Cuento Terror Niño

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La noche de Halloween un niño sin disfraz toco a mi puerta. Detrás de el una multitud de otros pequeñines corrían por doquier, presurosos de volver a casa a tiempo, algunos haciendo tratos con el de a lado para cambiar chocolates por golosinas o simplemente haciendo alarde de su botín. El niño no vestía ningún disfraz, pero si llevaba consigo una bolsa repleta de algo que yo deduje eran dulces. Era muy delgado, bajito, no tendría más de 13 años y se notaba muy cansado. El niño tenía sed. Con mucha amabilidad me había pedido un vaso de agua, explico que venia de muy lejos y ansiaba refrescarse antes de seguir su camino. Como veía en el un reflejo de mi hijo en su juventud, no pude soportar las ganas de invitarlo a descansar en el sofá unos minutos mientras yo iba a por el agua. El chico entro sin ningún atisbo de incomodidad, fue directo al sofá en el que yo acostumbro sentarme a leer, el cual, admito, posicione inspirada en un viejo cliché, frente a una chimenea coronada con una gran pintura, obsequio de una gran amiga, fallecida hace pocos años, a lado del sofá una mesita en la que acostumbro dejar el libro en turno, espacio ahora ocupado por “El Wendingo”. El niño se veía imponente en ese lugar, las sombras creadas por las llamas de la chimenea vibraban sobre su rostro a causa del viento que se colaba por la puerta que me había olvidado de cerrar. Un suave crepitar susurraba en toda la casa, el cual se fundió con su aguda voz cantarina. —Ese libro, lo leí una vez, pero a mis padres no les agradaba la idea de que me gustasen esa clase de cosas, decían que me provocaban pesadillas, pero no era cierto, bueno si, tenia pesadillas pero no era por eso, teníamos poco de habernos mudado, y muy cerca de nuestra nueva casa había un pequeño bosque, algo de ese lugar me mantenía despierto y cuando lograba dormir ese algo me acompañaba en mis sueños.

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La noche de Halloween un niño sin disfraz toco a mi puerta.Detrás de el una multitud de otros pequeñines corrían por doquier, presurosos de volver a casa a tiempo, algunos haciendo tratos con el de a lado para cambiar chocolates por golosinas o simplemente haciendo alarde de su botín.

El niño no vestía ningún disfraz, pero si llevaba consigo una bolsa repleta de algo que yo deduje eran dulces. Era muy delgado, bajito, no tendría más de 13 años y se notaba muy cansado.

El niño tenía sed. Con mucha amabilidad me había pedido un vaso de agua, explico que venia de muy lejos y ansiaba refrescarse antes de seguir su camino.Como veía en el un reflejo de mi hijo en su juventud, no pude soportar las ganas de invitarlo a descansar en el sofá unos minutos mientras yo iba a por el agua.

El chico entro sin ningún atisbo de incomodidad, fue directo al sofá en el que yo acostumbro sentarme a leer, el cual, admito, posicione inspirada en un viejo cliché, frente a una chimenea coronada con una gran pintura, obsequio de una gran amiga, fallecida hace pocos años, a lado del sofá una mesita en la que acostumbro dejar el libro en turno, espacio ahora ocupado por “El Wendingo”.

El niño se veía imponente en ese lugar, las sombras creadas por las llamas de la chimenea vibraban sobre su rostro a causa del viento que se colaba por la puerta que me había olvidado de cerrar. Un suave crepitar susurraba en toda la casa, el cual se fundió con su aguda voz cantarina. —Ese libro, lo leí una vez, pero a mis padres no les agradaba la idea de que me gustasen esa clase de cosas, decían que me provocaban pesadillas, pero no era cierto, bueno si, tenia pesadillas pero no era por eso, teníamos poco de habernos mudado, y muy cerca de nuestra nueva casa había un pequeño bosque, algo de ese lugar me mantenía despierto y cuando lograba dormir ese algo me acompañaba en mis sueños.