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Cuentos de la venganza y de la memoria Rudyard Kipling Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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Cuentos de lavenganza y de la

memoria

Rudyard Kipling

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ENTREGADOS AL BRAZO SECULAR

No era primavera y ya recogí los frutosdel otoño, fuera de tiempo resplandeció el

campo de trigo, el año reveló sus secretos ami dolor.

Cansada y desnuda la estación languidecehoy en misterio de crecimiento y muerte; yo

vi la puesta del sol antes que los otrosvieran el día, y no sé explicar la razón de

esta sabiduría.

[R. Kipling, Aguas amargas]

I

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-Pero, ¿y si fuera una niña? -Eso no puede ser, Señor de mi vida. He

rezado tantas noches, y con tanta frecuencia heenviado presentes al santuario del sheikh [an-ciano] Badl, que sé que Dios nos dará un hijo:un hombrecito que crecerá y se convertirá enun hombre. Piensa en ello y alégrate. Mi madreserá su madre hasta que yo pueda llevarle con-migo otra vez y el mullah de la mezquita dePattan haga su horóscopo, ¡quiera Dios quenazca bajo una buena estrella!, y entonces túnunca te cansarás de mí, que soy tu esclava.

-¿Desde cuándo eres tú una esclava, reinamía?

-Desde el comienzo..., hasta que se meotorgó esta bendición. ¿Cómo podía estar segu-ra de tu amor cuando no sabía que había sidocomprada con plata?

-No, era sólo la dote. La pagué a tu ma-dre.

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-Y ella la ha enterrado y está sentada en-cima todo el día, como una gallina que incuba.¡Y tú me hablas de dote! He sido compradacomo si en vez de ser una niña fuese una baila-rina de Lucknow.

-¿Estás dolida por haber sido vendida? -Estuve dolida, pero hoy soy feliz. Ade-

más, ya nunca dejarás de amarme, ¿no? Contes-ta, rey mío.

-Nunca..., nunca. Jamás. -¿Ni aunque te quieran las mem-log, las

mujeres blancas de tu misma casta? Recuerdaque las he visto paseándose en carroza por lanoche y son muy rubias.

-Yo he visto centenares de bolas de fuego.Después vi la luna y... entonces ya no vi másbolas de fuego.

Ameera batió palmas y rió. -Bien dicho -dijo y después, mientras

adoptaba aires de grandeza-: es suficiente. Tie-nes mi permiso para marcharte..., si quieres.

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El hombre no se movió. Estaba sentado enun diván bajo de laca roja, en una habitaciónamueblada tan sólo con una alfombra azul yblanca, que cubría el suelo, algunos tapices yuna colección muy completa de cojines indíge-nas. A sus pies se hallaba sentada una mujer dedieciséis años, que era para él todo su mundo.De acuerdo con todas las normas y leyes ellatendría que haber sido algo distinto, porque élera inglés y ella, la hija de un musulmán, com-prada hacía dos años en casa de su madre,quien, al verse sin dinero, hubiera vendido aAmeera, a pesar de sus gritos, al mismo Prínci-pe de las Tinieblas, si el precio hubiese sidosuficientemente alto.

El hombre blanco había firmado el contra-to con mucha ligereza, pero, aun antes de quela niña llegara a florecer, logró llenar la mayorparte de la vida de John Holden. Para ella, ypara la ajada bruja que era su madre, él habíaalquilado una pequeña casa que dominaba lagran ciudad de rojas murallas, y se dio cuenta -

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cuando las caléndulas brotaron junto al pozodel patio, y Ameera se hubo establecido deacuerdo con su propia idea de la comodidad, ysu madre dejó de gruñir por lo poco adecuadode la cocina, y de la distancia que debía reco-rrer cada día para ir al mercado, - de queaquélla era su verdadera casa. Cualquiera po-día entrar de noche o de día, en su bungalow, yla vida que allí hacía no tenía encanto. En lacasa de la ciudad indígena sólo sus pies podíanatravesar el patio exterior hacia las habitacionesde las mujeres, y cuando el gran pórtico de ma-dera quedaba cerrado a sus espaldas, él era elrey en su propio territorio y Ameera era su re-ina. A ese reino iba a sumarse una tercera per-sona, sobre la que Holden se sintió inclinado amostrar resentimiento porque interfería su per-fecta felicidad. Turbaba la paz ordenada de unacasa que le pertenecía. Pero Ameera estaba lle-na de gozo ante el pensamiento de la próximamaternidad, y su madre no mucho menos. Nohabía, ni en el mejor de los casos, nada más

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inconstante que el amor de un hombre por unamujer, sobre todo si él era de raza blanca, poreso madre e hija habían pensado que las manosde un niño podían hacer indisoluble esta rela-ción.

-Entonces -decía siempre Ameera-, enton-ces él ya no se ocupará de las mem-log blancas.Las odio a todas..., a todas.

-Antes o después, él volverá con los suyos-decía la madre-, pero, gracias a Dios, ese mo-mento aún está lejano.

Holden estaba sentado en silencio sobreel diván pensando en el futuro y sus pensa-mientos no eran agradables. Los inconvenientesde una doble vida son múltiples. La Adminis-tración, con particular celo, le había pedido quecambiara su lugar de trabajo durante quincedías, para cumplir el encargo extraordinario desustituir a un hombre que se hallaba cuidandode una esposa enferma. La notificación verbaldel traslado fue acompañada por una observa-ción chistosa acerca de que Holden debía con-

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siderarse a sí mismo afortunado por ser solteroy libre. Él había ido a darle la noticia a Ameera.

-No es bueno -dijo ella con lentitud-, perono es del todo malo. Aquí está mi madre y nome pasará nada malo..., a menos que muera depura felicidad. Cumple con tu obligación y noestés preocupado. Cuando hayan pasado losdías, creo... estoy segura. Y... y entonces lopondré en tus brazos y tú me amarás parasiempre. El tren parte esta noche, a media-noche, ¿verdad? Ahora márchate y no permitasque tu corazón se enturbie por mi causa. ¿Perono demorarás tu regreso? No te quedes en elcamino para hablar con las descaradas mem-log. Vuelve a mí inmediatamente, vida mía.

Mientras salía del patio para coger su ca-ballo, atado a una columna

del portal, Holden habló con el viejo guar-dián canoso que custodiaba la casa y le dio ins-trucciones precisas para que, si se producíanciertos acontecimientos, le enviara el telegramaque en ese momento le entregaba. Era todo lo

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que podía hacerse, y, con la sensación de unhombre que asiste a su propio funeral, Holdense marchó en el tren correo de la noche hacia suexilio. A cada hora del día temía la llegada deltelegrama y a cada hora de la noche veía lamuerte de Ameera. En consecuencia, su trabajopara el Estado no fue de primera calidad, ni suactitud hacia los colegas fue la más adecuada.La quincena terminó sin que recibiera señalesde su casa y, desgarrado por su ansiedad, Hol-den regresó para deglutir durante dos preciosashoras una cena en el club, donde oyó, como unhombre oye al desvanecerse, unas voces que lehablaban de la forma execrable en que habíallevado a cabo las tareas del otro hombre, y delmodo en que se había congraciado con todossus compañeros. Entonces galopó en medio dela oscuridad cae la noche con el corazón en unpuño. En el primer momento no hubo respues-ta a sus golpes en el portal, y ya había hechogirar al caballo para entrar por la fuerza, cuan-

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do apareció Pir Khan con una linterna y le sos-tuvo el estribo.

-¿Qué ha sucedido? -dijo Holden. -La noticia no ha de salir de mi boca, Pro-

tector de los Pobres, pero...-tendió una mano temblorosa, como corres-

pondía al portador de buenas nuevas, qué me-rece una recompensa.

Holden atravesó el patio deprisa. Una luzardía en la habitación del piso de arriba. Sucaballo relinchó junto al pórtico, y él oyó unllanto agudo y diminuto que hizo que su san-gre se le agolpara en la garganta. Era una voznueva, pero no probaba que Ameera estuvieseviva.

-¿Hay alguien aquí? -preguntó mientrassubía por la estrecha escalera de ladrillos.

Se oyó un grito de felicidad de Ameera ydespués la voz de la madre, trémula por losaños y el orgullo:

-Aquí estamos dos mujeres y... el... hom-bre... tu... hijo

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En el umbral del cuarto Holden tropezócon una daga, que había sido colocada allí paraapartar la mala suerte, y rompió su empuñadu-ra con su talón impaciente.

- -¡Dios es grande! -arrulló Ameera en lapenumbra-. ¡Tú has tomado sobre tu cabeza lasdesventuras que podrían sucederle a él!

-Oh, sí, ¿pero cómo estás tú, vida de mivida? Mujer, ¿cómo está ella?

-Ha olvidado sus sufrimientos por la feli-cidad del nacimiento del niño. No le ha pasadonada malo, pero no hables en voz alta -dijo la

madre. -Sólo necesitaba tu presencia para sentir-

me bien -dijo Ameera-. Rey mío, has estadomucho tiempo lejos. ¿Qué regalos me has traí-do? ¡Ah, ah! Yo soy quien ha traído regalos estavez. Mira, mi vida, mira. ¿Alguna vez has vistoun niño igual? No, estoy demasiado débil aúnpara alzarlo en mis brazos.

-Descansa, pues, y no hables. Aquí estoy,bacbari [mi pequeña].

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-Has dicho bien, porque ahora entre noso-tros existe un vínculo, fuerte como un peecba-ree [cadenita que une los tobillos] que nadapodrá romper. Mira, ¿puedes ver con esta luz?No tiene mancha ni defecto. Nunca ha habidoun niño como éste. ¡Ya illah! [¡oh Dios!] Será unpundit... [sabio], no, un caballero de la Reina.¿Y tú, vida mía, me amas como siempre, aun-que esté débil, enferma y cansada? Dime laverdad.

-Sí. Te amo como antes, con toda mi alma.Quédate echada, perla mía, y descansa.

-No te marches. Siéntate a mi lado, aquí...,así. Madre, el señor de esta casa necesita uncojín. ¡Tráelo!

Hubo un movimiento casi imperceptiblehecho por la nueva vida que reposaba en elhueco del brazo de Ameera.

-¡Ajó! -dijo ella, con un tono quebrado por elamor -. El niño es un campeón desde que nació.Las patadas que me da en el costado son fuer-tes. ¡Jamás ha habido un niño como este! Y es

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nuestro, para nosotros: tuyo y mío. Pon tu ma-no sobre su cabeza, pero con cuidado, porquees muy pequeñín y los hombres son torpes paratodo esto.

Holden tocó cuidadosamente con la pun-ta de sus dedos la cabeza aterciopelada.

-Pertenece a la verdadera fe -dijo Ameera-, porque cuando le velábamos por la noche lesusurré la llamada a la oración y la profesión defe en sus oídos. Es maravilloso que haya nacidoen viernes, como yo. Ten cuidado con él, mivida, aunque ya casi puede apretar con susmanos.

Holden descubrió una mano pequeña yfrágil que se cerraba débil en torno a su dedo. Yaquel roce corrió a través de su cuerpo y seaposentó en su corazón. Hasta ese instante suspensamientos habían sido sólo para Ameera.Comenzó a comprender que había alguien másen el mundo, pero no podía sentir que era unverdadero hijo con un alma. Se sentó a pensar

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mientras Ameera se abandonaba a su sueñoligero.

-Vete, sabib-susurró la madre-. No esbueno que te encuentre aquí al despertar. Tieneque descansar.

-Me marcho -dijo Holden, obediente-.Aquí tienes unas rupias. Procura que mi baba[niño] se ponga fuerte y tenga todo lo que nece-site.

El tintineo de las monedas de plata des-pertó a Ameera.

-Soy su madre, no una mercenaria -dijocon voz débil-. ¿Lo cuidaré mejor por dinero?Madre, devuélveselo. Le he dado un hijo a miseñor.

El sopor profundo de la debilidad cayó so-bre ella casi antes de que terminara la frase.Holden bajó al patio sin hacer ruido, con el co-razón sereno. Pir Kahn, el viejo vigilante, reíaencantado.

-Ahora esta casa está completa- dijo, y sinmás palabras puso en manos de Holden el pu-

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ño de un sable usado muchos años antes, cuan-do él, Pir Khan, sirviera a la Reina en la policía.El balido de una cabra atada llegó desde el bro-cal del pozo.

-Hay dos -dijo Pir Khan-, dos de las mejo-res cabras. Yo las compré y han costado muchodinero: como no hay fiesta por el nacimiento,toda su carne será para mí. ¡Acierta el golpe,sahib! No tiene mucho filo. Espere a que dejende mordisquear las caléndulas. ¡Da el golpecuando levanten la cabeza!

-¿Y por qué? -dijo Holden, estupefacto. -Por cada nacimiento se debe ofrecer un

sacrificio, ,por qué iba a ser? En caso contrario,el niño que no ha sido protegido contra el des-tino podría morir. El Protector de los Pobresconoce las palabras que se deben decir.

Holden las había aprendido tiempo atrás,sin pensar que alguna vez tuviera que decirlas.El contacto de la empuñadura fría del sable consu mano de pronto se convirtió en el roceapremiante del niño que estaba arriba -el niño

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que era su propio hijo-, y el temor a perderloinvadió su ánimo.

-¡Da el golpe! --dijo Pir Khan-. Nunca havenido al mundo una vida por la que no hubie-se que pagar. Mira, las cabras han levantado lacabeza. ¡Ahora! ¡Da el golpe!

Casi sin saber lo que hacía, Holden diodos sablazos mientras murmuraba la oraciónmusulmana que dice: "Todopoderoso: a cambiode éste, mi hijo, ofrezco vida por vida, sangrepor sangre, cabeza por cabeza, hueso por hue-so, pelo por pelo, piel por piel”. Los caballosatados bufaron y piafaron justo al oler la sangrefresca que había salpicado las botas de montarde Holden.

-¡Buen golpe! -dijo Pir Khan mientraslimpiaba el arma-. Contigo se ha perdido unbuen soldado. Ve con el corazón tranquilo, hijodel cielo. Soy tu siervo y el siervo de tu hijo.Que la Presencia viva mil años y... ¿la carne delas cabras es toda para mí? -Pir Khan se enri-queció por el valor de un mes de salario. Hol-

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den se acomodó en la silla y cabalgó entre lasvolutas de humo, formadas por el fuego delatardecer. Estaba lleno de una alegría desbor-dante, alternada con una vasta y vaga ternurasin objeto definido, que le hacía jadear mientrasse inclinaba sobre el pescuezo de su caballoinquieto. "Nunca en mi vida he sentido algoasí", pensó. "Iré al club para reponerme."

Empezaba una partida de billar y el salónestaba lleno de hombres. Holden entró, de-seoso de luz y de la compañía de sus amigos,cantando a pleno pulmón:

Paseando por Baltimore, a una dama conocí.

-¿De veras? -dijo el secretario del clubdesde su rincón-. ¿Te dijo esa dama que tusbotas están empapadas? ¡Dios del cielo, hom-bre, pero si es sangre!

-¡Tonterías! -dijo Holden, a la vez que co-gía su taco de la taquera-. ¿Puedo tirar? Es ro-

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cío. He cabalgado entre plantas altas. ¡De ver-dad que tengo las botas hechas una lástima!

Y si es una niña, llevará una alianza. Si es un niño, luchará por su rey, con su puñal, su gorra y la guerrera azul, paseará por el alcázar...

-Amarillo sobre azul...; el próximo juga-dor es el verde -decía con voz monótona elapuntador. -Paseará por el alcázar... ¿La verde espara mí, apuntador...? Paseará por el alcázar..¡Eh! No ha estado mal ese tiro... ¡Como solíahacer su padre!

-No creo que tengas nada para grajeartanto - dijo un joven civil, celoso y agrio-. LaAdministración no está precisamente contentacon tu trabajo en el puesto de Sanders.

-¿Eso quiere decir que habrá una repri-menda de las altas esferas? -dijo Holden conuna sonrisa distraída-. Creo que podré sopor-tarlo.

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La conversación versó sobre el temasiempre fresco del trabajo de cada uno, y aplacóa Holden hasta que se hizo la hora de volver asu bungalow vacío y frío donde su mayordomole recibió como si conociera todos sus asuntos.Holden estuvo despierto la mayor parte de lanoche y sus sueños fueron placenteros.

II

-¿Qué edad tiene ahora? -¡Ya illah! ¡Sólo un hombre podía pregun-

tar eso! Apenas si tiene seis semanas y esta no-che iré a la azotea de la casa contigo, mi vida,para contar las estrellas, porque eso da buenasuerte. Y él ha nacido un viernes bajo el signodel Sol, y me han dicho que tendrá una vidamuy larga y será rico. ¿Podemos desear algomejor, querido?

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-No hay nada mejor. Vamos a la azotea ycuenta las estrellas, pero poco tiempo, porqueel cielo está cubierto de nubes.

-Las lluvias del invierno se retrasan ypuede que vengan fuera de época. Ven antes deque todas las estrellas se escondan. Llevo mismejores joyas.

-Has olvidado la mejor de todas. -¡Ay! La nuestra. Él también vendrá.

Nunca ha visto el firmamento. Ameera subió la escalera estrecha que lle-

vaba a la azotea. El niño, plácido, sin pestañear,iba en el hueco de su brazo derecho, encanta-dor en sus muselinas orladas de plata, con unpequeño gorro en la cabeza. Ameera llevabatodo lo que le resultaba más preciado. El di-amante que equivale al lunar occidental, por-que intenta llamar la atención sobre la curva dela nariz; el colgante de oro en medio de la fren-te, incrustado de esmeraldas en forma de gota,con sus rubíes imperfectos, el pesado collar deoro de ley que se cerraba alrededor de su cuello

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gracias a la flexibilidad del metal puro, y laspulseras de plata, decoradas con arabescos, quedescansaban sobre el tobillo bien marcado. Ibavestida de muselina color verde jade, comocorrespondía a una hija de la Fe, y desde elhombro al codo y del codo a la muñeca le cu-brían el brazo unas pulseras de plata atadas conhilos de seda, brazaletes finos de cristal que sedeslizaban sobre su muñeca como testimoniode la finura de su mano y algunos otros de oroque no eran parte de sus adornos típicos, peroque, al haber sido regalo de Holden y puestoque se ajustaban con un ingenioso cierre euro-peo, le encantaban.

Se sentaron junto al bajo parapeto blancode la azotea, mientras observaban la ciudad consus luces.

-Son felices allí abajo -dijo Ameera-, peromenos que nosotros. Y no creo que las mem-logblancas sean tan felices. ¿Tú qué piensas?

-Yo sé que no lo son. -¿Cómo lo sabes?

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-Confían sus niños a niñeras.-Nunca he visto cosa igual -dijo Ameera, con

un suspiro-, ni deseo verla. ¡Ay! -dejó caer lacabeza sobre el hombro de Holden-. He conta-do cuarenta estrellas y estoy cansada. Amor demi vida, mira al niño: él también está contando.

El pequeño observaba con los ojos muyabiertos la oscuridad del firmamento. Ameeralo acomodó en los brazos de Holden y el niñose mantuvo en silencio.

-¿Cómo lo llamaremos entre nosotros? -dijo ella-. ¡Mira! ¿Alguna vez te cansas de mi-rarle? Tiene tus mismos ojos. Pero la boca...

-Es la tuya, cariño. ¿Quién podría saberlomejor que yo?

-Es una boca tan débil. ¡Oh, tan pequeña!Y aun así está mi corazón entre sus labios. Dá-melo ahora. Ha estado demasiado tiempo lejosde mí.

-No, déjale; todavía no ha empezado allorar.

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-Cuando llore me lo darás, ¿verdad? ¡Quéhombre eres! ¡Me gustarías más, si llorases!Pero, vida mía, ¿qué nombre afectuoso le pon-dremos?

El pequeño cuerpo estaba cerca del cora-zón de Holden. Era completamente indefenso ymuy suave. Apenas se atrevía a respirar portemor de quebrarlo. El enjaulado loro verde,que está considerado como una especie de espí-ritu guardián en la mayoría de las casas indíge-nas, se movió en su apoyo batiendo un alaadormilada.

-Allí está la respuesta -dijo Holden-. MianMittu ha hablado. Será el loro. Cuando llegue lahora, hablará con voz fuerte y no se detendránunca. Mian Mittu es el loro en tu..., en la len-gua musulmana, ¿verdad?

-¿Por qué me haces sentir la distancia quehay entre nosotros? -dijo Ameera con inquie-tud-. Pongámosle un nombre inglés, aunque amedias, porque él es mío.

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-Entonces llámale Tota, que es parecido alinglés.

-Ay, Tota. También quiere decir loro.Perdóname, mi señor, por lo que he dicho an-tes, pero de verdad que es demasiado pequeñopara sobrellevar todo el peso de Mian Mittucomo nombre. Será Tota..., nuestro Tota y paranosotros solos. ¿Has oído, tú, pequeñín? Chi-quitín, tú nombre es Tota -tocó la mejilla delniño y él se despertó llorando, y fue necesariodevolverlo a los brazos de su madre, que leapaciguó con la bella canción ¡Aré koko, Jarékoko!, que dice:

¡Oh, cuervo, vete, cuervo!El niño duerme tranquilo,y las ciruelas silvestres en la selva crecen,sólo a un penique la libra,sólo a un penique la libra, baba,sólo a un penique la libra.

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Tranquilizado muchas veces en cuanto alprecio de aquellas ciruelas, Tota se acurrucópara dormir. Los dos bueyes de pelo blanco ylustrosos masticaban impasibles, junto al pozo,Su pasto de la noche; el viejo Pir Khan estabaacuclillado junto al caballo de Holden, y con susable de policía sobre las rodillas, aspirando,somnoliento, una gran pipa de agua que croabacomo una rana mugidora en un estanque. Lamadre de Ameera, sentada, hilaba en la plantabaja, y la puerta de madera estaba cerrada yatrancada. La música de un cortejo nupcial lle-gó hasta la azotea por encima del murmullosuave de la ciudad, y una fila de murciélagoscruzó la cara de la luna.

-He rezado -dijo Ameera tras una pausaprolongada-, he rezado por dos cosas. Primero,que yo muera en tu lugar si el cielo pide tumuerte y, segundo, que yo muera en lugar delniño. He orado al Profeta y a Beebee Míriam [laVirgen María]. ¿Crees que escuchará alguno delos dos?

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-¿Quién no puede escuchar hasta la más

ligera palabra de unos labios como los tuyos?

-Te he pedido una respuesta directa y túme respondes con cumplidos. ¿Serán escucha-das mis súplicas?

-¿Cómo puedo saberlo? Dios es muy bue-no.

-De eso no estoy muy segura. Escúchame.Si yo muriera o si muere el niño, ¿qué sería deti? Si vives, volverás a las descaradas mem-logblancas, porque la casta llama a la casta.

-No siempre. -Es verdad cuando se trata de una mujer,

pero los hombres se comportan de otra forma.En esta vida tú volverás, más tarde, a tu propiagente. Eso casi lo podré soportar, porque estarémuerta. Pero cuando mueras tú serás llevado aun sitio extraño y a un paraíso que yo no co-nozco.

-¿Estaré en el paraíso?

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-Sin duda, pues, ¿quién querría hacertedaño? Pero nosotros tíos, el niño y yo, estare-mos en otro lugar y no podremos ir a ti, ni túpodrás venir a nosotros. Antes, cuando el niñoaún no había nacido, no pensaba en estas cosas,pero ahora pienso en ellas siempre. Es un temamuy doloroso.

-Será lo que tenga que ser. No conocemosel mañana, pero conocemos bien el hoy y elamor. De una cosa estamos seguros: que ahorasomos felices.

-Tan felices que bien estaría que hiciése-mos algo por asegurar nuestra felicidad. TuBeebee Miriam debería escucharme, porquetambién ella es mujer. ¡Pero envidiaría! No esconveniente que los hombres adoren a una mu-jer.

Holden soltó una carcajada ante el pe-queño ataque de celos de Ameera.

-¿No es conveniente? ¿Por qué no has im-pedido que te adore a ti?

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-¡Tú un adorador! .Y de mí? Mi rey, a pe-sar de tus dulces palabras, bien sé que soy tusierva, tu esclava y el polvo que hay bajo tuspies. Y no querría que fuese de otra forma. ¡Mi-ra!

Antes que Holden pudiese evitarlo, ellase inclinó y le tocó los pies; tras incorporarsecon una risa breve, Ameera estrechó más cercade su pecho al pequeño Tota. De inmediato,dijo casi con furia:

-¿Es verdad que las descaradas mem-logblancas viven una vida tres veces más larga quela mía? ¿Es verdad que se casan sólo cuandoson viejas?

-Se casan como otras; ellas son tambiénmujeres.

-Lo sé, pero se casan cuando tienen vein-ticinco años, ¿no es verdad?

-Es verdad. -¡Ya illah. ! ¡Veinticinco años! ¿Quién vo-

luntariamente toma una esposa que sólo tienedieciocho? Es una mujer... que envejece a cada

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hora. ¡Veinticinco! Yo seré una vieja a esa edady... Esas mem-log se mantienen siempre jóve-nes. ¡Cuánto las odio!

-¿Qué tienen que ver con nosotros? -No lo sé. Sólo puedo decir que en estos

momentos, en alguna parte, hay una mujer diezaños más vieja que yo, que puede llegar y lle-varse tu amor, cuando mi juventud haga diezaños que ha pasado, tenga el pelo canoso y seala niñera de tu hijo Tota. Es injusto y perverso.Ellas también deberían morir.

-¿Qué dices? Tú eres todavía una niña, apesar de los años que tienes, y te cogeré en bra-zos y así te bajaré por las escaleras.

-¡Tota! ¡Ten cuidado con Tota, mi señor!¡Eres tan tonto como un niño!

Ameera protegió a Tota de cualquier even-tualidad pegándolo a su cuello, y Holden lallevó escaleras abajo, entre risas, en sus brazos,mientras Tota abría sus ojos y sonreía como lohacen los querubines.

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Era un niño silencioso y tranquilo y, casi an-tes de que Holden pudiera darse cuenta de queel pequeño estaba en el mundo, se convirtió enun diminuto dios dorado y en el déspota indis-cutible de la casa desde la que se dominaba laciudad. Aquellos meses fueron la felicidad ab-soluta para Holden y Ameera, una felicidadque excluía al mundo exterior, cerrado tras elpórtico de madera que custodiaba Pir Khan.Durante el día Holden realizaba sus tareas conuna inmensa lástima por aquellos que no erantan afortunados como él, y demostrando talsimpatía por los niños que asombraba y diver-tía a muchas madres durante la vida social dela pequeña comunidad blanca. Al caer la nochevolvía junto a Ameera; Ameera, locuaz en lasnarraciones de las proezas de Tota: cómo lehabía visto tocar palmas y mover los dedos conintención decidida -lo que sin duda era un mi-lagro-, y cómo, después, por su propia iniciati-va, el niño se había deslizado de su cama baja

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hasta el suelo y se había mantenido de pie du-rante el espacio de tres respiraciones.

-Y fueron tres respiraciones largas, por-que mi corazón se había paralizado de gusto -dijo Ameera. Más tarde Tota conoció a los ani-males en sus actividades: los bueyes del pozo,las pequeñas ardillas grises, la mangosta quevivía en un agujero, cerca del pozo, y en espe-cial a Mian Mittu, el loro, de cuya cola tirabahaciéndole daño, por lo que Mian Mittu no pa-raba de gritar hasta que llegaban Ameera yHolden.

-¡Ah, malvado! ¡Hijo de la fuerza! ¡Esto lehaces a tu hermano que vive en la azotea! ¡To-bab! ¡Tobab! [¡Prohibido!] ¡Qué vergüenza!¡Qué vergüenza! Pero yo conozco un encanta-miento para volverle tan sabio como Suleimány Aflatoun [Salomón y Platón]. Atiende -dijoAmeera sacando de una bolsa bordada un pu-ñado de almendras-. ¡Mira! Contemos siete. ¡Enel nombre de Dios!

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Puso a Mian Mittu, muy irritado y des-greñado, sobre el techo de su jaula y, tras sen-tarse entre el niño y el pájaro, partió y peló unaalmendra no tan blanca como sus dientes.

-Amor mío, esto es un encantamiento deverdad, y no te rías. ¡Mira! Le doy la mitad alloro y la otra mitad a Tota.

Mian Mittu cogió prudentemente con elpico su parte de los labios de Ameera, y ella,con un beso, puso la otra mitad en la boca delniño, que la comió despacio, mientras la curio-sidad se reflejaba en sus ojos.

-Haré lo mismo cada día durante otrosseis días y sin duda ése que es sólo nuestro seráun orador decidido y sabio. Eh, Tota, ¿qué serástú cuando seas un hombre y yo una vieja depelo gris? -Tota dobló sus piernas regordetas enpliegues adorables. Podía gatear, pero no pen-saba malgastar el despertar de su juventud encharla inútil. Quería tirar de la cola de MianMittu.

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Cuando fue ascendido a la dignidad deun cinturón de plata -que, con un cuadradomágico grabado en plata y colgado de su cue-llo, constituía la mayor parte de su vestido-,inició tambaleando un viaje peligroso hacia eljardín donde se encontraba Pir Khan y ofrecióal anciano todas sus joyas a cambio de un pe-queño paseo a lomos del caballo de Holden, envista de que su madre regateaba con unosbuhoneros en la galería. Pir Khan dejó caerunas lágrimas y puso aquellos piececitos nova-tos sobre su cabeza gris como signo de fideli-dad, y devolvió al osado aventurero a los bra-zos de su madre, augurando solamente queTota sería jefe de hombres antes de que le cre-ciera la barba.

Una calurosa tarde, mientras se hallabasentado entre su padre y su madre en la azotea,observando la guerra incesante de las cometasque hacían volar los niños de la ciudad, pidióuna cometa para sí y que Pir Khan se la hicieravolar, porque tenía miedo de manejar algo que

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fuese mayor que él; cuando Holden le llamó"señorito", se puso de pie y respondió con lenti-tud, defendiendo su individualidad recién des-cubierta: "Hum park nahin hai. Hum admi hai".[No soy un señorito, soy un hombre.]

La protesta hizo que Holden se ahogarade risa, y le hiciera tomar seriamente en consi-deración el futuro de Tota.

No valió la pena. La felicidad de esa vidaera demasiado perfecta para durar. De modoque se disipó como tantas cosas en India: deimproviso y sin advertencia previa. El pequeñoseñor de la casa, como Pir Khan le llamaba,empezó a ponerse triste y se quejó de dolores,él, que nunca antes conociera el significado dela palabra dolor.

Ameera, fuera de sí por el terror, le velóuna noche; y al amanecer del segundo día lavida le fue arrebatada por los espasmos de lafiebre: la fiebre de otoño. Parecía absolutamen-te imposible que el niño pudiese morir, y niAmeera ni Holden quisieron creer en un primer

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momento en la evidencia del cuerpecito queyacía sobre la cama. Entonces Ameera golpeó lacabeza contra la pared, y se hubiera arrojado alpozo del jardín si Holden no se lo hubiese im-pedido con todas sus fuerzas.

Una sola merced le fue concedida a Hol-den. Galopó hasta su oficina a plena luz del díay se halló con que le esperaba una serie deasuntos que tenía que resolver, los cuales leexigieron concentrar su atención y trabajar du-ro.

Sin embargo, no agradeció a los diosesque tuvieran tanta prisa.

III

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El primer impacto de una bala contra unblanco de carne no es más molesto que un pe-llizco. El cuerpo herido envía su protesta alalma al cabo de diez o quince segundos. Hol-den tomó conciencia de su dolor lentamente, talcomo había tomado conciencia de su felicidad,y con la misma necesidad imperiosa de escon-der todo rastro de sus sentimientos. Al princi-pio sólo sintió que había tenido lugar una pér-dida y que Ameera necesitaba consuelo, mien-tras estaba allí sentada, con la cabeza sobre lasrodillas, temblando al oír que Mian Mittu, des-de el tejado, llamaba: ¡Tota!¡Tota! ¡Tota! Mástarde, el mundo que le rodeaba y su vida coti-diana parecieron levantarse contra él parahacerlo sufrir. Era una ofensa que todos losniños, alrededor del quiosco, en el que tocaba labanda, estuviesen vivos y bulliciosos, mientrassu hijo yacía muerto. Sentía algo más que merodolor cuando uno de ellos le tocaba, y las anéc-dotas que narraban los padres orgullosos de lasúltimas proezas de sus hijos le herían en lo más

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hondo. No podía manifestar su dolor. No podíaesperar ayuda, apoyo ni simpatía; y Ameera, alacabar su día de trabajo, le habría obligado arecorrer una vez más la senda, pavimentadacon piedras que queman y con reproches des-garradores y

autoinquisitoriales, atroz destino de todoslos que han perdido un niño y creen que con unmínimo, sólo con un poco más de atención,podría haberlo salvado.

-Quizá -decía Ameera- no me ocupé bas-tante. ¿Sí o no ? El sol, ese día, en la azotea,mientras jugó solo tanto tiempo y yo estaba,¡ay!, trenzándome el pelo... puede ser que esesol haya provocado la fiebre. Si le hubiese pro-tegido del sol, tal vez habría vivido. Pero, oh,vida mía, ¡dime que no fue culpa mía! Tú sabesque yo lo amaba como te amo a ti. ¡Dime queno tengo culpa o moriré... moriré!

-No tienes culpa, ante Dios, ninguna. Es-taba escrito, ¿y cómo podíamos salvarlo? Lo

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que tenía que suceder ha sucedido. Olvídalo,amada mía.

-Era todo mi corazón para mí. ¿Cómopuedo olvidar, cuando mis brazos me dicencada noche que él no está aquí? ¡Ay! ¡Ay! ¡Oh,Tota, vuelve a mí, vuelve y haz que estemosjuntos como antes!

-¡Basta! ¡Basta! Por tu propio bien, y tam-bién por el mío; si me amas, calla.

-Por lo que dices veo que no te importa.¿Cómo te iba a importar? Los hombres blancostienen corazones de piedra y almas de hierro.¡Oh, si me hubiese casado con un hombre de mipropio pueblo, aunque me

pegara, y jamás hubiese comido el pan de unextranjero!

-¿Soy yo un extranjero, madre de mi hijo? -¿Qué puedes ser, sabib...? ¡Oh, perdó-

name, perdóname! La muerte del pequeño meha hecho perder la razón. Tú eres la vida de micorazón y la luz de mis ojos y el aliento de mivida y..., al menos por un instante, te he alejado

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de mí. Si tú te marcharas, ¿a quién pediría ayu-da? No te enfades. Créeme, ha hablado el dolor,no tu esclava.

-Lo sé, lo sé. Somos dos los que antesfuimos tres, y por eso es mayor la necesidad deque seamos uno.

Como de costumbre, estaban sentados enla azotea, que hacía de techo. La noche, a co-mienzos de primavera, era tibia, y sobre la líneadel horizonte bailaban las luces de los relámpa-gos al ritmo inquieto de los truenos lejanos.Ameera se refugió en los brazos de Holden.

-La tierra seca muge como una vaca pi-diendo lluvia y yo..., yo tengo miedo. No era asícuando contábamos las estrellas. ¿Pero tú meamas como antes, aunque un lazo se nos hayaroto? ¡Responde!

-Te amo más, porque un nuevo lazo hanacido del dolor que hemos soportado juntos, ytú lo sabes.

-Sí, lo sé -dijo Ameera en un susurro ape-nas perceptible-. Pero es dulce oírte estas pala-

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bras, mi vida, oírlas de ti, que eres tan fuerte ypuedes ayudarme. Ya no seré una niña, sinouna mujer y una ayuda para ti. ¡Escucha! Dameel sitar, y cantaré con valor lo mejor que pueda.

Cogió el sitar incrustado de plata y comenzóuna canción que contaba la historia del granhéroe el rajá Rasalu. La mano cayó inerte sobrelas cuerdas, la melodía, contenida, se apagó y,al sonar una nota baja, se convirtió en la pobrecancioncilla de cuna del cuervo perverso:

¡Oh, cuervo, vete, cuervoEl niño duerme tranquilo,y las ciruelas silvestres en la selva crecen,sólo a un penique la libra,sólo a un penique la libra, baba,sólo a un penique la libra.

Entonces llegaron las lágrimas, y la inútilrebelión contra el destino, hasta que se durmió,gimiendo apenas en su sueño, con el brazo de-recho apartado del cuerpo, como si quisiera

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proteger algo que ya no estaba allí. Fue despuésde esa noche cuando la vida se volvió un pocomás fácil para Holden. El dolor perpetuo de lapérdida le llevó a sumergirse en su trabajo, y eltrabajo le compensó ocupándole la mente nue-ve o diez horas al día. Ameera permanecía solaen la casa, rumiando su dolor, pero se serenó,cuando comprendió que Holden había vueltoen parte a ser el mismo de antes. A menudo lafelicidad de las mujeres es por reflejo, y los dostocaron de nuevo la felicidad, pero esta vez concautela.

-Tota ha muerto porque le amábamosdemasiado. Los celos de Dios cayeron sobrenosotros -decía Ameera-. He colgado una granjarra negra junto a la ventana para apartar denosotros el mal de ojo, y no debemos declararmás nuestro gozo, sino proceder en silencio y ala sombra bajo las estrellas, en caso contrarioDios volverá a fijarse en nosotros. ¿Acaso nodigo bien, tú que para mí no eres nada?

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Ameera había puesto el acento en la pala-bra que significa "todo", haciéndola significar"nada", en prueba de la sinceridad de su empe-ño. Pero el beso que selló la nueva denomina-ción era algo que podía suscitar la envidia decualquier deidad. Desde aquel momento enadelante continuaron diciendo: "No está bien,no está bien"; esperaban que todas las PotenciasCelestiales les oyeran.

Las Potencias estaban ocupadas en otrascosas. Habían concedido que treinta millonesde personas gozaran de cuatro años de abun-dancia, gracias a la cual los hombres pudieronllenarse la barriga y contar sus cosechas; losnacimientos aumentaron año tras año y los in-formes de los distritos contaban que una pobla-ción, cuyo único recurso era la agricultura, cre-cía con una densidad que variaba de novecien-tos a dos mil habitantes por milla cuadrada enunas tierras superpobladas; y el diputado porLower Tooting, que se paseaba por India conchistera y levita, hablaba con libertad de las

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ventajas del dominio británico, y sugería, comoúnica reforma necesaria, el establecimiento deun sistema electoral adecuado a la condicióndel país con la extensión general del derecho devoto. Sus sufridos anfitriones sonreían y le da-ban la bienvenida, y cuando él se detuvo paraadmirar, con palabras bellas y escogidas, lasflores rojo-sangre del árbol del dhak, que sehabían abierto fuera de época como signo de loque habría de venir, ellos sonrieron todavíamás.

Fue el delegado del Gobierno en Kot-Kumharsen, que se alojó en el Club por unanoche, quien relató, con ligereza, una historiade la que Holden captó el final, y que le heló lasangre.

-Ya no molestará a nadie jamás. Nunca hevisto a un hombre tan estúpido en mi vida. PorJúpiter, por un instante creí que iba a plantearuna interpelación en el Parlamento por ese te-ma. Un compañero de viaje... ambos en el mis-mo barco... comía en una mesa cerca de la su-

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ya... cayó al suelo por el cólera y murió en die-ciocho horas. No os riais, amigos. El diputadopor Lower Tooting se ha enfadado mucho, hacogido miedo. Creo que su yo iluminado se iráde India.

-No sé qué daría para que él cogiera el có-lera. Eso mantendría dentro de su propia pa-rroquia a los que, como él, parecen miembrosde la junta parroquial. ¿Pero qué es esto delcólera? Es demasiado pronto para que se pro-duzcan estas epidemias --dijo el encargado deunas salinas poco rentables.

-No lo sé -dijo pensativo el delegado delGobierno-. En nuestros territorios hay langos-tas. Hay casos esporádicos de cólera en todo elnorte, decimos esporádicos para no crear alar-ma. Las recolecciones de primavera han sidoescasas en cinco distritos, y al parecer nadiesabe decir dónde se ha ido la estación de laslluvias. Ya casi estamos en marzo. No quieroasustar a nadie, pero me parece que la natura-

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leza va a revisar sus cuentas con un gran lápizrojo este verano.

-Justo ahora que quería ir de permiso! -dijo una voz desde el otro lado de la habitación.

-No habrá muchos permisos este año, pe-ro sí una buena cantidad de promociones. Hevenido para convencer al Gobierno de queponga mi canal (mi idea fija, ¡ya sabéis!) en lalista de los trabajos contra la carestía. Soplanmalos vientos, precursores de males peores. Porfin veré la construcción de ese canal.

-¿Una vez más la misma música -dijoHolden-, carestía, fiebre y cólera?

-Oh, no. Sólo dificultades a nivel local yuna adaptación inadecuada a las enfermedadesestacionales. Así lo encontrarás en los docu-mentos oficiales, si vives hasta el próximo año.De todas formas, tú eres un afortunado. Tú notienes una esposa a la que debas alejar del peli-gro. Las poblaciones de la montaña estaránllenas de mujeres este año.

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-Me parece que exageras las habladuríasde los bazares -dijo un joven civil que trabajabaen el Secretariado-. He observado...

-Lo habrás hecho --dijo el delegado delGobierno-, pero, hijo mío, tienes que observarmuchas cosas más. Mientras tanto, yo quisierahacerte una observación a ti... -y se lo llevóaparte para hablar de la construcción del canal,que era tan preciado para él. Holden volvió asu bungalow y comenzó a comprender que noestaba solo en el mundo y que también estabapreocupado por otra persona: la ansiedad másgratificante para el corazón que conoce al hom-bre.

Dos meses después, como presagiara el

delegado, la naturaleza comenzó a revisar sus

cuentas con un lápiz rojo. Inmediatamente des-

pués de la siega de primavera llegó un clamor

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que pedía pan, y el Gobierno, que había decre-

tado que nadie debía morir de hambre, envió

cereales. Luego llegó el cólera desde los cuatro

puntos cardinales. Estalló entre medio millón

de peregrinos llegados a un templo sagrado.

Muchos murieron a los pies de su dios; los de-

más sintieron pánico y huyeron hacia todos los

rincones del país, llevando consigo la peste. Se

abatió sobre una ciudad amurallada, donde

morían doscientas personas al día. La gente

asaltaba los trenes, colgándose de las platafor-

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mas, acuclillándose en los techos de los va-

gones, y el cólera seguía a la muchedumbre,

pues en cada estación sacaban a rastras muer-

tos y moribundos. Morían a la orilla de las ca-

rreteras, y los caballos de los ingleses se enca-

britaban al ver los cadáveres entre la hierba. No

llovía, y la costra de la tierra se hizo de acero

por miedo a que el hombre escapara a la muer-

te, escondiéndose en sus entrañas. Los ingleses

mandaron a sus mujeres a las montañas y si-

guieron trabajando en primera línea de comba-

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te, presentándose cuando les convocaban para

tapar las brechas de la línea de batalla. Holden,

atormentado por la idea de perder el tesoro

más preciado que poseía sobre la tierra, había

hecho todo lo posible para persuadir a Ameera

de que debía marcharse con su madre al Hima-

laya.

-¿Por qué tengo que ir? -preguntó ella unanoche, en la azotea.

-Porque hay peste, y la gente se muere:todas las mem-log blancas se han ido lejos.

-¿Todas? -Todas, tal vez con excepción de alguna

cabezota que hace la vida imposible a su mari-do, corriendo peligro de muerte.

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-No digas eso. La que se ha quedado esmi hermana, y tú no debes insultarla, porquetambién yo seré una cabezota. Me alegro deque todas las descaradas mem-log se hayanmarchado.

-¿Hablo con una mujer o con una niña?

Vete a las montañas y yo me ocuparé de que

vayas como la hija de una reina. ¡Piénsalo, pe-

queña mía! En un carro lacado de rojo, tirado

por un buey azul, con velos y cortinas, con pa-

vos de latón en la vara y colgaduras rojas. En-

viaré a dos asistentes para que te escolten y...

-¡Basta! Tú eres un niño cuando hablasasí. ¿De qué me valdrían todas esas chucherías?El pequeño habría acariciado a los animales y

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jugado con los arreos y adornos. Por amor deél, quizá... tú has hecho de mí una inglesa...habría podido irme... Ahora no. Deja que semarchen las mem-log.

-Sus maridos las mandan marchar, queri-da.

-Bien dicho. ¿Desde cuándo eres mi ma-rido para decirme lo que

tengo que hacer? Sólo te he dado un hijo. Túeres el único deseo de mi alma. Todo lo que yoquiero. ¿Cómo podría partir cuando sé que si tepasase algo malo, aunque no fuese mayor quela uña de mi meñique -¿verdad que es peque-ña?-, yo lo sabría aunque estuviera en el paraí-so? Y aquí, este verano, tú puedes morir, ¡ay,janee [tesoro], morir! Y cuando estés moribundopodrían pedir a una mujer blanca que te atien-da, y ella me robaría al fin tu amor.

-¡Pero el amor no nace en un instante o enel lecho de muerte!

-¿Qué sabes tú de amor, tú que tienes elcorazón de piedra? Al menos ella recibiría tus

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palabras de agradecimiento y, por Dios, por elProfeta y por Beebee Miriam, la madre de tu Pro-feta, no podría soportarlo. Señor mío y amormío, olvidemos de una vez por todas esos dis-cursos estúpidos de que me vaya. Donde túestés, estaré yo. No hay más que añadir -le pu-so un brazo alrededor del cuello y una mano enla boca.

Hay pocos momentos de felicidad tan

completa como los que se arrancan furtivamen-

te al destino, bajo la sombra amenazadora de la

espada. Estaban sentados uno junto a otro y se

llamaban uno a otro, sin ningún empacho, con

los nombres más afectuosos que conocían, pro-

vocando la ira de los dioses. La ciudad, a sus

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pies, estaba encerrada en sus propios tormen-

tos. Llamaradas sulfúricas ardían en las calles;

en los templos hindúes, las cúpulas chillaban y

rugían, porque en esos días los dioses no escu-

chaban las palabras de los hombres. Hubo un

servicio en la gran mezquita musulmana, y la

llamada a la oración resonaba sin cesar desde

los minaretes. Oían los lamentos que llegaban

desde las casas de los muertos y, una vez, el

grito de una madre que había perdido a un hijo

e invocaba que se le devolviese. En cada ama-

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necer gris veían a los muertos, llevados fuera

de las puertas de la ciudad, cada litera acom-

pañada por su propio pequeño grupo de plañi-

deras. Ante aquello, se besaron estremecidos.

Fue una revisión de cuentas roja y pesa-da, porque la tierra estaba muy enferma y teníanecesidad de respirar un poco antes de que eltorrente de vida fácil volviese a fluir. Los hijosde padres inmaduros y madres no desarrolla-das no opusieron resistencia. Estaban amedren-tados e inmóviles, aguardando que la espadavolviese a la vaina en noviembre, si así era lavoluntad de Dios. Hubo bajas entre los ingle-ses, pero fueron cubiertas. Los trabajos de con-trolar el reparto de alimentos, de atender losrefugios para enfermos, de distribuir medicinasy de prestar las pocas prevenciones higiénicas

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posibles siguió adelante, porque tales eran lasórdenes.

Holden había recibido orden de estarpreparado para sustituir, en otra zona, alpróximo hombre que cayese. Cada día, durantedoce horas, no podía ver a Ameera, y ella podíamorir en tres. Se preguntaba qué terrible dolorhubiese sentido si no la hubiese podido ver entres meses, o si ella muriese lejos de su vista.Estaba absolutamente seguro de que su muerteestaba escrita. Tan seguro que, cuando levantóla mirada del telegrama y vio a Pir Khan sinaliento en el umbral, soltó una carcajada.

-¿Y? -dijo. -Cuando se oye un grito en la noche y el

espíritu se agita inquieto en la garganta, ¿quiéntiene un hechizo que sea capaz de curar? ¡Vendeprisa, Hijo del Cielo! Es cólera negro.

Holden montó a caballo y fue a su casa. Elcielo estaba cargado de nubes porque las llu-vias, tanto tiempo esperadas, estaban cercanas,

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y el calor era sofocante. La madre de Ameera leesperaba en el patio, sollozando.

-Se está muriendo. Se abandona a los bra-zos de la muerte. Está casi muerta. ¿Qué he dehacer, sabib? Ameera yacía en la habitación enque había nacido Tota. No hizo ninguna señalde reconocimiento cuando entró Holden, por-que el alma humana es una criatura muy solita-ria y, cuando va a marcharse, se oculta a símisma en una tierra de bruma fronteriza entrela vida y la muerte, a la que los vivos no pue-den acceder. El cólera negro hace su trabajo concalma y sin explicaciones. Ameera iba a serprivada de la vida, como si el Ángel de laMuerte hubiese posado su mano sobre su cabe-za. La respiración agitada parecía probar queella tenía miedo a morir o que sufría, pero nilos ojos ni la boca daban respuesta a los besosde Holden. Nada se podía decir ni hacer. Hol-den sólo podía esperar y sufrir. Las primerasgotas de lluvia comenzaron a caer sobre el te-

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cho y él oyó los gritos de alegría en la ciudadcastigada por la sed.

Ameera volvió un poco en sí y los labios

se movieron. Holden se inclinó para oír.

-No guardes ningún recuerdo mío -dijoAmeera-. No cortes un mechón de mi pelo. Ellate obligaría a quemarlo más adelante. Yo senti-ría esa llama. ¡Acércate! ¡Acércate más! Recuer-da sólo que he sido tuya y te di un hijo. Aunquete casaras con una mujer blanca, el placer dehaber recibido en tus brazos a su primer hijo leha sido arrebatado. Recuérdame cuando nazcatu hijo, el que llevará tu nombre ante todos.¡Caigan sobre mi cabeza todas las adversida-des! Doy testimonio..., doy testimonio -los la-bios formaban las palabras en el oído de Hol-den-de que no existe más Dios que tú, amado.

Y murió. Holden se quedó inmóvil, yhuyó de él todo pensamiento..., hasta que oyóque la madre de Ameera corría la cortina.

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-¿Ha muerto, sahib? -Ha muerto. -Ahora lloraré y después haré un inventa-

rio de los muebles de esta casa. Porque todoserá mío. ¿El Sabih piensa quedarse con ella? Esmuy pequeña, muy pequeña, sahib, y yo soyuna mujer vieja. Me gustaría tener donde des-cansar con comodidad.

-Por el amor de Dios, calla un momento.Sal y llora donde yo no pueda oírte.

-Sahib, la enterrarán dentro de cuatrohoras.

-Conozco la costumbre. Me marcharé an-tes de que se la lleven. Ese asunto queda en tusmanos. Ocúpate de que esa cama sobre laque..., sobre la que yace ella...

-¡Ah, la bonita cama lacada de rojo! Hacemucho que deseo...

-Que esa cama quede aquí a mi disposi-ción y que nadie la toque. Todo lo demás quehay en la casa es tuyo. Alquila un carro, llévate

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todo, vete de aquí, y antes de que despunte elnuevo día, pero procura no llevarte la cama.

-Soy una vieja. Quisiera quedarme al me-nos durante los días de luto, y apenas ha empe-zado la estación de las lluvias. ¿Adónde iré?

-¡No me importa! Mi orden es que en casano quede nadie. Lo que hay en la casa vale milrupias y mi asistente te traerá trescientas estanoche.

-Eso es muy poco. Piensa en el alquilerdel carro.

-No tendrás nada si no te marchas, y rá-pidamente. ¡Mujer, sal de aquí y déjame con mimuerta! La madre se arrastró escaleras abajo y,en su ansiedad por saber cuánto era lo que lequedaba, olvidó llorar a la hija.

Holden permaneció junto a Ameera, y lalluvia caía haciendo ruido en el tejado. No po-día ordenar los pensamientos por el ruido, aun-que se esforzó por hacerlo. Después, cuatrofantasmas blancos se deslizaron chorreandoagua en la habitación, y le observaron a través

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de sus velos. Eran las que lavaban a los muer-tos. Holden abandonó la habitación y fue enbusca de su caballo. Cuando pocas horas anteshabía llegado, sus pies se habían hundido en elpolvo hasta los tobillos y el aire sofocante sehabía parado. Ahora el patio era una charcaazotada por la lluvia, llena de sapos; un torren-te de agua amarillenta corría por debajo de lapuerta, y un viento rugiente empujaba la lluviacontra las paredes de tierra, como ráfagas dis-paradas con perdigones de caza. Pir Khan esta-ba temblando en su pequeña caseta junto alpórtico, y el caballo piafaba,

incómodo, en medio del agua. -Me han comunicado la orden del sabib -

dijo Pir Khan-. Está bien. Esta casa está desola-da ahora. También yo me iré, porque mi carade mono sería un recuerdo de lo que ha sido.Con respecto a la cama, yo la llevaré a tu casamañana por la mañana. Pero recuerda, sahib,será para ti un cuchillo que se mueve en unaherida fresca. Haré un peregrinaje, y no quiero

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dinero. He prosperado bajo la protección de laPresencia, cuyo dolor es mi dolor. Por últimavez te sostengo el estribo.

Tocó el pie de Holden con las dos manos,y el caballo saltó a la calle, donde los bambúesrechinaban, azotando el cielo, y todos los saposparecían reír. Holden no podía ver por la lluviaque le tapaba la cara. Se llevó las manos a losojos y murmuró:

-¡Oh, criatura insensible! ¡Totalmente in-sensible! La noticia de su desgracia había llega-do ya a su bungalow. Lo leyó en los ojos de sumayordomo, cuando Ahmed Khan le llevó lacomida y, por primera y última vez en su vida,puso una mano sobre el hombro de su amodiciendo:

-Come, sahib, come. La comida vale paraaliviar el dolor. Yo también lo he conocido.Además, las sombras vienen y se van, sahib, lassombras vienen y se van. Son huevos al curry.

Holden no pudo comer ni dormir. Aque-lla noche el cielo envió veinte centímetros de

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lluvia, y arrastró la tierra hasta dejarla limpia.Las aguas echaron abajo los muros, destruye-ron o interrumpieron carreteras y pusieron aldescubierto las tumbas poco profundas delcementerio musulmán. Durante todo el día si-guiente llovió, y Holden, sentado en su casa,estaba absorto en su dolor. A la mañana deltercer día recibió un lacónico telegrama: "Ric-ketts, Myndonie. Moribundo. Holden sustituto.Inmediatamente". Entonces pensó que antes departir quería echar una mirada a la casa en laque había sido amo y señor. Cesó de llover y latierra fecundada exhalaba densas volutas devapor.

Observó que las lluvias habían derribadolos pilares de barro de la entrada, y el pesadopórtico de madera que se había mantenido enpie colgaba, sin protección, apoyado en un solopunto. Había una hierba

de tres pulgadas de altura en el patio; el re-fugio de Pir Khan estaba vacío y la paja empa-pada pendía entre las vigas. Una ardilla gris se

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había apropiado de la galería, como si la casano hubiese tenido inquilinos durante treintaaños en lugar de durante tres días. La madre deAmeera se había llevado todo, a excepción dealguna alfombra mohosa. El único sonido quese percibía era el tic-tic de pequeños escorpio-nes que corrían por el suelo. El cuarto deAmeera y el otro, en que Tota había vivido,estaban llenos de moho, y la estrecha escaleraque subía a la azotea estaba sucia por el barrotraído por la lluvia. Holden vio todo aquello,salió y se encontró en la calle con Durga Dass,el propietario: majestuoso, afable, vestido demuselina blanca, en un carro descubierto.Había venido a inspeccionar su propiedad paraver qué tal habían aguantado los techos el ím-petu de las primeras lluvias.

-Me han dicho, sahib -dijo-, que dejáis es-to. -¿Qué pensáis hacer?

-Tal vez vuelva a alquilarla. -Entonces la mantendré mientras esté fue-

ra.

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Durga Dass permaneció en silencio porunos momentos.

-No debéis conservarla, sahib -dijo-.Cuando era joven yo también..., pero hoy soyun miembro del ayuntamiento. ¡Oh! ¡Oh! No.¿Para qué conservar el nido cuando los pájaroshan volado? Mandaré derribarla. Por la maderasiempre te dan algo. Será derribada, y el ayun-tamiento abrirá una calle por el medio, porqueeso es lo que quieren, desde el crematorio hastala muralla de la ciudad, y ningún hombre po-drá decir que aquí había una casa.

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LA CASA DE LOSDESEOS

La nueva Delegada de la iglesia se acaba-ba de marchar, después de una visita de veinteminutos. Durante ese tiempo, la señora Ash-croft había utilizado el inglés propio de unavieja cocinera, con experiencia y jubilada, quehabía visto la vida de Londres. Por lo tanto es-taba bien preparada para volver a deslizarse enlos pulidos, antiguos localismos de Sussex (lastes suavizándose en des, como si se entibiaran),cuando el autobús trajo a la señora Fettley, quese había desplazado treinta millas para hacerleuna visita ese agradable sábado de marzo. Lasdos habían sido amigas desde la infancia, peroen los últimos años el destino había separadosus encuentros con largos intervalos.

Se tenían que decir muchas cosas y des-enredar muchas otras,

pendientes desde la última vez, antes de quela señora Fettley, con su bolsa de retales para

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coser, se sentara bajo la ventana que dominabael jardín y el campo de fútbol del valle, alláabajo.

-La mayoría de la gente va a Bush Tye pa-ra ver el partido -explicó-, así que en las últimascinco millas no me he podido, sentar. En eseautobús me han zarandeado de un lado paraotro.

-No te pasó nada -dijo la anfitriona-. Note quiebras con la edad, Liz.

La señora Fettley se rió entre dientes y com-binó dos retales a su gusto.

-No, pues ya me habría quebrado haceveinte años. ¿Te acuerdas cuando se decía queestaba llenita? La señora Ashcroft sacudió lacabeza lentamente -ella nunca se apuraba- ysiguió cosiendo un forro de arpillera en un ces-to de mimbre, destinado a útiles de costura. Laseñora Fettley colocó más retales a la luz pri-maveral que se filtraba a través de los geraniosdel alféizar de la ventana, y ambas permanecie-ron en silencio durante un rato.

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-¿Cómo es tu nueva Delegada en las visi-tas? - preguntó la señora Fettley con un movi-miento de cabeza hacia la puerta. Por culpa desu miopía había estado a punto de chocarse conla dama al entrar.

La señora Ashcroft dejó suspendida lagran aguja colchonera en el aire, antes de coserun punto que parecía una puñalada.

-Aparte de que todavía es pronto paraemitir un juicio, no tengo mucho que decir co-ntra ella.

-La que tenemos en Keyneslade -dijo laseñora Fettley- tiene la boca llena de palabrasedificantes, pero no te deja meter baza. Puedesquedarte con tus pensamientos mientras ellasigue charlando.

-Ésta no es de las que charlan. Parece unade esas monjas de la Iglesia Alta. (Rama de laIglesia anglicana)

-La nuestra está casada, pero, por lo quese dice, no le supo sacar partido al asunto... -laseñora Fettley adelantó su barbilla aguda-.

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¡Dios mío! ¡Esos malditos querubines muevenlos huesos del lugar!

La casa de campo, rodeada de muros re-vestidos de azulejos, se estremeció al paso dedos autobuses de cuarenta plazas, alquiladosespecialmente para ir a ver el partido de BushTye; un autobús del servicio regular, lleno degente que se acercaba a la capital del condadodonde los viajeros hacían sus compras, echabahumo por detrás de aquellos; mientras tanto, deuna de las tabernas abarrotadas, un cuarto ve-hículo salió para unirse a la procesión y engro-sar la corriente del tránsito de larga distanciaque iba a divertirse.

-Tienes la lengua tan suelta como siem-pre, Liz - observó la señora Ashcroft.

-Sólo cuando estoy contigo. De lo contra-rio, soy la abuelita, de pies a cabeza. Apuestoque es para uno de tus nietos.

-Es para Arthur, el hijo mayor de Jane. -¿No está trabajando todavía? ¿No? -No. Esta cesta es para picnic.

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-Te contentas con poco. Willie viene todoslos días a pedirme dinero para esas antenas quepone la gente en el jardín, para oír la música deLondres. Yo se lo doy..., ¡qué tonta soy!

-Y él se olvida de darte el beso de agrade-cimiento, ¿no? -la irónica sonrisa de la señoraAshcroft parecía calar adentro.

-Sí. ¡Qué diferencia entre los muchachosde ahora y los de hace cuarenta años! Cogentodo sin dar nada... ¡Y nosotras tenemos queaguantar! ¡Qué pobres tontas! ¡Willie me pidecada vez tres chelines!

-Hoy la gente no mira el dinero -dijo laseñora Ashcroft.

-Y la semana pasada -prosiguió la amiga-,mi hija le encargó un cuarto de libra de carne alcarnicero y después se la devolvió para que sela picase: dijo que no iba a molestarse ella enpicarla.

-Apuesto a que se lo cobró. -De eso puedes estar segura. Ella me dijo

que esa tarde, en el Instituto, había un torneo

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de whist (juego de cartas) y que no podía picarla carne.

-¡Fíjate!

La señora Ashcroft dio las últimas punta-das al forro de la cesta. Apenas terminado, sunieto de dieciséis años, con una chica que leesperaba, cruzó con rapidez el jardín gritandofurioso si estaba lista la cesta, la agarró y se fuesin dar las gracias. La señora Fettley lo miróatentamente, con una mirada miope.

-Se van de picnic a algún sitio -explicó laseñora Ashcroft.

-¡Ah! -dijo la otra apretando los ojos--Apuesto a que es el tipo que no tiene contem-placiones con quien se cruza en su camino. Pe-ro ¿a quién me recuerda así, de repente?

-Deben pensar en ellos, como hacíamosnosotras -la señora Ashcroft empezó a prepararel té.

-Seguro que tú lo has hecho, Gracie -dijola señora Fettley.

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-¿Qué te está pasando por la cabeza? -No sé... Pero me viene a la memoria aho-

ra, así, de golpe..., lo de esa mujer de Rye... Seme escapa el nombre... ¿No era Barnsley?

-Batten, Polly Batten, es en quien estáspensando.

-Eso es... Polly Batten. Aquel día que vinocon una horca... Estábamos

todos segando la hierba, en Smalldene...porque le habías robado al

marido. -Pero tú me oíste decirle que tenía mi

permiso para quedarse con él.-La voz y la sonrisa de la señora Ashcroft

fueron más suaves que nunca. -Sí, claro que te oí... Y todos estábamos

esperando que te metiera la horca entre las te-tas, cuando le dijiste eso.

-¡Nooo! Ella nunca iba más allá de las pa-labras; gritaba mucho para tener ganas de pasara los hechos.

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-A mí me parece -dijo la señora Fettleydespués de una pausa- que un hombre entredos mujeres que se lo disputan es la cosa másridícula del mundo. Como un perro al que lla-man a la vez dos personas.

-Puede ser. ¿Pero qué te hizo recordaresos tiempos, Liz?

-La forma en que ese chico mueve la ca-beza y los brazos. No me había fijado en él des-de que era pequeño. Jane no me había dadonunca esa impresión, ¡pero.... él! ¡Si es el mismoJim Batten y su forma de moverse; como sihubiese vuelto a la vida!..., ¿no?

-¡Quizá! Hay gente que se habría dadocuenta en seguida, ya que ellos son estériles.

-¡Vaya! ¡Ah, bueno! ¡Pobre de mí, pobrede mí! Jim Batten ha muerto hace...

-Veintisiete años -respondió la señoraAshcroft brevemente-. ¿Te quedas a tomar el té,Liz?

La señora Fettley se quedó: había tostadascon mantequilla, pan de pasas, el té recién

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hecho, amargo como cuero, algunas peras case-ras en almíbar y rabo de cerdo frío y cocidopara pasar las galletas. Hizo los debidos hono-res a todo.

-Sí. No he negado nunca nada a mi barri-ga -dijo la señora Ashcroft pensativamente-.Vivimos esta vida sólo una vez.

-¿Pero no te sientes pesada a veces? -sugirió la amiga.

-La enfermera siempre me dice que esmás probable que me muera de una indigestiónque de la pierna -porque la señora Ashcrofttenía desde mucho tiempo atrás una úlceracrónica en la pantorrilla, que necesitaba unaatención regular de la enfermera del pueblo,que se preciaba (o bien otros lo hacían por ella)de haberla curado ciento tres veces ya, duranteel ejercicio de su actividad.

-¡Y tú, que estabas tan bien! Es como sitodo te llegara antes del tiempo. Yo lo puedodecir, que te he visto siempre. -La señora Fet-tley habló con afecto sincero.

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-Algo te pasará antes o después. Pero micorazón funciona -replicó la señora Ashcroft.

-Tú siempre tuviste un corazón suficien-temente fuerte para tres

personas. Es algo que vale la pena recordaral final del camino.

-Reconozco que tú también tienes cosasque vale la pena recordar -fue la respuesta de-la señora Ashcroft.

-Ya lo sabes. Pero yo no pienso mucho,que digamos, en eso, como no sea que esté con-tigo, Gracie. Para hacer fuego se necesitan dospalitos.

La señora Fettley observaba, con la bocaabierta a medias, el bonito calendario del ten-dero, colgado en la pared. La casa de campovolvió a estremecerse con el estrépito del tránsi-to, y el campo de fútbol, abarrotado, allá, pordebajo del jardín, rugió estrepitosamente: elpueblo estaba bien metido en las diversionesdel sábado.

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La señora Fettley había hablado con granprecisión durante un rato, sin pararse, antes deenjugar sus ojos. -Y -concluyó- me leyeron esaesquela del diario el mes pasado. Claro quenada de eso puede interesarme..., porque, entreotras cuestiones, no lo había visto en todos es-tos años. Desde luego que yo no podía decir nidemostrar nada. Tampoco tengo ningún dere-cho a ir a Eastbourne a ver su tumba. Estuvepensando cómo hacer una escapada hasta allá,en el autobús, algún día; pero en casa me harí-an más preguntas de las que puedo soportar.Así que ni eso tengo para consolarme.

-¿Pero no tuviste tus satisfacciones? -¡Por Diosss! ¡Sííí! En estos cuatro años es-

tuvo trabajando en el ferrocarril, cerca de casa.Y los otros maquinistas también le hicieron unbuen entierro.

-Así que no tienes nada de qué quejarte.¿Otra taza de té?

La luz y el aire habían cambiado un pococon la caída del sol y las dos viejecitas cerraron

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la puerta de la cocina para protegerse del frescode la noche. Una pareja de grajos gritaban y seperseguían por entre los frutales sin hojas deljardín. Esta vez tenía la palabra la señora Ash-croft, con los codos sobre la mesa y su piernaenferma apoyada en una banqueta...

-¡No me lo había imaginado! ¿Pero quédijo tu marido? -preguntó la señora Fettleycuando se detuvo la voz profunda de la señoraAshcroft.

-Dijo que yo podía ir adonde quisiera, porlo que le tocaba. Pero, cuando lo vi tan enfer-mo, le dije que lo cuidaría. Él sabía que yo noiba a aprovecharme de él en aquel estado. Duróocho o nueve semanas. Después le dio una es-pecie de ataque y se quedó como una piedravarios días. Después se levantó en la cama y medice: "Reza que ningún hombre te trate como túlo has tratado a uno". "¿Y tú?", le digo yo, por-que tú sabes, Liz, lo vagabundo que fue. "Esovale para los dos", me dice, "pero yo veo lascosas claras, porque me estoy muriendo, y sé lo

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que te espera". Se murió un domingo y lo ente-rraron un jueves... Y sin embargo hice muchosméritos allí, entonces, aunque sólo lo hicieseuna vez.

-Nunca me habías dicho eso antes -seaventuró la señora Fettley.

-Te pago lo que acabas de contar ahora.Cuando él murió, escribí a la señora Marshall aLondres diciéndole que era completamentelibre... Ella fue la que me dio aquel primer tra-bajo de ayudante de cocina... ¡Dios mío, cuántosaños han pasado! Ella estaba muy contentaconmigo, y la familia lo pasaba bien en aquellaépoca, y yo sabía cómo comportarme con ellos.¿Te acuerdas, Liz? Yo solía ir a servirlos decuando en cuando, y duró muchos años, cuan-do necesitaba dinero, o... o mi marido estabalejos de casa... según las circunstancias.

-¿No se pasó seis meses en Chichester oestoy equivocada? -susurró la señora Fettley-.Nunca llegamos a saber bien qué pasó.

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-Podría haber llegado a más, pero esehombre no se moría.

-¿No tenías algo que ver tú, Gracie? -¡No! Esa vez fui la esposa de mi marido.

Y así, después que murió mi marido, volví a lacasa de los Marshall, como cocinera, para ponermis pies otra vez bajo la mesa de una casa de-cente y para que me llamaran con un título. Eseaño tú te fuiste a Portsmouth.

-A Cosham -corrigió la señora Fettley-.Estaban construyendo bastante. Mi marido fueprimero, alquiló una habitación y después fuiyo.

-Bueno, estuve casi un año seguido enLondres, cuatro comidas al día y una vida tran-quila. Después, hacia el otoño, los dos se fueronde viaje, creo, a Francia; me seguían pagando,porque no podían arreglarse sin mí. Puse lacasa en condiciones para el casero y después diun salto hasta aquí, a casa de mi hermana Bes-sie..., con el dinero de mi paga en el bolsillo, ytodos muy contentos al verme llegar.

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-Sería cuando yo ya estaba en Cosham -elijo la señora Fettley.

-Tú sabes, Liz, que entonces la gente no sedaba aquellos aires de grandeza por cuatrocéntimos, y que no había cines ni torneos dewhist. Un hombre o una mujer tenían que aga-rrarse a cualquier trabajo que supusiera ganarun chelín, ¿no es verdad? Yo estaba muy débildespués de estar en Londres, y pensé que unpoco de aire fresco me vendría bien. Así queme fui a Smalldene, a echar una mano en lacosecha de la patata temprana, arrancandohierbas y cosas así. Se habrían burlado muchí-simo de mí los de mi cocina de Londres si mehubiesen visto con botas de hombre y las faldasremangadas.

-¿Te asentó bien? -preguntó la señora Fet-tley.

-No había ido por eso. Tú sabes tan biencomo yo que nada te pasa hasta que te ha suce-dido. La cabeza, antes de avisarte del caminoen que te has metido, espera que llegues al fi-

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nal. Sólo una vez que lo hemos hecho tenemosuna visión precisa de cómo nos estamos com-portando.

-¿Y quién era? -`Arry Mockler-la cara de la señora Ash-

croft se contrajo por el dolor que le producía supierna enferma.

La señora Fettley tragó saliva. -¿'Arry? ¡El hijo de Bert Mockler! ¡Y yo

que nunca me percaté! La señora Ashcroft asintió con la cabeza. -Y me dije a mí misma (y me lo creí) que

necesitaba trabajar en el campo. -¿Qué sacaste de eso? -Lo normal. Al principio todo iba de ma-

ravilla..., y después peor que nunca. Un día queestábamos quemando los desechos, nos dimoscuenta de cómo estaban las cosas... entre noso-tros. No había que quemar aquello, y se lo dije."¡No!", me dijo. "Cuanto antes me quite de en-cima esta porquería, mejor". Y cuando decíaesto, tenía la cara más dura que el cemento.

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Después pensé que había encontrado a mi due-ño, cosa que nunca me había pasado. Más biensiempre los había manejado yo.

-¡Sí! ¡Sí! O los dominas tú o te dominanellos - suspiró la amiga-. A mí me gusta comose lleva.

-A mí no, pero a `Arry sí... No muchodespués tuve que volver a Londres. ¡No podía!¡Simplemente no podía! Un lunes por la maña-na me tiré un montón de agua hirviendo de lacaldera encima de la mano y el brazo izquierdo.Y tuve que quedarme allí otros quince días.

-¿Valía la pena? -dijo la señora Fettley mi-rando la cicatriz plateada sobre el antebrazoarrugado.

La señora Ashcroft asintió. -Después de eso lo arreglamos entre los

dos para que él pudiera ir a Londres a trabajaren una caballeriza, de las finas, no lejos dedonde me encontraba yo. Lo consiguió, yo meencargué de eso. No hubo comentarios en nin-guna arte. Ni su madre sospechó cómo estaban

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las cosas. El simplemente se fue a Londres y allípasamos aquel invierno, a menos de mediamilla uno de otro.

-Pagabas el alojamiento y todo lo demás -comentó la señora Fettley convencida.

Una vez más la señora Ashcroft asintiócon la cabeza.

-Había pocas cosas que no estuviera dis-puesta a hacer por él. Era mi dueño y... ¡Ay,Dios me ayude, cuánto nos reíamos paseandojuntos por las calles empedradas, por la noche,y con los callos reventándose en los zapatos!Nunca había estado antes así. ¡Ni él! ¡Ni él!

La señora Fettley cloqueó con tono desimpática comprensión

-¿Y cuándo llegó el final? -preguntó. -Cuando devolvió todo el dinero que me

había gastado con él, hasta el último penique.Entonces supe, pero no quería reconocerlo."Has sido condenadamente amable conmigo",me dice. "¡Amable!", le dije. "¿Entre nosotros?"Pero siguió todo el tiempo diciéndome lo buena

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que había sido y que jamás olvidaría aquello entoda su vida. Alejé de mí esta idea durante tresnoches, porque no quería creerlo. Entonces mehabló de que no estaba satisfecho de su trabajoen las caballerizas, de que los hombres le hací-an trampas y todas esas mentiras que un hom-bre dice cuando te va a dejar. Yo lo escuchéhasta el final, sin cortarlo ni animarlo. Despuésagarré un prendedor que me había regalado yle dije: "Con esto ya basta. Yo no te estoy pi-diendo nada." Di media vuelta y me fui con missufrimientos. Y él no intentó empeorarlo. Des-pués de aquello no apareció más, ni me escri-bió. Se marchó y se volvió a casa, al lado de sumadre.

-¿Y cuántas veces deseaste que volviera? -preguntó la señora Fettley despiadadamente.

-Más de una vez... ¡Más de una vez! Ca-minando por esas calles por las que solíamospasear, pensaba que los mismos adoquines seponían a gritar debajo de mis pies.

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-Así es -dijo la señora Fettley-. No sé porqué, pero no hay nada que te haga sentir peor.¿Hubo algo más después?

-Pues sí. Eso es lo raro, Liz, si es que pue-des creerlo.

-Claro que te creo. Apuesto a que ahoraestás más lejos de mentir que en todo el restode tu vida, Gracie.

-Sí... Y sufrí, como no se lo deseo al peorde mis enemigos. ¡En el nombre de Dios!¡Aquella primavera pasé un auténtico infierno!En parte fue por culpa de mis dolores de cabe-za, tan fuertes como nunca los había tenido enmi vida. ¡Imagíname a mí con dolor de cabeza!Pero estoy contenta de que me doliera: no medejaba pensar...

-Es como un dolor de muelas -comentó laseñora Fettley-. Puede hacerte reventar, hastaque el dolor se te mete bien dentro y después...,ya no queda nada.

-A mí me quedó lo suficiente para que medure todos los días de mi vida. Salió todo a

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relucir con la chiquilla de asistenta que tenía-mos; se llamaba Sophy Ellis, toda ojos, rodillasy apetito. Tenía la costumbre de darle algo decomida. Pero, aparte de eso, nunca le hice mu-cho caso, y entonces menos, por supuesto,cuando ocurrieron los problemas con `Arry.Pero..., ya sabes lo que pasa a veces con estaschiquillas..., bueno, ella me quería con locura,siempre encima de mí atosigándome y yo notenía corazón para echarla... Una tarde, era aprincipios de la primavera, Su madre la habíamandado para ver si podía conseguir algo decomida. Yo estaba sentada junto al fuego, con eldelantal en la cabeza, medio loca por el dolorde cabeza, cuando entró la nena. Reconozcoque estuve brusca con ella. "¡Dios mío", dice,"¿sólo esto? ¡Esto me lo como yo en un abrir ycerrar de ojos!" Le dije que no me tocara ni conun dedo, porque pensé que quería acariciarmela frente, y no soy... el tipo al que le gusten esascosas. "No voy a tocarla", me dice, y se va otravez. No habían pasado diez minutos desde que

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se fue cuando mi dolor de cabeza desapareciócomo si lo hubieran sacado a patadas. Así quevolví a mis quehaceres. Al final, Sophy vuelvey se acomoda silenciosa en mi silla, como unratón. Tenía los ojos hundidos y la cara tensa.Le pregunté qué le pasaba. "Nada", me dice, "loque pasa es que ahora lo tengo yo". "¿Qué tie-nes?", le digo. "Su dolor de cabeza", me dice conla voz ronca y los labios húmedos, "se me vinoa mí". "Tonterías", le digo. "Se te pasará encuanto salgas. Quédate tranquila un momentomientras preparo una taza de té". "No serviráde nada", me dice, "hasta que se cumpla eltiempo. ¿Cuánto le duran los dolores? “No di-gas estupideces", le digo, "o mando a llamar almédico". A mí me parecía que estaba incuban-do el sarampión. "¡Oh, señora Ashcroft!", medice tendiéndome los bracitos, "yo la quiero".¿Qué podía hacer? Así que la senté en mis ro-dillas y le hice unos cuantos mimos. "¿Se le fuede verdad?", me dice. "Sí", le digo, "y si de ver-dad tú me lo quitaste, te estoy muy agradeci-

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da." "Sí que fui yo", me dice, apoyando su meji-lla junto a la mía. "Sólo yo sé cómo hacerlo." Yentonces me dijo que había cambiado mi dolorde cabeza en una Casa de los Deseos.

-¿Quééé? dijo la señora Fettley con un to-no seco.

-Una Casa de los Deseos. ¡No! Yo tampo-co había oído jamás hablar de nada parecido.Al principio no entendí nada, pero, cuando lopensé bien, me di cuenta de que una Casa delos Deseos tenía que ser una casa que hubieseestado sin alquilar y vacía durante muchotiempo, esperando que alguien fuese a vivirallí. La chiquita me dijo que se lo había dichootra niña con la que ella había jugado en lascaballerizas en las que trabajaba `Arry. Dijo quela niña formaba parte de una caravana que pa-saba los inviernos en Londres. Gitanos, creo yo.

-¡Oooh! Los gitanos saben muchas cosas,pero yo nunca oí hablar de una Casa de los De-seos y sé..., sé algunas cosas -dijo la señora Fet-tley.

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-Sophy dijo que había una Casa de losDeseos en Wadloes Road, no lejos de dondeestábamos, en el camino a la verdulería. Lo quehay que hacer, me dijo, es ir, tirar de la campa-nilla y expresar un deseo por la ranura del bu-zón de las cartas. Le pregunté si había brujas."¿Usted no sabe", me dice, "que no hay brujasen una Casa de los Deseos? Sólo hay un Signo."

-¡Oh, Dios Todopoderoso! ¿De dóndehabía sacado esa palabra? -exclamó la señoraFettley; porque un Signo es la figura-sombra delos muertos o, lo que es peor, de los vivos.

-Se lo había dicho la chica que iba con losgitanos. Debes creerme, Liz, me asusté al oírleesas cosas y, como la tenía en brazos, ella debiódarse cuenta. "Fuiste muy buena", le digo abra-zándola fuerte, "al desear coger un dolor decabeza. ¿Pero por qué no pediste algo bonitopara ti?" "No se puede hacer eso", me dice. "To-do lo que se puede conseguir en una Casa delos Deseos es coger los problemas de otro. Yopedí los dolores de cabeza de mamá, cuando

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fue buena conmigo; pero es la primera vez quepuedo hacer algo por usted. Oh, señora Ash-croft, yo la quiero de verdad." Y siguió así. Liz,te digo que se me pusieron los pelos de puntaal oírla hablar así. Le pregunté cómo era unSigno. "No sé", me dice, "pero después de tirarde la campanilla se oye que alguien corre desdeel sótano hasta la puerta de la calle. Entonces sedice el deseo", me dice, "y uno se va." "¿Enton-ces el Signo no te abre la puerta?", le digo. "Oh,no", me dice. "Sólo se oye que suelta una risita,tras la puerta de entrada. Entonces hay quedecirle que uno se queda con el problema dequien se elija porque le quieres, y se consigue loque pides", me dice. No le pregunté nada más:estaba muy acalorada y febril. La estuve mi-mando hasta que llegó la hora de encender laslámparas de gas y un ratito después su dolor decabeza (el mío, supongo) desapareció, la chiqui-ta se bajó de mis rodillas y se puso a jugar conel gato.

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-¡Caramba! -dijo la señora Fettley-. ¿Y...has llegado hasta el final más tarde?

-Ella me pidió que la acompañara, peroyo no quería meterme en esas cosas con unacriatura.

-¿Y qué hiciste entonces? -Cuando tenía dolor de cabeza me senta-

ba en mi habitación en lugar de quedarme en lacocina. Aún no soy capaz de olvidarme deaquello.

-Me lo imagino. ¿Te volvió a decir algo deaquello alguna vez?

-No. Además, no sabía más que lo que lehabía dicho la gitana. Sólo que el embrujo fun-cionaba. Y después de eso -estábamos en mar-zo-, me tuve que aguantar el verano en Lon-dres. Hizo calor con viento durante semanas ylas calles apestaban a bosta de caballo de unapunta a la otra, acumulada hasta la altura delos bordillos. Hoy las cosas han cambiado. Mehabía tomado mis vacaciones poco antes de larecogida del lúpulo, y había ido a pasar unos

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días con Bessie. Ella se dio cuenta de que yohabía adelgazado y de que tenía unas bolsasdebajo de los ojos.

-¿Y viste a `Arry? La señora Ashcroft asintió. -El cuarto..., no, el quinto día. Era un

miércoles. Supe que estaba trabajando enSmalldene de nuevo. Le pregunté a su madre,en la calle con mucha cara. No tuvo ocasión decharlar mucho, porque Bessie (ya sabes la len-gua que tiene) se puso a hablar sin parar. Peroese miércoles yo iba paseando por detrás deChanter's Tot con uno de los hijos de Bessiecolgado de mi falda. De repente, le oigo por elsendero, a mis espaldas, y por el ruido de suspisadas me di cuenta de que no era el de antes.Entonces me paro un momento, haciendo comosi me ocupara del niño, para obligarle a adelan-tarme. Y tuvo que adelantarme. Y se limitó adecirme: "Buenas noches", y siguió, tratando decaminar con tranquilidad.

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-¿Estaba borracho? -preguntó la señoraFettley.

-¡Ni hablar! Iba encogido y delgaducho, laropa le colgaba como si llevara bolsas y la partede atrás del cuello estaba más blanca que latiza. Me aguanté para no abrir los brazos yecharme a llorar encima de él. Pero tragué sali-va hasta llegar a casa y los chicos se fueron a lacama. Entonces le pregunto a Bessie, despuésde la cena: "¿Qué es lo ha pasado a `Arry Moc-kler?" Bessie me contó que él había estado en elhospital dos meses, porque se cortó el pie conuna pala mientras limpiaba el viejo estanque deSmalldene. En la basura que quitaba había algovenenoso y eso se le subió de repente por lapierna y se le desparramó por todo el cuerpo.Ya hacía quince días que no cuidaba ganado enSmalldene. Bessie añadió que el médico decíaque `Arry se iría con las heladas de noviembre;y la madre le había contado a mi hermana queél no podía comer ni dormir, y que sudaba achorros en la cama, por mucho frío que hiciera.

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Y que por la mañana escupía de forma horrible."¡Oh, pobrecito!", le digo. "Quizá le asiente bienla recogida del lúpulo", y chupé la punta delhilo y puse el ojo de la aguja a la altura paraenhebrar, debajo de la lámpara, con el pulsofirme como una roca. Y esa noche (mi camaestaba en el lavadero) lloré y lloré. Y tú sabes,Liz -pues tú me has acompañado en los doloresde parto-, que no es fácil hacerme llorar.

-Sí; pero dar a luz comporta sólo dolor fí-sico - dijo la señora Fettley.

-Me levanté con el canto del gallo y melavé los ojos con té frío, para que no se notaraque había llorado. Después -era la tarde del díasiguiente, yo iba a poner unas flores en la tum-ba de mi marido, para que estuviera bien arre-glada- me encontré a `Arry otra vez, dondeahora está el Monumento a los Caídos de Gue-rra. Volvía de atender a sus caballos, así que nopodía no verme. Lo miré de pies a cabeza y"'Arry", le digo entre dientes, "ven a Londres yte podrás curar bien." "No puedo aceptarlo", me

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dice, "porque no puedo darte nada". "No tepido nada", le digo. "¡En Nombre de Dios, noquiero nada de ti! Sólo quiero que vengas y quete vea un médico en Londres." Entonces levantasus ojos hacia mí -¡qué mirada más dura tenía!-:"Ya no vale de nada, Gracie", me dice.

"No me quedan más que unos meses." "¡'A-rry!", le digo, "¡mi vida!". No pude seguirhablando. Tenía una cosa en la garganta. "Gra-cias de corazón, Gracie", me dice (pero nuncadijo "mi vida") y se fue calle arriba, y su madre,¡maldita sea!, estaba esperando que llegara, yva y cierra la puerta tras él.

La señora Fettley estiró un brazo a travésde la mesa e intentó tocar la manga de la señoraAshcroft, en la muñeca, pero la otra se apartó.

-Así que fui al cementerio con mis flores yrecordé las palabras de advertencia de mi ma-rido aquella noche. Hablaba con la sabiduríadel que se está muriendo, y todo había pasadocomo él había dicho. Pero, mientras colocabalas flores en el florero de la tumba, se me vino a

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la cabeza la idea de que había algo que podíahacer por `Arry. Con médico o sin médico, pen-sé que bien valía la pena probar. Y así hice. Aldía siguiente llegó una factura de nuestro ver-dulero de Londres. La señora Marshall mehabía dejado algo de dinero para esos gastos,pero le dije a Bessie que tenía que volver aLondres para coger el dinero. Así que me fui enel tren de la tarde.

-Sé que no lo tenías..., ¿pero no teníasmiedo?

-¿Por qué? No tenía ante mí nada másque mi vergüenza y la crueldad de Dios. Nisiquiera podía tener a `Arry... ¿Cómo iba a te-nerlo? Sabía que debía seguir quemándomehasta que las llamas se apagasen solas.

-¡Ay! -dijo la señora Fettley, estirando lamano otra vez hacia la muñeca, y esta vez laseñora Ashcroft se dejó acariciar.

-Sin embargo, era un consuelo saber quepodía intentar eso por él. Así que fui, pagué lacuenta al verdulero, puse el recibo en mi bolso

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y me fui directamente a casa de la señora Ellis,la sirvienta, y cogí las llaves y abrí la casa. Pri-mero me preparé la cama, me serviría paradespués. ¡Santo Dios! ¡La cama en la que nosdeberíamos haber acostado! Después me hiceuna taza de té y me senté en la cocina a pensar,hasta que oscureció. Fue un atardecer terrible.A continuación me vestí y salí con el recibo enla mano, haciendo como que leía una dirección.Wadloes Road, catorce, era el lugar: una casitacon la cocina en el sótano, en una fila de veinte-treinta edificios iguales, con verjas descuidadasde un jardín rodeado de paredes, la puerta deentrada sin pintura y sin que nadie lo cuidaradesde hacía mucho tiempo. En las calles no ha-bía nada más que gatos. Encontré el númeroque buscaba. Me acerqué a la puerta, nerviosacomo nunca; subí los escalones y tiré de lacampanilla de entrada. Sonó fuerte, como pasaen todas las casas vacías. Cuando se apagó eleco, oí una silla que se arrastraba por el suelode la cocina. Después oí unos pasos por la esca-

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lera de la cocina, como si caminara una mujergorda en zapatillas. Llegaban hasta los escalo-nes, atravesaban la antesala -oí cómo crujía lamadera bajo esos pasos...-, y se detenían ante lapuerta de entrada. Me agaché hasta la ranurade las cartas y dije: "Puede caer sobre mí todo elmal que lleva mi hombre, `Arry Mockler, poramor de él." Entonces, fuera lo que fuese lo quehabía al otro lado de la puerta, respiró profun-damente, como si hubiera estado conteniendola respiración para oír mejor.

-¿Y no te dijo nada? -preguntó la señoraFettley.

-Nada. Respiró profundamente y basta...,algo así como un A-ab. Entonces los pasos vol-vieron a bajar por la escalera hasta la cocina,arrastrándose, y otra vez el ruido de la silla quese movía.

-¿Y tú te quedaste toda ese tiempo en laentrada, Gracie?

La señora Ashcroft asintió.

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-Mientras me iba, un hombre que pasabapor allí me dice: "¿No sabe que esa casa estávacía?". "No", le digo, "me habrán dado un nú-mero equivocado". Y me volví a la casa y memetí en la cama, porque no me tenía en pie.Hacía demasiado calor y sólo pude dormir aratos, así que estuve paseando por la habita-ción, recostándome de vez en cuando, hastaque la oscuridad fue sustituida por las primerasluces del día. Entonces fui a la cocina a prepa-rarme una taza de té y me pegué un golpe en-cima del tobillo con un viejo atizador, que laseñora Ellis había sacado del rincón la últimavez que limpió. Y bueno... Después de aquello,esperé a que los Marshall regresaran de susvacaciones.

-¿Sola, allí? Pensé que habías tenido ya lotuyo con lo de las casas vacías -dijo la señoraFettley impresionada.

-¡Oh, la señora Ellis y Sophy no hacíanmás que ir y venir en cuanto se enteraron de mivuelta, y así entre todas limpiamos la casa otra

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vez de cabo a rabo! Siempre te queda algo porhacer en una casa. Y así me pasé aquel otoño yel invierno en Londres.

-¿Y qué pasa..., no te ocurrió nada por loque habías hecho?

La señora Ashcroft sonrió. -No. Entonces no. Después, más tarde, en

noviembre, le mandé a Bessie diez chelines. -Siempre fuiste muy generosa -

interrumpió la señora Fettley. -Y las noticias que me dio recompensaron

ampliamente mi dinero. Me dijo que a `Arry lehabía asentado muy bien la recogida del lúpu-lo. Se había tirado dos semanas con eso, y ahorahabía vuelto a cuidar ganado a Smalldene. Notenía importancia para mí ni cómo hubiese pa-sado, sino que hubiera pasado. No es que esosdiez chelines me elevaran el espíritu, pues`Arry muerto habría sido mío hasta el día delJuicio. `Arry vivo, sin embargo, es fácil que lopesque una mujer cualquiera y rápidamente.Me puse furiosa al pensar en eso. Llegó la pri-

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mavera, y otro motivo más para enfurecerme.Se me había hecho una llaga chiquita y fea quesoltaba líquido, en la pantorrilla, justo encimade la caña de la bota y no se curaba ni se cerra-ba. Me ponía enferma de verla, porque tengobuena encarnadura. Que me caven con unaazada, y me pondré en seguida bien, como sifuera un trozo de césped. Entonces la señoraMarshall me mandó a su médico. Él dijo que yotendría que haber ido a verlo en cuanto meapareció eso, en lugar de darme toda clase depomadas durante meses. Me dijo que yo estabademasiado tiempo de pie por mi trabajo, que laherida estaba muy cerca de una vena muygrande y muy hinchada, encima del tobillo."Curada tarde, se irá lentamente", me dice."Tenga la pierna en alto y descanse", dice, "ypoco a poco mejorará. No deje que se cierredemasiado pronto. Usted tiene una pierna muybonita, señora Ashcroft", me dice. Y me pusoun vendaje húmedo.

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-Hizo bien -dijo con firmeza la señora Fet-tley -. Vendajes húmedos para heridas de pus.Así te saca afuera la pus, como la mecha chupael aceite.

-Eso es cierto. Y la señora Marshall siem-pre estaba detrás para que me pusiera otro, yeso casi me curó. Y después me mandaron du-rante un periodo a casa de Bessie, para queterminara de curarme, porque yo no podía es-tar sentada cuando tenía que estar de pie, tra-bajando. Tú estabas de vuelta en el pueblo poresa época, Liz.

-Sí, estaba, estaba, pero... ¡nunca hubierapodido imaginarme!

-Tampoco quise yo que supieras -la seño-ra Ashcroft sonrió-. Vi a `Arry un par de vecespor la calle, ya estaba muy bien de peso, y casicomo antes. Un día, hacía tiempo que no loveía, la madre me dijo que uno de sus caballosle había dado una coz en la cadera. Así queestaba en la cama y bastante dolorido. Y Bessieva y le dice a la madre que "era una lástima que

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`Arry no tuviera una mujer para que lo cui-dara". ¡Y la vieja se puso como loca! Nos dijoque `Arry jamás había mirado a una mujer entoda su vida y que mientras ella estuviera eneste mundo procuraría cuidarlo hasta que se lecayeran las manos de cansancio. Por eso supeque ella me controlaba como a un perro, y queno me habría dejado roer ni un hueso.

La señora Fettley se balanceó con una risi-ta suave.

-Ese día -prosiguió la señora Ashcroft- es-tuve de pie toda la noche viendo cómo entrabay salía el médico, pues pensaban que igual te-nía mal también las costillas. Por estar tantotiempo de pie, se me reventó otra vez la llaga yempezó a supurar. Pero resultó que no teníanada en las costillas y `Arry pasó bien la noche.Cuando me enteré de eso, a la mañana siguien-te, me dije a mí misma: "Esperaré todavía antesde sacar mis conclusiones. Tendré en movi-miento la pierna durante una semana y vere-mos qué pasa". Ese día no me dolió, no me mo-

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lestó, más bien parecía que algo me quitaba lasfuerzas, y `Arry pasó otra buena noche. Así quedecidí seguir igual. Pero no me atreví a sacarlas conclusiones hasta que acabase la semana, yentonces `Arry se levantó y casi estaba tan biencomo antes, como si no le doliera nada, ni pordentro ni por fuera. Esa noche me caí de rodi-llas en el lavadero, mientras Bessie se iba callearriba. "Ahora que eres mi hombre", digo, "siestás bien, me lo debes a mí, pero nunca en tuvida lo sabrás. ¡Oh Dios, concédeme una largavida, por el bien de `Arry!" ¡Y cuántas vecesdesde entonces la pierna me ha hecho ver lasestrellas!

-¿Continuamente? -preguntó la señoraFettley.

-Me volvió un montón de veces, pero nome importaba, porque yo sabía que lo estabahaciendo por él. Me cogía y me quitaba los do-lores como si estuviera regulando el fuego demis hornillos, hasta que aprendí a tenerloscuando quería. Y eso también tenía mucha gra-

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cia. Algunas veces, Liz, mi llaga parecía en-cogerse y secarse. Al principio, trataba de abrir-la otra vez, porque tenía miedo de que, si deja-ba demasiado tiempo a `Arry solo, le pasaraalgo. Pero después me di cuenta de que era unsigno de que él estaba bien en ese momento, yasí me evité molestias.

-¿Y cuánto tiempo duró? -preguntó la se-ñora Fettley, con el más profundo interés.

-Una o dos veces en un año no tuve nadamás visible que una pequeña señal en la llaga,pero sin importancia. El resto estaba arrugadoy seco. Luego se inflamaba de repente, comouna advertencia, y yo empezaba a sufrir.Cuando ya no podía más -y no podía permi-tirme quedarme sin trabajo en Londres-, poníala pierna en alto, en una silla, hasta que se cal-maba. Nunca muy rápido. Yo conocía, por esedolor, que en ese momento `Arry me necesita-ba. Entonces enviaba otros cinco chelines a Bes-sie, o algo para los chicos, y me enteraba si, porcasualidad, él había tenido algún contratiempo,

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por mis descuidos. ¡Y así era! Liz, así siguiótodo año tras año, y de esta forma él ha recibidosu bienestar de mí, sin saberlo, durante años.

-¿Pero que has sacado tú con eso, Gracie?-casi lloriqueó la señora Fettley-. ¿Lo veías re-gularmente?

-A veces..., cuando iba al pueblo de vaca-ciones. Y más ahora, que no me muevo de aquí.Pero él nunca me miró, ni a ninguna otra mujerque no fuera su madre. ¡Cómo vigilaba y escu-chaba yo! Y también su madre lo hacía.

-¡Años y años! -repitió la señora Fettley-.¿Dónde trabaja ahora?

-Oh, ya dejó lo de cuidar ganado hacetiempo. Ahora trabaja para una de esas compa-ñías grandes de tractores, algunas veces va aarar y otras con los camiones va afuera..., mehan dicho que hasta Gales. Entre un viaje y otrovuelve a casa de su madre. Pero ahora no lo veodurante semanas. ¡No es raro! Con ese trabajono puede quedarse en ningún sitio demasiadotiempo.

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-Pero, sólo por decir algo... ¡supongamosque `Arry se hubiera casado! -dijo la señoraFettley.

La señora Ashcroft contuvo la respira-ción, entre sus dientes iguales y todavía suyos.

-No se podía pedir esto -respondió-. Creoque el mal que me eché a mis espaldas excluíaesta posibilidad. ¿No te parece, Liz?

-Debería ser así, querida. Debería ser así. -A veces me duele mucho. Ya verás

cuando venga la enfermera. Ella piensa que yono sé qué cariz ha tornado la herida.

La señora Fettley comprendió. La natura-leza humana pocas veces llega a pronunciar lapalabra "cáncer".

-¿Estás segura, Gracie? -preguntó. -Me convencí cuando el viejo señor Mars-

hall me hizo subir a su estudio y habló un buenrato sobre mi fiel servicio. He trabajado paraellos a intervalos y durante un período detiempo, pero no tanto como para tener unapensión, aunque me asignaron una ayuda se-

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manal de por vida. Yo sabía lo que eso signifi-caba... Y hace tres años de eso.

-Eso no prueba nada, Gracie. -¿Darle veinticinco chelines semanales a

una mujer que puede vivir veinte años con todatranquilidad? ¡Claro que lo prueba!

-¡Te equivocas! ¡Te equivocas! -insistió laseñora Fettley.

-Liz, no me puedo equivocar, porque losbordes de la herida están hacia arriba, como sifuera un collar. Ya lo verás tú misma. Tambiénayudé en las curas de Dora Wickwood. Ella lotuvo debajo de la axila.

La señora Fettley consideró la cuestiónunos momentos y asintió con su cabeza por fin.

-¿Cuánto tiempo crees que te queda devida, a contar desde ahora, querida?

-Viene despacio, se va despacio. Pero, sino te voy a ver antes de la próxima recogida delúpulo, Liz, es mejor que nos despidamos.

-No sé si voy a poder arreglarme antes deentonces..., voy a tener que coger un perro que

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me guíe. Así los chicos no tendrán que preocu-parse, y... ¡oh Gracie..., me estoy quedando cie-ga...! ¡Me estoy quedando ciega!

-¡Ah! Por eso no hiciste más que tocar losretalitos para hacer el cojín. Yo me pregunta-ba... Pero el dolor valía la pena, ¿no te parece,Liz? Valía la pena para conservar a `Arry don-de yo quería. Así que no he malgastado estedolor.

-Estoy segura, estoy segura... Tendrás turecompensa.

-Lo que tengo es suficiente, si el dolor esparte de la suma.

-Claro que entrará en la suma, Gracie, cla-ro que entrará.

Llamaron a la puerta. -Es la enfermera. Llega antes de tiempo -

dijo la señora Ashcroft-. Abre tú. La joven entró desenvuelta, mientras so-

naban en su bolso todas las botellitas, que cho-caban unas contra otras.

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-Buenas, señora Ashcroft -empezó di-ciendo-. Vine un poco antes de la hora por lodel baile de esta noche en el Instituto. No lemolesta, ¿verdad?

-¡Para mí ya se acabaron los bailes! -la se-ñora Ashcroft volvió a ser de repente la criadareservada. Mi vieja amiga, la señora Fettley, havenido a charlar un rato conmigo.

-Espero que no la haya cansado demasia-do - dijo la enfermera con cierta frialdad.

Todo lo contrario. Ha sido un placer. Só-lo..., sólo.... que ahora, al final me sentí un po-co..., un poco cansada.

-Sí, sí -la enfermera ya estaba de rodillas,con los desinfectantes a mano-. Cuando las an-cianas se juntan, charlan demasiado, según hecomprobado.

-Tal vez también nosotras -dijo la señoraFettley mientras se levantaba-. Pero ahora quitoeste estorbo.

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-Antes quisiera que vieses esto -pidió laseñora Ashcroft débilmente-. Me gustaría quele echaras un vistazo.

La señora Fettley miró y se estremeció.Después se inclinó y besó a la señora Ashcroftuna vez en la frente ya amarilla como cera, yluego en los ojos grises y ya opacos.

-Valía la pena, ¿no?, valía la pena el dolor. -Los labios, que todavía conservaban ras-

tros de su belleza, apenas suspiraron estas pa-labras.

La señora Fettley besó aquellos labios y sefue hacia la puerta.

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ELLOS

Un paisaje me llevaba a otro; la cima deuna colina, a otra cercana, en la mitad del Con-dado, y ya que no podía hacer otra cosa quemover una palanca, dejé que el Condado co-rriera bajo mis ruedas. Las amplias llanurassalpicadas de árboles frutales, en el este, de-jaron paso al tomillo, a los acebos y a las hier-bas grises de los montes Downs, a su vez todoesto fue sustituido por los fértiles campos decereales y por las higueras de la costa baja,donde al viajero le acompaña, por su izquierday a lo largo de quince millas de llano, el movi-miento rítmico del oleaje. Cuando por fin girétierra adentro, a través de una confusión decolinas redondeadas y de bosques, había tras-pasado el límite de mis fronteras conocidas.Más allá de la mismísima aldea que hace de

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madrina de la capital de los Estados Unidos,encontré villorrios escondidos donde las abejas,los únicos seres despiertos, zumbaban en tilosde veinticuatro metros de altura, que se le-vantaban por encima de grises iglesias nor-mandas; arroyuelos que parecían surgir mila-grosamente de la nada, y que se tiraban bajopuentes de piedra construidos para soportar untránsito más pesado ya desaparecido, y que novolvería a molestarlos; graneros para almacenarlos diezmos más grandes que las iglesias surgí-an junto a una vieja herrería que proclamaba alos cuatro vientos haber sido una vez la sala dereuniones de los Caballeros del Temple. Encon-tré gitanos en una propiedad pública donde laretama, el helecho y el brezo luchaban a brazopartido en más de una milla de vía romana; yalgo más allá molesté a un zorro rojo que dabavueltas en el suelo, como hacen los perros, bajola luz desnuda del sol.

Cuando las colinas de bosques se cerra-ron a mi alrededor, me puse de pie en el coche

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para tener una mejor visión del gran Down[Duna], cuya cima cubierta de vegetación es unhito en cincuenta millas a la redonda en lascomarcas bajas. Supuse, por la configuracióndel paisaje, que encontraría una carretera, que,yendo hacia el oeste, me llevaría al pie de lamontaña. No tuve, sin embargo, en cuenta losbosques, que como un velo se interpusieronentre el proyecto y su realización. Un giro rápi-do me metió primero en un atajo verde, llenode luz solar líquida, después en un túnel oscurodonde las hojas muertas del otoño pasadomurmuraban y crepitaban bajo las ruedas demi automóvil. Las ramas fuertes del avellanoque estaba sobre mi cabeza no habían sido po-dadas durante dos generaciones, por lo menos,ni hacha alguna había ayudado al roble cubier-to de musgo o al haya a crecer más. En estepunto la carretera se convertía abiertamente enun sendero tapizado de hierba, sobre cuyo ter-ciopelo oscuro las matas (le prímulas resaltabancomo jade, y algunos jacintos salvajes blancos

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cabeceaban pesadamente al unísono las corolas.Aprovechando la bajada apagué el motor y medeslicé por encima de los remolinos de hojas es-perando encontrarme con algún guardia, perooí solamente a un grajo, a lo lejos, bajo la pe-numbra de los árboles, alzando sus gritos co-ntra el silencio.

El sendero continuaba bajando. Estaba apunto de dar la vuelta y de meter la segundapara hacer en sentido contrario el camino reco-rrido, antes que fuera a dar en algún pantano,cuando vi un rayo de sol que atravesaba másadelante la maraña y solté el freno. Decidí con-tinuar el descenso. Mientras los rayos de luzgolpeaban mi cara, mis ruedas delanteras to-caron el manto de hierba sobre un amplio pra-do tranquilo, en el que surgían jinetes que me-dían tres metros con las lanzas en ristre, mons-truosos pavos reales y elegantes damas dehonor con la cabeza redonda y los cabellos re-lucientes, azules, oscuros y brillantes: eran ár-boles de tejo podados como figuras humanas.

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Más allá del prado, ya que los bosques estabancolocados en escuadrones compactos que ibanal asalto por tres lados, se levantaba una casade antigua piedra corroída por los líquenes ycastigada por la intemperie, con sus ventanasdivididas por columnitas y techos de tejas rojas.Estaba flanqueada por muros semicirculares,del mismo color que las tejas, que cerraban elprado por su cuarto lado y a sus pies crecía unseto recortado hasta la altura de un hombre.Había palomas en el tejado, junto a las finaschimeneas de ladrillo, y entreví, tras del muroque se interponía, un palomar octogonal.

Me paré delante de la casa; la lanza verdede un caballero apuntaba a mi pecho, detenidopor la belleza enorme de esa joya en aquel lu-gar.

"Si no me echan por intruso, o si este ca-ballero no me ensarta como a un tordo", pensé,"Shakespeare y la reina Isabel, por lo menos,tendrían que salir por esa puerta del jardín en-

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treabierta para invitarme a tomar el té conellos."

Un niño apareció en una ventana de arri-ba, y me pareció que el pequeño agitaba unamano amistosa dirigida a mí. Pero era parallamar a un compañero, pues inmediatamenteapareció otra cabecita rubia. Entonces oí unarisa entre los pavos reales de madera de tejo, y,cuando me volví para descubrir el motivo (has-ta ese momento había estado observando sólola casa), vi el chorro plateado de una fuente trasun seto, subiendo hacia el sol. Las palomas deltecho arrullaban como respuesta a un murmu-llo callado del agua; pero entre ambas melodíaspude oír la risita de completa felicidad de unacriatura absorta en alguna pícara diablura.

La puerta del jardín -roble macizo hundi-do en la robustez del muro- se abrió nuevamen-te: una mujer con un gran sombrero de pajaavanzó con lentitud por la escalera de piedra enla que el tiempo dibujara sus concavidades ycon esa misma lentitud atravesó el manto de

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hierba. Estaba pensando una disculpa, cuandoella levantó la cabeza y vi que era ciega.

-Lo oí llegar --dijo-. Viene en automóvil,¿no es verdad?

-Creo que me equivoqué de camino. Ten-dría que haber dado la vuelta allí arriba... Losiento. Nunca habría pensado... -empecé di-ciendo.

-Pero yo me alegro mucho. ¡Es graciosoque un automóvil entre en el jardín! Sería tanagradable... - se volvió e hizo como si mirara asu alrededor-. Usted..., ¿usted ha visto a al-guien?

-Nadie con quien hablar, pero los chicosparecían interesados, a distancia.

-¿Qué chicos? -Vi a dos en la ventana, hace un momen-

to, y creo que oí a otro por allí atrás. -¡Qué afortunado es usted! -exclamó, y su

rostro se llenó de alegría-. Naturalmente, yo losoigo, pero eso es todo. ¿Usted los ha visto y losha oído?

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-Sí -respondí-. Y si conozco algo a los chi-cos, uno de ellos lo está pasando muy bien cer-ca de aquella fuente. Se ha escapado, supongo.

-¿Le gustan los niños? Le di una o dos razones por las que no los

odiaba del todo. -Claro, claro -me respondió-. Entiendo.

No le parecerá una estupidez si le pido que déunas vueltas por el jardín, una o dos veces,muy despacio. Estoy segura de que les gustaríaverlo. ¡Ven tan pocas cosas así, pobrecitos! ¡Unaintenta hacerles la vida agradable, pero -extendió las manos hacia el bosque- estamosaquí tan aislados del mundo!

-Me parece una magnífica idea -le dije-.Pero no quiero estropearle el césped.

La mujer volvió la cara hacia la derecha. -Espere un momento -dijo-. Estamos en la

puerta sur, ¿no? Detrás de esos pavos realeshay un camino empedrado. Lo llamamos Paseode los Pavos Reales. No se puede ver desdeaquí, según me han dicho, pero, si usted avanza

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hasta la orilla del bosque, puede doblar dondeestá el primer pavo y llegar hasta el empedra-do.

Era un sacrilegio despertar la fachadadormida de esa casa con el ruido de un motor,pero me enfilé con el coche para cruzar el pra-do, rocé la orilla del bosque y me metí en elamplio paseo empedrado, junto a la fuente, tanbrillante como una estrella de zafiro.

-¿Puedo ir yo también? -preguntó la mu-jer. No, por favor, no me ayude. Les va a gustarmás si me ven a mí.

Tanteó con suavidad el camino hasta lapuerta delantera del automóvil, y con un pie enel estribo exclamó:

-¡Chicos! ¡Eh, chicos, miren y vean lo queva a pasar!

La voz podría haber sacado a las almascondenadas de su abismo de perdición, por laabrasadora llamada de dulzura, y no me sor-prendió oír una exclamación de respuesta másallá de las piedras. Podía haber sido el chico

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que estaba junto a la fuente, pero huyó cuandonos acercamos, dejando un barquito de papelen el agua. Vi brillar su camisa azul entre los ji-netes inmóviles.

Tranquilamente desfilamos por el paseo ya petición de la mujer lo hicimos por segundavez. En esta ocasión el chico, dominando elmiedo, se mantuvo apartado y dubitativo.

-El chico nos está mirando -dije-. Me pre-gunto si le gustaría dar una vuelta.

-Ellos son muy tímidos todavía. Muy tí-midos. Pero, ¡dichoso usted que puede verlos!Escuchemos. Detuve el motor de inmediato y laquietud húmeda, cargada del olor del boj, nosenvolvió en su manto profundo. Pude oír elsonido de las tijeras de un jardinero que estabapodando; el zumbido de las abejas y voces depalabras ininteligibles, que podrían haber sidolas de las palomas.

-¡Oh, qué descorteses! -dijo la mujer, contono de fuerte enfado.

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-Quizá les asusta el motor. La doncella dela ventana parece muy interesada.

-¿Sí? -alzó la cabeza-. He sido injusta conellos. Me quieren de verdad. Es lo único por loque vale la pena vivir..., que nos quieran deverdad, ¿no es así? No quiero ni pensar quésería este lugar sin ellos. A propósito, ¿no esbonito?

-Creo que es el lugar más bonito que hevisto en mi vida.

-Todos me dicen eso. Puedo sentirlo, na-turalmente, pero no es lo mismo.

-¿Entonces usted nunca...? -empecé di-ciendo, pero me detuve avergonzado.

-No, desde que recuerdo. Ocurrió cuandosólo tenía unos meses, me han dicho. Y sin em-bargo debo recordar algo; de otro modo, ¿cómopodría soñar con colores? Veo luz en mis sue-ños, y colores, pero jamás los veo realmente.Sólo los oigo, como cuando estoy despierta.

-Es difícil ver caras en sueños. Algunospueden, pero la mayoría no tenemos ese don -

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proseguí, mirando la ventana donde estaba laniña, escondida.

-También yo he oído decir eso -me res-pondió-. Y me aseguran que uno nunca ve ensueños la cara de una persona muerta. ¿Es ver-dad?

-Creo que sí..., ahora que lo pienso. -¿Pero a usted le ha sucedido? Le pregun-

to a usted -los ojos ciegos se volvieron hacia mí. -Nunca vi las caras de mis muertos en

ningún sueño -respondí. -Entonces tiene que ser tan malo como ser

ciego. El sol había caído tras el bosque y las

sombras largas del crepúsculo iban apoderán-dose de los jinetes insolentes, uno a uno. Vi lapunta de una lanza hecha de hojas caer repen-tinamente en la penumbra, y todo el verdecompacto y duro se volvió negro, con una tona-lidad suave. La casa, después de aceptar queotro día terminase, como había aceptado

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otros cien mil ya terminados, parecía sentirnecesidad de las sombras de

la noche para meterse mejor en su estado dereposo.

-¿Pero alguna vez ha deseado ver las ca-ras de sus muertos? -preguntó, después de unsilencio.

-Muchísimo, alguna vez -repliqué. La niña había abandonado la ventana

mientras la oscuridad cayó sobre ella. -Ah, también yo, pero creo que no está

permitido... ¿Dónde vive -Exactamente al otro extremo..., a más de

sesenta millas; tengo que irme. No he traído lalinterna grande.

-Pero todavía no es de noche. Puedo per-cibirlo.

-Me parece que lo será antes de que lle-gue a casa. ¿Puede mandar a alguien conmigopara que me indique el camino? Estoy comple-tamente perdido.

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-Mandaré a Madden que le acompañehasta el cruce. ¡Estamos tan apartados delmundo, que no me extraña que se haya perdi-do! Yo le voy a indicar el camino hasta la fa-chada; pero vaya despacio, ¿eh?, hasta salir deaquí. No le parece una tontería, ¿verdad?

-Le prometo que lo haré como usted dice-le dije, y dejé que el automóvil se deslizaraaprovechando la cuesta abajo del camino em-pedrado.

Rodeamos el ala izquierda de la casa, cu-yos elaborados canalones de plomo fundidosbien merecían un día de viaje; pasamos junto auna gran verja cubierta de rosas que llegabanhasta el muro rojo y seguimos girando hasta lafachada altísima de la mansión, que en bellezay majestuosidad no sólo superaba la parte tras-era sino todas las otras que había visto.

-¿Es tan bonita? -me dijo pensativa, cuan-do oyó mis alabanzas-. ¿También le gustan loscanalones de plomo? Atrás está el antiguo jar-dín de azaleas. Dicen que este lugar debe de

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haber sido construido para niños. Ayúdeme abajar, por favor. ¿Es usted, Madden? Me gusta-ría que acompañara a este caballero hasta elcruce. Se ha perdido, pero..., pero los ha visto.

Un mayordomo apareció silenciosamenteen el milagro de roble antiguo que era la puertaprincipal y se deslizó, siempre sin hacer ruido,hacia un lado para coger su sombrero. Entre-tanto la mujer me miraba con unos ojos azulesabiertos en los que no había luz y por primeravez advertí que era bella.

-Recuerde -dijo con voz suave- que tieneque volver, si los quiere -y desapareció en elinterior de la casa.

El mayordomo, en el coche, no habló has-ta que estuvimos cerca de las

puertas del pabellón de caza, donde al verun retazo de una camisa azul entre los matorra-les frené para que el demonio no inspirase alchiquillo un movimiento repentino que mepudiese llevar a un accidente culpable.

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-Perdón -preguntó de pronto-, ¿por quéha hecho eso, señor?

-Por aquel chico. -¿Nuestro chico de azul? -Claro. -Siempre anda por aquí. ¿Lo vio en la

fuente, señor? -Oh, sí, varias veces. ¿Debo girar aquí? -Sí, señor. ¿Y también ha podido verlos

arriba? -¿En la ventana? Sí. -¿Y eso fue antes que la señora apareciera

y le hablara, señor? -Un poquito antes. ¿Por qué me lo pre-

gunta? Se quedó un instante en silencio. -Sólo para asegurarme de que... de que

ellos han visto el automóvil, señor, porque conchicos que andan por los alrededores, aunqueestoy seguro de que usted conduce con muchocuidado, podría producirse un accidente. Nadamás, señor. Aquí está el cruce. Desde aquí yano puede perderse, señor.

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-Gracias, señor, pero no es nuestra cos-tumbre, no con...

-Le pido disculpas -le dije y me guardé lalibra de plata.

-Oh, otros de mi condición lo habríanaceptado sin rechistar. Adiós, señor.

Se retiró a la espléndida e impenetrabletorre de su posición social, alejándose. Era evi-dente que se trataba de un mayordomo que sepreocupaba del honor de su casa y que estabainteresado, quizá por culpa de una niñera, detodo lo que sucedía entre los niños.

Después de pasar los carteles del crucemiré hacia atrás, pero las sinuosas colinas seentrelazaban unas con otras con tanto celo queno pude ver el emplazamiento de la casa.Cuando pregunté el nombre de aquella casa enuna granja cercana, en la carretera, la mujergorda que vendía dulces me dio a entender quese podían tolerar a las personas en automóvil,pero que no podían "ir por ahí pidiendo infor-mación como si fueran en carruaje". La comu-

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nidad de aquellas tierras no destacaba precisa-mente por sus buenos modales.

Cuando de noche, en casa, reconstruí miruta de la jornada en el mapa, no tuve las ideasmás claras. Según el mapa catastral, AntiguaGranja Hawkin parecía ser el nombre del lugar,y el viejo Calendario geográfico del Condado,en general, no bajaba a estos particulares. Lacasa más importante de aquella zona era Hoci-nington Hall, de estilo georgiano (finales delSetecientos), con adornos de la primera épocavictoriana, como testimoniaba un atroz grabadoen metal. Expuse mi problema a un vecino -persona con profundas raíces en las tradicionesdel lugar- y me dio el nombre de una familiacompletamente desconocido para mí.

Más o menos un mes más tarde volví, oquizá deba decir que mi automóvil emprendióel camino por su propia voluntad. El coche dejóatrás las áridas dunas, atravesó cada vuelta dellaberinto de senderos al pie de las colinas, sedeslizó a través del muro de bosques altos, por

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el follaje casi impenetrable, llegó al cruce en elque el mayordomo me había dejado y un pocomás adelante decidió tener una avería que meobligó a pararlo en una explanada de hierbaque se insinuaba en un bosque de avellanos,envuelto en el silencio del verano. Por lo quepodía entender consultando el sol y un detalla-do mapa militar, debía ser el camino lateral deese bosque que había explorado la primera vezdesde la parte alta, allá arriba. Hice que mistrabajos de reparación pareciesen algo muyserio, y mostré mis relucientes herramientas:llaves, pinzas, inflador y demás, que esparcícon orden sobre un tapete. Era una trampa paracualquier muchacho, porque, pensé, en un díatan bello los niños no debían estar demasiadolejos. Al hacer una pausa en mi trabajo escuché,pero el bosque estaba tan saturado de los rui-dos del verano (aunque los pájaros ya se habíanapareado), que no me fue posible distinguir alprincipio su piar de las pisadas de pequeñospies cautelosos que se deslizaban sobre las

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hojas muertas. Toqué la bocina de una formatentadora, pero los pies huyeron y me arrepen-tí, porque para un niño cualquier ruido repen-tino representa un verdadero motivo de terror.Llevaba trabajando más de media hora cuandooí en el bosque la voz de la mujer ciega, quegritaba:

-¡Chicos, chicos! ¿Dónde estáis? Y la quietud del lugar pareció estremecer-

se por la perfección de aquel grito, y creyó ad-quirir su equilibrio con repugnancia. La mujerse acercó a mí, tanteando su camino entre lostroncos de los árboles, y aunque un chico, alparecer, iba colgado de su falda, se metió entreel follaje como un conejo cuando ella estuvocerca.

-¿Es usted? -preguntó-. ¿El que viene delotro extremo del Condado?

-Sí, soy yo, el del otro extremo del Con-dado.

-¿Por qué no vino por los bosques dearriba? Allí estaban ellos hace un momento.

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-Estaban aquí hace unos minutos. Creoque se han dado cuenta de la avería de mi au-tomóvil, y han venido a verme.

-Espero que no sea una avería grave. ¿Porqué se averían los automóviles?

-Por cincuenta motivos distintos. Sólo queel mío ha elegido el número cincuenta y uno.

Se echó a reír alegremente al oír mi ino-cente broma, y se tiró hacia atrás su sombrero.

-Si no le importa, me quedo aquí dijo. -Espere un momento -exclamé-, voy a

darle un cojín. Puso un pie sobre la alfombra cubierta de

piezas de recambio y se inclinó sobre ellas convivo interés.

-¡Qué bonitas! Las manos, con las que veía, tocaron rá-

pidamente los objetos dispersos por el suelo eiluminados por los rayos de sol que pasabanentre los árboles.

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-Aquí hay una caja... ¡Otra caja! ¡Ah, perosi las ha colocado como si estuviera jugando alos tenderos!

-Le confieso que las puse para atraerlos.En realidad no necesito ni la mitad.

-¡Qué amable de su parte! Oí su bocina enel bosque de arriba. ¿Dice que hace un momen-to estaban aquí?

-Estoy seguro. ¿Por qué son tan tímidos?Ese chiquito de azul que estaba con usted haceun momento ya debería haber superado sumiedo. Me ha estado observando como a unpiel roja.

-Habrá sido por su bocina -dijo la mujer-.Oí que uno de ellos, nervioso, pasaba corriendoa mi lado mientras yo bajaba. Son tímidos...,muy tímidos, incluso conmigo -se volvió y ex-clamó nuevamente:

-¡Chicos, chicos! ¡Venid a verme! -Habrán vuelto a sus cosas -sugerí, por-

que había a nuestras espaldas un murmullo devoces apagadas, quebrado por el estallido súbi-

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to de las risitas infantiles. Seguí con mis repara-ciones y la mujer se inclinó con interés haciaadelante, con el mentón en la palma de la ma-no.

-¿Cuántos son? -pregunté por fin. Habíaterminado, pero no encontraba ningún motivopara irme. Su frente se arrugó mientras pensa-ba.

-No lo sé con exactitud -dijo simplemen-te-. A veces más.., a veces menos. Vienen y sequedan conmigo porque yo los quiero.

-Eso es muy agradable -le dije, colocandoen su sitio una caja, y mientras hablaba com-prendí el carácter vacío de mi observación.

-¿Usted..., usted se está burlando de mí? -exclamó-. Yo ... yo...

ninguno es mío. Jamás me casé. La gente seríe de mí, a veces, porque...,

porque... -Porque son unos salvajes -repliqué-. No

merece la pena enfadarse por eso. Esa clase de

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gente se burla de todo lo que no forma parte desus asquerosas vidas.

-No sé. No puedo saberlo. Pero no megusta que se rían de mí por ellos. Me duele, ycuando uno no ve... No quiero parecer tonta -subarbilla tembló como la de un niño mientrashablaba-, pero los ciegos no tenemos más queuna piel, pienso yo; somos más sensibles quelos otros. Todas las cosas del mundo exteriornos llegan directamente al corazón. Para uste-des es distinto. Sus ojos les sirven de defensas -podéis estar en guardia- y el dolor no puedeherir fácilmente vuestra alma. La gente se olvi-da de eso con nosotros.

Permanecí en silencio, reflexionando sobre esetema inagotable: la brutalidad del pueblo cristiano,que no es una simple cuestión de herencia (pues seenseña con cuidado), frente a la cual el simple paga-nismo de los negros de la costa occidental es moral-mente puro y controlado.

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Esta reflexión me hizo entrar profunda-

mente en mí mismo.

-¡No haga así! dijo de pronto, poniéndosela mano delante de los ojos.

-¿Qué? Hizo un gesto con la mano. -¡Así! Es... es todo púrpura y negro. ¡Así

no! Ese color hace que uno se sienta mal. -¿Pero cómo conoce los colores? -exclamé,

porque en esas palabras había sin duda unarevelación.

-¿Colores como colores? -preguntó la mu-jer.

-No. Esos colores que vio hace un instan-te.

-Lo sabe tan bien como yo -se rió ella-, delo contrario no me habría hecho esa pregunta.No están fuera. Están en usted...., cuando seenfada.

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-¿Quiere decir una mancha oscura y pur-púrea, como la del vino de Oporto mezcladocon tinta? - dije.

-Nunca vi tinta ni vino de Oporto, perolos colores no están mezclados. Están separa-dos... todos separados.

-¿Quiere decir rayas y motas negras sobreel púrpura?

Asintió con la cabeza. -Sí, sí, así son -trazó de nuevo un zig-zag

con el dedo-, pero ese color malo es más rojoque el púrpura.

-¿Qué colores hay en la parte superiorde.... de lo que usted ve?

Se inclinó hacia adelante con lentitud ydibujó en el pedazo de alfombra la figura delhuevo.

-Los veo así -dijo señalando con una hier-ba-, blanco, verde, amarillo,

rojo, púrpura y el rojo con estrías de negrocuando la gente está enfadada, como le sucedióa usted ahora.

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-¿Quién le habló de esto..., por primeravez? - pregunté.

-¿De los colores? Nadie. Cuando era pe-queña solía preguntar qué colores había en losmanteles, en las cortinas, en las alfombras, por-que algunos colores me hacen sentir mal y otrosme hacen feliz. La gente me decía los nombres,y, cuando crecí, comencé a ver a los demás porlos colores -otra vez trazó el contorno del hue-vo, que muy pocos de nosotros puede ver.

-¿Y todo sola? -repetí. -Todo sola. No había nadie. Sólo después

descubrí que los demás no ven los colores. Estaba apoyada en el tronco de un árbol,

doblando y desdoblando tallos de hierba corta-dos al azar. Los chicos, en el bosque, se habíanacercado. Los podía ver con el rabillo del ojo,retozando como ardillas.

-Ahora estoy segura de que usted nuncase reirá de mí -dijo después de un largo silen-cio-. Ni de ellos.

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-¡Dios mío! ¡No! -exclamé, cortando elhilo de mis pensamientos-. Un hombre que seríe de un niño (a menos que el chico también seesté riendo) es un pagano.

-No quise decir eso, por supuesto. Ustednunca se reiría de un chico, pero pensaba, o seacreía antes, que usted habría podido reírse deellos. Ahora le pido disculpas... ¿Por qué quierereírse?

Yo no había hecho ningún sonido, peroella sabía.

-Del hecho que usted me pida disculpas.Si usted hubiera cumplido con su deber comopilar del estado y como propietaria de tierras,tendría que haberme citado ante la justicia porhaber invadido sus campos cuando irrumpí ensus bosques el otro día. Fue vergonzoso por miparte..., imperdonable.

Me miró, con la cabeza apoyada en eltronco del árbol, larga y fijamente... Esa mujer,que podía ver el alma desnuda.

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-Curioso -casi susurró-. Muy curioso. -¿Por qué? ¿Qué hice?

-Usted no entiende..., y sin embargo en-tendió lo de los colores. ¿De acuerdo?

Hablaba con una pasión que nada habíajustificado y permanecí perplejo frente a ella,mientras se ponía de pie. Los chicos se habíanreunido en un grupo detrás de un zarzal. Unacabeza encantadora se inclinó sobre algo máspequeño y por la posición de los hombros en-tendí que los dedos estaban pidiendo silencioen los labios. También ellos tenían algún tre-mendo secreto infantil. Sólo yo estaba perdidosin

esperanzas allí, bajo la plena luz del sol. -No -dije, sacudiendo la cabeza, como si

los ojos muertos pudieran ver-. Sea lo que sea,no lo entiendo todavía. Tal vez pueda más ade-lante.... si me permite volver.

-Usted volverá -me respondió-. Sin dudavolverá y caminará por el bosque.

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-Quizá para entonces los chicos me co-nozcan bien, y me dejen jugar con ellos, comoun favor. Ya sabe cómo son los chicos.

-No se trata de un favor, sino de un dere-cho - me replicó, y, mientras yo me preguntabaqué había querido decir, una mujer desgreñadairrumpió por la curva del camino, con el pelosuelto, con la cara color púrpura, y mientrascorría casi mugía de dolor. Era mi amiga gorday ordinaria de la tienda de caramelos. La ciegala oyó y dio un paso adelante, diciéndole:

-¿Qué pasa, señora Madehurst? -preguntó.

La mujer se echó el delantal por la cabezay literalmente se arrastró por el suelo, mientrasgritaba que su nieto estaba mortalmente enfer-mo y que el médico del pueblo se había ido apescar; que la madre, Jenny, no sabía qué hacer,y siguió así, repitiendo sus gritos desesperados,que parecían mugidos.

-¿Dónde está el médico más cercano? -pregunté entre una crisis de histeria y otra.

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-Madden le puede indicar. Vaya hasta lacasa y que vaya con usted. Yo me ocuparé deesto. ¡Vaya rápido! -y llevó casi en volandas a lamujer gorda a la sombra. En dos minutos esta-ban tocando todas las trompetas de Jericó antela fachada de la Casa Hermosa, y Madden, queestaba en la cocina, se puso a la altura de lasituación, como mayordomo y como hombre.

Un cuarto de hora de coche rebasando loslímites de velocidad y saltándose el código dela circulación nos proporcionó un médico, acinco millas de distancia. Al cabo de mediahora lo habíamos depositado -era un hombremuy entendido en motores- a las puertas de latienda de caramelos y nos detuvimos en la callea esperar el diagnóstico.

-Son útiles los automóviles -dijo Madden,como un hombre y no como mayordomo-. Si yohubiera tenido uno cuando enfermó mi hija, nohabría muerto.

-¿Cómo fue? -pregunté.

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-Difteria. Mi mujer no estaba. Nadie sabíaqué hacer. Yo recorrí ocho millas en un carropara buscar al médico. Cuando llegamos, sehabía

asfixiado . Un automóvil así la habría salva-do. Tendría ahora diez años.

-Lo siento -dije. Pienso que le gustaban mucho los chicos,

a juzgar por lo que me dijo el otro día, cuandoíbamos al cruce. -¿Los ha visto de nuevo, se-ñor..., esta mañana?

-Sí, pero parece que les asustan los auto-móviles; no logré que ninguno se acercara amenos de veinte metros.

Me miró con atención, como un exploradorconsidera a un extraño: no como un inferiordebería levantar los ojos ante una persona derango superior, por mandato divino.

-Me pregunto por qué -dijo con voz pocomás alta que un susurro.

Esperamos un rato. Una brisa marinasuave sopló una ráfaga sobre nuestras cabezas,

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pasando y volviendo a pasar por los bosques, yla hierba, que se blanqueaba con el polvo delverano, se pinaba y se inclinaba en ondas cor-tas.

Una mujer, quitándose el jabón de losbrazos, salió de una granja vecina a la tienda decaramelos.

-Estuve escuchando desde el patio -dijocon tono animado-. El médico dice que Arthurtiene pronóstico reservado. ¿No habéis oídocómo gritaba? Pronóstico reservado. Supongoque la semana que viene le tocará a Jenny elturno de dar vueltas por el bosque, señor Mad-den.

-Perdón, señor, pero se le está cayendo lamanta de viaje -dijo Madden respetuosamente.La mujer se sobresaltó, hizo una reverencia y sealejó con rapidez.

-¿Qué quiso decir con eso de "dar vueltaspor el bosque"? -pregunté.

-Debe ser una expresión de estos lugares.Yo soy de Norfolk -respondió Madden-. Es gen-

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te muy particular la de este condado. Lo hatomado por un chofer, señor.

Vi que el doctor salía de la granja seguidopor una campesina sucia y descuidada, que nose soltaba del brazo del médico, como si él pu-diera interceder ante la muerte.

-Al niño -gemía- le queremos como si fue-ra legítimo. ¡Igual!... ¡Igual! Dios también esta-ría contento si lo salvara, doctor. Haga que nose vaya de mi lado. La señorita Florence le dirálo mismo. ¡No lo abandone, doctor!

-Lo sé, lo sé -respondió el hombre-, peroahora se quedará tranquilo un rato. Traeremosuna enfermera y las medicinas tan pronto comosea posible-. Me hizo una señal para que meadelantara con el automóvil y procuré no escu-char lo que siguió, pero vi la cara de la mucha-cha tumefacta y como congelada por el dolor, ysentí la mano sin alianza que se aferraba a misrodillas mientras nos alejábamos.

El médico era un hombre con cierto sen-tido del humor, porque recuerdo que requirió

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mi automóvil apelando al juramento de Hipó-crates y utilizó al automóvil y a mí sin reparo.En primer lugar fuimos a buscar a la señoraMadehurst y a la ciega, para que estuvieranjunto a la cama del enfermo hasta que llegara laenfermera. A continuación invadimos una pul-cra ciudad del Condado en busca de medicinas(el médico dijo que se trataba de una meningitiscerebroespinal) y, cuando el Hospital del Con-dado, que se alzaba junto a la inquieta feria deganado, se reveló carente de enfermeras por elmomento, recorrimos la zona palmo a palmo.Hablamos con los propietarios de grandes ca-sas: magnates que encontrábamos al final deavenidas con las copas de los árboles que secruzaban en arcos, y cuyas esposas e hijas muyaltas se levantaban de las mesas de té para es-cuchar al intrépido doctor. Por fin, una señorade pelo blanco, sentada bajo un cedro del Líba-no y rodeada de una corte de magníficos lebre-les rusos -todos hostiles a los automóviles-, dioal médico, que las recibió como si provinieran

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de una princesa, órdenes escritas que llevamosdurante varias millas a la máxima velocidad, através de un parque, hasta un monasterio demonjas francesas, donde a cambio del mensajerecibimos a una hermana temblorosa de rostropálido. Se arrodilló en el suelo de la parte tras-era del auto, para pasar las cuentas de su rosa-rio sin pausa hasta que, gracias a atajos impro-visados por el médico, la dejamos en la tiendade caramelos. Fue una tarde larga, llena de epi-sodios demenciales que se elevaban y se esfu-maban como el polvo bajo nuestras ruedas;visiones parciales y fugaces de vidas remotas eincomprensibles a través de las cuales corrimosa toda velocidad. Volví a casa al atardecer, ex-tenuado, y esa noche soñé con bestias de cuer-nos punzantes; con monjas de ojos saltones quecaminaban por un jardín de tumbas; con genteque tomaba tranquilamente el té a la sombra delos árboles; con pasillos que olían a ácido féni-co, pintados de gris, del Hospital del Condado;con pasos de niños tímidos en el bosque, y con

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manos que me agarraban por las rodillas alarrancar el coche.

Tuve la intención de regresar al cabo deun par de días, pero quiso el Destino mante-nerme alejado de esa parte del Condado, condistintos pretextos, hasta que el saúco y la rosasilvestre dieron su fruto. Llegó por fin un díaluminoso, barrido por un viento de suroeste,que parecía que se pudiesen tocar con la manolas colinas, fue un día en el que las brisas cam-biaban de dirección a cada momento y las nu-bes finas volaban alto en el cielo. Tenía un díalibre, aunque no hubiese hecho nada para me-recerlo, y el automóvil tomó, por tercera vez, elcamino ya conocido. Cuando llegué a la ci-ma de los Downs sentí el cambio suave del aire,al que vi brillar bajo el sol y, mirando abajo,hacia el mar, en ese instante observé cómo lasaguas azules de la Mancha se volvían del coloropaco y blanquecino del peltre, después dehaber pasado por la tonalidad reluciente de laplata y por la bruñida del acero. Un barco car-

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gado de carbón, bordeando la costa, se dirigíahacia aguas más profundas y, a través de unaniebla color cobre, observé que se iban desple-gando las velas de una flotilla de pescadores alancla. En un valle boscoso y profundo, a misespaldas, un remolino repentino de vientotamborileó entre los robles resguardados e hizogirar en el aire el primer montoncito de hojasde otoño. Cuando llegué a la carretera que co-rría a lo largo de la costa, la niebla marina seextendía sobre el empedrado y el oleaje golpea-ba los rompeolas, más allá de la isla de Ushant.En menos de una hora la Inglaterra veraniegadesapareció con un manto gris y frío. Éramosotra vez la isla cerrada del Mar del Norte, contodos los barcos del mundo tocando sus sirenasante nuestras puertas llenas de peligro; y entresus gritos se oía el chillido de las gaviotas asus-tadas. La gorra que llevaba en la cabeza cho-rreaba humedad, los pliegues de la manta deviaje la recogían en diminutos charcos o la de-

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jaban fluir en hilillos y un hielo salado cubríamis labios.

Tierra adentro, el aroma del otoño carga-ba la niebla, espesa entre los árboles, y las mi-núsculas gotas se convirtieron en lluvia. Sinembargo, las flores tardías - la malva que creceen el borde de los caminos, la escabiosa de loscampos y la dalia de los jardines se mostrabancomplacidas en la neblina y además del alientodel mar no había muchos signos del otoño in-cipiente en las hojas. En las aldeas todas laspuertas de las casas estaban abiertas y chicoscon la cabeza y las piernas desnudas estabansentados, muy a gusto, en los escalones húme-dos para gritar "pip-pip" al forastero.

Tuve el valor de pararme en la tienda decaramelos, donde la señora Madehurst me reci-bió con las lágrimas hospitalarias de una mujergorda. El hijo de Jenny, me dijo, había muertodos días después de la llegada de la monja. Era,según sus sentimientos, lo mejor de todo, aun-que las compañías de seguros, por motivos que

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ella no pretendía comprender, no asegurarande buen grado las vidas de niños abandonados.

-No, que Jenny no se haya preocupadopor Arthur, como si él hubiera llegado, comocorresponde, al cabo del primer año, como hehecho yo con Jenny.

Gracias a la señorita Florence, el chicohabía sido enterrado con una pompa que, enopinión de la señora Madehurst, cubría concreces la pequeña irregularidad de su nacimien-to. Me describió el ataúd, por dentro y por fue-ra, el coche fúnebre de cristales y la tumba cu-bierta de madreselva.

-¿Pero cómo está la madre? -pregunté. -¿Jenny? Saldrá de ésta. Yo me sentí así

con uno o dos de los míos. Saldrá de ésta. Aho-ra anda por el bosque.

-¿Con este tiempo? La señora Madehurst me miró entrece-

rrando los ojos, por encima del mostrador.

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-No sé, pero te abre el corazón. Sí, te abreel corazón. Nosotros decimos que, a la larga,perder y tener son casi idénticos.

La sabiduría de las viejas comadres esmayor que la de todos los Padres de la iglesiajuntos, y aquella última sentencia me dejó tanmetido en mis pensamientos, mientras iba a lameta, que estuve a punto de atropellar a unamujer y a un niño en la curva de árboles fron-dosos, cerca de las puertas del pabellón de cazade la Casa Hermosa.

-¡Qué mal tiempo! -exclamé, mientrasfrenaba para girar.

-No es tan malo -me respondió plácida-mente una mujer entre la niebla-. Mi hijo ya seha acostumbrado. Creo que encontrará al suyo.

Dentro, Madden me recibió con cortesíaprofesional y con amables preguntas sobre lascondiciones del motor, al que cubrió con algo.

Aguardé en una sala tranquila, de madera

de nogal, adornada con las últimas flores de la

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estación y caldeada con un delicioso fuego de

leña. En el salón se respiraba una influencia

benéfica y gran paz. (Los hombres y las mujeres

pueden, a veces, después de un gran esfuerzo,

contar una mentira con apariencia de verdad;

sin embargo la casa, que es su templo, no pue-

de revelar nada más que la auténtica naturaleza

de los que han vivido en ella.) Un carro de ju-

guete y una muñeca descansaban sobre el piso

blanco y negro, del que había sido apartada la

alfombra. Comprendí que los niños se habían

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marchado en ese momento -casi seguramente

para esconderse- en las muchas revueltas de

una escalera de madera labrada, enorme, que

subía majestuosa hacia la parte alta de la sala, o

para acurrucarse y observar desde detrás de los

leones y las rosas esculpidos en la galería supe-

rior. Oí una voz por encima de mí, cantando

como cantan los ciegos, con el alma:

En los huertos tranquilos cercados con muros.

Y ante tal reclamo se despertaron todosmis recuerdos del verano pasado.

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En los huertos tranquilos cercados con muros,Dios bendiga nuestros frutos-decimos:y pueda Dios bendecir también nuestras pérdi-

das,lo que más se ajusta a nuestra condición.

Omitió el quinto verso, un ripio, y repitió:

¡Lo que más se ajusta a nuestra condición!

La vi apoyándose sobre la balaustrada,sus manos entrelazadas, blancas como perlas,sobre el roble.

-¿Es usted..., la persona del otro extremodel Condado? -preguntó.

-Sí, yo..., el del otro extremo del Condado-respondí riendo.

-¡Cuánto tiempo tardó en volver!-. Corrióescaleras abajo, mientras con una mano tocabaapenas el amplio pasamanos-. Dos meses y cua-tro días. ¡Se acabó el verano!

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-Quise venir antes, pero el Destino me loimpidió.

-Lo sabía. Por favor, haga algo con esefuego. A mí no me dejan tocarlo, pero sientoque no arde como debía. ¡Atícele un poco!

Miré a los dos lados de la profunda chi-menea y no encontré más que un trozo de esta-ca medio quemada con el que empujé un leñonegro hasta que ardió.

-Nunca se apaga, ni de día ni de noche-dijo la mujer, a modo de explicación-. Por sillega alguien con los pies fríos.

-Por dentro la casa es todavía más bonita-murmuré. La luz roja se derramaba a lo largode los paneles oscuros pulidos por el tiempo, ylas rosas y los leones de la época Tudor adqui-rieron color y movimiento. Un viejo espejoconvexo, coronado con un águila, conjugaba loselementos del cuadro en su corazón misterioso,deformando una vez más las sombras ya de-formadas y curvando las líneas de la galería enel contorno de un barco. El día se estaba mu-

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riendo casi en borrasca, y la niebla se iba desha-ciendo en una neblina rasgada y deshilachada.A través de las columnitas sin cortinas de laamplia ventana podía ver los valerosos jinetesdel jardín tirar para atrás y recuperar terrenoante el viento que los acosaba con legiones dehojas muertas.

-Sí, debe ser bonita -dijo la mujer-. ¿Quie-re verla? En el piso de arriba

todavía hay bastante luz. La seguí hacia arriba, por la sólida y am-

plia escalinata, hasta la galería, donde se abríanlas puertas isabelinas, delgadas y ondulantes.

-Vea cómo pusieron los tiradores bajos,pensando en los niños -con un toque ligero dela mano hizo oscilar una puerta hacia el interiorde la habitación.

-A propósito, ¿dónde están? -pregunté-.Hoy no los he oído aún.

No respondió inmediatamente.

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-Yo sólo puedo oírlos -replicó despuéssuavemente-. Este cuarto es de ellos; como ve,todo está en orden.

Me mostraba una habitación con un re-vestimiento pesado de madera. Había mesasplegables bajas y sillas para niños. Una casa demuñecas, con su fachada móvil medio abierta(era una de esas divididas en dos mitades uni-das por un gancho), enfrente había un grancaballo-mecedora manchado, cuya silla, bienmullida, servía de apoyo para que los niñossubieran al asiento de la ventana que daba aljardín. Una escopeta de juguete, en un rincón,descansaba junto a un cañón de madera dora-da.

-Seguro que acaban de salir de aquí -susurré. En la luz que se desvanecía una puertarechinó con cautela. Oí el roce de un vestido yel rumor de unos pasos..., unos pies rápidos,que cruzaban un cuarto, más allá.

-Los he oído -exclamó triunfante-. ¿Ustedtambién? ¡Chicos, chicos! ¿Dónde estáis?

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La voz llenó las paredes, que la sostuvie-ron con cariño hasta la última nota perfecta,pero no hubo ningún grito de respuesta, comohabía oído en el jardín. Fuimos con rapidez deuna habitación a otra, caminando por pisos deroble; aquí subiendo un escalón, allí bajandotres; por un laberinto de pasillos; y siempre nosburlaban en nuestro objetivo. Era como intentarcoger a un conejo en una madriguera con sali-das no tapadas y con un solo hurón. Había in-numerables recovecos para esconderse y esca-par después: huecos en las paredes, alféizaresde ventanas que eran simples hendiduras, yque ahora estaban oscurecidos, desde dondeellos podían escurrirse a nuestras espaldas; ychimeneas abandonadas, con dos metros deprofundidad en la mampostería, y luego el la-berinto de las puertas de comunicación. Y, enparticular, la luz del crepúsculo les ayudaba ensu juego. Sorprendí un par de risitas con lasque los niños festejaban que se hubiesen esca-pado, y un par de veces había visto la silueta

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del vestido contra alguna ventana en penum-bra, al final de un pasillo que se iba oscurecien-do. Volvimos a la galería con las manos vacíasen el momento en que una mujer de medianaedad colocaba una lámpara en un nicho.

-No, tampoco yo la he visto esta tarde,señorita Florence -la oí decir-, pero ese Turpindice que quiere verla a usted por lo de su co-bertizo.

-¡Oh, el señor Turpin tiene que estar muyapurado para venir a verme! Dígale que vengaal salón, señora Madden.

Miré hacia abajo, hacia el salón, cuya úni-ca luz provenía del fuego mortecino, y, envuel-tos, en la sombra, los vi por fin. Debían dehaberse escurrido escaleras abajo mientras es-tábamos en los pasillos y ahora se creían perfec-tamente ocultos detrás de un antiguo biombode cuero dorado. Según las leyes del mundoinfantil, mi persecución infructuosa era tan vá-lida como una admisión, pero ya que me habíatomado tanto trabajo en descubrirlos, que deci-

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dí obligarlos a salir del escondite con el simpletruco -detestado por los niños- de fingir que nolos había visto. Estaban pegados los unos a losotros, en un racimo pequeño, eran poco másque sombras, salvo cuando un resplandor im-previsto y momentáneo de fuego les trai-cionaba, descubriendo un contorno de formasentrelazadas.

-Vamos a tomar una taza de té -dijo lamujer-. Creo que tendría que habérselo ofrecidoantes, pero una no hace caso de las convencio-nes cuando vive sola y es considerada... muy...peculiar.

-Entonces, con ironía, dijo-: ¿Quiere unalámpara para ver el té?

-Creo que la luz de la chimenea es muchomás agradable.

Bajamos hasta aquella penumbra delicio-sa y Madden sirvió el té. Orienté mi silla haciael biombo, preparado para sorprender o sersorprendido, según se diera el juego, y con elpermiso de la mujer -ya que el fuego del hogar

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es siempre sagrado-, me incliné a jugar con lasbrasas.

-¿Dónde compra estos magníficos leñoscortos? -pregunté por hablar de algo-. ¡Ah, va-ya, tienen muescas!

-Claro -me dijo-. Como no puedo leer niescribir me veo obligada a usar el antiguo sis-tema inglés de las muescas para hacer miscuentas. Déme uno y le diré lo que significa.

Le alcancé un trozo de avellano todavíano quemado, de unos treinta centímetros delargo, y ella deslizó su pulgar por las muescas.

-Ésta es la cantidad de leche en galones,que dio la casa de la granja el mes de abril delaño pasado - dijo-. No sé qué hubiera hecho yosin estas marcas. Un guardabosque que trabajópara mí en otro tiempo me enseñó el sistema.Ya casi no lo utiliza nadie, pero mis arrendata-rios lo respetan todavía. Uno de ellos va a venira verme ahora. ¡Oh, no importa! No

tendrían que venir después de las horas detrabajo. Es un hombre codicioso, muy codicio-

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so, e ignorante, porque de lo contrario... novendría aquí después del anochecer..

-¿Tiene mucha tierra, entonces? -Unos doscientos acres, gracias a Dios.

Los otros seiscientos están casi todos arrenda-dos a gente que conocía a mis abuelos, peroeste Turpin es nuevo, un salteador de caminos.

-¿Pero usted está segura de que no seré...? -Segura. Usted tiene derecho a quedarse.

Él no tiene niños. -¡Ah, los niños! -dije, y deslicé mi silla ba-

ja hacia atrás hasta que casi tocó el biombo quelos ocultaba-. Me pregunto si vendrán a verme.

Hubo un murmullo de voces -la de Mad-den y otra más grave- que provenían de lapuerta lateral, baja y oscura, y una especie degigante de cabeza amarillenta, con unas polai-nas de lona, del tipo inequívoco del granjeroarrendatario, tropezó o fue empujado.

-Acérquese al fuego, señor Turpin -dijoella.

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-Si..., si no le parece mal, señorita, estoybien aquí, junto a la puerta.

Tenía agarrado el picaporte mientrashablaba como un chico asustado. Inmediata-mente comprendí que era presa de algún temorque lo dominaba completamente.

-¿Y bien? -Es por lo de ese nuevo cobertizo para el

ganado de este año... Nada más. Con las prime-ras tormentas del otoño encima..., pero volveréen otro momento, señorita. -Sus dientes tem-blaban tanto como el picaporte.

-Creo que no -respondió ella con voztranquila-. El cobertizo nuevo. ¿Qué le escribiómi administrador el 15 de este mes?

-Me pareció que tal vez, si venía a hablarcara a cara..., pues, señorita, igual...

Sus ojos, dilatados por el horror, mirabantodos los rincones del salón. Abrió a medias lapuerta por la que había entrado, pero advertíque se cerraba otra vez, desde afuera y con fir-meza.

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-Él le escribió lo que yo le dije -prosiguióella-. Usted tiene ya muchos animales. La gran-ja de Dunnett nunca ha tenido más de cincuen-ta vacas..., ni siquiera en tiempos del señorWright. Y él empleaba el estiércol. Usted tienesesenta y siete y no lo hace. No se atiene al tratode arriendo en ese aspecto. Está exprimiendo elcorazón de la granja.

-Tengo intención de traer minerales..., su-perfosfatos..., la próxima semana. He encarga-do un camión. Mañana iré a la estación de car-ga para enterarme. Después puedo venir yhablar con usted cara a cara, señorita a la luzdel día... ¿Ese caballero se va? - casi gritó.

Yo sólo había deslizado la silla un pocohacia atrás, para poder dar golpecitos en el cue-ro del biombo, pero el hombre se sobresaltócomo un ratón.

-No. Por favor, escúcheme, señor Turpin -la mujer se volvió en su silla para quedar frentea él, que estaba de espaldas a la puerta.

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La mujer le obligó a que explicitara unviejo y sórdido truco: un cobertizo nuevo parael ganado a expensas de la propietaria, de for-ma que con que el estiércol acumulado él po-dría pagar el alquiler del año siguiente, sobre labase de una nueva valoración, desde el mo-mento en que, como ella le había explicado, elhombre lo había sangrado, haciendo baldíos lospastos que antes estaban bien abonados. Nopude menos que admirar la intensidad de sucodicia, cuando observé que se enfrentaba, porpuro interés, a esa situación de terror, fuese laque fuese, que le llenaba la frente de sudor.

Dejé de tamborilear el cuero -en realidad,estaba calculando el costo del cobertizo- cuan-do sentí que mi mano relajada había sido aga-rrada y girada suavemente entre las manos deun niño. Por fin había triunfado. En un instanteme daría vuelta para encontrarme con aquellosinalcanzables niños de pies ligeros.

Un suave beso acarició el centro de mipalma, como un regalo sobre el cual, por una

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vez, se esperaba que los dedos se cerraran: co-mo un signo confiado, no sin cierto reproche,de una criatura expectante que no estaba acos-tumbrada a ser desatendida ni siquiera cuandolos mayores estaban ocupados. Era el fragmen-to de un código mudo, establecido muchotiempo atrás.

Entonces supe. Era como si lo hubiera sa-bido desde el primer día en que miré, desde elotro extremo del prado, hacia la ventana delprimer piso.

Oí que se cerraba la puerta. La mujer sevolvió hacia mí en silencio y comprendí queella también sabía.

No sé decir cuánto tiempo pasó despuésde aquel doble conocimiento. Me sobresaltó lacaída de un leño y mecánicamente me levantépara colocarlo. Luego volví a mi lugar en lasilla, muy cerca del biombo.

-Ahora entiende usted -susurró la ciegaentre las sombras cada vez más densas.

-Sí, ahora entiendo. Gracias.

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-Yo..., yo sólo los oigo. -Inclinó la cabezapara apoyarla entre sus manos-. No tengo dere-cho, sabe..., ningún derecho. No los he engen-drado ni los he perdido... ¡Ni engendrado niperdido!

-Siéntase feliz, entonces --dije, aunque te-nía el alma desgarrada en mi interior.

-¡Perdóneme! Permaneció inmóvil y yo volví a mi pena

y mi gozo. -Fue porque los quería mucho -dijo ella al

fin, con la voz rota-. Ese fue el motivo desde elprincipio... Aun antes que yo supiera queellos.... ellos eran todo lo que yo tendría algunavez. ¡Los quería tanto!

Tendió los brazos hacia las sombras, y alas otras sombras que había dentro de la som-bra.

-Ellos vinieron porque yo los quería...,porque yo los necesitaba. Yo..., yo debo haberhecho que ellos vinieran. ¿Cree qué eso estuvomal?

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-No..., no. -Le aseguro que los juguetes y... y todo

ese tipo de cosas eran tonterías, pero..., pero yosolía odiar mucho las habitaciones vacías cuan-do era niña. -Señaló hacia la galería-. Y los pasi-llos vacíos... ¿Y cómo podía tolerar que la puer-ta del jardín estuviera cerrada? Suponga...

-¡Basta! ¡Por favor, basta! -exclamé. Elcrepúsculo había traído una lluvia fría conviento de temporal que golpeaba en los crista-les de las ventanas.

-Y es como lo de mantener el fuego todala noche. Yo no creo que sea una locura, ¿y us-ted?

Miré el hogar amplio, de ladrillos y vi,creo que a través de lágrimas, que no habíaningún guardafuego de hierro en la boca nicerca de ella y bajé la cabeza en señal de asen-timiento.

-Hice todo eso y muchas otras cosas... só-lo para hacer que lo creyeran. Entonces ellosvinieron. Los oía, pero no sabía que no eran

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míos por derecho hasta que la señora Maddenme dijo...

-¿La mujer del mayordomo? ¿Qué? -Oí... a uno... ella lo vio. Y supo. Era suyo,

no para mí. Al principio yo no sabía. Quizáestaba celosa. Después empecé a entender quesólo era porque los quería, no porque... ¡Oh!Uno debe engendrar o perder -dijo con voztemblorosa-. No hay otra forma... Pero a pesarde todo me quieren. ¡Tienen que quererme!¿No es verdad?

En el salón no había más sonido que eldel chisporroteo de las voces del fuego, pero losdos escuchábamos con atención; por fin ellaencontró consuelo en lo que oía. Se recuperó ycasi se levantó. Seguí sentado, inmóvil, en misilla, cerca del biombo.

-No crea que soy una desdichada porqueme quejo así, pero... estoy envuelta en tinieblas,y usted puede ver.

En realidad yo podía ver, y lo que vi con-firmó mi decisión, aunque

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fuese como separar la carne del espíritu. Sinembargo, quería quedarme un poco más, yaque esa vez era la última.

-¿Usted cree que no es justo? -exclamócon voz seca, aunque yo no había dicho nada.

-Para usted es distinto. Mil veces. En sucaso es justo... No tengo palabras para expresarmi agradecimiento. En mi caso no sería justo.Pero si yo fuese...

-¿Por qué? - dijo, pero pasó su mano pordelante de su cara, tal como había hecho ennuestro segundo encuentro en el bosque-. ¡Oh,ya entiendo! -prosiguió con sencillez infantil-.En su caso no sería justo. -Después se oyó unaleve risa ahogada-. ¿Recuerda? Dije que erausted la persona más dichosa, se lo dije nadamás conocernos. ¡Usted no debe volver aquí!

Se fue, y yo me quedé sentado todavía unpoco cerca del biombo, y oí el rumor de suspasos, que se alejaban lentamente por la galeríadel piso de arriba.

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UNA GUERRA SÓLOPARA SAHIBS

¿Un pase? ¿Un pase? ¿Un pase? Ya tengouno que me permite viajar en tren desdeKroonstadt a Eshtellenbosch, donde están loscaballos, donde puedo cobrar mi paga, y antesde volver a india. Yo soy un... soldado de caba-llería del Gurgaon Rissala, el 141° de Caballería

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del Punjab. No me haga ir junto a ese montónde kafirs negros. Soy un sij..., un soldado de ca-ballería al servicio del gobierno indio. ¿El sahibteniente no entiende mi forma de hablar? ¿Hayen este tren algún sahib que pueda hacer deintérprete a un soldado del Gurgaon Rissala,que le pueda ayudar en este país del demonio,donde no hay harina, ni aceite, ni especias, nipimienta roja y no se respeta debidamente a unsij? ¿Nadie puede ayudarme?... ¡Loado seaDios, un sahib como mandan! ¡Protector de lospobres! ¡Hijo del cielo! Di al joven sahib tenien-te que mi nombre es Umr Singh; soy... estaba alservicio del sahib Kurban, ahora muerto, y ten-go un pase para ir a Eshtellenbosch, donde es-tán los caballos. ¡No permita que me metan conese montón de kafirs negros!... Sí, me sentaréen este vagón hasta que el Hijo del Cielo hayaexplicado la situación al joven sahib tenienteque no comprende nuestra lengua.

¿Qué órdenes? ¿El joven sahib teniente nome deja continuar? ¡Bien! ¿Debo ir a Eshtellen-

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bosch en el siguiente tren? ¡Bien! ¿Viajaré con elHijo del Cielo? ¡Bien!

Entonces hoy me pondré al servicio delHijo del Cielo. ¿Querrá el Hijo del Cielo hacer-me el honor de sentarse? Aquí hay un vagónvacío; extenderé mi manta sobre un rincón,así..., porque el sol es fuerte, aunque no tanfuerte como en mayo en nuestro Punjab. La voya sujetar aquí arriba, así, y acomodaré la pajaasí, para que la Presencia pueda sentarse có-modamente hasta que Dios nos envíe un trenpara Eshtellenbosch...

¿La Presencia conoce el Punjab? ¿Lahore?¿Amritzar? ¿También Attaree? Mi aldea estátres millas al norte de Attaree, más allá de loscampos, cerca de una gran casa blanca que fuecopiada de la de la Gran Reina, cerca... cerca...,he olvidado el nombre. ¿Puede recordarlo laPresencia? ¡Sirdar [jefe] Dyal Singh Attare-ewalla! Sí, ése es; pero, ¿cómo lo sabe la Presen-cia? ¿Nació y se crió en India? ¡Ooh! Entonceslas cosas cambian. Así todo es diferente. ¿La

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niñera del sahib era una surtee [natural de Su-ratl de la zona de Bombay? Lástima. Tendríaque haber sido una chica del norte, porque sonniñeras robustas. No hay tierra como el Punjab.Y no hay gente como los sijs. Mi nombre esUmr Singh. ¿Viejo? Sí. ¿Y nada más que solda-do después de todos esos años? Sí. Y si el sahibduda, mire mi uniforme. No, no, el sahib mirademasiado cerca. Todas las insignias del rangome las quité hace mucho tiempo, pero..., esverdad, el paño de mi chaqueta no es el queusan normalmente los soldados, y -el sahibtiene ojos penetrantes- esa marca oscura es co-mo la marca que deja una cadena de plata quese lleva en el pecho durante mucho tiempo. ¿Elsahib dice que los soldados no llevan cadenasde plata? Nooo. ¿Los caballerizos no llevan la"Orden de la India británica"? No. El sahib ten-dría que haber sido policía en el Punjab. No soyun soldado, pero he servido a un sahib durantecasi un año como lacayo, mayordomo, criado,las tres cosas y las tres a la vez. ¿El sahib dice

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que los sijs no se ocupan de tareas serviles? Esverdad, pero era para el sahib Kurban... mi Sa-bih Kurban..., ¡que ha muerto hace tres largosmeses!

Joven, de cara rosada, con ojos azules, teníala costumbre de marcar el tiempo con los piesmientras cantaba y hacía sonar las articulacio-nes de sus dedos. Así lo hacía su padre, antesque él, el Vicecomisario de Jullundur en tiem-pos de mi padre, cuando yo cabalgaba con elGurgaon Rissala. ¿Mi padre? Jwala Singh. Unsij de sijs: luchó contra los ingleses en Sobraony llevó la señal hasta su muerte. Así que yo ymi sahib Kurban estábamos unidos casi por unlazo de sangre. Sí, fui soldado al principio -incluso llegué a ser cabo-, y mi padre me regalóun negro semental bayo de sus propias cuadrasese día; y él era un pequeño baba, sentado enuna pared junto a la plaza de armas con su ni-ñera, vestido de blanco -sahib-, riéndose mien-tras terminábamos la instrucción. Su padre y elmío charlaban, y el mío me hizo señas para que

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me acercara, desmonté y pusieron el baba enmis brazos -han pasado desde entonces diecio-cho... veinticinco... veintiséis años..., sahib Kur-ban! ¡Mi Sahih Kurban! ¡Oh, nos hicimos gran-des amigos! Echó los dientes en la empuñadurade mi espada, como dice el proverbio. Me lla-maba el Gran Umr Singh: Buwwa UmwaSingh, porque no sabía pronunciar todavíabien. No era más que así de alto, sahib, midien-do desde el piso de este vagón, pero conocía atodos nuestros soldados por el nombre..., a to-dos... Se fue a Inglaterra, se convirtió en un mo-zo y volvió a India, balanceándose un poco alcaminar, haciendo sonar las articulaciones delos dedos, y regresó a su regimiento y a mi la-do. No había olvidado nuestra lengua ni nues-tras costumbres. Era un sij en su corazón, sahib.Era rico, generoso, justo, un buen amigo de lospobres soldados, de vista aguda, simpático ydespreocupado. Yo podría contar muchas cosasde él en aquellos años. Muy poco era lo que yono sabía; yo era su Umr Singh, y cuando está-

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bamos solos me llamaba padre y yo lo llamabahijo. Sí, así nos llamábamos. Hablábamos tran-quilamente de todo: de la guerra, de las muje-res, del dinero, de los ascensos, y de cosas porel estilo.

Hablábamos también de esta guerra, mu-cho antes de que explotara. Había muchosvendedores ambulantes, buhoneros y unos po-cos pataníes en este país, en especial en la ciu-dad de Yunasbagh (Johannesburgo), y cadasemana enviaban noticias de cómo los sahibspermanecían desarmados bajo el talón de loscarceleros bóers; y cómo transportaban grandescañones, arriba y abajo, por las calles, paramantener en orden a los sahibs, cómo murió unsabib llamado sahib Eger [¿Edgar?] por unabroma de los bóers. ¿El sahib sabe que noso-tros, en India, oímos todo lo que ocurre en elmundo? No se cargaba un fusil en Yunasbaghcuyo eco no llegara a India en un mes. Lossahibs son muy inteligentes, pero olvidan quesu propia inteligencia creó el dak [correo] y que

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por un anna o dos todo se sabe. Nosotros, losde India, escuchábamos, oíamos y hacíamossuposiciones; cuando fue seguro, como lo con-taban los buhoneros y los verduleros, que lossahibs de Yunasbagh estaban sometidos a losbóers, algunos hicimos preguntas y esperamosrespuestas. Otros no entendieron esas señales.¡Por fin, sahib, llegó la larga guerra de Tirah!Sahib Kurban sabía todo esto y hablamos delasunto. Él dijo: "No hay prisa. Pronto luchare-mos y lucharemos por toda India en esta tierraque se extiende entorno a Yunasbagh." Y enesto dijo la verdad. ¿El sahib no está de acuer-do? Muy bien. Por India los sahibs hacen estaguerra. No se puede gobernar en un sitio y es-tar sometido en otro. O se manda en todas par-tes o se obedece en todas. Dios no hace nacio-nes a trozos. Es cierto.... cierto..., ¡cierto!

Así maduraron las cosas: un paso trasotro. A mí no me importaba nada, sólo quepienso -¿el sahib lo ve también así?- que es es-túpido reunir un ejército y romperle el corazón

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sin hacer nada. ¿Por qué no llamaron a loshombres del Tocbi, a los de Tirah, a los de Bu-ner? Una locura, mil veces locura. Nosotrospodríamos haberlo hecho sin ruido..., suave-mente.

Después, un día, el sahib Kurban me hizollamar y dijo: "¡Mira, Dada, estoy enfermo y elmédico me da un certificado para varios me-ses!" Y me guiñó el ojo y le dije: "Voy a pedir unpermiso y te cuidaré, hijo. ¿Tengo que llevar miuniforme?" Él dijo: "Sí, y una espada para queun enfermo se pueda apoyar en ella. Vamos aBombay y de allí, por mar, al país de los bubs-bis [negros]." ¡Observe su astucia! Fue el prime-ro, entre todos nuestros hombres en los regi-mientos indígenas, en pedir permiso por en-fermedad y en venir aquí. Ahora no permitenque nuestros oficiales viajen, enfermos o sanos,si antes no hacen una declaración por escrito deque no tomarán parte en el juego de la guerrapor el camino. Pero él era inteligente. Nohabía ni rumores de guerra cuando pidió su

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permiso por enfermedad. ¿Si yo vine también?Claro que sí. Fui a ver a mi coronel, y sentadoen una silla (soy.... era..., de ese rango para elque hay una silla cuando se habla con el coro-nel) dije: "Mi hijo está enfermo. Déme un per-miso, porque soy viejo y también estoy enfer-mo."

El coronel, haciendo un juego de palabrascon el inglés y nuestra lengua, dijo: "Sí, es ver-dad que eres un sij (Juego de palabras entresikh, guerrero-religioso y sick, enfermo) ." Y mellamó viejo diablo, bromeando, como cuandoun soldado bromea con otro; y me dijo que misahib Kurban era un mentiroso, por lo de susalud (lo que también era verdad) y por fin se

puso de pie, me estrechó la mano, me auto-rizó a ir y me ordenó que trajera de vuelta a misahib sano y salvo. ¡Traer de vuelta a miSahib!... ¡Ay de mí!

Y así fui a Bombay con el sahib Kurban,pero allí, a la vista del Agua Negra [océano],Wajib Alí, su lacayo, se encabritó como un ca-

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ballo que no quiere proseguir y dijo que sumadre había muerto. Entonces le dije al sahibKurban: "¿Qué importancia tiene un cerdo mu-sulmán más o menos? Dame las llaves de losbaúles y te preparo la camisa blanca para lacena." Dejé a Wajib Alí junto al hotel Watson yesa noche preparé las navajas de afeitar delsahib Kurban. Le digo, sahib, que yo, un sij delos Khalsa, un hombre que nunca se ha afeitadola barba ni se cortó el pelo, preparé las navajas.Pero no me puse el uniforme mientras lo hacía.Por otro parte, el sahib Kurban, reservó en elbarco un camarote para mí exactamente igual alsuyo y hasta me hubiera puesto un criado.Hablamos de muchas cosas durante el viaje poreste país; y el sahib Kurban me dijo cómo, se-gún él, se habría desarrollado la guerra. Medijo: "Han mandado hombres de a pie parapelear con hombres a caballo, y mostrarán es-trepitosamente indulgencia con estos bóers,pues todo el mundo cree que se comportancomo hombres blancos." Me dijo: "El único

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error de esta guerra es que el Gobierno no nosha llamado a nosotros; ha querido que la guerrafuera sólo para sahibs. Decía la verdad..., ¡decíala verdad! Ocurrió lo que el sahib Kurban habíapredicho.

Y vinimos a este país, llegamos a Ciudaddel Cabo, que está allá abajo, lejos, y el sahibKurban dijo: "Lleva el equipaje al gran bunga-low; voy a buscar un empleo adecuado para unhombre enfermo." Me vestí con el uniforme demi rango y fui al gran bungalow, que se llama-ba Maun Nihál Seyn, e hice colocar los pesadosbaúles en el sótano -¿lo conoce el sahib?-, queestaba lleno de espadas y de baúles de los ofi-ciales. Ahora está más lleno aún: ¡equipajes dehombres muertos y todo! Tuve el cuidado depedir un recibo por los tres bultos que deposité.Debo devolverlos al Punjab.

Al poco tiempo regresó el sahib Kurban,balanceándose un poco al caminar, rasgo muyconocido para mí, y dijo: "Hemos nacido bajouna buena estrella. Vamos a Eshtellenbosch,

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como responsables del transporte de caballos."Recuerde que el sahib Kurban era jefe de es-cuadrón del Gurgaon Rissala, y yo era UmrSingh. Así que le dije, hablando como hacemos- como hacíamos- cuando no hay nadie cerca:"Tú eres palafranero y yo mozo de cuadra, pero¿qué tipo de promoción es ésta, hijo?"

Se echó a reír y respondió: "Es la manerade mejorar nuestra posición. ¡Ten paciencia,padre!" (¡Cierto!, él me llamaba padre cuandono había nadie cerca de nosotros.) "Esta guerrano termina mañana ni dentro de dos días. Hevisto a los nuevos sahibs"; me dijo, "y son pa-dres de búhos..., todos..., todos..., ¡todos!".

Así fuimos a Eshtellenbosch, donde estánlos caballos; sahib Kurban realizaba el trabajode mozo de cuadra. Y los nuevos sahibs llega-dos de Dios sabe dónde llevaban todo sin nin-guna previsión, pues nunca habían visto mon-tar una tienda de campaña ni clavar una estaca.Estaban llenos de celo, pero vacíos de co-nocimiento. Después vinieron, poquito a poco,

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de India esos pataníes: son igual que esos bui-tres de ahí arriba, sahib, siempre preparadosdonde muere la gente. Y llegaron a Eshtellen-bosch algunos sijs-aunque sólo muzbees— yalgún mono de Madrás. Vinieron con caballos.Puttiala envió caballos; Jhind y Nabha enviaroncaballos. Todos los pueblos de los Khalsa man-daron caballos. Sólo Dios sabe qué hacía el ejér-cito con ellos, a nos ser que se los comierancrudos. Usaban a los caballos como una corte-sana los afeites: a manos llenas. Todos esos ca-ballos necesitaban muchos hombres. El SabihKurban me pidió (¡Un orden para mí!) que mepusiera al frente de unos ordinarios -bubshih-,cuyo contacto y hasta su sombra era una con-taminación. Comían sin parar, dormían bocaabajo, se reían sin motivo, como animales. Aalgunos los llamaban Fingoes y a otros, creo,kgfirs rojos, pero eran todos cafres, basura queno se puede nombrar. Les enseñé a dar agua ycomida a los caballos, a limpiar la cuadra y apasarles la bruza. Yo supervisaba el trabajo de

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los barrenderos, fui un jemadar de mehtras (jefede una banda de barrenderos) y el Sabih Kur-ban apenas algo más, durante cinco meses. Ma-taban a nuestros hombres y nadie los vengaba.Era una guerra de locos armados con armas demagos. ¡Cañones que mataban a una distanciade medio día de marcha y hombres inexpertos,que caminaban a ciegas entre matorrales altos yeran ahuyentados como reses por los bóers!Respecto a Eshtellenbosch..., yo no soy unsahib, sólo un sij. No habría acuartelado en esaciudad más de un escuadrón del Gurgaon Ris-sala -un escuadrón pequeño- y habría dado unalección a esa ciudad hasta que sus habitantesaprendieran a besar la sombra de un caballo delGobierno, inclinándose hasta el suelo. Hay mu-chos mullahs (sacerdotes] en Eshtellenbosch.Predicaban el jebaud (guerra santa) contra no-sotros. Ésta es la verdad, y todos lo sabían. ¡Y lamayoría de las casas tenían el techo de paja!¡Una guerra de locos!

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Después de cinco meses mi sahib Kurban,que había adelgazado, dijo:

"Nos han premiado. Mañana partimoshacia el frente con los caballos

y, una vez lejos de aquí, me sentiré dema-siado enfermo para volver. Prepara el equipa-je."

De modo que partimos, con algunos ka-firs, que llevaban caballos destinados a un nue-vo regimiento recién desembarcado. El segun-do día de tren, cuando estábamos abrevando alos animales en una localidad desolada, sinbazar alguno, salió del vagón de los caballos untal Sikander Khan, que había sido jemadar desaises (jefe de mozos de cuadra) en Eshtellen-bosch y que servía como caballerizo en un re-gimiento de la frontera afgana. El sahib Kurbanlo insultó duramente por su deserción, pero elpataní levantó las manos, pidiendo disculpas, yla ira del sahib Kurban se aplacó y lo unió anuestro servicio. Así que éramos tres: sahibKurban, yo y Sikander Khan, un sahib, un sij y

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un sag (perro). Pero el hombre dijo con razón:"Estamos lejos de nuestra tierra y ambos esta-mos al servicio del imperio. Hagamos una tre-gua hasta volver a ver el Indo." He comido delmismo plato que Sikander Khan, y tambiéncarne de vaca, por lo que sé. Él dijo la nocheque robó carne de cerdo en lata, de una tiendade suministros, que en su Libro, el Corán, estáescrito que el que emprende una guerra santaqueda libre de obligaciones religiosas. ¡Bah! Ésetenía tanta religión como pizcas de sal y aguase pueden coger con la punta de una espada enuna pila bautismal. Robó un caballo a un regi-miento nuevo e inexperto. Yo también me pro-curé allí un jamelgo gris. Esos regimientos nue-vos dejaban que sus caballos se alejasen dema-siado.

¡Algunos, sin pudor, habrían querido lle-varse nuestros caballos mientras íbamos decamino! Exhibían órdenes de requisar y autori-zaciones para llevarse los caballos, y un par deveces habían querido desenganchar los vago-

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nes, pero sahib Kurban era astuto y yo no pre-cisamente tonto. No hay mucha honestidad enel frente. En especial, había una congregaciónde ladrones de caballos muy experimentados;sahibs altos, delgados, que hablaban casi siem-pre por la nariz y decían a cada momento: "¡Alinfierno!", que en nuestra lengua significa Je-hannum ko jao. Llevaban, cada uno, una hojade parra en el uniforme y cabalgaban como sifueran hijos de reyes. No cabalgaban como sijs.¡Cabalgaban como los Ustrelyabs! (australia-nos) Los Ustrelyabs, a los que conocimos des-pués, también hablaban por la nariz -nada pe-queña- y eran hombres altos, oscuros, de ojosgrises, claros, con muchas pestañas, como losojos de los camellos -hombres bien hechos -, untipo de sahib nuevo para mí. A cada momentodecían: "No fee-ab'; que en nuestra lengua sig-nifica DurroMut[no tengan miedo], así que losllamábamos los Durro Muts. Los hombres os-curos y altos, casi todos excelentes jinetes, detemperamento caliente, pues se enfadan con

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facilidad, que hacían la guerra como había quehacerla, y que bebían el té como una duna deldesierto se bebe el agua. ¿Ladrones? Un poco,sahib. Sikander Khan me juró que lo eran y élviene de una familia en la que, diez gene-raciones, fueron todos ladrones de caballos; élme juró que un pataní era un niño comparadocon un Durro Mut, en relación con el robo decaballos. A los Durro Muts no les gusta nadaandar. Son como las gallinas en carretera. Poreso no pueden prescindir de los caballos. Hom-bres bien puestos, con la bravura que se necesi-ta para la guerra. "¡Ah! No, fee-ah." Ellos en-tendieron lo que valía el sahib Kurban. Ellos nole pidieron que barriese establos. No queríanque se fuera. Sustituyó a un oficial, que teníafiebre, y les acompañó un día por una regiónllena de bajas colinas, como la embocadura delpaso de Khaibar; y por la noche, cuando volvie-ron, los Durro Muts dijeron: "¡Ya illab! Éste esun hombre. ¡Robémoslo!" Así que robaron a misahib Kurban como podrían haber robado

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cualquier otra cosa que necesitaran y en su lu-gar mandaron a Eshtellenbosch a un oficialenfermo. De esta forma el sahib Kurban volvióotra vez a su rango, y yo fui su lacayo, y Sikan-der Khan su cocinero. La orden estaba muyclara: era una guerra sólo para sahibs, pero nohabía disposiciones de que un lacayo y un coci-nero no cabalgaran con su sahib, y nosotros noteníamos otra ropa que no fueran nuestros uni-formes. Cabalgamos de arriba abajo por estemaldito país, donde no hay ni bazares, ni le-gumbres, ni harina, ni aceite, ni especias, nipimienta roja, ni leña: nada, que no fuese trigoque moler y animales que matar. Por lo que yovi, no hubo grandes batallas, pero muchos ca-ñonazos. Cuando éramos muchos, el bóer salíade casa a darnos la bienvenida, ofrecernos caféy enseñarnos purwanas[permisos] de generalesingleses tontos, que habían hecho ese mismocamino antes, certificando que esta gente erapacífica y amistosa. Cuando éramos pocos, separapetaban detrás de las rocas y nos dispara-

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ban. La orden era que ellos eran sahibs y queésta era una guerra sólo para sahibs. ¡Bien! Pe-ro, según lo entiendo yo, cuando un sahib va ala guerra, se pone ropas de guerra y sólo losque llevan esa ropa pueden tomar parte en laguerra. ¡Bien! También entiendo eso. Pero esagente se comportaba como los habitantes deBirmania o como los afridis. Disparaban a pla-cer y cuando se veían acorralados escondían lasarmas y exhibían los purwanas o se metían enuna casa y decían que eran granjeros. ¡Unosgranjeros capaces hasta de acuchillar a las tro-pas de Madrás en Hlinedatalone [Birmania]!¡Unos granjeros que degollaron al sahib Ca-vagnari y a sus guías en Kabul! Les dimos unalección a esos hombres, sin duda..., quince, no,veinte arrastramos fuera, a la galería que hayfrente a Bala Hissar. Pensé que el sahib Jung-i-lat [el comandante en jefe] se acordaría de losviejos tiempos, pero... no. Nos disparaban detodas partes y dio a conocer una proclama quedecía que no habían venido a combatir contra el

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pueblo sino contra determinado ejército, unejército que, en realidad, era todo el grupo delos bóers, que, entre todos, no llevaban suficien-te un uniforme para hacer un taparrabos. Unaguerra de tontos desde el principio hasta el fin;porque es evidente que habría que colgar a to-dos los que luchan, si luchan con un arma enuna mano y un purwana en la otra, como haceesa gente. Sin embargo, cuando ya les había-mos dado lo suyo, los recibíamos con honor, lesdábamos permisos, descansos y comida parasus mujeres y sus hijos y castigábamos severa-mente a nuestros soldados si se atrevían a tocarsus gallinas. Así que no era suficiente hacer eltrabajo una vez, con pocos muertos, sino quehabía que empezar de nuevo tres y cuatro ve-ces. Hablé mucho de esto con el sahib Kurban yél decía: "Ésta es una guerra sólo para sahibs.Es la orden." Y una noche, cuando SikanderKhan se propuso ir al otro lado de la empaliza-da con su cuchillo para demostrarles cómo seactuaba en la frontera afgana, el sahib le dio un

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golpe entre los ojos que casi le parte la cabeza.Entonces Sikander Khan, con la cabeza venda-da -como si fuera un camello enfermo-, le hablódurante media marcha y estaba más perplejoque yo, y juró que habría vuelto a Esh-tellenbosch. Pero en privado, el sahib Kurbanme aseguró que él hubiera soltado a los sijs y alos gurkas contra esa gente hasta que toda lapoblación se hubiera postrado a nuestros piescon la frente en el polvo. Pues una guerra así nola podrían aguantar.

¿Nos disparaban? Claro que nos dispara-ban desde las casas que mostraban banderablanca; pero, cuando conocieron nuestras cos-tumbres, sus viudas mandaron noticias concorreos kafirs y desde entonces el tiroteo dis-minuyó. ¡No fee-ah! Todos los bóers con losque nos enfrentábamos tenían purwanas fir-mados por generales locos, que atestiguabanque ellos eran personas bien intencionadas enrelación con el Estado. También tenían un buennúmero de fusiles, y municiones, que escondí-

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an en el desván. Las mujeres lloraban sin con-suelo cuando quemábamos esas casas, pero nose acercaban mucho cuando las llamas llegabanlas techumbres de paja, por temor a que esta-llaran las municiones. Las mujeres de los bóersson muy inteligentes. Más inteligentes que loshombres.

¿Los bóers son inteligentes? ¡Nunca, na-die! Lo que pasa es que los sahibs son tontos.Los sahibs tienen que decir que los bóers soninteligentes, pero sólo para mantener su honor.La increíble locura de los sahibs ha hecho inte-ligentes a los bóers. Los sahibs tendrían quehabernos enviado a nosotros.

Pero los Durro Muts lo hicieron bien. Sa-bían cómo tratar el territorio por el que pasa-ban: no como lo hubiéramos hecho nosotros,los de India, pero no eran tontos. Una noche,mientras estaba echado en la cima de una coli-na, al sereno, vi a lo lejos una luz en una casaque estuvo encendida durante la sexta parte deuna hora y se apagó. Después reapareció tres

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veces durante la doceava parte de una hora. Selo hice notar al sahib Kurban, porque se tratabade una casa que había sido respetada, ya quelos que vivían allí tenían varios permisos y ju-raban fidelidad agarrados a nuestros estribos.Pedí al sahib Kurban: "Envía medio destaca-mento, hijo, y destruye esa casa. Están haciendoseñales a sus camaradas."

Se echó a reír, echado, y afirmó: "Si escu-chara a mi lacayo Umr Singh, no habrían que-dado ni diez casas en toda esta tierra." Repli-qué: "¿De qué sirve dejar una? Lo mismo pasaen Birmania. Hoy son granjeros y mañana sol-dados. Tratémoslos como se merecen." Se echóa reír y se acurrucó bajo la manta; yo observé laluz lejana de la casa hasta que se hizo de día.He participado en ocho guerras en la fronteraafgana, sin contar la de Birmania. La primeraguerra de Afganistán; la segunda guerra deAfganistán; las dos guerras de Mahsud Waziri(y son cuatro); las dos guerras de la MontañaNegra, si mal no recuerdo; las de Malakand y

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Tirali. No cuento la de Birmania y otras meno-res. ¡Yo sé cuándo se hacen señales de una casaa otra!

Toqué a Sikander Khan con el pie y tam-bién él las vio. Me dijo: "Uno de los bóers quetrajo calabazas para nuestro rancho, las que freíanoche, vive en aquella casa." Le pregunté:"¿Cómo lo sabes?" Respondió: "Porque saliógalopando en otra dirección, pero observé quesu caballo se encabritaba en la curva del cami-no; antes que se fuera la luz, me aparté delcampamento para hacer la oración nocturnacon los prismáticos del sahib Kurban y desdeuna colina baja vi el caballo pinto del vendedorde calabazas que se dirigía al galope hacia esacasa."

No dije nada, pero agarré los prismáticosdel sahib Kurban que él tenía entre sus manosgrasientas y los limpié con un pañuelo de sedaantes de volver a guardarlos en su estuche. Si-kander Khan me dijo que él había sido el pri-mer hombre que había usado prismáticos en el

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valle de Zenab, y gracias a esto había puesto fina dos peleas familiares aprovechando un per-miso de tres meses. Pero, de todos modos, eraun mentiroso.

Ese día, el sahib Kurban, con unos diezsoldados, fue enviado en avanzadilla para ex-plorar el terreno donde íbamos a acampar. LosDurro Muts se movían con extrema lentitud enesos momentos. Llevaban mucho peso, entre eltrigo, el forraje y los carros, y estaban ansiosospor dejar todo eso en algún pueblo y proseguir,ya aligerados, hacia otros asuntos más ur-gentes. Así que el sahib Kurban les buscaba unatajo, algo desviado de la línea de marcha. Es-tábamos doce millas por delante del grueso delas tropas y llegamos a una casa, al pie de unagran colina cubierta de matorrales, con un nu-llah -que es como llaman ellos a los barrancos-por detrás, y un refugio antiguo de piedrasapiladas, al que ellos llaman kraal, por delante.A los lados de la puerta crecían dos arbustos es-pinosos, como las mimosas, con las ramas cu-

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biertas de flores de color dorado, y el techo eratodo de paja. Delante de la casa se extendía unvalle de piedras que se elevaba hasta otra colinacubierta de vasta vegetación. En la galería exte-rior vimos un anciano: un hombre viejo de bar-ba blanca y con una verruga en el lado izquier-do del cuello; y una mujer gorda, con ojos decerdo y mandíbula de cerdo; y un joven alto yalgo retrasado. Éste tenía la cabeza calva, nomás grande que una naranja, y las cavidades desu nariz estaban consumidas por una enferme-dad. Se reía, babeaba y se movía pesadamentedelante del sahib Kurban. El hombre trajo caféy la mujer nos mostró purwanas firmados portres sahibs generales, en los que se certificabaque ellos eran gente de paz y de buena vo-luntad. Aquí están los purwanas, sahib. ¿Elsahib conoce a los generales que los firmaron?

Los habitantes de la casa juraron que elterritorio estaba libre de bóers. Eso fue más omenos a la hora de la cena. Me quedé cerca dela galería, junto a Sikander Khan, que husmea-

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ba como un chacal tras un rastro perdido. Porfin, me agarró del brazo y me dijo: "¡Mira allá!El sol pega en la ventana de la casa que hacíaseñales anoche. Desde esta casa se puede veraquélla." Y miré hacia la colina que había a susespaldas, toda llena de arbustos, y contuve elaliento. Entonces el idiota de la cabeza calvabailó a mi alrededor y echó para atrás la cabeza,miró hacia el techo y se rió como una hiena, y lamujer gorda habló a gritos, como para taparalgún ruido. Después de eso, me dirigí a la par-te trasera de la casa, con el pretexto de buscaragua para el té y vi en el suelo cuatro bostasfrescas de caballo y en la tierra muchas marcasrecientes de cascos y allí, entre la suciedad,había caído un cartucho.

Entonces el sahib Kurban me habló ennuestra lengua y dijo: "¿Es buen sitio para hacerté?" Y, como sabía lo que quería decirme, lecontesté: "Hay demasiados cocineros en esacocina. Montemos a caballo y vayámonos, hijo."Yo me volví y él, sonriendo, dijo a la mujer:

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"Prepara comida y cuando hayamos desatadolas cinchas entraremos a comer." Pero a sushombres les dijo en un susurro: "!A caballo, deprisa!" No. No apuntó al viejo ni a la mujergorda con su fusil. No era su costumbre. Algúntonto de los Durro Muts, que tendría hambre,levantó la voz para discutir la orden de escapar,y antes de que hubiéramos montado en la silla,llegaron muchos disparos desde el techo, defusiles que asomaban entre la paja. Ante esto,nos lanzamos a caballo por el valle de piedras,y los enemigos nos disparaban desde el barran-co que había tras la casa y desde la colina quese levantaba tras el barranco y también desde eltecho de la casa: tantos disparos que parecía unconcierto de tambores en las colinas. EntoncesSikander Khan, inclinado sobre su silla, dijo:"Esta acogida no es para sólo nosotros, es tam-bién para el resto de los Durro Muts." Y le inte-rrumpí: "Calla y mantén tu posición." Porquesu puesto estaba detrás de mí y yo cabalgabadetrás del sahib Kurban. ¡Pero estas balas nue-

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vas son capaces de atravesar a cinco hombresen fila! Ninguno de nosotros fue alcanzado, yllegamos a la colina rocosa; y el sahib Kurbanse volvió en la silla y exclamó: "¡Mira al viejo!"Estaba en la galería disparando a toda veloci-dad con un fusil, la mujer lo acompañaba con elidiota, y tenían fusiles. El sahib Kurban se echóa reír y yo lo agarré de la muñeca, pero... SUdestino estaba escrito. La bala pasó por debajode mi axila y se le incrustó en el hígado; lo llevéhacia atrás, entre dos grandes rocas. ¡SahibKurban, mi sahib Kurban! Desde el nullah, de-trás- de la casa, y desde las colinas llegó la tro-pa de bóers y eran más de cien; Sikander Khandijo: "Ahora ya sabemos lo que significaba esaseñal de anoche. Dame el fusil." Agarró el rifledel sahib Kurban -en esta guerra de locos sólolos doctores van armados de espadas- y se tiróboca abajo, en el suelo, listo para hacer su tra-bajo. Pero el sahib Kurban se volvió desdedonde estaba tendido y murmuró: "Estáte quie-to. Esta guerra es sólo para sahibs." Y el sahib

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Kurban levantó su mano..., así; y sus ojos sevolvieron hacia mí y perdieron la conciencia, yle di agua para que pudiera irse más rápida-mente. Y mientras bebía, su espíritu recibióautorización...

Así fue el combate, sahib. Nuestros DurroMuts ocupaban una colina que se extendía denorte a sur, donde se hallaba el cuerpo princi-pal, y los bóers ocupaban un valle, que se des-plazaba de este a oeste. Había más de cien ynuestros hombres eran diez, pero contuvieron alos bóers en el valle, mientras nosotros subimosvelozmente por la colina hacia el sur. Vi a tresbóers cuando salieron a campo abierto. Enton-ces volvieron a ocultarse y abrieron un fuegomasivo contra las rocas que escondían a nues-tros hombres; pero nuestros hombres eran inte-ligentes y no se dejaban ver, sino que se retira-ban más, lejos; siempre hacia el sur; el ruido dela batalla se replegaba también hacia el sur,desde donde oíamos los disparos de cañones degran calibre. Cayó una oscuridad profunda y

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Sikander Khan encontró entre las rocas unavieja madriguera de chacal, en la que desliza-mos el cuerpo del sahib Kurban de pie.

Sikander Khan tomó sus prismáticos y yoagarré su pañuelo y algunas cartas y un objetoque ya sabía que colgaba de su cuello, y Sikan-der Khan es testigo de que envolví todo en elpañuelo. Después hicimos juntos un juramento,y nos quedamos allí llorando al sahib Kurban.

Sikander Khan lloró hasta que salió el sol:incluso él, ¡un patani, un musulmán! Toda esanoche escuchamos disparos en dirección sur y,cuando llegó el amanecer, el valle estaba llenode bóers en sus carros y a caballo. Se reunieronalrededor de la casa, como pudimos ver con losprismáticos del sahib Kurban, y el viejo que,supongo, era sacerdote, los bendijo y les predi-có acerca de la guerra santa, agitando su brazo;la mujer gorda les llevó café y el idiota hizopiruetas entre ellos y dio besos a sus caballos.Después se marcharon al galope; subieron a lascolinas y no los volvimos a ver; un esclavo ne-

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gro salió de la casa y lavó el umbral con agualimpia. Sikander Khan vio con los prismáticosque aquella mancha era sangre. Y se rió dicien-do: "Allí hay hombres heridos. Todavía podre-mos vengarnos."

Hacia el mediodía vimos en dirección surun humo fino y alto, como el humo que haríauna casa quemándose a la luz del sol, y Sikan-der Khan, que sabe cómo orientarse entre lascolinas, dijo: "Por fin hemos incendiado la casadel vendedor de calabazas desde la que man-daban señales " Y le repliqué: "¿Que importaahora que han matado a mi hijo? Déjame quellore por él." El humo era muy alto, y el viejo,yo lo vi, salió a la galería para mirarlo y agitó elpuño en esa dirección. Nos quedamos allí, in-móviles hasta el atardecer, sin comida ni agua,porque habíamos hecho voto de no comer nibeber hasta haber arreglado el asunto. Me que-daba un poco de opio, y le di la mitad a Sikan-der Khan, porque él quería al sahib Kurban.Cuando fue total la oscuridad, afilamos nues-

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tros sables en una piedra suave y mojada, queafilaba bien el acero; nos quitamos las botas,bajamos hasta la casa y miramos por las ven-tanas sin hacer ruido. El viejo estaba sentado,leyendo un libro; la mujer estaba acurrucadajunto al hogar y el idiota, tendido en el suelo,con la cabeza apoyada en las rodillas de la mu-jer, contaba sus dedos y reía, y ella reía con él.Así supe que eran madre e hijo y yo tambiénme reí, porque lo había sospechado cuando re-clamé la vida y el cuerpo de ella en la discusiónque mantuvimos con Sikander Khan sobre losdespojos. Entonces entramos con las espadasdesnudas... Por cierto que esos bóers no sabenenfrentarse al acero, porque el viejo corrió haciasu rifle, en un rincón; pero Sikandèr Khan se loimpidió con un golpe de plano y el viejo se sen-tó con las manos en alto; me puse un dedo enlos labios, para advertirles que debían estarcallados. Pero la mujer gritó y alguien se agitóen una de las habitaciones interiores: se abrióuna puerta y un hombre, vendada su cabeza

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con trapos, apareció con aire estúpido, empu-ñando torpemente un rifle. La cabeza cayó en lahabitación, pero nadie lo siguió. Fue un golpemuy bueno..., para un pataní. Allí se quedaron,callados, mirando con los ojos fijos esa cabezaque estaba en el suelo y ordené a SikanderKhan: "¡Trae cuerdas! Ni por amor del sahibKurban voy a ensuciar mi espada." Así quesalió y volvió con tres tiras largas de cuero; medijo: "Allí dentro hay cuatro heridos y seguroque cada uno tiene un permiso firmado por ungeneral." Tensó las tiras de cuero y se rió. Atélas manos del viejo a la espalda y, de mala gana-porque se me reía en la cara y quería arran-carme las barbas con sus dedos-, las del idiota.En ese momento, la mujer de ojos y mandíbulade cerdo se tiró contra mí, y Sikander Khanpreguntó:"¿La corto o la ato? Era tuya en el re-parto." Y le contesté: "¡No la toques! Tengohecha una cadena para sujetarla. Abre la puer-ta." Empujé a los dos por la galería, hacia lamancha sombría de los arbustos espinosos; ella

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avanzó sobre sus rodillas y se tiró al suelo, ara-ñando mis botas y aullando. Entonces SikanderKhan sacó fuera un farol, diciendo que él eraun mayordomo y que debía iluminar la mesa;yo busqué una rama que pudiera sostener susfrutos. Pero la mujer me molestaba estorbán-dome con sus chillidos, tirándose a mis pies, yhablaba sin parar en su lengua; yo le contestéen mi idioma: "Esta noche me he quedado sinmi hijo, por culpa de tu perfidia, y mi hijo eraapreciado por los hombres y amado por lasmujeres. El hubiera engendrado hombres..., noanimales. A ti te quedarían más años de vidaque a mí, pero mi dolor es más grande."

Me detuve para asegurar el lazo alrede-dor del cuello del idiota y arrojé el otro extremosobre la rama, mientras Sikander Khan mante-nía alto el farol para que ella pudiera ver bien.Entonces, de pronto, un poco más allá de la luzdel farol, apareció el espíritu del sahib Kurban.Tenía una mano puesta sobre su costado, en ellugar donde lo había herido la bala, y levantó la

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otra de este modo y dijo: "No. Esta guerra essólo para sahibs."

Una brisa apagó el farol y oí que los dien-tes de Sikander Khan le

castañeteaban en la boca. Así nos quedamos, uno junto a otro, con

las cuerdas en las manos, durante un largo rato,porque no fuimos capaces de articular palabra.Entonces oí que Sikander Khan destapaba sucantimplora y bebía;

cuando sació su sed, me pasó la cantimploray dijo: "Ya estamos libres de nuestro voto." Demodo que yo también tomé agua y juntos espe-ramos el amanecer, en el sitio mismo en quenos hallábamos, con las cuerdas siempre en lasmanos. Poco después del tercer canto del gallooímos las patas de los caballos y las ruedas delos cañones bastante lejos y tan pronto comonació el día una granada estalló en la entradade la casa y el techo de la galería, que era depaja, se desplomó y ardió en un mar de llamas

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delante de las ventanas. Pregunté: "¿Qué pasacon los bóers heridos que están dentro?"

Y Sikander Khan respondió: "Ya conoce-mos la orden. Es una guerra sólo para sahibs.No te muevas." Después llegó un segundo pro-yectil - bien apuntado, pero corto el tiro- y es-parció polvo hasta donde estábamos nosotros;y después vinieron diez balas pequeñas y velo-ces del arma que habla con un balbucearte..., sí,pompom, como la llaman los sahibs, y la facha-da de la casa se dobló, como la nariz y el men-tón de un viejo que masculla, y la parte delan-tera se vino abajo. Entonces Sikander Khan dijo:"Si es destino que los heridos mueran en el in-cendio, yo no voy a impedirlo." Se fue hacia laparte trasera de la casa y de inmediato volvió;cuatro bóers heridos venían detrás de él, dos nopodían mantenerse erguidos.

Le pregunté: "¿Qué has hecho?" Y me dijo: "No les hablé ni les puse una

mano encima. Vienen detrás de mí con unaesperanza de misericordia."

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Y respondí: "Es una guerra sólo parasahibs. Que esperen la misericordia de lossahibs." Así que allí se quedaron, inmóviles, loscuatro hombres y el idiota, y la mujer gorda,que estaba debajo del árbol espinoso; la casaardía con furia. Entonces comenzó el consabidoestallar de las balas en el desván: primero, unao dos; después, un tableteo, y por último, unestrépito terrible, y la paja voló aquí y allá y losprisioneros querían arrastrarse hacia un lado,por el calor que estaba marchitando los árbolesespinosos, y por la madera y los ladrillos quevolaban por todas partes. Pero yo les dije:"¡Quietos donde estáis! ¡Quietos! Sois sahibs yésta es una guerra sólo para sahibs, oh sahibs.Nadie ha ordenado que os alejéis de esta gue-rra." No entendieron mis palabras, pero se que-daron quietos y no murieron.

Al poco tiempo se acercaron cincosoldados del grupo del sahib Kurban y yo sabíaque uno de ellos hablaba mi lengua, ya quehabía navegado a Calcuta muchas veces con

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caballos. Le conté toda mi historia, utilizandoun lenguaje simple que se usa con los ex-tranjeros en los bazares, de modo que un sahibcomo él me pudiese seguir sin dificultad. Alfinal le dije: "Una orden del muerto ha llegadohasta nosotros: esta guerra es sólo para sahibs.Tomo por testigo el alma de mi sahib Kurbanpara dar fe de que entrego a la justicia de lossahibs estos sahibs que me han privado delhijo. "Entonces le entregué las cuerdas y caí alsuelo sin sentido, con el corazón rebosante,pero con el estómago vacío, ya que no teníadentro nada más que un poco de opio.

Me metieron en un carro, junto a uno desus heridos, y poco después comprendí quehabían luchado contra los bóers durante dosdías y dos noches. Todo aquello era una trampaenorme, sahib, de la que nosotros, con el sahibKurban, no vimos más que una orilla. Los Du-rro Muts estaban muy enfadados, muy airados.Nunca había visto sahibs tan enojados. Ente-rraron a mi sahib Kurban, según los ritos de su

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fe, en la cima del cerro que dominaba la casa yyo recé las plegarias adecuadas de mi fe, y Si-kander Khan oró a su manera y robó cinco en-torchas de señales, cada una con tres mechas; eiluminó la tumba, como si fuera la de un santoen un viernes. Lloró con amargura toda esanoche y yo lloré con él, y me abrazó los piespidiéndome que le diera un recuerdo del sahibKurban. Compartí con él, a partes iguales, unpañuelo del sahib Kurban (no de los de seda,que eran regalo de una mujer); y le di tambiénun botón de la guerrera y un anillo de acero sinvalor, que el Sabih Kurban usaba como llavero.Sikander Khan besó esas cosas y se las guardóen el pecho. El resto lo llevo aquí en este hatilloy tengo que retirar el equipaje del hotel de Ciu-dad del Cabo -y cuatro camisas que mandamosa lavar y que no pudimos recoger cuando nosdirigimos al interior- y tengo que llevárselotodo al sahib coronel en Sialkote, en el Punjab.Porque mi hijo ha muerto... ¡Mi baba ha muer-to!

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Querría haberme ido antes; no era necesa-rio quedarse aquí, ya que el hijo había muerto;pero estábamos lejos del ferrocarril y los DurroMuts eran como hermanos para mí y había lle-gado a considerar a Sikander Khan como a unamigo y, dado que él me consiguió un caballo,cabalgué con ellos por el país, pero la vida mehabía abandonado. Sólo Dios sabe cómo mellamaban mientras estuve con ellos: ordenanza,cbaprassi [mensajero], cocinero, barrendero, nolo sé ni me importa. Pero una vez me di un gus-to. Al cabo de un mes, después de describiramplios círculos, volvimos a ese mismo valle.Yo conocía cada piedra y fui hasta la tumba; unsahib inteligente de los Durro Muts (allí deja-mos un destacamento durante una semana paraque instruyese a esa gente con los purwanas)había grabado una inscripción en una gran ro-ca; y me la interpretaron: era una broma quehabría gustado al mismo sahib Kurban. ¡Oh!Aquí tengo copiada la inscripción. Léela en voz

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alta, sahib, y te explicaré las bromas. Hay dosextraordinarias.

Empieza, sahib:

En memoria de WALTER DECIES CORBYN, Difunto capitán del 141° del Punjab de

Caballería

-Es decir, el Gurgaon Rissala. Siga, sahib.

Muerto a traición cerca de este lu-gar

por la confabulación del difunto HENDRIK DIRK UYS, Ministro de Dios, y Piet, su hijo, esta pequeña obra

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-¡Ajá! Aquí está la primera broma. ¡Elsahib tendría que ver esa pequeña obra!

Fue realizada en parcial e in-adecuado

reconocimiento de su repentinapérdida

por algunos que lo querían Si monumentum requiris cir-

cumspicé *

-Esa es la segunda broma. Significa queaquéllos que quieran ver el monumento erigidoa la memoria del Sabih Kurban deben mirarhacia la casa. Y, sahib, allí no hay casa, ni pozo,ni depósito de los que ellos llaman dams, niarbolitos frutales, ni ganado. No hay nada denada, sahib, salvo los dos árboles marchitos porel fuego. El resto es como este desierto..., o mimano.... O mi corazón. ¡Vacío, sahib!... ¡Com-pletamente vacío!

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*Es el epitafio a Sir Christopher Wren(1632-1723) en la catedral de San Pablo, dondeestá enterrado, y de la que fue el arquitecto.

LA MARCA DE LABESTIA

Tus dioses o mis dioses. ¿Quiénes sonmás fuertes? ¿Lo sabes tú? ¿Lo sé yo?

Proberbio indígena

Algunos sostienen que el control directode la Providencia cesa al este de Suez; allí seconfía el hombre al poder de los dioses y de-monios de Asia, y la Providencia de la Iglesiade Inglaterra se limita a ejercer una supervisión

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ocasional, y adaptada a las circunstancias, sóloen el caso de los ciudadanos ingleses.

Esta teoría explica algunos horrores inne-cesarios de la vida en India; y puede ser am-pliada, en sus implicaciones, hasta que se justi-fique la historia que voy a contar.

Mi amigo Strickland, de la Policía, quesabe tanto de los indígenas de India como sepuede saber sin riesgo, pudo ser testigo de loshechos de este caso. Dumoise, nuestro médico,fue la tercera persona que vio lo que Stricklandy yo vimos. Las conclusiones que sacó de laspruebas eran completamente equivocadas.Ahora está muerto; murió de una forma bastan-te extraña, que ha sido descrita en otro lugar.

Cuando Fleete llegó a India tenía una can-tidad de dinero y algunas tierras al pie delHimalaya, cerca de un lugar llamado Dharmsa-la. Ambas pertenencias las había heredadode un tío y vino in loco para ocuparse mejor desus negocios. Obviamente, su conocimiento de

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los indígenas era limitado, y se quejaba de lasdificultades de la lengua.

Fleete bajó de las montañas, donde encon-traba la localidad en que vivía, y vino a caballohasta la Guarnición para pasar la noche de finde año y se hospedó en casa de Strickland. Enla velada de fin de año hubo un gran banqueteen el club y el alcohol corrió abundantementecomo era previsible. Cuando se reúnen hom-bres procedentes de los confines más lejanosdel Imperio tienen derecho a divertirse. LaFrontera había enviado un contingente de sol-dados de un cuerpo especial que no habíanvisto más de veinte rostros blancos en un año, yque estaban acostumbrados a cabalgar quincemillas para cenar en el fuerte más próximo, conel riesgo de encontrarse con una bala kybereeen vez de hallar sus bebidas. Se aprovecharonde su condición, inédita, de seguridad en la quese hallaban e intentaron jugar al polo con unerizo que encontraron en el jardín, y uno deellos llevó entre los dientes el marcador por

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toda la habitación. Media docena de colonoshabían venido del sur y se burlaban del MayorMentiroso de Asia, que intentaba contraatacar,simultáneamente, todas las historias que le con-taban. Todos estaban presentes, y se produjo uncierre general de filas, y una consideración so-bre nuestras bajas, muertos o incapacitados,producidas durante el año pasado. Fue unanoche muy remojada, y cantamos Auld LangSyne [Hace tanto tiempo] con los pies en la Co-pa del Campeonato de Polo y la cabeza entrelas estrellas, y juramos que seríamos todos que-ridísimos amigos. Luego, unos nos fuimos aanexionar Birmania, y otros a abrir el caminode Sudán, y sin embargo les abrieron la barrigalos "pelo rizado", en la estepa a las puertas deSuakim, y otros consiguieron estrellas al méritoy medallas; unos se casaron, un hecho en síobjetable, y otros hicieron cosas peores, y elresto permaneció atado a nuestras cadenas yluchó por hacer dinero con poca experiencia.

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Fleete empezó la noche con jerez y cerve-zas, de distintas marcas, bebió champán sininterrupción hasta el postre, y después vinoseco y áspero de Capri tan fuerte como el whis-ky, corrigió el café con Benedictine, cuatro ocinco whiskys con soda para mejorar sus golpesen el billar, y siguió con cerveza y dados a lasdos y media, coronándolo todo con coñac añe-jo. En consecuencia, cuando a las tres y mediade la madrugada salió con una helada de diezgrados bajo cero, se enfadó mucho porque superro tosía e intentó saltar sobre la silla. El ca-ballo se escapó y se fue a su establo; así queStrickland y yo formamos una Guardia de Des-honor para llevar a Fleete a casa.

Nuestro camino atravesaba el bazar, juntoa un templo pequeño de Hanuman, el dios-mono, que es una divinidad importante, dignade todo respeto. Todos los dioses tienen suscosas a su favor, como las tienen todos los sa-cerdotes. Personalmente, le concedo muchaimportancia a Hanuman y soy amable con su

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gente: los grandes monos grises de las monta-ñas. Uno nunca sabe cuándo va a necesitar a unamigo.

Había una luz en el templo, y, mientraspasábamos, pudimos oír voces de hombrescantando unos himnos. En los templos indíge-nas los sacerdotes se levantan a todas las horasde la noche para rendir honor a su dios. Antesde que pudiéramos hacer nada para impedirlo,Fleete subió corriendo la escalinata, les diounas palmadas en la espalda a dos sacerdotes ycon toda gravedad pulverizó la colilla en lafrente de la imagen de piedra roja del diosHanuman. Strickland trató de llevárselo a ras-tras de allí, pero él se sentó y dijo con toda so-lemnidad:

-¿Veis eso? La marca de la b... bessstia. Yola he hecho. ¿No esss bonita?

Medio minuto después el templo estaballeno de vida y de ruidos, y Strickland, que co-nocía las consecuencias de profanar las imáge-nes de los dioses, dijo que podría suceder algo.

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Él, en virtud de su posición oficial, su largaresidencia en el país y su debilidad de mezclar-se con los indígenas, era conocido por los sa-cerdotes, y la situación no le gustaba nada.Fleete seguía sentado en el suelo y se negaba amoverse. Decía que el buen y viejo Hanumanera una almohada muy suave.

Entonces, sin previo aviso, un Hombre dePlata salió de un hueco de detrás de la imagendel dios. Estaba absolutamente desnudo conaquel frío punzante que mordía la carne, y sucuerpo brillaba como plata cubierta de escar-cha, porque era lo que la Biblia llama "un lepro-so, blanco como la nieve". Además no teníarostro, porque hacía años que era leproso, y laenfermedad había devorado sus carnes. Noso-tros dos nos inclinamos para levantar a Fleete,y el templo seguía llenándose de gente que pa-recía surgir de la tierra, y el Hombre de Plata semetió bajo nuestros brazos, haciendo un ruidoigual al chillido de una nutria, agarró el cuerpode Fleete y puso la cabeza de éste en su pecho,

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antes de que tuviéramos tiempo para sacarle deallí. Luego el hombre se retiró a un rincón,donde se sentó chillando, mientras la multitudbloqueaba todas las salidas.

Los sacerdotes parecían muy furiosos,hasta que el Hombre de Plata tocó a Fleete.Aquella especie de friega animal en la narizpareció devolverles la calma. Después de unosminutos de silencio, uno de los

sacerdotes se acercó a Strickland y le dijo enperfecto inglés:

-Llévate de aquí a tu amigo. Él ya ha ter-minado con Hanuman, pero éste no ha termi-nado aún con él. La multitud nos abrió paso yllevamos a Fleete fuera, hasta la carretera.

Strickland estaba muy enfadado. Decíaque podían habernos acuchillado a los tres, yque Fleete debería dar gracias a su buena estre-lla por haber escapado sin daños.

Fleete no dio las gracias a nadie. Dijo quese quería ir a la cama. Estaba maravillosamenteborracho. Seguimos andando. Strickland, aún

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furioso, iba en silencio, hasta que a Fleete leentraron unos espasmos violentos de tembloresy de sudor. Decía que los olores del bazar eraninsoportables, y se preguntaba cómo permitíanque hubiera mataderos

tan cerca de las residencias de los ingleses. -¿No sentís el olor de la sangre? -dijo Flee-

te. Por fin lo metimos en la cama, justo cuandodespuntaban las primeras luces del alba, yStrickland me invitó a tomar otro whisky consoda. Mientras bebíamos habló del incidentedel templo y admitió que le dejaba completa-mente desconcertado. Strickland odia que leengañen los indígenas, porque su dedicación aesta vida consiste en superarles usando suspropias armas. Todavía no lo ha logrado, perodentro de quince o veinte años habrá hechoalgunos pequeños progresos.

-Deberían habernos hecho pedazos -dijo-,en lugar de ponerse a chillar. Quisiera sabercuál es su intención. No me gusta nada.

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Yo dije que el Comité del templo pondríasin duda una querella criminal contra nosotrospor insultar su religión. Había una sección delcódigo penal de India que prevé exactamente laofensa de Fleete. Strickland se limitó a decirque esperaba y rezaba para que no hicierannada más. Antes de marcharme eché una mira-da a la habitación de Fleete y lo vi tendido so-bre su lado derecho, rascándose la parte iz-quierda del pecho. Luego, me fui a la cama,frío, deprimido y sintiéndome desgraciado, alas siete de la mañana.

Me levanté a la una y fui hasta la casa deStrickland para interesarme de cómo la cabezade Fleete aguantaba la solemne borrachera deldía anterior. Me imaginaba que no estuviese enperfectas condiciones. Fleete estaba desayu-nando y no se encontraba bien. Tenía un humorde perros, pues no hacía más que insultar alcocinero, ya que no le había servido una chule-ta poco hecha. Un hombre que puede comer

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carne cruda después de una noche de alcohol esun caso raro. Se lo dije a Fleete y se rió.

-Hay unos mosquitos muy raros en estastierras -dijo-. Me han acribillado, pero sólo enun lugar.

-Déjame ver las picaduras -dijo Stric-kland-. Quizá han mejorado desde esta noche.

Mientras le preparaban las chuletas, Flee-te se desabrochó la camisa y nos mostró, justodebajo de su tetilla izquierda, una marca queera reproducción exacta de las manchas -cincoo seis puntos dispuestos en círculo- de la pieldel leopardo.

Strickland la miró y dijo: -Por la mañana estaba rosa, ahora se ha

vuelto negra. Fleete corrió en busca de un espejo. -¡Por Júpiter! -dijo- . ¡Es feo! ¿Qué quiere

decir esto? No pudimos responderle. En ese momen-

to llegaron las chuletas, rojas

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y jugosas, y Fleete se tragó tres de la formamás repugnante. Comía sólo sirviéndose de lasmuelas de la derecha e inclinaba la cabeza so-bre su hombro derecho mientras masticaba lacarne. Cuando terminó, se imaginó que sehabía comportado de forma extraña, porquedijo a modo de excusa:

-No creo que nunca me haya sentido tanhambriento. He engullido como un avestruz.

Después del desayuno, Strickland me di-jo:

-No te vayas. Quédate aquí, quédate a pa-sar la noche.

La petición era absurda, puesto que micasa no estaba ni a tres millas de la de Stric-kland. Pero Strickland insistió, e iba a deciralgo cuando Fleete interrumpió declarando convergüenza que volvía a tener hambre. Stric-kland mandó a un hombre a mi casa para quetrajese, además de un caballo, todo lo que senecesita para pasar una noche. Y los tres fuimosa las caballerizas de Strickland a pasar el rato

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hasta que fuese hora de ir a dar un paseo a ca-ballo. El hombre que tiene debilidad por loscaballos nunca se cansa de inspeccionarlos, ycuando dos hombres matan el tiempo de estamanera aprenden cosas nuevas y se cuentanmentiras uno al otro.

Había cinco caballos en las caballerizas, ynunca olvidaré la escena cuando tratamos deexaminarlos. Parecían haberse vuelto locos. Seencabritaron, relincharon y casi destrozan lossoportes donde estaban atados; sudaban, teníanescalofríos, echaban espuma por la boca y esta-ban locos de miedo. Los caballos de Stricklandle conocían tan bien como sus perros, lo quehacía esto aún más curioso. Abandonamos lascaballerizas, temiendo que los animales nosderribaran en su ataque de pánico. Stricklandse volvió y me llamó. Los caballos seguíanasustados, sin embargo nos dejaron acercar yacariciarlos, y mimarlos con muchos mohínes, yapoyaron sus cabezas en nuestro pecho.

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-No tienen miedo de nosotros dijo Stric-kland-. ¿Sabes una cosa? Daría tres meses depaga por que Outrage tuviera el don de la pa-labra.

Pero Outrage no podía hablar y lo únicoque podía hacer era apretarse contra su amo yresoplar, según la costumbre de los caballoscuando desean explicar cosas y no pueden.Fleete se acercó cuando estábamos en los esta-blos, y tan pronto como los caballos le vieronles volvió a dar un ataque de pánico. A duraspenas pudimos escapar del lugar sin que noscocearan. Strickland dijo:

-Parece que no te quieren, Fleete. -Tonterías -dijo Fleete-: mi yegua me se-

guirá como un perro. Se acercó a ella. Estaba suelta en una ca-

balleriza, pero, en cuanto corrió la tranca, layegua corcoveó, le tiró al suelo y se escapó aljardín. Yo me reí, pero a Strickland no le diver-tía nada. Se llevó ambas manos al bigote y tiróde él casi hasta arrancárselo. Fleete, en lugar de

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ir a perseguir a su yegua, bostezó diciendo quetenía ganas de dormir. Fue a la casa a acostarse,que es una forma muy tonta de pasar el primerdía del año.

Strickland se sentó conmigo en las caba-llerizas y me preguntó si había notado algoextraño en el comportamiento de Fleete. Le dijeque comía como una bestia, pero que esto po-día ser la consecuencia de vivir solo en las mon-tañas, fuera del ámbito de una sociedad tanrefinada y elevada como la nuestra, por ejem-plo. A Strickland tampoco le hizo gracia. Nocreo que me estuviera escuchando, porque sufrase siguiente se refirió a la marca en el pechode Fleete, y yo le dije que podía haber sido cau-sada por las picaduras de los mosquitos, o queposiblemente se tratara de una mancha de naci-miento recién aparecida, que era ahora visiblepor primera vez, y Strickland encontró propiciala ocasión para decirme que yo era un bobo.

-Ahora no te puedo explicar lo que pienso- dijo-, porque dirías que estoy loco, pero tienes

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que quedarte conmigo los próximos días, sipuedes. Quiero que observes a Fleete, pero nome digas lo que piensas hasta que yo haya to-mado una decisión.

-Pero esta noche estoy invitado a cenarfuera - dije.

-Yo también -dijo Strickland-, y tambiénFleete. Por lo menos si no cambia de idea.

Paseamos por el jardín fumando, sin decirpalabra -porque éramos amigos y la conversa-ción estropea el gusto de un buen tabaco-. Des-pués, cuando se nos apagaron las pipas, fuimosa despertar a Fleete. Lo encontramos comple-tamente despierto y no paraba de moverse porsu cuarto.

-Tengo ganas de comer más chuletas –dijo-. ¿Me las pueden servir?

Nos reímos y le dijimos: -Ve a cambiarte. Los ponis estarán listos

dentro de un minuto. -Está bien -dijo Fleete-, iré cuando me

haya comido las chuletas, casi crudas; recuerda.

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Parecía hablar muy en serio. Eran las cua-tro de la tarde y habíamos desayunado a la una;y sin embargo, durante un buen rato, siguiópidiendo las chuletas casi crudas. Luego se pu-so la ropa de montar y salió a la galería. Su poni-aún no habían cogido a la yegua- no le dejabaacercarse. Los tres caballos eran incontrolables,locos de miedo, y finalmente Fleete dijo que sequedaría en casa para comer algo. Strickland yyo nos fuimos a dar una vuelta a caballo, pen-sativos. Al pasar por el templo de Hanuman, elHombre de Plata salió chillando hacia nosotros.

-No es uno de los sacerdotes habitualesdel templo -dijo Strickland-. Creo que me gus-taría mucho ponerle la mano encima.

Aquella tarde galopamos sin ningún en-tusiasmo por el hipódromo. Los caballos pare-cían decaídos y se movían como si estuvieranagotados.

-El pánico que tenían, después del des-ayuno, ha sido demasiado para ellos -dijo Stric-kland.

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Fue la única observación que hizo duran-te nuestro paseo. Creo que una o dos veces sol-tó un juramento en voz baja, pero eso no valíacomo discurso.

Volvimos hacia las siete, cuando ya esta-ba oscuro, y vimos que no había luz en el bun-galow.

-¡Qué rufianes descuidados están hechosmis sirvientes! -dijo Strickland.

Mi caballo se encabritó ante algo quehabía en el camino de coches, y Fleete se pusoen pie bajo su belfo.

-¿Qué estás haciendo? ¿Rastrillas el jar-dín? -dijo Strickland.

Pero los dos caballos se encabritaron y ca-si nos tiran al suelo. Desmontamos cerca de lascaballerizas y volvimos junto a Fleete, que an-daba a cuatro patas bajo los macizos de naran-jos.

-¿Qué demonios te pasa? -dijo Strickland. -Nada, nada -dijo Fleete, hablando muy

deprisa y con voz poco clara-. He salido a tra-

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bajar al jardín, ¡ya sabes!, a herborizar. El olorde la tierra es delicioso. Creo que voy a dar unpaseo..., un largo paseo..., que dure toda la no-che.

Y entonces vi que en todo aquello habíaalgo que no encajaba, y le dije a Strickland:

-Esta noche ceno en casa. -¡Que Dios te bendiga! -dijo Strickland-.

¡Vamos, Fleete, levántate! ¡Vas a coger fiebreahí! Ven a cenar y encendamos las lámparas.Cenaremos, todos en casa.

Fleete se puso en pie a regañadientes y di-jo:

-Sin lámparas, sin lámparas. Se está mu-cho mejor aquí. Cenemos fuera y tomemos máschuletas..., muchas y además casi crudas..., lle-nas de sangre y con un buen hueso.

En el norte de India una noche de di-ciembre es tremendamente fría, y la sugerenciade Fleete era la de un loco.

-Entra -dijo Strickland con voz severa-.Entra inmediatamente.

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Fleete obedeció y, cuando trajeron las lám-paras, vimos que estaba literalmente cubiertode tierra y de porquería de la cabeza a los pies.Debía de haberse revolcado por el jardín. Seapartó de la luz y se fue a su cuarto. Era horri-ble mirarle a los ojos. Tenían por detrás, no pordentro -no se si me entienden los lectores-, unaluz verde, y le colgaba el labio inferior.

Strickland dijo: -Esta noche vamos a tener problemas...,

grandes problemas.... No te quites la ropa demontar. Esperamos y esperamos hasta que vol-viera Fleete nuevo, y mientras tanto pedimos lacena. Le oíamos moverse en su habitación, perono había luz en ella. Entonces surgió de la habi-tación el aullido prolongado de un lobo.

La gente habla y escribe con ligereza de lasangre que se le hiela en las venas, y que se leponen los pelos de punta y cosas por el estilo.Ambas sensaciones son demasiado horriblespara tomarlas a la ligera. Se me paró el corazón,como si me lo hubieran atravesado con un cu-

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chillo, y Strickland se puso tan blanco como elmantel.

El aullido se repitió y le contestó otro au-llido desde los campos lejanos.

El horror llegó a su máxima expresión.Strickland corrió al cuarto de Fleete. Yo le seguíy le vimos salir por la ventana. Emitía, desde elfondo de su garganta, unos ruidos bestiales. Nopudo respondernos cuando le gritamos. Escu-pió.

No recuerdo con precisión todo lo que si-guió, pero creo que Strickland tuvo que dejarleinconsciente de un golpe con un largo calzador,porque si no nunca hubiera sido yo capaz desentarme sobre su pecho. Fleete no podíahablar, sólo podía gruñir, y los gruñidos se pa-recían más a los de un lobo que a los de unhombre. Su naturaleza humana parecía habercedido terreno durante todo el día y habíamuerto con el crepúsculo. Estábamos tratandocon una bestia que un día había sido Fleete.

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El asunto estaba más allá de cualquier

experiencia humana y racional. Yo traté de de-

cir "hidrofobia", pero la palabra no quería venir

a mis labios, porque sabía que era mentira.

Atamos a aquella bestia con las correas decuero del punkab (abanico), y le amarramos demanos y pies y le amordazamos con un calza-dor de hueso, que es una mordaza muy eficazsi sabes utilizarla. Luego lo llevamos al come-dor y enviamos a un hombre a buscar a Du-moise, el médico, y que viniera urgentemente.Después de marchar el mensajero y

de recuperar el aliento, Strickland dijo: -No servirá para nada. En estos casos no

hay que llamar al médico. Yo también creí que estaba diciendo la

verdad. La bestia tenía la cabeza libre, y la mo-vía con rabia de un lado a otro sin parar. Cual-

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quiera que hubiera entrado en la habitaciónhabría creído que estábamos curtiendo la pielde un lobo. Strickland estaba sentado con labarbilla apoyada donde la mano se une a lamuñeca y observaba, sin hacer comentarios, ala bestia que se retorcía en el suelo. La camisase le había roto en el forcejeo y en la tetilla iz-quierda se le veía la marca negra en forma deroseta. Sobresalía como una ampolla, como unaverruga.

En el silencio de la espera oímos algo, enel exterior, que chillaba como una nutria hem-bra. Ambos nos pusimos de pie, y -hablo pormí, no por Strickland me invadió una náuseafísica. Nos dijimos, como los hombres de Pina-fore *, que había sido el gato.

Dumoise llegó, y nunca he visto a unhombre tan poco profesionalmente preocupa-do, descompuesto. Dijo que era un caso penosode hidrofobia y que no había nada que hacer.Los remedios que se aplicasen no harían másque prolongar la agonía. La bestia echaba es-

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puma por la boca. A Fleete, le dijimos a Du-moise, le habían mordido los perros en una odos ocasiones. Cualquier hombre que tengamedia docena de terriers debe esperar que lemuerdan alguna vez. Dumoise no podía prestarla más mínima ayuda. Sólo podía certificar queFleete se estaba muriendo de hidrofobia. Enaquel momento la bestia aullaba, porque habíaconseguido escupir el calzador. Dumoise dijoque estaba dispuesto a certificar la causa de lamuerte y que el fin era seguro. Era un hombrede buenos sentimientos y se ofreció a quedarsecon nosotros, pero Strickland rehusó su amableofrecimiento. No quería estropearle el primerdía del año con un susto tan desagradable. Tansólo le rogaba que no hiciera pública la verda-dera causa de la muerte de Fleete.

Y Dumoise se marchó, profundamenteagitado; y, apenas se alejó el ruido de las rue-das del carro, Strickland me susurró cuanto élsospechaba. Sus conjeturas eran tan absurda-mente improbables que no se atrevía a decirlas

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en voz alta; y yo, que participaba de todas lasopiniones de Strickland, estaba tan aver-gonzado de ellas que fingí incredulidad.

-Incluso, aunque el Hombre de Plata hayaembrujado a Fleete por profanar la imagen deHanuman, el efecto del castigo no se habríapodido producir tan pronto.

Mientras yo murmuraba estas palabras, elgrito volvió a oírse fuera y

la bestia entró en tal agitación para liberar-se, que tuvimos miedo de que

las ligaduras que lo sujetaban cediesen. -¡Observa! -dijo Strickland-. A la sexta vez

que esto se repita, asumiré los poderes que meconcede la ley. Te ordeno que me ayudes.

Se fue a su cuarto y volvió al cabo de al-gunos minutos con los cañones de una viejaescopeta, un trozo de sedal, una cuerda bastan-te gruesa y el bastidor de madera de su cama.Le conté que las convulsiones se habían produ-cido dos segundos después de cada grito, y deque la bestia parecía sensiblemente más débil.

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Strickland murmuró: -¡Pero no puede quitarle la vida! ¡No

puede quitarle la vida! Yo dije, sabiendo que hablaba conmigo

mismo: -Puede que sea un gato. Tiene que ser un

gato. Si el Hombre de Plata es el responsable,¿cómo es que se atreve a venir por aquí?

Strickland colocó el bastidor de maderaencima de la chimenea, puso los cañones de laescopeta entre las ascuas, extendió el bramantesobre la mesa y rompió un bastón en dos.Había una yarda de sedal, tripa cubierta dealambre de la que se usa para pescar el mab-seer[barbo], y ató los dos extremos, formandoun lazo. Y entonces dijo:

-¿CÓMO PODEMOS CAPTURARLO?DEBEMOS COGERLO VIVO Y SIN HACER-LE NINGÚN DAÑO.

Yo dije que debíamos confiar en la Provi-dencia y salir silenciosamente con los mazos depolo a apostarnos entre los arbustos, delante de

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la casa. Era evidente que el hombre, animal o loque produjera aquellos gritos se movía alrede-dor de la casa con la regularidad de un centine-la nocturno. Podíamos esperar en los matorra-les hasta que pasara y golpearlo.

Strickland aceptó esta sugerencia y nosdeslizamos furtivamente al exterior por la ven-tana de un cuarto de baño hasta la galería de-lantera, y de allí atravesamos el camino hastalos matorrales.

A la luz de la luna vimos al leproso, quese acercaba desde la esquina de la casa. Estabatotalmente desnudo, y de vez en cuando mau-llaba y se paraba a bailar con su sombra. El es-pectáculo era muy poco atractivo, y al pensaren el pobre Fleete, llevado a tal degradaciónpor una criatura tan espantosa, dejé de lado misvacilaciones y decidí ayudar a Strickland, desdelos cañones calentados de las escopetas hasta ellazo de bramante..., desde las entrañas a la ca-beza y vuelta a empezar..., con todas las tortu-ras que fueran necesarias.

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El leproso se detuvo un momento en elpórtico delantero y saltamos sobre él con losmazos. Su fuerza era extraordinaria, y temimosque pudiera escapar o que acabara con unaherida fatal antes de que lo apresáramos. Creí-amos que los leprosos eran criaturas frágiles,pero esta suposición resultó equivocada. Stric-kland le dio un golpe en las piernas para hacer-lo caer y yo le puse el pie en el cuello. Maullabaespantosamente, e incluso a través de mis botasde montar sentí que su carne no era la carne deun hombre puro y sano.

Nos golpeó con los muñones de sus ma-nos y sus pies. Le hicimos el lazo del perro, selo pasamos por debajo de las axilas y lo arras-tramos así al salón y de allí al comedor, dondeyacía la bestia. Allí lo atamos con las correas deun baúl. No intentó escaparse, pero no dejó demaullar.

Cuando le pusimos frente a la bestia, laescena fue indescriptible. La bestia se curvó deespaldas en un arco perfecto, como si la hubie-

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ran envenenado con estricnina, y gemía de laforma más despiadada. Sucedieron tambiénvarias cosas más, pero aquí no puedo contarlas.

-Creo que yo tenía razón -dijo Strickland-.Ahora le rogaremos al leproso que lo cure.

Pero el leproso se limitaba a maullar.Strickland se envolvió la mano con una toalla ysacó los cañones del fuego. Yo puse la mitaddel bastón roto en el lazo del sedal y até al le-proso con seguridad al bastidor de la cama deStrickland. Ahora entiendo cómo hombres, mu-jeres y niños pequeños pueden soportar verquemar viva a una bruja; porque la bestia ge-mía en el suelo y, aunque el Hombre de Platano tenía rostro, se veían los sentimientos horri-bles que pasaban por la superficie lisa, como sifuera una lápida, que hacía las veces de su cara,con la misma exactitud con que olas de calorrecorren un hierro candente, el de los cañonesde escopeta, por ejemplo.

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Strickland se tapó los ojos con la manopor un momento y empezamos a trabajar. Estaparte no puede ser contada.

Comenzaba a apuntar el alba cuando elleproso habló. Sus maullidos no habían sidosatisfactorios hasta ese momento. La bestia sehabía desmayado de agotamiento y la casa es-taba muy silenciosa e inmóvil. Liberamos alleproso y le dijimos que alejara al espíritu ma-ligno. Reptó hasta la bestia y le puso la manoen la tetilla izquierda. Eso fue todo. Luego cayóde bruces y gimoteó, conteniendo la respiraciónmientras lo hacía.

Nosotros escrutábamos el rostro de labestia y vimos el alma de Fleete volviendonuevamente a sus ojos. Entonces brotó el sudoren su frente, y los ojos -eran ojos humanos- secerraron. Esperamos una hora y Fleete seguíadurmiendo. Le llevamos a su habitación, pedi-mos al leproso que se fuera, y le regalamos elbastidor de la cama y la sábana para que cu-briera su desnudez, los guantes y las toallas con

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las que le habíamos tocado y el cuero que habíarodeado su cuerpo. Se echó la sábana por enci-ma y salió muy de mañana sin hablar ni mau-llar.

Strickland se secó la cara y se sentó. Ungong nocturno, de ésos que dan las horas noc-turnas lejos, en la ciudad, dio las siete.

-¡Veinticuatro horas justas! -dijo Stric-kland-. Y lo que he hecho bastaría para echar-me del servicio, además de encerrarme toda lavida en un manicomio. ¿Crees que estamosdespiertos?

El cañón candente de la escopeta se habíacaído al suelo y estaba chamuscando la alfom-bra. El olor era totalmente real.

Aquella mañana, a las once, fuimos juntosa despertar a Fleete. Miramos, y vimos que lanegra roseta de leopardo le había desaparecidodel pecho. Estaba muy soñoliento y cansado,pero en cuanto nos vio dijo:

-¡Oh, maldita sea, amigos! ¡Feliz AñoNuevo! No mezcléis nunca las bebidas. Estoy

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medio muerto. -Gracias por tus buenos deseos,pero llegas tarde -dijo Strickland-. Hoy es dosde enero. Has dormido veinticuatro horas se-guidas.

La puerta se abrió y el pequeño Dumoiseasomó la cabeza. Había venido a pie y se figu-raba que estaban amortajando a Fleete.

-He traído a una enfermera conmigo -dijoDumoise-. Supongo que puede entrar para... loque sea necesario.

-No faltaba más -dijo Fleete alegremente,incorporándose en la cama-. Haga entrar a suenfermera.

Dumoise se quedó sin hablar. Stricklandle acompañó fuera de la habitación y le explicóque debía de haber alguna equivocación en eldiagnóstico. Dumoise continuó sin abrir la bocay abandonó de prisa la casa. Consideraba quehabían atentado contra su reputación profesio-nal y se inclinaba a considerar su restableci-miento como una cuestión personal. Stricklandtambién salió. Cuando volvió, dijo que había

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ido al templo de Hanuman con una oferta parareparar la profanación del dios, y le habían ase-gurado solemnemente que ningún hombreblanco había tocado el ídolo, y que él era la en-carnación de todas las virtudes, bajo el encantode una ilusión.

-¿Qué piensas? -dijo Strickland.

Y yo dije: -"Hay más cosas..." Famosa frase de

Hamlet a Horacio (Hamlet, acto 1, escena V). Pero Strickland odia esa cita. Dice que la

he utilizado tanto que la he dejado sin sentido.Ocurrió otra cosa curiosa que me asustó tantocomo todos los sucesos de la noche anterior.Cuando Fleete se vistió, entró en el comedor yhusmeó el aire. Tenía el extraño tic de mover lanariz cuando olfateaba.

-Aquí hay un tremendo olor a perro -dijo-: deberías tener más cuidado con esos terriers.Prueba con azufre, Strick.

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Pero Strickland no contestó. Cogió el res-paldo de una silla y, sin previo aviso, le entróun ataque de histeria. Es terrible ver a un hom-bre fuerte presa de la histeria. Y entonces se meocurrió pensar que habíamos luchado con elHombre de Plata por el alma de Fleete, enaquella habitación, y que habíamos perdidopara siempre nuestra dignidad de ingleses, yme reí y jadeé y gruñí tan desvergonzadamentecomo Strickland, y Fleete pensó que los dos noshabíamos vuelto locos. Nunca le dijimos lo quehabíamos hecho.

Algunos años después, cuando Stricklandya se había casado y, por amor de su mujer, seconvirtió en un respetable miembro de la co-munidad, además de asiduo visitante de laiglesia, pasamos revista al incidente desapasio-nadamente, y Strickland sugirió que lo hicierapúblico.

No comprendo muy bien cómo podríaaclarar el misterio esta medida, porque, enprimer lugar, nadie se va a creer una historia

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desagradable, y, en segundo lugar, es bien sa-bido que los dioses de los paganos son de bron-ce y piedra, y que cualquier intento de conside-rarlos de otro modo está justamente con-denado.

*Alusión a la opereta cómica H.M.S. Pina-fore de William Gilbert (1836-1911), en la queH. M. S. indica las naves de la marina militar yPina/ore es el delantalito del niño.

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EL RETORNO DEIMRAY

Abiertas las puertas de par en par, dice lahistoria,

de la noche llegó la sombra paciente, no podía hablar, ni tampoco se movía la piel del armiño que el Barón tenía.

Mudo y sin fuerza, una sombra tenue vagaba por el castillo, en busca de su es-

tirpe. ¡Qué miserable espectáculo resultaba ver al mudo espectro perseguir a su enemigo! El Barón

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Imray consiguió lo imposible. Sin previoaviso, sin un motivo aparente, en su juventud,en el umbral cíe una brillante carrera, eligiódesaparecer del mundo, es decir, de la pequeñaestación donde vivía.

Un día estaba vivo, con buena salud, felizy jugador destacado en las mesas de billar desu club. Pero otra mañana ya no estaba, y nin-guna pesquisa pudo indicar dónde podía estar.Había salido de su casa, no había aparecido ensu oficina a la hora acostumbrada, y su calesano se veía por las calles públicas. Por estos mo-tivos, y porque su desaparición atrancó, poruna fracción de segundo, la administración delImperio de India, el Imperio se detuvo, imper-ceptiblemente, a investigar el destino de Imray.Se dragaron los estanques, se sondaron los po-zos, se enviaron telegramas a lo largo de laslíneas del ferrocarril y hasta los puertos máscercanos, a doscientas millas; pero Imray noestaba a la otra punta de las cuerdas o de lassondas ni de los hilos del telégrafo. Se había

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ido, y el lugar donde vivía le olvidó. Entonces,el trabajo del Imperio de India dejó atrás elproblema (nada podía parar la marcha de laadministración), e Imray pasó de ser un hom-bre a ser un misterio..., ese tipo de cosas de lasque los hombres hablan en sus reuniones men-suales del club y que luego olvidan por comple-to. Sus armas, caballos y calesas fueron ven-didos al mejor postor. Su oficial superior escri-bió una carta totalmente absurda a su madre,en la que decía que Imray había desaparecidode un modo inexplicable, y su bungalow sequedó vacío.

Pasaron tres o cuatro meses de la ago-biante estación calurosa, y mi amigo Strickland,de la policía, creyó oportuno alquilar el bunga-low al propietario indígena. Eso ocurría antesde que se hubiera hecho novio de la señoritaYoughal -un asunto que ha sido descrito enotro lugar- y mientras llevaba una serie de in-vestigaciones sobre de la vida de los indígenas.Su modo de comportarse era muy peculiar, y la

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gente se quejaba de las costumbres que tenía.En su casa siempre había algo que comer, perolas comidas no se hacían a horas regulares.Comía, de pie y caminando por la habitación,todo lo que encontrase en el aparador, y eso noes bueno para la salud de los seres humanos.Sus enseres domésticos se limitaban a seis fusi-les, tres escopetas de caza, cinco sillas de mon-tar y una colección de cañas rígidas para la pes-ca del mahseer, más grandes y fuertes que lasusadas para el salmón. Estas cosas ocupaban lamitad de su bungalow, y la otra mitad se reser-vaba para Strickland y Tietjens, su enorme pe-rra Rampur, que devoraba diariamente la ra-ción de dos hombres. El animal hablaba conStrickland en un lenguaje propio, y siempreque, en sus paseos, veía cosas que podían des-truir la paz de Su Majestad la Reina Emperatriz,volvía junto a su amo para comunicárselas de-bidamente. Strickland no perdía tiempo en to-mar las medidas oportunas, lo que implicabainvariablemente dolores de cabeza para unos, y

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multas y cárcel para otros. Los indígenas creíanque Tietjens era un espíritu familiar, y la trata-ban con esa distancia que nace del temor y delodio. Se había reservado una habitación delbungalow para su uso particular. Era dueña deuna cama, una manta y un recipiente para be-ber, y si alguien llegaba al cuarto de Stricklandpor la noche, tenía la costumbre de tirar al sue-lo al intruso y no dejar de ladrar hasta que al-guien llegara con una luz. Strickland le debía lavida. El hecho tuvo lugar cuando él se encon-traba en la zona de la Frontera tras las huellasde un asesino local, que llegó al amanecer grispara enviar a Strickland mucho más allá de lasislas Andaman. Tietjens cogió al hombre cuan-do reptaba hacia la tienda de Strickland con unpuñal entre los dientes, y, después de que sucurrículum de iniquidad fuese establecido a losojos de la ley, fue ahorcado. Desde aquella fe-cha Tietjens lleva un collar de plata de ley ytiene bordado un monograma en su manta; y la

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manta es de tejido de cachemir doble, porqueella es una perra delicada.

Nada podía separar al animal de Stric-kland; y una vez que él estuvo enfermo confiebre, hizo la vida imposible a los médicos,porque no sabía cómo ayudar a su amo y nodejaba que ninguna criatura intentara ayudarle.Macarnaght, del Servicio Médico de India, lepegó con la culata de su arma en la cabeza paraque entendiera que tenía que dejar paso a losque podían darle quinina a su amo.

Poco tiempo después de que Stricklandhubiera alquilado el bungalow de Imray, tuveque ir por motivos de trabajo a aquella zona, ycomo era natural, dado que el club estaba lleno,me alojé con Strickland. El bungalow era unbuen alojamiento, de ocho habitaciones y conun grueso techo de paja, que impedía cualquiereventual filtración durante la estación de laslluvias. Bajo la falda del techo había un lienzo amodo de cielo raso, que tenía un aspecto tanlimpio como si estuviera encalado. El casero lo

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había pintado cuando Strickland alquiló elbungalow. Salvo que supieras cómo estabanconstruidos los bungalows indios, nunca sos-pecharías que por encima de aquella tela estabael hueco triangular del techo donde las vigas yla parte interior de la paja cobijaban todo tipode ratas, murciélagos, hormigas y animalesinmundos.

Tietjens salió a mi encuentro en la galeríacon un ladrido como el retumbar de la campa-na de San Pablo en Londres, poniéndome laspatas en el hombro y diciéndome así que sealegraba de verme. Strickland había consegui-do combinar una especie de comida que él lla-maba almuerzo, e inmediatamente después dehaberla acabado se marchó a sus asuntos. Mequedé solo con Tietjens y mis propios asuntos.El calor del verano había acabado de golpe yhabía dado paso a la cálida humedad de laslluvias. No había movimiento alguno en el airerecalentado, pero la lluvia batía con fuerza latierra, como si todo un regimiento estuviese

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tirando desde el cielo las bayonetas de sus fusi-les. Al caer, producía unas salpicaduras que le-vantaban violentamente una neblina azulada.Los bambúes, las chirimoyas, los guanábanos ylos mangos del jardín estaban inmóviles mien-tras el agua templada los azotaba y las ranasempezaban a cantar entre los macizos de áloe.Poco antes de que oscureciese y, cuando la llu-via caía torrencialmente, me senté en la galeríaposterior y escuché el agua que rugía furiosa enlos canalones, y me rasqué porque estaba cu-bierto de esa cosa conocida como sarpullido deltrópico. Tietjens salió conmigo, me puso la ca-beza en las rodillas y estaba muy triste, así quele di unas galletas y yo tomé el té en la galeríade atrás por el relativo fresco que allí hacía. Amis espaldas, las habitaciones de la casa esta-ban oscuras. Me llegaba el olor a cuero de lassillas y arreos de Strickland, mezclado con elaceite de sus armas, y no quería en absolutosentarme entre esos objetos. Hacia el anochecer,mi criado se me acercó, con la muselina de sus

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ropajes pegada a su cuerpo empapado, dicien-do que había llegado un señor que deseaba vera alguien de la casa. Muy en contra de mi vo-luntad, y sólo debido a la oscuridad de las habi-taciones, fui al salón expoliado de decorado y ledije a mi criado que trajera las lámparas. Podríahaber un visitante esperando o no -me parecióver una figura junto a una de las ventanas-,pero cuando llegaron las lámparas no habíanada más que los trazos de la lluvia en el exte-rior, y en mis narices el olor de la tierra sedien-ta. Le expliqué a mi criado que no era el caso deextralimitar el nerviosismo y volví a la galería ahablar con Tietjens. El animal se había metidobajo la lluvia, y no conseguía hacerla volver porningún procedimiento afectuoso, ni siquieracon galletas con azúcar. Strickland volvió acasa, chorreando, justo antes de cenar, y loprimero que dijo fue:

-¿Ha venido alguien? Le expliqué, con mil excusas, que mi cria-

do me había llamado al salón con una falsa

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alarma; o que algún ocioso había intentadohacer una visita a Strickland, pero lo pensó me-jor y decidió irse tras dar su nombre. Stricklandordenó que nos sirvieran la cena, sin comenta-rio, y, como era una cena de verdad, con mantelblanco incluido, nos sentamos.

A las nueve, Strickland quería irse a lacama, y yo también estaba cansado. Tietjens,que había permanecido tumbada debajo de lamesa, se levantó y se fue a la galería menosexpuesta a la lluvia en cuanto su amo se fue asu cuarto, que estaba al lado de la habitaciónmajestuosa dispuesta para Tietjens. Si hubierasido simplemente una mujer la que hubiera de-seado dormir a la intemperie, bajo una lluviaque azotaba, no habría tenido importancia, pe-ro Tietjens era una perra, y, por tanto, el com-pañero (la compañera en este caso) digno demayores atenciones. Miré a Strickland, espe-rando ver cómo la castigaba con la fusta. Selimitó a sonreír extrañamente, como sonreiría

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un hombre que acabara de contar una desagra-dable tragedia familiar.

-Lleva haciendo esto desde que me mudéaquí -dijo-. Déjala.

La perra era de Strickland, así que no dijenada, pero sentí todo lo que sintió Strickland alverse tratado con tanta indiferencia. Tietjensacampó bajo la ventana de mi dormitorio, y latempestad sucedió a la tempestad, resonando,uno tras otro, los truenos sobre la cubierta depaja, hasta morir a lo lejos. Los relámpagos sal-picaban y manchaban el cielo como lo hace unhuevo roto contra la puerta de un granero, perola luz era de color azul pálido, no amarillo; y,mirando a través de la rendija de mis persianasde bambú, vi a la gran perra de pie, sin dormir,en la galería, con el pelo erizado en el lomo ylas patas ancladas en el suelo con la tensión delcable de acero de un puente colgante. En lascortísimas pausas entre los truenos intentédormir, pero parecía que alguien quería vermecon mucha urgencia. Él, quienquiera que fuese,

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trataba de llamarme por mi nombre, pero suvoz no era sino un susurro ronco. El truenocesó y Tietjens salió al jardín y aulló a la lunabaja. Alguien trató de abrir la puerta de mihabitación, anduvo por toda la casa y se quedójadeando en la galería, y justo cuando me iba adormir creí oír un martilleo inmenso y un cla-mor de palabras sobre mi cabeza o contra la

puerta. Fui corriendo al cuarto de Strickland y le

pregunté si se encontraba mal y si me habíallamado. Estaba tumbado en su cama a mediovestir y con una pipa en la boca.

-Pensé que vendrías -dijo-. He estado pa-seando por la casa.

Le expliqué que había oído que alguienandaba por el salón, y donde fumábamos y endos o tres habitaciones más, y él se rió y me dijoque me volviera a la cama. Me volví a la cama ydormí de un tirón hasta el día siguiente, peroen las sombras de mis sueños estaba seguro deque hacía daño a alguien al no atender sus de-

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seos. No podía decir cuáles eran esos deseos,pero alguien que se agitaba, susurraba, hurgabaen las cerraduras, se escondía en la sombra, meesperaba, me reprochaba mi negligencia, y,medio dormido, oí el aullido de Tietjens en eljardín y el batir continuo de la lluvia.

Estuve en esa casa durante dos días.Strickland se iba cada mañana a su oficina, de-jándome solo durante ocho o diez horas, con laúnica compañía de Tietjens. Mientras hubieraluz yo estaba tranquilo, y también Tietjens, pe-ro con el crepúsculo ella y yo salíamos a la ga-lería posterior y nos animábamos el uno al otropara hacernos compañía. Estábamos solos enla casa, sin embargo ésta estaba ocupada, yademás la llenaba, por un inquilino con quienno tenía ninguna intención de mezclarme.Nunca le vi, pero podía ver cómo temblaban, asu paso, las cortinas que separaban los cuartos;oía el crujido de las sillas cuando los bambúesse libraban de un peso, y sentía, cuando iba acoger un libro al salón, que alguien esperaba en

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la sombra de la galería delantera hasta que yome hubiese ido. Tietjens hacía más interesanteel crepúsculo con su mirada brillante en loscuartos oscuros, con todo su pelo erizado ysiguiendo los movimientos de algo que yo nopodía ver. La perra no entraba nunca en lashabitaciones, pero sus ojos acompañaban coninterés movimientos invisibles: eso era ya sufi-ciente. Sólo cuando mi criado venía a encenderlas lámparas para iluminar y hacerlo todo habi-table, el animal aceptaba entrar conmigo en lahabitación y se pasaba el tiempo sentada sobresus cuartos traseros observando a un hombreinvisible que deambulaba a mi espalda. Losperros son buenos compañeros.

Le expliqué a Strickland, con toda la deli-cadeza que pude, que iría al club a buscar alo-jamiento. Apreciaba su hospitalidad, me encan-taban sus armas y cañas de pescar, pero no megustaba demasiado su casa y la atmósfera quese respiraba en ella. Me escuchó hasta el final, y

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luego sonrió con gesto muy cansado, pero sinmostrar desprecio, porque es un

hombre que comprende las cosas. -Quédate -dijo- a ver si descubres lo que

está pasando. Todo lo que me cuentas vienesucediendo desde que alquilé el bungalow.Quédate y espera. Tietjens me ha abandonado.¿Tú también te vas a ir?

Yo ya le había ayudado a resolver un pe-queño asunto, relacionado con un ídolo paga-no, que me había llevado a las puertas del ma-nicomio, y no tenía ninguna intención de ayu-darle en más experiencias de ese tipo. Era unhombre que atraía las cosas desagradables conla misma facilidad con que a las personas nor-males les invitan a comer.

Por lo tanto, le expliqué más claro quenunca que le tenía un inmenso aprecio y queestaría encantado de verle durante el día, peroque no me gustaba dormir bajo su techo. Estoocurría después de cenar, cuando Tietjens habíasalido a dormir a la galería.

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-No me extraña nada de lo que dices -dijoStrickland mirando al lienzo del techo-: ¡miraeso! Entre el lienzo y la pared colgaban dosserpientes marrones. Producían dos sombrasalargadas a la luz de la lámpara.

-Vale, si tienes miedo de las serpientes -dijo Strickland.

Odio las serpientes y me aterrorizan, por-que si miras a los ojos de una serpiente te daráscuenta de que conoce todo sobre el misterio dela caída del hombre y que siente el desprecioque sintió el Demonio cuando Adán fue expul-sado del Edén. Además de su mordedura, quegeneralmente es mortal, y de que se enrosca enlas perneras de los pantalones.

-Deberías hacer revisar el techo de paja -ledije-. Dame una caña de mahseer y las atizare-mos para que caigan.

-Se esconderán entre las vigas del techo -dijo Strickland-. No soporto tener serpientessobre mi cabeza. Voy a subir al techo. Haré que

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caigan. Coge la baqueta de limpiar el fusil ypártelas en dos.

No es que yo estuviera ansioso por ayu-dar a Strickland en esta tarea, pero empuñé labaqueta y esperé en el comedor, mientras Stric-kland llevaba la escalera del jardinero que esta-ba en la galería y la apoyó contra una de lasparedes de la habitación. Las colas de las ser-pientes se enderezaron y desaparecieron de lavista. Oíamos el seco correr precipitado de loslargos cuerpos sobre las bolsas del cielo raso delienzo. Strickland tomó una lámpara mientrasyo trataba de explicarle claramente los peligrosde cazar serpientes en un techo entre el cieloraso y la paja, aparte del deterioro de la pro-piedad causado por las rasgaduras en el lienzo.

-¡Tonterías! -dijo Strickland-. Seguro quese esconden entre el techo y

el lienzo. Los ladrillos están demasiado fríospara ellas y lo que les gusta es el calor de lahabitación.

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Puso la mano en la esquina de la tela y laarrancó de la cornisa. Cedió con gran ruido yStrickland metió la cabeza por la abertura en laoscuridad de las vigas del techo. Yo apreté losdientes y levanté la baqueta, porque no tenía lamenor idea de lo que iba a caer.

-¡Hummm! -dijo Strickland, y su voz tro-naba y retumbaba en el techo-. Aquí sobra es-pacio para otra habitación y, por Júpiter, al-guien lo está ocupando.

-¿Serpientes? -dije yo desde abajo. -No. Es un búfalo. Pásame los dos últimos

trozos de la caña de pescar y lo empujaré. Estásobre la viga principal.

Le lancé la caña. -No. Es un..., ¡vaya nido de lechuzas y

serpientes! No me extraña que las serpientesvivan aquí - dijo Strickland, subiendo más arri-ba.

Yo veía asomarse el codo con la caña. -Sal de ahí, quienquiera que seas. ¡Cuida-

do con la cabeza ahí abajo, va a caer!

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Vi cómo el lienzo del centro de la habita-ción se abombaba en una bolsa con una formaque bajaba más y más con su peso sobre laslámparas encendidas de la mesa. Quité de unmanotazo la lámpara y retrocedí. Y entonces ellienzo se desprendió de las paredes, se desga-rró, se agitó y cayó tronando sobre la mesa algoque no me atreví a mirar hasta que Stricklandbajó dela escalera y estuvo de pie junto a mí.No dijo mucho, ya que era hombre de pocas pa-labras, pero cogió el borde del mantel y lo arro-jó sobre los restos de la mesa.

-Me parece -dijo, apoyando la lámpara-que ha vuelto nuestro amigo Imray. ¡Oh!,¿quieres salir? Hubo un movimiento bajo ellienzo, y una serpiente pequeña se deslizó fuerapara ser partida en dos por la empuñadura dela caña de pescar. Yo no me encontraba en con-diciones de hacer observación alguna digna detenerse en cuenta.

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Strickland meditaba y se sirvió un trago.El objeto que estaba debajo del mantel no dabaseñales de vida.

-¿Es Imray? -pregunté. Strickland levantó el mantel un momento

y miró. -Es Imray -dijo- y tiene la garganta abierta

de oreja a oreja. Y entonces dijimos al mismo tiempo el

uno al otro: -Por eso susurraba por toda la casa. En el jardín, Tietjens empezó a ladrar con

furia. Un poco más tarde, su gran hocico apare-ció en la puerta del comedor.

Husmeó y se quedó inmóvil. El lienzo deltecho hecho harapos colgaba casi hasta la alturade la mesa, y apenas había espacio para mover-se y apartarse de aquello que habíamos descu-bierto.

Tietjens entró y se sentó, enseñando losdientes y asentando firmemente las patas pos-teriores sobre el suelo. Miraba a Strickland.

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-Es un asunto muy feo, preciosa -dijo-: loshombres no trepan al techo de su bungalowpara morir, y no sujetan después el lienzo delcielo raso. Estudiemos el asunto.

-Estudiémoslo en otro lugar -dije yo. -¡Excelente idea! Apaga las lámparas.

Iremos a mi cuarto. No apagué las lámparas. Fui primero al

cuarto de Strickland y dejé que él apagara laluz. Luego me siguió, encendimos las pipas ypensamos. Strickland pensaba. Yo fumaba confuria, porque tenía miedo.

-Imray ha vuelto dijo Strickland-. La pre-gunta es: ¿Quién mató a Imray? No digas nada,tengo mi propia idea. Cuando alquilé este bun-galow, me quedé con la mayoría de los criadosde Imray. Imray era un hombre alegre e inofen-sivo, ¿no crees?

Le dije que sí, aunque el bulto bajo elmantel no parecía ni una cosa ni otra.

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-Si llamo a todos los criados y les interro-go, se cerrarán como una piña y mentirán comobellacos. ¿Qué sugieres tú?

-Que los llames de uno en uno -dije. -Nada más salir de la tienda irán corrien-

do a informar a sus compañeros -dijo Stric-kland-. Debemos aislar a los unos de los otros.¿Tú crees que tu criado sabe algo de esto?

-No es imposible, pero no sé nada, aun-que no creo que sea probable. Sólo lleva aquídos o tres días -contesté-. ¿Qué piensas?

-No estoy muy seguro. ¿Cómo demoniospudo llegar al otro lado del lienzo?

Se oyó una tos profunda detrás de lapuerta del dormitorio de Strickland. Eso de-mostraba que Bahadur Khan, su criado perso-nal, se había despertado y quería que Stric-kland se durmiera.

-Entra -dijo Strickland-. Es una nochemuy calurosa, ¿no te parece?

Bahadur Khan, un musulmán de casi dosmetros de altura, grande, con un turbante ver-

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de, dijo que era una noche muy calurosa, peroque iba a llover todavía más, lo cual, con el ex-celentísimo favor del sahib, traería alivio alpaís.

-Así será, si Dios quiere -dijo Strickland,sacándose las botas-. He pensado, BahadurKhan, que te he hecho trabajar muy duro du-rante

mucho tiempo... desde que entraste a miservicio. ¿Cuándo fue eso?

-¿Es posible que lo haya olvidado el Hijodel Cielo? Cuando el sahib Imray se fue secre-tamente a Europa sin avisar a nadie; y yo...,yo..., entré al honorable servicio del Protectorde los Pobres.

-¿El sahib Imray se fue a Europa? -Eso dicen los que fueron sus sirvientes. -¿Y tú volverás a servirle cuando vuelva? -Con toda seguridad, sahib. Fue un buen

amo, muy querido por los que dependían de él. -Eso es cierto. Estoy muy cansado, pero

voy a ir mañana a cazar antílopes. Dame el rifle

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de precisión que uso; está guardado en el arma-rio de allá.

El hombre se inclinó sobre el armario y lepasó los cañones, culata y demás a Strickland,que los ensambló, bostezando. A continuaciónalcanzó la funda donde tenía la munición, sacóun cartucho sólido y lo deslizó en la recámaradel Express 360.

-¡Y el sahib Imray se ha ido a Europa ensecreto! Eso es muy raro, ¿no te parece, Baha-dur Khan?

-¿Y cómo voy a saber yo las costumbresde los hombres blancos, Hijo del Cielo?

-Es verdad, tienes razón. Pero en seguidavas a saber más. Me he enterado de que el sahibImray ha vuelto de sus larguísimos viajes, yque incluso ahora está en el cuarto de al lado,esperando a su criado.

-¡Sahib! La luz de la lámpara se deslizó a lo largo

de los cañones del rifle mientras apuntaban algran pecho de Bahadur Khan.

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-¡Vete a ver! -dijo Strickland-. Coge unalámpara. Tu amo está cansado y te espera. ¡Ve!

El hombre cogió una lámpara y se fue alsalón. Strickland le seguía, empujándole casicon la boca del rifle. Miró un momento las pro-fundidades negras de detrás del lienzo del te-cho, la serpiente moribunda a sus pies y, final-mente, con una mirada gris y vidriosa en elrostro, aquella cosa bajo el mantel.

-¿Lo has visto? -dijo Strickland despuésde una breve pausa.

-Lo he visto. Soy arcilla en manos delhombre blanco. ¿Qué intenta hacer la Presen-cia?

-Colgarte antes de tres meses. ¿Qué otracosa puede hacer?

-¿Por qué lo maté? No, sabio, escucha.Caminando entre nosotros, sus criados, pusosus ojos en mi hijo, que tenía cuatro años. A élle embrujó y en diez días murió de fiebre..., ¡erami hijo!

-¿Qué dijo el sahib Imray?

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-Dijo que era un niño muy guapo, y le pa-só la mano por la cabeza, por lo que mi hijomurió. Y por eso yo maté al sahib Imray al ano-checer, al volver de la oficina, mientras dormía.Después lo arrastré hasta el techo y cerré todotras él. El Hijo del Cielo conoce todo lo demás.Yo soy el criado del Hijo del Cielo

Strickland me miró por encima del rifle ydijo en lengua indígena:

-¿Has oído lo que ha dicho? Ha matado.Bahadur Khan se quedó gris como la ceniza a laluz de la lámpara. La necesidad de justificarsese le ocurrió con toda celeridad.

-Estoy atrapado -dijo-, pero la ofensa fuede ese hombre. Echó mal de ojo a mi hijo, y yolo maté y lo escondí. Sólo aquellos que son ser-vidos por los demonios -y lanzó una mirada aTietjens, acostada sólidamente delante de él-,sólo aquellos saben lo que yo hice.

-Tu plan era muy inteligente. Pero hubie-ras debido atarle a la viga con una cuerda.

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Ahora serás tú el que cuelgue de una cuerda.¡Guardia!

Un policía soñoliento contestó a la llama-da de Strickland. Iba seguido de otro y Tietjenscontinuaba maravillosamente inmóvil.

-Llevadlo a la comisaría -dijo Strickland-.Tenemos una acusación contra él.

-¿Me van a colgar, entonces? -dijo Baha-dur Khan, sin intentar escapar y con los ojosfijos en el suelo.

-Si luce el sol o si las aguas corren... ¡sí! -dijo Strickland.

Bahadur Khan retrocedió un paso haciaatrás, tembló y se quedó quieto. Los dos policí-as esperaban más órdenes.

-¡Vete! -dijo Strickland. -No así, pero me voy rápidamente -dijo

Bahadur Khan-. ¡Mira! Ahora soy hombremuerto. Levantó el pie y, colgaba la cabeza dela serpiente medio muerta agarrada al dedogordo, con los colmillos metidos en la carne enlos espasmos de la muerte.

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-Vengo de una estirpe de terratenientes -dijo Bahadur Khan, balanceándose como unárbol movido por el viento-. Sería un deshonorpara mí ser colgado en público; por consiguien-te, lo hago así. Quiero que recuerde que lascamisas del sahib están correctamente numera-das y en orden y que hay una pastilla de jabónextra en el lavabo. Embrujaron a mi niño y yomaté al brujo. ¿Por qué debían ahorcarme conuna cuerda? Mi honor está salvado y..., y..., yomuero.

En una hora murió, como mueren aque-llos a los que muerde la pequeña karait marrón,y los policías le llevaron a él y a la cosa quehabía bajo el mantel a los lugares que les co-rrespondían. Todo eso fue

necesario para aclarar la desaparición de Im-ray.

-A esto -dijo Strickland, muy tranquilo,mientras se acostaba- le llaman el siglo dieci-nueve. ¿Oíste lo que dijo aquel hombre?

-Lo oí -contesté-. Imray cometió un error.

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-Simple y llanamente por no conocer lanaturaleza de los orientales, y por la coinciden-cia de fiebres estacionales. Bahadur Khan lleva-ba con él cuatro años.

¡Me estremecí! Mi criado llevaba exacta-mente este tiempo conmigo. Cuando lleguéa mi habitación me encontré a mi criado espe-rándome, tan impasible como la efigie de cobrede una moneda de un penique, para quitarmelas botas.

-¿Qué le ha sucedido a Bahadur Khan? -lepregunté.

-Le mordió una serpiente y murió. Elsahib conoce el resto -fue la respuesta.

-¿Y qué conoces tú de este asunto? -Lo que se puede deducir de alguien que

viene al crepúsculo a buscar satisfacción. Des-pacio, sahib. Déjeme que le saque las botas.

Acababa de meterme en la cama, y me ibaa poner a dormir cansado, cuando oí que Stric-kland gritaba desde el lado de la casa que ocu-paba:

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-¡Tietjens ha vuelto a dormir a su sitio! Así era. La corpulenta perra estaba acos-

tada majestuosamente en su propia cama, en supropia manta, mientras, en el cuarto de al lado,el lienzo vacío y perezoso se agitaba rozando lamesa con su vaivén.