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Walter Melgar Paz editores SINCO Cuentos pendientes a o o

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Walter Melgar Paz

e d i t o r e s

S I N C O

Cuentos pendientes

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Colección de relatos breves

Hecho el Depósito Legal:ISBN:

© De esta edición: Walter Melgar Paz, 2006

• Edición a cargo de: Jaime Chihuán Gálvez• Diseño de Carátula y composición: José Carlos Chihuán Trevejo• Diseño e ilustraciones: Juan Tokeshi, Elda Chau• Encuadernación e impresión: SINCO Editores Jr. Huaraz 449, Lima 5, Perú Telf: 4335974 E-mail: [email protected]

Hecho en Perú

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Para Melisa y Vaniarazones suficientes

para seguir deambulando

Para Ernesto y Chela...que se salvaron de leerme

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• Presentación

7• Tierra Ignota

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• La Piedra Vacía

17• Confusión

23• Clave: Keops

35• Bodeguita San Hilarión

45• Crimen

53• La Tarea

57• La Factura

65• Círculo Vicioso

73• El Ángel

83• Altillo

91• Doxorrubicín

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Este libro reúne un conjunto de relatos que el autor, a lo largo de más de una década, fue gestando de manera casi clandestina y paralela a su quehacer profesional. Es significativo, por eso, que tanto en forma como en contenido, no tenga referentes ni pretensiones literarias explícitas.

En este contexto, no es difícil intuir que la escritura de Walter Melgar se nutre de la materia prima de su experiencia vital, que “deambulando” entre dudas y frustraciones, entre recuerdos y desencantos, va siendo recreada a través de la ficción dando forma a un universo narrativo signado por su autenticidad.

De esta manera, la conciencia del deterioro en el tiempo y la caducidad de la existencia en La piedra vacía y Bodeguita San Hilarión; la fatalidad como sino en Clave:Keops; así como la tensión dramática del relato y el tratamiento irónico del mismo que termina envolviéndolo todo en La Factura y Confusión, no son sino algunas muestras originales de un ejercicio narrativo, que habiendo pasado por un proceso de decantación, propone

Presentacion

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con esta publicación –a modo de balance– la liquidación de un saldo atrasado, de una cuenta pendiente que se tenía el autor para con su condición furtiva de escritor, que felizmente –para nosotros sus lectores– deja de ser tal. En ese sentido este libro que tienen entre manos viene a constituirse en la partida de nacimiento, la carta de ciudadanía literaria de un nuevo escritor. Salud por eso.

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Tierra ignota

Hace muchos años, cuando tú apenas eras un hermoso sueño que arrullaba mis noches silenciosas, llegaron al país unos danzarines de buenas almas. Llegaron bajando de nuestro pasado.

Venían alegres cantando en coro canciones que no en-tendíamos, tocando unas cañitas que no conocíamos pero que sonaban a rosas frescas y a río cristalino.

Eran como cincuenta y con sus cañas y con sus bombos, con su alegría y sus bailes fueron abriendo caminos por toda la pampa triste del sur. Nada los detenía, ni los altos cerros siquiera, ni las lomas siquiera.

Las gentes que no los conocían se acercaron de todos los pueblos para mirar. Cuál sería su sorpresa al ver que con sus marchas y sus cantos se iban abriendo unos enormes túneles por los cerros y al fondo se iban perdiendo uno a uno, paso a paso, hasta desaparecer.

Después de dos semanas en las que nadie se atrevió a entrar a los túneles, llegó un grupo de niños y niñas saltando y haciendo bulla con unas sonajas de piedritas

A Vania

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talladas. Y como los niños no le tienen miedo a nada, porque siempre son buenos, se acercaron a la puerta del túnel y entraron.

Una niñita de pelo marrón y unos ojos redondos y grandes que iluminaban la noche, dirigía al grupo. Al es-tar dentro se colocó en su rostro una sonrisa tan grande y hermosa que la noche se la copió para dibujar a la luna.

Su alegría era porque habían descubierto al interior del túnel una serie de ventanas. En una de ellas se veía imáge-nes de peces de miles de colores que repletaban azules lagos. En otra, cientos de venados corriendo libres entre grandes árboles que llenaban los cerros de frescura.

En otra ventana, niños desnudos con sus pelos largos al viento, acariciando pequeños zorros que bajaban a beber agua de sus manos y a juguetear con aguiluchos que inicia-ban su aventura de vuelo por los celestes cielos.

Pero esa alegría se fue transformando en tristeza al ver en las otras ventanas cómo unos hombres mayores mataban los venados, secaban el lago, destruían los nidos de las águilas y le quitaban la sonrisa a esos niños desnudos que jugaban libremente en el campo con sus amiguitos zorros.

Y la tristeza fue tan grande que lloraron todos los niños que estaban dentro del túnel. Lloraron sin parar hasta que el túnel se fue convirtiendo en un gran río subterráneo que arrastró a los niños y a las gentes mayores, las que se avergonzaron de lo que habían hecho en el pasado.

El llanto de los niños arrasó con todo lo que encontró en su camino y al día siguiente cuando salió el sol, se empezó

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a secar el agua de sus lágrimas, unas aguas saladas por la pena que sintieron, y por ello, las taras y los cactus no las querían beber y también murieron de sed.

Luego de muchos y muchos años que se secó el agua, un señor se aventuró a ir por esas tierras del sur con su hijita, en busca de la mañana. Cuando estaban caminando por las pampas encontraron por el suelo cientos de piedras talladas como puntas de lanza y las fueron recogiendo para ense-ñarlas a sus amigos. Siguieron andando y mientras más se acercaban al mar, escuchaban un rumor a lo lejos, como el canto de cientos y cientos de cañas que al viento dejaban oír sus mejores notas de alegría, amor y esperanza.

Creo que cantaban felices las almas de los niños y los danzarines porque llegaba una linda niña por esas solita-rias tierras del sur.

Ilo, setiembre de 1995

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No conoció reloj alguno; ni siquiera aprendió a ver la hora. Sin embargo, día a día, meses, quizá años –lo vi sólo dos– ahí estaba él, puntual.

Su figura se había convertido en imprescindible elemen-to de aquel curioso lienzo ensamblado irónicamente entre urbanizaciones residenciales, con sus autos, sus niños y niñeras, sus custodios de viviendas inviolables, sus fiestas estridentes de licor importado y finales de orgía.

Ese mundo extraño que los habitantes del callejón ape-nas respiraban durante los escasos instantes de tránsito al paradero del Ikarus y que jamás figuró entre los imagina-rios destinos de don Faustino, aquel día en que enrumbó hacia la capital.

Puntual era su llegada: dos de la tarde.

Cruzaba el callejón con esa figura encorvada por los años. Cruzaba acompañado de su soledad y de Torko, ese perro vago que años atrás lo eligió como amo quizá por lo semejante de sus aspectos: sucios, cabizbajos, de lento andar, lacónicos. Se entendían sin palabras, sus miradas

La piedra vacia´

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cruzadas eran suficiente para revelar el más íntimo deseo, el más profundo sentimiento.

Por diez años venía trabajando en el establo que, jun-to con el propio callejón, eran únicos vestigios de aquel colorido fresco de chacras, vacas, flores y peones que fue algún día Surco. Diez años en que, infaltable, conducía a las siete u ocho vacas mosqueadas y endebles por el borde de aquella acequia que alguna urbanizadora olvidó cana-lizar y que hoy era depositaria inerme de excrementos de los habitantes del callejón, piscina refrescante de niños aventureros, lecho de perennes malahierbas.

Cruzaba a diario para sentarse en aquella piedra suya y por dos horas transformarse en un ser sin vida, de quietud apacible, impenetrable, abismal. Escultura tallada en barro; armonía perfecta con el fondo de adobes carcomidos por el tiempo y el olvido, pared que en horas infinitas sirvió de respaldo a sus más recónditos sueños; pared inagota-blemente recorrida por esa mirada errante y desconsolada por sólo hallar telarañas y gráficos inentendibles (luego alguien le descifraría: Bedoya Presidente).

Todos los días: dos de la tarde y ahí estaba él, infaltable.

Sentado siempre en esa piedra junto a Torko, guardián de vacas, de pobreza, de niños, de tristezas, animado por el zumbar de las moscas que sólo él sabía transformar en deliciosa armonía de huaynos mil veces cantados y a las que miraba sin preocupación, compasivo, tal vez imaginando sus destinos (nunca supe si las moscas seguían el olor de estiércol, el del viejo o las atraía la caracha del perro).

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Una tarde pasé como de costumbre –la rutina de la uni-versidad– rumbo al paradero y no estaba. Pensé por un instante que había salido de mi casa con algunos minutos de adelanto. Inocente creí que se había dirigido a pastar a otro lugar. Esperé por más de media hora y no llegó.

Hoy hace un año que el viejo no regresó. Las vacas tam-bién dejaron de venir. Al perro lo seguí viendo durante una semana, penitente, en todo momento junto a esa piedra ahora vacía, de nadie, hasta que el hambre, la caracha o la soledad lo mató.

Está ausente –quizá siempre lo estuvo–. La acequia sigue apestando, los niños creciendo en sus aguas, la malahierba retoñando, la gente pasando indiferente, la piedra vacía esperando su regreso.

Lima, enero de 1983

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Confusion

No sé por qué extraña razón, desde que abrió los ojos a este nuevo día, Joaquín Estremadoyro supo que las cosas serían diferentes, hasta mejores. Quizá era aquel memo de Dirección citándolo a esa ansiada reunión.

“No hay caso, creo que estamos frente a un nuevo ata-que de optimismo”. Piensa. Mientras que con la bolsa de basura entre las piernas y su maletín colgado del hombro izquierdo, trata inútilmente de dar las dos vueltas a la llave en esa maldita chapa que generalmente le hace perder unos minutos cada mañana, teniendo que soportar las miradas y cuchicheos de las vecinas de al lado, que emergen puntuales y hacendosas a barrer la frentera de sus casas y hasta la pista recién pavimentada a punta de polladas.

Que vaya usted nomás, joven, que nosotras estamos pendiente joven, que este comité no es como en Chalaca, joven, que mi Sonia siempre hecha una miradita joven. Con un buenosdías y un muchasgracias y socorrido por su viejo truco del reloj y el ya es tarde, se apresura en ganar la bajada del Malecón de Alto Ilo, el desvío necesario hacia el contenedor de basura y al fin la vereda adoquinada que lo llevaría rumbo a la Oficina.

Mientras sus tosidos y él se abren paso entre los humos de la Southern, que los vientos de mayo acarrean hacia la

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ciudad, recuerda la última fiesta organizada por la vecina de a lado luego que el Alcalde se retirara llevandose a cuestas los seis vasos de champán y un generoso plato de picante a la tacneña, habiendo cumplido con la inauguración de la pista en nombre del pueblo de Ilo.

Ni bien retumbó en la cuadra el sonoro cuatro cajas son mías, y derrotada la solidaridad del Comité por el deseo de seguir tomando gratis, con buena música y derrepente ganarse alguito, los lobos de la cuadra se arremolinaron y pugnaron por conquistar una ubicación privilegiada junto a una de las hijas de la vecina, en uno de los sillones de esa amplia sala diseñada en los sesentas, sin importar que sus esposas, demostrando tal desagrado, levantaban ollas, platos, mesas, hijos y el toldo de la Arequipeña prestada por Carrillo.

Joaquín era testigo consuetudinario de aquellas histó-ricas jornadas de la vecina, que sólo sucumbían cuando el último de los parroquianos salía despavorido, dejando tirado por los suelos restos de pollos a la brasa, botellas vacías, sábanas cómplices, algo de dinero y su respectiva fidelidad. La música a todo volumen y los cánticos desafo-rados que las cuatro hijas iniciaban a golpe de tres de la mañana eran preludio de un profundo silencio roto por los gemidos percibidos por su oído sensitivo e inquisidor, o por la incomodidad que le producía el deseo inconfesable de estar en uno de esos lechos.

Siempre a golpe de tres de la mañana. Era una de las pocas verdades absolutas que su escepticismo había dado paso y que le permitió –aquella noche en que tomó hasta el hartazgo– escabullirse entre los jardines de la vecina, cubrirse con el manto negro del viejo molle sin importarle

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los ladridos del perro, aproximarse a la ventana y contem-plar entre las cortinas raídas, atónito y embriagado –ya no por las cervezas– el espectáculo del acto sexual ajeno. Su asombro sólo fue superado por la sensación que le causó la mirada de Sonia clavada directa e inmisericorde a sus ojos, imperturbable ella, como si hubiese estado esperan-do a que el único espectador tome posición de la butaca preferencial en aquel acto histriónico. Tardó un minuto en recuperar la sobriedad y la vergüenza –que se apoderaría de él por siempre– tiempo suficiente para entender que esos movimientos eran para él, que esos gemidos eran para él, que sus mejores acrobacias se las dedicaba a él, que sus salivas y flujos íntimos los segregaba para él. Un minuto de alucinación, sueño, transportación y éxtasis que sólo fue quebrantado por ese pedo impertinente emitido por aquel poto grotesco, que luego supo, era del dirigente del Comité.

El estridente pito del tren de las siete y cincuenta que cruza raudo la Avenida 28 de Julio y que lo obliga a se-guir de frente para no perder tiempo y llegar temprano a la Oficina y a su reunión con Dirección, lo saca de su abstracción. Sonriendo y mientras se despoja de su rubor, susurra, qué pendeja.

* * *

Más de tres años sentado en este mismo escritorio, en este mismo rincón,mirando envejecer los mismos anaque-les que hace tiempo sucumbieron ante la ruma de papeles y documentos que se acumulan como se acumula el polvo en esta azotea elevada de estatus a partir de la instalación de estos cuartos prefabricados. Cuarto piso. Ultimo piso,

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no por la altura del edificio, sino por el orden de jerarquía institucional que ocupa nuestro Departamento, azotea mía hecha depósito, azotea mía hecha recinto, azotea mía hecha hogar, azotea mía hecha mierda por la falta de mantenimiento, debido a ese maldito presupuesto que Administración dice nunca alcanza para nada, para nada de este piso.

* * *

Más de tres años que él espera las diez y media, hora en que disciplinadamente su jefa de Departamento se escapa al mercado Pacocha para su habitual desayuno, que por su rango dura cerca de una hora, tiempo suficiente para que, dueño absoluto de los ambientes, tome por asalto la única computadora para pasar en limpio sus poemas nunca leídos por nadie y seguramente nunca publicados, interrumpido sólo por los largos minutos de contempla-ción de la inmensidad de ese mar que desde el marco de la ventana era transformado a su antojo en múltiples óleos, consagrándose así en un afamado pintor, en un ilustre poe-ta, en un romántico soñador y en un archivista de cagada que para el mundo de la Oficina sólo existía en el Cuadro de Asignación de Personal como Técnico III.

- Por fin llegó mi hora, valió la pena esperar tanto.

Se alienta en voz alta mientras, nervioso, seca el sudor de sus manos con esas toallas faciales confeccionadas por él mismo con papel higiénico y perfume barato. Incrédulo aún, abre lentamente el primer cajón de su escritorio y extrae el papel doblado cuidadosamente en dos, lo coloca sobre el cuaderno de registro de ingresos de documentos y lee por enésima vez «Memo número trescientos setenti-

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séis guión noventicinco guión dir, punto; a, dos puntos, Joaquín Estremadoyro, punto; de, dos puntos, Dirección, punto; asunto, dos puntos, el que se indica, punto; fecha, dos puntos, doce de mayo de mil novecientos noventicinco, punto; sírvase presentarse en dirección el día de mañana a las ocho y treinta para una importante reunión de trabajo relacionada con la organización y producción de informa-ción institucional punto; la Dirección, punto».

* * *

Nunca imaginó estar en la oficina de la Directora a pedido exclusivo de ella, reunido además con el men de Planificación y su jefa de Departamento, piensa, mientras lo ponen al tanto de ...esta tarea importante que la Oficina quiere encomendarle por ser considerada trascendental para la definición de su nueva estrategia de reorganización institucional....

Apenas su jefa de Departamento –la de los desayunos– toma la palabra, Joaquín prefiere ocuparse de asuntos más importantes que el tener que escucharla, su sólo olor a axila era más que suficiente ya que le causaba una repugnancia superada sólo por las cojudeces que hablaba. Palpa con la suela de los zapatos la suavidad de la alfombra roja, ojea disimuladamente los ceramios chiribayas que ocupan la vitrina al lado del plano de la provincia, descubre la exis-tencia de una cafetera eléctrica, ausculta detenidamente aquel orden impecable del escritorio de olivo, vuelve sus ojos sobre la cajetilla de cigarros que la Directora acaba de dejar sobre la mesa, tan evidente que propicia un sírvete uno si gustas. La negativa no se hace esperar, más por vergüenza que por abstinencia.

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- Entonces sírvete un café, Joaquín, es colombiano. Lo traje de mi último viaje. Está riquísimo.

Ese ofrecimiento no le parece casual, teniendo en cuenta las escasas veces en que le ha dirigido la palabra en estos últimos tiempos. Entiende entonces que se trata del inicio de una comunicación paralela, misteriosa, subterránea, secreta entre ella –su Directora– y él. Inmediatamente for-mula una hipótesis y espera, paciente, su comprobación.

... porque en estos tiempos de modernidad en que las comunicaciones han pasado a cumplir un papel importan-te en la toma de decisiones de la alta gerencia, situando a nuestro Departamento en inmejorable ubicación ..., se esmera la jefa, sin darse cuenta que nadie toma atención a sus palabras, y Joaquín, en lo suyo, esperando otra señal de ese código que –supone– está en pleno funcionamiento. Diez minutos más y se hace presente. No puede ser más evidente. La Directora cambia de ubicación, dejando la mesa de trabajo para sentarse en su silla giratoria, preci-samente frente a él. Se quita los zapatos y coloca sus pies recogidos sobre la silla, abraza sus piernas y recuesta su mentón sobre las rodillas.

La contempla a plenitud: su blusa blanca bordada ha-ciendo juego con el chalequito negro de gamuza, su falda larga de chalís floreada sujetada con un cinturón de cuero. ...y por ello, es que le encargamos a Estremadoyro nos haga un reporte preciso de la producción de información de los departamentos de la Oficina, según tipo de información y número de hojas utilizadas para ello, lo cual será cruzado con la que Administración nos proporcione para evaluar los costos exactos..., sus uñas bien cuidadas abriéndose paso entre la falda para encontrarse con sus muslos que

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le fueron mostrados en privilegiada sonata producida por el roce con las medias nylon de color negro, ...sabedores de la capacidad y gusto personal que Estremadoyro tiene para la clasificación y archivo de estadísticas..., su pelo suelto jugueteando en plena disertación aburrida de la jefa de Departamento, y finalmente su mirada clavada directa-mente a sus ojos.

Fin del mensaje. Concluye Joaquín con mucha seguridad.

Inmediatamente ensaya conclusiones preliminares que se tornan contundentes cuando, interrumpiendo la reunión con su andar de garza, la Directora se le acerca pidiéndole si no es mucha molestia ¿puedes quedarte hasta la hora que sea necesaria para que me entregues personal-mente un avance de dicho Informe? Sus dudas sobre las posibilidades de cumplimiento del pedido sucumben ante el yo estaré trabajando hasta tarde, así que te espero en mi oficina.

* * *

“Lo supe, siempre lo supe: le gusto”. Piensa. Mientras da su señal afirmativa, incondicional, con excesiva reverencia, agradeciendo la confianza depositada en mí, esmerándose en convencerla de que no fallaré a los requerimientos de la Oficina, haciendo explícito mi total identificación con los objetivos institucionales y unas cuantas frases más que lo único que buscaban era ocultar el terrible deseo de estar a solas, con ella.

Trabaja todo el día, como nunca lo hizo en estos más de tres años que venía sirviendo a la Oficina desde su re-legada azotea.

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* * *

- Adelante.

Su voz sensual inunda los pasillos deshabitados a esta hora de la noche, propiciamente iluminada por la luna llena. Mi seguridad hace que irrumpa nuevamente en su despacho que, a partir de este segundo, será convertido en aposento del amor, de la verdad oculta por ambos, de la pasión, de los cuarenticuatro poemas que se los entregaré editados exclusivamente para ella.

La puerta se deja abrir dejando a la vista un manto de niebla por donde me deslizo sigiloso para ubicar su pre-sencia y ahí está, descalza sobre la alfombra, cual mágica escultura de diosa griega, de espaldas para ocultar su pudor, cogiendo con una mano el cigarrillo y con la otra acariciándose los labios esperando seguramente su encuen-tro con los míos, invitándome con sus largos cabellos on-dulantes a la seducción inmediata, contoneándose delante de la mesa como quien ubica desesperada el terreno de la batalla, aspirando el aire que se escurre por la rendija de la ventana para controlar unos segundos más sus ímpetus de fiera.

Sereno, me acerco. Siete pasos, sólo siete pasos nos sepa-ra esta vez, los cuales recorro en infinita agonía, los cuento, los padezco estoicamente sabedor de lo gratificante de este final, mientras ubico un mejor lugar para depositar las ta-zas del café de la mañana, el cenicero, el diario y los papeles que dejamos sobre la mesa luego de la reunión. Suelto mi fólder y ya detrás suyo, casi rozando sus preciosas nalgas ocultas por su falda floreada de feminista, la cojo por los hombros, le doy vuelta con fuerza de macho y ternura de

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amante, miro esos grandes ojos negros de aceituna que se abren desesperados gritándome tómame, la envuelvo en un profundo abrazo y corono mis más de tres años de azotea y abstinencia en un eterno beso de pasión y saliva.

La respiración se hace necesaria, ella me retira de su lado, me mira, no puede creer este ansiado momento hecho realidad, no puede hilvanar palabra alguna para demos-trar sus sentimientos, toma aire, se contiene para darse fuerza, el color le viene al rostro, aguardo paciente su voz diciéndome que te amo, que te deseo, que te esperé tanto, que hazme el amor...

- ¡Qué te has creído hijo de puta! ¡Con quién crees que estás, archivista muerto de hambre! ¡Mañana a pri-mera hora quiero ver tu carta de renuncia sobre mi escritorio! ¡Huevonazo!

* * *

Subiendo por el malecón de regreso a casa, Joaquín Estremadoyro mira las luces de los barcos que se alejan de la bahía y con el último sorbo de humo arrancado a su Hamilton, comprende que sus más de tres años de azotea han llegado a su fin. Decidido, tira al piso el pucho del ci-garro, lo aplasta sin apremio ni compasión, aspira sereno la refrescante brisa de la noche y dice triunfante y en voz alta:

- Esta noche me tiro a la Sonia, carajo.

Ilo, febebrero / junio de 1995

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Clave: Keops

Definitivamente estoy de acuerdo contigo, Javier, en que los acontecimientos de este día se fueron hilvanando años atrás gobernados de manera precisa por esa fuerza vital y misteriosa, energía que te envolvió y aprisionó inmisericor-de, te destajó el vientre, se te introdujo y se ubicó en cada milímetro de tu humanidad, cada célula, cada resquicio de tu voluntad, haciendo de tí nuevamente un despojo de nuestra especie, su víctima, su guiñapo.

Apenas se fue la luz y se paralizaron las computadoras, sentiste -después de mucho tiempo- que rondaba por tu escri-torio su espectro. Su olor te era ya familiar, lo habías sentido con nitidez aquel verano en que te condujo sin advertirlo a la ruptura definitiva con Lorena. En vano fue la resistencia que ensayaste de manera improvisada aquella vez cuando recorrían los frescos jardines del malecón de Miraflores. En vano fue que te detuvieras en Armendariz, teniendo como marco maravilloso la caída del sol, para esbozar un lacónico perdóname que, a pesar de tus esfuerzos, te supo a vómito de borrachera barata en el Sunset. Y todo para quedar solo, en compañía de ese dominio enigmático que empezaba a anidar en tus entrañas.

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Sí, Javier, coincido contigo cuando señalas que irrum-pió nuevamente en tu debilitada estructura luego de la operación de apéndice, abordándote aquella tarde en que saboreabas tu segundo café en compañía de Tony Segura en el refugio en que convertiste la Cafetería de Letras de la Católica, en reemplazo de tus habituales clases de lite-ratura. Sin embargo, esos retortijones que ya empezaba a causarte esa rara presencia, no fue impedimento para que siguieras –absorto– el hilo de la narración de su borrascoso fin de semana en su departamento de Breña, ni para que te lo imagines en desaforados contoneos de caderas que se ha-cían deseables en la tenuidad del ambiente, propiciamente creado para resaltar su apretada falda y sus grandes ojos negros, delineados finamente a contrapelo del púrpura que exageraban sus pequeños labios, aquellos que de no haber sido suyos, de seguro hubieses deleitado en arrebatado beso. Alucinación que sólo pudo ser interrumpida por el vaho salobre que inundó tu mesa envolviendo en penumbra fétida aquel rincón cómplice y que sirvió de perfecto alicien-te para tu final decisión de dejar los estudios y desaparecer para siempre de esas aulas, de esos jardines, de esos hijos bonitos de papá, de esos eternos soliloquios.

Creo que no te equivocas, Javier, cuando señalas que también percibiste su compañía inesperada, invisible, aquella vez en la sala de redacción en que cogiste la vieja máquina sin entender el hecho y tipeaste una magistral carta de renuncia mandando a la mierda aquel trabajo, con sus redactores de camisas grasientas, con sus jefes ineptos, con sus hermosos traseros de secretarias que de vez en cuando hacías tuyos, con sus papeles regados por doquier prestos a satisfacer tus necesidades de cagar, con sus ceniceros repletos de angustias matutinas, con sus

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gritos y humores que por tres años soportaste en desme-dro de ¡Dios sabe! cuántos poemas jamás escritos, y con él, cerraste una etapa de tu vida llena de menús de a tres mil intis y refrescos insípidos en diversas chinganas de Quilca, de ambientes atosigados de humo de cigarro, de moribundos omnibuses, de viernes de cervezas con Lucho, de soledad y ya, sin nada, enrumbaste a Ilo, guiado apenas por aquel anuncio del periódico.

Y esta tarde, Javier, en la pulcritud de tu escritorio, nue-vamente su presencia. Es como si te poseyera y te llevara de la mano, seductoramente, a traspasar el umbral de lo negado por tanto tiempo como resultado de la avenencia confidencial que hiciste contigo mismo cuando llegaste hace tres años. Te conduce acariciando cada vez más tus deseos a medida que sorteas uno a uno los escalones que te encum-bran al cuarto piso de la empresa para finalmente ingresar en inusual plática con tus compañeros de oficina, aquellos que consideraste siempre ajenos, siempre distantes.

Y haces tuyo el rincón de siempre, cautivo del esplendor del ventanal que te regala, generoso, singular lienzo rebo-sante de barcazas, de pescadores tardíos, de reverberantes olas, de aves mustias ávidas de refugio nocturno, como el que empiezas a atesorar a despecho de las nimiedades de tus anfitriones que en solaz contubernio fabrican lo que insospechadamente sería tu final anticipado por aquella invitación a salir a la discoteca con unas hembritas que conozco y que seguro se van a portar bien, flaco.

No me explico, Javier, cómo es que sin concederte esos habituales minutos de raciocinio sobre los pasos que debes dar cada vez que te enfrentas a situaciones inesperadas

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(costumbre extrañamente adquirida por estas tierras del sur a desdén de tu libertad), subes al volkswagen de Julito, quizá con la secreta esperanza de lograr ensayar una justificación para hacer entender a tus acompañantes sobre tu repentino cambio de decisión al llegar al cuarto que habitas y al que ahora se dirigen para que te cambies de camisa, esa maldita costumbre de cambiarte camisa dos veces al día, caramba.

El bochorno que se apodera de ti es casi instantáneo, quizá debido al calor emanado por el forro de piel de los asientos combinado con el olor a gato que aún mantiene atrapado estos estrechos ambientes, los que, adviertes, se agigantan con la fresca brisa que ya te indica la marcha por la calle Abtao.

El resto es sólo apreciar cómo se inmolan una a una las cuatro esquinas de la 28 de Julio antes de llegar a la subida de Alto Ilo: con sus semáforos recién adquiridos por no sé qué institución, con sus vendedoras de sánguches y anticuchos, con sus colegiales de todos los colores, con sus emporios, con sus chifas, con su grifo, con este maldi-to tren que justo se le ocurre pasar a esta hora y con este carro de mierda que no jala.

Ya en tu casa corroboras tu derrota. Tu nueva derrota. Hasta cuándo vas a seguir sucumbiendo frente a las presio-nes. Hasta cuándo no vas a aprender a decir no. Preguntas que te castigan una y otra vez. Siempre diletante, siempre contemplativo, siempre dispuesto a ser presa inmutable de hechos adventicios que te han costado pérdidas irrepara-bles y que ahora, no imaginas, se convertirán en cenotafio y epíteto de tus treintitrés años de existencia.

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No acabas de reaccionar a tu inquisición y te ves ya por la casi virginal vía costanera. Esta vez con camisa limpia, claro. Perpetuo buscador de consuelos de los cuales asirte, sempiterno náufrago de tus desventuras, de tus pereci-mientos, como el que sientes en estos precisos instantes en que te alcanzan la botella de vino para ir calentando maquinas, cholo, mientras que con el vaso de plástico en mano aprecias hermoso, longevo, al sol en cópula perfecta con el mar en lontananza. Pareja que en púdico acto des-pliega maravilloso tul endrino, para dejar a tu imaginación voluptuoso desenlace. Desenlace que empiezas a desear para ti. Nuevamente para ti. Calladamente para ti.

Sí, Javier, no es necesario que me expliques que una vez más esa fantasmal presencia y las dos botellas de vino en complicidad, te guían cual fogaril de muerte a traspasar entre curioso y penitente los umbrales del Keops, recinto sagrado de frescas ninfas, dominio innegable de pactos carnales, preludio alucinado de noches borrascosas, de mar y espuma, de arena y gemidos, de pasado y futuro inciertos.

Y ya dentro, Javier, en la mesa y entre el bullicio, las luces, los Winston light, los tragos, los Carpenters y un incontenible morbo, escrutas delicado, insinuantes mus-los; escalas invencibles, rozagantes pechos; aspiras adicto, sinuosos perfumes; delineas magistral, siluetas ajenas: una a una las parejas de tus amigos.

Y te embarga cierto hálito de culpabilidad que se mul-tiplica, como se multiplican las cervezas, cuando repenti-namente descubres su mirada. Esa mirada oscura como ocultando su presente y pasado. Mirada sibilina que te

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corresponde tímida y seductora a la vez. Mirada fulgurante que te ofrece lentamente, de abajo hacia arriba, como para no levantar sospechas. Mirada cómplice que juguetea con tus temores, con tus íntimos reproches de faltar a uno de los mandamientos divinos. A pesar de ello, Javier, el resto para ti se hace ausente desde aquel momento, esperando ansioso algún movimiento de sus labios silentes enmarca-dos en línea de fuego.

Vamos a bailar, y te dejas arrastrar por su voluptuosidad, por sus movimientos y gestos, acompañados por la asinco-pada danza de sus cabellos libres, en violácea penumbra que embriaga el ambiente. Ambiente que notas nuevamente familiar, extrañamente familiar. Y sin embargo bailas con ella una y otra vez. Y miras de reojo a su pareja, una y otra vez. Y bebes una y otra vez brebaje de muerte anunciada, pero ahora a su lado. Y dialogas con sus ojos enigmáticos hasta el hartazgo, hasta quedarte sin palabra, sin aliento. Y acaricias sus labios con tus deseos. Y te transportas en inusual carruaje de seducción. La sientes tuya por un instante.

Sí, Javier, definitivamente todo empieza a aclararse para ti en este preciso momento en que ella sale del baño abriéndose paso entre las parejas y regresa con los labios pintados de rojo púrpura, los ojos delineados de negro, el pelo alborotado, envuel-ta en túnica transparente invitándote a la inmediata posesión, transportando en sus delicadas manos dorado grial que te ofrece luego de verter sobre ti extraño sortilegio al que respondes ingenuo prefiero tu mirada a un trago de coñac Norvil, más por respeto a la regla juvenil de no mezclar tragos, que al pre-sagio de cierta maldición milenaria que empezaba a inundar tu razón. Pero sucumbes a pesar de mis advertencias.

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Sucumbes una vez más a sus deseos, a su destino, a su ritual, a sus besos, a esos ansiados besos, que saben a daga mortal que te atraviesa el pecho y que pensaste sería su refugio esta noche infinita. Sucumbes como lo hiciste frente a tu decisión con Lorena. Abdicas como lo hiciste cuando dejaste la universidad. Te rindes a ella como lo hiciste cuando mandaste a la mierda el periódico y raudo, debilitado ya, te asilaste en estas tierras del sur.

Toda lucha es vana, todo esfuerzo inútil. Ahora que la discoteca sufre una extraña e incomprensible transforma-ción, umbría de terror, de seducción fatal; ahora que se presentan ante ti imágenes pretéritas de tu paso por las ciudades celestiales de Ñ’Out, Meska, Kenemt y Shedt; aho-ra que se yerguen límpidas historias arcanas de la creación del hombre y su final.

Repentinamente la escena queda brillantemente ilumi-nada, la tierra tiembla como estremecida por fuerzas telú-ricas, milenarias, y las estatuas y pinturas que te rodean se animan, hablándote y formulándote admoniciones. Los espíritus de los muertos se te aproximan, pero se mantie-nen alejados de tu contacto. Truena, los rayos caen, las luces centellean y las escenas de terror se multiplican por doquier ante tus ojos, ante tus ojos de elegido como vícti-ma del horror, de delicioso horror. Finalmente la aprecias convertida en diosa egipcia y te arrodillas tembloroso ante su sublime y mortal figura.

Sí, Javier, tardíamente descifras esa enigmática presen-cia, deidad que –ahora comprendes– se apoderó de ti hace nueve años en Lima. Te eligió para hacerte suyo, te destinó para el sacrificio que eternamente tiene que repetir para

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alimentar su vida, su belleza, su mirada. Tardíamente en-tiendes que los últimos acontecimientos de tu vida han sido elaborados y conducidos cuidadosamente por ella y para ella, hasta hoy y por siempre. Tardíamente y con el alba, reparas que te encuentras próximo a traspasar el umbral de lo ignoto para transformarte en eterna diócesis de su pasión. Tardíamente das cuenta del ingreso al túnel que te conduce a tu fin, observas tus pasos que te encaminan a su destino, cautivo eterno, guardián penitente del templo, su templo: el Keops.

Ay, Javier. Si tan sólo me hubieses hecho caso cuando te advertía que antes que tú, yo ya había sido suyo.

Lima, julio de 1997

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Bodeguita San Hilarion

Cuatro en punto. Hora exacta. “Situación de lo más ex-traña en nuestros servicios de transporte aéreo”. Piensa. Mientras se apresura por ganar la escalinata flanqueado por los primeros recuerdos de su último viaje y un alenta-dor cálculo sobre las posibilidades de ahorro de los viáti-cos que la empresa le suele otorgar en estos casos en que, solícito, viajaba a ofrecer los nuevos productos en alguna lejana provincia del país.

Los 36 grados centígrados, el bochorno, la ardiente pista del aeropuerto de Piura, la necesidad de un refrescante baño, las ansias por recorrer nuevamente las calles de Castilla, o quizá el secreto deseo de acabar con este ho-rrible trabajo, apresuran sus pasos rumbo a un hotel mi estimado, bueno pero barato, claro, en el centro, Hostal El Sol, la avenida Sánchez Cerro, no me ubico pero me parece bien, muy amable.

La toalla al cinto, un cigarro, el ventilador y La República le brindan unos breves instantes de serenidad, mientras que una a una las gotas de su rostro mojado aún inundan los párrafos noticiosos que hacen alusión a las primeras apariciones de la Corriente El Niño en Zarumilla, Aguas

A Raúl Rimachi

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Verdes y Machala; invitan a las fiestas de aniversario de Catacaos y dan cuenta del matrimonio al estilo chalán de algún hacendado sobreviviente en estas tierras y épocas que para Francisco se hacían remotas, tan remotas, como los recuerdos que con el segundo cigarrillo y echado ya sobre las sábanas, lo abordan de manera repentina.

- Puta, ya han pasado veintiún años.

Entre sobrecogido y lastimero, fue delineando cada uno de los detalles de su primera y anterior visita a la ciudad de Piura, cuarto de media y tirando dedo, qué pendejo el Raúl para traerme tirando dedo desde Lima. Y es que ha-bía que demostrar a los viejos que ya no eran unos niños; había que demostrar a los mierdas de la promo que el ser brigadier no te daba título de huevón; había que demostrar-se a sí mismos que tenían los cojones bien puestos; había que demostrar que los quince años estaban hechos para cagarse en la nota. Camina y no te quejes mierda, ya nos jalará alguien. Y ese hijoeputa que no paró. Las ampollas me matan las perras. El Raúl. También las semejantes botas que traes, pues. Y la fiebre que me dio por bañarme en la acequia, y la noche en que nos asustó el burroemierda en aquella generosa pero desconfiada casucha de algún lugar del camino rumbo a Castilla. Guaaa, chee...

Aquinomá, en la esquina, pata. Te pasaste, choche. Avenida Grau, Castilla, bodeguita San Hilarión. Mis tíos son el deshueve Paco. El Raúl. Y ya entrando, precedida de miles de moscas, la tía, Rauliiiiiito cómo has crecido. Y los plátanos fritos y el bistec de medio kilo y el hambre del carajo que traíamos, y las patas que le latían como le latió algo más que el corazón cuando el flaco Raúl vio salir a

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su prima del cuarto acompañada de Marielita, la vecinita. Hola. Y ella roja con un rojo provinciano, lindo rojo pro-vinciano de chiquilla que recuerda también las escondidas, la pega, la botella borracha. Y en la noche el flaco Raúl y su cojuda confesión: estuve templado, bien templado de Mariela y nunca me declaré; la víspera al traslado de mi viejo a Lima le iba a caer y me chupé, Paco; pero ahora que me cache un burro si no me la planeo. No regresamos a Lima si no me la planeo. Así se habla, flaco.

Las bocanadas de humo del tercer Hamilton y un re-mordimiento tardío se mezclan en un sabor amargo en su paladar. A pesar de ello, Francisco se da cuenta que era dueño aún de una noche antes de emprender viaje rumbo a Ayabaca a ofrecer sus productos. Una noche y algo de viáticos para gastar.

- ¿Y si la busco? Se pregunta con cierta sorpresa.

Nunca se lo dije, lo cerré bien feo. Puta que fui bien mierda. Él me confió su secreto y yo lo cagué. Fuimos como hermanos desde la primaria y yo lo traicioné. El flaco la quería, a mí sólo me gustaba. Nunca se lo dije. Los paseos en trío por el centro, el regreso nocturno por el puente viejo, las casas adornadas de caña y barro, los churres descalzos dibujando óleos al viento, el parque, las maza-morras en mesitas frente a la iglesia, los lonches donde la tía, otra vez la botella borracha pero ya no de niños y Raúl nada. El tono con luces en la cuadra de atrás y Raúl nada. Miguelón, su pata de infancia castellana, ofrecién-dole marihuana y Raúl nada. Dos últimas noches y Raúl nada. Que se joda. Mariela, te invito una mazamorra. Raúl ocupado conversando con su tía. Vamos pues. Ella. Y la

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noche fresca de algarrobo propicia para una caricia en sus cabellos, su vestido floreado transparente a la luna, dibujando cómplice sus pechitos tiernos, unos deseos des-conocidos aún, una mirada silenciosa que dice demasiado, un me gustas, un beso, una respuesta. Lo cagué al flaco. Qué mierda que fui.

Desorientado y con sus recuerdos, Francisco se viste, carga con todo el dinero de sus viáticos y enrumba hacia destinos inciertos en esa ciudad que empieza a refrescarse de noche, a colmarse de luna nueva y de gentío, de andan-tes displicentes, emparejados, solitarios, andantes al fin de cuentas. Camina consciente que tiene una noche para él, sólo para él, que tiene ciento ochenta soles de viáticos para gastar, que odia su trabajo, que está preparando una vez más la traición a su amigo, que es una huevada pensar en cojudeces de hace más de veinte años.

“Soy un hombre, el flaco Raúl está en Alemania, bien lejos, casado, con plata y las mujeres existen en este mundo para algo y ese algo esta noche soy yo”. Se alienta.

Apresura el paso. Deja la avenida Tacna para tomar la Bolognesi. Una discoteca, unos tragos, y que pase lo que tenga que pasar. Cruza el río en medio de una oscuridad absoluta, infinita, que lo inunda de deseo, de aventura, de veintiún años atrás, de amigos lejanos, de traiciones olvi-dadas, de vestidos floreados ofreciendo maduros y jugosos pechos, de hoteles baratos, de viajes furtivos, de silencio y ausencia, de Mariela.

Castilla, avenida Grau, quinta cuadra, bodeguita San Hilarión ofreciéndole imágenes pretéritas. Avanza. Cons-telación de moscas, paredes raídas, avejentados tíos, Raúl

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lejano. Te cagué de nuevo. Ambiente rancio, Mariela es-perando a la vuelta, casuchas pintadas de barro y caña, banderita roja, chicha de jora y lisura, acera inconclusa, perros hambrientos, noche más oscura aún, celestina. Ma-zamorra en mesita y tierra en la puerta, su puerta, cuatro niños descalzos, hirsutos, jugueteando la pobreza en su entorno, señora de eclipsados contornos, ruinosa figura engalanada apenas por un vestido de flores mustias, de aromas extraviados, vestido que le revela, entristecido, marchitos pechos de leche y amantes, pechos que antaño lo deleitaron en prohibidos sueños y que hoy lo obligan a mirarse a si mismo y admitir que han pasado veintiún años en su vida y que Raúl no está aquí, como no lo estará más Marielita.

Silencioso, Francisco recoge sus pasos y en la mototaxi que lo conduce de regreso al hotel, ensaya mentalmente y por enésima vez el habitual discurso que deberá pronun-ciar frente a sus potenciales clientes. Acaricia su incipiente calvicie. Siente los billetes de sus viáticos en el bolsillo del pantalón. Se pregunta qué podrá comprarle en Ayabaca a su mujer y a su hija, que a estas horas ya debe estar dur-miendo, lista para hacer la primera comunión, mañana. Respira profundamente.

Lima, diciembre de 1997

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Crimen

Se había convertido en una maldición al extremo inso-portable.

Jamás sospeché que tan sólo su presencia –que a fuer-za de ignorarla en ocasiones la tornaba casi impercepti-ble– sería capaz de perturbar mi calma al borde del delirio. Siempre al acecho, lacerando impía cada milímetro de mi ansiada soledad. Intrusa perpetua de mis recónditos refugios. Celadora impenitente de mis sagrados actos de humanidad. Criatura indómita presta a avasallarme.

Ya desde las épocas de estudiante había notado que su presencia engendraba en mí, cierta repulsión, sin embargo, diría que me acostumbré a ella. Sentimiento que se acen-tuó aquellos días de casados en que ni la majestuosidad del paisaje que nos regalaba cada atardecer desde nuestro pequeño mirador de Barranco, lograba infundirme con-miseración alguna por la condición a la que había sido relegada, criatura grotesca, irritante.

Y esta tarde, una vez más –sin respetar la privacía que anhelo en esta habitación solitaria a la que estuve destinado desde siempre– se introduce descarada a revolotear mi exis-

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tencia. Se acerca, me mira desenfadada con esos enormes ojos, susurra inoportuna mensajes inentendibles, me acosa como siempre lo supo hacer. Cierro lo ojos. Maldigo.

Tengo que hacerlo. Es momento de librarme. Apenas se trata de ponerse sereno y escoger la vía más rápida y efectiva de acabar con ella y devolverme la tranquilidad que perdí en épocas remotas. Me acerco al librero. Papeles, mi pipa, el cenicero de mármol, la daga, más papeles, el candelabro de fierro, una novela de Giorgo Bassani. Sólo es asunto de escoger.

Con el arma en la mano, impávido, espero el instante propicio. Arremeto con todas mis fuerzas. Se libra de lo que consideré inicialmente un certero golpe. Sus raudos y desesperados movimientos dibujan círculos en la estrechez de mi recinto. Insisto. Extenuada, siente su inminente fi-nal. La soporté tanto tiempo pero llegó la hora de dejarme en paz.

- ¡ Toma !

Un silencio sepulcral antecede a mi deleite. Observo indiferente la escena del crimen. Todo ha terminado. En el suelo, cerca de la lámpara, yacen inertes sus restos. Limpio con delicadeza la portada de mi Giorgo Bassani. Sigo leyendo.

Lima, enero de 1998

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La Tarea

Exhausto, con el sudor cubriéndole el rostro y preocupa-do porque lleva un retraso que puede comprometerlo, pero profundamente satisfecho por el éxito de la tarea cumplida, Teófilo atraviesa raudo el terreno baldío para ingresar a la avenida que separa la Zona Nueva y el Primer Sector de Tablada de Lurín.

El pavimento recientemente estrenado, la hilera de postes de alumbrado que se pierden en la cima de la loma, los perros nocturnos ladrando su andar ahora cansino y la refrescante bruma que inicia su habitual ascenso desde las playas de Villa, le brindan un espectáculo, digamos, familiar, situación que de inmediato le permite recobrar la serenidad y percatarse de que en esas dos últimas horas en que sorteó a pasos acelerados -casi a trote- toda la avenida Allende, estuvo con la mente en blanco, o mejor dicho, con una sola idea martilleando, repitiendo persistente: Tengo que cumplir, tengo que llegar.

Su nerviosismo inicial se justificaba. Aún tratándose de un experimentado como él, de un viejo cuadro, de una suerte de veterano de guerra, la tarea encomendada era de lo más delicada. El hecho de intentar pasar desapercibido en medio

A Rulos

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de los transeúntes, de la consternación inicial, del tumulto inmediato, de los alaridos y llantos generalizados, de las carreras desenfrenadas de los parroquianos del Kentuky Friend Chicken de la última cuadra de la Benavides, para luego –de ser necesario– enfrentarse con la policía, no era poca cosa. Le habían repetido hasta el convencimiento de que la tarea de contención era clave para que los compañe-ros puedan salir ilesos del operativo. Más aún considerando que era miembros integrantes de la mismísima dirección de la zonal sur.

- Gracias a Dios no fue necesario contener nada.

Mientras repasa mentalmente el cumplimiento del ope-rativo de aniversario del partido: el estudio minucioso de los planos de las calles, las vías de escape, los puntos de se-guridad, la conformación de equipos y parejas, su malestar por la compañía que le asignaron, el plan de contingencia, los austeros dos mil intis para los pasajes de ida y vuelta en micro, su esquina de vigilancia y contención, el paquete de galletas que se compró para mitigar el hambre del carajo que traía encima, las señales pactadas, la detonación, el barullo, la fuga por la avenida Caminos del Inca, el huevón de mi pareja que se quita por otra calle, el regreso a la es-quina original, la búsqueda infructuosa por los alrededores de la Universidad Ricardo Palma, la desesperación, me cagó el pituquito de mierda, los patrulleros tardíos como siempre, en qué maldita hora se me ocurrió comprarme las galletas, los semáforos inútiles y el embotellamiento, ahora a quién lo sangro con el pasaje de regreso a Tablada, las tresmil gramputeadas dirigidas al vacío, caballero nomás, el puente peatonal, a caminar se ha dicho, la interminable avenida Allende por delante.

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Varios meses atrás le había hecho saber al compañero Jacinto su desacuerdo en que participen blanquiñosos en la célula. Al final se mariconean, cumpa, no son como nosotros, cumpa. No le hizo caso. Quizá por ser amigo de su antiguo barrio de Miraflores, quizá por venir de la Católica. Por ser un intelectual necesario para la causa revolucionaria, compañero. Quizá porque fue él quien se lo dijo. Jódase compañero. Con todo respeto.

Hace rato que estuviera en la casa del Jacinto, fresco, descansando, festejando el operativo de putamadre si ese jijuna no hubiese desobedecido las órdenes. Piensa. Mien-tras que al frente logra divisar, en medio de la penumbra y con incontenible júbilo, La Hoyada, pequeña quebrada que precede al comité treintaiséis, destino final de sus más de dos horas de caminata.

Y es que esta noche no sólo tenía la tarea del Kentuky. La orden seguida fue más contundente aún. Palabra por palabra, directamente y con voz militar, Jacinto había se-ñalado que el objetivo no era llegar al punto del operativo, sino regresar con vida, compañeros. Esta es la segunda tarea de esta noche, retornar y agruparse en mi casa para evaluar resultados, compañeros.

Por eso la importancia de los mil intis para el pasaje de regreso, por eso el pituco huevón no tenía que irse por otro sitio, por eso esta caminata de mierda que me estoy soplando. Se dice asimismo como para justificar su enfado por el comportamiento de su pareja en la misión.

La solidez de su convicción revolucionaria, su indesma-yable militancia y su compromiso ciego con el partido a quien le brindó sus mejores días, se dejan ganar por cierta

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sensación a pendejada cuando de pronto se ve parado frente al Toyota rojo de este pituco conchesumadre, que encima ha venido en su carro a la reunión. Se detiene a escasos metros de la casa de Jacinto desde donde puede escuchar claramente el equipo de sonido tocando «Tabaco y ron». Por los aromas que invaden la calle hasta puede apostar que la compañera Yessica ha preparado una deliciosa carapulcra a la chinchana. Advierte las risotadas que indudablemente son de su pareja, el pituquito de mierda. Recuerda las dos horas de caminata que le costó llegar. Lo maldice.

En medio de la sala, Jacinto con un vaso de cerveza en la mano y con evidentes muestras de su feliz y precoz bo-rrachera, abraza a su mujer y al ocasional compañero de misión de Teófilo en lo que parece ser el discurso de orden, porque este día es muy importante para mí y para todos nosotros.... Lo rodean todos los miembros de la zonal sur, dos de la metropolitana y hasta uno de la dirección nacio-nal, porque ella se ha ganado mi aprecio y respeto.... Los dirigentes de la Directiva Vecinal formados en media luna escuchan, adulones, sus palabras y sus silencios, porque mírenla y díganme, ¿quién no desearía tenerla de esposa?... Las botellas vacías adornan la mesa, que a estas horas ya ha sido desplazada al fondo del comedor derrotada por la sala de baile, porque, ¿no es linda mi mujercita?.... Una ruma de platos y los tenedores envueltos en servilletas de papel higiénico revelan que la comida no ha sido servida aún, porque, quiero dar un reconocimiento muy especial.... El grupo de música criolla afina sus guitarras, porque es mi amigo del alma, casi mi hermano que desde Miraflores ha venido a honrarnos con su presencia.... El pituco de mierda sonrie cojudísimo, para quien pido también un

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fuerte aplauso.... Teófilo siente que ese lugar y esas palabras debieron ser para él.

La escena de la sala, el discurso, los invitados, las abundantes cervezas, le revelan que la solemnidad con que les fue encomendada la segunda tarea, la orden de reportarse de inmediato en la casa del compañero Jacinto, no se originó en reglamento de operativo alguno, ni en la experiencia miliciana, sino más bien en cierto deseo oculto, inconfesable, de que todos estemos presentes en la fiesta de cumpleaños para agasajar, para honrar, para adorar, para apreciar, para desear en apetitos inalcanzables, a la mujer del camarada, del jefe, del mando de la zonal sur, del Jacinto. Finalmente él no tiene culpa alguna de que a la compañera Yessica se le halla ocurrido venir al mundo un cuatro de noviembre, ni mucho menos de que exponga en esa forma las mejores piernas y el trasero más voluptuoso de los tres sectores de Tablada y alrededores. Piensa.

Sereno y hasta con cierta resignación, Teófilo acepta el hecho de que su presencia –como la de todos nosotros– res-ponde apenas a un simple asunto de centralismo democráti-co. Le alcanzo una botella de Pilsen bien helada, la destapa sin premura, se sirve un vaso rebosante de espuma, bebe a sorbos, lento, gratificado.

Ya fuera de la casa, se detiene un instante delante del Toyota rojo, lo contempla con indiferencia, saca del bolsillo la chapa de la Pilsen. Traza con fuerza perfectos, profundos y paralelos surcos que atraviesan de extremo a extremo el costado derecho del carro. Observa sin apremio el polvo de la pintura acrílica esparcirse sobre la arena. Avanza unos cuantos pasos, se detiene firme, gira el cuerpo erguido con

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dirección a la casa del Jacinto, levanta el puño cerrado a la altura del hombro, pronuncia soberbio y ceremonioso Tarea cumplida, cumpa. Patria o muerte. Venceremos. Nos vamos a beber a otro lado.

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La Factura

Regrese más tarde, no han firmado el cheque aún, fue la respuesta que por enésima vez obtuvo como recompensa a su persistencia en estos últimos años, mientras que con el brazo extendido, sin mirarlo siquiera, la secretaria le devolvía también por enésima vez, la factura.

Rigoberto susurró un rotundo conchesumadre, lo nece-sariamente imperceptible como para no sonar grosero y lo suficientemente nítido como para que no quepa duda a su interlocutora de que la ira nuevamente lo embargaba.

Habituado ya a estas situaciones –curtido recaudador de servicios impagos, impenitente cobrador de frustracio-nes– recogió sus pasos cansinos, transportó resignado su humanidad por el corredor del segundo piso del Palacio Municipal, se situó frente al sillón que por uso y costumbre, los ciudadanos de Ilo que frecuentaban aquellas oficinas se lo reservaban, dejándolo siempre libre, como atribuyéndole cierto derecho adquirido, y con desdén, dejó rendir sus cincuenta años de existencia sobre el raído cuero cobrizo del mueble que algún día fuera orgulloso depositario del ilustrísimo trasero del Presidente de Bolivia, en visita a la Alcaldía para la firma del Convenio Binacional Andrés de

A Denis Rojas

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Santa Cruz y que hoy, vetusto como Rigoberto, disminuido de estatus, condenado a reconfortar abatimientos ajenos, se constituía apenas en un trasto casual de la sala de espera de Pagaduría.

Recogido en un rincón, absorto e imperturbable, no supo hacer otra cosa que rumiar su desazón, hasta que las imágenes que se dibujaban en el ventanal del frontis del Palacio Municipal le regalaron nuevamente ciertos minutos de sosiego: el oleaje sereno; diminutas bolicheras alineadas de regreso a casa; el muelle, a su izquierda, inundado de mujeres ansiosas esperando el producto de la pesca y los cuerpos salados de sus maridos, prestas a hacer el amor; a la derecha, algunas aves arremolinadas cerca al viejo hotel de turistas; un par de hermosas piernas de una chiquilla más hermosa aún en el asiento de adelante que escapaban de aquel lienzo maravilloso, su vestido rosado de escote generoso, sus frescos pechos en acompasada cadencia, sus ojos directos sobre los de él.

Un tanto avergonzado por saberse descubierto en re-corridos inadmisibles, no tuvo otro recurso que sacar la factura del bolsillo de su camisa. La desplegó entre sus manos temblorosas. RUC 105893803. Rigoberto Álvarez R. Servicios de edición, composición y artes gráficas. Re-cibí de la Municipalidad Provincial de Ilo la cantidad de cuarenta soles y 00/100. Concepto, elaboración de Tríptico de Campeonato Mundial de Caza Submarina. Ilo, setiembre de mil novecientos noventicuatro. Recibí conforme. Recibí conforme. Recibí conforme. Siguió leyendo infinitamente, sin animarse a levantar la mirada.

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Rigoberto no se percató en qué preciso instante fue transportado a imágenes pretéritas que lo colocaban lidian-do con los dirigentes en aquel borrascoso primer congreso de la naciente federación de pueblos jóvenes; imágenes que lo reconocían trepador nocturno de cuestas rumbo a la Pampa Inalámbrica; memorias que lo encumbraban como introductor y maestro de la informática en su centro de trabajo, WP51 en la dosochoséis de cagada, sin disco duro y con esos burros de mierda, qué pendejo, murmuró; se vio una vez más dirigiendo al poderoso equipo de promoción del Instituto de Desarrollo del Sur; se permitió darse un vistazo apoyando las últimas siete campañas electorales para que otros alcancen el sillón municipal, de las cuales no sacó provecho alguno luego de las siete victorias con-secutivas, gordo cojudo, se dijo; remembranzas que lo si-tuaban poniendo el rostro en la lucha contra la Southern; recuerdos escurridizos que lo enfrentaban a sus otrora ocultos deseos de saborear la infidelidad, acariciando frescos cuerpos prohibidos de jóvenes mujeres, que nunca fueron suyos.

La travesía imaginaria por sus últimos diez años, fue interrumpida abruptamente por una extraña sensación, la cual, inicialmente fue atribuida a los sentimientos profundos que generaron en su ser los recuerdos; pero que, luego de unos segundos, recién pudo ser descifrada por la acostumbrada racionalidad que solía acompañar a Rigoberto.

- Me cago.

Disimuladamente se cogió el estómago, como para no delatar el inconveniente frente a sus compañeros de espera,

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mientras que con la otra mano recogía las gotas de sudor frío que empezaban a asomar por las respetables ranuras de su frente.

Inquieto, observó el ambiente que lo rodeaba de un ex-tremo a otro, percatándose de inmediato de que en estos últimos años que venía visitando, semana a semana, el segundo piso del Palacio Municipal para cobrar su factura, no se había detenido a explorar la posible existencia de un ambiente propicio para su necesidad.

- Señorita, disculpe, ¿me puede prestar su baño?

Un profundo suspiro como epílogo de tan bochornosa situación antecedió a su curiosidad. Sentado cómodamen-te repasó cada centímetro del estrecho pero bien cuidado recinto. Las baldosas, que le traían felices recuerdos de su casa de infancia en el Barrio Obrero de San Martín de Po-rres; la estructura de madera del techo que se asemejaba a la ruinosa pero cálida morada que lo cobijó en El Agustino; la cerámica rosada que ampliaba el volumen de la cámara en que se hallaba; la ventana, pequeña pero suficiente para contrarrestar los efluvios de los impertinentes visitantes; el lavamanos digno del principal inmueble de la ciudad; el tacho de plástico, como debe ser, ahí, al lado derecho, junto a donde siempre va colgado el .....

- ¡Puta, no hay papel, carajo! Sólo a mí me pasan estas cosas.

En segundos esbozó mentalmente alternativas que lo conduzcan a buen término en su inesperado arrebato esto-macal. Sin embargo, de manera inmediata y a pesar suyo, constató que las posibilidades de éxito eran casi nulas.

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- Caballero, nomás.

Sin pensarlo dos veces, extrajo de su bolsillo el original y la copia de su preciada factura. Con delicadeza las arru-gó una y otra vez para hacer de ellas material digno de la situación, dando curso a sus requerimientos.

Entre abochornado y furioso, se dirigió al sillón a recoger su maletín, presto a marcharse.

- Señor Álvarez –la señorita de Pagaduría– pase usted con su factura a cobrar. Ya salió su cheque.

* * *

Rigoberto bajó las escaleras hacia la calle, silencioso, pensativo. Vencido. Sintió bajo sus pies el calor del medio-día. Observó con cierta displicencia el horizonte. Reposó un instante su aliento. Ya tranquilo, una vez más, dirigió sus pasos hacia destinos inciertos, esperanzado quizá en una mejor suerte, la próxima semana.

Lima, enero de 2000

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Circulo vicioso

Había hecho una brusca pausa para digerir el fatal des-enlace del relato tercero de mi Libro de arena que venía leyendo absorto en la línea 92, mi habitual transporte mañanero de Angamos a la oficina.

El cobrador y el sonido desafinado de La Joven Sensa-ción bramando el Tic Tic Tac, Tic, Tic, Tac, es el latido de mi corazón, me sorprendieron en la avenida Del Ejército. Mi mano derecha recibiendo el boleto, el pasillo desierto, el cruce con Coronel Portillo; mi ocasional compañero de asiento ausente a mi costado izquierdo; un sobre de carta ocupaba su lugar; mi curiosidad iniciando su tormento.

Miré de reojo al cobrador (preocupado más en su tarea que en mi hallazgo); disimuladamente giré hacia atrás para apreciar la magnitud y condición de los eventuales observa-dores; el chofer con la vista orientada hacia el semáforo en ámbar; la señora del otro asiento tomándole la lección de matemáticas a su pobre hijo primarioso. El terreno estaba dispuesto, las condiciones dadas.

Sequé el sudor de mis manos sobre mi blue jean, mien-tras cerraba mi libro no sin antes colocar el boleto en la

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página en que dejaba inconclusa la lectura .....¡¡Avenida Salaverryyyy!! Sentí claramente la forma en que mis pal-pitaciones se aceleraban en función directamente propor-cional a la proximidad de mi paradero, el cual ya sentía encima mío. Volví a girar hacia a atrás para tomar valor ......¡¡Medalla Milagrosaaa!! En ese instante martilleaba en mis oídos Oops! I did it again de Britney Spears, como para dar cuenta de la democracia cultural de las emisoras de radio limeñas .....¡¡Grifo Mar Bellaaa!! Era cuestión de segundos. Una vez más me encontraba en la inevitable e incómoda situación en que tenía que tomar una decisión por mi propia cuenta .....¡¡Baca Flooor!! Recordé que ese día debía entregar el Informe del Primer Trimestre. Me im-portó un carajo. Estaba a escasos metros del Hospital Larco Herrera. Me paré con rapidez mientras me apoyaba con la mano izquierda y el libro de relatos sobre el asiento vacío y la carta. Apresuré el paso conteniendo la respiración.

- ¡¡¡ Bajan en Vigil !!!

* * *

Durante todo el día el Informe del Primer Trimestre se rehusó a ser parido, no tanto por el hecho de no tener algo que informar, sino porque el sobre con la carta –que había colocado delante de mi monitor como prueba irrefutable del acto de apropiación ilícita que acababa de perpetrar– con-vocaba mi curiosidad y movilizaba toda mi imaginación; compitiendo además con el tenor de la mía, en la que daba a conocer a Dirección mi renuncia irrevocable y que se constituía en antesala a la huida de esta ciudad cada vez más hostil, indiferente, insensible a mis requerimientos.

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Recorrí en círculos mi estrecha y deshabitada oficina. Encendí y apagué no se cuantos cigarrillos. Una tras otra, las tazas de café buscaron inútilmente aplacar mis ansias. Como por instinto ordené los papeles acumulados en mi escritorio (si se le puede llamar ordenar al acto de apilar sin criterio alguno decenas de hojas). Cogí decidido el sobre. Morgana. Castilla # 574. Magdalena del Mar.

Con un cuidado poco habitual en mí, deshice el sello que guardaba el secreto de aquel hombre del microbús y que –para ese momento estaba completamente seguro– in-volucraba a una mujer.

Morgana:

Perdóname por haber dejado que me entregues tu amor. Ahora sé que no me lo merezco, pero ya es muy tarde.

Tengo que dejarte y no me atrevo a decírtelo de frente, por eso te envío esta carta. No me busques porque no estaré.

Espero que algún día logres olvidar y perdonarme.

J.M.

Lacónico pero rotundo el mensaje de J.M. Pensé. Qué poco estilo, yo hubiera escrito algo mejor. Quizá hubiese iniciado la carta con una breve alusión al momento en que nos conocimos, circunstancia de lo más inusual, pero afortunada para nuestras vidas. Seguiría con una antología de los momentos en que nuestro amor se desplegó en su máximo esplendor, convirtiéndonos en los amantes per-fectos de esta ciudad que se empecinaba en mostrarse gris

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y triste para sus habitantes. Hubiese proseguido con un imaginario recorrido de aquellos bares, cines, encuentros furtivos, momentos de silencio infinito frente al mar, cari-cias y promesas hechas de la manera más sincera, aunque no me creas, mi amor. A continuación hubiese expuesto las razones, ajenas a mi voluntad, por las cuales me veía obligado a tomar esta dolorosa decisión, porque, aunque suene a disculpas, mi amor, yo estoy sufriendo quizá mu-cho más que tú, ya que no sólo tengo que perder lo que más amo, sino que además, este paso que estoy tomando, daña a la criatura más hermosa y tierna que pudo colocar Dios sobre la tierra. Hubiese terminado, tal vez, con una versión de despedida medio trágica, en la que te diría que parto con el corazón roto en mil pedazos, pero no me queda otra salida, mi amor. Sé que eres fuerte y sabrás reponerte y entender mi ausencia; mientras, yo cargaré eternamente el pecado de haber robado tu amor, tus caricias, tu....

- Ajj!!

* * *

Concluí mi carta de renuncia en casa, esa misma noche. Muy temprano la dejé sobre el escritorio del Director, no importándome en absoluto su reacción. Por fin estaba li-bre de seis años de trabajar estadísticas aburridas sobre el comportamiento de nuestra descalabrada economía. El gran país del norte esperaba ansioso a otro subdesarro-llado emprendedor y con ganas de hacer América.

Había ubicado en los planos de la guía telefónica, con precisión, la calle que indicaba el sobre de la carta que es materia de este relato y, sin pensarlo dos veces, me dirigí rumbo a mi destino. Cruce a pie la Brasil, incursioné por

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calles nunca antes recorridas, indagué en una tienda de la esquina. Estaba en la ruta correcta: Castilla # 574, Mag-dalena del Mar.

Esperé inútilmente la presencia de Morgana. Me la había imaginado toda la noche. No podía equivocarme: delgada, casi de mi estatura (hasta unos centímetros más alta, diría yo), pelo largo con leve ensortijamiento, castaño oscuro (de eso estaba seguro), de andar lento, quizá como resultado de su personalidad algo tímida, probablemente de Piscis. Nunca apareció.

Rondé la casa de manera interdiaria por dos semanas consecutivas, luego de las cuales caí en cuenta de que se trataba de una chica que trabajaba en alguna oficina del centro (o quizá en Miraflores o San Isidro). Concluí que la mejor hora para la espera era entre las cinco y las siete de la noche. Como todos mis habituales cálculos de proba-bilidades, no fallé.

De martes a viernes la contemplé llegar, puntual, a su casa. Seis y treinta. No era como me la imaginé, pero en el fondo no podía ser otra que Morgana. Diría que la conocía desde siempre. Y que ella también a mí.

* * *

Esa noche lloró desconsoladamente, estrujando el papel que por azar me tocó ser portador. Repitió el nombre del amante ausente seguido de interminables por qué a mí. Inmovilizado por la escena, no me quedó otro recurso que calmarla con un abrazo (audaz desde mi punto de vista) que ella supo recibir, más por el dolor sufriente, que por

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otra cosa. A mis balbuceos siguieron delicados intentos de secar sus lágrimas con mis temblorosos pulgares.

- Cálmate, no tiene sentido que te pongas así, aquí es-toy para consolarte– esbocé con cierto esfuerzo estas palabras, a modo de soporte emocional, sin prever sus implicancias.

No comprendo aún qué misterioso artífice se encargó de hilvanar los hechos subsiguientes. No comprendo aún en qué momento me salí de la partitura que cuidadosamente había ido escribiendo los dos últimos años, lentamente, en mi estrecha oficina. No comprendo aún cómo es que llegué una y otra noche a visitar a Morgana. Más aún, no comprendo cómo es que ella abrió siempre la puerta de su pequeña casa de la calle Castilla # 574, Magdalena del Mar, todas y cada una de esas noches. No comprendo aún qué extraña razón me llevó a conducirla por aquellas calles limeñas que, en soledad, transitaba en mis días de hastío. A deleitarnos con interminables conversaciones sobre películas y novelas que aprendió a ver y leer conmigo. A comunicarnos con eternos versos silentes que sólo ella y yo sabíamos interpretar. A saborear cervezas y butifarras en el Bambú como antesala de ardientes encuentros prohibidos. No comprendo aún, como es que aprendí a enamorarme de quien apenas sabía su nombre y de su dolor por el amante ausente. De quien apenas me unía aquella misteriosa carta estrujada que un día de invierno un desconocido dejó a mi lado en un microbús de la línea 92, mi habitual transporte mañanero de Angamos a mi oficina, y que, al cabo de siete meses, aún guardaba en el cajón de mi velador.

* * *

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Ahora tengo que partir y no tengo la fuerza suficiente para enfrentarla a la verdad.

Por eso recurro a ti y confieso que tu encuentro con esta misiva, en el asiento de la cuarta fila de la línea 92 (que seguramente estás leyendo ganado por la curiosidad), no es producto de la casualidad. Realicé una cuidadosa selección y te escogí entre muchos, para dejarla caer a tu lado en el momento preciso.

Sólo te pido que vayas una de estas noches, a eso de las seis y media, a la calle Castilla # 574, Magdalena del Mar, preguntes por Morgana y le entregues esta nota.

Morgana:

Perdóname por haber dejado que me entregues tu amor. Ahora sé que no me lo merezco, pero ya es muy tarde.

Tengo que dejarte y no me atrevo a decírtelo...

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El Angel

Una banca de maderos añejos recostando su cansancio contra la pared, unas cuantas mesas al parecer traídas de recintos de noble alcurnia, cortinaje de flores ajadas por humos emanados en interminables coloquios, un valse lastimero, servían de escenario no previsto para tan inusual confesión.

“No podría ser de otra forma, tratándose de que vamos a hablar de Carlitos”. Pensó. Mientras caía en cuenta de que el lienzo que se dibujaba a su alrededor le era especialmente familiar. Como aquellas chinganas visitadas en los pueblos que nos tocó trabajar juntos. Se dijo a sí mismo, casi susurrando sus recuerdos.

- ¿Te tomas una cerveza?– se adelantó con el ofrecimiento su aún desconocido interlocutor.

Asintió con un gesto mientras acomodaba el paquete sobre la silla del costado, asegurándose de que la bolsa no exponga aún las pertenencias de su amigo, las mismas que minutos más tarde deberían ser transferidas al hermano desconocido, cual legado póstumo y como preludio a la inevitable confesión, cumpliendo así con su deber y autoliberación.

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- Salud.

* * *

Ingresé por el portal del jirón Ancash. A la derecha, la oficina de Informes. Una pizarra blancuzca anunciaba los entierros del día. Veintiséis de abril del dos mil dos. Su nombre. Cuartel San Danilo I, F-35. Cuatro de la tarde. Avancé por una vieja avenida empedrada con pasos dolidos, acompañado apenas por aquellas estatuas que emergen como eternos testigos de sufrimientos ajenos. Un leve giro hacia la izquierda me enfrentó a una alta chimenea que, luego supe, pertenecía al crematorio.

El elevador de ataúdes dio señas del evento. Una sola presencia. Su chompa negra disimulaba a medias el uniforme verde y el arma de policía, suficientes evidencias para inferir que se trataba del hermano. Sexto nivel, donde descansan aquellos que no pueden pagar más dinero, condenando a los parientes y amigos a darle el último adiós desde la distancia. Un viejo con una cruz exageradamente grande colgándole del cuello declama de memoria un responso por cinco soles que, con cierta vergüenza, cancela el hermano por los servicios prestados.

Desde atrás contemplé la ceremonia, ocultando el malestar que me generaba el sentirme autor de la sugerencia que a boca de jarro le hiciese aquella última noche que me visitó en la oficina. Siempre había recurrido a mí para encontrar salidas, para apaciguar sus días confusos o sus angustias. Estoy movilizado, compadre, me decía. Habilítame veinte luquitas. Las últimas, te lo juro, compadre. De ahí me quito definitivamente de la huevada. Te lo juro compadre.

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Ciertamente fueron las últimas. Me dije. Mientras el sepulturero terminaba su tarea dejando claramente estampado en el yeso aún húmedo de la lápida:

Carlos Larrañaga C.25 – 4 - 2002

Q. E. P. D.

* * *

Grises, añejas, mortecinas. Cuánto esplendor debieron haber irradiado en épocas pretéritas. Hoy, habiendo perdido la batalla contra el tiempo, se resisten a sucumbir, manteniéndose de pie a costa de su vergüenza, exhibiendo sus cicatrices de barro y caña. Agonizantes eternas, exhalan una y otra vez su último aliento, vivificándose sólo por la presencia de aquellas almas en pena que vuelven a diario a cobijarse en sus entrañas. Almas que retornan con sus historias a cuestas, con sus delirios compañeros, con sus humos blanquecinos. Invisibles, los murmullos del río vecino envuelven el rito cotidiano de sus muertes.

Los recorridos en su búsqueda por estas viejas casonas del Rimac se habían vuelto habituales, como habitual el desenlace: Carlitos y su mirada extraviada, en algún rincón de alguna derruida casona del jirón Virú.

- Salgamos de aquí, compadre, soy yo, mírame.

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Luego de dispersarnos y buscar cada quien cómo resolver nuestras vidas, pude reincorporarme a la universidad, terminar el último curso que debía en la Facultad de Derecho e ingresar (gracias a los contactos de mi padre) a un staf de abogados no tan prestigiosos, pero con ingresos respetables. Carlitos nunca superó la situación. Sólo supo de las tareas clandestinas. Sólo supo de la organización de células. Sólo supo de los sueños. Nada más. No pudo con esta nueva forma de vida. Perdió.

Le di soporte por tres años, luego de los cuales ya no podía más con esa carga. Las búsquedas por los peores fumaderos del Rimac se hicieron insoportables para mi debilitado estado de ánimo. Había sido mi compadre de correrías, pero ya no podía con sus eternos juramentos incumplidos. Con sus eternos retornos. Con sus eternas solicitudes de dinero para saciar su vicio.

Ya estaba harto de sacarlo del hoyo y conducirlo hacia aquella quinta de Surquillo, en donde vivía su único hermano, el policía. Bajar del taxi, dejarlo parado en la entrada, un toque de timbre, un escuchar los pasos detrás de la puerta y un salir corriendo para no tener que conocerlo y darle o recibir explicaciones. En esos episodios se fue gestando la idea que luego se convirtió en la sugerencia que a boca de jarro le hiciese aquella última noche que me visitó en la oficina.

- Chau, Carlitos. Nos vemos. ¡No te metas en huevadas, pues!

- Oe, te busco compadre, mañana compadre, en tu chamba compadre.

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* * *

- Gracias por avisarme lo del entierro de Carlos.

Ensayé como preludio de una conversación que –lo supe desde siempre– sería breve. Mientras, los primeros vasos de cerveza sobre la mesa exhibían sus frescas burbujas, invitando a los recuerdos, a la palabra sincera, al desahogo final, a la confesión.

Sí, entiendo cuando me dices que no podías hacer menos. Que Carlos te había hablado de mí y de cómo lo he estado ayudando en estos años. Que encontraste mi número entre sus cosas y me llamaste. Comprendo que lamentes el hecho de que, en realidad, ya no había nada que hacer. También entiendo cuando reconoces que me convertí quizá en su único amigo, ese amigo que tú no pudiste ser. Claro que me doy cuenta de cómo sufres al saber que te necesitó y no estuviste. No fue tu culpa, te lo aseguro. Claro que advierto tu dolor, aunque en esta oportunidad sólo te aliente con mis palabras ausentes.

Estoy totalmente de acuerdo contigo cuando dices que en el fondo fue un buen hombre. Sí, pues, tenía sus cosas. Buen cantor, eso sí, de eso soy testigo de excepción. Sus valses, claro que sí. No se haga de rogar carreta y tómese otro trago, porque entre copa y copa, le quiero hacer saber por qué es que estoy tan triste, tan solo y amargado, que hasta la remaceta, hoy me quiero poner. Infaltable en las tertulias. Me vas a decir. Salud.

Claro que me imagino la impresión que debió causarte el llegar a tu casa de la quinta de Surquillo y encontrarte con ese macabro espectáculo. Sí, yo sé que jamás imaginaste

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que fuese capaz de hacer algo así. Claro, por eso no tuviste cuidado en esconderla, en dejarla fuera de su alcance. Entiendo que el hecho de haber escogido tu arma para matarse, te hace sentir culpable.

* * *

Ya solo; con cuatro cervezas a cuestas y luego de haber entregado la bolsa con las pertenencias que Carlitos le fue dejando en prenda por los «préstamos» que le hacía para aplacar su vicio, se dispone a abandonar ese extraño paraje al cual llegó esa tarde convocado por aquella llamada del hermano comunicándole la muerte y entierro, noticia que sin embargo, no fue una sorpresa.

Por alguna extraña razón regresa sobre sus pasos y se detiene delante de la puerta del cementerio, se deja transportar por esa particular atmósfera que resulta de la combinación del olor del agua estancada y de la fragancia de flores. Recuerda aquella última noche en que Carlitos fue a visitarlo a su oficina a pedirle dinero, y que harto ya de ser su ángel guardián, le sugirió a boca de jarro que acabe con todo de una vez, que vaya a la casa de la quinta de Surquillo, coja el arma de su hermano policía y se meta un buen tiro en la cabeza. Recuerda y lamenta no haber podido contar la verdad antes que culminen las cuatro cervezas, de aquella tarde. Toma el jirón Ancash. Se escucha un susurro … Yo la quería, patita, era la gila más buena moza del callejón ...

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Altillo

Una vez más recoge hacendosamente los puchos deposi-tados en los ceniceros de porcelana francesa, las copas de cristal italiano y las habituales botellas de tinto Tannat Viejo del Castel de H. Stagnari, colocados sin concierto alguno sobre los muebles antiguos de la sala igualmente antigua de aquella casa que empecinadamente su mujer fue transformando, en estos últimos meses, en antigua; tiempo suficiente para que Rigoberto vaya adquiriendo el estatus propio de una pieza más de colección, de una antigüedad más con que sorpren-der a las amistades, de un cachivache más en esa especie de museo decadente.

Finalmente es diseñadora de interiores. Se dice. Mientras cumple con su labor doméstica de los jueves al caer la noche, luego que zarpa hacia puertos desconocidos esa suerte de cofradía integrada por arquitectos de gestos raros, pintoras extravagantes, decoradores con poses de artistas y donde su esposa es, indudablemente, centro y alma de la reunión.

Luego que zarpan llevándose consigo sus conversaciones intrincadas, sus críticas de arte, su música clásica y sus refi-nados modales rumbo a esas convenciones semanales negadas –felizmente– para él.

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Jueves nocturnos que supo convertir en enteramente suyos y que lo regocijan mientras retira los rastros casi impercep-tibles que alguna aceituna verde rellena con pimiento dejó sobre la mesa de centro de hierro forjado y cristal, construi-da a partir de una reja antigua S. XVII traída de Carrasco; mientras acomoda las copas –ya limpias– cuidadosamente en el interior del armario levantino con celosía de madera de pino y abeto del S. XIX que adorna el paso entre la sala y el comedor; mientras pasa la escobilla sobre el sillón estilo Imperio Mallorquín depositado majestuosamente sobre la esquina derecha de la habitación.

Jueves domésticos, nocturnos y suyos. Como suyos los tin-tos que recupera de los fondos de las botellas y que convierte en generosa copa que lo acompaña, liberado ya del trajín, a remontar raudo pero cuidadoso, las gradillas que lo conducen al altillo, recinto de última jerarquía en la casona, convertido en aposento de mobiliarios adquiridos en subastas públicas, refugio de olvidados trebejos venidos de familia, camposanto de colecciones incompletas de lámparas y candelabros, con-fesionario de mórbidos soliloquios, escondrijo de habituales excursiones secretas.

* * *

La caravana de automóviles baja por las estrechas, zigza-geantes y tranquilas calles del barrio pintoresco construido sobre el pequeño promontorio del lado este de la ciudad y que explica el nombre de Loma Azul, deja atrás olivos y cipreses para cruzar primero la autopista y luego el Gran Parque Cen-tral, ingresa a la zona oeste y moderna, colmada de edificios de departamentos y oficinas de comercio y movimiento, de luces nocturnas y bullicio.

Esa suerte de cofradía integrada por arquitectos de ges-tos raros, pintoras extravagantes, decoradores con poses de

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artistas y donde Sofía es, indudablemente, centro y alma del grupo, toma posesión del departamento del arquitecto, en el sexto piso, el mismo que contrasta con las dimensiones, ambientes, decorado, estilo y suntuosidad de la casa de Loma Azul y que sirve de preludio a los verdaderos jueves por la noche; jueves de música estridente, ron y cerveza en lata, sudor, hierba, vasos de oferta, conversaciones cruzadas, risotadas, hielo derritiéndose en sus pechos, piqueos de mi-nimarket, bailes espontáneos, humo, erecciones prematuras querido, papel higiénico reemplazando el clinex, zapatos de tacos por las esquinas, manos deslizándose por las medias nylon en busca del vello púbico, ella conduciéndolo de la mano a la habitación, movimientos ahora indescifrables detrás de la puerta, cortinas abiertas para tener al cielo de testigo mi amor, hembra encabritada, la brisa fresca del Gran Parque Central por la ventana.

* * *

Sus habituales excursiones secretas habían desarrollado en él una precisión extraordinaria para localizar en un único intento, su objetivo.

Ya deben estar ahí. Se decía en voz baja como para no ser descubierto, mientras aseguraba el pedestal en el que conver-tía la mesita de centro cada jueves por la noche para alcanzar la claraboya del altillo y en acrobática maniobra tomar posi-ción en su improvisado mirador, con los binoculares en una mano y la copa de vino en la otra.

Nunca pensé verme en condiciones de intruso desvergon-zado. Nunca me imaginé de espectador indecoroso de la pri-vacidad de un par de amantes desconocidos. Nunca consideré otorgar utilidad tan singular a este rincón abandonado de la casa. Nunca creí que las parejas dejaran abiertas sus ventanas mientras se entregaban a sus pasiones.

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¡¡Nunca me han tirado de esa forma, dios santo!! Exclama mientras calibra la lente para obtener mejor resolución y al-canzar los detalles de esas carnes de cuatro décadas muy bien conservadas por dietas y gimnasios y que –a su pesar– siempre se presentan de espaldas a la ventana negándole, inclemen-tes, su identidad; criatura montaraz, jinete indesmayable de nuca hartamente acariciada a la distancia; cabellos libertinos rompiendo el espacio en agitado vuelo; sudor que discurre por la carretera de sus vértebras y que siente en su lengua; curvas suficientemente recorridas por sus deseos contenidos; caderas elásticas que –supone– siguen el ritmo cadencioso de alguna melodía romántica; nalgas redondísimas y rozagantes que de tanto observarlas le parecen curiosamente familiares; pechos frescos que le son regalados en inusual giro que ambos amantes arremeten para acomodarse en posición que adivina y que le permite -por primera vez en estos jueves nocturnos, domésticos y solitarios- observar sus rostros ...

Sofía!!! ¡Y con el arquitecto maricón, conchesumadre!!! Llega a proferir, mientras cae aparatosamente de su pedestal, tanto por la sorpresa como traicionado por sus entumecidas piernas.

* * *

Rigoberto oculta los binoculares apresuradamente. Se sien-ta en la mecedora de cuero tallado por artesanos franceses, buscando algo de sosiego y así poder pensar, esbozar, diseñar, ensayar una estrategia que confronte de manera suficiente-mente sólida a su mujer, ahora que regrese, y que explique de manera verosímil, cómo diablos se rompió la mesita de centro de la biabuela

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Doxorrubicin

Lo venía siguiendo con la mirada desde que se ubicó en el quinto o sexto lugar en la cola de la ventanilla de Caja número tres.

Luego de varios meses recorriendo esos pasillos, conduciendo sus recetas de un lado a otro, insistiendo en la oficina de Asistencia Social una sustancial rebaja que se ajuste a su magra economía, esperando interminables horas el turno en los consultorios del ala derecha, ingresando debilitada a las salas de quimioterapia y saliendo más debilitada aún, Virginia había adquirido una especial afición por adivinar, en una suerte de juego morboso, los males de los pacientes que, como ella, transitaban habitualmente por el nosocomio con el propósito de arrancarle unos días más de vida a la enfermedad.

Lo sigue con la mirada, mientras él busca pausadamente entre sus bolsillos un lapicero para firmar hacia un costado y en la parte de atrás cada una de las facturas y del oficio sellado como RESERVADO, en donde el Director Ejecutivo del Fondo de Salud de la FAP solicita al Instituto Nacional de Enfermedades Neoplásicas la entrega de ocho ampollas de doxorrubicín, cuatro de cisplatino, seis de etoposide y

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ocho frascos de metilprednisolona de 500 mg al suboficial de primera Jorge Ríos Santa Cruz.

Linfoma No Hodgkin grado III, mínimo; probablemente leucemizado. Ensaya Virginia su diagnóstico, guiada más por el contenido de la bolsa de medicamentos que el sujeto retira del mostrador, que por su propia apariencia.

* * *

Acomodado ya en la cafetería del Neoplásica, teniéndola de interlocutora sin entender aún cómo ocurrió y luego del segundo sorbo de su café, el suboficial Ríos llega a la rápida conclusión de que, dadas las circunstancias, bien valdría la pena dejarse llevar por el azar. Total, seis meses solo en esta ciudad, alejado de su familia, enflaqueciendo irremediablemente en su pequeña habitación alquilada de Miraflores, enfrentando disciplinadamente su enfermedad, le otorgaban suficientes méritos como para pensar en una compañía casual como anticipo a su quinta quimio. Coloca con confianza su bolsa de medicinas sobre la silla del lado derecho.

Observa con detenimiento los ademanes de Virginia, quien, con una locuacidad que contrasta con su semblante mortecino, lo ponía al tanto de los lugares a los que podía conducirlo, si estás de acuerdo, claro; asumiendo una suerte de guía de turismo en esta ciudad que todavía se le presentaba como ajena.

Observa con detenimiento sus labios deshidratados jugueteando con el jugo de papaya; observa la oscuridad de sus uñas en aquellos delgados dedos tomando con ansia no disimulada el sandwish de jamón que, solícita, da curso sin

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interrumpir la descripción de puntos que no debes dejar de visitar, el Jockey por ejemplo, que no está lejos de aquí y en donde puedes hacer tus compras aprovechando el fin de mes, porque ¿ya te habrán pagado en la FAP, no?

Con un ligero movimiento de cabeza le da a entender que la sigue en la conversación, cuando en realidad se encuentra explorando detrás de su blusa, tratando de adivinar el sabor de sus pechos, que, aunque de pequeño volumen, se le muestran más apetecibles que sus tostadas que se enfrían en el pequeño plato de loza. Sonríe como respuesta automática a sus preguntas, mientras la imagina ya en su lecho, delgada como se muestra. ¿También se le habrá caído el vello púbico? Piensa. Le ofrece, algo más, lo que se te antoje, no te preocupes, mientras elucubra sobre los efectos de los químicos en sus erecciones. Vuelve a su taza de café meditando sobre la forma de poseerla sin estropear la fragilidad de su piel o de sus arterias, ni aumentar el riesgo de infecciones y de sangrado. Siente algo de miedo y vergüenza.

* * *

Una hora más tarde, ya por Larco, entiende que la caminata apenas es la antesala a la satisfacción de su verdadero apetito, a estas alturas, incontenible. Avanza sorteando el asomo de cualquier sentimiento de culpabilidad, con la maestría con que esquiva los autos en el Ovalo, rumbo a la avenida Arequipa. Ya en la puerta del viejo edificio Marsano advierte que la suerte está echada. Adiós cáncer, se dice, mientras la toma delicadamente por la cintura con una mano y la conduce por las escaleras, aferrándose con la otra a su bolsa de medicinas.

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Los minutos que siguieron no fueron otra cosa que una batalla para sacar de su debilitado cuerpo la potencia suficiente para cumplir como se debe, como un verdadero hombre y soldado del aire, condecorado por lo del Cenepa, carajo, visitante asiduo de los peores burdeles de Chiclayo, levantador de las mejores putas de su tierra. “Suboficial Ríos, el cáncer es una huevada frente a esta hembra”. Se alienta.

Los minutos que siguieron no fueron otra cosa que una batalla por no sentirse una mierda por lo que hacía. Un horrible sabor en la boca y en el alma fue lo último que sintió antes de caer dormido, al lado de su eventual y joven compañía limeña.

* * *

Las primeras sombras de la noche lo cogen en su lecho colmado de una sensación placentera. Se incorpora con cierta dificultad ayudándose con el brazo izquierdo para alcanzar el borde de su lado de la cama. Observa con inicial displicencia toda la habitación aceptando finalmente el hecho. Ella ya no está. Tampoco la bolsa de medicinas.

Lima, marzo de 2005

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Se terminó de imprimir en noviembre de 2006en los Talleres Gráficos de SINCO Editores

Jr. Huaraz 449 Breña • Telf: [email protected]