Cuentos de Misterio - David Rosero

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Título: HORMIGAS Y OTROS RELATOS CUENTOS DE MISTERIO Autor: David Rosero E. Diseño, diagramación e ilustraciones: David Rosero E. ISBN 978-9942-02-925-6 Edición: Alba Serrano Corrección de texto: Estuardo Vallejo Año de publicación: Mayo 2010 Tiraje: 1000 ejemplares Gráficas Iberia Tel. 2 521 529 Para pedidos y comentarios favor dirigirse a: [email protected] Cel. 099464110 Derechos Reservados.

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Título:

HORMIGAS Y OTROS RELATOSCUENTOS DE MISTERIO

Autor:

David Rosero E.

Diseño, diagramación e ilustraciones:David Rosero E.

ISBN978-9942-02-925-6

Edición:

Alba Serrano

Corrección de texto:

Estuardo Vallejo

Año de publicación: Mayo 2010

Tiraje: 1000 ejemplares

Gráficas Iberia

Tel. 2 521 529

Para pedidos y comentarios favor dirigirse a:[email protected]

Cel. 099464110

Derechos Reservados.

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Permaneceren el rayo de Tu Luz:

te confío mi oscuridad ante-rior,

solo tengo una hoja enblanco

y una idea aun no conocidapara amar.

Mi nada, mi límite, no cuentan más;

eres palabra, mancha,idea, verso,

aroma del aire que respiro,eres tú:

hoja en blanco que me es-peras.

David Rosero E.

Con amor para:

Juanda, Theito,Ale y Cecy,

lucerosque guían

mi existencia.

2010

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HORMIGAS

Y OTROS RELATOS

DAVID MODERO

DAVID M. ROSERO ENRÍQUEZ

CUENTOS DE MISTERIO

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TRANSFORMACIÓN

Danny Romero, sentado al borde de la cama, no lo-graba conciliar el sueño y se sentía abrumado por un-gran sentido de impotencia y frustración, de esa quedeja una amarga traición, cuando sintió un agudo doloren el pecho que le hizo encorvarse cada vez más… yun poco más…

Tenía veintidós años esa noche de insomnio, en quesufrió una terrible transformación:

Sumido bajo el peso de la congoja, sintió quede su espalda comenzaban a brotar unas puntasque se elevaban dibujando una dolorosa cordilleraa lo largo de toda su columna. La intensa luz de laluna que penetraba por la ventana del pequeñocuarto donde él vivía, dejaba ver una pálida texturasemilechosa que circundaba su rostro castigadopor la falta de sueño y cubierto por marcadas arru-gas que poco a poco se iban tomando toda la piel,ahora negruzca y escamosa.

Aturdido por las miles de sensaciones de dolor queexperimentaba en todo su cuerpo, giró su rostro con

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dificultad, lleno de un terror que lo mantenía casi pa-ralizado. Más por instinto que por otra cosa se volteóhasta quedar frente al espejo y quedó absorto, sin en-tender lo que le estaba ocurriendo.

Al tocar su rostro sintió que se desprendía su narizy quedaban en sus dedos solo unas escamas secas que,al caer, dejaron al descubiero dos fosas profundas.Cada mañana, después del baño, Danny se miraba lar-gos instantes en el espejo mientras se afeitaba; se con-templaba y se admiraba, disfrutando esos instantes.Después, seguía el peinado, meticuloso, vanidoso, yel cepillado de dientes; con sonrisa narcisista festejabacada detalle de su bello rostro. Pero ahora, ese mismoespejo, ante su asombro, reflejaba su vergonzosa des-gracia. La sensación de extrañeza provocaba desespe-radas preguntas que se quedaban sin respuestas.

¿Quizás volvió a ser lo que siempre fue? Se habíaconvertido en una asquerosa figura; en su garganta seahogaba un lamento brutalmente contenido, como sila misma naturaleza le negara la libertad de gritar suimpotencia. Quiso morder con fuerza un gemido y sin-tió que sus dientes eran como piedrecillas en su boca,un estorbo que debía escupir.

Las cavernas que englobaban sus ojos, más bien,parecían contener dos brasas de carbón encendido quese negaban a seguir viendo esa extraña figura y quizáspor eso se cerraban como queriendo apagar el ardor

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que sentían. En vez de los bellos ojos de color azulclaro se dejaba ver una melancólica y rojiza mirada.

Sentía que toda la piel le quemaba y entre desespe-rantes comezones, sus dedos se estiraban hasta termi-nar en puntiagudas uñas. Se llevó ambas manos,convertidas en garras, hacia su alargada y escamosacabeza como queriendo ocultarse ante el espejo.

Enseguida comenzó a sentir como si unos clavosquisieran penetrar en su alargada cabeza. Su cráneose estiraba y un universo infinito abría su mente; ex-perimentaba una agilidad jamás antes sentida. En losinstantes que duró aquella transformación, sus ideasfluían velozmente y con una gran lucidez.

Danny Romero bordeó la locura; con el estilete más cer-cano hubiese querido aplicar un tajo certero en sus retorcidasy pronunciadas venas hasta besar la muerte.

Sus desfigurados dedos rozaban, temblorosos, losescasos hilos de blanquísima lana que reemplazaba loque fue su negro y largo cabello. Sin comprender toda-vía lo que estaba sucediéndole, en un deseo desesperadopor sobrevivir y vencer esta adversidad, su imaginaciónacelerada ideó soluciones que pasaban por el uso de po-límeros y materiales sintéticos, la aplicación de clan-destinas cirugías y talentosos maquillajes que lepermitirían pasar desapercibido ante la gente.

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Antes que la luz de la mañana siguiente lo sorpren-diera, imaginó huir de aquel lugar, de sí mismo y deese tormento de sentirse engañado.

Se imaginó viviendo el resto de su vida en totalclandestinidad y que después de mucho tiempo volvíaconvertido en un hombre misterioso, un artista de bajaestatura, un tanto jorobado, amable y sonriente, todoun personaje que aparecía de pronto en los titulares decasi todos los periódicos. Llegaba la noche de su es-perada exposición de escultura. Ignorando los amablessaludos de la gente, repasó todo lo que habría hechopara asegurarse de que la invitación le llegara puntualy oportunamente a aquella que, en esos años de exilio,jamás había olvidado.

La noche del evento fue fantástica: brindis, halaga-doras palabras sobre la muestra, venias y cumplidos;sin embargo, nada atenuaba su melancólica mirada queno encontraba a la invitada especialmente esperada.

Avanzaba la noche y la ausencia de ella ahondaba sudolor. La gente abandonó el lugar como la razón y lacordura. Danny caminó hacia el cuarto del elegante hoteldonde pensaba se había hospedado. La frustración anes-tesiaba toda sensación de cansancio. Se desplomó en lacama; el cuerpo descompuesto no le permitía descanso.Imposible dormir; otra vez llegaba el insomnio. El si-lencio a su alrededor le permitía escuchar su agitada res-piración y su corazón palpitante de dolor.

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Se incorporó, por fin, y se despojó de la capa, quedepositó con delicadeza sobre la cama. Se quitó losguantes negros y quedaron al descubierto los dedos re-torcidos que hábilmente, comenzaron a retirar el ma-quillaje y las prótesis mientras le rondaban por la mentelos cálidos momentos vividos en esa ciudad junto aella. Despojado de su apariencia humana, con un im-pulso casi animal y sintiéndose mucho más ágil con suactual figura, decidió salir a buscarla. De un gran saltollegó hasta la ventana, trepó agilmente por las paredesdeslizándose hasta el techo. Brincó diestramente porlos muros volviendo a atrepar por los tejados. Sobre lasparedes podían verse las sombras de una figura entrehumana y reptil que trataba de alcanzar la ventana dela habitación de Susy, la hija menor de los Conrado. Leacompañó el ladrido casi sordo de un perro que consolo percatarse de esa extraña presencia, permanecióatrapado en el pánico que le había hecho ocultarse de-bajo de las gradas; así permaneció sumido en un tem-blor que ahogaba sus gemidos.

Por fin, sus pequeños ojos rojizos comenzaron a es-cudriñar por la rendija dejada por una cortina sin ter-minar de cerrar, hasta que distinguió por fin a lacausante de su brutal tormento.

Sus manos convertidas en garras sacudieron condesesperación las hojas de la ventana que, ante suasombro, cedió permitiéndole el acceso. Danny sintióla agitada respiración de la mujer que, abriendo los

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ojos, ya se había percatado de su fantasmagórica pre-sencia.

Las luces de un nuevo día ya despertaban a la ciu-dad dormida. Se escuchaba, el trinar de las aves, losladridos de los perros y el ruido de los autos, queanunciaban una cálida mañana.

En la elegante mansión de los Conrado, no se escu-chó la voz de Susy durante el desayuno. Su madre, pre-ocupada, fue la primera en ir a su habitación; decidióentrar violentamente ante el silencio de la hija. Momen-tos antes, esa puerta que ahora permanecía cerrada,había guardado muda una escena de horror.

Al grito de la madre acudió toda la familia. Doscuerpos permanecían inertes sobre la cama; junto alcadáver de Susy, que mostraba el cuello totalmentedestrozado sobre una mancha escarlata que cubría lassábanas de su cama, yacía el cuerpo de un hermosohombre, joven, de largos y negros cabellos... Escon-dido en el pecho, reposaba también un sangrante ydestrozado corazón.

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HORMIGAS

Max miraba de reojo a su alrededor, si fijaba biensu mirada, en ese enfoque las podía ver: ¿una?¿diez? No, eran cientos, quizás miles de hormigasgigantes que en los últimos años habían invadido yatoda la ciudad.

Al comienzo eran tan pequeñas e inofensivas quetodos las ignoraron y hasta se podría decir que pasarondesapercibidas y sin que nadie les prestara ningunaatención. Después, poco a poco, todo fue cambiando.Era incómodo verlas día a día en hileras, encontrarlasandando en masas por todo sitio. Habían rodeado losdepartamentos y luego todas las casas del vecindario.

¿Cómo empezó todo? ¿Qué hizo que algo aparen-temente sencillo se transformara en pesadilla? ¿Im-portaba? Quizás sí, por eso ese día comenzóreconstruyendo los hechos, tratando de dar con lacausa de la invasión y quizás, con la cura:

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Mientras Max escribía, las ideas comenzaban amezclarse en recuerdos cargados de impotencia. Re-cordó que años atrás, él había sospechado del problemaque se avecinaba, cuando cada día las hormigas teníanque ser retiradas, aplastadas y muertas, una y otra vez.Recordó que al comienzo sus vecinos trataron de solu-cionar esa desagradable molestia con un poco de aguay jabón. Un día también él lo hizo, tomó un trapeadory abundante agua con detergente: fue largo el caminode espuma que trazó desde la cocina hasta el patio, pa-sando por las gradas y por el garaje hasta llegar a lacalle… Mas en esta ocasión pudo darse cuenta que yano eran las mismas, tan pequeñas, de hasta hace algu-nas semanas atrás. Ahora eran más grandes; incluso,su color había cambiado del negro habitual de los ini-cios, a un raro color gris pardo que les permitía camu-flarse fácilmente entre muebles, paredes, corredores,objetos y alacenas de la casa, devorándolo todo.

Lleno de iquietud se preguntaba cómo podría evitarque esa voraz mancha que día a día crecía se propa-gase sin fin. Mientras escribía también se preguntabapor qué dejó de funcionar el diesel, que fue la segundasolución al problema entre la gente del barrio pobredonde residía: aparentemente con medio galón ya todose solucionaba y, al día siguiente, cada familia solotenía que recogerlas medio muertas con pala y escoba,para luego tirarlas a la basura. Entonces, él todavíapodía contar los hechos aunque ya con un poco conpavor, pues ya no eran tan pequeñas como se las había

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encontrado en su cocina algunos años atrás. Una noche,al llegar a su apartamento y entrar en la cocina, se topócon una enorme mancha negra en movimiento, entorno a algún alimento que pensó había dejado fuerapor descuido. Al encender la luz, la gran mancha sedescompuso en varios puntitos negros que se esparcie-ron en retirada buscando la hilera que, hábilmente, cru-zaba toda la casa y la mantenía en comunicación conmillones de ellas en el exterior. Las pocas que todavíaquedaban, contorneaban los huesos de su perro queyacía tirado entre los objetos destrozados por todo ellugar, fruto de una loca invasión de hormigas que lollevó a una penosa y angustiosa muerte.

Algo parecido fue para todos los habitantes de eselugar. Diariamente comenzaban a encontrarlas porcientos en sus alacenas, devoraban primero los alimen-tos y luego las mascotas de sus casas. Recordó la pri-mera vez que las noticias revelaron el primer cadáverde un indigente cuyo cuerpo disfrutó su último tragode alcohol el día anterior y ellas lo desintegraron enpocos minutos al amanecer.

Fue por eso que tuvieron que idear una especie detraje de buceo, una de las medidas más acertadas parareemplazar al indefenso insecticida que poco podíahacer frente a una plaga totalmente resistente. La ma-yoría de la gente abandonó la ciudad, pero algunas fa-milias que esperaban que esta molestia por finconcluyera; por eso,sin recursos, sin aquel traje, ni los

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medios suficientes para hacerles frente decidieronquedarse en el pueblo sin advertir la verdadera mag-nitud del problema. La feroz plaga crecía tomándosecasas, mercados y plazas, atacando con feroces pica-duras a quienes por desgracia o descuido pisabanalgún hormiguero o se cruzaban por sus caminos, cadavez eran más dueñas de la ciudad.

Ahora, frente al computador, encerrado en su trajede hule y casi asándose por el calor, Max escribía vién-dolas pasearse por sus pies, por encima del teclado yde sus manos, mientras comenzaba a armar el tétricorompecabezas con los macabros hechos sucedidos.

Por ejemplo, le vino a la mente aquel día que ata-caron a un niño descalzo que jugaba en el césped yque sin querer pisó un hormiguero: la gente por variosdías comentaba el incidente y muchos pensaban queeran exageraciones de los vecinos del barrio, aunquehabía sido uno de ellos quien ayudó a los padres delniño y los acompañó hasta el hospital, más que por so-lidaridad por curiosidad, para luego poder contar lostrasplantes que los médicos tuvieron que realizar enlos pies, extremidades inferiores, manos y parte delrostro del niño por las feroces mordeduras que habíarecibido.

Así, el número de casos comenzó a multiplicase.No quería apartar su mirada del monitor mientras es-cribía, aunque se sentía vigilado. Lleno de confusio-

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nes, no hacía otra cosa que seguir escribiendo frenteal ordenador, tratando de encontrar una respuesta.¿Cuál fue la verdadera causa de la mutación? ¿Cómopodría evitar que esa rara plaga que cual voraz man-cha crecía día a día se propague sin fin? Para rompercon la posición estática que lo tenía paralizado, girósu rostro cubierto con una especie de escafandra porcuyo cristal casi cubierto por el vaho de su propiatranspiración, pudo ver borrosamente a través de laventana. Una gran columna de humo se elevaba pro-ducto de la incauta acción de un vecino desesperadoy alcoholizado, quien había echado gasolina y en-cendido fuego a uno de los nidos de hormigas y undescuido dejó una casa en escombros y casi toda unamanzana envuelta en llamas.

Sin embargo, Max dejó escapar un profundo sus-piro de alivio al escuchar el sonido del helicóptero queesa mañana venía a fumigar por quinta vez el sector.

Esa misma semana un equipo de la sanidad local,equipado con fuertes trajes, había logrado colocar envarios de los nidos la solución más mortal probadahasta ese momento en otros lugares con cierto éxito:se trataba de un cebo compuesto de amidinohidrazo-nas, en una concentración de hidrametinona que semostraba como un ingrediente activo y altamente efi-caz. Santiago Quintero, que dirigía el equipo, terminóexhausto ese día luego de cerciorarse que los cientosde nidos localizados por toda la ciudad tuvieran su co-

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piosa ración de veneno. Esa noche no podía conciliarel sueño pese a la agitada y fatigosa jornada por él vi-vida, luchando en una desigual batalla contra un ene-migo casi indestructible que se había tomado ya todoel lugar en los últimos meses. Santiago Quinteroabrazó con fuerza a su esposa, como queriendo encon-trar en su caluroso afecto la esperanza de que al díasiguiente esa pesadilla por fin acabase.

Revisó la cinta pegante que cubría todas las entra-das de la casa y especialmente en el cuarto donde dor-mitaban los dos pequeños hijos que, a la espera de laevacuación, descansaban sin sospechar la desespera-ción de sus padres. Al parecer tendrían que pasar otranoche burlando con cinta adhesiva y repelente a esamancha de millones de hormigas que esperaban ca-mufladas en los postes de luz, granjas, zonas residen-ciales e industrias de toda la ciudad para atacar acualquier ser vivo que consideraran su enemigo.

Lo que Santiago Quintero no podía imaginar eraque mientras él cuidaba de los suyos cuando dormían,las hormigas también lo vigilaban. Unas a otras se pa-saban la información de que ya habían detectado a suenemigo: gracias al contacto que tuvieron esa mañanacon sus botas lo habían seguido durante todo el día yahora la mancha gris obscura que acechaba desespe-radamente para poder entrar en la casa de los Quintero.Al día siguiente, los esqueletos en posiciones que de-notaban el horror vivido, eran mudos testigos del cruel

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ataque de esa masa voraz y vengativa que acabó contodos, incluso con las impotentes mascotas que no pu-dieron defender a sus amos mientras eran devorados.

El sonido del helicóptero esperanzaba a Max. Surostro empapado en sudor, giraba desesperado haciala ventana. Mirando al cielo, nuevamente abrigaba laesperanza. Trataba de esconder sus emociones paraque las hormigas no lo descubrieran, porque él sabíaque ellas lo observaban.

Era la sexta vez que fumigaban el sector y el ta-maño de ellas era diferente. Les he tratado de seguirla pista durante estos últimos meses, advirtiendo la as-tucia y sagacidad de esta plaga que le hace infiltrarseuna y otra vez por bordes y paredes llenas de un insa-ciable apetito. Ahora busco el modo oculto en algúnlugar de poner fin a esta pesadilla para que nunca másse repita. Recordé el principio de esta historia, cuandonadie prestaba atención a ese ir y venir de las hormigaspor los bordes de las aceras y dentro de las casas. Yomismo creí solucionar el problema sacando la basurafuera; especulaba que todo se resolvería pronto. Poreso, empecinado en registrar los hechos, decidí que-darme esperando que quizá alguna de estas mañanastodo por fin terminase… pero no fue así, me encuentroatrapado y totalmente rodeado por ellas. Aun no mehan atacado.

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Ahora Max, rodeado de millones de hormigas gi-gantes, las mira pasearse por todo su cuerpo, aguar-dando en ese paisaje urbano y desolado la séptimafumigación…

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EL TOLDO ROSA

Me contaron que en un lejano lugar vivía una mu-chacha con su madrastra, una mujer muy mala que lahabía criado desde niña dándole una vida muy triste.Era una de las chicas más bellas de la región, tan lindaque una vez que el diablo pasó por ese lugar, se ena-moró de ella al verla. Tomó la forma de un elegante ex-tranjero y le propuso ser su enamorado; ella lo invitópara la fiesta de los toldos, noche en la que, según latradición, las mujeres se cubrirían de pies a cabezaocultando su identidad mientras bailaban con sus pa-rejas; ella llevaría un toldo color rosa. El diablo bailócon la dama del toldo color rosa toda la noche. Ellaignoraba su identidad pero, al bailar, se percató de unaatmósfera densa que rondaba el lugar. Entre tragos yconversaciones lujuriosas, la jovencita le prometió quea media noche sería suya tras la cabaña donde vivía,con la única condición que luego se la llevara lejos dellugar. El diablo, emocionado, aceptó.

Llegada la hora, la muchacha entró a la cabaña yarropando a la madrastra con el toldo rosa la llevócon falsos adulos tras la cabaña; el diablo, borracho,fue al lugar de la cita y al ver el toldo rosa se abalanzóal bulto; después de consumar el acto cargó a la vieja

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ante la mirada burlona de la muchacha que, ocultatras las rendijas de las guaduas, lo veía alejarse tam-baleante por los matorrales, mientras sacaba de entreel busto, un labial para retocar su fresca y maliciosasonrisa.

¿Sabes que las mujeres somos peores que el demonio?

Santiago prefirió tomar el relato de Betty su secretariacomo una broma inoportuna. Respondió con una sonrisafingida y se bebió el último sorbo de café. Dejaron la ca-fetería y caminaron tomados de la mano hacia el museo.

Al llegar, fueron notorias las miradas libidinosas delos otros visitantes que más que dirigirse a las piezasde arte, se desviaban a una en especial: aquella escul-tural figura que caminaba junto a él. En verdad lachica era muy bella, tanto que era imposible que pa-sara desapercibida ante los concurrentes durante casitodo el tiempo que estuvieron visitando la muestra.Santiago tampoco pudo disimular sus oscuros deseosal momento de despedirse de ella mientras planifica-ban su próxima salida. Con ternura, le vio alejarse des-apareciendo por la escalera del bus que la llevaba aencontrarse probablemente con su otro amante.

Los pensamientos confundidos y entrecruzados desu tranquila familia, su secretaria, el próximo encuen-tro, se cortaron bruscamente cuando al caminar por lacalle le llamó la atención una discusión callejera entre

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una pareja de enamorados. Se interrumpió su confu-sión interior y más aún, cuando el hombre lanzó vio-lentamente un golpe hacia el rostro de la chica; cercade ellos, un indigente de aspecto demencial reía escu-chando las feas frases de humillación, en tanto hur-gaba en los desperdicios tirados en la esquina de lacalle jugueteando con un viejo toldo color rosa.

Una vez más la confusión acompañó a Santiagomientras se marchaba hacia su casa. Al llegar no podíaolvidar el incidente que presenció en la calle; más queel golpe, las palabras del agresor resonaban como la-tigazos que volvían cada vez más pesado el ambiente.Por un momento pensó en los años maravillosos juntoa su esposa y lo lejanas que se volvían esas escenaspara su bien instalada familia.

Fue a la mañana siguiente cuando Santiago escuchólos gritos desesperados de la más pequeña de sus hijas,que yacía enredada por el cuello en un toldo color rosaque cubría su cuna. Se escucharon entonces gravesdiscusiones donde él y su esposa se culpaban mutua-mente. Ahora la riña ya no era en la calle si no en supropio hogar. En los meses siguientes no faltaron mo-tivos sin importancia que afloraron viejos reproches yamenazas que fueron creando un clima insoportablenunca antes vivido en esa casa; se hicieron frecuenteslas peleas y discusiones entre el llanto de las niñas.Graves insultos fueron envolviendo más día a día a laacalorada pareja.

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Un día, lleno de orgullo y terquedad se marchó de-finitivamente de su hogar, cargando un pequeño bultoy envuelto en la pesada situación que rodeaba su pro-blemática existencia. Encontró en Betty y en el alcoholun absorbente refugio.

Totalmente ilusionado, durante mucho tiempo se aencontró con Betty en su improvisado cuarto de solteroo en algún motel de la periferia, hasta que una noche,ella misma, mientras retocaba con labial su preciosa son-risa, le comentó que se marcharía a la mañana siguientea otro pueblo buscando mejores días.

Desde entonces, el hombre deambula por los barriosmarginales de una lánguida ciudad, entre una atmósferacada vez más densa y pesada que llegó a quedarse conél. Vive casi siempre embriagado, melancólico y solo.

Aun hoy, se puede ver a un indigente tirado en lacalle, que hurga en la basura buscando algo de comer,arropado con un sucio toldo color rosa. Aún en su de-mencia, en ocasiones le vienen momentos de lucidezcon punzantes recuerdos que lo atormentan: una bellafamilia, su antigua secretaria y la claridad de su pre-monición:

¿Sabes que las mujeres somos peores que el demonio?

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CUARTO

DE ALQUILER

Esta mañana me incomodó una mosca que entró derepente en la habitación. Armado de aquel matamos-cas que tantas veces me ha permitido descargar mi fas-tidio hacia ellas cuando irrumpen zumbando en micuarto y fastidian mi privacidad, me dirigí, veloz-mente, hacia la ventana y, de un golpe certero sobre elcristal, pude deshacerme de ella… Mi mirada se de-tuvo en la pequeña figura que, desorientada y solitaria,caminaba sobre los cristales de la ventana antes demorir.

Por unos segundos, me vino un escalofrío al recor-dar lo vivido días atrás por un amigo al que rescaté deuna horrible pesadilla.

Cuando Gilberto llegaba al pequeño cuarto de al-quiler que había conseguido en el barrio Américahacía pocos meses, siempre se encontró con un am-biente pesado. Al entrar en la casa, sus largos, oscurosy fríos corredores despedían un extraño olor a encie-rro. Le llamaba la atención que en el trayecto hacia sucuarto, siempre revoloteaban a su alrededor, varias

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moscas grandes, negras, bastante torpes y pesadas,que se congregaban a los lados de las cuarteadas y hú-medas paredes. Un día cruzó la puerta del pequeñocuarto de estudiante, dejó las pocas compras sobrela improvisada mesa que hacía las veces de escrito-rio y sacando el tarro de insecticida comenzó a va-ciarlo con toda su furia apuntando a todo lo que a supaso revoloteaba.

Muchas moscas caían ante los chorros disparadosdesde el pulverizador, sin embargo, no parecíantener fin. El lugar por el que penetraban se hizo evi-dente cuando descubrió junto a la entrada del pe-queño cuarto un orificio en el que se arremolinabauna masa de muchas de ellas; el agujero se comuni-caba con una esquina de la habitación que daba a unpequeño patio lleno de escombros, separado tan solopor una roída mampara. Desesperado, disparó varioschorros de veneno dentro de aquella entrada.

¡Error! Fue el comienzo del fin.

Decenas de ellas, comenzaron a lanzarse al exte-rior de su madriguera chocando con cuadros, lám-paras y cristales de las ventanas que daban alpequeño patio; ni siquiera el pedazo de madera queservía de tapa al hueco por donde salían evitaba queformaran un nubarrón dentro de la casa. Misteriosa-mente, la puerta se cerró con violencia, Gilbertoentre gritos, tenía que dar manotazos al aire para im-

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pedir sus ataques desesperados. Me contó que, in-cluso, alcanzó a oír una risa satírica que se alejabapresurosamente por las escaleras de la vieja casa.

Los zumbidos enloquecedores crecían en la habi-tación, las moscas se arremolinaban enloquecidas concada segundo que pasaba y el líquido del recipiente seextinguía. En ocasiones, éstas se estrellaban en sucara, se enredaban en su pelo mientras que cientos gi-raban en el piso agonizantes.

Ahora, con el recipiente ya vacío, ensayaba golpesal aire tratando de llegarle al menos a alguna de ellas,pero la extraña batalla parecía no tener fin.

Lleno de angustia se lanzó con movimientosbruscos hasta la pequeña puerta revestida de remien-dos de maderas y clavos retorcidos. Era como si lanube de horrorosas moscas pegadas a su cuerpo hu-biera moldeado una masa humana que ahora, casiimpotente, buscaba una salida; sus manos llenas demoscas llegaron hasta el picaporte sin poder conse-guir abrir la puerta, pues, la llave atascada en la ce-rradura, con el maniobrar angustiado, se ablandóhasta romperse.

El piso de madera que, con esmero, había lim-piado y lustrado esa mañana para recibir a una visita,tan solo reflejaba el horror de una figura desespe-rada que retrocedía hasta la esquina del pequeño

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cuartucho donde sentía que las paredes se juntabanhaciendo más angustiosa su salida mientras todo pa-recía indicar que hasta su respiración en algún mo-mento acabaría.

Así como apretaba el pedazo de metal de la llaverota con su índice y pulgar derecho, así hubiese que-rido aplastar una a una a todas sus enemigas que in-cluso invadieron la luz del cuarto y ahora su interior,mas, con sus ojos cerrados y las manos abiertas, secubrió la cara, se dejó caer de rodillas mientras quecon sus dedos apretando sus oídos trataba de apagarlos taladrantes zumbidos que parecían crecer cadavez más y más.

Casi derrotado, arrodillado e impotente, miró conangustia como salían unas extrañas criaturas por las ren-dijas del entablado del solitario y viejo cuarto de alqui-ler; casi por instinto, corrió hacia la cocina, abrió lasperillas haciendo que el gas saliera copiosamente de lashornillas. Como pudo, se las quitaba de su rostro ymanos hasta que con desesperación pudo prender unagran bocanada de fuego que al elevarse por los aireschamuscó a muchas de ellas. Ahora, sudoroso y asus-tado, permanecía cerca de su cocineta de gas buscandorefugio junto al fuego que con ansia trataba de mantenervivo. Comenzó a alimentar el fuego con todo lo quetenía a su alcance mientras veía como se extinguía: suropa, libros y hasta el poco dinero guardado en uno deellos para completar uno de los alquileres atrasados.

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De pronto, la sombra siniestra que furiosamente seagitaba comienza a quedarse quieta, callada. Ese ruidoensordecedor da paso al silencio, mientras las extrañascriaturas comienzan a retroceder misteriosamente y adesaparecer entre las ranuras del viejo entablado a me-dida que las múltiples moscas sobrevivientes de estaextraña batalla pelean entre ellas por escurrirse bus-cando la oscuridad por entre los espacios del piso dela casa. Ahora, solo se escuchan algunos golpes cadavez más fuertes en la vieja puerta. Sin poder gritar,presa del pánico, corre desesperado hacia la puerta ycon todo lo que le queda de fuerzas golpea con suspuños cerrados mientras siente que sus sentidos loabandonan al momento que cae de bruces sobre el piso.

Abrí la puerta por fuera y al entrar, pude observarentre la humareda que se despedía densa desde aden-tro, el cuerpo semidesnudo de Gilberto que permane-cía tirado sobre una extraña alfombra hecha de milesy miles de moscas que yacían inertes sobre el piso.Ventajosamente, sin dificultad, pude sacarlo y trasla-darlo a un centro de reposo donde aún se recupera.

Al salir de esa casa, a lo lejos, en una ventana delsegundo piso, pude observar a una mujer anciana deaspecto apergaminado, de traje oscuro y burlonasonrisa, que acariciaba un mugriento cartel colgadoen uno de los vidrios de la ventana; decía: “Alquilocuarto para estudiante”. La policía identificó en elcartel elementos de materia viva y, en el pequeño

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patio junto al cuarto de Gilberto, enterradas algunaspartes de cuerpos, probablemente, de algunos inqui-linos a quienes la demencial anciana habría sepul-tado algún tiempo atrás.

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