo. Tus ojos, sombreados por el ardor y la cólera, de­ben ver la bandera enemiga. Si tienes cora­zón, haz que sus latidos entusiastas se vean al través de tu piel castaña y brillante. Un salto a tiempo, atrás o de lado, puede sal­var a tu jinete o salvarte a ti mismo. Si hay un encuentro particular entre tu noble jinete y un jinete enemigo, tú no debes ate­nerte a los consejos de la rienda, sino po­ner de tu sayo muchos movimientos que a él se le olvidara indicarte, atento a herir a su enemigo. Si cae una granada junto, debes saltar por encima de ella airosamente, o si no puedes alejarte en ese momento, pon el casco con rabia encima, que las granadas tanto de pólvora como políticas hacen me­nos daño cuando revientan debajo que cuan­do revientan a un lado. Si quieres divertir­te durante la batalla. si deseas saber con qué clase de enemigos tienes que habértelas, no tienes más sino mirar quién está encima y quién está debajo; el que esté debajo se­rá liberal a todo trance; el de encima con­servador. Traducido esto en lenguaje tuyo, te diré que el orden siempre tiende a andar a caballo en la libertad. porque el orden es bípedo y la libertad cuadrúpeda. y la confor­mación y estructura de los miembros es el cincuenta por ciento de las tendencias hu-

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manas y decide de muchas cosas. El orden tiende siempre a apretar las piernas y la li­bertad a brincar : cada uno hace uso de los frenos que tiene.

Concluída la batalla. es muy común que los que no han peleado se pongan a perse­guir a los derrotados. Como tú has peleado como bravo y estás sudando y rendido de fatiga, no harás esta villana acción. Deja que hagan eso otros animales menos nobles que tú .

Durante la paz tienes las siguientes cri­sis ' un paseo al salto de Tequendama y pa­seos por las calles de la capital y un viaje más o menos largo. En el paseo al Salto irás prestado; esto te lo puedo decir con toda seguridad. Entre mil caballos que hayan ido a conocer la maravilla de la naturaleza, no habrá ido uno solo alquilado. Esta es una de las cargas concej iles que la ley reconoce sobre la propiedad llamada caballo. Enton­ces te montará un amigo, que por lo segu­ro no sabe montar, y te echará a perder al­go ; o una j oven que sabrá mucho menos y que te dañará mucho más. Esto se explica : la mujer no ha nacido para jinete.

En los paseos en las calles, que serán dia­rios. será donde adquieras todas las enfer­medades mortales que han de poner térmi­no a tu vida. La patoneadura y los resabios son hijos de las grandes capitales. No hay juventud que no se agote, ni salud que no se deteriore en las cultas sociedades. Por el

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contrario. en los campos la juventud es in­mortal, la salud, de hierro: nadie se patonea sobre la yerba de la pradera.

En estos paseos por las calles es donde se contraen aquellos vicios que han hecho a tu noble raza casi peor que la de los hom­bres, si se me permite la exageración . Estos vicios consisten en ,'olverse un caballo bien nacido resistidor. br ¡neón, coíeador, espanta­dor. despedidor o tropezador. Resistidor no es que tú resistas nada, sino que te resista~ al caballero. Brincón, Jo canta su nombre. Co­leador, es adquirir la costumbre popular de saludar a derecha e izquierda con la cola con tan poca gracia como los jefes de par­tido. Espaniador, no es que tú espantes a ninguno, sino que te espantes tú mismo de musarañas, y hagas escándalo por poca co­sa. Esta maña se ha pasado de los gober­nantes a los caballos o viceversa: la histo­ria no está de acuerdo en este punto. Des­pedidor significa partir sin cortesía. despe­dirse como un patán en el momento en que el jinete coge el estribo, sin darle tiempo de sentarse en la silla. Esto es cosa de villa­nos y de rústicos. y tú no debes hacerlo si­no en el caso de que te hayan decla rado ba­gaje, : sea coronel en comisión el que va­ya a fatigarte. Tropezador cualquiera lo en­tiende.

Tienen algunos caballos la maldita costum­bre de dar hachazos en el camino, porque ven una mariposa o sale un muchacho de

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entre una zanja. Si se espantaran por ver salir una muchacha, pase, pero, un mucha­cho! No vale la pena. A estos tales se les llama pajareros. Un chapetón a quien se le había advertido que el caballo que le daban era pajarero, no pudo guardar el equilibrio en el primer hachazo, y cayó: su caballo es­pantado huyó, agüijado por los estribos, que golpeaban sus flancos. El bueno del chape­tón se quedó tranquilamente sentado en la vera del camino: pasó un amigo y le pre­guntó qué hacía allí, y le contestó que aguar­daba a su caballo que había ido a coger unos pájaros. El otro comprendió con tra­bajo, y se fue a coger al falso cogedor de aves, el cual recibió después una pela que clamó al cielo.

Si tienes la fortuna de llegar a la vejez, sentirás perder tu salud y las enfermedades harán de ti una grotesca etcétera. Las ma­nos que tanto galoparan estarán hinchadas : el mal de la corva. que es la gota de los caballos de estado, hará de tus dos piernas un arco. El cogote te hará cretino, es decir, que embotará tus facultades mentales. La ha­ba. que es la jubilación de los caballos, te impedirá hacer uso de tu dentadura supe­rior. La sarna vendrá en seguida, por falta de ej ercicio que te haga sudar; y encima de todo, el muchacho de echar la recogida o el hato, te amargará tus últimos años, montán­dote en pelo y haciéndote dar paseos difí­ciles. jDichoso tú, si entonces encuentras una

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yegua vieja que te haga compañía! ¡Dichoso, si encuentras un rinconcito repuesto donde haya pasto tierno y húmedo! No a todos los caballos les es concedido tanto, que a los males de la vejez se agregan los que causan los caballos miembros de la sociedad potre­ril. Tú, ahora que estás joven y correlón, guárdate de afligir al pobre mocho viejo que te encuentras por ahí, arrastrando sus pa­tas corvonas para ir penosamente a buscar un charco en que beber. Sus ojos, azules por la vejez, no distinguen ya la amarga alta­misa, la venenosa tembladera y la sosa len­guevaca del suculento triguillo y el tierno ca­rretón. Al guerrero viejo no le queda otro modo de manifestar su indignación que arris­car las orejas: no lo desafíes. no le friegues la paciencia. Mira que tú te verás también algún día en igual situación: mira que no conozco un solo potro malévolo de quien no se haya vengado la sociedad de caballos, cuando lo cogen en la vez inhábil para la lucha. Así es que no hay mejor defensa pa­ra el desgraciado y el débil que haberse ma­nejado bien cuando era feliz y fuerte. Un potro de mal carácter arrastró a su padre viejo hasta una zanja. Al llegar al borde le relinchó el anciano : ¡lente hijo, que hasta aquí arrastré yo a mi padre! Ya ves que nadie arrastra impunemente. sin que a su turno se vea arrastrado por otro.

Con todos estos consejos y algo que pon­gas de tu peculio tienes para pasar una vi-

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da, no dichosa, porque a ningún caballo le es dado bajo el sol hacer de la vida una ca­nongía, sino 10 menos desgraciada posible. No creas que todo 10 que hay que saber lo enseña el maestro: la enseñanza tiene una parte práctica que sólo uno mismo se la pue­de dar, desarrollando los consejos recibidos. No me resta sino decirte pocas cosas. Tu chalán está arreglando tus movimientos: de los que saques depende tu destino.

Si te obstinas de echar paso de dos y dos, como se ha obstinado el gobierno nacional, te destinarán para caballo de fraile. Si tie­nes ese espantoso pasi-trote-por alto, que tie­ne tu hermano el CarrieL, semejante al que tomó el gobierno del Cauca después de la última revolución, te daré a los diablos, y en defecto de ellos, a los coroneles de comi­sión. Si no sales sino de trote y galope, ca­ballo de coche te verás, y entonces tendrás la doble ventaja de arrastrar omnibus en la paz y coroneles en la guerra. Si sacas pasi­trote suave, caballo de viaje has de ser; y si te dotas con un voluntario y suavísimo paso-trochado, y a esto agregas blanda boca, píes seguros e Índole apacible, no podré ha­cer por ti más de lo que hice con mi cora­zón: ¡regalarte a mi mujer!

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EL ULTIMO ABENCERRAJE O BIO­GRAFIAS DE MIS CABALLOS

A}. M . Samper

Yo he sido siempre muy aficionado a po­seer caballos. haciendas, casas y almacenes de comercio. Lo único que no he deseado nunca son carboneras y minas de azufre. (, Qué diablos quería usted que hiciera yo con un depósito de tres o cuatro mil arrobas de azufre, por ejemplo?

No piense, Pepe, que voy a espetarle la historia de las haciendas que he pensado com­prar, ni de las casas que aun no he com­prado, ni de los almacenes que me han ofre­cido en venta, y que no he comprado por­que no pudimos convenirnos en. . .. los pla­zos. Voy a hablar solamente de mis caballos.

He tenido ocho, por junto. Todos ellos tenían la ventaja de marcar las lecturas que acababa de hacer. El primero, titulado Ro­dín., lo compré poco después de haber leído el Judío Errante. Era un negro manso, peta­eón, que aguantaba perfectamente no una jor­nada larga, sino la espuela. Tuvo simpre un

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profundo desprecio por este instrumento; no le hacía ningún caso. Me costó $ 80 en di­nero, y lo vendí en $ 60 a cambio de féfe­res. El segundo se llamaba el Gólgota. por­que acababa de leer yo varias poesías su­mamente románticas; este sujeto era moro, farolón, boquiduro, de mucho brío y buenos movimientos. Me costó $ 120; me sirvió leal­mente cuatro años y murió, no entre mis brazos como mi fino amor lo deseaba, sino entre mis piernas, porque iba yo caballero en él el día que le dio un torzón mortal.

El tercero llamóse el Cólera: me daba tres porrazos por día, un día con otro, unas ve­ces porque le quedaba la cincha floja y otras porque estaba apretada. Había adquirido la loable costumbre de caminar arrimándose a la pared, cuando andaba en las calles de Bogotá, por cuyo motivo adolece una de mis rodillas de un dolor que algunos médicos, con una lucidez digna de otro enfermo, han calificado de reumático. El Cólera me costó $ 200 Y lo vendí a plazo por igual suma. El plazo se cumplió, pero.... no sé cómo explicármelo. . .. el pago no se ha cumplido. El Cólera era bayo, mayor de edad y sin ....

TO, señor; ahora que me acuerdo, sí tuvo un general en la guerra de 1854, pero ya no era mío.

El cuarto se llamó el Cacique.

¡Qué bien lo coronaron! ¡Qué bien su porvenir adivinaron Los que vdaron su primera luz!

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En mi vida he visto un sujeto más dig­no de ser cacique. Tonto, resabiado, colea­dor, haragán, de poco aliento y de muchí­sima soberbia. ¿Creerá usted que un día (de­lante de mi amada) porque le arrimé un poquito la espuela, volvió su feo hocico y me mordió, ay! ay! ay! la espinilla? <Hom­bre, le dije yo, caray! qué genio! qué mo­dales! Es usted un. . .. grosero; dispénseme la palabra:.. Eso sí, él no dijo: esta boca es mía. Sería seguramente porque calculaba que yo estaba convencido de que esa boca era suya. Excusado es decir que el Cacique era morcillo. Dí por el Cacique una silla chocon­tana, las obras de Say, un reloj ito de mala conducta y un lapicero de plata. Cuando lo vendí recibí una obligación de un quebrado, a ver si la podí.a cobrar, por valor de $ 800; una resma de papel ministro; la colección de láminas representativa de la conversión del judío Ratisbonne, una cartera y un cha­leco de seda. No pude cobrar la obligación; ahí la tengo todavía, y si usted quiere, se la negocio por chécheres. Este caballo no me proporcionó más ganancia que la extensa erudición qne tengo en materia de concurso de bienes; porque para ver si podía cobrar, me aprendí de memoria a Pardesus y Ro­brón. Bien es cierto que la tarea nocturna que tuve me costó una reuma y la reuma mi dentadura de marfil, y ambas cosas un ataque de nervios, que me obligó a ir a tem­perar, y gastar. ... ¡no lo creerá usted! exac-

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tamente la misma suma de mi obligación. ¡Y dicen que no hay casualidades! En aque­llos estudios que hice a la vela, adquirí un profundo horror por esta clase de trabaJo. Por eso cuando me cuentan que en el Pa­cífico anda un buque a la vela, digo yo: [po­bre buque! ¡ Cómo le quedará la dentadura! Y si me agregan que el susodicho buque na­vega de conserva, exclamo: ¡peor por ahí! ¡si la conserva es un veneno para los dientes!

Después del Cacique tuve el Suspiro. ¡Mal­dito sea el Suspiro, la yegua, su señora ma­dre, el padre que lo engendró y los pastos que lo criaron! El Suspiro era alazán, cen­ceño, tan cenceño que se podía atravesar con un alfiler. Engordaba en seis meses y se adelgazaba en media hora. Las gentes de­cían que yo le ponía corsé; ¡ pura calumnia [ El Suspiro tema un pasito corto, un galo­pito corto, un trotecito corto, y el aliento no era muy largo. Le monté en Bogotá, para pasear en las calles, y resultó que era afeminado y boquirrubio; delante de las ven­tanas donde había señoritas, enarcaba el cue­llo, abría las narices, tascaba el freno, y se­guro de que la jornada no lo había de ma­tar, se ponía a dar salticos, salticos. . . . Yo saludaba con la mayor elegancia, y el caba­llo daba salticos, salticos; iba a seguir, y el Suspiro se estaba dando salticos, salticos. Avergonzado de mi posición horrorosa, le apretaba los diminutos tacones de mis bo­tas, y el Suspiro, acariciado por aquel sua-

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ve aguijón, que no le dolía, seguía dando salticos, salticos. Al fin reventaban las car­cajadas de las lindas muchachas de la ven­tana, viendo ese indescribible espectáculo, y el ruido de las risas animaba al Suspiro, quien seguía dando salticos, salticos. Todas las ventanas se abrían, todas las familias se asomaban, las cocineras y las chinas de aden­tro (la última escala de la sanción social) salían a los portones, a ver aquel nunca vis­to cuadro; y el Suspiro, entusiasmado con la concurrencia, seguía dando salticos, salticos.

Al fin la noche, criada por Dios para ta­par los dolores y la vergüenza, echaba sus velos de merino sobre la ciudad ; se cerra­ban las ventanas, se retiraba la gente, y yo ciego de vergüenza y de cólera, me desmon­taba y cogía de cabestro al fementido ani­mal, quien, visto que terminaba la función, cogía ese trotecito que toman los cómicos cuando se van de las tablas a desvestirse. Por eso, cuando leí en Olmedo, que para ponderar las gracias del caballo dice :

Que da mil pe os sin salir del puestO,

tiré el libro indignado exclamando : !si hubie­ras montado en el Suspiro! ¡Toma tus saltos!

El Suspiro mi hi::o echar a perder como cuarenta matrimonios que armé en distin­tas calles. A pie me trataban favorablemen­te las muchachas; en el saludo a caballo, era Troya. jSalticos, salticos!

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El Suspiro me había costado $ 300 en va­les de 8." clase, y lo vendí en igual suma por vales de 3. 8

; pero los vales de 8." se coti­zaban con mucha demanda al 80 por ciento por moneda de talla mayor; y después que yo poseía mis delgados vales de 3.'" dijo un congreso que ya se habían pagado muchos vales de 3. 8

, Y que por lo tanto, no se pa­garan más .. Aquella ley se llamó cLey de arbitrios fiscales, autorizando al poder eje­cutivo para levantar el crédito nacional ... Yo la llamé la ley del Suspiro, e hice una poesía que empieza así:

iSalve, decreto, pr6vido, ilustrado! iSalve, noble alazán, piel de carey! Mas ¿quién hil6, decidme, más delgado,

El Suspiro o la ley?

Hubo un tiempo . ... Mi patria iay' era esclava Del español sultán ....

¡Ay' ¿dónde están mis vales, los de octava? Por Jo que hace a los otrOS, aquí están. ¡Aquí! ¿Sabes tú dónde? En mi cartera .

• Pichincha! ¡Jua'13mbú l

¡Qué recuerdo' ¡Ayacucho' ¡La Porquera! ,Fue en La Porquera do naci~te tú?

Luchamos y vencimos. ¡ Yo te admiro, Bolívar colosal!

l\1as yo puedo decir que en un suspiro Se fue mi capital.

La salida del Suspiro me costó no una pulmonía sino un déficit en mis fondos; el

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balance del presupuesto no vino a vericar­se sino después de tres años; pero el saldo de los números colorados todavía afecta mis libros.

Tras el Suspiro vino el rucio Ilusión. El Ilusión era una maravilla, un asombro. jQué dulzura de movimientos! jQué brío! ¡Qué bo­ca tan dócil, qué estampa tan linda! El be­llaco orejón que me lo vendió se hizo de rogar un mes: al fin abrió gola al trato, me lo de­jó montar, y anduve desde San Diego has­ta San Victorino, y volví por el camellón de los Cameros hasta San Francisco. ¡Oh, yo me sentía elevado a las nubes!

tvle encontré con el presidente de la re­pública, y dije para entre mí: ¡pobre hom­bre! jtv1ire usted con lo que se ha contenta­do: con ser presidente! El orejón tenía un ai­recito como de quien aguarda a que le devuel­van su cigarro recién encendido ; se le cono­cía en la cara que hubiera vendido todo, me­nos su lindo caballo. Se dejó rogar, le eché empeños: hablé con un amigo mío que era primo de un concuñado suyo; y todos jun­tos le rogaron en mi nombre que me tras­ladara su ilusión. Al fin dijo que sí, de ma­la gana, le hablé de precio. y me dijo él que ofreciese. '{o, con el color de la vergüenza y del pudor en mis mejillas, le dije: ¿quiere usted ... cuatrocientos pesos? El pícaro ore­jón volteó la cara y comenzó a silbar un valsecito que ya no se usa, y que él apren­dería en algunas fiestas en Ubaque.--¿Cua-

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trocientos . .. cincuenta? Don Pablo silb6 en­tonces el principio de una contradanza. ¡Sa­bía contradanza ese monstruo! Yo me moría, estaba ebrio de dolor y de amor.-¿Cuánto, le dije, en última instancia ?-Seiscientos pe­sos.-¿Nada menos?-Ni esto, me dijo ha­ciendo sonar su uña con~ra Jos dientes. ¡El bribón tenía dientes, cosa envidl'áble para mí! Estuve por decirle en mi atuldimiento: ¡seiscientos pesos por el rucio y los dientes! Pero afortunadamente me contuve.-¿ Con qué condiciones?-AI contado.-¿Da algún plazo ?-Con buena firma. Como se ve, el taimado era lac6nico. ¿En d6nde diablos pu­do aprender laconismo,

lengua, que Agesilao aunque viejo, la hablaba en champurrao?

Como no cedi6 ni esto (y haga él la se­ña) yo tuve que salir a hacer mis quiebras. Pude dar $ 200 al contado: se los llevé en oro, y cuando quise descontarle el premio, empezó a silbar otra contradanza. ¡El des­dichado sabía dos contradanzas!

Fue menester dárselo a la par. Por los $ 400 restantes le otorgué escritura con hi­POteca de un solar por San Diego. Cuando se concluyó el negocio, llevé mi criado con el galápago y ensillé el caballo. Al salir del zaguán, cuando ya el caballo era mío y muy mío, creí notar una expresi6n de profunda alegría en el moreno semblante de don Pa­blo, y dije para mi saco : 4: Este hombre es

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capaz de reírse de un entierro. ¡Vea usted que alegrarse al perder este caballo! » Ya montado, le pregunté: ¿Cómo se llama el rucio?-Ilusión.-¿Quién le puso ese nom­bre?-Eugenia, mi hija.-póngame a los pies de esa señorita.-Se los apreciará mucho.

y puse mi caballo al paso largo. El primer mes todo fue dicha. Resultó que

el rucio Ilusión era engordador, que comía de todo con buena gana, y me ahorraba así muchos pesos por mes, propinándole en tres dosis diarias los desperdicios de la cocina. Además, era manso como una ovej a mansa, porque las ovejas de las manadas lo que me­nos tienen es ser mansas Yo podía darme el placer de llevar mis amigos a la caballe­riza, y manosear delante de ellos todo el cuerpo del caballo, sin que él se enojara. Le golpeaba amigablemente el vientre, las an­cas, las corvas, y con pedirle ¡la pata! ¡la pa­ta! o bien ¡la mano! ¡la mano! levantaba la pata o la mano y la dejaba tomar por mí. A verigüé toda su genealogía y condiciones: por el diente se vio que tenía ocho años, la juventud del caballo; supe que era sogamo­seña, es decir, que no era de ninguna parte. En Bogotá, cuando no conviene al dueño de un caballo revelar su origen, para que hagan rectificaciones de sus palabras, dice que es sogamoseño, lo que quiere decir en buen castellano, que uno no debe tener la indiscreción de seguir preguntando. Monté a 1 LusLón varias tardes, y fuimos en las calles

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la admiración del mundo entero. Algunas ve­ces, acompañado de dos o tres amigos, solía ir hasta Chapinero o Aranda. En la Sabana era mucho más sabroso que en las calles. Por aquellos tiempos, y gracias a la pode­rosa cooperación que me prestaba la hermo­Sura de mi rucio, pude anudar mis relacio­nes con Luz, la más querida de mis cuarenta escogidas. Se atravesó un proyecto de paseo al Salto, y yo lo apoyé enérgicamente, por­que allí esperaba que el rucio me haría ven­cedor al fin en la lucha amorosa que había empezado. El día solemne llegó; yo había conseguido que Juan Sáyer me prestara un bayito alhaja que tenía; ensillé mi Ilusión

con la montura de Luz, y como el bayo era igualmente aco, dejamos atrás a los padres, a los amigos y nos embriagamos de amor, de soledad, de aire y movimiento, cuatro drogas que componen la píldora que llama­mos juventud, cuarta parte de esa otra píl­dora más grande que se llama vida. Mas de repente, ¡oh Dios! ¿qué hay durable en es­te mundo? • Ti el amor, ni la dicha, ni el imperio de los persas, ni Roma, ni Puente­grande. Cayó Ilusión en el camino, maltra­tando horriblemente a Luz. PermÍtame que ahorre detalles, y cuente el resumen. 1 [usión

padecía de una enfermedad que no le sobre­venía sino en viaje un poco largo. Esa en­fermedad vergonzosa era talvez el resulta­do de una mala conducta ... ¡Ay! ¿cómo me

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atreveré a decirlo ... ? i Ilusión padecía de mal de perros!

* * ,., Es forzosa una pausa. .. La emoción me

ahoga.

* * * Desde que adquirí la certeza de aquella

fatal y vergonzosa enfermedad, no dejé per­sona a quién no preguntara con qué reme­dio se curaba. A favor de esta imprudente conducta hice público el espantoso secreto, de tal manera que al decir Ilusión, todos agregaban mal de perros. Yo le quité el nom­bre, y en recuerdo de los Misterios de París, le puse D'Harville. que mi paje pronunciaba ardil, y que al fin se convirtió en ardUa. El rucio ardUa fue vendido por mí en la can­tidad de $ 200, a un caqueceño recién lle­gado a Bogotá, y que esperaba que en la tierra templada se curaría de la enfermedad, porque yo lealmente le descubrí el secreto. Cuando me encontré con don Pablo y le hablé del mal de perros, sacó de su bolsillo copia de la escritura en que me reconocía yo deudor de $ 400 por valor recibido a mi satisfacción, sin decir cuál era ese valor. Mientras yo leía él silbaba una contradan­za que yo no le había oído por primera vez. ¡El desdichado sabía tres contradan::as!

Luz, la postrer luz de mi vida, debía con­solarme de mis desventuras. Pero ¡ay! el mal de perros de mi caballo le había inspirado

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hacia mí la misma repugnancia que sentía por su esposo la señora D'Harville, cuando descubrió que su esposo tenía también mal de perros En vano le insté con mi ardiente amor; en vano le dije: Est-ce ma faute si

mon cheval a de mal de chiens? Ella volvía la cabeza; y en una de las veces que la vol­vió, vio al que es hoy su feliz esposo.

El séptimo caballo que compré fue un pi­sador retinto, de crin guedejuda, ojos salta­dos, casco negro y acopado, ancho pecho y

resonante nariz. Me costó $ 200 (los mismos que me dieron por Ilusión ardila) , escogido entre una corraleja de potros cerTeros. Lo hice quebrantar en mi presencia. Al ver su soberbia figura lo llamé Atila; y ¡como si me hubiera oído! No se dejó amansar nun­ca. Lo vendí a la diabla, que es un precio innominado muy significativo.

Hé aquí la historia de mis siete caballos; fáltame referir la del octavo:

Voy a llorar la historia dolorosa

La historia del ~trer Abencerraje,

Mas voy a descansar, porque esa historia

Merece ser contada en pliego aparte.

Descansad , pues, oyentes, mientras lloro ;

LuEgo comenzaré por punto acápite.

II

¡Musa antigua! !Tú que inspiraste al poe­ta de Sorrento y al ciego de Albión! Tú que inspiraste sus inmortales cantos al cisne de

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tvlantua! ¡tvlusa griega o romana, ven a tem­plar las cuerdas de mi lira! ¡Musa consola­dora de mis dolores, ven, y con tu auxilio cantaré el último Abencerraje .... !

-¿Qué tal, Juan de la Mina, lo que digo? ¿ Lloras? ¿ tu faz escondes?

-No! ¿Quim puede llorar cuando se escucha Literatura fósil?

Cansado ya de poseer caballos indignos, me dirigí al señor Aquilino Quijano, dueño de San J osé y le abrí mi corazón. Contéle todas mis cuitas, y le rogué que me ven­diera un potro sin ninguna de las cualida­des de mis siete caballos; que no se cansa­ra, que no diera salticos, que no fuese vie­jo ni mozo, ni tuviera mal de perros, ni fuera pasador, ni espantador, ni alto, ni chi­co, ni castaño, ni moro, ni rucio, ni soga­moseño.

El me hizo ver una recogida de cien po­tros, y entre todos escogí un peceño, cuya figura parecía, como el clima de Popayán, inventada por los poetas. Ofrecí ciento cin­cuentas pesos; pero el dueño no quiso dár­melo sino por ciento, y tuve que tomárselo por este precio. En seguida me exigió que se lo de.iara allí para que lo amansara su chalán, y que no lo lle ..... ara hasta que estu­viera perfectamente manso y arreglado; y que, últimamente, si me lo daba en ese pre­cio, era con la condición de que siempre que se enflaqueciera se lo enviara allí para en-

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gordarIo. Yo suscribí suspirando a todas esas condiciones; era forzoso resignarme porque él estaba en su casa. Por la tarde me exigió que montara en uno de sus mejores caba­llos y fuéramos a pasear en los pantanos; y por la noche. tras una buena cena, me hizo dormir en una buena cama. El hombre se resigna a todo.

Un año después me presentaron en el za­guán de mi casa, en Bogotá, un hermosÍsi­mo caballo peceño, manso, suave y brioso, perfectamente sano, gordo como un cerdo y manso como un perro. Lo monté, y aban­donándome a sus propios instintos, porque la rienda era un lujo en él, descubrí que te­nía todos los movimientos conocidos. Unas veces echaba paso trochado de indecible sua­vidad; otras pasitrote de novecientos milé­simos; ya galopaba sobre la mano izquierda; ya sobre la derecha ; el galope era unas ve­ces tan corto como el paso de un hombre, otras largo como el de un caballo vaquero. Le solté a la carrera y gané una apuesta COntra un afamado corredor; le arrimé a una zanja de tres varas de ancho, y la pasó como si fuera un pájaro Lo llevé en una larga Jornada hasta Nemocón y llegó con más brío que el que tenía al salir de Bogotá y sin mal de perros. Yo les preguntaba a los pa­sajeros que alababan la hermosura de su es­tampa, qué remedio sería bueno para ese mal, y me decían que mi peceño moriría de todas las enfermedades conocidas, menos de

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mal de perros, porque era muy bien con­formado. Lo hice avaluar y lo avaluaron en $ 400.

Al \"olver a casa, le tenía pensado ya nom­bre: le puse el noble dictado de Abence­rraJe .

Cuatro años viví dichoso con aquel exce­lente animal, durante los cuales no me dio ni una mala pisada. Como apenas tenía ocho, v un caballo cuidado dura veinte en buen estado de servicio (dígalo el rucio de J . M. Quijano), tenía por delante un porvenir en­tero: doce años de Abencerraje. Durante la última guerra lo mantuve escondido entre un cuarto de mi casa. Mas un día que tuve que hacer una diligencia gravÍsima en Ville­ta, donde me esperaba un amigo moribun­do, tuve que sacarlo a luz. Atravesé la Sa­bana como si fuera en coche de blandos re­sortes, e iba ya a tomar el monte, en don­de ya sabía que mi Abencerraje avergonza­ba a las más prudentes y fuertes mulas, cuando, ¡oh desgracia! me encontré con el impávido coronel Samudio que marchaba en comisión a Ambalema.

No puedo decir más. . .. El Abencerraje fue declarado bagaje a pesar de mi resis­tencia .

. En dónde yace') ahora, Abencerraje mío? ¿Has muerto en Neiva o Mariquita? ¿Te hicieron trasmontar la cordillera? ¿ Vagas por el Cauca, o pisas oro en Antioquia? ¿ Te vendió el coronel Samudio, como hizo

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el coronel Infante con el Chamelote? ¿Has ido a dar a los llanos con aquellas partidas de bestias que llevaban unos señores milita­res? Ay! nada sé de ti, Abencerraje; pero en cualquier parte donde estés, muérete, Abencerraje adorado, muérete y verás 10 útil y sabroso que es irse de la Nueva Grana­da, en donde ni un caballo de buena con­ducta está libre de un mal encuentro!

Pasado el período álgido de la guerra, vino el de los suministros, en que tiene que mantenerse el enfermo con caldo de pollo para que no haya una recaída . Yo me pre­senté con una información de nudo hecho de testigos buscados aquí y allá, que decla­raron que era cierto que yo había dado en suministro (¿ voluntario?) un caballo cisne que según su leal saber y entender valdría cien pesos. El procurador opuso excepciones de pago que me dilataron mucho los térmi­nos del juicio; pero después de dos años lo­gré sentencia favorable y he recibido los cien pesos en bonos del 3 que he vendido al 20 por ciento. De estos $ 20 he deducido $ 12, valor de las costas y del papel, y me quedaron $ 8; los voy a gastar en imprimir este artículo que será el único, el postrer recuerdo que en el mundo se tribute al último Abencerraje.

(De El Mosaico, número 34, de 3 de septiembre de 1864) .

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LAS TRES TAZAS

Al uñor Ricardo Silva

1í querido Ricardo: T e dedico estas tres tazas llenas la una

de chocolate, la otra de café y la tercera de te. Tómate la que quieras; lo dejo a tu elec­ción; pero no creo que seas ecléctico hasta el punto de tomarte todas tres. Debes es­coger una y vaciar las otras dos.

Tu paisano, Areizipa.

Postdata (en latín). ¡Hombre! no derrames las otras: ofrécele la una a tu esposa y la otra a Manuel Pombo. (Fecha ut supra igualmente en latín).

TAZA PRI0..1ERA

SA 'TAFÉ

Soy coleccionador, bibliómano o anticua­rio, no sé cuál de las tres cosas será; pero, sea lo que fuere, lo confieso con rubor, por­que no se me oculta el ridículo que sigue a estos oficios serviles en nuestra tierra. Si en

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lugar de eso fuera revolucionario como don N .... que está graduado ya de doctor en re­voluciones, y que es muy bien recibido en la sociedad; o si fuera militar, profesión que imprime carácter; o agiotista, profesión que idealiza al individuo, lo confesaría en alta voz y andaría con la frente tranquila y la conciencia erguida .... como dicen algunos que se retiran a la vida privada. Creo que como dicen es «con la frente erguida y la con­dencia tranquila», y si yo he dicho al re­vés, no te afanes. Será equivocación del ca­jista, que de esas he visto yo.

Pues iba diciendo que soy biblIófilo, o cosa parecida; y por esta razón poseo im­presos en abundancia y variedad. Una de estas variedades es la de esquelas de convi­te a entierros y bautismos, de ofrecimiento de nuevo estado y de despedida. ¡Qué de cosas he visto! ¡Sobre cuantas boletas han caído lágrimas que se me han saltado a trai­ción e impensadamente. <t Dionisio Rodríguez y Zoila Díaz se ofrecen a usted en su nue­vo estado». dice una esquela fechada en 1841. c Dionisio Rodríguez y su señora ofre­cen a usted un nuevo servidor , dice otra, fechada en 1842. ,Ha muerto la señora Zoila Díaz, dice otra. Su inconsolable esposo y sus huérfanos suplican a usted que asista a las exequias mañana a las once>. La fecha es de 1853. Estas esquelas recibidas a lar­gos intervalos no causan sino una impresión sencilla; ¡pero reunidas así en un libro, sin

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más distancia entre el matrimonio y la muer­te que una hoja de papel, y sin más tar­danza que la necesaria para volver una foja! Así, amigo mío, la impresión es compleja, y el sabor que queda en el alma es un sabor a asco de la vida. La vida es una canalla­da, es un robo cuatrero, es una miseria. Esaú vendió su derecho de primer nacido por un plato de lentejas; si hubiera sido su naci­miento el que vendía, debiera haberlo ven­dido por el plato solo: darlo con lentejas hubiera sido un despilfarro horrible.

¿Quieres que sigamos fojeando? Mira lo que sigue. Un amigo mío me convida en 1849 a comer en su tornaboda, y en la foja siguiente me convida su esposa a acompa­ñar el cadáver de mi amigo al cementerio. Yo acepté ambas cosas: brindé en el con­vite y lloré en el entierro. ¿Quieres que si­gamos fojeando? Mira lo que sigue: Es un convite para unos certámenes de niñas. Una de las sustentantes es Clementina Forero, de edad de ocho años. ¿Sabes quién era la abuela de esta niña? Zoila Díaz, a quien vi casar yo, que según mi fe de bautismo y las barbas negras que peino, soy joven todavía; pero que según el estudio de estas boletas soy un Matusalén detestable. Y yo mismo ¿ qué seré mañana para el que me herede es­tas colecciones, sino una antigualla curiosa, un ente mitológico que existió? ¿Quién hará vivir mis ideas, mis sentimientos? Nadie, nadie! «Un hombre al agua!' gritan en un

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buque cuando cae por descuido un marine­ro. Se ve a la víctima debatiéndose con las olas, se ven sus movimientos, se oye su voz, que invoca a Dios, que nombra a su madre, a su esposa, que ofrece el oro que tiene en tierra al que lo salve. Pasa un momento ; ¿qué hay sobre el mar? Nada. El buque se aleja: ¿qué deja atrás? Nada. Un hombre es nada después de que se consume. Las ge­neraciones son buques; de ellas se despren­de un hombre que iba con ellas, y cae a la tumba . Las generaciones siguen : ¿qué dejan atrás? Nada.

¡La vida, si no es más que este totilimun­di en que pasan y repasan figurillas, no vale ni el plato vacío de Esaú. No vale na­da, absolutamente nada. Cualquier negocio es a pura pérdida, mientras no haya nego­ciantes que garanticen la perpetuidad. Lo que más humilla al hombre es la muerte ; es vivir de arrendatario de la vida, es no tener nada propio. Cuando menos lo piense, viene el dueño y le pide lo que posee. Esta es una humillación por excelencia .. ..

Dichosos los que dicen, quitando así a la muerte su humillación sin nombre : <La vida es una prueba, es un recodo, es un tambo en la ruta para descansar a su sombra un momen­to. Nadie se va a vivir a un tambo ; pues bien, I~ vida no ha sido nunca de cal y canto. Ve­nImos de Dios, hacemos un viaje a l rededor de la tierra y volvemos a Dios ¿No hay fran­Ceses que salen de París, viajan, y vuelven a

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los diez o doce años a París? Pues así sucede al hombre respecto de Dios>. Oh! esta sed de inmortalidad del hombre, si no hubiera Dios, sería un veneno delante del cual el ácido prú­sico sería un caramelo pectoral y calmante. Si los volcanes rugen como rugen y braman como braman, será porque se les ha figura­do que no hay Dios. Yo, en pellejo de ellos y con tal idea, no me estaría ni una hora sin un terremoto: me divertiría en matar al mundo a fuerza de estrujones.

Pero hay Dios. Aguantemos humildes la prueba de la vida; padezcamos la prueba de las boletas, y déjame divertir un poco la imaginación, porque allí alcanzo a ver al principio del tomo una esquela en papel flo­rete que me sonríe. Mírala, qué cuca. El pa­pel es un florete español de lo más florete que puede hacer el hombre, criatura nacida para hacer siempre papel. El largo de la es­quela es una cuarta, medida española : el ancho, media, y el margen tiene cuatro de­dos. ¿Quieres que la lea?

Doña T acúa Lozano

saluda a Um. y le ruega que venga esta noche a to­

mar en esta su casa el refresco que ofrece en obsequio de algunos amigo5 . •

Señor don Cristóbal de Vergara

Santaré y mayo 13 de 1813

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He oído contar en casa que este refresco fue de lo sonado, de lo grande. Asistieron cincuenta personas de lo más escogido que había en la ciudad: Nariño, Baraya, Torres, Madrid y otros personajes por el estilo. Na­riño estaba en vísperas de marchar al Sur con su valiente ejército: y la marquesa de San Jorge quería darle por despedida lo que se llamaba entonces un refresco, es de­cir, una taza de chocolate.

El palacio de la marquesa era, tú lo sa­bes, la mis ma hermosa, sólIda y opulenta casa que queda en la esquina de Lesmes, y en que vive hoy don Ruperto Restrepo. Era y es una casa cien veces mejor que lo que hoy se usa, estas casuchas que se vengan en altura de techos de lo que pierden en ex­tensión de terreno; fábricas de tifos y de tristezas; copia exacta de la generación ac­~ual; casas de gran fachada y sin huertas ni Jardines: con salas de veinte mil varas de alto y corrales de vara en cuadro; casas, que en lu­gar de aquellas andaluzas y espaciosas al­bercas en que corría a chorros la rica agua del Boquerón, tienen bombas que pujan y brotan por la fuerza una agua que sabe a magnesia y sédlitz. La casa de la marque­sa ahí está a la vista: es cien veces mejor que las de hoy. Su dueño no debe cambiar­la si no le dan doscientas casuchas de éstas que la moda levanta.

Pues en uno de sus saJones fue donde se reunió la sociedad que iba a tomar un re-

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fresco la noche del 13 de mayo de 1813. Treinta caballeros y veinticinco señoras y se­ñoritas asistían. Era el traje de los caballe­ros zapato de hebilla, media de seda, pan­talón rodillero con hebilla de oro, chaleco blanco y casaca sin solapas, según la últi­ma moda, y que era llamada Bonapartina. El traje de las señoritas consistía en cami­són de seda de talle muy alto y descotado, mangas corridas y falda estrecha.

La gran sala estaba colgada de tela de seda recogida en profusos pliegues. El mo­biliario consistía en tres canapés con proli­ja obra de talla dorada, y cuyos brazos se­mejaban culebras que mordían una manza­na. Fuera de los canapés había unas cincuen­ta sillas de brazos, también doradas y fo­rradas como aquéllos en damasco de Filipi­nas. Del techo colgaban tres grandes cuadros dorados en que se veían los retratos del con­quistador Alonso de 01a1'a, fundador del mar­quesado; de don Beltrán de Caicedo, último marqués de San Jorge, por la rama de Cai­cedos, y de don Jorge de Lozano, poseedor del marquesado en 1813.

El refresco tuvo lugar a las ocho de la no­che en el vasto comedor. La mesa cubierta con un mantel de alemanisco de resplande­ciente blancura, soportaba el enorme peso de los platos de colaciones, las botellas de aloj a y los botellones de vino español. So­bre las servilletas dobladas reposaban gran­des platos· entre éstos había platos peque-

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ños; y entre los pequeños había pozuelos en que hacía visos azules y dorados la espuma de un chocolate que estaba guardado en pas­tillas hacía ocho años en grandes arcones de cedro. El cacao había venido desde CÚ­cuta, y para moterio se habían observado to­das las reglas del arte, tan descuidadas hoy por nuestras cocineras. Se había mezclado a la masa del cacao canela aromática, y se había humedecido con vino. En seguida ca­da pastilla había sido envuelta en papel, pa­ra entrar en el arcón en que iba a reposar ocho años. Para hacer el chocolate no se ha­bían olvidado tampoco las prescripciones de los sabios. El agua había hervido una vez cuando se le echaba la pastilla ; y después de esto se le dejaba hervir otras dos, dejan­do que la pastilla se desbaratara suavemen­te. El molinillo no servía para desbaratar la respetable pastilla a porrazos, como 10 ha­cen hoy innobles cocineras; nó, en aquella edad de oro el molinillo no servía sino para batir el chocolate después de un tercer her­vor, y combinando científicamente sus gene­rosas partículas, hacerle producir esa espu­ma que hacía visos de oro y azul, que ya no se ve sino en las casas de una que otra familia que se estima. Preparado así el cho­~olate, exhalaba un perfume ... un perfume .... IMusa de Grecia, la de las ingeniosas ficcio­nes, hazme el favor de decirme cómo dia­bl?s se pudiera hacer llegar a las narices de mlS actuales conciudadanos el perfume de

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aquel chocolate colonial! Esto en cuanto al olfato; pero en cuanto al sabor.... Es de ad­vertir que la regla usada entonces por aque­llas venerables cocineras, era la de echar dos pastillas por jícara, y ninguna de aquellas sabias cocineras se equivocaba. Si los con­vidados eran diez, se echaban veinte pasti­llas. Hoy .... ¡llanto cuesta el decirlo! quis talia ¡ando temperet a lacrymis! Hoy .... hay cocineras que echan a pastilla por barba. ¿ Qué digo? hay casas en que con una pastilla des­pachan tres víctimas.

Pero el sabor de aquel chocolate era igual a su perfume; la cucharilla de plata entra­ba en el blando seno de la jícara con difi­cultad. o se hacían buches de chocolate co­mo ahora, nó; ni se tomaba de prisa, ni con los ojos abiertos y el espíritu cerrado. Cada prócer de aquéllos cerraba un poquiJlo los ojos al poner la cucharita de plata llena de chocolate en la lengua: le paladeaba, le tra­gaba con majestad; y don Camilo de Torres dijo al gran ~ariño al acabar de vaciar su jícara: Digilus Dei erat hic.

-Bene dixisti, contestó el presidente de Cundinamarca depositando respetuosamente su pocillo sobre el plato. Es sabido que To­rres y Nariño eran hombres de muchísimo talento.

Con tales jícaras de chocolate fue como se llevó a cabo nuestra gloriosa emancipación política. Si hubiera sido el te su bebida fa­vorita, el acta del 20 de julio de 1810 no

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hubiera tenido más firmas que la del virrey Amar que nunca quiso firmarla.

Olvidaba decir que la vajilla en que se sirvió aquel chocolate de que vengo hablan­do, era toda de plata de martillo y que no era prestada. En el fondo de cada plato es­taba grabado el blasón de aquella ilustre ca­sa con el nombre de ~ Marqués de San Jor­ge:., que diez años más tarde había de cam­biar su dueño por el título de «Say Bogo­tá:. , haciendo así de sus blasones un bodo­que y tirándoselos a la cara a Fernando VII al través de esos mares que recorrieron sus altivos antepasados armados de todas sus armas.

El aristocrático refresco había terminado. Los agraciados volvieron al salón precedidos por el gran 1 ariño que daba de brazo a la marquesa de San Jorge.

Apenas llegaron al salón, rompió la músi­ca de cuerda que estaba prevenida con una alegre contradanza que hizo saltar de ale­gría a todos los que la escuchaban. Puso la contradanza el elegante Madrid con la her­m05a doña Genoveva Ricaurte. Las figuras fueron paseo, cadena y triunfo, en la prime­ra parte ; y en la segunda alas cruzadas, pa­so de enus y ruedas combinadas. Tras de la contradanza se bailaron un capitusé, un Zorongo, un ondú y dos cañas.

Eran las doce de la noche, dadas en el gran reloj de cuco que sonaba en la recá­mara, y los convidados se prepararon para

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retirarse. Los hombres pidieron a sus pajes sus ricas capas de paño de grana, su espa­da y su sombrero de castor: las mujeres pi­dieron a los caballeros sus mantos o sus pas­toras, y salieron precedidos de sus lacayos que llevaban grandes faroles para alumbrar las calles solitarias por donde se retiraban los elegantes tertulianos.

Cuatro años después todos los hombres de aquella tertulia, menos dos, habían sido fu­silados; toda8 las mujeres, menos tres, ha­bían sido desterradas.

1\ 10rillo hizo su cosecha de sangre. Pasó aquella tempestad y vino Bolívar.

Con Bolívar vinieron los ingleses de la le­gión británica, y con ellos, cosa triste! el uso del café, que vino a suplir la taza de chocolate.

TAZA SEGU:--.10A

SAo TAFÉ DE BOGOTÁ

.Juan de las Viñas saluda a usted y le ruega que concurra esta noche a su casa a tomar una taza de café • .

Esta boleta, en papel azul, de carta, con una viñeta que representa un amor dormido, tiene, corno lo ves, la fecha de 1848. La im­presión es de Cualla: los tipos no dejan duda.

El café me era conocido corno un reme-

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dio excelente, feo como todo remedio, mas no lo conocía bajo la faz de bebida tan de­liciosa que mereciese un convite. En un jue­Ves santo, día de ayuno y de abstinencia, había solido tomar una tacita de café; y en una que otra indisposición de estómago, se me había propinado una tacita de agua en que se habían hervido tres granos de café. Me parecía que aquella solución de calama­co, que aquella agua de cúbica, que aquel cocimiento de filaila no se podía prestar gran cosa para los placeres de la amistad y de la reunión. No comprendía cómo mi amigo el señor de las Viñas y sus convidados, mo­zos de excelente humor y mejor salud, que de seguro no habían ayunado ese día, ni se habían abstenido de carnes, fueran a gastar una noche tomando café. !'vIi estómago so­llozaba con la idea de renunciar esa noche a mi chocolate de media canela, aromático y alimenticio: pero mi espíritu novelero se exaltaba con la idea siempre mágica de ir a penetrar lo desconocido. El chocolate era para mí un amigo de infancia; pero me ha­lagaba la idea de ir a conocer aquel extran­jero a la moda. ¡Perra naturale::a humana! ¿ Qué necesidad tenía yo de nuevas amis­tades?

Sea como fuere, yo no renuncié al convi­te. A las siete de la noche me dirigí a la casa de \ iñas armado de punta en blanco. El traje de baile que se usaba en aquel tiem­po y era el que yo llevaba, consistía en za-

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pato sin tacón, pantalón con ancha travilla, lleno de pliegues en la cintura y sumamen­te angosto en su parte inferior. Presencié una vez el caso de que un dandy tuviera que colgar sus pantalones sobre una viga, y meterse en ellos para que el peso del cuer­po hiciera entrar las piernas en aquellos ta­rros. El chaleco era de seda y tenía enor­mes solapas. La casaca de paño negro era de las llamadas punta de diamante, porque la falda era tan angosta y puntiaguda que cuando el caballero se inclinaba para poner­se a los pies de una dama, la falda se le­vantaba recta y formaba un ángulo de se­tenta y un grados con las piernas del héroe. La corbata era muy ancha y se echaba con doble vuelta, y los cuellos de la camisa muy anchos también, volteabdn, dando a las ca­ras un ni re de candor que engañó a muchos y a muchas. J. lO hay que fiarse en el can­dor de las caras que tienen cuellos voltea­dos, ni en !a gravedad que ostentan las que usan cuellos parados: uno y otra son enga­ñosos y falaces.

La sala del señor y la señora Viñas era de una sencille= patriarcal. Las blancas pa­redes no tenían más adorno que el que les ponen a los difuntos cuando su inconsolable viuda, sus afligidos huérf:mos y sus incon­solables amigos les dicen: quede u.sted con Dios. Ya se entiende que hablo de la cal.

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iLa cal! tr ste presente Que el hombre rinde al hombre, Como un lauro postrer que da a su frente! De esto nadie se asombre, Que al decir los poetas llorado res .Yo regaré de flores, Dulce amigo, tus restos adorados Entre la negra y tri-te sepultura', Usan de una ('¡gura Retórica, de un tipo así tal cual: Lo que riegan no es flores sino cal,

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Sobre la blanca cal de las paredes (que el papel no era de lo más común en esa épo­ca), había láminas que nada tenían de ho­mogéneas; eran un San J osé, al óleo, obra de Figueroa; un cuadro que representaba la muerte de Napoleón y dos láminas en cris­tal: la una figuraba a Cleopatra escondién­dose en el seno un lagarto, y la otra a Ma­~ilde cerrándose un ojo con un dedo para Indicar que lloraba a Malek AdeJ. ¡Pobre Malek Adel! jCuánto lloré por tu suerte en­tonces. que me creía yo tan rico de lágri­mas! y cuando llegó la hora de llorar sobre mí mismo, no encontré ni una en mis ojos; todas habían caído sobre tu sepulcro, sobre Corina, sobre Atala y otros personajes que no eran de mi parroquia! ¡Las cosas que hace úno de muchacho! Y el in terés que se t,oma por Oscar y Amanda, ~ Turna Pompi­ho y otros sin generales! Pero a decir ver­dad, esta sensibilidad no está de más; a ella se debe que úno debe aprender la his­toria romana y la griega al dedillo y obte-

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ner una calificación de «sobresaliente con aclamación», como la obtuve yo en un cer­tamen en que recité de pe a pa todas las guerras púnicas. ¡Qué tal si entonces me exa­minan en la historia de mi misma patria, que nunca me enseñaron en la universidad! Indudablemente me habrían calificado répro­bo sobresaliente, porque hasta hace poco fue cuando supe que había existido un tal Gonzalo ) iménez de Quesada y otros varones. Esto lo supe mucho después que aprendí a tomar café. Y a propósito del café, me había ol­vidado de que estaba describiendo una sala.

Los canapés forrados en zaraza, los tabu­retes de vaqueta, las mesas pintadas de ma­la mano, todo indicaba una medianía de esas que se llaman con el adjetivo decentes. Pa­ra mí no hay ni puede haber medianía que no sea indecorosa. lJn lujo había en la sala, y ése no pertenecía al amigo Viñas: las pa­rejas. Veinte muchachas que ni bajaban de los die::: y ocho ni pasaban de los veiticua­tro años : veinte muchachas rollizas, de ca­ras ovaladas llenas de hoyuelos, de mejillas pintadas por la salud y la juventud, de ojos

; . -picaros pero Inocentes, amorosos pero seno-riles, de bocas frescas que se perecían por hablar, pero que callaban modestas; de cuer­pos rolli:::os vestidos con humildes camiso­nes de zara:::a, y sin más adornos en las ca­be:::as que dos tren:::as de abundante pelo; veinte doncellas listas para ser buenas espo­sas y buenas madres; con ausencia total de

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lectura de novelas de Dumas, y de roman­ticismo y de jaranas; tales eran las parejas con que se puso una contradanza que hizo estremecer la tierra en sus ejes. y se baila­ron unos sendos valses que hicieron estreme­cer los ejes entre sus bocines.

Las parejas hombres, o sean parejos, eran de lo más disparejo que puede darse en ves­tidos y en figuras. Unos gastábamos casa­ca; pero yo vi a uno que bailó con chaque­ta. Era una tertulia casera. La contradan­za, gloria de nuestros padres y gloria nués­tra, de que se han privado nuestros hijos por .... pepitos, era y es (si se vuelve a bai­lar) el más decoroso y galante, el más vis­toso y caballeresco de todos los bailes. Cuan­do la pareja que iba poniendo la contradan­za llegaba al fin de la hilera, era de verse aquel concertado desorden, aquella sistemá­tica anarquía, aquel arreglado movimiento con que se movían cuarenta personas ejecu­tando a un tiempo las vistosas figuras. Y si la contradanza era obligada, es decir, com­puesta de figuras muy difíciles, había un mo­mento, aquel en que se ejecutaba el paso más obligado, en que hasta el espectador go­zaba como no han soñado gozar estos pepi­tos que corcovean hoy en las alfombradas salas. El registro de los clarinetes desperta­ba los corazones: el redoble en la tambora los hacía saltar, y al romper la música con l~ primera parte de la contradanza, los ha­CIa hablar. Sí, señor, como usted lo oye:

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los corazones hablaban, que yo los oí. A sa­car parejas! gritaban los más alegres, y to­dos nos precipitábamos a sacar la que esta­ba comprometida. Puestos en hilera, el afor­tunado mortal a quien tocaba poner la con­tradanza, aguardaba a que la música toca­se la primera parte para romper el baile. y mientras tanto decía algunas palabras a su compañera, que bien gratas habían de ser, puesto que la veíamos remilgarse bajando sus párpados sobre sus alegres ojos. El que estaba de segunda pareja aguardaba con los dedos pulgares metidos entre el chaleco, y haciendo abanico con la mano abierta; y otros de los que habían quedado más abajo, di­vertían su impaciencia llevando con los pies el compás de la retumbante música de vien­to que a1uella noche era de vendaval.

Unas dos contradanzas y unos tres valses redondos se habrían bailado cuando en un interregno se apareció en la sala mi amigo el de las Viñas, y con su misma cara de al­ma de cántaro que conservó hasta la muer­te, adornada en ese momento con sonrisa de gala, dijo en voz alta: j Zeñores, vamoz a tomar café!

El golpe estaba dade, la situación era dra­mática. Por pronunciar dos zetas y la pala­bra café había gastado Viñas cincuenta pe­sos redondos. Nos lanzamos a tomar los bra­zos de las hermosas convidadas, y nos diri­gimos al comedor. Viñas nos precedía llevan­do del brazo a su esposa, Magdalena Parra,

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que ya es muerta. Un manojo de plumas se necesitarían para describir aquel comedor, acostumbrado a ser teatro de juntas pací­ficas, y que esa noche iba a servir de cam­po de batalla; ¡qué digo servir, que había servido ya en los aprestos del refresco, pues se había removido este mundo y el otro pa­ra ponerlo decente. Un baño de tierra blan­ca había enlucido las paredes. Donde la pa­red por su altura estaba incólume, corrien­te; pero, ¿ cómo habría sentado la blanca tie­rra en la zona húmeda, es decir, en dos va­ras de altura, donde el verde de la hume­dad atropellaba las fórmulas, saltando a la cara como un cigarrón? ¿Cómo habría que­dado en todos los puntos en que se había hecho hoyo por las puntas de las mesas, por los palitroques de los taburetes, por los sal­tos del perro Medore a coger la pelota que lanzaban los chicos, saltos que habían deja­do en la pared una especie de pentagramas curvilíneos formados por sus garras? La me­sa en que comía todos los días el señor de las Viñas, rodeado de sus hijos como una viña de sus vástagos, era a propósito para aquella parra y aquellas viñas, pero insufi­ciente para los convidados, y se había to­rnado el partido de agregarle varias mesitas. Las que eran muy bajas se habían alzado sobre ladrillos, y aunque tambaleaban como Edda delante de su amado, éste no era mu­cho inconveniente; pero las que habían que­dado altas tenían la ventaja de la solidez

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en cambio de la abominable joroba que im­primían al mantel. Viñas me consultó sobre esta abominación un poco antes de llamar a los convidados; y yo, viendo que no ha­bía remedio en lo humano, le dije: el mar es lo más plano que se conoce, y sin em­bargo, se desnivela cuando se agita, y así es más solemne. Viñas quedó tranquilo con esta aplicación. Había taburetes de todas for­mas, platos de todos colores, gente de to­das clases y niños de todas edades, porque las señoritas convidadas habían ido con sus padres, éstos con sus hijos chiquitos, y es­tos últimos con todas las criadas de la ca­sa. Los convidados eran cuarenta y los asis­tentes cuarenta mil. os sentamos, sí ; aun­que me pese el decirlo, nos sentamos cua­renta personas en treinta taburetes. El có­mo, se ignora y se ignorará siempre. Mag­dalena Parra de Viñas que no se sentaba hacía tres días, bien hubiera querido sentar­se aunque no fuera sino por poder llorar con descanso; pero, ¡qué sentarse en aquella Ba­bilonia! El refresco empezó por ajiaco, el mo­desto, el irreemplazable ajiaco, que si figu­rara en algún lenguaje debería tener por sig­nificado: mérito sólido. Tras del aj iaco si­guieron unos hermosos pollos asados. dignos de un príncipe convaleciente. Tras de los po­llos hubo vinos : vino tinto, vino dulce y vi­no de consagrar. Tomamos más de lo justo, aunque no tomamos con injusticia: nos ale­gramos y nos enternecimos. En esta delica-

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da situación de ánimo se oyó en la cercana cocina un ruido de molinillos, y acto conti­nuo entraron tres criadas bien vestidas, tra­yendo en tres grandes azafates pastusos, mu­chos pozuelos blancos llenos de café.

Fue el segundo momento solemne. Todos mirábamos con curiosidad aquel licor negro y espeso que venía entre sus sepulcros blan­cos como las almas de los fariseos. 1 os pu­sieron por delante a cada convidado nuestro pocillo de café hervido y batido, y cada uno dio el primer sorbo. ¡Oh Silva' ¡oh Silva! qué sorbo! qué sorbo!

Si este artículo llevara números romanos. qué bien divididas quedarían las situaciones dramáticas! Figúrate los números : Antes de ((Juan de las Viñas :. , un I. Después del <ze­ñores, vamoz a tomar café , el 11 ; y tras de los «pozuelos blancos llenos de café:., el 111. El drama estaría hecho; no faltaría sino poner­le un nombre bien romántico, ~0mo El Con­(íleor, o Angel del Crimen, o El Puñal san­to, o L-na Borrasca en las uñas, o La Segun­da foja de un libro, o cualquiera otra cosa romántica, significativa T sonora. Todavía le faltaría algo: ponerlo en verso, y esto no sería muy difícil; por ejemplo, este dialo­guito:

L! o os parece, el de Cardona, Que el café e<>tá muy cargado? -Está requetecargado y hace daño a mi persona.

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-Que le falta azúcar creo, ¿No os lo parece Cardona? -No lo nota mi persona, Mas sí lo creo de recreo.

Cuando el consonante es así, muy rebusca­do y poco vulgar, sería algo más difícil; pero echando mano de consonantes más socorri­dos se andaría muy aprisa.

Pero sigamos con el café. Apurado el primer sorbo, apartamos res­

petuosamente el pocillo, y yo volví la cara para escupir con maña y sin que nadie lo notara, el puñado de afrecho que me había quedado en las fauces; pero no pude hacer este acto de policía, porque mi vecino iba a hacer lo mismo y ambos nos recatamos para ocultar el secreto; es decir, cada uno tragó lo mejor que pudo, y otro tanto le sucedía a cada convidado. Pasado el primer momen­to, hablamos todos para engañarnos. J ulia­na, la señorita que estaba a mi derecha, y que pretendía tener un gusto muy delicado y estar siempre a la moda, quiso hacerme creer que aquella bebida que tomaba por primera vez no le era extraña.-¡Me gusta tanto el café! decía haciendo gestos de ho­rror. Clotilde, que estaba un punto más ade­lante, decía también: ¡es tanto lo que me gusta el café! Pero no puedo tomarlo sin que se me resientan los nervios.

Yo estaba excitado por el vino de consa­grar que había tomado, y no pude conte­nerme.

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-Juan de las Viñas, dije en voz alta, ¿cuánto te abonan por útiles de escritorio en tu oficina?

-Poca cosa, contestó con sorpresa el in­terpelado; ocho pesos al año; pero, ¿por qué me lo preguntas?

-Porque no puedo explicarme el despilfarro que haces de tinta. hombre.

-¿ Qué quieres decir? -Que nos has dado tinta de uvilla con tár-

taro en este impúdico brebaje que acabas de propinamos.

-Caballero, me parece que .... -Que me debes dar chocolate. Ahora no

soy caballero, no soy sino un hombre heri­do en lo más caro que tiene: en su gargüe­ro; soy un león enfurecido; y si no me das chocolate, te despedazo aquí en presencia de tu tierna esposa y de tus tiernos hijos.

-Eres un hombre sin civilizar, un bár­baro, un indio bravo. No sabes tomar café, la bebida de moda.

-¡Cómo! ¿me llamas indio bravo después de hacerme tomar café batido, servido con queso y retori tas? j Te despedazo!

-Caballero, mire usted en qué casa está ... dijo Magdalena Parra de Viñas.

-Mi señora, estoy en una casa donde se bate el café; pido chocolate. 1 - Sí! chocolate! chocolate! clamaron todos os hombres, insolentes por el vino, e inci­tados por mi mala crianza.

La escena se convirtió rápidamente en una

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escena de confianza. Todos se reían, todos gritaban. Juan de las Viñas me pidió una satisfacción.-Como quieras, le contesté: es­toy dispuesto no sólo a satisfacerte, sino a probarte que el café ha sido hecho en cho­rote.... Viñas estaba un poco serio; pero otro de los conmilitones propuso: bauticémoslo con café y pongámosle otro nombre.

Por no recibir el café en la crisma, y tam­bién porque vio que todo el pueblo estaba contra él, se echó a reír al fin, y dijo, su­biéndose sobre un cajón y tomando el po­cillo de chocolate que estaba apurando su inocente esposa.-jPido la palabra!-La tie­ne Viñas, con tal que no hable de café, con­testó un insolente.

-Señores, dijo sin zeta ninguna y en el más puro castellano el buen Viñas, que ha­bía estado a la moda durante un momen­to, y que por un accidente volvía a su len­guaje, a su tono y a su felicidad habitual: señores. propongo un brindis con chocolate contra el café!

-Bravo! Bravo! Bien! Magnífico! Admi­rable! Hurra! Ucha perro! gritámos todos enternecidos, sorprendidos, vencidos, conmo­vidos. mientras que Viñas aguardaba para­do, encajonado, encantado, admirado, rubo­rizado.

y en nuestra feroz alegría palmoteába­mos, y bajábamos a \ iñas de su cajón en nuestros brazos, y lo estrechábamos, y llo­rábamos sobre su faz. Hubo alguno que no

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pudiendo moderar su entusiasmo, le hacía tambora en la cabeza.

Viñas quedó resarcido de sobra con aquel triunfo oratorio y aquella ovación fraternal, del fiasco de su café.

Tomámos buen chocolate improvisado y nos fuimos a la sala para que vinieran a cenar los músicos. La mitad de los hombres se volvió con ellos, y la otra mitad se di­vidió por mitades: una que 'Se quedó en la sala, y otra que se vino con los músicos. De la mitad que quedó en la sala, una mi­tad se apareció a pocos momentos en el co­medor. Comimos más, bebimos más y fu­márnos con un furor homérico. A los músi­cos los cuidamos con un furor intermitente: los hacíamos tomar ajiaco después del dul­ce, o interrumpir una jícara de chocolate para contestar a un brindis con vino seco. Les alcanzábamos cigarro encendido cuando empezaban a tomar frito, y les hacíamos to­mar agua después de tomar aguardiente. Concluyeron al fin, volvieron sumamente complacidos a tomar sus instrumentos musi­cales y tocaron con una fuerza descomunal durante dos horas seguidas. A las tres de la mañana gritábamos durante el baile: ¡oído! ¡viva mi pareja! ¡viva el buen humor! viva quien baila! Los peinados de las mujeres que se mantenían modestas y tolerantes, era lo único descompuesto que había en ellas, porque cada media cadena obligada les ha-

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cía una borrasca sobre el craneo, al revés de lo que dice Víctor Hugo.

Hubo un momento sublime de reposo y de respetuoso silencio, durante el cual acezamos. Habíamos bailado tres horas seguidas sin intermisión, y era la una y media de la ma­ñana. Dejar acabar el baile huhiera sido de­lito: prolongar el interregno, atrocidad; se­guir bailando, suicidio. ¿Qué hizo el buen de 'liñas? Fue e inventó una cosa que no es­taba en el programa de la fiesta: sacó una guitarra, mudo testigo de sus ex amores con su esposa, cuando ésta no lo era aún, y pro­puso a Juliana que cantara.

-¡Pero si yo no canto! exclamaba aque­lJa adoradora del café.

-¡Cómo no ha de cantar! le decíamos to­dos, y sin más razón que ésta, y una vaga sospecha que circuló a ese tiempo, de que efectivamente cultivaba aquel arte encanta­dor, le dejamos la guitarra en el regazo. Me­dia hora se pasó en templada y en registrarla, al cabo de la cual tosió disimuladamente y empezó en voz baja, algo acatarrada, aquella canción que entonces era de moda:

¡Hermosa, ven, y sulcaremos jUntos El mar Inmenso de la triste vid..!! Hermosa, ven, y mi fatal heóda Ciérrala ya por el eterno Dios! Tin, pin, tin, pin, pin, pin, pino Ciérrala yaaaaa aay! por el eterno Dioooo!>J La. ra, la, ra, la, ra, la. Hermosa, ven, y sulcaremos juntos ...

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Iba a repetir la romántica cantora todo el convite a navegar; iba ya a llegar a la curación de la herida, cuando al hacer un trino en la voz y un arpegio en la guitarra, pao! hizo la prima. reventada en el quinto traste. La pobre prima, adelgazada durante los amores de Viñas con su Parra, no pudo empezar con salud la segunda época de sus glorias. ¡Ay, que difícil es que una prima al­cance para dos amores! Dicen que las pri­mas limeñas resisten hasta cuatro: pero las nuéstras quedan exhaustas en el primero. No habiendo otra prima a mano, fue menester renunciar al placer de oír por tercera vez el convite a surcar juntos. y pasámos a otra cosa.

Esa otra cosa no podía ser sino volver a bailar, y 10 hicimos con gozo hasta las cua­tro de la mañana en que empezamos a des­pertar a los chiquitos que dormían en los ca­napés, a rebullir a las criadas, que dormían en el corredor, para que encendieran las lin­ternas, y a buscar los pañolones perdidos o confundidos. Las madres se cobijaron la ca­beza con el pañolón y se pusieron los som­breros amarrándose el barboquejo. Las se­ñoritas buscaron los brazos de sus galanes, y salimos bien arropados todos a la fría at­mósfera de la calle, cantando a voz en cue­llo los hombres:

Hermosa. ven, y sulcaremos juntos ...

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* * * Hoy son huérfanos de padre y madre los

hijos de Viñas: de aquellas hermosas jóve­nes con quienes tomé o iba tomando una taza de café, once han muerto; una (J uliana) está hace años loca; tres son ricas y felices; seis piden limosna vergonzante; dos son mon­jas y están expatriadas.

¡Triste campo es el de los recuerdos! Cada vez que entra únb entre su triste memoria, se espanta de ver tantas lápidas. Aquí yace .... aquí yace .... es lo que va leyendo. Como en el cementerio, no se mide un paso sin que úno vea la boca de una bóveda ... !

TAZA TERCERA

BOGOTÁ

Todo ha yariado, decía yo no hace mu­chos días reclinado de codos sobre mi mesa, y teniendo por delante una esquela de con­vite. Amigos. costumbres, esquelas, alimen­tos; ¡todo ha variado! Qué triste es quedar­se uno poco a poco atrás! Que triste y que desolador es encontrarse úno de extranjero en su patria!

Tales reflexiones [as hacía yo sobre un cua­drado de papel porcelana, duro como los co­razones de hoy, . frío como las almas de hoy, inmaculado como los cora::ones de antes, que decía así en lindísimos y pequeñísimos ti pos:

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Los marqueses de Gacharná hacen sus cumplimientos a José

María Vergara, caballero, y le avisan que el 30 del m~s enlrante,

siendo el cumpleafios de señora la marquesa, se hará música en

el hogar y se tomará el te en fami/ia . (Traje de etiqueta)

¿Qué demonios es esto? repetía yo, aludien­do a un estribillo de bambuco, y llorando so­bre mí y sobre mi patria: ¿ qué demonios es esto? Yo, que he jurado no salir de Bogotá y morir aquí encerrado entre las retrógradas costumbres de mis cariñosos amigos, ¿ cómo me encuentro de repente trasladado a un puerto de mar? ¿Quienes son estos marque­ses? ¿Qué idioma es éste? ¿ Por qué hacen mú­sica? ¿Por qué toman el te en familia y no en taza? Y sobre todo, ¿ por qué toman te en lugar de tomar agua de borraja que era el sudorífico que enantes se usaba? Y ga­

bán, (en lugar de decir otra vez y sobreto­do) ¿ por qué sudan o quieren sudar?

¡Ay, mi Bogotá! ¿Dónde estás, arrabal de mis entrañas? ¡Quién me diera que en vez de este te fuera un chocolate en casa de Sam­per, con asistencia de Carrasquilla, Marro­quín, Quijano, Valen zuela, Pombo, Guarín, Salvador Camacho y otros que no sudan!

y esta lista la hacía yo por buscar algu­no de esos nombres entre la lista de convi­dados que me acompañaban los marqueses, seguramente para que viera yo con quién tenía que habérmelas, pues no había de ser para que escogiera, como quien escoge pla­tos en la carte de un hotel. Los convidados eran:

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Señor el duque de La Peniere, correo de Ga­binete de S. M . el Emperador Napoleón.

Señor el barón Plantagenet Dikswhy, cónsul de Inglaterra.

Señor el general Patricio Can de Lero. Señor Béndix Matallana, artista. Señor A. BedghjLmnpqrst, dilettanti alemán. ¡Todos son por el estilo, Dios eterno! ex-

clamaba yo, cuando después de veinte nom­bres más, entre los que había algunos de mujeres, divisé éste:

Señor Casimiro de la Vigne, caballero. -¡ Un paisano! grité alborozado. 1'v1is lectores no saben quién es Casimiro

de la Vigne ; pero si recuerdan mi artículo de la taza de caté, recordarán igualmente al hijo mayor de Juan de las Viñas que se lla­maba Casimiro. En 1848, época en que empe­zamos a tomar café, era niño de ocho años; en 1865, en que pasaba la escena de la ta­za de te, tenía veinticinco.

Cuando él tenía ocho y yo veinte, él era un niño y yo un joven y él me llamaba de usted y señor don. Ahora que él tiene vein­ticinco y yo treinta y siete, ambos somos jó­venes y él me trata de tú y me llama José María a secas, como conviene entre perso­nas de una misma edad. La edad, pues, nos ha apartado y nos ha juntado: esos doce años de diferencia que le llevo se acortan o se alargan. Hoy somos iguales; pero volve­rá otra época en que vuelvan a aparecer los doce años en cuestión; cuando él tenga cin-

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cuenta y yo sesenta y dos, él será apenas un hombre maduro y yo un viejo achacoso. ¡Quién sabe si entonces vuelva a llamarme señor don y a tratarme de usted! Pero co­mo ahora somos de la misma edad, al en­contrar su nombre sentí grande alborozo, iba a tener un compañero, y por eso grité: ¡un paisano! Falta explicar por qué, siendo hijo del señor de la Viñas, se llama de la Vig­neo En el colegio, donde se ponen apodos todos los muchachos, apodos que a veces se inmortalizan, Casimiro, que no tenía ningu­no, entró a la clase de francés. Los mucha­chos que aprendían entonces el bon jour, tra­ducían al francés todo lo que encontraban por delante: tradujeron al catedrático, al pa­sante y se tradujeron a sí mismos. El doc­tor Herrera Espada se convirtió en Mr. La Forgue de l'Epée; el pasante Mateo Casti­llo se transflguró en Mathieu Chateau, y andando el tiempo vino a quedar con el nom­bre de Chato, como corruptela de Chateau; y Chato Castillo se llama y se llamará has­ta el día del juicio, a pesar de que tiene unas narices descomunales. Casimiro Viñas fue llamado Casimiro de la Vigne, y como no tenía antes sobrenombre alguno, le que­dó éste para sCEcu[a sCEculorum. El mozo era de talento y se hizo el bobo; se estuvo un semestre enfadándose cada veZ que le qui­taban su ridículo apellido y le daban su ele­gante apodo. Los otros muchachos por lle­varle la contraria no le llamaban sino de la

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Vigne. Al fin del semestre fingió el bribón de Casimiro que aceptaba el apodo por dar­les gusto, y comenzó a firmar con él. Hé aquí cómo logró bautizarse a su gusto. Pro­visto de aquel apellido, de una buena figu­ra y de un carácter simpático, ha penetra­do en todos los salones de lo que se llama entre nosotros alta sociedad y que no es al­ta de ninguna manera. Por estos motivos, su nombre estaba inscrito en la carta de los marqueses, y por eso iba yo a tener un ami­go, un paisano en aquella tierra de meros.

El marqués de Gacharná es un francesito natural de Sutamarchán. De edad de vein­tiún años logró ir a París: vivió en un quin­to piso devorando escaseces dos años mor­tales : volvió a Bogotá, donde se casó con una inglesa nacida en el barrio de Santa Bárbara, y que tenía su dote consistente en dos casas que le dejó su padre, ñor Juan de Dios Almansa. Ella era vana y él vano: ella amaba lo extranjero, y él se perecía por lo europeo, ella era flaca y él flaco: ella te­nía dos casas y él no tenía ninguna, pero en cambio él había hecho un viaje a París y ella no había salido de la calle del Ro­dadero.

Ella se estremeció de amor cuando Miguel le presentó su primer homenaje en francés, y él se turbó de gozo cuando ella le tendió, en respuesta, su mano, que por lo blanca, lo flaca y lo transparente, parecía un pisa­papeles de pasta de arroz. Una vez casados,

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fue vendida una de las dos casas, y con su valor abrió Miguel un hermoso almacén de ropas. introduciendo en el comercio el nom­bre de Gachamá and Company. y a las po­cas vueltas fue introductor por mayor con buen crédito. Se pasaron a la otra casa y empezaron una vida a lo extranjero. No re­cibían a nadie. porque así no se vulgari­zaban; porque así podían romper con al­gunos parientes y antiguos amigos cuya sociedad muy cordial no les convenía; y últimamente. porque así podían vivir con su­ma economía. padeciendo hambres para po­der ahorrar; y cuando a fuerza de privacio­nes habían ahorrado trescientos pesos. da­ban un te o una soirée. no convidando si­no muy pocas personas de lo más extranje­r? que les era posible, y uno que otro na­clonal que les sirviera de intérprete. Siendo tan raras las soirées que daban. y siendo tan refinada su elegancia, todos deseaban c~mcurrir a aquella casa que no se abría SIno tres veces al año: por este motivo sus Convites eran recibidos con gratitud. Tal sis­~ema de vida. además de hacerlos felices. mfluía notablemente en los negocios. Cuan­do úno entra en el almacén de un paisano que habla y ríe, a buscar camisas. y el pai­~ano lo recibe cordialmente. se siente úno Irritado y muy dispuesto a pedir rebaja. En­cuentra úno allí camisas de lino a cuatro resos. ofrece a dos. rebajan a tres, y se sa-e el comprador indignado. Pregunte en el

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vasto y solitario almacén de Gacharná and Company: ¿tiene usted camisas" Un hom­bre pequeño y muy flaco, provisto de unas patillas cuyas puntas se le enredan en las rodillas, arropado con un enorme gabán de paño color de cobij a, se desprende de su es­critorio y llega al mostrador, con un lapice­ro de oro en la mano. Se hace repetir la pregunta de si hay camisas: se dirige sin con­testar el saludo, a un estante y baja una caja de camisas de algodón.

-¿A cómo" -A seis pesos chemise. -¿ o da menos? El señor Gacharná se encoge de hombros,

vuelve a cerrar la caja y se dirige a su es­critorio.

-Aguarde usted: las tomo. El señor Ga-charná tira la caja sobre el mostrador.

-¿Cuántas tiene esta caja? -Una media docena. -Tome usted la plata. -No admito sino moneda fuerte. -Pero, señor, estas pesetas son de 0.900 ... -Moneda fuerte. -Pues si no le gustan, tome usted oro,

dice el comprador abriendo otro bolsillo del portamoneda.

Mr. de Gacharná cuenta dos condores y medio, y tres fuertes; para el pico de ochen­ta centavos alarga uno cuatro pesetas, y él las rechaza diciendo con aspereza:

-Moneda fuerte.

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-El comprador alarga un fuerte, escan­dalizado. Monsieur de Gacharná devuelve una peseta, guarda su plata, vuelve la es­palda sin despedirse y se dirige a su escri­torio. El comprador repasa sus seis camisas de finísimo algodón ordinario que le costa­ron $ 28.80, moneda fuerte, y se sale más contento que si hubiese comprado a su cor­dial paisano seis camisas de ordinario lino fino, que le hubieran costado $ 14.40 en pe­setas.

Monsieur de Gacharná es el hombre que más vende en toda la Calle Real.

A las cinco de la tarde en que los mor­tales nos dirigimos a pasear los pies por el camellón y los ojos por el campo, Monsieur de Gacharná cierra su vasto almacén y se va solo y todo momo a pasearse de prisa en el altozano, porque a los inmortales se les enfrían mucho los pies. Allí camina solo y de prisa hasta las seis de la noche en que es hora de comer, y se va a su casa a co­mer papas asadas en el horno, que ése no es alimento vulgar como las papas cocidas que comemos los hijos de los hombres. A ve­ces se le junta en el altozano algún valien­te que no le tiene miedo a su grave aspec­to y se toma la libertad de conversarle. El otro, que es un joven talentoso, y espiritual hablador, despilfarra su rica imaginación; y tvIonsieur de Gacharná contesta de vez en Cuando: Oh!-Sí!-Bah-Yes!-Pues!-Of -Not.

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Hé aquí cómo monsieur de Gacharná ha adquirido la fama de hombre profundo en economía política.

Viéndolo tan inofensivamente bestia, un cónsul de Noruega lo propuso para sucesor suyo cuando tuvo que regresar a Europa; y el gobierno de oruega, teniendo informes de que era tan bestialmente inofensivo, le acre­ditó cónsul noruego en esta ciudad. Mon­sieur de Gacharná contestó aceptando el des­tino, renunciando el sueldo que pudiera te­ner, pidiendo su carta de naturaleza en No­ruega y ofreciendo comprar un título, si te­nían a bien dárselo. El gobierno noruego le contestó remitiéndole un título de marqués y la condecoración del águila coja, que consis­te en una cinta negra con puntadas de seda azul. El gozo de monsieur de Gacharná al saber que ya no era colombiano fue limita­do como su entendimiento, pero profundo como su gravedad. Hé ahí cómo monsieur de Gacharná logró hacerse extranjero en su misma patria.

Tal era el hombre de quien decía una tía suya, cuando le vio recién llegado de Euro­pa: «Miguel no ha crecido; pero ha enfLacao>.

Por lo que hace a la señora marquesa, pasaba su vida encerrada para no vulgari­zarse. Gastaba las mañanas en estropear un piano de buen carácter y en alarmar a la vecindad cantando la casta diva. Leía fran­cés y le hacía Piedad ver procesiones u oír hablar español.

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La estirpe originaria de Sutamarchán y aclimatada en Noruega no debía extinguir­se. Nació un angelito bello como todos los niños, hijo de aquel par de cucarrones; y aunque nació robusto, se iba debilitando por­que estaba encerrado todo el día en un cuar­to interior, en los brazos de su bona, que era una india a quien aquella vida sedenta­ria había hechizado. La bona Claudia se apro­vechó de aquel interregno de su suerte pa­ra desquitarse de sus madrugadas en el cam­po; dormía todo el día y descansaba toda la noche; pero como tenía mal dormir, úni­co defecto de que se había acusado cuando se presentó de postulante, unas veces dormía sobre el niño y otras le quedaba de cabece­ra. Es decir, su defecto no era precisamente mal dormir sino buen dormir, y hasta en es­to mintió la india, amén de otros defectos que ocultó, siendo uno de ellos la creencia que se había arraigado eh su alma de que el hombre ha nacido para beber chicha y la mujer para acompañarlo.

Servía de compañero a la india y al niño un lebrel de casta, que dormía, sin exage­ración, tanto como la india. A la hora de comer se dirigía a la cocina con un troteci­to zurdo: la cocinera le ponía mazamorra en un tiesto y él la despachaba en un santia­mén. Si la mazamorra estaba caliente, le la­draba al tiesto mientras se enfriaba.

Todos estos pormenores y algunos otros más, los tenía yo de la Vigne, que era muy

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amigo de los marqueses; y algo había visto yo en las pocas visitas que tenía hechas en aquella casa sutanoruega.

Llegó por fin el 30 del mes entrante. A medio día me hice afeitar y peinar por Sau­nier, y a las ocho de la noche comencé a vestirme. Calcé botín de cabritilla, siete cen­tímetros más angosto que la planta de mi pie; vestí pantalón negro de satín. camisa de holán batista, chaleco y corbata blancos y casaca negra abrochada de un botón. Eché violette en mi pañizuelo que no resistiría in­cólume un estornudo: suspendí de un cor­dón de oro un French, parado por costum­bre, y me calcé unos guantes tan blancos, que delante de ellos se hacía negro el mar­fil y morenita la nieve. Me abstuve de re­frescar, puesto que iba a tomar te, y en fa­milia nada menos, que así debía tocarme gran cantidad. Eran las diez de la noche y me dirigí a la casa de señores los marque­ses, sita en el boulevard del Cuartillo de Queso, abajo del malecón de la Carnicería. El zaguán estaba de par en par, y entré hasta la galería de cristales, en donde en­contré un ujier que recibió mi carta. Pene­tré al salón e hice tres saludos: uno en la puerta, otro en la mitad del camino y el ter­cero al tomar asiento. Había diez o doce convidados, pero los demás no acabaron de entrar hasta las doce de la noche. Estuvi­mos dos horas en una tertulia deliciosa: na­die hablaba. Los hombres estábamos en me-

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dio taburete esterilla, el cuerpo echado ha­cia adelante y el sombrero sobre las rodillas, todo a la última moda. Las señoras y seño­ritas conservaban igual postura, y habían dejado sus boas en la galería. Cada hora de­cía por turno una palabra algún convidado y todos nos reíamos de prisa para volver a quedar en silencio. La palabra que se decía y que hacía reír era ésta u otra semejante: Esta noche hace frío . Al cabo de una hora de­cía otro convidado: No ha llegado el paqu.e­te, y volvíamos a reímos en tres notas: do, re y sol.

El traje de las señoras era muy notable. Gastaban camisón de larguísima cola, lo que unido al peinado, les daba aspecto de un endriago. El peluquero francés había hecho aquel edificio sobre sus cabezas vacías. Con almohadas y colchones había abultado dos cachos que corrían por encima de la oreja, terminando en puntas muy adelante de la frente; y detrás había otro promontorio sin modelo conocido. Una vez que la dama es­taba peinada, hacen caminar por encima de su peinado un gato, para que quede despe­lucada y tome la dandy un airecillo de mu­lata.

Esa noche cuando señora la marquesa con­cluyó su toilette, fue a dar un beso a su hi­jo antes de venirse a la sala; y el marquesi­to al ver a mamá con aquellos cachos y aque­lla cola, se tapó la cara gritando : ¡el coco, el COCO!

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A las doce se pusieron las mesas de j ue­go: dos tomaron un ajedrez, cuatro un do­minó, que es uno de los juegos más compli­cados que se conocen; y otros nos pusi­mos a jugar ecarté. Yo ignoraba ese juego ; pero lo afronté con valor, porque Casimiro me advirtió en voz baja que era bu.rro sin figuras.

A la una de la mañana entró un caballe­ro vestido a la última moda y con guantes blancos. Yo me levanté para saludarlo; pe­ro todos los otros se quedaron quedos, y Ca­simiro me dijo en voz pianísima: ¡no seas bruto!-Yo le repliqué en pianísimo que no comprendía, y él me contestó en fIautinÍsi­mo que era el criado que entraba a servir el te. ¡Acabáramos! dije en do mayor. Todos volvieron a mirarme sorprendidos de aque­lla inconvenence y yo me ruboricé como una novicia. El caballero vestido de criado vol­vió a entrar trayendo la tetera de plata ale­mana, y los marqueses se levantaron grave­mente a servir el te humeante. Un terrón de azúcar refinado, más blanco que mis guantes, estaba en el fondo de una taza más blanca que el azúcar; y sobre el terrón ca­yó un chorro de agua hirviendo y un po­quillo de leche tan blanca como el azucar o la taza. Yo apuré mi taza, y como el agua estaba caliente y yo en ayunas, comencé a sudar prodigiosamente, que bien lo necesita­ba, y un suave calor me subió hasta el ce­rebro. Tenía una hambre tiránica, y dirigí

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la vista buscando a quién comerme. Los due­ños de la casa estaban muy flacos, y me lancé sobre una bandej a que contenía bizco­chuelos extranjeros marcados con el sello de la fábrica. Aunque sabían a enfermedad, me comí con disimulo catorce docenas, que vie­nen a ser tanto como un cuartillo de nues­tros bizcochuelos bogotanos. Al rebullir el te con la cuchara tuve la imp:-ecaución de dejarla dentro de la taza, por lo cual el cria­do me la volvió a llenar en dácame estas pajas: tomé la segunda taza sin quitar la cuchara, y el criado me la volvió a llenar mientras me limpié un ojo. No atreviéndome a rehusar, de miedo de que me desafiaran, me tomé la tercera taza; pero comprendiendo que en la cuchara estaba el misterio de aquella in­sistencia, la separé de la taza, y para que no quedara duda, la puse debajo del plato. El criado cesó entonces en su furor, y yo me quedé inmoble, lleno de líquido y de bizco­chuelitos que sabían a alcoba de enfermo; todavía con hambre y sin embargo lleno; COn gana de arrojar todo lo que me sobra­ba, y sin embargo con gana de comer todo lo que me faltaba. jTormento superior al to­nel de la fábula! En seguida nos sirvieron as­tillas de helados y cucuruchos llenos de llo­rones y uchuvas verdes.

Monsieur de Gacharná nos sirvió en co­pas chatas licor de oro. Este licor es un aguardiente de Europa, blanco, blanquísimo, en el cual nadan unas partículas de oro que

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producen muy bello efecto a la vista y nin­guna diferencia en el sabor. Como el licor­cillo aquel es sabrocito, y yo estaba en ayu­nas y sudando, me achispé como un quí­dam, y ejecuté mil impertinencias que fue­ron miradas con bondad hasta por el señor duque de la Peniere, correo de gabinete de su majestad. El alemán había cantado ya al piano, los hombres se habían separado en corrillos a conversar con alguna animación; y yo, recordando mis tiempos de la taza de café, le cantaba a una niña de mi conoci­miento este verso:

Hermosa, ven, y sudaremos juntos .. ..

De repente me quedé sin auditorio, por­que un pepito vino a sacar a la señorita pa­ra un strauss que ejecutoriaba en ese mo­mento el dilettanti alemán. El espectáculo que pasó entonces por mis ojos era suma­mente animado y campesino: seis pepitos y tres extranjeros corcoveaban un strauss, de tal manera, que yo, de acuerdo con un au­tor ilustre que se oculta bajo el velo del anónimo, calculaba que ellos solos podrían trillar veinte cargas de trigo en un día. Cuando los bailarines acabaron de echar par­va, se bailó un muy indecente baile cuyo nombre ignoro y que consiste en bailar ex­tremadamente abrazados, con otras circuns­tancias deplorables.

Hice algunas observaciones científicas, en-

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tre las cuales merecen lugar especial las si­guientes :

Todas las mujeres hablaban de la guerra de Austria y de la política de Napoleón co­mo de una cosa familiar.

Todos los hombres hablaban de las mo­das de París para mujeres, como de una ciencia conocida.

Cada tres palabras, se atravesaba algún equívoco insoportablemente libre, y las mu­jeres se reían de él acaso más que los hom­bres.

Las noticias de la Colombí, como ellos lla­maban a la patria, las tenían de buena tin­ta, de los periódicos franceses que allí se le­yeron.

A cada cuatro palabras en mal español, se decían tres en mal francés .

No había una sola mamá ni un solo pa­pá, si se exceptúa los pepitos bailarines. Las señoritas habían ido solas con sus hermani­tos pepitos. Una señora casada había ido con un general de la Colombí, muy amigo suyo y poco amigo de su marido.

Las despedidas no eran aquellas largas pe­ro divertidas escenas que El Duende ridicu­lizó con mucha gracia. En lugar de aquellos cordiales abrazos de antaño había sólo re­verencias. La despedida se limitaba a un Bon­ne nuit, madame.- Bonne nuit, monsieur.­Bonímadam.-Bonímosie . Salimos a las cua­tro horas menos un cuarto de la mañana, se­gún dijo tvlonsieur de Gacharná viendo su

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muestra. Soplaba un remusgillo del Boque­rón, de lo más sutil que ha podido inven­tarse, y como yo estaba en cuerpo, con ca­misa de holán batista, y las libaciones con te me habían hecho derretir en sudor, atra­pé una pulmonía que fue considerada por los médicos corno una obra maestra en su género: llegaron hasta desear que no me sal­vara para ver cómo estaban mis pulmones. Sin embargo, a despecho de la ciencia atra­vesé aquella crisis con felicidad Y me he alegrado de no haber fallecido, por varias razones: una de ellas, porque así me libro de que me entierren al son de la Bell alma inamorata, en lugar del Miserere mei, Deus, que es lo que conviene a un difunto que no va a bailar ni a leer un libreto muv román­tico. Otra de las razones es porque tengo curiosidad de llegar a la cuarta época de Bo­gotá, para ver a qué se convida entonces.

En 1813 se convidaba a tomar una taza de chocolate, en taza de plata, y había bai­le, alegría, elegancia y decoro.

En 1848 se convidaba a tomar una taza de café, en taza de loza, y había bochinche, juventud, cordialidad y decoro.

En 1866 se convida a tomar una taza de te en familia, y hay silencio, equívocos in­decentes, bailes de parva, ninguna alearía y mucho tono.

Espero que así corno en 1866 se me ha convidado a tomar el te en famLlia, en 1880 se me convidará a tomar quinina entre ami-

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gas. Están de moda los sudoríficos y anties­pasmódicos; ¿ por qué no les ha de llegar su sanmartín a los febrífugos y antihepáticos?

(De los Cuadros de costumbres, publicados por J. J. Borda. Bogotá, 1878).

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EL LENGUAJE DE LAS CASAS

LA CASA SANTAFEREÑA

La casa del señor don Pedro Antonio de Rivera demora tres cuadras abajo de la pla­za mayor. Se compone de dos grandes pa­tios, dos corrales y una huerta. El primer patio es claustreado, pero sus tramos fueron edificados en distintas y lejanas épocas, y cada uno de ellos conserva el sello de la época en que fue hecho. El primero, que cae a la calle, tiene por fuera un balcón corri­do de gruesos pilares redondos, y a un lado y otro grandes ventanas de fierro que tie­nen en la mitad una P, una A y una R de fierro, entrelazadas. Son las iniciales del nombre del bisabuelo del actual propietario, que tenía su mismo nombre. Sobre el por­tón hay un Jesús tallado en piedra. y enci­ma en un nicho una tosca imagen de piedra que representa a San José; al pie de la ima­gen había un gran farol que en el siglo pa­sado se encendía todas las noches, y que el espíritu del siglo XIX ha apagado. El an-

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cho zaguán de suelo empedrado, tiene en los ángulos poyos de adobe para hacer los rin­cones impermeables. La segunda puerta del zaguán, que da al corredor de la entrada, tiene postigo para que entren y salgan los vi vos, y gran portón que no se abre sino cuando hay que sacar a los muertos. En tiem­pos pasados se abría también cuando salía la carroza, que tirada por seis mulas herre­runas, sacaba a pesear a don Pedro Anto­nio 1 cuando iba en el séquito del arzobis­po virrey. El tramo de que vamos hablan­do fue hecho en 1760 y por dentro es de arquería.

El segundo tramo es de pilares de piedra, y su tejado, más bajo que el del primero; el tercero se une a la diabla en el tejado COn el segundo y tiene pilares torneados de madera; el cuarto y último, de pilares de madera también, pero cuadrados, fue hecho en 1820. En el patio hay aljibe plagado de ranas; rosales de Jericó que crecen a su sa­bor y han perfumado con cien generaciones de rosas a tres de hombres que han habitado la casa. En un ángulo, al lado del tramo nuevo, se ve un grupo de madreselva, que como planta recientemente importada, se ru­boriza de vivir allí, y cuyas rositas bajan ruborosas las cabezas ante las encendidas miradas de las rosas de Jericó que tienen al frente. El segundo patio tiene en su recin­to el servicio interior, y en la mitad de él se eleva una pila seca cuya cañería se dañó

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durante la Patria Boba (1814). En los co­rrales se ven papayos de troncos gordiflo­nes abonados con cascajo, que con las ma­nos en la cintura, la frente alta y la cabe­llera en desorden, parecen campesinos que se quedan viendo una torre en la ciudad. De las papayas de estos semi-árboles se han hecho dulces para el virrey Sámano, para Bolívar, para don Joaquín Mosquera y to­dos los presidentes que le sucedieron. En frente de los papayos, que son once, siete hembras y cuatro machos, están de pie con los brazos cruzados y el cuello muy almido­nado, muy rectos y muy erguidos, unos ca­torce arbolocos, que son los hombres de es­tado de la naturaleza vegetal. Quien les ve su apostura tan gentil piensa que son gran­des hombres, porque viven tan pensativos; pero si se les examina, se les encuentra hue­cos. Estos señores se llenan de hijos que son tan sosos como sus padres, y crecen tan rápidamente, que alcanzan la estatura de sus mayores desde la infancia. Arrimados a la pared y huyendo de la vista de los arbolo­cos que les es odiosa, se ven unos grandes cere30S que in illo témpore se cubrían de sus racimos de frutas; y que viendo que los mu­chachos no las dejaban madurar, y cansa­dos de oír malas palabras a los dueños de la casa que los insultaban so pretexto de que las cerezas producen disentería, se ha­bían dedicado a criar churruscos de to­das clases, en compañía de unos curubos

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de larguÍsimos bejucos que vivían apegados a los troncos retorcidos de los seculares ce­rezos. Los malvaviscos, la malva y la ortiga llenaban el espacio que quedaba libre, aguar­dando los primeros que hubiese un consti­pado en la casa para que lo curasen con el cocimiento de sus hojas; la segunda, que hu­biese un porrazo o cualquiera otra enferme­dad que se aliviase con un baño emoliente; y la tercera, a que unas piscas estériles que piaban en el corral vecino consiguiesen hijos en su vejez para que los criasen con ortiga tierna, que es el único suave alimen­to que pueden digerir aquellos suaves esto­maguitos, que cuando grandes, tragan cla­vos de hierro y picotean tachuelas de cobre sin que les cause mal ninguno.

Sobre los anchurosos tejados vive una re­pública de esas aves que cargan con el nom­bre de domésticas, y que la historia juzga­rá con el nombre de palomas, que se ha­bían encargado del ramo de las goteras, y cuya segunda atribución era no servir para nada. Se les tolera en la casa con la lej a­na esperanza de comer pichones; pero ni la familia gusta de ellos, ni ellos se dejaban coger a pesar del adjetivo de domésticos que distingue a tales individuos.

Entre los patios y el corredor principal divaga un perro indeclinable porque a cau­sa de su vejez y de que ésta y la sarna lo han pelado en partes, no se sabe si es perro, perra, o ambas cosas; pero de una informa-

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ción de peritos resulta que pertenece al gé­nero masculino; hay también una prueba moral de mucho peso y es que lleva el nom­bre de Repollo. Este perro se ocupa en dar tarascadas a las moscas que se ríen de él entre sus barbas, y en andar en perpetuo mo­vimiento echándose aquí y más allá, porque cree que lo que le pica es el suelo y no la sama, y que por lo tanto, con mudar de puesto se alivia. Esta práctica es toma­da de los hombres que creemos a menudo que la calentura está en las sábanas.

En el descanso de la ancha y descansada escalera de piedra está pintado al fresco so­bre la desnuda pared un San Cristóbal gi­gante que lleva en los hombros al niño J e­sús del tamaño de un hombre de los que se usan hoy, y en la mano, a modo de bor­dón, una palma de coco que acaba de des­cuajar para apoyarse en ella. El San Cris­tobalón está pasando un mar o río cuyas altísimas olas le llegan hasta las rodillas; y en la orilla se divisa a San Cucufate con su capucha calada y su linterna en la mano, que viene a alumbrar el pasaje. El santo es del tamaño de su linterna, y de ésta salen ra­yos de luz pintados a manera de barbas de gato.

Por allá arriba, en los grandes aposentos, vaga como un proscrito un gato de talla ma­yor. llamado como la mayor parte de los gatos, A1 ichico. 1ichico es como si dijéra­mos Juan, Pedro o José entre los hombres.

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El salón, que tiene por subalterno el gran balcón de la calle, tiene la filiación que a continuación se expresa. En las desnudas pa­redes campan unos grandes cuadros al óleo, y de las vigas, labradas prolijamente, tres guardabrisas y una araña centenaria, en que viven otras ídem que bajan de las vigas a los retorcidos brazos de cristal de la araña principal. El todo forma un conjunto pin­toresco de cortinillas fabricadas gratis por los habitadores de la armazón cristalina.

Dos cornucopias empolvadas reposan con­tra la pared sobre mesas de patas de águi­la; y veinte sillones de patas de águila y de león con cuatro canapés de la misma fábri­ca, forrados en filipichín colorado, comple­tan el mueblaje. En las alcobas hay camas de pabellón, de macana, que abren sus dos grandes alas sobre las barandillas de ti­bar; sobre un mesón de cedro reposa un gran crucifijo con potencias de plata cubierto de polvo.

El cuarto llamado del estrado, está col­gado de toscas pero vistosas telas de lana COn paisajes y dibujos; las ventanas, lo mis­mo que las puertas, están ornamentadas con Cuadros de madera tallada y dorada. En ta­dos los demás cuartos se ven adornos y muebles por el estilo. escritorio de carey, Urnas del . Tiño Dios, mesas y mesitas de ce­dro, camas de pabellón, etc.

Si con el permiso que tenemos de visitar toda la casa, conviene él en que abramos

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los roperos, los baúles, las grandes cajas de cedro y los cajones de los escritorios de ca­rey y de rosa, pudiéramos hacer un dono­so inventario. La familia Rivera que vive siempre entre las escaseces, con el día, co­mo se dice vulgarmente, pasa por familia empobrecida: y ellos lo creen sinceramente. Sin embargo, veamos algunos de esos pape­lones. En un cajón de uso más frecuente se ven mal pergeñados legajos de escrituras, re­cibos, y contabilidad llevada en tirillas de papel, cosa que ha dado al traste con todas las casas grandes de Santafé. Resulta del examen de esos papeles, que la familia posee un caserón viejo por San Agustín, que se arrienda en veinte pesos al ricacho don N ., quien la tiene subarrendada en cuarenta; cuatro casitas por las Nieves. que producen unos sesenta pesos mensuales mal contados (porque sus dueños no saben contar bien); cuatro o seis solares que reditúan veinticin­co pesos; una casa por la Candelaria. sin escritura ni más título de propiedad que la posesión no interrumpida durante cincuenta años. Censos en diferentes propiedades que reditúan al cinco por ciento por unos $ 600 al año. Documentos de dinero impuesto en las cajas reales, cuyos fondos tomó el gobierno re­publicano, y cuya deuda no quiere recono­cer porque, dice, eso sería antipatriótico; do­cumentos de suministros hechos al gobierno colombiano y que no fueron presentados a tiempo a la comisión fiscal, y por 10 tanto,

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fueron declarados virtualmente cancelados; insolutos de la misma república en gruesos y apolillados paquetes; escrituras de dos deu­das con hipoteca hechas a favor de don Pe­dro Antonio, que por no haber sido cobra­das en treinta años, han prescrito; y así otras curiosidades, como alcances liquidados y no cobrados a mayordomos, corresponsa­les, agentes, censuatarios, etc., en un espa­cio de ochenta años.

En los arcones de cedro hay vestidos sin estrenar de los que se usaban de 1790 a 1810 ; paño apolillado, paquetes de abanicos de marfil calado, y tercios de mercancías im­Portadas en 1808, que aun no han sido abier­tas, porque desde entonces se está haciendo en.tes la familia de preparar convenien­temente un almacén que posee en la Calle Real, lo que se ha ido dilatando día por día y año por año a causa de la escasez en que viven. Por los muebles de rosa y de ca­rey, de cedro y de tibar que hay en la ca­sa daría un conocedor seis mil pesos ... con el objeto de ganarse otro tanto restaurán­dolos y vendiéndolos por mayor. Como los abuelos Riveras vivieron en tiempos de Vás­quez y fueron grandes admiradores de este artista, se fueron acumulando sus cua­dros en la casa, y hoy se pudieran sacar hasta unos veinte de primer orden sin con­tar con los que quedarían haciendo milagros en la casa , a causa de representar santos de

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especial valimiento cerca de Dios, según la creencia de la devota familia.

Entre las alacenas hay algunas arrobas de plata labrada, que los criados van desamor­tizando poco a poco con el único objeto de acrecer la riqueza pública; y en las gavetas de las cómodas de oloroso cedro hay toda­vía algunos miles de pesos en joyas de oro.

Por último, no se encuentra en la vetus­ta casa nada cuya fecha sea posterior a 1825. El tiempo no ha corrido para ella si­no que la ha respetado como respeta un tú­rrente la piedra colosal que está enterrada entre su cauce: prefiere lanzar sus raudales espumosos por uno y otro lado; pero ni sue­ña en arrancarla.

El lector habrá extrañado el silencio pro­fundo que hay en la casa que hemos reco­rrido. No se oye hablar a nadie, no hemos visto ninguna persona. ¿Tiene curiosidad de conocer a las personas que la habitan? Pues por la descripción de la casa puede asignar­les fisonomía, edad, -:ostumbres, vestidos, etc. y viva seguro de que no se equivocará ni en un cinco por ciento.

Ir

SANTAFÉ DE BOGOTÁ

Las hijas de don Facundo Torrenegra, pró­cer de la independencia, se habían refugia­do en una casa baja situada en el barrio

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de la Catedral, después que pasó la deshe­cha borrasca de la independencia, en la cual perdieron su gran fortuna, no quedándoles más que la casa en que se recogieron como en un puerto. Esta casa hacía esquina, lo que les proporcionaba la ventaja de tener luz a un lado y otro ; esto era algo: ya que habían perdido la fortuna, les quedaba la luz.

Las grandes ventanas cuadradas de balaús­tres lisos, bien pintados de verdacho, ador­naban por ambos lados las blancas paredes. Por el zaguán enladrillado se entraba a un corredor angosto que rodeaba el primer pa­~io. Había en éste un confuso y gracioso Jardín, en que maldito el caso que se había hecho en las reglas del arte de la jardinería. Se habían dejado crecer las plantas apiña­das, sin poda y sin dirección: unas en el sue­lo, otras en tazas de barro. Claveles de to­dos colores formaban macetas perfumadas; rosas de Jericó y de la China asomaban sus hojas color de la aurora junto a las rosas blancas, que son uno de los remedios de los pobres. Un jazmín de Arabia crecía en buena compañía con un naranjo, un poco desmedrado y triste por el frío, al cual no se acostumbra. Dos ciruelos españoles y dos manzanos cometían la falta de mostrar ho­jas, flores y frutos, todo a un tiempo, co­sa que se reputa imposible y bárbara por los que estudian los secretos de la natura­leza. Un árbol del huerto dejaba caer melan-

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cólicamente sus ramos adornados de flores coloradas, heridos aún de la amargura que presenció en el Huerto la noche que sudó sangre de agonía el divino Jesús. Un raque lleno de flores volvía sus ojos llorosos al campo de donde fue traído, y sin el cual no podía vivir. Encendidas clavellinas y olorosos cinamomos sitiaban una pobrecilla malva de olor, que se recogía y agazapaba, a ver si así podía huír de tan injusta obsesión. El don­cenón enredaba en un pilar del corredor sus frágiles y quebradizos bej ucos cubiertos de flores, bien ajeno de que él iba a ser decla­rado planta vulgar algunos años más tarde.

Las pequeñas y modestas trinitarias ale­graban su follaje verde ~r tupido, como ale­gran los ojos la cara, que sin ellos inspira lástima o repulsión, como sucede con los cie­gos, los dormidos y los cadáveres. Unas ma­tas de linaza habían dicho' ja rer si cabemos aquí! y se habían acomodado entre dos ma­tas de claveles, que las estrechaban. y que seguras de que la casa era propia, echaban hojas y hojas a todo su sabor. Allí estabas tú también, modesta y olorosa albahaca, que por tu nombre y tu aristocrático olor recuer­das las huertas de Valencia y las vegas del Genil, y que si no echas de menos el aire ti­bio de Andalucía, es porque este suelo tam­bién se llama Granada, y porque también hay aquí ojos árabes que te vivifiquen. Jun­to a ella estaba su prima hermana la amable­mejorana, de oriental origen; y más allá lucía

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su eterno verdor la hoja santa, que arraiga hasta en las piedras, que reverdece con el verano, y que, como la industria, no pide ni protección ni privilegio sino sólo el per­miso de existir. Por último, un curubo tra­taba por juego, nada más que por broma, de quitarles la luz a las ventanas del costu­rero, fabricando un toldo verde de cuyo techo bajaban sus flores coloradas y sus frutos en­vueltos en terciopelo amarillo.

Examinemos las piezas. A la derecha está la sala con canapés forrados en zaraza; me­sas de pino barnizadas, recargadas con mo­nos de porcelana, juguetitos de niños, pe­queños espejos de cajón, llamados tocadores, y artefactos curiosos producidos por los indios laceros de tv10niquirá, Ráquira y Timaná. Cuatro cuadros con marcos de cristal, con pinturas en lata representan a San Fran­cisco Javier, San Francisco de Paula, San Francisco de Borj a y San Francisco de Asís adornan dos de los lados de la sala; y en los otros dos lados hay cuatro cornucopias cuyos marcos igualan a los de los santos. Sobre una repisa de nogal hay un reloj in­glés, de cuco, cuya curiosa muestra llena de cIrculas, señala a un tiempo el instante, el minuto, la hora, el día, la fecha, el mes y el año. Encima de la muestra hay un hueco POr donde asoma un pájaro, cuando da la hora, a cantar mientras suenan los campa­nazos. En medio de las dos ventanas se ve Un retrato al óleo que representa un gaIlar-

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do joven de treinta y cinco años, con casa­ca azul de cuello de cordero pascual, cuello de camisa que ha sitiado el pescuezo y ame­naza a los ojos con sus puntas; pechera de vuelo, almidonada; chaleco abierto, reloj con complicado pendiente y pantalones de casi­mir. Este es el retrato de don Facundo To­rrenegra, fusilado por los españoles en 1818 por haber dado su fortuna a la patria. En el suelo hay sobre la estera indígena, este­ras de Chingalé y tapetes quiteños con su letrero circular acostumbrado: Viva la patria,

viva la religión. En algunos más explícitos se leía también : Viva Bolívar. Dos sonoras gui­tarras sevillanas acusando que se hacía de ellas un uso frecuente, porque estaban tem­pladas, yacían sobre los brazos de los ca­napés.

Tras de la sala hay una grande alcoba don­de están las camas de doña Carmen de T 0-

rrenegra y de sus tres hijas María, Inés y Rudesinda. Hay una quinta cama perpetua­mente tendida: fue la que ocupó otra hija de la casa, Gregoria, muerta hace diez años en Tunja, adonde se fue recién casada. El lecho le sobrevivía, porque era la imagen del recuerdo que de ella conservaban su madre y hermanas.

Tras de la alcoba seguía el cuarto de cos­tura, con sillas de \'aqueta, bajas y de asien­to semicircular; mesas enchapadas de carey y marfil, y cajas de costura pastusas con chapas y llaves de plata . Las paredes esta-

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ban cubiertas de imágenes de santos, entre las que lucían dos miniaturas entre marqui­tos negros: representaba la una a doña Car­men de edad de diez y ocho años, blanca, de grandes ojos negros, con bucles y peine­tón, camisón escotado, mangas con ahueca­dores, talle bajo los hombros, largos zarcillos y muchas sortijas. La otra miniatura era la imagen del señor de T orrenegra con su ca­saca de cuello de cordero pascual. Las dos miniaturas eran un regalo de bodas. Al fren­te de la puerta del cuarto de costura, so­bre la baranda del patio había una gran jaula de cañabrava llena de toches v mirlas blancas, a las que se les daba la congrua sus­tentación para que cantaran, que en esto y en la vida canóniga se parecían a los canó­nigos. En los corredores había láminas en vidrio con marco dorado que representaban varios pasajes clásicos, y al pie letreros do~ rados tales como éstos. Sacrifice de Régulo. Corioiano cede a las oraciones de su madre y Roma es salvada. M arte de Atala y despecho de Chactas. Telémaco ante las ninfas deman­da a su padre Ullyses. D idón convoca a Eneas y se suicida.

Al frente de la puerta de la calle queda el comedor, donde una grande y lustrosa mesa de nogal rodeada de sillas de brazos, ocupa la mitad del aposento y espera a que sirvan la comida. Allí tambien hay láminas: unos grabados franceses clavados con tachue­las, que representan lo que constituyó la de-

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licia de nuestros padres, la tierna historia de Telémaco. Cada lámina tiene al pie la ex­plicación en francés y en español, o mejor dicho, en francés y francés. Véase un ejem­plo: Telénaco aborda la isla de Calipso. Las ninfas que son en el baño le rodean y el co­mienza la relación de su naufragio. Mentor obliga a Telémaco de se precipitar en el mar. Las ninfas brulan con sus teas el navío que había com'truído Mentor.

Tras del comedor hay un cuarto aislado que se ha dedicado a oratorio, Allí hay un cuadro de Vásquez, que representa a la di­vina Señora cuyo virginal busto ha sido el estudio de todos los pintores del mundo; varias estampas francesas de aquellas que dicen al pie: Sainte-Anne-Santa Ana, Saint Joachim-San Joaquín, estampas de esas que han creado los franceses con el objeto de probar que las minas de bermellón y verda­cho son inagotables. A un lado del risueño oratorio, que huele a incienso y a flores, es­tá desarmado, es decir, en tosco acomodo, un pesebre quiteño compuesto de la Virgen, San José, el Niño, el buey, la mula, los tres Reyes Magos, los Pastores y una comparsa innumerable de caballitos, mulas, burros, pá­jaros; acopio inmenso de lama para hacer rocas; pedazos de vidrios para figurar la­gun s; papel blanco para simular cascadas; ídem dorado para fabricar estrellas ; ídem azul para fingir cielo y horizontes; marma­jas para hacer camellones; cáscaras de hue-

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vo para hacer piedras del camino; casitas de madera. etc.

El interior de la casa está compuesto de cocina, despensa, cuarto de criadas, cuar­to de ropa y cuarto de aplanchar, que ro­dean un patio empedrado; más hacia el fon­do queda el corral de las gallinas, bien pro­VIsto de volatería, y un hermoso huerto sem­brado de papas.

Toda la casa huele a alhucema. Con esta última noticia se comprenderá el carácter de sus cuatro habitadoras.

III

BOGOT.'

Juan tvfanueI Doronzoro casó, hará tres años, con la señOrIta i 1atilde del Pino, y se fueron a vivir a la casita nueva dc la calle de San Juan de Dios, que acababa de im­provisar el señor Arrubla (8) con los sobrantes de otra casa que él también había construí­do. La escala de la casa se puede calcular por este solo hecho: de un extremo a otro de ella, v al través de las habitaciones, se percibió una vez el olor de pavesa que des­pedía una vela apagada en la alcoba. El fondo de la casa sumaba veinticinco varas y el ancho trece y media. En aquel terreno suponían que estaban viviendo Juan 1 lanuel y Matilde.

en ;:aguán de vara y media de ancho,

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empapelado, esterado, con friso de tablas barnizadas, y cielo raso estucado, con flo­rón, daba entrada a una galería de crista­les liliputiense donde se ahogaban elegante­mente dos divanes de tafilete y una mesita redonda con tarjetero y lámpara de kerosi­no. Sobre las paredes empapeladas estaban no el San Cristóbal, santo patrono de las buenas casas santafereñas, sino Garibaldi, Lamartine y la reina Victoria en grandes marcos dorados y con hermosos vidrios. A la galería salían cuatro puertas: una a la izquierda, era la del cuarto de hombre, a la derecha la de la sala, en un lado de la ga­lería la de la recámara, y al frente, en el mismo bastidor de cristales. la que salía al corredor del primer patio.

El cuarto de hombre, empapelado de color gris, contenía una cama de cornisa, lavama­nos con innumerables chismes de tocador y un ropero suntuoso. De este cuartico se pa­saba a otro, que tenía ventana a la calle, en el cual había una otomana, una mesa de escribir cercada de barandilla y unas sille­tas de paja italiana. En las paredes lucían dos hermosos grabados : el plano de la ciu­dad de Nueva York y una vista de San Francisco de California, tomada a vuelo de gavilán porque parece que a California la to­maron al vuelo dos veces los yanquis.

La sala es un curioso museo de todos los objetos que se pueden romper. Pudiera es­cribirse Fragility, thy name is extranjero, cam­

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biando la palabra woman, que dijo Shakes­pea re, en extranjero, por no ser impertinen­tes con Matilde, que es, (acá entre nos) el mueble más quebradizo de aquella casa a la derniere . Hay dos sofás y doce taburetes con resorte forrados en terciopelo rojo, y disfra­zado el vulgar pino o chuguacti de que están hechos, con un delicado y negro barniz de tapón, tan lustroso, tan brillante, que se lee en él fragility ... De pata de gallo, pero imi­tando madera de rosa, esa madera de que hacían escaleras nuestros padres, es la mesa redonda, que no es redonda porque es ova­lada, y en vez de una gruesa y única pata como ten·ían las mesas redondas, tiene cua­tro patas largas, encorvadas, frágiles (fragi­lit y ) que se reúnen en una flor de lis para volver a apartarse a buscar el suelo en que se apoyan. Encima de la brillante superficie de la mesa hay una bandeja de plata ale­mana llena de tarjetas, y debajo de la mesa una alfombra con una pintura que repre­Senta un perro ahulIando sobre una ropa en­sangren tada.

Las tarjetas por sí solas constituyen una voz del lenguaje de las casas. Las hay de todas formas. Unas son tan delgadas o lus­trosas y transparentes, que uno adivina cuán grueso es su dueño Raimundo del Valle , cu­yo nombre está allí en grande letra inglesa. Otras, aspirando al renombre de buen tono, Son grandes y duras como una tabla, y en la mitad, en letra sumamente pequeña, dice :

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} osé Córdoba. Otras tienen medios relieves blancos, otras el letrero en blanco, en letras góticas, donde se lee por milagro el nom­bre de su dueña: Susana Perdomo. Hay una que imita viruta de carpintero, en que se lee el nombre y se adivina el carácter de su dueño: Rómulo Roncando R. Las hay tam­bién de matrimonio: unas evidentemente an­ticuadas, pues deben ser del año de 1854 están unidas por un lazo de cinta blanca; otras más modernas y más significativas es­tán amarradas con un primorcito de hilo de oro que se podía romper, más que romper, quebrarse con una nada. Las de 1862 ya no se unen sino que entran en una argolli­ta de espiral de las que antes servían para coger por detrás los botones del chaleco. Las de 1864 ya no traen ni argolla sino una lentejuela, y las de 1865 ya no traen ni len­tejuela sino que vienen sueltas entre el so­bre, como quien dice: nada nos imPide co­ger diferentes caminos.

Estas últimas son un \ erdadero logogri fo: grifo y lago que adivinara un cachifo, y que vamos a describir. El sobre de papel, suma­mente grueso y satinado, es de color de ruana parda por dentro, y pretensiosamente blan­co por fuera. Al abrir el sobre se ve en le­tras blancas sobre el fondo pardo este nom­bre: Rosa Rubiano. De las dos tarjetas, la una dice:}. Femández y la otra R. Fer­nández. De manera que no sabe uno si lo que se casaron y dan parte fueron dos o

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tres personas. En derredor de cada tarjeta hay la famosa cinta de oro que une los ma­trimonios del siglo XIX, y encima de todas se lee mentalmente: fragility. Las dos bole­tas, ya lo hemos dicho, andan sueltas entre el sobre, como si dejéramos duermen apar­te. Entre el montón de boletas se ven mu­chas, muchísimas con nombres tan armonio­sos como éstos: Shtrhirlgs, Tghmygndt, .f<.mon­dfgt y otros nombres de alemanes dilettantes. Estos alemanes, cuando se les pregunta su nombre debieran, si son hombres de bien. contestar: me llamo Abecedario; pero los ale­manes que v ienen por acá no son hombres de bien porque nos dicen que sus nombres sí se pronuncian.

Sigamos con la sala. Sobre dos consolas de pata de gallo cha­

rolado hay dos espejos con marco dorado, y entre las dos ventanas en un gran marco dorado, hay un emblema de la felicidad do­méstica, como se usa en las casas felices. o mejor dicho, un emblema nacional: hay ..... un retrato de Víctor Manuel. ¡Un primor de ocurrrencia! En frente de las ventanas ha" dos marcos dorados, redondos, hermosísimos: el uno tiene el retrato del príncipe de Gales y el otro el del príncipe imperial. i Por to­das partes los más tiernos emblemas de la paz doméstica! Los retratos están suspendi­dos de cordones de seda que vienen desde el techo, y tienen que bajar, por supuesto, Cuatro varas para llegar al marco. Las ven-

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tanas y puertas están abiertas a la moda actual: si los aposentos tienen de largo seis varas, los techos tienen de alto treinta y seis. Parece que la fórmula arquitectónica que nos dejó Reed para saber la altura fue ésta: multiplicar el largo por sí mismo.

En una de las mesas hay un álbum ... pero no el álbum rococó, de versos y más versos, moda sumamente pasada, sino el ál­bum actual: retratos y más retratos; pero, jqué retratos! Abrámoslo. iJ esús, qué pareci­do! ¿Quién? ¡Alejandro Dumas! Siguen Eu­genio Pelletán, el cardenal Caraffa, el gene­ral Rebús, Víctor Hugo, Ravaillac, Russi, Napoleón 111. la Patti, la Grisi, un grupo del mercado de las verduleras de París, otro ídem de la Chambre des Députés, el retrato de Juan Manuel con bata y gorro, el ciga­rro en la mano y un pie con pantuflo, al­zado sobre una silla. El retrato de Matilde, de cuerpo entero, de medio lado, con gran crinolina de gran cola. Parece que lo que quiso retratar fue la cola. Excusado es de­cir que todas las amigas de Matilde le ha­bían mandado los retratos de sus hijitos, pe­queñitos sujetos retratados entre un sillón, con sus caritas redondas, que no se sabe si son del género masculino o femenino.

¿Por qué en vez del retrato de Bolívar, de 1 Tariño, de Zea, de Caldas, del presiden­te de la Confederación, de GuarÍn, de Pá­rraga, de Osorio, del arzobispo, del general París, de los miembros de la familia del due-

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ño del álbum y de sus amigos Íntimos, se tienen los de las notabilidades europeas, y aun de los que no son notabilidades?

Pasemos a la alcoba. Una cama de sepul­cro, con cortinas de pabellón, campa en la mitad de la angosta alcoba; mesa de noche y tocador, todo barnizado; ropero lleno de crinolinas forman el resto del mobiliario de aquella pieza en que la endemia está escon­dida tras de los infinitos perfumes del to­cador.

En la recámara hay un fácsÍmile de cuar­to de costura,

El cuarto contiene unas tazas de hermo­sas flores, porque las flores son hermosas hasta cuando son de moda.

Mas ni el alegre y frondoso novio, Ni el doncen6n, Ni los pinrados grandes claveles. Ni la purpúrea rosa temprana De Jericó

alegran la vista. Hay tazas de cinerarias, lámparas colgantes llenas de frágiles zulias, una rosa mosqueta, otra de Bengala, otra de princesa Elena. En el comedor canta un canano devorando con la vista el pequeño patio adonde da la ventana; y queda con­cIuída la descripción del primer patio.

En el segundo hay una despensita con es­tantes magníficos para guardar entre cajo­nes de pino con tiraderas de cristal algunos terrones de azúcar, unas papas vergonzan-

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tes, pan franGés, botellas de ino y abun­dante vaj illa de blanca porcelana. En el cuar­to de criadas, empapelado como el resto de la casa, hay cama de cornisa para la mer­cenaria sirvienta que entró ayer y se irá ma­ñana. Tras del cuarto de criados hay una cocina empapelada, un fogón de reverbero y maquinita para moler el café.

y se acabó la casa. Hemos concluído ya la descripción de las

tres casas. Ellas representan bien a Santafé, a Santafé de Bogotá y a Bogotá: si el lec­tor pone alguna atención en los detalles, en­tenderá claramente el lenguaje que hablan, y con tanta precisión, que, no se equivocará en una palabra.

(De El MosaiC{) , números 47 y 14, de 7 de enero y de 29 de abril de 1865) .

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UN PAR DE VIEJOS

El sol esconde ya sus últimos rayos ... de­jémonos de sol y de crepúsculos. Yo no sé por qué los escritores andan siempre (y yo entre ellos) a caza de frases prestadas para decir lo que estaría mejor dicho dejando ha­hlar al corazón y apelando a los recuerdos propios que, en todo caso, tienen por lo me­nos )a ventaja de ser originales.

A las cinco de la tarde de un día de di­ciembre de 1848 un grupo de chinos y de albañiles de menor cuantía, cerraba el pa­so en la esquina de )a Tercera, a tiempo que las alegres aunque roncas campanas de la Veracruz fatigaban los ecos, llamando a los fieles al acostumbrado rosario complicado esa tarde con no sé qué fiesta.

Lo que había reunido a los pilluelos no era, por cierto, la devota intención de entrar a encomendarse a la Virgen, sino la malé­vola idea de estudiar los ademanes de dos viejos que venían del lado de las 1 Tieves, ca­mino de la Veracruz, adonde por último se entraron. Los dos ancianos tenían, preciso es confesarlo, mucho y muchísimo que lla­mara la atención. El ombrero de paja ama-

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rillenta de la anciana era evidentemente com­pañero del de castor de su esposo, que éste compró sin duda en Lima en 1798. La capa de color de pasa del viejo hacía juego con la tela y el corte de los vestidos de su com­pañera que caminaba a un lado, tosiendo ambos a duo, y atravesando palabras de una conversación doméstica. La criada con un farol apagado, un paraguas enorme, que iba cerrado, y una alfombra quiteña tan ancia­na como los viejos, parecía una acémila car­gada con los despojos de un saqueo. Mien­tras los dos ancianos venían caminando muy trabajosa, pero apaciblemente, los chinos, re­partidos en alas, observaban y hacían co­mentarios en voz baja.

Llegados al templo de la Veracruz, pene­traron hasta cerca del presbiterio. El ancia­no se quedó en la primera silla de los es­caños que hay en el cuerpo de la iglesia y la anciana tomó cuarteles dos pasos más ade­lante. La criada puso en el suelo el pa­raguas y el farol y desplegó la alfombra, vieja pero bien conservada, sobre el húmedo suelo. La alfombra en que se arrodilló la an­ciana tenía florones colorados y amarillos, y en derredor un marco lleno con letras ma-

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* V'1V9I90lI~9 * Por 10 que hace al anciano caballero, pu­

so en la silla su sombrero de castor - sacó de su chaquetón de paño azul un grandísi­mo pañuelo de hilo a grandes cuadros, 4ue dobló en cuatro y colocó sobre el ladrillo en que iba a arrodillarse. Hechas todas estas operaciones, sacaron sus camándulas de grue­sas pepas negras y lustrosas ensartadas en trenzas de seda roja y con cruces de aza, bache incrustadas de nácar, que contenían en el centro una partícula del lígnum crucis, y acompañaron el rosario que rezaba en vo::: alta el Capellán. Cuando terminó la función ya era muy entrada la noche, y por lo 'an­to no pudieron volver a ver a los viejo los chinos que habían esperado largo rato, y ue al fin de fastidio se retiraron.

Caminando tres cuadras después de la T er­cera, por el camellón de las lieves, y vol-

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teando a la izquierda, se encontraba una ca­sa baja de anticuado gusto y viejÍsima cons­trucción, con tres ventanas a la calle y al lado de ellas un zaguán empedrado, húme­do y oscuro. Al entrar al corredor se divi­saba por primer objeto un enorme cuadro al óleo que representaba a San Cristóbal; a la derecha se encontraba la sala con todos sus adornos especiales, que bien merecen una descripción detallada. No había cielo raso ni tampoco artesonado. El enchuscado em­pañetado y blanqueado hacía sus veces; y las vigas descubiertas estaban recargadas de festones de flores pintadas. Las paredes, sin colgadura, tenían también su pintura que consistía en jarrones de flores, cenefas y mar­cos, todo pintado con brocha gorda. Un an­cho canapé forrado en tripe, seis silletas an­tiguas y dos mesas de pata de águila con urnas de nacimientos eran todo el mobilia­rio. La estera de anchas empleas revelaba aunque no estaba rota, una vejez envidiable.

En la testera, una puerta abierta dejaba ver la alcoba nupcial, con su cama de pabe­llón de macana, cuyo pabellón, obra maes­tra del Socorro, había reslstido incólume el peso del polvo y de los años sin que uno solo de sus pliegues se hubiese roto ni ro­zado.

Apenas llegaron los dos ancianos a su ca­sa, después de un breve reposo en el cana­pé para refrescarse de la agitación del paseo,

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se levantaron para colgar cuidadosamente en una percha de la alcoba la capa de color de pasa del viejo, con los sombreros, la manti­lla y la saya de doña J osepha Bermúdez y Brito, que tal era su nombre si damos cré­dito a la habladora alfombra que así lo decía.

La criada, mientras tanto, había ido a re­vivir la soñolienta candela de la cocina, la que soplada no sólo por los fuelles mugro­sos sino por los robustos pulmones de la in­dia Claudia, alzó al momento sus llamas co­loradas que hicieron sonar pronto la olleta en que hervía el agua destinada para hacer el chocolate. Una gran sartén recibía ma­sas, carne y tamales pequeños que iban a constituír indudablemente la cena de los dos viejos. Claudia vino dentro de media hora a la sala. y arrimando un velador al cana­pé en que estaban conversando los dos an­cianos, tendió una servilleta, colocó sobre ella la bandeja que contenía el frito, y lué­go dos tazas llenas de caliente chocolate cu­ya espuma hacía visos azules y rojos a la luz de las velas. Los dos ancianos al ver lis­ta la cena se movieron en sus asientos y se miraron cariñosamente.

-¿Cenamos ya, Josefa? -COmo usted guste, don Raimundo. con-

testó la anciana, acariciando con su mirada profundamente cariñosa la faz llena de arru­gas del anciano.

Don Raimundo recibió aquella mirada y sus arrugas se despejaron al devolvérsela más

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llena de afecto, si cabe ; y ofreciéndole con la mayor galantería la mano, vinieron a sen­tarse juntos en tomo del velador donde los aguardaba la cena o refresco.

Aj iaco, fri to, chocolate: todo el prosaico tren de la cena santafereña, adornada con retoritas tiernas y doradas y terminada por un plato entre cuyo almíbar grueso y cán­dido se transparentaban las purpúreas fre­sas, y a la postre un jarro de plata lleno de agua almacigada; tal fue el refrigerio de aquellos dos bienaventurados viejos.

Nada más perfumado, ni más puro ni más risueño que la conversación que entablaron. Las palabras eran perfectamente corteses, la familiaridad llena de respeto y los modales llenos de atención. T ras una breve lucha so­bre quién serviría primero, cedió la anciana, pero eludiendo diestramente la preferencia que tenía que aceptar, con pasar de su pla­to los mejores Ncados al de su galante com­pañero, y hasta que éste hubo acabado de servir ambos platos.

- Hoy hace cuarenta años que a estas mis­mas horas estábamos en nuestra mesa de bodas, dijo tras breve silencio don Rai­mundo.

- ¡Cómo se pasa el tiempo! ¡Me parece que fue ayer!

- ¿ ivle hace usted el favor de tomar a mi nombre esta presa?

-Con mucho gusto ; pero usted jamás co­me por cuidarme.

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-La cuido menos de lo que debiera y de lo que usted se merece. Desde esta maña­na estoy cavilando y no doy con el nom­bre de aquel a quien se le cayeron los dul­ces que llevaba entre un pañuelo, la noche de nuestro casamiento ... ¿se acuerda usted?

- --Era ... permítame usted... era Isidro González.

-Cabal. No he vuelto a verle desde en­tonces. ¡Qué muchacho aquél!

-Sí, le vimos. . .. en aquellos días. . .. de la capilla ....

-Basta, basta, Josefa. ! o me acordaba ya de las personas que entonces nos ayuda­ron. ¡Pobre gente! ¿y todo para qué?

-¡Fusilar un muchacho de veintidós años! Jamás me ha salido de entre la cabeza se­mejante cosa. ni acierto a comprenderlo.

- ¡Pobre Carlos! Preciso era que Santan­der tuviese muy mal corazón. ¡Qué día aquél!

-Hoy no estaríamos tan solos, mientras que sin Carlos no habrá quien entierre al último que se muera de nosotros dos.

-¿Para qué piensa usted en eso? Será lo que Dios quiera y nada más.

El recuerdo de Carlos siempre que se atra­vesaba en la conversación la cortaba al fin para dar lugar a un doloroso silencio. Pero hasta el recuerdo de Carlos, por muy triste que fuera, se había gastado ya a fuerza de hablar de él tres veces en cada día, siem­pre a medias palabras, siempre invitándose

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mutuamente a no hablar de cosas tristes, y siempre volviendo a las andadas.

A pesar de que pudiéramos referir de co­rrido, corno muchacho que dice su lección, los acontecimientos que pasaron en una no­che y en los días siguientes a los dos vie­jos, henos aquí que hemos tardado dos se­manas en decir a qué hora se acabó la cena y qué término tuvo la conversación enta­blada. Si los lectores tienen la bondad de refrescar sus ideas y ponerse en el punto donde quedarnos, seguiremos narrando aquel sencillo drama que, según dijo no sé quién, huele a pan y a rosario.

Es fuerza ya decir quién era Carlos cuyo nombre ha sonado en la conversación de los dos ancianos corno un recuerdo de tristeza y una lástima incesante. Cuando don Rai­mundo pretendió allá por los años de 1802 a la graciosa doncella de quien salió más tarde doña J esefa Bermúdez y Brito, ésta vivía al lado de su familia, separada única­mente de una hermana a quien amaba mu­cho, y que habiéndose casado con don Juan José Rincón, noble hijo de Tunja, había se­guido a su esposo, aunque con alguna pena, a la ruinosa capital de los antiguos zaques. Breve fue la ausencia porque breve fue su felicidad y su vida. Al año cabal murió pa­sando a mejor lugar (no hay duda que es mejor la Gloria que Tunja), dejando un niño de un mes de nacido. i 1ientras tanto, los amores de don Raimundo seguían, e iba a

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hacerse un matrimonio cuando sobrevinie­ron algunos sucesos que 10 impidieron, y no logró verificarlo sino en diciembre de 1808. Don Raimundo era pobre si doña) osefa no era acaudalada, y por lo tanto el novio no podía hacer ningún regalo de valor a su des­posada, porque es fama, que en 1808 no se fiaban los muebles ni los perendengues. El refrán de la bota chirriando y el bolsillo sil­bando, no se inventó hasta 1820, época en que trajeron por primera vez a Bogotá las botas chirriadoras. Esto lo hemos descubier­to revolviendo archivos, movidos solamente del deseo de ayudar a las ciencias, fijando la fecha importantísima de la importación de las botas con música de que tanto han abusado los cachifos después. Como íbamos diciendo, imposibilitado don Raimundo para obsequiar espléndidamente a su bella y ver­gonzosa novia, dio en cavilar tanto, que al fin encontró el regalo; y una mañana mon­tó a caballo, y la del alba sería cuando él ya estaba a dos leguas de Bogotá, camino del norte.

Quince días después estaba de vuel ta, y entraba en el patio de la casa de doña Jo­sefa' trayendo sobre una almohada en la cabeza, forrada en plata, de la silla, a un infante, gordo de carrillos, travieso de ojos, llamado Carlos Rincón, menor de cinco años y con generales. Era el hijo de la hermana que tanto había llorado Josefa. Fácil es adi­vinar cómo logró don Raimundo inclinar al

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padre. de Carlos a que le diera el niño, si se atiende a que lo traía a la capital, don­de todos los provincianos de medianas pro­porciones se educaban, r que 10 conducía al lado de su familia, bajo su propia responsa­bilidad. Tal fue el regalo de bodas de don Raimundo, regalo que doña Josefa recibió llorando de alegría y dolor, porque si gusto le daba ver a aquel suave retoño de su her­mana, también la hacía llorar el parecido de las facciones del niño con las de la ma­dre. que le recordaba más vivamente que aquélla ya no existía.

Ocho días después se verificó el casamien­to, pasándose a vivir los novios a la misma casa en que los encontramos la noche en que empieza esta relación, en diciembre de 1848.

A fa'ta de hijos, que no los hubo don Rai­mundo, fue reputado tal el niño que había traído de Tunja: Carlos fue mimado y con­sentido por los dos esposos, rivalizando és­tos en amor por el huérfano. Ya mancebo, era por su educación esmerada y generosos sentimientos el encanto de sus padres adop­tivos a quienes pagaba con usura de cari­ño lo que les debía Pero toda felicidad tie­ne un término repentino e imprevisto; y la de los dos esposos la tuvo; supieron una noche a deshoras que Carlos acabab<1 de ser preso, acusado de haber entrado en una re­volu ión.

En vano don Raimundo y doña Josefa revolvieron este mundo y el otro por sal-

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varlo. Tras un rápido sumario fue senten­ciado a muerte con otros compañeros y ajusticiado en la plaza mayor de Bogotá.

Desde esa época hubo siempre una lágri­ma en los ojos de doña Josefa, un recuer­do doloroso en la memoria de don Raimun­do y una sombra en la sala de la casa so­bre el asiento vacío que ocupó Carlos du­rante tantos años. Todos los días hablaban de él, y todos los días concluían por supli­carse mutuamente que olvidaran recuerdos tristes, corno lo hemos visto que sucedió en la conversación que tenían la noche en que empieza esta historia. Volvamos ya a los an­cianos que hemos dejado apurando sus jíca­ras de aromático chocolate.

Doña Josefa vestía un camisón de zaraza, de talle alto, y tenía la cabeza amarrada con un pañuelo de color. Su cara llena de arrugas interesaba a su favor: sus ojos ne­gros tenían mirar apacible y bondadoso, y en su color blanco y despercudido y en la re­gularidad de todas sus facciones, se descu­bría que en su juventud habría sido muy hermosa.

Don Raimundo era de color moreno, na­riz larga y expresión seria pero bondadosa: y la limpieza de su vestido y el esmero con que estaba afeitado anunciaban su educación distinguida. El chaleco blanco de solapa, la camisa y la corbata de hilo eran de resplan­deciente blancura: el chaquetón de pana y los pantalones de paño no tenían ni una

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motita ni una mancha. La edad había blan­queado y disminuído sus cabellos; pero los pocos que le quedaban estaban perfectamen­te arreglados.

Concluída la cena, conversaron otra hora todavía, y luego, sacando don Raimundo al­gunos libros, leyó la vida del santo con sus oraciones y reflexiones, y un trozo de otra lectura espiritual; en seguida, volviendo a calarse sus antiparras engastadas en carey, leyó una media hora más en un tomo de Feijóo, interrumpiendo a cada paso la lec­tura con observaciones cada uno de los dos ancianos. La regularidad con que había abierto los volúmenes indicaba que tal era la costumbre diaria, y la atención de doña Josefa daba a entender lo grato que le era la lectura espiritual del padre Croisset y la de pasatiempo de Feijóo.

Cuando concluyeron la lectura eran ya las diez de la noche. La india Claudia, sentada en un rincón de la sala, estaba inmóvil so pretexto de que atendía, pero en realidad lo que hacía era dormir como un lirón.

Al sonar las diez se levantaron los dos viejos, llamaron a la criada para que fuera a dormir sobre su junco, y ellos se retira­ron a su alcoba.

Media hora después estaba a oscuras y en silencio la casa.

Las campanas de San Francisco tocaban a misa de cinco; y su tañido alegre y agu­do se hacía oír más distintamente al través

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de la niebla que vagaba majestuosamente sobre los tejados de la ciudad. Doña Jose­fa, que tenía la costumbre de despertarse a esa hora, oyó el primer repique y se incor­poró en el acto para levantarse con ánimo de asistir a su misa favorita. Dos o tres ve­ces llamó a su compañero; pero dormía pro­fundamente, y parte por el respeto que siem­pre le había profesado, como por su cariño­sa solicitud, no se atrevió a insistir en des­pertarle, y dejándole cubierto hasta la bar­ba, se levantó sin hacer ruido, vistió su sa­ya y salió para la iglesia.

T res cuartos de hora pasaron, poco más o menos, cuando después de haber oído la misa de cinco, regresaba la anciana, alegre y tranquila, y llena de infantiles esperanzas.

El día anterior lo habían celebrado como una fiesta, por ser el cuadragésimo aniver­sario de su casamiento, fiesta que guarda­ban religiosamente todos los años, no traba­jando. pasando el día en dulces conver­saciones y yendo vestidos de sus modestas y mejores galas a los ejercicios piadosos de San Francisco y la Veracruz, que eran las iglesias que frecuentaban.

El día siguiente a aquel de tan dulces y apacibles recuerdos, tenía también algo de fiesta pero de menos recreo. ¡Qué risueña perspectiva la de doña Josefa! Veía, en pri­mer lugar, el almuerzo cercano, la conver­sación con su amigo, el descanso tras el al­muerzo; por la tarde, la asistencia a la igle-

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sia para rezar sus devociones. un paseo a San Diego después; luégo, la noche con su calma; y por último, el momento de la muer­te lejano, muy lejano todavía, aunque eran ya muy viejos los dos esposos, porque el hombre aun más allá de la edad de ochen­ta y de cien años, todavía espera vivir.

Ocupada en pensamientos de color de la aurora, más rosados aún por el reciente y piadoso ejercicio de la misa, iba caminando la buena señora. Cuando llegó a la casa oyó el ruido que hacía en la cocina la in­dia Claudia empezando sus tareas diarias, moviendo las cacerolas, lavando la loza y previniendo todo. Penetró en la sala, cerra­da todavía a la luz azulosa de la mañana; se quitó sin hacer ruido la saya y la man­tilla, y luégo se acercó a la cama, un tan­to sorprendida por el sueño de su esposo. Puso el oído atentamente para oír la respi­ración del anciano; acercóse más, y púsole la mano en la cara, alarmada por su silen­cio. Hallólo frío e inmóvil; arrojóse desespe­rada a la ventana, y la abrió por entero. ¡Qué espectáculo!

Yacía don Raimundo dulcemente cobija­do hasta la barba y en la misma postura de un hombre dormido. Sus ojos que se ha­bían cerrado para el grato sueño, cerrados habían quedado por el sueño de la muerte. Su cuerpo no estaba recto, pero la rigidez de los miembros se adivinaba por encima de las cobijas que lo dibujaban. Su boca en-

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treabierta para dejar escapar su último alien­to, se había quedado así; y una de sus ma­nos, inerte, fría y blanca como el mármol. estaba debajo de su cabeza pesada como un plomo.

Doña Josefa no se engañó creyendo que era un accidente. pues los síntomas de muer­te no dejaban duda. Detúvose un instante pálida y asombrada. cuando el torrente de luz que entró por la ventana le mostró la faz amadísima de su esposo. Pulsóle el pe­cho y las sienes. levantóle los cabellos que caían sobre su frente: en seguida se arrodi­lló a su lado. le tomó la mano que estre­chaba entre las suyas y rompió en llanto, pero sin gritos y sin desesperación.

Así permaneció al lado de su difunto ami­go más de una hora. Cuando entró Clau­dia la envió a que llamara al padre Cruz, el confesor y amigo de ambos. excelente reli­gioso franciscano. A éste le recomendó el entierro. que él hizo con gran pompa en la igle<;ia de su orden. Con gran pompa hemos dicho, porque doña Josefa dejaba su casa y algún dinerillo al convento, y éste había en­trado inmediatamente en posesión de los bie­nes. porque por la tarde cuando fue la co­munidad por el cadáver. hallaron a doña Jo­sefa arrodillada y muerta sobre la mano de su marido, que estaba vestido de gala en su cama de respeto. ....

• Tal como refiero esta muerte, sucedió en Boi1;oté, en 1843.

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No dejaron ningún pariente, y con ellos se extinguieron sus apellidos en Nueva Gra­nada.

(De El Mosaico, números 18, 21 Y 25 , de 9 y 30 de mayo y 27 de junio de 1860) .

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LA CASA CURAL

Voy a tratar de describir esta casa y al padre Torrente puesto que cerca de ella viví tantos años.

La plaza de la Sierra no estaba entonces cubierta de edificios, pobres, pero nuevos, COmo hoy. Donde hoy queda la casa de te­ja de la escuela y el cabildo, no había sino el coso.

En los otros dos costados había casas de paja, pequeñas y separadas entre sí por una cerca de madera: hoy están cubiertos de ca­sas grandes de tej a y de pa i a.

La iglesia queda en la esquina de la pla­za, a mi derecha: la esquina está formada por la torre, y ésta se comunica con el coro. Después sigue la casa cural, alta, de teja, cu­ya fachada muy bella adorna la plaza. El primer balcón después de la iglesia es la al­coba del padre Torrente; el segundo, el de s~ cuarto de despacho. Sigue el largo bal­Con que tiene tres ventanas: dos de ellas pertenecen a la sala, y la tercera a la ante­sala. Después quedan otros dos balcones pe­queños, iguales a los de los aposentos del cura' estos dos pertenecen al cuarto y a la

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alcoba que yo ocupaba cuando iba a que­darme en el pueblo. El gran portón queda en la mitad de la fachada debajo del bal­cón grande, y a un Jada y otro tiene las ventanas de fierro de las piezas bajas, que sirven de hospedería.

Saliendo de la sala al interior, hay un gran corredor donde queda un cuarto que comunica con el del cura, y al otro extre­mo está la gran escalera de piedra. El tramo del frente está compuesto en su totalidad de la sacristía y sus dependencias: el de la iz­quierda, de la iglesia; y el de la derecha es un edificio bajo de paja donde quedan co­cina, despensas, comedor y otras piezas de servicio. A la espalda de la casa estaba el camposanto, que hoyes un jardín, y detrás de la casa de paja hay dos grandes corra­les: el primero está sembrado de hortalizas y el segundo contiene el caballo del cura, las gallinas y piscos y algunos cerdos. Los palo­mos habitan por la mañana en el caballete de la iglesia, a medio día en los campos, y por la noche en un palomar de adobes que hay en el corral. Un nogal centenario de des­medida altura y rara belleza se levanta en la mitad del patio, y su follaje se iguala con el tejado de la iglesia. El patio está empe­drado con piedras pe ueñas pero planas y cuadradas, que traen de una cantera vecina.

Tal es la casa: veamos los muebles. La casa es la materia, el hombre el espíritu; pero los muebles participan de ambas natU-

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ralezas; tanto así los anima el hombre con su presencia. El viejo deja su busto, algo más, deja su sombra en el sillón donde pasó sus últimos años. Cuando queda vacío, todavía ve uno a su dueño siempre que ve el sillón.

En el corredor bajo hay dos cabezas de ciervo amarradas a ' as columnas de piedra de los arcos, y en sus astas se cuelgan los aperos de montar. En el descanso de la es­calera se ve un cuadro al óleo que repre­senta en medio cuerpo un indio de catorce a diez y seis años, vestido con camisa de lienzo y poncho listado. Dos cosas particu­lares tiene ese retrato: los ojos y el letrero que tiene al pie. El letrero dice: indiecito que, como puro armiño, se dejó matar por no ofender la castidad. J 690. Y los ojos .... di­cen lo mismo que el letrero. Son negros y rasgados; pero no son ardientes como todos los ojos negros, sino dulces y pudorosos co­mo los ojos azules. Son oios de mujer, que miran dulce y tímidamente.

Una gran mampara de pana floreada cu­bre la puerta que está en la mitad del co­rredor. Abierta ésta, se encuentra úno en la gran sala con dos ventanas al balcón y ador­nada con un mueblaje particular, severo y lujoso, pero anticuado. A un lado y otro de la puerta hay dos canapés de brazos y es­paldar tallados, pintados de blanco mate, con filos dorados y florecitas azules: los a::.ien­tos están forrados en tripe amarillo que bri­lla todavía, a pesar de sus cien años. No

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han sufrido otro menoscabo que los huecos que han formado las personas que se han sentado en ellos. Las encorvadas patas ter­minan en cinco uñas de león que agarran una bola pintada de rojo. En la cabecera de cada canapé hay un sillón enorme forrado también en tripe, yen los demás huecos hay sillas de brazos, en cuyos espaldares se veía el escudo de armas de Castilla. Entre las dos ventanas hay una gran mesa de nogal, y en un rincón golpea entre su caja pinta­da de blanco un gran reloj de cuco, de in­cansable andar, a pesar de que hace un si­glo que está dando las horas veinticuatro

eces por día. En las paredes cuelgan cinco grandes cuadros al óleo. El que queda entre las dos ventanas es una Virgen de la Silla, pintura de \ 'ásquez, tela valiosísima por su mérito y su veje:.

A los dos lados de la puerta de la alcoba se ven en sus grandes marcos dorados los re­tratos de Carlos 111 y María Amalia, y al frente los de las infantas ~;JarÍa Luisa y Ma­ría Josefa: estas cuatro pinturas, obras de Mens, regaladas por el rey al pueblo de la Sierra, son de gran valor. Sobre los canapés hay colgados dos cornucopios de cristal de Venecia.

El artesonado de obra de talla sobre no­gal es admirable. Son de talla igualmente los marcos de todas las puertas. El suelo está cubierto con estera cuyas empleas de una cuarta de ancho, revelan su antigüedad, por-

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que ahora no se fabrica sino estera angosta. Las paredes tienen colgadura de angaripola floreada.

El cuarto del cura tiene escritorios de ca­rey y un gran estante en que está una se­lecta biblioteca religiosa y el archivo de la parroquia. Según el libro más antiguo que se conserva en aquel primoroso archivo, la Sierra fue fundada en 1630 por el presiden­te don Juan de Borj a poniendo esta misión a cargo de los religiosos franciscanos. El pri­mer cura fue fray Damián de la Cruz, que edificó la iglesia; el segundo, fray Pedro de Ugarte, que edificó la casa cural; el penúl­timo, el padre Torrente, que edificó la es­cuela. Los libros de defunciones tienen una especialidad: cada libro está cerrado por la partida de muerte del que escribió las ante­riores.

La alcoba del cura comunicaba por una puertecita con el coro.

La iglesia es bella y algo oscura, cosa que no me disgusta; a la iglesia no se va sino a hUÍr de la luz terrena, y la luz divina, ¡ay! no alumbra al que vive sino al que muere, ¡Es tan grato orar, llorar, protegido por las Sombras de un arco!

El magnífico altar mayor, de pulido es­tuco con capiteles de ardiente dorado, es obra de Talledo, y encierra la preciosa ima­gen de 1 uestra Señora de la Sierra, ador­nada con una corona de zafiros y diaman­tes que le envió la piadosa duquesa de Alba,

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y un broche de oro con una magnífica es­meralda que le dedicó el conde de la real defensa en agradecimiento por haber podido defender la plaza de Cartagena contra 30.000 ingleses. El oro del broche perteneció a la me­dalla que Vernón había hecho grabar, cele­brando con seis meses de anticipación la vic­toria que pensaba obtener y no obtuvo.

En la sacristía se encuentran los retratos de los curas desde fray Damián de la Cruz hasta fray Antonio Cuevas, antecesor del padre Torrente. De éste no queda otro re­trato que el que existe en mi corazón.

Era el padre Torrente, cuando yo le cono­cí, un anciano de sesenta años, si había de calcularse la edad por su rostro cruzado de arrugas y por sus cabellos plateados que aso­maban bajo la oscura capucha; pero si se le juzgaba por sus ojos vivos y cariñosos, por la sonrisa habitual y por sus palabras, no era sino un niño inocente. Morillo lo ha­bía removido violentamente de su convento en la provincia del Cauca al de Bogotá a donde lo mandó desterrado por patriota. Esta época de su vida, borrascosa por las agitaciones políticas por los viajes que le obligaron a hacer, había hecho de su me­moria un arsenal de leyendas, que solía con­tar por la noche cuando se lo rogábamos. Jamás nombraba una persona, ya fuese uno de los españoles perseguidores o uno de los patriotas perseguidos, sin agregar a su nom-

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bre estas palabras: i que en paz descanse! o bien estas otras: i que de Dios goce!

Siempre que iba a casa o que íbamos a visitarlo, notábamos con esos nuestros ojos de lince propios de la niñez, que el bolsillo de su manga estaba muy abultado, tanto que no le deiaba alzar el brazo. Nos veÍa­mos son riéndonos y nos llamábamos la aten­ción con guiñadas sobre aquel opulento bol­sillo, cuyo contenido sospechábamos: eran dátiles y maní, de que siempre tenía consi­derable repuesto para los niños, a quienes amaba de preferencia. Al entrar o salir, su primera y su última palabra era siempre: Laus Deo. Por este motivo nosotros lo lla­mábamos el padre Laus Deo.

(De El Hogar, número 18, de 23 de mayo de 1868.)

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EL CORREISTA

Tipo interesante yazás olvidado de nues­tra galería de tipos es el correísta, a pesar de 10 bien caracterizado que está y del gran papel que representa en nuestra existencia. j Qué! ¿os sonreís ya, lector adorado') ¿ y j uz­gáis sin más ni más aventurada nuestra aser­ción, cuando aseguramos que el correísta re­presenta un gran papel? Es porque no ha­béis vivido en provincia, ni os habréis apar­tado de alguna persona que haga parte de vuestro corazón.

Entre los muchos conductores de balija que entran diariamente al trote largo de­trás de una mula cargada, por las calles de Bogotá, el mejor, sin duda, es el que trae la balija del sur; del sur, ese nido de tempes­tades políticas cuyos relámpagos se \ en des­de Bogotá. Y el correísta que conduce aque­lla balija es neivano.

i Vedlo! su ruana larga y angosta, su cal­zoncillo flotante de lienzo, la camisa de cán­dido lienzo gordo como el calzoncillo, y su sombrero de paja tren::ada, anuncian al ca­lentano. Pero si os fijáIS en los rasgos de su fisonomía formalota y vais repasando su

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cuello largo de prominente manzana, sus pies largos y huesosos, sus piernas siempre do­bladas como de quien empieza a andar, sus brazos delgados y de pronunciados múscu­los; y si oís el dejo de su voz, precipitada al principio de la frase y languideciendo al fin de ella, notaréis que viene del Vaye, que es hijo glorioso de Yanogrande. Ese es el neivano; preguntad le por los Ortiz y los Du­rán, por los Buendía y los Perdomo; puede ser que sea hijo de Carnicerías o vecino de Paicol, y entonces muy bien podréis infor­maros de los Cabrera y de los Borrero. El los conoce a todos; y en sus respuestas os dirá en qué punto del valle estaba, al tiem­po de venirse, cada uno de los quinientos individuos por quienes os informéis. Pero seguid observándolo, y si le veis una lanza engastada en un palo de guayacán, sin caja, y lo veis seguido de un compañero de ca­misa azul igualmente armado, al trote lar­go, en pos de una o dos mulas. ya estáis seguro de quién es; es.... aquel que tan ansiosamente se espera cuando hay revolu­ción: el correo.

Son las diez de la mañana; el correísta está ya entrando en la casa de correos, y dentro de un instante descarga su valija de vaqueta. Del lunes al miércoles tiene tiem­po y le sobra para despachar los encargos de sus conocidos, y sobre los cuales gana su pequeñísimo pre. Los encargos son sencillos Como sus costumbres' entregar un pliego en

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la curia para llevar unas dispensas matri­moniales; comprar una libra de maná para el cura de Anapoima, una onza de piedra alumbre para el compadre Donisio. un pa­ñolón colorado para doña Gertrudis la de La Ceiba, nolí para éste, un cuadernillo de papel para aquel otro, dos libras de pólvo­ra para el de más allá, dos onzas de acero para el herrerü de T ocaima; tales son sus comisiones que son despachadas en un solo día.

Agrégase a esto la entrega de encargo: una rueda de tabacos para fulano, una guas­ca neivana para don Fabricio, una pastori­la de Sua::a para Casilda, y masatos de la Villa para menganejo. Concluído esto, se apresta para volver a recibir la balija que se cierra a las doce del miércoles Recibidas las cartas comienza a insacular pequeñas y fuertes cantidades de dinero; algunas veces lleva dos milo más fuertes; un capital como éste, con sólo un mal pensamiento en el hon­rado neivano, es como figurarse peras en un sauce. Y sin embargo aquel hombre que lle­va dos mil fuertes no gana por su trabajo en diez y ocho días sino doce pesos.

A las dos y media de la tarde ya está firmada la planilla y cerrada la balija, y em­pie::a a cargar; a las tres pasa por el Pa­réntesis. Sigue su camino con la lanza ten­dida sobre los dos hombros \' sobre el cue­llo, y los dos brazos suspendidos del asta; desde Bogotá empieza esa marcha acompaña-

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da del rudo golpe de sus quimbas incansable, obstinada, sin igual marcha que, prolonga­da por ocho días, rinde a una mula, el ani­mal más fuerte y más constante.

A las once de la noche llega a La tviesa, y al día siguiente a las ocho sigue otra vez después de tomar la correspondencia de aquel pueblo que en su tiempo fue capital de pro-vmcia.

Atroz es la vida del correÍsta durante el largo camino al través de el imas ardientes; sus horas están contadas, y el más ligero descanso entre día viniera a formarle un re­tardo de dos horas al fin de su destino, ho­ra que se tomaría severamente en cuenta y le acarrearía una rebaja en su exiguo suel­do. Almuerza y come de pie y dando vuel­tas en derredor de su mula cargada que nunca abandona. Lna jícara de chocolate y un pedazo de carne asada son regularmen­te sus comidas entre día. Desde que llega al principio de la bajada que va a terminar en la casa donde acostumbra desayunarse o comer, comienza a llamar gritando a la ca­sera, antigua conocida: -j Eh, señora Chepa! j que me asen un

pedazo de carne ... ! ¡aquí van sus encargos ... ! i apure, que el administrador es el que come sentado y duerme la siesta! i El cacao, no se olvide, señora Chepa, que voy de prisa!

y dando estas voces va bajando, y cuan­do llega, la señora Chepa que estaba con el oído alerta y oyó sus voces a tiempo, ya le

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tiene sobre el mostrador lo que ha pedido. Grande economizador de tiempo, no toma agua en la venta, sino que sale mascando su panela serrera, para ir a beber en el río o en la quebrada más inmediata donde pien­sa abrevar su mula.

A las once de la noche, entre las espesas sombras de una noche negra por un cami­no solitario y pedregoso que sube y baja en recodos tortuosos, todavía se oye el andar apresurado y sonoro de la mula arreada sin cesar y de las suelas de cuero de los dos conductores que caminan a paso largo. Al­gunas veces desde el tambo solitario donde yo había colgado mi hamaca, me ha desper­tado el dento de la tempestad de Neiva que pa'3a barriendo el suelo y arrancando los árboles; las sombras se condensan más, se establece un profundo silencio en toda la naturaleza asustada, y las mulas del viaje­ro corren a refugiarse en derredor del tam­bo bajo el ancho alar. El silencio termina al fin por una formidable expresión; un true­no larguísimo que suena al mismo tiempo entre el suelo y en los aires recorre el mon­te y hace oscilar los estantillos del tambo. En pos del trueno que viene sobre cien mil vientos llegan mil huracanes de relevo; el rayo traza sus caminos luminosos en derre­do'r y encima del viajero, y al fin desgarran­do árboles incendia algún chiminango \'iejo, que sigue ardiendo, a pesar del agua, en me­dio del bosque. El aguacero cae a torrentes,

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y el aire ya no es caliente sino candente. El ruido del aguacero sobre la palmicha del tam­bo viene a hacer sonar la última nota de horror en aquella gigantesca ópera ....

De repente se oye cerca del tambo el soni­do de una campanilla, en medio de aquella soledad primitiva; el caminante que está despierto y sobrecogido en su hamaca alza la cabeza al oír la campanilla y ve venir hacia él rápidamente una linterna encendi­da, cuya luz, menguada en comparación de la del rayo, alumbra la figura de dos hom­bres y una mula que van pasando ....

Es el correísta. Cuando se considera que tiene un término

perentorio para recorrer Lma distancia de sesenta leguas, distancia que debe andar por la posta, y tomándosele en cuenta un re­tardo de media hora; cuando se reflexiona que tiene que atravesar montes escabrosos, llanos ardientes de suelo pedregoso, callejo­nes llenos de fango, bajadas rapidísimas. y subir cuestas en cuya ascensión no respiran sino se ahogan jinete y caballería, y atra­vesar ríos traicioneros y correntosos enton­ces se viene en cuenta de que el correísta es un héroe.

i t-..1i rad! Estamos a orillas de un río de cau­dalosa~ olas que viene de la cordillera arras­trando empali:::adas y rugiendo como una fiera . Una caravana cada vez más numero­sa por los viajeros que se le van juntando,

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hasta formar aquel grano a que compara el primer delito nuestro poeta nacional,

Rueda, y en cada vuelta crece, avanza ...

Otra caravana espera en la otra orilla: am­bas se dirigen miradas de increíble agonía que pueden traducirse así: «¡Oh, si yo estu­viera en tu lugar! » Pero nadie se atreve a pasar: sería tentar a Dios; y el marino y el caminante nunca lo tientan, ni le mueven querella. De repente un ruido extraño inte­rrumpe el silencio de los que aguardan. Chumb bung. .. ¿qué es eso? ¿Una mula que cae al agua? son dos mulas empujadas por dos hom­bres que se arrojan detrás; el uno se devuel­ve de la orilla a seguir custodiando las ba­lijas que están en la arena de la playa a distancia de dos líneas de las aguas. Es el correÍsta; su compañero va pasando las mu­las mientras baja la creciente; si cuando es­tán las bestias al otro lado, no ha bajado todavía el aluvión, pasarán las enjalmas. Ul­timamente, pasará en una barqueta sus ba­lijas arrostrando el torrente furioso. Los pa­seros no pueden dudar ni esperar cuando se trata del correÍsta; el correísta tiene que pa­sar aunque no sea posible. aunque se aho­gue; una hora de retardo le sería puesta en cuenta.

A media noche llega a alguna casita ais­lada en el monte, donde vive algún co­nocido o compadre : esa es la posada ordi-

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naria del correÍsta. Allí duerme dos horas mientras pastan sus mulas; a las dos, llueva o truene, vuelve a cargar, y sigue impasible, obstinado como el destino. La madrugada en los valles de la zona tórrida es opaca, den­sa; ningún ojo humano, a excepción de los del correísta, puede ver el camino, ni tantear el precipicio, ni calcular el salto de una ba­rranca ...

A la hora señalada, minuto por minuto, entra a su destino: llega a i Teiva y entrega la balija. Si se retarda una hora o dos, no le hagáis un cargo, señor administrador, por­que cualquiera otro hombre se hubiera re­té1rdado tres días; esa hora de retardo su­pone que el correÍsta ha tenido que luchar no con mil obstáculos, como de ordinario, sino con diez mil imprevistos y repentinos. ¡El viaje redondo le vale la suma de doce pe­sos! Recibidos éstos va con seis de ganancia a su casa, a encontrar a su mujer y sus hi­jos que no ha visto hace diez y ocho días. En esa semana vendrá otro conductor a Bo­gotá; pero en la siguiente vendrá Marcos otra vez: el mismo que hemos visto ya en la penúltima. El papel que representa le da una superioridad sublime en los caminos por donde pasa: se le espera, se le desea, se le dicen tres súplicas y tres cariños en las tres únicas palabras que puede oír mientras se pára un instante para tomar vuestras car­tas si vivís en el camino, lejos de un pue-

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bIo, para recibir el recado que le encarguéis para vuestra familia

-Marcos, dígamele a mi pobre Eduvigis que ya estoy mejor y que me escriba. To­me este real para su trago, !v1arcos. Hasta la vuelta, tráigame razón de mis hijitos, Marcos.

- ¡Sí, sí, patrón! ¡Arre, Capitana! ¡Entre­garé su encargo! ¡Hasta la vuelta. don Pri­mo! ¡Ah mulita zonza' ¡Arre! Y sus últimas palabras ya no se oyen, porque todas las que anteceden las ha oído, o las dijo cami­nando a paso largo: no se detuvo sino un ins­tante mientras se amarraba una quimba, o tomaba un trago que estaba servido en el corredor, desde que 10 alcanzó a ver la per­sona que esperaba al correÍsta.

- ¡Eh, doña Paula, buenos días' ¿Hay po­sada? Ya entregué la balija, y tengo tres horas de descanso. ¿Dónde pongo las mulas? ¿ Ya se curó Timoteo? ¡A ver la comida, do­ña Paula!

- ¡Ahi, don t\1arcos! ¡Qué milagro es verlo! ¡ sted si que había echado la bendición a La 1 lesa! ¿De dónde viene?

- De ~ ' eiva. Voy a Bogotá a que me ha­gan dolor, que ya estoy aburrido de andar a pie. Llevé seis mulas a Bogotá: a tres las ordenaron y a tres las graudaron; y tuve que venirme con las cargas a cuestas . ¡Eh! ¿Quién es esa que se asoma a la cocina? ¿La niña Trenidá' ¡Si me habían dicho que se la ha­bían robado! ¡Vaya! ¿Conque volviste por fin?

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-¡Ahora sí! contesta toda avergonzada Tri­nidad, que es una muchacha de diez y seis veranos, lozana y bien graciosa. Ahora sí, ¿ quién iba a robarme?

-¡Pul cualquiera. El día que querás irte, no tenés sino avisarme: en las ancas de la Retinta te llevo.

-¡Calle, den Marcos! grita doña PauJa. ¡Estará bien aburrido! . ..

-¡Jua, jua, jua! ¡Pero doña Paular ¿qué es esto? Se le olvidó ponerle sal al sancocho. Cristina! si esto sabe a matrimonio de viejos!

-¡La sal, el salero! gritan todos los de la casa; porque entre todos goza don Marcos de una popularidad inaudita; y le sirven y lo festejan durante la hora que está en la casa; y cuando después de ir a despachar sus pequeñas diligencias al mercado, vuelve a la casa, ya están enjalmando las mulas, que to­davía están comiendo maíz y cogollo, cui­dadas por todos, inclusive la niña Trenidá.

Algunas yeces el hombre de los amigos por excelencia tiene uno o dos enemigos. Pero entiéndase que no son enemigos de él: ¿quién se atrevería a tal cosa con el correÍs­ta? sino que él 10 es de ellos. Hé aquí la historia.

J uancho, el pasero de T ocaima, le ha co­brado el paso por algún insignificante sober­nal. ~\'larcos paga su medio, y guarda su par­te de rencor, porque la otra se queda allí mismo en forma de índi rectas del padre Co­bas contra el desafortunado J uancho.

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- ¡Ah caratoso! dice Marcos, mientras es­tá enjalmando rápidamente sus mulas, que chorrean el agua negra del río Bogotá. Dios me libre de éstos que están señalados con las uñas del diablo. ¡Anda, cara de res bar­cina!

A la vuelta, a los seis días, todavía se acuerda de quemarle un poquito la sangre a ese desgraciado J uancho; todavía se saca la estaca del medio que le hizo pagar, o de cual­quiera otra pequeña impertinencia. Llega al paso, y haciéndose como el que no ha visto a J uancho, comienza a contar a cualquiera persona que encuentre, a su compañero si no encuentra a nadie, al aire si se ha atra­sado su compañero, éstos o semejantes en­redos:

-La fortuna, la fortuna es que ya vi en la administración de Bogotá el plano; y ya traje el dinero que van a gastar en este puen­te. ¡Van a hacer puente, compañero! Antes de seis meses estará entejado, porque así me lo dijo el gobernador de Bogotá. ¡Eso sí! yo he de ver lo que hace entonces un caribar­cino que yo conozco, y que no quiero nom­brar, porque más vale comerme mi panela. ¡He de pasar el puente taque, taque, taque con mis mulas! ¡A \er quién me cobra! ¡Soy el correÍsta!

tvlientras tanto, J uancho apoyado en su canalete y doblando el cuerpo, cubierto por las ramas del guácimo proverbial de la ori­lla, oye tristemente aquellas crueles pala-

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bras. Conoce ya muy tarde que él es un insectillo cerca del correísta; que la palabra afluente y chistosa de su adversario lo ma­ta, lo anula. Y cuando llega el instante de entrar a la barqueta, dejando aquesta orilla, en su modo de llevar el canalete timonel, se echa de ver su profundo abatimiento. Salta a tierra el correísta, y dos minutos después ya ha desaparecido en los recodos.

Ahora, lector mío, reflexionad, si sois mi superior en edad, dignidad y gobierno; re­flexiona, si eres algún ente de menor cuan­tía; decidme o dime ¿qué os parece el ce­rreísta?

¿Sabéis, mi mayor en dignidad, sabéis lo que trae ese hombre? Escuchadme. Empe­zando por lo que empiezan todos menos yo, trae dinero. ¡Dinero! ¡don dinero! Un pago que os hace vuestro deudor en provincia; una remesa de vuestro padre o de vuestro corresponsal.

Después del dinero vienen las encomien­das. libros, ropa, un retrato, papeles, expe­dientes cerrados en que os viene la decisión de un pleito, caucho, goma, semillas, taba­cos, etc. En seguida las cartas. Empezan­do por 10 principal, viene un exhorto contra vos mismo: declaraciones, cuentas, qué se yo qué más; uno de esos paquetes cerra­dos con media libra de lacre so pretexto de grabar el sello, dice en el anverso: contiene un exhorto para notificar una demanda a ... (aquí el nombre que queráis) que remite el

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juez del Agrado (o de la Plata) al juez del primer circuito de Bogotá. Las cartas son de vuestra familia, de vuestros amigos, de vuestros acreedores, de vuestros deudores, de vue~tros corresponsales ...

¡ Ved qué mundo de emociones tristes, ale­gres, rabiosas, encantadoras, detestables, ben­ditas, amargas, vivificantes y matadoras!

¿ Comprendéis ahora por qué representa gran papel el correísta? Y esto en tiempo de paz; porque en medio de una revolución hay en todos los corazones un deseo superior has­ta el de tener dinero; y ese deseo no es otro sino éste: ¡si llegará hoy el correo!

(De El Mosaico, números 1.. y 3.·, ele 24 de diciembre de 1858 y 8 de enero de 1859.)

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EL CHINO DE BOGOTA

1

El pilluelo de Madrid y de París, según una multitud de retratos que hemos visto, constituyen la gran familia a que pertenece Alberto, el chino de enfrente; pero debemos advertir en, conciencia, que el pillo español, el parisiense y el bogotano son tres ramas distintas salidas de un tronco solo, sin que tengan entre sí de parecido sino una que otra facción por donde se conoce la especie. Sin embargo, entre estas clases el madrileño y el bogotano son primos hermanos, y am­bos, primos políticos del pilluelo francés; quie­ro decir que hay más parecido, más aire de familia entre los dos primeros, sea por la ra­za, sea por la educación.

Vamos, pues, a poner en nuestra galería ese cuadro: vamos a explotar esa clase ho­mogénea, compacta, federada, independiente que pulula en las calles de Bogotá, sin temer a la policía ni a la sanción de la sociedad, y sin que se le dé un ardite de la fama pós­tuma, ni de ir o no ir al templo de la glo­ria. Pero, ¡cuántos chinos hay merecedores de

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este honor! !Ah! Si en Bogotá hubiera entu­siasmo por los grandes hombres, y si hubie­ra plata, sobre todo, y si el Cabildo no fue­ra por su reglamento tan inservible, Bogotá debiera haber levantado un templete chino con esta inscripción:

jA LOS GRANDES CHINOS! BOGOTÁ RECONOCIDA

¿De dónde viene la palabra chinos? Es­to es lo que no se ha podido saber. Voz es, sin duda, de origen santafereño, pero cu­ya invención se pierde entre las sombras de nuestra historia antigua o fabulosa (siglos XVI y X\ ' 11) Y entre las de nuestra historia mo­derna. ¿Vino algún chino con Quesada, cuyo molde sirviera para vaciar los chinos poste­riores? l ose sabe. ¿ Fue creado el chino por recuerdos, o nació espontáneamente como la mah·a en las huertas? Nos adherimos a es­ta última hipótesis,como la más racional, por­que siempre hemos creído que los chinos son la excrecencia de la familia latina (no hay chinos en las razas del . Torte) o mejor dicho, ortiga humana. La ortiga nace en todas par­tes y mejora mucho cuando se la trata mal. El cultivo la perdería.

El chino de Bogotá es edición notablemen­te corregida del de Madrid, como se verá por el fiel retrato que de él vamos a hacer. Entre los infinitos tipos que tenemos a la vista, hemos escogido como el más conspicuo la figura de Alberto a quien hemos visto na-

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cer, y cuya carrera sembrada de peripecias, de situaciones dramáticas hemos presencia­do mes por mes. Alberto es el que más reu­ne todas las cualidades requeridas por la constitución para ser chino: de manera que, conociéndolo bien y estudiándolo con todo el detenimiento que se merece, se podrán co­nocer en él a todos los chinos de Bogotá pa­sados y presentes : ah uno discite omnes, texto de cachifa que adoptamos para encabezar este estudio.

Debemos advertir que mucho nos han ayu­dado para este estudio las sutiles y agudas observaciones de nuestro amigo el señor Cri­sóstomo Osario, quien nos ha llevado a ve­ces como por la mano al través de ese la­berinto de mugre, ardides y picardías.

II

Alberto es hijo de la niña Matea, chiche­ra de una cuarta de nariz, que vivió enfren­te de casa hasta que murió desesperada por :os siete hijos que hubo de diferentes con­nubios, que se escaparon a las bendiciones de la iglesia. Tal vez será malo decir esto, pe­ro así como lo digo sucedió o iba sucedien­do desde 1837 hasta 1845 en que murió, co­rno hemos dicho. Es seguro que los hijos so­los no hubieran podido matarla, si una hi­dropesía, adqui rida en la húmeda tienda en que vivía, no hubiera venido a secundar los esfuerzos que hacían sus hijos para matarla

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a pesadumbres, como la niña Matea lo dijo varias veces ante nós, que de ello damos fe. El mayorcito fue sastre, andando el tiempo; las dos mujercitas que le seguían se entre­garon a la vida airada y murieron en el hos­pital. A otra la mató a palos un guachecito con quien se casó; a otro lo obligaron a ser­vir de voluntario, y murió en Pasto en 1851; el sexto párvulo permanece en casa honrada, y Alberto se fugó a la edad de cuatro años de la chichería materna para sentar plaza en esa milicia volante, vivaracha y picaresca que se llama «Los chinos de Bogotá». Debemos advertir que al chino genuino y verdadero no se le conoce padre ni madre, y que sólo por una circunstancia casual o un estudio detenido se le puede conocer ascendencia, co­mo en el presente caso.

Apenas había salido Alberto del abrigo maternal, cuando cayó en manos de nuestro Sampantaraz, :apatero remendón que nunca salió de pobre ni jamás se lavó la cara. La influencia o tiranía que ejercen los zapate­ros pobretones sobre los chinos, es increíble: sólo un ejemplo se encuentra en la historia natural para explicarlo: la atracción del boa sobre la víctima. El chino que milita bajo la férula de un zapatero de esos no recibe más pre que lo que roba; en cambio, recibe mucho palo y muchos pescozones a medio que ande con las patas tuertas (sentido pa­rabólico que significa hacer alguna buena dia­blura); y sin embargo, cosa verdaderamente

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rara y prodigiosa, el chino no se juye nun­ca, como él mismo lo dice en ese lenguaje que lo caracteriza.

A la sombra del cartab6n del maestro Sampanlaraz creci6, o medio creci6 nuestro amigo Alberto, aguantando aquella vida por espacio de tres años, hasta que cumpli6 los siete, en que son mayores de edad los chinos santafereños. A esta edad se emancip6, plan­tándose de patitas en la calle, iuyéndose, i ac­ci6n deshonrosa! y llevándose por último adi6s seis reales y unos botones. Desde aquel día todos los chinos de Bogotá contaron con él, como su jefe y superior en edad, dignidad y gobierno.

Nada más simpático ni más feo que la fi­gura de Alberto el día en que se declar6 mayor de edad y sin generales con la socie­dad. Poco crecido, pues los chinos de mayor estatura jamás pasan de vara y media, con unos dientes tan anchos que casi llenaban to­do el frente de su boca grande y respondona; con las orejas grandes por los castigos apli­cados a esta parte de su cuerpo que él no estimaba en nada; con un par de ojos chi­quitos pero inteligentes y chispeantes; unos pies en que se habían refugiado todas las niguas de Bogotá; pati-zambo y rodilli-jun­to, a causa del mal grado con que lo llev6 su madre en su seno .... ; tal era y es el re­trato de aquel héroe de incógnitas aventu­ras. Agreguémosle una cabellera enmarañada que nunca conoci6 peine; un sombrero ras-

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pón que era un estropajo; una ruanita de hi­lo, remendada, sucia y desteñida; unos pan­talones de paño viejos, hurtados o cedidos por su ex dueño al chino, en algún día en que fue a llevar a algún estudiante el par de suizos (botines) que le acababa de alus­trar, y tendremos completo el dibujo de es­te bello ideal de la malignidad y de la as­tucia.

Libre ya de la zapatería, corrió diez y seis cuadras en líneas curvas y empezó sus co­rrerías. Doce días gastó en comerse los seis reales que le costaron cien pelos de sus es­casas barbas al maestro Sampantaraz cuando hubo notado el robo. El día que gastó el último medio, tanteó los nudos de la falda de su camisa, y encontró justamente otros seis reales que había robado a una señora que lo llamó en el mercado para que ayu­dara a llevar un cesto de provisiones. Pero, gastados estos eis reales, como los tiempos habían estado malos para Alberto, se en­contró en la dura necesidad de tener que servir, lo que hizo presentándose en una ca­sa y pidiendo una plaza de paje. Doña Edu­vigis Cordero fue bastante pazguata para no adivinar al chino bajo la humilde y compun­gida cara del postulante. Fue recibido, pues, y allí empezó un nuevo orden de travesuras a cual más dignas de veinte y cinco azotes. Lo primero en que clavó su inteligente mi­rada fue en la multitud de botones de hue­so que adornaban los pantalones de los hom-

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bres y niños de la casa. Desde aquel día en adelante fueron desapareciendo por partes pero con una rapidez asombrosa, y pasando a los anchos bolsillos de Alberto. Empero COmo es imposible que el único bolsillo que tiene los pantalones viejos del chino reciba la enorme cantidad de objetos que se roba, no vacilamos en asegurar que el chino tiene bolsillos en las piernas. Durante su perma­nencia en la casa de doña Eduvigis, fue cuando empezó a ejecutar la suerte conocida con el nombre de el plato.

La señora tiene visita, y en el apuro de darle de comer, porque le ha cogido el agua­cero, o de darle chocolate, porque ha venido a hora de tal, envía a Alberto a la botille­ría más cercana a que traiga pan, chocola­te y dulce. Un real en medios ha entregado al bellaco, con un plato de blanca loza pa­ra que traiga con aseo lo que se necesita, encargándole la mayor prisa con esta fórmu­la técnica: carré, ¡pero ya estás aquí! Alberto hace como que se estrella contra las paredes, de la prisa que lleva, mientras sale de los corredores de la casa y de la vista de la se­ñora; pero desde que pisa el zaguán para adelante, el acucioso paje desaparece y que­da el chino. ¡ Vedle! Pisando en los talones, porque las niguas no le dejan sentar todo el pie, viene con el plato en la mano haciendo s~:mar entre él los dos medios. Al principio tIene regulares intenciones de ser hombre de bien por esa vez; pero, ¡oh fuerza de la ten-

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taci6n, oh fuerza del sino! Alberto encuen­tra dos compañeros al voltear la esquina. La calle está sola; hay un zaguán desierto: los tres amigos se incitan con sus pícaros ojuelos que bailan de alegría y .... detente, detente en la carrera! ¡Mira que tu señora te espera con afán! Mira que si pierdes al chócolo esos dos medios, tienes que juirte con plato y to­do para no presentarte otra vez a la ofen­dida señora! ¡ Vanos esfuerzos! El chino arri­ma el plato en el rincón de un zaguán pro­picio; abre en otro ángulo un agujero en que cabe un huevo, y viniéndose al umbral del zaguán con sus dos compañeros, empiezan ese dIvertido juego del chócolo, sirviendo los me­dios de tángano El juego consiste en meter el medio en el agujero arrojándolo desde dos o tres varas de distancia. Conc1uído el juego, Alberto ha ganado tres cuartillos a sus dos compañeros, porque no solamente es más há­bil jugador, sino más tramposo también. Guar­da sus tres cuartillos. se despide de sus com­pañeros, sigue a la botillería, y v-uelve a la carrera a entrar a la casa con la prisa más grande. La señora que está de pie en la puer­ta, lo ve cuando cruza la esquina en direc­ción a la casa, al trote como un perro; pe­ro el trote no compensa las dos horas de re­tardo, y le echa unas fiestas de lo bueno.

lberto se disculpa; ella insiste en que ha­bí tenido tiempo de ir al otro extremo de la ciudad, y que par mandarlo por la muerte estaba bueno. El torna a disculparse conque

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la botillería estaba cerrada, y había tenido que ir (tuve quir, dice él) hasta enfrente de San Carlos; y exasperada al fin doña Eduvigis Cordero le pisa con furia un pie, que él no puede retirar pronto a causa de la invalidez del otro. ¡Aquí fue Troya! Los chinos son vulnerables, como Aquiles, en el pie: a falta de conciencia, Dios les dio niguas. Ningún castigo les corrige; ni el remordimiento es cosa que conozcan; pero, en cambio, tienen toda su sensibilidad junta en los dedos de los pies. Después de este castigo sin nombre, sale el chino despedido, mejorado en la ro­pa que le han dado y en Jos muchos cuar­tillos y muchísimos botones que ha robado.

III

Al salir de la casa ejerce otra vez libre­mente sus habilidades. Preséntase, cuando tie­ne hambre, en la primera chichería que alcan­za a ver; pide desenfadadamente una mitad de pan. Dánsela, y pregunta entonces:

-¿ Cuánto me debe, señá Claudia? -Una mitad -¿Y yo? -Una mitad. -Entonces estamos en paz. Y aprieta a

correr, satisfecho de este curioso juego de pa­labras. Una mitad es medio cuartillo o sea un centavo v un cuarto de centavo, y como nuestra moneda ínfima es el cuartillo, resul-

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ta que ambas partes contratantes se deben una mitad verdaderamente.

Este ardid no lo repite sino cuatro veces: una en cada barrio de la ciudad.

El día que quiere tener comilona, convida a tres chinos con determinado objeto, y en­tran a una botilleria. Antes de pedir nada, extiende la mano con medio real cogido en­tre los dos dedos. La ventera, que ve que la paga está lista, se levanta oficiosa, y el chino pide: un cuarto de panelitas. un cuarto de almojábanas, un cuarto de cuajadas, un cuar­to de orejas de fraile, etc., y así divide el me­dio en ocho cuartos para llevar de todo. l'v1ien­tras alcanza la ventera tantos cuartos, otro chino pide más, y otro otra cosa. Señá Tre­nidá, deme una mitad de mistela. Y a vo un cuarto de fique. Yayo un cuarto de grajea: y forman entre todos tal guirigay que es im­posible entenderlos. Pero mientras la señora alcanza dulces, los chinos cumplen su plan; ellos no iban a comprar solamente sino a robar bastante para saciarse de dulces por ese día; y así a cada vuelta de la señora ro­ban dos o tres dulces cada uno. Acaban pa­gando lo que han pedido, y salen llevándose por un real objetos por valor de cinco. Cuando va han cruzado, Alberto se detiene, v se en­tran en un :aguán a hacer cuentas. amos, ¿cuánto cogiste? prt:.'gunta a cada uno. Resul­ta que cada uno puso medio en plata, pero han reunido cinco reales en dulces. .\ cada uno de los tres compañeros le tocan

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tres cuartillos y a él tres reales y meJio, por­que dice que «cinco entre tres, a eso sale:..

Después que se hartan de dulces salen a la calle, y por última hazaña, poniendo un carbón sobre la pared recién blanqueada de monseñor Ledokowski, dice Alberto a sus compañeros; (. a ver quién raya más derecho? y desaparece en la esquina dejando por hue­lla una horrorosa lista de carbón sobre el inmaculado yeso.

IV

Era un domingo por la tarde. El señor don Cupertino Cienfuegos, ::llcalde de las ~ieves, fumaba Ull cigarro de sobremesa, cuando vi­nieron a deci de que en San Diego había una partida de chinos peleando con piedras y que había ya muchos heridos. Don Cupertino, con­trariado por la interrupción, tuvo sin em­bargo que salir a trote largo; llegó a la pla zue!a de San Diego y vio que decía verdad el denunciante. Cuarenta chinos divididos en d?s bandos jugaban a la guerdla . Así que Vieron al alcalde pusieron pies en polvorosa, '? que aumentó el alto enojo de don Cuper­tmo ; pero había un chino tan patojo, que Por más que el miedo le daba alas, las niguas Y. el estado constantemente patológico de sus Pies, no le dejaron ir tan de prisa que no le alcanzara don Cupertino. Al cerrar una presa entre su puño, desahogóse algo el buen magistrado, y no le aplicó más castigo que

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un sermón. ¡Pero, hombres! decía al chino prisionero, que no era otro que Alberto, no sean ustedes tan bárbaros .... ; y el chino, que estaba cogido por la ruana, se preparaba po­co a poco a la evasión .... <No sean ustedes tan bárbaros, repetía don Cupertino. En mi tiempo, también hacíamos guerrillas, pero nos tirábamos con boñiga, y no con piedras. En mi tiempo» .. _

-Ese era el tiempo de los bobos, inte­rrumpió Alberto zafándose de la ruana y echando a correr hasta perderse de vista. El alcalde se quedó como quien ve visiones, y se volvió desairado a su casa.

Esta es una de las mil hazañas militares de Alberto; porque a pesar de que la na­turaleza lo dotó de mala gana y lo peor que le fue posible, le concedió, en cambio, y tal vez a su pesar, un alma grande de primer orden y de fuerza de cien burros; un alma impasible, chismosa, maligna, endemoniada. Si las imágenes de la poesía y los tropos más delicados no estuvieran expresamente prohi­bidos al historiador, nos atreveríamos a ase­gurar que el alma del chino es la misma que anima la traviesa figura del mono en todas sus especies. Solamente la fe, esa gran vir­tud, ese sublime y santo despoti mo de las almas, puede hacer creer que el chino está salvado y redimido con la sangre del Reden­tor del mundo. TO parece el chino sino el pecado mortal en persona, el pecado patojo y maligno.

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Trasladado Alberto por la fuerza de su destino a la plaza mayor de Bogotá, el día en que el pueblo atacaba al congreso, re­presentó un papel oscuro pero importante. El fue el que contradijo el enternecimiento despertado en el pueblo por un orador di­putado; y sin el prolongado y agudo silbi­do, silbido sin nombre y sin segundo en la historia de las conmociones populares, que lanzó Alberto, metiendo los dedos en la bo­ca, el público se habría apaciguado, y los padres de la patria no hubieran tenido que descender de su majestad hasta el punto de darse de viles pescozones con el pueblo so­berano. Pero aquel pícaro silbido encendió los ánimos : los del pueblo creyeron que era de ellos, los del congreso no vieron sino una burla y un desafío, y se lanzaron al comba­te. Dicen que la voz del pueblo es la voz de Dios; y aunque a causa de nuestro amor y respeto al latín sentimos pena al tener que ~ontradecir un adagio inventado en aquel Idioma, tenemos que asegurar que si la voz del pueblo es la voz de Dios, la voz de los chinos es la del pueblo. Aquel memora­ble día en que Alberto lanzó al combate cie­go a dos mil hombres, se le vio divagar, ora en las filas del congreso, ora en las del pue­blo, lanzando al aire una alpargata destalo­n.ada, y gozando de su triunfo cuando el su­CIO objeto caía a plomo sobre el sombrero de una cabeza ilustre, hundiéndoselo con la fuerza del golpe, y dañando así la majestad

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de una figura histórica. La alpargata repre­sentó un papel imparcial y severo, a seme­janza de los buenos jueces, que reparten la justicia a izquierda y derecha; la asquerosa alpargata aporreaba sucesivamente ya cabe­zas de diputados, ya cráneos democráticos, respetables por su amor a la república. Al­berto llevó su picardía hasta el punto de observar que sonaban huecas unas y otras ca­bezas.

v

El robo con alarmantes caracteres de as­tucia y desvergüenza es una de las cualida­des de Alberto. Examinemos con imparcia­lidad uno de aquellos hechos que, tarde o temprano, llevarán su nombre a la posteri­dad y su nombre a un presidio.

Don Jacinto Sánchez, vecino de Fontibón, viene todos los jueves a la ciudad a mercar sus encargos. Desmóntase en las puertas de las tiendas, r con el cabestro de su alazán en la mano, entra y compra, y vuelve a mon­tar para desmontarse otra vez dos tiendas más adelante. En uno de esos interregnos, cuando don Jacinto va a tomar otra vez sU palafrén, advierte que le han robado el estri­bo del lado de montar. Ln orejón perdona el robo del caballo y de la casa, pero no per­dona nunca el robo de su estribera antioque­ña, del rejo de enlazar, ni del caucho; tres objetos que por más frágiles son m' s que­ridos. Los espectadores le ayudan a buscar

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con la vista, y entre todos alcanzan a des­cubrir un chino de sospechosa figura que co­rre media cuadra más adelante. Don J acin­to se tarda en montar porque tiene que ha­cerlo por el lado derecho, y además, el ala­zán es chucarón y quisquilloso, si los hay; pero monta al fin y se lanza a la carrera en pos del chino a quien destina ya el me­jor azotazo de su zurriago experimentado en lances menos chinescos. Alberto, según re­fiere un boletín de aquella época, estuvo a pique de ser completamente batido y escar­mentado al llegar al puente de San F ran­cisco; pero el peligro le dio alas, atravesó de un salto el altozano de la iglesia y se re­fugió en ella. Don Jacinto se desmontó, amarró su caballo a una de las pilastras del altozano y penetró en la iglesia, resuelto, como Jesucristo en mejor ocasión, a sacar al ladrón a latigazos de el templo. Alberto, viéndose perseguido aun al pie de los al­tares, penetró más y más por entre el nu­meroso gentío que asistía a la porciúncula, y salió a la plazuela por la puerta falsa, Volviendo al altozano. Don Jacinto hizo el mismo rodeo, y cuando llegó a su caballo, le faltaba el otro estribo.

Alberto había desaparecido, y su biógrafo no ha podido saber por cuál de las cuatro calles.

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VI

El chino en fiestas es el último aspecto desde el cual se presenta a nuestros ojos el héroe de esta historia. Un día de fiestas im­pone una larga, difícil y complicada misión al chino, que éste desempeña a las mil ma­ravillas. Acompaña a los entierros, precede a la banda de música, se pone a horcajadas sobre la puerta del coso, importuna y em­bravece las fieras en el toril, silba hasta los buenos lances y silba a los toreadores tam­bién. Alborota, cansa, fastidia, vence, y no se retira del teatro de las fiestas hasta que todo ha terminado. De noche vaga por en­tre los toldos, juega a la cachimona, roba dulces, pañuelos y otras prendas, y duerme a la madrugada en un tablado solitario. Con­cluídas las fiestas, sigue su vida ordinaria.

En la puerta del Coliseo nunca falta el grupo de chinos, y aguardan allí hasta que se acaba la función; hacen lo mismo en las fiestas de iglesia y en los conciertos de la sociedad filarmónica. Poseen el dón de silbar como un turpial; y las piezas de música y los trozos de ópera que se han puesto de moda viven en Id posteridad y se perpe­túan, porque el chino es su eco: los apren­de con una facilidad que asombra. los silba con una fidelidad maravillosa y los tararea en altas horas de la noche enseñándoselos a las gentes y a los perros, que responden con ahullidos, y despertando todos los ecos de la ciudad.

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VII

Una palabra. ¿Hay chinos grandes? No: a semejanza del gusano, que al llegar a cierta edad se vuelve mariposa, el chino muere a los diez y ocho años, y aparece el oficial de sastre, agudo y respondón, el soldado vo­luntario, valiente y sereno, que muere ma­tando, y no pocas veces un hombre honra­do y laborioso. Pero siempre, hasta el mo­mento de morir, se ve algo del chino: su úl­tima palabra es un chiste, y se despide de la vida y del padre confesor tan desenfada­damente como ha vivido.

El chino en todas sus faces es un poder que la Constitución no reconoce, pero que muchas veces ha sido más fuerte que la Consti tución.

El hombre público que tenga popularidad entre los chinos subirá a altos puestos: tra­bajo les mando a sus competidores. Los le­treros con carbón en las paredes mejor blan­queadas son revelaciones anónimas y profé­ticas que jamás fallan. Un «viva fulano:., o un «abajo zutano:. , seguido de dos o tres malas palabras, indica siempre una candida­tura triunfante o muerta sin remedio. Estos letreros pertenecen a los chinos y a los CQ­

chiJos. El letrero con carbón es temible co­mo una sentencia inapelable.

(El M03airo , año 11, trimestre J .• , número JI. Bogotá, 8 de agosto de 1860.)

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EL MERCADO DE LA MESA

Entre los articulejos que he trabajado con intención de pintar algunos tipos y costum­bres neo-granadinas, ninguno satisface el de­seo que tengo de que me quede tan bueno, que merezca ser presentado, como un rega­lo de amigo, a Manuel Pombo. Hace muchos años que deseo hacérmele agradable, para pagarle su afecto, para persuadirlo de que mi corazón se parece a aquellos mis suspira­dos cerros en donde no se pierde ni un gra­no de los que en ellos siembro. Pero viendo que no tengo cómo hacer cosa que valga la pena, y recordar do el refrán «quien da pron­to da dos veces~, he determinado enviar­le El mercado de la M esa, bien seguro de que no tendrá de bueno sino el afecto con que se lo dedico.

Dos novillos gordos y lucidos, de piel ne­gra y lustrosa el uno, barcino, con cuernos amarillos el segundo, se encaminaban, a pe­sar suyo, pero firmemente, a la casa de 1\1a­nuel Fetecua, el lunes último de noviembre

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pasado, y digo que se encaminaban, en vez de los encaminaban, porque los rejos que ten­dían de sus altaneras cabezas, iban flojos; y los dos vaqueros que iban detrás, apenas te­nían que hacer otra cosa que darles un gri­to, cuando al llegar a algún punto donde se dividían dos caminos era menester hacerles notar cuál era el que debían seguir; y ellos obedecían al primer grito con una inteligen­cia rara.

Al fin entraron a la casa de Fetecua, y dos horas después, los dos novillos, animales que habían sido comprados en cien pesos sencillos al dueño de la pingüe dehesa de Potrero Grande, no eran ya sino dos montones de carne despedazada sobre sus mismos cue­ros. Treinta arrobas de carne en fresco que había producido cada uno aseguraban la su­ma de sesenta pesos; cuatro arrobas de se­bo, a cuatro pesos y medio, diez y ocho; el menudo, compuesto de las entrañas, la cabe­za y las patas, había sido adjudicado en cin­co pesos a doña CarmeIa del Puente, la que con sólo una tienda a orillas del camino real ha juntado un capital en números de cuaren­ta mil pesos en veinticinco años que hace que empezó su labor:osa ocupación.

Por Jo que hace a la piel de cada novillo, es sabido que su valor nunca se pone en cuenta, porque es siempre el valor de la sal que se le pone a la carne fresca.

De manera que ese excelente hombre de F etecua se ganaba treinta y tres pesos en

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cada novillo; ganancia exorbitante, si no se supiera que en la última partida de ga­nado que compró chupó clavo o lo clavaron, pues perdió de cuatro a seis pesos en res, y eran diez y ocho por todas.

Aquella carne iba para el mercado de La Mesa, con cuya plaza trafica Fetecua; iba acompañada de siete cargas de papas muy gordas, papas de año y criollas , semillas pas­tusa, caiceda y blanca; igualmente estaban listas para marchar al mercado diez cargas de blanca harina sabanera.

El martes, a las cinco de la mañana, ya estaban en la corraleja de cepos veinticinco mulas gordas y juguetonas que bufaban asus­tadas y parando las orejas cuando sentían so­bre su cuello la chipa de rejo con que las iba enlazando Raimundo, el arriero en jefe. Algunas de ellas tenían sobre los lomos ci­catrices de heridas honrosas recibidas bajo la carga de miel ; pero la espuma de jabón, la bíjuacá y otros medicamentos, y un descan­so prudentemente concedido por el dueño, las había sanado, y no les quedaban sino par­ches de pelo blanco que señalaban el lugar donde las oprimió la enjalma.

Fetecua, con su calzón de manta rayada. su ruana listada, forrada en bayeta colora­da, su sombrero enfundado y sus alpargatas atadas al pie por ataderas de seda con bor­las en la punta, presenciaba la operación de cargar, haciendo las convenientes indicaciones.

- Ala, Raimundo, ponéle la carga de car-

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ne a la Cucaracha. que es la más descansada. -Esa mula es indina. Deje sumercé y ve­

rá como nos la pega por ahí la carga. En Monteverde hay un mal paso, y más acá de ña Cruz hay un porción de hoyos.

-Ponésela, no más, y aprelale la sobre­carga cuando empiecen el monte, que si ella bota la carga es cuando la siente floja. -y tiene razón, gritó desde la ahumada

cocina la niña Eduvigis, que lo mismo le su­cede a un cristiano. Uno aguanta la carga porque no puede más, pero si la siente flo­j ita, ganas le dan de tirarla.

-Vos calla te, Eduvigis, ¿quién te mete en 10 que no te importa?

Eduvigis refunfuñando, o no, volvió a en­trar por entre la espesa columna de humo que salía por la puerta de la cocina, a falta de chimenea; y una hora después salió lim­piándose con el revés de la mano los ojos llorosos por el humo, a anunciar que el al­muerzo de los peones estaba listo.

Apenas almorzaron los peones y tomaron su trago de chicha, se fueron a sacar de ca­bestro las mulas cargadas. La comitiva se puso en marcha en el orden siguiente: Lu­cas, el madrinero, llevaba de tiro el caballo madrino que era un rucio viejo, de poco pe­lo y de índole tanto más pacienzuda y ejer­citada, cuanto tenía, en su calidad de ma­drino, que aguantar, a pesar de su repug­nancia manifiesta, el excesivo amor de las mulas, que lo buscaban, lo seguían, lo rodea-

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264 JOSE MARIA VERGARA y VERGARA -ban, lo hostigaban y lo desesperaban. El, agachando las orejas y guiñando sus ojos azu­les indicaba lealmente a la Ponzoña que se le acercaba demasiado: «Si se acerca usted, le rompo la cabeza de un par de patadas:t. La traviesa e indócil Ponzoña arriscaba igual­mente las orejas y guiñaba sus ojos pardos, como quien dice: «Si usted me toca, se las devolveré, viejo chocho. :.

La Barqueta era una mula vieja, vetera­na o corsaria (como se dice en terminología arriera), que caminaba siempre pujando, que nunca trotaba, pero, en cambio, jamás se atra­saba. Y con este prudente sistema la sabia mula siempre rendía jornada, aunque lleva­ra doce arrobas de peso y el viaje durara veinte días. Siete años llevaba de vivir con el rucio madrino, y había llegado a conce­bir una pasión profunda pero seria y clási­ca por su viejo amigo. Nada de demostra­ciones, nada de alharacas ni de romanticis­mo; ¡pero cuánto afecto! Nunca se separaba de él, pero también nunca trataba de ade­lantarlo en el camino, cosa que el madrino corsario no perdona, ni se acercaba dema­siado. Por su parte, el rucio, si alguna vez interrumpió con un relincho su apática y filosófica indiferencia, fue cuando notó al en­trar en una manga, que la Barqueta no lo acompañaba.

En pos de la Barqueta y de la Ponzoña seguían la Capitana, el Café, la Panela, el Matachín, la Avispa, la Garza, la Linterna,

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el Tumbaflores, el Lucerito, la Aceituna. la Parda y doce mulas más cuyos nombres ocu­parían renglones sin provecho del lector Tras de las mulas cargadas iba Raimundo mon­tado en una retinta enjalmada, y cuatro arrie­ros de a pie con sus largos arreadores que manejaban discretamente.

Desde que salieron de la casa comenzó a silbar Lucas llamando a las mulas: fi, fi, fi, fi; y los arrieros, haciendo sonar su látigo en el aire o en las ancas de alguna mula atrasada, las animaba con el conocido grito de ¡ah mulas! ¡ah mulas! ¡ah mulas!

Curioso es por lo demás el golpe de vista desde la Boca del monte, viendo bajar dife­rentes recuas por aquel camino tortuoso y pintoresco, que bien merece una descripción.

La Boca del monte se llama un pasadizo angosto, practicado entre un peñón. Allí ter­mina nuestra hennosa sabana, allí empieza el monte y la bajada. Parado uno en aquel punto, alcanza a divisar a los viajeros du­rante dos horas de camino, perdidos de vis­ta en cada recodo, v hallados otra vez dos pasos más adelante. ~Tan rápido es el des­censo, tan extraordinario el desnivel de la línea del camino, que en este instante esta­mos en el suelo que produce el frailejón, el chite, la plegadera, el raque que no viven sino en climas sumamente fríos; y dentro de dos horas, menos tal vez, podremos almor­zar en T enasucá, en cuya huerta hay plata­nal y limoneros. Si uno se arrojara de ca-

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beza, tendría tiempo de sentir lo que servía de amenaza a cierto andaluz, que decía a otro con quien peleaba: <Si te doy un pun­tapié, te he de arrojar tan alto, que cuando llegues al suelo ya haSrás muerto de ham­bre por no haber comido en doce días. ;;

El camino, empedrado y cercado por mon­te alto a uno y otro lado, lleno de escalo­nes para quebrar la rapidez de la bajada, con hilos de agua extraviada de su cauce de hojas, y aclarado en uno que otro punto, es entretenido hasta el extremo.

En la víspera de un mercado en La Mesa, los ojos se cansan de mirar, los labios se cansan de contar, los oídos se fatigan de oír. Centenares de recuas bajan unas en pos de otras, al paso largo, aguijadas por el chas­quido o el azotazo del arreador sabanero. Los gritos de los peones resuenan en los mon­tes solitarios, y el andar de tantas caballe­rías sobre el suelo empedrado forma un con­junto de ruido sordo que no se puede ex­presar.

Es un camino de hormigas : partidas de mulas que llevan la famosa sal de Zipaqui­rá; otras, cargadas de arracacha, papa, tri­go, harina y toda clase de frutos de tierra fría. Van también tropas de indios a pie, hombres y mujeres que caminan pausada­mente pero sin cesar, con su larguísimo bas­tón en la mano, y la frente agobiada por su tercio. Lo mismo carga el varón que la mujer, el anciano, que va trémulo y acezan-

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do, que el indio joven, el cual baja fijando con fuerza sus gruesas piernas sobre el sue­lo desigual. Estos indios vienen de Ráquira, Turmequé, Chía, Cota, Tenjo, Engativá y de cien pueblos más : para la paciencia te­naz y la astucia y cautela de nuestros in­dios no hay distancia, propiamente hablan­do. La distancia es una palabra inventada, o un axioma hallado por la imaginación vi­va e impaciente de la raza blanca. Los ter­cios de estos indios consisten en loza del país, manzanas, duraznos, cebollas, repollos, yerbas medicinales de tierra fría, pieles de oveja o de cabra, ruanas de lana y multitud de efectos cuya lista sería demasiado lar­ga para este artículo.

La extracción de cada individuo es cosa que se adivina fácilmente en su fisonomía o en su vestido, aunque es insignificante mu­chas veces la diferencia de una fisonomía a la otra, de un vestido a otro.

Sin embargo, ved un arriero funzano o se­rrezueluno: su cara redonda y colorada bajo la carrasca indiana lo indican. Aquellos otros son de Tenjo : ahí tiene usted la ruana ne­gra, que baja hasta las rodillas, y por lo que hace a los que vienen detrás, el sombrero de ramo nos está diciendo a gritos que vie­ne de Turmequé.

No estará por demás que, dejando por medio día toda esa gente que luégo vol ve­remos a encontrar en la plaza de La Mesa, sigamos acompañando la partida de mulas

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de Fetecua. Tendremos cuidado de ellas; ob­servaremos que los arrieros sabaneros azo­tan demasiado las mulas, que las hacen ba­jar al trote y que no componen la carga sino cuando ha perdido completamente la ley del equilibrio.

En seguida contaremos todo eso (a nues­tro regreso) con mil cosillas más al amigo Fetecua, en cuya casa dormiremos. El nos agradecerá tanto estas noticias, que nos ob­sequiará como a compadres; y yo entonces, enternecido hasta la evidencia, escribiré un artículo que se llamará La casa del saba­nero.

En la falda de una cañada está edificada la casa de *** El extraño y costoso pen­samiento del que la edificó proporcionó una ventaja, y es que tiene una vista admira­ble el frágil edificio.

Hecha en forma de número siete, en el extremo del primer tramo queda la venta con la puerta al camino, y cerca de la ancha acequia enlosada, que trae una agua crista­lina atravesando el camellón. Tras de la ven­ta queda la sala. entablada, con corredor a la inmensa cañada, cuyo fondo lejano está compues~o de varias haciendas. Sigue la al­coba; y volviendo al tramo segundo, se en­cuentra la cocina, la pieza de amasar, con su grande, mugroso, viejo y sonoro cernidor de a cargá. Las gallinas y los marranos ca­recen de departamento especial; y en uso del inciso 14 go:an a su sabor de la cocina y

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del patio. Si no suben al angosto corredor es porque lo desdeñan por incómodo; si no viven en la sala, es porque la desprecian por estéril. A esta venta han llegado a las once de la mañana nuestros arrieros. Raimundo penetra en la venta, que está sola.

-¡Que me vengan a despachar!-dice gol­peando en el mostrador. Y viendo que no sale aún la ventera, agrega: «Usted, patrona!, Mientras ésta sale, Raimundo se recuesta en el mostrador, que tiene, además de los dos triques imprescindibles, el cajoncito cuenco en que se asienta la totuma de chicha.

Al tercer grito de ¡usted, patrona!" sale al escenario la niña Rufina.

-Buenos días, niña Rufina, que nos es­pache.

-Buenos días, ñor Raimundo, ¿qué que­ría?

Raimundo pide de almorzar para él y sus compañeros, que almuerzan alternándose para no dejar solas las mulas. Estas muerden algunas yerbas olvidadas a la orilla del ca­mino; y cuando R.aimundo saJe limpiándo­se la boca con la mano, Lucas vuelve a en­cabezar la expedición, y sigue; esta vez el trote no parará hasta el Guayabal, adonde irán a dormir. Al día siguiente estarán a la madrugada en La Mesa, y tendrán tiempo de desear gar en la plaza cuando apenas co­mienza el mercado.

Pero el mercado está compuesto de reino­sos y vallunos. Hemos visto ya llegar a los

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primeros, y ahora tenemos que dar un gran salto para venirnos con los segundos y em­pezar el mercado. Así, pues, suspenderemos esta verídica narración, dejando terminada la mitad de este primer capítulo, al cual no habría ningún inconveniente en llamarlo PRE­

PARATORIO.

No sabemos cuantos días habrá gastado ese laborioso valluno en reunir grano por gra­no las quince cargas de cacao y las diez y ocho de arroz que vienen en esa partida que encontramos caminando más acá de la que­brada de los Angeles.

Treinta y cinco cargas por una parte, tres de comestibles para los arrieros y dos com­puestas de un gran toldo y los atej itos de ropa de los peones, son el cargamento de don Cupertino F arfán, que viene caballero en una mula baya de valor de doscientos pesos. Cuarenta mulas viene sirviendo; y a pesar de que todas son de notoria y prover­bial bondad y que por lo tanto gozan de larga fama, traen dieciséis remudas. ¿Para qué tantas? Porque algunas de las que vie­nen cargando pudieran cansarse un poquito o lastimarse una nada con la arretranca; y entonces don Cupertino la remuda inmedia­tamente, la cura, la lleva a una sombra, y hasta derrama lágrimas sobre ella. El mulero neiyano es el mejor arriero del mundo, así como el sabanero es el más des­considerado y cruel con las pobres mulas. Estas tienen a mucho honor y descanso car-

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gar diez días en Neiva en vez acompañar una hora al peón funzano.

Son las tres de la tarde apenas, y ya don Cupertino ha hecho alto en un llanito árido y triste, cercado de monte, y lejos una hora de la habitación más cercana. Pero reparad el motivo de esta detención; si camina las tres horas del día que faltan al uno, llega­rán a las seis de la noche con las mulas fa­tigadas, y éstas dormirán sueltas en un llano abierto por donde pasa el camino. Quedán­dose aquí, dos arrieros se van a llevarlas a un potrero pastado y seguro que don Cuperti­no conoce; hay una hora de distancia, pero a las cuatro ya estarán las bestias en él y pasarán una noche envidiable.

Hasta después que han partido no permi­te don Cupertino que se haga nada más; cuando ya se han ido comienza a preparar alguna que otra cosa; pero cuando vuelven los conductores de las mulas con el «parte sin novedad:., pregunta a Pedro:

-¿Hay pasos? -Noo, patrón. -¿Las contaste al entrar? -Si, patrón. -¿Faltaba alguna? -Noo, patrón. Entonces descansa don Cupertino y da la

orden de toldar. El neivano sigue esta orden en el acampamento: primero acomoda las mulas, luégo las enjalmas escrupulosamente dobladas y puestas una sobre otra , en se-

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guida las cargas y por último las personas. Desplegando el gran toldo se acomodan

dentro de él con preferencia las cargas y las enjalmas; si queda un hueco, dormirán en él los arrieros, y si no, irán a tender su cuero de cabra sobre el llano.

Por lo que hace a don Cupertino, cuelga su hamaca de dos árboles vecinos y pasa la noche a la belle étoile.

Es delicioso llegar a las seis de la noche a una ranchería de éstas. Si uno pide posa­da, se la conceden con una cordialidad pa­triarcal, dándole una sombrita del toldo, y pasa una noche entretenida. Desde tempra­no está ardiendo la hoguera junto al toldo; los arrieros sacan plátanos y tasajo que van a asar y os ofrecen vuestra parte junto con una totuma que hace tres jícaras, llena de ex­quisito chocolate neivano. Un pedazo de pa­nela blanda y muy blanca termina la sucu­lenta cena. Tomad agua, encended vuestros cigarros y acostáos oyendo los cuentos que se refieren entre sí los arrieros: son crónicas curiosas de su pueblo.

A las tres de la mañana don Cupertino salta de su hamaca y envía los dos peones que deben traer las mulas. Llegadas éstas a las cuatro y media, ya están listos todos para empezar a cargar. Pero podéis apostar ciento contra uno que cada una de las cin­cuenta mulas tendrá la misma enjalma todos los días, sin que sea dado equivocarse. A las siete ya están caminando; en vano las

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robustas y lozanas mulas quieren calentar los pies caminando más aprisa; don Cuper­tino no las dejará salir de un paso modera­do, de miedo de que se fatiguen. A las once descarga para sesteár; lava las mulas, les busca pasto, y se están hasta las tres vién­dolas comer. Vuelven a cargar. y caminan hasta las cuatro o las cinco, según el potre­ro adonde vayan a dormir.

A las diez de una calurosa mañana había llegado don Cupertino con sus mulas al Paso de Fusagasugá. El río venía por las cumbres; el anchísimo y hondo raudal había enturbia­do con su cólera sus aguas tan puras; gru­mos de espuma que bajaban precipitados in­dicaban al paciente calentano que la cre­ciente apuraría. Don Cupertino se afanó muy poco; hizo toldar, y acomodó en seguida las mulas. Por la tarde ya podían pasar los via­jeros que no amaban mucho sus bestias; don Cupertino las adoraba, y hubiera querido tener la omnipotencia que delegó Dios a Moisés, para hacer detener el río y que sus bestias pasaran a casco enj uto.

Sin embargo, esto era mucho pedir, en mi humilde concepto.

Al río no se le dio un ardite que las mu­las de Villavieja se ahogaran o no, y siguió creciendo.

A don Cupertino le importaba un comi­no que la creciente se emborrachara o no, y siguió aguardando.

Mientras tanto, se entretuvo viendo sem-

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brar una media hanega de maíz en la roza que don Ciriaco, el dueño de la casa, había hecho a poca distancia de ésta.

Al día siguiente estaba el río bravo toda­vía pero ya daba paso; don Cupertino dio la orden de embarque.

Treinta pasajeros que habían llegado en en la noche anterior y en esa mañana, es­peraban en la orilla. Unos venían a caballo, como gente acomodada, y otros a pie; entre estos últimos venía un pobre reinoso, ave descarriada de la sabana, que resoondía al nombre de Pancracio.

La barqueta se lanzó cargada de pasaje­ros, y volvió segunda y tercera vez; a las doce ya estaban en la otra orilla los hom­bres y las cargas; iban a pasar las mulas y antes de embarcarse don Cupertino pudo ver ya empezando a nacer el maíz que vio sem­brar.También quedaba de este lado el pobre reinoso que no teniendo cómo pagar un pues­to en la barqueta, esperaba que lo pasaran de limosna, o que el río bajara tanto que pudiera atravesarlo a nado. Pero al ver em­barcar la última partida de mulas, que pa­saba nadando, resguardadas por el caporal que nadaba también llevando de cabestro la retinta ~ el desvalido Pancracio no pudo re­sistir y se echó después de haberse puesto la ropa en la cabe::a. A la mitad del río lo abandonaron las fuerzas y se asió de la cola del Ciervo, que. era un muleto bayo de don Cupertino. Este que veía el apéndice que se

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le agregaba a su mejor y más caro muleto, gritó airado: c:Suél talo, suéltalo!:.

Pancracio lleno de miedo soltó, y fue arras­trado por el río hasta que se consumió en­tre las coléricas ondas. Cuando las últimas mulas salían a la orilla, don Cupertino vien­do al Ciervo decía, refiriéndose al reinoso: c: j Zoquete, pues por poco no me hace aho­gar mi macho!:.

A los dos días había atravesado ya la po­blación de T ocaima e iba subiendo la cues­ta de Sócota; allí alcanzó la copiosa inmi­gración de los pueblos vecinos de Melgar, T ocaima y Peñalisa que llevaban frutos al mercado de La Mesa; la misma abundancia, la misma variedad que hemos visto en el monte de Tenasucá. Un calentano alto, del­gado y descolorido iba adelante. Don Cuper­tino le preguntó a dónde iba.

-A La Mesa, le contestó, a llevar los puercos de los hijos de mi amo Amador.

Efectivamente, una piara de puercos iba adelante.

El lunes a medio día entró triunfante don Cupertino a La Mesa. La hermosísima arria de mulas marchaba a la vanguardia sin una sola lesión. En seguida iban los arrieros, y detrás, cerrando la marcha, caminaba ma­jestuosamente el patrón montado en el Cier­VO, que caracoleaba hasta cierto punto.

Apenas tomaron hospedaje en la casa de doña Paula, que es el más cómodo parador del lugar. se informó de los precios corrien-

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tes. El cacao estaba a cien pesos carga, y el arroz a dos pesos cuatrO reales arroba.

Tenía, pues, en ciernes una suma redon­da de mil ochocientos sesenta pesos el dig­nÍsimo hijo de la encantadora Villavieja.

111

EL MERCADO

La plaza de La Mesa es pequeña: por un lado pasa el gran camellón macadamizado del camino real; fuera de este Broadway, las demás callejuelas son cortas, angostas, soli­tarias y feas.

El mercado se hace en la plaza en primer lugar, en el Broadway, y en los paradores el segundo. La escena de la plaza es, desde luego, la mejor, la más vistosa, y donde la unidad de accion está tan bien observada como en una comedia clásica.

Había en el mercado gentes y frutos de treinta pueblos de la sabana y de otros tantos pueblos de los dos valles y de los al­rededores de La Mesa. Los precios de los prin­cipales objetos de tráfico eran los siguientes:

Azúcar, la arroba a ........ . .... . Arroz > > > ..•...••.•.•..

Cacao, carga de a diez arrobas en Carne, la arroba a . . . . . . . . . Harina sabanera, la carga de 10

arrobas y diez libras, encostalada. en

3.10 2.04

100.00 2.02

12.00

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Ha r i n a calentana encostalada, arroba. . . . . . . . . . . . . . . . .. 13.00

Miel, la botija de ocho arrobas. .. 4.00 Maíz, la carga de 8 arrobas. 6.00 Papas, 1> > 1> 1> 3.04 Sal, la arroba a . . . . . . . . 1.00 Los lienzos del Socorro, los sombreros de

Suaza, las frutas, loza, tabaco, etc., tenían precios según su calidad y consumo.

Hemos salido de este pedacito serio, pa­semos a la parte mímica . En primer lugar, tenemos ese grupo de carniceros; su ruana pintada, su cara colorada y su vest ido alta­mente mugroso, pregonan su origen sabane­ro. Según los petaquilleros, mercaderes am­bulantes, que venden desde novenas a San Juan de Sahagun hasta pepas de cedrón y tiseras finas. Luego están los indios loceros; después, los calentanos de aseada vestimen­ta y de pocas carnes.

La conversación general vale un tesoro; hablan todos los dialectos como en la torre de Babel hablaron todos los idiomas.

Un indio sabanero.--¿No merca la loza, mi señora?

Un matador.-Pus si no quere a diez y ocho, no la merque.

Una señora mesuna (con sombrilla) .-A ver esas coliflores.

Un plateño.-Esos blancos no hacen sino rego/ver y no compran.

Un anapoíma.-Mi señora, aquí tiene plá­tanos.

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Un neivano.-Anda y trae la otra carga de cacao a ver si se la encajamos a esos mos­cas que andan buscando.

-¿ Onde está? Contesta el altozanero me­suno a quien se le hace la oferta.

-Aquisita, no más. (El aquisito vale por veinte cuadras en dialecto neivano.)

-Un mercachifle.-Hilo colorado, mis se­ñoras, tiseras finas, catones, ataderos ....

Un sot'~ rrano de camisa listada, sombrero nuevo de ~ ipijapa y gran coto, encuadrando una cara risueña y bien nutrida; ¿ de cual manta quiere? ¿fina o más fina?

Una india a un calentanito que pasa de un salto sobre sus tercios de frutas. jTes queto, ñor masita, ora si! No venga a jugar con yo. (Esta frase es arrancada por una ca­ricia brutal que le hace, echándole el som­brero al suelo.)

Por este estilo se va oyendo aquel diálogo general, en que cada uno toma parte sin cui­darse de las respuestas y preguntas de la gente que lo rodea, ni de las discordancias que van resu ltando.

Entretanto, vaga por el camellón y se en­tromete con impertinencia a cada instante en el mercado, don Mauricio el chalán, el ven­dedor de caballos. Siete veces se le ha visto desbaratando grupos y recibiendo maldicio­nes de los pedestres: la primera vez monta­ba un roSIllo que vendió en diez onzas, y un instante después, ya andaba haciendo ca­racolear un bayo en presencia de don Se-

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gismundo el socorrano; vendido el bayo, sa­lió tercera vez en un castaño. el que ven­dió en ciento cincuenta pesos, a pesar de que no valdría sino setenta, y recibió en cam­bio una mula plateña de doble valor.

Agustincito, el pisaverde del pueblo, se cruzó varias veces con don Mauricio; pero no trataron de caballos; ¡ay, se conocían de­masiado! Curioso es el estudio de este últi­mo personaje, curioso, pero nada más. Es como examinar un puñado de hojas, como contar granos de maíz o hacer cualquiera cuenta inútil. Pero como Agustincito anda revolando por el mercado y las calles, y como nosotros en calidad de retratistas tenemos que dejar estampado en el cuadro hasta la úl­tima mariposa que se atraviece, fuerza es que hagamos un curso de anatomía en este pájaro.

Veinte años cumplirá para el San Juan: su fisonomía tiene un aire de bobera ina­preciable. La naturaleza le dio hermosos dientes para una boca siempre risueña, una alma pequeñita como debía tener los dien­tes, una cara gordiflona, una cabellera ru­bia algo rizada, y un cuerpo atlético. En cambio de estos dones le negó la facultad de aprender todo. particularmente la orto­grafía; le negó también la barba, como una compensación por los dientes.

En sus primeros años se llamó Agustín; pero al hacerse joven, aprendió a bailar valse, lisonjeaba a las damiselas y era el que pri-

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mero servía bizcochos a las parejas en los bailes. Estas agravantes circunstancias, uni­das a la de haber estado un año entero en Bogotá y ser hijo de un acomodado comer­ciante, hilaron para él días de oro y le hi­cieron recibir de los frescos labios de Gua­dalupe, Salomé, Columna y EstefanÍa el nom­bre de Agustincito. Su vida era una cadena de saludos: como las comodidades de su pa­dre le aseguraban la subsistencia, no traba­jaba; conversaba. Montado en un zaino cau­cano andón, recorría el mercado y las calles pretendiendo que alguno se enamorase de su zaino. Un galápago pequeño con estribos de baúl le servía de montura: su vestido era una toilette encantadora: ruana de hilo lista­da, sombrero de fieltro con borlas, corbata con anillo de oro, pantalón de dril y chine­las amarillas. La chaqueta se había queda­do en el ropero; pero tenía un chalequito de seda, sin abotonar, en donde guardaba un reloj illo dorado, que estaba suspendido al cuello por un cordón de pelo femenino que él dejaba ver a cada instante. Agregue­mos que tenía cinco sortijas en la mano de­recha, y tendremos completo el retrato de Agustincito; no falta sino un fascÍmile de su firma puesto al pie de una carta de amores.

Al pasar por la ventana de Guadalupe, paró su caballo, dándole una furibunda sen­tada que destrozó el paladar del pobre bru­to al tirar de las riendas trenzadas. Guada-

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lupe ilumin6 sus ojos y su boca con su me­jor sonrisa.

-Guadalupita, buenos días, ¿ qué tal? -Muy bien, Agustincito. -Mil gracias, ¿ y usted qué tal? -Aquí cosiendo: acabo de llegar del mer-

cado, tan cansada! ¿Y usted qué hace? -Bien, Guadalupita: y muy dichoso por

verla. ¿Y usted qué tal? -Aquí estamos buenas. Y a usted, ¿ c6-

mo le ha ido todos estos días? -Así, así, casi muy regularmente. Y us­

ted, ¿ qué tal? -¿Estuvo anoche donde Marcelina? Se

divertiría mucho; ya me lo supongo bien trasnochado. y hoy, ¿qué anda haciendo, c6mo le ha ido?

-Nada, Guadalupita, nada de particular. ¿ y ustedes qué tal? Se ha puesto entera­mente buena mi señora María de la Conso­laci6n?

La madre j uzg6 conveniente hacer su en­trada en la conversaci6n al oír su nombre; y se repitieron entonces todos los saludos de preguntas sin respuestas y respuestas sin preguntas.

De esa ventana pas6 Agustincito a otra; y de esa a otra: el mercado se concluy6 y él no había acabado de saludar, ni había encontrado un comprador para su :aino cau­cano.

Pasemos a otra escena. En la fonda de don Norberto estaban comiendo en mesa re-

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donda treinta y un forasteros. El coman­dante Zamora que venía de temperar, tres sabaneros acomodados, cuatro comerciantes del pueblo, diez vendedores de cacao y de sal, el dueño de la fonda, Agustincito, un doctor que estaba defendiendo pleitos en La Mesa. un boticario, un chalán, y nueve per­sonas más, pasajeros de :--Jeiva e Ibagué para Bogotá. La conversación versaba sobre la política, el mercado, los caballos, la estación y asuntos particulares. El doctor Nicasio, médico consagrado a la política, y el doctor Anacleto, abogado consagrado al comercio, disputaban con don Jorge, comerciante con­sagrado a la medicina, sobre el último acuer do del cabildo.

-Vamos a ver qué dice en este asunto el señor, dijo el doctor Nicasio, volviendo la cabeza y dirigiéndose a Ramón, que era un joven bogotano a quien su mudez du­rante la comida, y la fama de que hacía versos, colocaban en la categoría de un sa­bio. El señor y yo hablábamos sobre nom­bramientos de jueces. Hay una disposición de la asamblea que dice que el juez del cir­cuito nombra los jueces parroquiales. Bien. El cabildo ha acordado poner sueldo a los jueces parroquiales: muy bien; y para esto ha determinado que los ciudadanos que re­nuncien la juricatura parroquial paguen una contribución que servirá para el sueldo de los que acepten. ~v1uy bien. Ahora falta sa­ber cómo se hace. Porque si el cabildo de-

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cretara la admisi6n de renuncias, podría de­cir: escoja, paga, o admite. Pero nombrando él a los jueces, ¿cómo sabe a quién debe repartir la contribución? En todo caso, soy de opinión .... desde luego .... soy de opinión: yo he estudiado mucho este punto y .... soy de opinión ....

-La opini6n de usted me parece muy acer­tada. contestó don Ramón, sirviendo mosta­za en su plato.

-No señor, yo creo que se equivoca, di­jo don Anacleto, poniendo la mano por de­lante para advertir que se le permitiera pa­sar el grueso bocado que redondeaba sus me­jillas, y que luégo iluminaría la cuestión.

-De ninguna manera, replicó don Nica­sio, y apelo ...

-Pero oigan ustedes, altern6 don Jorge, o el cabildo nombra y entonces ... -, Cómo se sabe los que van renuncian­

do? porque han de estar ustedes ... -Mi opinión es que . .. ustedes saben que

los cabildos ... -¿ Ya levanto el plato? dijo el mozo de

la fonda, y mientras tanto, don Ram6n pu­do seguir comiendo, acabar y levantarse. Los de la disputa sigueron gritando.

Eran las cuatro de la tarde, y ya se ha­bía concluído el mercado.

Las sales que trajeron los sabaneros ya es­taban en poder de los vallunos que trajeron los cacaos; y los cacaos que trajeron los nei­vanos ya estaban vendidos a los sabaneros

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que trajeron las sales. Don Cupertino había hecho magníficas transacciones y se dispo­nía para regresar a su pueblo.

La noche cobijó últimamente el pueblo; la plaza llena de hojas movidas por el vien­to, añadía un sonido más a aquella reuni6n confusa de sonidos producidos por los tra­tantes, los cantos de los desocupados y las conversaciones que se tenían en las tiendas y en las esquinas. Los tiples sabaneros ras­gueaban alegres torbellinos y mantas; el aguar­diente entusiasmaba por grados a los canto­res, que estaban roncos cuando la madruga­da empez6 a esclarecer el cielo de La Mesa.

Pero, ¿qué espectáculo alumbró el nuevo día? Gentes que se cruzaban afligidas y se preguntaban, no dándose tiempo a la res­puesta; caras donde se leía la desesperaci6n en lugar de la alegría que animaba las del día anterior. ¿Qué gran desolación había te­nido lugar en el pueblo menos triste del mundo?

Sigamos tras de ellos a esa pieza a que van entrando: es la alcaldía. Una palabra que se repite muchas veces nos indica la gran desolación que oprime al pueblo: e robo de bestias:..

Efectivamente, la noche anterior habían desaparecido sobre cien bestias, más de cien bestias en los potreros que rodean la pobla­ción. Los míseros dueños de las bestias ro­badas acudían deso ados a depositar el peso de sus penas en el seno paternal del alcal-

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de. El neivano t.razaba en la pared con la punta de su arreador un facsímile de su fie­rro; el sabanero hacía lo mismo con la pun­ta de su uña larga y encorvada; y el indio li­chiguero daba las señas de su yegüita cas­taña, no olvidándose de advertir ni el resabio que tenía de arriscar las orej as cuando le apretaban la sobrecarga.

En otra ocasión diremos cómo parecieron algunas de estas bestias robadas por un tra­pichero. Por ahora pondremos fin a esta úl­tima escena del <Mercado de La Mesa:..

(De El Mosaico, trimestre I. número 5. Bogotá, 22 de ene­n de 1859)

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TAITA GUERRERO

Al leñor Pedro Fern6ndez Madrid

Alejándose el viajero del pueblo de Ne­mocón y tomando el camino de la Isla, en­cuentra a poca distancia del pueblo una sen­da que sube a los cerros cultivados que do­minan la población y los risueños campos aledaños. Desde la cumbre de la primera ca­Una, cuya cuesta se vence sin trabajo, se ve al frente un precioso valle cuyo horizonte termina a la izquierda en el pueblo de Co­gua y a la derecha en la subida de T ausa. Atrás del espectador se ve, entre otras po­bres estancias, una no menos pobre pero no menos risueña. ¡Qué dulce fisonomía la de aquella comarca! ¡qué aire de paz! ¡qué au­gusta soledad, interrumpida de vez en cuan­do por esos queridos rumores del campo, formados por el viento que silba o las reses que braman, o por los perros que ladran, defendiendo con su clásica invariable fideli­dad la propiedad de sus amos!

Lleguemos a la estancia mencionada. Está compuesta de un mediano lote de tierra, y tiene en el centro una humilde casa pajiza,

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rodeada de sementeras y de una huerta en que hay repollos, perej il y claveles, vivien­do en la misma incomodidad aparente en que viven en la pequeña casa sus habi­tantes. Confundidas así las yerbas de ali­mento con las de remedio, y unas y otras con las flores, como lo usan los pobres. dan a la tierra una fisonomía doméstica yendo­mingada que siempre atrae mis miradas. J a­más veo esos grotescos pero pintorescos plan­teles sin recordar que quien así los culti­va, es porque considera a la madre tierra como parte de la familia, y no como vil ob­jeto de lucro.

La casita consta de tres piezas: una sala y dos alcobas. En las paredes de la sala se ve, en medio de otras estampas devotas, una imagen de la Virgen, cubierta con tosca y aseada cortina de zaraza. En las alcobas es­tán los pobrísimos lechos de taita Guerrero, su esposa y sus dos hijas.

Este nombre indígena de taita, equivale al de tío conque se llama en español y en francés a los buenos viejos · pero no signifi­ca tío sino padre. Se llamaba así no solo a los padres sino a los ancianos venerables.

Santiago Guerrero era indio del Temo-eón, y había alcanzado edad avanzada. co­mo los antiguos patriarcas: rayaba en los noventa años. Su cutis moreno y quemado estaba cargado de arrugas, y sus cabellos blanqueaban. Tenía la barba avanzada, la boca hundida y los ojos medio cerrados. Ves-

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tía pantalón rodillero de gamuza, encima de blanquísimos calzoncillos de lienzo gordo; ca­misa de la misma tela y limpieza; chaleco de marsella, ruana larga y sombrero de ra­mo de anchas alas. Esto en cuanto a la par­te física de su ser; por lo que hace a la parte moral, era despejado y respetuoso para ha­blar galante a lo caballero con las mujeres jóvenes, amable con los niños y jovial con los hombres. Su lenguaje estaba sembrado profusamente de frases originales por su corte y por el pensamiento siempre religioso, al­gunas veces conceptuoso, nunca vacío ni va­no. Era un simple hijo de los campos; pero no le imponían las personas desconocidas, aunque fueran de la ciudad. No hablaba nun­ca ni con timidez ni con altanería; su ex­presión habitual era la paz, la serenidad; y su conversación jamás caía en cosas tristes.

El domingo bajaba temprano al pueblo a oír misa y comulgar, y mientras tanto su casera. o sea su esposa, un poco menos an~ ciana que él, cuidaba la casa y la estancia, y rezaba para santificar el día y la soledad, ya que no podía asistir a la iglesia. Al vol­ver taita Guerrero a la casa, ella salía a en­contrarlo. le alababa a Dios por respeto a la comunión que había recibido y le servía el almuerzo. En estos días no hablaba el anciano, o hablaba muy poco.

Tengo huésped, decía para disculparse de su silencio.

El domingo siguiente variaban los actores

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sin mudarse el escenario. Quien iba a la igle­sia a oír misa y comulgar, no era él sino la anciana casera. A taita Guerrero le tocaba quedarse cuidando la casa y rezando; al regre­sar su compañera le tocaba salir a encontrarla, alabarle a Dios y luégo servirle el almuerzo.

Este ingenioso régimen daba por resul ta­do que todos los domingos iba Dios a visi­tar la casa de taita Guerrero, ya llevado por él, ya por ella.

Durante los seis días de la semana tra­bajaba el anciano en su campo auxiliado por su esposa y sus hijos.

Una vez fue a visitarlo nuestro amigo Ca­rrasquilla; esta vez no encontró a la ancia­na casera, y preguntó por ella.

« y a alzó de obra>, contestó serenamente taita Guerrero.

Este Kempis campesino consideraba la vi­da desde su verdadero punto de vista: como un día de jornal.

Sus dos hij as murieron poco después, una en pos de otra. El anciano quedó solo en su casa ... ¿Solo? En conciencia no puedo ase­gurar que sea esta la palabra. ¿Y el hués­ped de los domingos? ..

Taita Guerrero,-le decía una señorita que vive en Nemocón, un día que fue a verla ;­taita Guerrero, se me figura que esto de que se le hayan ido las hijas adelante, es cosa que ha concertado usted con Dios, para no tener que dejar atrás el corazón cuando se muera.

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El anciano contestó con una sonrisa man­sa y un sí es no es taimado. No negó el car­go ni la maula.

El viernes de Dolores (2 de abril) bajó a la parroquia, oyó misa y comulgó. Al vol­ver a su casa se detuvo en la cumbre de la colina, desde donde se ve el pueblo, y se arrodilló para rezar, vuelta la mirada a la iglesia, como lo tenía de costumbre siempre que llegaba a aquel sitio.

Permaneció arrodillado mucho tiempo; tan­to, que algunas personas que lo veían de le­jos vinieron a buscarlo, extrañando tanta in­movilidad.

Estaba arrodillado, las manos juntas so­bre el pecho, la cabeza inclinada y los ojos cerrados.

¡Había muerto en su oración! No fue enterrado como los demás jorna­

leros. Sus muchos amigos le costearon una bóveda en el cementerio de Nemocón.

Carrasquílla estuvo en la última semana santa en aquel pueblo, y encontró un amigo de menos. f'ue a visitarlo en el cementerio, y todavía halló algo que admirar. Ninguna de las bóvedas en que yacen los pudientes del pueblo tenía señal exterior; empero, so­bre la del anciano, que no dejaba familia, había un tiesto en que se abrían al sol de la mañana hermosas flores.

He escrito para usted, estimado y pensa­do amigo, esta humilde necrología campesi­na; no solamente para usted sino para mí.

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Esos dulces paisaj es del cielo, alboradas sua­ves, indefinibles, traen no sé qué cosa de alivio al que ha recibido de manos del hués­ped de Santiago Guerrero un gran dolor. ¡Bendita sea, hecha, y para siempre ensal­zada la voluntad del dueño de la granja en que trabajo a jornal! ¡Ojalá cuando éste aca­be, pueda recibir yo mi paga, aunque no he sido madrugador como Santiago Guerrero, aunque no he llegado al trabajo sino a la hora de nona!

Por lo que hace al que ayer era un pobre indio de Nemocón, como hoyes seguramen­te príncipe de Israel, le pido respetuosamen­te que nos consiga salud para usted, resig­nación para mí y la bendición de su Hués­ped para todos!

Bogotá, 14 de abrIl de 1868.

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INDICE P6(11.

Honores oficiales ..................... , . . . . . 3

Introducci6n. (Breves noticias sobre la presen-

te edici6n). . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 21

José María Vergara y Vergara, por Daniel Sam-

per Ortega ................... , . . . . . . . . . . . 37

Caballos nacionales ... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 99

Consejos a mi potro ...... ' . . . . . . . . . . . . . . . . . 11 3

El último Abencerraje...... ..... .. ......... 12<4

Las tres tazas ...................... , . . . . . . . 140

El lenguaje de las casas ................. , . . . 184

Un par de viejos.................... ... .... 207

La casa curai. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. 223

El correista. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. 230

El chino de Bogotá.. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. 24J

El mercado de La Mesa... . . . . . . . . . . . . . . . .. 260

Taita Guerrero... .. . . . . . . . . . . . . . .. . . . . .. . .. 186

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