Cuando sea grande, quiero ser sindicalista - Por Jimena Valdez

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26 27 turba dossier Cuando sea grande, quiero ser sindicalista Resistieron y se integraron. Perdieron las vértebras, pero no los lazos con el poder. Estuvieron en el gobierno. Sobre las tablas y detrás de escena. Hicieron negocios y protestaron en las calles. Y volvieron como un gigante. Del país en el que nadie es más que nadie, al país donde los últimos serán los últimos: ¿para qué sirven los sindicalistas? Por Jimena Valdez S i no fuera porque José Ignacio Rucci sostenía el paraguas, Juan Domingo Perón se hubiera mojado. Si no fuera por Juan Domingo Perón, José Ignacio Rucci ¿qué? Con el fin del Partido Laborista, las organizaciones sindicales perdieron una batalla, pero no la guerra: ganaron para siempre el rol de “pata sindical” del partido de gobierno. El agente de gobernabilidad socio-económica. Los administradores del descontento. El mostrador por el que deben pasar todos los políticos a conversar. Algunos dirigentes sindicales están conformes con ese rol. Se mueven como peces en aguas revueltas. Detrás de bambalinas están cómodos y, sobre todo, protegidos. Pero otros quieren salir al centro de la es- cena. Quieren representar a todos y todas las argen- tinas; y no solo a algunos. Algunos que, además, han mutado con el tiempo. Los trabajadores bajo convenio -una frase que no rima con nada, el comienzo de una estrofa imposible- ya no son lo que eran. Esa parte cambió para siempre cuando el país cambió para siem- pre. No acá, a la vuelta de la historia por la oleada neo- liberal, por los desocupados en las rutas y los negocios que los dirigentes hicieron; si no un poco antes, con el fin del sueño industrial, de la burguesía argentina, del compre nacional (y disfrútelo). Hoy los sindicalistas pelean por aproximadamente el 65 por ciento de los asalariados, y representan, lo que se dice representan, a muchos menos. Los que queremos justicia social entonces, ¿dónde debemos buscarla? Políticos de raza El 16 de julio de este año, con Martín Insaurralde como entrevistado, Alejandro Fantino reveló que quería de- dicarse a la política, pero agregó: “En un tiempo, porque ahora tengo que trabajar”. Los políticos no son trabaja- dores. Los sindicalistas, tampoco. Son representantes del todo y de una parte, respectivamente. La pregunta es si una parte puede aspirar a representar al todo. En esta década, un sindicalista quiso hacerlo. Un sindicalista lo intentó. Y el destino parece haberlo esquivado. En el acto del 17 de octubre de 2010, Hugo Moyano pidió que un “trabajador” pueda llegar a la Casa Rosada. Cristina Fernández, cada vez más distan- te, no tardó en contestarle: “Yo trabajo desde los 18 años”. Si con el retorno democrático todos aprendimos que no se puede gobernar sin los sindicalistas, Cristina quiere enseñarnos que tampoco se puede gobernar foto: telám

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Resistieron y se integraron. Perdieron las vértebras, pero no los lazos con el poder. Estuvieron en el gobierno. Sobre las tablas y detrás de escena. Hicieron negocios y protestaron en las calles. Y volvieron como un gigante. Del país en el que nadie es más que nadie, al país donde los últimos serán los últimos: ¿para qué sirven los sindicalistas?

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Cuando sea grande, quiero ser sindicalistaResistieron y se integraron. Perdieron las vértebras, pero no los lazos con el poder. Estuvieron en el gobierno. Sobre las tablas y detrás de escena. Hicieron negocios y protestaron en las calles. Y volvieron como un gigante. Del país en el que nadie es más que nadie, al país donde los últimos serán los últimos: ¿para qué sirven los sindicalistas?

Por Jimena Valdez

Si no fuera porque José Ignacio Rucci sostenía el paraguas, Juan Domingo Perón se hubiera mojado. Si no fuera por Juan Domingo Perón, José Ignacio Rucci ¿qué? Con el fin del Partido

Laborista, las organizaciones sindicales perdieron una batalla, pero no la guerra: ganaron para siempre el rol de “pata sindical” del partido de gobierno. El agente de gobernabilidad socio-económica. Los administradores del descontento. El mostrador por el que deben pasar todos los políticos a conversar.

Algunos dirigentes sindicales están conformes con ese rol. Se mueven como peces en aguas revueltas. Detrás de bambalinas están cómodos y, sobre todo, protegidos. Pero otros quieren salir al centro de la es-cena. Quieren representar a todos y todas las argen-tinas; y no solo a algunos. Algunos que, además, han mutado con el tiempo. Los trabajadores bajo convenio -una frase que no rima con nada, el comienzo de una estrofa imposible- ya no son lo que eran. Esa parte cambió para siempre cuando el país cambió para siem-pre. No acá, a la vuelta de la historia por la oleada neo-liberal, por los desocupados en las rutas y los negocios que los dirigentes hicieron; si no un poco antes, con el fin del sueño industrial, de la burguesía argentina, del compre nacional (y disfrútelo). Hoy los sindicalistas pelean por aproximadamente el 65 por ciento de los asalariados, y representan, lo que se dice representan, a muchos menos.

Los que queremos justicia social entonces, ¿dónde debemos buscarla?

Políticos de razaEl 16 de julio de este año, con Martín Insaurralde como entrevistado, Alejandro Fantino reveló que quería de-dicarse a la política, pero agregó: “En un tiempo, porque ahora tengo que trabajar”. Los políticos no son trabaja-dores. Los sindicalistas, tampoco. Son representantes del todo y de una parte, respectivamente. La pregunta es si una parte puede aspirar a representar al todo.

En esta década, un sindicalista quiso hacerlo. Un sindicalista lo intentó. Y el destino parece haberlo esquivado. En el acto del 17 de octubre de 2010, Hugo Moyano pidió que un “trabajador” pueda llegar a la Casa Rosada. Cristina Fernández, cada vez más distan-te, no tardó en contestarle: “Yo trabajo desde los 18 años”.

Si con el retorno democrático todos aprendimos que no se puede gobernar sin los sindicalistas, Cristina quiere enseñarnos que tampoco se puede gobernar

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con ellos. Pero la pregunta que importa, otra vez, es ¿pueden ellos gobernar? No mientras sigan yendo del trabajo a la casa y de la casa al trabajo.

Los sindicalistas son trabajadores administrativos: administran la gobernabilidad, administran el disgusto, administran -agarrados con uñas y dientes- todo lo (mucho) que supieron conseguir. La fortaleza corporati-va de origen (cimentada en el unicato sindical, el control de las obras sociales y la negociación colectiva centra-lizada) los convierte en un interlocutor obligado. Quizás por eso cuando murió Oscar Lescano leímos avisos fúnebres de todos los sectores que conducen este país: un hombre que no obtendría votos más allá de su familia nuclear, era saludado por banqueros, empresa-rios, políticos y jueces. Lo sentían como un par, quizás precisamente porque él no quería votos, sino ser un contacto precioso en los celulares del poder.

Los políticos son agradecidos. Son pacientes. Son de pocas palabras. Queremos que la gente nos acompañe. Sería una irresponsabilidad ahora hablar de candida-turas. La que tiene que hablar es la gente. Frente a ese laconismo, contrasta la verborragia sindical. Fui oficialista de todos los gobiernos. Yo lo ayudé mucho a Carlos Menem, él me ayudó mucho a mí. Hay que dejar de robar por dos años. La verborragia de quien se sabe más allá de los votos.

Hugo Moyano, decíamos, sí busca abiertamente el sillón de Rivadavia. No es eso lo único que lo distingue de los “gordos”: Moyano llevó el mote de “empresario” a un límite insospechado. Propuso el libre-mercado entre los afiliados: que los trabajadores mal pagos de comercio puedan elegir el ascenso social a través de la afiliación a camioneros. Caminen, señores, caminen y elijan al mejor sindicato. Y ellos lo eligen una y otra vez. Pero al llevar a sus trabajadores a la clase media, Moyano compró también algunos de sus más rancios prejuicios y hace poco habló de los “Planes Descan-sar”. Desde que rompió la alianza con el gobierno de un portazo, su discurso de justicia social y sus ansias de éxito electoral, chocan con una realidad que lo encontró aliado a Francisco De Narváez y contando pocos votos sindicales en las últimas elecciones.

La verborragia de Moyano tiene, de todos modos, un límite: no habla de cómo llegó a ser el sindicalista pode-roso que es hoy. No habla del giro de la economía a los servicios, de la destrucción del ferrocarril, del boom de la soja y los commodities. Hablar de eso sería explicitar las diferencias entre el proyecto de país que propone y el proyecto de país que lo beneficia. Hablar de eso sería reconocer que solo en esta economía pos neoliberal y protegida hay lugar para estos sindicalistas. Para los de servicios, pero también para los industriales que, dice el sociólogo Juan Carlos Torre, viven al abrigo de la mayoría de los debates del mundo globalizado. No deben preocu-parse del dilema salarios-empleo, la productividad no es tema de interés. Esta estructura económica para estos sindicalistas, ¿en un país para quiénes?

Justicia socialArgentina supo ser el lugar en el que la pregunta “¿us-ted sabe con quién está hablando?” recibía un “¿y a mí qué me importa?” como respuesta. Una clase media floreciente y la mejor distribución del ingreso de Améri-ca Latina, en el contexto de un sindicalismo poderoso a partir de la integración con el partido de gobierno y un mercado de trabajo con pleno empleo. Dos condiciones que no existen más.

Los asalariados (es decir, los obreros o empleados) representan hoy alrededor de un 75 por ciento de la po-blación ocupada. Los asalariados registrados (a los que les cabe algún convenio colectivo) el 65,5 por ciento de los asalariados totales. Los acuerdos salariales por en-cima de la inflación, las mejores condiciones de trabajo, las rebajas en ganancias, las obras sociales; todo es para

Los sindicalistas son trabajadores administrativos: administran la gobernabilidad, administran el disgusto, administran -agarrados con uñas y dientes- todo lo (mucho) que supieron conseguir.

ese universo. No es poco. No es todo. Por encima, dice el politólogo Sebastián Etchemendy, están los profesio-nales jerárquicos y ciertos profesionales autónomos, no cubiertos por ningún convenio y con salarios que mu-chas veces crecen a un ritmo menor que el de la infla-ción. Por debajo, están los informales y los desocupados, con las mujeres como un enorme colectivo vulnerable y transversal. Para ellos el gobierno ha tenido diversas políticas: AUH, jubilaciones, actualización del salario mí-nimo y, más recientemente, algunas medidas destinadas a combatir el núcleo duro del empleo no registrado. Para ellos, ¿qué han hecho los sindicalistas?

La unión entre sindicatos y movimientos sociales se dio en la década pasada, cuando hubo que defenderse en las calles de las estocadas que el mercado dio y la po-lítica apenas anestesió. Pero la recuperación económica y del empleo marcaron un camino distinto para unos y otros. Los sindicatos volvieron a la gimnasia de la ne-gociación colectiva, el conflicto y los recursos. Volvieron a conseguir lo mejor para los suyos. Los movimientos sociales quedaron atrapados en la demanda por el plan y viraron en muchos casos a ser la pata en el territorio del gobierno en el poder; con la pregunta pendiente de cómo estructurar algo que es por definición transitorio.

Los sindicalistas, los representantes, no tienen idea de quiénes son esos otros. Solo saben que no son los suyos. De algún modo, la distinta fortaleza organizacio-nal parece condenar al país a una sociedad de esta-mentos.

Y esos estamentos no se llevan bien. Basta mirar a los combativos metrodelegados del subte, que al mismo ritmo que consiguieron las necesarias mejoras en las condiciones para sus trabajadores, se ganaron el odio de todos los usuarios. En estos días de aban-dono de servicios públicos, no importa lo que suceda, la culpa la tienen los metrodelegados. Mejoras para los laburantes, todo; imagen positiva entre la gente de a pie, cero. Y la tensión entre trabajadores: los usuarios se quejan de que los que conducen el subte ganan más plata que ellos. Es falso como ley, claro, pero es cierto que puede suceder. Entonces, ¿las clases me-dias usan servicios manejados por las clases medias?

Esto parece no caer muy bien. Lo mismo vale para los trabajadores de nuestra aerolínea de bandera o de los trenes. Paradójicamente, el viajero que se queja de esos trabajadores, el médico que observa los privilegios de los enfermeros, el economista que proyecta ventas en la automotriz y lee la paritaria que firmaron los de overol, estarían mejor de poder afiliarse a un sindicato que preservara sus derechos.

Los interlocutores que supimos conseguirLa pata sin la cual ningún gobierno camina. La pata que al moverse puede hacer tambalear cualquier estructu-ra. Esa pata viene amagando con tomar todo el cuerpo. Pero los viejos líderes sindicales que todos conocemos no dan la cara, no buscan votos, no tienen más proyecto que permanecer.

Esa ausencia de proyecto político se ve también en la división, otra vez, de las centrales sindicales. Mientras tanto, en cambio, las bases mantienen la unidad aun en conflictividad, con espacio para comisiones internas de izquierda que todos vimos por TV. Y todo se resuelve. En estos años, el enorme movimiento en las bases convivió con la paz social.

Sin embargo, esa turbulencia en las bases no tuvo correlato en las cúpulas: los jóvenes que lideraron mu-chas de esas luchas, no tienen espejo en esos líderes que llevan años y años al frente del sindicato.

Si el unicato es la clave para el poder al interior de cada sector económico, la democracia parece ser la llave para un poco de actualidad. Para un recambio genera-cional. Para poder pasar de trabajadores administrativos a líderes políticos, en el gremio o afuera. Para hacer po-lítica, para convencer a la gente, para ganar elecciones. Para ser agradecido, paciente y de pocas palabras.

“Es en este modelo protegido que los sindicalistas defienden a los trabajadores y los ponen en mejor posición año a año”