Cuentos Cortos Para Leer en El Autobus

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Cuentos Cortos para Leer en el Autobús Pedro Fernandez

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A:

Dedico este cuento a todos los que de una forma u otra

me han ayudado pero sobre todo, a mi familia y

especialmente a mi esposa que amo tanto.

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INDICE 1

1 Nadie me Cree Pg. # 1

2 Mi. Tio Pancho Pg. # 9

3 El Duende de Jujuy Pg. # 13

4 El Misterio de la Botella Pg. # 17

5 El Poema Pg. # 22

6 Mi ultimo Toro Pg. # 24

7 Streptease Pg. # 28

8 Pepe Cortés Pg # 30

9 Campo Minado Pg # 33

10 Alfonso “El Loco” Pg # 36

11 El Collar Chimú Pg # 42

12 Amnesia Pg # 51

13 Reflexiones de Dos Amigos Pg # 55

14 La Violación Pg # 58

15 Los Tres Mundos Pg # 61

16 Encuentro con un Pirata Pg # 63

17 Un anfiteatro Flavio y yo Pg # 71

18 Así fu e la Emboscada Pg # 76

19 Reflexiones Inconclusas Pg # 80

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INDICE 2

20 El Niño y la Crisis de los Cohetes Pg # 81

21 Memorias de un Difunto Pg # 83

22 La Gritona de Seborucal Pg. # 87

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GRACIAS A TODOS LOS QUE ME HAN AYUDADO EN LA CREACIÓN Y PUBLICACIÓN DE ESTE LIBRO

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NADIE ME CREE Usted no existe. Hemos verificado todos los datos

que nos ha brindado y no existe su esposa, su hijo,

su trabajo, su auto, en fin, nada.

Con estas palabras, el abogado, hacía añicos mi

inocencia. No sé si se despidió o simplemente se

levantó y se marchó. Estaba estupefacto, clavado en

aquella silla plástica. El guardia me sacó de mi

estado de shock: “Por favor. Por aquí.” Me condujo

hasta mi triste celda. Me tiré de espalda en aquella

dura litera, como cuando llegaba exhausto del

trabajo y me dejaba caer en el blando sofá del salón

de mi casa.

El compañero de celda, sentado en un banco, me

miraba con ojos de compasión. Se levantó, me

alcanzó unas hojas, un lápiz y me dijo “Escribe tu

historia. A lo mejor, algún día, alguien te cree”. Lo

miré con decepción, tomé los materiales y comencé

a escribir.

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Aquel día me levanté muy temprano. Tenía que

recorrer una distancia de varios cientos de

kilómetros. Podía ir en autobús o tren hasta la

ciudad más cercana y luego rentar un auto, pero

prefería ir en mi viejo auto. De esa manera podía

observar con más detenimiento todo lo que me

rodeaba y las posibilidades de nuevos negocios.

Tenía que recorrer todo el estado de Arizona y

llegar cerca del desierto de Altar. Estábamos en

pleno verano. El pavimento de la autopista brillaba

como si estuviera hirviendo pero mi Lincoln estaba

acostumbrado a trayectos parecidos a cualquier hora

del día y en cualquier estación del año. A las diez de

la mañana me detuve en un restaurante de carretera.

Necesitaba merendar algo. Estuve media hora entre

devorando un sándwich, leer algunas hojas del

Washington Post y aseándome parcialmente en el

baño. Me subí de nuevo al auto, encendí el radio y

busqué una emisora con música pop. Miré el reloj

del salpicadero. Marcaba las once y treinta minutos.

Abandoné la autopista para tomar una carretera

secundaria.

La vía estaba en buen estado, poco transitada, lo

que me permitía aumentar la velocidad a cien

kilómetros por hora.

Después de media hora de camino, me encontré

con una intersección sin pavimentar. No recordaba

haberla visto en el mapa que siempre llevo en la

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guantera. Extendí la carta sobre el volante y volví a

revisar todo el trayecto. En el mapa, la carretera

seguía recta, sin embargo, tenía frente a mí, una

gran instalación con miles de paneles solares, e

incluso no veía la vía que me llevaría a mi destino.

De todas formas pensé que debía arriesgarme.

Quizás me equivocara, pero lo único que podía

perder, era el tiempo.

Giré a la izquierda. Me desplazaba a poca

velocidad, observaba lo árido de aquel terreno y por

el espejo retrovisor podía observar la polvareda

levantada por las ruedas del auto.

De repente, el auto comenzó a dar tirones. Me

alarmé ante una posible rotura. Observé el medidor

del depósito de combustible, ¡SORPRESA! No

tenía combustible. Aparqué bien al borde de la

calzada, para dejar espacio a los coches que

circularan por allí, justo al tiempo de detenerse el

motor. La emprendí a patadas con mi viejo auto

hasta volver lentamente a la normalidad de ánimo.

Apoyado con las dos manos en el techo, la cabeza

inclinada y mi vista clavada en la tierra, me di

cuenta de la estupidez cometida al no revisar el

combustible.

Me separé del coche, dirigí mi vista hacia los dos

lados del camino con la esperanza de divisar algún

vehículo. Nada. Me dispuse a expulsar un poco de

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orine cuando divisé a escaso tres metros delante de

mí, un animal muy raro.

Me miraba con ojos muy grandes, fijos, sin realizar

ningún movimiento mientras yo observaba cada

detalle tratando de adivinar de qué especie se

trataba. Tenía orejas similares a un conejo, pero

cortas. Un hocico pequeño y una cara redonda.

Tendría unos diez centímetros de alto por

veinticinco de largo. Su cola era fina con más de

medio metro de largo. Sin embargo, no tenía un

solo pelo que cubriera aquella piel de color claro,

pero indefinido. Comenzó a emitir un sonido difícil

de identificar provocando en mí cierta inquietud.

Entonces, lo miré fijamente a sus ojos inmensos y

negros con un miedo rozando el terror. No sabía lo

que me reservaba el destino.

Aquel animalito, ante mi vista, comenzó a ponerse

pequeño pero extrañamente, mis prendas de vestir

se ajustaban demasiado al cuerpo. Según disminuía

su tamaño sentía como se desgarraba mi ropa. Tuve

la necesidad de soltar el cinturón y quitarme los

zapatos. Miré el auto, lo vi pequeño, entonces pude

comprender todo. Estaba creciendo rápidamente.

Me sentí volando, estaba flotando y alejándome del

suelo a una velocidad extraordinaria. Todo ocurría

en fracciones de segundos. Tenía bajo mis pies

todo el territorio de los Estados Unidos, casi todo

México y Canadá. Como si fuera un astronauta,

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observaba nuestro hermoso planeta Tierra como se

iba alejando. Lo mismo sucedía con la luna, en fin,

todos los planetas del Sistema Solar, se alejaban

como los cohetes espaciales. Sentía mareo, deseos

de vomitar, me faltaba la respiración, sin embargo,

podía percatarme de todo lo que estaba sucediendo.

Luces azules, violetas, amarillas y marrón en el

espacio aparecían luego se esfumaban ante mis ojos.

Millones de puntos brillantes se juntaban formando

caprichosas figuras, mientras se alejaba nuestra

galaxia, se amontaban a mí alrededor otras

formaciones celestes desconocidas por la ciencia.

Pensaba si todo aquello no sería una recreación de

los átomos, los electrones, las moléculas, etc.

Porque, según me habían dibujado en las clases de

química, en el instituto, todo era similar a lo que se

presentaba ante mis ojos. Pero eso era imposible.

¿O quizás, sí? Podía ver perfectamente las células,

las moléculas como si se tratara de una enorme

pantalla conectada a un potente microscopio.

Las galaxias se estaban acercando, comprimiéndose

junto a mí, formando una extraña composición de

objetos donde predominaba el color rosa. No veía

nada. Todo a alrededor era una telaraña formada

por esos cuerpos irregulares, hilos de colores y

membranas fantásticas. Luego, oscuridad. Ruidos

sordos de procedencia desconocidas, quizás, de

torrentes de aire y agua. Pensé en la posibilidad de

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haber quedado ciego. No podía moverme ver nada y

tampoco moverme.

No sé cuánto tiempo estuve así hasta ver una tenue

claridad sobre mi cabeza. Le di las gracias a Dios

por no estar ciego. Estaba empapado por un líquido

indescriptible impregnado de olores confusos. A

pesar de estar desnudo, no sentía frío, más bien una

temperatura agradable. La claridad aumentó. Tenía

la sensación de estar dentro de un tubo transparente

y gelatinoso. Un foco de luz llegó a mis ojos,

aunque tenue. Molestaba por haber estado, durante

cierto tiempo, en la penumbra. Al fin fui

“expulsado” de aquel “conducto”.

Comencé a respirar normal. Me encontraba

rodeado de hilos finos, sobre un suelo muy raro

formado por mosaicos poligonales. Me preguntaba

si en un lugar situado en mi país o en otro lugar.

Inmediatamente, aquellos hilos quedaron por debajo

de mi cintura dando la impresión de encontrarme en

una pradera con largas hierbas de suaves colores.

Ocurría algo indescriptible. Aquella “vegetación”

reducía su altura y dejabas espacios libre. Me

sobresalté cuando el suelo comenzó a moverse

bruscamente con tanta fuerza hasta lanzarme por el

aire para caer sobre un suelo blando y blanco. No

era nieve. Tampoco podía ser tierra. Estaba sobre

algo tejido con hilos enorme y rodeado de objetos

descomunales sin poderlos definir. Frente a mí, una

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pared blanca, que se iba bajando muy de prisa.

Entonces, con gran asombro, comprendí que todo

estaba ocurriendo en sentido inverso. ¡Estaba

creciendo!

Los objetos a mi alrededor tenían ahora el tamaño

normal. Observé las paredes, los muebles, las

lámparas, las ventanas, todo. Me encontraba en una

habitación amplia.

Un grito aterrador me hizo salir de mi

“observación”. Dirigí la mirada hacia el lugar de

donde provenía. En medio de la habitación había

una joven tumbada en una amplia cama, con la

sábana a la altura de unos ojos bien abiertos, como

si hubiera visto un monstruo y gritando con todas

sus fuerzas.

En un principio estaba tan confundido que no

comprendía el motivo del estado de pánico

mostrado por la joven, pero inmediatamente me

cubrí con las manos mis partes íntimas del cuerpo,

coincidiendo casi al mismo tiempo con la entrada de

un señor con una escopeta en sus manos muy

dispuesto a usarla. No sé describirlo, observaba el

arma con esperanza y angustia al mismo tiempo,

rezando para no sentir un proyectil a perforándome.

Luego dijo: “Erick, llama a la policía.”. Se dirigió

despacio, sin dejar de apuntarme, hasta el armario.

Con una mano abrió el ropero, tomó una bata de

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dormir de la chica y me la lanzó. Me puse la prenda

e intenté de explicarle lo inexplicable, pero me

gritaba: “Cállese o lo mato”. La chica no había

dejado de llorar e histérica salió de la habitación

corriendo. El hombre de la escopeta de vez en

cuando soltaba, como un disparo: HIJO DE PUTA

produciendo heridas en mi dignidad. No sé cuánto

tiempo estuve en posición erguida, como una

estatua, en un extremo de la habitación hasta que

llegó la policía. Me colocaron las esposas. Me

retiraron bruscamente de la habitación. Escuché

cuando el hombre del fusil decía: “Haré todo lo

posible para que te pudras en la cárcel, hijo de

puta”.

Esta es mi historia. La escribo para si algún día la

ciencia descubre algo parecido, aunque sea, digan:

“el hombre tenía razón”. Puede ser, con el paso de

los siglos, se descubra que todo lo conocido hasta

hoy forma parte de otros seres vivos y ellos a su vez

de otros, formando las mencionadas “dimensiones”.

Pero ¡Qué carajo! si nadie para ese entonces, sabrá

de mi existencia.

Le entregué las hojas escritas a mi compañero. Le

dije: “Tómala, guárdala y si te parece lo publicas

como un cuento de ciencia ficción. Total, nadie me

cree ni me creerá jamás. Buena noche.”

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MI TIO PANCHO

Siempre admiré a mi tío Pancho. No sé… para mí

era un ejemplo. ¿De qué? Pues de honestidad, de

perseverancia, de humildad, de trabajador, de pobre,

de explotado… Sí, era para mí un ejemplo.

En realidad era hermano de mi abuelo paterno

quien se había casado con una joven acaudalada la

cual había recibido como regalo, una pequeña finca.

Cuando mi tío contrajo matrimonio, mi abuelo

permitió que construyera la vivienda en su

propiedad.

Tenía derecho únicamente a la casa. Para todo lo

demás, necesitaba autorización. Lo malo es que mi

tío debía alimentar cuatro chicas y a su esposa, mi

tía Juana.

En realidad, siempre tenían alimentos: harina de

maíz (en esa época, 1957, muy barata), malangas

silvestres de los ríos, leche de cabra y algunas otras

cosas que mi padre y su hermano, le regalaban. Mi

padre todos los días le llevaba un litro de leche,

cada cierto tiempo un racimo de plátanos, yuca,

boniato, aguacates (cuando era la temporada) y

cuando sacrificaban un cerdo en alguna de las casas

(la de mi tío paterno o la nuestra), le regalaban la

cabeza, los órganos o algún pedazo de columna

vertebral. También tenían gallinas que le brindaban

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huevos y carne de ave. No había problema con las

gallinas. Las hierbas frescas, gusanitos, lombrices,

formaba parte del menú, pero si dañaba las

siembras, estaban obligados a sacrificarlas. Al

Parecer las aves conocían esa regla y nunca

escarbaban en las plantaciones.

Fumaba mucho. Cigarrillos muy baratos y de mala

calidad. Quizás sentía en la acción de fumar, el

calmante a su angustia. Era su vicio. Cuando

fumaba se quedaba mirando un punto en el infinito

y en el fondo de sus ojos apagados se veía la

amargura que lo estrangulaba. Sólo en ese

momento, se podía percibir dolor en su alma y

tristeza en su corazón. Terminaba el cigarrillo y

mostraba una sonrisa. Nunca lo vi reír a carcajada.

Únicamente sonrisas tenues, fugaces, incapaces de

mostrar a plenitud, sus pocos dientes pintados por la

nicotina.

El poco dinero conseguido era producto de la venta

de yaguas, para ello, debía madrugar y recorrer los

potreros antes que los bovinos, para quienes, esta

parte de la palma era un alimento muy apetitoso. A

media mañana llegaba con una docena de yaguas

verdes a su espalda y empapado por el rocío de la

mañana. Después, debía “plancharlas” (Situándole

maderos con piedras encima y poniéndolas a secar.

Por la tarde se quejaba del dolor en la espalda. Mi

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tía, con inmensa ternura y compasión, le daba

masajes durante varios minutos.

Un día lo vi en el palmar y decidí acompañarlo.

Estaba cortando una yagua de la penca cuando se

hizo una pequeña herida en el dedo. ¿Fue profunda?

le pregunté. Me contestó: “Coge esa yagua y

vamos”. Después de reunir dos o tres más, me dijo:

“ Me estoy cagando. Espera un momento”. Me

aparté de él, unos cuantos metros, para que pudiera

realizar su necesidad fisiológica con tranquilidad.

Tomó un montón de hojas de una planta cercana y

cuando se estaba limpiando el ano, se ensució los

dedos con excremento, produciéndole ardor en la

herida. Sacudió la mano con fuerza y para el colmo

de males, se lastimó la herida, gritando: “Coñoooo”

y se llevó el dedo herido a la boca. Comenzó a

escupir y maldecir. Sin poder contener la risa, le

pregunté: “Tío, ¿A que sabe la mierda? Fue la

única vez que observé en sus ojos una tormenta. La

vergüenza me abrazaba sin poder moverme. Pero

todo fue momentáneo. Esbozó una sonrisa y me

dijo: “Andando” Ni él ni yo comentamos el

incidente.

Cada día los dolores en la espalda eran más

fuertes. Llegó el momento en que hubo de acostarse

para no levantarse jamás. El médico (otro tío mío),

diagnosticó cáncer. Las carnes se fueron

encogiendo, los huesos se mostraban debajo de la

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piel y los gritos eran más fuertes cada día hasta que

la muerte lo silenció.

Muchos años después, desde mi casa, allá en el

palmar, veía un hombre con un cargamento de

yaguas a la espalda. Un sentimiento de respeto,

admiración y vergüenza se apoderaba de mí, se

convertía en lágrima, se deslizaba por mis mejillas y

caía en el alféizar de la ventana.

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El Duende de Jujuy

Siempre quise visitar la provincia Argentina de

Jujuy, por ello, cuando mi Empresa me ordenó

viajar a Antofagasta, Chile, vi la oportunidad de

cumplir con ese sueño. Tenía un amigo propietario

de un hostal en San Pedro de Atacama y con él me

informaría sobre todo lo necesario para cruzar la

frontera.

Alquilé un todo terreno, cargué todo lo que mi

amigo me había recomendado y partí al amanecer.

Es increíble el paisaje que se puede apreciar en el

recorrido hasta el puesto fronterizo de Jama, a más

de cuatro mil metros de altitud. Sin embargo,

prestaba más atención a la conducción del vehículo

y el estado de la vía. En este puesto fronterizo

descansé y como me advirtieron sobre lo difícil de

mi próximo trayecto de casi 155 kilómetros, en

solitario hasta Susques, un pueblito perdido en la

soledad de aquellos parajes, revisé los depósitos de

combustible, el inflado de los neumáticos y los

niveles de aceite y agua.

Después de Jama, el paisaje parecido al de

Atacama, impresionaba por su suelo árido, por la

gama de colores ocre a blanco, por la soledad de

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sus campos y por su magnetismo misterioso que te

relajaba el alma.

Había dejado atrás el desierto de sal de Olaroz,

cuando mi vehículo comenzó a fallar a intervalos

hasta que se detuvo completamente. No tenía idea

de la “dolencia” de este caballo motorizado y no se

divisaba nada viviente por todo aquello, a excepción

de algunos lagartos.

Comencé a dar pasos hacia un lado y hacia otro,

tratando de comunicarme infructuosamente, por el

teléfono móvil, con mi amigo. Mientras repetía la

operación observaba todo a mí alrededor y divisé

una figura, a unos trescientos metros, entre las

grietas de una elevación. Tuve la impresión que

pedía ayuda. Dirigí mis pasos hacia aquel lugar sin

apartar la vista de la silueta que desaparecía a

intervalos, pero sin trasladarse a otro sitio. Llegué

faltándome el aire, al lugar donde esa criatura o

persona, se mostraba. Me encontré con la entrada de

una pequeña cueva, casi un agujero. Observaba

detenidamente su interior, tratando de ver algo pero

la oscuridad me lo impedía. De pronto, como si se

iluminara el interior, pude apreciar un cuerpo

menudo de apenas medio metro. Tenía una cabeza

muy grande con un sombrero de lana. Llevaba un

poncho y andaba descalzo. “Hola. ¿Necesita

ayuda?”. La oscuridad se apoderó de aquel pasaje

subterráneo y un silencio total invadió el lugar.

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Sentía miedo, curiosidad o quizás una mezcla de

sentimientos. Me separé un poco de la cavidad,

pero sin apartar la vista del lugar. Estaba absorto en

mis pensamientos, sobre el encuentro con el

misterioso personaje, cuando un claxon me hizo

volver a la realidad. En la carretera, junto al auto, se

encontraba un camión de auxilio. Descendí

velozmente y un poco jadeante, le relaté a los

mecánicos, lo sucedido. Se rieron y uno de ellos,

con gesto burlón, me dijo:

¿Viste al Duende?

No sé quién era. Está allá arriba en una pequeña

cueva.

Amigo, me has descrito al Duende, un personaje

creado por la imaginación de los nativos. En

realidad no existe. Creo que usted ha leído mucho

sobre las leyendas de Jujuy.

No dije más nada, sin embargo, había sido real. No

estaba influenciado por nada, nunca había estado en

Jujuy ni había conversado con nadie que tuviera

conocimiento de esa Leyenda.

Cuando arribamos a Susque, el mecánico del gesto

burlón, entre sonrisas y mirada pícara, me dijo en

tono irónico:

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Arroja harina en el piso donde vaya a dormir esta

noche, Si aparecen unos pequeños pies marcados,

sabrás que el Duende está ahí. No se preocupe, su

trabajo es joder pero no hace daño a nadie. Ah, para

alejarlo basta con que pongas tu pantalón en la

cabecera de la cama.

Por supuesto, no conté a más nadie el encuentro con

el Duende pero por si acaso, para disfrutar del

encanto de Jujuy, todas las noches ponía mi

pantalón en el lugar indicado por el mecánico.

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El Misterio de la Botella

Había amanecido. Aquel grupo de jóvenes

caminaba por la fría y fina arena de Playa Blanca,

envueltos en una nube de mosquitos gigantes que

mortificaban con sus zumbidos y sus finísimos

aguijones. Todos eran aficionados a la pesca.

Habían estado toda la noche pescando consiguiendo

capturar algunos pargos, rabirrubias y pez- loro que

guardaban orgullosos en sendas bolsas.

Conversaban sobre lo “duro” que había “tirado” de l

cordel aquel pez enorme imposible de traer a la

costa o de los últimos chistes no aptos para

menores. También comentaron sobre la noticia del

gran tornado que el día antes había cruzado próximo

al lugar. “Dice mi tío, pescador del barco “Adelita”,

el cual faena un poco más arriba, cerca de Punta

Higueras, que el rabo de nube tenía más de cien

metros de diámetros y que todo se puso oscuro”.

Otro comentó: “Tornado, Luis. Pero tampoco creo

mucho en tu tío. Él ha inventado muchos cuentos.”

Reían a carcajadas cuando uno de ellos tropezó con

una botella. “Eh, amigos. Miren esto” exclamó.

Todos se reunieron a examinar aquel recipiente

transparente. En su interior mostraba un objeto

cilíndrico cubierto de papel de aluminio. El de

mayor edad, con aire militar, les dijo: “Déjenla ahí.

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Esa botella es sospechosa. Pueden observar que

lleva dentro un objeto cubierto con papel plomo

y….ustedes saben, el enemigo nos ha tratado de

hacer daño por todos los medios. Eso puede ser un

explosivo.” Todos fijaron sus miradas en aquella

botella. El más joven, preguntó:” ¿Y si es un

mensaje?” Las miradas se dirigieron al mayor. “No

conozco de mensajes envuelto en ese tipo de papel.”

El sobrino del pescador planteó: “Podemos lanzarle

una piedra para romperla y así sabemos si tiene un

explosivo”. El añoso, apresuradamente, dijo: “No.

Hay bombas que solamente funcionan cuando se les

retira el papel.” Un joven que había estado en

silencio todo el tiempo, expuso su criterio: “No creo

pueda ser un mensaje ni un objeto peligroso. No

vale la pena abrir la botella. Para tranquilidad de

todos, debemos lanzarla hacia aquel conjunto de

mangles y así nadie corre riesgo.” Todos asintieron.

Le indicaron al más joven: “Tú eres lanzador del

equipo de béisbol. Hazla desaparecer.” Arrojó la

botella con fuerza, como si estuviera en el home y

la desapareció de la vista de todos. Siguieron con

sus bromas sin pensar más en el misterio de esa

botella.

Un día antes, una pequeña embarcación de la

Marina de Guerra hacía su recorrido de rutinas,

cuando el capitán le dijo a su tripulación:

“Compañeros, vamos a inspeccionar Cayo

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Seboruco. Nos acercaremos hasta la playa. Eduardo

y José revisaran el cayo. Julio y yo permanecemos

a bordo. Cualquier complicación, disparan al aire.

¿Entendido? Exploren bien. Recuerden que hace un

mes nos localizamos una paca de marihuana en ese

lugar. Eduardo cogió galletas y refresco de naranja

traído por su madre, el domingo anterior. Por su

parte, José introdujo en el bolsillo unas chocolatinas

y una caja de cigarro sin estrenar. El capitán, al ver

el “arsenal” alimenticio que llevaban consigo, les

dijo: “Soldados. Esa misión es de una hora. No es

para un mes” José le contestó, sonriendo: “Capitán,

falta poco para la hora de merienda.” Se metieron

en el agua cálida hasta la cintura y tratando de

esquivar los erizos que se distinguían a través del

agua trasparente, avanzaron hasta pisar la arena de

la pequeña playa del islote.

Revisaban todos los arbustos y las rocas mayores

con mucho cuidado pero con prisa para disponer de

tiempo para comer las golosinas. El cayo tendría

unos doscientos metros de largo por cincuenta de

ancho, aproximadamente. La parte norte era por

donde habían desembarcado, mientras la parte sur

era dominada por una pequeña elevación rocosa de

apenas diez metros sobre el nivel del mar. Por tal

motivo, el nombre de Cayo Seboruco, pues

observándola desde tierra firme, se presentaba como

una gran piedra flotando en el mar.

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Estaban aproximándose a la parte sur, cuando

vieron una gran manga dirigiéndose a la

embarcación. Todo estaba oscuro. El ruido

inmenso provocado por aquella “bestia” y cuyos

resoplidos ensordecían, hacían temblar al más

valiente. Vieron con asombro como el tornado

aspiraba el pequeño barco con sus compañeros a

bordo. Era imposible acudir en su ayuda y

comenzaron a correr hacia la parte más alta del

cayo, donde sabían, existía una pequeña caverna,

muy visitada por arqueólogos e historiadores que

estudiaban las pictografías aborígenes plasmadas en

sus paredes. Se introdujeron en la cueva con el

tiempo justo para esquivar la trompa de aquel

“monstruo”. Pocos segundos después, un montón de

restos de barcos y viviendas obstruían, la entrada

del refugio natural.

Era demasiado para los nervios de los dos

marines. Eduardo temblaba y llorisqueaba sin cesar

con la cabeza entre sus piernas mientras su

compañero se cubría las orejas.

A los pocos minutos y cuando Eduardo no salía

aún de su estado de shock. José se le acercó y le

dijo: “Eduardo, tranquilo. ¿Ves aquel pequeño

orificio? Pues he tomado el papel de la cajetilla de

cigarro, he escrito pidiendo ayuda indicando el

lugar donde estamos. Lo enrollé al bolígrafo, cubrí

con el papel plomo de la chocolatina, lo metí dentro

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de la botella donde teníamos el jugo de naranja y lo

he lanzado por allí. Siempre hemos visto que todos

los objetos lanzados al mar en este lugar, aparece en

Playa Blanca al día siguiente. No te preocupes.

Encontraran la botella con el mensaje y vendrán a

socorrernos.” Eduardo levantó la cabeza y sonrió”

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El Poema

Los dos sillones en la terraza frente al jardín. En el

suelo, justo delante de Paolo, con la cabeza

descansando entres sus patas delantera y la mirada

perdida en el horizonte, la perrita Dinky.

-¿Sabes qué estoy recordando? El día que nos

conocimos. Era mi primer amor. El tuyo también.

-¿Te acuerdas de aquel Poema que escribí,

dedicado a ti? No sabía nada de rimas, ni métricas

ni cosas de poesía, pero me salía del alma. Escribí

lo que sentía.

-¿Quieres lo lea?

Paolo sacó del bolsillo de su bata de dormir, con su

mano arrugada y temblorosa, un papel doblado y

amarillo por el paso de los años. Lentamente lo fue

desdoblando y una vez concluido, comenzó a leerlo:

“A mi único Amor”

¡Qué sensación tan extraña cuando rocé tu mano

con la mía!

¡Qué fuego interno iluminó tus blancas y suaves

mejillas!

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Soy, lo sé, una luz de esperanza en tu infancia

arrebatada, por las personas que pisaban las flores y

las semillas de todo aquello peligroso para la

tiranía. Tus besos son la fuente de la energía que me

fortalece.

Mis besos para ti, los del caballero que enciende las

estrellas y hace vibrar tu ser, el alma, tu naturaleza.

Nuestros corazones laten al unísono mientras la

sangre se precipita en torrentes hirvientes como

lavas de volcán.

Soy tu laguna en medio de tus sufrimientos.

Soy el hombre que te llevará al altar y seguirá

tratando de hacerte feliz hasta el último momento

de nuestras vidas. Sí, porque será el de nosotros, el

único amor.

El anciano dejó descansar sus brazos encima de

sus piernas con el papel en la mano, mientras unas

lágrimas serpenteaban por las arrugas de su rostro.

Dirigió la mirada hacia el sillón vacío y preguntó:

-¿Recuerdas ese poema, mi amor?

Page 32: Cuentos Cortos Para Leer en El Autobus

Pedro Fernández

24

Mi último toro

Están terminando de ponerme el traje de luces bajo

la supervisión del Mozo de Espada. Dentro de unos

segundos entraré al ruedo en busca de cinco

millones de pesetas que voy a cobrar por esta faena.

Con ese dinero les compararé una pequeña finca a

mis padres para que vivan sus últimos años en un

ambiente de paz, tranquilidad, rodeado de árboles y

animales.

Voy andando por el pasillo y recuerdo que mi

apoderado me ha dicho que los toros son de la

ganadería de Barraceda, un ganadero famoso por

tener los mejores toros. El señor Barraceda compró

la hacienda de los Martínez-Romero, lugar donde

mi padre trabajó por muchos años. En la finca de

Martínez-Romero, tuve mi primer encuentro con los

toros. Siendo muy pequeño mi padre me llevaba a

los potreros. Me comentaba sobre el esmero y

cuidado necesario para criar a esos animales. Un

día, pude observar en el establo, el nacimiento de un

futuro toro bravo. No sé por qué, pero me llamó la

atención. Quizás fuera su color negro azabache o

aquella pequeña mancha blanca, como una estrella

de cuatro puntas, encima de su hocico. Cada vez

que visitaba los establos, me encontraba con

“Negrito”, nombre impuesto por mí y desconocidos

Page 33: Cuentos Cortos Para Leer en El Autobus

Cuentos Cortos para Leer en el Autobús

25

por los demás. Le hablaba mientras me miraba

atentamente, como si me escuchara. Según fue

creciendo y yo aumentando mi interés taurino,

entraba al potrero para jugar con él. Con una

camisa vieja improvisábamos una corrida

espectacular. Aprendíamos el uno del otro. Yo, a

perder el miedo a los toros. Él a embestir como era

debido. Muchas veces me riñeron y hasta

amenazaron con despedir a mi padre y denunciarme

a la Guardia Civil, si seguía con mi imitación de

torero. Pero ya tenía el “bichito” del torero dentro,

por lo tanto, a escondidas seguíamos, Negrito y yo,

representando las mejores corridas de España.

Un día me fui al pueblo y observé a unos chicos

practicando con unas carretillas con cuernos y en un

momento apareció en mis manos, un paño de color

rojo. A los pocos días me contrataron. Comenzaron

las peregrinaciones por distintas Plazas y el dinero y

la fama me convertían en un personaje importante.

Muy pronto me dieron título de “Uno de los

mejores toreros de España”. Llegué a alternar con

grandes maestros. Fue una carrera vertiginosa.

Termino mi paseíllo y el Mozo de Espada me

entrega el Capote de Brega. Fijo mi vista en el toril.

Veo salir al toro. Parece un zaíno y es un todo

trapío, con temperamento.

Page 34: Cuentos Cortos Para Leer en El Autobus

Pedro Fernández

26

Comienzo mi faena y también las ovaciones. El

tiempo ha transcurrido sin percatarme. Me

encuentro en el último tercio, con la muleta y el

estoque. El toro está frente a mí, como

estudiándome, con la cabeza un poco baja,

humillada, las banderillas clavadas en el morrillo,

torturándolo y haciéndole sangrar. Me voy

acercando. Oigo sus resoplidos. De pronto veo algo

increíble: la estrella blanca de cuatro puntas. No, no

podía ser. Iba a matar a Negrito. Me sale de muy

adentro, la pregunta: “Negrito, ¿eres tú?”. Sube la

cabeza un poco, un movimiento imperceptible,

apenas par de centímetros, lo suficiente para saber

si me ha reconocido. Lanzo al suelo el estoque y la

muleta, camino hasta situarme a escaso centímetros

de él. El público me abucheaba, oigo palabrotas y

los objetos vuelan hacia el ruedo. Me arrodillo, le

digo: “Como pude ser tanto tiempo un imbécil, sin

llegar a conocerte. Me arrepiento de ser torero. He

sido un criminal. Perdóname Negrito. Si Dios y tú

quieren condenarme, aquí estoy. Hunde tus cuernos

en mi pecho y sácame de adentro toda la sangre que

puedas.”, Inclino mi cabeza y comienzo a rezar

mientras veo las lágrimas caer y mojar la arena

caliente. Hay un silencio absoluto. Siento el aire

caliente de los pulmones del toro en mi nuca y algo

granuloso y húmedo en la frente. Negrito me ha

perdonado. Me está lamiendo. Me he incorporado,

lo abrazo llorando. Con mi brazo rodeando su

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Cuentos Cortos para Leer en el Autobús

27

cuello, caminamos hacia la puerta de salida bajo

ensordecedores aplausos del público.

Buscaré trabajo en la finca de Barraceda,

atendiendo a los animales. Así podré estar cerca de

“Negrito”. Todos los días reservaré unos minutos

para conversar con él, leerle algo relacionado con el

medio ambiente o simplemente, mirarnos los dos.

Page 36: Cuentos Cortos Para Leer en El Autobus

Pedro Fernández

28

Streptease Nos habíamos conocido en el bar y desde el primer

momento, nos gustamos. Ella representaba la

belleza, la escultura de una diosa divina, la simpatía

y la alegría. Salimos del bar rumbo a mi

apartamento. Apenas llegamos, seguí el protocolo

estipulado para estos casos: un traguito, música

romántica y todo a media luz. Según se vaciaban los

vasos nos íbamos poniendo alegres y el calor

aumentaba. Sin esperarlo, me solicitó el cambió de

música, por una ideal para un streptease. Con la

música de fondo, comenzó lentamente a quitarse los

zapatos, la blusa, luego el pantalón, se revolvió el

pelo con las dos manos para reflejar mejor su parte

sexy y yo, con la boca abierta, la sangre hirviendo

por todas mis venas, esperaba que se despojara del

sostenedor y las bragas. Entonces me estremecí

cuando con un gesto brusco tirando de su cabellera

se quitó la cabeza completa y apareció otra igual a

la de Semigola, el del Señor de los Anillos.

Horrorizado salí corriendo del apartamento, tomé el

auto y apreté el acelerador hasta el fondo,

desarrollando en poco tiempo demasiada velocidad

en una carrera que finalizó al empotrarse el auto

contra el muro de una obra en construcción.

Page 37: Cuentos Cortos Para Leer en El Autobus

Cuentos Cortos para Leer en el Autobús

29

Ahora estoy en el hospital psiquiátrico, inquieto

nervioso, a pesar de los sedantes, sin dejar de mirar

la puerta de la habitación pensando en el horrible

ser del Streptease y su posible aparición.

Page 38: Cuentos Cortos Para Leer en El Autobus

Pedro Fernández

30

Pepe Cortés

La noche, en esta ocasión, estaba enfada con las

estrellas y la luna. Les había prohibido que se dejaran

ver. Además, se había confabulado con la niebla para

dibujar los paisajes con un halo misterioso y

perturbador.

En una mísera vivienda, al borde de un camino vecinal,

apenas sabían de la noche. La oscuridad la llevaban

dentro de su vida, imposible de disipar con la pobre

lámpara de gasoil, fabricada con una lata de refrescos y

un trozo de tela de algodón. Sombras estáticas, ratones

buscando lo inexistente, la muerte acechando, una

madre con un niño en brazo y un padre con la mirada

perdida en la penumbra, era el escenario perfecto para

otro tomo de “Los Miserables”.

Nadie había ayudado para comprar la medicina que

necesitaban para salvar al infante. Unos, porque tenían

los bolsillos llenos de pobreza y hambre y otros porque

sus arcas estaban llenas de desprecio hacia el

desposeído, odio a los pobres, egoísmo, crueldad,

indiferencia.

Poco a poco, el demacrado rostro del padre fue

cobrando vida y sus ojos se movían mientras a sus oídos

llegaba el estribillo que muchos comentaban pero él

nunca había escuchado. Sus labios temblaban mientras

como un susurro pronunciaba “Gracias Dios mío, gracias

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Cuentos Cortos para Leer en el Autobús

31

Se incorporó y casi de un salto llegó a la desencajada

puerta. La abrió para ver en el suelo un pequeño

paquete. Lo recogió y le dijo su mujer: “Manuela, el

chiquillo está salvado. Llegaron las medicinas”. La

mujer pudo, al fin, esbozar una sonrisa.

La noche era joven. El reloj marcaba las nueve. En el

amplio portal de la hacienda de Don Cosme Milán, dos

ganaderos comentaban los últimos acontecimientos del

día anterior: “Dicen que Pepe Cortés asaltó en pleno día

la farmacia de Cifuentes”. El interlocutor del señor

Milán encendió por tercera vez su cachimba y después

de lanzar una bocanada de humo, contestó: “Para mí

que ese hijo de mala madre tiene que ser alguien del

ejército o de la policía porque de lo contrario estuviera

encarcelado.” Milán acomodando las gafas en su curva

y fea nariz, replicó: “Hace como tres años me interceptó

en el camino a Pozo Redondo. Se llevó todo mi dinero.

El muy degenerado me dijo que era para comprarle

alimentos a un viejo. Vaya bandido mentiroso. Debe

tener más plata que nosotros dos juntos”

En lo alto de la colina y teniendo de fondo la luna

llena, un jinete cantaba en voz alta:

“Yo robo a cualquier hora

y lo hago con placer

Porqué es para proteger,

Al que sufre y al que llora.”

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Pedro Fernández

32

A la miserable vivienda del camino llegó el estribillo y el

padre del niño sonrió. Sabía que otro infeliz había

recibido la visita de Pepe Cortés. Salió al camino.

Observó que la noche tenía un halo mágico con sus

estrellas brillantes como millones de ojos observando

un mundo lleno de desigualdades y gente que luchan

por erradicarlas.

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Cuentos Cortos para Leer en el Autobús

33

Campo Minado

El enemigo se encontraba lejos de nuestra

posición. En cualquier momento el adversario

trataría de romper nuestras defensa y para

prevenirlo, disponíamos de observadores en las

elevaciones cercanas y frente a nosotros, un cartel

nos avisaba que el terreno estaba sembrado de

minas antipersonales Por tal motivo, el teniente no

tuvo reparo en autorizarme a cazar algún animal

pequeño para aumentar nuestro rancho.

Salí armado solamente de un arco y algunas flechas

por dos motivos: no hacer ruido que pudiera ser

detectado por el enemigo y porque el uso del fusil

en la caza menor provoca demasiado daño a la

pieza. Además, confirmaría la eficiencia, del nativo

de la zona, como maestro de esa arma primitiva.

La mañana era ideal para apreciar la naturaleza en

toda su belleza, las flores silvestres mostraban sus

colores más brillantes y la brisa nos brindaba sus

perfumes. Todo este conjunto de sensaciones nos

transportaba a un entorno de paz, muy distinto al

que estaba viviendo.

Poco después de haber salido de la aldea

abandonada, campamento de nuestra Unida Militar,

diviso una hermosa liebre. Trataba de acercarme lo

más posible para no fallar en el tiro, pero era

Page 42: Cuentos Cortos Para Leer en El Autobus

Pedro Fernández

34

imposible por sus constantes movimientos. No

llegaba a tensar la cuerda del arco.

No sé cuánto tiempo estuve detrás de la presa.

Unos gritos me hicieron detenerme: “NO TE

MUEVAS. NO DES NI UN PASO”. Miré hacia el

lugar de las voces y tenía delante de mí, el

campamento. Un escalofrío me invadió el cuerpo.

Sin percatarme, había dado un recorrido formando

un círculo y había penetrado en el campo minado.

“TEN PACIENCIA. PRONTO LLEGARAN LOS

ZAPADORES”. Por mi mente comenzaron a

desfilar aquellos compañeros que visité en el

hospital, víctimas de las minas antipersonales.

También aquellos dos niños que se apoyaban en

sendas varas de madera suplantando a la pierna

faltante. La escena de Miguel, cuando asaltábamos

la ciudad de Munge. Avanzaba apenas una veintena

de metros delante de mí cuando una explosión lo

envolvió en una nube de polvo. Al disiparse,

observé horrorizado sus dos piernas desgarradas y

el infeliz gritando de dolor mientras perdía

abundante sangre.

La ambulancia llegó pero faltaban los zapadores.

Nunca pensé en la probabilidad de ser un mutilado

de guerra. Lo peor de todo es el doble daño, moral y

física. Desgraciadamente la sociedad, en su

conjunto, no asimila esta condición. Para siempre y

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Cuentos Cortos para Leer en el Autobús

35

para una gran parte, dejarás de ser una persona,

serás un mutilado.

Al fin llegaron los técnicos, desplegaron una hoja

de papel sobre el tronco de un árbol y señalaron

para varios lugares. Rompieron a reír a carcajadas.

“VAMOS VEN. ESTE CAMPO NO ESTÁ

MINADO” Esas palabras surtieron un efecto

demasiado tranquilizador pata tanta tensión, lo

suficiente para desmayarme. No pude escuchar

cuando el zapador jefe le decía al Teniente: “Esta

parte se iba a “sembrar” de minas pero luego

recibimos una contraorden. Se nos olvidó retirar el

cartel.

Page 44: Cuentos Cortos Para Leer en El Autobus

Pedro Fernández

36

Alfonso el Loco

Tenía que elaborar una tesis de grado sobre las

culturas indígenas de Venezuela, por tal motivo ese

día introduje en un bolso algunas prendas de vestir,

libros, cuadernos de notas, mapas, etc. Estaba

decidido a no regresar hasta finalizar el trabajo.

No quería hacer una investigación en los libros de

historias ni los del folklor indígena. Deseaba

realizar un trabajo inédito.

Mi viaje no sería tan largo pues en todo el País

estuvieron los asentamientos de las distintas tribus.

Pero es de imaginar que en Caracas no iba a obtener

nada fuera de las bibliotecas. Llegaría hasta

Moroturo, pueblo de unos tres mil habitantes, donde

me han hablado sobre algunas costumbres de los

Ayamanes, que se mantienen hasta hoy, como La

Danza de las Turas, uno de los bailes más antiguos

de Venezuela. Este baile, de carácter religioso, es

un homenaje al árbol copey para que reciban los

poderes de los espíritus y darle gracias por las

buenas cosechas y abundante agua durante todo el

año.

Mi arribo a Moroturo había sido observado por

todos los habitantes de la localidad. En los pueblos

pequeños, la llegada de un forastero siempre llama

la atención. Después de preguntar por la ubicación

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Cuentos Cortos para Leer en el Autobús

37

de un bar, me dirigí hacia el lugar para beber y

comer. Apenas terminé de ingerir un bocadillo, le

pregunté al dependiente si conocía a alguien que

supiera, vía oral, cuestiones relacionadas con la

cultura indígena. Me contestó que todos sabían de

la cultura ancestral pero en Quiyela, unos dos o tres

kilómetros más al sur, vivía un joven llamado

Alfonso que dice muchas cosas de los antiguos

moradores de la región. Todos dicen que está loco.

¿Por qué? Pregunté. “Porque dice que ve lo que ha

sucedido con los indios” Me contestó.

Le di las gracias al señor, le pagué y me dispuse ir

andando. Seguí el camino que me había dicho el

cual salía desde un lugar donde estaba enclavado un

tanque de agua oxidado sobre unos pilotes de acero

también con marcas de óxido. El camino era muy

transitado por campesinos en bicicletas, con

caballos o mulos cargando mercancías. Después de

media hora pude divisar, retirado del camino, un

pequeño caserío, debía ser Quiyela. No sé si era la

hora de reposar o comer pero no había nadie fuera

de las chozas. Me senté junto a un semeruco

silvestre, árbol parecido a la cereza europea, pero

cuidando no hincarme con sus espinas, en espera de

la presencia de algún habitante del lugar. Las pocas

cabañas que podía divisar eran de paredes de

barro, muy bien pintadas de blanco o azul, los

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Pedro Fernández

38

colores predominantes. Los techos eran de planchas

de aluminio, tejas u otros materiales.

Habían transcurrido unos quince minutos cuando

de una de las viviendas salió un joven de tez

morena, cabello negro y un poco largo. Vestía un

pantalón vaquero desteñido y el torso al

descubierto. Dirigiéndome a él, dije: “Por favor

señor, puede usted indicarme donde vive Alfonso”.

Detuvo su andar. Miró fijamente a mis ojos. “Para

que lo quiere”. Me miraba sin apartar la mirada. Le

expliqué que me lo habían recomendado ya que él

sabía mucho sobre los indígenas de la zona.

Esbozando una sonrisa, dijo: “Yo soy Alfonso”

Había encontrado al hombre del que me habían

hablado. Le extendí mi mano y me presenté. Casi de

inmediato me preguntó: “¿Qué deseas saber?” Le

comenté que quería escuchar lo que había aprendido

de la situación de nuestros aborígenes cuando

llegaron los españoles, así como su lucha por

expulsar al invasor. De momento me daba la

impresión que se había enfadado y algo serio, me

replicó: “No he aprendido nada. Lo veo todo: su

forma de vivir, las cosechas, la caza, las batallas

contra el hombre blanco, en fin, todo.” Tenía que

seguirle la corriente y pregunté: ¿Ves algo, ahora?

Me hizo una señal con la mano para que lo siguiera

y llegamos a una colina de donde se divisaba un

valle sembrado de batatas, yucas, tomates y otros

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Cuentos Cortos para Leer en el Autobús

39

cultivos. Estuvo un momento como hipnotizado con

la vista fija al frente cuando de repente, me dice:

“Tírese al suelo. Ya vienen. Oigo los gritos.”

¿Quién viene? Pregunté. “Chacao. Se va a enfrentar

a las tropas comandadas por Juan de Gámez.” Me

contestó. Le expliqué que sabía quién era Chacao,

un cacique muy alto y fuerte, también había leído

sobre ese combate con el oficial de Lozada. Me dijo

que hiciera silencio y me iba narrando todo con una

exactitud espantosa. Me describió las armas que

llevaban varios guerreros, las heridas que sufrían,

las muertes de ambos bandos, las lanzas clavadas en

los vientres de los caballos, cabezas, brazos y

piernas cortadas, en fin, era como la narración de un

documental pero con el máximo de detalles. Una

descripción que era imposible él lo hubiera leído o

aprendido de memoria. En su rostro se reflejaban

las distintas emociones de lo ocurrido en ese

“campo de batalla”. Se puso triste y me dijo: “Han

perdido los nuestros. Tres hombres se abalanzaron

sobre Chacao y luego se incorporaron dos más. Lo

han reducido. Se lo llevan con las manos y las

piernas atadas, tirado boca abajo sobre un caballo

negro.” Movió la cabeza a la derecha, izquierda,

arriba y abajo. “Otra batalla perdida. Es imposible

ganar” Me dijo. Nos incorporamos y por el camino

me confesó la intención de que los Ayamanes no se

percataran de su presencia, o sea, los estaba

espiando y temía que lo descubrieran, porque de ser

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Pedro Fernández

40

así, lo mataran. No sabía que decirle porque ahora

no sabía si estaba loco o si mi mente se estaba

perturbando.

Logré alquilar una habitación en Moroturo y

durante tres días estuve saliendo con Alfonso y

preguntándole ciertos aspectos de la vida social de

los Ayamanes del siglo XV y XVI. Me despedí con

un fuerte abrazo y sus últimas palabras para mí,

fueron: “Eres la única persona que ha creído en mí y

eso no lo olvidaré jamás.”

Meses después me había graduado con una nota de

excelente y con varios colegas nos fuimos al

restaurant Gordon Blue en la avenida Simón

Bolívar. Hicimos el pedido y mientras llegaba mi

café observé un periódico de Lara que alguien había

dejado en una silla de la mesa contigua y como

había estado ahí por motivo de la tesis pues sentí

curiosidad por leer los titulares. De pronto quedé

inmóvil con la mirada fija en el diario. Un

compañero me arrebató el periódico de las manos y

leyó en voz alta: “Misterioso Crimen en Moroturo.

En la mañana de ayer fue encontrado el cadáver de

Alfonso Diéguez, deficiente mental, en una colina

cerca de Quiyela con el cráneo perforado por un

artefacto de madera y piedra usado hace más de

seiscientos años por las antiguas tribus de los

Ayamanes, los Arawak”. Me levanté del asiento de

un salto y prácticamente en estado de shock. Ante la

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Cuentos Cortos para Leer en el Autobús

41

pregunta de un colega, contesté soltando despacio

las palabras:” Sí, lo conocí. Alfonso no estaba loco.

Era un visionario del pasado.

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Pedro Fernández

42

El Collar Chimú

Me encontraba de visita en Castilla-La Mancha,

España, concretamente en la hermosa e histórica

ciudad de Toledo. La Catedral de Santa María de

Toledo o el Monasterio de San Juan de Los Reyes

son algunos de los lugares más interesantes

visitados por los turistas, pero me habían

recomendado no dejar de visitar el Alcázar de

Toledo. Este antiguo palacio romano, a través de los

siglos, estuvo muy ligado a la historia de España,

fue destruido durante la guerra civil de este País.

Posteriormente reconstruido, alberga desde

entonces, la Biblioteca de esta Comunidad

Autónoma.

Este edificio con sus dos cúpulas rematadas por

formas puntiagudas cual espadas listas para

defenderse de supuestos ataques celestes, es

imponente. Entré a uno de sus amplios salones y

como detective me puse a hojear periódicos ingleses

impresos en la década pasada y casualmente

encontré con un ejemplar del The Daily Telegraph

donde hablaba sobre el hallazgo y devolución de

una pieza arqueológica procedente del Perú. Fue

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Cuentos Cortos para Leer en el Autobús

43

entonces que acudieron a mi mente la ciudad de

Lima y mi paso por la policía londinense.

Recordaba cuando llegué al Hotel Llaqta casi a

media noche.

Buenas noches. Tengo una habitación reservada a

nombre de Francisco Jiménez.

Dije con voz de cansancio. El recepcionista me

pidió mi pasaporte rellenó el formulario y me lo dio

a firmar. Me entregó las llaves al tiempo que me

decía:

Bienvenido al Hotel Llaqta. Su habitación. Pase

usted una feliz estancia.

Fui directo a la ducha y me tiré casi desnudo en la

cama. El viaje había sido agotador, desde el

aeropuerto de Heathrow haciendo escala en

Amsterdam y Panamá. Pero a pesar del cansancio

estoy complacido porque estaba muy cerca de

poder ver, con mis propios ojos, el fruto de una

investigación que había realizado, hacía algunos

años.

Llevaba dos años ejerciendo de detective,

prácticamente desde mi baja del Grupo de

Homicidio en un distrito de Londres. Tenía por

costumbre, desde entonces, acostarme temprano,

casi siempre antes de la medianoche. Apenas me

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Pedro Fernández

44

senté en la cama, sonó el teléfono. Descolgué y

escuché por el auricular una voz nerviosa.

Ha ocurrido un asesinato en la calle Nassau St

número 22.

El aparato emisor fue tirado con fuerza y sentí

golpear mis tímpanos. ¿Sería una broma?

Pudiera ser, pero no soy de los que se quedan

indiferente ante lo desconocido. Tomé el auto y

telefoneé a mi amigo Clawton, Inspector Jefe del

Distrito donde trabajaba.

Siempre trabajamos juntos y después de dejar el

Cuerpo siempre colaboramos en varios casos. Le

expliqué lo de la llamada telefónica y le informé

que me dirigía al lugar.

Estacioné justo frente a la casa y pude observar

desde el auto, la puerta entornada. Me fui acercando

despacio y silenciosamente con mi mano derecha en

el bolsillo de mi gabardina empuñando mi

Browning 9 milímetro. Caminaba sigilosamente por

un pasillo donde a ambos lados habían puertas. Una

de ellas abierta completamente. Silenciosamente

fui entrando en la habitación observando todo. A mi

derecha había un hombre tendido en el suelo, boca

abajo.

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Cuentos Cortos para Leer en el Autobús

45

Me incliné, palpé la arteria carótida en el cuello

y comprobé que estaba muerto. Después observé

toda la habitación. No había señales de que hubiera

sido registrada pues no había objetos rotos y todo

estaba en orden, pero en la pared, justo frente al

cadáver, se podía ver una pequeña caja fuerte

abierta. Examiné minuciosamente el cuerpo. A

simple vista no se veían heridas, contusiones o algo

que insinuara una muerte violenta. No había

terminado la inspección cuando llegó el Grupo de

Homicidio. Le expliqué a Clawton todo lo que

sabía y acordamos hacer las investigaciones por

nuestras cuentas y luego intercambiaríamos la

información obtenida.

Lo primero que hice fue interrogar a los vecinos de

acuerdo a las anotaciones que había realizado en mi

agenda. Estas interrogaciones me condujeron a la

casa de la señora Parken.

Llamé a la puerta y me abrió una señora de unos

70 kilos y 160 centímetros más o menos de alto,

piel muy blanca y ojos verdes. Tendría unos 57

años aproximadamente.

Buenos días, señora.

Diga, ¿Qué desea?

Le mostré mi carnet de detective privado y le

pregunté si podría hacerle algunas preguntas.

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Pedro Fernández

46

No hay inconvenientes. Pase y puede tomar

asiento. Le voy a preparar un té. Ahora vuelvo.

Sin esperar mi respuesta, desapareció por una de

las puertas de la habitación. Entré y me acomodé en

un butacón que estaba en un rincón del salón desde

donde podía disfrutar de una excelente vista de toda

la habitación. Mientras ella permanecía en la

cocina, observaba todo detalladamente. Regresó con

una bandeja portando dos tazas y una tetera

hirviendo. Me sirvió el té y sentándose frente a mí,

me dijo sonriente:

Usted tiene la palabra.

Le expliqué a grandes rasgos todo lo acontecido y

quería saber si me podía ofrecer detalles sobre la

vida de la víctima.

Le diré que Sting era muy solitario, no se le

conocía amistades, no bebía, no fumaba, era muy

amable y respetuoso. Todos los días iba hasta su

casa para cocinarle y una vez a la semana limpiaba

la vivienda. Mi hijo le hacía cualquier favor que

necesitara como ir al mercado, cambiarle un

bombillo, arreglarle una lámpara y otras cosas.

Señora Parken ¿Está su hijo en casa?

Debe llegar en unos minutos. Estudia arqueología

en la Universidad.

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Cuentos Cortos para Leer en el Autobús

47

¿El señor Sting le había comentado a usted algo

preocupante?

No. El apenas conversaba con nadie. Leía muchos

libros, revistas, periódicos y veía la televisión.

Como seguramente se han percatado, no tenía

internet y el teléfono solo lo utilizaba, al parecer,

para llamarme a mí.

La puerta se abrió y entró el hijo de la señora

Parken, un joven alto, de aspecto cuidado y rostro

simpático. Después de las presentaciones

pertinentes y sin ningún rodeo, le dije:

Señor Conrado ¿Puede decirme algo del señor

Sting ? No reflejó en el rostro sorpresa ye

inmediatamente desvió su mirada en dirección a la

casa del difunto.

-Apenas conversaba con nadie, leía mucho…

Quiso repetirme lo mismo que me había dicho su

madre pero lo detuve.

Sí, ya su madre me ha contado sobre eso pero ¿Hay

algún detalle sobre algo o alguien específico que le

llamara la atención?

Necesitaba más pista y estaba seguro que el joven

podía dármela.

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Pedro Fernández

48

Su interés sobre las noticias arqueológicas. Por tal

motivo le pregunté en una ocasión si era

arqueólogo, pero no me respondió.

Pude percatar cierto nerviosismo en sus últimas

palabras.

Quizás vuelva en otra ocasión a conversar con

ustedes. Les doy las gracias por su paciencia y por

haberme atendido. Ah, quiero pedirles un favor:

Devuelvan la pieza que se encontraba en la caja de

caudales.

Les di la espalda y no pude observar la cara de

asombro que pusieron la madre y el hijo.

Dos días después, me reuní con Clawton en Rayos

Jazz Café. El primero en hablar fue, él.

Sobre el caso te diré que hoy por la mañana me

entregaron un resultado preliminar de la autopsia.

El señor Sting murió de un ataque al corazón. No

fue golpeado ni herido.

En realidad sospechaba algo parecido y eso

confirmaba mis sospechas sobre el joven Conrad.

Pero bueno , todo indica que hubo un robo , ¿No?

Inquirí

Tampoco lo sabemos. No hay indicios ni prueba.

Las huellas que hay en la casa son únicamente las

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Cuentos Cortos para Leer en el Autobús

49

de la señora Parken y su hijo. Hemos realizado

todas las pesquisas necesarias y todos los informen

avalan la honestidad de ambos.

Apuró su té y me dijo:

Bien amigo, ahora voy a la Sede y después a la

Embajada de Perú.

¿Vas a América?

Oh, no. Voy a entregar un objeto arqueológico que

nos enviaron. Al parecer es un collar Chimú que

había sido extraído ilegalmente de ese País.

Adiós.

Adiós. Nos veremos.

No podía estar más contento. El joven tomó la

decisión correcta y yo me fui a la casa con la

satisfacción de haber resuelto un enigma. Sabía que

si había algo en la caja de caudal de Sting lo había

tomado la señora Parken o su hijo. Me incliné por

este último por el timbre de voz que escuché por

teléfono y por la confianza que tenía con el difunto.

Al saber del interés por la arqueología de ambos,

me imaginé que se trataba de una pieza

arqueológica.

Lo que no sabía era el valor de dicho collar de

oro, tanto monetario como patrimonial.

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Pedro Fernández

50

Los Chimú tenían su capital, Chan Chan, con 20

kilómetros cuadrados de extensión y ubicada a unos

quinientos cincuenta kilómetros de Lima. Se habían

destacados en la elaboración de objetos de oro.

Me levanté temprano. Recorrí aproximadamente

unos trescientos metros para llegar al Museo de Oro

de Lima. Era impresionante. Al fin, observé frente

a mí, varios objetos de oro de los antiguos

pobladores de esa nación sudamericana. Fijé la vista

en una hermosa pieza de oro confeccionado por un

nativo de la cultura Chimú. Era el collar que había

tenido el señor Sting, en su casa.

Devolví el periódico, salí de la biblioteca y disfruté

durante dos días más de esa estancia mágica en

Toledo, Palpando esas historias mezclada de pasado

y presente, rodeado de gente maravillosa.

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Cuentos Cortos para Leer en el Autobús

51

Amnesia

Faltan cinco minutos para mi intervención. He

caminado más de cien kilómetros por este pasillo

detrás del escenario. Sudo, mis manos están frías y

siento que el cuerpo me tiembla completo. Trato de

parecer sereno inútilmente. Al fin, una voz se ha

oído por los altavoces: “Con ustedes, el Dr.

Holfman”. Miro al extremo del pasillo y el rector

me hace un saludo con la mano cerrada y el dedo

pulgar hacia arriba. Mis pasos son los del reo hacia

el patíbulo. El podio lo veo muy lejos, los temblores

me sacuden la columna vertebral, los pies me pesan

toneladas y el silencio absoluto me aplasta. Llego

al podio y lo primero que hago es tocar el

micrófono. ¿Pero qué me sucede? ¿Qué hago aquí?

No sé lo que tengo que decir. ¿Cómo es posible?

Busco en los apartados más recónditos de mis

neuronas y no veo nada que me indique el porqué

de mi presencia aquí. Tengo delante a un público

distinguido con aspecto de profesionales que

observan cada movimiento que hago. Trato de

arreglarme la corbata, busco algo invisible en los

bolsillos, muevo el micrófono y no viene a mi

mente nada.

Pienso en los años que he estudiado, investigado y

experimentado. Pienso en el prestigio alcanzado, en

el nivel de vida de mi familia, en el respeto y la

Page 60: Cuentos Cortos Para Leer en El Autobus

Pedro Fernández

52

consideración de mis colegas del Centro de

Investigación. Todo eso hoy irá al piso. No tendré

cara para compartir con mis compañeros, seré

observado como un fraude académico, en fin, mi

vida cambiará. No sé si podré soportarlo. Ayúdame

Dios mío.

Aparto mi mirada de los asistentes de primera fila

y la fijo en un punto indefinido. No tengo otra

alternativa. Tengo que hacerme el harakiri moral y

diré la verdad. Carraspeo un poco y comienzo el

discurso. “Distinguidos señores, tengo la penosa

necesidad de decirles que en estos momentos tengo

la mente en blanco. No sé porque estoy aquí. Es

como si de momento hubiera sido víctima de una

amnesia. Pensándolo bien no sé clasificarla. Valoré

que pudiera ser una amnesia retrógada o una

amnesia global transitoria pero es que me ha

afectado un episodio concreto y sin lesiones

aparente. También, puede ser un trauma causado

por el momento de nerviosismo extremo poco antes

de hablarles”. Observé en los rostros de los presente

una máscara pétrea. Ni un susurro y estoy seguro

que la caída de una mota de algodón se escucharía

perfectamente. Seguí treinta minutos, una hora, no

sé cuánto tiempo hablando y pensé que había

llegado el momento de terminar aquel martirio:

“Muchas gracias señores”.

Page 61: Cuentos Cortos Para Leer en El Autobus

Cuentos Cortos para Leer en el Autobús

53

Me volteé y caminaba lo más raudo posible cuando

una explosión de aplausos atormentaron mis oídos.

Sé que era una forma sutil de burlarse. Llegué al

pasillo y en el extremo izquierdo estaban

conversando el Rector y el jefe de cátedra de la

Universidad. Cogí hacia la izquierda cuando casi al

unísono me llamaron. Me quedé petrificado en

medio del pasillo, con grandes deseos de correr

hasta agotarme, pero no podía moverme. Estaba

seguro que ahora me dirían cosas horribles y lo más

triste, me despedirán de la Universidad y del Centro

Nacional de Investigación. Por el frente viene el

director y el jefe del grupo de investigación. Tengo

la mirada clavada en el suelo esperando lo peor pero

siento en mi cuerpo abrazos y palmadas. Ahora veo

un grupo de personas, tres o cuatro, caminando

hacia donde estoy, extendiendo los brazos y

sonrientes. Mas apretones de mano, abrazos y voces

que dicen: “Eres un fenómeno” “Varias

Universidades y Centros de investigación de varios

países desean que vayas a dar una conferencia sobre

el tema” “Todos dicen, hasta los más prestigiosos,

que es la mejor disertación sobre la Amnesia que

han oído jamás” ¿Qué? Conferencia sobre la

amnesia.

Ahora recuerdo. Era eso. Me habían elegido para

dictar una conferencia sobre Amnesia ante más de

quinientos Especialista de la materia de todo el

Page 62: Cuentos Cortos Para Leer en El Autobus

Pedro Fernández

54

Mundo. Lloro como un niño y estoy expulsando, en

forma de lágrimas, todo mi sufrimiento. Oigo una

voz que dice: “El pobre. Está tan emocionado…”

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Cuentos Cortos para Leer en el Autobús

55

Reflexiones de dos amigos

Llovía mucho. Las gotas de agua fría me daban en la

cabeza como pedradas y no tenía donde guarecerme.

Estaba empapado y el airecillo húmedo llegaba

directamente a los huesos. Me recosté a una palma con

los brazos cruzados. Una palmera como mi prima Tere:

delgada y muy alta. Mis labios morados, mis manos

arrugadas, mostraban los síntomas de una hipotermia.

A los pocos segundos de apoyar mi espalda en el duro

tronco de la palmera, sentí un calor agradable, tenue,

acariciador y mi cuerpo se fue secando de prisa.

Me di cuenta que había cesado de llover. El sol brillaba

como nunca por lo que decidí seguir mi camino por

aquella senda seca y esponjosa. Los sinsontes

entonaban sus alegres cantos en un paisaje verde,

florecido y adornado por bellas mariposas. Me

encontré con un viejo amigo, Mateo. Me contó de la

guerra:” Es terrible. Todo es destrucción. Los soldados

se matan entre ellos mientras sus jefes celebran las

victorias con buen vino. Igual que las crisis, las guerras

son provocadas por los poderosos y el trabajador o el

soldado pagan con su miseria, su hambre, su

desesperación, su impotencia o su muerte.” Miró al

cielo y continuó: “¿Dónde está Dios? No lo he visto. He

visto más diablos en la tierra que dioses en el cielo.” No

sabía que responderle ni quise hacerle más preguntas.

Sé que estaba herido pero no en su cuerpo.

Page 64: Cuentos Cortos Para Leer en El Autobus

Pedro Fernández

56

Más adelante, sentado sobre un árbol, estaba

Emeraldo. En cuanto me vio, se puso de pie, me abrazó,

pero seguía sin soltar sus brazos de mi cuerpo y pude

escuchar sus sollozos. ¿Qué te sucede? Le pregunté. Me

respondió: “Somos inconformes y lo más triste es que

esa inconformidad nos lleva a nuestra propia

destrucción. Nos parece muy productiva y necesaria

porque nos conduce al progreso, al adelanto

tecnológico, a mejores sistemas sociales…pero ese

desarrollo es en perjuicio de los recursos naturales y las

bondades del ser humano. He visto flotando en el mar

restos de individuos, un brazo amputado por un

tiburón, el terror de encontrarse asido a un madero en

medio del mar…Yo también como inconforme por la

situación imperante en mi país, envidiando a aquellos

que viven al norte del río Bravo y comparando mi nivel

de vida con los europeos, me lancé al mar en una balsa

y…” Se separó de mí, se quedó mirándome. Entonces

escuché un grito a mis espaldas, me volví y allá en la

colina se iban reuniendo gente. ¿Qué pasa Eme? Mi

amigo se había marchado con el silencio de su dolor

espiritual.

Me dirigí hacia el grupo de personas que murmuraban y

señalaban hacia el cielo y miraban para abajo. Me

acerqué y por encima de los hombros de un señor muy

grueso logré ver una gran grieta en el tronco de la

palma y junto a la rajadura tendido en el suelo un

hombre muerto con quemaduras horribles. Entonces

fue que me di cuenta de lo ocurrido: Mateo había

muerto en la guerra y Emeraldo trató de llegar a los

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Cuentos Cortos para Leer en el Autobús

57

Estados Unidos de forma ilegal en una balsa construida

por él y desapareció en el Estrecho de la Florida. Yo,

estaba muerto, fulminado por un rayo caído sobre la

palmera cuando me resguardaba de la lluvia.

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Pedro Fernández

58

La Violación

La familia de Joaquín estaba pasando por

problemas económicos y decidieron enviarlo a

estudiar con sus tíos que tenían una posición social

casi por encima de la clase media e incluso

pensaban hasta cambiar de auto y abrir otro

negocio.

A Joaquín no le gustaba la idea por dos razones

principales: sus tíos eran muy aburguesados y su

primo era un antipático. Pero no había opción,

contaba con siete años y tenía que obedecer.

Apenas dos días antes de comenzar el curso escolar

llegó a la casa señorial de sus tíos. Su tía política,

fea, regañona y de muy mal carácter, lo recibió

amablemente le presentó la mucama y dirigiéndose

a su hijo, le dijo: Felipito, llegó tu primito. Ahora

tienes con quien jugar y la van a pasar muy bien

porque ustedes se llevan de maravilla ¿No es cierto

Joaquín? Joaquín asintió con la cabeza y floreció en

sus labios una sonrisita maliciosa.

Joaquín había sido creado en la soledad, lejos de

otros niños, sin hermanos, sin televisión y apenas un

juguetico que le traía los Reyes. Esa forma de vivir

y la poca atención de sus padres enfrascados en

sobrevivir en un mundo que los atenazaba para

arrastrarlos a la pobreza extrema, lo hicieron tímido

y reservado. Por tal motivo se sentía en casa de su

tío como un extraño y solo jugaba con su primo

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Cuentos Cortos para Leer en el Autobús

59

cuando éste se lo pedía. La mayor parte del tiempo

se sentaba en la sala a ver a Batman, Hopalong

Cassidy, el Llanero Solitario y los dibujos animados

en la televisión.

Cuando los tíos salían a cenar afuera, a un cabaret

o compartir con amigos, venía una niñera a cuidar a

su hijo y ahora también a Joaquín. La tata era joven,

tenía un rostro angelical y bonita figura. Claro,

Joaquín no le prestaba atención a estas cualidades y

más bien no le gustaba porque los obligaba a dormir

temprano. Un día comprendió porqué de esa

insistencia en acostarlo, apenas se iban los tíos. Un

joven aparecía como por arte de magia en la puerta

de la casa, comenzando los besos y los toqueteos

desenfrenados. Salían los tíos y aparecía el joven

como dos por dos son cuatro.

Una noche, después de haber visto una película de

Drácula, Joaquín no lograba conciliar el sueño y los

resoplidos, jadeos y suspiros amorosos de la niñera

y su Don Juan contribuían a que los ojos del niño

estuvieran más abiertos que de costumbre. Al fin,

sintió cerrar la puerta y el sonido de unos pasos que

se acercaban. Pensó que a partir de ese momento

podría dormir, pero se quedó desconcertado cuando

la joven se introdujo debajo de la tela mosquitera

que cubría su cama. No sabía cuál era su intención

pero se iba poniendo rojo según le bajaba el piyama

e inmediatamente ella se subía aquella saya ancha

de colores. Tomó con sus femeninas manos el pene

Page 68: Cuentos Cortos Para Leer en El Autobus

Pedro Fernández

60

pequeñito y un poco nerviosilla se lo introdujo en su

vagina. El chico fingía estar dormido y se dejaba

hacer. A él le gustaban los movimientos de ella y le

daba una sensación que jamás había sentido. La

chica llegó al orgasmo y rápidamente limpió con su

ropa las partes íntimas del chico, salió de la

mosquitera y se fue a dormir.

Ese suceso ocurrió una sola vez, pero lo suficiente

para dejar su secuela en aquella mente tierna con

respecto a las cuestiones sexuales. El trauma se

manifestaba todas las noches, cuando esperaba que

la joven volviera a su cama y hasta se la imaginaba

repitiendo la operación de aquella noche. Desde

entonces, todas las noches fueron inolvidables para

él en casa de sus tíos ya que apenas dormía

esperando la mucama.

Page 69: Cuentos Cortos Para Leer en El Autobus

Cuentos Cortos para Leer en el Autobús

61

Los Tres Mundos

Nació en una familia numerosa y quizás por ello,

nunca gozó de privilegios. Desde su nacimiento se

veía inquieta, curiosa, decidida, inteligente y

trabajadora

Siempre que tenía un descanso trataba de hablar con

su abuelita a la cual quería mucho y escuchaba

atentamente sus consejos. Pero su curiosidad y sus

ansias de saber la empujaban a preguntarle muchas

cosas sobre la vida y el mundo que la rodeaba.

La abuelita le decía que existían tres Mundos: el de

los humanos, el de los animales y el de las plantas

cada uno con sus propias características y

peculiaridades. Es decir, decía la anciana, es como

tres individuos viviendo en una misma casa donde

comparten techo, suelo, paredes, aire, etc. Pero cada

uno es distinto al otro en altura, costumbre, gustos,

etc.

Se quedaba pensando en esos tres Mundos y sus

deseos aumentaban. Quería conocer los otros dos y

por eso seguía preguntando, observando pero

siempre sin abandonar su trabajo.

Todas las noches cuando llegaba la hora del

descanso, observaba el firmamento con

detenimiento tratando de encontrar alguna pista

sobre los otros dos Mundos.

Ella no era de las que conocía el fracaso, por eso,

Page 70: Cuentos Cortos Para Leer en El Autobus

Pedro Fernández

62

aunque seguía como trabajadora brillante y

admirada por sus compañeras, no cejaba en el

empeño. “Algún día los encontraré, alguna señal

tiene que haber para percatarme de la presencia de

esos Mundos” Se repetía constantemente.

Un día, cuando transportaba alimentos para el

invierno, dejó la carga que llevaba en el suelo y se

desvió hacia un objeto plano y blanco como un

disco. Pensó que quizás esa era la señal que

esperaba y por ahí se podía entrar a otro Mundo.

Se situó en medio de aquel círculo que cegaba con

los rayos del sol cuando escuchó la voz inocente de

una niña: “Mamá, una hormiga” y un pequeño y

tierno dedito que la aplastaba.

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Cuentos Cortos para Leer en el Autobús

63

Encuentro con un Pirata

Abril, 1824

Arribé a La Evangelista, nombre que le diera

Cristóbal Colón a esta isla situada al sur de Cuba,

con la intención de escribir un reportaje sobre la

piratería en esta parte del archipiélago cubano,

segundo refugio de los piratas en el Caribe, después

de Las Tortugas. Mi primer paso fue buscar el hotel

Santa Fe, enclavado en el poblado del mismo

nombre. Este pueblo en realidad es un conjunto de

casas agrupadas en la rivera de un río navegable por

pequeñas embarcaciones. Estas viviendas están

construidas de barro y madera con techo de hojas de

palmera y otras con tejas. Sus senderos y calles

polvorientas, me han cambiado el color de mis

zapatos negros. Extasiado por el aire campestre y el

clima estupendo, llego al hotel.

Me duché con el agua obtenida de estos manantiales

famosos entre sus habitantes por sus poderes

curativos. Salí de la habitación y al pasar por la

recepción, pregunté: ¿Me puede decir de algún bar

en el poblado donde pueda escuchar historias sobre

el último pirata? “El Pirata” Me contestó el

recepcionista. El hotel estaba ubicado en la ribera

oeste del río Santa Fe y para llegar al pueblo

solamente había que cruzar un puente de madera.

Justo en la otra margen del río y muy cerca del

Page 72: Cuentos Cortos Para Leer en El Autobus

Pedro Fernández

64

puente, estaba el bar de referencia y el cual se

diferenciaba muy poco de las casas vecinas. Quizás,

el detalle era ser más ancha y su letrero

identificativo. Busqué una mesa vacía y tuve que

sentarme en la que estaba desocupada, justo en el

centro del amplio salón. Como es de suponer, era

blanco de las miradas de todos los clientes. Pedí

una cerveza pero el barman me dijo que solamente

tenían aguardiente de caña.

Todavía no me habían servido el trago cuando se

me acercó un moreno fornido y sin saludarme,

señalándome con el mentón hacia un rincón, me

dijo: “Aquel señor desea que lo acompañe en su

mesa”. Y se marchó.

Me dirigí, un poco receloso, hacia donde estaba un

hombre quemado por el sol y el salitre. Una gorra

de marinero le cubría su pelo castaño largo, tenía

tatuado en el dorso de su mano derecha una cruz

formada por dos espadas encima de una copa y una

pequeña cicatriz en la mejilla derecha, cerca de la

nariz.

- Siéntese. Así que anda buscando habladurías sobre

los piratas.

- Sí. Tengo noticias de que en esta Isla fue donde

eliminaron los últimos piratas que operaban en el

Caribe.

- Está equivocado Me dijo con el ceño fruncido y

continuó ¿Quieres conversar sobre esto ? Mañana

a las doce de la noche en el puente. Vuelva a su

Page 73: Cuentos Cortos Para Leer en El Autobus

Cuentos Cortos para Leer en el Autobús

65

mesa.

En lugar de eso, fui al dependiente, le pagué la copa

que se quedó servida en la mesa y me marché del

local.

Por mucho que quise saber de aquel hombre nadie

supo decirme quién era. Por supuesto, conocían

perfectamente al personaje, pero nadie quería

hablar. De todas formas con más miedo que un niño

en un cuarto de terror, acudí a la cita puntualmente

y allí estaba el hombre, recostado de espalda a la

baranda del puente. Apenas me saludó y me dijo

secamente: “Sígueme”.

Esa noche, el cielo se empeñó en esconderse detrás

de un manto de nubes negras y el desconocido

andando delante de mí como un tren, me hacía

tropezar con piedras, arbustos, sapos y no sé cuántas

cosas, durante quince minutos. Se detuvo y me dijo:

“Siéntese ahí “.

-¿Por qué me ha traído hasta este lugar? Le

pregunté

-Estamos en un cementerio-

Si hubiera sido de día, el hombre hubiera

descubierto en mi rostro de cera el miedo absoluto

de un ser indefenso.

-¿Por qué aquí?

- A la gente le gusta escuchar, a escondidas, lo que

otros hablan, pero le tienen miedo a los muertos. Tú

quieres saber algo sobre el último pirata del Caribe.

Te voy a complacer y no quiero que mis palabras

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Pedro Fernández

66

lleguen a oídos indiscretos. Pepe era un joven

mallorquín que de niño se crio entre el miedo a los

piratas y la pasión por las aventuras. Por cuestiones

familiares vino a Cuba. Yo era pescador en

Batabanó. Un día, cuando estaba descargando la

captura del día, tuve una pelea con unos

comerciantes que me querían estafar. Él, sin

conocerme, salió en mi defensa. Luego fuimos a un

bar a tomar unas copas, surgió la amistad y la idea.

-¿La idea de convertirse en piratas?

-Sí. Él tenía toda la información de la evangelista

referente a la guarnición, habitantes, escondrijos y

mil cosas más. Incluso tenía una novia de aquí.

- ¿Con que embarcación contaban para cometer los

asaltos a las embarcaciones?

- Con mi pequeño bote.

-¿Y con ese bote se iniciaron en la piratería? ¿Cómo

lo lograban?

-Primero hicimos contacto con las autoridades del

pueblo y le propusimos parte de los botines a

cambio de no interceder en nuestra labor. El primer

atraco fue fácil. Nos acercamos a un barco inglés de

noche y le pedimos ayuda. Nos dejaron subir a

bordo, mientras Pepe y yo, conversábamos con el

capitán y algunos marineros, los otros seis

abordaron sigilosamente la nave. Posteriormente

encerramos a todos en un cuarto y nos llevamos un

rico tesoro. No hubo ni siquiera pelea. Con lo

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Cuentos Cortos para Leer en el Autobús

67

obtenido nos compramos una goleta y un pequeño

cañón. La Barca, nombre de nuestra embarcación,

fue a partir de entonces nuestro barco insignia.

-¿Siguieron actuando de ese modo con la Barca y tu

bote?

-Igual. La goleta era una embarcación pequeña.

Cuando no se detenían, para “socorrernos” le

disparábamos unos metros delante de la proa del

barco y enseguida se detenían. Así estuvimos

algunos años hasta que los ingleses, los más

perjudicados, le pidieron permiso a la Reina para

perseguirnos y liquidarnos. Al principio lográbamos

escapar con nuestros pequeños barcos que al ser de

poco calado, podíamos remontarnos río arriba y

cuando ellos nos perseguían, se quedaban varados,

y entonces los atacábamos.

-¿Podían desembarcar y buscarlos en tierra?

-No. Ellos sabían que España no permitiría eso y

segundo, la población nos protegía

-¿Había motivos para que la población los

protegiera y que no fuera el miedo a ser asesinados?

-No. La población nos veía como justicieros.

Ayudamos a los pobres con alimentos, vestidos,

reparábamos sus viviendas o se las construíamos.

Jamás nos vieron como piratas o al menos como

aquellos que se hicieron famosos por sus crueldades

y ambiciones.

-¿Y cómo fue que murió Pepe?

-Pepe está muerto como pirata pero vive como

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Pedro Fernández

68

ciudadano.

-¿Quieres decir que no murió a manos de los

ingleses?

-Efectivamente. Vive con su esposa, Juana

Vinajeras, con quien ha tenido cuatro hijos.

-¿Puedo verlo?

-No. Desde la última batalla, donde salvó la vida

gracias a algunos compañeros y el cuidado de

Juana, no quiere ver a nadie. No por miedo, no

conoce lo que es eso, sino, por su estado.

-¿Cómo fue esa última batalla?

-Nos pusieron un buque de señuelo y cuando fuimos

a atacarlo salieron los barcos ingleses. Eran muchos

y aunque nosotros en ese momento contábamos con

5 pequeños barcos y unos cuarenta hombres, no

podíamos entablar combates. Usamos la estrategia

de siempre, remontar el río. Pero esta vez nos

equivocamos. Venían con barcos iguales a los

nuestros, calaban poco. Nos persiguieron por el río

y fueron hundiendo nuestra flota. Las municiones

del cañón de La Barca, se habían agotado y

solamente podíamos defendernos con los

mosquetes. Con tan mala suerte que el de Pepe le

reventó cuando intentaba disparar. Le arrancó el

brazo izquierdo y lo dejo casi ciego. Dos de los

nuestros lo sacaron a tiempo, pues la Barca se

hundía y él se desangraba. Fue llevado a su casa

donde Juana lo esperaba como siempre, nerviosa

hasta su regreso. Rápidamente se puso en función

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Cuentos Cortos para Leer en el Autobús

69

de cortar la hemorragia con pastas de hierbas y

aliviar sus ojos con las benditas aguas de la Región.

Albión había logrado su objetivo de acabar con el

último pirata.

-Ahora está prácticamente ciego y con un solo

brazo, pero, tiene el amor de su mujer e hijos y el

cariño de todo un pueblo.

-¿Puedo publicarlo?

-Si quieres matarlo, hazlo. Si quieres que se siga

recordado como el valeroso combatiente defensor

de los oprimidos, no lo hagas.

Nos incorporamos en silencio y me acompañó hasta

el pueblo. Nos dimos la mano y le pregunté:

-¿Usted, quién es?

-Andrés González.

Se perdió en la oscuridad, como se perdió para el

periódico, un reportaje sensacional sobre el último

pirata del Caribe.

Más tarde supe que el gobierno local le había

regalado tierras a Pepe, Andrés (su lugarteniente) y

a otros sobrevivientes, en compensación por todo el

bien que habían realizado a favor del pueblo de la

Isla.

A partir de ese momento la Corona se interesó más

por esa pequeña Isla y construyó fortalezas, envió

más soldados, creó Nueva Gerona y fundó la

Colonia Reina Amalia en 1830, evitando así las

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Pedro Fernández

70

intenciones de los ingleses de apoderarse de ese

territorio

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Cuentos Cortos para Leer en el Autobús

71

Un Anfiteatro Flavio y Yo

Aquel desconocido me había susurrado al oído la

existencia de un zoológico clandestino con fines

comerciales. Estaba dispuesto, por unas pocas

monedas, a revelarme el lugar. Al principio no di

crédito a sus palabras pero había tocado mi carácter

aventurero y la vena profesional. Había algo de

misterio en este asunto y pudiera ser hasta peligroso

pero acepté, porque al fin y al cabo, había estado

realizando reportajes en varios escenarios de

guerras para mi periódico y estaba acostumbrado al

peligro, si es que uno llega a acostumbrarse. Con mi

cámara fotográfica me dirigí al lugar indicado sin

saber la gran sorpresa que me deparaba el destino.

Después de abandonar la carretera, tomé un camino

que demostraba la ausencia de tránsito desde hacía

mucho tiempo. A ambos lado del camino existían

arbustos y algunos árboles dispersos. Después de

media hora, llegué al final de la senda. De acuerdo

con la información, debía seguir andando en

dirección Este. Comencé a sentir malos olores,

ruidos apagados de animales y cuando menos lo

esperaba apareció ante mí unas instalaciones dignas

de una película de misterio. A la entrada del recinto,

un pequeño cartel ilegible donde se podía adivinar

que decía, “CRIADERO DE AVESTRUZ”. Entré

despacio, pensando en una trampa, una emboscada

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Pedro Fernández

72

o cualquier otra cosa. Dije un “HOLA” en voz alta.

Solamente tuve por respuesta, los sonidos un poco

más fuertes, de los animales enjaulados. Repetí

varias veces la acción y siempre obtenía la misma

respuesta. Me dispuse a observa el lugar con más

detenimiento. Estaba compuesto por varias jaulas en

estado deplorable, dispersas por un área

relativamente pequeña, sin orden aparente. Los

techos estaban cubiertos por una enredadera

parecida a la Dipladenia Splendes o jazmín chileno,

seguramente con el objetivo de camuflar las celdas.

Aquellos animales estaban abandonados. Se podía

apreciar que no ingerían alimentos en varios días.

Algunos apenas podían levantar la cabeza y otros

estaban muertos. Tenía ante mí otra escena de la

crueldad humana tantas veces vista en los conflictos

armados en distintos países donde igual que estos

animales, perecen seres humanos. Los autores de

este hecho horrible no tienen nada que envidiar de

aquellos que asesinan inocentes por el motivo que

sea. Un doble crimen: privarlos de su libertad y

dejarlos morir de hambre. Aunque el mal olor casi

me mareaba, comencé a tomar fotos de todas las

instalaciones. Quería reflejar muy bien el estado

depauperado de felinos, cebras, monos y avestruz;

las condiciones higiénicas de las jaulas en las que

habían sufrido las inclemencias del tiempo las

cuales se encontraban en unas pésimas condiciones.

Subí al techo de una de las instalaciones y comencé

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Cuentos Cortos para Leer en el Autobús

73

a caminar para tomar varias instantáneas desde

arriba y desde diferentes ángulos. De pronto, el

techo de la jaula donde estaba, cedió y caí dentro.

Un débil rugido me hizo incorporarme de un salto.

Ante mí, un delgado y debilucho león, pero muy

hambriento, se me acercaba lentamente,

mostrándome sus afilados colmillos. No me había

percatado de las heridas sufridas por los filos de las

finas planchas y ni siquiera del piso lleno de

excrementos y orine. Mi atención estaba

concentrada en el animal y cómo diablos lo podía

neutralizar para evitar su ataque. Cuando se me

acercó un poco más, el instinto me llevó a oprimir

el obturador de la cámara y el impacto de la luz del

flash hizo retroceder al felino. Me percaté que era

muy tarde y la jaula, cubierta por la enredadera,

estaba en penumbra. A partir de ese momento

existía la incógnita de hasta cuando duraría la

efectividad de mi “arma” pues podía agotarse la

batería o el verdugo se acostumbraría a los destellos

luminosos. Mi teléfono había quedado en la

camioneta. No tenía forma de avisar. Sin darme

cuenta, la noche se me venía encima, añadiendo un

problema más: la oscuridad.

Desearía de todo corazón que la luna observara mi

situación, pero no una luna cualquiera, sino, una

luna llena grande y brillante como nunca ha

existido. Desgraciadamente, la brisa suave

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Pedro Fernández

74

acariciaba mi rostro, pronosticando una noche

lluviosa. No llovió pero tampoco las nubes se

retiraron y el flash estuvo trabajando hasta agotar la

batería.

Al amanecer, la bestia se encontraba echada junto a

las rejas laterales de una parte y yo sentado junto a

las rejas del lado contrario. Ninguno de los dos

apartábamos la vista. Me sentía muy débil debido a

la pérdida de sangre, la tensión permanente sin

dormir y la falta de alimentos. Los párpados caían

como pesadas cortinas de hierro. Hacía lo imposible

para mantenerme con los ojos bien abiertos. La fiera

yacía tendida pero de vez en cuando levantaba la

cabeza para cerciorarse que su presa estaba

disponible.

Los minutos pasaban. Mantenía la esperanza de

que no tardaran en rescatarme. Mi esposa

seguramente denunció mi desaparición, localizarían

mi auto y luego “peinarían” la zona hasta

encontrarme, pero ¿Cuándo? No podía más. Todo

se mostraba confuso, borroso, como si una densa

niebla invadiera el lugar. Los párpados lentamente

se volvían a cerrar y esta vez, por mucho tiempo.

Dicen que cuando me encontraron, los colmillos

afilados del terrible león, estaban a escasos

centímetros de mi pierna, pero su corazón no latía.

También había sufrido mucho esa noche pues había

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Cuentos Cortos para Leer en el Autobús

75

realizado un esfuerzo tremendo para poder

sobrevivir pero su corazón estaba muy débil. Se

había comportado como el verdadero Rey de la

Selva.

Fueron pocos los animales que se pudieron salvar

pero valió la pena haber pasado esos minutos de

peligro en un duelo por la supervivencia.

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Pedro Fernández

76

Así fue la Emboscada

Varios hombres se desplazan por la jungla a

cumplir una misión bélica. Llegan al borde de la

carretera y deciden sentarse unos, acostarse otros y

el que lleva el lanza-cohetes clava en el suelo una

horqueta preparada de antemano. Después se tumba

de espalda en la tierra fría, siente en su cuerpo la

acaricia de las hierbas húmedas, y se dedica a

contemplar las estrellas. Enciende un cigarro y

aunque apenas distingue el humo que expulsa de sus

pulmones logra observar que está amaneciendo y

las estrellas se van desvaneciendo como anticipo a

la llegada de un nuevo día. Por su mente comienzan

a pasar pasajes de su pobre vida en una aldea

perdida en la selva. Desde pequeño sabía el arte de

cazar antílopes, gallinas, palomas y defenderse de

los animales peligrosos como los leones, las onzas,

los cocodrilos y otros. Su vida fue transcurriendo

pacíficamente hasta que un día llegaron unos

hombres con uniforme y le propusieron que se fuera

con ellos. Tendría alimentos y mucho dinero para

comprarles cosas a sus hijos. No lo dudó y de

pronto estaba atrapado en una guerra de la cual

desconocía, todo. Solamente tenía que obedecer

órdenes.

Un vehículo blindando transitaba por la carretera

escoltando un camión cargados de alimentos. En su

Page 85: Cuentos Cortos Para Leer en El Autobus

Cuentos Cortos para Leer en el Autobús

77

interior cuatros militares conversaban alegremente

sobre pasajes de sus respectivas vidas en la vida

civil. El de mayor edad, alrededor de los 35 años,

comentaba sobre las travesuras de sus hijos de 4 y 6

años, sin apartar un segundo la vista de la vía.

En la cabina del camión que los seguía, tres

hombres uniformados conversaban, sobre los

últimos combates ocurridos en el frente mientras en

la parte posterior, encima de la carga otros cuatro

hombres armados escudriñaban la carretera y la

maleza colindante.

El hombre revisó nuevamente el arma y el cohete

mortal. La caja de cigarros estaba casi vacía. Echó

un vistazo a la carretera en ambas direcciones. Sus

amigos de contienda se reían de los chistes de un

hombre pequeño de estatura e intranquilo. Encendió

otro cigarro y recordaba cuando su padre, a l cruzar

el río, fue alcanzado por un cocodrilo que luego de

clavarles los dientes lo arrastró y sumergió su

cuerpo en las oscuras aguas.

Uno de los jóvenes que viajaba en el blindado

detallaba la belleza de una joven que había

conocido en el pueblo cercano a la Unidad Militar.

En los ojos se le reflejaban los rayos de luces que

solamente ven los enamorados. Pediría permiso a

sus superiores para formalizar unas firmes

Page 86: Cuentos Cortos Para Leer en El Autobus

Pedro Fernández

78

relaciones con ella y lo más probable es que hubiera

boda cuando terminara la guerra.

Los guerreros de la selva se levantaron rápidamente

al escuchar ruidos de motores. A lo lejos se

acercaba un vehículo militar blindado y detrás un

camión. El jefe ordenó la posición de combate y el

encargado del lanzacohetes le introdujo el proyectil

y lo apoyó en la horqueta. Los otros se tiraron al

suelo y quitaron el seguro a sus armas.

Estaban en el kilómetro doscientos cuatro, la zona

más peligrosa de la carretera. Todos conocían las

emboscadas realizadas en ese lugar, por el enemigo,

y la cantidad de bajas producidas a causa de las

minas y los disparos del enemigo. Nadie hablaba,

los vehículos aumentaban la velocidad al máximo,

los fusiles apuntaban hacia los bordes de la carretera

listos para abrir fuego. De pronto un cohete de un

RPG7 impacta en el blindado y andanadas de

proyectiles surcan el espacio con sus silbidos de

muerte. La tanqueta blindada ha quedado inmóvil.

Por la escotilla sale humo negro. El camión después

de un largo frenazo ha detenido su marcha.

El jefe de los atacantes va a dar la orden de

desvalijar el camión y rematar a los heridos cuando,

ve a lo lejos, un vehículo que se acerca, piensa:.

“Seguramente estos forman parte de una caravana”,

y ordena la retirada. En el campo quedan dos

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Cuentos Cortos para Leer en el Autobús

79

cadáveres mientras el operador del lanzacohetes ha

recibido un disparo que le ha ocasionado una

herida grave en el vientre. Se arrastra con dificultad

dejando las hierbas aplastadas y pintadas de sangre.

Está confundido, ve borroso las raíces y troncos de

los árboles. Le falta el aire, en su mente va

desfilando su aldea y sobre todo su familia al

tiempo que todo se pone negro. Su corazón ha

dejado de palpitar.

La ambulancia llega al lugar. Los sanitarios pisan

el suelo asfaltado y caminan hacia los heridos

lentamente por precaución. La escena que ven ante

sus ojos es aterradora. El camión está lleno de

orificios de balas y la mercancía que transportaba,

bañada en sangre. Cinco cuerpos inertes

desperdigados por la calzada. En la cabina hay dos

cuerpos, uno con la cabeza inclinada hacia afuera,

sin vida y otro quejándose de dolores fuertes en el

tórax. Caminaron hasta el blindado. Un pequeño

agujero de menos de diez centímetros en la parte

lateral derecha parecía más una perforación con un

soplete de oxicorte que el impacto de un cohete. En

su interior, solo humo, cenizas, hollín y cuatro

montículos de carbón.

Page 88: Cuentos Cortos Para Leer en El Autobus

Pedro Fernández

80

Reflexiones Inconclusas

Hoy es Domingo y voy andando hasta un lugar

tranquilo por lo que he decidido ir hasta el parque,

disfrutar de la naturaleza, tomar aire puro, pero

sobre todo, reflexionar sobre mi vida y todo lo que

me rodea.

Ah, Allí hay un banco vacío. Me siento. Una brisa

fresca me acaricia el rostro mientras los cantos de

las aves y el olor de las flores me relajan. Ahora

puedo reflexionar, sí, hay que reflexionar para

poder sacar conclusiones. Porque así podemos

enmendar nuestros errores, tratar de ser mejor, de

ayudar al prójimo, contemplar y cuidar los

animalitos, o sea, ser mejor cada día. Esa señora que

va ahí me ha dado los buenos días, le he respondido

con mi mejor sonrisa. Saludaré al señor que viene

acercándose. Tiene rostro de buena persona y una

sonrisa en sus labios, y… ¿Pero, qué es esto?

Maldita paloma me ha cagado en la cabeza. El

señor me saluda y lo mando al diablo. Se terminó la

reflexión. Me voy muy enojado a la ducha no sin

antes arrancar un montón de flores, del bello jardín

del parque, para limpiarme la frente.

Page 89: Cuentos Cortos Para Leer en El Autobus

Cuentos Cortos para Leer en el Autobús

81

El Niño y la Crisis de los

Cohetes

El niño jugaba alegremente con bueyes de maderas

tirando de una carreta, del mismo material, cargada

de piedras que representaban sacos de aguacates,

mangos y naranjas. En su imaginación, aquellas

bestias tenían nombres: Azabache y Sabanero. Sus

infantiles manos halaban los “bueyes” mientras sus

rodillas se tornaban blanquecinas y se adornaba con

rasguños producidos por las piedrecillas. Varias

veces en el trayecto, detenía el juguete para bajar

alguna “mercancía”. De vez en cuando volvía la

cabeza hacia el camino cada vez que sentía el ruido

de los camiones militares cargados de materiales

diversos de construcción que pasaban veloces

levantando densas nubes de polvo pintando los

alrededores como si de nieve se tratara. Absorto en

sus fantasías no escuchaba el llamado de su madre

para que fuera a comer.

Se levantó de pronto al ver un avión, tan grande

como nunca lo había visto y con un ruido infernal

como si mil toros resoplaran al mismo tiempo.

Corrió para su casa, con el miedo en el cuerpo y sin

importarle las espinas de las “dormideras”,

llamando a su madre con desesperación.

Page 90: Cuentos Cortos Para Leer en El Autobus

Pedro Fernández

82

Cuando llegó, su madre le dijo que era un avión

que había pasado muy bajo y no tenía que temer. Lo

llevó al baño y le lavó las manos. En ese momento

llegó el padre, besó al niño y a la mujer. Mientras se

aseaba para comer con su familia, le comentó a su

esposa, la situación tensa que se estaba viviendo en

el País. El radio lo decía, pero en realidad nadie

sabía de qué se trataba. Aviones extranjeros

cruzaban el espacio aéreo y otros extranjeros

construían bases militares cerca de sus viviendas.

Esa noche nadie durmió en la casa de los Garcés, ni

en las Unidades Militares, ni en el Palacio de la

Revolución, ni en el Kremlin, ni en la Casa Blanca,

pero al otro día los aviones no pasaron, los

extranjeros se fueron y el niño volvió a jugar con su

carreta, Sabanero y Azabache.

Page 91: Cuentos Cortos Para Leer en El Autobus

Cuentos Cortos para Leer en el Autobús

83

Memorias de un Difunto

Aquel señor era la verdadera imagen de la bondad,

amabilidad, cortesía y en fin, una persona que “cae

bien”. Muchas veces coincidimos en el Bar El

Ratón y comentábamos sobre el deporte nacional,

la situación política en el País y las noticias más

relevantes llegadas del extranjero. Pero uno de los

temas obligados en nuestras conversaciones era las

colecciones de pieles. Digo tema obligado, porque

siempre me llevaba la conversación a ese tema y yo

prácticamente escuchaba pensando en los pobres

animalitos que sufrían el acoso de cazadores sin

escrúpulos.

Cierto día me dijo que ahora se iba a dedicar a

coleccionar otras cosas porque las pieles eran una

vergüenza. Aquellas palabras me llenaron de

satisfacción y hasta le mostré mi alegría por tal

decisión.

Después de varios meses sin ir por el Ratón, llegó

Arturo (así se llamaba el señor) y se sentó en mi

mesa. Se veía alegre. Después de los temas

rutinarios me confesó que una vez había

coleccionado violines, otras veces tambores pero

nunca había coleccionado órganos u organillos y me

invitó a ver la incipiente colección.

Page 92: Cuentos Cortos Para Leer en El Autobus

Pedro Fernández

84

Esa noche no tenía ningún plan. Ni siquiera había

deportes, así que fui a la dirección de mi amigo. Me

impresionó su vivienda no por lo grande ni bonita,

sino, por lo extraña. Las ventanas semejaban

aspilleras de fortificaciones y la puerta principal

ancha como para entrar un camión. Ni siquiera una

pequeña lámpara en el jardín por lo que cualquiera

la confundiría con un castillo abandonado del siglo

XIII.

Me abrió la puerta con una agradable sonrisa y me

invitó a pasar al salón, tan normal como el de un

apartamento cualquiera. Me sirvió una copa de vino

y no sé cómo pero comenzamos a hablar sobre

África, sus costumbres, sus dialectos. Se veía que

había estudiado mucho sobre ese continente o

quizás lo había recorrido.

Me sentí un poco mareado después de la tercera

copa y así se lo manifesté. Me dijo que no me

preocupara pues no me brindaría más vino y me

invitó a seguirlo para que viera su nueva colección.

Me extrañó que esa recopilación de instrumentos

musicales estuviera en el sótano pero todo en esa

casa era raro. Empezó por enseñarme unos frascos

pequeños, como los de pinturas de uñas, que

contenía algo difícil de identificar. Según me iba

mostrando los frascos, me decía: riñón de rana,

pulmón de tortuga, etc. Después me fue mostrando

Page 93: Cuentos Cortos Para Leer en El Autobus

Cuentos Cortos para Leer en el Autobús

85

otros envases de cristal de tamaño mediano. Esto es

el corazón de un perro, este los testículos de un

conejo y así llegamos a dónde se encontraban,

alineados en un estanque, unas garrafas que también

me fue describiendo. Esta es la colección más

importante: los órganos humanos. El mareo y los

deseos de vomitar, el impacto de lo que estaban

viendo mis ojos, me sentían desfallecer, mientras el

hombre seguía con sus muestras. Este es un pene

humano con sus testículos, un corazón, pulmones,

hígado…Lo comprendí todo.

Según me iba del mundo, oía cada vez más lejos,

hasta apagarse por completo, las macabras

carcajadas de mi diabólico amigo.

Page 94: Cuentos Cortos Para Leer en El Autobus

Pedro Fernández

86

La Gritona del Seborucal

Nunca había creído en fantasmas por ser

ocurrencias anticientíficas o al menos descartado

por la ciencia y además, porque no creía sino en

aquellas cosas que mis sentidos percibían. Años

más tarde la ciencia me ha mostrado que hay cosas

que nuestros sentidos no perciben y sin embargo

existen, como decía Galileo Galilei, “E por si

muove”, cuando hubo de retractarse por sus

afirmaciones sobre el movimiento de la Tierra.

Nos habíamos trasladado a la Ciudad de San Juan

de Los Remedios en la costa norte de la región

central de Cuba. Mis padres habían alquilado una

vivienda en la calle Goicuría, junto a una fábrica de

elaboración de chorizos para conservas. La casa

poseía todas las condiciones para agradar a la vista

Page 95: Cuentos Cortos Para Leer en El Autobus

Cuentos Cortos para Leer en el Autobús

87

y a la comodidad de sus moradores e incluso, el

alquiler era muy barato, a tal punto que pensamos

en un gran chollo. Lo único que nos estorbaban eran

los cientos de mosquitos.

La mudanza de nosotros comenzó con el inicio del

curso escolar y a la siguiente semana comencé a

asistir a clases en el Instituto.

No sé cómo, pero los estudiantes se enteraron de

que venía de tierras lejanas, o sea, era un forastero

en la ciudad y por curiosidad comenzaron las

preguntas sobre mi procedencia, ocupación de mis

padres, escuelas anteriores, enfermedades,

preferencias, etc., etc. El interrogatorio el primer

día fue suficiente para que algunos se distanciaran

de mí, pero lo que más me preocupaba era la cara

que ponían cuando les daba la dirección de mi casa.

El segundo día, los “torturadores” que quedaban,

volvían a la carga y entonces invertí los papeles

comencé también a preguntar sobre el Instituto, el

pueblo, las fiestas y principalmente sobre mi

morada. La respuesta sobre esto último me dejó

intrigado: mi casa estaba catalogada de embrujada.

A la hora de la cena, mi hermano menor y mis

padres, sentados a la mesa, hice el comentario sobre

la casa y todos se miraron entre sí y al mismo

tiempo dijeron: “Lo sabíamos”. Efectivamente, mi

padre le comentó a mi madre que en el trabajo le

Page 96: Cuentos Cortos Para Leer en El Autobus

Pedro Fernández

88

habían dicho que en nuestra vivienda ocurrían

apariciones de fantasmas. Lo mismo le habían dicho

a Lorenzo, mi hermano, en el Cole.

En realidad no habíamos notado nada anormal

desde que vivíamos ahí y tampoco nos íbamos a

preocuparnos por semejantes declaraciones porque

en definitiva, ninguno de nosotros, incluyendo a mi

hermano de 10 años creíamos en nada de eso.

Acostumbrado a que en el pueblo nos conocieran

por los “inquilinos de la casa embrujada” y que

estábamos casi adaptados a un sistema social

diferente al que conocíamos, el tiempo transcurría

con total normalidad y nuestra vida era similar a

cualquier otro residente del pueblo.

Pero las cosas comenzaron a cambiar al cuarto mes

de llegar a Remedios cuando una madrugada

alguien me levantó la mosquitera, la bajó y se

marchó. No le di importancia pues creía había sido

mi madre. A la mañana siguiente mi madre me dijo

no haberse levantado en toda la noche. Pensé en una

pesadilla extraña pues no recordaba haberle visto la

cabeza a la mujer.

Dos noches después, más o menos a la misma hora

de mi pesadilla, mi hermano nos despertó a todos

gritando. Corrimos hacia su dormitorio. Lloraba y

temblaba como las hojas de un árbol por una fuerte

brisa y me conmovió ya que Lorenzo no era llorón

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Cuentos Cortos para Leer en el Autobús

89

ni tampoco asustadizo. Mi padre le preguntó qué

había corrido y llorisqueando le contestó que había

visto a una mujer sin cabeza danzar alrededor de su

cama. Claro, él tenía la costumbre de dormir con

una pequeña lámpara en su mesita de noche y pudo

ver perfectamente al “fantasma”.

Este suceso me dejó intrigado porque no le había

dicho a nadie que la mujer observada por mí, no

tenía cabeza o al menos no se la había visto. Esa

noche, para que mi hermano se calmara, mi madre

durmió con él toda la noche.

A la semana siguiente el fantasma visitó la

habitación donde dormían mis padres. Mi madre

comenzó a gritar, nos despertó a todos y cuando

llegamos, mi hermano y yo, mi padre estaba mudo y

blanco como la cera. Mi hermano rompió a llorar de

nuevo y yo calmando a mi madre e incitando a mi

padre para que saliera del estado de shock en que se

encontraba. En lugar de embrujada, nuestra

vivienda parecía, en esos momentos, una casa de

locos. Después de casi una hora de estar todos

calmados y sentados en el salón, nos dijeron que

una mujer con un vestido blanco tiraba de un lado

para otro, como si fuera una pelota, su propia

cabeza que estaba separada del resto del cuerpo.

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Pedro Fernández

90

A partir de esa noche, sobraban las habitaciones,

porque dormimos todos en la misma habitación con

las luces encendidas.

Todos estos sucesos nos estaban dañando la salud

porque apenas dormíamos. Sentíamos que nos

invadía la ansiedad, todo el día en tensión y hasta el

apetito habíamos perdido. Tenía que ver

urgentemente a algún experto sobre estos

fenómenos y después de averiguar, nos

recomendaron a un famoso parasicólogo de la

capital de provincia. Sin decirles nada a mis padres

y faltando a las clases del Instituto, decidí visitar al

especialista.

El hombre, un poco canoso pero de mediana edad,

era muy gentil y me atendió enseguida. Le conté el

problema que confrontábamos con todo lujo de

detalles y me preguntó dónde vivía. Cuando le dije

el lugar, se sonrió, movió la cabeza y me dijo:

En el siglo XVII y XVIII, San Juan de los

Remedios sufría constantes ataques de los piratas

por lo que sus pobladores constantemente se

escondían o trataban de evadirlos, ya sea, fundando

otros pueblos más lejos de las costas, ocultando el

dinero y los objetos de valor, ocultando a las

mujeres jóvenes, construyendo laberintos debajo de

la ciudad para esconder lo anteriormente dicho, en

fin, realizaban cualquier acción por tal de minimizar

Page 99: Cuentos Cortos Para Leer en El Autobus

Cuentos Cortos para Leer en el Autobús

91

esa plaga. Uno de esos ataques piratas fue muy

sorpresivo y lograron apoderarse de muchas cosas

de valor y casi capturar a una hermosa joven. Esta

chica, sabiendo que su destino era servir de esclava

sexual en la Isla de las Tortugas, espada en mano se

defendió heroicamente hasta que unos de sus

atacantes, la decapitó. Su cuerpo tuvo fuerza

suficiente para situarse la cabeza encima y salir

corriendo para ocultarse en los túneles subterráneos

de la ciudad. En principio solía recorrer las calles,

con la cabeza en la mano, en Navidad o Año Nuevo

pero más tarde “La Gritona del Seborucal”,

nombre impuesto por los Remedianos, aparecía en

cualquier fecha del año. Lo más probable sea que tu

casa esté en una de las entradas a los túneles

subterráneos de Remedios.

¿Cómo puedo evitar las molestias que causa a mi

familia?

Busca una “medio-unidad”. Me han dicho que en tu

pueblo vive una mujer muy buena en ese tema,

llamada Eslinda.

Ante mi cara de desconcierto, prosiguió: “medio-

unidad son aquellas personas que tienen capacidad

para hablar con los muertos”.

Me resistía a creer en todo esto que me había

relatado el “experto” pero debía probar todas las

posibles soluciones por muy descabelladas que

Page 100: Cuentos Cortos Para Leer en El Autobus

Pedro Fernández

92

fueran con tan de devolver la tranquilidad en

nuestro hogar.

Eslinda era muy conocida en el pueblo y vivía

apenas unos cuatrocientos metros de mi casa.

Llegué a una vivienda construida hacía más de tres

siglos con barro y madera, al estilo de muchas de

las viviendas construidas por los aldeanos de

muchas tribus africanas y de otros continentes. Por

puertas y ventanas tenía cortinas fabricadas con

sacos usados de azúcar morena. A mis voces

apareció en la puerta, apartando la tela, una anciana

de piel negra, unos cincuenta kilos de peso y vestida

de blanco con un pañuelo, del mismo color,

enrollado en su cabeza. Le dije que venía a

consultar con ella una situación que afectaba

nuestra familia. Me dijo que entrara y me señaló

una vieja silla de madera situada frente a una mesa

redonda, del mismo material, para que me sentara

mientras ella arrastraba otra silla y se sentaba

enfrente. Apoyada con los codos en la mesa y el

mentón sobre sus manos entrelazadas, me observó

unos segundos y después clavó su mirada en un

triángulo trazado con líneas negras que presentaba

en el centro una estrella pintada de amarillo. No

indagó sobre los detalles de mi problema. Es como

si lo conociera. Preguntó, sin apartar la vista del

dibujo, “¿Por qué tú a moletá gente? Gente é buena

no hace daño.” Después de unos segundos, me miró

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Cuentos Cortos para Leer en el Autobús

93

y dijo: “La niña Mercé decí que mama y papa ser

rama de hombre malo que cortá cabeza. Pírito de

criminá etá con tó familia”

Después de hacerles unas cuantas preguntas para

saber de qué se trataba pude comprender que se

refería que entre los antepasados remotos de mi

familia estaba su verdugo y su espíritu maligno

estaba con nosotros. Le dije a Eslinda no entender

mi culpa de algo que sucedió hacía más de

trescientos años y se limitó a contestarme que los

espíritus no piensan igual que los vivos. No podía

razonar con ella esos argumentos y me limité a

preguntarle por la posible solución.

Tú punta. Traé a mí do pollo do semana, ron caña

y gran tabaco. Ven aquí con toíta familia y yo sacá

pírito malo.

La situación era complicada. Salí del hogar de la

Médium como quien tiene por delante una Misión

Imposible.

Primero debía convencer a mis padres y para ello

necesitaba todo mi arsenal psicológico y persuasivo.

Sabía de antemano no iban a entender, como no

entendía yo, la relación de nosotros con los

tatarabuelos de los tatarabuelos de mis tatarabuelos,

con su muerte. Era como el odio que pudieran sentir

los americanos hacia los españoles y portugueses

por las masacres y asesinatos cometidos contra sus

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Pedro Fernández

94

aborígenes. Pero si nuestro fantasma desapareciera

por los “trabajos” de Eslinda, merecía la pena.

Al final los convencí pronto hasta cierto punto. No

estaban de acuerdo con la asistencia de mi

hermanito. Pero logré su inclusión, aunque fuera a

regañadientes por parte de mi padre.

Aquel domingo, vestidos con las ropas que usamos

para asistir al cine o a un cumpleaños, salimos con

los materiales bien guardados en un bolso, rumbo a

nuestra posible liberación. Ella nos esperaba y

apenas llegamos nos condujo a una pequeña choza

enclavada en el patio. Estaba construida de madera

y forrada con hojas de palmas las paredes y el

techo. El piso era de tierra y en un rincón se

encontraba un altar con diversos objetos: caracolas,

tabacos apagados, semillas de colores, figuras de

madera, cocos secos, cabellos, patas de gallinas y

mil cosas más. Le entregamos los materiales y casi

inmediatamente tomó la botella de aguardiente,

derramó un poco en el piso y evocó a “Elegguá”.

Cogió el tabaco, lo encendió y el olor insoportable,

potenciado por el calor que reinaba en el recinto,

hacía que el ambiente estuviera enrarecido y el

aspecto del lugar, tenebroso. Cogió los dos pollitos

por sus patas y con un largo machete les cortó el

cuello de un tajo y la sangre la vertió a los pies de

un gran ídolo de madera, junto al altar y que ella

nombró como “Anansi”. Luego de tirar las aves

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Cuentos Cortos para Leer en el Autobús

95

decapitadas en una bolsa, derramó el alcohol

formando un círculo como de tres metros de

diámetro, alrededor de nosotros y le prendió fuego.

Se puso de espaldas a mi padre y entrelazando sus

brazos con él, se encorvó hacia delante, sosteniendo

en sus espaldas todo el peso de mi progenitor

mientras danzaba una melodía de sus antepasados,

escuchada solamente por ella. Ese ritual lo repitió

con todos nosotros y además del asombro natural,

nos preguntábamos de donde sacaba esa fortaleza

aquella endeble anciana. Cuando pensábamos que

habían terminados los rituales, nos dijo que

descubriéramos el torso hasta la cintura, se dirigió a

una caja de madera y extrajo una gran serpiente,

llamada en Cuba, Majá de Santamaría. La pasó

rozando la piel de nuestro cuerpo y mi madre y su

hijo pequeño temblaban de miedo (en realidad

nunca habían dejado de tenerlo desde que entraron

en la cabaña). Devolvió la serpiente al mismo lugar

de donde la extrajo. Bebió de una botella llena de

un líquido verde y según bebía nos la iba

escupiendo por todo el cuerpo, incluyendo el rostro.

Terminada esta operación nos alcanzó una tela que

en un tiempo fue blanca para que nos secáramos.

Había terminado la “ceremonia”. Le dimos algo de

dinero, voluntariamente, y nos dirigimos a nuestra

casa, cansados y en silencio.

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Pedro Fernández

96

Pasaron semanas y meses sin tener la presencia del

molesto fantasma. Comenzamos a sentirnos

nosotros mismos y hasta nuestras vidas mejoraron.

A mi padre lo ascendieron de puesto en el trabajo,

los estudiantes obtuvimos magníficas evaluaciones

en los exámenes y mi madre haciendo maravillas

con los postres.

Llegó el mes de Diciembre y el recuerdo de los

primeros días amargos en la ciudad se había

convertido para nosotros, en un remoto episodio de

pesadillas y miedo.

Llegó el día tan esperado por los pobladores del

lugar, la Noche Buena, el día de las Parrandas de

Remedios como se conocen desde las primeras

décadas del Siglo XIX cuando intervenían en las

Fiestas, nueve barrios. Alrededor de 1850, los

festejos se convirtieron en una emulación entre dos

barrios rivales: El Carmen y San Salvador. Cada

barrio competía con el otro en Trabajos de Plaza

(una variante de las Fallas de Valencia), carrozas y

fuegos artificiales. Casi todo el año, en silencio y en

“secreto” se confeccionaban las piezas que

formaban parte de esos festejos, se recogía dinero,

aportes materiales y grupos de gentes con tambores

y trompetas patrullaban las calles del pueblo

bailando alegremente. Los elementos para la

construcción de las carrozas y los Trabajos de

Plaza, donados por los habitantes del pueblo, se

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Cuentos Cortos para Leer en el Autobús

97

trasladaban y se armaban, como un puzle, a ambos

lados de la Plaza principal y junto al límite del

“dominio” de cada barrio.

Desde horas tempranas el parque y sus alrededores

era un hormiguero de personas de todas las edades

esperando ver la sorpresa que este año les trae el

Gallo o el Gavilán, símbolos de San Salvador o

Carmen, respectivamente. Nosotros nos situamos al

lado del Trabajo de Plaza del Carmen, nuestro

barrio, con el distintivo en las manos: banderitas

con la figura del ave rapaz.

A las nueve de la noche, retiraron todo lo que

ocultaba al monumento de yeso, madera y cartón, al

tiempo que cientos de luces multicolores

comenzaron a encenderse y apagarse por el método

del gran tambor con láminas de cobres como

contacto que servían de interruptores, algo parecido

a las cajas de música.

El Trabajo de Plaza medía alrededor de diez

metros de alto y el conjunto de colores con la

combinación de luces nos hizo a todos brotar una

unísona exclamación de satisfacción pero pronto me

percaté que aquella magnífica obra representaba a la

Gritona del Seburocal, con la cabeza sostenida,

entre sus dos manos, a la altura del abdomen. Un

escalofrío recorrió mi cuerpo al tiempo que nos

miramos, mi familia y yo. Me quedé estático,

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Pedro Fernández

98

mirando fijo al rostro de nuestro pasado martirio

hasta que percibí un ligero guiño de ojo como

muestra de complicidad. Sonreí y le dije a mis

padres de ir a contemplar los fuegos artificiales y

las carrozas, con la satisfacción y la felicidad

reflejadas en el rostro de todos nosotros.

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99

ACERCA DEL AUTOR Pedro Fernández nació en 1948 en Nueva Gerona, Isla de la Juventud, Su niñez y adolescencia transcurrió en el centro de ese país caribeño. Desde joven tuvo inquietudes por la literatura y el teatro llegando a escribir pequeñas obras de teatros para colectivos obreros. Este libro es una recopilación de cuentos en los que varios de ellos son basados en hechos relacionados con el autor. Actualmente es jubilado y se dedica a escribir.

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