Cuento de navidad 08-09

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El Club de los Lectores Vi- Vos Cuentos de Navidad 10 de Diciembre 2.008

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Cuento de navidad 08-09

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El Club de los Lectores Vi-Vos

Cuentos de Navidad

10 de Diciembre 2.008

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Cuentos:

El Abeto de Hans Christian Andersen

El regalo de los Magos de O. Henry

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Allá en el bosque había un abeto, lindo y pequeñito. Crecía en un buen sitio, le daba el sol y no le faltaba aire, y a su alrededor se alzaban muchos compañeros mayores, tanto abetos como pinos. Pero el pequeño abeto sólo suspiraba por crecer; no le importaban el calor del sol ni el frescor del aire, ni atendía a los niños de la aldea, que recorrían el bosque en busca de fresas y frambuesas, charlando y correteando y, sentándose junto al menudo abeto, decían: «¡Qué pequeño y qué lindo es!». Pero el arbolito se enfu-rruñaba al oírlo. Al año siguiente había ya crecido bastante, y lo mismo al otro año, pues en los abetos puede verse el número de años que tienen por los círculos de su tronco. “¡Ay!, ¿por qué no he de ser yo tan alto como los demás?” -suspiraba el arboli-llo-. Podría desplegar las ramas todo en derredor y mirar el ancho mundo desde la copa. Los pájaros harían sus nidos entre mis ramas, y cuando soplara el viento, podría mecerlas e inclinarlas con la distinción . Cuando llegaba el invierno, y la nieve cubría el suelo con su manto blanco, muy a menudo pasaba una liebre, en veloz carrera, saltando por encima del arbolito. ¡Lo que se enfadaba el abeto! Pero transcurrieron dos inviernos más y el abeto había crecido ya bastante para que la liebre hubiese de desviarse y darle la vuel-ta. «¡Oh, crecer, crecer, llegar a ser muy alto y a contar años y años: esto es lo más hermoso que hay en el mundo!», pensaba el árbol. En otoño se presentaban los leñadores y cortaban algunos de los árboles más corpulentos. La cosa ocurría todos los años, y nuestro joven abeto, que estaba ya bastante crecido, sentía entonces un escalofrío de horror, pues troncos se desplo-maban con estridentes crujidos y gran estruendo. Los hombres cortaban las ra-mas, y los árboles quedaban desnudos, larguiruchos y delgados; nadie los habría reconocido. Luego eran cargados en carros arrastrados por caballos, y sacados del bosque. ¿Adónde iban? ¿Qué suerte les aguardaba? En primavera, cuando volvieron las golondrinas y las cigüeñas, les preguntó el abeto: -¿No saben adónde los llevaron ¿No los han visto en alguna parte? Las golondrinas nada sabían, pero la cigüeña adoptó una actitud cavilosa y, me-neando la cabeza, dijo: Sí, creo que sí. Al venir de Egipto, me crucé con muchos barcos nuevos, que tenían mástiles espléndidos. Juraría que eran ellos, pues olían a abeto. Me dieron muchos recuerdos para ti . --¡Ah! ¡Ojalá fuera yo lo bastante alto para poder cruzar los mares! Pero, ¿qué es el mar, y qué aspecto tiene? -¡Sería muy largo de contar! -exclamó la cigüeña, y se alejó. -Alégrate de ser joven -decían los rayos del sol-; alégrate de ir creciendo sano y robusto, de la vida joven que hay en ti.

El Abeto de Hans Christian Andersen

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Y el viento le prodigaba sus besos, y el rocío vertía sobre él sus lágrimas, pero el abeto no lo comprendía. Al acercarse las Navidades eran cortados árboles jóvenes, árboles que ni siquiera alcanzaban la talla ni la edad de nuestro abeto, el cual no tenía un momento de quietud ni reposo; le consumía el afán de salir de allí. Aquellos arbolitos -y eran siempre los más hermosos- conservaban todo su ramaje; los cargaban en carros tirados por caballos y se los llevaban del bosque. «¿Adónde irán éstos? –se preguntaba el abeto-. No son mayores que yo; uno es incluso más bajito. ¿Y por qué les dejan las ramas? ¿Adónde van?». -¡Nosotros lo sabemos, nosotros lo sabemos! -piaron los gorriones-. Allá, en la ciudad, hemos mirado por las ventanas. Sabemos adónde van. ¡Oh! No puedes imaginarte el esplendor que les espera. Mirando a través de los cristales vimos árboles plantados en el centro de una acogedora habitación, adornados con los objetos más preciosos: manzanas doradas, pastelillos, juguetes y centenares de velitas. -¿Y después? -preguntó el abeto, temblando por todas sus ramas-. ¿Y después? ¿Qué sucedió después? -Ya no vimos nada más. Pero es imposible pintar lo hermoso que era. -¿Quién sabe si estoy destinado a recorrer también tan radiante camino? -exclamó gozoso el abeto-. Todavía es mejor que navegar por los mares. Estoy impaciente por que llegue Navidad. Ahora ya estoy tan crecido y desarrollado como los que se llevaron el año pasado. Quisiera estar ya, en la habitación calentita, con todo aquel esplendor. ¿Y luego? Porque claro está que luego vendrá algo aún mejor, algo más hermoso. Si no, ¿por qué me adornarían tanto? Sin duda me aguardan cosas aún más espléndidas y soberbias. Pero, ¿qué será? ¡Ay, qué sufrimiento, qué anhelo! Yo mismo no sé lo que me pasa. Seguía creciendo, sin perder su verdor en invierno ni en verano. Las gentes, al verlo, decían: -¡Hermoso árbol!-. Y he ahí que, al llegar Navidad, fue el primero que cortaron. El hacha se hincó profundamente en su corazón; el árbol se derrum-bó con un suspiro, experimentando un dolor y un desmayo que no lo dejaron pen-sar en la soñada felicidad. Ahora sentía tener que alejarse del lugar de su naci-miento, tener que abandonar el bosque donde había crecido. Sabía que nunca vol-vería a ver a sus viejos y queridos compañeros, ni a las matas y flores que lo ro-deaban; tal vez ni siquiera a los pájaros. La despedida no tuvo nada de agradable. El árbol no volvió en sí hasta el momento de ser descargado en el patio junto con otros, y entonces oyó la voz de un hombre que decía: -¡Ese es magnífico! Nos quedaremos con él. Y se acercaron los criados y transportaron el abeto a una hermosa y espaciosa sala. De todas las paredes colgaban cuadros, y junto a la gran estufa había grandes jarrones chinos; había también mecedoras, sofás de seda, grandes mesas cubiertas de libros ilustrados y juguetes. Hincaron el abeto en un voluminoso barril lleno de arena, pero no se veía que era un barril, pues de todo su alrededor pendía una tela verde, y estaba colocado sobre una gran alfombra de mil colores. ¡Cómo tem-blaba el árbol! ¿Qué vendría luego?

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Criados y señoritas corrían de un lado para otro y no se cansaban de colgarle adornos y más adornos. En una rama sujetaban redecillas de papeles coloreados; en otra, dulces y caramelos; colgaban manzanas doradas y nueces, como si fuesen frutos del árbol, y ataron a las ramas más de cien velitas rojas, azules y blancas. Muñecas que parecían personas vivientes -nunca había visto el árbol cosa seme-jante- flotaban entre el verdor, y en lo más alto de la cúspide centelleaba una es-trella de metal dorado. Era realmente magnífico. -Esta noche -decían todos-, esta noche sí que brillará. «¡Oh! -pensaba el árbol-, ¡ojalá fuese ya de noche! ¡Ojalá encendiesen pronto las luces! ¿Y qué sucederá luego? ¿Acaso vendrán a verme los árboles del bosque? ¿Volarán los gorriones frente a los cristales de las ventanas? ¿Seguiré aquí todo el verano y todo el invierno, tan primorosamente adornado?». Creía estar enterado, desde luego; pero de momento era tal su impaciencia, que sufría fuertes dolores de corteza, y para un árbol el dolor de corteza es tan malo como para nosotros el de cabeza. Al fin encendieron las luces. ¡Qué brillo y magnificencia! El árbol temblaba de emoción por todas sus ramas; tanto, que una de las velitas prendió fuego al verde. ¡Y se puso a arder de verdad! -¡Dios nos ampare! -exclamaron las jovencitas, corriendo a apagarlo. El árbol tuvo que esforzarse por no temblar. ¡Qué fastidio! Le disgustaba perder algo de su esplendor; todo aquel brillo lo tenía como aturdido. He aquí que entonces se abrió la puerta de par en par, y un tropel de chiquillos se precipitó en la sala, que no parecía sino que iban a derribar el árbol; les seguían, más comedidas, las per-sonas mayores. Los pequeños se quedaron clavados en el suelo, mudos de asom-bro, aunque sólo por un momento; enseguida se reanudó el alborozo; gritando con todas sus fuerzas, se pusieron a bailar en torno al árbol, del que fueron descolgán-dose uno tras otro los regalos. «¿Qué hacen? -pensaba el abeto-. ¿Qué ocurrirá ahora?». Las velas se consumían, y al llegar a las ramas eran apagadas. Y cuando todas quedaron extinguidas, se dio permiso a los niños para que se lanzasen al saqueo del árbol. ¡Oh, y cómo se lanzaron! Todas las ramas crujían; de no haber estado sujeto al techo por la cúspide con la estrella dorada, seguramente lo habrían derri-bado. Los chiquillos saltaban por el salón con sus juguetes, y nadie se preocupaba ya del árbol, aparte la vieja ama, que, acercándose a él, se puso a mirar por entre las ramas. Pero sólo lo hacía por si había quedado olvidado un higo o una manzana. -¡Un cuento, un cuento! - gritaron de pronto, los pequeños, y condujeron hasta el abeto a un hombre bajito y rollizo. El hombre se sentó debajo de la copa. -Os contaré sólo un cuento y no más. ¿Prefieren el de Ivede-Avede o el de Klum-pe-Dumpe, que se cayó por las escaleras y, no obstante, fue ensalzado y obtuvo a la princesa? ¿Qué os parece? Es un cuento muy bonito. El abeto permanecía callado, pensando: «¿y yo, no cuento para nada? ¿No tengo ningún papel en todo esto?». Claro que tenía un papel, y bien que lo había desem-peñado.

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El hombre contó el cuento de Klumpe-Dumpe, que se cayó por las escaleras y, sin embargo, fue ensalzado y obtuvo a la princesa. Y los niños aplaudieron, gritando: -¡Otro, otro!-. Pero ya no contó más.. El abeto seguía silencioso y pensativo. «De modo que así va el mundo» -pensó, creyendo que el relato era verdad. «¿Quién sa-be? Tal vez yo me caiga también por las escaleras y gane a una princesa». Y se ale-gró ante la idea de que al día siguiente volverían a colgarle luces y juguetes, oro y frutas. «Mañana no voy a temblar -pensó-. Disfrutaré al verme tan engalanado. Mañana volveré a escuchar la historia de KlumpeDumpe. Y el árbol se pasó toda la noche silencioso y sumido en sus pensamientos. Por la mañana se presentaron los criados y la muchacha. «Ya empieza otra vez la fiesta», pensó el abeto. Pero he aquí que lo sacaron de la habitación y, arrastrándolo escaleras arriba, lo dejaron en un rincón oscuro, al que no llegaba la luz del día. «¿Qué significa esto? –se preguntó el árbol-. ¿Qué voy a hacer aquí? ¿Qué es lo que voy a oír desde aquí?». Y, apoyándose contra la pared, venga cavilar y más cavilar. Y por cierto que tuvo tiempo sobrado, pues iban transcurriendo los días y las noches sin que nadie se presentara; y cuando alguien lo hacía, era sólo para depositar gran-des cajas en el rincón. El árbol quedó completamente ocultado; ¿era posible que se hubieran olvidado de él? «Ahora es invierno allá fuera -pensó-. La tierra está dura y cubierta de nieve; los hombres no pueden plantarme; por eso me guardarán aquí, seguramente hasta la primavera. ¡Qué considerados son, y qué buenos! ¡Lástima que sea esto tan oscuro y tan solitario! No se ve ni un mísero lebrato. Bien considerado, el bosque tenía sus encantos, cuando la liebre pasaba saltando por el manto de nieve; pero entonces yo no podía soportarlo. ¡Esta soledad de ahora sí que es terrible!». «Pip, pip», murmuró un ratoncillo, asomando quedamente, seguido a poco de otro; y, husmeando el abeto, se ocultaron entre sus ramas. -¡Hace un frío de espanto! -dijeron-. Pero aquí se está bien. ¿Verdad, viejo abeto? -¡Yo no soy viejo! -protestó el árbol-. Hay otros que son mucho más viejos que yo. -¿De dónde vienes? ¿Y qué sabes? -preguntaron los ratoncillos. Eran terriblemente curiosos-. Háblanos del más bello lugar de la Tierra. ¿Has estado en él? ¿Has estado en la despensa, donde hay queso en los anaqueles y jamones colgando del techo, donde se baila a la luz de la vela y donde uno entra flaco y sale gordo? -No lo conozco -respondió el árbol-; pero, en cambio, conozco el bosque, donde brilla el sol y cantan los pájaros -. Y les contó toda su infancia; y los ratoncillos, que jamás oyeran semejantes maravillas, lo escucharon y luego exclamaron: - ¡Cuántas cosas has visto! ¡Qué feliz has sido! -¿Yo? -replicó el árbol; y se puso a reflexionar sobre lo que acababa de contarles-. Sí; en el fondo, aquéllos fueron tiempos dichosos. Pero a continuación les relató la Nochebuena, cuando lo habían adornado con dulces y velillas. -¡Oh! -repitieron los ratones-, ¡y qué feliz has sido, viejo abeto! -¡Digo que no soy viejo! -repitió el árbol-. Hasta este invierno no he salido del bos-que. Estoy en lo mejor de la edad, sólo que he dado un gran estirón.

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-¡Y qué bien sabes contar! -prosiguieron los ratoncillos; y a la noche siguiente volvieron con otros cuatro, para que oyesen también al árbol; y éste, cuanto más contaba, más se acordaba de todo y pensaba: «La verdad es que eran tiem-pos agradables aquéllos. Pero tal vez volverán, tal vez volverán. Klumpe-Dumpe se cayó por las escaleras y, no obstante, obtuvo a la princesa; quizás yo también consiga una». Y, de repente, el abeto se acordó de un abedul lindo y pequeñín de su bosque; para él era una auténtica y bella princesa. -¿Quién es Klumpe-Dumpe? -preguntaron los ratoncillos. Entonces el abeto les narró toda la historia, sin dejarse una sola palabra; y los animales, de puro gozo, sentían ganas de trepar hasta la cima del árbol. La noche siguiente acudieron en mayor número aún, y el domingo se presentaron incluso dos ratas; pero a éstas el cuento no les pareció interesante, lo cual entristeció a los ratoncillos, que desde aquel momento lo tuvieron también en menos. -¿Y no sabe usted más que un cuento? -inquirieron las ratas. -Sólo sé éste -respondió el árbol-. Lo oí en la noche más feliz de mi vida; pero entonces no me daba cuenta de mi felicidad. -Pero si es una historia la mar de aburrida. ¿No sabe ninguna de tocino y de velas de sebo? ¿Ninguna de despensas? -No -confesó el árbol. -Entonces, muchas gracias -replicaron las ratas, y se marcharon . Al fin, los ratoncillos dejaron también de acudir, y el abeto suspiró: «¡Tan agra-dable como era tener aquí a esos traviesos ratoncillos, escuchando mis relatos! Ahora no tengo ni eso. Cuando salga de aquí, me resarciré del tiempo perdido». Pero ¿iba a salir realmente? Pues sí; una buena mañana se presentaron unos hombres y comenzaron a rebuscar por el desván. Apartaron las cajas y sacaron el árbol al exterior. Cierto que lo tiraron al suelo sin muchos miramientos, pero un criado lo arrastró hacia la escalera, donde brillaba la luz del día. «¡La vida empieza de nuevo!», pensó el árbol, sintiendo en el cuerpo el contac-to del aire fresco y de los primeros rayos del sol; estaba ya en el patio. Todo sucedía muy rápidamente; el abeto se olvidó de sí mismo: ¡había tanto que ver a su alrededor! El patio estaba contiguo a un jardín, que era una ascua de flores; las rosas colgaban, frescas o fragantes, por encima de la diminuta verja; estaban en flor los tilos, y las golondrinas volaban. «¡Ahora a vivir!», pensó el abeto, y extendió sus ramas. Pero, ¡ay!, estaban secas y amarillas; y allí lo dejaron entre hierbajos y espinos. La estrella de oro-pel seguía aún en su cúspide, y relucía a la luz del sol. En el patio jugaban algunos de aquellos alegres muchachuelos que por Noche-buena estuvieron bailando en torno al abeto y que tanto lo habían admirado. Uno de ellos se le acercó corriendo y le arrancó la estrella dorada. -¡Miren lo que hay todavía en este abeto, tan feo y viejo! -exclamó, subiéndose por las ramas y haciéndolas crujir bajo sus botas.

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.El árbol, al contemplar aquella magnificencia de flores y aquella lozanía del jardín y compararlas con su propio estado, sintió haber dejado el oscuro rincón del desván. Recordó su sana juventud en el bosque, la alegre Noche-buena y los ratoncillos que tan a gusto habían escuchado el cuento de Klum-pe-Dumpe. «¡Todo pasó, todo pasó! -dijo el pobre abeto-. ¿Por qué no supe gozar cuan-do era tiempo? Ahora todo ha terminado». Vino el criado, y con un hacha cortó el árbol a pedazos, formando con ellos un montón de leña, que pronto ardió con clara llama bajo el gran caldero. El abeto suspiraba profundamente, y cada suspiro semejaba un pequeño dispa-ro; por eso los chiquillos, que seguían jugando por allí, se acercaron al fue-go y, sentándose y contemplándolo, exclamaban: «¡Pif, paf!». Pero a cada estallido, que no era sino un hondo suspiro, pensaba el árbol en un atardecer de verano en el bosque o en una noche de invierno, bajo el centellear de las estrellas; y pensaba en la Nochebuena y en KlumpeDumpe, el único cuento que oyera en su vida y que había aprendido a contar. Y así hasta que estuvo del todo consumido. Los niños jugaban en el jardín, y el menor de todos se había prendido en el pecho la estrella dorada que había llevado el árbol en la noche más feliz de su existencia. Pero aquella noche había pasado, y, con ella, el abeto y tam-bién el cuento: ¡adiós, adiós! Y éste es el destino de todos los cuentos

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El regalo de los Magos, de O.Henry

Un dólar y ochenta y siete centavos. Eso era todo. Y setenta centavos estaban en céntimos. Céntimos ahorrados, uno por uno, discutiendo con el almacenero y el verdulero y el carnicero hasta que las mejillas de uno se ponían rojas de vergüenza ante la silenciosa acusación de avaricia que im-plicaba un regateo tan obstinado. Delia los contó tres veces. Un dólar y ochenta y siete centavos. Y al día siguiente era Navidad. Evidentemente no había nada que hacer fuera de echarse al miserable lecho y llorar. Y Delia lo hizo. Lo que conduce a la reflexión moral de que la vida se compone de sollozos, lloriqueos y sonrisas, con predominio de los llori-queos. Mientras la dueña de casa se va calmando, pasando de la primera a la segunda etapa, echemos una mirada a su hogar, uno de esos apartamentos de ocho dólares a la se-mana. No era exactamente un lugar para alojar mendigos, pero ciertamente la policía lo habría descrito como tal. Abajo, en la entrada, había un buzón al cual no llegaba carta alguna, Y un timbre eléctrico al cual no se acercaría jamás un dedo mortal. También pertenecía al departamento una tarjeta con el nombre de "Señor James Dillingham Young". La palabra "Dillingham" había llegado hasta allí volan-do en la brisa de un anterior período de prosperidad de su dueño, cuando ganaba treinta dólares semanales. Pero ahora que sus ingresos habían bajado a veinte dóla-res, las letras de "Dillingham" se veían borrosas, como si estuvieran reduciéndose a una simple inicial: "D".

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Pero cuando el señor James Dillingham Young llegaba a su casa y subía a su apartamento, le decían "Jim" y era cariñosamente abrazado por la señora Delia Dillingham Young, a quien ya hemos presentado al lector como Delia, todo estaba mucho mejor. Delia dejó de llorar y se empolvó las mejillas. Se quedó de pie junto a la ventana y miró hacia afuera, apenada, y vio un gato gris que caminaba sobre una verja gris en un pa-tio gris. Al día siguiente era Navidad y ella tenía solamen-te un dólar y ochenta y siete centavos para comprarle un regalo a Jim. Había estado ahorrando cada centavo, mes a mes, y éste era el resultado. Con veinte dólares a la se-mana no se va muy lejos. Los gastos habían sido mayo-res de lo que había calculado. Siempre lo eran. Sólo un dólar con ochenta y siete centavos para comprar un rega-lo a Jim. Su Jim. Había pasado muchas horas felices ima-ginando algo bonito para él. Algo fino y especial y de cali-dad -algo que tuviera justamente ese mínimo de condicio-nes para que fuera digno de pertenecer a Jim. Entre las ventanas de la habitación había un espejo de cuerpo entero. Quizás alguna vez hayan visto ustedes un espejo de cuerpo entero en un apartamento de ocho dólares. Una persona muy delgada puede hasta mirarse en él, a pesar de sus rayas y tener una vaga idea acerca de su imagen personal. Como Delia era esbelta, podía verse con absoluto dominio técnico. De repente se alejó de la ventana y se paró ante el espejo. Sus ojos brillaban intensamente, pero su rostro palideció en un instante. Soltó sus cabellos y los dejó caer sobre sus hombros. Los Dillingham eran dueños de dos cosas que les provocaban un inmenso orgullo. Una era el reloj de oro que había sido del padre de Jim y antes de su abuelo. La otra era ….el cabello de Delia.

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Si la Reina de Saba hubiera vivido en el apartamento fren-te al suyo, algún día Delia habría dejado colgar su cabe-llera fuera de la ventana nada más que para demostrar su desprecio por las joyas y los regalos de Su Majestad. Si el rey Salomón hubiera sido el portero, con todos sus teso-ros apilados en el sótano, Jim hubiera sacado su reloj ca-da vez que hubiera pasado delante de él nada más que para verlo mesándose su barba de envidia. El Hermoso cabello de Delia cayó, pues, suelto so-bre sus hombros y brilló como una cascada de aguas os-curas. Le llegaba a las rodillas y la envolvió como un man-to. Y entonces ella la recogió de nuevo, nerviosa y rápida-mente. Por un minuto se sintió desfallecer y permaneció de pie mientras un par de lágrimas caían a la vieja alfom-bra roja. Se puso la usada chaqueta y su también viejo sombrero y con un revuelo de faldas y los ojos brillantes, abrió nerviosamente la puerta, salió corriendo escaleras abajo hacia la calle. No tardó en pararse ante un letrero que decía:: "Madame. Sofronie. Cabellos de todas clases". Delia subió rápidamente y, jadeando, trató de controlarse. Llegó a la puerta y entró. La Madame era grande, dema-siado blanca y fría, no parecía la "Sofronie" indicada en la puerta. -¿Quiere comprar mi pelo? -preguntó Delia. -Desde luego ,compro pelo -dijo Madame-. Quítese el sombrero y déjeme ver el suyo. La oscura cascada cayó libremente.

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-Veinte dólares -dijo Madame, sopesando la masa con ma-nos expertas. -Démelos inmediatamente -dijo Delia. Las dos horas siguientes transcurrieron en medio de un sueño color de rosa para Delia. Delia fue de almacén en almacén en busca del regalo para Jim. Al fin lo encontró. Estaba hecho para Jim, para nadie más. En ningún almacén había otro regalo como ése. Y ella los había recorrido todos. Era una cadena de reloj, de platino, de diseño sencillo y puro, que proclamaba su valor sólo por el material mismo y no por alguna ornamentación inútil y de mal gusto... tal como ocurre siempre con las cosas de verdadero valor. Era digna del reloj. Apenas la vio se dio cuenta de que era exactamen-te lo que buscaba para Jim. Era como Jim: “Valor callado”. La descripción podía aplicarse a ambos. Pagó por ella veintiún dólares y regresó rápidamente a casa con ochenta y siete centavos. Con esa cadena en su reloj, Jim podía mirar la hora en todas partes. Porque, aun-que su reloj era estupendo, Jim se veía obligado a mirar la hora a hurtadillas a causa de la gastada correa que usaba en vez de una cadena. Cuando Delia llegó a casa, su excitación cedió el paso a una cierta prudencia y sensatez. Sacó sus tenacillas para el pelo, encendió el gas y empezó a reparar los estragos hechos por la generosidad y el amor en su cabello. Lo cual era una tarea tremenda, amigos míos, una tarea gigantesca. A los cuarenta minutos su cabeza estaba cubierta por unos rizos pequeños y apretados que la hacían parecerse a un encantador colegial travieso. Miró su imagen en el espejo con ojos críticos, largamente. "Si Jim no me mata, -se dijo, antes de que me mire por segunda vez-, dirá que parezco una corista de Coney Is-land. Pero, ¿qué otra cosa podría haber hecho? ¡Oh! ¿Qué podría haber hecho con un dólar y ochenta y siete centa-vos?."

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A las siete de la noche el café estaba ya preparado y la sar-tén lista en el fogón caliente, en espera de las chuletas que habían de freirse en ella.. Jim no se retrasaba nunca. Delia apretó la cadena en su mano y se sentó en el rincón de la mesa que quedaba cer-ca de la puerta por donde Jim entraba siempre. Entonces escuchó sus pasos en el primer rellano de la escalera y, por un momento, se puso pálida. Tenía la costumbre de decir pequeñas plegarias por las pequeñas cosas cotidianas y ahora murmuró: -"Dios mío, que Jim piense que sigo siendo bonita". La puerta se abrió, Jim entró y la cerró. Se le veía delgado y serio. Pobre muchacho, sólo tenía veintidós años y ¡ya con una familia que mantener! Necesitaba evidentemente un abrigo nuevo y no tenía guantes. Jim franqueó el umbral y allí permaneció inmóvil como un perro que está oliendo su presa. Sus ojos se fijaron en Delia con una expresión que su mujer no pudo interpretar, pero que la aterró. No era de enojo ni de sorpresa ni de des-aprobación ni de horror ni de ningún otro sentimiento para los que que ella hubiera estado preparada. Él la miraba sim-plemente, con fijeza, con una expresión extraña. Delia se levantó nerviosamente y se acercó a él. -Jim, querido -exclamó- no me mires así. Me corté el pelo y lo vendí porque no podía pasar la Navidad sin hacer-te un regalo. Crecerá de nuevo ¿no te importa, verdad? Te-nía que hacerlo. Mi pelo crece rápidamente. Dime “Feliz Navidad” y seamos felices. ¡No te imaginas qué regalo, qué regalo tan lindo tengo para ti! -¿Te has cortado el pelo? -preguntó Jim, con gran tra-bajo, como si no pudiera darse cuenta de un hecho tan evi-dente aunque hiciera un enorme esfuerzo mental. -Me lo corté y lo vendí -dijo Delia-. ¿No te gusto? ¿no te gusto igual? Sigo siendo la misma aún sin mi pelo, ¿no es así?Jim pasó su mirada por la habitación con curiosidad. -¿Dices que te has cortado el pelo? -dijo con aire casi idiota.

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-No pierdas el tiempo buscándolo -dijo Delia-. Lo ven-dí, ya te lo dije, lo vendí, eso es todo. Es Nochebuena. Lo hice por ti, perdóname. Puede que el pelo de mi cabeza es-tuviese contado y cada cabello numerado, pero nadie podría cortar mi amor por ti. ¿Frío las chuletas? -preguntó. Pasada la primera sorpresa; Jim pareció despertar rápida-mente. Abrazó a Delia. Durante diez segundos miremos con discreción en otra dirección, hacia algún objeto sin importan-cia. Ocho dólares a la semana o un millón en un año, ¿cuál es la diferencia? Un matemático o algún hombre sabio podrían darnos una respuesta equivocada. Los Reyes Magos trajeron al Niño regalos de gran valor, pero aquél no estaba entre ellos. Este oscuro acertijo será explicado más adelante. Jim sacó un paquete del bolsillo de su abrigo y lo puso sobre la mesa. -No te equivoques conmigo, Delia -dijo-. Ningún corte de pelo, o su lavado o un peinado especial, harían que yo quisiera menos a mi mujercita. Pero si abres ese paquete verás por qué me has provocado tal desconcierto en un pri-mer momento. Los blancos y ágiles dedos de Delia retiraron el papel y la cinta. Y entonces se escuchó un jubiloso grito de éxtasis; y después, ¡ay!, un rápido y femenino cambio hacia un his-térico raudal de lágrimas y de gemidos, lo que requirió el in-mediato despliegue de todos los poderes de consuelo del dueño de la casa. Porque allí estaban las peinetas -el juego completo de peinetas, una al lado de otra- que Delia había estado admi-rando durante mucho tiempo en una vitrina de Broadway. Eran unas peinetas muy hermosas, de carey auténtico, con sus bordes adornados con piedras brillantes y justamente del color que mejor sentaba a su desaparecida cabellera. Eran peinetas muy caras, ella lo sabía, y su corazón simplemente había suspirado por ellas y las había anhelado sin la menor esperanza de poseerlas algún día. Y ahora

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eran suyas, pero las trenzas destinadas a ser adornadas con esos codiciados adornos habían desaparecido. Delia las apretó contra su pecho y, finalmente, fue capaz de mirarlas con ojos húmedos y con una débil sonrisa, y dijo: -¡Mi pelo crecerá muy rápidamente,Jim! Y se estrechó más fuerte contra él, como un animal pequeño, murmurando: “¡Oh! Jim no había visto aún su hermoso regalo. Delia lo mostró con vehemencia en la abierta palma de su mano. El precioso metal pareció brillar con la luz del brillante y ar-diente espíritu de Delia. -¿Verdad que es maravillosa, Jim? Recorrí la ciudad entera para encontrarla. Ahora podrás mirar la hora cien ve-ces al día si se te antoja. Dame tu reloj. Quiero ver cómo se ve con ella puesta. En vez de obedecer, Jim se dejo caer en el sofá, cruzó sus manos debajo de su nuca y sonrió. -Delia -le dijo- olvidémonos de nuestros regalos de Na-vidad por ahora. Son demasiado hermosos para usarlos en este momento. Vendí mi reloj para comprarte las peine-tas….. Y ahora resulta que …..En fin, será mejor que frí-as las chuletas. Los Reyes Magos, como ustedes seguramente saben, eran muy sabios -maravillosamente sabios- y llevaron rega-los al Niño en el Pesebre. Ellos fueron los que inventaron los regalos de Navidad. Como eran sabios, no hay duda que también sus regalos lo eran, con la ventaja suplementaria, además, de poder ser cambiados en caso de estar repeti-dos. Y aquí les he contado, en forma muy torpe, la sencilla historia de dos jóvenes atolondrados que vivían en un pe-queño piso y que insensatamente sacrificaron el uno al otro los más ricos tesoros que tenían en su casa. Pero, para ter-minar, digamos a los sabios de hoy en día que, de todos los que hacen regalos, ellos fueron los más sabios. De todos los que dan y reciben regalos, los más sabios son los seres como Jim y Delia. Ellos son los verdaderos Reyes Magos.

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El Club de los Lectores ViVos

Y un próspero y feliz 2009 lleno de buenas lecturas

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I ES “Tor r e del Pr ado”